EL PAISAJE URBANO Wim Wenders · a pintar en otros soportes, en cúpulas de iglesias o sobre...
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92 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
EL PAISAJE URBANOWim Wenders
No soy ni arquitecto ni urbanista. Pero si hay algo que me autorice o capacite
para dirigirme a ustedes es que, por mi profesión de cineasta, he viajado mucho,
he vivido y trabajado en distintas ciudades del planeta y he plantado mi cámara
ante los más variados paisajes, principalmente urbanos, aunque también en
zonas rurales, fronteras, cruces de autopistas o en el desierto.
El cine es una cultura urbana nacida hacia finales del siglo XIX que floreció a
la par que las grandes ciudades del mundo. El cine y las ciudades han crecido
juntos y se han hecho adultos juntos. El cine es testigo de un desarrollo que ha
convertido las apacibles urbes de fin de siglo en las abarrotadas y bulliciosas
aglomeraciones de millones de habitantes actuales. El cine es testigo de los des-
trozos de dos guerras mundiales. El cine ha visto crecer rascacielos y guetos, ha
visto a los ricos hacerse más ricos y a los pobres, más pobres.
El cine es el mejor espejo para las ciudades del siglo XX y para las personas
que viven en ellas. Las películas son, más que cualquier otro arte, documento
histórico de nuestro tiempo. El séptimo arte, como así lo llaman, es capaz, como
ningún otro, de captar la esencia de las cosas, capturar el clima y las corrientes
de su tiempo y articular sus esperanzas, miedos y deseos en un lenguaje com-
prensible para todos. El cine también es entretenimiento y el entretenimiento
es la necesidad urbana por excelencia: la ciudad tuvo que inventar el cine para
no morirse de aburrimiento. El cine pertenece a la ciudad y refleja su esencia.París, 1934.
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«El paisaje urbano desde la perspectiva de la imagen…». Me gustaría que se que-
dasen por un momento con la palabra «imagen». Seguramente no es el término
más claro para referirse a todo lo que la ciudad representa, tanto lo abstracto
como lo concreto. «La imagen de la ciudad» que el cine ha mostrado a lo largo
de su historia no tiene nada que ver con el aspecto de nuestras urbes actuales.
«Las ciudades desde el punto de vista de las imágenes…». Todo parece en movi-
miento, en completa transformación.
Ustedes ya saben lo mucho que han cambiado las ciudades. Todos saben lo mu-
cho que Tokio, por ejemplo, se ha transformado en los últimos 100 o 50 años,
incluso en la última década. Son transformaciones cada vez más rápidas y nos
hemos acostumbrado tanto a estos cambios como a su velocidad. Pero no sólo
se modifica nuestro entorno urbano: también cambian «las imágenes». Incluso
podríamos decir que las ciudades se han desarrollado de manera paralela.
Hace mucho tiempo el ser humano garabateaba dibujos en las paredes de sus
cuevas. Grababa algo sobre piedra o escribía cosas en la arena. Después aprendió
a pintar en otros soportes, en cúpulas de iglesias o sobre lienzos. Durante siglos
la realidad sólo podía ser representada en pintura. Cada imagen era un ejemplar
único; quien quería contemplar estas obras debía ir ante el único lienzo existen-
te o desplazarse a la iglesia en cuestión. Posteriormente, con la invención de la
imprenta, las imágenes pudieron ser reproducidas y transportadas por primera
vez, como grabados y dibujos impresos.
En el siglo XIX la evolución dio un gran salto. Con la invención de la fotografía
nació una nueva relación entre la realidad y su representación. Por primera vez
había una «realidad de segunda mano». El siguiente paso lógico no tardó en
darse: las imágenes fotográficas aprendieron a moverse. Por primera vez, sin
moverse de la ciudad, se podía ver el mundo desde el cine de la esquina.
