El sol en el arroyo

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El sol en el arroyo es una recopilación de relatos, un cóctel de emociones y vivencias, muchas de ellas envueltas en la belleza de los paisajes de Cazorla, tierra natal de la autora, que siempre la ha condicionado en donde quiera que se encuentre. De los relatos de M. Carmen Fernández se ha dicho: "Con su aparente sencillez hablan de experiencias y personajes que desvelan algo más profundo y esencial que está presente en la realidad cotidiana". "Me quedo con ganas de seguir leyendo, son historias intimistas que me sugieren escenas y personajes de Garci". "Además de interesar atrapan, se van colando las palabras, como el musgito, evocando atmósferas y recreando situaciones llenas de vida". "Me gusta la atmósfera un tanto misteriosa y especial que crea en torno a esos personajes y sus procesos de pensamiento".

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Relatos

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© M. Carmen FernándezDiseño de portada: MARO

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I.S.B.N.: 978-84-15649-90-8

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito de la autora.

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M. Carmen Fernández

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A todas las personas que han dejado en mi vida

un fragmento de la suya

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Los Dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.» Albert Camus

EL FINAL DEL CAMINO La silueta de una pequeña cabaña se distingue aislada en el paisaje agreste y montañoso. A pesar de su modesto tamaño, el estratégico lugar en que fue construida, en un claro de pinos que corona la cima de la colina, la ha convertido en una parte indispensable del entorno. Es ya un elemento del paisaje, con el que cuenta la gente cuando mira de lejos las montañas. Una referencia para la orientación de caminantes. Al acercarte a ella, se van definiendo los troncos de madera que le dan forma, ya algo carcomidos por el paso del tiempo. La cabaña conserva toda su estructura aún intacta y se recorta perfecta en el horizonte, en los atardeceres arrebolados, cuando el sol se despide y empieza a entrar la penumbra en cañadas y barrancos. Ningún cerrojo atranca la puerta de entrada, libre a merced del viento que la abre y cierra a su antojo. De vez en cuando, algún curioso se acerca a mirar y, cuando entra, puede comprobar que continúan allí los escasos

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muebles que tuvo en su día, algunas vasijas, algo de ropa... Todo cubierto de polvo y hojas secas. Nadie coge nada. Todo continúa intacto como lo dejó su dueño. Es un misterio el respeto que infunde a los visitantes que, reverentes, recorren la pequeña estancia en silencio, dedican un pensamiento a la persona que habitó la casa y salen entornando la puerta con cuidado. Sólo las hormigas se han adueñado, recorren a placer los tableros, impregnados aún de algún resto de grasa, y sobre ellos transportan afanosas las semillas y enormes hojas que encuentran, inmensas para el tamaño de sus propios cuerpos, y con ellas van llenando, sin cesar, la despensa que las alimentará en invierno. Desde que la cabaña quedó vacía nadie la ha habitado. Los lugareños sonríen, queriendo disfrazar su sonrisa de incredulidad, cuando alguien comenta que esa casa trae mala suerte. Pero nadie quiere habitarla. Sólo los insectos la pueblan y entre sus grietas están apareciendo diferentes arbustos que, libres de supersticiones, se disponen a recuperar un terreno que siempre fue suyo. Se dice que en ella vivió un hombre, después de haberla construido con sus propias manos, tronco a tronco, sin ayuda de nadie. Llegó un día, nadie sabe exactamente desde donde, y se integró en la naturaleza como un elemento más de los que formaban el entorno. Comentan que era un hombre esbelto, adusto, de pelo entrecano y ojos oscuros y profundos que incitaban a la confianza, a pesar del aislamiento que él mismo se procuraba. Se bastaba a sí mismo para cubrir sus cortas necesidades y, aunque en apariencia no necesitaba a nadie, se mostraba afable en su trato ocasional con los demás.

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De él se ha elaborado una historia que todos repiten, sin saber muy bien de dónde ha salido, pero de la que no hay nadie que no esté seguro. Hay quienes afirman que está basada en las propias confidencias hechas por Juan (ese era el nombre del constructor de la cabaña) a un guarda forestal que, con frecuencia, hacía vigilancias por la zona y con el que había llegado a intimar. Para otros, los datos de la historia de este hombre salieron de su propio diario, que alguien encontró en la cabaña, después de su muerte. De una manera u otra, la historia no es extraña para nadie. Es fácil que salga a colación, en los más esporádicos encuentros que un caminante pueda tener al adentrarse por caminos escondidos, cañadas, lomas y barrancos de la zona. Todos hablan, con respeto, sobre la vida de Juan, el hombre que construyó su cabaña en un collado solitario y que así, en soledad, sintió que había encontrado el trecho más auténtico de su camino. Cuentan que fue el más pequeño de los dos hijos de una familia de clase media. Había nacido dotado de gran fortaleza y atractivo físico, circunstancia que no le favoreció porque inclinó siempre la atención, estímulo y protección de los padres hacia el otro hermano, a quien consideraban más indefenso y peor dotado para enfrentarse a los avatares de la vida. Desde muy pequeño, Juan desbordó capacidad y energía para despejar su camino y trabajar detrás de sus empeños. Ninguna situación, a lo largo de su vida, lo desalentó tanto que pudiera hacerlo claudicar. Siempre encontró otra salida cuando el laberinto tortuoso de los acontecimientos lograba truncar la senda que estaba siguiendo. Así transcurrió su infancia y el largo recorrido de su vida.

