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El desarrollo económico: experiencias y teorías
Fernando Collantes
El siguiente texto está destinado a los alumnos de la asignatura “Economía del desarrollo” del Máster Iberoamericano de Cooperación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Cantabria, curso 2013/14. Si desea utilizar este texto fuera de ese ámbito, por favor contacte previamente con el autor: [email protected]
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Índice
1 ¿Cómo llegaron a desarrollarse los países hoy desarrollados? 2
2 Modelo agroexportador y atraso económico antes de 1945 24
3 Los antecedentes de la economía del desarrollo 44
4 Los intentos de industrialización por parte de países pobres
antes de 1945 57
5 Los inicios de la economía del desarrollo 75
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1 ¿Cómo llegaron a desarrollarse los países hoy
desarrollados?
El “mundo rico” es una creación histórica reciente. Hasta finales del siglo XVIII,
cuando se produjo el desencadenamiento de la revolución industrial británica, las
diferencias en el nivel de desarrollo de unas y otras regiones del mundo eran pequeñas.
Por todas partes las sociedades se caracterizaban por bajos niveles de ingreso per cápita,
lentos e irregulares ritmos de crecimiento económico, bajas esperanzas de vida y bajos
niveles educativos. De acuerdo con los criterios que hoy utilizamos para medir el
desarrollo de los países, no existía un mundo rico y un mundo pobre: todos los países
eran países poco desarrollados. La revolución industrial británica no transformó esta
situación de manera tan rápida como sugeriría su equívoca denominación, pero sí fue el
punto de partida de un mundo diferente. Fue el punto a partir del cual algunas
economías comenzaron a dar el salto al desarrollo a través de un crecimiento económico
sostenido a lo largo del tiempo. Este salto tuvo costes sociales y no benefició por igual a
todos los ciudadanos del mundo rico. Sin embargo, en el medio y largo plazo el
crecimiento económico sostenido permitió elevar sustancialmente el nivel de vida de la
población, situándola en una órbita diferente a la de la población del mundo pobre, es
decir, la población de aquellos países cuyas economías continuaron sumidas en la
inercia estancada de los siglos previos (o bien que, como veremos, rompieron dicha
inercia pero no consiguieron tasas de crecimiento tan altas como los países líderes).
Si queremos comprender el porqué del atraso económico del mundo pobre,
debemos estudiar las fallidas estrategias allí puestas en práctica durante estos últimos
dos siglos y medio, pero antes debemos comprender en qué consistieron las estrategias
que paralelamente permitieron a los países actualmente desarrollados salir de la
pobreza. Ese es el tema de este capítulo, en el que encontraremos una gran variedad de
experiencias históricas. El primer apartado se dedica, como no podía ser de otro modo,
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al caso británico. Los apartados segundo y tercero presentan respectivamente la
experiencia de los países llamados a plantear una amenaza al liderazgo industrial
británico: Alemania y Estados Unidos. El cuarto apartado se dedica a Canadá, Australia
y Nueva Zelanda, países que basaron su desarrollo en una estrategia agroexportadora, lo
cual los convierte en referencia obligada para su comparación con numerosas
economías pobres de los siglos XIX y XX. Finalmente, el quinto apartado trata sobre
Japón, único país no occidental capaz de poner en marcha un proceso de
industrialización antes de mediados del siglo XX y, por ello, caso de gran trascendencia
para el análisis del atraso económico.
La revolución industrial británica
El motor de la revolución industrial británica fue el cambio tecnológico y, dentro
de él, la sustitución de fuentes de energía orgánicas (como la hidráulica y la eólica) por
una novedosa fuente de energía inorgánica: el carbón. Las implicaciones económicas
del carbón fueron mayúsculas, ya que se trataba de una fuente de energía mucho más
potente que las anteriores (podía garantizar una cantidad mucho mayor de energía por
trabajador, lo cual permitía alcanzar niveles mucho mayores de productividad laboral) y
cuyo suministro era más regular (dado que la oferta de carbón no dependía de
fenómenos como la lluvia o el viento) y flexible (dado que el carbón podía ser
almacenado y transportado en función de las necesidades de las empresas). Con el
carbón, la energía, cuello de botella del crecimiento económico en Inglaterra y en todas
partes hasta aquel momento, dejaba de ser un factor limitante.
El carbón llevaba ahí, en el subsuelo, muchos siglos, pero no fue hasta finales
del siglo XVIII cuando su enorme potencial económico comenzó a hacerse realidad.
Desde largo tiempo atrás, los ingleses venían usando el abundante carbón de su
subsuelo como sustituto de la madera (cada vez más escasa como consecuencia del
desarrollo de una economía orgánica avanzada), pero solamente para la calefacción de
las casas. La aplicación del carbón a los procesos productivos industriales requería una
innovación tecnológica decisiva: la aparición de algún tipo de convertidor que fuera
capaz de transformar la energía calorífica generada por la combustión del carbón en
energía cinética capaz de impulsar el movimiento de máquinas. A lo largo del siglo
XVIII se intensificaron los esfuerzos por encontrar un convertidor adecuado y, en la
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década de 1780, se difundió el modelo de convertidor llamado a convertirse en el gran
símbolo de la revolución industrial: la máquina de vapor de James Watt. Se trataba de
una máquina en la que el calor derivado de la combustión del carbón se transformaba en
vapor, y este vapor accionaba un émbolo que, convenientemente conectado a través de
ejes, servía de base para el movimiento de máquinas industriales. Lo mismo podía
utilizarse para agilizar el trabajo en las minas de carbón que para accionar telares en
fábricas textiles (o, como luego ocurriría, para alimentar el movimiento de una
innovación revolucionaria: el ferrocarril).
El binomio formado por el carbón (como fuente de energía) y la máquina de
vapor (como convertidor energético) revolucionó la economía inglesa. La producción
del sector textil se disparó como consecuencia de la aparición de un nuevo “bloque
tecnológico” en el que, además de la nueva fuente de energía y el nuevo convertidor,
figuraban nuevas máquinas que aumentaban enormemente la productividad del trabajo,
tanto en la fase del hilado (fabricación de hilos a partir de la materia prima) como en la
fase del tejido (fabricación de prendas de vestir y otros productos textiles a partir de
hilos). Por su parte, la industria siderúrgica también experimentó su propia revolución,
como consecuencia del descubrimiento de nuevos y mejores procedimientos para
transformar, con la ayuda de la energía del carbón, el mineral de hierro en hierro
fundido. (Un hito decisivo en esta historia fue la invención del horno de pudelado de
Henry Cort.) La primera etapa de la revolución industrial británica, aproximadamente
entre 1780 y 1830, se basó así en el gran dinamismo del sector textil (y, dentro de éste,
especialmente el textil del algodón, cuya tecnología para la mecanización había
avanzado más deprisa) y el sector siderúrgico.
A partir de la década de 1830, el sector del transporte terrestre lideró una nueva
oleada de innovación tecnológica. Hasta entonces, el sector había mantenido una base
energética orgánica (los animales tiraban de carros en los que viajaban las mercancías y
los transportistas) y, como tal, tenía un potencial de crecimiento limitado. En la década
de 1830 entró en funcionamiento el primer ferrocarril moderno, que suponía la
incorporación del binomio carbón-vapor al transporte terrestre. En las décadas
siguientes, la pequeña isla de Gran Bretaña fue llenándose de vías férreas y, con algo de
retraso (pero no demasiado), el resto de países europeos (así como Estados Unidos) se
lanzaron a la construcción de sus sistemas ferroviarios. La revolución que esto supuso
es difícil de exagerar: ahora era más barato y más seguro transportar mercancías, de
donde se derivó un fuerte aumento de las mercancías transportadas. Los mercados
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regionales de cada país, hasta entonces relativamente aislados, pasaron a integrarse más
estrechamente en un único mercado nacional. Se abría así la posibilidad de que la
economía nacional operara con mayores niveles de eficiencia, ya que ganaban un nuevo
impulso los procesos de especialización regional en función de ventajas comparativas
(¿cómo especializarse en sólo unas pocas producciones antes de que la tecnología del
transporte asegurara un abastecimiento barato y regular del resto de mercancías?).
Ahora bien, el éxito británico no se basó exclusivamente en estos sucesivos
ciclos de innovación, sino también en la combinación de los mismos con un crecimiento
de tipo más tradicional en otros sectores menos tocados por los cambios tecnológicos.
Este segundo tipo de crecimiento había venido alimentando la formación de una
economía preindustrial algo más avanzada que las otras (tanto en Europa como en el
mundo en general), y continuó contribuyendo al crecimiento británico durante las
primeras etapas de la industrialización. La aportación de este segundo tipo de
crecimiento, más tradicional y continuista, fue decisiva para que Gran Bretaña evitara
los problemas de dualismo que sufrirían muchas economías subdesarrolladas a lo largo
del siglo XX. El dualismo económico consiste en la existencia de una brecha de
productividad muy grande entre un sector moderno, que utiliza tecnología puntera, y el
resto de la economía, que utiliza tecnología tradicional. La persistencia de situaciones
de dualismo es peligrosa porque tiende a bloquear la continuación del crecimiento
económico a lo largo del tiempo: el estancamiento del sector tradicional termina
generando “cuellos de botella” que obstaculizan progresos ulteriores del sector
moderno. Una agricultura estancada, por ejemplo, genera problemas para el crecimiento
de los sectores industriales porque la pobreza de los agricultores hace que la demanda
de productos industriales sea baja y porque una oferta agraria escasa encarece la
alimentación (y, por tanto, los salarios) de los trabajadores industriales (lo cual reduce la
competitividad del sector en el ámbito internacional).
Este es el peligro que evitó la economía británica durante la revolución
industrial. En lugar de una economía dualista, fue una economía bien articulada. En el
sector industrial, el crecimiento innovador de la industria textil algodonera y la
siderurgia convivía con el crecimiento tradicional de la industria alimentaria (por poner
un ejemplo). Y, en el plano agrario, la senda de progreso abierta durante el siglo XVII
continuó vigente durante buena parte del XIX: no se trataba de un progreso basado en
innovación tecnológica rupturista (como ocurriría a partir de finales del siglo XIX, con
la paulatina introducción de fuentes de energía inorgánicas también en la agricultura),
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sino de una agricultura orgánica avanzada capaz de establecer sinergias entre agricultura
y ganadería. Los vínculos que existían entre estos sectores y los sectores más
innovadores hicieron que el progreso de cada uno de ellos se transmitiera al resto, de tal
modo que se generó un círculo virtuoso de crecimiento.
El ascenso de Alemania como potencia industrial
La industrialización se difundió desde Gran Bretaña hacia el resto de Europa
como una mancha de aceite. La razón básica por la que ello fue así es que, por toda la
región, se generalizaron procesos de innovación tecnológica y cambio institucional que
aceleraron el crecimiento económico. A pesar de que, inicialmente, la legislación
británica prohibía la exportación de maquinaria y conocimientos técnicos (con objeto de
preservar el liderazgo tecnológico del país), las innovaciones tecnológicas de la primera
revolución industrial no tardaron en cruzar fronteras de manera furtiva. Más adelante,
relajadas este tipo de restricciones, la difusión de la innovación tecnológica se convirtió
en una constante dentro de la economía europea. Junto a este cambio tecnológico, por
todas partes encontramos también cambio institucional destinado a implantar una
sociedad de mercado. La revolución iniciada en Francia en 1789 actuó como una
auténtica onda expansiva por todo el continente. El derrumbe del Antiguo Régimen y su
sustitución por una sociedad de mercado favorecieron una asignación más eficiente de
los recursos (al desaparecer diversas regulaciones que restringían el margen de
maniobra de las empresas) y el comportamiento emprendedor (al retribuir las
innovaciones con grandes beneficios a través de unos mercados en expansión).
Tal fue el éxito de la difusión de la industrialización por Europa que, hacia
finales del siglo XIX, Gran Bretaña contaba ya con un competidor que, sobre la base de
un planteamiento económico un tanto diferente, disputaba su supremacía industrial:
Alemania. Para cuando estalló la Primera Guerra Mundial (en 1914), la economía
alemana era probablemente la economía más dinámica de toda Europa. Su PIB per
cápita era aún inferior al británico, pero venía acercándose al mismo desde al menos
1870. Alemania vivió un rápido proceso de industrialización y, de hecho, se convirtió
en uno de los países líderes de la “segunda revolución industrial” a escala mundial (tan
sólo equiparable a la gran potencia industrial no europea: Estados Unidos). En sectores
como la producción de acero o la industria química, las empresas alemanas se
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encontraban entre las punteras desde el punto de vista tecnológico. La economía
alemana no destacó durante el periodo preindustrial, ni tampoco durante la primera fase
de la industrialización. Sin embargo, fue la economía europea que en mayor medida se
incorporó a la segunda revolución industrial.
Este éxito alemán se apoyó en cuatro pilares. En primer lugar, una privilegiada
dotación de recursos minerales. La abundancia de carbón era fundamental para realizar
una rápida transición a una base energética de carácter inorgánico. Ello creaba buenas
perspectivas para el desarrollo de los más diversos sectores; y, unido a la abundancia de
hierro, convertía a Alemania en un candidato claro a convertirse en una gran potencia
siderúrgica.
El segundo factor del éxito alemán fue de naturaleza institucional. A comienzos
del siglo XIX, Alemania no existía como tal: se encontraba fragmentada en un gran
número de pequeños Estados independientes. Cada uno de estos Estados levantaba
fronteras económicas con respecto a sus vecinos: aranceles y otras restricciones al libre
movimiento de mercancías fragmentaban así el espacio económico alemán. Durante la
parte central del siglo XIX, estas fronteras fueron eliminadas como consecuencia de un
proceso de unificación impulsado por el Estado alemán de mayor tamaño y poder
militar: Prusia. En primer lugar se eliminaron, durante la década de 1830, las fronteras
económicas: se creó un área de libre comercio a lo largo y ancho del territorio alemán.
Más adelante, en 1871 se eliminaron las fronteras políticas y Alemania pasó a existir
como tal. La unificación económica y política de Alemania favoreció una asignación
más eficiente de recursos y creó un espacio económico muy amplio en el que podrían
florecer con mayor facilidad las iniciativas innovadoras por parte de las empresas (que
ahora tenían un mayor mercado que conquistar) y los gobiernos (que ahora tenían un
mayor margen para diseñar una estrategia de industrialización).
El tercer pilar del éxito alemán fue de carácter empresarial. La industrialización
alemana fue liderada por grandes grupos empresariales que, fuertemente vinculados al
sector financiero, pusieron en marcha iniciativas muy innovadoras que condujeron a la
segunda revolución industrial. En todo ello se diferenciaba el modelo alemán del
modelo británico. Los grupos empresariales que generaron crecimiento basado en la
innovación en Alemania eran mucho más grandes que las empresas británicas que, bajo
el sistema de fábrica, habían propiciado la revolución industrial. Los grandes grupos
alemanes desarrollaban ambiciosos proyectos empresariales para cuya financiación
requerían el apoyo de no menos grandes grupos bancarios. Se trataba de proyectos que,
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en casos como los de la industria química o la siderurgia del acero, requerían
inversiones iniciales tan costosas que tardaban varios años en comenzar a proporcionar
beneficios. De este modo, frente al modelo británico de pequeños empresarios que se
autofinanciaban a través de la reinversión de sus propios beneficios, el modelo alemán
se basó en la colaboración entre grandes bancos y grandes empresas industriales con
objeto de movilizar grandes sumas de capital en proyectos empresariales a medio y
largo plazo. Este modelo permitió a Alemania acceder al liderazgo tecnológico en
sectores que, como los de la segunda revolución industrial, requerían fuertes inversiones
iniciales. Además, las grandes empresas también estaban mejor preparadas para
organizar actividades de investigación y desarrollo (a través de departamentos creados
específicamente para tal fin), lo cual también era crucial de cara a una segunda
revolución industrial que, a diferencia de la primera, sería muy intensiva en
conocimiento.
El cuarto y último pilar del éxito alemán fue la política económica puesta en
práctica por los gobiernos, que buscaron explícitamente impulsar la industrialización del
país. Dos de los campos más importantes en los que se desarrolló esta acción
gubernamental fueron la política comercial y la política educativa. La política comercial
alemana fue proteccionista, ya que tendió a establecer aranceles elevados para impedir
que la industria de otros países (en especial, la británica) se hiciera inicialmente con el
mercado nacional. El proteccionismo puede ser un arma de doble filo, como
posteriormente han comprobado muchas economías subdesarrolladas a lo largo del siglo
XX. Proteger a los empresarios locales de la competencia extranjera puede conducir al
acomodamiento de los mismos y al mantenimiento de empresas poco eficientes. La
política comercial alemana evitó este peligro porque su proteccionismo se combinaba
con incentivos gubernamentales para que las industrias alemanas fueran madurando,
fueran volviéndose competitivas y, finalmente, fueran capaces de conquistar los
mercados internacionales. Es decir, la política comercial alemana buscó proteger a la
industria naciente como parte de una estrategia más general de creación de una base
industrial competitiva a nivel internacional. Además, esta política comercial se
encontraba bien coordinada con otras políticas económicas, como por ejemplo la
política educativa. Alemania realizó un fuerte esfuerzo de inversión pública en
educación: no sólo educación primaria, sino muy destacadamente educación secundaria
y educación técnica. Como consecuencia de ese esfuerzo inversor, no sólo era la mano
de obra alemana una de las más cualificadas del mundo a comienzos del siglo XX, sino
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que las ideas innovadoras surgían con mayor facilidad que en cualquier otro país
europeo.
La vía estadounidense hacia el desarrollo
También Estados Unidos amenazaba el liderazgo industrial británico a finales
del siglo XIX y comienzos del XX, amenaza que se haría realidad a lo largo de este
último siglo y paralelamente al ascenso del país a la hegemonía geopolítica mundial.
Estados Unidos nacía como país el 4 de julio de 1776, es decir, aproximadamente en el
momento en que la revolución industrial británica estaba arrancando. Algo menos de un
siglo y medio después, para cuando estalló la Primera Guerra Mundial, se había
convertido en una de las economías más desarrolladas del mundo y, probablemente,
había superado a su antigua metrópoli. A diferencia de la mayor parte de sociedades no
europeas, Estados Unidos fue capaz de impulsar un proceso de industrialización.
¿Cuáles fueron las claves de este éxito? Consideraremos sucesivamente cuatro: la
dotación de recursos, el marco institucional, la organización empresarial y la gestión de
las oportunidades y amenazas asociadas a la globalización.
Estados Unidos contaba con una dotación de recursos muy favorable. Por un
lado, contaba en su subsuelo con todos los recursos minerales estratégicos. El carbón y
el hierro eran muy abundantes en la parte nororiental del país, que de hecho se convirtió
en el principal foco de actividades industriales del país. La abundancia de carbón hizo
posible una transición rápida a la economía de base inorgánica, mientras que la
abundancia de hierro facilitó el desarrollo de la siderurgia, uno de los sectores más
innovadores durante la primera y segunda revolución industriales (siderurgia del hierro
y el acero, respectivamente). Por otro lado, la economía estadounidense también se
benefició de la abundancia de tierra cultivable. A lo largo del siglo XIX, los Estados
Unidos emprendieron un formidable proceso de expansión territorial que los llevó de
ser una estrecha franja situada en la costa este de Norteamérica a ser el enorme país que
es hoy día. La “conquista del oeste”, la paulatina expansión de la frontera
estadounidense hacia el oeste, incorporó al país amplísimas extensiones de tierra
susceptible de ser cultivada. En su mayor parte, se trataba de tierras en las que podía
desarrollarse una agricultura de clima templado, similar a la europea. Buena parte de las
nuevas regiones del Oeste estadounidense se especializaron así en la producción de
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alimentos, con los cereales a la cabeza. En general, la disponibilidad de tierra permitió
crear explotaciones agrarias grandes, capaces de aprovechar economías de escala y
deseosas de incorporar innovaciones ahorradoras de mano de obra (con objeto de evitar
los elevados salarios que debían pagarse en una situación de escasez relativa de mano de
obra). Los agricultores estadounidenses se colocaron así entre los más productivos del
mundo, muy por delante de los europeos.
Sin embargo, ni la industria ni la agricultura habrían crecido tan deprisa de no
haber contado Estados Unidos con un marco institucional favorable. Al fin y al cabo,
también otras partes del mundo contaban con una buena dotación de recursos y, sin
embargo, fueron pocas las que lograron imitar a Europa e iniciar un proceso de
industrialización. Desde el mismo momento de su nacimiento como país independiente,
los Estados Unidos se dotaron de un marco institucional basado en los principios del
liberalismo económico. Mientras que en Europa la formación de la sociedad de mercado
fue la consecuencia de un complejo proceso de erosión por parte de Estados y mercados
de un antiguo régimen heredado del feudalismo, Estados Unidos partió de una sociedad
de mercado. Hay que tener en cuenta que el marco institucional de la economía colonial
estadounidense había sido definido por su metrópoli, lo cual quiere decir que, a imagen
y semejanza de Inglaterra, las colonias norteamericanas realizaron una precoz transición
a la sociedad de mercado durante el tramo final del periodo preindustrial. Sobre esa
base, la Declaración de Independencia de 1776 y, sobre todo, la Constitución de 1787
(aún vigente en la actualidad) consolidaron definitivamente los principios del
liberalismo económico. Esto resultó fundamental para que los estadounidenses fueran
capaces de traducir los formidables recursos naturales del país en crecimiento
económico. En ausencia de inercias institucionales heredadas de un antiguo régimen
(inercias que en muchos países europeos habían sido la consecuencia del necesario
pacto político entre liberales y conservadores), la sociedad de mercado favoreció una
asignación eficiente de recursos y, lo que es más importante, creó los incentivos para la
creatividad tecnológica y la generalización de comportamientos emprendedores. En
especial a partir de la segunda revolución industrial, Estados Unidos hizo mucho más
que replicar el proceso de industrialización de los países líderes europeos: tomó la
delantera desde el punto de vista tecnológico.
El ascenso de Estados Unidos al liderazgo tecnológico fue protagonizado por
grandes corporaciones. A diferencia de una fábrica inglesa de comienzos del siglo XIX,
que realizaba una única tarea del proceso productivo, las grandes empresas
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estadounidenses de finales de siglo integraban numerosas producciones, llegando en
algunos casos a convertirse en auténticos gigantes en los que una gran cantidad de
departamentos realizaba una gama muy amplia de tareas. Esto incluía no sólo diversas
tareas manufactureras (desde la transformación inicial de las materias primas hasta las
partes finales del proceso de acabado del producto), sino también un número creciente
de tareas intelectuales relacionadas con la organización de la compleja actividad
empresarial. De hecho, la complejidad tecnológica (en el marco de una segunda
revolución industrial intensiva en conocimiento) y organizativa (dada la
multifuncionalidad) de la actividad empresarial hizo que la mayor parte de grandes
empresas pasaran a estar dirigidas por directivos profesionales. Si en la fábrica inglesa
el propietario y el director eran la misma persona, en las grandes empresas
estadounidenses ambas figuras comenzaban a separarse: por un lado, los accionistas
(propietarios que no tomaban decisiones cotidianas sobre el funcionamiento de la
empresa) y, por el otro, los directivos (que tomaban dichas decisiones sin ser
necesariamente propietarios de la empresa).
El ascenso de este tipo de estructura empresarial fue posible gracias a las
enormes dimensiones del mercado interior estadounidense, que permitían explotar
economías de escala: la producción de grandes tandas permitía repartir los elevados
costes fijos entre un gran número de unidades productivas, haciendo posible una
paulatina reducción del coste medio de fabricación. Para ello, los empresarios
estadounidenses desarrollaron una auténtica revolución organizativa, que los llevó a
planificar con mayor detalle las distintas tareas realizadas dentro de la empresa. La
revolución pasaba por implantar un sistema de fabricación en serie: fabricar grandes
tandas homogéneas de componentes estandarizados. Revolucionando la organización
empresarial, los empresarios estadounidenses instalaron cadenas de montaje por las que
se movían los productos intermedios para ser objeto de sucesivas transformaciones por
parte de los trabajadores, cuya posición se mantenía invariable. La revolución
organizativa fue más allá, ya que los gigantes empresariales destinaban una fracción
sustancial de recursos al fomento de actividades de investigación y desarrollo, con
objeto de continuar desplazando la frontera tecnológica. Se crearon así departamentos
específicos de investigación, formados por personal altamente cualificado y
especializado. En estas condiciones, las empresas grandes tenían todo a su favor para
eliminar del mercado a las empresas pequeñas. Y este mundo de competencia
imperfecta (en el que unas pocas empresas ocupaban posiciones de monopolio u
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oligopolio) fue más capaz de generar innovación tecnológica y crecimiento económico
que el mundo de competencia perfecta propio del sistema de fábrica (en el que ninguna
empresa era tan grande como para ejercer poder de mercado). De hecho, las grandes
empresas estadounidenses accedieron, junto con las grandes empresas alemanas, al
liderazgo tecnológico mundial a partir de finales del siglo XIX, al mismo tiempo que las
estructuras empresariales y sociales de Gran Bretaña, que tanto habían favorecido el
desarrollo de la primera revolución industrial, parecían ahora menos propicias.
