El corazón es un oso cavernario

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‘El corazón de los osos cambia mientras hibernan’, rezaba el titular.

Él lo sabía desde hacía mucho tiempo, pero también es verdad que últimamente no pensaba en ello, por eso leer la línea fue como una sacudida. De hecho, se le había olvidado casi por completo desde la última vez que cambió la venda. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Tres semanas? ¿Un mes? No estaba seguro y, aunque todavía no le dolía el pecho, ni la notaba floja, empezó a ponerse nervioso. Además, durante la semana anterior había observado cómo la capa de hielo del río empezaba a perder cuerpo, y había encontrado lo que parecía ser un minúsculo brote de Amarilis junto a la cabaña. Para tranquilizarse, se dijo a sí mismo que no podía ser, que todavía era pronto, e intentó apartar la imagen de su memoria, pero no podía negar lo obvio: estaba llegando el calor, y él tendría que cambiar la venda …

La lectura del periódico le había incomodado tanto que no quiso estar ni un minuto más allí. Pagó la cerveza y pidió que no le sirvieran la comida que había pedido. El dueño del restaurante estaba acostumbrado a sus repentinos cambios de humor, pero esta vez pareció no gustarle que anulara el pedido que, por otra parte, estaba a punto de servirle. En cualquier caso, hizo lo de siempre, inclinó la cabeza, dijo ‘está bien, como quieras, Thomas’, y se metió en la cocina. A Tom le gustaba bastante aquel hombre, siempre hablaba poco y claro, y tenía el mejor pescado de la zona. Cuando quería recomendárselo a alguien, le decía que era tan fresco que él mismo ‘podía olerlo desde su casa, a unos 10 kilómetros de allí’. La gente siempre se reía con este comentario, pero él permanecía serio, con la rectitud que imprime la verdad.

Cuando salió a la calle comprobó con sorpresa que el sol estaba muy bajo ya, y la línea anaranjada del horizonte se mezclaba ahora con el dibujo de los tejados y sus esponjosas humaredas, una por hogar. Las noches eran cada vez más agradables, pero la gente del pueblo se resistía todavía a abandonar las fogatas nocturnas, las charlas, ese calor familiar que sólo el fuego puede proporcionar. Caminó durante un buen rato, y decidió descansar unos minutos en la colina de la Seda, como la llamaban los lugareños. Era por la apariencia de manto sedoso y colorido que el musgo y las flores le proporcionaban en mayo, cuando se contemplaba desde el pueblo. Le gustaba ese lugar, siempre le hacía pensar en cuántas maneras posibles habría de describir la luz en primavera.

Encendió el último cigarro del día y se sentó sobre la roca que había junto al árbol que marcaba la bifurcación del camino entre el pueblo y su casa. Era un arce seco que, curiosamente, se mantenía cubierto de verdísima hiedra durante todo el año, fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. Desde allí, podía ver un enorme bosque de árboles retoños. Medirían no más de un metro y medio y ya empezaban a estar frondosos. Era una visión extraña, como una maqueta en miniatura que pretendiese representar una realidad que todavía no le era dada. O como la promesa del futuro bosque materializándose día a día, rama a rama.

Acabó el cigarro, lo deshizo entre los dedos y esparció los restos, que después terminó de machacar con su bota derecha. Ese gesto era uno de los pocos placeres sin sentido que se permitía a lo largo del día. En cierto modo, le daba seguridad, lo conectaba con los demás. Era como si con eso formase parte de esa corriente de gente con la que se cruzaba una vez o dos por semana y que, aunque rozándole, se encontraba tan alejada de él y su tarea. Se golpeó los muslos, respiró hondo y se levantó. Todavía quedaban unos cuantos kilómetros antes de llegar a casa.

La tarde había muerto ya cuando cruzó el umbral de la puerta. Corrió el enorme cerrojo de hierro oxidado y como cada noche se dirigió a la cocina. Había dejado todo dispuesto antes de bajar al pueblo, así que no tardó más de diez minutos en preparar el caldo que, noche tras

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noche, había sido su cena los últimos trece años. Tan nutritivo como insípido, la costumbre había conseguido transformar el mero alimento en su mejor compañía. Sin duda, junto con el amanecer, era el mejor momento del día…aunque le siguiese el peor.

Cuando hubo limpiado el cuenco, de muy mala gana se fue al cuarto oscuro, encendió una vela y esperó a que la luz se fuese abriendo paso. Aquel cuarto lo había construido él, sí, igual que toda la casa, con sus propias manos, pero no lo sentía suyo. Cada vez que entraba en él tenía la necesidad de revisarlo por completo, y se sorprendía con las extrañas formas que él mismo había tallado sobre la piedra de la pared sin saber cómo… Lo había construido, pero no lo había creado. Y le asustaba. Detestaba no poder hacer aquello en ningún otro lugar del mundo, pero sabía que protestar y rebelarse no era una opción. Simplemente, tenía que ser allí.

Comenzó a desabotonarse la camisa y apartó la vista unos segundos, como siempre. Dolía ver el propio pecho abierto, pero era lo que había. Apartó la carne con el índice y el pulgar y poco a poco introdujo el puño con cuidado de no romper ninguna vena ni desgarrar demasiado la piel. Sacó el pequeño músculo y observó que la venda seguía bien apretada y con sólo unas gotitas de sangre. Lo tuvo unos segundos más en su mano, mientras sentía el cálido pulso en contacto con sus dedos, hasta que despertó del éxtasis que le producía su propio latido. Por un instante sintió pánico ante la idea de haberlo dejado fuera demasiado tiempo, pero no, siempre era lo mismo. Su corazón no permitiría que así fuera. Volvió a separar la carne y lo devolvió a su lugar. Eso sí, anotó como siempre en su diario la hora y el día, las pulsaciones por minuto, la temperatura del músculo y los milímetros de venda consumida. También, a regañadientes, dejó marcada la fecha del siguiente cambio. Sería pronto. Muy pronto.

Esta vez no tenía ganas de irse en primavera, pero sabía también que no se lo podía permitir. No era como los demás. Tenía que cuidar del frío, y si se quedaba despierto hasta el otoño lo más probable es que muriese, y entonces no habría nadie para hacerlo. ‘No es agradable ser el único responsable, pero alguien tiene que hacerlo’ se dijo una vez más.

Alguien tiene que cuidar del frío. Alguien…

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Thomas había pasado todo el invierno apilando madera, ésa había sido su principal tarea por

las mañanas. Se levantaba cada día a las cinco y media, en ese momento exacto en el que el

frío es un olor y no una sensación térmica, y parece que el mundo esté recién inventado. Antes

de nada, se lavaba la cara, las manos y los pies, y acto seguido, todavía en ropa interior,

desayunaba. Su dieta matutina consistía a estas alturas del año en un par de manzanas, un

puñado de castañas y avellanas, y un pedazo de las últimas truchas secas que todavía tenía en

la despensa. Acompañaba todo esto con una infusión de frutos rojos y sándalo que él mismo

preparaba triturando arándanos, moras y frambuesas. Ya con el estómago lleno, hacía la cama,

con cuidado de estirar perfectamente las sábanas y las mantas, se vestía y se calzaba sus duras

botas. Lo cierto es que se tomaba su tiempo con los cordones: todas las noches los sacaba, los

lavaba, y por la mañana los volvía a poner muy lentamente, con mucho cuidado. Entonces,

justo en cuanto hacía el último nudo, sentía que estaba listo para comenzar el día.

