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doctrina constitucional 289 GACETA CONSTITUCIONAL N° 48 El constitucionalismo latinoamericano y la “sala de máquinas” de la constitución (1980-2010) Roberto GARGARELLA RESUMEN El autor hace un repaso de los principales cambios y movimientos del constitucionalismo latinoamericano, señalando que, en su mayoría, las primeras constituciones fueron producto de transacciones entre liberales y conservadores, por lo que su contenido y eficacia estuvo limitado. Expli- ca que, recientemente, el constitucionalismo de la región viene conocien- do nuevas constituciones, que si bien incluyen importantes reconocimien- tos a nivel de derechos (sobre todo de participación), no ha morigerado suficientemente la concentración del poder político (especialmente el pre- sidencial), lo que limita la implementación y eficacia de aquellos. introducción La pregunta a partir de la cual se nos invita a reflexionar se refiere a la relación entre De- mocracia y Constitución. La cuestión es cen- tral para la teoría constitucional, y merecedora de los estudios más detallados, por lo que aquí solo procuraremos acercarnos a un aspecto del problema, vinculado con el análisis del consti- tucionalismo contemporáneo en América Lati- na. Nos referiremos a un intento más bien fa- llido de expandir la democracia a través de la Constitución, y daremos cuenta del porqué de ese parcial fracaso. La tesis que procuraremos defender es la si- guiente: las Constituciones latinoamerica- nas nacieron, en su mayoría, a resultas de un pacto entre liberales y conservadores, y die- ron lugar a organizaciones institucionales po- líticamente muy restrictivas. Conforme a la fórmula alguna vez acuñada por Juan Bautis- ta Alberdi, ellas establecieron libertades polí- ticas limitadas, junto a libertades económicas muy amplias. Desde entonces –mediados del siglo XIX– las constituciones sufrieron nume- rosas reformas, destinadas a expandir las ca- pacidades políticas de la ciudadanía –en otros términos, ellas vinieron a expandir las liberta- des antes limitadas, y expandir de ese modo la democracia, a través de la Constitución–. Di- cha tendencia fue poderosamente acentuada en la última oleada de reformas, comenzada a fines del siglo XX. Sin embargo, según dire- mos, tales reformas terminaron por reproducir

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doctrinaconstitucional

289GACETA CONSTITUCIONAL N° 48

El constitucionalismo latinoamericano y la “sala de máquinas” de la constitución

(1980-2010)

Roberto GARGARELLA

RESUMEN

El autor hace un repaso de los principales cambios y movimientos del constitucionalismo latinoamericano, señalando que, en su mayoría, las primeras constituciones fueron producto de transacciones entre liberales y conservadores, por lo que su contenido y eficacia estuvo limitado. Expli-ca que, recientemente, el constitucionalismo de la región viene conocien-do nuevas constituciones, que si bien incluyen importantes reconocimien-tos a nivel de derechos (sobre todo de participación), no ha morigerado suficientemente la concentración del poder político (especialmente el pre-sidencial), lo que limita la implementación y eficacia de aquellos.

introducción

La pregunta a partir de la cual se nos invita a reflexionar se refiere a la relación entre De-mocracia y Constitución. La cuestión es cen-tral para la teoría constitucional, y merecedora de los estudios más detallados, por lo que aquí solo procuraremos acercarnos a un aspecto del problema, vinculado con el análisis del consti-tucionalismo contemporáneo en América Lati-na. Nos referiremos a un intento más bien fa-llido de expandir la democracia a través de la Constitución, y daremos cuenta del porqué de ese parcial fracaso.

La tesis que procuraremos defender es la si-guiente: las Constituciones latinoamerica-nas nacieron, en su mayoría, a resultas de un

pacto entre liberales y conservadores, y die-ron lugar a organizaciones institucionales po-líticamente muy restrictivas. Conforme a la fórmula alguna vez acuñada por Juan Bautis-ta Alberdi, ellas establecieron libertades polí-ticas limitadas, junto a libertades económicas muy amplias. Desde entonces –mediados del siglo XIX– las constituciones sufrieron nume-rosas reformas, destinadas a expandir las ca-pacidades políticas de la ciudadanía –en otros términos, ellas vinieron a expandir las liberta-des antes limitadas, y expandir de ese modo la democracia, a través de la Constitución–. Di-cha tendencia fue poderosamente acentuada en la última oleada de reformas, comenzada a fines del siglo XX. Sin embargo, según dire-mos, tales reformas terminaron por reproducir

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un parámetro habitual en la región –un pará-metro dominante desde comienzos del siglo XX al menos– a partir del cual los reformistas se dedican a expandir los derechos existentes, pero sin incorporar las modificaciones acordes y necesarias, en el otra área fundamental de la Constitución, el área de la organización del poder. Lo que tiende a resultar de allí, según veremos, no son, simplemente, reformas in-completas, que no terminan de expandir la li-bertad política del modo adecuado. El resulta-do final nos refiere, más bien, a reformas que conspiran contra sí mismas, porque las liberta-des que se pretenden expandir desde el área de los derechos terminan siendo puestas en crisis, sino directamente cercenadas, desde la organi-zación del poder, que tiende a permanecer bá-sicamente intacta, y conforme a las pautas de-finidas en el siglo XIX. Es decir, (...) la matriz del poder definida en el siglo XIX se mantiene en su esencia intocada, por lo cual la organiza-ción política limitadora de libertades, concen-tradora del poder, verticalista, híperpresiden-cialista, organizada desde mediados del siglo XIX, se convierte de inmediato en una de las peores amenazas sobre la pretensión de expan-dir libertades, que ha solido impulsar a los mo-vimientos reformistas. Lo que es peor: se trata de una amenaza que proviene desde el propio corazón de la Constitución.

i. El constitucionalismo En El si-glo XX: algunas buEnas prEgun-tas sin rEspuEstas dEfinitivas

Recordemos, aunque sea muy someramen-te, cómo es que los países americanos llega-ron hasta dicho estadio, en su irregular, dis-continuo devenir constitucional. Haciendo un breve racconto de la historia contemporá-nea del constitucionalismo regional podría-mos decir que el siglo XX comenzó con al-gunas buenas preguntas, aunque la respuesta haya sido, como sabemos, muy limitada. En efecto, en las primeras décadas del siglo XX, el constitucionalismo reconoció la necesidad de prestar atención a reclamos de tono social que había desatendido y dejado de lado en su etapa fundacional. De esa forma, el derecho advirtió los límites que eran propios del pacto

liberal-conservador que había distinguido a la región desde mediados del siglo XIX. Dicho pacto se había concretado a partir de la exclu-sión de un modelo diferente de constitucio-nalismo –un modelo que ponía énfasis en la dimensión social– y fue, justamente, esta di-mensión social la que trató de ser recuperada, ansiosamente, desde la llegada del nuevo si-glo. Lo dicho significa que el nuevo siglo co-menzó con una buena autorreflexión sobre el estado de la sociedad y el constitucionalismo:

La serie de reformas constitucionales que se llevaron adelante, en toda la región, desde Mé-xico (1917) en adelante, fueron complejas y multidireccionales pero, en todo caso, parece innegable que en ellas estuvo presente una cla-ra impronta social. Las Constituciones funda-cionales, de algún modo, habían fracasado al mostrarse como la expresión de solo una por-ción de la sociedad. Las libertades y los de-rechos que habían consagrado eran las que podían ser reclamadas por los sectores más acomodados de la sociedad. Pero la presen-cia de tales principios en el texto constitucio-nal era, en todo caso, tan notoria como otras ausencias. Las constituciones parecían asumir que todos entraban en el pacto constitucional fundacional en un pie de igualdad. Ellas ac-tuaban como si no fuera un hecho que amplios sectores de la sociedad –principalmente, indí-genas y antiguos esclavos, pero también las mujeres y los más pobres– se asomaban a las libertades de los demás desde una situación subalterna en la que habían sido colocados y retenidos por uso y abuso de la fuerza esta-tal. Al ignorar este hecho el constitucionalis-mo no solo dejaba de prestar atención a nece-sidades sociales relevantes, sino que, además, desconocía el grado de responsabilidad que le tocaba en la formación y consolidación de ta-les desigualdades.

