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PÁGINA INDÓMITA

EL CONOCIMIENTO INÚTIL

Traducción deLuis González Castro

JEAN-FRANÇOIS REVEL

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© Éditions Grasset & Fasquelle, 1988© de la traducción, Luis González Castro

© de la presente edición, página indómita, s.l.u.Providencia 114 bis, 4º 4ª. 08024 Barcelona

www.paginaindomita.com

Diseño de cubierta y composición: Ángel UzkianoIlustración de cubierta: Fernando VicenteImpresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición: febrero de 2022

Todos los derechos reservados

isbn: 978-84-123847-1-0Depósito legal: C-1775-2021

Título original: La Connaissance inutile

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A Olivier Todd

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ÍNDICE

1. La resistencia a la información 112. ¿En qué consiste nuestra civilización? 213. Sobre la mentira simple 314. El gran tabú 455. La función del tabú 756. La función política del racismo 877. La función internacional del antirracismo 1178. Sobre la mentira compleja 1539. La necesidad de ideología 207

10. El poder adulterino 29311. La traición de los profesores 38112. El fracaso de la cultura 413

Envío. Hermanos humanos que viviréis después de nosotros 495

Índice onomástico 499

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1LA RESISTENCIA

A LA INFORMACIÓN

La primera de todas las fuerzas que gobiernan el mundo es lamentira. La civilización del siglo xx se ha basado, más quecualquier otra anterior, en la información, la enseñanza, laciencia, la cultura; en suma, en el conocimiento, así como enel sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos:la democracia. Sin duda, al igual que la democracia, la libertadde información se halla en la práctica repartida de forma muydesigual en el planeta. Y hay pocos países en los que la una yla otra hayan atravesado el siglo sin verse interrumpidas, oincluso suprimidas durante varias generaciones. Ahora bien,aunque lleno de lagunas y sincopado, el papel desempeñadopor la información en los hombres que deciden los asuntosdel mundo contemporáneo, y en las reacciones de los demásante dichos asuntos, es sin duda más importante, más cons-tante y más general que en épocas anteriores. Quienes obrandisponen de mejores medios para saber en qué datos apoyarsu acción, y quienes experimentan esa acción están muchomejor informados sobre aquello que hacen quienes obran.

Es interesante, por lo tanto, investigar si esta preponde-rancia del conocimiento, su precisión y su riqueza, su difu-sión cada vez más amplia y más rápida, ha conllevado, comosería natural esperar, una gestión más juiciosa de la humani-dad. La cuestión adquiere incluso mayor relevancia si tene-mos en cuenta que el perfeccionamiento acelerado de las téc-

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nicas de transmisión y el continuo aumento del número deindividuos que se aprovechan de ello harán aún más del sigloxxi la era en que la información constituirá el elemento cen-tral de la civilización.

En nuestro siglo hay a la vez más conocimientos y máshombres que disponen de esos conocimientos. En otros tér-minos, el conocimiento ha progresado, y según parece se havisto seguido en su progreso por la información, la cual con-siste en la diseminación de dicho conocimiento entre el pú-blico. Para empezar, la enseñanza tiende a prolongarse cadavez más, y a repetirse cada vez con mayor frecuencia en elcurso de la vida; además, las herramientas de comunicaciónde masas se multiplican y nos cubren de mensajes en un gradoinconcebible hasta ahora. Ya se trate de difundir la noticia deun descubrimiento científico y de sus perspectivas técnicas,de anunciar un acontecimiento político o de publicar las cifrasque permitan evaluar una situación económica, lo cierto esque la máquina universal de informar se vuelve cada vez másigualitaria y generosa, de modo que anula la vieja discrimi-nación entre la élite en el poder, que sabía muy poco, y el co-mún de los gobernados, que no sabía nada. Hoy, ambos sabeno pueden saber mucho. Así pues, la superioridad de nuestrosiglo con respecto a los previos parece radicar en que los di-rigentes o responsables en todos los terrenos disponen de co-nocimientos más amplios y más exactos a la hora de tomardecisiones, mientras que el público, por su parte, recibe enabundancia la información que le permite juzgar lo acertadode esas decisiones. En buena lógica, tal fastuosa convergenciade factores favorables ha debido engendrar ciertamente unasabiduría y un discernimiento sin equivalente en el pasado y,por lo tanto, una prodigiosa mejora de la condición humana.¿Es así?

