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EL SABER DEL ESCLAVO Víctor Gómez Pin, Filoso. Anagra- ma. Barcelona, 1989. E s una tarea, a la vez grata y peligrosa, presentar un libro de Víctor Gómez Pin. Grata para mí por- que es una nueva ocasión de experimentar mi afinidad con el autor, afinidad que se nutre no tan- to del hecho de que Víctor e mi alumno en la Sorbona de París, co- mo del hecho mucho más decisivo de que él y yo tenemos los mismos maestros, Platón y Aristóteles. Ta- rea peligrosa por otra parte, porque no estoy seguro de interpretar co- rrectamente un libro sorprendente, paradójico, excitante, que erza a pensar, pero que no siempre dice lo que se debe pensar. El título es doblemente una pro- vocación. Filoso es un título or- gulloso ¿cómo se puede escribir un libro sobre Filosoa después de tantos siglos de discusiones filosó- ficas, de las cuales no se puede abs- traer cilmente un concepto uní- voco de la filosoa? Los más gran- des se aventuraban raramente a es- cribir una «Filosoa»; el último e, creo, Jaspers. De su rival Hei- degger apareció recientemente un libro póstumo que se llama: Beitra- ge zur Philosophie. Víctor Gómez Pin no escribe contribuciones, in- troducciones, prolegomena; va di- rectamente al núcleo del seto, que es lo esencial de la filosoa. Pero el subtítulo es, al contrario del título, una invitación a la mo- destia. Filosoa no es más que «el saber del esclavo». ¿cómo es posi- ble este aparente menosprecio de la filosoa? (en todo caso con res- peto a las jerarquías habituales), menosprecio que va en contra de la autovaloración tradicional de la Fi- losoa, calificada por Aristóteles como ciencia «arquitectónica» y por Platón como ciencia de los «ar- chontes», de los verdaderos diri- gentes de la ciudad: ciencia prime- ra, ciencia real, Konigin der Wis- senschaſten. ¿cómo es posible que esta «reina de las ciencias» se en- cuentre aquí reducida al saber de un esclavo? Se trata, de hecho, de una alusión a una figura muy sim- pática de Platón, el joven esclavo Los Cuadernos de la Actualidad del diálogo nón. Dicho esclavo (Víctor Gómez Pin se pregunta si no sería mejor decir criado) no es un símbolo de la alienación sino más bien símbolo de la ausencia de cultura. De cultura en el sentido restringido del cúmulo de inrma- ciones que se hallan normalmente reservadas a una élite, esa élite que dispone de ocio. Pues bien: tal es- clavo se revela capaz, gracias a las preguntas hábiles (quizás demasia- do hábiles) de Sócrates de resolver un problema geométrico que, de hecho, implica números irraciona- les. El autor ve en este ejemplo un «paradigma» de dignidad gnoseo- lógica» (por oposición al saber ins- trumentalizado de los prosores o eruditos). La experiencia con el esclavo sin cultura es la prueba de que hay en cada hombre un saber nuclear que está normalmente olvidado, o al menos dormido, y que puede ser desvelado mediante una pedagogía apropiada. En este caso, se trata de un saber matemático y Víctor Gó- mez Pin, que completó su rma- ción filosófica con rmación ma- temática, imagina que el diálogo de Sócrates y del esclavo prosigue 94 hasta el punto en que el esclavo descubre por sus propias erzas la matriz del cálculo infinitesimal. Aquí se podría hacer un objeción un poco cil: si la matemática es algo inherente a cada hombre sin disposición particular ¿por qué es necesaria una historia de la mate- mática?, ¿por qué Sócrates o Tee- teto no han descubierto el cálculo infinitesimal o las leyes de Newton? Pero el saber nuclear de que ha- bla Víctor Gómez Pin no es el sa- ber matemático, que supone la r- ma de la intuición sensible y con ello quizás la temporalidad y la his- toricidad. La auténtica ciencia n- damental que poseemos todos sin saberlo es el saber categorial. «El esencial saber del que todos som9s por definición portadores». «Hay en el sujeto representación de un orden o mundo». Se podría pensar que la ente de este saber común es la razón «aquello de entre las cosas del mundo que está mejor re- partido» al decir de Descartes («la chose au monde la mieux parta- gée»). Pero Víctor Gómez Pin se enenta a una dificultad y una ta- rea suplementarias, porque intenta mostrar que el núcleo categorial

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EL SABER

DEL ESCLAVO

Víctor Gómez Pin, Filosofía. Anagra­ma. Barcelona, 1989.

Es una tarea, a la vez grata y peligrosa, presentar un libro de Víctor Gómez Pin. Grata para mí por­que es una nueva ocasión

de experimentar mi afinidad con el autor, afinidad que se nutre no tan­to del hecho de que Víctor fue mi alumno en la Sorbona de París, co­mo del hecho mucho más decisivo de que él y yo tenemos los mismos maestros, Platón y Aristóteles. Ta­rea peligrosa por otra parte, porque no estoy seguro de interpretar co­rrectamente un libro sorprendente, paradójico, excitante, que fuerza a pensar, pero que no siempre dice lo que se debe pensar.

El título es doblemente una pro­vocación. Filosofía es un título or­gulloso ¿cómo se puede escribir un libro sobre Filosofía después de tantos siglos de discusiones filosó­ficas, de las cuales no se puede abs­traer fácilmente un concepto uní­voco de la filosofía? Los más gran­des se aventuraban raramente a es­cribir una «Filosofía»; el último fue, creo, Jaspers. De su rival Hei­degger apareció recientemente un libro póstumo que se llama: Beitra­ge zur Philosophie. Víctor Gómez Pin no escribe contribuciones, in­troducciones, prolegomena; va di­rectamente al núcleo del sujeto, que es lo esencial de la filosofía. Pero el subtítulo es, al contrario del título, una invitación a la mo­destia. Filosofía no es más que «el saber del esclavo». ¿cómo es posi­ble este aparente menosprecio de la filosofía? (en todo caso con res­peto a las jerarquías habituales), menosprecio que va en contra de la autovaloración tradicional de la Fi­losofía, calificada por Aristóteles como ciencia «arquitectónica» y por Platón como ciencia de los «ar­chontes», de los verdaderos diri­gentes de la ciudad: ciencia prime­ra, ciencia real, Konigin der Wis­senschaften. ¿cómo es posible que esta «reina de las ciencias» se en­cuentre aquí reducida al saber de un esclavo? Se trata, de hecho, de una alusión a una figura muy sim­pática de Platón, el joven esclavo

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del diálogo Menón. Dicho esclavo (Víctor Gómez Pin se pregunta si no sería mejor decir criado) no es un símbolo de la alienación sino más bien símbolo de la ausencia de cultura. De cultura en el sentido restringido del cúmulo de informa­ciones que se hallan normalmente reservadas a una élite, esa élite que dispone de ocio. Pues bien: tal es­clavo se revela capaz, gracias a las preguntas hábiles (quizás demasia­do hábiles) de Sócrates de resolver un problema geométrico que, de hecho, implica números irraciona­les. El autor ve en este ejemplo un «paradigma» de dignidad gnoseo­lógica» (por oposición al saber ins­trumentalizado de los profesores o eruditos).

