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Los Cuadernos del Pensamiento EL EXISTENCIALISMO, LA OVCIA, EL REVIVAL Vidal Peña A finales de 1957, el recién ingresado en la Universidad de Oviedo que inspeccio- naba respetuoso, por primera vez, los anaqueles de la biblioteca académica, se sorprendía ante ciertos rectángulos de papel muy rojo llamativamente pegados, un poco más arriba del tejuelo, sobre el canto de algunos libros. Pronto le inrmaban: «ésos son los que están en el Indice». Teóricamente -se rumoreaba- no po- dían ser solicitados sin permiso especial; la escép- tica desidia del personal subalterno suprimía el obstáculo. L'etre et le néant, así rubricado, aumentaba su oscuro prestigio. Allí estaba, oecida a la avidez del neófito, la clave abstracta de lo que las tertu- lias ovetenses -aún pujantes entonces- evocaban como desaliño, galbana, disimulada lujuria. No ltaban contertulios que se escandalizasen ante esa «superficial reducción»; severamente, contri- buían a perccionar la esencia de la tertulia re- cordando a la concurrencia que lo del existencia- lismo era algo más que mozas despeinadas, jer- seys negros, alcohol y vagancia por los rincones de Saint-Germain, y que se trataba de una filosoa seria; pero es que, amigo, el Sartre filóso es muy dicil, y no te digo nada Heidegger. Y tan diciles: como que sus ocasionales panegiristas tertulianos tampoco los leían. Pero la vindicación de la seriedad del existencialismo era discrimina- dora: ustrados cineastas, curas inquietos, litera- tos in pectare se distinguían socialmente, me- diante ella, de los ívolos ignorantes. Los ívolos cumplían su necesio papel conservador diagnos- ticando, ante tal o cual amargura crítica: «a ési lo que i pasa ye que tién angustia vital»; acompañaba a la sobada broma esa risa de autocomplaciente mediocridad no siempre incompatible con el fino humor local. Los no-ívolos torcían críticamente el gesto; a algunos se les quedaba torcido una temporada, y los paseos y cés de la ciudad co- nocían ciertos desajustes ciales -junto con cier- tas provocadoras subidas de cuellos de gabardi- nas-, especialmente entre jóvenes de la intelli- gentsia, que podían valer por una lectura de Sar- tre o Heidegger, acontecimiento que, como queda dicho, era inecuente. La inrmación doctrinal acerca del tema solía ser sumaria; a menudo, se limitaba a la mención del párra de l a raíz del castaño en La náusea: al 2 citarlo, no era raro que alguien dijera «sí, el ma- rronnier », como indicando la intimidad de su trato· con la cuestión. Incluso entre los universitarios más perspicuos, servían como entes de conoci- miento casi exclusivas el teatro y la novela sar- treanos: en cierto modo -y como tantas veces se dijo de la de Schopenhauer- también aquélla pare- cía ser una «filosoa de artistas». El ser y la nada, en ecto, abandonaba rara vez su prestigioso es- tante. A Heidegger y a Ser y empo muy pocos llegaban, y aún ésos -creo recordar- clérigos casi siempre, empeñados en ilustrar la tesis de que «hay en nuestro tiempo un desse» (mucho de- cían «desse» los curas jóvenes de entonces) «en- tre progreso técnico y situación moral: de ahí la angustia». La angustia del hombre sin Dios, por supuesto; en las discusiones de cine-clubs salía bastante el tema. Estas amenidades no impiden, creo, que aquel existencialismo tuviera una realidad, si bien cir- cunscrita al ámbito universitario y aledaños. Pero realidad «mundana», socialmente significativa, aunque se halle expuesta a una descripción en términos -digamos- de betise flaubertiana, tan adaptada siempre a las moeurs de province (y ello hasta el punto de ser también esa descripción, por contagio, provinciana). Por mutilada y simplifi- cada que era su recepción, guna huella dejó aquel existencialismo según creo, y quizá valga la pena evocarla en el momento en que se habla de su posible rebrote. Los que sabíamos un poco más del existencia- lismo que otros contertulios (y no éramos muchos ni sabíamos gran cosa, pero sí el mínimo sufi- ciente, espero, como para poder hablar de una presencia ectiva del tema) contribuíamos a la discusión «mundana» con algún que otro dato; pronto se supo que, en Francia, existenciismo y marxismo se habían peleado y que, de las resultas, el propio existencialismo de Sartre andaba en vías de modificación. Aquello sembraba la duda; en el departamento de Filosoa podía encontrarse un librito de edición sudamecana, donde venía tra- ducida la polémica Sartre-Camus de Les temps modernes, que e muy solicitado; muy poco des- pués de la aparición de la Critique de la raison dialectique -antes de que Losada la tradujera- Gustavo Bueno inrmaba de su contenido, y de sus analogías y direncias con El ser y la nada, en una conrencia a la que asistió un número de personas que sigue pareciéndome increíble. Em- pezaba a entrar el marxismo en nuestra Universi- dad, y el existencialismo tuvo que conontar su influencia con esa otra, ya sabemos que desventa- josamente (al menos hasta un muy próximo pa- sado). Mi recuerdo de «aquel» existencialismo de provincias está unido, por ello, al de dicha con- ontación en el mismo escenario; durante cierto tiempo, todo e debatir si el existencialismo, el marxismo, o los dos, o uno más que otro, eran o ·no «humanismos» (aún no había llegado el estruc- turalismo filosonte a cuestionar si de «huma-

