El Segundo Cerebro
-
Upload
equilibriovitalnatural -
Category
Documents
-
view
3 -
download
0
description
Transcript of El Segundo Cerebro
El segundo cerebro
Debo avisar, antes de que una rotunda decepción lo haga por mí, de que este texto no es
de amor cortés ni de amor vulgar. Si dijera que es una aventura, os estaría mintiendo,
aunque para mí lo fue y lo sigue siendo. El suspense es mínimo; la seriedad, nula. No
hay ni bodas ni sangre. Si el curioso lector en cuyas manos han acabado estas páginas
por cualquiera que sea el motivo, piensa llegar hasta el último punto de esta narración,
verá que sólo hay verdades en estas líneas y que es algo tan cotidiano que espero no le
resulte aburrido.
Podría empezar presentándome, pero no lo considero oportuno. Quizá porque habiendo
sufrido todo esto en silencio hasta ahora, tantos infortunios en una sola persona, no
quisiera estropearlo haciendo que la gente me tratara como a una pobre víctima. El
tiempo, en su constante persistencia, ha dejado más que claro que soy una mujer fuerte
y puedo valerme por mí misma. No busco consuelo, solo intento que, si de verdad estas
letras han llegado a alguien, no cometa el mismo error que yo e incluso, si es posible,
comparta la profunda sabiduría que se ha visto inesperadamente encerrada en estas
páginas.
Siendo una niña alegre, todo llegó de golpe. Las típicas peleas y rencillas de una cría
normal fueron aplastadas por una gran guerra; la tormenta del siglo. Mi primer novio, el
instituto e incluso la desconocida menarquia. Todo eso quedó en segundo plano.
Tampoco esperéis ningún duro trauma infantil, pues en ese sentido, fui afortunada. Mis
padres no me pegaban más de lo merecido y ninguna furgoneta con cristales tintados se
cruzó en mi camino. La simpleza de cómo puede cambiar una vida es abrumadora. En
mi caso, no lo fue menos. Una mendiga llamó a mi puerta y decidió que era buena idea
alojarse allí para siempre: la Inseguridad.
Sencillo, ¿no?
Desde ese instante, cualquier paso que debía dar me resultaba una verdadera Odisea.
Debía superar complicaciones y dejar atrás a cíclopes y sirenas. Ante cualquier evento,
esta Inseguridad me hacía perder el deseo de avanzar, como el loto a los lotófagos. Por
si fuera poco, al final no me esperaba ninguna fiel Penélope. Sólo más angustia. El
Ulises de esta travesía, sin embargo, no era yo, sino mi cuerpo.
Un examen podía hacerme sudar un embalse, como a cualquiera, supongo. Pero las
verdaderas molestias (por denominarlas de una manera cariñosamente suave) eran dos.
La primera fue la repentina decisión de mi estómago de encogerse y revolverse cuando
le viniera en gana. Rugía. Lloraba. Pataleaba. Todo alimento, sólido o líquido, que
cayera en sus garras, era lanzado por donde había venido con la fuerza de un titán.
¡Homerun! Fue entonces cuando también mi apetito comenzó a cogerse vacaciones muy
a menudo.
La segunda fue la hipocresía del intestino; su rebelión. A pesar de estar recibiendo tanto
alimento como el polluelo de una mamá tórtola que ya va colgando inerte entre las
fauces de un perro de caza, actuaba como si le sobrasen nutrientes. Él, mostrando
religiosa generosidad, deseaba celebrar unas jornadas de puertas abiertas; soltar a los
leones. Quizá una metáfora más acertada sería abrir un grifo, pues el león es un animal
fuerte y duro que no se asemeja en nada a esta situación.
Espero no perder tu interés con tanto símil, pero sería desagradable tener que explicarlo
usando otros términos más directos.
Al final, mis problemillas, por votación unánime, pasaron a gobernar mi día a día, pues
yo iba creciendo y conmigo, la Inseguridad. Los exámenes, entrevistas de trabajo, viajes
de empresa, vacaciones, fiestas, lugares desconocidos, gente desconocida… Todo era
una buena excusa para activar las alarmas y evacuar las redes de metro de mi aparato
digestivo. Incluso aprendí a no enamorarme, pues las mariposas de mi estómago tenían
dientes. Y mordían.
Mi preocupación por estos accidentes que ya eran parte de mi rutina comenzó a
convertirse en una obsesión. Mis relaciones sociales iban de mal en peor. Aunque mi
simpatía y buen humor eran y son ejemplares, Sra. Nausea y Sr. Apretón me
traicionaban obligándome a anular citas o, peor aún, dejar conversaciones a medias
inventando excusas. También dejaba a medias muchas de mis comidas. Algunas
inexistentes. Llegué a un punto límite en el que había perdido doce kilos en sólo un par
de semanas. No sé cómo no se les habrá ocurrido a los dietistas. ¡Gastroenteritis, pierda
esos kilos de más sin necesidad de ejercicio! Tal vez el nombre no era lo
suficientemente pegadizo, no lo sé. El caso es que, desesperada, busqué en Internet. Y
lo que descubrí era inimaginable.