Salía por la puerta pasadas las seis. A partir de ese momento y hasta las doce y cuarto, Tom

recorría los bosques cercanos con su pequeña carretilla motorizada, que él mismo había

inventado para tal fin, ya que no encontraba tractor ni camioneta lo suficientemente pequeños

como para poder sortear las hileras de árboles y arbustos, ni carretilla lo suficientemente ligera

como para poder cargar con ella y los troncos del día sin que su espalda se resintiese

sobremanera.

Las maderas que recogía eran principalmente de dos tipos: los pinos jóvenes, aún verdes, eran

los que necesitaba para uno de sus propósitos, y los abedules adultos, ya secos y con los

troncos agrietados y descascarillados, eran los necesarios para el otro. Los primeros los

encontraba en aquel bosquecito de retoños que tanto le gustaba contemplar desde lo alto de

la colina de la Seda, y que él mismo iba repoblando año tras año con nuevos ejemplares.

Estaban en una especie de tierra de nadie, y por ese mismo motivo –sumado al hecho del

considerable tamaño de Tom-, nadie en el pueblo se atrevía a reprochárselo. Simplemente,

habían aceptado que ese bosque era suyo. Los segundos, los abedules viejos, los iba talando a

lo largo de la ribera del río. Los cortaba salteados, dejando tres sí, uno no, para que su falta se

notara menos y no tuviera que sufrir especialmente las quejas de los pueblerinos.

Esa montaña de madera, que día a día se hacía más grande, estaba perfectamente dispuesta y

orientada hacia la salida del sol, y serviría en primavera tanto de combustible como de

material de construcción. Thomas había pagado, igual que el año anterior y el anterior y el otro

más, a un joven de un pueblo apartado, del otro lado de la montaña, para que se ocupase de

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mantener el lugar en condiciones. Este joven, que no hacía preguntas y, a la vista de que

Thomas seguía aquí, hacía muy bien su trabajo, le gustaba especialmente. Yakusk, que así se

llamaba, estaba obligado moralmente a permanecer en la cabaña los cuatro meses que Tom

estaría, digamos, ausente, sin poder acercarse al pueblo ni salir más allá de un radio de tres

kilómetros alrededor de la cabaña, y tendría prohibido hablar a nadie de su trabajo allí. Sus

ocupaciones serían, principalmente, hacer una especie de fortín con las maderas más jóvenes y

verdes, rodeando por completo la casa, con una altura de un metro y medio por encima del

tejado de ésta, y hacer una fogata que debería mantener encendida sin interrupción los 123

días que pasaría allí. Si le contaba a alguien lo que hacía, o si se apagaba el fuego, Aurora, que

era quien actuaba en nombre de Tom durante este tiempo, daría por finalizado el contrato y

tendría potestad para matarlo allí mismo y echarlo al río. Para esto, el joven Yakusk firmaba

cada año un documento en el que juraba estar en plena posesión de sus facultades mentales y

su familia autorizaba el castigo mortal en caso de fallar éste en sus obligaciones contractuales.

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Yakusk no era un chico como los demás. Desde pequeño, nunca mostró demasiado interés en los otros niños ni tampoco en los pocos adultos del pueblo. Incluso cuando pasaba largas temporadas solo, mientras sus padres iban a trabajar en la recolección anual al otro lado de la montaña, él se las arreglaba sin tener que pedir ayuda a nadie, ni buscar su compañía.

Casi siempre estaba correteando junto al río, o por entre los campos de maíz, y sólo se detenía para observar una planta aquí y otra allá, o para hacer lo que más le gustaba en el mundo: escuchar a los pájaros. Cerraba los ojos, inspiraba hondo, e imaginaba que esos cantos eran el aire danzando en su interior, al tiempo que intentaba escapar. Aguantaba la respiración hasta que estaba al borde del mareo, y entonces soltaba de golpe todo el aire, y se dejaba caer hacia delante, con los brazos colgando sin fuerza sobre las rodillas y la espalda arqueada como un gato. Había practicado tanto que podía contener la respiración durante varios minutos seguidos. No tenía claro para qué, pero estaba seguro de que algún día esa habilidad le serviría para algo.

Así, tranquilo y solitario junto al río o en los campos, pasó Yakusk la mayor parte de su vida. Esos eran sus lugares favoritos. Esos, y la montaña cubierta de brezo que cruzaba el valle. Los tonos púrpura y rojizos de las flores le daban la apariencia de una herida todavía demasiado abierta, inflamada y abultada, entre las dos laderas. El chico tenía prohibido cruzar al otro lado, y él era obediente, pero cuando cumplió 16 años fue su propia madre quien le dijo

-Yaku, hijo mío, tienes que ir al otro lado. Alguien te espera.

- Madre, ¿de qué habla?

-No importa, Yaku. Tienes que ir, y cualquier explicación que yo pueda darte, que no puedo, no significaría nada. No intentes comprenderlo a través de mis palabras, ya que sólo entenderás tu deber una vez cruces y te encuentres con él. Recuerda sólo que antes que tú lo hizo tu padre, y antes su padre, y antes el suyo. Así ha sido desde que la historia de nuestro pueblo guarda su memoria, y así debe seguir siendo si no queremos caer en el oscuro pozo del olvido. Recuerda también que algunos han nacido para las grandes tareas, y otros han nacido para custodiar a los primeros. Pero no olvides jamás que ninguna estructura se sostiene sin su base, por muy grandiosa que sea. Incluso el corazón, el órgano más importante para la vida, es un músculo hueco y piramidal. No olvides jamás tu gran responsabilidad. Allí donde te esperan, tú eres la clave, y sin ti, no hay nada.

Yakusk no dijo nada. Bajó la cabeza y permaneció en silencio largo tiempo. Su madre se quedó allí, de pie frente a él, observándole, y tampoco dijo nada. Ella sabía que los efectos de aquella soledad temprana estaban profundamente grabados en el espíritu de su hijo, y que en cierto sentido era aquella la que había dado el significado último a éste: la honestidad. Ese tipo de honestidad que sólo proporcionan la continua observación, el silencio del ego alejado de los otros, la calma. Pasada una hora, quizás dos, Yakusk miró a su madre, se acercó a ella y la besó en la mejilla. No podía hacer otra cosa que obedecer. Y se marchó.