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Los Cuadernos del Pensamiento

EL EXISTENCIALISMO, LA PROVINCIA, EL REVIVAL Vidal Peña

Afinales de 1957, el recién ingresado en la Universidad de Oviedo que inspeccio­naba respetuoso, por primera vez, los anaqueles de la biblioteca académica, se

sorprendía ante ciertos rectángulos de papel muy rojo llamativamente pegados, un poco más arriba del tejuelo, sobre el canto de algunos libros. Pronto le informaban: «ésos son los que están en el Indice». Teóricamente -se rumoreaba- no po­dían ser solicitados sin permiso especial; la escép­tica desidia del personal subalterno suprimía el obstáculo.

L'etre et le néant, así rubricado, aumentaba su oscuro prestigio. Allí estaba, ofrecida a la avidez del neófito, la clave abstracta de lo que las tertu­lias ovetenses -aún pujantes entonces- evocaban como desaliño, galbana, disimulada lujuria. No faltaban contertulios que se escandalizasen ante esa «superficial reducción»; severamente, contri­buían a perfeccionar la esencia de la tertulia re­cordando a la concurrencia que lo del existencia­lismo era algo más que mozas despeinadas, jer­seys negros, alcohol y vagancia por los rincones de Saint-Germain, y que se trataba de una filosofía seria; pero es que, amigo, el Sartre filósofo es muy difícil, y no te digo nada Heidegger. Y tan difíciles: como que sus ocasionales panegiristas tertulianos tampoco los leían. Pero la vindicación de la seriedad del existencialismo era discrimina­dora: frustrados cineastas, curas inquietos, litera­tos in pectare se distinguían socialmente, me­diante ella, de los frívolos ignorantes. Los frívolos cumplían su necesario papel conservador diagnos­ticando, ante tal o cual amargura crítica: «a ési lo que i pasa ye que tién angustia vital»; acompañaba a la sobada broma esa risa de autocomplaciente mediocridad no siempre incompatible con el fino humor local. Los no-frívolos torcían críticamente el gesto; a algunos se les quedaba torcido una temporada, y los paseos y cafés de la ciudad co­nocían ciertos desajustes faciales -junto con cier­tas provocadoras subidas de cuellos de gabardi­nas-, especialmente entre jóvenes de la intelli­gentsia, que podían valer por una lectura de Sar­tre o Heidegger, acontecimiento que, como queda dicho, era infrecuente.

La información doctrinal acerca del tema solía ser sumaria; a menudo, se limitaba a la mención del párrafo de la raíz del castaño en La náusea: al

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citarlo, no era raro que alguien dijera «sí, el ma-rronnier », como indicando la intimidad de su trato· con la cuestión. Incluso entre los universitarios más perspicuos, servían como fuentes de conoci­miento casi exclusivas el teatro y la novela sar­treanos: en cierto modo -y como tantas veces se dijo de la de Schopenhauer- también aquélla pare­cía ser una «filosofía de artistas». El ser y la nada, en efecto, abandonaba rara vez su prestigioso es­tante. A Heidegger y a Ser y Tiempo muy pocos llegaban, y aún ésos -creo recordar- clérigos casi siempre, empeñados en ilustrar la tesis de que «hay en nuestro tiempo un desfase» (mucho de­cían «desfase» los curas jóvenes de entonces) «en­tre progreso técnico y situación moral: de ahí la angustia». La angustia del hombre sin Dios, por supuesto; en las discusiones de cine-clubs salía bastante el tema.