Afirmarlo sería frívolo. Nuestro siglo es uno de los mássangrientos de la historia; se caracteriza por la extensión delas opresiones, las persecuciones, los exterminios. Es el sigloxx el que ha inventado, o al menos sistematizado, el genoci-

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dio, el campo de concentración, el aniquilamiento de pueblosenteros mediante la hambruna organizada; el que ha conce-bido en el terreno de la teoría, y realizado en la práctica, losregímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayanabrumado jamás a tantos seres humanos. Esta proeza parecerefutar la opinión según la cual nuestra época habría sido ladel triunfo de la democracia. Y, sin embargo, lo ha sido, pordos razones. A pesar de tantos esfuerzos desplegados, con-cluye con un mayor número de democracias, cuyo funciona-miento es mejor que en cualquier otro momento de la histo-ria. Además, la democracia, incluso escarnecida, es asumidapor todos como valor teórico de referencia. Las únicas diver-gencias al respecto se refieren al modo de aplicarla, a la «falsa»y la «verdadera» puesta en marcha del principio democrático.Incluso si se denuncia la mentira de las tiranías que pretendenobrar en nombre de una supuesta democracia «auténtica», ose espera una democracia perfecta pero siempre futura, ha dereconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales ba-sados en un rechazo declarado, explícito y doctrinal del prin-cipio mismo de la democracia desapareció con el colapso delnazismo y el fascismo en 1945, y luego del franquismo en1975. Las supervivencias son marginales. Al menos, como he-mos visto, las tiranías más recientes se ven obligadas a justi-ficarse en nombre de la misma moral que violan; quedan re-ducidas a esas acrobacias verbales que, debido a su monotoníay su inverosimilitud, engañan cada vez a menos personas. Alfin y al cabo, el empleo de ese doble lenguaje no elude el pro-blema de la eficacia de la información. Los dirigentes totali-tarios, al igual que los democráticos, disponen de la informa-ción a título profesional, aunque se empeñen en negársela asus súbditos —sin conseguirlo del todo—. Los fracasos eco-nómicos de los países comunistas, por ejemplo, no se debena que sus líderes ignoren las causas. Generalmente las cono-cen bastante bien, y así lo dejan entrever a veces. Pero noquieren o no pueden eliminarlas, por lo menos totalmente, ysuelen limitarse a combatir los síntomas por miedo a hacer

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peligrar un orden político y social que aprecian más que eléxito económico. En este caso, se comprende al menos el mo-tivo de la ineficacia de la información. Puede que, debido aun cálculo completamente racional, se abstengan de emplearlo conocido. Y es que, tanto en la vida de las sociedades comoen la de los individuos, hay circunstancias en las que convieneobviar una verdad que se conoce muy bien, porque redunda-ría contra el propio interés si se sacaran las conclusiones dela misma.

Ahora bien, la impotencia de la información a la horade iluminar la acción, o incluso simplemente la convicción,sería una desgracia banal si solo fuera consecuencia de la cen-sura, la hipocresía y la mentira. Seguiría siendo comprensiblesi añadiéramos a estas causas los mecanismos medianamentesinceros de la mala fe, tan bien descritos tiempo ha por tantosmoralistas, novelistas, dramaturgos y psicólogos. Pero sí po-demos sorprendernos al comprobar la desacostumbrada am-plitud alcanzada por esos mecanismos, los cuales disponende una verdadera industria de la comunicación. El público,mostrando esa severidad con la que suele juzgar a los profe-sionales de la comunicación y a los dirigentes políticos, tiendea considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza enla mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir,pensar, hablar. ¿Podría ser que la misma abundancia de co-nocimientos e informaciones despertara el afán de esconder-los más que de emplearlos? ¿Que el acceso a la verdad gene-rara más resentimiento que satisfacción, la sensación de unpeligro más que la de un poder? ¿Cómo explicar la escasezde información exacta en las sociedades libres, donde handesaparecido en gran medida los obstáculos materiales parasu difusión, y los hombres pueden conocerla fácilmente sisienten curiosidad o simplemente no la rechazan? Es esta in-terrogante la que nos conduce a las orillas del gran misterio.Las sociedades abiertas —por emplear el adjetivo de HenriBergson y de Karl Popper— son al mismo tiempo la causa yel efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin em-

