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Actas – IV Congreso Internacional Latina de Comunicación Social – IV CILCS – Universidad de La Laguna, diciembre 2012 ISBN-13: 978-84-15698-06-7 / D.L.: TF-969-2012 Página 1 Actas on-line: http://www.revistalatinacs.org/12SLCS/2012_actas.html El imaginario social del control mediático y tecnológico: la distópica Black Mirror Javier Barraycoa Martínez - Universidad Abat Oliba CEU - [email protected] Resumen: Una serie sorprendente, Black Mirror, nos permite encarar la cuestón de los imaginarios sociales y de la función de los relatos distópicos. Tras el visionado de la afamada teleserie británica parece despertarse la conciencia del horror que puede suponer una sociedad dominada por los medios y la tecnología. El futuro descrito está demasiado presente como para obviarlo. El espejo negro es una metáfora de un mundo que ya no puede reconocerse en lo que debe ser o ha sido, sino en una imagen espectacularizada de sí mismo. La libertad, la política, la sociabilidad o el espacio público quedan totalmente desvirtualizados, pero su espacio debe ser rellenado. La tecnología y los medios se encargarán de ello. Palabras clave: Imaginarios sociales, control social, distopía, series televisivas 1. Introducción La BBC emitió en diciembre de 2011 una pequeña serie formada por tres capítulos. Cada uno de ellos muestra distópicamente los efectos de la tecnología y de los medios de comunicación en orden al control social. El autor de esta miniserie es Charlie Broker, que figura como productor ejecutivo de la miniserie al completo y como guionista de The National Anthem y Fifteen Million Merits (este último en colaboración con Konnie Huq). El tercer capítulo, The Entire History of You corre a cargo de Jesse Armstrong. La teleserie se compone exclusivamente de tres capítulos cada uno con un contenido propio y, aparentemente, autónomo. En el primer episodio, The National Anthem (El himno nacional), el gabinete del primer ministro inglés lo arranca de la cama y le sorprende con un video colgado en youtube. La princesa de los ingleses (una analogía de la mediática Lady Di) ha sido secuestrada. Llorando, solicita que el gobierno acceda a una extraña pretensión de su secuestrador: que el primer ministro sodomice una cerda mientras se transmite en directo toda la nación. En pocas horas el vídeo se convierte en trending topic. La historia avanza mostrándonos el poder de los medios de comunicación que abocan al político a la más cruda de las humillaciones sin encontrar salida, de tal forma que el acto terrorista se transforma en un happening.

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El imaginario social del control mediático y tecnológico: la distópica Black Mirror

Javier Barraycoa Martínez - Universidad Abat Oliba CEU - [email protected]

Resumen: Una serie sorprendente, Black Mirror, nos permite encarar la cuestón de los imaginarios sociales y de la función de los relatos distópicos. Tras el visionado de la afamada teleserie británica parece despertarse la conciencia del horror que puede suponer una sociedad dominada por los medios y la tecnología. El futuro descrito está demasiado presente como para obviarlo. El espejo negro es una metáfora de un mundo que ya no puede reconocerse en lo que debe ser o ha sido, sino en una imagen espectacularizada de sí mismo. La libertad, la política, la sociabilidad o el espacio público quedan totalmente desvirtualizados, pero su espacio debe ser rellenado. La tecnología y los medios se encargarán de ello.

Palabras clave: Imaginarios sociales, control social, distopía, series televisivas

1. Introducción

La BBC emitió en diciembre de 2011 una pequeña serie formada por tres capítulos. Cada uno de ellos muestra distópicamente los efectos de la tecnología y de los medios de comunicación en orden al control social. El autor de esta miniserie es Charlie Broker, que figura como productor ejecutivo de la miniserie al completo y como guionista de The National Anthem y Fifteen Million Merits (este último en colaboración con Konnie Huq). El tercer capítulo, The Entire History of You corre a cargo de Jesse Armstrong. La teleserie se compone exclusivamente de tres capítulos cada uno con un contenido propio y, aparentemente, autónomo.

En el primer episodio, The National Anthem (El himno nacional), el gabinete del primer ministro inglés lo arranca de la cama y le sorprende con un video colgado en youtube. La princesa de los ingleses (una analogía de la mediática Lady Di) ha sido secuestrada. Llorando, solicita que el gobierno acceda a una extraña pretensión de su secuestrador: que el primer ministro sodomice una cerda mientras se transmite en directo toda la nación. En pocas horas el vídeo se convierte en trending topic. La historia avanza mostrándonos el poder de los medios de comunicación que abocan al político a la más cruda de las humillaciones sin encontrar salida, de tal forma que el acto terrorista se transforma en un happening.

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El segundo capítulo, Fifteen Million Merits (15 millones de méritos), nos presenta un mundo distópico en el que la sociedad de consumo y del espectáculo ha llegado a sus últimas consecuencias. Sus habitantes trabajan y consumen los productos que esta sociedad fabrica de una manera circular: se trabaja para consumir y se consume mientras se trabaja. Ver televisión es obligatorio y no puedes dejar de hacerlo salvo para dormir. Los protagonistas trabajan generando energía pedaleando en una bicicleta con lo que ganan méritos (o créditos) que les permiten consumir y, al mismo tiempo, mantener su categoría social. Quince millones de esos méritos cuesta entrar en un programa televisivo llamado Hot Shots que teóricamente puede lanzarte a la fama y sacarte de tu categoría social. El protagonista gasta sus ahorros para que la mujer de la que se enamora pueda salir de ese mundo. Pero todo, al final, es inútil.

Finalmente el tercer capítulo, The Entire History of You (Toda tu historia), se presenta una sociedad donde los individuos disponen de dispositivos que, insertados en el cerebro (el “grano”), permiten grabar, rebobinar y reexaminar cualquier minuto de nuestra vida cuantas veces queramos. Este control técnico de lo que observamos provoca la imposibilidad de las relaciones personales. El peligro de que todo esté registrado consiste en que todo puede ser recuperado y utilizado como instrumento de acusación. No existe el olvido y tampoco el perdón. El episodio plantea si es posible un mundo sin perdón y cuál es la frontera entre la realidad y la virtualidad, entre lo público y lo privado.

Esta peculiar serie merece un análisis pero que sea enmarcado en una teoría que permita una mejor comprensión. Hemos recurrido a la teoría de los imaginarios y hemos reflexionado sobre el sentido de las distopías para penetrar en el mensaje de guionistas y productores y no quedarnos en una mera fascinación por su originalidad. Esta elección se verá rápidamente justificada al desgranar las funciones de los imaginarios sociales y de las distopías, ya que la teleserie se convierte en un elemento hermenéutica social hábilmente camuflado en una espectacular puesta en escena.

2. Revisitando la teoría de los imaginarios sociale s: el espejo social

La cuestión sobre los imaginarios sociales arranca de una premisa antropológica que ya descubrieron los primeros filósofos: la capacidad del hombre no sólo de razonar sino también de imaginar, y la interacción entre ambas facultades. Aristóteles en su teoría del conocimiento plantea que el saber sólo es posible en el hombre a través de la configuración de imágenes mentales o fantasmas, a partir de los cuales se abstraen los conceptos. El tema de fondo es determinar en qué medida las sociedades son capaces de crear imágenes de la realidad (más concretamente como contribuyen a ello los medios de comunicación y las tecnologías) y cómo estas imágenes mentales influyen en las sociedades. Uno de los primeros autores que se centró en esta cuestión fue Cornelius Castoriadis en su obra La Institución Imaginaria de la Sociedad (1975). En ella estableció las claves para enmarcar el concepto de imaginario social. Para él, las significaciones imaginarias establecen, entre

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otras cosas, qué es “real” para una sociedad determinada. La capacidad de distinguir lo real de lo falso es fundamental tanto para los individuos como para los colectivos.

Por ello, continúa planteándose el filósofo francés, las significaciones imaginarias (para nosotros imaginarios) lo que hacen es permitir que las cosas se “entiendan” y “acepten” a partir de lo que previamente se ha definido como real o verdadero: “las cosas sociales son lo que son gracias a las significaciones que figuran, inmediata o mediatamente, directa o indirectamente”. En otras palabras, los imaginarios sociales son aquellos esquemas, construidos socialmente, que nos permiten percibir algo como real, explicarlo e intervenir operativamente en lo que en cada sistema social o cultural se considere como real (Pintos, 2001). Sin la cohesión social no serían posibles las “acciones colectivas” y, a su vez, la cohesión sería imposible sin consensos colectivos sobre la interpretación de la realidad y sobre la propia autorrepresentación colectiva.