Estas amenidades no impiden, creo, que aquel existencialismo tuviera una realidad, si bien cir­cunscrita al ámbito universitario y aledaños. Pero realidad «mundana», socialmente significativa, aunque se halle expuesta a una descripción en términos -digamos- de betise flaubertiana, tan adaptada siempre a las moeurs de province (y ello hasta el punto de ser también esa descripción, por contagio, provinciana). Por mutilada y simplifi­cada que fuera su recepción, alguna huella dejó aquel existencialismo según creo, y quizá valga la pena evocarla en el momento en que se habla de su posible rebrote.

Los que sabíamos un poco más del existencia­

lismo que otros contertulios (y no éramos muchos

ni sabíamos gran cosa, pero sí el mínimo sufi­

ciente, espero, como para poder hablar de una

presencia efectiva del tema) contribuíamos a la

discusión «mundana» con algún que otro dato;

pronto se supo que, en Francia, existencialismo y

marxismo se habían peleado y que, de las resultas,

el propio existencialismo de Sartre andaba en vías

de modificación. Aquello sembraba la duda; en el

departamento de Filosofía podía encontrarse un

librito de edición sudamericana, donde venía tra­

ducida la polémica Sartre-Camus de Les temps

modernes, que fue muy solicitado; muy poco des­

pués de la aparición de la Critique de la raison

dialectique -antes de que Losada la tradujera­

Gustavo Bueno informaba de su contenido, y de

sus analogías y diferencias con El ser y la nada,

en una conferencia a la que asistió un número de

personas que sigue pareciéndome increíble. Em­

pezaba a entrar el marxismo en nuestra Universi­

dad, y el existencialismo tuvo que confrontar su

influencia con esa otra, ya sabemos que desventa­

josamente (al menos hasta un muy próximo pa­

sado). Mi recuerdo de «aquel» existencialismo de

provincias está unido, por ello, al de dicha con­

frontación en el mismo escenario; durante cierto

tiempo, todo fue debatir si el existencialismo, el

marxismo, o los dos, o uno más que otro, eran o

·no «humanismos» (aún no había llegado el estruc­

turalismo filosofante a cuestionar si de «huma-

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Sartre

nismo» valía la pena hablar siquiera, aunque tengo la impresión -dicho sea de pasada- de que el arraigo «mundano» del estructuralismo en nuestra Universidad nunca fue muy grande, aceptándose con relativa unanimidad el diagnóstico -ideología burguesa, muy «eleática» ella, como decía Henri Lefebvre- que precisamente el marxismo dirigió contra él).

Hubo una temporada -insisto- en que el exis­tencialismo y el marxismo coexistieron, nada pací­ficamente; creo que la gente de mi edad fue la última que discutió algo de eso en la Universidad

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de Oviedo antes de que el marxismo se impusiera (con sus variedades, por supuesto, y muy pronto en polémica bien conocida con las nuevas formas de anarquismo). Aquellas cuestiones me resuenan ahora no como debates académicos en torno -pongamos- a la mayor o menor pertinencia teó­rica de la analítica del Dasein frente a, por ejem­plo, la noción de «modo de producción» o cosasasí, sino más bien como genéricas disputas deWeltanschauungen: se trataba sin duda, también,de «filosofemas », pero asimismo de manifestacio­nes literarias, gustos musicales, quizá modelos

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eróticos, y no sé si incluso paisajes y curvas de entonación ... No recuerdo que la discusión filosó­fica «técnica» fuera predominante. Quizá eso, a fin de cuentas, ocurra siempre.

Y recuerdo que precisamente aquello que cons­tituía, para unos, el mayor atractivo del existen­cialismo, era lo que resultaba ser su pecado capi­tal para los otros; si quisiera entresacar lo más decisivo de aquellas disputas (y lo que acaso

Camus

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cuenta más a la hora de su hipotético' reviva/), creo que no sería descaminado apuntar a la idea de individualidad. El existencialismo pareció du­rante un tiempo la única filosofía posible para quien abandonaba la matriz religiosa en que ha­bíamos sido gestados. Por mucho que ironizáse­mos sobre el tema, resultaba que los curas no dejaban de tener razón: el que «perdía a Dios» se encontraba con el absurdo, «condenado a la liber­tad». Ahora bien, esa condena tenía algo de hala­gadoramente «trágico», por su mismo respeto a la individualidad al garete, y creo que de ahí prove­nía su encanto. Acaso ciertos sucesos presentes sigan teniendo que ver, al menos parcialmente, con lo que entonces pensábamos que estaba en juego.