La experiencia con el esclavo sin cultura es la prueba de que hay en cada hombre un saber nuclear que está normalmente olvidado, o al menos dormido, y que puede ser desvelado mediante una pedagogía apropiada. En este caso, se trata de un saber matemático y Víctor Gó­mez Pin, que completó su forma­ción filosófica con formación ma­temática, imagina que el diálogo de Sócrates y del esclavo prosigue

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hasta el punto en que el esclavo descubre por sus propias fuerzas la matriz del cálculo infinitesimal. Aquí se podría hacer un objeción un poco fácil: si la matemática es algo inherente a cada hombre sin disposición particular ¿por qué es necesaria una historia de la mate­mática?, ¿por qué Sócrates o Tee­teto no han descubierto el cálculo infinitesimal o las leyes de Newton?

Pero el saber nuclear de que ha­bla Víctor Gómez Pin no es el sa­ber matemático, que supone la for­ma de la intuición sensible y con ello quizás la temporalidad y la his­toricidad. La auténtica ciencia fun­damental que poseemos todos sin saberlo es el saber categorial. «El esencial saber del que todos som9s por definición portadores». «Hay en el sujeto representación de un orden o mundo». Se podría pensar que la fuente de este saber común es la razón «aquello de entre las cosas del mundo que está mejor re­partido» al decir de Descartes («la chose au monde la mieux parta­gée» ). Pero Víctor Gómez Pin se enfrenta a una dificultad y una ta­rea suplementarias, porque intenta mostrar que el núcleo categorial

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que hace posible la ciencia se halla contenido en el lenguaje en gene­ral y que está a disposición de todo hombre, es decir de todo aquel que habla. Este núcleo sería indepen­diente de toda jerarquía cultural, en razón de que no sería depen­diente de informaciones exterio­res, recogidas en una experiencia desinteresada que presupone el ocio o por una tradición que se transmite preferentemente en las esferas privilegiadas de la sociedad. Tampoco, nos dice el autor, cabe establecer una jerarquía entre idio­mas. No estoy seguro respecto a es­te último punto que tal fuese ya la posición de Platón y de Aristóteles. En el Menón, antes de preguntar al esclavo, Sócrates se asegura que el esclavo, que pudiera ser un bárba­ro, habla al menos griego. Ello es naturalmente la condición de posi­bilidad del diálogo en la situación particular. Pero me pregunto si no hay aquí una intención de indicar que la lengua griega es más apta que otras a la expresión de relacio­nes abstractas; creo que Aristóteles también lo creía así. Si entiendo bien, Víctor Gómez Pin es un ene­migo decidido del elenocentrismo que caracteriza nuestra civilización y nuestra filosofía, que se sabe oc­cidental, es decir griega, y se decla­ra sin embargo universal. Estoy de acuerdo con la tesis de que no hay jerarquía entre los idiomas, pero hay diferencias en la organización sintáctica de cada uno. Si bien es cierto que todo se puede decir en cualquier idioma, si todo se puede traducir, la tradución no se da sin inflexiones y pequeños desplaza­mientos exigidos por la organiza­ción diferente de cada sistema lin­güístico. Se puede concebir que un idioma tenga virtudes que otro no posee y que el segundo posea otras virtudes. En cuanto al núcleo cate­gorial, a la distinción de la calidad y de la cantidad y a esta categoría de medida que es la síntesis de las dos primeras, me parece claro que su descubrimiento fue facilitado por la estructura predicativa de la frase griega que hace posible a la vez la distribución de los tipos de predicados y la afirmación de su común referencia al ser, de su uni­dad ontológica.

Pero mostraré mi acuerdo, para finalizar, con otra tesis paradógica y a la vez profunda de Víctor Gó­mez Pin, a saber: que el orden es el mejor amparo contra la jerarquía, porque el orden verdadero es un

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orden objetivo, racional, ontológi­co, con respecto al cual somos to­dos iguales y todos igualmente hu­mildes, todos hermanos del joven esclavo sin cultura pero no privado de razón. Debe precisarse que el sentimiento de la fraternidad hu­mana no es una consolación o un bálsamo; es el contrario de la iner­cia, que crea siempre nuevas jerar­quías; tal sentimiento exige un es­fuerzo constante, que es todo lo contrario de lo que Víctor Gómez Pin llama «esperanza a costa del juicio» identificándola a la religión. La única esperanza legítima y fe­cunda es aquella que se forja en la lucidez y el juicio. Se trata, en su­ma, de un libro optimista a la vez que carente de ilusión, libro que por su originalidad y rigor intelec­tual merece ser leído y meditado.

Pierre Aubenque

LA

OCIOSIDAD

DEL

FILOSOFO

La banalidad. José Luis Pardo. Edito­rial Anagrama. Barcelona, 1989. 186 pp.

Qué sucede cuando el filó­sofo se sienta frente al te­levisor y se convierte en espectador del ceremo­nial cotidiano del asalto

de la actualidad que propagan los medios de comunicación? Si el fi­lósofo no se resiste a seguir pen­sando, su ociosidad produce un li­bro: La banalidad.

De la misma manera que Fou­cault definió la esencia del poder, no tanto a partir de quién lo deten­ta o qué lo sustenta, por su atribu­ción de prohibir o censurar, sino como un dispositivo que funciona mientras se ejerce en todas direc­ciones, donde se entrelazan la coerción, el placer y la verdad, siendo auténticamente productor de lo real, así, J. L. Pardo piensa

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que la imagen no esconde ni limita un original que persistiera más acá de ella, es decir, no es representati­va ni su naturaleza consiste en en­gañar, sino que, cuando imita, se li­mita a sí misma en cuanto que lo que hace es repetir el mecanismo de disimulo o desvirtuación que ha tenido lugar anteriormente en la presentación de otra imagen que quería decir algo del mismo género ( es sabido que «superficialmente» todos los anuncios de perfumes se parecen, o todas las películas del Oeste, etc.; por eso la imagen no oculta ni falsea, dice la verdad de sí misma, que es la evidencia del mundo que ella transmite, siendo, pues, como medio privilegiado de comunicación, productora de ver­dad y realidad.

Sin embargo, parece difícil iden-. tificar ese mundo de imágenes chocantes e irreales con la cotidia­nidad de cada uno. Lo que sucede en la pantalla del televisor no es nada ordinario, pero no es irrele­vante que ese lugar donde se des­pliegan constantemente la novedad y el sobresalto sea por excelencia el del trabajo y el sosiego. Esto su­cede porque la imagen no repre­senta nada, muestra, desnuda e in­mediatamente, su transparencia. Conviene, a estas alturas, observar que hay tres acepciones de imagen: 1.-como impresión sensible que recogen los sentidos; 2.-como re­presentación (imaginaria) de un objeto (real); 3.-como superficie o aspecto externo que adoptan al propagarse las imágenes anteriores ( el look): éste es el sentido que nos interesa. Es decir, más allá del co­lor que aparece en la pantalla y del reconocimiento, por ejemplo, del perfume X, cada uno sabe con una seguridad pasmosa que está frente a un anuncio de perfumes. La sim­ple reiteración de una imagen ha

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generado su propio espacio de sub­sistencia en el momento en que so­mos capaces de percibirla. Ante es­te hecho, que suele pasar desaper­cibido para la fábrica de lugares co­munes que es la teoría de la comu­nicación, J. L. Pardo en La banali­dad se pregunta qué pasaría «si no hubiera Sistema del Emisor ni co­munidad ideal de los destinatarios, sino un conjunto de reglas estraté­gicas de producción de situaciones normales», añadiendo que esa es­pecie de maquinaria de guerra está inmediatamente presente en la transparencia de la imagen audio­visual.