2.1 Imaginario y realidad

En el fondo, el gozne del pensamiento racional se sitúa en la relación entre lo real y lo imaginado. La famosa dicotomía entre “logos” y “mito” es más complicada de lo que parece. Si bien “logos” significa palabra o verbo, el término griego de “mito” también nos remite a palabra o relato. La racionalidad y la mitología [ una forma de imaginario] son dos formas de acceder y “contar” la realidad, en constante tensión entre ellas. En la historia de la sociología descubrimos igualmente una tensión explicativa en la que, en función de escuelas y épocas, se concede más o menos peso a lo imaginario. Por ejemplo, para el marxismo, en cuanto que filosofía materialista, lo “científico y racional” no dejaba lugar a lo imaginativo. En todo caso lo imaginario se identificaría con la “ideología” como constructo irreal creado por la burguesía para la dominación de una clase social sobre otra. En cambio, para un funcionalista como Parsons, los imaginarios sociales no eran alienadores, sino que meramente representaban la realidad social: “Las representaciones colectivas [imaginarios] no son, ellas mismas, la realidad social. Son representaciones de ella“ (Parsons, 1968: 452). El teórico del funcionalismo acepta que sólo podemos acceder a la realidad a través de estas representaciones colectivas que se constituirían así en su única manifestación.

Los imaginarios tienen relación con otro de los temas clásicos en la sociología que planteó Max Weber: la cuestión de la consecución de la obediencia a los poderes establecidos. El concepto de legitimidad se torna especialmente importante desde la perspectiva de los imaginarios pues estos dotan de una “estructura de sentido” al orden social. Por tanto, la obediencia necesaria para mantener una cohesión social encuentra una legitimación en la interpretación de la realidad que confiere el imaginario. El propio Max Weber detectó la tensión entre la racionalidad y la irracionalidad proponiendo su famosa terminología de la modernidad entendida como “desencantamiento del mundo” y augurando un futuro “reencantamiento” de la realidad. Por tanto, se avecinaba un triunfo de lo irracional y mítico sobre lo racional y un fracaso de la

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modernidad. La escuela de Frankfurt significó una ruptura con el hegemónico funcionalismo que pretendía que todo se ajustara a la explicación de un orden social racional y cerrado. La obra de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración, significó una reapertura de la comprensión de lo simbólico desde una perspectiva alienadora, y entre lo simbólico cobraba especial importancia el arte. Éste –una forma más de expresar los imaginarios colectivos- reconfigurado por la cultura de masas sería fundamental en orden a la explicación del control o la subversión social. La alienación tecnológica y mediática, en su máxima expresión, será uno de los temas centrales de la serie británica Black Mirror. Esta alienación irá desde la dominación externa a través de la configuración de la opinión pública, hasta la inserción de la tecnología en el propio cuerpo.

Siguiendo a Ledrut, podemos descubrir otra perspectiva de lo imaginario: su posibilidad de hacerse real. Es decir el imaginario, en cuanto una dimensión utópica que posteriormente analizaremos, puede realizarse en algún momento si las condiciones sociales lo favorecen: “¡Ni lo real ni lo imaginario tienen estatuto estable y definitivo! [...] son movientes y transitorios. Lo que es real puede en el momento [...] siguiente volverse imaginario. Recíprocamente, lo imaginario puede convertirse en real, puede realizarse. Todo se realiza o se desrealiza, según las condiciones y el momento, según el Tiempo” (Ledrut, 1987). Debemos plantearnos en qué medida el imaginario se comporta como la “profecía que se cumple a sí misma”. Lo que anuncia la serie ya es parte de un presente que se está cumpliendo? Lo que anunciaron las novelas como El mundo Feliz ya es realidad? Cuantas veces vimos en películas caer los rascacielos de Nueva York, hasta que un día eso se hizo realidad. La utopías sólo pueden hacerse reales si alguien las ha imaginado primero.

Las tesis de Durkheim, cobran actualidad, al afirmar que: “Cuando se opone la sociedad ideal a la sociedad real como dos cosas antagónicas que nos arrastrarían en direcciones contrarias, se están realizando y oponiendo abstracciones. La sociedad ideal no está fuera de la sociedad real, sino que forma parte de ésta. Estamos repartidos entre ellas como se está entre dos polos que se rechazan, no se puede pertenecer a la una sin pertenecer a la otra, pues una sociedad no está constituida tan solo por la masa de los individuos que la componen, por el territorio que ocupan, por las cosas que utilizan, por los actos que realizan, sino ante todo, por la idea que tienen sobre sí misma” (Durkheim, 1982: 394). El individuo no percibe el imaginario porque éste se encuentra en un plano distinto e inconsciente. Sin embargo, lo que éste sí percibe son las imágenes que provienen de los imaginarios sociales, se configuran y cobran sentido gracias a ellos. Las imágenes se adecuan normalmente a los imaginarios o cuando se enfrentan a ellos nos producen una reacción no racionalizable. Podemos explicas así por qué el arte en algunos momentos se adecua al paradigma social dominante y, en otras, ocasiones, anuncia una ruptura de ese paradigma. Igualmente, los productos culturales como las películas o teleseries, sólo pueden “leerse” desde esta perspectiva en su relación con los imaginarios sociales.

Podemos situar la imágenes, que irían desde las pinturas de Altamira hasta cualquier imagen virtual de un vídeo juego, entre lo real y lo imaginario,. En

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ellas se unen ambas dimensiones y dotan de sentido a lo que hacemos en el orden social y personal. Nos permiten representar y “sentir” nuestra identidad sin la que apenas podríamos tener conciencia social, nos permiten vivir en una sociedad cohesionada y “entender” las imágenes que crea nuestra cultura. Tal y como los han definido, “los imaginarios serían aquellas representaciones colectivas que rigen los procesos de identificación y de integración social y que hacen visible la invisibilización social. Así, el poder simbólico o poder de producir sentido, pone en funcionamiento unas ideas que, vehiculadas a través de ciertos mecanismos sociales, penetran en la cabeza de los dominados” (Jiménez, 1998: 34). En definitiva, enmarcan la estructura simbólica de las sociedades.

2.2 Funciones de coherencia y completud

Para Castoriadis existen dos rasgos esenciales del imaginario social que determinan sendas funciones principales: la coherencia y la completud. La primera función alude a que los imaginarios sociales son capaces de “configurar una realidad” que presente una unidad de sentido. Es decir, una unidad entre “los artefactos, los regímenes políticos, las obras de arte y, por supuesto, los tipos humanos que aparecen en la misma sociedad y en el mismo periodo histórico” (Castoriadis, 1998:271). No podría existir una sociedad sin una cosmovisión coherente que impidiera contradicciones entre las acciones cotidianas y los metarrelatos fundantes. Esta función del imaginario acompaña a las funciones de los sistemas valorativos y normativos ya que ninguna cultura tampoco podría sobrevivir si mantuviera normas y valores contradictorios entre sí.

Por otro lado, la completud tiene su importancia a la hora de evitar la disidencia social. A partir de ella, los individuos que han asumido el imaginario son capaces de dar respuesta a cualquier ataque contra el consenso sobre la realidad: “en una sociedad cerrada, toda cuestión pudiendo ser formulada en el lenguaje de la sociedad debe poder encontrar una respuesta en el magma de significaciones imaginarias de esta sociedad. Esto entraña en particular que cuestiones que afecten a la validez de las instituciones y de las significaciones sociales no pueden ser admitidas” (Castoriadis, 1998:271).

Evidentemente el desarrollo de esta función que hace que los individuos acepten la sociedad como algo completo e incambiable, permite rebajar notablemente los niveles de conflictividad y anomía. Si sistemáticamente todos los individuos pusieran en duda la realidad social y lo que comporta, ese colectivo sería insostenible. Posteriormente propondremos que los nuevos imaginarios también pueden servir para cambiar la realidad. A lo largo de la teleserie de Black Mirror podremos observar que para cada uno de los protagonistas, aunque incluso intente revelarse contra el sistema en el que viven, para ellos, éste no deja de tener una lógica y coherencia interna. Es precisamente esta interpretación imaginada de la realidad la que hace tan difícil romper con un mundo que hemos asentido como único posible. Por el contrario, para el espectador, que se posiciona fuera de la serie, la distopía es más que evidente y rechazable. No obstante, el crítico con la serie cae sin

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saberlo en la misma representación imaginaria con respecto a su propia sociedad.