De allí que, desde los primeros años del siglo XX, las nuevas Constituciones, con sus ya co-nocidas imperfecciones, intentaron incorpo-rar la dimensión social olvidada por el cons-titucionalismo fundacional, a través de cada vez más amplias declaraciones de derechos económicos, sociales y culturales. A la vez,

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procuraron expandir la dimensión política res-tringida de las primeras Constituciones. Mos-traron, de ese modo, una vocación incluyen-te antes que excluyente. En todos los casos, y como viéramos, la pregunta es hasta qué pun-to tales esfuerzos fueron suficientes; hasta qué punto escaparon del riesgo de ser meramente declarativos; y, sobre todo, hasta qué punto to-maron en serio las limitaciones que el pasado –expresado en una estructura sociolegal res-trictiva– imponía sobre el presente.

Luego, desde mediados del siglo XX, y duran-te más de dos décadas, el constitucionalismo pareció perder atractivo, envuelto en un clima de época que tendía a relegar las cuestiones le-gales a un terreno meramente superestructural. En los peores casos, las iniciativas de refor-ma constitucional fueron vistas como inútiles, sino directamente engañosas, susceptibles de distraer la atención del lugar realmente rele-vante, que era el de la cruda lucha social.

De todos modos, el dramático final de muchos de tales enfrentamientos sociales y de clase volvieron a llevar la atención hacia el reformis-mo constitucional. En efecto, los largos años de desdén constitucional vinieron de la mano del triunfo de dictaduras y regímenes autori-tarios que azolaron toda la región, y que im-plicaron la muerte de decenas de miles de ciu-dadanos, cuyos derechos de todo tipo fueron arrasados impiadosamente y del peor modo. De allí que no resultara una sorpresa que, en la década de 1980, y con el fin del periodo de las peores dictaduras, la región presenciara la po-derosa “re-emergencia” del discurso constitu-cional, acompañado de un extraordinario rena-cer del ideario de los derechos humanos.

Constitucionalismo y derechos humanos tra-zaron, desde entonces, una poderosa alianza que se reflejó en un revitalizamiento democrá-tico de la vida política, que incluyó nuevas y originales reflexiones en materia constitucio-nal. En efecto, una mayoría de países america-nos llegaron a finales del siglo XX planteán-dose una serie de preguntas cruciales, luego de haber identificado un problema constitucional igualmente importante. El problema tenía que ver con la inestabilidad política que los había

acuciado durante todo el siglo, favoreciendo la llegada, una y otra vez, de regímenes mi-litares que se convirtieron en graves violado-res de derechos humanos. Las preguntas que aparecieron entonces tuvieron que ver, entre otros temas, y de modo decisivo, con la Cons-titución, y lo que ella podía hacer para poner límites frente a tales desgracias. La principal respuesta tuvo que ver con el híperpresiden-cialismo (ahora veremos por qué), y junto con él, de modo más obvio, con la incorporación de Tratados de Derechos Humanos en la Cons-titución o, más en general, con la apertura del derecho interno al derecho internacional de los Derechos Humanos.

Vamos a detenernos, de todos modos, en la cuestión del híperpresidencialismo. La pre-gunta del caso era importante y la respuesta fue aparentemente extraña, pero en definitiva irreprochable. Fueron muchos los que conclu-yeron, entonces, que el gran drama de la re-gión –el que, en definitiva, generaba las con-diciones para la masiva violación de derechos humanos– era el drama de la inestabilidad po-lítica. Frente a ella, la respuesta que se propu-so entonces fue una interesante, y en un primer momento, compartida: el constitucionalismo tenía algo que ver con esa inestabilidad y, por lo tanto, podía hacer algo para remediarla. La clave que el constitucionalismo no había acer-tado a identificar, hasta entonces, era el siste-ma presidencialista o, más precisamente, hí-perpresidencialista, al que se correlacionó directamente (en un debate que siguió duran-te décadas) con la producción de inestabili-dad política (Cheibub & Limongi 2002; Eaton 2000; Linz & Valenzuela 1994; Nino 1987, 1992; O’Donnell 1994; Przeworski, Alvarez et al. 2000; Riggs 1987; Samuel & Eaton 2002; Shugart & Carey 1992; Unger 1987).

En efecto, el sistema híperpresidencialsita fue considerado corresponsable principal de la grave dificultad de las democracias regio-nales para mantenerse en el tiempo. El híper-presidencialismo implicaba concentrar poder, y también responsabilidades y expectativas, en una sola persona, con mandato fijo duran-te años. Cualquier súbito desencanto con el

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presidente –cualquier crisis política o económica, cual-quier quiebre en su salud, cualquier caída en su popula-ridad– tendía a traducirse en-tonces en una crisis del sis-tema político, que carecía de válvulas de escape con las que remediar los desajustes, impidiendo la puesta en cri-sis de toda la estructura cons-titucional. Hubo un extendi-do acuerdo, entonces, según el cual la fuerte moderación o directa eliminación del siste-ma híper-presidencialista iba a permitir amortiguar las cri-sis, evitar su conversión en crisis sistémicas, y atajar de ese modo la ines-tabilidad recurrente.

Por diversas razones, que incluyeron una dis-minuida fe teórica en los hallazgos de los ochenta, y el renovado brío de los impulsos caudillistas, se llevaron consigo al movimien-to reformista más importante acordado en esos tiempos. Una razón estructural, más podero-sa, menos abstracta, resultó fundamental, en-tonces, para explicar el súbito abandono del embate anti-presidencial: las nuevas refor-mas constitucionales fueron generadas (podía esperarse otra cosa?) por gobernantes –presi-dentes– poco interesados en iniciar un movi-miento de cambio constitucional que los tuvie-ra a ellos mismos como principales afectados o víctimas. Ninguno de los gobernantes de en-tonces se mostraba demasiado entusiasmado con la perspectiva de cortarse los propios pies, y responsabilizarse de los históricos males po-líticos de la región –más bien lo contrario–.

ii. rEElEcción prEsidEncial y cam-bio Estructural

Conforme a lo señalado en la sección ante-rior, la nueva corriente constitucional refor-mista de la década de 1990 careció por com-pleto de un impulso anti-presidencial, aunque entonces fue habitual que se hablara de cam-bios que llegaban, también, al cargo presiden-cial. En todo caso, lo cierto es que los cambios

anunciados no se dirigieron fundamental ni necesariamen-te, a reducir los poderes del presidente. En verdad, lo que distinguió a las nuevas refor-mas, en todo caso, fue la in-troducción de reformas muy distintas de las anunciadas, di-rigidas a facilitar reeleccio-nes presidenciales que el viejo constitucionalismo, de modos diversos, limitaba (ya sea de-negando la reelección; impi-diendo las reelecciones indefi-nidas; exigiendo el transcurso de un periodo electoral, pre-vio a la reelección, etc.). Esta nueva oleada de reformas, na-

cidas hacia finales del siglo XX fueron, en muchos casos, reformas cortoplacistas o mio-pes, motivadas por razones autointeresadas, normalmente vinculadas con la reelección presidencial.

Así, podemos reconocer que entre 1978 y el 2008, se dictaron 15 Constituciones (Bolivia ra-tificó la suya en el 2009), al menos una en cada país de la región, salvo los casos de Costa Rica, México, Panamá, la República Dominicana, y Uruguay (suman 192 en la historia, y 102 en el siglo XX, según Negretto 2011; también en Ne-gretto 2009). En dicho lapso, diez países mo-dificaron las reglas de la reelección presiden-cial, que en total fueron modificadas 16 veces, en 9 ocasiones para flexibilizar las cláusulas de la reelección, en 7 para restringirlas). Ciclos restrictivos (como el iniciado en 1978), son se-guidos luego por otros contrarios, destinados a facilitar las reelecciones (como el iniciado en 1993). En doce países de la región, también, se fortalecieron los poderes presidenciales, y solo en seis fueron restringidos (Negretto 2011). Se-gún Negretto, las reglas referidas a la reelección presidencial, y a los términos del mandato de los Presidentes, han sido las más inestables en la historia de la región (ídem).