Pasados treinta o cuarenta años, al cine y la fotografía les salió un competidor:
la imagen electrónica. Llegaba con mayor rapidez y podía mostrar los sucesos
«en directo», sin demora. Lo llamaron televisión: visión a distancia. La televisión
creaba proximidad y, al mismo tiempo, distancia. Sus imágenes eran más frías,
menos emotivas que las cinematográficas y dejaban de tener una relación direc-
ta con la «realidad». Ya no había imagen «individual», ningún negativo, como
en el proceso fotográfico, y se necesitaba mucha más tecnología para salvar la
distancia que había entre la «realidad» y la persona que estaba en casa frente al
televisor. Además, aislaba al espectador: ya no era necesario salir de casa, hacer
cola y sentarse entre extraños para tener una experiencia en común, o sea, social.
Pero la televisión tampoco tardó en sufrir transformaciones. Las cadenas se
multiplicaron y a ellas se añadieron las televisiones por cable, la recepción vía
satélite y, sobre todo, el vídeo, que en latín significa «yo veo». El espectador dejó
de estar entregado a la programación de la tele y podía confeccionar su propio
programa. La dependencia de las cintas grabadas se sustituyó por la capacidad
de crear imágenes electrónicas propias. La tecnología necesaria para ello se fue
haciendo cada vez más simple, barata y fácil de manejar. Actualmente, cual-
quiera puede llevar una Handycam en el bolsillo de la chaqueta. Cualquier niño
puede fabricar una realidad de segunda mano. Pero todavía no hemos llegado
al final de la evolución. Estamos en el umbral de la revolución digital y de la
imagen de vídeo de alta resolución, la High-Vision.
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Con ella, las imágenes electrónicas llegarán a la madurez. Serán más bellas,
tendrán más definición y seducirán más que nunca. Y dejarán definitivamente
atrás la idea del «original». Todos los duplicados serán idénticos al original;
todas las imágenes electrónicas estarán disponibles y podrán reproducirse si-
multáneamente en todo el mundo.
Ciertamente, las imágenes electrónicas serán, en un futuro, más bellas y accesi-
bles que nunca, pero no por ello serán más creíbles, al contrario: la imagen digi-
tal se podrá manipular en todo momento y falsificar a voluntad. Cada píxel, cada
mínima unidad gráfica, cada «átomo de imagen» se puede transformar. Como
ya no hay original, tampoco queda ninguna prueba de la «verdad». Finalmente,
la imagen electrónica digital ampliará todavía más el abismo que separa «reali-
dad» y «realidad de segunda mano», y llegará incluso a hacerlo insalvable.
Por tanto, las imágenes han cambiado completamente su esencia al pasar de
ejemplares pintados únicos a clones digitales. Han crecido a una velocidad
inaudita y se han multiplicado en la misma proporción. Las imágenes nos bom-
bardean como nunca ha sucedido en la historia de la humanidad. Y el bombar-
deo no cesará, al contrario, se hará aún más intenso. Ninguna autoridad, insti-
tución o gobierno impedirá que el imperio de las imágenes siga expandiéndose.
Los ordenadores, los juguetes electrónicos, el videoteléfono, la realidad virtual,
sólo son los ingredientes de esta inflación. El ser humano ha aprendido a adap-
tarse a este desarrollo. «Ve más rápido» y comprende los contextos visuales
también más rápido, con lo cual se atrofian los otros sentidos. Si pudiéramos
proyectar una película de acción actual para un público de los años treinta, la
gente abandonaría el cine desconcertada o gritando de indignación. Y si pu-
siéramos a una familia de televidentes de los años cincuenta o sesenta ante un
televisor actual y les dejáramos hacer zapping con el mando a distancia por 50
canales, acabarían histéricos o apáticos, según la predisposición de cada uno.
Cada vez hay más imágenes que se propagan y se adueñan de nuestras vidas.
Y no son sólo «más bellas», sino sobre todo más atractivas. Con este arte inna-
to de la seducción, el cine y la fotografía aprendieron un oficio nuevo y, con
él, una nueva moral. Incluyeron la propaganda en la gramática del lenguaje
cinematográfico, sobre todo en la Unión Soviética de los años veinte y en la
Alemania de los treinta. La industria de la publicidad se adueñó rápido de esta
nueva técnica de persuasión y seducción.