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bargo, quienes recogen la información parecen tener comopreocupación dominante el falsificarla, y quienes la reciben,eludirla. En tales sociedades se invoca continuamente un de-ber de informar y un derecho a la información. Pero del mis-mo modo que los profesionales se afanan en traicionar esedeber, así también sus clientes se desinteresan de gozar de esederecho. En la adulación mutua de los interlocutores de lacomedia de la información, productores y consumidores fin-gen respetarse, pero no hacen sino temerse y despreciarse.Solo en las sociedades abiertas es posible observar y medir elauténtico celo de los hombres en decir la verdad y acogerla,ya que el gobierno de dicha verdad no se ve obstaculizadopor nadie más que por ellos mismos. Además, y no es esto lomenos intrigante, ¿cómo pueden actuar hasta tal punto contrasu propio interés? Y es que la democracia no puede vivir sincierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si dicha verdadqueda por debajo de un nivel mínimo. Este régimen, basadoen la libre determinación de las decisiones de la mayoría, secondena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que toman ta-les decisiones se pronuncian casi todos en la ignorancia de lasrealidades, la ceguera de una pasión o la ilusión de una im-presión pasajera. En la democracia, la información es libre,sagrada, porque ha asumido la función de contrarrestar todoaquello que oscurece el juicio de los ciudadanos, últimos de-cisores y jueces del interés general. Pero ¿qué ocurre si es lapropia información la que se las ingenia para oscurecer el jui-cio de los jueces? ¿Acaso no vemos con mucha frecuencia quelos medios de comunicación que cultivan la exactitud, la com-petencia y la honradez constituyen la porción más restringidade la profesión, y su audiencia, el sector más reducido del pú-blico? ¿No observamos que los periódicos, emisiones de ra-dio, revistas o debates televisivos, así como las campañas deprensa que agitan las profundidades y generan los más pode-rosos oleajes, se caracterizan salvo contadas excepciones porun contenido informativo cuya pobreza es paralela a su fal-sedad? Incluso eso que se llama periodismo de investigación,

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presentado como paradigma del coraje y la intransigencia,obedece en gran medida a móviles no siempre dictados porel culto desinteresado a la información —aunque esta sea au-téntica—. Es frecuente que determinada información se pon-ga de relieve no por su importancia intrínseca, sino por su ca-pacidad de destruir a un hombre de Estado; al mismo tiempo,se obvia o minimiza otra información mucho más relevantepara el interés general, pero desprovista de utilidad personalo sectaria a corto plazo. Desde fuera, el lector apenas es capazde distinguir entre la intervención noble y la mezquina. Perose diga lo que se diga del periodismo (y más adelante diré mu-cho más), hemos de guardarnos de incriminar a los periodis-tas. Si, en efecto, un número muy reducido de ellos sirve real-mente al ideal teórico de su profesión, el público apenas losincita a ello; y, por lo tanto, es en el público, en cada uno denosotros, donde debemos buscar la causa de la supremacía delos periodistas poco competentes o poco escrupulosos. Laoferta se explica por la demanda. Pero la demanda, en materiade información y análisis, surge de nuestras convicciones.¿Cómo se forman estas? Tomamos nuestras decisiones másimportantes en medio de un abismo de imprecisiones, pre-juicios y pasiones, y posteriormente, husmeamos y sopesa-mos menos su exactitud que su capacidad de amoldarse o noa un sistema de interpretación, un sentimiento de comodidadmoral o una red de alianzas. Según las leyes que gobiernanesa mezcla de palabras, apegos, odios y temores llamada opi-nión, un hecho no es real o irreal: es deseable o indeseable.Es un aliado o un adversario, un compinche o un maquina-dor, y no un objeto de conocimiento. Y a veces, incluso eri-gimos en doctrina, justificamos por principio, que el posibleuso de un hecho tenga preeminencia sobre el conocimientodemostrable.

Nuestras opiniones, aunque sean desinteresadas, proce-den de diversas influencias, entre las cuales el conocimiento dela materia figura muy a menudo en último lugar, despuésde las creencias, el ambiente cultural, el azar, las apariencias,

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las pasiones, los prejuicios, el deseo de que la realidad seamolde a nuestros prejuicios y la pereza de espíritu. Esto noes nada nuevo, pues ya Platón nos enseñó la diferencia entreopinión y ciencia. Y el desarrollo de esta última desde lostiempos de Platón no cesa de acentuar la distinción entre loverificable y lo inverificable, entre el pensamiento que se de-muestra y el que no. Pero comprobar que hoy vivimos en unmundo más modelado que antaño por las aplicaciones de laciencia no equivale a afirmar que más seres humanos piensende modo científico. La inmensa mayoría de nosotros emplealas herramientas creadas por la ciencia —se cuida gracias aella, tiene o no hijos gracias a ella—, pero lo hace sin partici-par, en términos intelectuales, en el orden de las disciplinasde pensamiento a las que debemos los descubrimientos quedisfrutamos. Por otro lado, incluso la reducida minoría quepractica esas disciplinas y accede a ese orden adquiere susconvicciones no científicas de forma irracional. Lo que ocurrees que el trabajo científico, debido a su particular naturaleza,conlleva e impone criterios imposibles de eludir indefinida-mente, de la misma manera que un corredor de pista, pormuy demente o estúpido que sea fuera del estadio, acepta enel momento de entrar en él la ley racional del cronómetro.De nada le serviría multiplicar, como hacen el político o el ar-tista, los anuncios y los carteles publicitarios, o convocar reu-niones públicas para proclamar que es campeón del mundo,que corre los cien metros en ocho segundos, cuando todo elmundo sabe y puede comprobar que nunca se los cronome-tran en menos de once. Se ve obligado, por la misma ley de lapista, a la racionalidad, pero es muy capaz de emplear la es-calera mecánica del metro en sentido inverso. Pues bien, ungran científico puede forjarse sus opiniones políticas y mo-rales de forma arbitraria, y bajo el imperio de consideracionesinsensatas, tal como lo hacen los hombres carentes de todaexperiencia del razonamiento científico. No existe en su in-terior una osmosis entre la actividad de su disciplina, que leobliga a no afirmar nada sin pruebas, y sus opiniones sobre