Lo anterior de ningún modo niega, sin em-bargo, que habitualmente, y en tren de apro-bar reformas auto-interesadas, movidas por

“ [L]a matriz del poder definida en el siglo XIX se mantiene en su esen-cia intocada, por lo cual la organización política limitadora de libertades, concentradora del po-der, verticalista, híper-presidencialista, organi-zada desde mediados del siglo XIX, se convierte de inmediato en una de las peores amenazas sobre la pretensión de expan-dir libertades, que ha so-lido impulsar a los movi-mientos reformistas. ”

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pretensiones de muy corto plazo, se agreguen –ya sea como escudo para proteger lo anterior, ya sea como oportunidades que la oposición aprovecha– reformas más interesantes, que pueden ser valiosas para el largo plazo (Uprimny 2011). Como ejemplo, la Constitución argenti-na de 1994, motivada sustantivamente por las ambiciones reeleccionistas del Presidente en-tonces en ejercicio, terminó por consagrar otras modificaciones de importancia, como el reco-nocimiento de derechos de las minorías, la no-vedad de las acciones judiciales colectivas, o la jerarquía constitucional de compromisos rele-vantes en materia de derechos humanos.

Lo ocurrido en la Argentina representa una pauta generalizable en la región, de allí que las reformas de finales de siglo y comien-zos del nuevo, si bien motivadas por un inde-seable cortoplacismo, pudieron traer consigo otros cambios más atractivos, que se vincula-ban con el aire de los tiempos: preocupaciones multiculturales; derechos de grupos; nuevos derechos ambientales. Estas reformas inclu-yeron, a su vez, algunas respuestas destina-das a hacer frente a algunos de los peores le-gados de la más dura etapa híper-presidencial: poderes judiciales demasiado sometidos a la política; legislativos anémicos; un creciente proceso de desconfianza en la política, y un quiebre de relaciones entre representantes y representados. Y en algunos casos, excepcio-nalmente, reformas en apariencia muy im-perfectas, se articularon claramente en torno

a problemas constitucionales fundamentales, bien identificados1.

iii. constitucionEs dEsEstabiliza-das por un podEr EjEcutivo do-minantE

¿Cómo impacta, en el resto de la Constitución, el hecho de consagrar en ella un poder domi-nante? El punto resulta especialmente impor-tante a la luz de las recientes reformas cons-titucionales que han tenido lugar en América Latina. Todas ellas han mantenido o reforzado sistemas ya marcados por un presidencialismo fuerte. Sin embargo, al mismo tiempo, tales Constituciones han introducido otros cambios, muchas veces en dirección aparentemente contraria a la iniciativa citada –así, por ejem-plo, a través de la inclusión de nuevos organis-mos de control, o mayores oportunidades para la participación popular–. Alguien podría de-cir, en tal sentido: “Es cierto que las reformas no han cambiado la naturaleza de los sistemas híper-presidencialistas tradicionalmente adop-tados en la región. Del mismo modo, también es cierto que, en muchos casos, las reformas le han concedido al presidente en ejercicio facul-tades de las cuales carecía (típicamente, el de-recho de reelección). Sin embargo, todo ello se ve compensado por otra serie de reformas que se han impuesto en el resto de la Consti-tución, y que sirven para contrarrestar y con-trabalancear a las modificaciones citadas, más amigables con la organización presidencial.

1 Ahora bien, dentro de un panorama como el expuesto, marcado por el cortoplacismo, la Constitución de Bolivia de 2008 destaca por algunas novedades de interés. Ello, a pesar de las recurrentes críticas que ha recibido, tanto en lo aspectos procedimentales como sustanciales, esto es decir, tanto por los modos en que se llevó a cabo el proceso constituyente, como por los resultados particulares que se derivaron de tal proceso. Desde el punto del análisis que hemos realizado en las páginas anteriores, la Cons-titución boliviana ofrece al menos dos rasgos por demás salientes. En primer lugar, ella es el resultado de la identificación de un problema social fundamental, cual es la marginación indígena. En segundo lugar, ella se ha animado a abordar, de un modo muy fuerte, y como pocas Constituciones en la región, la cuestión relativa a las bases materiales de la Constitución. Podemos dete-nernos brevemente en el examen de ambas cuestiones. Sobre lo primero, cabría resaltar que la Constitución de Bolivia difiere de muchas de las Constituciones redactadas en la región, a partir de propósitos cortoplacistas, fundamentalmente vinculados con la consagración del derecho a la reelección presidencial. Contra dicha extendida tendencia, la Constitución de Bolivia nace en buena medida a partir de una pregunta crucial –la pregunta pertinente– esto es, qué es lo que puede hacer la Constitución, para ayudarnos a resolver algunos de los grandes dramas que enfrentamos? Y, lo que es más importante, lo hace identificando de modo apropiado un gravísimo problema –tal vez, el gran problema– que ha afectado a la comunidad, durante siglos, esto es, el problema de la marginación indígena. Por supuesto, decir lo anterior no es decir demasiado: identificar a un gran problema no dice mucho acerca de la destreza que puedan tener, o no, los constituyentes, para encontrar los mejores medios para enfrentar-lo, y los ciudadanos y funcionarios, luego, para resolverlo. Y no hay dudas de que la Constitución de 2008 adolece de cantidad de falencias: es voluntarista, demasiado extensa, innecesariamente detallista, contradictoria, exageradamente aspiracional, a la vez que se funda en visiones teóricas opuestas, contradictorias, en ocasiones simplemente implausibles. A pesar de todo ello, la Constitución es creativa, innova como pocas, y explora áreas y soluciones del modo en que no lo hace prácticamente ninguna de las Constituciones que le son contemporáneas.

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Las nuevas Constituciones, en efecto, han in-troducido nuevos controles frente al poder; han incorporado nuevas oportunidades para la par-ticipación popular; han reconocido formas más directas de democracia. En definitiva, lo que resulta de todos estos cambios está lejos de la descripción habitual que ve en el nuevo cons-titucionalismo un reforzamiento de la organi-zación tradicional del poder. La resultante que aparece luego del examen de unos cambios y otros nos deja ver Constituciones, finalmente, más balanceadas, menos excesivas, más equi-libradas en relación con lo que era propio de la tradición constitucional de la región”.

Algunos autores contemporáneos, analistas de los recientes procesos de reforma constitucio-nal en la región, destacan, por caso, “el crecien-te uso de elecciones para la selección de puestos ejecutivos en el nivel subnacional, y la presen-cia creciente de elementos de democracia di-recta”, en estas nuevas Constituciones (ver Hartlyn y Luna 2007: 7). Estos estudios han podido concluir que el presidencialismo regio-nal se ha visto, finalmente, debilitado. “Compa-rando los poderes ejecutivos formales, tal como aparecían al comienzo del más reciente perio-do democrático (...) con los poderes formales corrientes (hacia el 2006), encontramos que la tendencia general nos muestra un cierto movi-miento de declive en relación con los pode-res del ejecutivo (ibídem, 6)”. La causa de este declive se debería a “la emergencia de mayores (potenciales) limitaciones sobre la concentra-ción del poder presidencial, en otras áreas (no-legislativas) (...)” (ídem).

Lo dicho presupone una relación pacífica e igualitaria entre las distintas secciones de la Constitución. Se acierta en el análisis, po-dría decirse, al reconocerse el significativo he-cho de que lo que se hace en una sección de la Constitución tiene relevancia frente a la otra –entra en diálogo con ella. El problema, sin embargo, es el de asumir una lectura sin con-texto, sin historia, sin un análisis más cerca-no, capaz de poner el acento en la forma en que se ha desarrollado la práctica constitucio-nal de la región, y reconocer el peso diferen-cial de lo viejo frente a lo nuevo. Como ocurre

en la metáfora de las hojas cayendo sobre el lago, debe esperarse que el orden dominan-te, establecido, muestre capacidad para impo-nerse sobre las novedades que vayan arriban-do, hasta doblegarlas y adaptarlas a su propio cuerpo. En todo caso, no puede esperarse que el diálogo entre ambas partes sea pacífico, ni debe presumirse que ese diálogo vaya a darse desde un pie de igualdad –como lo puede su-gerir un examen de la situación que ponga en-tre paréntesis la historia y práctica constitucio-nales vigentes.