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Los dones con que había nacido fueron también la causa de la desprotección que se vio condenado a sufrir en los años inseguros y vulnerables de su niñez. Sus progenitores creían necesario estimular al mayor de sus hijos, ante las conquistas de Juan, para evitar que se sintiera disminuido. Ponderaban siempre sus virtudes, reales o inventadas, y hacían lo mismo con los defectos, también reales o inventados del hermano más fuerte. Pensaban que la fortaleza de que gozaba el menor de sus hijos le libraba de cualquier sentimiento de desamparo ante las críticas que ellos le dirigían al más mínimo fallo y, por otra parte, estaban convencidos de que tal comportamiento ayudaría al primogénito a crecer sin complejos. “Tu hermano también se equivoca, igual que tú, al hacer esto” Era algo que solían repetir los padres, para quitar importancia a los errores de su hijo más débil, aunque no fuera cierto. Juan, triste y desorientado, no podía comprender estas falsedades y llegó al convencimiento de que no era querido por sus padres. Derrochaba esmero en busca de alguna alabanza, pero invariablemente quedaba perdido en el desierto de la aparente indiferencia. Un sentimiento de culpa y complejo lo iba atormentando, aunque compensaba, en parte, este vacío de afecto familiar cuando se sentía apoyado y admirado por amigos y profesores que, sin ambages, apreciaban sus cualidades y su calor alimentaba la energía y entusiasmo que dormían en él y le impulsaba a confiar en sí mismo. Sin embargo el cielo debió pensar también que lo había dotado de suficiente fortaleza y atributos para poder desenvolverse por la vida porque, una vez lo hubo creado, lo olvidó por completo. Cuando el éxito no lo

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acompañó en el primer proyecto en que se había aventurado, su espíritu emprendedor e idealista le llevó a iniciar nuevas empresas, cada vez con ideas renovadas, poniendo en ellas todo el potencial que la vida le había legado. Pero nada ocurre si el cielo no quiere, es igual el esfuerzo que se ponga en ello, y podría decirse que el firmamento entero se complacía en tenerlo sometido constantemente a retos imposibles. Le infundía la irremediable inquietud de emprender una obra y, a continuación, le sembraba el camino de trampas y extravíos. Una y otra vez le negaba la complacencia por sus actos. Sin duda habría otras personas, más débiles, que necesitarían más que él el apoyo del cielo protector. No obstante, después de cada fracaso, Juan renacía de sus cenizas y se encaminaba hacia otra dirección, con el convencimiento de que su empeño, constancia y trabajo le harían, sin duda, llegar a buen puerto. Al puerto que le estuviera destinado por la Providencia. Era evidente para él que sus fracasos se habían originado por no escoger el camino correcto. Por eso no perdía nunca el impulso y la ilusión de volver a empezar un nuevo lance. Así siempre, con una confianza renovada, se entregaba por entero, sin escatimar esfuerzos, a la nueva puerta que, sentía, la vida le estaba mostrando, para encontrar nuevamente que, en mitad del camino, un nuevo muro le cerraba el paso y le obligaba a buscar otra deriva que él seguía fielmente. Hasta que un inmenso sentimiento de cansancio y desconfianza lo fue invadiendo y empezó a sentirse objeto de diversión de los dioses. Dejó de tener sentido, para él, cualquier esfuerzo que no fuera el imprescindible para sobrevivir en un entramado social que lo excluía.

