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Gail Carson Levine El mundo encantado de Ela

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Gail Carson Levine

El mundo encantado

de Ela

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Esta es la historia de una niña en un mundo encantado. Y de un

don o maldición que un hada sin escrúpulos le otorgó al nacer.

Esta es la historia de Ela: que se enfrentó a criaturas oscuras y

fuerzas poderosas para salvar al príncipe al que amaba… aun cuando

ella misma fuera la más peligrosa de todas.

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CAPÍTULO 1

Lucinda, esa hada tonta, no quería echarme una maldición, sino

otorgarme un don. Yo no paré de llorar durante mi primera hora de vida, y

aquellas lágrimas fueron su inspiración. Miró a mi madre, moviendo la cabeza

con aire cómplice, tocó mi nariz con su varita y dijo:

-Mi regalo será la obediencia. Ela será siempre obediente. -Y tras

anunciar aquello se dirigió a mí ordenando-: Ahora deja de llorar de una vez.

Y dejé de llorar.

Papá estaba fuera como de costumbre, en viaje de negocios, pero Mandy,

nuestra cocinera, lo presenció todo. Ella y mi madre intentaron convencer a

Lucinda de que su regalo era horrible. Puedo imaginarme la escena: Mandy con

sus pecas resaltando más que nunca, el cabello gris y rizado, alborotado, y la

barbilla temblándole de rabia. Mamá, en cambio, inmóvil pero tensa, su cabello

castaño empapado de sudor tras el parto, los ojos llenos de tristeza.

Lo que no puedo imaginarme es qué aspecto tendría Lucinda, que se

empeñó en no deshacer el hechizo.

La primera vez que fui consciente de mi desgracia fue cuando cumplí

cinco años. Recuerdo perfectamente aquel día, quizá porque Mandy me lo ha

contado muchas veces.

-Para tu cumpleaños -empieza siempre diciendo-, preparé un hermoso

pastel de seis pisos. Bertha, nuestra ama de llaves, había cosido un vestido

especial para ti. Azul oscuro como la noche, con un fajín blanco. Tú no eras muy

alta para tu edad, y parecías una muñeca china, con una cinta blanca en ese pelo

tan negro que tienes y las mejillas coloradas por la excitación...

En el centro de la mesa había un jarrón con unas flores que Nathan,

nuestro criado, había recogido.

Estábamos sentados a la mesa. Papá estaba fuera, como siempre. Yo

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había visto ilusionada a Mandy hornear el pastel, a Bertha coser mi vestido y a

Nathan recoger flores del jardín.

Mandy partió el pastel, me ofreció un trozo y dijo:

-Come.

El primer bocado me supo delicioso. Me comí todo el trozo contentísima.

Cuando acabé Mandy me dio otro pedazo, aún más grande, y cuando lo

terminé no me dieron más, pero yo sabía que tenía que seguir comiendo y

acerqué el tenedor al pastel.

-Ela, ¿qué estás haciendo? -me riñó mamá.

-¡Qué tragona eres! -comentó Mandy, riendo-. Es su cumpleaños, señora,

déjele tomar cuanto quiera. -Y me sirvió más pastel.

Me sentía mal, asustada. ¿Por qué no podía dejar de comer?

Me costaba mucho tragar, y cada bocado que daba se hacía más difícil de

masticar que el anterior. Entonces me puse a llorar, sin dejar de comer.

Mamá se dio cuenta enseguida.

-Deja de comer, Ela -me ordenó, y yo obedecí.

Cualquiera podía controlarme con una orden. Tenía que ser algo directo,

como “Ponte un chal”, o “Vete a la cama”. Un deseo o una sugerencia no tenían

efecto: “Me gustaría que te pusieses un chal”, o “¿Por qué no te vas a dormir?”.

Entonces era libre de hacer caso omiso. Pero ante una orden estaba totalmente

indefensa.

Si alguien me hubiera dicho que saltara a la pata coja durante un día

entero yo lo habría hecho, aunque aquélla no era la peor orden que podían

darme. Si alguien me hubiera mandado que me cortase la cabeza habría estado

obligada a hacerlo. Vivía en constante peligro.