Aquello de que la conciencia quedara abando­nada en medio de las tormentas de la decisión tenía el posible inconveniente del desamparo (y en ello insistían los del «desfase»), pero esa trágica autonomía de la voluntad, constructora tan vaci-

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lante como forzosa del mundo ético, suscitaba el grato cosquilleo del mismo «espléndido aisla­miento» que conllevaba. Tan kierkegaardiana como hegeliana era la imagen de tirarse al agua para aprender a nadar; además, para quienes te­níamos noticia de que partes muy importantes de Hegel habían sido traducidas a términos existen­cialistas -Hyppolite era en eso un nombre impor­tante-, y de que la «lucha de conciencias» hege­liana podía interpretarse en un sentido dramático estrictamente individual ( como hacía Simone de Beauvoir en sus novelas filosóficas), y no necesa­riamente en versión «socializada» ( como hacía el marxismo), las relaciones personales se colorea­ban prestigiosamente. La inevitable sociabilidad ofrecía conflictos sin número; cada vida individual podía ser una compleja novela: el «infierno» que eran «los otros» (según Huis clos) se convertía, a la vez, en un interesante teatro, y la construcción del propio destino en medio de la inutilidad global y el permanente conflicto interpersonal dignificaba cualquier biografía, por triste que ésta fuera. El desgarramiento del individuo, la inevitable domi­nación de unas conciencias por otras (no llamada a «superarse» en escatología alguna), motivaban una interesante autocontemplación, prácticamente de índole estética: el individuo tenía importancia, aunque fuera la importancia del sufrimiento. Sin duda, la filosofía existencialista -al fin y al cabo, filosofía- trataba la individualidad de un modo genérico (analizaba sus condiciones, describía sus figuras), pero eso no impedía que uno pudiera reconocerse en esas descripciones, no tanto como el que se anula en el seno de una «ley general» cuanto como el que está posibilitando la existencia de la descripción misma: uno podía darse cuenta de que hablar de un tema alambicadamente inte­lectual con una mujer mientras se cogía su mano era, siguiendo a L' etrf et le néant, un caso parti­cular de la noción genérica de mauvaise foi, pero, de todas formas, la experiencia personal de tal acontecimiento -o de otros similares- no necesi­taba ser considerada humillantemente como algo escrito por otro, sino como un episodio de la no­vela personal, donde incluso -podría decirse- el trivial «hacer manitas» (tan provinciano, tan de la época, por cierto) quedaba realzado al poder ser descrito como «mala fe» ... En cierto modo, quizá el existencialismo atrajese, viéndolo desde esta perspectiva, por motivos no muy disímiles de los que fundaron el poder de atracción del psicoanáli­sis (por el que Sartre, como ya sabíamos enton­ces, estaba influido), y no encuentro mejor ma­nera de referirme a esa atracción que como ese halago a la «importancia biográfica» de cada cual. Me refiero, por descontado, muy especialmente a Sartre y su círculo, pues Heidegger estaba, me temo, a demasiada distancia lingüística de la ma­yoría de nosotros.

Será ocioso aclarar que, para el interlocutor marxista (y más en aquella época, cuando el mar­xista granítico era la norma), cuanto acabamos de

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�Jbuetne. . go

Simone de Beauvoir

decir pertenecía al mundo de las delicuescencias pequeño-burguesas: pura ilusión, falsa conciencia, intento desesperado (y se decía a veces, aunque no por última vez, que «último») por dignificar una risible individualidad que no era la realidad

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auténtica ni, por consiguiente, el lugar donde se decidían los problemas, incluido el de la angustia y la construcción ética. El mundo «ético» del exis­tencialismo era mera -y blanda- ideología, frente a la cual el marxismo alzaba su duro y robusto mundo «moral» (huelga decir que, aunque ese par axiológico duro/blando funcionase de hecho en las valoraciones marxistas mundanas, quienes lo usa­ban jamás habrían consentido en ser reducidos, en términos psicosociales -los de un Eysenck enton­ces, por ejempl0-- tan parecidos a los pronto popu­larizados antropológico-culturales, de manera que ellos fuesen sólo casos psicológicos de «dureza»: habrían dicho que eso era «abstracto»).