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Así, decidió apartarse y buscó la paz en las montañas. Rodeado de simple naturaleza encontraría el sentido de su vida. ¿La vida le había estado indicando siempre que ese era su camino, que debía buscar lo más auténtico de sí mismo en el silencio y la quietud y él no había sabido entenderlo hasta ahora?. Quizá había pecado de soberbia buscando el reconocimiento de sus méritos. Con los más indispensables enseres, partió un día hacia los montes y, sobre una colina solitaria, construyó su cabaña. Lo hizo con el mismo entusiasmo con que había hecho todo a lo largo de su vida, pero con la tranquilidad de quien no espera nada. Trabajaría un pequeño trozo de tierra para su propio sustento y contemplaría, sin temor a desengaños ni fracasos, el paso de la vida, día tras día. Con esta perspectiva se sintió pleno y tuvo el convencimiento de haber llegado por fin a su destino. A la vez que construía su casa, preparaba con esmero la tierra, levantando guijarros, removiendo, oxigenando, abonando... Al fin quedó lista para recibir las semillas que había seleccionado; las enterró y dejó caer sobre ellas una tenue lluvia que humedeció todo el sembrado, entonces se dejó invadir por el latido acompasado y constante de la naturaleza. No tardaron mucho en empezar a aparecer, apartando el humus que los cubría, los primeros brotes, llenos de vigor a pesar de su frágil apariencia. Juan los recibió agradecido y maravillado de la fuerza de la vida, cuya evolución contemplaba con embeleso casi místico. Fueron creciendo las plantas, estimuladas por sus atentos cuidados y, más tarde, empezaron a aparecer, poco a

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poco, los primeros frutos. Sólo faltaban ya algunas jornadas para lograr su pleno desarrollo. En una tarde cálida y primaveral había salido Juan, como solía, a hacer su larga caminata, atento en descubrir plantas y semillas. Los negros nubarrones que se estaban formando le hicieron anticipar el regreso. Presagiaban lluvia y decidió protegerse en la cabaña. Unos minutos después de su llegada, la tormenta empezó a descargar, primero suavemente, impregnando el aire con un adusto aroma de humedad de tierra. Todo era calma. A lo lejos, se podía ver el cielo, azul intenso y limpio en todas direcciones. Era una tormenta local que, de forma inesperada, empezó a enfurecerse y desatarse con fuerte lluvia, viento y granizo. Juan, resguardado en el interior de la cabaña, permaneció ensimismado, detrás de la ventana, contemplando con admiración la potencia de los elementos. Por fin, desahogada la naturaleza de su preñez, todo volvió a su calma inicial. El sol brilló de nuevo con fuerza, en un aire límpido, y el horizonte apareció nítido y radiante. Juan sintió la urgencia de salir e incorporarse a aquel momento irrepetible. Inundó sus pulmones de aire hirientemente fresco y limpio, de olor a tierra mojada y de plenitud, mientras sus pasos lo trasladaban de una parte a otra de los alrededores , rodeó la casa y, de pronto, se encontró frente al hortal. Toda la maravilla de aquel instante quedó quebrada para siempre. El mundo entero se hundió con él cuando ante sus ojos se mostró el sembrado. No había quedado nada. Todo era un barrizal salpicado de matas destrozadas y frutos machacados. Aquella visión, símbolo de la constante de su vida, lo derrotó por completo y, sin aliento, cayó de

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rodillas sobre el barro, con ambas manos arañó en la tierra y la arrastró salpicada de fragmentos de las plantas que con tanto amor había cuidado. –¡Nada que salga de mis manos tiene valor alguno para Dios! -gritó entre sollozos desgarrados. Con los puños cerrados, cargados aún de barro y plantas destrozadas, se encaminó despacio, desnortado y vencido, hacia la parte delantera de la casa. Dejó caer su cuerpo al suelo, arrastrando la espalda contra la pared de troncos, fijó la mirada en el horizonte y no hizo nada más, se dejó morir. Ese era su destino. Se había agotado el último gramo de su fuerza, se quedó sin aliento. Le habían fallado los cálculos al cielo, que pidió a Juan un gramo más de la fuerza que le había otorgado. Nada en la extensión total de la existencia se percató de que se había pasado el límite, de que la simple pérdida de unas matas de hortaliza podían hacer lo que no había conseguido la feroz dureza de un vivir infortunado. Acabar con la voluntad inquebrantable y luchadora de un hombre, cuya vida entera había sido lucha. O acaso el cielo no fallara, quizá no falle nunca en sus cálculos y ese fuera el camino que tenía trazado para Juan, desde toda la eternidad. Un camino perfectamente encajable en los planes infinitos del universo, a pesar de que, como tantas otras circunstancias, para nuestra limitada capacidad cognitiva, carezca de sentido.