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los asuntos corrientes, que obedecen a los mismos influjosque las de cualquier otro hombre. Como el hombre corriente,puede inclinarse de forma imprevisible por la sensatez o porla extravagancia, y eludir la evidencia cuando esta contradicesus creencias, sus preferencias o sus simpatías. Así pues, viviren una época modelada por la ciencia no significa que estemosmás capacitados para comportarnos de manera científica fue-ra de los ámbitos y de las condiciones donde reina inequívo-camente la obligación de los procedimientos científicos. Elhombre, hoy, cuando tiene ocasión, no es ni más ni menosracional ni honesto que en las épocas definidas como precien-tíficas. Incluso, volviendo a la paradoja ya mencionada, sepuede afirmar que la incoherencia y la falta de honradez in-telectual son más alarmantes y graves en nuestros días, pre-cisamente porque tenemos ante nuestros ojos, en la ciencia,el modelo de un pensamiento riguroso. Pero el investigadorcientífico no es, por naturaleza, más honrado que el hombreignorante. Es alguien que ha aceptado unas reglas que, porasí decirlo, le condenan a la honradez. Por temperamento, unignorante puede ser más honrado que un científico. Así, endisciplinas como la historia y las ciencias sociales, es decir,aquellas que, por su mismo objeto, no presuponen una suje-ción demostrativa total, impuesta desde fuera a la subjetivi-dad del investigador, podemos ver fácilmente cómo reina laligereza, la mala fe, la trituración ideológica de los hechos, lasrivalidades de clan, que ocasionalmente se anteponen al puroamor a esa verdad supuestamente reverenciada.

Conviene tener presentes estas nociones elementales,porque no se entenderán en absoluto las angustias de nuestraépoca, que se supone científica, si no se ve que por «compor-tamiento científico» no hay que entender exclusivamente elconjunto de diligencias propias de la investigación científicaen sentido estricto. Comportarse científicamente, esto es,unir racionalidad y honradez, significa no pronunciarse sobreuna cuestión más que después de haber considerado todas lasinformaciones disponibles, sin eliminar deliberadamente nin-

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guna, sin deformar ni expurgar ninguna, y después de habersacado como mejor se sepa y de buena fe las conclusiones queparezcan autorizarse. Nueve de cada diez veces, ni la infor-mación estará suficientemente completa ni su interpretaciónserá lo bastante indudable como para conducir a una certeza.Pero si el juicio final solo en raras ocasiones tiene un carácterplenamente científico, la actitud que a él nos lleva puede tenersiempre ese carácter. La distinción platónica entre opinión yciencia, o, por traducirlo mejor (en mi opinión), entre juicioconjetural (doxa) y conocimiento exacto (episteme), provienede la materia sobre la que se opina y no de la actitud de quienopina. Ya se trate de simple opinión o de conocimiento exac-to, Platón da por sentadas la lógica y la buena fe. La diferenciaradica en que el conocimiento exacto se refiere a objetos quese prestan a una demostración irrefutable, mientras que laopinión se mueve en esferas donde no podemos reunir másque un conjunto de probabilidades. Aun así, la opinión, aun-que simplemente plausible y desprovista de certeza absoluta,puede ser alcanzada o no de forma tan rigurosa como sea po-sible, basándose en un honrado examen de todos los datosaccesibles. La conjetura no equivale a lo arbitrario. No re-quiere ni menos probidad, ni menos exactitud, ni menos eru-dición que la ciencia. Al contrario, requiere tal vez más, enla medida en que la virtud de la prudencia constituye su prin-cipal parapeto. Y es que el interés por la verdad, o por suaproximación menos imperfecta, y la voluntad de emplear debuena fe la información a nuestro alcance derivan de inclina-ciones personales totalmente independientes del estado de laciencia en ese momento. En épocas precientíficas, el porcen-taje de seres humanos provistos de esas inclinaciones no debíade ser inferior al de hoy. Habría que saber si la existencia deun modelo de conocimiento exacto determina entre nosotrosla aparición de un mayor porcentaje de personas inclinadas apensar de forma racional. Sin arriesgarme a plantear una hi-pótesis sobre ello, señalaré de momento que la mayoría delos asuntos sobre los que la humanidad contemporánea forma