2.3 Estructuras de sentido e incertidumbre

Estas dos funciones, coherencia y completud, evitan también que los hombres sientan inquietud existencial, pues el imaginario social da respuesta a todo lo que envuelve al hombre, al dar una versión completa de la realidad. Gracias al imaginario, el individuo siente que puede encontrar respuestas a las cuestiones fundamentales de la vida, sobre nuestra finalidad y utilidad social o, simplemente, evita el mero cuestionamiento de estos planteamientos. El imaginario confiere por tanto seguridad al individuo, tanto respecto a su entorno, como hacia su propio interior psíquico: “A lo largo de la historia, todos los pueblos han sentido una necesidad primaria de dominar una desasosegante ‘angustia vital’ suscitada a raíz del reconocimiento de un territorio inhóspito e innombrable que amenaza con vulnerar la ordenación siempre frágil y precaria sobre la que se asienta su discurrir cotidiano. El mito [las imágenes], sin embargo, procura distanciar al hombre de esta primigenia ‘angustia vital’, consiguiendo racionalizar la inseguridad para transformarla en algo que se torna accesible y, de este modo, reconduce lo inhóspito a una imagen familiar“ (Carretero, 2006b:108). Toda lucha contra la incertidumbre es una lucha contra el cambio. La quintaesencia del control social es que nada cambie o todo cambie según lo programado. La esencia de los totalitarismo, que diría Hannah Arendt, consiste en no dejar un resquicio a la incertidumbre, programándolo y previéndolo todo. Se asocia en ellos la falta de previsión al peligro de que asome la libertad. En Black Mirror, no podía ser menos, uno de los temas centrales es si la tecnología y el control mediático permiten la libertad.

Los imaginarios permiten hilar conocimientos, creencias e ideas, tejiendo una red de significados que modulan nuestra comprensión de la realidad: “Por ello no se constituye como campo específico de conocimiento objetivo o de proyecciones de deseos subjetivos, sino que establece una matriz de conexiones entre diferentes elementos de la experiencia de los individuos y las redes de ideas, imágenes, sentimientos, carencias y proyectos que están disponibles en un ámbito cultural determinado” (Pintos, 1995:18). Así logran que la realidad sea aceptada de manera incuestionable, pues dudar de una parte de ella sería como dudar de toda. Por el contrario, “Los imaginarios actúan más bien en el campo de la plausibilidad o comprensión generalizada de la fuerza de las legitimaciones. Sin determinados imaginarios que hagan creíbles los sistemas de racionalización legitimadora, las viejas ideologías, o bien son simplemente rechazadas por las mayorías; o bien se mantienen en el puro campo de las ideas reconocidas como valiosas, pero que no generan ningún tipo de práctica social o de movimiento susceptible de transformación de los órdenes existentes” (Pintos, 1995:20).

En resumidas cuentas, esta función del imaginario puede ser interpretada como una estructura de sentido que permite, a su vez, funciones de legitimación del poder o aceptación sin reservas de la realidad tal y como es

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representada: “Estas significaciones imaginarias, propiamente irreales, estructuran y organizan la forma a través de la cual los individuos perciben y aceptan su realidad. La legitimación del poder es indisociable de esta funcionalidad social de lo imaginario” (Carretero, 2003:6). A lo largo de la serie que analizaremos en el último epígrafe, veremos que uno de los temas principales que se pone sobre la mesa es el control social. Curiosamente, ya no se plantea la finalidad del control social, sino simplemente el control social en sí. Cuando los mecanismos de control social nos muestran su finalidad aún es posibles sortearlos. Si desaparece esta finalidad, el mecanismo de poder se vuelve mucho más poderoso. También, los imaginarios cohesionan indirectamente la sociedad, es decir, todos sus miembros se rigen por los mismos códigos de comprensión de ideas, creencias y valores, y desarrollarán comportamientos individuales compatibles entre sí. De tal forma es fundamental esta función que una violación de estas creencias y valores excesivamente numerosa haría peligrar la vida social.

2.4 Poder y comunidad

Si bien el Estado es una construcción externa y consciente de una organización cuya función es generar el orden social y determinar sus leyes, ello sería imposible sin esa capacidad de autorrepresentación de la sociedad. Veamos cómo, a este respecto, concluye Bernard Lacroix su emblemático estudio en torno a la lectura política de la obra durkheimiana: “La exposición durkheimiana recobra al fin la unidad oculta de lo político bajo su apariencia dispersa de actividades específicas atribuidas al Estado y de transformaciones continuas propias de la sociedad en su conjunto. No hay sociedad que no produzca reglas y que no funcione en el espacio de licitud y de coacción que aquéllas definen. No hay, tampoco, Estado que no traduzca al modo de lo explícito alguna de estas reglas, acentuando con ello el respeto de que son objeto. Así es como lo político puede ser uno bajo dos especies: porque no es otra cosa que la cohesión definida por las reglas y reforzada por la explicitación de algunas de ellas, es al mismo tiempo el común denominador de la actividad del Estado y de las transformaciones endógenas de coacción social” (Lacroix, 1984: 342).

Tenemos muchas perspectivas teóricas para profundizar en esta función del imaginario. Por ejemplo, desde la antropología política de Freund, lo político tendría por vocación autoproteger a la sociedad de potenciales conflictos internos que siempre la ponen en peligro de explosiones de violencia intestina. Es necesario para la existencia de la sociedad, como planteará posteriormente Maffesoli, la gestación de vínculos fraternales entre sus miembros (Freund, 1995:306). Por ello, encontramos que todas las sociedades políticas (estatales), tanto premodernas como modernas, se han forjado en torno a símbolos fundacionales, que son sagrados e inviolables, y en torno a los cuales se configura la sociedad y, en términos maffesolianos, se re-ligan sus componentes. Las imágenes colectivas, su celebración y reconocimiento, configuran parte de una ritualidad política a través de la cual “lo común” es periódicamente reavivado y autoafirmado. Independientemente de los procesos

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de secularización, los imaginarios deben mantener su carácter mítico-religioso. Aún más, en la medida que se expande un proceso de secularización, se refuerza el carácter sagrado e intocable de los imaginarios sociales.

Toda sociedad sacraliza imágenes y símbolos que representan su espíritu comunitario. Es precisamente la sacralidad la que permite reforzar la unidad y encaminar la homogeneidad mínima necesaria del cuerpo colectivo, “atribuyéndole trascendencia mediante la donación de carga numinosa a símbolos mundanos o sobrenaturales así como de carga épica a su historia” (Giner, 1994:133). El propio concepto de “soberanía”, elaborado políticamente en la modernidad, será una manifestación de lo que Maffesoli denomina la “trascendencia inmanente”, propio de los colectivos modernos y postmodernos, que se coloca fuera del control racional de los individuos que lo han producido. Son ellos los que quedan “sujetos a ella porque, una vez instituida, no pueden oponérsele, por ese mismo motivo: porque se opondrían a sí mismos” (Espósito, 2006: 96-97). Vemos así, cómo sobre un concepto político moderno, puede descubrirse un imaginario y su función equilibradora. Cuando se debilitan los mitos fundacionales, o se quiebran los imaginarios sociales, es cuando se “mueve” la historia; cuando se producen cambios sociales. En la modernidad hemos podido estudiar cómo en las revoluciones políticas la opinión pública fluía rápidamente para transformarse en motor de cambio o en estabilizador social. En el primer capítulo de Black Mirror se expondrá magistralmente el poder de la opinión pública, no por sí misma, sino por el imaginario que nos hacemos de ella.

2.5 Equilibrios y disidencias sociales

La función desequilibradora del imaginario se puede fundamentar en las tesis de varios autores. Eliade, por ejemplo, ha propuesto que en el mundo actual tanto los entretenimientos como la propia literatura se convierten en espacios de reencantamiento donde se propicia una huída de lo cotidiano. En el fondo cumple una de las funciones de la ritos que se abstraen de lo ordinario para lograr “escamotear el presente”, otorgando una “dosis de sentido” en el completo sinsentido del mundo aparantemente real y racional (Eliade, 2001:33). Por otra parte, Duvignaud nos habla, en este contexto, de nichos imaginarios instalados en nuestra cultura, tales como los dibujos animados, las fotonovelas, la música, en donde lo imaginario constantemente puede brotar y canalizarse (Duvignaud, 1982:13). Frente a un orden excesivamente técnico y racional, contra todo pronóstico, lo imaginativo encuentra un campo abonado. Se convierte muchas veces en el artífice de la disidencia y el rechazo. En síntesis, lo imaginario se proyecta sobre diferentes ámbitos culturales y sociales en los que trata de paliar el desencantamiento cotidiano. La realidad desvelada, racionalizada, se transforma en algo aborrecible y urge entonces plantearse la ruptura con la realidad y el ensueño de la utopía.