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DESPEDIDA El mes de marzo castigaba aún con mañanas impropiamente frías. Los árboles pelados apenas hacían sombra sobre las aceras húmedas y verdosas por la umbría y el vientecillo inhóspito buscaba cualquier oquedad para colarse. Por eso Isabel mantenía apretada, con la mano que le quedaba libre, la solapa levantada del chaquetón en torno a su cuello. Con la otra mano abrazaba la urna de las cenizas. Se la acababan de dar en una puerta lateral del crematorio. Aún conservaban el recuerdo cálido de las llamas que, en cierto modo, le proporcionaban abrigo y le traían a la mente la calidez del cuerpo vivo de su esposo. Estaba sola. La habían acompañado algunos amigos y vecinos durante el velatorio y también en la ceremonia previa a la cremación. Después todos se despidieron, ella prefirió quedarse hasta recoger la urna. No tenía sentido volver otro día. No quería alargar innecesariamente la ceremonia del desconsuelo. Con paso lento, se dispuso a desandar el camino hasta la puerta principal por la que había entrado acompañando al cuerpo de su marido, una enorme cancela de forja negra que daba paso al recinto del cementerio. Sorprendentemente, se encontró de pronto inmersa en un gentío que abarrotaba la explanada, antes desierta, ante la entrada a la sala crematoria. No hacía tanto rato que ella la había abandonado, cuando despidió a todos los que la acompañaron y, en ese momento, no se veía nadie por

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ningún sitio, todo era silencio. Sólo ella y los pájaros, de árbol en árbol, joviales y festivos a pesar del frío mañanero, a pesar de que habitaban un lugar de muerte. Ellos eran el contrapunto de vida entre tanta desolación. En soledad había estado vagando, cruzando el espacio desierto de acá para allá, mientras hacía tiempo hasta recoger la urna, envuelta en el frío vientecillo que le iba calando los huesos poco a poco. El murmullo, ahora, de toda esa gente era un estruendo. Sin proponérselo, se fue entremezclando con ellos, no había otra forma de llegar a la salida. Nadie reparaba en ella. Un sin fin de coronas de flores se hacinaban a un lado de la puerta de entrada, aplastándose unas con otras y asfixiando los preciosos y tersos pétalos que, a pesar del maltrato, perfumaban el aire con múltiples aromas. “Qué pena no haber tenido sólo alguna de tantas que aquí sobran para despedir a mi marido” pensaba Isabel abrumada por tanta desproporción. “Están tan amontonadas que pronto se ahogarán sin aire. Sólo una, aquella por ejemplo que no es muy grande, hubiera quedado bonita junto a su ataúd. A él le gustaban tanto las plantas”. Muchas personas se habían quedado en la calle y otras tantas atestaban el recinto para seguir la ceremonia de despedida. Isabel entró, sin saber por qué lo hacía, abrazando su urna con ambas manos. En el interior, la templanza reconfortaba sus huesos ateridos. Se sintió cálidamente envuelta por aquel calor ajeno. -Todo el país llora hoy la pérdida de este hombre inmenso –Leía en voz alta una persona situada a la izquierda del vano en donde estaba colocado el ataúd. –Ha deleitado al mundo con sus escritos este hombre trabajador del que, aunque ya llevaba más de diez años

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sin escribir, su obra perdura y nos acompañará a lo largo de nuestras vidas. Ha sido un hombre brillante que ha obtenido, con merecimiento, un sin fin de premios a su labor y que hoy, con su muerte, nos conmueve a todos, desde la familia real hasta los miles de estudiantes que han leído sus libros con interés. Todos estamos aquí hoy para despedirlo. Nunca lo olvidaremos. En efecto, parecía que la ciudad entera se hubiera volcado en el cementerio y, aunque Isabel no conocía a nadie, sabía que debía ser gente importante la que allí se amontonaba junto al cadáver. Eso siempre se nota porque visten de una forma diferente, se comportan de una forma especial y hasta huelen distinto. Sin percatarse, apretaba cada vez con más fuerza la urna contra su pecho, un hondo sentimiento la empujaba a colmar a su marido de todo ese afecto que rebosaba en el ambiente y que no era para él. También acababa de morir. También fue un hombre bueno y trabajador. Había trabajado desde que era un niño, hasta pocos días antes de la muerte, que le llegó en la flor de la vida. Cuando faltó trabajo en el pueblo, no dudó en buscarlo en la capital, todo antes de que su familia pasara alguna necesidad. La muerte le cogió allí. Quién se lo iba a decir cuando hacía planes para volver al pueblo tan pronto como cambiara la situación. Se le acabó la vida después de muchos años de destierro en los que nunca perdió la esperanza de regresar. Todo ocurrió en la ciudad. Por eso no había venido mucha gente a despedirlo. En las ciudades está uno muy solo. Si hubiera ocurrido en el pueblo, habría sido otra cosa. Allí todo el mundo lo conocía y lo quería. Volvió a apretar la urna contra sí. “Tú eres un hombre tan trabajador como el que más. Más