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sus convicciones y toma sus decisiones corresponde al campoconjeturable y no al campo científico del pensamiento. Perono por ello dejamos de gozar de una superioridad considera-ble sobre los hombres que vivieron antes que nosotros, puesen ese mismo campo conjeturable podemos explotar una ri-queza de informaciones que ellos desconocían. Incluso siprescindimos de la ventaja que constituye la ciencia, son ma-yores que nunca nuestras posibilidades de hallar a menudotambién en otras esferas lo que Platón llamaba la «opiniónverdadera», es decir, la conjetura que, sin basarse en una de-mostración obligatoria, resulta ser exacta. Pero ¿aprovecha-mos estas posibilidades tanto como podríamos? De la res-puesta a esta pregunta depende la supervivencia de nuestracivilización.

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2¿EN QUÉ CONSISTE

NUESTRA CIVILIZACIÓN?

Puede parecer trivial hablar de «nuestra civilización», ya quela humanidad no debe considerarse como una sola y mismacivilización, ni en lo que atañe a las instituciones políticas, nia la riqueza y el nivel técnico, ni a las leyes civiles y penales,ni a las costumbres; no digamos ya a las creencias, mentali-dades, religiones, morales, artes. Es más, la tendencia a rei-vindicar la diversidad, la particularidad y la «identidad» cul-tural, como se suele decir hoy, ha prevalecido desde mediadosdel siglo xx sobre la aceptación de criterios universales de ci-vilización, aunque sean vagos. La descolonización ha acen-tuado más aún la impugnación de eso que, simplificando, sellama «modelo occidental», entendido a la vez como recetade desarrollo económico y como supuesta preponderancia deun racionalismo que se remonta, según se dice, al Siglo de lasLuces, y que el mismo Occidente discute. ¿Acaso no se hallegado a suscribir humildemente esta condena del etnocen-trismo, esta relatividad de las culturas, esta proclamación dela equivalencia de todas las morales? Los occidentales son pa-radójicamente casi los únicos en haberlo hecho, ya que losportavoces de las culturas no occidentales, al menos en susproclamaciones más afiladas, parecen haber devuelto la pri-macía a la intolerancia etnocéntrica que había constituido laregla en las comunidades humanas del pasado, condenandocomo necias, impuras, incluso impías, las formas de vida de

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los demás, y sobre todo el «modelo occidental». Tal es el casoen particular del islam, en las manifestaciones más virulentasde su renacimiento moderno; pero no solo del islam.

No parece, pues, el momento apropiado para hablar deuna civilización común cuando la humanidad se lanza de nue-vo deliberadamente hacia la fragmentación, cuando glorificala incomprensión recíproca y voluntaria de las culturas. ¿He-mos estado alguna vez más alejados de un sistema de valoresuniversalmente compartidos? Sin embargo, la contradicciónsolo es flagrante en apariencia. Por diversas que sean, todaslas civilizaciones viven hoy en una perpetua interacción, y elresultado, a la larga, pesará más sobre cada una de ellas quesus particularidades separadoras. Se admite ya como obvia laexistencia de esta interacción en las esferas económica, geo-política y geoestratégica. En cambio, se tiene menos en cuen-ta, al margen de toda la cháchara, hasta qué punto la infor-mación se ha convertido en el instrumento principal, agentepermanente de la omnipresencia del planeta en sí mismo. Nola verdadera información, justo ahí radica el problema, sinoel continuo torrente de mensajes que empieza a inundar lasmentes desde la escuela, pues la enseñanza no es más que unade las ramas de la información. A cada minuto, el hombrecontemporáneo tiene una imagen del mundo y de su sociedaden el mundo. Actúa y reacciona según esa imagen. No cesade transformarla o de confirmarla. Cuanto más falsa es, máspeligrosas son sus acciones y sus reacciones, tanto para élcomo para los demás. Pero ya no puede dejar de tener esaimagen, o no puede tenerla limitada a las únicas realidadesque le rodean. Al menos, ese caso es en la actualidad rarísimoy está en vías de extinción.