Finalmente, la cuarta clave del éxito estadounidense fue el manejo que la
política económica hizo de las oportunidades y amenazas asociadas a la globalización
del siglo XIX. Estados Unidos aprovechó las oportunidades y se protegió de las
amenazas. Las oportunidades eran básicamente dos. En primer lugar, la posibilidad de
mejorar la dotación de factores a través de la recepción de inversiones extranjeras e
inmigrantes. En torno a 1800, Estados Unidos tenía gran disponibilidad de tierra, pero
gran escasez de los otros dos factores productivos: capital y mano de obra. El
crecimiento económico del país a lo largo del siglo XIX se vio acelerado por la llegada
de capitales y trabajadores de otros países. Las inversiones extranjeras, particularmente
británicas, sirvieron para inyectar capital en la industria y los ferrocarriles
estadounidenses, permitiendo así un desarrollo más vigoroso de estos sectores de lo que
habría sido posible en condiciones de aislamiento. La inmigración, por su parte,
permitió que los empresarios no se enfrentaran a una escasez de mano de obra tan
acusada y que se pusieran en cultivo tierras que, de otro modo, habrían permanecido sin
explotar (sobre todo en el Oeste).
La otra gran oportunidad que, en términos de crecimiento económico, ofrecía la
globalización era la posibilidad de que Estados Unidos se erigiera en un gran exportador
de productos agrarios con destino a Europa. En la Europa del siglo XIX, el crecimiento
de la población (fruto de la transición demográfica) y los procesos paralelos de
industrialización y urbanización aumentaron la demanda de productos agrarios,
generando tensiones porque la oferta europea no era suficientemente elástica (dadas sus
limitaciones geográficas e institucionales). Conforme la mejora de los medios de
transporte a lo largo del siglo XIX permitió conectar de manera relativamente poco
costosa a los consumidores europeos con productores agrarios situados en las extensas
tierras templadas de Norteamérica u Oceanía, se creó la posibilidad de grandes
exportaciones agrarias de Estados Unidos hacia Europa. Aunque la mayor parte de
gobiernos europeos terminaron virando hacia el proteccionismo para evitar los efectos
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adversos de estas exportaciones sobre los agricultores nacionales, las exportaciones
agrarias contribuyeron al crecimiento estadounidense, más si cabe si tenemos en cuenta
que el mercado británico (el más importante dentro de Europa, teniendo en cuenta su
tamaño y el elevado poder adquisitivo de la población) permaneció completamente
abierto. Además, las exportaciones agrarias estadounidenses también crecieron
notablemente a lo largo del siglo XIX como consecuencia de la demanda de algodón
que siguió al arranque de los procesos de industrialización europeos. El textil
algodonero era uno de los sectores más innovadores de la revolución industrial en
Europa, pero los empresarios europeos debían importar la materia prima de regiones
tropicales o semi-tropicales adecuadas para su cultivo. Las plantaciones del sur de
Estados Unidos cubrieron una parte importante de esta demanda internacional.
Sin embargo, la globalización también ponía sus amenazas sobre la mesa. En
particular, se planteaba el mismo problema que en la Alemania de mediados del siglo
XIX: ¿podrían las industrias nacientes soportar la competencia de las industrias ya
maduras de países más desarrollados? Estados Unidos optó por una política
proteccionista, que obstaculizó la entrada de importaciones industriales del extranjero a
través del establecimiento de tasas arancelarias elevadas. Como en Alemania, el
objetivo era contribuir a la diversificación de la economía del país, de tal modo que en
el medio plazo se constituyera una base industrial competitiva a escala internacional.
Los costes del proteccionismo fueron muy pequeños en el caso de Estados Unidos, ya
que disponía de un amplísimo mercado interior. Desde el punto de vista estático, la
expansión e integración de dicho mercado interior, con la ayuda de un eficaz sistema de
transportes, fue suficiente para generar una asignación eficiente de los recursos. Y,
desde el punto de vista dinámico, el deseo de explotar dicho mercado interior y sus
economías de escala incentivó suficientemente la innovación tecnológica y organizativa
por parte de las empresas.
El éxito del modelo agroexportador en Canadá y Oceanía
Canadá, Australia y Nueva Zelanda comparten algunas características que nos
permiten hablar de ellos como “nuevos países occidentales” (en adelante, NPO).
Originalmente, estos territorios se encontraban débilmente poblados por tribus
indígenas con bajos niveles de complejidad tecnológica e institucional. A raíz del
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14
descubrimiento de América y, sobre todo, a partir del siglo XVII, colonos europeos
(franceses, holandeses y, sobre todo, británicos) comenzaron a instalarse en la costa este
de Norteamérica. Lo mismo ocurrió en Oceanía a partir de finales del siglo XVIII. El
resultado del colonialismo europeo no fue la formación de una sociedad mixta que
integrara a la población indígena y a la población europea. Más bien, la población
indígena fue combatida y arrinconada, con el resultado de que el colonialismo dio lugar
a países “nuevos” cuyas bases sociales eran claramente “occidentales”. (En realidad,
Estados Unidos también formaría parte de este grupo de países.)
Tanto en Canadá como en Australia o Nueva Zelanda, las densidades de
población eran muy bajas a finales del siglo XVIII, como consecuencia del escaso grado
de desarrollo de las sociedades indígenas y las pequeñas dimensiones de las
comunidades de colonos ingleses y franceses. En consecuencia, la tierra era abundante,
y los colonos europeos se expandieron sobre ella marginando o exterminando a
poblaciones indígenas. Además, y como en Estados Unidos, la influencia institucional
de la metrópoli británica era muy grande: las comunidades de colonos se movían en
algo bastante más parecido a una sociedad de mercado que a una sociedad estamental
(tipo antiguo régimen). Finalmente, en todos los casos la globalización fue decisiva para
que esa dotación de recursos y ese marco institucional cristalizaran en la senda de
desarrollo conocida por estos países.
De hecho, esta senda ha pasado a ser una especie de estándar para el análisis del
desarrollo de economías inicialmente atrasadas. Nos referiremos a este estándar como el
“modelo agroexportador” o el “crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias”.
El modelo consta de dos fases: en la primera, el país se especializa en la exportación de
productos agrarios hacia los mercados de países más desarrollados; en la segunda, los
beneficios derivados de las exportaciones agrarias se transmiten a través de diversos
encadenamientos hacia los sectores no exportadores, como por ejemplo la industria
nacional.
La primera de las fases se cumplió de manera muy exitosa tanto en Canadá
como en Australia y Nueva Zelanda, que presenciaron un gran crecimiento de sus
exportaciones agrarias a lo largo del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial. Las
causas fueron tres. En primer lugar, la dotación de recursos era favorable para ello.
Como las densidades de población eran bajas, la tierra era muy abundante. Así, aunque
una parte de la superficie de estos países era poco productiva en términos agrarios (las
zonas árticas de Canadá, los desiertos de Australia), los tres países disponían de amplias
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15
superficies en las que podía desarrollarse una agricultura de clima templado. De este
modo, los agricultores canadienses, australianos y neozelandeses podían dedicarse, por
ejemplo, a producir cereales (trigo, cebada) o productos ganaderos (lana, carne).
El segundo factor fue el estímulo de la globalización. La globalización
proporcionó mercados en los que colocar un volumen creciente de exportaciones
agrarias. En países con una población tan reducida, la demanda interna era modesta, y
buena parte de la superficie potencialmente cultivable permanecía ociosa. El estímulo
debía provenir de la demanda exterior, y eso es lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX.
La demanda europea de productos agrarios iba en aumento por diferentes motivos. La
población estaba creciendo como consecuencia de la transición demográfica y, además,
es probable que la demanda per cápita también estuviera creciendo como consecuencia
del incremento de la renta asociado al proceso de industrialización y al cambio
ocupacional asociado a la urbanización. La tierra era escasa en Europa, y una
combinación de obstáculos geográficos e institucionales impedía que la oferta agraria
europea se expandiera tan deprisa como la demanda. En otros términos, la ventaja
comparativa de Europa (sobre todo, de Europa noroccidental) estaba cada vez más en la
producción industrial, y podía explotarse de manera más plena si se importaban
productos agrarios baratos procedentes de los NPO, cuyas condiciones ambientales les
permitían producir las mercancías demandadas por los europeos. (Este razonamiento fue
especialmente claro en el caso británico, la economía con mayor tradición industrial y
en la que más había avanzado el cambio ocupacional; la economía que, por lo tanto,
menos amenazada podía verse por la conquista de sus mercados agrarios por parte de
los NPO.) Para que esta complementariedad teórica entre la Europa más desarrollada y
los NPO se hiciera realidad, tan sólo era necesario que el coste del transporte fuera
cayendo hasta el punto de hacer rentables las exportaciones a larga distancia de
productos agrarios. (Hay que tener en cuenta que estos productos eran bastante pesados
en relación a su precio final, por lo que eran relativamente caros de transportar). Cuando
sucesivas innovaciones tecnológicas hicieron posible una espectacular reducción de los
costes del transporte entre Europa y sus potenciales socios comerciales en Norteamérica
y Oceanía, el resultado fue una no menos espectacular expansión de las exportaciones
agrarias en estos últimos territorios.
Por otro lado, la globalización no sólo proporcionó mercados en los que colocar
exportaciones intensivas en tierra (el factor productivo más abundante en los NPO), sino
que también alivió las carencias de estos países en cuanto a capital y mano de obra (sus
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16
factores escasos). Como en el caso de Estados Unidos, la recepción de inversiones
extranjeras e inmigrantes aceleró considerablemente el desarrollo, ya que permitió
poner en valor con mayor rapidez los abundantes recursos naturales disponibles. En
caso de haber dependido de sí mismos para hacer crecer su dotación de capital y mano
de obra, los NPO habrían tardado mucho más en lograr tal crecimiento de sus
exportaciones agrarias.
Finalmente hubo un tercer factor clave en el crecimiento de las exportaciones
agrarias: el marco institucional. Canadá, Australia y Nueva Zelanda disponían de
potencial para convertirse en grandes exportadores agrarios, y la globalización abría la
puerta a que tal potencial se hiciera realidad. Pero, sin un marco institucional favorable,
es probable que las exportaciones agrarias no hubieran crecido tan deprisa como lo
hicieron. (De hecho, el caso de América Latina, en el que la tierra también era
abundante pero las exportaciones agrarias crecieron bastante más lentamente, así lo
sugiere.) El marco institucional de estos NPO estaba, como el de Estados Unidos,
ampliamente influido por el marco institucional de su metrópoli británica. De hecho,
estos tres países, aunque ganaron una progresiva autonomía política durante el siglo
XIX largo, continuaron perteneciendo al Imperio británico en condición de dominios
dependientes.
El crecimiento de las exportaciones agrarias fue la base del desarrollo
económico en Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En Canadá, además, fue la base de
un posterior proceso de industrialización. El crecimiento de las exportaciones agrarias
(básicamente cereales, aunque también madera) se transmitió de manera fluida hacia
otros sectores y, a comienzos del siglo XX, Canadá contaba con una base industrial
relativamente diversificada, que incluía desde bienes de consumo (como los alimentos y
los textiles) hasta bienes de inversión (como la maquinaria agraria). La transmisión del
crecimiento desde las exportaciones agrarias hacia el sector industrial tuvo lugar a
través de encadenamientos hacia delante, hacia atrás y por el lado del consumo. Hacia
delante, el crecimiento de la oferta agraria estimuló el desarrollo de las industrias
agroalimentarias, que transformaban las materias primas en productos alimenticios para
la población local. Hacia atrás, el crecimiento agrario condujo al crecimiento de los
sectores que fabricaban maquinaria y fertilizantes químicos para los agricultores. Por el
lado del consumo, la creciente renta de los exportadores agrarios estimuló el
surgimiento de diversas industrias encaminadas a satisfacer una creciente demanda local
de productos básicos.
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17
Todos estos encadenamientos fueron posibles gracias a dos factores. En primer
lugar, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias estaban distribuidos de
manera bastante equitativa, ya que la propiedad de la tierra estaba distribuida de manera
también bastante equitativa. En caso de que los beneficios derivados de la exportación
hubieran estado concentrados en una reducida elite de terratenientes, los
encadenamientos del crecimiento exportador con el resto de sectores de la economía
local habrían sido mucho más débiles, ya que la demanda de nuevos productos
industriales (para el consumo o para su utilización en el propio sector agrario) habría
estado circunscrita a una fracción mucho menor de la población. En cambio, la
existencia de una estructura social relativamente equitativa favoreció la transmisión del
crecimiento del sector exportador a otros sectores de la economía local.
Y, en segundo lugar, esta transmisión también se vio favorecida por la política
proteccionista adoptada por el gobierno canadiense. Como en Estados Unidos, se trataba
de proteger a las industrias nacientes con objeto de favorecer la diversificación de la
base económica del país y evitar que la economía se quedara atrapada en su situación
inicial de economía agroexportadora. Al igual que en Estados Unidos, los costes de esta
política comercial fueron reducidos porque el mercado interno era suficientemente
amplio; además, el progresivo estrechamiento de relaciones económicas entre los
empresarios de Canadá y Estados Unidos contribuyó a facilitar la difusión tecnológica y
evitar así uno de los peligros de las políticas proteccionistas: la generación de
estructuras productivas ineficientes y poco competitivas a escala internacional.
Japón: “Enriquecer el país, fortalecer el ejército”
La historia del desarrollo japonés comienza antes de la industrialización: los
últimos siglos de la economía preindustrial japonesa, el llamado periodo Tokugawa
(1600-1868), se caracterizaron ya por un cierto dinamismo: en la agricultura, en la
manufactura, en el comercio interior… En realidad, este tipo de crecimiento tradicional
alimentó a la economía japonesa hasta finales del siglo XIX y, además, dejó como
herencia algunos elementos positivos que serían aprovechados para el posterior
desarrollo de un proceso moderno de industrialización. Pero fue sobre todo esta
industrialización la que, durante las décadas finales del siglo XIX y la primera mitad del
siglo XX, marcó la diferencia con el resto de economías no occidentales. En 1868, la
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restauración Meiji impulsó un cambio institucional destinado a acabar con los frenos al
crecimiento propios del antiguo régimen. La industrialización moderna comenzó a tirar
de la economía japonesa a partir de la última década del siglo XIX y, desde entonces y
hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la economía japonesa convergió con
las economías más desarrolladas del mundo (salvo Estados Unidos). A la altura del
ataque sobre Pearl Harbor, Japón no había conseguido eliminar la brecha que la
separaba de dichas economías, pero presentaba varias décadas de crecimiento
ininterrumpido a un ritmo notable. Además, Japón había comenzado a registrar los
cambios estructurales asociados al desarrollo económico: el peso del empleo agrario
había comenzado a caer, los movimientos migratorios campo-ciudad habían impulsado
el aumento de la tasa de urbanización, y las exportaciones del país habían dejado de ser
exportaciones de productos primarios (como la seda, principal producto de exportación
a finales del XIX) y habían pasado a ser exportaciones de productos industriales. Uno
de los lemas de la restauración Meiji había sido “enriquecer el país, fortalecer el
ejército”, y eso es justamente lo que ocurrió en Japón durante las décadas previas a la
Segunda Guerra Mundial.
A partir de 1868, el reto de industrializar Japón fue percibido por las renovadas
elites del país como un imperativo geopolítico. China, largamente considerada como
punto de referencia en la historia japonesa, había perdido las guerras del opio como
consecuencia de la superioridad industrial-militar de Gran Bretaña, y el resultado había
sido, además de la humillación nacional, el descenso del país a un estatus semi-colonial.
Si, en momentos previos de la historia japonesa, China había marcado el camino a
seguir, en torno a 1868 China representaba el destino a evitar. La presión de las
potencias occidentales para que Japón se abriera al exterior iba haciéndose cada vez más
fuerte. ¿Qué camino tomar? ¿Una versión japonesa de las guerras del opio: un vano
intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología occidental más avanzada?
¿O, mejor, fomentar un proceso de industrialización que con el tiempo permitiera a
Japón convertirse en un primer actor en la escena internacional? La estrategia japonesa
de industrialización se basó en una política económica en la que predominó el elemento
de coordinación y facilitación por encima del elemento de mandato y control, al menos
durante el periodo que va desde 1868 hasta el ascenso de un militarismo
intervencionista en la década de 1930. Las reformas Meiji se desarrollaron en cuatro
áreas estratégicas: marco institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema
fiscal.
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19
Lo primero era abolir el marco institucional pre-moderno de la era Tokugawa.
Los dominios dejaron de ser las unidades político-administrativas en que se organizaba
el país: pasaron a serlo unas prefecturas básicamente similares a las modernas
provincias de los países europeos. En otras palabras, la capacidad de las elites agrarias
para absorber excedente dependería ahora de su capacidad para obtener rentas o
beneficios en la agricultura (o, si lo deseaban, en otros sectores), pero dejaba de estar
ligada a su posición como estamento privilegiado con funciones administrativas. Por
otro lado, se estableció la plena libertad de ocupación y residencia, al tiempo que la
libertad de mercado se vio reforzada por la abolición de los gremios. Básicamente,
Japón emprendió un proceso de liberalización a gran escala, no ya en el mercado de
productos, sino muy especialmente en el mercado de factores, otorgando una mayor
libertad económica a los trabajadores, empresarios y terratenientes para decidir sobre los
usos de sus factores productivos (mano de obra, capital y tierra).
Este nuevo marco institucional se consideraba adecuado para fomentar el
desarrollo económico y, muy especialmente, para impulsar el proceso de
industrialización del que tanto dependía la suerte geopolítica del país. La política Meiji
de promoción industrial fue inicialmente una política de promoción directa: creación de
empresas públicas en sectores considerados estratégicos, como la construcción naval, la
minería, la industria textil… Pero, a pesar del esfuerzo realizado por los gobernantes
Meiji para que funcionaran con la tecnología más avanzada, estas empresas resultaron
un fiasco, en parte (y como en otros casos históricos de promoción industrial directa)
debido a sus altos costes de gestión y a los problemas para encajar en los cambiantes
patrones de demanda. En la década de 1880, casi veinte años después de la restauración
Meiji, la economía japonesa seguía creciendo básicamente gracias al mismo tipo de
crecimiento tradicional de comienzos de siglo. ¿Había fracasado el intento de impulsar
una revolución industrial?
Se abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de promoción
industrial. El gobierno pasó a desarrollar una amplia gama de acciones cuyo fin era
promover la industrialización de manera indirecta. El asunto clave era conseguir que la
tecnología occidental, más avanzada, pudiera servir de base para un proceso de
industrialización liderado por empresas japonesas. Lo primero era contribuir a la
formación de un tejido empresarial capaz de enfrentarse al desafío. En la década de
1880, el gobierno comenzó a vender a precio de saldo la mayor parte de sus empresas
públicas, y de aquí surgieron algunos de los grandes conglomerados industriales que en
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lo sucesivo (y hasta el día de hoy) marcarían la historia económica japonesa. Estos
grandes conglomerados, los zaibatsu, se expandieron a lo largo del periodo Meiji y
hasta la Segunda Guerra Mundial y proporcionan una de las principales corroboraciones
históricas de la idea del economista austriaco Joseph Schumpeter de que las grandes
empresas operando en régimen de competencia imperfecta (o incluso de monopolio)
pueden generar un dinamismo tecnológico superior al de las pequeñas empresas que
viven en el mundo de la competencia perfecta.
Los zaibatsu desempeñarían el crucial papel de impulsar las exportaciones
japonesas de productos industriales, aprovechando los bajos salarios de Japón en
relación a Europa occidental o Estados Unidos. Para ello, se apoyaron inicialmente en
una política gubernamental de protección a la industria naciente y sustitución de
importaciones. Sobre la base de este apoyo inicial, que también incluía la concesión de
créditos blandos a sectores industriales considerados estratégicos, la economía japonesa
fue escalando posiciones en la jerarquía de actividades de la economía mundial: de ser
inicialmente una economía exportadora de productos primarios (como la seda) e
importadora de tecnología y maquinaria extranjeras, Japón pasó a ser una exportadora
de productos industriales.
Pero son demasiados los países del Tercer Mundo que, a lo largo del siglo XX,
intentarían hacer esto mismo con resultados decepcionantes. Son demasiados los países
que levantarían barreras arancelarias y otorgarían subvenciones a sus empresarios
industriales “estratégicos” para finalmente encontrarse con un tejido empresarial
adormecido, unos desequilibrios macroeconómicos preocupantes, una cohesión social
menguante y, en breve, unos resultados de desarrollo muy por debajo de las
expectativas. El Japón Meiji evitó este destino porque sus gobernantes combinaron la
política comercial con otras políticas de coordinación y facilitación que buscaban
impulsar la difusión tecnológica, el dinamismo empresarial y la cohesión social. La
incorporación de tecnología extranjera requería una inversión extra en capital humano, y
los gobiernos Meiji destacaron por su relevante esfuerzo en esta materia: haciendo la
educación primaria obligatoria, impulsando la educación en niveles posteriores,
enviando temporalmente a los mejores estudiantes del país a ampliar sus conocimientos
en el extranjero… Esto contribuyó a la cohesión social del país y mejoró la cualificación
de la mano de obra empleada en las empresas, evitando que la falta de formación
actuara como cuello de botella en el proceso de asimilación de tecnología extranjera. A
estas inversiones en capital humano se unieron posteriormente cuantiosas inversiones en
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21
infraestructuras de transporte e infraestructuras urbanas. Todo ello mejoró el ambiente
en el que los empresarios privados tomaban sus decisiones de inversión.
Además, el proceso de asimilación tecnológica no se entendió como un
trasplante directo de las tecnologías y modelos empresariales de los países más
avanzados, sino como un proceso de descubrimiento del modo en que las nuevas
tecnologías disponibles podían contribuir al desarrollo de la sociedad japonesa. ¿Tenía
sentido realizar un transplante directo cuando la dotación de factores de Japón era
diferente a la de Estados Unidos o Europa noroccidental? Muchas de las innovaciones
tecnológicas estadounidenses, por ejemplo, habían nacido como respuesta a la escasez
relativa de mano de obra. El trasplante directo de tales innovaciones a la economía
japonesa, caracterizada (como cualquier otra economía inicialmente poco desarrollada)
por la abundancia relativa de mano de obra, podría haber generado problemas de
cohesión social, al generar una escisión demasiado pronunciada entre un sector
industrial moderno, operando con tecnologías muy intensivas en capital y generando
grandes aumentos de productividad, y el resto de la economía, con características
opuestas. Japón evitó este escenario porque su tejido industrial no se reducía al mundo
de los zaibatsu: contaba también con un denso tejido de pequeñas y medianas empresas
que asumían actividades intensivas en mano de obra y eran menos intensivas en
tecnología. Estas pequeñas y medianas empresas alcanzaban menores niveles de
productividad y ofrecían menores salarios a sus trabajadores, pero, a través de sus
efectos sobre el empleo, realizaron una contribución decisiva a la cohesión social de
Japón en una época, la del arranque de la industrialización, que siempre origina
convulsiones. Además, no se trataba de empresas estáticas: se esforzaban por incorporar
tecnología nueva (aunque fuera a través de la nada infrecuente práctica de la compra de
maquinaria usada) y, a través de sus relaciones de subcontratación con el mundo de los
zaibatsu, entraban en contacto con las fuerzas de cambio más generales que empujaban
a la economía japonesa.
Recapitulando: la restauración Meiji introdujo un nuevo marco institucional más
favorable al crecimiento económico moderno y desarrolló diversas políticas de
coordinación encaminadas a crear un tejido industrial que asimilara la tecnología
extranjera y fuera capaz al mismo tiempo de ser competitivo en la esfera internacional y
socialmente integrador en la esfera nacional. Pero, ¿de dónde salían los fondos públicos
para financiar estas políticas? El candidato estaba claro: el sector agrario. A la altura de
1868, éste era el sector más grande de la economía japonesa: ¿cómo no intentar extraer
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de él la mayor parte de los ingresos fiscales? O, yendo un paso más hacia delante: ¿por
qué no implantar un sistema fiscal discriminatorio, de tal modo que las diferencias
intersectoriales de tipos impositivos implicaran una transferencia de recursos desde la
agricultura hacia los sectores industriales estratégicos? Se calcula que, a comienzos del
siglo XX, los impuestos absorbían casi el 30 por ciento del ingreso de un campesino
medio, frente a tan sólo un 14 por ciento del ingreso medio de un empresario de la
industria o el comercio. A través del sistema fiscal, los gobiernos Meiji transferían
recursos desde la agricultura hacia la industria emergente.