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bueno que ninguno. Con tu trabajo has contribuido a que todo funcione y este trabajo te ha quitado la vida, su dureza te ha ido mermando salud poco a poco y tú lo sabías, pero no había otra opción. ¿No merecías tú algún premio?. Nadie te lo ha dado pero yo sé que lo merecías. Un premio. Al contrario, no sólo no te lo han dado, sino que se te ha regateado lo que era tuyo, te han malpagado con el consentimiento de las leyes, de todos los altos cargos que hoy aquí agasajan a este hombre privilegiado. El mundo llora por los privilegiados e ignora a las personas que luchan y trabajan, al borde de su resistencia, sin darse cuenta de que, sin personas como tú, ellos no serían nadie. Porque sí, este hombre, por lo que oigo, escribiría bien, tuvo la suerte de nacer con ese don, de vivir en la abundancia, incluso se pudo permitir estar años sin escribir. Estos días la prensa y la radio no pararán de ensalzarlo, igual que la televisión. Y tú, entre tanto, has muerto en silencio, en el silencio y la soledad en que viven y mueren los olvidados. Porque ésta es una sociedad de excesos. Es tan desproporcionado y excesivo el tumulto de agasajos, de coronas de flores y alabanzas repetidas para este hombre, como la total ignorancia en que nosotros y gente como nosotros existe, somos la máquina que hace andar el mundo para que otros vivan y disfruten. Y ellos no nos ven, no saben que estamos porque siempre todo funciona. Cuando uno de nosotros cae, como tú ahora, hay gente esperando reemplazarle, la necesidad obliga, por eso no notan nuestra ausencia igual que no sintieron nuestra presencia. Somos muchos y siempre estamos dispuestos y agradecidos de tener un trabajo. Cuando nos lo ofrecen, no nos atrevemos a preguntar cuánto nos van a pagar, no

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queremos caer mal con nuestra impertinencia, por eso lo aceptamos sin saberlo, todo es mejor que estar en la calle. Si nosotros cometemos el más mínimo error, hay cincuenta esperando ocupar el puesto, así es que callamos y aceptamos lo que nos den, aunque nos obliguen a firmar, cada mes, la nómina que marca un salario superior al que en realidad cobramos. No hay leyes ni inspección que nos proteja de esto. Es posible que también tú hubieras sido capaz de escribir libros, quizás también estás tocado con ese don. Pero nunca lo has sabido, no has tenido oportunidad de intentarlo, no te ha quedado tiempo fuera de tu trabajo. Tenías que llevar dinero a casa, primero para tus padres y luego para nosotros y los niños. Es verdad que yo también he arrimado lo que podía, pero es tan insuficiente lo que me pagan... Y yo, que no soy quien da los premios, que tengo muy pocos años de escuela y no comprendo muchas de las cosas que cada día escucho con atención en las noticias, yo que no existo para toda esta gente que ahora me rodea, me siento orgullosa de llevarte entre mis brazos, no necesito a nadie más, ni tú tampoco. Porque los dos sabemos que no hay ningún hombre que pueda igualarte, por muchos premios que haya recibido de esta alta sociedad que se agasaja entre sí, mientras hay tantas personas que pasan por la vida sin encontrar algún agarradero. Para todo es necesario tener donde apoyarse, incluso, a veces, para encontrar un mísero trabajo. La vida es muy dura. No para todos, es verdad. Y qué desesperación mirar a tu alrededor y no encontrar un apoyo, un breve empujón que te ayude a salir del apuro y emprender camino. Ver que tu esfuerzo y esmero no es suficiente. Nosotros sabemos mucho de eso ¿verdad?.

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Pero tú eres un hombre valeroso que ha cumplido una importante función en esta dura vida, eres un hombre de quien toda esta gente es deudora hasta un punto que ni pueden imaginar siquiera. No te sientas triste, yo no lo estoy. No ha habido coronas de flores en tu funeral, qué importa, pronto se van a marchitar y tú estarás, como me pediste, enredado entre las raíces de un frondoso árbol, te mezclarás con su savia y treparas a la cima, desde allí podrás ver cómo crecen tus hijos y cómo todos los tuyos te llevamos en el corazón. Lejos de aquí, en nuestra tierra”. Cuando volvió a ser consciente de todo lo que la rodeaba, se oía ya a otra persona, desde la tribuna, deshaciéndose en elogios para el malogrado escritor, pero Isabel había cambiado, ya no se sentía disminuida ante el desmesurado homenaje, tenía entre sus brazos a un hombre inmenso hasta donde puede serlo un ser humano y, consciente de ello, cual sacerdotisa caminando bajo palio con el símbolo de Dios en sus manos, se deslizó entre altos cargos, famosos y acomodados ciudadanos, sin repara en ellos, hasta llegar a la puerta frente al jardín, no le importaba ser objeto de sorprendidas miradas y comentarios, sorteó a todos los amontonados en la explanada y cuando, fuera del cementerio, miró al cielo, comprobó que éste la obsequiaba con un espléndido sol luciendo luminoso después de la penumbra. Acarició con ternura la urna que sujetaba. “¿Conoces un premio mejor que éste?. El sol se ha deshecho de las nubes que lo ocultaban especialmente para recibirte”.