La reivindicación de la «identidad cultural» sirve, porotra parte, a las minorías dirigentes del tercer mundo parajustificar la censura de la información y el ejercicio de la dic-tadura. Con el pretexto de proteger la pureza cultural de supueblo, esos dirigentes lo mantienen tanto como les es posi-ble en la ignorancia de lo que ocurre en el mundo y de lo que

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este piensa de ellos. Filtran, o inventan si es preciso, las in-formaciones que les permiten disimular sus fracasos y perpe-tuar sus imposturas. Pero la misma tenacidad que despliegana la hora de interceptar, falsificar e incluso confeccionar to-talmente la información demuestra hasta qué punto son cons-cientes de que dependen de ella; más aún, si cabe, que de laeconomía o del ejército. ¡Cuántos jefes de Estado de nuestraépoca han debido su gloria no a lo que hacían, sino a lo quehacían decir!

La destrucción de la información verdadera y la cons-trucción de la información falsa derivan, pues, de análisis muyracionales y perfectamente conformes al «modelo occidental»supuestamente rechazado. Occidente ha comprendido desdehace tiempo que, en una sociedad que respira gracias a la cir-culación de la información, regular dicha circulación consti-tuye un elemento determinante del poder. En este punto, almenos, los protectores de la identidad cultural no han tenidoningún reparo en seguir las enseñanzas de la «racionalidad»occidental.

En cuanto a la irracionalidad de Occidente, si fuese pre-ciso citar una de sus manifestaciones, bastaría con mencionarnuestras controversias sobre el racionalismo. Después de tresmilenios de adiestramiento en la discusión filosófica, los es-píritus educados en la tradición occidental no han perdidoel vicio de disertar sobre nociones abstractas sin haberlas de-finido, lo cual confirma que una civilización puede estarcompletamente construida sobre métodos de pensamientoque solo son efectivamente practicados por una reducida mi-noría de sus miembros. En particular, los filósofos de nuestrotiempo, tan preocupados por el espíritu elegante como olvi-dadizos de las técnicas rudimentarias de la discusión y de lainvestigación intelectuales que nos enseñaron Platón y Aris-tóteles, no han ayudado mucho a sus contemporáneos a re-flexionar con seriedad. No nos sorprendamos, por lo tanto,de ver tan a menudo cómo los cambios de impresiones sobreconceptos elementales encallan en la más desesperante con-

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fusión. Pero, se objetará, ¿por qué hay que reflexionar conseriedad? Acepto la objeción: no hay obligación alguna, salvoen relación con ciertos objetivos determinados. Construir unavión no deriva de ningún imperativo inherente a la condi-ción humana. Podemos prescindir de ello. Pero si decidimoshacerlo, no construiremos un avión capaz de volar si no ob-servamos las normas del pensamiento racional. Lo cual, a finde cuentas, no implica que la racionalidad gobierne todas lasactividades del ingeniero aeronáutico (afortunadamente paraél): puede pintar, componer música o escucharla, practicaruna religión, sin dejar por ello de diseñar aviones. Esperemosque los mexicanos, cuando se trata de arte, no se conviertanen racionales; pero dudo que se puedan sanear las finanzas deMéxico sin recurrir al cálculo racional. El que un ministro deEconomía cingalés amigo mío consulte a un brujo para con-trarrestar el hechizo que sufre su suegra puede sorprenderme,pero su «identidad cultural» en ese asunto ni me concierne nime molesta, aunque me parezca irracional e ineficaz, inclusocon respecto al problema de la suegra. Ahora bien, cuandoese mismo ministro participa en una conferencia del FondoMonetario Internacional (FMI), se inserta sin escapatoria po-sible en el contexto universal de la racionalidad económica.Entonces, a título profesional, aprueba los axiomas de dicharacionalidad. Rechazarlos supondría salirse del sistema o pro-vocar la parálisis del mismo. En la esfera racional, solo se pue-de actuar racionalmente, pero es obvio que la realidad y lavida conllevan muchas otras esferas.

Esa distinción, además, no implica que todos los hom-bres se comporten indefectiblemente de forma racional in-cluso en los terrenos donde solo la razón puede y debería go-bernar. Si así fuese, la humanidad se habría salvado hace yamucho tiempo. Pero la humanidad no actúa tanto como sedice en razón de sus intereses. Al contrario, en general dapruebas de un desconcertante desinterés, ya que no deja deextraviarse con obstinación en toda clase de empresas abe-rrantes que, por lo demás, paga muy caras. En cuanto a la ra-

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cionalidad, repitamos que numerosas actividades del hombreno la atestiguan en absoluto y que, dentro de aquellas que sílo hacen, persistimos en apartarnos de ella cada vez que es-peramos poder hacerlo impunemente.