Así, en poco tiempo, el cine desarrolló un lenguaje visual nuevo que conservó
al pasar del mudo al sonoro. Pero ya en los años cincuenta y sesenta, el nuevo
lenguaje electrónico de la televisión revolvió y socavó la estética y gramática
cinematográficas para que las leyes de la publicidad y los anuncios volvieran
a ponerlo todo patas arriba. Del mismo que la televisión transformó el cine, la
publicidad ha transformado la televisión, y actualmente debemos afrontar el
hecho de que el espíritu de la publicidad se haya colado en prácticamente todos
los ámbitos de la comunicación visual. En general, las imágenes se han vuelto
«más comerciales», aspiran a atraer nuestra atención, están en constante com-
petencia entre ellas y la nueva siempre intenta superar a la anterior.
Si mostrar era antaño el cometido más elevado y prioritario de las imágenes,
su objetivo actual es vender cada vez más. Creo que las imágenes han tenido
una evolución comparable y paralela a la de nuestras ciudades. Como aquellas,
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nuestras ciudades han crecido por fuera de sus límites y continúan haciéndolo.
Nuestras ciudades son cada vez más frías y distantes, están cada vez más alie-
nadas y son cada vez más alienantes. Como las imágenes, nuestras ciudades
nos obligan cada vez más a tener «experiencias de segunda mano» y tienden
cada vez más a la comercialidad. La gente tiene que trasladarse a los extrarra-
dios: el centro es demasiado caro. El centro está ocupado por bancos, hoteles e
industrias de consumo y entretenimiento.
Lo pequeño desaparece. En nuestra época, sólo lo grande parece sobrevivir. Las
cosas pequeñas y modestas desaparecen, igual que las imágenes pequeñas y mo-
destas o las películas pequeñas y modestas. En la industria del cine, esta pérdida
de lo pequeño y modesto es un doloroso proceso del que estamos siendo hoy
testigos. Para las ciudades, esta pérdida de lo pequeño y modesto es mucho más
ostensible y, posiblemente, de mayor alcance.
Y, al igual que el mundo iconográfico que nos rodea se vuelve cada vez más
cacofónico, disonante, ruidoso, multiforme y ostentoso, las ciudades se tornan
más complicadas, discordes, estridentes, intrincadas y abrumadoras. Las imáge-
nes y las ciudades hacen buena pareja. Sólo hay que ver la cantidad de iconos
urbanos que inundan todo: señales de tráfico; letras de neón gigantes sobre los
tejados; vallas publicitarias y carteles; escaparates; pantallas de vídeo; quioscos;
expendedores automáticos; «mensajes» en coches, camiones y autobuses; todas
las informaciones gráficas en taxis y metro; todas las bolsas de plástico tienen
algo impreso; etc.
Ya nos hemos acostumbrado. La primera vez que fui a una ciudad del antiguo
bloque oriental, Budapest concretamente, sufrí una auténtica conmoción: no
había nada. Alguna señal de tráfico, alguna que otra bandera espantosa, algunos
eslóganes. Por lo demás, era una ciudad sin imágenes, sin publicidad.
En aquel momento comprendí lo mucho que nos hemos acostumbrado a todas
estas tonterías, lo adictos que somos a ellas. La publicidad es algo irrenunciable,
insustituible. Las imágenes se están convirtiendo en una droga. ¿Las ciudades
también? Las drogas conllevan el peligro de la sobredosis. ¿Qué podemos hacer
para protegernos?
Como cineasta descubrí que para mí sólo había una posibilidad de impedir que
mis imágenes no fueran arrastradas por todo el aluvión iconográfico y cayeran
víctimas de la rivalidad y del irresistible espíritu de la comercialización: debía
contar una historia.