A medida que me fui haciendo mayor aprendí a controlar mi obediencia,

aunque me salía muy caro porque a menudo me quedaba sin aliento, sentía

nauseas, vértigo y malestar. Nunca podía aguantar mucho tiempo. Unos pocos

minutos significaban para mí un enorme esfuerzo.

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Tenía un hada madrina, a la que mamá había pedido que me librase del

maleficio. Pero ella decía que sólo quien lo había hecho podía deshacerlo. Sin

embargo, también había dicho que el encantamiento podía romperse, algún día,

sin la ayuda de Lucinda.

Yo no sabía cómo podría suceder aquello, ni tampoco quién era mi hada

madrina.

En lugar de hacerme dócil, la maldición de Lucinda me hizo muy

rebelde. O quizás aquél era mi carácter por naturaleza.

Mamá casi nunca me obligaba a hacer nada. Papá no conocía la

maldición, y además me veía tan poco que casi nunca se dirigía a mí. Pero

Mandy sí que era mandona. Me daba órdenes casi con la misma frecuencia con

la que respiraba. Órdenes cariñosas, y siempre por mi bien: “Ata esto, Ela”, o

“Aguanta este cuenco mientras bato los huevos, cariño”.

Yo odiaba aquellas órdenes, a pesar de que eran inofensivas. Sostenía el

cuenco, sí, pero no dejaba de moverme para que Mandy tuviera que seguirme

por toda la cocina.

Ella me llamaba traviesa, y entonces trataba de darme instrucciones más

precisas para que no pudiera tergiversarlas tan fácilmente. A menudo era muy

complicado que lográramos hacer algo juntas, y mamá se reía cuando nos veía

discutir.

Al final todo terminaba felizmente, porque o bien yo hacía lo que me

pedía Mandy o bien ella sustituía la orden por una petición.

Si Mandy, distraída, me pedía algo sin caer en que estaba dándome una

orden, yo decía: “¿Tengo que hacerlo?”, y entonces ella lo reconsideraba.

Cuando tenía ocho años tuve una amiga que se llamaba Pamela, la hija

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de una de nuestras criadas. Un día estábamos las dos en la cocina mientras

Mandy hacía un roscón. Mandy me mandó que fuera a la despensa a buscar

más almendras y yo volví sólo con dos. Entonces me dio instrucciones más

precisas, y me las volví a arreglar para no hacer exactamente lo que me pidió.

Más tarde, cuando Pamela y yo volvíamos al jardín a tomar el dulce, me

preguntó por qué no había hecho lo que Mandy me había pedido.

-Odio que se ponga tan mandona -respondí.

-Yo siempre obedezco a los mayores -dijo Pamela tímidamente.

-Lo haces porque no estás obligada.

-Claro que lo estoy, sino papá me daría un buen tortazo.

-No es lo mismo para mí. Yo estoy hechizada -expliqué, dándome

importancia porque los hechizos no eran frecuentes y Lucinda era una de las

pocas hadas que podía realizarlos.

-¿Eres como la Bella Durmiente?

-Con la diferencia de que yo no tengo que dormir durante cien años.

-¿Cuál es el hechizo que sufres? -me preguntó.

Yo se lo expliqué.

-¿Siempre que alguien te da una orden tienes que obedecer? ¿Incluso si te

la doy yo? -preguntó entonces. Hice un gesto afirmativo con la cabeza. -¿Puedo

probar? -exclamó Pamela, entusiasmada con la idea.

-No -respondí airada-, pero te reto a una carrera hasta la verja.

-De acuerdo, pero te ordeno que pierdas.

-Bueno, pues entonces no correré.

-Te ordeno que corras y que pierdas la carrera.

De modo que corrimos, y perdí.

Luego recogimos moras y tuve que darle a Pamela las más dulces y

maduras. Jugamos a princesas y a ogros, y me tocó ser el ogro.

Después de una hora de suplicio no lo resistí más y le di un puñetazo.

Pamela se puso a chillar cuando vio que le salía sangre de la nariz.

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Nuestra amistad terminó aquel día, y mamá encontró otra colocación

para la madre de Pamela lejos de Frell, nuestra ciudad.