Es casi bochornoso tener que insistir en estas perogru-lladas. La cuestión es que el término racionalismo no ha de-jado de cambiar de significado. Por ejemplo, puede designarlos grandes sistemas metafísicos del siglo xvii y querer decir,como en Descartes o Leibniz, que el universo es racional por-que Dios mismo es Razón. Y puede designar en el siglo si-guiente lo contrario, de modo que el «culto a la Razón» ad-quiere una acepción sobre todo antirreligiosa y atea. LaRazón deviene la facultad humana por excelencia, y la «Ilus-tración» se opone a las «supersticiones», a la barbarie, a lasrestricciones «liberticidas» que ninguna ley autoriza. Segúnesta filosofía, la Razón —universal, idéntica en todos loshombres, a condición de no enturbiar su transparencia— esla única competente para explicar la naturaleza, formular laley moral, definir el sistema político, garantizar al mismotiempo los derechos del hombre y la autoridad legítima delos gobernantes. Y a partir de principios del siglo xix (cuando,por otra parte, se acuña y se extiende el vocablo) los adeptosdel racionalismo son sobre todo los enemigos de los dogmasy los fieles de la ciencia.

Incluso si ha perdido muy recientemente su carácter an-tirreligioso, la concepción intelectual y moral del racionalis-mo heredada de la Ilustración permanece presupuesta y sub-yacente a todo el mundo contemporáneo. Cuando un paíssiniestrado necesita medicamentos y víveres, apela a la racio-nalidad occidental y no a su propia identidad cultural. Lo ra-cional sirve de referencia explícita o implícita cada vez quehay una recogida de firmas contra una opresión, una viola-ción de los derechos del hombre, una persecución, un golpede Estado, una dictadura, el racismo, una guerra, una injusti-cia social o económica. Por supuesto, la mayoría de las socie-dades, de los gobiernos, de los partidos, de las camarillas, se

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sirven de ese patrón para juzgar y condenar al prójimo mu-cho más que a ellos mismos. Pero es precisamente este ins-trumento de medida el que aceptan, incluso si ellos mismoshacen trampa en la forma de emplearlo. Y en otro sentidoaun, el término racionalismo, en los siglos xix y xx, se empleapeyorativamente para designar esa actitud cerrada que, amodo de escarnio, es llamada «cientificismo», esa idea fija queconsiste en reducir toda la actividad del espíritu a su compo-nente lógico, ignorando la originalidad y la función del mito,de la poesía, la fe, la ideología, la intuición, la pasión, el cultode lo bello e incluso la sed de lo feo y del mal, el deseo de ser-vidumbre y el amor al error. Pero a partir de la crítica de esavisión estrecha se pasa muy fácilmente a la tesis más o menosconfesada según la cual no existiría, a fin de cuentas, ningunadiferencia entre las conductas racionales y las otras; o, mejordicho, no existirían conductas realmente racionales ni cono-cimientos realmente científicos. Todas las conductas seríanirracionales y todos los conocimientos serían maneras de verde igual valor. Las conductas llamadas racionales no lo seríanmás que en apariencia, y las maneras de ver se derivarían deuna opción siempre pasional e ideológica.

Aunque esta última hipótesis fuese exacta —comence-mos por subrayarlo— no privaría de su carácter racional a uncierto grupo de conductas y de conocimientos, ni lo privaríade su eficacia probablemente superior. Incluso si es un secta-rismo cientificista el que me impulsa a buscar la explicaciónde mi gripe en un virus y uno en un maleficio de un vecinomalintencionado, no cabe duda de que aumentaré mis posi-bilidades de curarla atacando al virus y no al vecino. Aunquehaya millones de personas, hasta en las ciudadelas del racio-nalismo occidental, que creen o se figuran creer en la astro-logía, esos mismos individuos, cuando quieren cubrirse con-tra un eventual peligro, consultan a su agente de seguros antesque a su astrólogo. El más feroz defensor del ocultismo, antesde emprender un viaje, prefiere confiar la revisión de su cochea un mecánico y no a un mago. Del mismo modo, los guías

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intelectuales o políticos de las sociedades donde se exalta la«identidad cultural» antioccidental viven y operan en dos ám-bitos a la vez: un ámbito verbal, en el que cantan a la «iden-tidad cultural», y un ámbito operativo, en el que saben muybien que los tractores y los abonos son mucho más útiles parala agricultura que los discursos.