De nuevo nos encontramos ante una idea que el siglo XX mostraría fracasada en
demasiados países del Tercer Mundo. La experiencia de muchos países en América
Latina y África, en especial tras la Segunda Guerra Mundial, muestra que utilizar la
agricultura como simple sumidero del que extraer recursos para los sectores que se
consideran susceptibles de impulsar el desarrollo es una estrategia peligrosa. El
descuido de la agricultura y el sesgo pro-urbano de las políticas desarrollistas generó en
muchos casos un aumento de la pobreza rural y una intensificación de la migración
campo-ciudad que desbordó la capacidad de absorción de las ciudades y creó bolsas de
marginalidad económica y social en las mismas. Si Japón evitó este destino, ello se
debió a que su política económica, a pesar de identificar al sector industrial como sector
estratégico y poner en pie un sistema fiscal discriminatorio, no se olvidó del sector
agrario.
Consciente de que el crecimiento agrario era decisivo para sostener la incipiente
urbanización del país y (dado el alto porcentaje de población agraria) fortalecer la
cohesión social en un momento de grandes transformaciones, la política económica
Meiji potenció la senda de crecimiento agrario que venía recorriéndose ya durante el
tramo final de la era preindustrial. Un tipo de crecimiento que hacía uso intensivo del
factor abundante (la mano de obra) y buscaba elevar al máximo los rendimientos del
factor escaso y, por tanto, susceptible de generar eventuales cuellos de botella (la tierra).
No se trataba de un crecimiento basado en la introducción de maquinaria y tecnologías
ahorradoras de mano de obra (como comenzaba a ocurrir, por ejemplo, en Estados
Unidos, con una dotación de factores distinta), sino un crecimiento basado en la
introducción de mejoras biológicas (variedades más productivas de semillas, por
ejemplo) y la extensión de los sistemas de regadío, al compás de la creciente
comercialización impulsada por la demanda urbana.
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La política agraria buscó hacer compatible esta senda de crecimiento con el
mantenimiento de la cohesión social en el campo. Para ello, se cuidó de vincular esta
senda de cambio tecnológico a la configuración de una estructura agraria a la inglesa,
basada en grandes explotaciones que aprovecharan al máximo las economías de escala.
Al contrario, la política agraria se apoyó cada vez en mayor medida en las explotaciones
familiares de los pequeños y medianos arrendatarios, así como en el fortalecimiento de
las asociaciones y organizaciones locales que, agrupando a estos, les permitían vencer
algunos de los obstáculos (informativos, de poder de mercado) impuestos por su
pequeña escala. Si a ello añadimos el esfuerzo realizado por el Estado en materia de
educación rural, el resultado fue una senda de cambio agrario que compatibilizó
dinamismo productivo y cohesión social. Teniendo en cuenta, además, el dualismo del
tejido industrial, con muchas pequeñas y medianas empresas operando en áreas rurales
hasta bien entrado el siglo XX, la cohesión de la sociedad rural se vio reforzada por la
existencia de oportunidades de empleo fuera de la agricultura, que permitieron a las
familias campesinas poner en práctica estrategias de pluriactividad.
Para saber más… Pipitone, U. 1994. La salida del atraso: un estudio histórico comparativo. México,
Fondo de Cultura Económica. Pollard, S. 1991. La conquista pacífica: la industrialización de Europa, 1760-1970.
Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
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24
2 Modelo agroexportador y atraso económico antes de
1945
La guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética condujo a que, tras la
Segunda Guerra Mundial, se hablara de un “Tercer Mundo” compuesto por los países
económicamente atrasados. Pero, ¿por qué seguían estando atrasados? Las experiencias
de desarrollo que hemos estudiado en el capítulo anterior podrían haber servido para
abrir el camino, difundiéndose a otras partes del mundo. Sin embargo, antes de 1945 el
desarrollo se mantuvo circunscrito a Europa, Estados Unidos y los otros “nuevos países
occidentales” y, como única excepción no occidental, Japón. La mayor parte de países
estaban claramente atrasados y, dentro de estos, la mayoría habían apostado durante las
décadas previas por el modelo agroexportador. Mientras este modelo servía como base
para el desarrollo de países como Canadá, Australia o Nueva Zelanda, en la mayor parte
del mundo no obtenía tan buenos resultados. ¿Por qué no? Esa es la historia que
perseguimos en este capítulo a través de los dos casos que quizá sean más
representativos: América Latina, que tratamos en el primer apartado, y la India, que se
considera en el segundo. América Latina, un conjunto de países independientes, y la
India, un territorio paulatinamente convertido en la mayor pieza del imperialismo
británico (a su vez, el mayor imperialismo del mundo), circunstancias históricas bien
diferentes unidas, sin embargo, por una misma base económica primordialmente agraria
y una inserción en clave agroexportadora dentro del comercio internacional del siglo
XIX y la primera mitad del XX.
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25
¿Por qué no crecieron más rápidamente las economías latinoamericanas?
A comienzos del siglo XX, el PIB per cápita de América Latina era
aproximadamente similar al de la periferia europea. Esto quiere decir que América
Latina estaba por aquel entonces más desarrollada que Asia o África, las dos regiones
que estaban deslizándose con claridad hacia el subdesarrollo. Sin embargo, también
quiere decir que América Latina estaba bastante menos desarrollada que Europa
noroccidental o los nuevos países occidentales. Esta última comparación, entre América
Latina y los NPO, es particularmente instructiva. En principio, la dotación de recursos
de América Latina guardaba bastantes similitudes con la de los NPO: la densidad de
población era baja, por lo que la tierra era abundante y se reunían las condiciones para
buscar un desarrollo impulsado por las exportaciones agrarias en el marco de la
globalización del siglo XIX. Pero las economías latinoamericanas no lograron tan
buenos resultados. De hecho, es probable que sus resultados de desarrollo fueran peores
que sus resultados en términos de crecimiento del PIB per cápita, ya que la distribución
de la renta era muy desigual y amplias capas de la población tenían niveles bajos de
ingreso.
Durante el siglo XIX se daban las condiciones para que el desarrollo de América
Latina se viera sustancialmente acelerado como consecuencia de la implantación de un
modelo agroexportador. De acuerdo con este modelo, los países con una buena dotación
de recursos naturales, en particular abundancia de tierra, podrían iniciar su desarrollo
moderno explotando su ventaja comparativa para la producción de mercancías agrarias:
convirtiéndose en grandes exportadores de productos primarios hacia los mercados de
países más desarrollados. El desarrollo continuaría en una segunda fase, conforme el
crecimiento de las exportaciones agrarias se transmitiera a los sectores no exportadores
de la economía local a través de una serie de encadenamientos (hacia delante, hacia
detrás, por el lado del consumo).
En el caso de América Latina, las condiciones para este tipo de crecimiento
impulsado por las exportaciones se reunieron a lo largo del siglo XIX, y particularmente
durante la segunda mitad del mismo y hasta la Primera Guerra Mundial. En primer
lugar, la tierra era abundante, ya que la densidad de población era baja. En segundo
lugar, la demanda europea de productos agrarios estaba creciendo, teniendo en cuenta el
crecimiento de la población (consecuencia de la transición demográfica), el crecimiento
de su nivel adquisitivo medio (consecuencia del desarrollo económico) y el paulatino
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desplazamiento de la ventaja comparativa europea hacia la producción industrial. Tan
sólo hacía falta que se diera una tercera condición: que el coste del transporte entre
América Latina y Europa se redujera lo suficiente para que las exportaciones
latinoamericanas pudieran ser competitivas en los mercados europeos. Esta tercera
condición pasó a cumplirse a partir de mediado el siglo XIX a raíz de la revolución de
los transportes y las comunicaciones. Como ya ocurriera con Norteamérica u Oceanía,
América Latina se benefició del modo en que dicha revolución tecnológica contribuyó a
estimular la recepción de inmigrantes e inversiones extranjeras. Como en los NPO, la
inmigración y la recepción de inversiones extranjeras mejoraron la dotación
latinoamericana de los que eran sus dos factores productivos escasos: la mano de obra y
el capital.
Sobre estas bases, prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos apostaron
en mayor o menor medida por un modelo de crecimiento impulsado por las
exportaciones primarias. Los resultados fueron, sin embargo, modestos. Las
exportaciones primarias crecieron más lentamente que en los NPO, por lo que el
impulso inicial al desarrollo fue más débil. Además, este impulso generó menores
encadenamientos con el sector no exportador.
Las exportaciones de productos primarios crecieron por todas partes en América
Latina. Se trataba sobre todo de productos agrarios: productos tropicales, como el café,
el caucho, el cacao, los plátanos o el azúcar, que se exportaban desde América central y
el Caribe; y productos de clima templado, como cereales, carne y lana, que se
exportaban desde el Cono Sur. También cabría incluir aquí las exportaciones de
productos minerales como el cobre, el estaño y el nitrato, de gran importancia en países
concretos. Estas exportaciones primarias se destinaban en su mayor parte a un grupo
muy reducido de cuatro países importadores: Gran Bretaña (inicialmente el más
importante), Estados Unidos (el más importante ya a la altura de 1913), Francia y
Alemania.
Sin embargo, las exportaciones primarias crecieron bastante menos que en los
NPO. Tan sólo Argentina, Chile y Cuba (tres países sobre un total de 21) lograron un
crecimiento de las exportaciones no muy inferior al de los NPO. La mayor parte de
países, sin embargo, se quedó bastante atrás. ¿Por qué? Los especialistas señalan
primordialmente tres motivos.
En primer lugar, la agricultura latinoamericana no experimentó un proceso de
modernización tecnológica comparable al de los NPO. En los NPO, la escasez relativa
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de mano de obra hizo que los salarios agrarios fueran bastante elevados y, en respuesta a
ello, los agricultores se interesaron por adoptar innovaciones ahorradoras de mano de
obra que, como las segadoras, cosechadoras y trilladoras, incrementaron grandemente la
capacidad productiva de las explotaciones. Sin embargo, en América Latina la escasez
relativa de mano de obra no generó estos efectos: los salarios agrarios eran
relativamente bajos y mostraron una escasa tendencia al crecimiento a lo largo de la
segunda mitad del siglo XIX. Para comprender esta paradoja, hay que comprender la
organización social de la agricultura latinoamericana. Las estructuras agrarias
latinoamericanas no experimentaron grandes transformaciones a raíz de la
independencia. Al deshacerse del estatus colonial, los nuevos gobiernos
latinoamericanos se encontraron con un mayor margen de maniobra para organizar su
comercio exterior y para recibir inversiones extranjeras, pero no hicieron gran cosa por
alterar la organización de la agricultura. La mayor parte de la tierra continuó
concentrada en las grandes haciendas propiedad de una reducida elite de terratenientes,
mientras que la mayor parte de la población agraria estaba compuesta por campesinos
pobres que trabajaban como jornaleros en las haciendas y buscaban completar sus
ingresos con pequeñas explotaciones familiares y el desempeño de modestas actividades
complementarias (como el transporte terrestre). Esta desigual distribución de la
propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de ascenso social a buena parte de la
población, permitió a los terratenientes disponer de abundante mano de obra y
remunerarla con salarios bajos. Diversas regulaciones laborales contribuyeron a ello,
como por ejemplo aquellas que fijaron salarios agrarios máximos en niveles inferiores a
los de equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo humano de buena parte
de la población campesina, actuó en contra de la modernización tecnológica de la
agricultura latinoamericana: los terratenientes latinoamericanos tenían menos incentivos
que sus colegas de los NPO para introducir innovaciones ahorradoras de mano de obra.
En segundo lugar, las exportaciones latinoamericanas no crecieron más deprisa
porque la mayor parte de países contaba con una base exportadora muy poco
diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte de países, el principal producto de
exportación representaba más del 50 por ciento de las exportaciones totales. Si bien
algún país aislado logró diversificar su base exportadora (como Argentina, con su trigo,
centeno, cebada, maíz, carne, lana, cuero…), la mayor parte de países dependían
excesivamente de uno o dos productos de exportación. La incapacidad mostrada por la
mayor parte de países para diversificar su base exportadora limitaba el potencial de
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crecimiento de sus exportaciones. Una de las explicaciones que manejan los
especialistas para explicar este escaso grado de diversificación exportadora tiene que
ver con las características del sistema financiero latinoamericano. El sistema financiero
estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa capacidad para transferir recursos
hacia actividades empresariales innovadoras y arriesgadas, entre ellas el intento de
probar suerte con nuevos productos de exportación.
Finalmente, en tercer lugar, la política macroeconómica puesta en práctica por
los gobiernos latinoamericanos también perjudicó el crecimiento de las exportaciones.
A lo largo de todo el siglo XIX, los países latinoamericanos vivieron episodios
inestabilidad monetaria que afectaron a la trayectoria de sus respectivos sectores
exportadores. Por un lado, la mayor parte de gobiernos deseaba estabilizar la moneda
del país con objeto de incorporarse al sistema monetario del patrón oro y aprovechar así
más intensamente algunas oportunidades abiertas por la globalización (comercio
internacional, recepción de inversiones extranjeras). Sin embargo, por el otro lado, era
muy difícil conseguir esa estabilidad porque la mayor parte de gobiernos estaban
endeudados de manera crónica y con frecuencia pagaban sus deudas emitiendo moneda,
lo cual tendía a favorecer una devaluación de dicha moneda. A su vez, si la mayor parte
de gobiernos estaban endeudados, era debido a su incapacidad para establecer un
sistema fiscal sólido. Los gobiernos carecían de la suficiente fuerza política para
establecer un sistema impositivo en el que la mayor parte de la carga fiscal fuera
soportada por los grupos sociales de mayores ingresos, en particular los terratenientes.
Así, y dado que los bajos niveles de vida también impedían extraer demasiados recursos
del resto de grupos sociales, la mayor parte de gobiernos pasó a depender
desproporcionadamente de los ingresos por aranceles, y esto apenas bastaba para cubrir
una parte de los gastos públicos. En caso de haber tenido la fuerza política suficiente
para establecer un sistema impositivo sólido, es probable que los gobiernos
latinoamericanos no hubieran tenido tantos problemas para estabilizar sus monedas y,
por esa vía, es probable que, en un entorno macroeconómico saneado y estable, las
exportaciones primarias latinoamericanas hubieran podido crecer más rápidamente.
¿Y qué hay de la segunda fase: los encadenamientos entre las exportaciones y los
sectores no exportadores? ¿Por qué no fueron más intensos? Los sectores no
exportadores eran básicamente dos: la agricultura orientada hacia el mercado doméstico
(en su mayor parte, agricultura para el consumo humano) y la industria. En principio, el
crecimiento de las exportaciones primarias podía generar diversos encadenamientos con
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estos dos sectores. Hacia atrás, podía promover inversiones en ferrocarriles (que a su
vez también podían promover encadenamientos hacia atrás con la industria siderúrgica)
e infraestructuras portuarias (con sus efectos sobre el sector de la construcción), y
también podía difundir mejoras técnicas utilizables por la agricultura orientada al
mercado doméstico. Hacia delante, el crecimiento agroexportador podía estimular el
crecimiento de la agroindustria. Y, por el lado del consumo, el creciente poder de
compra de los grupos sociales vinculados a la exportación podía suponer un estímulo
para las industrias productoras de bienes de consumo. Sin embargo, en la América
Latina del siglo XIX (a diferencia de lo que ocurrió por aquel entonces en los NPO),
estos encadenamientos fueron de una magnitud modesta. En consecuencia, la
transmisión del crecimiento del sector exportador al resto de sectores fue débil.
La industria latinoamericana creció lentamente a lo largo del siglo XIX y apenas
registró cambios estructurales significativos. Aún en 1913, continuaba siendo un sector
dominado por empresas de pequeñas dimensiones que utilizaban tecnologías bastante
intensivas en mano de obra. De hecho, en la mayor parte de países (excepción hecha del
Cono Sur), la industria tradicional (doméstica y/o artesanal) continuaba siendo más
importante que la industria moderna a gran escala.
La industria latinoamericana se enfrentaba al obstáculo de la escasa dotación de
yacimientos de carbón. Hasta las décadas finales del siglo XIX, con la aparición de la
electricidad, esta restricción energética fue un escollo importante para la
industrialización. Había también un problema de demanda: el nivel medio de renta era
bajo y, además, la distribución de esa renta era muy desigual, con lo que la demanda
interna de productos manufacturados crecía de manera muy lenta. En Brasil, por
ejemplo, casi el 70 por ciento de la población estaba empleada en el sector agrario
(donde la renta se distribuía de manera especialmente desigual) y era demasiado pobre
para comprar algo más que algunos artículos fundamentales de alimentación y vestido.
Buena prueba del lento crecimiento de la demanda interna es que una parte sustancial el
crecimiento industrial latinoamericano se concentró en sectores de primera
transformación de materias primas con vistas a su exportación (como el azúcar en Brasil
o Cuba, como la carne en Argentina), y no tanto en sectores productores de bienes de
consumo para la población local. Finalmente, también se ha sugerido que el escaso
desarrollo del sector financiero (unido a las regulaciones que le impedían realizar
préstamos a largo plazo al estilo alemán) dificultó la movilización de un volumen
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suficiente de recursos hacia la puesta en pie de establecimientos industriales de grandes
dimensiones.
El otro sector no exportador, la agricultura orientada al mercado doméstico,
tampoco se vio demasiado impulsado por el crecimiento de la agricultura exportadora.
Este era un sector clave a la hora de determinar el nivel de vida de la población
latinoamericana: la mayor parte de la población activa trabajaba en este sector, pero su
productividad era mucho más baja que la de la población empleada en el resto de
sectores. Nada de esto cambió demasiado a lo largo del siglo XIX: en países como
Brasil y México, en torno a 1914, más del 60 por ciento de la población activa estaba
empleada en la agricultura doméstica, pero apenas era capaz de aportar un 25 por ciento
del PIB total.
¿Por qué no se transmitió el crecimiento agroexportador a la agricultura
doméstica? En primer lugar, porque hubo poca difusión tecnológica desde la agricultura
de exportación hacia la agricultura doméstica. En la mayor parte de países, la
agricultura de exportación y la agricultura doméstica producían mercancías muy
diferentes entre sí y, por tanto, las innovaciones tecnológicas vinculadas a las
producciones para la exportación eran de escasa utilidad para las producciones
orientadas al consumo doméstico. El Cono Sur fue una excepción, ya que su agricultura
de exportación consistía en productos de clima templado que, como los cereales o la
carne, también constituían la base de la dieta de la población local. En este caso, sí
podían darse procesos espontáneos de difusión tecnológica desde la agricultura de
exportación hacia la agricultura doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del
ganado podían repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su
producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.) Fuera del Cono
Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en productos tropicales que no
tenían demasiado que ver con los cereales y el resto de productos básicos que se
producían para la alimentación de la población local.
Un segundo obstáculo para la transmisión del crecimiento agroexportador a la
agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de transportes. En una región con
tan bajas densidades de población, y en la que el capital era un factor relativamente
escaso, los costes del transporte interno se mantuvieron elevados. Las inversiones en
infraestructuras de transporte se orientaron de manera primordial al funcionamiento de
la economía agroexportadora (puertos y ferrocarriles que conectaran las zonas de
agricultura exportadora con dichos puertos), y en menor medida fueron capaces de
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articular internamente el territorio latinoamericano. En consecuencia, el crecimiento del
sector exportador generó pocos encadenamientos de consumo sobre la agricultura
doméstica. En casos excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el
aumento de ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería)
estimuló la transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor parte de
América Latina, los agricultores orientados hacia el mercado interior estaban demasiado
mal comunicados con las ciudades portuarias (el foco en que se concentraban los
beneficios de las actividades exportadoras) como para que el aumento de la demanda
indujera transformaciones positivas en sus prácticas agrarias. Comenzaba a
vislumbrarse aquí un problema que marcaría la historia económica de América Latina
en el futuro: el dualismo entre sector moderno (en este caso, la agricultura de
exportación) y sector tradicional (que incluía la agricultura orientada al mercado
doméstico).
Dada la ausencia de difusión tecnológica y los elevados costes de transporte, los
resultados de la agricultura doméstica continuaron dependiendo en buena medida de la
inercia. Y se trataba de una inercia poco favorable: la concentración de la propiedad de
la tierra y la formación de sociedades agrarias muy desequilibradas no sólo retardaban
el desarrollo humano de buena parte de la población, sino que también (y esto es más
importante para el análisis a largo plazo) contribuían poco a la adopción de
innovaciones tecnológicas por parte de la elite terrateniente. Se trataba de un marco
institucional que distorsionaba el mercado laboral agrario (al establecer salarios
máximos inferiores a los salarios de equilibrio de mercado) en lugar de dejarlo
funcionar en libertad. Un marco institucional que aseguraba los intereses de una elite a
costa de retardar el desarrollo económico a largo plazo del conjunto de la sociedad.
Así las cosas, y a modo de balance, a comienzos del siglo XX, las economías
latinoamericanas estaban mejor que nunca antes. Su PIB per cápita era mayor que nunca
antes, y el crecimiento del mismo durante las décadas previas había sido más intenso
que en cualquier periodo previo de la historia latinoamericana. Sin embargo, había
varios problemas. En primer lugar, este PIB per cápita era claramente inferior al de
Europa occidental o los NPO. Es decir, la economía latinoamericana era una economía
atrasada, incluso aunque su atraso no fuera tan grave como el de las economías asiática
y africana. En segundo lugar, había un elevado nivel de desigualdad, con lo que los
resultados de desarrollo de América Latina eran bastante más mediocres que sus
resultados de crecimiento económico. Y, en tercer lugar, el desarrollo había avanzado
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bastante más en el Cono Sur que en el resto de América Latina. En el Cono Sur, las
exportaciones primarias crecieron más deprisa que en el resto de países y, además, sus
efectos de encadenamiento con otros sectores de la economía local fueron más
importantes. Fuera del Cono Sur, sin embargo, las exportaciones crecieron despacio y
no generaron estímulos significativos en los sectores no exportadores. En general, el
modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones primarias, que tanto éxito había
tenido en Norteamérica y Oceanía, generó unos resultados más modestos en América
Latina.
Había un problema adicional. Tras la Primera Guerra Mundial, comenzó a
cerrarse esta “ventana de oportunidad” para el crecimiento impulsado por las
exportaciones primarias. Durante el periodo de entreguerras, el ambiente político
internacional se enrareció y se hizo cada vez más inestable. Un número creciente de
países giró hacia el proteccionismo y las políticas económicas anti-globalización.
Mientras tanto, además, los mercados mundiales de productos agrarios comenzaron a
mostrar señales de saturación (en razón del exceso de oferta producido por la
incorporación de más y más países no occidentales al modelo agroexportador), lo cual
tendió a deprimir los precios percibidos por los exportadores agrarios y a sumir a estos
en un clima de incertidumbre y volatilidad. Todo ello reveló la vulnerabilidad de las
economías latinoamericanas, la mayor parte de las cuales se habían concentrado en la
exportación de unos pocos productos primarios. Durante la década de 1930, estas
economías buscaron compensar la caída de los precios con aumentos en las cantidades
exportadas, pero fue en vano. América Latina fue así deslizándose hacia lo que tras la
Segunda Guerra Mundial pasaría a llamarse ya “Tercer Mundo”.
La economía de la India británica
La historia india entró en una nueva era cuando, tras la batalla de Plassey en
1757, la Compañía Británica de las Indias Orientales se hizo con el control de la
provincia de Bengala. Hasta entonces, el colonialismo europeo en Asia se había
mantenido en la costa, sustentado en su hegemonía marítima pero limitado por su
inferioridad militar por tierra. A partir de entonces, el colonialismo entró en una nueva
era y la India se convirtió en el mejor exponente de la misma. A partir de ahora, la
influencia de los Estados y empresas europeas prometía reestructurar profundamente las
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economías y sociedades coloniales. En 1868, las (cada vez más extensas) posesiones
británicas en el subcontinente indio fueron incorporadas al Imperio británico. ¿Cuáles
fueron los efectos del colonialismo sobre el desarrollo de la economía india? A la altura
de 1947, cuando la India accedió a la independencia, el país mostraba un nivel de
desarrollo muy bajo. ¿Culpa del colonialismo británico? Para responder a esta pregunta,
necesitamos comprender en primer lugar hacia dónde iba la economía india antes de la
dominación británica y, después, analizar el modelo de crecimiento implantado por los
británicos, para discernir la responsabilidad del gobierno colonial en los flojos
resultados de desarrollo alcanzados por la India.
La era histórica anterior a los británicos fue la era musulmana, la era del Imperio
mogol: desde el siglo XIII hasta finales del siglo XVIII. Los resultados de desarrollo de
la India mogola fueron muy pobres, hasta el punto de que la economía india ya era una
economía atrasada en relación a Europa (o la mayor parte de China) a finales del siglo
XVIII, antes del desencadenamiento de la revolución industrial. La brecha que separaba
a la economía india de la europea no podía ser muy grande (teniendo en cuenta que se
trataba en ambos casos de economías preindustriales con claros límites al crecimiento),
pero, mientras la economía europea iba acumulando inercias positivas para su posterior
desarrollo moderno, la economía india no parecía ir hacia ninguna parte.