En la mayoría de los países latinoamericanos, tal como sabemos, el Poder Ejecutivo ha que-dado situado en una posición de privilegio, como un primus inter pares que dispone de herramientas que facilitan su predominio so-bre los poderes restantes. Peor aún, la práctica constitucional latinoamericana ha permitido el reforzamiento de esa relación de predominio, a través de decisiones para-constitucionales, que en muchos casos han conducido a socavar la autoridad de la Legislatura, o a convertir al Poder Judicial en un poder institucionalmente frágil o directamente dependiente (Domingo and Sieder 2001, Gloppen 2010, Prillaman 2000). En ese contexto, el Poder Ejecutivo se ubica en una situación de privilegio que, previsiblemen-te, le va a permitir imponer su autoridad sobre quienes pretendan obstaculizarlo en el ejercicio de sus funciones. Por eso, el Poder Ejecutivo va a estar en condiciones de vetar aquellas iniciati-vas que pretendan desafiar su supremacía. Esto es lo que parece haber ocurrido recientemente, en América Latina, cuando los poderes legisla-tivos intentaron poner en práctica algunas de las iniciativas participativas definidas en el ám-bito de la Convención Constituyente.

Uno puede llegar a conclusiones similares, en principio, en relación con las capacidades de los demás poderes para cuidarse frente a po-tenciales injerencias sobre su autoridad. Pién-sese, por ejemplo, en las insistentes iniciativas favorables a la democracia directa, introduci-das en Constituciones como la de la Argenti-na, de 1994. Tales cláusulas constitucionales requerían de la previa intervención legislati-va, a los fines de poner en marcha las reformas

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en cuestión. Sin embargo, previsiblemente, los legisladores obstaculizaron desde un principio la puesta en marcha de cambios amenazadores sobre su propia autoridad. Ello ocurrió de los modos más diversos, que incluyeron la dila-ción en el tratamiento de la regulación; el esta-blecimiento de fuertes trabas sobre el financi-miento que podría obtener el grupo promotor de la iniciativa; y –sobre todo– la decisión de no prever ninguna sanción, sobre el Congreso en caso de que este decidiese, simplemente, no dar tratamiento a la iniciativa en el lapso cons-titucional de doce meses, establecidos para la misma (Zayat 2011)2. Finalmente: ¿es que po-día esperarse otra cosa? ¿Por qué creer que los legisladores iban a protagonizar un suicidio político, hasta infligir una herida mortal a sus propias capacidades? ¿Por qué iban a aceptar el perder control sobre algunas de sus faculta-des? ¿Por qué iban a colaborar en el consagrar la autoridad superior del pueblo soberano?

Algo parecido puede decirse, en principio, en torno al Poder Judicial. Este tiene capacida-des suficientes para declarar contrarias a de-recho las iniciativas legales que se presenten en su contra. ¿Por qué habría de hacer lo con-trario, pudiendo defender sus privilegios tra-dicionales? Piénsese, primero, en la defensa corporativa que han tendido a hacer los jue-ces frente a toda impugnación dirigida a al-guno de sus miembros. Piénsese, también, en fenómenos como el llamado “choque de tre-nes” que ha caracterizado a la vida constitu-cional colombiana, desde producida la refor-ma constitucional de 1991, y la introducción de una nueva Corte Constitucional, desafiada permanentemente en su poder por la existen-te Corte Suprema (de allí la idea de “choque de trenes”). O piénsese, sino, en las permanen-tes tensiones que se han producido en la Ar-gentina, entre la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura inaugurado por la reforma constitucional de 1994 –con la Corte argentina bloqueando cada avance posible del Consejo,

sobre su jurisdicción–. En definitiva, en este caso, como en los anteriores, nos encontramos con conflictos esperables, derivados del sim-ple hecho de quienes se encuentran en posicio-nes de poder van a resistir, naturalmente, las medidas que amenacen con recortar los pode-res de los que gozan. Son hechos obvios, pero que no parecen serlo tanto cuando se olvida el peso del pasado sobre el presente, y se exami-na a las reformas institucionales como si ellas pudieran activarse autónomamente, con inde-pendencia de la resistencia que puedan impo-nerle las estructuras establecidas.

iv. prEsidEncialismo vs. participación: Ecuador 2008/vEnEzuEla 1999

Son numerosos los ejemplos que uno encuen-tra en la región para ilustrar las dificultades que surgen a partir de Constituciones que, por un lado, proponen mecanismos generosos de participación popular, mientras mantienen, al mismo tiempo, organizaciones políticas fuer-temente verticalizadas.

El caso del Ecuador resulta, en tal sentido, particularmente interesante. Aunque su últi-ma reforma estuvo inscripta en el periodo do-minado por la oleada antipresidencialista, la Constitución no dirigió sus principales esfuer-zos a limitar o atemperar los poderes presiden-ciales –más bien lo contrario–. El gran “dra-ma” que pareció marcar la historia de la nueva Constitución –la de 2008– fue otro, relaciona-do más bien con alguna de las “tragedias insti-tucionales” más importantes de los años ante-riores, esto es, la producción de destituciones presidenciales fuera de regla, a través de jui-cios políticos disputables en las formas y en la sustancia. De allí que pueda decirse que “en mucho, el constituyente de 2007-2008 se con-centra en la idea de evitar juicios políticos irre-gulares a través de la declaratoria de cesación del Presidente de la República, asunto que se ha repetido en tres ocasiones desde 1997” (un hecho, este, que va a encontrarse detrás de una

2 Algo similar ocurrió con la reglamentación de la cláusula constitucional de la consulta popular (Zayat 2011).

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de las principales innovacio-nes aportadas por la Carta del 2008, esto es, la institución de la “muerte cruzada” entre Eje-cutivo y Legislativo).

En lo relativo a las facultades presidenciales, se ha dicho con razón, en alguna de las obras más interesantes escritas para analizar la nueva Constitu-ción, que el texto de 2008 no solo “no reduce el excesivo poder presidencial consagrado en la Carta de 1998, sino que lo aumenta y, correlativamen-te, disminuye facultades de la legislatura” (sobre todo en el nombramiento de funcionarios) (Oyarte Martínez 2009: 45). O también, que “la Constitución refuerza so-bremanera las funciones del presidencialismo (...) la planificación del desarrollo, pieza cen-tral en la definición de la política pública (...)aparece (...) como prerrogativa y responsabili-dad exclusiva del Ejecutivo, con ninguna par-ticipación de la representación política, y con limitadas funciones de participación de la so-ciedad en la definición de prioridades y orien-taciones de política (...) la sociedad reduce su participación a una limitada función de obser-vancia o control” (Echeverría 2009, 16; Ávila Santamaría 2009; Gargarella 2008).

El Presidente, en la actualidad, concentra fun-ciones especiales en materia judicial (conce-der indultos por delitos comunes). Institucio-nes autónomas, como el Banco Central, han perdido facultades para definir las políticas cambiaria, crediticia o monetaria. El Presi-dente ha ganado, además, facultades legisla-tivas, que ya no derivan de la delegación del legislador, o que antes pertenecían a ambos poderes. El Presidente, en efecto, emite re-glamentos de ejecución, delegados y autóno-mos (artículo 147); tiene la iniciativa de ley, y de enmienda y reforma constitucional (ar-tículos 134 y 442); puede calificar de urgen-tes los proyectos de ley en materia económica y, frente a la omisión legislativa, consagrar el proyecto como decreto ley (artículo 140). Más

todavía, puede objetar las nor-mas aprobadas por la Asam-blea Nacional, ya sea por ra-zones de oportunidad o por vicios de inconstitucionalidad (artículos 138, 139 y 438).

Para algunos, estas faculta-des adicionales concedidas al Presidente pueden verse com-pensadas, en definitiva, por una serie de controles e insti-tuciones alternativas. Por un lado, se encuentra la capaci-dad de la Asamblea Legisla-tiva de pedir la caída del Eje-cutivo, llamando a elecciones

anticipadas para ambos poderes, la Asamblea y el Ejecutivo (facultad esta propia de la muerte cruzada, y que es paralela a la que tiene el Eje-cutivo, para hacer lo propio, con la misma con-secuencia, artículos 130 y 148). Por otro lado, vemos una cantidad de mecanismos participati-vos. De modo también notable, la Constitución ecuatoriana pretende desafiar la tradicional or-ganización ”tripartita” de poderes, incluyendo una ”cuarta” función del Estado, cual es la de la “Transparencia y Control Social”. A través de esta instancia, se coordina a todos los orga-nismos de control, y se promueven formas di-versas de la participación popular (que incluyen la facultad popular de revocar un mandato, o las instrucciones obligatorias –la misma Cons-titución lo es, y puede revocarse el mandato de quien no cumpla con su voluntad–).