El imaginario en esta vertiente imaginativa, disidente, utópica e incluso fantasiosa, cobra especial fuerza en las sociedades cuyo centro simbólico se ha desplazado hacia lo racional, esto es la modernidad. Por ello será en estas

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sociedades donde el pensamiento utópico cobrará especial carácter revolucionario. Pensadores como Raymond Ledrut consideran que esta función de los imaginarios es desequilibradora: “Así, las utopías, nacidas de lo imaginario, propiciarán una inestabilidad, una discontinuidad, en el orden social vigente. La irrealidad, pues, se convierte en el mejor estímulo inspirador de la realidad, como muestran las diferentes experiencias históricas de un mesianismo profético” (Ledrut, 1987:44). El desasosiego y cansancio ante la realidad es muchas veces lo que motiva la acción. El alejamiento de la realidad sólo puede iniciarse con la configuración de un nuevo imaginario. De hecho, toda revolución ha estado precedida de cambios en el imaginario colectivo. Éste, entendido así, y según Maffesoli, se convierte en uno de los más poderosos elementos revolucionarios y de transformación social: ”La apertura al campo de lo posible contra la fatalidad del presente o las imposiciones del pasado, procede de esta extraña pasión por decidir nuestra vida, así, directa totalmente, es la ebriedad primaveral y romántica que impulsa la lucha contra la trivialidad de lo establecido y que, al aliarse con la lucidez (y al desarmar así el aspecto escéptico de la lucidez) constituye el más firme motor de la revolución” (Maffesoli, 1977: 52)”.

La función equilibradora, nuevamente, tiene lugar una vez se ha conseguido el “mundo futuro”, pues este debe ser necesariamente aceptado por la comunidad, es decir, una vez impuesto necesita legitimarse. En este momento, entra en juego la dimensión equilibradora, que mediante mecanismos de elaboración y distribución consigue instaurar la nueva realidad para que sea percibida por la comunidad como algo real, sin cuestionarla. Por eso toda revolución acaba creando un ”orden revolucionario” y los que no participan del imaginario revolucionario, lo ven como algo absurdo e irracional. Las llamadas “luchas culturales” solo representan refuerzos o rechazos entre imaginarios opuestos. En la teleserie británica los futuribles que se nos presentan son rechazables porque no corresponden a nuestro imaginario de organización social o planteamiento vital. Ello no quita que ese mundo esté preocupantemente cerca de nosotros. Incluso cuando en la teleserie asoma en el segundo capítulo la rebelión del protagonista, los guionistas sorprenden con un giro inesperado para demostrar que la rebelión es imposible. La distopía ha triunfado el mundo ideal no llegará nunca.

3.- El imaginario distópico y el control social

El mundo utópico puede incluirse en el complejo mundo de los imaginarios sociales. Como acabamos de ver, la construcción de los imaginarios sociales cumplen varias funciones pero especialmente dos que tienen que ver con la estabilización social y, a la vez, el cambio social. Respecto a la segunda función, que la hemos llamado desequilibradora o dinámica, se puede fundamentar en las tesis de varios autores. Desde una vertiente más filosófico-antropológica, Gilbert Durand (1981) ha acometido el estudio del imaginario en cuanto que fantasía y ha intentado determinar su función. Propone que una de sus funciones fundamentales es la de “eufemizar el mundo”. Ante la pesada y muchas veces insoportable realidad cotidiana, el imaginario demuestra la

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capacidad individual de trascender e ir más allá de la facticidad de lo dado en la realidad. Ello explica el constante anhelo antropológico por soñar vidas y formas de organización social más allá de la vida rutinaria y cotidiana.

3.1 Utopía y distopía

En la segunda parte de El principio esperanza, Bloch nos ofrece una peculiar dimensión de la utopía al considerarla como una conciencia anticipadora. En este sentido asocia el pensamiento utópico al arte en cuanto que anticipador de lo que todavía no es. Para entender bien el papel “profético” del pensamiento utópico y distópico hay que tener presente el capítulo titulado El entrecruzamiento de la historia y de la ficción, de su obra Tiempo y Narración (Vol III). En él se afirma que: “Narrar cualquier cosa es narrarla como si ya hubiese acontecido” (Ricoeur, 1999, p. 913). La distopía es un imaginario de algo que se contiene potencialmente en la realidad pero que se manifiesta en sus últimas consecuencias en cuanto que un futurible. En Black Mirror si analizamos los tres capítulos el primero parece ambientado aún en el presente, pero los otros son claramente ambientados como sci-fi, pero se intuyen muy próximos a nosotros.

El futurible distópico nos anuncia, tal y como Ricoeur afirma, que la realidad es como “la dura necesidad tal y como se descubre más allá de la postura narcisista“ (Ricoeur, 1978, p. 225). Desde esta perspectiva, la realidad sólo puede ser asociada a la incertidumbre, la angustia y la precariedad. Las distopías noveladas oscilan entre un mundo caotizado o un mundo hiperregularizado y controlado. Ambos extremos se nos presentan como la consecuencia de las decisiones que se tomaron en un determinado presente. ¿Por qué –cabe preguntarse- necesitamos imaginarnos el futuro? Hannah Arendt afirma que no existe la capacidad racional –desde cualquier disciplina social- de predecir lo que ha de acontecer. Esta incapacidad proviene de: “de la básica desconfianza de los hombres que nunca pueden garantizar hoy quiénes serán mañana” (Arendt, 2002, p. 263). La filósofa alemana tiene a bien relacionar el “control” del futuro desde la capacidad de “soberanía” desde la que ejerce el poder ya que posee la “capacidad de para disponer del futuro como si fuera el presente” (Arendt, 2002, p. 264). La literatura distópica, al tratar siempre de un futuro que puede hacerse presente casi inmediatamente, se convierte en motivo de análisis muy particular.

¿Es la distopía en sí misma la narración de una irrealidad? ¿Es mero ensueño que conlleva frustración? En el análisis de la mitología griega podemos encontrar claves interesantes de interpretación distópica. Los mitos griegos no deja de ser un imaginarios por los que desfilan las angustias sociales. Por ejemplo, podemos aprender algo de la literatura que provoca la Apate. Para los griegos la Apate era una de los daimones de la mitología griega que representaba el engaño (su equivalente romana era Fraus, de donde deriva, evidentemente, fraude). Tenía como espíritu opuesto a Aleteia, la verdad. La Apate sería aquello que provoca el deseo de llorar en los espectadores de teatro [espectaores de imágenes] o entre los oyentes de la poesía y que aboca tanto al terror como a la compasión. En base a este fundamento mitológico, “De

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aquí procede la teoría de la kátharsis o `expurgación´ o `purificación´ aristotélica, según la cual, el fin de la tragedia es la purificación de emociones como el terror o la compasión a base de provocarlas en los espectadores” (López Eire, 2001, p. 189). Aristóteles, en la Retórica, propone que: “el terror hace que deliberemos”. Esta sería, por tanto, una de las primeras funciones del imaginario distópico: provocar una refelexión que de otro modo el ser humano sería incapaz.

En su análisis del horror, Ricoeur comenta que: “va unido a acontecimientos que no se deben olvidar jamás” (Ricoeur, 1999, p. 910). De ahí su carácter pedagógico y, podríamos decir, universal en todas las culturas en forma de relatos, especialmente míticos o fundantes. René Girad es del mismo parecer afirmando que: “Los mitos principian por un estado de extremo desorden” (Girad, 2002, p. 90). Ricoeur nos avisa de la ambigüedad de ciertos relatos míticos en cuanto su acontecer en el pasado, en el presente o en el futuro. De ahí que la distopía aunque racionalmente sea un futurible imaginado, míticamente procede de un caos al cual se teme volver.

3.2 La función del terror distópico

Otra función clara de las distopías es promover la cohesión social en sociedades individualistas. En el fondo la estructura narrativa de todas las distopías ya la encontramos en la mitología griega. En la interpretación que Dupuy realiza del mito del dios Pan, encontramos una clave explicativa de las distopías. Para nuestro autor: “Los griegos hacían de Pan la causa presente-ausente de todo lo que no tiene causa; la razón de lo que carece de razón, en particular, de esas totalizaciones paradójicas en la que una colectividad de pacíficos arcedianos se muta súbitamente en una horda salvaje” (Dupuy, 1999, p. 30). La distopía nos presenta un mundo fruto de la irracionalidad política, una regresión de la civilización o, por el contrario, una aplicación inhumana de la potencia destructiva de los resortes de la civilización. En la distopía reina Pan, esto es, el pánico. Todos los autores consensúan que pánico procede de Pan. Originalmente se atribuía la palabra pánico al terror que sufrían los ganados ante las tormentas fruto de Pan que era el dios de la naturaleza salvaje.