Te incluyo a continuación la información contrastada que encontré aquel día y que fui
ampliando conforme fui buscando libros sobre medicina y enfermedades.
Es preciso saber que, además de nuestro cerebro, existe otro lugar donde se aloja una
gran cantidad de neuronas: ¡el intestino! Ya me sorprendió cuando me dijeron lo de la
flora pero, ¿neuronas? ¡Esto era demasiado! Y no es que tengamos diez o doce neuronas
que fueron desterradas del núcleo principal hacia ese lugar austero y suburbial por ser
demasiado incompetentes o por haberse portado mal haciendo alguna sinapsis indebida,
no. ¡Hay casi tantas como en el cerebro! Y están bastante atareadas; controlan una red
de carreteras bastante extensa: 24 centímetros de esófago, casi 30 de duodeno, al menos
6 metros de intestino delgado y 1,5 de intestino grueso. Supongo que también harán
alguna que otra fiesta en el olvidado apéndice. Están en constante comunicación con la
cúpula que descansa sobre nuestros hombros y se envían mensajes mutuamente. Una
correspondencia muy activa y coordinada, por cierto. De las que ya apenas quedan en
el obsoleto correo ordinario. De hecho, si todas esas neuronas estuvieran en el cerebro,
nuestra cabeza sería mucho más grande y, por consecuencia, las puertas tendrían que ser
enormes. Supongo que la selección natural se encargó de los que no cabían en las
cavernas por culpa de sus desmesurados cráneos, dejándolos a merced de los elementos
y condenándolos a la extinción. Esos cabezones privilegiados que no sentían la llamada
de la Naturaleza, sino que ellos decidían cuando y cómo acudir a ella. Todo controlado.
Una lástima que no existieran cuevas tan grandes para albergar a esa gente. La
evolución me habría evitado a mí muchos pesares y a ti tener que leer ahora tantas
divagaciones.
Tras bombardear mi cabeza con toda esta inusual información, mi vida volvió a
cambiar, pero no para bien. Es verdad, desde luego, que esto daba una explicación a
muchas cosas. La conexión entre aquella Inseguridad y mis problemas
gastrointestinales, por ejemplo. También resolvió porqué en todas esas películas de
samuráis y gladiadores, tanto si te cortaban la cabeza como si te sacaban las tripas,
morías; algo inexplicable hasta ese momento. Pero lo que realmente provocó fue
destructivo. Simplemente me di cuenta del poder tan absoluto al que podía ostentar y
que de hecho empezó a ejercer mi segundo cerebro (como lo bauticé con toda la buena
intención que me permitía mi incomodidad), y eso sólo causó que él sonriera
complacido y agradeciera mi reconocimiento de que su reino, mi cuerpo, le pertenecía
por completo. Sí, como ves, lo empecé a personificar y lo trataba como a mi dueño y
señor. Podría considerarse el villano de esta historia. Dejaría a Hannibal Lecter y al
Joker como simples niños que juegan con petardos en Nochevieja. En realidad yo
siempre he sido una chica más o menos inteligente pero mi segundo cerebro debía ser
superdotado. Una experta mente criminal.
Y así, leyendo algunos artículos desaté el Apocalipsis. Internet, esa moderna caja de
Pandora.
Tenía que ponerle fin. Debía derrocar a mi segundo cerebro; hacer que se inclinara ante
mi entonces débil y asustadizo cerebro craneal. Pero ¿cómo? El primer paso fue buscar
la ayuda de un experto. Llamé por teléfono a la facultad de Medicina de la universidad
de mi ciudad con la intención de que amablemente me facilitaran el email de algún
profesor con experiencia en estos campos. Claro que no comuniqué mis circunstancias
al pie de la letra, solo nombré la palabra neurología. Fue la más acertada que encontré
en mi escueto vocabulario técnico. Más tarde descubrí que ya existía una ciencia que
estudiaba a estas neuronas tan desubicadas llamada neurogastroenterología. Fácil de
recordar, ¿no?
Enviado dicho correo, tan descriptivo, educado y agradecido como me fue posible
teniendo en cuenta la complejidad de este asunto, me llegó una respuesta tres días más
tarde: “Hola, me interesa su problema pero debo consultar algo antes de contestarle
detalladamente. Pronto le volveré a escribir”.
A día de hoy, sigo esperando. Otro doctor que no entra en mi vida.