Es difícil, pero muy cierto, soste­ner que la imagen empieza a existir en el límite entre lo visible y lo in­visible. lDónde hallarla si no es en esa delgadísima superficie donde cesa la sensación visual para irrum­pir lo que en ella hay de invisible, aquello que, a pesar de todo, puede ser leído por una mirada que ha aprendido a ver más allá de lo que ve? Pero no al encuentro del signi­ficado, sino a la aprehensión de la regla, a la vivencia del ceremonial de descodificación del mensaje, sin lo cual no habría comunicación.

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Forma parte de la efectividad de este dispositivo el que la imagen sea lo único que aparece frente al espectador y sólo ella enseñe cómo debe ser leída, que no necesite de hoja de instrucciones. Esta es la pa­radoja: la imagen es visibilidad pu­ra, en su transparencia no oculta nada, dice completamente la ver­dad sobre sí, pero su evidencia re­vela lo que hay en ella de invisible, que no es otra cosa que el mundo, ya no exterior porque no lo repre­senta, sino producido en la delga­dez extrema del límite de la visibi­lidad, donde habita lo que hace po­sible la imagen: el sistema, móvil y precario, de auténticos esquemas a priori que integra la comunicación de masas, por el cual el mundo se convierte en real, es decir, en ba­nal. lQue dice, en definitiva, una imagen? La banalidad esencial del mundo en que habla: el de todos, el de las situaciones más corrientes y las actividades más ordinarias. Lo que, por pudor seguramente, J. L. Pardo no llama nunca la vida, por­que quizá la vida es otra cosa.

La banalidad prueba su verdad a través de la publicidad. Encontra­mos en este libro, junto a un repa­so crítico de lo que más normal­mente se ha pensado sobre la pu­blicidad, tres notables aportaciones.

En primer lugar, la propia inven­tiva de J. L. Pardo que nos propone una lectura de los mensajes publi­citarios muy cercana a la mitología de Levi-Strauss: el sistema del bri­llo y el sistema del sabor, que es, como el propio libro declara, un ejercicio de cartografía de la geo­grafía fantástica del imperio del Emisor, a la vez que una mirada jo­vial que se recrea en aquellos men­sajes que pueblan la memoria de todos los espectadores de televi­sión.

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En segundo término, presenta atención a la actitud del semiólogo ilustrado que, frente al Emisor que no dice nada en cuanto que deja hablar a la arbitrariedad o la ambi­güedad de su mensaje, y el Recep­tor que no entiende nada de aquello que, sin embargo, recibe y obede­ce, es el único que sabe. El saber del semiólogo logra un doble efec­to: enseña a leer en el mensaje pu­blicitario, educa la mirada del re­ceptor; al mismo tiempo que con­vierte su ilustración en publicidad real del Sistema del Emisor, «con­tribuyendo a extender el rumor de que existe». Cuando J. L. Pardo podría decir con Zaratustra: «i Será posible! iEste no ha oído todavía que el Emisor ha muerto!»

No obstante, el hallazgo más in­quietante de La banalidad reside en subrayar lo que cualquiera ha observado, que el mensaje publici­tario no dice: «compra», sino sim­plemente: «mira». lPor qué? por­que mirar es obedecer, interiorizar una ley de la que nadie es respon­sable. En efecto, si acusáramos al Emisor de decir esto o lo otro, la ambigüedad de la imagen que transmite le permite negar cual­quier intención, incluso la de ven­der. lQué hace, pues, la publici­dad? Construye las circunstancias en las que se inscribe y tiene signi­ficado, forjando a la vez no sólo una imagen del mundo donde tie­ne sentido y lugar el mercado para su producto, sino una imagen de cómo deben comportarse en él Emisor y Receptor. Por esto mis­mo, afirma J. L. Pardo que la publi­cidad no es una forma de comuni­cación audiovisual, sino la comuni­cación audiovisual una forma de publicidad. Ahí el Emisor se eclip­sa al ocultarse tras la imagen que lo dice todo; cuando él ya no está, no dice ni hace nada, verdaderamente ha muerto. lQué queda, entonces? el Receptor y su deseo: que mira, y al hacerlo se busca a sí mismo y su mundo, es decir, su normalidad, mira deseando no tanto lo que le falta como la permanencia de sí y de lo suyo. De ello se sigue la certi­dumbre de que nada se arregla con

.. una crítica destructiva porque, he­cha en serio, nos destruiría; pero tampoco parece solución la crítica racional-constructiva que colabora­ría en la reproducción de lo mismo.

Hay escondida en La banalidad una lectura política, a la que no de­be ser ajena la disputa de las pági­nas finales con las tesis de Apel y

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Habermas, que J. L. Pardo, seguro que intencionadamente: nada más lejos de los propósitos de los térmi­nos de este libro que el convertirse en imagen publicitaria de alguna normativa que deba seguir el desti­natario, deja en manos, es decir, para la inteligencia del lector. Si hay una propuesta ética y política en La banalidad, tenemos que agradecerle a J. L. Pardo que nos permita ser cómplices de su silen­cio, y nosotros, los lectores, desde el refugio de nuestra discreción, compartamos la llamada a la inteli­gencia, oculta, pero presente, en lo que no se dice.

C. N.

LA PALABRA

SOLIDARIA Y

EXISTENCIAL

DE JOSE

BOLADO

José Bolado, Línea imperceptible al temor. Col. Deva, Ateneo Obrero. Gijón, 1988.

E1 pudor de mostrar direc­tamente el sentimiento obliga a poner en sordina las emociones mediante distanciamientos, veladu­

ras o conceptualizaciones. Ello fa­vorece, sin duda, el clima lírico, a la par que aumenta las exigencias de rigor en el discurso poético, aunque tal vez pueda confundir al lector con prisas, que nunca será un buen lector de poesía.

Así ocurre -creo yo- con Línea imperceptible al temor. A primera vista puede parecer un libro de ex­quisitez estética y propio de un poeta en actitud contemplativa, y sin embargo todo un abundante caudal de pleno sentir humano co­rre por sus páginas: el dolor propio y el ajeno, la evocación de los en­cuentros amorosos o la amargura del desencanto, la conciencia dolo­rosa del pasar implacable del tiem­po o de la radical soledad humana y otros elementos semejantes pre­sentes en los poemas vienen a de­mostrar lo que digo. La «línea im­perceptible al temor» se trocará,

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páginas adentro, en «línea intuida desde los espasmos del miedo».

José Bolado nos ofrece treinta y cuatro poemas distribuidos en dos partes. La primera, sin título, de mayores concreciones, contiene textos al hilo de la experiencia per­sonal; la segunda parte, con el títu­lo de Arido signo, se caracteriza por un mayor hermetismo, consecuen­cia tal vez del fragmentarismo y de la conceptualización, lo cual acerca el discurso a los modos de la poesía del silencio. No obstante los temas vertebradores del texto total garan­tizan la unidad.

«Imperceptiblemente, ha acampa­do la inquietud un retazo: violinista de boca de metro, ancia­na de esquina, joven calle arriba ... y en mí los poros abiertos sin re­medio al pálpito de la muchedum­bre con rostros y señas».

Es la ventana abierta solidaria­mente hacia el dolor y la soledad de los otros. No es el de José Bola­do, a pesar del intimismo, un mun­do poético egoísta, de conciencia cerrada. El poeta permanece vigi­lante y proyecta su propia angustia en el existir ajeno: Desde la crista­lera/el tiempo ajeno de los pasean­tes/la soledad/de un guante negro! por su compañero acariciado». Los otros son el violinista, la anciana de la esquina, Jovellanos en el des­tierro («Hace casi dos siglos un as­turiano ilustre/encarcelado en Bellver pasó cinco años»), J. Brel, o el amigo que, hastiado de tantas sombras, buscó «el fuego del agua». Los otros son una palpitante «muchedumbre con rostros y señas».