Sin embargo, y frente a tales posibilidades, ha-brá que decir, en primer lugar, que la salida de la muerte cruzada puede darse una vez; es en extremo dramática; requiere de un altísimo porcentaje de votos (dos tercios de los asam-bleístas); e involucra la ”muerte” en el cargo de sus propios promotores. De modo más ex-tremo, la ”cuarta” función estatal puede ser y ha sido sometida a críticas rotundas, por con-tener o directamente diluir, antes que asegu-rar y promover, la participación ciudadana, que queda encorsetada en una serie de buro-cráticos mecanismos estatales. Se ha dicho al respecto, en tal sentido, que “la pretendida

“ La reforma social debiera ser, de forma prioritaria, la reforma de los mecanismos del po-der, ya que sin una vasta apoyatura política, capaz de incluir una amplia mo-vilización social, la vida de los derechos queda bajo una directa amena-za, y la ampliación de la ciudadanía social resul-ta puesta en crisis por la propia estructura consti-tucional. ”

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participación, el supuesto poder popular, no están pensados para ser ejercidos desde la so-ciedad, sino para ser asumidos como una fun-ción del Estado; la sociedad no controla la ac-tividad pública sino que es sustituida por la instituicionalidad del Estado” (Aguilar Andra-de 2009: 97).

Mucho más interesante que lo que dice la for-malidad legal, y los respectivos artículos cons-titucionales, es lo que la teoría nos había per-mitido prever, de antemano, y la práctica constitucional nos ha reafirmado. En efecto, y a partir de lo escrito en las páginas anteriores, en torno a la influencia cruzada de las refor-mas, por ejemplo, era dable prever que, en el contexto de un mantenimiento o reforzamien-to de amplios poderes presidenciales, todas las cláusulas participativas que se quisieran agre-gar a la Constitución iban a entrar en crisis, o verse bajo constante amenaza. Contra la idea sostenida por algunos teóricos, según la cual el reforzamiento presidencialista se veía contra-pesado o contrabalanceado por mayores con-troles e instituciones participativas, aquí des-de un comienzo mantuvimos que ambos lados de la Constitución (el referido a la organiza-ción del poder, el referido a los derechos) no peleaban una batalla entre iguales, sino una

en donde el fuerte poder (presidencial) ya es-tablecido, y en ejercicio, corría con extraor-dinaria ventaja. De allí que no pueda haber ninguna sorpresa con desarrollos posteriores pálidos, por parte de las altisonantes, grandi-locuentes instituciones participativas entonces creadas3.

La práctica inmediata que siguió a la aproba-ción de la Constitución reafirmó cada una de las sospechas señaladas. De manera nada sorpren-dente, fue el propio Presidente de la Repúbli-ca quien puso límites a la participación popular, desalentando la organización ciudadana que la Constitución alentaba, o directamente vetando las iniciativas legislativas destinadas a poner en marcha los institutos creados en los debates de Montecristi4. El testimonio de figuras claves de la Constituyente, como Alberto Acosta, quien fuera Presidente, y principal ideólogo de la nue-va Constitución, simplemente reafirman lo co-nocido: la práctica presidencial que siguió al dictado de la Constitución, no ayudó a fortale-cer y poner en práctica sus cláusulas participa-tivas, sino a contenerlas5.

Un ejemplo importante, al respecto, apare-ce con la Consulta Popular de 2011, promo-vida por el Presidente Correa. De acuerdo con la Constitución, las consultas pueden tratar

3 Una anécdota personal puede servir para respaldar estas intuiciones. En tiempos de los debates constituyentes desarrollados en Montecristi, Ecuador, fui invitado a disertar en torno a los derechos de participación ciudadana, a la luz de las múltiples refor-mas que se estaban proponiendo desde la Convención. Examinando el marco de las reformas que se proponían, sostuve que la valiosa preocupación por expandir los derechos políticos y participativos de la ciudadanía debía llevar a los Convencionales a actuar de un modo en que no lo estaban haciendo, es decir, reformando en primera instancia la sección orgánica, en la que se establecían las bases del poder, y que parecía reafirmar el tradicional carácter hiper-presidencialista del sistema político ecuato-riano. Los Convencionales con quienes hablé, sin embargo, parecían dividirse entre dos respuestas: ya sea que esas reformas no eran posibles, ya sea que no eran necesarias para concretar el tipo de iniciativas que estaban impulsando. Lamentablemen-te, y según entiendo, el tiempo no les dio la razón.

4 Ver, por ejemplo, y de modo especial, el veto presidencial sobre la Ley Orgánica de Participación Ciudadana, en: <http://www.asambleanacional.gov.ec/201003252802/noticias/boletines/pleno-se-allano-al-veto-presidencial-a-seis-articulos-y-la-disposi-cion-transitoria-de-la-ley-de-participacion-ciudadana.html>.

5 Para Acosta, el conflicto más preocupante de la etapa posconstitucional lo representa, justamente, el que se advierte entre “lo que se escribió en la nueva Constitución de Montecristi, con una altísima participación popular, y lo que está haciendo el gobier-no de Correa, que también apoyó la Constitución”. En tal sentido, ningún hecho le parece más grave que el de que no se hayan creado “las condiciones para una amplia y activa participación de los movimientos sociales” (http://crucesinbarreras.blogspot.com/2011/01/entrevista-ecuatoriano-alberto-acosta.html; o también http://www.rebelion.org/noticia.php?id=91644). Acosta se re-fiere, en particular, a algunos de los principales proyectos normativos discutidos desde entonces, con baja participación popular, y que incluyen a “la ley de minería (...) la ley de soberanía alimentaria,” o “el proyecto de la ley de aguas”, ídem. En particular, Acos-ta se muestra sorprendido de que “quienes elaboraron la nueva Constitución no tomen en cuenta lo que se aprobó y más aún del Gobierno”, especialmente en áreas directamente relacionadas con la participación popular (como, por ejemplo, la elección de los miembros de la Comisión de Participación Ciudadana y Control Social, que según Acosta se han manejado de forma irregular). En: <http://www.ciudadaniainformada.com/noticias-politica-ecuador0/noticias-politica-ecuador/browse/66/ir_a/politica/article//alberto-acosta-convoca-a-los-ciudadanos-a-hacer-que-se-respete-la-constitucion.html?tx_ttnews[calendarYear]=2008&cHash=644813ba86>.

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cuestiones constitucionales, siempre que no alteren la estructura fundamental del Esta-do, su carácter y elementos constitutivos, así como también no restrinja derechos y garan-tías, y no modifique el debido proceso de re-forma constitucional (artículo 441). Sin em-bargo, dicha convocatoria tuvo como uno de sus objetos principales afectar los mecanismos participativos dispuestos por la misma Consti-tución, y destinados a garantizar la interven-ción cívica en el nombramiento de nuevos jue-ces6. A partir de una pregunta de complejidad extraordinaria7, el Ejecutivo terminó por su-primir dichos complejos mecanismos de par-ticipación popular, y así asegurar que la desig-nación de jueces quedara fundamentalmente bajo el control del oficialismo8.

El caso de Venezuela también nos ofrece un ejemplo importante, en el sentido señalado: Otra vez, nos encontramos con un texto am-plio en términos de participación popular, pero que preserva amplísimos poderes y márgenes de acción en el órgano ejecutivo. Por ejemplo, el artículo 72 de la Constitución dispone que:

“Todos los cargos y magistraturas de elec-ción popular son revocables. Transcurrida la mitad del periodo para el cual fue ele-gido el funcionario o funcionaria, un nú-mero no menor del veinte por ciento de los electores o electoras inscritos en la

correspondiente circunscripción podrá so-licitar la convocatoria de un referendo para revocar su mandato”.