Desde que su madre había hablado con él, una voz le vagaba por dentro. En realidad no era una voz, era una palabra. Una única palabra. Ésta se había perdido entre su oreja y su pecho, y ahora se le repetía dentro sin cesar. Había pasado por el tímpano, sí, pero justo cuando debería haber terminado su eco en los pulmones y cobrado significado en la mente, sucedió que esa palabra desvió su camino. No sabía si lo había hecho a propósito y tenía una finalidad, o si simplemente había sido un mero extravío. El caso es que allí estaba, retumbando a todas horas por entre sus costillas, recorriéndole las piernas, llenándole las tripas como el hambre más feroz. La tenía tan adentro que la desconocía por completo; no podía repetirla

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mentalmente ni pronunciarla en alto, y eso significaba que no podría librarse de ella jamás. Tampoco sería capaz de sentirla o recordarla hasta que pudiera dejarla salir. Aquella palabra era como un río encerrado en una montaña…era como él, tan solo en aquel camino, tan lejos de casa…

Yakusk había recordado todo esto mientras cruzaba al otro lado. No podía evitarlo, era la tercera vez que iba, y siempre le venían a la mente las palabras primeras de su madre. Tenía que admitirse a sí mismo que, aunque ya lo había hecho otras dos veces, seguía sin entender por completo cuál era su papel en todo aquello. En cualquier caso, sí entendía que era imprescindible, y que le causaba una excitación que no podía compararse a nada…

Yaku estaba ya a pocos kilómetros de la cabaña, sobre el último alto antes de comenzar el descenso. Podía ver el pueblo, convertido a esa hora en colonia de luciérnagas habitando el valle, dando vida a la noche, y a lo lejos, el río de humo que desde la casa de Tom seguía su camino hacia el cielo…

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Hacía largo rato que había anochecido, pero Thomas seguía allí fuera, observando la madera que, durante meses, había estado recogiendo y llevando hasta la cabaña. Allí, toda junta, perfectamente colocada, daba la impresión de ser una obra de arte, concebida y ejecutada para ser admirada, pero nada más lejos de la realidad. Nadie en el pueblo sabía ni debía saber de su tarea, mucho menos de su finalidad. Por eso, tampoco eran conocedores de que aquella mañana Tom había puesto el último tronco sobre la montaña, y que no quedaba apenas nada por hacer. En cuanto a la leña, su trabajo había terminado, ya no tenía excusa para seguir retrasando el cambio. Ahora sería el turno de Yakusk, quien tendría que encender y mantener el fuego con el calor viejo de los abedules, además de construir el muro de pinos jóvenes alrededor de la cabaña. Está de más decir que la elección de esos dos árboles no era fortuita, como casi nada de lo que concernía a Thomas, y que cada uno de ellos había sido elegido con la maestría del que conoce su poder y su significado.

‘Hay una tristeza extraña en las tareas acabadas’, pensó Tom, ‘sobre todo en aquellas en las que uno pone todo su empeño porque no cabe otra opción, pero lo hace con la esperanza de que se retrasen indefinidamente, pues lo que viene después no es precisamente lo que más se desea, sino todo lo contrario.’

Así, con la desagradable sensación de estar haciendo algo en contra de sí mismo, Thomas estuvo todo el invierno seleccionando, talando, recogiendo y transportando los troncos que habían de facilitar su resistencia al frío y renovación posterior, mientras pasaba cada noche deseando que no estuvieran allí por la mañana. Era un deseo que él mismo consideraba indigno, pero no podía evitarlo. Su corazón no quería volver a dormir. Cada vez le resultaba más difícil dejarse llevar al otro lado, y cada vez se le hacía más difícil regresar después. Aunque todavía podía considerársele joven, al menos medianamente joven, la edad comenzaba a ser un problema en todo aquello, y él lo sabía. Se estaba haciendo viejo, y con él, el músculo vital. El pecho no le resistiría mucho más, pero no podía abandonar ahora, aún no. Al menos, le quedaba un cambio más, ese año. Porque todavía no había utilizado la salvia, y porque quizás, esta vez sí, al despertar estuviera todo en su sitio, encajando perfectamente...

En cuanto al tiempo, es curioso cómo había evolucionado su percepción de éste en esos trece años, cómo su existencia se había ensanchado por dentro mientras por fuera todo se iba haciendo cada vez más pequeño. Pocas cosas eran imprescindibles ya en el pequeño mundo de Thomas y lo más gracioso, por llamarlo de algún modo, era que, entre todas, la más importante había acabado siendo quizás una que a él siempre le había dado igual, al menos antes de vivir en la cabaña: el calendario. Ahora, sabiendo que no podía disponer de su tiempo como le viniese en gana, apreciaba más que nadie cada momento de vigilia, y cada día se le antojaba especial, digno de mención. Por eso, todas las noches hacía, en el calendario de madera que él mismo tallaba cada invierno, una muesca en relieve, como si de una minúscula escultura se tratase, o ponía una palabra que definiese el día. A veces, incluso pegaba alguna hoja, ramita o pluma que hubiese encontrado particularmente hermosas, por el puro placer de poder contemplarlas más tarde.

Aquel día, finalizado el trabajo, clavó en él una pequeña pero muy afilada astilla. Podía haber sido una cualquiera, arrancada para tal fin de un tronco al azar, pero no. Era una que se le había clavado hacía semanas y que no hubo manera de sacar hasta esa misma noche,

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momento en el cual, de pronto, salió sin ningún esfuerzo, no sin antes dejarle una pequeña cicatriz en la piel.

Y ahí estaba él, frotándose la palma de la mano en medio de la oscuridad, observando aquella extraña marca en forma de ojo, cuando vio la pequeña silueta que caminaba decidida hacia él...

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La oscuridad reinaba en su hora de máximo poder y traía consigo una brisa imantada que hacía que, en lugar de ser ella la que provocase la ondulación de las ramas de los árboles, fueran éstas las que se acercaran a ese extraño aliento de la noche. Esto al menos era lo que sentía Yakusk, quien avanzaba hacia la cabaña con el corazón palpitante, suspendido en el pecho como si flotara, como si se hubiera desprendido de cualquier conexión con el resto del cuerpo y estuviese realizando un viaje interno con un ritmo distinto al del habitual latido. Al mismo tiempo, sentía su propia mente como si fuera un lago, calmo y profundo, donde los líquenes de la memoria acariciaban suavemente todo lo que hasta entonces había tenido significado alguno, para que ahora, aquí, a punto de participar en el que para él sería el tercer cambio, se durmiera. Sentía que el Yaku antiguo dejaba de existir, o al menos, por el momento, importar, y un vacío inmenso pero carente de dolor comenzaba a llenarlo. Así era cada vez su llegada al pequeño mundo de Tom…

El primer día, Yaku siempre tenía fiebre. Así había sido los tres años anteriores, y así estaba siendo éste. No podía recordar cómo habían sido los últimos pasos hasta la cabaña, ni si había saludado a Thomas o si había hablado con Aurora. Sólo sabía que algo en él se retorcía bajo su piel, con un calor abrasador y una sed insaciable. Por suerte, la mujer estaba a su lado, una vez más, colocando su fresca mano en la frente del muchacho, que al contacto con ella sentía un alivio inimaginable en tan pequeño gesto.

- Tranquilo, hijo, falta poco para que acabe. Ya estás llegando –intentaba calmarlo ella.

- Pero el fuego…y el río…y…

- Shhhh…descansa, mañana nos ocuparemos de todo. Como siempre. No temas. Esta vez es, simplemente, como las demás. Tú sólo cálmate, y ven hasta aquí.

Por suerte para Yaku, desconocía que en esas fiebres andaba perdido por las más peligrosas zonas de aquel pequeño mundo de Thomas y Aurora. Si hubiese sido consciente de dónde se encontraba, jamás habría podido llegar, y su cuerpo habría dejado de pertenecerle. Su madre se lo había advertido la primera vez que le ordenó cruzar al otro lado de la montaña:

- Yaku, quizás nunca sepas dónde estás, pero no dejes de saber quién eres, y que el camino se traza en el interior. Lo de fuera no son más que piedras, polvo y enredaderas. Llegar al otro lado depende de ti, no del sendero. Y has de llegar, si quieres conservar tu cuerpo.