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Y la conciencia del poeta está abierta especialmente a la expe­riencia amorosa. Hay evocaciones de un amor vivido con intensidad, o que se reclama desde la ausencia(«qué negra y qué blanca la mar/deti me aleja»), con lugares precisos:el andén de la despedida, Madrid,Toledo, París, o un suburbio cual­quiera («Contigo amor indescifra­ble, y con lagunas turbias/de mise­ria, ay, afueras donde la ciudad sepierde»).

Línea imperceptible al temor es un libro de intensa temporalidad. El poeta es impotente ante la pre­sencia implacable del tiempo («Quise romper el tiempo/pero me aguardaba un ritual de destruc­ción»). Todo lo que aquí sucede está marcado por el devenir del hombre y su entorno. A ello contri­buye ante todo la persistencia de la evocación y nostalgia («Una maña­na de septiembre, después de largo viaje,/una foto casual me reprodu­ce inquieto/con aterida nostalgia de lo perdido que no es cansan­cio»). Subrayan además esta di­mensión ciertos simbolismos: el ve­rano es tiempo de luz y de añoranza; en cambio, el invierno, es visto con notas plenas de negatividad:

Mañana los vientos y la niebla sumergirán los restos del verano

[perdido. Entonces nada de ti en el paisaje,

[sólo el poso de tus manos y la

[balaustrada de tamarindos. Deséame, amigo, desde tu refugio

[un corto invierno.

Otros simbolismos funcionan en el libro. Es preciso notar presencia de un reducido bestiario: la urraca negra, el albatros, la gaviota atrapa­da en la red, los delfines, la corne­ja. Son elementos que contribuyen a potenciar el clima poético. Algu­nos elementos subrayan la actitud contemplativa y expectante del poeta: por ejemplo, los cristales, la balaustrada de tamarindos, el vela­dor con siemprevivas. Y sobre to­do, el mar (o la mar). Un mar en­vuelto en brumas que vigila obsesi­vamente, ya que por él se espera la llegada de alguien; a veces es la mar terrible por lo que ofrece al hombre angustiado: «La mar vérti­go del final desgarro». También puede acompañar el acto amoroso: «Esta noche/y los delfines saltarán sobre la tierra».

Con esta primera entrega poéti-

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ca, José Bolado nos ofrece un texto sin vacilaciones en el discurso poé­tico y de plena eficacia. Con una sintaxis limpia y sin exhibicionis­mos en cuanto a la forma, este poe­ta gijonés ha conseguido induda­blemente la complicidad del lector para entender y aceptar su explica­ción existencial.

Francisco Alvarez Velasco

EL DIALOGO

COMO

INVENCION

Ernesto González Bermejo, Revela­ciones de un cronopio. Conversaciones con Julio Cortázar.

Borges respondió una vez a alguien que, confundien­do diálogo e inquisición, lo interrogaba sobre uno de sus textos: «lQué

quiere que le diga de ese cuento? Yo no hice más que escribirlo.» La verdad contenida en esa réplica -cuyo carácter paradójico, se sabe,es sólo aparente- no nos impide,por suerte, prestar atención a loque dicen los escritores sobre sustextos. Es cierto que esa prácticanos deja a menudo el sentimientode haber sido estafados, como ocu­rre precisamente con tantos libros

Julio Cortázar.

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de conversaciones con Borges, que daba entrevistas a granel y sin ha­cer el menor discrimen de interlo­cutores. Otras conversaciones, en cambio, son observatorios privile­giados de una obra y, más allá de ella, del quehacer literario y sus entresijos. Es el caso de no pocos coloquios, desde el de Goethe con Eckermann hasta el de García Márquez con Plinio Apuleyo Men­doza, sin los cuales nuestra percep­ción de lo poético no sería hoy lo que es. En esa valiosa categoría se inscribe el diálogo con Julio Cortá­zar que bajo el título Revelaciones de un cronopio publicara reciente­mente el escritor uruguayo Ernesto González Bermejo (1).

La conversación, fechada en di­ciembre del 77 y prologada en el 86, está hecha, en realidad, de mu­chas conversaciones que los dos in­terlocutores mantuvieron al correr de los años y de su amistad, la pri­mera de las cuales fuera dada a co­nocer por González Bermejo en Cosas de escritores (Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1971). Diá­logo plural, entonces, materializa­do en tiempos y espacios diversos, pero sometido a una reelaboración vigilante por su autor y a una mi­nuciosa revisión por Cortázar. No tan vigilante la una ni tan minucio­sa la otra como para ahorrarnos al­guna curiosa coexistencia de tuteo y usteo (pp. 26-7)), pero sí para li­brarnos de reiteraciones e invitar­nos a un recorrido lúcido y asiste­mático -en consecuencia, muy cortazariano- de la dúctil y sofisti­cada configuración de opciones éti­cas y estéticas del inventor de Rayuela.

La eficacia de este encuentro de voces debe tanto a la compleja co­herencia del pensamiento del en­trevistado como al hecho de que el entrevistador parte a la búsqueda de ese pensamiento desplazándose por la obra cortazariana con la fa­miliaridad de quien camina por su propia ciudad. No sorprende, por eso, que Cortázar hable del diálogo como de una excursión («Me lle­váis por buen camino cuando decís eso. Justamente todo esto de que

(1) El libro ha sido objeto de dosediciones, ambas de 1987: una en Mon­tevideo (Ediciones de la Banda Orien­tal), la otra en Buenos Aires (Editorial Contrapunto). Las citas y referencias de la presente reseña remiten a la se­gunda de las ediciones mencionadas.

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hemos hablado, y que yo nunca ha­bía hablado con nadie de esta for­ma un poco orquestal, lleva al puente que vos acabás de tender.» [p. 301] y que compare las virtudes heurísticas de las intervenciones del entrevistador con las del proge­nitor de la mayéutica (p. 105).

La heuresis es, a la vez, descubri­miento e invención. Cortázar in­venta («Me pregunto, poniéndome a inventar un poco [p. 41]) y descu­bre («me estás ayudando a cono­cerme mejor» [p. 105]). Y lo hace al tanteo, por aproximaciones y ro­deos, usando la táctica del «Sí, pe­ro ... », que Me-ti, el filósofo dialéc­tico inventado por Brecht, elogiara tanto. Tres ejemplos entre muchos posibles: «Sí, pero tampoco hay que olvidar que en literatura espa­ñola hay escritores que han traba­jado con una enorme economía de medios.» (p. 28); «Claro, pero no tomes esa negación como una cosa demasiado sistemática.» (p. 70); «Sí, pero precisamente esa frase hay que situarla en el contexto de Rayuela.» (p. 97).

La coincidencia de la estrategia argumentativa cortazariana con la de Brecht no es ocasional. A tal punto que el lector corre el albur de asombrarse, una vez terminada la lectura, de no haber encontrado en el discurso de un hombre que sabe citar a sus autores, una sola referencia al teórico y practicante del teatro épico. Cortázar, teórico y practicante de la contranovela, pa­rece haber llegado a las mismas verdades que Brecht, pero por ca­minos completamente diferentes. Las coincidencias son sorprenden­tes: como Brecht, Cortázar es el adversario de lo único y partidario de lo múltiple (ver, en la p. 48, su reprobación de la homogeneidad en Lovecraft), esquiva lo que hay de definitivo en las definiciones (p. 70), sospecha, como lo muestra su concepción de los «géneros» (p. 98), de todo formalismo (en el sen­tido brechtiano, va de suyo, opues­to al lukacsiano), se consagra a combatir la modorra del pensa­miento y la percepción comunes a través de la identificación de bre­chas en lo sistemático y admitido (pp. 84-85). Y su búsqueda del lec­tor cómplice, que es un aspecto de su lucha contra la hipnosis propia a la estética aristotélica, fundada en la identificación, lo conduce a la aplicación de técnica que coinci­den con las empleadas por el estra­tega de la Verfremdung (p. 84).