La economía de la India mogola era, en cierto sentido, la típica economía
preindustrial de Eurasia: estaba dominada por la agricultura, utilizaba una tecnología
rudimentaria basada en fuentes de energía orgánicas y funcionaba dentro de un marco
institucional que concedía poco protagonismo al mercado y mucho a la organización y
la regulación. Por todo ello, se trataba de una economía con poca capacidad de
crecimiento. Sin embargo, si profundizamos un poco más, encontramos un marco
institucional particularmente desfavorable.
El marco institucional de la India mogola tenía dos niveles. En el primer nivel
estaban las elites musulmanas: el emperador y su corte, seguidos por una capa de
aristócratas que eran más unos “intermediarios fiscales” al estilo japonés que una
nobleza terrateniente al estilo europeo. Los aristócratas gozaban del privilegio de
recaudar impuestos sobre la producción agraria en una región determinada, pero en
principio no contaban con derechos patrimoniales hereditarios, e incluso podían ser
movidos de región a región. Existía una tensión continua entre la aristocracia y el poder
central: los aristócratas luchaban por ver reconocidos derechos hereditarios (y
convertirse en zamindares), mientras que el poder central luchaba por evitar que los
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aristócratas fueran más que simples intermediarios fiscales (jagirdares). Ocurriera lo que
ocurriera con esta tensión, los aristócratas (ya fueran de un tipo o de otro) apenas
estaban implicados en el proceso productivo: actuaban como intermediarios fiscales
entre el emperador y las aldeas en que se organizaba la producción agraria.
Ahí, al nivel de las aldeas, encontramos el segundo nivel del marco institucional
de la India mogola. La organización social de las aldeas se basaba en el sistema hindú
de castas, que los mogoles no alteraron. La preocupación de los mogoles era establecer
mecanismos para absorber excedente económico, no interferir en la organización social
que producía tal excedente. Así, la vida rural siguió basada en las tradiciones hindúes y
el complejísimo sistema de castas, que originalmente distinguía apenas cinco grupos
sociales (sacerdotes, guerreros, comerciantes, agricultores e intocables o parias) pero
que, en realidad, contaba con aproximadamente doscientas castas subdivididas a su vez
en unas diez subcastas cada una. Las castas fijaban a la población en estratos sociales
hereditarios, por lo que básicamente congelaban la estructura social rural a lo largo del
tiempo e institucionalizaban la desigualdad. (También actuaban, por cierto, como un
factor de docilidad y control social, en parte porque garantizaban a la mayor parte de
castas alguien a quien mirar por encima del hombro.) Los campesinos indios disfrutaban
así de niveles de vida inferiores a los de los campesinos europeos occidentales: así lo
sugieren datos sobre estado nutritivo, salud, condiciones de las viviendas…
Junto a esta cadena de transferencia de excedente que conectaba a los
campesinos más humildes con la corte imperial a través de numerosos segmentos de
castas rurales y aristócratas, la economía mogola también contaba, como las otras
economías de la Eurasia preindustrial, con un modesto sector no agrario, centrado en las
ciudades y cuyo funcionamiento estaba más vinculado a los mercados. En este sector no
agrario se movían artesanos, prestamistas y comerciantes (algo parecido a la burguesía
mercantil europea). Los artesanos producían mercancías de lujo (por ejemplo, productos
de seda), cuya comercialización era llevada a cabo por mercaderes con bastante
proyección exportadora. En torno a estas actividades, una red financiera relativamente
densa movía capitales a lo largo y ancho del subcontinente. Pese a su visibilidad, estos
sectores nunca llegaron a alcanzar una gran importancia dentro de la estructura
económica india, del mismo modo que estos grupos sociales nunca llegaron a alcanzar
un grado de influencia política comparable al que por aquel entonces comenzaban a
alcanzar sus homólogos europeos occidentales. En otras palabras, estos sectores
económicos no impulsaron nada parecido a una industrialización y estos grupos sociales
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no impulsaron nada parecido a una revolución liberal que formara una sociedad de
mercado.
La cadena de transferencia de excedentes agrarios en sentido ascendente era, por
lo tanto, la espina dorsal de la economía mogola. Su corolario era que la desigualdad en
la distribución de la renta era un rasgo estructural. Esto explica en parte la pobreza
generalizada de la población india en este periodo, pero debemos apreciar que, incluso
aunque el ingreso nacional indio hubiera estado repartido de manera perfectamente
equitativa, habríamos estado de todos modos ante una economía en la que la población
disfrutaría de ingresos muy bajos, quizá sólo ligeramente por encima de la línea de
pobreza de un dólar diario. En otras palabras, la pobreza era en parte consecuencia de
las transferencias ascendentes de excedente agrario, pero en otra parte (incluso mayor)
era consecuencia de la escasa magnitud de dicho excedente. El marco institucional
mogol no favorecía el crecimiento económico: era más bien un conjunto de reglas que
establecían cómo distribuir la renta en una economía básicamente estática.
Los obstáculos institucionales al crecimiento provenían de distintas fuentes. El
nivel superior del marco institucional obstaculizaba en primer lugar el crecimiento
agrario: la aristocracia, al no tener derechos hereditarios y transferibles (o tenerlos
siempre expuestos a posibles redefiniciones), tenía pocos incentivos para impulsar la
inversión agraria y liderar algo parecido a un capitalismo agrario. Su comportamiento
más racional consistía en absorber prácticamente todo el excedente producido en la
economía rural, transfiriendo una parte hacia el emperador y su corte y quedándose otra
parte para su propio consumo suntuario. Por otro lado, y en segundo lugar, el Imperio
mogol no destacó por la provisión de externalidades para el funcionamiento del sector
privado. Por ejemplo, no realizó grandes inversiones públicas en infraestructura (por
ejemplo, para favorecer el aumento de la superficie agraria irrigada, variable clave en
una agricultura orgánica expuesta a severos condicionantes climatológicos), ni tampoco
proporcionó gran seguridad jurídica a quienes operaran en la esfera del mercado
(cometiendo con frecuencia actos confiscatorios arbitrarios). En consecuencia, el capital
mercantil indio tampoco tenía los incentivos y las facilidades para desarrollar un
comportamiento particularmente emprendedor o innovador.
Este mismo problema de falta de incentivos se contagiaba al ámbito rural. El
comportamiento depredador de la aristocracia restaba incentivos para que los
campesinos intensificaran su esfuerzo laboral y desarrollaran iniciativas innovadoras
que permitieran aumentar el excedente agrario. La rutina era más racional. Este
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problema era propio de todas las economías preindustriales de Eurasia, pero alcanzó una
de sus manifestaciones más extremas (sólo comparable, quizá, al caso del Imperio
otomano) en la India mogola. Pero, además, el sistema de castas que organizaba la vida
rural generaba problemas económicos. Para empezar, generaba un mercado laboral
rígido e ineficiente, en el que la cuna pesaba más que las aptitudes a la hora de colocar a
la población en sus respectivas ocupaciones. En parte por ello, el sistema favorecía la
adopción de actitudes rituales (más que funcionales) ante el trabajo. El sistema también
impedía la movilidad social, lo cual restaba incentivos. La sociedad rural era muy
desigual, pero no había mucho que las castas inferiores pudieran hacer para sacarse a sí
mismas de la pobreza.
Por todo ello, la economía mogola no iba hacia ninguna parte cuando, a lo largo
del siglo XVIII, su estructura política y militar comenzó a resquebrajarse. De hecho, la
falta de garantías jurídicas experimentada por los empresarios indios durante este tramo
final de continua guerra interna animó a muchos de ellos a apoyar financieramente la
causa militar que prometía de manera más creíble restaurar la ley y el orden: la causa
que la Compañía Británica de las Indias Orientales libraba por hacerse con el control de
la provincia de Bengala, que más tarde pasaría a ser parte de la incorporación del
conjunto de la India al Imperio británico. ¿Qué habría ocurrido en el hipotético caso de
que los británicos no hubieran triunfado militarmente? El largo periodo mogol de
estancamiento económico con altos niveles de desigualdad invita a cualquier cosa
menos al optimismo. Los británicos no convirtieron a la India en una economía
atrasada: los británicos ya se encontraron una economía atrasada cuando tomaron el
control político de la misma.
El plan de los británicos consistía en convertir a la India en una economía
subordinada a los intereses metropolitanos (que es lo que al fin y al cabo se esperaba de
cualquier economía colonial). Eso se traducía en movilizar la tierra, la mano de obra y
el capital indios para impulsar (junto con el capital británico) las exportaciones de
productos para los que la India disfrutara de ventaja comparativa: opio, algodón, azúcar,
yute, granos, té. Lo que Gran Bretaña esperaba de estas exportaciones era, en primer
lugar, un flujo de beneficios extraordinarios (extraordinarios en el sentido técnico de ser
superiores a los que se habrían derivado de un comercio en régimen de competencia
perfecta entre países independientes) y, en segundo lugar, un elemento estratégico
dentro de sus relaciones económicas con otros países (por ejemplo, con China, cuyo
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mercado resultó particularmente difícil de conquistar hasta que, de la mano de los
empresarios británicos, el opio indio hizo su entrada en él.)
El crecimiento de las exportaciones indias no iba a tener lugar de manera
espontánea: dadas las características institucionales de la India mogola, eran precisas
reformas estructurales que favorecieran la formación de una sociedad de mercado en el
subcontinente. Era preciso redefinir los derechos de propiedad mogoles (que se
encontraban complejamente superpuestos a otros derechos, como el derecho a recaudar
impuestos en un territorio, el derecho a cultivar una superficie o los derechos
comunitarios) y convertirlos en derechos de propiedad privados, individuales y plenos.
Las reformas británicas buscaron convertir a los antiguos aristócratas mogoles en
terratenientes capitalistas, con mayores incentivos para impulsar la inversión e
involucrarse en el proceso productivo. Lo que las reformas no consiguieron fue eliminar
la cadena de transferencia ascendente de excedentes dentro de la economía rural, ya
que, sobre todo después de que el Gran Motín de 1857 mostrara a los británicos que era
más fácil sustituir a los mogoles en el nivel superior de la estructura institucional que
transformar el nivel inferior, persistieron varios estratos de tenencia entre el cultivador
efectivo y el aristócrata reconvertido a terrateniente. Otras reformas británicas
encaminadas a favorecer el avance de la sociedad de mercado fueron la tendencia hacia
la homologación de los sistemas regionales de pesos y medidas, la unificación
monetaria del país, y la reforma de la administración pública y el sistema judicial, con
objeto de hacer a la primera más eficiente (y permitir así una disminución de la presión
fiscal que aumentara los incentivos privados al cambio económico) y con objeto de que
el segundo aumentara las garantías jurídicas de quienes participaran en la economía de
mercado. Finalmente, el gobierno colonial también impulsó el funcionamiento de una
economía de mercado en la India a través de la construcción o promoción de numerosas
líneas férreas y la puesta al día tecnológica en materia de comunicaciones (por ejemplo,
el telégrafo).
El resultado fue que, efectivamente, las exportaciones indias de productos
agrarios crecieron durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, una vez que
el país completo fue incorporado al Imperio británico y una vez que la revolución de los
transportes abrió la puerta a la globalización finisecular. El crecimiento económico de la
India se aceleró, con lo que terminaba el estancamiento secular que había caracterizado
a la época mogola. El nuevo marco institucional había propiciado una asignación más
eficiente de recursos y había impulsado la inserción de la India en la economía global de
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acuerdo con sus ventajas comparativas (básicamente, su abundancia de tierra y, sobre
todo, mano de obra).
La transformación de este crecimiento económico en desarrollo humano era, sin
embargo, muy difícil, ya que las estructuras sociales coloniales favorecían la
persistencia de una gran desigualdad en la distribución del ingreso. Las exportaciones
indias eran el resultado de una cadena de producción que incluía numerosos y
heterogéneos eslabones. El eslabón final de la cadena eran las elites empresariales
británicas (la Compañía Británica de las Indias Orientales entre 1757 y 1858;
empresarios británicos expatriados a partir de esta última fecha) encargadas de la
exportación del producto, que explotaban su conocimiento de los mercados
internacionales y su acceso privilegiado a la burocracia británica que gestionaba los
asuntos públicos de la colonia. Las elites empresariales británicas carecían, sin embargo,
de la suficiente fuerza para asumir eslabones previos de la cadena productiva: era una
elite de empresarios indios la que conectaba a los empresarios británicos con la
economía rural. Los empresarios indios, a su vez, coordinaban el resultado de las
actividades agrarias desplegadas en las aldeas a través de sus relaciones con el eslabón
anterior de la cadena: las elites rurales que controlaban los entrelazados mercados
locales de tierra, capital y trabajo. (En realidad, la línea divisoria entre estos dos grupos
sociales podía ser muy tenue.) Finalmente, estas elites eran las que, desde su posición
privilegiada, movilizaban el trabajo campesino para producir mercancías agrarias. Dado
el poder de mercado con que operaban las elites rurales, los campesinos tenían poca
capacidad para absorber una parte importante del valor añadido generado en el conjunto
de la cadena productiva. Cada uno de los eslabones posteriores de la cadena (las elites
rurales, el empresario urbano coordinador, la elite empresarial británica) estaba en
mejor posición para absorber los beneficios derivados de un crecimiento liderado por las
exportaciones. Los británicos crearon una sociedad de mercado que, por primera vez en
la historia india, podía tender hacia el crecimiento económico, pero hicieron poco por
favorecer la igualdad de oportunidades necesaria para que los beneficios de ese
crecimiento se filtraran hacia el conjunto de la población. Durante la segunda mitad del
siglo XIX, continuaron surgiendo los tradicionales episodios de hambrunas: quizá la
mejor ilustración de lo poco que habían cambiado realmente las cosas para la mayor
parte de la población.
Incluso con una distribución muy desigual, el crecimiento colonial aún podría
haber aspirado a impulsar el desarrollo económico del país a través de sus efectos
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dinamizadores sobre el resto de sectores. Las exportaciones coloniales podrían, en
principio, haberse convertido en un polo de crecimiento cuyas ganancias de
productividad se transfirieran vía encadenamientos a otros sectores, dando como
resultado un tejido económico más diversificado. Es verdad que el estatus colonial de la
India implicaba la fuga hacia el exterior de una fracción (quizá una cuarta parte) del
excedente generado en el país, como consecuencia de las remesas enviadas a Londres en
concepto de “cargas domésticas” (servicio de la deuda, pensiones, gastos
administrativos, compras militares realizadas por el gobierno colonial) y de las
transferencias de capital realizadas por los expatriados británicos. Aún así, había una
parte aún mayor del excedente que se quedaba en la India: ¿por qué no irradiaban las
exportaciones coloniales su crecimiento hacia otros sectores? Para empezar, el sector
más importante de la economía india, la agricultura doméstica (cuyo tamaño económico
era, con mucho, superior al de la agricultura de exportación), continuó viviendo en la
inercia de periodos anteriores: las exportaciones coloniales no podían generar efectos de
difusión tecnológica (a diferencia de lo que ocurría en Norteamérica u Oceanía, donde
existía una mayor similitud entre los productos exportados y los productos de la
agricultura interna) y la mala distribución del crecimiento impedía cambios en la
estructura de la demanda que pudieran desencadenar cambios paralelos en la asignación
de recursos o el nivel técnico de la agricultura interna.
Por otro lado, el crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias tampoco
fue capaz de impulsar el desarrollo de la industria india, ni en su versión tradicional ni
en una versión moderna (tipo revolución industrial). La industria tradicional india
atravesó grandes dificultades durante la primera etapa de la dominación británica, ya
que buena parte de ella se vio incapaz de competir con las importaciones de mercancías
británicas producidas con las técnicas mecanizadas de la revolución industrial. En el
caso de la principal industria tradicional, la textil, los productos británicos invadieron el
mercado indio sobre la base de su menor precio y de los cambios que se habían
producido en la demanda como consecuencia de la sustitución de las elites mogolas
(cuyo consumo había sostenido buena parte de las artesanías de lujo del país) por elites
británicas (que preferían productos británicos). La industria tradicional no desapareció
completamente, sino que se reestructuró y tendió a sobrevivir en nichos de mercado en
los que persistían patrones de consumo tradicionales y en las que las ventajas de escala
de la producción fabril podían ser contrarrestadas por una mayor flexibilidad
organizativa.
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El crecimiento colonial tampoco fue capaz de impulsar el crecimiento de una
industria moderna en la India. Es cierto que, durante las décadas previas a la Primera
Guerra Mundial se multiplicaron las iniciativas en este sentido. En el entorno de
Calcuta, el capital inglés expatriado puso en pie una industria moderna de productos de
yute. En el entorno de Bombay, el capital indio abandonó la esfera mercantil y se
adentró en la esfera de la producción para poner en pie una industria textil moderna. La
empresa siderúrgica TISCO (Tata Iron & Steel Company), también basada en capital
indio, abría sus puertas en la primera década del siglo XX para iniciar una andadura que
terminaría convirtiéndola en la empresa más importante del país. Sin embargo, estos
brotes de crecimiento industrial moderno nunca llegaron a transformar la estructura de
la economía india. La pobreza rural bloqueaba la expansión de la demanda de productos
industriales, lo cual además dificultaba la reducción de los costes medios por la vía de
las economías de escala (una fuente de ventaja competitiva global cada vez más
importante desde finales del siglo XIX). Los brotes de crecimiento industrial no
llegaron a transmitirse a sectores asociados (vía encadenamientos: por ejemplo, de la
industria textil a la industria productora de maquinaria para el sector textil). La India
nunca dejó de ser ante todo una economía agraria.
La mala distribución de los beneficios del crecimiento colonial y la escasa
capacidad de las exportaciones para promover una transformación estructural de la
economía india muestran hasta qué punto era complicada la transformación del
crecimiento en desarrollo. Una parte de la responsabilidad era de las estructuras sociales
heredadas por la economía colonial. Pero otra parte podía leerse como consecuencia de
la selectividad con que los británicos acometieron el cambio institucional en su colonia:
las reformas clave eran aquellas necesarias para expandir las exportaciones indias (es
decir, los beneficios británicos), mientras que aquellas que podrían haber favorecido el
desarrollo a largo plazo del país (es decir, de la población india) podían esperar. La
definición de derechos de propiedad privados, individuales y plenos no podía esperar; sí
podía esperar una reforma de las estructuras sociales rurales, a pesar de que dichas
estructuras impedían la filtración de los beneficios del crecimiento hacia la mayor parte
de la población. El ferrocarril no podía esperar, pero sí podían hacerlo los
languidecientes sectores sanitario y educativo. Lo que estas elecciones políticas
muestran es que el desarrollo de la India no era una prioridad para los británicos.
Lógicamente, en este contexto no era posible pensar en nada parecido a una política
desarrollista que, al estilo del Japón Meiji, integrara en una misma estrategia el
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proteccionismo comercial, la acumulación de capital humano y la reforma de las
estructuras agrarias.
Además, el modelo colonial de crecimiento económico, además, se agotó a lo largo del
periodo de entreguerras, cuando los límites ambientales e institucionales del crecimiento
agrario se presentaron al mismo tiempo que una crisis global que reducía el margen para
un crecimiento liderado por las exportaciones (de hecho, las exportaciones se
derrumbaron durante este periodo). Episodios coyunturales, pero con un componente
estructural, como la gran hambruna de Bengala de 1943 (que provocó en torno a tres
millones de muertes), ilustran la crudeza de la situación. En general, el ingreso, la
esperanza de vida, el estado nutritivo y el nivel educativo de la población india se
encontraban entre los más bajos del mundo en el momento de la independencia.
No era una novedad para la población india que sus gobernantes no buscaran el
desarrollo. La prioridad de los mogoles había sido absorber el excedente de una
economía estática, más que aumentar el tamaño de dicho excedente. Y para ello se
habían basado en estructuras sociales locales de tradición hindú cuyo principal objetivo
era favorecer la estabilidad social y la docilidad de la población desfavorecida, y no
impulsar el desarrollo humano de dicha población. La era británica traía así una nueva
versión del mismo problema: el desarrollo no era la prioridad. Ahora bien, hasta la
Primera Guerra Mundial, y quizá incluso hasta 1929, el régimen británico al menos fue
capaz de generar crecimiento económico, lo cual no garantizaba el desarrollo pero al
menos lo hacía potencialmente posible. Esta diferencia entre el régimen británico y el
régimen mogol (o la India previa a los mogoles) se desvaneció durante el periodo de
entreguerras, cuando el modelo de crecimiento impulsado por los británicos comenzó a
agotarse y, tras la crisis de 1929, entró en colapso. Cuando la India alcanzó su
independencia en 1947, tenía un ingreso por persona inferior al de 1913. Durante la
parte final de su ocupación, los británicos ni siquiera fueron capaces de mantener la
tendencia de la India hacia el crecimiento económico. Huelga señalar que, en este
contexto, el desarrollo humano no podía avanzar sino de manera lenta y expuesta a
retrocesos.
El modelo de crecimiento colonial comenzó a agotarse porque la tierra comenzó
a volverse escasa, y esta escasez hizo que los otros factores (especialmente, la mano de
obra) comenzaran a entrar en rendimientos decrecientes. El crecimiento demográfico de
la India ya se había acelerado un tanto durante la primera parte de la dominación
británica, pero en el periodo de entreguerras lo hizo aún más. La disponibilidad de tierra
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cultivable era, sin embargo, mucho menos elástica y, durante la primera mitad del siglo
XX, comenzaron a manifestarse límites al modelo de crecimiento basado en la
expansión de la superficie cultivada. Dadas las limitaciones ambientales a que se
enfrentaba la agricultura india, dicha expansión dependía cada vez más de la inversión
en infraestructuras de regadío, lo cual es tanto como decir que cada vez eran necesarias
mayores dosis de capital para mantener el ritmo de expansión productiva. El golpe de
gracia al modelo de crecimiento colonial fue la crisis global de 1929, que colapsó las
exportaciones indias (como las de otros países orientados hacia la exportación agraria).
El clima proteccionista del periodo no creaba las mejores condiciones para el
acometimiento de inversiones adicionales.
El resultado de todo ello fue que, conforme avanzaba el periodo de entreguerras,
la economía india se acercaba cada vez más a un escenario maltusiano, en el que el
crecimiento demográfico presionaba sobre los recursos naturales y generaba una
tendencia decreciente en el rendimiento del capital (los beneficios empresariales) y el
rendimiento del trabajo (los salarios). La ausencia de una transformación estructural
más profunda durante la segunda mitad del siglo XIX pasaba ahora factura: la ventana
de oportunidad para un crecimiento guiado por las exportaciones se cerraba y, en su
lugar, no se abría ninguna alternativa clara. La política colonial se transformaba, pero no
dejaba de ser una política escasamente preocupada por el desarrollo humano de la
población local. Comenzaron a aplicarse políticas proteccionistas, sobre todo ahora que
sus efectos iban a dañar menos a Gran Bretaña que a la nueva potencia emergente en el
mercado asiático: Japón. Estas políticas, unidas a las compras públicas de productos
industriales, incluso dieron lugar a un cierto crecimiento industrial por sustitución de
importaciones (una de las pocas sendas de crecimiento industrial accesibles para un país
con tales niveles de desigualdad y pobreza). Pero el gobierno colonial no dejaba de ser
un gobierno colonial: continuaba enviando sus remesas a Londres incluso en situaciones
de crisis de liquidez en la India, y se resistía a devaluar la rupia tras la crisis de 1929 (a
diferencia de lo que habría hecho cualquier gobierno independiente). Y continuaba
gastando mucho más dinero en administración, ley y orden que en agricultura, sanidad o
educación.
El periodo de entreguerras ofreció así un escenario propicio para el ascenso de
un movimiento nacionalista indio que culpaba a la dominación británica del atraso del
país y planteaba la independencia como condición necesaria para el desarrollo. Era más
fácil echar la culpa a los británicos, sin más, que a la simbiosis desarrollada entre los
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británicos y las estratificadas cadenas de transferencia del excedente que venían
caracterizando a la economía india desde mucho tiempo atrás.
Para saber más… Bulmer-Thomas, V. 2003. La historia económica de América Latina desde la
Independencia. México, Fondo de Cultura Económica. Maddison, A. 1974. Estructura de clases y desarrollo económico en la India y Pakistán.
México, Fondo de Cultura Económica.
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44
3 Los antecedentes de la economía del desarrollo
La economía del desarrollo no existía antes de la Segunda Guerra Mundial. El
pensamiento económico enfocado a los problemas de los países atrasados fue una
criatura del nuevo orden internacional creado tras la conferencia de Bretton Woods,
marcado por la creación de nuevas instituciones de cooperación económica, el
desarrollo de procesos de descolonización, y la guerra fría entre Estados Unidos y la
Unión Soviética. Sin embargo, por otro lado, la economía del desarrollo y su posterior
evolución se vieron inevitablemente influidas por la historia previa del pensamiento
económico y, en particular, por el legado de los economistas que previamente habían
reflexionado sobre la cuestión del crecimiento económico. Aunque esta reflexión estuvo
más imbuida del contexto propio de los países ricos que del de los países pobres,
constituye los antecedentes de lo que a partir de 1945 sería la economía del desarrollo.