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TITIRITEROS

Entre las calles de la pequeña aldea de Tíscar se colaba el viento, cargado de frío, después de deslizarse desde los riscos calizos que la circundaban por el norte. Era escaso el trasiego a primeras horas de la mañana. Los hombres habían salido ya hacia el campo y solo algunas mujeres, con el cántaro de barro apoyado en la cadera, se dirigían a la única fuente del entorno para recoger una carga de agua. Las mujeres, figuras negras veladas por la suave niebla matutina. Tupidas medias negras, negro pañuelo en la cabeza y un amplio chal del mismo tono hasta cubrirles la boca. Delantal gris, toque único de color en su bruna indumentaria. Vicenta era joven para vestir tan negro. Se había casado joven y era joven también cuando, uno tras otro, trajo al mundo cinco hijos. Con los niños pequeños, necesitando aún muchos cuidados, le llegó la noticia. Blanco como la cal tenía el rostro el hombre que la trajo. En suerte le había tocado esta misión que él no quería. Al verlo, la mujer preguntó recelando: -¿Qué le ha pasado a mi marido?. -Ha sido un tren –contestó el hombre -No se pudo evitar. Se escurrió al cruzar la vía. José iba muy deprisa y no vio el tren que se le acercaba. En la aldea todos eran una gran familia y Vicenta no se sintió sola en aquel trance. Aunque humildes, sabían compartir lo que había, si alguien necesitaba ayuda.

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En la fuente, el frío de la noche había congelado la superficie del agua del pilón. Sólo vibraba viva en un espacio, bajo el chorro permanente del caño abrigado por la tierra. El escaso círculo fluido permitía hundir el cántaro en su seno para coger la carga. Una vez lleno, las mujeres lo dejaban descansar sobre el reborde y escurrían así el agua antes de apoyárselo de nuevo en la cadera. Cuando todas se habían cargado, regresaban a la aldea por la suave pendiente, a paso lento, entre conversaciones cotidianas. Era temprano y los niños no llenaban aún la calle con sus juegos. El ronroneo de un motor lejano calló la conversación de las mujeres. -El médico – afirmó una de ellas. Una vez a la semana, llegaba un coche a la aldea. El médico venía desde el pueblo más próximo. Aparte de éste, ningún otro vehículo se aproximaba normalmente por la zona, exceptuando el Land Rovert del encargado forestal que, de vez en cuando, iba a supervisar el trabajo que se estaba realizando en los montes cercanos. Nadie en realidad llegaba que resultara extraño a los de la aldea. El día que Tomás con su familia lo hizo, todos los observaban expectantes y extrañados. Alguien comentó entre los suyos, después de haberle observado con curiosidad mientras el recién llegado, enfundado en su guardapolvos, iba organizando el almacén: - Creo que es un fotógrafo. La nueva familia se había instalado en una de las dependencias destinadas a los peregrinos que, cada año, se acercaban en romería a la ermita de la Virgen. Era mejor vivienda que las que ocupaba la mayoría de las familias de la aldea, propiedad del santuario de la Virgen,

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fue cedida a la compañía forestal para alojar a su encargado. En la parte baja del edificio, bajo la vivienda que ocupaban los recién llegados, había un gran local en el que se acopló la paja y la cebada para las caballerías. En una habitación contigua al local, todo el material de suministro para los trabajadores de la madera. Tomás era el encargado de suministrarles alimento e indumentaria, durante el tiempo que durara la entresaca y limpieza de pinares. Los santeros encargados de cuidar la ermita, un matrimonio con una hija adolescente, fueron en principio la única relación con que contaron Tomás, Ana su esposa y sus dos hijas pequeñas. Los lugareños, un poco desasosegados al principio, disfrazaban su interés por la novedad con una actitud huraña hacia los recién llegados. Eran gente orgullosa, que no se sentía inferior a nadie o, por lo menos, no querían que nadie fuera a tener esa impresión de ellos. El distanciamiento entre unos y otros duró pocos días. Las reservas fueron disminuyendo a medida que la cotidianidad de la vida diaria los iba equiparando. Ciertamente la indumentaria y las costumbres de la nueva familia eran un poco diferentes, pero unos y otros se acostumbraron a las actuales circunstancias y, sin ningún problema, los forasteros se adaptaron a los hábitos del lugar. Ana se sumó a la comitiva que, varias veces al día, con el cántaro en la cadera, hacía provisiones de agua. Los aldeanos tuvieron que acostumbrarse a las rarezas de los recién llegados. Así cuando Tomás, para ahorrarle esfuerzo a su mujer, tomaba dos cántaros por el asa y abastecía su casa de agua, se miraban entre ellos con una sonrisa benévola e indulgente a la vez que sorprendida.