Los Cuadernos de la Actualidad

Julio Cortázar.

El recorrido en espiral que este libro propone permite discernir una singular correspondencia entre las opciones éticas y estéticas de Cortázar. Un recorrido que, en el proceso mismo de formulación de estas opciones, las va entretejiendo y transformando en acciones. Así por ejemplo, para Cortázar no hay ruptura radical entre literatura y realidad, universos que, por no ce­sar de traslaparse, prueban que el vínculo entre poética y política es mucho más que una cuestión de paronomasia. Eso justifica que los interlocutores se pongan a hablar de los personajes de una novela co­mo si hubieran olvidado que esos personajes son ficticios (pp. 87-90) o que emparenten un asunto técni­co, como el ritmo de la prosa, conel tema de los procesos de libera­ción en América Latina (pp. 127-8).

Fundamentalmente literaria (pe­ro lo literario no tiene aquí los límites habituales), la conversación cubre los tópicos más caros a Cor­tázar: lo fantástico como dimen­sión de la realidad, la literatura co­mo juego, el humor como provoca­ción, la búsqueda de una autentici­dad humana radical a través de la poesía y el socialismo. También, como era de esperar, el tema de la génesis y la factura de los textos. Y es de destacar que las considera­ciones de Cortázar que este libro recoge en relación con un aspecto capital de la técnica escriptural, el del ritmo de la prosa, justamente acaso el problema más arduo y me­nos transitado de la teoría de la li­teratura-, son tan penetrantes co­mo osadas y originales. Que yo se­pa, tales consideraciones no se en­cuentran expuestas con tanta preci­sión como aquí (pp. 24-5, 116-9, 125-6) en ninguna parte de la pro­ducción del escritor argentino.

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Es verdad que el diálogo se des­liza a veces hacia asuntos de la vida menor y que se demora en detalles triviales. Pero tales momentos son escasos y, por añadidura, dan al es­critor argentino la ocasión de po­ner en evidencia, una vez más, las fallas de nuestros esquemas nacio­nales. De modo que, tanto como el resto, esos deslizamientos hacen del libro de González Bermejo un elemento insoslayable de la biblio­grafía de (y no sólo sobre) Cortázar.

Por lo demás, lpor qué conside­rar lo trivial como únicamente tri­vial, cuando en realidad es una condición de lo trágico? Nadie se dirá desencantado de La cérémonie des adieux o de Ece hamo por ha­berse enterado en esos libros de que Sartre detestaba los tomates y de que Nietzsche, a la hora del de­sayuno, era un ferviente partidario del chocolate caliente. Bien caliente. Y con dos bizcochitos, por favor.

Javier García Méndez

HUESPED DE

PASO

J. Guillermo García Valdecasas, Elhuésped del Rector. Colección Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1988. e orno en tantos cuentos,

una noche de invierno (de 1863, en este caso), un personaje misterioso llama a las puertas del

Colegio de España de Bolonia. Tal arranque puede presagiar lo mejor

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o lo peor, tanto para el rector y úni­co habitante del Colegio por aque­llos días, don José María de Irazo­qui y Miranda, como para los lecto­res que inician esta novela corta(apenas 161 pgs.); pero si a lrazo­qui no le fue mal del todo con lallegada del extraño y deforme Pe­dro Justino de Pozas, al lector no lequeda otro remedio que disfrutarcon el desarrollo de una invencióncasi maravillosa y con una prosabella, precisa, elegante. «El hués­ped del rector» es una curiosa his­toria a la que la literatura españolade este tiempo no nos tiene acos­tumbrados; una historia que recreaun pasado con ironía no exenta deternura, y donde todos los elemen­tos aparecen perfectamente dosifi­cados para que los resultados queproducen alcancen plena efectivi­dad. García Valdecasas no se de­mora en arqueologías ni en recons­trucciones históricas; todo el aro­ma de los comienzos de la segundamitad del siglo XIX viene dado enla prosa del rector lrazoqui, quediscurre paralela al relato en terce­ra persona sobre el que se articulaeste cuento.

El procedimiento no es nuevo, y lo utiliza sabiamente, por ejemplo, Joseph Conrad en «La posada de las dos brujas», también novela corta, en la que el narrador acude para completar su relato a las me­morias de un personaje llamado Edgar Byrne, oficial inglés durante las guerras napoleónicas en Espa­ña. El narrador de «El huésped del rector» llega a Bolonia en la prima­vera de 1968 (lo que, por cierto, le permite hacer un rápido y agudo comentario sobre los sucesos estu­diantiles de aquellos días) para completar un bibliografía, y en­cuentra en un estante, junto a un códice medieval, un mazo de cuar­tillas atadas con una cinta pálida, una hoja suelta y un cuaderno, dentro de una carpeta abrochada con lazos descoloridos. En este manuscrito, el rector lrazoqui rela­ta su encuentro y convivencia con Pedro Justino de Pozas, y la lucha que ambos mantuvieron contra las asechanzas del período Marliani. El lector bien pudiera suponer que Marliani era un masón que se pro­ponía adueñarse, por afán desa­mortizador, del desangelado y des­habitado Colegio de España; pero resulta ser un brujo, lo que compli­ca las cosas mucho más.

En «El huésped del rector» no hay más que dos personajes (Mar-

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liani es una presencia omm1osa, pero no llega a ser corpórea) y un solo escenario, el del Colegio de España, lo que da idea de la gran habilidad narrativa de García Val­decasas, dado que el relato no de­cae en ningún momento. Los diá­logos entre ambos son vivísimos; cada personaje expresa su modo de ser, su carácter, en sus palabras. De la humildad de Pedro Justino pue­de tener el rector sus serias dudas; sin embargo, en su desposeimiento y la resignada aceptación de las condiciones que se le imponen, nos recuerda al soldado lisiado del cuento de Oliver Goldsmith, que dormía sobre una cama de tablas, abrigado con una frazada, «porque siempre le gustó dormir bien». En cambio, Irazoqui es un aragonés enérgico y habla como tal. Los dos personajes están puestos en pie, vi­vos y coleando: huidizo Pozas, de una pieza Irazoqui. El lector sabe a qué atenerse con el rector, en tanto que Pozas, a cada momento, está a punto de producirle sobresaltos.

El relato roza la literatura fantás­tica, pero la sortea con prudencia. A fin de cuentas, lqué sucedió en las frías soledades del Colegio de Espa­ña de Bolonia durante unos días de enero de 1863? lrazoqui lo refiere con detalle, pero él mismo reconoce que pudo haber sucedido tal como él lo cuenta, o de otro modo: a fin de cuentas, parte de aquellos días estu­vo poseído por la fiebre. En cuanto a Pedro Justino, desaparece tal como había llegado. En fin, la clave tal vez haya sido descubierta involuntaria­mente años después, en época de la recuperación del Colegio, por un co­legial aficionado a la esgrima.

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«El huésped del rector» es un rela­to culto, irónico y equilibrado, con al­gún destello de nostalgia; mas tam­bién la nostalgia pasa por el tamiz de la ironía. Incluso un brujo protesta de que cualquier tiempo pasado fue me­jor: «Primero han sido los para­rrayos, que atraen los fluidos aéreos y los aniquilan de la peor de las ma­neras. Pero si no fuera bastante, aho­ra nos ponen líneas telegráficas. Hoy el cielo es un erial. Ya me conta­rá qué arte puede hacerse sin materia prima, después de una devastación así».