La práctica desarrollada al respecto, desde en-tonces, resultó reveladora de los límites reales que se ofrecían, ante una cláusula en principio tan generosa. Cuando la oposición al Presi-dente en ejercicio pretendió llevar adelante la revocación de su mandato, se encontró con di-ficultades extraordinarias, que sirvieron para poner en cuestión la oportunidad que la Cons-titución parecía ofrecerles. Así, en primer lu-gar, las autoridades electorales y judiciales co-menzaron a trabar las posibilidades de llevar a cabo la convocatoria realizada. Ante un pri-mer intento al respecto, el Tribunal Supremo de Justicia decidió denegarle su autorización, argumentando que, antes de comenzarla, debía renovarse la dirección de la Comisión Nacio-nal Electoral (CNE), cuyos miembros ocupa-ban tales cargos de manera provisional. Lue-go, y con la CNE ya instalada, se invalidó una segunda campaña de recolección de firmas, alegando que esta se había llevado a cabo antes de que el presidente completara la mitad de su mandato. Una tercera campaña, convo-cada en el 2004, no fue aprobada inmediata-mente, porque las autoridades electorales sos-tuvieron que parte de las firmas podían estar falsificadas. La acusación fue seguida por la

6 El proceso destinado a hacer posible la participación popular es complejo: Se trata de una intervención a la que se llega a partir de las “funciones de transparencia y control social y electoral” organizadas por la nueva Constitución. Dicha “función de transpa-rencia y control” designa mediante veedurías a los miembros de los organismos de control y de la función judicial; que a su vez organizan la designación de jueces.

7 Pregunta # 4: ¿Está usted de acuerdo en sustituir el actual Pleno del Consejo de la Judicatura por un Consejo de la Judicatura de Transición conformado por tres miembros designados, uno por la Función Ejecutiva, uno por la Función Legislativa y uno por la Función de Transparencia y Control Social, para que en el plazo improrrogable de 18 meses, ejerza las competencias del Con-sejo de la Judicatura y reestructure la Función Judicial, enmendando la Constitución como lo establece el anexo 4? El Anexo 4 propuesto por el Ejecutivo plantea el texto con el que se cambiará el artículo 20 del Régimen de Transición, que se establece en la Constitución, que es el siguiente: “Art. 20.- Se disuelve el actual Pleno del Consejo de la Judicatura; en su reemplazo se crea un Consejo de la Judicatura de Transición, conformado por tres delegados designados y sus respectivos: uno por el Presiden-te de la República, uno por la Asamblea Nacional y uno por la Función de Transparencia y Control Social; Todos los delegados y sus alternos estarán sometidos a juicio político. Este Consejo de la Judicatura transitorio tendrá todas las facultades establecidas en la Constitución, así como las dispuestas en el Código Orgánico de la Función Judicial y ejercerá sus funciones por un periodo improrrogable de 18 meses.

8 Fueron numerosas las oportunidades en las que, desde el Gobierno, se bloqueó la implementación de medidas participativas dis-puestas en la Constitución (véase, por caso, el ejemplo de las consultas prelegislativas requeridas para leyes capaces de afectar el uso de los recursos naturales; o lo dispuesto para la composición de los miembros del Consejo de la Judicatura, en el régimen de transición de la Constitución, y luego en la práctica); o se demoraron, de forma tal de dejar inexplotadas áreas relevantes de la Constitución, destinadas a facilitar la participación popular (véase, por caso, el ejemplo de la no implementación, a nivel local, de los mecanismos de “silla vacía”).

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escandalosa publicación de la llamada Lista Tascón, por la cual el diputado oficialista Luis Tascón decidió hacer pública, desde Internet, la nómina con todos los que habían firmado desde la primera campaña. El hecho, que pre-tendió ser un modo de transparentar el proce-so de convocatoria, se convirtió en los hechos en una amenaza real para aquellos que habían decidido aceptar la invitación a participar po-líticamente (Pérez Flores et al, 2010; Miguel et al, 2009). En todo caso, la historia anterior ilustra las dificultades reales que pueden ence-rrar las cláusulas participativas, en el contexto de un reforzado híperpresidencialismo9.

v. política vErtical y dErEchos horizontalEs. EXplotación dE rEcursos naturalEs vs. dErE-chos indígEnas

La tensión que ilustramos en la sección ante-rior a través de algunos pocos ejemplos locali-zados en Ecuador y Venezuela –organización política concentrada vs. derechos de participa-ción ampliados– se repite en toda América La-tina. Muy en particular, dicho proceso puede verse reproducido en un área particularmente sensible para la época, cual es la de los dere-chos indígenas.

En dicha materia, las reformas constituciona-les recientes resultaron especialmente activas. Todas las nuevas Constituciones se mostra-ron sensibles a una cuestión que habían deja-do de lado durante décadas, para pasar a ha-cer mención, en los nuevos ordenamientos, de derechos multiculturales. Como en el notable

caso de Bolivia (2008), arriba referido, estas conquistas constitucionales pusieron el acen-to en la protección y respeto de la lengua pro-pia de los pueblos originarios; cuidaron de hacer lugar a sus prácticas religiosas alterna-tivas; tomaron nota de sus propias formas de resolución de conflictos; y pretendieron reco-nocer sus derechos ancestrales al territorio que ocupaban.

La constitucionalización de derechos indíge-nas de algún tipo encontró su momento deci-sivo en Nicaragua, luego de un conflicto que enfrentara al gobierno Sandinista con el grupo indígena de los Miskitos, en 1987, y desde allí se extendió prontamente a una diversidad de países: Brasil (1988), Colombia (1991), Méxi-co (1992), Paraguay (1992) y Bolivia (1994).

Entre tantas novedades constitucionales, hubo algunas que prometían, desde un comienzo, un devenir conflictivo. Se trata de los dere-chos indígenas que se reconocieron, en rela-ción con la propiedad y explotación de los re-cursos naturales que existieran en el territorio donde estuvieran asentados; y/o las garantías que se les ofreciera, para participar en las de-cisiones que se tomaran sobre la utilización de tales recursos.

Entre otras disposiciones constitucionales re-levantes –disposiciones que encuentran un antecedente fundamental en el Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989– pueden citarse algunas de las siguientes:

9 En Pérez Flores et al (2010, 89 y ss.), se da cuenta de otro buen ejemplo, que ilustra la reproducción del mismo fenómeno des-crito, pero al nivel municipal. El caso en cuestión se relaciona, en este caso, con el artículo 70 de la Constitución, que incluye, entre los medios de “participación y protagonismo del pueblo”, a todos los imaginables. Dice el artículo en cuestión: “Artículo 70.- Son medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía, en lo político: la elección de cargos públi-cos, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato, las iniciativas legislativa, constitucional y constituyente, el cabil-do abierto y la asamblea de ciudadanos y ciudadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo social y económico, las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la cogestión, las cooperativas en todas sus formas incluyendo las de carácter financiero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad”. En junio de 2009, y siguiendo al artículo 70, que da carácter vinculante a las asambleas loca-les, se llevó a cabo una votación, en el municipio caraqueño del Chacao. Allí, 29 asambleas de vecinos se manifestaron a través del sufragio –con un 99%– a favor de un proyecto destinado a construir un centro cívico, y a revitalizar el lugar en el que se encon-traba el mercado municipal. Sin embargo, se trataba de un municipio controlado por la oposición, y la decisión del caso era con-traria a las pretensiones del Gobierno. El resultado fue la movilización de la Guardia Nacional, dependiente del Ejecutivo Nacio-nal, que pasó a ocupar el terreno en donde querían llevarse a cabo las obras. Otra vez, las iniciativas participativas, respaldadas en la Constitución, encontraban limitaciones decisivas en la organización política nacional, fuertemente verticalizada.