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No tardó mucho Soteria en hacer una “visita” a los recién llegados. Hacía pocos días que se habían instalado en su nueva vivienda cuando, cierta mañana, resonó el aldabón de la puerta de entrada al edificio como un estruendo que sacó a Ana, sobresaltada, de sus habitaciones. Era extraño e innecesario que alguien llamara así. Esta puerta estaba siempre abierta durante el día. El portal quedaba diáfano a cualquier visitante y únicamente, una vez dentro, la puerta que comunicaba con las dependencias de la familia cortaba el paso. Ana asomó la cabeza, cautelosa, tras la puerta entreabierta y encontró a una anciana plantada en mitad del portal. Vestía de negro como el resto de las mujeres. El pelo ceniciento se recogía en su nuca, dejando algunas greñas sueltas y enmarañadas. La cara morena, surcada de arrugas de tiempo y sol, contrastaba con la agilidad de sus movimientos. El espeso chal que la cubría sobrepasaba por debajo el filo de la falda y se abultaba considerablemente a la derecha, a la altura de su brazo. Lo ladeó de un tirón, dejando al descubierto la cesta de mimbre que llevaba enganchada por el asa y extrajo de ella una pequeña jarra de hojalata. -Buenos días –dijo y, sin esperar respuesta, añadió -¿Me puede llenar la jarra de aceite?. Ana contestó a su saludo y, tras una breve vacilación, cogió la jarra que la mujer le tendía y desapareció tras la puerta. Unos minutos después, volvió a aparecer con el aceite que le había pedido. La anciana cogió la jarra, miró por el gollete para ver si el aceite llegaba hasta arriba, la encajó en su cesta, volvió a cubrirla con el chal y, sin pronunciar palabra alguna, traspasó el umbral y salió a la calle. Ana, perpleja, se asomó con curiosidad a

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la puerta para observar cómo su extraña visitante se alejaba a buen paso, atravesando la explanada que agrupaba en su contorno todas las edificaciones propiedad de la Virgen, para desaparecer después por la calle que se elevaba hacia la falda de la colina. Ana, aún vacilante, oyó crujir, frente a ella, los goznes del portón de enfrente. La santera apareció tras la puerta con gesto entre confidencial y divertido y, a grandes zancadas, atravesó la distancia que las separaba, levantándose un pico del delantal para engancharlo en la cintura y disimular así su aspecto de faena. Al llegar junto a ella la empujó cómplice hacia en interior del portal y, con voz contenida, le preguntó, mientras miraba de reojo por si la anciana aparecía de nuevo: -Ya te ha hecho una visita Soteria ¿no?. Se me olvidó prevenirte. Es inofensiva, pero está desquiciada. Ha estado aquí desde siempre, antes que todos nosotros, y ya estamos acostumbrados a su forma de comportarse, pero a los recién llegados siempre les sorprende, a veces les asusta. Aunque tiene su pequeña pensión, anda a todas horas pidiendo de casa en casa. Después almacena en la suya todo lo que va consiguiendo y muchas cosas que encuentra por la calle, aquí y en la aldea de abajo. Cada vez tiene menos espacio en donde poder moverse. Te monta un cisco si un día le dices que no puedes darle nada. Dice que como es viuda, porque a su marido lo mataron los fascistas, estamos obligados a mantenerla entre todos. Nadie sabe si es viuda en realidad. Ella no pide, exige. De vez en cuando le damos algo, pero no siempre. No lo necesita. Deberían recogerla y llevarla a un asilo, como hicieron con su hija.