José Ignacio Gracia Noriega

PALABRAS

DESDE LA

OSCURIDAD

Fernando Menéndez, Latitud inte­

rior, Gijón, Ateneo Obrero, 1988 (Col. Deva, 8).

Tras diez años de dedica­ción a la poesía se ha de­cidido Fernando Menén­dez (Mieres, 1953) a reu-nir en un volumen la

práctica totalidad de su obra, dis­persa hasta el momento en esas pe­queñas entregas que la pedantesca jerga poetil ha dado en llamar poe­marios.

Seguimos con interés su trayec­toria desde 1978, año en el que Fernando Menéndez tomó parte en la primera entrega de una revis­ta poética, más tarde convertida en colección, cuya amplitud de miras la convirtió en un fenómeno inu­sual entre nosotros: Aeda. En aquel número inaugural de Aeda colabo­raban también Juan Muñiz, José Luis García Martín y el editor Al­varo Díaz Huici.

«La marea» (el mismo título que más tarde llevaría una parte de Azul marino) reunía brevísimas composiciones que ya preludian las características dominantes de su poesía (concisión, brevedad, sín­tesis conceptual). En 1979 publica Fernando Menéndez Sinfonía inte­rior, también en Aeda, ahora ya «Colección de Poesía». Al año si-

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guiente aparecerán dos nuevas entre­gas suyas: Fondo negro, en Salaman­ca, y Oquedad, también en Aeda.

Noche humana (El Telar de Pe­nélope, 1982), Azul marino (Ma­drid, Cantiga, 1983), Acuarelas sin color (Gijón, Altaír, 1984), Sentir-se (Valencia, Tabarka, 1985) y Gotas de silencio (Torrelavega, Scriptum, 1986) conforman la continuada se­rie de cuadernos poéticos con los que Fernando Menéndez ha ido construyendo una obra cuantitati­vamente ya importante.

Además de las producciones in­dividuales citadas, nuestro autor participó en varios volúmenes co­lectivos: Cabezas de Kiker (1980), Libro del bosque (1984) y Tetrago­nía (1986). Precisamente en este último libro tuvo lugar el naci­miento de la colección «Deva», del Ateneo Obrero gijonés, en la que hoy aparece Latitud interior.

En torno al Ateneo Obrero de Gijón se ha congregado un nume­roso grupo de poetas locales (Pe­dro Luis Menéndez, Rosa Espada, Francisco Alvarez Velasco, José Bolado, Jesús Rodríguez Castella­no, ... ), de cuya producción nos ofrecen muestras la revista Lúnula y la colección Deva. Con las lógicas divergencias entre ellos, no sería aventurado hablar de un grupo poético gijonés, del que formaría parte Fernando Menéndez.

A medio camino entre la antolo­gía y las obras completas, Latitud interior recoge la mayor parte de los poemas de Fernando Menén­dez. Quedan excluidos solamente las tankas de Acuarelas sin color y varias composiciones de su obra más primeriza.

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Llama la tención en la relectura de este poeta lo poco que ha varia­do su línea estética (si es que ha variado algo) en más de diez años. Poema de formato breve, econo­mía verbal, parco repertorio de re­cursos estilísticos, concesión con­ceptual, tensión expresiva, ... , son las características tanto del Fernan­do Menéndez de Sinfonía interior como del de Gotas de silencio, lo mismo sirven para explicar sus poemas de hace diez años como los de ahora mismo.

Tal vez existe una casi impercep­tible evolución que ha ido restando aridez al desarrollo intelectual de los poemas iniciales, en beneficio de elementos sensoriales externos. Eso que podría parecer un proceso de desinteriorización queda sola­mente apuntado en algunos poe­mas recientes, pero parece que se contradice con el título escogido por el poeta para esta recopilación: Latitud interior. Y no puede consi­derarse casual la repetición del ad­jetivo ubicador ya usado para su primer cuaderno poético. Efectiva­mente, para Fernando Menéndez, como para Valente, según nos en­señó José Olivio Jiménez, el acto poético es un «ejercicio de interio­rización», de conocimiento, de in­dagación en lo más profundo, y por lo tanto en lo más oscuro de lo real. Con estas características no debe extrañar el hermetismo, la impenetrable solidez de buena par­te de la obra de Fernando Menén­dez. El cosmológico título de su úl­timo libro reuerda, y esa coinci­dencia tampoco es casual, aquel In­terior con figuras de José Angel Va­lente, poeta y teórico de la estética

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en la que nada Fernando Menén­dez.

Miguel de Molinos, María Zam­brano, Valente, Jaime Siles, ... la llamada «retórica del silencio», el «minimalismo poético» del que ha­blaba Guillermo Carnero, son los maestros y la línea poética en la que se inserta la obra de Fernando Menéndez. Curiosa persistencia la suya en un modo que no encuen­tra, aparte de él, ningún cultivador entre la numerosa y variada prole de poetas asturianos del momento.

Carlos González Espina

EL DON DE

LA

CREDULIDAD

Ignacio Fontes, Poemas 1978-83. Edi­ciones Libertarias. Madrid, 1989.

Haz maleta de ti. Eso te queda». Así concluye Ig­nacio Fontes uno de los poemas de su libro último.

«Haz maleta de ti». La imagen, a más de hermosa, es alta de contundencias. Con el auguran­te «eso te queda», se anuncia el si­no maltrecho y nómada de estas páginas que son, en efecto, itinera­rio de un hombre sobre un lustro de su vida, pero que también son breve anclaje de ésta en sus cuer­pos, ciudades y conmociones.

Un muy vigente Michaux advir­tió «el escribir para lo que era ver­dad deje de serlo». Uno, más mo­destamente, diría: escribir para que una verdad, o un manojo de verda­des, sean las nuestras. O aún me­jor, nosotros. Es aquello de la es­critura porque al cabo seremos las cosas que amamos, según dictara Cernuda. O las que odiamos, como olvidó añadir éste. A tales asertos anda aliado Fontes, en estas sus páginas. Y bien se deduce de ellas que para semejantes peligros sólo de una valentía se arma el poeta, desarmando así al hombre: el len­guaje. De aquí la profusión de vo­cablos en latín, francés o inglés, in­cluso poemas enteros, que Fontes gusta y que, lejos, por fortuna, de ser fácil coartada cultista o post­clásica, revelan una voz que sí se

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quiere albacea de incontables idio­mas es porque se busca nombrado­ra de eso tan insondable y humilde que es la realidad y sus misterios.

El verdadero creador, aún así, está por debajo -o sea, por enci­ma- de todo esto. En el insólito huésped neoyorkino que vive de frente «el continuo strip-tease del rascacielos Chryslern o soporta, ya en Madrid, cómo «la ciudad puso un cartel de no hay silencio». In­cluso en el no menos audaz y con­movido visitante de la mujer o los crepúsculos: «nieva, nieva, oigo que me digo y me consuelo» o «Y sin ti: recorrer minutos, horas, días, eternidades que no son, que no son para nosotros y sin embargo nos añoran». Parece que un saxo hubiera trasnochado a lo largo de todo el libro, mientras fue escrito y que ahora, cuando se lee, nos acompaña más incógnito y noctur­no. Parece que un desnudo andar de muchacha o el dulce bulto de su ropa se ocultara de un poema a otro, a lo largo del bosque erótico o la macrourbe sentimental que esgran parte de estas páginas.