Lo mismo cabe decir de los comentarios que ocasionalmente algunos de estos grandes
economistas realizaron acerca de la cuestión colonial.
En este capítulo estudiaremos los antecedentes de la economía del desarrollo a
través de tres apartados. El primero está dedicado a la primera escuela moderna de
economía: la economía política clásica, que se abrió a finales del siglo XVIII con Adam
Smith y se cerró a finales del XIX con Karl Marx. Hacia finales del siglo XIX, la
posición dominante que esta primera escuela había ocupado durante aproximadamente
un siglo fue cuestionada por los enfoques marginalistas que culminaron en la economía
neoclásica, cuyo exponente más distinguido fue probablemente Alfred Marshall. La
economía neoclásica, a la que dedicamos el segundo apartado, definiría la corriente
principal del pensamiento económico hasta 1945 y más allá, pero durante la primera
mitad del siglo XX suscitó respuestas heterodoxas como las de John Maynard Keynes y
Joseph Schumpeter, a las que dedicaremos el tercer y último apartado. A lo largo de
todo el capítulo, nos ceñiremos a aquellos aspectos ligados a la problemática del
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desarrollo y reduciremos al mínimo las referencias al resto de cuestiones tratadas por los
diferentes autores.
La economía política clásica
Los economistas clásicos tenían entre como principal preocupación el análisis de
las causas del cambio económico a lo largo del tiempo. Escribiendo su famosa
Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones en 1776, el
escocés Adam Smith se preguntaba cosas como: ¿por qué es Holanda la nación europea
más avanzada desde el punto de vista económico?, o ¿por qué se encuentra China por
detrás de las economías europeas? En general, ¿qué es lo que hace que las economías
progresen más o menos a lo largo del tiempo? La respuesta de Smith es que la clave del
progreso es la división del trabajo. En su célebre ejemplo de la fábrica de alfileres, la
producción por trabajador es mayor si los trabajadores se dividen las tareas y dedican
toda su jornada laboral a una sola de estas tareas que si cada uno de los trabajadores se
comporta como un artesano que asume todas las fases del proceso productivo. Al final
del día, la fábrica rinde más si los trabajadores se especializan en una sola fase: la
especialización los vuelve más productivos, e incluso más proclives a imaginar cambios
técnicos que les ahorren trabajo. Lo que es válido para una fábrica de alfileres, también
lo es, asegura Smith, para las economías nacionales. A nivel de una economía nacional,
la división del trabajo es la base del progreso. En las regiones pobres, como las Tierras
Altas de su Escocia natal, la población es pluriactiva y se dedica a diversas tareas:
agricultura, ganadería, pequeñas manufacturas domésticas, acarreo de bienes…
Mientras que, en regiones más prósperas de la campiña británica, la población está
especializada en una sola tarea.
¿Cómo conseguir pasar de una situación a otra? ¿Qué circunstancias favorecen
el avance de la división del trabajo en una determinada sociedad? Smith argumenta que
es fundamental el tamaño del mercado: cuando la demanda de un determinado producto
es grande, se dan las condiciones para que un grupo de personas pueda especializarse
exclusivamente en la producción del mismo. Por el contrario, si la demanda de un
producto es pequeña e irregular, no será razonable para las personas dedicarse
solamente a dicha producción. El tamaño del mercado dependería en parte de factores
geográficos: en las remotas Tierras Altas, el tamaño del mercado sería demasiado
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46
pequeño para fomentar la especialización y el avance de la división del trabajo. Pero no
sólo: en lo que se convertiría en el argumento principal de su obra, Smith centra su
atención en los factores institucionales que impiden la consecución de un mayor tamaño
de mercado.
Esto le lleva a elaborar una crítica de los “antiguos regímenes” europeos,
sociedades estamentales caracterizadas por la existencia de numerosísimas restricciones
al funcionamiento libre de los mercados: bandas de precios para los principales
productos agrarios, imposibilidad de realizar transacciones sobre amplísimas superficies
agrarias (amortizadas, vinculadas, comunales), regulaciones gremiales, intervención
estatal en el comercio exterior… Para Smith, que aquí sintetiza a los ilustrados del siglo
XVIII, todo esto son trabas al desarrollo libre de los mercados y, por tanto, trabas al
progreso de la división del trabajo, la especialización y la productividad. Smith, de
hecho, propone que las naciones más progresivas desde el punto de vista económico,
como Holanda, lo son porque son las que más se han alejado de este antiguo régimen.
Ello contrasta con el estancamiento de países como España, que, pese a disponer de
amplias reservas de metales preciosos extraídos de su Imperio americano, es una
economía pobre, atenazada por las numerosas restricciones que sus gobernantes
establecen sobre el funcionamiento de los mercados. (Otro de los ataques de Smith es
contra el mercantilismo practicado por los gobiernos europeos en este periodo desde la
creencia de que la naturaleza de la riqueza de las naciones radica en los metales
preciosos.) Más generalmente, si Europa es una región más progresiva que China, ello
se debe en no poca medida a que varios países europeos han ido acercándose a una
sociedad de mercado, mientras que el Imperio chino continúa sumido en un marco
institucional lleno de trabas al desarrollo de los mercados.
Si el desarrollo depende del tamaño del mercado (mercado que, como guiado por
una mano invisible, hace que la búsqueda del interés personal desemboque en un
óptimo social), los gobernantes deberían según Smith liberalizar las economías y, como
extensión natural de ello, liberalizar las relaciones comerciales con el exterior. Una
política de libre comercio serviría para ensanchar el tamaño del mercado y, por esa vía,
impulsar la división del trabajo y la especialización.
El apoyo de los economistas clásicos al libre comercio fue reforzado por las
aportaciones de la obra de David Ricardo a comienzos del siglo XIX. Ricardo quiso
demostrar que las oportunidades de comercio internacional son omnipresentes y
siempre benefician a los dos países implicados. Cada país tiene sus propias estructuras
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de coste, producto de su geografía, su marco institucional, su inercia histórica… Unos
países producen algunos bienes de manera cara y otros de manera barata, por lo que
tienen mucho que ganar si se especializan en la producción de los bienes que producen
de manera barata y abandonan la producción de los bienes que producen de manera
cara: si se especializan en los bienes en que son competitivos (y los exportan) y se
abastecen del resto de bienes a través de importaciones. Si Portugal produce vino en
condiciones más competitivas que Inglaterra, e Inglaterra produce prendas de vestir en
condiciones más competitivas que Portugal, ¿no están mucho mejor ambos países si se
especializan y comercian entre sí que en el escenario alternativo de intentar producir
ambos bienes a la vez?
El salto técnico decisivo que Ricardo dio fue mostrar que las ventajas del
comercio internacional no se limitaban a este tipo de situaciones en las que un país
produce un bien de manera más competitiva y el otro país hace lo propio con el otro
bien, sino que también existirían ventajas incluso aunque uno de los dos países
produjera de manera más competitiva ambos bienes. Incluso en este caso, en el que uno
de los dos países tiene una ventaja absoluta para ambas producciones, se dará la
circunstancia de que dicha ventaja sea más clara en una que en otra: se trata de la
ventaja comparativa. El país que produce con ventaja ambas producciones aún tiene
incentivos para especializarse en una de ellas, aquella para la que dispone de ventaja
comparativa, aquella en la que su ventaja es mayor, dejando la producción de aquella en
la que su ventaja es menor para el otro país. La asignación de los recursos a nivel
internacional es más eficiente en este segundo caso: este mundo de dos países tiene más
de todo si cada país vuelca sus recursos a la producción de aquello para lo que disfruta
de ventaja comparativa.
Ninguno de los posteriores economistas clásicos (o, si eso es a lo que vamos,
ninguno de los economistas neoclásicos posteriores) puso en duda que el libre mercado,
y por extensión el libre comercio, eran la base del progreso económico a lo largo del
tiempo. Libraron así una batalla contra los partidarios de las economías no de mercado
propias del antiguo régimen y contra los partidarios del mercantilismo, empeñados en
vincular el progreso económico a la obtención de un saldo positivo en la balanza
comercial (importaciones inferiores a exportaciones) y la consiguiente acumulación de
metales preciosos.
El optimismo de los clásicos tenía, sin embargo, un horizonte limitado, ya que
ninguno de ellos esperaba que el progreso económico pudiera sostenerse a lo largo del
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tiempo de manera indefinida. Smith no fue muy explícito al respecto, pero la
profundización de la división del trabajo no es algo que pueda continuar
indefinidamente a lo largo del tiempo: por retomar su propio ejemplo, llega un
momento en el que todos los trabajadores de la fábrica de alfileres están ya
especializados y no es posible progresar ya más por esa vía. La posterior generación de
economistas clásicos, por su parte, fue explícita al respecto de los límites del
crecimiento. Para Ricardo, la economía no podía crecer indefinidamente porque su
sector agrario, del que dependía la alimentación de la población, estaba expuesto a
rendimientos decrecientes: la sociedad no podía expandir indefinidamente la cantidad de
tierra en cultivo, por lo que terminaba cultivando superficies marginales de baja calidad
y ello, a través de una cadena de efectos, terminaba bloqueando la expansión económica
del resto de sectores. Otro importante economista clásico de esta segunda generación,
Robert Malthus, también aseguró que la economía no podía crecer indefinidamente
porque el crecimiento de la población siempre tendía a sobrepasar la capacidad del
sector agrario para producir alimentos. Finalmente, otro de los grandes clásicos,
perteneciente ya a una generación posterior, John Stuart Mill también se mostró
convencido de que los procesos de crecimiento económico de los países desarrollados
desembocaban en la consecución de un “estado estacionario” en el que el aumento de la
producción dejaba de ser un asunto crucial.
El caso del último de los economistas clásicos, Karl Marx, podría parecer
diferente. Con más perspectiva temporal que Smith, Ricardo o Malthus, Marx apreció
que durante el siglo previo había tenido lugar una auténtica revolución industrial en los
países desarrollados. De la mano de un nuevo “modo de producción”, el capitalismo, la
innovación tecnológica se había acelerado en todos los campos, conduciendo a un
crecimiento económico superior al de periodos previos. La mayor parte de clásicos
razonaban en torno a un modelo de economía preindustrial que estaba desvaneciéndose
justo mientras ellos publicaban sus obras. Marx, en cambio, se centraba en una
economía capitalista a la que, debido a la competencia entre empresas que operaban en
mercados libres, reconocía mucha mayor capacidad para impulsar el progreso. El
Manifiesto comunista no le escatima sus méritos al capitalismo como fuerza histórica
capaz de impulsar el progreso más allá de lo que habían sido capaces sistemas previos.
Sin embargo, aunque fuera por motivos diferentes a los de los clásicos, Marx
tampoco concebía un progreso ilimitado sobre estas bases. La competencia entre
empresas se intensificaría tanto que llegaría a deprimir sus tasas de beneficio,
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contrayendo la realización de nuevas inversiones. Una respuesta de las empresas podían
ser explotar más intensamente a sus trabajadores, pero esta solución también estaba
sujeta a límites (la jornada laboral no podía aumentar indefinidamente, como tampoco
podían descender indefinidamente los salarios) y, además, podía generar una crisis de
sobreproducción (al no existir suficiente demanda para la compra de los nuevos
productos industriales). Lo que para los clásicos era un “estado estacionario” al final del
camino, para Marx era la crisis del sistema capitalista, que conduciría a una transición
hacia el socialismo. En la medida en que Marx no escribió nada sobre los aspectos
económicos de esta transición y se centró en el análisis del capitalismo, el horizonte que
concede al progreso económico es tan limitado como el que previamente le habían
concedido los otros clásicos.
¿Qué opinaban los clásicos acerca del mundo pobre? La mayor parte de su
trabajo estuvo imbuido del contexto propio de los países europeos más avanzados, por
lo que no realizaron reflexiones sistemáticas sobre el tema. Contamos con sus opiniones
sobre las colonias, un asunto político de primer orden en la Gran Bretaña de la época,
así como con algunas referencias sueltas a los países no europeos. Ninguno de los
clásicos pensó que el estado estacionario (o la crisis capitalista, en el caso de Marx)
fuera un problema inminente para el mundo pobre. Se trataba más bien de economías
atrasadas en las que las fuerzas del progreso económico aún podían recorrer un gran
trecho. El paso a un marco institucional más favorable al mercado, es decir, la
sustitución de los regímenes imperiales o tribales por economías de mercado, podría
poner en marcha un proceso de crecimiento económico similar al que ya había tenido
lugar en los países europeos. Dado el nivel de atraso, el fantasma de los rendimientos
decrecientes de la tierra agraria tardaría mucho en aparecer. Del mismo modo, la
posibilidad de que las ganancias de la especialización y la división del trabajo se
agotaran era aún remota.
Este punto de vista nos permite comprender mejor por qué los clásicos fueron en
general optimistas acerca de lo que el colonialismo europeo podía aportar a las
sociedades colonizadas. Ni las sociedades imperiales asiáticas ni las sociedades tribales
africanas estaban experimentando una transformación política y social comparable a la
que había venido teniendo lugar durante los siglos previos a la revolución industrial y la
revolución francesa en Europa. Su inercia propia no era hacia la sociedad de mercado,
sino hacia la consolidación de las estructuras de poder tradicionales. Los clásicos
atribuían al colonialismo el mérito económico de romper esta inercia, introduciendo la
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sociedad de mercado en territorios que no habrían llegado a dotarse de este factor de
progreso sus propios medios. El colonialismo permitía a economías atrasadas
beneficiarse del contacto con economías avanzadas: la economía de la colonia podía
verse dinamizada por las demandas realizadas desde la metrópoli, así como también
absorber las innovaciones tecnológicas generadas en esta. El propio Marx, por ejemplo,
afirmó que la introducción del ferrocarril en la India por parte de los británicos estaba
llamada a impulsar la economía india y, en el medio plazo, a poner en marcha un
proceso de industrialización semejante al que previamente había tenido lugar en Gran
Bretaña.
La principal crítica de los clásicos al colonialismo tenía que ver con la forma en
que con frecuencia se organizaba. Smith, por ejemplo, es entusiasta acerca de los
beneficios que el impulso al comercio puede tener sobre las colonias, pero considera
que muchos de estos beneficios se pierden cuando las metrópolis imponen regulaciones
encaminadas a asegurar a sus empresas una posición de monopolio comercial. Los
beneficios del comercio con la metrópoli serían mayores si las colonias pudieran
comerciar libremente también con terceros países.
Pero, en términos generales, los clásicos vieron en el colonialismo al caballo de
Troya de la sociedad de mercado fuera de Occidente y, al considerar dicha sociedad de
mercado superior a sus alternativas de antiguo régimen (como la propia historia europea
demostraba), entendieron que el colonialismo impulsaba el progreso económico no sólo
de la metrópoli sino también, y sobre todo, de la propia colonia. Tanto era así que a los
clásicos les preocupaba que quizá el colonialismo no aportara después de todo tantos
beneficios para la metrópoli: permitía a acceder a nuevos mercados, colocando
exportaciones en las colonias y abaratando el abastecimiento de alimentos y materias
primas importados desde estas (es decir, los beneficios que genéricamente se atribuían a
cualquier otra relación comercial con el extranjero), pero también tenía grandes costes
de conquista territorial, mantenimiento del orden público y, en general, mantenimiento
de una administración colonial.
Tan sólo Marx, al final de su vida y con una perspectiva histórica de la que
forzosamente habían carecido los economistas clásicos anteriores, comenzó a sospechar
que el colonialismo, pese a lo que consideraba una positiva función como destructor de
las sociedades tradicionales, quizá no fuera tan efectivo como constructor de una nueva
y más próspera economía. Comenzó a ver con mejores ojos los movimientos
independentistas en las colonias, así como la imposición de aranceles para proteger a su
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industria naciente (opciones que previamente había criticado). Pero nunca llegó a
sistematizar estas nuevas ideas: su mente estaba centrada en completar el estudio del
capitalismo occidental con nuevos volúmenes de El capital que, por otro lado, nunca
llegaron a ver la luz.
El giro hacia el marginalismo
Hacia finales del siglo XIX se produjo un giro decisivo en la evolución del
pensamiento económico: la economía política clásica fue destronada por la emergente
corriente marginalista, que con el tiempo se convertiría en la escuela neoclásica. A pesar
de que esta última denominación sugiere continuidad con respecto a los clásicos, había
una diferencia sustancial, radical. Los clásicos habían confiado en una teoría laboral del
valor según la cual el valor de las mercancías dependía de la cantidad de trabajo
incorporado a los mismos; es decir, el valor de las mercancías dependía de factores
objetivos. Para los marginalistas, en cambio, el valor de las mercancías dependía de
factores subjetivos. William Stanley Jevons y Carl Menger realizaron aportaciones
fundamentales en esta línea. Cada consumidor tiene unas determinadas preferencias,
que hacen que valore en mayor o menor medida cada bien. Sobre esa base, puede
valorar hasta qué punto está dispuesto a disminuir su consumo de un bien para aumentar
su consumo de otro. En el equilibrio, cada persona maximizará su utilidad consumiendo
aquella combinación de cantidades de cada bien que le reporten una misma utilidad
marginal. Esto es, en el equilibrio, un aumento de una unidad en el consumo de un bien
(lo que llamaríamos un aumento marginal), al implicar un descenso en el consumo de
otros bienes, no mejoraría la utilidad total del consumidor.
Esta teoría subjetivista del valor inauguró una nueva forma de pensar lo
económico y sirvió de base para la modificación de las principales teorías. La teoría de
la producción fue reconstruida de acuerdo con el mismo plan. En su búsqueda del
mayor beneficio posible, el empresario produce aquella cantidad de unidades para la
cual el ingreso marginal que obtiene es igual al coste marginal en que incurre. (Si el
ingreso marginal fuera mayor que el coste marginal, sería posible entonces aumentar la
producción con beneficio; si el ingreso marginal fuera menor que el coste marginal,
entonces lo razonable sería producir menos.) También debería combinar los factores de
producción de tal modo que se igualaran las productividades marginales de los mismos,
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llegando así a un punto de equilibrio preferible a cualquier otro en el que las
productividades marginales de los factores no se igualaran. Paralelamente, la cuestión
de la distribución de la renta entre grupos sociales quedó elegantemente planteada como
un caso particular de este planteamiento, ya que podía demostrarse que, en una situación
de libre mercado, el salario de los trabajadores sería igual a su productividad media.
Correspondió a Leon Walras el mérito de sistematizar esta nueva mirada a la economía
a través de modelos de equilibrio general en los cuales un sistema de ecuaciones
describía los puntos de equilibrio de cada uno de los mercados existentes, así como las
interrelaciones entre estos. Y correspondió a Alfred Marshall, probablemente el más
importante economista neoclásico, la tarea de compendiar y sistematizar las nuevas
teorías.
La importancia de la economía neoclásica para el desarrollo del pensamiento
económico fue muy grande. Al adoptar una perspectiva individualista y subjetivista, la
revolución marginalista no sólo abandonó la dudosa idea de que el valor de los
productos dependía de factores objetivos (idea cuya sostenibilidad había venido
apoyándose cada vez más en reconceptualizaciones un tanto laberínticas), sino que
terminó abriendo la puerta a lo que terminaría convirtiéndose en el distintivo de la
economía dentro de las ciencias sociales: la formalización matemática. Las ecuaciones
se convirtieron en elemento habitual del razonamiento económico. Una vez que este
había centrado su análisis en individuos que realizaban cálculos racionales, las
ecuaciones servían para expresar dicho comportamiento robótico con mayor precisión
que el lenguaje común. De este modo, muchas de las intuiciones de los clásicos
pudieron ser formalizadas dentro de un marco más amplio y elegante.
Sin embargo, el pensamiento económico pagó un alto precio por este giro hacia
el marginalismo, el individualismo y la formalización matemática. El individualismo
metodológico presuponía que los fenómenos económicos podían explicarse como
resultado de la yuxtaposición de innumerables decisiones individuales tomadas de
acuerdo con el criterio de racionalidad. Pero, para empezar, la investigación psicológica
pronto comenzó a cuestionar el retrato robótico que la economía neoclásica hacía del
individuo. (¿Realmente somos siempre optimizadores, o más bien tendemos a buscar un
cierto nivel, no necesariamente máximo, de satisfacción en los distintos ámbitos de la
vida?) Y, sobre todo, ¿dónde quedaban aquellos rasgos de la sociedad que trascienden al
individuo, como la cultura o las instituciones? Comoquiera que, además, estos rasgos se
prestaban menos a la formalización matemática, fueron desapareciendo del análisis. La
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53
political economy de los clásicos fue convirtiéndose en una economics más
especializada y con un objeto de investigación más restringido. Si para Adam Smith, el
objeto de la economía había sido investigar la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones, para neoclásicos como Lionel Robbins el objeto había pasado a ser el estudio
de la conducta humana “como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos
alternativos”.
Se trataba mucho más que de un simple cambio de perspectiva. El enfoque
marginalista se vincula en estas primeras décadas a una visión estática de la economía:
el modo en que el cálculo económico racional conduce a equilibrios entre oferta y
demanda en un determinado momento del tiempo. Por ello, apenas presta atención a los
desequilibrios que impulsan las grandes transformaciones económicas a lo largo del
tiempo. El progreso, que tan importante había sido en el pensamiento de los clásicos,
dejó de estar en el centro del pensamiento económico.
Es cierto, sin embargo, que, de manera a menudo implícita, los neoclásicos sí
tenían una cierta teoría del crecimiento: si se dejaba funcionar libremente a los
mercados (y el Estado no intervenía en la economía), el resultado sería una asignación
óptima de los factores productivos y ello conduciría a un crecimiento económico
gradual, equilibrado y armónico (ya que todos los grupos sociales se verían
beneficiados). Se trataba de una puesta al día de la idea de la mano invisible de Smith,
pero con una importante diferencia con respecto a las teorías clásicas: viviendo como
vivían en economías cada vez más industrializadas, en las que los límites al crecimiento
intuidos largo tiempo atrás por autores como Smith, Ricardo o Malthus parecían propios
de otra época, los neoclásicos vislumbraban una tranquila senda de crecimiento
paulatino sin límites. Marshall, en particular, afirmó que “no parece existir razón alguna
para pensar que nos encontramos próximos al estado estacionario”.
No hay en estas primeras generaciones de neoclásicos un análisis de los
problemas del mundo pobre. Sus teorías tienen la pretensión de ser universales y, por
ello, independientes del contexto social en que se desarrolle la actividad económica. Ni
siquiera podemos, a pesar de lo comentado en el párrafo anterior, hablar de una teoría
marginalista o neoclásica del crecimiento económico antes de la Segunda Guerra
Mundial. (Ya en la década de 1950, generaciones posteriores de economistas sí
construirán sobre estas bases una auténtica teoría neoclásica del crecimiento.) Durante
este periodo posterior al reinado de la economía clásica, las principales aportaciones a la
cuestión del cambio económico a lo largo del tiempo se realizaron desde la heterodoxia.
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54
Grandes economistas heterodoxos y… ¿“pueblerinos”?
Entre finales del siglo XIX y la Segunda Guerra Mundial, el dominio del
pensamiento neoclásico fue desafiado por algunos grandes heterodoxos. En Estados
Unidos, Thorstein Veblen fue el precursor de la escuela institucionalista, que rechazaba
el individualismo metodológico y abogaba por un estudio del cambio a lo largo del
tiempo en las formas de organización económica y social. En Alemania, Max Weber y
Werner Sombart recogieron el testigo de la llamada escuela histórica (que ya durante el
periodo previo se había opuesto a lo que consideraba verdades falsamente universales
de la economía política clásica) y estudiaron el contexto social en que se desarrollaba la
actividad económica. Ninguna de estas dos corrientes, sin embargo, llegó a realizar
contribuciones importantes en el campo del análisis económico del mundo pobre,
siquiera a modo de antecedente de lo que luego serían la economía del desarrollo o la
economía del crecimiento.
En cambio, los dos grandes economistas heterodoxos del periodo sí se
interesaron por la cuestión del crecimiento económico. Tanto el austriaco Joseph
Schumpeter como el británico John Maynard Keynes reconocían la utilidad del
pensamiento marginalista, con sus individuos realizando cálculos racionales que
conducían al equilibrio del sistema. Schumpeter pensaba que, en efecto, había periodos
de la vida económica durante los cuales los agentes económicos se adaptaban
rutinariamente a unas circunstancias estables y que el marginalismo proporcionaba un
buen análisis del funcionamiento de esa economía en “corriente circular”. Y Keynes
pensaba que había momentos en que la economía estaba empleando plenamente todos
los recursos del país (incluyendo su mano de obra; en otras palabras, no habría
desempleo) y que, en tales circunstancias, las herramientas de la economía neoclásica
eran apropiadas.