Pero la cosa no queda aquí. La distopía en cuanto que genera pánico hacia el futuro, genera un efecto secundario beneficioso que es la integración de los individuos atomizados en el todo social: “Cuando se extiende el pánico –continúa Dupuy- la sociedad se disgrega, se descompone, se atomiza. Pero no obstante, como la misma palabra indica, el pánico es también totalización, formación de un todo” (Dupuy, 1999, p. 31). El panteísmo social actual, consistiría que la sociedad no se une por un bien común y por la sociabilidad connatural de los hombres, sino que es un agregado de individuos asociales agrupados por el miedo a un futuro terrible. De ahí la función cohesionadora de las distopías. Pero este panteísmo tiene su contrapartida en la función de individuación también propia del horror. Ricoeur propone éste que individua por aislamiento: “El horror aísla al hacer incomparable, incomparablemente único,

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únicamente único” (Ricoeur, 1999, p. 911). El terror nos afronta con nuestra propia debilidad y nuestra nada. La experiencia absolutamente íntima y personal de sentir el horror, no hace sentir únicos e irrepetibles, a la vez que convivimos con el panteísmo social. El teleespectador de Black MIrror podrá contemplar los dos extremos: por un lado la sociedad de individuos masificados (como en el caso de los que producen electricidad pedaleando); y, por otro, la individualización extrema del último episodio en el que el individuo se queda absolutamente solo, incluso sin recuerdos.

En definitiva, las distopías configuran nuestros imaginarios con el fin de aceptar que no existen mundos felices, y que es mejor en una felicidad incompleta que no una posible infelicidad colectiva e insoportable, fruto de buscar una felicidad absoluta. La conclusión al leer una distopía (o ver la serie de Black Mirror) es que la realidad no está tan mal después de todo, pues hay hipotéticos mundos posibles mucho peores. Algunos apuntan que las distopías son formas literarias que acompañan las últimas modas de la teoría científica, esto es las Teorías del caos, tal y como las presentadas por René Thom o Edgard Lorenz. Bajo esta perspectiva, la distopía representaría una advertencia imaginaria del peligro que la desviación de algunos parámetros en un sistema complejo –la propia sociedad- que podría desembocar en una desestabilización o catástrofe.

3.3 Los media como provocadores de catársis

Hemos de volver al concepto de catarsis tal y como nos lo expone Huizinga, para entender mejor la función de las distopías: “los griegos llamaban Katharsis (`purificación´) al estado de espíritu en que quedaban después de haber contemplado la tragedia. Es el silencio del corazón, cuando la compasión y el terror han desaparecido. Es la purificación del alma cuando ha comprendido la causa profunda de las cosas, purificación que nos prepara de nuevo para los actor del deber y para la aceptación del destino, que quebranta en nosotros la hybris [confianza desmesurada en uno mismo], tal como la representaba la tragedia y que desarraiga en nosotros los apetitos vehementes de la vida conduciendo nuestra alma a la paz” (Huizinga, 2007, p. 215). La distopía, vista así, como provocadora de catársis podría entenderse como una medicina del alma al contemplar el horror que pueden generar ciertas actitudes vitales o políticas.

Pero esta medicina puede aguarse en la medida que la novela distópica se espectaculariza y se convierte en un mero producto de entretenimiento fílmico. Entonces asoma el peligro real de nuestra civilización, una sociedad que impide que los relatos se transformen en paliativos de los espíritus. Nuestro drama como cultura es contemplar una invasión de: “un puerilismo extravagante, dominado por la bestia enjaulada, manchado por la mentira y el engaño” (Huizinga, 2007, p. 216). Y es que ciertas catársis son efectivas para sanar, si al cuerpo social le queda algo de salud. De lo contrario, será imposible. Vamos a presentar, pues, un fenómeno televisivo, la serie Black Mirror, que ha conseguido platear un imaginario distópico que puede provocar realmente esa catarsis que proponían los griegos. El guionista, Charlie Broker,

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no quiso que la serie se convirtiera en un espectáculo que impidiera la reflexión. De ahí que la serie quedara reducida a tres capítulos.

Antes, no obstante, debemos realizar unas reflexiones sobre el papel de la televisión en la configuración de imaginarios sociales y de la propia sociabilidad. Aunque los medios de comunicación de masas llevan ya más de un siglo funcionando, actualmente se deslizan por un “medio” social diferente, donde las formas de sociabilidad se van transformando aceleradamente. Las sociedades han ido pasando de estructuras comunitarias, donde los controles sociales y relacionales eran intensos, próximos y esencialmente morales, a formas de organización en sociedades de masas, donde el control individual es político y normativizado. Podemos afirmar que se ha consumado el caso de la comunidad a la asociación, en términos de Tönnies. Sin embargo, este proceso no ha sido definitivo. La globalización nos ofrece formas de sociabilidad, o incluso podríamos denominarlas como de “asociabilidad”, hasta hora desconocidas.

Las formas de control social han de ser lógicamente diferentes de las conocidas hasta ahora y en ellas tanto los medios de comunicación como las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs), tendrán un papel fundamental y Blsck Mirror se centra en ello. Aún más, se augura con ellas la muerte de la sociabilidad tal y como la hemos entendido hasta ahora. Ciertamente aún quedan restos de comunitarismo, incluso de vida pública. Pero, como señala Bauman, el ágora, o la comunidad pública ya ha muerto. Entendiéndose por ágora (espacio público) la posibilidad de experimentar la participación en la consecución del bien común. La idea de democracia nació bajo el presupuesto de un “espacio público” donde se podían debatir las cuestiones políticas. Aunque en nuestro imaginario la democracia se siga rigiendo bajo la vieja idea griega, la pérdida de la sociabilidad natural, de la pertenencia real a la comunidad política y del espacio público, genera de por sí un drama en nuestras sociedades que no puede ser obviado. En el siguiente epígrafe reflexionaremos sobre ello desde la perspectiva de la serie.

3.4 El emotivismo o el nuevo imaginario de lo comun itario

Ante este vacío, son los medios de comunicación los que virtualizan y recrean la “comunidad política” a través de las representaciones mediáticas. De tal manera que: “los lugares tradicionales de constitución de los espacios públicos y de los espacios de socialización política se han venido transformando poco a poco —desintegrándose en muchos casos— y dejando un vacío que los medios de comunicación han llenado progresivamente” (González 2007:32). Este nuevo espacio público virtual, salvo el ocupado por las formas neotribales de sociabilidad, es coto exclusivo de los medios de comunicación y –como mucho- queda un submundo denominado “blogosfera” que alimenta una débil esperanza de espacio virtual público. Aunque la red de redes haya sido anunciada como una nueva ágora que no podrá ser regulada ni censurada, lo cierto es que se ha inundado de blogs que apenas leen los que los escriben.

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La forma en cómo los medios de comunicación ocupan ese “espacio” se traduce en una recreación virtual de la “participación política” que se transforma en mera recepción de información que como mucho deriva en acciones de voto. La política se transforma en una representación espectacular y espectacularizada que tiene su propio imaginario. Además, los media son el “lugar” a partir del cual toda una serie de “comunidades” nacen, se configuran y se desconfiguran, creando todo un sistema de lazos sociales virtuales entre individuos que, a priori, nunca llegarían a conocerse. De tal manera que se puede decir que la televisión tiene un rol vertebrador en la constitución y la representación de la comunidad o comunidades que forman la sociedad. En este sentido, otro de los puntos esenciales a tener en cuenta es destacar precisamente la manera a través de la cual estos lazos sociales se elaboran gracias a los imaginarios. Dichas relaciones son de hecho sumamente paradoxales: se trata de lazos colectivos que son creados a partir de un vacío individualista en el que millones de personas se han subsumido.