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i) Las Constituciones de Argentina (art. 75.17), Bolivia (arts. 30-6 y 394 III); Ecuador (art. 57.4), Nicaragua (art. 5), Panamá (art. 123), Paraguay (art. 64), Perú (arts. 88 y 89) y Venezuela (art. 119), así como la Constitución de Bolivia (arts. 30.6 y 394.III), reconocieron el derecho de los indígenas a la propiedad de la tierra en la que han habitado tradicionalmente. Las de Bolivia (arts. 30.17 y 171.1), Brasil (art. 231.2), México (art 2. A. VI), y Nica-ragua (arts. 89 y 180), consagran el dere-cho de uso y disfrute de los recursos natu-rales, por parte de los indígenas.

ii) Las de Argentina (art. 75.17), Bolivia (arts. 30.16 y 402), Colombia (art. 330), y Ecuador (art. 57.6), afirmaron el derecho de los mismos a participar en la explota-ción de determinados recursos naturales.

iii) Finalmente, y, lo que es más interesante para lo que aquí nos interesa, varias Cons-tituciones establecieron el derecho de con-sulta a los indígenas, en relación con la ex-plotación de recursos naturales. En el caso de Bolivia, para los recursos naturales no renovables (art. 30.15); en Brasil, para los recursos hidráulicos o minerales (art. 231.3); en Ecuador, en relación con los re-cursos naturales no renovables (art. 57.7); y en Venezuela, para todos los recursos na-turales existentes en los hábitats indígenas (art. 120) (Aguilar et al 2010).

Por lo demás, las Constituciones de Bolivia y el Ecuador destacan por la adopción que han hecho del concepto de “buen vivir,” prove-niente de la cosmovisión indígena. Se trata de recuperar el concepto quecha de Sumak Kaw-say, o el aymara de Suma Qamaña. La idea quechua hace referencia al valor de vivir sin la ansiedad de tener más que quienes nos ro-dean, ni mejor ni peor que los demás. La idea aymara se encuentra más vinculada con la idea de vida en comunidad, en armonía con los de-más, y de un modo solidario. El constituyente

ecuatoriano Alberto Acosta, uno de los res-ponsables de esta novedad jurídica –que en el caso de la Constitución de Ecuador impli-có hablar, algo enigmáticamente, de la Natu-raleza como “sujeto de derechos”– contrasta la cosmovisión propia del “buen vivir” con el pa-radigma “extractivista” y “neo-desarrollista,” todavía dominante en países como el Ecuador, rico en materias primas (Acosta 2008)10.

Reconocimientos normativos como los seña-lados en los párrafos anteriores fueron, en oca-siones, resultado de la presión y movilización de los pueblos indígenas. En muchos otros ca-sos, sin embargo, fue este mismo amparo nor-mativo el que se constituyó como antecedente crucial, para la aparición de prontas demandas indígenas, muy especialmente en relación con el uso de la tierra y la explotación de los recur-sos naturales (Giraudo 2008; Lillo 2003). Ta-les demandas estallaron en conflictos, que in-volucraron a las comunidades indígenas con los Estados en cuestión, y aún empresas na-cionales y transnacionales. Así, por caso, en la confrontación que se dio en Nicaragua, entre los Mayagnas y empresas coreanas, orientadas a la explotación maderera; los conflictos que surgieron entre los Huaorani, Secoya y Cofán, en Ecuador, contra empresas petroleras nor-teamericanas; las disputas que involucraron al pueblo Mapuce, en la Argentina y Chile, y em-presas dedicadas a la explotación minera a cie-lo abierto; los enfrentamientos que provoca-ron diversas comunidades indígenas, en Perú, en áreas relacionadas con la explotación petro-lífera, hídrica o gasífera; o los encendidos re-clamos territoriales de la comunidad U’wa, en Colombia, contra empresas petrolíferas (Ariza 2009; Rodríguez Garavito et al 2005; Ramírez 2006; Svampa & Antonelli 2009).

En dicho contexto, fue habitual que se gene-raran tensiones entre la generosidad de unas cláusulas constitucionales que invitaban a la participación, consulta y decisión de los gru-pos indígenas; y los concentrados mecanismos

10 Ver, también, las reflexiones del intelectual aymara David Choquehuanca en Svampa et al, 2010, 265-8.

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de decisión política existentes. De modo habi-tual, y como sabemos, tales mecanismos di-ferían la autoridad a un Ejecutivo que podía estar interesado –como pudo ser el caso, ha-bitualmente– en una explotación más agresi-va e inconsulta de los recursos naturales. Ello, en particular, dado el extraordinario nivel de prontas ganancias prometidos por esa explota-ción más o menos indiscriminada.

Los grupos indígenas pidieron que se toma-ran en serio las cláusulas constitucionales res-pectivas, que los gobiernos de turno trivializa-ban (asumiendo, por caso, que la “consulta” quedaba satisfecha con una mera comunica-ción a las poblaciones involucradas) o direc-tamente desconocían (cabe recordar que, en el caso del Ecuador, se va a producir una ruptura de la alianza entre grupos indigenistas-ecolo-gistas, y el Gobierno, luego de que, dentro de la Convención Constituyente de Montecristi, ambas posturas quedaran enfrentadas en torno al tema: para los primeros, debía incorporarse en la Constitución una cláusula explícita, con-dicionando la explotación de recursos básicos, como la minería o el agua, al consentimien-to de las comunidades indígenas; mientras que para el Gobierno debía bastar con la consulta a tales grupos, Ramírez Gallegos 2010: 95). En algunos casos más extremos, como el de la comunidad U’wa, las tensiones llegaron a la judicialización del conflicto, y dicha judi-cialización llegó a involucrar a las más altas instancias políticas y judiciales del país, inclu-yendo la Corte Constitucional. Cuando se los examina, los resultados de dicho proceso po-lítico-judicial resultan ambiguos, ya que ellos incluyeron decisiones judiciales dilatadas, en ocasiones favorables, en ocasiones no, a las demandas indígenas; junto con oleadas de mo-vilización y desmovilización por parte de los U’wa, luego de la intervención judicial (Ro-dríguez Garavito & Arenas 2005). Sin embar-go, la enseñanza que dejan estos procesos, a nivel más general, parecen más claras.

En definitiva, y más allá del difícil análisis y evaluación concreta de gobiernos que nos son contemporáneos, lo que se intenta decir aquí es otra cosa. Lo que nos interesa es reafirmar

la intuición, desarrollada más arriba, según la cual el compromiso con la participación popu-lar requiere de una directa y especial atención a la distribución de poderes vigente, consa-grada en la parte orgánica de la Constitución. Resulta imprescindible entonces, por parte de quienes se encuentran genuinamente compro-metidos con la promoción de cambios favora-bles a la participación popular, prestar espe-cial y privilegiada atención a lo que se hace y deja de hacer la “sala de máquinas” de la Constitución.

vi. la “sala dE máquinas” dE la constitución

La difícil y obstaculizada trayectoria de los derechos políticos extendidos en el consti-tucionalismo americano ilustra bien un pro-blema general. El problema afecta también a otros derechos nuevos, ingresados en las úl-timas oleadas reformistas que se dieron en América Latina –sobre todo, aquellas capaces de poner en riesgo la organización del poder político o económico vigentes–. Pensemos, por ejemplo, en las reformas orientadas a abrir mayores espacios y oportunidades para la par-ticipación popular; reformas en favor del mul-ticulturalismo; reformas destinadas, en defi-nitiva, a consagrar nuevos derechos sociales, políticos, económicos y culturales.

Tales reformas han sido el objeto principal de la atención de los grupos más de avanzada en el constitucionalismo, el centro de su trabajo en las recientes Convenciones Constituyentes. Ellas nos hablan de lo importante y de lo limi-tada que ha sido la tarea de tales grupos. Re-sulta, por un lado, crucial el haber tomado la responsabilidad de atender de modo priorita-rio las necesidades de los grupos más vulnera-bles de la sociedad. Es meritorio haber puesto la mirada, muy especialmente, en el área de la Constitución que habla más directamente de los intereses fundamentales y las necesidades de grupos mayoritarios o minoritarios enfre-nados a situaciones difíciles.

Sin embargo, al mismo tiempo, reformas como las citadas nos hablan de las restriccio-nes propias de los proyectos emprendidos.

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Uno de los límites más significativos es, jus-tamente, el de haber concentrado las energías del cambio en la sección de los derechos, sin reconocer la influencia que (tal como exami-náramos más arriba), se ejerce sobre ellos des-de la sección constitucional dedicada a la or-ganización del poder.