Sin embargo, tanto Schumpeter como Keynes dudaban que estos periodos y
situaciones en que la economía neoclásica era aplicable fueran los más frecuentes o los
más importantes. Para Schumpeter, el progreso económico no venía impulsado por el
rutinario transcurrir de la corriente circular, sino por la innovación: la puesta en práctica
de nuevas formas de hacer las cosas por parte de los empresarios, ya se tratara de la
introducción de una nueva tecnología, la conquista de un nuevo mercado, una novedosa
forma de organizar la producción… Más que interesarse, como los neoclásicos, por la
optimización individual bajo circunstancias estables, a Schumpeter le interesaba el
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modo en que dichas circunstancias cambiaban a lo largo del tiempo. Schumpeter llegó
así a la conclusión de que la innovación era la base del crecimiento económico y que las
grandes fases del mismo (sus grandes ciclos de negocios) tenían mucho que ver con la
introducción de “racimos” de innovaciones y su posterior explotación y agotamiento.
En otras palabras, la clave del crecimiento no era el equilibrio, sino el desequilibrio.
Keynes, por su parte, tomó la experiencia de la Gran Depresión iniciada en 1929
como un recordatorio de que con frecuencia las economías no emplean plenamente sus
recursos y, por ejemplo, operan con altas tasas de desempleo. Esto invalidaba los
supuestos de la economía neoclásica, en la que los mercados siempre terminan
equilibrándose. También hacía ineficaces sus recomendaciones de política económica,
que insistían en la necesidad de dejar que los mercados funcionaran libremente y evitar
la intervención del Estado. Para Keynes, estas recomendaciones tenían sentido en una
economía con pleno empleo, pero no en una con desempleo y que por ello corría el
peligro de verse arrastrada a una espiral de crisis. El Estado debía intervenir con
políticas que hicieran crecer la demanda agregada, como el fomento de las obras
públicas o la redistribución de la renta desde las clases altas (con una considerable
propensión al ahorro) hacia las clases populares (con mayor propensión al consumo y,
por tanto, con mayor capacidad en el corto plazo para dinamizar una economía en
crisis). Incluso el libre comercio, del que en principio Keynes era partidario, podía
ponerse en suspenso si un cierto proteccionismo contribuía a que la economía en
cuestión evitara los problemas de una demanda insuficiente.
Así pues, Schumpeter y Keynes, cada uno a su manera, cuestionaron la
ortodoxia neoclásica y reintrodujeron la cuestión del cambio económico a lo largo del
tiempo. Ahora bien, lo que no hicieron fue, ellos tampoco, interesarse por la
problemática de los países pobres. Tanto Schumpeter como Keynes, como previamente
había ocurrido con Marx, situaron sus análisis en el contexto de los países occidentales
avanzados. Uno de los pioneros de la economía del desarrollo tras la Segunda Guerra
Mundial, el estadounidense Walt Rostow, escribió más tarde con cierta exageración que
Schumpeter era por ello un economista “más bien pueblerino”. En algunos pasajes,
Schumpeter da a entender que no estaba demasiado en desacuerdo con las (muy
genéricas) ideas de Marx acerca de cómo la fuerza del capitalismo, una vez implantado,
impulsaría a las economías pobres. Y en otros se muestra en desacuerdo con los
marxistas que, como Lenin, opinaban que el imperialismo era el estadio superior del
capitalismo (la traslación de la dinámica y contradicciones del capitalismo a escala
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mundial). Schumpeter más bien pensaba que el imperialismo era una deplorable
supervivencia feudal atribuible al predominio político de una aristocracia militarista y
que, como tal, sería gradualmente destruido por el desarrollo del capitalismo. Pero, sea
como fuere, Schumpeter dedicó la inmensa mayoría de su trabajo a los países ya
desarrollados, sin apenas reflexionar acerca de los países pobres.
Algo parecido ocurrió con Keynes. Jamás visitó un país del mundo pobre, ni
siquiera la India, pese a que en sus inicios trabajó para la administración colonial y
publicó un libro sobre el complicado sistema monetario de la colonia. En algunos de sus
escritos parece vislumbrarse un cierto pesimismo acerca de las posibilidades de
industrialización de la India, a la que parecía recomendar una profundización de su
especialización agraria. Pero, en realidad, Keynes nunca mostró gran preocupación por
los problemas de largo plazo. Así como Schumpeter utilizaba un enfoque histórico,
Keynes argumentó de manera célebre que “a largo plazo, todos muertos” y pasó a la
historia como el economista que, en el contexto de la Gran Depresión, dio sentido
teórico a las políticas de reactivación económica a corto plazo.
La principal razón por la que Keynes pudo ser importante para el posterior
nacimiento de la economía del desarrollo fue el hecho de que, en las palabras del
pionero en este campo tras la Segunda Guerra Mundial Albert Hirschman, rompió “el
hielo de la monoeconomía”. Al plantear que existían dos teorías económicas diferentes,
una clásica o neoclásica para situaciones de pleno empleo y otra keynesiana para
situaciones de desempleo, rompió con la idea de una única teoría económica válida en
todo tiempo y lugar. De ese modo, preparó el camino para que, tras la Segunda Guerra
Mundial, los economistas del desarrollo aspiraran a construir una tercera teoría
económica: una adaptada al peculiar contexto de los países pobres, marcado por el
subempleo (más que por el desempleo) y por problemas estructurales arrastrados a lo
largo del tiempo (más que por crisis coyunturales como la Gran Depresión).
Para saber más…
Bustelo, P. 1998. Teorías contemporáneas del desarrollo económico. Madrid, Síntesis. Roncaglia, A. 2006. La riqueza de las ideas: una historia del pensamiento económico.
Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.
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57
4 Los intentos de industrialización por parte de países
pobres, 1950-1980
Tras la Segunda Guerra Mundial se estableció un nuevo orden económico
internacional. La conferencia de Bretton Woods estableció las bases de una novedosa
coordinación económica entre los principales países del mundo con objeto de evitar que
la economía se convirtiera de nuevo (como había venido ocurriendo durante el periodo
de entreguerras) en un arma al servicio de la rivalidad geopolítica. En parte por ello, en
parte por otra serie de motivos, el mundo vivió a partir de entonces, entre 1950 y 1973
(inicio de la crisis del petróleo), el periodo de más intenso crecimiento económico de
toda su historia.
Para los países pobres, se trató también de un periodo de grandes cambios. El
más llamativo, que afectó a la mayor parte de Asia y África, fue la descolonización. En
las colonias, ya la crisis económica posterior a 1929 había hecho que cada vez más
personas se replantearan la conveniencia de mantener un vínculo de tal naturaleza con la
metrópoli. ¿No estaríamos mejor, se habían preguntado numerosos miembros de las
elites (tanto autóctonas como europeas), si tuviéramos un gobierno independiente, capaz
de diseñar su propia política económica (y no la que se dicta desde, por ejemplo,
Londres)? Tampoco en las metrópolis estaba resultando ya tan evidente el beneficio de
mantener las colonias: la promesa de grandes beneficios a través de la exportación
agraria no era ya la que había sido antes de la Primera Guerra Mundial, mientras que los
costes de administración y mantenimiento del orden no disminuían. ¿Realmente merece
la pena?, se había planteado cada vez más la opinión pública de las metrópolis.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, convertido en la potencia
hegemónica del mundo, insistió en que el colonialismo era un anacronismo llamado a
desaparecer, que los países europeos debían permitir que sus colonias se conviertan en
países independientes. Al fin y al cabo, ¿no se acababa de librar una terrible guerra en
nombre de la libertad de los pueblos y en contra del autoritarismo?
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58
El resultado fue la puesta en marcha de procesos de descolonización. Por todas
partes, unas veces de manera pacífica, otras veces después de conflictos bélicos, las
colonias se convirtieron en países independientes. Se trataba de países pobres que
iniciaban con grandes esperanzas una nueva etapa en su historia. Sus gobernantes
tomaron conciencia de las similitudes que existían entre ellos y, de manera optimista,
esperaban que dichas similitudes les ayudaran a cooperar entre sí. En un mundo partido
en dos por la guerra fría, muchos de estos países se declararon “no alineados” en la
importante conferencia de Bandung: además del mundo capitalista liderado por Estados
Unidos y el mundo comunista liderado por la Unión Soviética, ahora había también un
“tercer mundo”. A él pertenecían tanto las antiguas colonias como las repúblicas
latinoamericanas, que, pese a su temprano acceso a la independencia en el siglo XIX,
alcanzaban niveles de desarrollo muy inferiores a los de los dos primeros mundos.
En este capítulo estudiamos la evolución de las economías pobres entre
aproximadamente 1950 y 1980. Es un periodo marcado por un cambio de rumbo: del
modelo agroexportador que durante casi un siglo había definido la orientación
económica de estos países, a una industrialización impulsada por el Estado.
Estudiaremos sucesivamente tres casos fundamentales: América Latina, la India y los
países del sudeste asiático. (La incorporación a nuestro análisis de China, con una
trayectoria marcada inicialmente por su abandono del capitalismo, tendrá lugar más
adelante, cuando consideremos el tiempo presente, el periodo posterior a 1980.)
La industrialización por sustitución de importaciones en América Latina
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los gobernantes
latinoamericanos cambiaron de estrategia. La confianza en la globalización, condición
necesaria del modelo agroexportador puesto en práctica hasta entonces, no había
permitido consolidar procesos de crecimiento económico y, cuando lo había hecho, esto
apenas había impulsado mejoras en los niveles de desarrollo humano de la mayor parte
de la población. Llegaba el momento de cambiar de rumbo: frente a la confianza en las
exportaciones y, por tanto, en la globalización, una mayor confianza en el mercado
interior. El fomento de la industrialización en países aún muy agrarios se convirtió en
una obsesión; ¿no fue la industrialización, al fin y al cabo, lo que en su día permitió
desarrollarse a los países hoy desarrollados?
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59
Los gobernantes pusieron entonces en práctica políticas activas de
industrialización. El objetivo inicial de estas políticas era conseguir que el país
sustituyera las importaciones de productos industriales que hasta ahora venía realizando
por producción nacional. Por ello se habla de industrialización por sustitución de
importaciones (en adelante, ISI): se trataba de impulsar una industria nacional naciente
ocupando los nichos de mercado hasta entonces controlados por la producción
extranjera. La ISI se apoyó en tres instrumentos. En primer lugar, proteccionismo
comercial: elevados aranceles para proteger a la industria nacional de la competencia
ejercida por la industria de los países desarrollados. Segundo, utilización de
subvenciones y del sistema fiscal para manipular los precios, de tal modo que se
transfirieran recursos desde la agricultura de exportación (un sector denostado que se
asociaba con el no menos denostado modelo agroexportador) hacia las empresas
industriales. Y, tercero, allí donde la iniciativa privada no fuera suficientemente fuerte
para impulsar la industrialización del país, creación de empresas industriales públicas.
Detrás de esta reorientación económica se produjo una reorientación política
dentro de cada país. Hasta entonces, los Estados latinoamericanos habían sido muy
débiles en su capacidad financiera y política, actuando por lo general como órgano de
representación de los intereses de los grupos más favorecidos por el desarrollo
agroexportador: los terratenientes y los comerciantes de importación y exportación. El
proyecto de ISI supuso para los Estados una ocasión para el fortalecimiento, para
romper su tradicional alianza con las elites agroexportadoras y trabar una alianza nueva
con la burguesía industrial (si es que existía algo así; si no, ¿podía crearse?) y con una
parte de la clase media y la clase obrera (que podían ser atraídas al proyecto ISI por sus
posibles efectos positivos sobre el nivel de vida del conjunto de la población, en
contraste con un modelo agroexportador que hasta entonces había beneficiado
principalmente a las clases dominantes tradicionales).
Los logros de la nueva estrategia de ISI fueron indiscutibles. Por todas partes el
crecimiento económico se aceleró, alcanzando las mayores cotas de la historia de estos
países hasta entonces. Muchos de tales países se dotaron de una base industrial de la que
hasta entonces carecían. Más allá de las cifras macroeconómicas, también el nivel de
vida de la población común tendió a progresar. En algunos países, incluso tendieron a
disminuir los niveles de desigualdad entre clases sociales. Si bien de una manera lenta,
parecía que la ISI estaba permitiendo a las economías latinoamericanas encontrar su
camino hacia el desarrollo.
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60
Pero una parte de este éxito era en realidad un espejismo. A lo largo de las
décadas de 1960 y 1970 comenzaron a emerger síntomas que alertaban de que algo iba
mal. Por todas partes, la ISI estaba conduciendo a un deterioro de la balanza comercial.
La manipulación de los precios estaba desincentivando las exportaciones agrarias. El
proteccionismo comercial estaba consolidando un tejido de empresas industriales que,
poco o nada amenazadas por la competencia extranjera, eran poco eficientes y poco
competitivas: parapetadas tras los muros de la protección, abastecían a su estrecho
mercado interno, pero carecían de penetración en los mercados internacionales.
Además, a pesar de que en principio la ISI habría tenido que suponer una reducción de
las importaciones, la nueva producción de bienes industriales de origen nacional en
realidad conducía a un aumento de las importaciones, ya que requería la compra al
exterior de maquinaria y tecnología. (Por ejemplo, la fabricación de camisas dentro del
país podía sustituir la importación que hasta entonces se venía realizando de camisas,
pero obligaba a realizar importaciones de maquinaria textil que hasta entonces no se
realizaban.) En consecuencia, las economías pobres se volvían economías que
exportaban bastante menos de lo que importaban. Además, segundo síntoma, los
gobiernos también estaban gastando más de lo que eran capaces de recaudar: el activo
Estado de las políticas ISI tenía déficit y debía endeudarse para poder seguir llevando a
cabo sus proyectos de industrialización.
Estos dos desequilibrios macroeconómicos (déficit comercial y déficit público)
eran la manifestación de problemas profundos. Con su énfasis en la industria, los
gobiernos olvidaron a la agricultura, que al fin y al cabo era el sector en el que todavía
trabajaba buena parte de la población. Esto generó un peligroso “dualismo”: por un
lado, un sector industrial moderno; por el otro, una agricultura tradicional que apenas
progresaba. Tal era la diferencia económica entre uno y otro sector que miles y miles de
trabajadores rurales emigraron descontroladamente hacia las ciudades con la esperanza
de obtener un empleo urbano, si bien muchos de ellos sólo consiguieron terminar
formando parte de bolsas de marginalidad urbana cada vez más preocupantes. Los
intereses agroexportadores del periodo previo habían creado un dualismo entre la
moderna agricultura de exportación y una agricultura doméstica tradicional, pero los
nuevos gobernantes de los países, con su énfasis en la industrialización, no percibieron
que ellos también, a su manera, estaban contribuyendo al dualismo y la fragmentación
de sus economías y sociedades. Además, las graves desigualdades sociales no fueron ni
mucho menos eliminadas, lo cual no sólo era un problema social, sino también
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económico: la pobreza de buena parte de la población le impedía convertirse en
consumidora. La demanda interna (clave de un proceso de ISI, es decir, orientado hacia
el mercado interior y no hacia los mercados globales) se resintió y las economías
crecieron más despacio de lo que habría podido ser el caso si la distribución de la renta
no hubiera sido tan desigual.
La combinación de una demanda interna débil con un bajo nivel de
competitividad internacional fue letal para la ISI: sus problemas eran cada vez más
evidentes y, a pesar de sus logros, la estrategia era cada vez más insostenible. Durante la
década de 1970, muchos gobiernos pudieron persistir en sus estrategias de ISI sólo
porque recurrieron para ello al endeudamiento. Eran años de oferta abundante de crédito
como consecuencia de la crisis del petróleo y la consiguiente transferencia de rentas
hacia las elites de los países exportadores de petróleo. Casi todos los gobiernos
latinoamericanos buscaron desenredar los estrangulamientos de sus ISI a través de la
inyección de préstamos gustosamente concedidos por bancos extranjeros. La ISI
continuó, pero se trataba del principio del fin. Los gobiernos contrajeron deudas con
tipos de interés variables y, por tanto, sensibles a los cambios de política monetaria de
los principales países del mundo. Cuando la política monetaria del nuevo presidente
estadounidense Ronald Reagan condujera a una elevación de los tipos de interés, los
gobiernos latinoamericanos se verían envueltos en una espiral de endeudamiento de la
que no podrían salir. Se trata del estrangulamiento definitivo de la ISI: a lo largo de la
década de 1980, los gobiernos latinoamericanos, necesitados de renegociar su enorme
deuda y mejorar su credibilidad internacional, deberán abandonar la estrategia de ISI y
sustituirla por un manejo macroeconómico más ortodoxo, menos intervencionista.
Independencia política y desarrollismo nacionalista en la India
En cuanto accedió a la independencia en 1947, la India optó por un
desarrollismo de corte nacionalista. ¿Podía ser de otro modo? Tres rasgos básicos del
periodo colonial habían sido la consolidación de la India como economía agraria
(mientras los países occidentales, incluso los menos avanzados, habían vivido una
revolución industrial que disparaba sus niveles de bienestar), el carácter no desarrollista
(sino más bien administrativo) de la política económica (mientras algunos países
inicialmente atrasados, como Japón, habían salido de su atraso con la ayuda de una
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activa política desarrollista), y la creciente apertura de la economía india a la economía
global. Los resultados de desarrollo eran a la altura de 1947 extremadamente pobres, así
que un cambio de estrategia parecía justificado. El día antes de la independencia, el que
sería primer Primer Ministro del país, Jawaharlal Nehru pronunció un discurso
histórico:
“El servicio a la India significa servir a los millones de personas que sufren. Significa acabar con la pobreza, la ignorancia, la enfermedad y la desigualdad de oportunidades… Mientras haya lágrimas y sufrimiento, nuestra tarea no habrá terminado”
El cambio de estrategia se apoyó en transformaciones vividas a lo largo del
periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial. Conforme había ido avanzando
el periodo de entreguerras, los empresarios indios que conectaban a la elite exportadora
británica con la economía rural habían comenzado a ganar fuerza suficiente para abarcar
nuevos eslabones de la cadena productiva. De manera paralela, su influencia sobre el
gobierno colonial había ido creciendo. La crisis de 1929, al obligar a la economía india
a adoptar una senda más introvertida, había reforzado esta tendencia hacia el
fortalecimiento del empresariado indio. La Segunda Guerra Mundial, por su parte, había
favorecido el aumento del intervencionismo estatal (en la India como en casi todas
partes). A la altura de 1947, por tanto, la idea de una estrategia desarrollista liderada por
empresarios y burócratas indios podía surgir con relativa facilidad, casi de manera
(paradójicamente) espontánea.
Dentro del nuevo modelo de desarrollo, el Estado asumió un papel muy activo
en la promoción de la industrialización. Inspirados por el ejemplo de la rápida
industrialización lograda por la Unión Soviética en condiciones de autarquía durante la
década de 1930, los políticos y burócratas de la nueva India independiente dieron
prioridad a la industria pesada, productora de bienes de capital, ya que ésta era la que
podía aumentar de manera más rápida la productividad media de la economía. (Más
adelante hemos aprendido que hay varios eslabones intermedios que determinan en qué
medida el crecimiento de la productividad de un sector se traduce en desarrollo humano,
pero en este momento hablar de aumentar rápidamente la productividad era lo mismo
que hablar de desarrollo.) El Estado indio promovió la industrialización a través de dos
tipos de medidas. En primer lugar, estableció planes de desarrollo quinquenales en el
marco de los cuales la inversión pública se canalizó hacia la formación y expansión de
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empresas públicas en sectores estratégicos (especialmente, los que abastecen de inputs
al sector industrial). Un par de datos pueden dar idea del activismo estatal en este
campo: entre 1950 y 1975, la India pasó de tener cinco empresas públicas a tener 129; y,
a la altura de 1980, 22 de las 25 empresas indias más grandes eran empresas públicas.
Aún con todo, la mayor parte de la producción industrial del país continuó en manos del
sector privado, y ahí es donde el Estado desarrolló un segundo grupo de medidas:
controles para regular el funcionamiento de las empresas privadas. A través de sistemas
de licencias para la concesión de importaciones o materias primas, licencias para la
creación de empresas (o para la expansión en la capacidad productiva de las ya
existentes), a través de controles sobre los precios y sobre las divisas, el Estado indio
supervisó estrechamente lo que hacían los empresarios privados. Algún estudioso ha
llegado a afirmar que un empresario indio de 1970 era probablemente menos libre que
un administrador de empresa pública en las comunistas (pero no muy férreas) Hungría o
Yugoslavia. Tras este control estatal había una desconfianza abierta hacia los mercados
autorregulados: la sensación de que un control estatal sobre las decisiones
microeconómicas de las empresas podía generar efectos macroeconómicos positivos.
Al mismo tiempo que ponía el énfasis en la industria y en el Estado (frente al
modelo colonial de economía agraria poco intervenida), el nuevo modelo de desarrollo
también acabó con el tercero de los rasgos del modelo colonial: la creciente inserción de
la India en la economía global. El “pesimismo exportador” de la década de 1930 y la
Segunda Guerra Mundial se trasladó a la posguerra: si las exportaciones, tan
promocionadas durante décadas por los británicos, no habían sido hasta entonces
capaces de impulsar el desarrollo y acabar con el atraso de la India, ¿por qué iban a
hacerlo ahora? La nueva estrategia económica consistía, como en América Latina, en
buscar un proceso de ISI: el proteccionismo comercial (aranceles, restricciones
cuantitativas a las importaciones) crearía el marco para la expansión industrial. La
opción por un desarrollismo nacionalista se completó con el establecimiento de fuertes
restricciones a la entrada de capital extranjero en la economía india. Si, durante décadas,
los empresarios extranjeros no habían sido capaces de impulsar el desarrollo de la India,
¿no era este el momento de dar una oportunidad a los empresarios locales?
El resultado de esta nueva estrategia fue agridulce. Por un lado, el crecimiento
económico de la India se aceleró, lo cual no es poco después del crecimiento negativo
que el país había sufrido durante el periodo de entreguerras. La política desarrollista
estimuló un aumento sustancial de la inversión, tanto pública (vía planificación
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quinquenal) como privada (dada la seguridad proporcionada por las restricciones a la
competencia implícitas en la red de controles burocráticos). Esto tuvo lugar, además, en
un momento en el que la India independiente pasó a ser receptora neta de capital (vía
ayuda extranjera), en contraste con el efecto de drenaje (vía remesas gubernamentales o
repatriaciones privadas de capital) característico de la economía colonial. Sin embargo,
también tuvo lugar en un momento en el que el crecimiento de la economía mundial se
aceleró de manera inédita, por lo que el crecimiento de la nueva India independiente no
fue suficiente para salvar la brecha que la separaba de los países desarrollados. De
hecho, entre 1947 y 1970 esta brecha se hizo aún más profunda. El periodo
inmediatamente posterior a la independencia no supuso un punto de inflexión en la
trayectoria relativa de la economía india: los primeros gobiernos independientes no
fueron capaces de revertir la tendencia a la divergencia que había venido caracterizando
a la economía india desde los tiempos coloniales (e incluso antes). Teniendo en cuenta
que, a lo largo de estas décadas, hubo una tendencia general hacia la convergencia
económica internacional, la sensación generalizada era que la economía india podría
haber crecido más deprisa de lo que lo hizo y que, si su crecimiento no se acercó más a
su potencial, ello se debió a los defectos de la política económica.
La política económica generó ineficiencias en la asignación de recursos que, a
diferencia de lo que había ocurrido en el Japón Meiji (o de lo que estaba ocurriendo en
los países del sudeste asiático que estudiaremos a continuación), no se vieron
compensadas por ganancias en términos dinámicos (innovación tecnológica u
organizativa, conquista de nuevos mercados…). La intervención estatal interfirió
claramente en la asignación de recursos, tanto a través de las inversiones públicas como
a través de los farragosos controles impuestos al funcionamiento de las empresas
privadas o los sesgos contrarios a la globalización. Pero, a cambio de esta distorsión, los
gobiernos no obtuvieron ganancias dinámicas, sino más bien todo lo contrario: la mala
calidad de la burocracia (una diferencia clave con respecto a Japón y el sudeste asiático)
condujo a empresas públicas mal gestionadas, a prácticas de corrupción y, sobre todo, al
acomodamiento de los comportamientos empresariales. Al no ser incorporados a una
estrategia más amplia de desarrollo (otra diferencia fundamental), los controles públicos
y el proteccionismo condujeron en realidad a pérdidas dinámicas: empresas ineficientes,
operando por debajo de su capacidad, perpetuando la utilización de tecnologías
obsoletas y mostrándose incapaces de penetrar en mercados extranjeros. El empresario
indio pasó a ser un buscador de rentas: sus beneficios provenían cada vez menos de la
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libre competencia en los mercados y cada vez más de su influencia política, que
determinaba la extensión de sus privilegios y el grado en que sus inversiones estaban
protegidas de la competencia. Salieron perdiendo los consumidores, que se encontraron
con productos caros y de mala calidad, y salió perdiendo el desarrollo de la economía
india, que se quedó relativamente aislada de las fuerzas de convergencia económica
puestas en marcha por la globalización de las décadas posteriores a la Segunda Guerra
Mundial.