En aquel momento no había entendido nada, pero calló y obedeció. Ahora, seguía sin saber dónde estaba pero, perdido en aquellas fiebres, el lago de su mente se arremolinaba con furia en torno al centro, donde sólo aparecía su reflejo. Y eso era lo único que importaba. No podía perder su propio significado, por mucho que la oscuridad que le había acompañado hasta la cabaña peleara por llevarlo consigo. Debía permanecer en el centro del lago.

En medio de aquella agitación febril, Aurora mantenía la calma. Siempre lo hacía. Eran muchos años ya, y sabía que ‘lo que tenga que ser será’. Además, jugaba con ventaja. La mujer guardaba en su despensa más de cien tarros repletos de hierbas medicinales que ella misma cultivaba o recogía a orillas del río o en lo profundo del bosque. Había también semillas, raíces, helechos, flores secas, y con todos ellos preparaba los remedios con que curaba, entre otras muchas cosas, los cortes de Tom o las fiebres de Yaku. Muy de vez en cuando aceptaba incluso

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visitar a algún enfermo en el pueblo, pero sólo en invierno y sólo si todo lo demás había fallado. Habría ido más a menudo y ayudado a más gente, pero es el problema de tratar con ésta: siempre quieren saber. Saber qué hay en el ungüento, saber quién le dijo que funcionaría, saber por qué no utilizaba otra cosa, saber qué hacía Thomas de mayo a septiembre… Demasiado querían saber, y ella demasiado poco quería contar.

Aurora cogió la mano de Yaku, la untó con la pomada de efedra y romero que llevaba días macerando en el rincón más húmedo y sombrío de la despensa, y se la ató al cuerpo, sobre el lugar donde estaría el hígado. El joven intentó soltarse pero aquella mujer tenía una fuerza increíble, que uno jamás imaginaría al verla, no al menos hasta mirarle a los ojos. Después, frotó su pecho y su frente con el ‘suero de arisema’ que había preparado durante todo el invierno para tal fin, y por último le cubrió los pies con una venda mojada en alcohol y se los ató a una enorme piedra que dejó suspendida por fuera de la cama. ‘Para que no te lleve la corriente, muchacho’.

Y así pasó la noche Yaku, ungido su cuerpo con los remedios de Aurora, y atados sus pies a una piedra más pesada que él mismo. Con las primeras luces del amanecer, abrió los ojos y, antes de que pudiera articular su desconcierto en palabras, ya estaba allí Aurora, desatándole los pies y dándole la bienvenida a aquella su cuarta primavera en el pequeño mundo de Tom…

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Aurora iba de aquí para allá, haciendo y deshaciendo a su antojo por toda la cabaña. Parecía que incluso el aire se apartaba para dejarla pasar, y que todo obedecía a las órdenes de su ritmo de trabajo. Era como si en lugar de ir colocando las cosas, éstas fueran saltando por sí mismas hacia donde ella quería. La tetera al fuego, las sábanas sobre la cómoda, los rábanos desplegados en formación sobre la tabla de cortar… Todo estaba donde tenía que estar, esperando su turno en la interminable lista de tareas de Aurora.

Mientras, Yaku seguía tumbado en la cama, intentando que sus estiramientos sirvieran a su, admitámoslo, no muy firme propósito de levantarse. El sol entraba por la ventana y le golpeaba de pleno en la cara, así que al final todos sus movimientos se reducían a intentar huir de la inminente mañana y la afilada luz. Aunque era inútil, puesto que las contraventanas estaban abiertas y la mujer no tenía ninguna intención de volver a cerrarlas, no era menos cierto que Yakusk necesitaba descansar y ninguno de sus dos compañeros se lo iba a impedir. Ambos tenían mucho trabajo por hacer, y un joven exhausto y abotargado no sería sino una molestia difícil de manejar con amabilidad y paciencia.

-Ni lo intentes, hijo. Déjate estar, que mañana será otro día, y bien largo.- le dijo Aurora de pasada mientras salía a toda prisa con la humeante taza llena de infusión de romero.

Yaku iba a abrir la boca cuando se lo pensó mejor. No merecía la pena. Sabía que si hubiese creído necesario que hiciese algo, aquella mujer lo habría levantado de un soplido y lo habría puesto en movimiento antes de que pudiera siquiera protestar. Lo mejor en ese caso era dejarse llevar y descansar, porque, como siempre, Aurora tenía razón, y al día siguiente desearía sin duda seguir metido en aquella cama.

-Gracias –dijo Thomas al coger la taza.

Él y Aurora permanecieron en silencio observando el viejo cobertizo.

-Todos los años igual –dijo ella al cabo de un rato con una media sonrisa- Mira que me lo propongo, pero nada, no hay manera.

- No te preocupes, ya me encargo yo.

- Tendría que haberlo hecho hace dos semanas, pero la hiedra estaba lista y sin abundante salvia fresca no podremos hacer nada este año. Además, las vendas…

-Sssshh. Déjalo, Aurora –le sonrió Tom. Los dos sabíamos que, una vez más, llegaría el día y estaría todo por hacer. No te preocupes, antes de que caiga la noche el muchacho tendrá su cobertizo preparado.

El que sería el refugio de Yaku durante los próximos meses estaba orientado hacia la salida del sol, en dirección opuesta a la cabaña de Thomas. Tendría unos cinco metros cuadrados, y una altura de poco más de metro ochenta. Un tamaño perfecto para el chico. Visto de lejos tenía una apariencia extraña, ciertamente, pero no más singular que si uno lo observara de cerca. Estaba hecho con los restos de los abedules que sobraban cada año de la hoguera, unidos por una especie de adobe que Aurora fabricaba con barro, ramas y hojas secas. El tejado, por su parte, se renovaba año tras año con la paja de una zona diferente del valle. Esta vez, Thomas

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había ido a recogerla más lejos de lo habitual, y había tenido algún que otro problema con los campesinos de Moretra, pero finalmente le habían dejado llevarse la hierba. En la pequeña construcción, todo cumplía una función estructural e incluso espiritual, como decía Aurora, más ninguna estética, al menos no en apariencia. A la luz del día, parecía que estuviera a punto de caerse, como si acabara de sobrevivir a un incendio, pero si uno se sentaba fuera y esperaba pacientemente, los destellos de la noche envolvían el sitio con una luz especial, que dibujaba sobre sus paredes las formas más hermosas…aunque éstas proyectaran las sombras más inquietantes. Thomas sabía bien que estas luces y sombras tenían su propio papel en todo aquello, y que era importante elegir bien el lugar exacto donde Yaku se vería expuesto a ellas mientras hacía guardia por las noches. Por esta razón, se tomó su tiempo antes de depositar la piedra que Aurora había desatado esa mañana de los pies del joven, aquella que habría de servirle de asiento hasta el otoño.

Había anochecido ya cuando Thomas terminó de vaciar y limpiar el cobertizo. Se acercó a la cabaña y llamó enérgicamente a la puerta de Yakusk.

-Muchacho, arriba, cambio de habitación.