La “comunidad virtual” sería el efecto secundario de un individualismo insatisfactorio y no consumado plenamente, de tal manera que “la televisión permite al individuo participar de manera afectiva de una identidad social imaginaria” (González, 2007:39). El poder de la televisión reside entonces precisamente en esto: crear “comunidades imaginarias”. Una de las características de las comunidades virtuales que establecen y estandarizan los media, son los lazos que crean, ya que éstos no son formales sino esencialmente emotivos. En términos maffesolianos podemos decir que se constituyen comunidades estéticas, esto es, fundadas en sentimientos. Se trata de una comunidad sentimental que vehicula toda una serie de modelos referenciales que se presentan como los verdaderos valores propios de la sociedad. El individuo puede acceder a una identidad virtual elaborada a partir de componentes estéticos y sentimentales (en el segundo episodio de Black Mirror, esto queda perfectamente representado). Emerge así un nuevo “nosotros”, como expresión de una comunión estética de individuos psicológicamente aislados. Es una comunidad sin historia, anclada en el presente, vivido en una infinidad de momentos dispersos y puntuales. El lazo social no implica siquiera la proximidad física (de ahí el triunfo de las redes sociales) sino que podemos hablar de una presencia virtual y una co-presencia mental, imaginaria, que las nuevas tecnologías de comunicación hacen cada día más eficaz en el orden a experimentar.

Este “nosotros” es entonces un “nosotros fusional” pues precipita una fusión de emociones y sentimientos colectivos a cada uno de los individuos. El lazo social se establece por fusión y no por relación como tradicionalmente se había producido en las sociedades. He ahí justamente su particularidad. Televisión, Cine, Internet, son los canales que vehiculan este magma de emociones, al cual los individuos pueden conectarse, en los cuales pueden fundirse, perder su individualidad y experimentar lo colectivo, el falso ágora. Donde domina la emoción no hace falta el orden racional y la coherencia lógica. Otra de las características de estas nuevas comunidades, es que los individuos que a ellas pertenecen, raramente se cuestionan quién ha permitido su creación y para

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qué. Niklas Luhmann se plantea al analizar qué es el poder su carácter esencialmente comunicativo. Propone que el poder es más poder en la medida que es capaz de generar un mecanismo de comunicación de tal forma que se obedezcan sus deseos sin necesidad de que se generen órdenes explícitas. Desde otra perspectiva complementaria, Manuel Castells se plantea, en Comunicación y poder, cómo influye el poder en la sociedad: “se ejerce fundamentalmente construyendo significados en la mente humana mediante procesos de comunicación que se producen en las redes multi-globales de la sociedad de masas, o en los medios de comunicación de masas”. Con otras palabras, se manipula creando unos códigos de interpretación de la realidad para que, sin racionalizarlos, los individuos interpreten “espontáneamente” la realidad, en un sentido o en otro.

3.5 El control tecnológico y mediático

El poder actualmente no genera grandes directrices de propaganda explícita como hacían los regímenes totalitarios antaño, sino que crea “estados de conciencia”, al decir de Manel Castells. La creación de estos “estados de conciencia” son inducidos y no explicitados. El poder ha desarrollado lo que se denomina la capacidad de invisibilizarse. Este fenómeno sólo lo podemos entender completamente por comparación con las viejas estrategias del poder. Al analizar el antiguo arte del poder, aparece la figura del gigantismo: la construcción de grandes representaciones de los monarcas, tiranos y gobernantes. La estatuas gigantes permitían que todo el mundo lo viese y así el poder se hiciera omnipresente. En la actualidad el poder asume otra lógica ya prefigurada en el famoso panóptico de Bentham. Este artefacto, diseñado para cárceles y fábricas, permitía que el controlador viese pero no fuera visto. Una derivación posmoderna del panóptico es el programa televisivo del Gran Hermano, al que en la serie de Black Mirror se hace un guiño. Todos nos convertimos en cómplices del poder al participar en la función observadora del mismo. En la medida que aceptamos estos juegos, el poder queda legitimado para observarnos también.

Este proceso ya fue augurado y teorizado por Guy Debord en La sociedad del espectáculo. El filósofo francés planteaba el espectáculo como un concepto clave para entender cómo evolucionaría el capitalismo, pasando de ser un mero sistema productivo a ser un sistema de control a través de la creación de imágenes espectacularizadas de la realidad. La sociedad, profetizaba, se iría espectacularizando hasta que no distinguiéramos la ficción de la realidad. Con otras palabras, se iba a ir crear de ella una imagen falsa pero indestructible. Si atendemos al origen etimológico, descubrimos que la palabra espectáculo viene de espejo (speculum–reflejo). El término speculum tiene un claro ascendente indoeuropeo que ha dado origen a palabras relacionadas con la visión como cinemascope, periscopio o, incluso, espectro (fantasma). El espectáculo –mediático, propio de cultura de masas y fomentado por el poder político- es una representación (falsa) de la realidad. Debord anunciaba que el capitalismo triunfaría sobre el comunismo, al ser capaz de crear una

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representación simbólica de la realidad mucho más potente. Mientras que la religión de Occidente y las ideologías atribuían un papel fundamental a la historia, en cuanto que desarrollo del destino humano, ahora ya no es así. Se ha producido una verdadera revolución en la mentalidad de los individuos pues han quedado devorados por el afán de espectacularización y de vivir el “presente” y en el “presente”. Creando una imagen falsa de sí mismos y de su existencia, los ciudadanos, en su inmensa mayoría, ya no se sienten partícipes de la historia de su comunidad. Su única proyección vital y existencial se limita a vivir espectacularmente su escaso tiempo de ocio, sea el del fin de semana o el de sus vacaciones anuales. La existencia se transforma en un simulacro, como ya previó Baudrillard, de tal forma que en nosotros ya se desarrolla el hábito mental de aceptar las propuestas de imágenes, como una realidad adecuada a nuestros esquemas mentales. La sorpresa de la espectacularización, sustituye a la especulación racional.

A continuación vamos a exponer las ideas más destacadas de la miniserie en general y de los tres capítulos en general, en relación con la estructura de los imaginarios y como forma de ilustración del fenómeno distópico.

4.-Black Mirror una exaltación del imaginario distó pico

Los imaginarios sociales tienen como función, entre otras que ya hemos analizado, provocar la posibilidad de mirarse a sí mismo y encontrar su identidad. Una parte sustancial de nuestra identidad proviene de la interacción con nuestro entorno sociocultural. Al igual que nadie puede mirarse plenamente a sí mismo, sino es a través de un espejo, los imaginarios sociales nos permiten autorrepresentarnos y autoidentificarnos. Esta función, podríamos denominar “natural”, de los imaginarios es fundamental para que los individuos podamos “fluir” con “normalidad” por la existencia social. En cierta medida, esta función la encontramos en los mitos fundacionales de cualquier sociedad. El título de la serie, Black Mirror, hace referencia indirecta al espejo que no se puede mirar. El espejo oscuro no puede cumplir su misión y la “apertura” que nos concede la realidad imaginada queda emparedada. De hecho, en los tres episodios se consigue una atmósfera de enclaustramiento. En el episodio dos, se expresa visualmente un mundo cerrado donde, a su vez, los protagonistas viven en cubículos cerrados. En los otros dos episodios, los protagonistas se encuentran en caminos vitales que se van estrechando y llevan inevitablemente a acometer un destino que no desean.

4.1 El himno nacional

El primer capítulo recoge varias cuestiones dignas de ser analizadas. En primer lugar, se nos ofrece la interacción entre una comunidad virtual e imaginada, la opinión pública y la imagen autocreada de sí mismo, por parte del primer ministro. El secuestrados de la princesa pide un gesto, la relación sexual con una cerda, que hundirá su imagen. Pero, ¿qué es o qué representa la opinión

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pública? Más arriba hemos hecho referencia al concepto de comunidad fusional. Este término maffesoliano nos permite entender lo que significa. Ella no deja de ser una virtualización de lo que imaginamos que la gente piensa y opina. Es una pseudocomunidad imaginada pero cuya fuerza es capaz de obligarnos a hacer lo que no deseamos. Este imaginario cobra fuerza en la medida que somos capaces de “objetivarlo” con sondeos e interpretarlo con especialistas. Durante la trama, constantemente el primer ministro reclama qué opina la gente. Por eso, lo largo del episodio, los consejeros del primer ministro le aconsejan una cosa o la contraria (tener o no las relaciones sexuales propuestas) en función de la variabilidad de los sondeos de opinión. El argumento definitivo es la amenaza de una consejera: “si no lo haces la opinión pública te destrozará”.