Por si todo esto fuera poco, el crecimiento económico posterior a la
independencia, además de ser inferior al potencial, encontró, como el crecimiento
económico colonial, grandes dificultades para transformarse en desarrollo humano. La
distribución de la renta empeoró. La posición del trabajo se debilitó frente a la del
capital: la explosión demográfica vivida por la India tras la Segunda Guerra Mundial
aumentó la oferta de trabajo y tendió a deprimir los salarios o, cuando menos, a
dificultar su aumento como consecuencia de la acumulación de bolsas de mano de obra
excedente. El capital, por el contrario, era más escaso y operaba en un contexto de
competencia imperfecta creado y garantizado por la propia política económica, así que
los beneficios empresariales eran superiores a los de competencia perfecta. Además, la
política económica creó otra fuente de aumento de la desigualdad al promocionar a las
empresas grandes (la industria a gran escala, intensiva en capital) en detrimento de las
empresas pequeñas (la pequeña industria intensiva en mano de obra). Esto no sólo
aumentó las diferencias de ingresos entre los sectores intensivos en capital y los sectores
intensivos en mano de obra, sino que también limitó la capacidad de generación de
empleo de la economía india. En un contexto de explosión demográfica, que creó el
potencial para grandes corrientes migratorias campo-ciudad, la promoción de una
industria más intensiva en mano de obra podría haber favorecido la inserción laboral de
grupos desfavorecidos. La opción por una industria intensiva en capital, en cambio,
favoreció el aumento de la desigualdad. Lo mismo que le ocurrió a la industria ligera le
ocurrió al resto de sectores intensivos en mano de obra, entre ellos (y de manera crucial,
dado que continuaba siendo el sector más grande de la economía) la agricultura. La
estrategia desarrollista no fue capaz de incorporar con éxito el cambio agrario dentro del
desarrollo económico. No sólo no fue capaz de liberar al sector de las restricciones al
crecimiento que habían venido pesando sobre el mismo desde el periodo de entreguerras
(ahora agravadas por la explosión demográfica), sino que tampoco consiguió liberar a la
población rural desfavorecida de aquellas estructuras sociales tradicionales (no tocadas
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por los mogoles, no tocadas por los británicos, no tocadas ahora por el Estado
desarrollista independiente) que reproducían su pobreza a lo largo del tiempo.
Finalmente, la política económica también contribuyó a aumentar la desigualdad a
través del sistema fiscal (abrumadoramente basado en la tributación indirecta) y el gasto
público en educación y sanidad (que se canalizaba preferentemente hacia las
necesidades de las elites urbanas).
Al final, aceleración del crecimiento con aumento de la desigualdad y
persistencia de problemas estructurales de larga duración. El gobierno colonial no había
puesto en práctica políticas desarrollistas, pero un desarrollismo que no veía la
necesidad de fomentar la eficiencia (estática y dinámica) dentro de la industria o
aumentar la inversión pública en agricultura y capital humano tampoco podía ser la
solución. El simple hecho de acceder a la independencia y fijar objetivos desarrollistas
no aseguraba la salida del atraso: hacía falta una estrategia bien diseñada y una
burocracia competente para llevarla a la práctica.
A mediados de la década de 1960, diversos problemas estructurales amenazaban,
como en América Latina, la viabilidad de la estrategia de desarrollo vigente. En un
contexto de explosión demográfica, las oportunidades de crecimiento agrario extensivo
estaban agotándose, y el crecimiento industrial no tenía ni la velocidad ni la estructura
adecuadas para absorber toda la mano de obra excedente. Como en otros casos de
industrialización por sustitución de importaciones que no estaban viéndose
acompañados de una estrategia paralela de fomento de la competitividad, estaba
acumulándose un importante desequilibrio comercial. En la esfera doméstica, el
desequilibrio entre empresas grandes y pequeñas, entre agricultura (e industria ligera) e
industria pesada, entre áreas urbanas y áreas rurales, entre elites y grupos menos
favorecidos, no sólo obstaculizaba la transformación del crecimiento en desarrollo
humano, sino que incluso amenazaba la propia continuidad del crecimiento: la escasa
demanda de bienes de consumo (derivada de la desigualdad y la extensión de la
pobreza), el exceso de capacidad en grandes empresas ineficientes, la ineficiencia del
aparato burocrático, el creciente recurso al déficit público para financiar los planes
quinquenales… Cuando, en 1965, sobrevino el peor monzón del siglo y la agricultura
india sufrió agudamente por la escasez de agua, se desató una crisis definitiva. No sólo
cayeron la producción agraria y, con ella, los niveles alimenticios de la población, sino
que, con un retardo de algunos meses, la crisis se transmitió al sector industrial. Lenta
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pero irremisiblemente, llegaba el momento de un viraje liberal en la política económica
del país.
La salida del atraso del sudeste asiático
A la altura de 1960, la expresión “Tercer Mundo” ya había hecho fortuna, y
todos sus componentes parecían abocados a una misma suerte, no precisamente
envidiable. El sociólogo John Lie recuerda así su infancia en la Corea del Sur de
aquellos años:
A principios de los sesenta, Seúl era para mí la viva imagen del atraso. Mientras que los atascos de tráfico de Tokyo me maravillaban, me sentía horrorizado por los carros de bueyes que avanzaban vacilantes por las polvorientas calles de Seúl. Tokyo parecía indiscutiblemente moderno, con sus altos edificios de estilo internacional, juguetes electrónicos, baños con cisterna, aire acondicionado y frigoríficos. Seúl, por el contrario, parecía muy anticuada, con su arquitectura japonesa del periodo colonial, juguetes de madera, baños sin cisterna ni papel higiénico y como mucho ventiladores eléctricos y bloques de hielo. Tokyo era dinámica, con nuevos edificios creciendo por todas partes y las estanterías de los almacenes rebosantes de nuevos productos; Seúl estaba estancada, atrapada en la tradición. En Tokyo podía atiborrarme de caramelos y bombones vendidos en almacenes relucientes; en Seúl me atragantaba con saltamontes asados que vendían por la calle.
Hoy día vemos las cosas de otra manera. Japón ya no es el único país que ha
sido capaz de imitar los procesos de desarrollo económico moderno iniciados en
Occidente. Hoy ya no hablamos tanto en términos de Tercer Mundo, y no tanto por la
desaparición del bloque soviético como por la gran diversidad de trayectorias y
experiencias que podemos encontrar dentro del ámbito de los países menos
desarrollados. Una de las causas principales de este cambio de perspectiva ha sido el
ascenso durante las décadas finales del siglo XX de “nuevos países industriales” en el
sudeste asiático: Corea del Sur (el más importante por su tamaño), Taiwán, Hong-Kong
y Singapur. ¿Qué encontró John Lie cuando, ya adulto, regresó a su país natal en la
década de 1980?
He encontrado amas de casa de clase media alta llevando trajes de alta costura y jóvenes ricos que llevan una vida de irritante distinción y disolución. Cafeterías limpias y bien iluminadas han sustituido a los cafés
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oscuros y sucios; McDonald’s y Pizza Hut a los figones de tallarines y comida barata… Lo que hace esos cambios y contrastes tanto más asombrosos es que han ocurrido en el transcurso de una sola generación.
Tomando como referencia algunos animales de la tradición cultural oriental,
comenzó a hablarse a finales del siglo XX de los “tigres” o los “dragones” asiáticos,
cuya fiereza económica venía ilustrada por las elevadas tasas de crecimiento obtenidas.
En la actualidad, también Tailandia, Vietnam o Malasia han sido consideradas por
algunos como nuevas economías emergentes. (Si a ello le añadimos el ascenso
económico de China, algunos incluso han visto aquí el inicio de un desplazamiento del
centro de gravedad de la economía mundial desde Occidente hacia Oriente.) Es
probable que el éxito de los dragones se debiera a su peculiar forma de combinar la
interferencia política en el libre funcionamiento de los mercados con la inserción en una
economía global.
La industrialización de los dragones asiáticos no fue el resultado de un Estado
mínimo que dejara funcionar libremente los mercados. En general, el objetivo del
intervencionismo estatal no era suplantar a la empresa privada ni eliminar
completamente las señales de mercado o la estructura de incentivos asociada a las
economías de mercado, pero tampoco limitarse a proporcionar unos servicios
económicos básicos y, a partir de ahí, confiar en la autorregulación de los mercados para
alcanzar niveles óptimos de eficiencia asignativa. La intervención consistía en crear
distorsiones temporales que, aplicadas sobre la estructura de incentivos propia de la
economía de mercado, pudieran potenciar el dinamismo a medio y largo plazo en mayor
medida de lo que podrían hacerlo las señales derivadas de los mercados libres. Esto
podía implicar sacrificios en la eficiencia asignativa (estática), con las consiguientes
pérdidas de bienestar para los consumidores, y también podía implicar, bajo un
escenario político autoritario (que era el más común) un sacrificio sistemático de los
niveles de bienestar de la población para mayor gloria de los resultados nacionales de
industrialización. En el medio y largo plazo, sin embargo, estos inconvenientes
contrastan con el éxito de los dragones asiáticos para abandonar el club de los países
subdesarrollados sobre la base de una clara mejoría en los niveles de bienestar de su
población.
La intervención se plasmó en algunos de los principales mercados y estructuras
de la economía. En la esfera exterior, el comercio pasó a ser fuertemente regulado y se
pusieron en práctica estrategias de ISI: se detectó un núcleo de sectores industriales en
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los que las importaciones podían ser sustituidas por producción nacional (generalmente,
sectores intensivos en mano de obra y que no necesitaban grandes dotaciones de capital
humano ni impulso tecnológico endógeno) y tales sectores pasaron a estar fuertemente
protegidos. Como saben todos los países que han puesto en práctica esta estrategia, la
ISI conoce pronto desequilibrios que tienden a obstruir el cambio, en particular si la
nueva producción industrial intensifica (más que suaviza) la presión sobre la balanza
comercial (al demandar crecientes importaciones de maquinaria y tecnología no
disponibles en el interior). La solución pasa entonces por suavizar las presiones
comerciales a través de la promoción de las exportaciones, y en esto pasó a consistir
también la política comercial de los dragones asiáticos: un complejo sistema de
regulaciones de comercio exterior encaminadas a conceder incentivos (financieros,
comerciales, fiscales) a las empresas exportadoras. La coordinación de un
proteccionismo selectivo con las distorsiones favorables a los exportadores (tan
diferente del proteccionismo a ultranza y las distorsiones contrarias a la exportación
características de la política económica latinoamericana durante esos mismos años) dio
como resultado la formación de sucesivos ciclos de producto en los que la industria
inicialmente protegida no sólo terminaba siendo capaz de soportar la competencia de las
importaciones sino que se hacía hueco en los mercados extranjeros (especialmente,
Estados Unidos, Japón y Europa occidental). Cada nueva ronda de este proceso
involucraba, además, a sectores industriales más complejos desde el punto de vista
tecnológico y menos intensivos en mano de obra. Los dragones asiáticos iban así
ascendiendo escalones de un modo bastante parecido a como Japón había comenzado a
hacerlo ya antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando sus exportaciones agrarias
fueron convirtiéndose en exportaciones industriales ligeras y éstas, con el tiempo, en
exportaciones industriales pesadas e intensivas en tecnología.
Las similitudes del modelo de los dragones con respecto al modelo japonés van
más allá, dado que la política industrial de aquellos también favorecía la formación de
grandes conglomerados industriales que actuaban como líderes exportadores. Aunque la
inversión directa extranjera fue más importante en la experiencia histórica de algunos de
los dragones de lo que lo había sido en el caso de Japón durante etapas comparables de
su desarrollo, el capital nacional fue la base de la expansión productiva y exportadora. Y
lo fue encarnado en grandes conglomerados que, como en el caso japonés, organizaban
sistemas más o menos estables de subcontratación con pequeñas y medianas empresas a
través de los cuales se garantizaba la flexibilidad del tejido industrial. En casos como el
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de Taiwán, este dualismo empresarial se tradujo en la proliferación de oportunidades de
empleo industrial en las zonas rurales, lo cual suavizó las tensiones sociales
generalmente asociadas a la concentración del progreso económico en áreas urbanas.
¿No tiene todo esto, al fin y al cabo, un cierto aire a las pymes japonesas del periodo
Meiji y a la consigna de adaptar la tecnología occidental a la dotación de factores
japonesa?
La intervención estatal favoreció a los grandes conglomerados de capital
autóctono, creando así de facto un mundo de competencia imperfecta (o, cuando menos,
una planta superior de competencia claramente imperfecta situada sobre una planta
inferior de competencia menos imperfecta entre pymes) que acabó imperando también
en la estratégica pieza del sistema financiero. Si en Japón los conglomerados
industriales habían contado con el apoyo fiel de “sus” bancos (que, a su vez, habían
contado con la clientela fiel de “sus” empresas, al menos hasta las reformas de la década
de 1970) y la política económica se había reservado funciones indicativas y de respaldo
de las operaciones financieras vinculadas con sectores estratégicos, en los dragones
asiáticos la política económica fue mucho más allá y reguló férrea y directamente la
asignación del crédito empresarial. Como en el caso de las distorsiones introducidas en
el comercio exterior (a través de la combinación de ISI y promoción de las
exportaciones), de lo que se trataba era de distorsionar el funcionamiento del sistema
financiero con objeto de mejorar el dinamismo de la economía nacional en el medio
plazo. El objetivo final era el mismo que en Japón: conseguir que el crédito empresarial
fuera a parar de manera preferente a los líderes exportadores. La menor densidad del
tejido financiero presente en el sudeste asiático al comienzo del proceso (en parte una
consecuencia de su menor nivel de desarrollo y de su estatus por aquel entonces colonial
con respecto a Japón) requirió del Estado una intervención aún más activa que en Japón
de cara a lograr dicho objetivo.
Estas intervenciones en materia de política comercial, estructura empresarial y
sistema financiero, todas ellas encaminadas a favorecer un proceso de desarrollo
liderado por las exportaciones industriales, se vieron completadas por una regulación
corporativista del mercado laboral, encaminada a contener los niveles salariales con
objeto de mantener la competitividad de las exportaciones industriales. El carácter
autoritario de los regímenes políticos vigentes allanó el camino a este tipo de
regulación, que situó a los dragones asiáticos bastante lejos del abanico de modelos de
relaciones laborales presentes en la esfera occidental; en particular, debido a la
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eliminación de los sindicatos obreros. El resultado era, sin embargo, menos distinto con
respecto al modelo japonés, donde la acción sindical se organizaba de manera
característica a través de sindicatos de empresa.
Al igual que en Japón, las claves de la política económica se cierran con la
puesta en marcha de reformas agrarias. A la altura de 1945, la agricultura era al fin y al
cabo el principal sector de ocupación, por lo que la coordinación del cambio agrario con
la estrategia de industrialización debía recibir una atención preferente. Como en Japón,
la opción de la política económica pasaba por utilizar la regulación y la intervención
como mecanismos para el trasvase de recursos desde el sector agrario hacia los sectores
industriales estratégicos; por ejemplo, a través de la fijación de precios artificialmente
bajos para los principales productos agrarios. Sin embargo, esta visión de la agricultura
como un sumidero del que extraer recursos podría haber conducido a numerosos
problemas de haber sido la única que hubiera guiado a los diseñadores de la política
económica. Era preciso manejar simultáneamente otra visión de la agricultura: la del
sector principal de la economía en términos de empleo, la del sector de cuya evolución
dependería el nivel de vida de la mayor parte de la población en el corto plazo. Y así,
como en Japón, se implantaron reformas agrarias cuyo principal efecto fue la
consolidación de un modelo de agricultura basado en la pequeña explotación familiar.
La pequeña explotación familiar tenía una gran capacidad de absorción de empleo, ya
que su intensidad de capital era reducida y absorbía grandes cantidades de mano de obra
en la realización de tareas encaminadas a asegurar un uso lo más intensivo posible de la
tierra (su factor escaso). En el caso de Taiwán, además, la emergencia de un patrón
relativamente descentralizado de crecimiento industrial permitió a numerosas familias
rurales combinar los ingresos derivados de sus pequeñas explotaciones con ingresos no
agrarios. En suma, la política económica de los dragones estaba fuertemente sesgada
hacia un crecimiento liderado por las exportaciones industriales, pero no cometió el
error de ver en la agricultura simplemente un sumidero del que extraer recursos para su
utilización en otros sectores.
Si la estrategia de ISI no generó los factores de bloqueo conocidos por aquel
entonces en otros países atrasados (por ejemplo, América Latina), ello se debió a que la
misma estaba subordinada a una estrategia más amplia de inserción en la economía
global por la vía de las exportaciones industriales a países más desarrollados. Y, a su
vez, el crecimiento de las exportaciones industriales de los dragones parece inseparable
del contexto internacional posterior a 1945, caracterizado por la formación de un nuevo
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orden económico mundial favorecedor de la expansión del comercio. Ni siquiera los
mayores admiradores de la política económica de los dragones podrían negar que sus
resultados jamás hubieran podido ser tan positivos en un contexto como el de
entreguerras, en el que existían numerosas barreras al comercio internacional y
predominaban las políticas de empobrecimiento del vecino. El contexto global posterior
a 1945, en cambio, les proporcionaba oportunidades para desarrollarse de manera más
rápida de lo que lo habrían hecho si hubieran tenido que depender exclusivamente de su
demanda interna.
La inserción en la economía global a través de las exportaciones industriales
permitió a las empresas implicadas expandir su escala sobre bases sólidas. (Esto
contrastaba, de nuevo, con el caso latinoamericano, en el que el menor énfasis en la
coordinación entre proteccionismo y orientación exportadora favorecía la creación de
estructuras empresariales esclerotizadas cuyos aumentos de escala casaban mal con su
escasa competitividad internacional.) La expansión de la escala de actividades permitió
a las empresas operar con rendimientos crecientes y aportar a sus respectivas economías
nacionales algunos de los beneficios que puede traer la competencia imperfecta, como
la generación de mayores tasas de innovación tecnológica (de acuerdo con la
provocativa hipótesis de Schumpeter) o la conquista de nuevos nichos de mercado en la
escena internacional como consecuencia de unos bajos costes fijos unitarios (de acuerdo
con la visión de Krugman del comercio internacional en condiciones de rendimientos
crecientes).
Además, la inserción en la economía global también permitía a los dragones
asiáticos generar tasas brutas de formación de capital superiores a lo que habría sido
posible en un contexto de economía cerrada. En los años inmediatamente posteriores a
la Segunda Guerra Mundial, la ayuda económica otorgada por Estados Unidos pudo
desempeñar un papel importante en el desarrollo de Corea del Sur y Taiwán, no tanto
por la magnitud y efectos directos de lo que comúnmente entendemos por ayuda, sino
sobre todo por el hecho de que la ayuda en realidad incluía la asunción por parte de
Estados Unidos de costes de protección y mantenimiento de la seguridad en la zona. De
no haber asumido Estados Unidos estos costes, los nuevos gobiernos surgidos después
de 1945 podrían haberse visto forzados a expulsar inversión privada destinada a
alimentar el crecimiento industrial.
Conforme fue avanzando el periodo posbélico, la ayuda comenzó a perder
importancia y su puesto fue ocupado por la inversión directa extranjera. El desarrollo
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del sudeste asiático fue liderado por el capital nacional, pero el apoyo del capital
extranjero fue importante. En particular, resulta interesante considerar el papel del
capital japonés. A lo largo de la era del milagro japonés, los grandes conglomerados
industriales comenzaron a acumular cantidades cada vez mayores de beneficios que no
repartían entre sus accionistas. La mayor parte de estos beneficios fueron colocados en
el sistema financiero internacional, sobre todo a raíz de las reformas que en la década de
1970 liberalizaron los vínculos entre los conglomerados y los bancos con que venían
manteniendo relaciones estables. Pero otra parte se destinó a expandir el modelo
japonés por países vecinos menos desarrollados. A lo largo de estos años, las ventajas
comparativas fueron cambiando: el aumento de los salarios (y, en general, del nivel de
vida) de la población japonesa comenzaba a hacer poco competitivas las exportaciones
de productos intensivos en mano de obra. (Más adelante, en la década de 1980, la
revaluación del yen como consecuencia de la renegociación de los términos de las
relaciones comerciales con Estados Unidos, actuó en el mismo sentido.) El menor
desarrollo del sudeste asiático, en cambio, hacía de la región un lugar adecuado para que
las empresas japonesas vertieran en ella una parte de sus excedentes en forma de
inversión directa extranjera. De este modo, el capital japonés desempeñaba un papel de
intermediación entre las reservas de mano de obra barata que aún existían en la región
del Asia oriental y los consumidores de productos industriales de Estados Unidos y
otros países desarrollados.
Cuando, a partir de la década de 1980, los emergentes dragones se convirtieron
en los principales inversores extranjeros en sus países vecinos (Filipinas, Indonesia,
Malasia, Tailandia, Brunei), comenzó a quedar claro que estaba en funcionamiento un
ciclo. Del mismo modo que sucesivos ciclos de producto habían alimentado el
crecimiento de los dragones (moviéndose desde los productos más intensivos en mano
de obra hacia producciones algo más complejas y, por el camino, hacia mayor
productividad, mayores salarios y mayor nivel de vida), y del mismo modo que el éxito
de cada ciclo allanaba el camino para el lanzamiento del siguiente (al generar
externalidades sociales y, en algunos casos, beneficios que los conglomerados podían
canalizar hacia nuevos sectores), sucesivos ciclos de inversión parecían estar
difundiendo el desarrollo a lo largo de Asia oriental. Conforme el avance de los países
líderes de la región alteraba la estructura de ventajas comparativas (al hacer menos
competitiva la posición de estos en el sector de las producciones más intensivas en
mano de obra) y creaba excedentes empresariales susceptibles de transformarse en
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inversión directa extranjera que reorganizara la división del trabajo dentro de la región,
se creaban oportunidades para que países menos desarrollados iniciaran sus primeros
ciclos de crecimiento liderado por las exportaciones de productos industriales intensivos
en mano de obra.
La metáfora que hizo fortuna para describir este patrón fue la de “los gansos
voladores”. Un ganso echa a volar y, al hacerlo, facilita las cosas a los otros gansos del
grupo: los protege del viento y les enseña el camino. A nivel de cada país, los gansos
eran ciclos de producto desde su fase de protección inicial hasta su fase de orientación
exportadora. A nivel del conjunto de la región, los gansos eran países que iban
incorporándose a sucesivas rondas de crecimiento liderado por las exportaciones
industriales. Y, a nivel del mundo en su conjunto, los gansos eran la demostración de
que el desarrollo de economías inicialmente atrasadas era posible.
Para saber más…
Bustelo, P. 1990. Economía política de los nuevos países industriales asiáticos. Madrid,
Siglo XXI. Pipitone, U. 1996. Asia y América Latina: entre el desarrollo y la frustración. Madrid,
Catarata.
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5 Los inicios de la economía del desarrollo
El periodo comprendido entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XX
fue fundamental para el desarrollo del pensamiento económico. Los economistas
clásicos instauraron una nueva manera de mirar a la economía, más sistemática y
especializada de lo que había sido habitual hasta entonces. Más adelante, los neoclásicos
dieron un paso más en esta línea y sentaron las bases sobre las que se desarrollaría en lo
sucesivo el pensamiento económico de corriente principal. Finalmente, economistas
como Veblen, Schumpeter o Keynes establecieron las principales direcciones en que
trabajarían los heterodoxos descontentos con la corriente principal. El periodo fue, sin
embargo, mucho menos fecundo para el análisis de los problemas específicos de las
economías atrasadas. Algunos economistas perdieron de vista la pregunta original de
Adam Smith sobre las causas de la riqueza de las naciones, mientras que otros que
mantuvieron su interés en la cuestión circunscribieron sus razonamientos a las
economías occidentales avanzadas.
En cambio, tras la Segunda Guerra Mundial surgió la economía del desarrollo:
una rama de la investigación económica dedicada exclusivamente a los problemas
específicos de las economías atrasadas. El acontecimiento es inseparable del nuevo
orden internacional del periodo: las instituciones de cooperación internacional diseñadas
en Bretton Woods, la guerra fría que condujo a la definición de un “Tercer Mundo”, las
grandes esperanzas suscitadas en el mundo pobre por la descolonización… ¿Cuáles eran
las causas del atraso y qué podían hacer los gobiernos para sacar a sus países de él?
Dado que los economistas previos apenas habían prestado atención al tema, la sabiduría
convencional se basaba en argumentos de orden sociológico, responsabilizando a las
religiones y normas culturales no occidentales del atraso económico. Pero toda una
nueva generación de economistas estaba preparada para mirar el problema desde otra
óptica. A ello también contribuía el hecho de que el éxito de Keynes parecía demostrar
que no existía una única teoría económica aplicable en todo momento y lugar, sino que
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76
podía haber diferentes teorías económicas válidas para diferentes contextos. Los
pioneros de la economía del desarrollo se lanzaron así a la elaboración de una teoría
económica válida para unas economías atrasadas cuyas características eran muy
diferentes a las del mundo capitalista desarrollado.
