El Reloj Marca Las Diez

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Víctor Mendoza Osuna El reloj marca las diez El reloj marca las diez. Llueve. El contorno de los árboles se difumina tras la cortina del ruido. No hace más de una hora que se precipitó el agua, como lágrimas, cuando él se marchó. Ella espera. La madera se va a hinchar, piensa mientras bebe una copa de vino. Es el único consuelo que le queda, aún es temprano en el recinto, donde el tiempo parece ir más despacio. No hay nada para invertir su espera. La suntuosa cabaña, el idílico Edén, la noche de miel que es una semana. Todo se cubre de humedad, de ironía, del elixir del sueño. Ella observa. Recuerda. Se conocieron en una fiesta de pueblo, la celebración del Santo, aún se veía como ostentaba el velo negro y los sollozos que le caían como perlas. Peregrinar no hubiera sido difícil si no fuese por haber tenido que cargar a sus espaldas la estatua, blanca y marchita, flor de cal, su piel herida por el peso de sí misma y del pecado, era, en ese momento, más piedra que carne. Como odió el privilegio. Como sigue odiando el honor de haber tenido que sangrar por Él.

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Vctor Mendoza Osuna

El reloj marca las diez

El reloj marca las diez. Llueve. El contorno de los rboles se difumina tras la cortina del ruido. No hace ms de una hora que se precipit el agua, como lgrimas, cuando l se march. Ella espera.

La madera se va a hinchar, piensa mientras bebe una copa de vino. Es el nico consuelo que le queda, an es temprano en el recinto, donde el tiempo parece ir ms despacio.

No hay nada para invertir su espera.

La suntuosa cabaa, el idlico Edn, la noche de miel que es una semana. Todo se cubre de humedad, de irona, del elixir del sueo.

Ella observa.

Recuerda.

Se conocieron en una fiesta de pueblo, la celebracin del Santo, an se vea como ostentaba el velo negro y los sollozos que le caan como perlas. Peregrinar no hubiera sido difcil si no fuese por haber tenido que cargar a sus espaldas la estatua, blanca y marchita, flor de cal, su piel herida por el peso de s misma y del pecado, era, en ese momento, ms piedra que carne.

Como odi el privilegio.

Como sigue odiando el honor de haber tenido que sangrar por l.

Sus plantas se rasgaron por la spera tierra. Piedras, ramas, quizs hasta vidrios astillados. Sufrir por l. Sufrir por l, le dijeron los peregrinos que emulaban su dolor. La cancin rond su mente, no una oracin o plegaria, slo esa cancin que de nia cantaba.

Sube la colina de espinas

Regando flores y ptalos.

Tus lgrimas salvan al mundo,

Sube la colina de espinas

O estars sola.

La cancin rueda su mente. Sus ojos no se apartan de la ventana, el agua discurre por el cristal borrando su silueta, como si nadie observase tras su pulcro misterio, como si su espera careciese del valor de ser contemplada.

Sube la colina de espinas,

Regando flores y ptalos

Tus lgrimas salvan al mundo,

Sube la colina de espinas

O estars sola.

l la recibi en sus brazos, no era santo ni de linaje divino, era un simple hombre. Estuvo ah cuando el peso del mundo se derrumb junto con ella. l no dud. En aquel momento, por sostenerla, recibi el azote del pueblo y ste el de la sequa.

Nos odiaron, pero ahora somos felices juntos, piensa mientras vuelve a sorber el nctar carmn de sus cavilaciones.

El crepitar de la madera la aleja de sus pensamientos, de la ventana. Sabe que no puede llegar hasta que pare de llover. Slo puede esperarlo. Al observar muebles, cuadros, lea, ms lea que se hinchar si la lluvia sigue

Ojala deje de llover, se lamenta. No puede hacer ms que esperar, esperar ahora sentada en un silln junto a una mesa con una botella que refleja las llamas.

La imagen de su recuerdo se difumina a sorbos a la par que se fijan en su propia intensidad. Tan vvidos que podra jurar que los siente. La hora pasa, el tic tac, el segundo clavado en el segundo.

Se escaparon meses despus. La noche y la ciudad eran testigos de aquella emocin que los una incluso contra el designio del destino. Nadie se opondra a su unin. El poblado jams se recuper por el sacrilegio, la abundancia de antao slo se volvi la aoranza de los viejos.

Y pensar que en las noticias informaron que el santo haba sido quemado junto con esa odiosa iglesia, reflexion con un dejo en su voz que poda ser considerado regocijo.

Fueron autoexiliados de aquella tierra que los vio nacer.

Est tierra ser tuya. Necesitas un hombre que merezca nuestro legado. dijo su padre en un momento lejano.

Ningn hombre, un prncipe que me rescate. Eso es lo que pido.

Eres una ilusa. Tienes que madurar.

Pero su padre la dej, hurfana incluso de nombre, slo lo que qued depositar sus esperanzas en algo mucho mayor que ella. Vivir en la miseria o bajo el amparo de la Luz que le extendi su mano sin pestaear.

S fue ilusa. Sigui siendo ilusa. Incluso ahora Crey en la gloria de la corona de rosas y mrmol. Crey en la culpa por haber tropezado, por haber dudado, crey que su sangre y dolor beneficiaran a todo el pueblo, que la aclamaron como el recipiente de la Voluntad de Dios.

Sigue lloviendo. El agua en su discurrir traza y deforma las siluetas del exterior. No hay nada ms, slo el ruido de las llamas que lamen la madera, el eco de las gotas que parecen lgrimas, el rumor de pasos y araazos en el exterior.

Se aventuraron al mundo sin conocimiento. Eran nios perdidos que iban a ciegas en los pramos. Noche y da, amor y dolor, sufrimiento y esperanza, si la vida haba sido algo dura cuando vivi bajo el peso de sus obligaciones, aquella experiencia le abra las llagas, las cicatrices de la piel.

l la ama.

l la am desde el primer momento en que ofreci sus brazos y la rescat del dolor de ser un pedestal del santo, de ser un recipiente para un culto que se encontraba camino a la ruina.

Pese a todo, la humillacin, las sonrisas rotas, la necesidad, todo llegara a valer la pena.

Lo espera, mientras cae la lluvia, al hombre que la rescat, a su prncipe, a su sueo, a lo nico que puede ver en este mundo.

Otra se acumula con sus hermanas sin alma, la luz se distorsiona por el cristal. Se alargan las sombras asfixindola. Sigue lloviendo. La inmundicia es arrastrada: barro, hojas, animales, rboles, vidas. La pintura ensucia su sonrisa, los cardenales que coronan su piel ciegan el destello de su lucero, la gargantilla de su cuello se vuelve una huella de aquellos dedos que apresaron su garganta.

El reloj marca las diez treinta: llueve por fuera, pero no se compara con el diluvio de su pecho.

Cuando deje de llover, l vendr, piensa.

Segundo a segundo, tic tac, plae el reloj.