No creo equivocarme al recordar que la discu­sión del existencialismo, para unos cuantos al me­nos, era entonces la discusión de la individualidad como «realidad radical», si se me permite men­cionar la expresión que hoy no emplea ya nadie. Si el marxismo significaba una «reforma del en­tendimiento» de quienes habíamos sentido la ten­tación de interesarnos por ideologías pequeño­burguesas, como el existencialismo, hallábamos que esa emendatio incluía, como primer paso, la crítica de la conciencia subjetiva. El problema estaba implícito en toda discusión, pero también se explicitaba: el insistente tono reprobatorio con que la posterior obra escrita de Gustavo Bueno ha tratado la categoría del «espíritu subjetivo» parece confirmar que no debe de andar muy descaminado mi recuerdo, según el cual la crítica de la indivi­dualidad debía de ocupar un puesto importante entre las incitaciones del ambiente intelectual ove­tense de aquellos años, cuando se trataba del «re­cambio» del existencialismo. Circunstancias am­bientales a un lado, lo cierto es que la discusión «existencialismo-marxismo» no podía por menos de incluir ese tema; no era la primera vez que la filosofía transitaba una oposición entre un pensa­miento centrado en la consideración de la indivi­dualidad como realidad auténtica y otro que la consideraba, más o menos, como un epifenómeno (aunque se dijese que «reinfluía» bajo la forma, por ejemplo, de «condiciones subjetivas»: esa reinfluencia carecía de significación decisiva, pues lo decisivo era lo que estaba «por encima de las voluntades individuales»). Así, quien se había sen­tido halagado por la importancia de su drama per­sonal debería sacrificar su subjetividad incluso desde el modesto propósito psicológico de evitar la angustia: sólo perdiendo esa vida, precisa­mente, la salvaría. Ya en aquel momento algunos encontraban ese proyecto demasiado parecido al de la religión recién abandonada: sacrificio, disci­plina, ascesis, olvido de sí. La contrapartida no era desdeñable, con todo: se ofrecía una salva­ción, sin duda no trascendente, pero sí poderosa contra la dispersión de propósito, la incoherencia, el desamparo; se ofrecía, como bien se sabe, una comunión.

El mero hecho de plantear esta opción como si fuera «psicológica» ( «preferencia» por una filoso-

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fía más o menos consoladora que otra) ya será, sin duda, descalificador para quien de antemano piense que la condición de la filosofía es el des­prendimiento de la subjetividad. Precisamente por ello, la crítica al espíritu subjetivo -que vara en seco al interlocutor impidiéndole utilizar, preci­samente, argumentaciones psicológicas- era cues­tión muy importante en aquellas discusiones de entonces. Como se sabe, el existencialismo pare­ció, al cabo de algún tiempo, desaparecido para siempre. Las apelaciones a la responsabilidad de la conciencia individual ante sí misma llegaron a parecer meras escapatorias a los problemas políti­cos, o, más en general, deseos de evadirse de una interpretación objetiva de la realidad que, desde la lucha de clases, la oposición base-supraestructura, o la idea de alienación (interpretada en sentidoestrictamente histórico-social), daba cuenta detodo, incluido el propio individualismo, la dese­sencialización, la angustia. Y así, aquel otro temaclásico del existencialismo, la «opacidad de la rea­lidad» como dato inmediato, quedaba anuladomediante su reinserción en un sistema de ideasque operaban desde instancias superiores a la es­cala individual de percepción (al modo como elpropio Kierkegaard había quedado «anulado» miteel concepto hegeliano de «conciencia desventu­rada», que lo reducía). Por consiguiente, negarsea ser reducido, desde la experiencia individual,por tal sistema de ideas, podría ser, a lo sumo,empecinamiento (meramente psicológico) de cla­ras raíces ideológicas: nunca más ya una soluciónfilosófica.