Coloquialismo, intimismo, lírica urbana a menudo, poesía sensual otras veces. Pero quizá mejor, una urbana de la lírica, un intimismo de la actualidad, una sensualidad de lo poético, es lo que lucra de ex­cepción, en este libro, los sempiter­nos temas del hombre y su corazón sitiado.

Y en torno a ello, el impudor de la ironía, pericia aún más atrevida cuando nos encontramos ante ins­tantes que, como apuntaría el mis­mo autor, tampoco tienes por qué contar a nadie.

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Si la ciudad hacía más soledad la soledad y el erotismo más mujer la mujer, la ironía prodiga, si no siempre el desdén, sí el elegante desarraigo de ambas. He aquí algu­na alevosía o ejemplo: «Si ese bronce art-decó es una dama, yo soy un caballero» o «comprar un poco de hogar por $125 -es como hay que hablar en USA». Dejar que la realidad opere en nosotros, co­mo aquí ocurre -y la escritura, co­mo el amor, y la lujuria, es un acto de pasividad, de atenta convalecen­cia- obliga a una indesmayable ca­pacidad de asombro, de sucesivo redescubrimiento. A esta fe poéti­ca, que ya Coleridge fijó en la abo­lición de la incredulidad, se enco­mienda Fontes, cada noche, en cada poema: el poeta sólo puede ser cré­dulo. Y él, también narrador, lo sabe.

Angel-Antonio Herrera

CARLOS -

BOUSONO:

ELEGIAS A

VICENTE

ALEIXANDRE

Elegías (a Vicente Aleixandre), Valen­cia, La pluma del águila, n.º 7, 1988.

En noviembre de 1949, Carlos Bousoño se docto­ra con una tesis sobre la poesia de Vicente Alei­xandre. Dos años des­

pués, cuando se publica en la edi­torial Insula, ya habían aparecido sus dos primeros libros· poéticos: Subida al Amor (1945) y al año si­guiente, Primavera de la muerte. Posteriormente, seguirán otras en­tregas, Noche del sentido (1957) e Invasión de la realidad (1962) hasta la que era considerada, por ahora, su postrera etapa con Oda en la ce­niza (1967) y Las monedas contra la losa (1973). Pero el lúcido autor, entre otros estudios, de Teoría de la expresión poética, nos ofrece estas Elegías al Premio Nobel español de la generación del 27, que consti­tuyen una primicia de Metáfora del desafuero (1988), último libro poé-

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tico de Carlos Bousoño, del que forman parte y que la Colección de poesía La Pluma del águila, de Va­lencia, ha publicado en una cuida­da y restringida edición.

En la condensada Presentación que el propio poeta hace a su obra nos explica tanto las motivaciones personales que dieron pie a la es­critura de las mismas como el ho­menaje póstumo que representan.

Este canto elegíaco de Bousoño a Vicente Aleixandre está consti­tuido por siete poemas, constando el primero de ellos, que ya apare­ciera en estas mismas páginas en diciembre de 1986, de tres partes. Por lo que respecta a su forma ex­terna, en versículos, tienden, por su disposición, al acortamiento y a la progresiva tenuidad como emo­tiva expresión del sentimiento de desposesión que la muerte conlle­va. De ahí que los poemas sean ca­da vez más breves y sus configura­ciones más cortas, produciendo esa sensación de caída hacia el vacío y la nada. Con la excepción de uno de los poemas, «Desde que yo le conocí», de claro matiz noticioso y simbólico, los restantes adoptan la actitud lírica de apóstrofe: el poeta, identificado con el yo poemático, se dirige a su amigo desaparecido e ilusoriamente le pregunta acerca de su muerte, unas veces, y otras, las más, evoca visionaria y simbóli­camente su vida y compañía. (Des­de que yo le conocí/lluvias cayeron abundantes/soles hubo también,/ muertes, amores, cielos).

LAS ELEGIAS EN LA POESIA DE BOUSOÑO

Las Elegías a Vicente Aleixandre se inscriben dentro de la definida

Carlos Bousoño.

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como última etapa del autor de Oda a la ceniza y Las monedas con­tra la losa. Como ocurriera en es­tos libros, el estilo de las Elegías es sorpresivo y deslumbrante. El lec­tor queda asombrado ante un rico lenguaje repleto de paradojas, con­trastes, símbolos monosémicos y disémicos, rima interna, correla­ciones, imágenes visionarias, desa­rrollos imaginativos no alegóricos en los que el término comparativo se antepone al comparado agudi­zando aún más el efecto estético. Todo ello en un discurrir de los versos, conversacional y fluido: (Y quedan, sin embargo, tras tu au­sencia, uniones, relaciones/coyun­turas o hilos por los que antes íba­mos a tí/cables de plata y oro, re­fulgentes, solventes, consistentes,/ para que siempre fuésemos por ellos/a tu presencia inamovible ... ).

Así pues, el neorromanticismo del Bousoño de los años 40, se trueca en un barroquismo y gesto por la amplificatio retórica, lo que proporciona al texto un carácter lento y reposado, acorde con la meditación acerca de la muerte, de la brevitas vitae, y de la constata­ción de la pervivencia de la belleza en el mundo, de la rosa, a pesar de su evidente precariedad. (La rosa se ensanchaba, más y más, y era el mundo).

No nos es difícil reconocer en estas Elegías el estilo de Bousoño en sus últimos libros líricos al mis­mo tiempo que sigue utilizando unos determinados elementos léxi­co-simbólicos que recorren toda su poesía, portadores de su peculiari­dad cosmovisionaria: crepúsculo, lluvia, canto, rosa, porcelana, pája­ro, ola, azul-color este clave-... (en misterioso canto/la sinuosa reali­dad). En Invasión de la realidad, con evidentes influencias guille­nianas, asistíamos no sólo al im­pacto de la realidad, en su presen­cia, sino que también la canción, la danza y la melodía de la realidad y del hombre se imponían. (El cielo todo se levanta y canta/y los huma­nos cantan en el viento, proclama en «Humanos en el alba» del mis­mo libro).

Estos poemas de aparente facili­dad, dado el sello concreto e ini­cios de los que se parte, «historia humana como substancia del poe­ma», al decir de Octavio Paz cuan­do comenta la obra de T. S. Eliot, también como en la de éste se am­plía y discurre por vías de irracio­nalismo simbólico. Así en el poe-

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Vicente Aleixandre.

ma titulado «Desde que yo le co­nocí», se observa cómo el término real (A): la llegada estruendosa de la vejez y la consiguiente emoción es comparada al sentimiento oca­sionado por el advenimiento ines­perado de un alud (B), que progre­sivamente va desarrollándose en otros términos tales como tromba de agua (b1), corrientes oceánicas (b2), regiones árticas, polar destino (b3), determinados metonímica­mente por «soplo helado, blancura interminable», con patentes con­notaciones de la muerte.

Lo mismo podríamos decir del aparente desorden y caos existen­tes en la última parte del titulado «La derrota» en el que, no obstan­te, hay una sucesión de versos compuestos de una retahíla de sus­tantivos y adjetivos heterogéneos pero encauzados y dirigidos por una misma emoción: el desmoro­namiento cruel del vivir humano.