Mi profesión esconde el peligro de producir imágenes como finalidad en sí mis-
ma. Por los errores que he cometido, he descubierto que «una imagen bella» no
representa ningún valor en sí, al contrario: una imagen bella puede destrozar el
curso, la impresión, el funcionamiento del conjunto, de la estructura dramática.
Cuando empecé a hacer películas pensaba que el mayor elogio que podía reci-
bir de los espectadores era que les habían gustado las imágenes. Actualmente,
cuando alguien me da la enhorabuena por unas «imágenes maravillosas», ya no
lo tomo en absoluto como un cumplido, sino que pienso que he hecho algo mal.
De los errores he aprendido que la única protección contra el peligro o la enfer-
medad de una imagen autocomplaciente es la fe en la primacía de la historia. Londres, 1935.
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He aprendido que las imágenes sólo son veraces si están relacionadas con un
personaje dentro de una historia.
También he descubierto que cuando las imágenes se toman demasiado en serio,
reducen y debilitan al personaje. Y una historia con personajes débiles carece de
energía. Únicamente la historia de los personajes es capaz de dar a cada imagen
por separado su credibilidad, es decir, de proveerles de una moral.
¿Podemos trasladar las experiencias de un cineasta a las prácticas de arquitectos
y urbanistas? ¿Existe algún equivalente para el paisaje urbano que tenga el mis-
mo significado que la historia para la película?
Desconozco la respuesta, pero para aproximarme a ella volveré un poco atrás.
Cuando hablaba de las historias y de cómo éstas podían proteger a los perso-
najes de las imágenes autocomplacientes y, por tanto, superficiales o, incluso,
inocuas, también me refería al paisaje como un personaje más en una escena.
Una calle, un frente de fachadas, una montaña, un puente, un río, lo que sea,
siempre son algo más que un «fondo». También poseen una historia, una «per-
sonalidad», una identidad que no hay que desdeñar. Influyen en los caracteres
humanos que se mueven sobre este fondo, provocan un estado de ánimo, una
sensación de tiempo, una determinada emoción. Pueden ser feos o bonitos, vie-
jos o nuevos, pero, con toda seguridad, son «presentes» y, para un actor, esto es
lo único que cuenta. Merecen ser tomados en serio.
A lo largo de los últimos años he trabajado en Australia y he tenido la suerte de
conocer un poco a los aborígenes. Me sorprendió saber que todas y cada una de
las formaciones del paisaje encarnan para ellos una forma de su pasado mítico.
Cada cerro, cada peñasco lleva consigo una «historia» vinculada al «tiempo de
los sueños» de los aborígenes.
Y recuerdo que, de niño, tenía convicciones parecidas. Un árbol no era sólo un
árbol, sino también un fantasma, y las siluetas de las casas perfilaban rasgos de
rostros. Había casas serias, casas hurañas y casas amables. Un río podía ame-
drentar, pero también tranquilizar. Las calles tenían personalidad; algunas, las
evitaba; en otras, me sentía a salvo. Las montañas y líneas del horizonte repro-
ducían determinados anhelos o nostalgias y todavía guardo vivo el recuerdo del
miedo a una enorme peña en un bosque; aquella roca llevaba por nombre «la
mujer sentada».
En la infancia, los paisajes y las imágenes de ciudades despiertan emociones,
asociaciones de ideas e historias que, cuando nos hacemos adultos, tendemos a
olvidar. Aprendemos a guardarnos de los conocimientos de nuestra niñez, que
era cuando nos abandonábamos más a nuestra visión y lo que veíamos determi-
naba nuestra idea de lo que somos y del lugar al que pertenecemos.
Cuando estuve en Nueva York viví algún tiempo en un apartamento con vistas
a Central Park. Siempre que salía del edificio, veía un enorme bloque de piedra
situado enfrente, al borde del parque. Su color cambiaba con la meteorología.
Era un trozo de uno de esos peñascos de granito sobre los que está edificada toda
la ciudad. Cada vez que lo miraba, me proporcionaba una sensación de orienta-
ción. Era muchísimo más antiguo que toda la ciudad a mi alrededor. Era sólido.