Yaku se despertó sobresaltado y, a pesar de que todavía le costaba bastante moverse, se levantó todo lo rápido que pudo. Salió al pasillo y vio las velas encendidas en la cocina. Se acercó hasta allí y se disculpó por haber dormido todo el día.

-Tranquilo, era necesario para todos que descansaras. Ven, hijo, esta noche la pasarás ya en el cobertizo.

Al chico siempre le inquietaba profundamente esa primera noche, era el momento en que de veras tomaba conciencia de dónde estaba y de que, a partir de entonces, una gran responsabilidad quedaba depositada en sus manos. Y de que no había vuelta atrás.

Cogió sus cosas y siguió a Thomas. En cuanto abrió la puerta del cobertizo, un aire frío salió hacia el exterior y Yaku sintió que la estancia se vaciaba del todo para él. Respiró hondo y entró. Tom se despidió desde la puerta y, cuando parecía que iba a cerrarla, se volvió hacia el muchacho y le dijo con lo que a Yakusk le pareció una mezcla de ternura y solemnidad:

- Yaku, recuerda que en todas partes hay grandes y pequeñas cosas sucediendo. Que no nos demos cuenta de ello no les resta importancia. Simplemente, existen a pesar de nuestra ignorancia. Igual que nosotros existimos y cumplimos nuestra función aquí aunque nadie más lo sepa. No lo olvides nunca, y por las noches menos. Que descanses...

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Yakusk encendió la vela amarillenta, medio gastada, que le había entregado Aurora antes de salir de la cabaña. Poco a poco, la oscuridad fue dejando paso a la débil luz que habría de ser su más fiel compañera las próximas noches, y ésta fue dando vida a las sombras a las que debería acostumbrarse si no quería vivir en un sobresalto continuo. No es que Yaku fuera especialmente asustadizo, pero aquellas figuras no eran precisamente las que se dibujarían por entre los muebles y objetos de un hogar cualquiera. Había algo extraño en la madera quemada con que estaba construido el cobertizo, llena de grietas y pliegues que, al contacto con la luz de la vela, parecía desdoblarse en un mundo paralelo de siluetas punzantes que, si se miraban fijamente durante un rato, contaban terribles historias traídas de lo más profundo del fuego.

Pronto los ojos de Yaku estuvieron acostumbrados a aquella penumbra y pudo deshacer su pequeño hatillo. En la estancia no había más que un jergón de esparto sobre el que incidía directamente la luz de la luna en cuanto se apagaba la vela, una vieja silla con el correoso entramado de mimbre desvencijado por el uso de años, y un pequeño mueble de madera de acacia con tres cajones. Sobre este último, dejó Yaku lo más valioso que había traído esta vez. Era un pequeño objeto que le había entregado su madre, y que él resguardaba del aire y la luz con un trozo de saco que había encontrado en uno de sus muchos paseos por el monte de Brezo. Lo acarició con los ojos cerrados, como si fuera el cabello de su madre el que rozaban sus dedos, y lo metió en lo más hondo del tercer cajón. Puso encima sus dos camisas y cerró con cuidado. En los otros dos no metió más que un par de mudas, unas latas de conservas y una hoja de bacalao seco que le había comprado a un comerciante por el camino. Las botas de repuesto las colocó debajo de la silla, sobre la que dejó el segundo pantalón, aquel que desde la siguiente mañana vestiría durante muchos días, puesto que era el de trabajo. Hecho esto, estiró la manta que le había dado Aurora, conocedora como era de que Yaku no era precisamente alguien que pasara calor por las noches, y se tumbó, dispuesto a pasar su primer sueño en el cobertizo lo más confortablemente posible.

A aquellas horas de la noche, uno no sabría decir si la montaña se tragaba el río o si era éste el que escondía bajo la fina línea de su superficie el cuerpo duro y oscuro de la montaña. Tal era la conexión entre ambos, río y montaña, cuando el sol no venía a dibujar sus límites y contornos con la claridad con que se exhibían a lo largo del día. Y a aquellas horas de la noche era también cuando todo lo que no osaba mostrarse a la luz del amanecer, campaba a sus anchas por entre los árboles, dejando rastros que quizás, sólo quizás, Thomas recogería a la mañana siguiente. En cualquier caso, ahora, ni él ni nadie estaban allí para observar ni detener lo que fuera que se movía sigilosamente por la montaña.

En cuanto amaneció, un rayo de sol afilado como una aguja se fue a clavar directamente en el ojo izquierdo de Yakusk, quien frunció el rostro con dolor, girándose hacia el otro lado para poder entrar con la vista sana y salva en la mañana. Se frotó los ojos, se estiró como un felino, y finalmente se incorporó. Serían las cinco de la mañana, pero el día estaba ya allí para quedarse. Cogió su ropa y salió a por agua para llenar la palangana que tenía sobre un pequeño tronco en un lateral del cobertizo, y que sería lo más parecido a su lavabo los próximos meses. En cuanto hubo refrescado su cara y brazos, salió Aurora de la cabaña y le hizo un ademán para que entrase.

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-‘Dios mío, ¿es que esta mujer no duerme ni descansa jamás?’, pensó el joven para sí, con una mezcla de asombro y fastidio. El asombro iba acompañado de admiración, por supuesto, pero el fastidio también estaba ahí, y es que recién levantado no le gustaba nada la idea de tener que trabajar al ritmo de aquélla. Sea como fuere, la pequeña molestia se unió a las filas de la admiración en cuanto vio el desayuno sobre la mesa de la cocina. Los huevos de paloma cocidos, las tiras de trucha seca sobre el pan caliente con mantequilla todavía humeante, y el té con romero y raíz de ruibarbo. ¡Cómo quería a esa mujer!

Terminado el desayuno, Yakusk se puso en pie, tomó aire y le dijo sonriente a Aurora:

- Allá vamos. ¡Sea este año en el peor de los casos como el anterior, y no permita la vida que nuestro trabajo se quede en un mero intento! –y alzó su té a modo de brindis.

Ella sabía que, en el fondo, Yaku tenía más miedo que convicción, igual que ella y quizás también igual que Thomas, aunque a éste no se le notase jamás. Pero con miedo y todo, había que trabajar como si el éxito de la tarea estuviera asegurado, y no sería ella la que compartiese sus temores con el muchacho. Así pues, le sonrió de oreja a oreja, le dio, sorprendentemente para él, un abrazo, y, después de girarlo, lo empujó hacia la puerta con cariño.

-Ánimo, hijo. Tú sabes lo que tienes que hacer mejor que nadie, ten fe y nada será un obstáculo.

Lo difícil, como en todo, es siempre poner la primera pieza. El primer año, Yakusk había tardado tres días y medio en decidirse por el tronco con que había de iniciar la empalizada. Uno podría pensar que Thomas o Aurora se lo reprocharían, pero nada más lejos de la realidad. Ambos entendían que el muro era labor de Yaku, y eran muy respetuosos al respecto. Hay que saber cuál es el lugar de cada uno para poder pertenecer a un conjunto.

Allí donde pones el primer tronco, es donde empieza el muro, y allí donde empieza el muro se decide el futuro del corazón de Thomas. Así pues, no, nadie esperaba que Yaku hiciera su trabajo con rapidez, sino que lo hiciera bien.