Miedo. No, pánico. Eso es lo que sentía mientras iban pasando los días, porque, en el
fondo, sabía lo que debía hacer: pedir cita a un médico de verdad. Sin embargo, no
quería pensar en ello demasiado fuerte. Mi segundo cerebro no podía enterarse de que
estaba preocupada.
No pude evadir la realidad por mucho más tiempo, así que, llamé.
Cuando colgué el teléfono casi me eché a llorar. Me habían dado hora, sí… en una
semana. ¡Una semana! ¿Sabes lo que significaba eso? Una semana con ambos cerebros
pendientes al cómo llegaré, cómo será el doctor, al qué me dirá. Las manos de mi
segundo cerebro ya se preparaban, acechantes. Sus dedos ya soñaban con cerrarse sobre
la manga pastelera que era mi estómago.
Me complace decir que esa semana fue la peor de todas. Lo cual fue malo, pero
significa que no hubo nunca algo tan demoledor hasta la fecha.
Hecha un manojo de nervios, conduje hasta la clínica. Tuve que hacer algunas paradas
en boxes porque necesitaba un cambio de ruedas. Desgraciadamente, no me refiero al
coche, sino al vehículo del abdomen, cuyo motor estaba violentamente revolucionado.
Llegué con un exagerado aspecto enfermizo y finalmente me desahogué. Le conté a ese
señor de bata blanca, nariz roja y voz grave absolutamente todo. Incluido lo de tratar a
mi segundo cerebro como a una tercera persona. Si yo hubiera estado en su lugar y
alguien me hubiera dicho tal cosa, me pondría alerta por si se trata de algún brote
psicótico. Incluso prepararía alguna jeringuilla con tranquilizantes o avisaría a un par de
celadores para que fueran abotonando una camisa de fuerza de mi talla.
En lugar de todo esto, sonrió y dijo “Tienes que tranquilizarte.” Después no escuché
nada más. Una ira se apoderó de mí e hizo sonar una aguda bocina en mis oídos. Me
levanté con los ojos vidriosos de frustración y salí a la calle. Nadie intentó pararme.
¿No lo entendían? ¡Yo no estaba viviendo! Eso era como un octavo infierno de Dante.
No comía, no dormía y hacía mucho que no reía.
Tienes que tranquilizarte.
Tienes que tranquilizarte.
Tienes que tranquilizarte.
Tienes que tranquilizarte.
El resto del día lo pasé en la cama acurrucada y llorando.
Después de este impacto inicial, decidí llevar a cabo un plan de difícil ejecución. Y eso
es lo que, de nuevo, me volvió a cambiar la vida.
Iba un paso por delante de las circunstancias. Qué necesitaba. Papel, mucho papel.
Rollos de papel en la guantera y el maletero, en casa, en el bolso, en la maleta y, más
adelante, en la bolsa del gimnasio. Nada de café ni burbujas ni fibras innecesarias. Un
mapa con las letras W y C en los puntos donde encontrar servicios públicos. Estaban
bien como principios.
Poco a poco iba arreglando mis problemas antes de que sucedieran. Salí con mis amigos
y me confesé, contándoles también mi tarea. Lo primero que debía hacer al llegar a un
sitio nuevo era localizar el baño. Pisos, vecinos, discotecas, restaurantes. Todo esto se
fue convirtiendo en una costumbre automática.
Me permití algunos viajes de prueba. Baños en aviones y trenes. Evitar autobuses.
De repente, fui consciente de una mejoría. Estaba engordando e incluso me apetecía
comer. ¡Comer! “Tienes que tranquilizarte.” Cobraba sentido. Tranquilizarse. Parece un
verbo pasivo, que viene por sí solo a uno mismo pero estaba equivocada. La
tranquilidad es activa. Para estar tranquila, debía preparar el terreno a construir antes
incluso de cimentarlo. Antes incluso de adquirirlo. Debía hacer las cosas con tiempo,
actuar para allanar mi día a día o, en una escala mayor, mi futuro. No solo estaba
obstaculizando las expresiones artísticas de mi segundo cerebro, sino que, sin darme
cuenta, estaba resolviendo todo lo demás.
La Inseguridad sigue aquí, conmigo. Y, por supuesto, aún tengo días malos. Lo que
ocurre es que ahora mi cerebro sabe… No, YO sé que para esos días en los que pierda el
equilibrio y caiga, antes habré tejido una red para aterrizar sobre ella y no romperme la
crisma.
Ahora, mi segundo cerebro y yo nos miramos con respeto, nos tratamos como a iguales
y nos concedemos treguas para descansar. A veces, nos contamos chistes y hablamos de
nuestras vidas. Cosas de cerebros, no lo entenderías.
Espero haber sido de utilidad y tal vez servido de entretenimiento. Así pues, resumiendo
y por si el adormecido lector ha preferido leer sólo el último párrafo: Adonde quiera que
vayas, ve tranquilo. Y con papel, mucho papel.