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Me transmitía confianza de un modo peculiar, porque me sentía unido a él.
Recuerdo que una vez le sonreí, como a un amigo. Irradiaba sobre mí una espe-
cie de paz; me hacía sentir más tranquilo. La ciudad donde vivo está construida
completamente sobre arena, una arena blanda, y a veces se puede ver parte de
ella, aunque sólo en las obras de construcción. Sin embargo, esta arena también
despierta en mí un sentimiento de apego, incluso de seguridad. Los edificios
también, naturalmente, pero de otra manera. Berlín es una ciudad única en el
sentido de que fue terriblemente destruida durante la guerra y esta destrucción
ha continuado después con la división de la ciudad.
Berlín tiene distintas caras. Se pueden ver casas con un lado completamente
desnudo porque el edificio vecino fue destruido y nunca se ha reconstruido. Las
desoladoras paredes laterales de estos edificios se llaman «muros cortafuegos»
(Brandmauer) y son exclusivos de Berlín. Estas superficies vacías son como heri-
das y la ciudad me gusta por sus heridas. Transmiten más historia que cualquier
libro o documento.
Cuando rodé El cielo sobre Berlín noté que siempre buscaba estas superficies
vacantes, esta tierra de nadie.
Tenía la sensación de que esta ciudad se puede describir mejor por los espacios
vacíos que por los llenos.
Cuando hay mucho para ver, cuando una imagen está demasiado llena o cuando
hay muchas imágenes, ya no ves nada. Del «demasiado» se pasa muy rápido al
«casi nada». Ustedes lo saben bien.
También conocen el efecto contrario: cuando una imagen está casi vacía, cuando
es muy pobre, puede poner tantas cosas al descubierto que el espectador queda
completamente saciado al ver que del vacío sale un «todo».
El cineasta se enfrenta a este problema cada vez que prepara una toma. En la
medida que quieres capturar algo para mostrarlo, tienes que preocuparte por no
hacerlo entrar en la imagen. Lo que se quiere mostrar, lo que se quiere tener en
la imagen, se explica por lo que se deja fuera de campo.
En Berlín, donde vivo, estos espacios vacíos son precisamente los que permiten a
la gente captar la imagen de la ciudad. Pero no sólo en el sentido de contemplar
una superficie (quizá incluso hasta el horizonte, cosa que también es agradable
de una ciudad), sino también en el de contemplar el tiempo a través de estos
espacios vacíos.
En la vida, el tiempo define la historia. Con las películas podemos hacer una obser-
vación parecida. Algunos filmes son como espacios cerrados: entre las imágenes no
existe el más mínimo orificio que permita ver otra cosa distinta de lo que la película
muestra; la mirada y las ideas no pueden caminar libremente. No puedes poner
nada de tu parte, ninguna sensación, ninguna experiencia, y sales del cine atonta-
do, como si te hubiesen engañado. Únicamente las películas que dejan sitio para
los agujeros entre las imágenes son las que explican una historia; estoy convencido
de ello. Una historia sólo cobra vida en la cabeza de quien la ve o la escucha. El otro
tipo de películas, los sistemas cerrados, se limitan a fingir que cuentan una historia.
Siguen la receta de la narración, pero sus ingredientes son insípidos.
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Las ciudades no narran historias pero pueden decir algo sobre la historia. Las
ciudades llevan su historia consigo y pueden mostrarla u ocultarla. Pueden abrir
los ojos, como las películas, o pueden cerrarlos. Pueden decir cosas o pueden ali-
mentar la fantasía.
A pesar de lo que mucha gente opina, Tokio es, a mi modo de ver, una ciudad
abierta que no sólo roba, sino que también ofrece. Admito que tiende a sobre-
cargar, a atacar continuamente, pero en cualquier esquina, por sorpresa, puedes
descubrir un claro. De repente, pasas del tumulto de una jungla a un paraje silen-
cioso, tierno y tranquilo. Justo al lado de los rascacielos encuentras avenidas con
casas, jardines, pájaros, gatos, paz. O vas a parar a un cementerio que, en Tokio,
a diferencia de los camposantos de América o Europa, son lugares llenos de vida.