Yaku escogía cada madera con sumo cuidado, y a veces tardaba incluso horas en poner una nueva. No las colocaba al azar, ni siquiera lo hacía por tamaño. Lo hacía guiado por una intuición natural de la que él mismo desconocía su lógica y por tanto era incapaz de razonarla o controlarla. Thomas adoraba tumbarse allí fuera a verlo trabajar. Se alimentaba con la imagen de las formas que, sin saber cómo, iba dibujando la disposición de los pinos. Hay quien diría que eran pequeños ríos y afluentes, y también hay quien podría decir que eran más bien venas y arterias y finísimos capilares. Y hay quien diría, quizás con toda razón, que ambas cosas son la misma, y que eso mismo eran, juntas, las dos…

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A menudo los hombres pierden la memoria de la infancia. Cierran de pronto un día el ojo primero que todo lo ve, y dan la espalda a ese sexto sentido que amplifica todos los demás. Pero Thomas no. Puede que la hubiese perdido por un tiempo, antes de llegar a la cabaña, pero desde que estaba allí la había recuperado, y cada día se hacía más nítida en él, cada amanecer podía ver un poco más. Poco a poco era capaz de recordar con más fuerza aquellas mañanas de invierno cuando de pequeño jugaba en los campos de Ermot. Aquéllas en que cerraba los ojos y respiraba muy hondo ‘para oler el frío lejano y sentir la luz de otro sol’, decía… Y podía también escuchar todo lo que sucedía a una distancia que jamás creeríais. Esos eran los mayores poderes de Thomas: sus sentidos. Y su respiración.

Uno de estos sentidos era, por supuesto, el tacto. A primera vista, las manos de Thomas podían parecer rudas, e incluso sus uñas, siempre un poco largas, les daban una apariencia de garra que nada tenía que ver con la finura de su increíble sensibilidad táctil, perfilada a lo largo de años y amplificada con cada nueva textura que probaba. Al menos hasta que le había salido aquella extraña marca en el lugar donde se le había clavado la astilla. Desde entonces, poco a poco, se había ido formando un cerco alrededor de aquélla que le provocaba molestos picores por la noche y un hormigueo constante durante el día que le impedía sentirlo todo con la nitidez de antes. Esa mañana se había levantado además con la desagradable sensación de que había un nervio que iba directamente de aquel ojo al núcleo de su corazón y tiraba de él con fuerza hacia su centro. Duró sólo unos segundos, mientras desayunaba su caldo y los frutos secos, pero fue más que suficiente para que se diera cuenta de que aquello no era un calambre sin importancia, sino algo más. Y que no debía perderlo de vista.

Terminado el caldo, dejó su cuenco en el fregadero, cogió el pequeño saco que le había dejado Aurora junto al banco de la cocina y se dirigió hacia la puerta. Al salir, respiró hondo con tranquilidad pero pronto frunció el ceño. Había algo en el aire. No acababa de adivinar qué era, pero su aroma era potente y se aposentaba en lo más alto de su nariz. Sabía que, fuera lo que fuera, no debería estar allí. Es más, fuera lo que fuera, se afanaba en disfrazar su olor. Thomas se sintió inquieto, porque sólo quien no juega limpio quiere mantenerse oculto. No le gustaba nada aquella sensación a medias, aquel desconocimiento de lo que sucedía en el bosque. No necesitaba más preocupaciones ni trabajos de los que ya tenía, ese día no. Pero, junto con lo de la mano, sumaban dos cosas fuera de lugar, dos sucesos que no deberían estar pasando, así que dejó la cabaña con ese malestar recorriéndole la espina dorsal, y enfiló el sendero que partía de la puerta de casa.

Justo al doblar la esquina que daba al cobertizo de Yaku, la vio de nuevo. Allí estaba, todavía, la pequeña Amarilis roja que se resistía a morir. Hacía ya varias semanas que debería haberse secado, pero no. Permanecía intacta, tan hermosa como el primer día. Y tan inquietante como cualquier elemento de la naturaleza que se niega a seguir su ciclo de vida y muerte y permanece en pie bastante más de lo que le corresponde por justicia. Thomas de pronto recordó cuando, hacía muchísimos años, había trabajado para unos granjeros al norte del país.

La mujer, una señora de unos 60 ó 70 años, sabía muchas historias sobre las flores. De la Amarilis le había contado una particularmente hermosa, aunque también trágica, sobre una mujer que padecía por un amor no correspondido. Ella entregaba su corazón una y otra vez, y una y otra vez era rechazada con flechas de oro. Hasta que un día, en la puerta de su amado,

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sin saber cómo, con la flecha del día atravesándole el corazón que ella sujetaba entre sus manos, su sangre se cristalizó y se convirtió en una radiante Amarilis. Sus brazos fueron entonces sus raíces y todo su cuerpo servía de sostén a la majestuosa flor. Desde entonces, decía la buena mujer, ‘esta flor es el símbolo del orgullo y la tenacidad’, no lo olvides, Témut –así le llamaba ella, nunca supo él por qué. Al recordar a la afectuosa granjera y su historia sobre el Amarilis y el orgullo, Thomas no pudo evitar sonreírse y pensar que era bien cierto que era una flor orgullosa, puesto que ahí estaba, tiesa ante los sofocantes rayos de la primavera, elegante y firme entre el calor que, supuestamente, habría de acabar con ella más pronto que tarde.

Sacudió la cabeza y con ella los antiguos recuerdos, y tomó el camino en dirección al pueblo. Le había prometido a Aurora que bajaría a comprarle más vendas, media onza de alcohol, un par de agujas grandes y un sedal más fuerte que el de la última vez. Y cuando subiera de vuelta, tenía todavía que recoger junto al río al menos otro medio saco de salvia y un par de raíces de las que, aunque conocía su apariencia y dónde encontrarlas, no conseguía recordar el nombre. Esto le pasaba siempre que se acercaba el último cambio. El pensamiento de Thomas se ralentizaba en cuanto comenzaba a llegar el calor. Su mente se convertía en ese vapor polvoriento que desprenden los caminos a punto de arder a 40º bajo el sol, y se le olvidaba el nombre de las cosas, la dirección a tomar en los cruces o cosas muy simples, como dónde había dejado el hacha. Era una de las partes que más odiaba de su tarea, especialmente porque no podía hacer nada para evitar que sucediese. Y se enfadaba, vaya si se enfadaba…

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Serían cerca de las nueve de la mañana cuando Yakusk comenzó a desperezarse. En cuanto fue consciente de la cantidad de luz que entraba por la ventana y, por tanto, de la hora que era, se incorporó de un salto.

-¡No puede ser! ¡Otra vez no! ¡Me va a matar!! ¡¿Cómo puedo ser tan estúpido?!

Era la tercera vez que se quedaba dormido esa misma semana, justo la que tenían más trabajo que nunca. Y Aurora había hecho lo peor que podía hacerle: no decir nada al respecto. Se limitaba a mirarle de reojo con desaprobación, bajar la cabeza y resoplar, y ese gesto era infinitamente más humillante que los gritos. Yaku estaba seguro de que, aunque se moría de ganas de decirle unas cuantas cosas, aquella mujer se las tragaba todas sólo por el puro placer de torturarlo.