En este capítulo estudiamos los primeros pasos de la economía del desarrollo. El
primer apartado está dedicado a los pioneros, que recomendaban una intervención
decidida del Estado para impulsar la industrialización del Tercer Mundo. En el segundo
apartado consideraremos la escuela estructuralista latinoamericana, que planteaba una
idea general similar a la de los otros pioneros, si bien merece una atención especial por
haberse generado dentro del propio mundo en vías de desarrollo. Finalmente, el tercer
apartado presenta a economistas neoclásicos que, enfocando la investigación de manera
ortodoxa, se opusieron a la visión de los pioneros.
Los pioneros
El punto de partida de los economistas del desarrollo consistía en que las
economías pobres eran diferentes. No se trataba sólo de una diferencia cuantitativa: no
se trataba sólo de que su PIB per cápita fuera más bajo. Había diferencias cualitativas,
estructurales. La más importante de ellas era, probablemente, la señalada por Arthur
Lewis: las economías pobres eran economías “duales” escindidas en un sector moderno
de alta productividad y un sector tradicional de baja productividad. En las economías
pobres no había pleno empleo, pero tampoco mucho desempleo (como sí ocurría en las
economías avanzadas en coyunturas de crisis): el problema fundamental era el
subempleo de buena parte de la mano de obra, que trabajaba discontinuamente en un
sector tradicional que cumplía la función de empleador de último recurso. En términos
más técnicos, lo que ocurría es que la productividad marginal del trabajo en el sector
tradicional era nula y, por tanto, la economía pobre contaba con reservas virtualmente
ilimitadas de mano de obra susceptibles de ser transferidas al sector moderno. Hablar de
dualismo era tanto como decir que el mercado laboral funcionaba de manera imperfecta,
alejada de la flexibilidad y maleabilidad descritas en los modelos neoclásicos ortodoxos.
Otros economistas señalaron situaciones adicionales de mercados imperfectos o incluso
mercados inexistentes como rasgos estructurales de las economías atrasadas.
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En estas condiciones, los pioneros no creían que el desarrollo de las economías
atrasadas fuera a llegar de manera gradual, espontánea y armónica como consecuencia
del simple funcionamiento del libre mercado. Para Paul Rosenstein-Rodan y Ragnar
Nurkse, las economías pobres se encontraban atrapadas en un círculo vicioso, en una
“trampa de subdesarrollo”. Dado su bajo nivel de desarrollo, la demanda era débil y, por
tanto, débil era también la inversión en el sector moderno de la economía, por lo que el
crecimiento era mínimo y la demanda continuaba siendo débil como al principio, y así
sucesivamente. Había, según Gunnar Myrdal, una causalidad “circular y acumulativa”
que tendía a reproducir el atraso a lo largo del tiempo.
Para salir del atraso se necesitaba algo más que inercia: hacía falta un “gran
empujón” (Rosenstein-Rodan), un “despegue” (Walt Rostow), un “esfuerzo crítico
mínimo” (Harvey Leibenstein). Y para ello resultaba fundamental la intervención del
Estado en la economía. En palabras de Myrdal, el desarrollo económico
“debe ser emprendido por los gobiernos, los cuales deben preparar y poner en práctica un plan económico general que comprenda un sistema de controles e incentivos adecuado para que el proceso de desarrollo se inicie y prosiga sin interrupciones”
Según los pioneros, la intervención del Estado debe servir para aumentar las
tasas de inversión (tradicionalmente lastradas por el bajo nivel de ahorro, consecuencia
a su vez del bajo nivel de renta y su muy desigual distribución) e impulsar así un
proceso de industrialización capaz de absorber mano de obra empleada (o subempleada)
en el sector tradicional, elevando la productividad del conjunto de la economía y dando
lugar a un crecimiento económico sostenido a lo largo del tiempo que permita salir del
círculo vicioso.
Como extensión natural de esta defensa del intervencionismo estatal en pos del
desarrollo, los pioneros también eran partidarios de subordinar las relaciones
económicas con el exterior al desarrollo de la industrialización en el interior. Tras la
crisis agroexportadora del periodo de entreguerras, no eran muy optimistas al respecto
del papel que las exportaciones podían desempeñar como motor de las economías
pobres. Economistas como Myrdal tampoco descartaban que, junto a los indudables
efectos de difusión del desarrollo derivados del contacto con países más avanzados
(absorción de nuevas tecnologías, estímulo generado por la demanda de dichos países),
hubiera claros efectos retardatorios, en especial cuando la industria naciente de los
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países pobres se viera amenazada prematuramente por la competencia de unos países
ricos cuya tradición industrial estaba mucho más asentada. Se trataba, en suma, de una
defensa del proteccionismo selectivo, orientado a fomentar la industrialización nacional,
muy en la línea de lo que ya en el siglo XIX el alemán Friedrich List, temeroso de lo
que el libre comercio con la Inglaterra industrial podía suponer para una Alemania
entonces aún predominantemente agraria, había planteado como alternativa a la teoría
ricardiana de la ventaja comparativa.
La principal disensión entre los pioneros del desarrollo, quienes a grandes rasgos
compartían este diagnóstico y estas recomendaciones, tenía que ver con el mayor o
menor equilibrio que debía establecerse entre la inversión en unos y otros sectores
industriales. Para Nurkse o Rosenstein-Rodan, la nueva inversión industrial debía
distribuirse de manera equilibrada entre los diferentes sectores de la economía, para que
de ese modo su crecimiento simultáneo permitiera salir del círculo vicioso del
subdesarrollo. Para Albert Hirschman, en cambio, era preferible una estrategia de
crecimiento desequilibrado: concentrar la inversión inicial en unos pocos sectores que,
por sus características, tuvieran una gran capacidad de arrastre sobre el resto de la
economía (en términos técnicos, sectores que promovieran encadenamientos con otros
sectores). El crecimiento de estos sectores iría promoviendo en etapas posteriores el
crecimiento del resto de sectores, a través de una especie de reacción en cadena: “el
desarrollo es una secuencia de desequilibrios”.
Como puede verse, en cualquiera de los casos la preocupación de los pioneros de
la economía del desarrollo estaba centrada casi exclusivamente en la cuestión del
crecimiento económico. La cuestión, igualmente vital para el desarrollo humano, de la
distribución de la renta despertó en comparación mucha menos atención. Existía la
sensación de que impulsar el crecimiento económico requería aumentar las tasas de
inversión y que ello, casi inevitablemente, conduciría a una mayor desigualdad. Autores
como Lewis veían aquí una especie de precio a pagar por conseguir poner en marcha un
proceso de industrialización. Porque, además, el crecimiento económico se identificó
con la industrialización: la agricultura, en cambio, quedaba retratada como un sector
tradicional cuya principal contribución al crecimiento parecía ser la de desaparecer lo
antes posible y que, pese a dar empleo aún a la mayor parte de la población, no parecía
despertar el interés de los pioneros. Tampoco despertó su interés la tendencia, creciente
en la profesión económica, a la formalización matemática de las teorías. El severo juicio
retrospectivo de Paul Krugman es que los pioneros del desarrollo hicieron gala de un
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estilo arcaico incluso para su época, si bien hay que tener en cuenta que eran bien
conscientes de ello y que probablemente se sentían más próximos a la tradición previa
de la economía política clásica que a la nueva corriente principal encarnada por la
escuela neoclásica. (En esto se parecen, por cierto, al Krugman columnista de periódico
que tanta popularidad ha conseguido en los comienzos del siglo XXI.)
El estructuralismo latinoamericano
El estructuralismo es la primera escuela de pensamiento específicamente
latinoamericana. Por supuesto, ya había economistas en América Latina antes de la
Segunda Guerra Mundial, pero no formaban una escuela, y menos aún una escuela con
un pensamiento distintivo y orientado de manera específica hacia la realidad
latinoamericana. La figura clave del estructuralismo fue el economista argentino Raúl
Prebisch. Para Prebisch, el problema central de las economías latinoamericanas es su
heterogeneidad estructural: en ellas conviven sectores de productividades muy
diferentes. Junto a unos pequeños brotes de industria intensiva en capital y altamente
productiva, junto a algunas explotaciones agrarias de rasgos similares y orientadas hacia
la exportación, convive un amplio sector de agricultura tradicional orientada hacia el
mercado interno: una agricultura muy intensiva en mano de obra y cuya productividad
es baja. Para Prebisch, esta heterogeneidad estructural marca la trayectoria económica
de América Latina. Como los vínculos entre los sectores económicos son débiles, se
demuestra difícil que el progreso de los sectores líderes se transmita al resto de sectores.
Esto no sólo dificulta el crecimiento económico, sino que también genera la desigualdad
que caracteriza a América Latina. Como la población se ocupa en empleos con
productividades muy diferentes entre sí, también existe una diferencia fuerte entre los
salarios que perciben unos y otros grupos sociales.
Prebisch examina lo que ocurre cuando una economía de estas características
entabla relaciones comerciales con una economía ya desarrollada, que ha logrado ya un
cierto grado de homogeneización de su estructura productiva. Prebisch emplea el
término “periferia” para referirse a la primera y “centro” para referirse a la segunda. Las
diferencias van más allá de una diferencia cuantitativa en niveles de renta: hay
diferencias cualitativas, estructurales, entre centro y periferia. Primero, los productores
del centro, organizados en empresas monopolísticas u oligopolísticas, a menudo gozan
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de poder de mercado, mientras que los productores de la periferia tienden más bien a ser
precio-aceptantes (como se había comprobado durante los duros años de la gran
depresión y la contracción del comercio global de productos primarios). Segundo, en la
periferia continúa habiendo mano de obra excedente (es decir, mano de obra
subempleada y cuya productividad marginal tiende a cero), mientras que en el centro el
propio proceso de desarrollo ha ido eliminándola. Tercero y último, la mano de obra del
centro está organizada en sindicatos, mientras que la mano de obra de la periferia no lo
está.
Estas tres diferencias estructurales explican, según Prebisch, que las ganancias
de productividad asociadas al comercio internacional se distribuyan de manera desigual
entre centro y periferia. Prebisch no discute que existan tales ganancias, al estilo de
Ricardo. Prebisch más bien indaga en el modo de distribución de dichas ganancias, y
llega a conclusiones diferentes a las de Ricardo. Según Prebisch, cuando centro y
periferia comercian, la mayor parte de las ganancias de productividad son apropiadas
por las empresas y los trabajadores del centro. Como las empresas del centro gozan de
poder de mercado, no se ven forzadas a rebajar sus precios al compás del aumento de la
productividad, como sí deben hacer las empresas de la periferia con objeto de competir
contra sus rivales. Una parte de esas ganancias de las empresas del centro son beneficios
para sus propietarios, y otra parte va a los trabajadores de dichas empresas. Como estos
trabajadores están sindicados, consiguen con mayor facilidad que los de la periferia que
las ganancias de productividad de sus empresas tengan efecto sobre sus salarios.
Además, como en el centro ya se ha agotado la mano de obra excedente, los sindicatos
gozan de una buena posición negociadora para lograr estas alzas salariales. En la
periferia, en cambio, la persistencia de mano de obra excedente, dispuesta a trabajar por
salarios de subsistencia, y el escaso desarrollo del movimiento sindical debilita la
posición negociadora de los trabajadores. El resultado es que las empresas y
trabajadores del centro se benefician más de todos aquellos cambios globales que
provoquen un aumento de la productividad, ya sea la difusión de una nueva tecnología o
el establecimiento de nuevas redes comerciales entre centro y periferia.
Esta sombría visión de lo que el comercio internacional puede aportar al
desarrollo de la periferia se ve completada en Prebisch por su famosa tesis sobre el
deterioro de los términos de intercambio de los países exportadores de productos
primarios. (En realidad, esta tesis fue desarrollada también, de manera paralela e
independiente, por otro economista, Hans Singer.) Según Prebisch, las economías
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exportadoras de productos primarios se enfrentan a una tendencia problemática: la
demanda de tales productos es poco elástica al aumento de la renta. En los inicios del
desarrollo de los países desarrollados, los consumidores de estos países destinan buena
parte de sus ganancias de renta a comprar más, mejores y más variados productos
primarios. Sin embargo, conforme los países entran en etapas maduras de su desarrollo,
sus consumidores alcanzan niveles nutritivos satisfactorios y comienzan a destinar sus
ganancias de renta a otro tipo de productos, por ejemplo productos industriales como
coches o electrodomésticos. La combinación de estas dos tendencias, una demanda de
productos primarios que va desinflándose y una demanda de productos industriales que
va creciendo, hace que el cociente entre el precio de los productos primarios y el precio
de los productos industriales tienda a caer. Se deterioran los términos de intercambio
para los países exportadores de productos primarios (por lo general, la periferia),
mientras mejoran para los países exportadores de productos industriales (por lo general,
el centro). Una nueva llamada al escepticismo en relación al comercio internacional y su
efecto sobre el desarrollo de la periferia.
El enfoque de Prebisch inspiró a numerosos economistas latinoamericanos y
sirvió de punto de partida para la escuela estructuralista. Pronto la CEPAL (la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe, un organismo de Naciones Unidas que se
erigió en el centro del movimiento estructuralista) articuló una idea en la que mucha
gente estaba pensando de manera intuitiva: mientras la globalización y la estructura de
las ventajas comparativas en el mundo continuaran invitando a América Latina a ser una
región exportadora de productos primarios, América Latina se mantendría en el atraso.
¿No había, al fin y al cabo, una conexión entre industrialización y desarrollo
económico? ¿No compartían todas las economías atrasadas el rasgo común de ser
economías predominantemente agrarias? Las señales de la globalización podían
conducir a ganancias estáticas, pero sus efectos dinámicos sobre la trayectoria de
desarrollo de la periferia podían ser temibles.
Los economistas cepalinos se lanzaron entonces a un tipo de análisis económico
que pudiera inspirar el cambio de rumbo en la política económica latinoamericana. El
punto central de las recomendaciones estructuralistas fue industrialización por
sustitución de importaciones. Los gobiernos debían levantar barreras arancelarias sobre
las importaciones de productos industriales; de ese modo, el espacio dejado libre por las
importaciones sería cubierto por industrias nacionales. Al fomentar el carácter industrial
de la estructura económica nacional, podrían obtenerse ganancias dinámicas que estaban
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ausentes en condiciones de especialización agrícola. ¿Y si la iniciativa privada no
acudía a la cita? Entonces, argumentaban los estructuralistas, el Estado debía fomentar
la industrialización nacional a través de la formación de industrias públicas. En general,
los estructuralistas eran partidarios de un Estado activo en la consecución del desarrollo
económico. En contra de la visión clásica y neoclásica, según la cual el óptimo social se
alcanza cuando el papel del Estado se reduce a las funciones estrictamente
imprescindibles, los estructuralistas consideraban que la superación del atraso
latinoamericano requería un Estado fuerte y activo. Incluso en aquellos países y sectores
en los que las empresas estatales fueran menos imprescindibles, el Estado aún tendría
que desempeñar un papel activo a través de la planificación indicativa del proceso de
ISI. Un aspecto relevante de esta planificación era el manejo de los precios: si, en una
economía de mercado (y los estructuralistas nunca desearon otra cosa), los precios
envían señales para que los empresarios decidan realizar unas u otras inversiones,
entonces una forma de transformar la estructura de las economías latinoamericanas
podía ser alterar dichas señales en beneficio del proceso de ISI. A través del control de
los precios y de los tipos de cambio (en el fondo, un tipo especial de precio: aquel que
regula el intercambio entre la moneda nacional y el resto), el Estado podía enviar
señales favorables a la inversión en aquellas empresas industriales llamadas a liderar la
ISI.
Prebisch y los estructuralistas eran, sin embargo, muy conscientes del peligro
que acechaba a la ISI: que el desarrollo orientado hacia el interior, receloso de la
globalización, terminara creando un tejido industrial poco competitivo. Un tejido
industrial que, protegido por los aranceles y el resto de medidas distorsionadoras de las
señales del mercado, fuera incapaz de cumplir el papel histórico que los estructuralistas
le asignaban: sacar a América Latina del atraso. Por ello, los estructuralistas eran
enemigos de la autarquía nacionalista y firmes partidarios de la integración económica
latinoamericana. Los estructuralistas sabían que, en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, los principales sectores industriales operaban con rendimientos
crecientes, por lo que eran tanto más competitivos cuanto mayor fuera el mercado al que
abastecieran. En la mayor parte de América Latina, sin embargo, los mercados
interiores eran muy estrechos. Había un gran número de pequeñas repúblicas pobladas
por apenas unos pocos millones de habitantes. Por todas partes, además, los niveles de
desigualdad eran elevados, por lo que el tamaño efectivo de los mercados era menor aún
que el tamaño demográfico de los países. Incluso países grandes como Brasil tenían un
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mercado interior relativamente reducido como consecuencia de los elevados niveles de
desigualdad con que se distribuía su renta. ¿Cómo podían entonces las empresas
industriales latinoamericanas aspirar a ser competitivas? Respuesta estructuralista:
gracias, entre otras cosas, a la integración económica en el subcontinente.
A lo largo de la década de 1960, los estructuralistas reflexionaron de manera
más sistemática sobre los estrangulamientos que podían pesar sobre el desarrollo de la
ISI. Reclamaron entonces reformas encaminadas a eliminar tales estrangulamientos.
Una de las reformas que consideraban clave era la reforma agraria. La agricultura
representaba en su interior el problema central de las economías latinoamericanas: la
heterogeneidad estructural. La tierra estaba muy desigualmente distribuida y, en
consecuencia, grandes latifundios intensivos en capital convivían con minifundios
intensivos en mano de obra. Los estructuralistas reclamaron la reforma agraria en virtud
de dos principios: primero, la obtención de mayores grados de equidad (es decir, justicia
social para con los pequeños campesinos y los jornaleros sin tierras); y, segundo, para
aumentar la demanda de productos industriales como resultado del aumento de los
niveles de vida de las poblaciones rurales desfavorecidas. Otra reforma reivindicada por
los estructuralistas fue la reforma fiscal, con objeto de expandir la capacidad de gasto
del Estado (y financiar así sus intervenciones de fomento de la ISI) y aumentar el grado
de progresividad del sistema fiscal. Esto último serviría para mejorar la distribución de
la renta y, por tanto, no sólo se justificaba en términos de justicia social sino también en
términos de ensanchamiento del mercado interno de bienes de consumo.
Estas recomendaciones de política económica tuvieron un eco importante entre
los gobiernos latinoamericanos, si bien con frecuencia se ha exagerado su influencia. En
no poca medida, el estructuralismo proporcionó cobertura intelectual a un cambio de
rumbo en la política económica que iba a producirse de todos modos. De hecho, es
significativo apreciar lo poco que fueron escuchadas las recomendaciones
estructuralistas en materia de reformas y, en general, en su definición de las condiciones
necesarias para que la estrategia de ISI se saldara con éxito. Por ese mismo motivo,
resultaría también bastante exagerado culpar a la economía estructuralista del callejón
sin salida en que terminaron encontrándose las ISI latinoamericanas hacia comienzos de
la década de 1980.
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Una visión alternativa: la economía ortodoxa
Durante los inicios de la economía del desarrollo, los neoclásicos estuvieron en
minoría. Dado que la economía del desarrollo había surgido como una reacción ante la
corriente principal de la economía, de fundamento neoclásico, sus pioneros mostraban
una orientación heterodoxa. Paradójicamente, esto hacía de la ortodoxa mirada
neoclásica una visión alternativa dentro de los primeros debates sobre el desarrollo.
Para empezar, los economistas neoclásicos no estaban de acuerdo con el punto
de partida de los pioneros (incluyendo aquí a los estructuralistas): la idea de que las
economías atrasadas eran cualitativamente diferentes a las economías avanzadas.
Basándose en estudios empíricos realizados en diversos sectores y países del mundo
pobre, neoclásicos como Peter Bauer llegaron a la conclusión de que, en realidad, los
mecanismos del mercado funcionaban de manera muy similar en todas partes, y que por
todas partes podían encontrarse agentes económicos racionales y calculadores. Así, por
ejemplo, comenzó a acumularse evidencia de que el campesinado del mundo pobre
también respondía a incentivos económicos y a cálculos racionales sobre el uso de sus
recursos (mano de obra, tiempo, capital). La pobreza era perfectamente compatible con
(e incluso estimulaba) la eficiencia en la asignación de recursos. En otras palabras, el
homo economicus de los marginalistas no era un ciudadano occidental, sino que podía
encontrarse también en el mundo pobre.
Sobre esta base, los economistas neoclásicos aplicaron el análisis económico
ortodoxo para mostrarse en desacuerdo con la mayor parte de recomendaciones de
política económica efectuadas por sus colegas. En particular, las tres quizá más
importantes: la llamada a un Estado activo, el fomento de la industrialización y la
adopción de medidas proteccionistas. Frente a la idea de un Estado activo, los
neoclásicos eran partidarios del libre mercado. Como mostraba formalmente el análisis
marginalista, el mercado libre conducía a una asignación óptima de los recursos y, por
tanto, era de esperar que eso llevara a un mayor crecimiento económico. Además,
apoyar el mercado libre suponía no restringir la capacidad de elección de las personas y
respetar las decisiones que cada cual tomaba, evitando la tentación del paternalismo.
Como señalaron los clásicos desde Smith, cada individuo es el mejor juez posible de su
propio interés. A ello habría que añadir el hecho de que el paternalismo estatal, además
de poder equivocarse en su valoración de lo que era bueno para los individuos, estaba
sujeto a problemas como el exceso de burocracia o la corrupción, por no hablar de su
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posible deriva hacia regímenes políticos autoritarios (deriva que los neoclásicos
consideraban menos probable en el contexto de una economía con mercados libres).
Tampoco estaban los neoclásicos conformes con las políticas de fomento de la
industrialización, que consideraban inferiores a la alternativa de seguir las señales
lanzadas por los mercados libres en los diferentes sectores. Según ellos, las estrategias
de ISI tendían a desatender al sector agrario, tachado de tradicional y atrasado,
condenado a no cumplir otra función en el proceso de desarrollo que la de desaparecer
con la mayor rapidez posible. Pero, continuaba la argumentación, la agricultura tenía
una gran importancia en sí misma, dado el gran volumen de población empleada en el
sector (lo cual es tanto como decir dada su gran importancia para determinar los niveles
de vida de buena parte de la población en el corto plazo) y dadas las contribuciones que
una agricultura dinámica podía hacer al proceso de industrialización a través de una
oferta creciente de alimentos para la población urbana y una liberación de factores
productivos (capital, mano de obra) para su aprovechamiento en otros sectores.
Apoyándose en esta idea, Jacob Viner incluso sugirió que el progreso de la agricultura
debía ser el punto de partida del posible avance de otros sectores.
Finalmente, los economistas neoclásicos estaban también en contra del
proteccionismo comercial. Ya en la década de 1950, Harry Johnson utilizó el
razonamiento neoclásico estándar, casi indiscutido en el mundo desarrollado, de que el
proteccionismo generaba una asignación de recursos menos eficiente que el libre
comercio, forzando a los consumidores de los países afectados por el mismo a pagar
unos precios más elevados de lo que habría sido el caso en condiciones de comercio
libre. Por ello, insistía en la necesidad de que los países pobres respetaran las líneas de
especialización que les marcaban sus ventajas comparativas, en lugar de embarcarse en
costosos procesos de alejamiento de la disciplina de los mercados globales.
Todas estas ideas mantuvieron una influencia moderada hasta aproximadamente
1970 o 1980, mientras la mayor parte de economistas del desarrollo se posicionaban a
favor de un Estado activo que impulsara la industrialización del país recurriendo si para
ello fuera necesario a medidas de protección comercial. A diferencia de la mayor parte
de sus colegas en el campo de la economía del desarrollo (pero al igual que la mayor
parte de sus colegas en el campo de la economía a secas), los neoclásicos ni siquiera
pensaban que lo que Hirschman llamaría más adelante “romper el hielo de la
monoeconomía” (en referencia a Keynes) hubiera sido un avance en la historia del
pensamiento económico: el buen razonamiento económico lo era tanto en el corazón
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financiero de Nueva York como en una aldea perdida de Bangladesh. Paralelamente,
durante estas décadas surgieron entre las filas neoclásicas los primeros modelos del
crecimiento económico (por ejemplo, el muy influyente de Robert Solow); modelos que
buscaban explicar el crecimiento del PIB per cápita como combinación lineal de una
serie de determinantes y que, por su naturaleza abstracta y general, podían aplicarse
tanto a los países ricos como a los países pobres. Conforme el estrangulamiento de las
ISI fracasadas fuera conduciendo en las décadas de 1970 y 1980 a reorientaciones
liberales en las políticas económicas del mundo pobre, la previa predicación en el
desierto de estos economistas neoclásicos terminaría constituyendo la base para una
reorientación “monoeconómica” del análisis del desarrollo.
Para saber más…
Bielschowski, R. 1998. Cincuenta años del pensamiento de la CEPAL: una reseña, en
CEPAL (ed.), Cincuenta años del pensamiento de la CEPAL: textos seleccionados, Santiago de Chile, CEPAL.
Bustelo, P. 1998. Teorías contemporáneas del desarrollo económico. Madrid, Síntesis.