O descubres un templo donde, contrariamente a nuestras iglesias, puedes encon-
trarte a ti mismo y, aunque no seas creyente, no te sientes un intruso. Tokio es un
conjunto de islas.
Naturalmente, hay que conservar estas islas, pero también podemos ver cómo
desaparecen. Como he dicho antes, todo lo pequeño desaparece.
Y si perdemos lo pequeño, también perdemos la orientación, nos convertimos en
víctimas de lo grande, lo inescrutable, lo prepotente.
Debemos luchar por todo lo pequeño que todavía queda. Lo pequeño ofrece un
punto de vista sobre lo grande.
En la historia del cine, las películas pequeñas han sido la cuna de la creatividad, de
las ideas más novedosas, de los contenidos más atrevidos, de las historias más hu-
manas, cálidas y auténticas. Las películas pequeñas eran depósitos de pensamiento.
En una ciudad, lo pequeño, lo vacío, lo abierto, son las baterías que nos permiten
repostar y nos protegen de la prepotencia de lo grande.
No estoy en contra de los edificios grandes. Al contrario, me gustan. Amo los mo-
nolitos, los rascacielos. Pero, al mismo tiempo, sólo son aguantables y cómodos si
a su sombra encuentras la alternativa del pequeño comercio o el café acogedor.
Ninguna otra ciudad ofrece ambas cosas a la vez como Tokio.
Cuando demolieron Les Halles, el mercado parisino hecho de hierro, yo estaba allí,
llorando de rabia.
Durante años en aquel lugar sólo hubo un enorme agujero. Actualmente, alberga
un gigantesco sistema subterráneo de tiendas y boutiques que, para mí, sigue
conservando el rostro de aquel gran boquete.
Si echan abajo el Golden Gai para hacer sitio a una construcción grande, también
lloraré y Tokio será más pobre.
No me malinterpreten. No estoy en contra de la construcción de edificios nuevos
ni de la transformación de la imagen de la ciudad. Si pensara que todas las pelícu-
las nuevas contribuyen a la inflación de las imágenes, estaría dando argumentos
en contra del cine. No, el rechazo no es una solución. Cualquier edificio puede ser
ejemplar por sí mismo, expresar claridad y sencillez y ofrecer un nuevo estándar París, 1934.
Berlín, 1932-1933.
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de funcionalidad y unidad estética. Pero ustedes, los arquitectos, no deben perder
de vista que el resultado de su labor en un entorno determinado puede desmoro-
narse, de la misma manera que yo, como cineasta, no debo perder de vista que mi
película se puede proyectar en una sala Cineplex junto a filmes que promueven
la violencia, películas porno o cualquier otra cosa. Mi película podría acabar en la
televisión como un punto de tránsito por el que los espectadores pasarían de largo
con el mando a distancia buscando entre una cincuentena de canales. Así, sólo me
queda la esperanza de que cada plano o, como mínimo, cada escena irradie un so-
siego y una ligereza que distinta la película de un producto meramente comercial.
Con ello no quiero decir que haya que competir o tomar parte en una lucha
encarnizada por imágenes que rivalicen por atraer la atención. Creo más bien
que hay que alejarse de esta competición. Sólo existe una manera de ilustrar la
fidelidad a uno mismo y alejarse de las modas. Ustedes deben ser los autores de
un edificio y acompañarlo desde el primer boceto hasta el momento en que se
habita, exactamente igual que un cineasta debe controlar y proporcionar todos los
matices a su película desde la primera idea hasta el momento en que la proyecta
ante un público, pasando por las localizaciones, el reparto, el rodaje y el montaje.
Un edificio y una película tienen mucho en común. Ambos deben someterse a
una planificación, una forma y una financiación. Ustedes deben presentar una
estructura firma y asentada, de la misma manera que una historia debe servir de
soporte para una película. Ustedes deben poseer un estilo propio y claro, al igual
que una película necesita un idioma propio y sólido. Ustedes deben diseñar sus
edificios para que sean transparentes y habitables. Una película también necesita
que se pueda vivir con ella y en ella.