El caso es que, aunque el muchacho intentaba con todas sus fuerzas levantarse al amanecer, no podía evitar quedarse dormido. Desde hacía seis días tenía aquellos extraños sueños que, lejos de dejarle descansar, lo atormentaban toda la noche y lo dejaban exhausto hasta tal punto que, en cuanto salían los primeros rayos de sol, caía rendido, casi en estado de coma, y no era capaz de despertarse hasta pasadas varias horas.

Desde el principio sabía que, con los años, las pesadillas, si se les podía llamar así, serían cada vez más vívidas, eso se lo había contado Thomas el primer día que le vio, cuando estuvo sentado a su lado durante diez horas explicándole con todo detalle lo que tendría que hacer y, sobre todo, lo que no podría hacer bajo ningún concepto, si decidía encargarse de la complicada tarea de cuidar del fuego mientras él dormía. Aún así, por mucho que estuviese medianamente preparado, aquellas explicaciones de Tom no eran nada comparadas con las visiones que le proporcionaban sus últimos sueños. De hecho, llamarlas ‘visiones’ era simplificar demasiado las circunstancias y hechos a los que se veía expuesto Yaku en aquel estado que casi podría denominarse de narcosis.

Aquellas últimas noches, Yakusk había estado habitando submundos como poco extraños e inquietantes, y como mucho, peligrosos y aterradores. Lo único que parecía protegerle y conseguir traerle de vuelta cada mañana era el alfiler que le había regalado su madre, ahora empezaba a entender por qué. La pequeña lanceta estaba hecha de acero, tenía una cabeza de pez azul tallada en madera en un extremo, y todo él estaba lacado con un extraño barniz nacarado que, dependiendo del estado emocional de Yaku y de las energías que se moviesen a su alrededor, brillaba en un tono u otro. Aquel alfiler aparecía en todos y cada uno de sus sueños, y siempre jugaba un importante papel, sobre todo a la hora de despertarse, ya que sólo conseguía regresar a la vigilia en el momento en que el alfiler se clavaba en su piel. Sin saber muy bien cómo, Yaku era capaz de llevar en sueños un diario de aquellas experiencias, y lo más increíble de todo es que era capaz de recordar lo que escribía en él. En realidad, se pasaba el día rememorando los pasajes, pensando una y otra vez en lo relatado en sueños, en lo vivido en el otro lado. Allí, el Yaku que era en aquel mundo se sentaba durante horas en lo que parecía un cuarto idéntico al suyo, y mientras lo escribía todo, le relataba al Yaku de la vigilia lo que había hecho con él…

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Noche Primera.

Me acosté convencido de que aquella noche sí, aquélla dormiría. Cerré los ojos y respiré hondo, como si soñar fuera todavía posible en la guarida, allí donde antes descansaba de las alas pesadas de la luz del día. Decidí que, como si de una mina de oro se tratase, bajaría esa noche de inspección al centro de los músculos y, poco a poco, uno a uno, los relajaría por completo. Primero pensé en elegir uno al azar, para ir probando el método, pero después me di cuenta de lo absurdo de la idea. No, no podía dejar una tarea tan delicada en manos de la suerte, tenía que trazar un plan basado en la observación, el conocimiento y la objetividad. Así pues, me levanté, encendí otra vez la vela y fui a buscar el mapa corporal que Berserek había guardado en el baúl hacía ya unos cuantos años, poco antes de que todo sucediese y acabara por desaparecer. Sabía que lo había puesto allí porque siempre decía que aquel pequeño arcón de madera era el centro de la casa, y yo pensaba en ello todos los días…como si aún fuese posible que tuviésemos un ‘centro de la casa’. Recuerdo su rostro ensimismado mientras lo doblaba con gran mimo y cuidado, y recuerdo también su cara cuando se giró hacia mí sin verme, traspasando con sus ojos mi cuerpo, como si yo fuera el pasado, y salió de la habitación después de decir al aire ‘vengo ahora, voy a guardarlo’. Creo que únicamente era un aviso para que no le siguiera, por si acaso yo seguía allí, aunque él no pudiera verme, a su lado.

Bajé esta noche de inspección al centro de los músculos. Me dije ‘estaré ahí siete noches exactas a partir de hoy’. Parece largo tiempo, pero no, el lento discurrir interior nada tiene que ver con el ritmo vertiginoso de lo externo. Todo estaba aparentemente en calma, nadie sospechaba nada.

Y en estas ensoñaciones andaba perdido Yaku, cuando Aurora le trajo de vuelta a la realidad.

-¡Pero bueno!!! ¿No le llega al señor dormir hasta las 9 que también tiene que soñar despierto?

Aquella sacudida casi lo deja sin respiración. Aturdido y sin saber muy bien dónde estaba, poco a poco el chico fue recuperando el habla y volvió a ser consciente de la realidad.

- Lo…lo siento…Aurora, yo…los sueños…Déjalo…

-Yaku, sé muy bien que estás pasando por ciertas cosas estas noches, cosas que jamás podrían nacer de tu imaginación serena, sucesos que ni siquiera puedes explicar con palabras a la luz del día. Pero tienes que ser fuerte, y una vez despiertas tienes que estar aquí, alerta en cuerpo y alma, porque también en este lado están pasando cosas, y muchas más que van a suceder.

- ¿A qué te refieres? –preguntó Yaku contrariado, pues el tono de Aurora dejaba claro que no hablaba por hablar. No era una regañina, ni tampoco una frase hecha al azar para que espabilase. Había algo de verdad…

- Ahora no tengo tiempo, muchacho. Hablaremos esta noche, pero aprovechemos que aún hay luz, así que cada uno a sus tareas. –dijo Aurora suavizando el tono, esbozando incluso una sonrisa- Recoge por favor las manzanas y llévalas al sótano. Ponlas sobre la sal y cúbrelas con el papel de estraza. Cuando termines, te daré más trabajo. – Y le acarició el cabello con ternura antes de alejarse hacia la ropa que, ya seca, se mecía en la cuerda al son de la brisa.

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Era increíble cómo conseguía Aurora mudar su humor de tal modo casi instantáneamente y, sobre todo, era sorprendente que lo hiciera con naturalidad. Yaku se sentía ahora aliviado, y de veras le pareció que no tenía que preocuparse de nada hasta la cena. De hecho, incluso Aurora se había relajado y canturreaba una antigua balada gortiana mientras recogía la ropa. ‘No temas si nos olvida la lluvia, hijo; yo te abrazo, porque no somos como los muertos…’

- Thomas, ¿por qué no está llena tu bolsa? No me digas más, has empezado a olvidar las cosas y no sabes dónde encontrar la celidonia –dijo Aurora con una mezcla de ironía y satisfacción al verlo aparecer por el camino.

- Olvídate de las hierbas, Aurora. Huele a pisadas sobre tierra mojada.

-¿Cómo dices? – preguntó distraída Aurora, mientras recogía las sábanas del tendal.

-Huele a pisadas sobre tierra mojada, y no son de hace mucho- repitió Thomas lentamente, inquieto, mirando a lo lejos y levantando la nariz.

-¿Estás seguro? No ha llovido y… –comenzó a preocuparse ella también.

-Ojalá no fuera así, pero sí, estoy seguro. Voy a por el hacha.

- ¿Crees que son…? –tembló la voz de Aurora.

-Sí. Mete a Yakusk en casa y haz lo de la última vez.