Una vez configurado el imaginario de la opinión pública, que puede representar la benevolencia democrática o la más cruda exigencia inmoral, se cumple aquella sentencia: “poseemos a los dioses que nos poseen” (Morin, 1991:122). De hecho, los sondeos iniciales concluyen que el público mantiene una actitud ética porque se niega a entrar en el juego y ver el espectáculo en televisión. Pero la lógica mediática y del espectáculo se acaba imponiendo. A la hora de la verdad todo el país está paralizado ante las pantallas para regocijarse en el evento. Y en cuanto se consuma el acto sexual en vivo y en directo todos, como despertando de un estado catatónico, ponen cara de asco y vergüenza. Este mismo público volverá a votar al primer ministro en su reelección, aunque lo más probable es que la imagen contemplada haya quedado grabada en sus retinas para siempre.

Una segunda consideración es la confusión de lo privado y lo público. Este tema está latente en los otros dos episodios. En este primero se ilustra de varias formas. Por un lado el mensaje y los requerimientos del secuestro se hacen por youtube. De hecho en ningún momento el secuestrador se comunica “personalmente” con el primer ministro. Simplemente pone en marcha una mecanismo mediático que por sí mismo cobrará vida y arrastrará a cada uno de los individuos a su fatal destino (el único que muere, por cierto, es el secuestrador, suicidándose). Al trasladar el hecho al espacio virtual-público se crea una curiosa metamorfosis imaginaria. En un momento dado, antes de que nada haya acontecido todavía, el primer ministro sentencia “está ocurriendo en su cabeza”, en referencia a la relación sodomita-porcina. Lo imaginado en la mente privada se convierte en “realidad” aunque aún no haya acontecido. La genialidad del terrorista es conseguir que todo el mundo se imagine algo que parecía imposible y entonces, lo imaginado en la mente se acabará convirtiendo en algo real.

Por otro lado, cuando ya todo se va a culminar y el político se dirige a los estudios donde pace inocentemente la gorrina, los asesores le aconsejan cosas como: “sobre todo no vaya demasiado rápido no sea que el público interprete que le gusta”. En un momento determinado le dicen: “no se preocupe estará solo en la habitación” (con la cerda y el cámara se entiende), aunque ese estar “sólo” físicamente no impide que una audiencia millonaria esté atenta al más mínimo de los detalles. Esta fusión y confusión de lo privado y lo

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público, lleva a que posteriormente entre los dos mundos se cree una barrera infranqueable. Esto se refleja en la escena final donde el primer ministro, gracias a su sacrificio, ha vuelto a ganar las elecciones y mantiene una vida pública placentera, junto a su mujer que le muestra cariño, donde los medios de comunicación le tratan complacientemente. Ha vuelto a ganar las elecciones y goza de popularidad; pero toda esa felicidad es falsa, pues su vida personal ha quedado destrozada y su mujer ya ni le habla.

Una tercera consideración se produce respecto al concepto de libertad. Una sociedad donde los medios de comunicación se han convertido en mecanismos potencialmente destructivos al modelar la realidad a su antojo, ¿cabe la libertad? En todo el episodio se juega con la confusión de las actitudes y voluntades. El primer ministro ¿está actuando para salvar a la princesa o para salvar su imagen?, llegando al absurdo que sólo puede salvar su imagen si la hunde. ¿En qué consiste la libertad? El guionista plantea habilidosamente que el protagonista tiene que escoger entre dos opciones. Nuestro imaginario de libertad consiste en creer que podemos elegir. Pero si hemos de escoger entre dos males, ¿es eso la libertad? El político inglés debe optar entre realizar un acto de animalismo o dejar que la princesa muera. La presión mediática le “obliga” a elegir “libremente”. La propuesta de los productores es que la libertad no existe, al menos tal y como la imaginamos, ya que el secuestrador libera a la princesa media hora antes de que todo se culmine. El terrorista, que a la postre era un experto en medios, tenía por cierto de que el ministro ejecutará la acción solicitada.

También debemos detenernos en la idea de espectáculo que nos ofrece la serie. Al secuestrador, tras los sucesos, la prensa le presenta como un terrorista artista. Un nuevo tipo de terrorismo ha aparecido, el que se convierte en un happenig. No hay finalidad política en el suceso, ni siquiera económica o de popularidad. Sólo rige la ley de los medios y se trata de evidenciarla: la masa, el espectador, la opinión pública ha sido golpeada, sacudida y se ha producido, finalmente, la catarsis. Ullrich Beck, en su obra La Sociedad del riesgo, nos presentaba la figura del terrorista ausente. En principio, con la globalización, el terrorismo debería desaparecer, pues los procesos sociales deberían implicar la aparición de nuevos consensos. Sin embargo, Negri y Hardt han mostrado que "hoy en día les resulta cada vez más difícil a los ideólogos de Estados Unidos nombrar a un único, unificado enemigo; por el contrario, parece que hay enemigos menores y elusivos en todas partes" (Negri y Hardt, 2001, p. 202). Las nuevas formas de terrorismo no son en sí mismas las causantes del miedo global, sino la acción de los propios medios que lo globalizan y lo llevan a las mentes de los individuos.

Si comparamos este episodio con el resto, podemos comprobar que se visualiza aún el poder político y sus estructuras. Pero también se evidencia que se somete a un poder mayor. Si Max Weber otorgaba la característica de racional al poder moderno, el poder de los medias también sigue su propia lógica imparable. Todos tienen que acabar sometiéndose a ella. La reflexión última que asalta, es si el único verdaderamente libre era el secuestrador y si

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su sacrificio valió la pena. Pues más que haber provocado una reflexión colectiva, ha sobre alimentado el poder de los medios y de los imaginarios.

4.2 15 millones de méritos

La serie nos presenta en su segundo episodio un mundo virtualizado donde se hace patente, se materializa a través de omnipresentes pantallas, la virtualidad de los imaginarios. La realidad queda ya totalmente mediatizada por lo no-real en forma de imágenes y tecnologías que relegan lo material al mínimo indispensable. Ya ni siquiera hay que entrar en contacto con muchos objetos. Las puertas y artefactos se abren y encienden sin siquiera rozarlos. Se nos presenta un mundo tan ideal que su racionalización y evidencia produce repugnancia. Sin embargo, la puesta en escena se encarga de hacernos presente la distopía. Nada más empezar el capítulo, un despertador en forma de un grotesco gallo de dibujos animados plamado en una pantalla, nos presenta el cubículo dominado por imágenes en el que se vive. Las pantallas que cobran vida propia y muestran anuncios constantemente y ofertas de programas asfixian la vida personal. Esta primera escena, puede compararse con la imagen que el protagonista (Bing) goza al final de su peripecia. Ya no habita en un pequeño cubículo sino en una habitación más ancha. Las imágenes se ha hecho más “reales” y puede contemplar un paisaje natural que despierta la sensación de libertad. Sin embargo todo sigue siendo virtual. Parece que el protagonista ha salido del sistema pero en el fondo permanece anclado en él. De este capítulo destacaremos algunos aspectos.

Imaginémonos un trabajo en el que se nos pagara por hacer deporte y ver la televisión. A priori nos parecería ideal. Sin embargo desde la visión distópico vemos la crueldad de la situación. Por un lado el trabajo se presenta como una mecanismo de clasificación social, donde siempre se corre el peligro de descender de estatus y convertirte en uno de los hombres de amarillo (que se dedican a la limpieza y se ríen de ellos en los programas); o bien se te tienta con la posibilidad de ascender mediante la participación de alguno de los espectáculos televisivos. El tipo de trabajo desarrollado pone a todo el ser humano, incluyendo su cuerpo que peladea y su mente que consume, al servicio del sistema. Esta imagen nos permite comparar dos formas de trabajo la del artesano y la del esclavo que labora. Desde el pensamiento clásico, el artesano es el productor de arte que domina su obra gracias a su inteligencia práctica y sus habilidades. Hannah Arendt, en La condición humana establece una diferencia clara entre el artesano (que practica la poiésis) y el que ejerce una labor, esto es, el que trabaja con todo su cuerpo. Este sería el trabajo propio del esclavo.

A lo largo del episodio se dejan entrever algunos detalles al respecto. Una joven bella (Abi) y recién llegada al sistema de producción, la que motivará que el protagonista –enamorado- intente sublevarse contra el sistema, tiene la habilidad de hacer figuras con los restos de envases. Además canta bien y eso alimenta la admiración del protagonista. En ella se reúnen la función de la

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artesana y de la artista. Frente al trabajo mecánico de pedalear, la creatividad de sus manos parece un signo de libertad. En un momento dado, mientras está pedaleando en su bicicleta, deja un pingüino de papel que ha hecho con sus propias manos. Pronto pasa uno hombre de amarillo –del servicio de limpieza- y retira la obra de arte con una significativa expresión: “es basura”. Incluso el canto, que podía parecer un instrumento de liberación, se acaba convirtiendo en la causa de su nueva esclavitud.