Cuando se habla hoy de reviva/ existencialista, acaso se hace porque algunos de los valores implí­citamente apreciados por el existencialismo (a los que acabamos de referirnos muy someramente) se resisten a declararse reducidos. Pero ya he adver­tido antes que las discusiones acerca del existen­cialismo -desde la óptica «mundana» y provin­ciana que no deseo abandonar tampoco al hablar de su posible renacer- incluían un clima espiritual, aisladas del cual, ciertas tesis particulares sólo muy dudosamente podrán ser llamadas «existen­cialistas». Aparte de que acaso no lo sean tam­poco como estrictos «filosofemas», o, por lo me­nos, que acaso no sean exclusivamente existencia­listas.

Ciertamente, son bien actuales las posiciones que intentan, apartadas del marxismo, reencontrar en la construcción de un destino individual las ilusiones perdidas ante los resultados políticos prácticos de la aplicación de la moral marxista. Pero, ¿sería lícito decir que esa insistencia -o, si se quiere, empecinamiento- en la individualidad como valor tiene que ver con ese mismo tema en el existencialismo (en aquél que hemos evocado)? Me parece dudoso, al menos si tomamos la refe­rencia «existencialista» a la que hasta aquí hemos aludido (es decir, el existencialismo tal como me parece que fue mundanamente vivido en el ámbito

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Sartre

universitario de finales de los cincuenta y prime­ros sesenta). Los neoanarquismos insisten en la crítica al estatalismo desde un entendimiento de la

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individualidad más bien solidario que «trágico»; por eso, aunque hay en ellos una preocupación eticista frente al «moralismo» del Estado, esa eti-

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cidad proyecta su construcción más bien sobre el fondo -en definitiva, optimista- de la utopía que en el desolado panorama del absurdo (y eso los distinguiría de los también solidarios, pero a la postre desesperanzados, «humanismos» más o menos existencialistas, como el de Camus).

Podría decirse que entre los actuales anhelos de «vuelta a la naturaleza» -que implican algo así como una crítica al «error industrial»- y el em­peño heideggeriano en curarse del «olvido del ser» y volver a las fuentes -a una suerte de inocencia filosófica «auroral»- pudiera haber concomitan­cias. Pero, aparte la clásica dificultad de llamar con propiedad «existencialista» a Heidegger (en el sentido de que su vocación última habría sido la de establecer una ontología, más que la de ate­nerse a lo puramente «óntico», y, por tanto, la de sobrepasar aquel plano que lo que mundanamente hemos llamado «existencialismo» reconoce no poder sobrepasar), ¿no sería esa coincidencia ex­cesivamente genérica como para poder hablar de «vuelta a Heidegger»? ¿No coincidiría esta pre­tensión repristinadora con muchas más cosas, sinos movemos en este plano de generalidad? Nos parece muy probable, así como muy improbable que hayan leído siquiera a Heidegger nuestros ac­tuales ecologistas y asimilados.

Con todo, a veces da la impresión de que otros fenómenos actuales, como por ejemplo el espíritu del «desencanto de mayo del 68» recorren vías no muy lejanas de la existencialista, en algunos de sus representantes. Una vez más, parece reprodu­cirse la experiencia' del «desamparo» -aunque ahora no sea religiosa, sino filosófico-política, la matriz de donde se sienten arrojados- y, por ende, la actitud crítica semeja huérfana de criterio, im­plantada frente a la «opacidad», una vez más. Como éstas son observaciones provincianamente implantadas, a su vez, debo decir que mi última objeción contra la asimilación al «existencialismo» de tales actitudes descansa en lo que un amigo mío llamaría «una cuestión de tono». Ya queda dicho que «aquel» existencialismo envolvía más cosas que filosofemas. En el recuerdo de las vi­vencias que conllevaba, cuentan quizá tanto las músicas de Ferré o Brassens como ciertos textos de Sartre. Con Juan Cueto he hablado varias ve­ces del «sonido francés» de aquellos años, al que algunos hemos permanecido relativamente fieles y que nos ha provocado una curiosa semiindiferen­cia ante el ulterior y avasallador «sonido anglosa­jón». ¿Está aquí, en realidad, la diferencia? ¿Es aquella modalidad de lirismo lo irrecuperable? Al hablar del reviva/ existencialista no puedo por menos que pensar que lo de ahora es otra cosa. En todo caso, aquella música no suena, y apenas es posible pensar -sin sonreír- en que las artes amandi provincianas de entonces puedan ejempli­ficar ahora la doctrina de la mauvaise foi ... Aunque quizá todo sea una burdaequivocación; quizá, en efecto, todo se repita, sólo que uno no es ya joven.