Al actuar de este modo, los líderes del refor-mismo social parecen asumir que la potencia transformativa del Derecho es tal, que la mera inclusión de ciertas cláusulas constituciona-les resulta autooperativa: basta con incorporar ciertos cambios en la Constitución, para que ellos cobren vida, se autoejecuten. Una pre-sunción semejante es contradicha por cantidad de factores, revisados en las páginas anterio-res, que nos dicen lo contrario, es decir, que la recepción de ciertas cláusulas nuevas, por parte del derecho viejo, es y suele ser dificul-tosa, conflictiva. El viejo derecho, según dijé-ramos –y en particular, la estructura del poder existente– tiende a resistir, más que a habili-tar, la presencia de nuevas cláusulas con las que guarde una relación de tensión. No pue-de asumirse, entonces, que para tornar exitoso un injerto determinado (i.e., uno de conteni-do “social,” en un ordenamiento liberal-con-servador) basta, simplemente, con el añadido de algunos artículos específicos (i.e., artículos de contenido social).

En el mismo sentido, corresponde decir que, al actuar de tal modo, los líderes del reformismo social parecen asumir la autonomía propia de cada una de las secciones de la Constitución. Así, ellos aparecen actuando como si pudiera operarse sobre el territorio propio de cada una de las secciones de la Constitución, ignorando qué es lo que ocurre con, o cuál es status de, la sección restante –cómo es que ella está or-ganizada; qué cambios se están imponiendo, o no, sobre la misma. Sin embargo, el derecho (contra lo que parece asumir o proponer par-te de la doctrina liberal –el liberalismo como

“el arte de la separación”–), no se compone de esferas autónomas, del mismo modo en que el derecho no guarda autonomía en relación con las esferas social o económica de la vida pú-blica (Walzer 1984). Como dijera, en 1892, el notable radical peruano González Prada, en su crítica al liberalismo: “Infunden muy tris-te idea de su liberalismo los que segregan las cuestiones sociales o las religosas y se consa-gran exclusivamente a los negocios políticos (...) no cabe separar lo social de lo religioso ni lo político de lo moral. Como se ha dicho muy bien (...) ‘toda cuestión política se resuel-ve en una cuestión moral, y toda cuestión mo-ral entraña una cuestión religiosa’ El individuo se emancipa a medias, cuando se liberta del pretoriano para someterse al cura, o sale de la sacristía para encerrarse en el cuartel” (Sobre-villa 2009: 161-162)11.

El “error” cometido por quienes quisieron im-pulsar la reforma social, con la ayuda de la Constitución, pero sin ingresar efectivamente en la “sala de máquinas” de la misma, se ad-vierte de un modo extraordinario en una cita de Arturo Sampay, que enseguida agregamos. Sampay, conviene recordarlo, fue el gran ju-rista (peronista) detrás de la Constitución ar-gentina de 1949 (un documento constitucional que fue el primero, en la Argentina, en hacer explícito un fuerte compromiso social). En un escrito de Sampay, muy posterior a aquella co-laboración constitucional –hablamos de su li-bro Constitución y pueblo, publicado en 1973, y perteneciente a su etapa más radicalizada– el jurista presenta una honesta autocrítica. En ella, Sampay reconoce que la Constitución de 1949 había estado marcada por una omisión fundamental, que terminaría por herirla de muerte. Esta falta consistía, justamente, en el no haber querido abrir la puerta de la “sala de máquinas” de la Constitución, para adecuar la organización del poder al nuevo carácter so-cial que se le quería imprimir al texto. En pa-labras de Sampay:

11 Fueron pocos los que reconocieron, como Murillo Toro (conforme a la descripción de Gerardo Molina) que “las reformas políticas no son suficientes, por lo cual hay que ir a las de carácter económico y social” (Molina 1987, 124).

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“La reforma constitucional de 1949 no or-ganizó adecuadamente el predominio y el ejercicio del poder político por los sectores populares, debido, primero, a la confianza que los sectores populares triunfantes te-nían en la conducción carismática de Perón, y segundo, al celoso cuidado que el propio Perón ponía para que no se formara parale-lamente al Gobierno legal un coadyuvante poder real de esos sectores populares, por lo que el nuevo régimen iba a mantenerse has-ta que la oligarquía cautivara a los oficiales de las Fuerzas Armadas. Tal era, entonces, el talón de Aquiles de la mentada reforma y la cual, precisamente como Aquiles, fue muerta por el enemigo en la flor de la juven-tud a causa de tener vulnerable nada menos que su soporte” (Sampay 1973: 122).

En otras palabras, con inusual virtud de espí-ritu, Sampay reconocía el error fatal en el que habían incurrido, al descuidar lo que, sin du-das, era el talón de Aquiles de la reforma cons-titucional que impulsaban, inspirados por una vocación de cambio social.

La conclusión que se sigue de lo dicho es im-portante. Notablemente, al concentrar su es-fuerzo en el área de los derechos, los reformis-tas sociales parecen descuidar o dejar de lado un necesario trabajo sobre el área de la orga-nización del poder. De este modo, ellos dejan intocada la “sala de máquinas” de la Constitu-ción, esto es, el área de la Constitución en la que se define cómo va a ser el proceso de toma de decisiones democrático. Las puertas de la “sala de máquinas” quedan cerradas bajo can-dado, fuera de su alcance –un hecho que ame-naza con poner en cuestión la sustancia del tra-bajo que ellos llevan adelante–. De esta forma, finalmente, las importantes reformas llevadas

adelante en la región, desde finales del siglo XX, quedan amenazadas por ellas: la expan-sión de la ciudadanía buscada resulta puesta en crisis por la preservación de una organiza-ción del poder todavía marcada por rasgos eli-tistas y conservadores.

Conviene contrastar este notable “olvido” del progresismo constitucional, con la aguda clari-videncia de los viejos intelectuales del libera-lismo conservador. Recordemos, otra vez, a la Generación del ‘37 argentina, o a los intelectua-les del porfiriato, en México: los viejos libera-les-conservadores reconocieron sin duda nin-guna que, para dar seguridad a los derechos que les interesaban (el derecho de propiedad en particular, las libertades económicas en gene-ral), era indispensable operar, ante todo, sobre la “sala de máquinas” de la Constitución (en su caso, a través de la restricción de las liber-tades políticas): garantizar los derechos de pro-piedad requería limitar las capacidades de las mayorías para actuar en política.

La sugerencia que se infiere del análisis reali-zado en las páginas anteriores es que los refor-mistas sociales debieran tomar como priorita-rio el trabajo sobre el área que hoy justamente descuidan. La preocupación especial por los aspectos más sociales de la vida constitucio-nal debiera llevarlos a examinar, ante todo, los modos en que se organiza el poder, en lugar de dejarlos detenidos en la ingeniería de los dere-chos. La reforma social debiera ser, de forma prioritaria, la reforma de los mecanismos del poder, ya que sin una vasta apoyatura política, capaz de incluir una amplia movilización so-cial, la vida de los derechos queda bajo una di-recta amenaza, y la ampliación de la ciudada-nía social resulta puesta en crisis por la propia estructura constitucional12.

12 Ello no quita que, al mismo tiempo, deba bregarse por otra manera de interpretar la Constitución, que reconozca la mutua dependen-cia entre estas distintas esferas del texto constitucional. Así se pensó la cuestión, por caso, en la decisión T-406, de 1992, que tuvo como magistrado ponente al Magistrado Ciro Angarita, la Corte Constitucional colombiana sostuvo que: “La Constitución está conce-bida de tal manera que la parte orgánica de la misma solo adquiere sentido y razón de ser como aplicación y puesta en obra de los principios y de los derechos inscritos en la parte dogmática de la misma. La carta de derechos (...) la participación ciudadana, la es-tructura del Estado, las funciones de los poderes, los mecanismos de control, las elecciones, la organización territorial y los mecanis-mos de reforma, se comprenden y justifican como transmisión instrumental de los principios y valores constitucionales. No es posible, entonces, interpretar una institución o un procedimiento previsto por la Constitución por fuera de los contenidos materiales plasmados en los principios y derechos fundamentales”. Conviene volver a insistir, de todos modos, que este valioso reconocimiento no sirve de mucho sin una práctica de movilización y activismo políticos que aseguren la restricción de los poderes constitucionalmente delegados.

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