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La santera siguió contando que Soteria tenía una hija moza, no podía precisar la edad, pero era joven. De niña había perdido la vista como consecuencia de una rara enfermedad y, con sus ojos semicerrados y agarrada del brazo de su madre, la vieron mucho tiempo deambular por la aldea y los caminos que se perdían hacia la sierra. Con frecuencia la madre la bajaba al río, la desnudaba por completo y la lavaba de arriba abajo, en cualquier época del año. Uno de estos baños debió causarle aquella terrible pulmonía que hizo que viniera una ambulancia a recogerla. Después de aquel día, nadie la volvió a ver por la aldea. Soteria siempre repetía que su hija estaba en un asilo y que algún día vendría, pero todos lo dudaban. Algunos estaban convencidos de que la chica no había podido superar el trance y había pasado ya a gozar de mejor vida, pero nadie contradecía a la madre y miraban atentos, como si la vieran por primera vez, la foto que ella repetidamente mostraba, en la que la joven, con el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, manifestaba signos de la invidencia que sufría. Soteria guardaba en su casa todo lo que conseguía, para que no faltara de nada cuando volviera su hija. Los niños, a veces, con inocente crueldad infantil, al ver a la anciana aparecer por la calle, detenían sus juegos para empezar a entonar cancioncillas de burla hacia ella, en las que hacían mención de su afición a la bebida. La respuesta de la mujer era soltar en el suelo su inseparable cesta y, ladeándose el chal para dejar los brazos libres, emprenderla a pedradas contra ellos, hasta que no quedaba ninguno al alcance de su vista. Los chavales salían corriendo desperdigados, tratando de esquivar tan

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peligrosa munición. Este embate les daba, de vez en cuando, diversión en sus largos ratos de ocio. Pocas cosas alteraban la cotidianidad de Tíscar. Bajar a la aldea de abajo a comprar algo, en la única tienda de los alrededores, o a hacer alguna visita constituía un aliciente, aparte de determinadas fiestas y acontecimientos del año que, religiosamente, reunía a todos los vecinos. Era el caso de Noche Buena. Esa noche misteriosa y redentora los caminos olvidaban su soledad nocturna y veían transitar, en una y otra dirección, a grupos de vecinos que, indiferentes a las inclemencias del tiempo, se lanzaban a la calle en busca del aguinaldo de sus paisanos. Las casas recibían visitas toda la noche y los anfitriones se unían a veces a sus visitantes, para prolongar la fiesta en la próxima casa, en busca de música y festejo compartido. Se bailaba al son de alguna bandurria, se cantaba y se comían dulces artesanos que, días antes, habían preparado las mujeres con la receta precisa de sus abuelas. Al día siguiente cada cual reanudaba su labor y volvía la tranquilidad al lugar. Cuando en aquella mañana fría y brumosa de finales de enero las mujeres se acercaron a la fuente para hacer su provisión de agua, los titiriteros ya se habían aposentado en la gran explanada del hontanar, al abrigo del cóncavo roquedo que les protegía de las brisas del norte. Las mulas, libres ya del yugo que las había sujetado al carromato, apuraban su alimento en espuertas de goma negra, apartando con los belfos la paja, para dar alcance a los pocos granos de cebada que se escondían en el fondo. Una tímida hoguera alargaba sus llamas por la pared rocosa y, junto a ella, dos chiquillos, despeinados y

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envueltos en mantas, daban cuenta de sendos trozos de pan embadurnados de la grasienta huella rojiza que les había dejado el chorizo, engullido en primer lugar. Dentro del carromato se oía hablar a alguien. Las mujeres no detuvieron su ruta a pesar de la curiosidad que les producía el hallazgo. Desde la fuente, mientras se iban llenando los cántaros, ellas observaban con atención el más mínimo detalle y la estrafalaria atmósfera que envolvía a los recién llegados. No era la primera vez que habían visto en la zona carromatos de artistas que les venían a brindar un inusitado espectáculo. El interés que despertó en las mujeres sería la primera voz de reclamo entre el vecindario que se fue dejando caer, con disimulo, para curiosear por la explanada. La compañía de títeres estaba formada por un hombre de mediana edad, una mujer un poco más joven y una anciana, cuyos alardes y disposición la hacían parecer el alma del espectáculo. También estaban los dos chiquillos que deambulaban de un lugar a otro y ayudaban lo que podían hasta completar la instalación de tenderetes y carteles. El día siguiente, por la tarde, la aldea en pleno asistió, llevando cada uno su propia silla, al novedoso espectáculo. Todos rieron y atendieron absortos a las vicisitudes de los títeres que, aunque siguiendo guiones simples e incoherentes, satisfacían las casi nulas exigencias de los espectadores. Terminada la función, la anciana de la familia se instaló tras su mesa de adivinación, provista de cartas de tarot, pepitas de calabaza, cubiletes con dados y otros instrumentos, de los que empezó a servirse para pronosticar a los aldeanos los asuntos venideros que más les preocupaban. Uno tras otro esperaron con paciencia su turno para saber cómo