Muy a menudo, cierto es, el ámbito mágico, y en parti-cular ideológico, prevalece en la práctica sobre la racionali-dad. Pero las nefastas consecuencias de esa preferencia apa-recen de manera inevitable tarde o temprano. Incluso ocurreque los responsables de ese error, o sus sucesores, terminanpor denunciarlo y a veces por corregirlo. Periódicamente seoyen esas palinodias en los países comunistas, y también enmuchas naciones del tercer mundo; por ejemplo, después delas estupideces de la moda del «desarrollo autocentrado». Elaltavoz de la ideología de la identidad cultural o del socialis-mo da paso, cuando es necesario, a otro proporcionado porla racionalidad económica. Un jefe de Estado que conozcobien pronuncia por la mañana una diatriba contra las com-pañías multinacionales, y despliega por la tarde todos sus es-fuerzos y su encanto para incitar al presidente de una de esasmismas compañías a invertir en su país y crear allí una de susfiliales. Pero no veamos aquí una contradicción, sino a losumo un desdoblamiento. A causa de la identidad cultural,ese dirigente debe primero seguir la moda del lirismo tercer-mundista y, después, como hay que vivir, ponerse a trabajary reintegrarse al universo lógico a fin de atraer al capital. Así,sean cuales fueren las cegueras ideológicas y las extravagan-cias de la propaganda, existe por primera vez en nuestros díasun fondo común mundial de informaciones y de racionalidaddonde todos los gobiernos coinciden, al menos con intermi-tencias, y donde incluso los más delirantes hacen de vez encuando una incursión forzada. Todo país vive hoy bajo lainfluencia de ese fondo mundial de informaciones, ya seaaprovechándose de él, ofreciéndole resistencia o tratandode adulterarlo en su provecho, pero sin conseguir jamás

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sustraerse a él, ni escapar al contragolpe de lo que en él sevierte a cada instante.

Así pues, sin sacar una conclusión precipitada, se puedehablar de «nuestra civilización», reflejando con esta expresiónuna relativa unidad, aunque quebrada por miríadas de anta-gonismos y de diferencias. Pensemos que, no hace mucho,los habitantes de ciertos lugares ignoraban incluso la existen-cia de otras partes del mundo, y no tenían ninguna noción pre-cisa, si es que tenían alguna, de lo que ocurría en aquellas par-tes de las que sí habían oído hablar. Comparado con esaparcelación de anteayer en áreas aisladas —y caracterizadaspor la completa ausencia, la escasez extrema o la parsimoniairrisoria de la comunicación—, nuestro mundo es un todo;aunque no sea precisamente uniforme, sus componentes ac-túan cada minuto del día y de la noche los unos sobre losotros, por el canal y por la fuerza de la información. Así pues—y esto se comprende con muy poca frecuencia—, su futurodepende del empleo correcto o incorrecto, honesto o desho-nesto, de la información. ¿Cuál es entonces el destino de di-cha información en esta civilización que vive de ella y porella? He aquí la cuestión capital. ¿Para qué sirve y cómo seemplea, para el bien o para el mal, el éxito o el fracaso, parauno mismo o contra uno mismo, para instruir al prójimo opara engañarlo, entenderse o pelearse, alimentar o matar dehambre, someter o liberar, humillar al hombre o respetarlo?Esta cuestión, claro está, no puede ser planteada y tratadasiempre del mismo modo: hemos de tener en cuenta si habla-mos de los dirigentes o de los pueblos, de las sociedades de-mocráticas o los regímenes totalitarios, de los conocimientosdirectamente relacionados con los problemas políticos y es-tratégicos o los otros, de las sociedades autoritarias tradicio-nales o las dictaduras modernas, de los países que alcanzaronhace tiempo un buen nivel de educación o los que aún se ca-racterizan por una enseñanza insuficiente, los que disponende una gran densidad de diarios y medios de información oaquellos en los que son escasos y pobres de contenido, de los

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países laicos o los países teocráticos, y, entre estos últimos,los intolerantes o los que se abren al pluralismo religioso. Lacuestión, en fin, no se plantea de la misma manera según con-cierna a los intelectuales o a las gentes que no tienen ni tiem-po, ni la pretensión ni la responsabilidad de reunir, compro-bar, interpretar las informaciones y extraer de ellas las ideasque van a influir en la opinión pública. A pesar de estas dife-rencias entre las sociedades contemporáneas, y entre losmiembros de cada una de ellas, destaca una gran novedad: ladificultad para ver claro y actuar juiciosamente no se debehoy a la falta de información. Esta existe en abundancia. Esla tirana del mundo moderno; pero es también la sirvienta.Ciertamente, estamos muy lejos de disponer en cada caso detodo lo que necesitaríamos para comprender y actuar. Peroabundan aún más los casos en que juzgamos y decidimos, to-mamos riesgos y los hacemos correr a los demás, convence-mos al prójimo y le incitamos a decidirse, basándonos en in-formaciones que sabemos que son falsas, o despreciandoinformaciones totalmente ciertas, de las cuales disponemos opodríamos disponer si quisiéramos. Hoy, como antaño, elenemigo del hombre está en su interior. Pero ya no es el mis-mo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira.

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