Después de castigarme por haberme peleado, y aunque no solía darme

órdenes, mamá me dio una muy importante: “No cuentes nunca más a nadie lo

de tu hechizo”.

De todas formas no lo hubiera hecho, pues acababa de aprender que

debía ser precavida al respecto.

Cuando tenía casi quince años, mamá y yo nos pusimos enfermas.

Mandy nos dio su sopa curativa, hecha de zanahorias, puerros, apio y crines de

unicornio. Era deliciosa, aunque ambas odiábamos aquellos pelos largos y

amarillentos que flotaban entre las verduras. Como papá no estaba en Frell

tomamos la sopa sentadas en la cama de mamá. Si él hubiera estado en casa no

habría podido quedarme en la habitación de mis padres. No le gustaba verme

cerca, enredándome entre sus piernas, como solía decir él.

Me tomé la sopa, crines incluidas, porque así me lo habían ordenado,

pero hice muecas a Mandy para mostrarle mi disgusto, cuando ya se retiraba. -

Esperaré a que se enfríe -dijo mamá. Después, cuando nos quedamos solas,

retiró las crines para tomarse la sopa, y cuando terminó volvió a dejarlas en el

plato.

Al día siguiente yo me encontraba mucho mejor, pero mamá, en cambio,

estaba más enferma, tanto que no podía comer ni beber nada. Decía que era

como si tuviese un cuchillo clavado en la garganta y un martillo golpeándole la

cabeza. Para aliviarla un poco de su malestar le puse compresas frías sobre la

frente y le conté cuentos. Eran viejas historias de hadas que yo modificaba para

distraerla y hacerla reír, aunque a veces su risa se convertía en una horrible tos.

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Antes de que Mandy me mandara ir a la cama mamá me besó y dijo:

-Buenas noches. Te quiero, cariño.

Fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando me marchaba, oí lo

último que le dijo a Mandy:

-No me encuentro tan mal como para que avises a sir Peter.

Sir Peter era papá.

A la mañana siguiente mamá deliraba. Daba instrucciones a invisibles

cortesanos, con los ojos abiertos, e intentaba arrancarse del cuello su collar de

plata. No nos reconocía ni a Mandy ni a mí.

Nathan, nuestro criado, fue a buscar al médico, quien nada más llegar

me apartó del lecho de mi madre.

Salí de la habitación y el vestíbulo estaba vacío. Seguí andando hasta la

escalera de caracol que lo presidía y bajé por ella, recordando las veces que

mamá y yo nos habíamos deslizado por la barandilla. Nunca lo hacíamos si

había alguien cerca.

-Tenemos que comportarnos con dignidad -me susurraba ella entonces,

mientras bajaba la escalera de forma ceremoniosa, y yo la seguía de cerca,

imitándola y luchando contra mi torpeza natural, feliz de tomar parte en aquel

juego.

Pero cuando estábamos solas preferíamos deslizarnos, y gritábamos

mientras bajábamos. Luego subíamos de nuevo para volver a bajar, una y otra

vez.

Cuando llegué al final de la escalera abrí la puerta de entrada y salí a la

brillante luz del día. Había un largo trecho hasta el viejo castillo, pero yo quería

formular un deseo. Y quería hacerlo en el lugar adecuado para que se

cumpliera.

El castillo había permanecido abandonado desde que el rey Jerrold era

pequeño, aunque volvía a abrirse en ocasiones especiales, como bailes, bodas y

demás celebraciones. Bertha decía que estaba encantado, y Nathan que era un

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nido de ratones. Los jardines del castillo estaban bastante descuidados, pero

Bertha aseguraba que los árboles candelabro eran mágicos.

Fui directamente hacia la arboleda. Se trataba de unos árboles pequeños

que habían sido podados, y a los que les habían puesto unas guías para que

tomaran forma de candelabros cuando crecieran. A cambio de formular un

deseo, era necesario hacer una promesa, así que cerré los ojos y dije:

-Si mamá se cura seré no sólo obediente, sino también buena. Trataré de

no ser tan torpe y no le tomaré el pelo a Mandy.

En aquel momento no pedí que mamá conservara la vida, ya que no se

me ocurrió que pudiera estar en peligro.