Al igual que en el primer capítulo, la diferenciación entre lo privado y lo público es difusa. Por un lado desde su cubículo, en que los individuos se hayan instalados y aislados, pueden presenciar el mismo programa y participar de él virtualmente como público. La imagen que se recoge de cada uno es la que puede ir forjando comprando suplementos virtuales. Los hombres ya no son tenidos como las personas reales que son, sino bajo la apariencia que han ido creando de sí mismos (mientras que trabajan portan un lacónico chándal gris y están obligados a una igualdad rayana en lo absurdo pues deben compartir hombres y mujeres incluso el baño). A diferencia del primer episodio de Black Mirror, en este capítulo no aparece patente el poder político. Todo el sistema excluye el espacio público, el espacio de la política, pues no es necesario. Todo el tiempo y el espacio se reducen al trabajo y al ocio. El lugar de la política es ocupado por el espectáculo. No es que no exista la política, porque todo el sistema en sí es político, sino que simplemente no queda evidenciada. Se hace patente aquello que proponía Erich Fromm en su El Miedo a la libertad: en el mundo moderno emerge una nueva concepción del poder, la autoridad anónima que se obedece precisamente porque no se percibe como tal.

La única representación de una cierta autoridad, revestida de una cierta mística, son tres jueces del programa televisivo que permitiría, si se gana, abandonar la producción de energía y salir de ese mundo mediocre para integrarse en un estatus superior. Sus nombres son Hope (esperanza), Charity (Caridad) y Wraith (que suena a fe, pero en realidad significaría fantasma). Nuevamente el público virtualizado ejerce de “opinión pública” que presiona a la guapa Abi para que tome una decisión tras acceder al programa. Los jueces la invitan a que vuelva a su trabajo sin sentido o bien a que ascienda, participando de un programa en la que hará de prostituta. Ni que decirse tiene que en la escenificación de esta distopía el sexo ha quedado reducido a mera virtualidad que se compra. La libertad queda reducida a elegir entre un absurdo u otro absurdo. La chica, que ha ingerido un producto llamado obediencia, acaba aceptando en convertirse en una prostituta virtual y queda nuevamente absorbida por el sistema. La huida ha llevado nuevamente a la esclavitud.

El chico enamorada de ella, que le ha entregado todos sus créditos (o méritos) para que pueda presentarse al concurso, siente la profunda necesidad de revelarse contra el sistema. Inicia su peculiar cruzada, primero trabajando duramente para conseguir la cantidad de créditos para entrar en el programa. Una vez allí logrará ante los jueces realizar un alegato a favor de la verdad y de la realidad. Ante el público virtualizado parece que la evidenciación de la falsedad del espectáculo va a hundir el sistema. Todo el mundo parece

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despertar de un mal sueño. Hasta los jueces representan un arrepentimiento y humanidad. Sin embargo, el sistema se muestra con todo su poder y el rebelde acaba también reintegrado en el sistema al ofrecerle un programa donde debe espectacularizar cada día la “revuelta” y el rechazo contra el sistema. El final irónico y deprimente nos lleva a plantearnos si realmente estamos ante un laberinto sin salida. Al igual que en el episodio primero, las relaciones se antojan imposibles. El hombre parece condenado a la soledad de su cubículo mediático.

4.3 Toda tu historia

En este último episodio se evidencia más si cabe el peligro de la tecnología en orden al control social. A diferencia de los otros la tecnología y los medios no son algo exterior al hombre que lo presiona y absorbe, sino que el hombre integra a la tecnología en su cuerpo para acabar siendo disuelto por ella desde dentro. La tecnología ha avanzado tanto que ya permite implantarse recuerdos o tener sensaciones por mera estimulación del “grano” o artefacto biotecnológico. Este aparato permite que todas las cosas que se han visto son grabadas y pueden rebobinarse. Muchos hombres empiezan a perder su existencia repasando lo que ya han visto una y otra vez, cayendo en las más absurdas de las obsesiones. Los recuerdos reales –esto es, los mediatizados por la afectividad- ya no existen sino que se puede objetivar el pasado hasta el punto de ejercer un frío análisis sobre lo acontecido. El alma, en la que pervive la memoria muere pues el “grano” la ha sustituido. En este episodio se visualiza con sorpresa una relación sexual virtual. Los dos cónyuges están realizando el acto íntimo, pero cada uno de ellos tiene conectado el dispositivo y realiza el acto sexual a la vez pero con los recuerdos de otra relación anterior.

El episodio se inicia con una entrevista para la renovación laboral del protagonista. En ella, unos abogados del despacho le preguntan sobre su anterior experiencia que consiste en analizar los recuerdos de la infancia de la gente. Se trata de encontrar motivos para denunciar a los propios padres. Es lo que llaman la “crianza retrospectiva”. Ante ello el protagonista, un joven abogado casado con una linda mujer, parece tener problemas éticos a la hora de ejecutar las denuncias. Ello, evidentemente, afectará negativamente en su futura contratación, pues la utopía no admite este tipo de reflexiones éticas. Tras la entrevista, y su preocupante re-visionado, irá al encuentro de su mujer a una fiesta. Ahí la encontrará departiendo con un extraño. A la postre el marido empezará a sospechar que ese desconocido es en realidad un amante de su mujer. Lo que en un principio parece una obsesión, y a base de revisionados del pasado, descubre que realmente su mujer le engañaba y, para colmo, el que creía que era su hijo lo es en realidad del amante.

A lo largo del episodio las miradas ocupan un lugar central como si se quisiera buscar constantemente la autenticidad en ellas. Sin embargo, parece cumplirse aquella sentencia sartreana de que el infierno es la mirada del otro puesta en mí. El protagonista no soporta la realidad y la “objetivación” de lo revisionado le

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impide perdonarla. El sistema no es algo que nos transforma. El sistema ya somos cada uno, encargado de observar, denunciar y ejecutar al prójimo. Por fin matará a su mujer y se suicidará pero todo ello virtualmente. Se arranca el “grano” y con él todos sus recuerdos. Una parte de él muere, pero eso ya no le recupera la humanidad pues ésta ha muerto. Su destino, como el de los protagonistas de los dos primeros capítulos, es quedarse solo. Esta distopía tecnológica nos muestra el horror de un mundo en el que ya no puede haber perdón porque la memoria es instrumentalizada para juzgar sin piedad ni misericordia. Una vez más la posibilidad de sociabilidad, amor o relación queda imposibilitada. La tecnología comporta la muerte de la humanidad del hombre.

6.-Conclusiones

Las producciones culturales como las series televisivas, las películas, el arte o cualquier forma de producción de imágenes no es arbitraria. Las imágenes que provocamos sólo pueden cobrar sentido en la medida que se enmarcan en imaginarios sociales. Los imaginarios cumplen funciones sociales indispensables para la cultura. Los mecanismo de cohesión, consenso y acción social serían imposibles sin participar de los mismos imaginarios. Uno de los productos culturales más sorprendentes del final de la modernidad han sido las narrativas distópicas. Su función puede relacionarse con la necesidad de provocar un pánico hacia el futuro y permitirnos una reflexión sobre el presente.

La serie británica Black Mirror se nos presenta como una distopía ideal para racionalizar lo que está aconteciendo en nuestra sociedad del espectáculo. Las relaciones entre la realidad y su virtualización que se nos presenta nos permiten entender el complejo mundo de los medios y sus consecuencias llevadas al extremo. La extensión de los medios de comunicación está asociada a los mecanismos de control social. La teleserie nos ofrece una evolución de esta dominación y sus posibles ramificaciones. El poder político deja de ser el ejercicio weberiano de una voluntad sobre muchas, sino que se convierte en un sistema. En la medida que los medios se extienden socialmente cada uno de nosotros se convierte ya no solo en un engranaje del mismo, sino en el propio sistema. La tecnología que nos rodea acaba insertada en nosotros. La realidad ya no es aquello exterior a nosotros, sino la imagen que tenemos de ella. Las leyes que rigen esa construcción se nos escapan y nos dominan. La distopía puede significar un aviso a tiempo, a menos que sea tomada como parte del espectáculo. Este es uno de los peligros de Black Mirror, contemplarla como un mero pero atractivo producto cultural, en vez de una invitación para pensar.

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* Este artículo es parte del proyecto de investigación del grupo PROSOPON, financiado por el BSCH con el título de “Persona y despersonalización: propuestas educativas”.