POESIA DE LA PLENITUD

PERENTORIA

«La claridad y la aventura que Vicente fue, su capacidad para con­vertir la vida, tan gris, en un espec­táculo de resplandeciente color, es lo que aquí se intenta decir», pro­clama Bousoño en la Introducción. Y no es otra idea la que vertebra estas Elegías y en general, su obra poética: Un canto gozoso ante la realidad que se nos impone (Inva­sión de la realidad) simultáneo a la dolorosa comprobación de su futi­lidad y vacío (Oda en la ceniza, Pri­mavera de la muerte). El siglo de Oro y, más concretamente, la vita­lidad de Lope de Vega imbricada al

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desengaño de Quevedo son algu­nas de las huellas en esta cosmovi­sión bousoniana, según la cual se comprueba la realidad en su pleni­tud (Guillén, presente en la vida y obra de Bousoño) a la par que se constata su engaño y falsedad. «He amado frenéticamente el mundo, sabiéndolo perecedero, y por eso es la frase primavera de la muerte y no la nada siendo la que mejor pue­de incorporar la intuición que per­durablemente se halla al fondo de mi vida y no sólo de mi poesía.» (1) De ahí el continuo negar lo que con rotundidad y aplomo previa­mente se ha afirmado. «Himno ele­gíaco» es el título del segundo poe­ma de Elegías a Vicente Aleixandre y que una vez más corrobora esta preferencia de Bousoño por la pa­radoja y el contraste que resaltan y enfatizan la idea expresada me­diante estos recursos literarios: Himno (exaltación, triunfo), ele­gíaco (funerario, derrota). El poeta ante esta realidad mundana y efí­mera construye y admira un gozo­so espectáculo en su plenitud, (Mientras nosotros, inmortales, su­mos/con nuestros puños duros sosteníamos/las bóvedas del mun­do... en la continua porcelana in­tacta/ del incesante amanecer) en paralelismo correlativo con estos otros versos que los complementan (que se venían abajo/a cada instan­te ... Hasta que al fin la porcelana pura se hizo añicos). Lo que de nuevo se comprueba en estos otros (levitando, cantando/pero no levi­taba/no cantaba.)

«La labor del poeta», título de un poema de Bousoño, consiste en trasmitir a los hombres el amor al mundo, aunque éste presente «tris­te horror, de ocaso envejecido ... » Ese es el papel que para Carlos Bousoño desempeñó Vicente Alei­xandre tanto por su biografía como por su obra (Donde ponías tu ma­no... otra cosa cantaba/tu mano aleteaba/fragancia deleitosa/sin ser pájaro o rosa.)

El arte y por ende, la palabra poética servirá de correlato a esta doble perspectiva de la realidad creada por el poeta, que consiste en alumbrar y hacer ver tanto la verdad comparable por todos cuanto el sentido último que intuye el artis­ta, significación invisible para los de­más hombres (Cuando en la habita­ción/andabas, de repente/aquello trastornaba/su ser, y mesa, silla/co­braban un sentido/cambiado ... )

La elegía ha tenido en nuestra

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lírica castellana muchos y excelen­tes cultivadores y más en particu­lar, el llanto ante la desaparición del amigo ha catalogado ya algunos nombres en nuestro siglo XX (Gar­cía Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández ... ) Dentro de esta tradi­ción se inscriben estas Elegías a Vi­cente Aleixandre. Júbilo y llanto, himno y elegía. En ellas Bousoño exalta la figura del poeta amigo del 27 al conseguir describir, emotiva y literariamente, la persona, vida y obra de aquel, cuya amistad se ha­bía construido «con materiales só­lidos, de rigor permanente/monu­mento sin día hecho para durar,/ como, romano, un acueducto/don­de discurre todavía el agua muy amorosamente, ... »

Santiago Fortuño Llorens

(1) C. Bousoño, Selección de misversos, Madrid, Cátedra, 1980, pág. 19.

VIDA DE

PERROS

Alfonso Armada, La edad de oro de los perros.

La mirada de un hombre que acaba de cumplir los treinta años sobre su épo­ca. Una mirada amarga y lúcida, brutal a veces, in­

cómoda y a ratos desaforada. «La edad de oro de los perros» es la se­gunda obra de Alfonso Armada, un autor que también se enfrenta a la dirección de sus obras y que en la primera, «Cabaret de la memoria», había dado ya muestras de una cu­riosa sensibilidad para entroncar con lo más valioso de la tradición teatral del siglo XX en un homena­je, lleno de plasticidad, de guiños y con cierta morbosa delectación en el recuerdo. Ahora, en su segunda obra estrenada, Alfonso Armada da un paso adelante y abandona las «citas», los homenajes para ofre­cernos una propuesta más perso­nal, más dura y también más difícil y probablemente menos inmedia­tamente aceptable por un público y una crítica demasiado poco acostum­brados a valorar las nuevas propues­tas en un clima donde la hegemonía del «sainete» y del teatro cortesano ha desterrado todo intento de crear un nuevo teatro, el nuestro.

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Y la obra de Armada podía ser síntoma de que las cosas podrían cambiar si se prestara una cierta atención a esos nuevos autores y a esos nuevos directores que tienen que luchar con la desconfianza y sobre todo con la limitación de medios a que les condena una ad­ministración poco dada a arriesgar­se y una crítica que no suele apos­tar por lo que no se encuadra en lo «ya visto». «La edad de oro de los perros» es una yuxtaposición de es­cenas aisladas, de diálogos cruza­dos entre dos parejas que con sus cuerpos y su parloteo van desentra­ñando el reiterado juego del amor y el sexo en distintas situaciones, intercambiándose . ... Y lo que que­da al final de esa aparente disper­sión, que para muchos rompe las normas de lo que se considera sa­bia e imprescindible dramaturgia y adecuada carpintería teatral ( esos dos tópicos que se han apoderado de nuestra escena y que los saine­teros proclaman cerrando el paso a cualquier solución que entronque con las ya históricas vanguardias) es una historia desolada de desen­cuentros, una visión agria sobre la contemporaneidad más inmediata, unos individuos movidos por ins­tintos y encerrados «con un solo juguete» en un universo desalma­do, lelo y sin estímulos, pero sobre todo sin expectativas. La juventud de Armada, su propia implicación en el texto hace todavía más urgen­te su propuesta, porque por prime­ra vez vemos en el escenario la ca­ra sucia del «vive como quieras y disfruta que lo demás no cuenta»; el mismo título es una declaración de intenciones que se superpone

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todo el tiempo como metáfora a esos personajes que deambulan, se arrastran, se acoplan y se golpean: animales en celo que se aburren y que nos dan una nueva visión del hastío. No ya del absurdo de los años sesenta, sino el nuestro. De aquella «movida» que se quiso exultante, vitalista y posmoderna queda ahora una abulía embruteci­da y tosca, unos gestos que se repi­ten y unos cuerpos que se buscan y se separan y juegan a la ruleta rusa o relatan sueños que nunca llega­rán a cumplirse: el mundo del final de los ochenta hosco, agresivo, sin demasiadas ilusiones, un mundo de jóvenes que han perdido la gra­cia y a los que se condena al paro y a la estulticia.

Un texto que está montado con rigor y con unos jóvenes actores que ponen lo mejor de sí mismos, pero a los que en muchos casos el texto parece superar, como si la densidad de lo que allí se encierra se les escapara. No es un teatro fá­cil y la falta de apoyo condena el espectáculo a una pobreza no que­rida que basa todo el trabajo en la interpretación. No es mala cosa, porque el teatro es fundamental­mente actores, pero, cuando ésta falla, el ritmo se resiente y el texto comienza a funcionar como pala­bra y no como materia encarnada. En cualquier caso es un trabajo que hay que tener en cuenta, un espectáculo que debería encontrar a su público, ese público joven, universitario o no, que ha huido hace tiempo del teatro y que es de algún modo protagonista de la obra. Y víctima.

Lourdes Ortiz

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