-Pero…

-¡AHORA! –dijo Thomas con un tono de voz que la mujer sólo había escuchado en otras dos ocasiones. Y ninguna fue buena.

Aurora tiró el cesto con la ropa y salió corriendo a buscar a Yaku, que estaba sentado en la entrada de su cobertizo, jugando despreocupado con una brizna de hierba y un minúsculo insecto que parecía luchar con una fuerza sin duda descomunal si la midiésemos en base a su escala. Nada más verlo, gritó su nombre con un tono y un volumen tales que el chico pegó un salto y salió corriendo hacia ella. Sabía que algo iba muy mal...

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El viento había dejado de soplar. Todo permanecía extrañamente inmóvil, envuelto en un invisible manto tibio que hacía imposible pensar en otra cosa. No hay fenómeno más extraño en la naturaleza que el hecho de que no suceda nada, que ningún cuerpo se agite, que ningún sonido se manifieste. No hay mayor terror en el bosque que la inacción.

Thomas iba de un lado a otro, olisqueando el aire con tal fuerza que la cabeza parecía estallarle a cada inspiración. Estaba muy nervioso, pero no por ello dejaba de actuar con precisión. Era de vital importancia descubrir de dónde provenían aquellas pisadas cuyo olor no conseguía reconocer ni ubicar. De pronto se detuvo. Miró a lo lejos y, acto seguido, se agachó y lamió la tierra. Lo hizo con cuidado, lentamente, arrastrando la lengua con tanta presión que dejó la marca de sus papilas gustativas sobre ella. Tenía que saber de qué estaban hechos, de qué se alimentaban, aquellos que, sin lugar a dudas, venían a por él…

- Yaku, ¿recuerdas nuestra primera conversación? ¿Recuerdas que te dije que a veces lo más importante, en un momento dado, no sucede aquí, sino en sueños?

El chico asintió. Recordaba aquella conversación perfectamente, palabra por palabra, estremecimiento por estremecimiento...

-¿Y recuerdas también lo importante que es que seas capaz de repensar y revivir todo lo sucedido allí para poder relatárnoslo a mí y a Aurora? Te he escuchado murmurar durante el día como si estuvieras ido, así que no puedes negar que eres capaz de recordar lo que tiene lugar en tus sueños. Además, sé que redactas un diario en el otro lado, todos los Brezoks lo hacéis.

- ¿Todos los qué? –preguntó el joven contrariado.

- Los Brezoks, Yaku. Veo que tu madre no te dio muchas pistas antes de mandarte aquí… No sé por qué no me extraña –dijo Tom con una media sonrisa, recordando algo-. Siempre fue muy reservada, y consideraba que cada ínfima porción de información es un secreto, y también creía que había que tener mucho cuidado con nombrar ciertas palabras, no fueran a cobrar vida sus significados. De todas formas, si alguna vez has sentido que eras algo y no sabías muy bien el qué, ahora ya lo sabes, Yaku: eres un brezok. El ser con más libertad de todo el bosque, Encargado de las puertas, Responsable del transcurrir del río y Guardián de la elasticidad del tiempo. Y eres también el que dibuja los mapas.

Al oír la palabra ‘mapas’, el rostro de Yakusk se contrajo.

-¿Qué sucede, hijo? ¿Has soñado ya los mapas? – preguntó Aurora, un tanto ansiosa.

- ¿Qué quiere decir eso de que si ‘ya’ los he soñado? ¿Tengo que hacerlo?

-Sí, Yaku, y por el bien de todos nosotros espero que así sea.

- Bueno…sí…he soñado con mapas pero… no son como los que me enseñó mi madre del pueblo o la montaña, son…son….otra cosa…

-Y dime, ¿has soñado también las plumas? –preguntó Aurora.

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-¿Cómo puedes saber lo que he estado soñando, Aurora? –dijo el muchacho con una voz que mostraba tanto el respeto que le tenía como el miedo que empezaba a crecer en su interior.

Aurora notó cómo nacían el temor y la desconfianza en el pecho de Yakusk, e intentó calmarle.

-No sé qué es lo que has soñado ‘tú’, Yaku, pero sí sé qué es lo que no puede faltar en el sueño de un Brezok, y eso son, entre otras cosas, los mapas, los dardos…y en ocasiones, en las situaciones más graves, las plumas… Y por favor, hijo, dime que con estas últimas no has soñado todavía –dijo Aurora nerviosa de verdad.

-No, Aurora. Por ahora sólo he soñado con mapas, pero he visto algo brillante, un destello, que atravesaba mi mente con un silbido muy fino, como si estuviera sucediendo muy lejos, aunque estuviera dentro de mí. Podría ser un dardo… ¿Qué significa?

Thomas escuchaba en silencio la conversación entre la mujer y el chico, con la expresión más grave de la que era capaz su rostro, que en los últimos días parecía haberse secado y envejecido por lo menos diez años.-Hijo, sólo las plumas y los dardos pueden atravesar los sueños, y lo hacen por un motivo profundo, que atañe únicamente al guardián y a quien tiene bajo su custodia. Uno cree que los dardos son más peligrosos, porque cuando se nos clavan provocan un dolor agudo e intenso, pero olvidamos que dura poco, que la herida es limpia, localizada en un punto, y se cura fácilmente. Sin embargo, hay que tener muchísimo cuidado con el leve roce de las plumas; cuántas veces no dejan marcas más profundas e imborrables que un dardo... La caricia de la pluma recorre todo el cuerpo, lo impregna de su huella, y se queda ahí para siempre, como un latido, un pequeño ardor que todo lo cubre…-dijo Aurora con tono ausente, la mirada ligeramente perdida, como si quizás, quién sabe, hubiera vivido ella aquellas cosas…

Después de digerir las palabras de Aurora y las sensaciones que le provocaban, Yaku levantó la vista hacia ella y preguntó:

-¿Y qué sucede con esos extraños mapas? ¿Qué son? ¿Adónde nos llevan?

Aurora volvió a la realidad, le pasó la mano por la cabeza al chico y contestó con seriedad:

-Eso sólo puede contártelo él, le pertenece. ¿Thomas? –dijo la mujer como invocando al espíritu de Tom, que flotaba muy lejos de allí, quizás en lo más hondo de su propio ser.

Thomas cogió aire por la nariz, cerró los ojos, apretó fuertemente la mano derecha con la izquierda y, después de unos segundos que a Yaku le parecieron horas, miró al muchacho y le dijo:

-Yaku, hasta que no me cuentes lo que has escrito en tus diarios no puedo ni debo contarte demasiado. Todavía tengo que descifrar las coordenadas y visiones del otro lado, pero has de saber que es de vital importancia que recuerdes esos mapas para que yo pueda dibujar los planos. No representan lugares exactamente, al menos no del modo al que estás acostumbrado. Son territorios, sí, pero no en el sentido estricto de la palabra, aunque lo parezcan. Llevas seis noches soñando y a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que estás viendo mapas que representan el bosque, así como los túneles subterráneos que he

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construido durante estos años, sí, pero no sólo eso. Representan también el interior de un cuerpo, sus órganos, vísceras y venas, los fluidos, los humores, incluso los latidos. Un cuerpo que, como cada cuerpo sobre esta tierra, representa en sí mismo la vida...