Me gustan las ciudades. Aunque, a veces, hay que salir de ellas y contemplarlas
desde la lejanía para descubrir el amor por ellas. El mejor lugar para alejarse de la
vida urbana es el desierto. Conozco los paisajes desérticos de América y Australia.
De vez en cuando topas con un oasis de civilización: una casa, una antigua ca-
rretera, una vieja vía de tren o, incluso, una gasolinera abandonada o un motel.
En cierto sentido, son experiencias contrarias a entrar en un claro dentro de una
ciudad. Un trozo de tierra de nadie en la ciudad ofrece una perspectiva de toda
la plétora urbana que te rodea, deja ver la ciudad con otra luz, mientras que la
aparición repentina de restos de civilización en el desierto hace que éste parezca
todavía más vacío.
Una vez, en medio del desierto californiano de Mojave, me encontré con un letre-
ro, una especie de anuncio muy apartado de la carretera más cercana. Estaba en
medio de la nada y sus enormes letras, descoloridas, rezaban:
Western World Development: slots 410-460.
Alguien, en algún momento, había proyectado levantar allí una ciudad. Era un
paraje completamente abandonado. Sólo había algunos cactus desperdigados.
Intenté imaginarme una ciudad en aquel sitio. Era como si ya hubiera existido y
hubiera desaparecido.
Sin embargo, no había que pasar por algo una cosa. La tierra estuvo allí mucho
antes que cualquier ciudad y ello quitaba importancia al hecho de que hubiera
existido o no una ciudad.
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Algunos años después, en el desierto australiano, conocí a unos nómadas que
llevaban viviendo allí más de 40.000 años: eran los aborígenes. Creían en algo
fundamental: que formaban parte de su tierra y que eran responsables de ella,
cada uno de una zona determinada. Eran una parte más del lugar.
La idea contraria, es decir, que ellos o alguna otra persona pudieran poseer un
trozo de tierra les parecía impensable. Para ellos, la tierra era la dueña del hom-
bre y nunca el hombre dueño de la tierra. La tierra detentaba la autoridad.
Yo pensé: quizá todas las personas, y no sólo los aborígenes, han venido al mun-
do con esta convicción. Sin embargo, nuestra civilización ha ocultado y reprimi-
do completamente esta idea. Las imágenes urbanas son la prueba de ello, porque
han hecho la tierra invisible, como si quisieran ocultar su sentimiento de culpa.
El pedazo de piedra de Nueva York o la arena de Berlín son verdaderos monu-
mentos. En muchas ciudades casi no se puede tocar la tierra ni sentir la piedra.
Si ponemos a un aborigen en una ciudad, se muere. Las ciudades están tan lle-
nas que han barrido lo esencial, es decir, que están vacías. En cambio, el desierto
está tan vacío que está repleto de esencia.
Para acabar mi discurso les ruego que, por un momento, contemplen su trabajo
de manera distinta: como una tarea consistente en crear un lugar de origen para
los niños del futuro, ciudades y paisajes que den forma al imaginario y la ima-
ginación de estos niños.
Y me gustaría que tomaran en consideración un aspecto que, por definición, es
lo contrario de su profesión: no sólo hay que construir edificios, sino también
crear espacios libres para proteger lo vacío y para que, así, lo lleno no nos estor-
be la visión y conserve lo vacío para el descanso.
Discurso pronunciado ante arquitectos japoneses en un simposio celebrado en Tokio el 12 de octu-
bre de 1991.
Publicado en El acto de ver, traducción de Héctor Piquer, Paidós, Barcelona, 2002.Berlín, 1932-1933.
Londres, 1935.
Fotografías pertenecientes a la exposición Horacio Coppola. Los Viajes, realizadas en Londres, Berlín y París en los años treinta del siglo pasado por el mismo autor.