El Budoka

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…Preparaos para atacar con fuego. No perdonéis la vida a nadie ¡a nadie! ¡Matadlos a todos y quemad su guarida…! Las órdenes del gran señor ODA Nobunaga retumbaron en el corazón de sus generales. AKECHI Mitsuhide se estre- meció y sintió que le flaqueaban las piernas mientras que el primer general TOYOTOMI Hideyoshi permaneció impasi- ble, aunque realmente no aprobaba el plan de Nobunaga. Entre los jefes militares se levantó una voz. Aún a riesgo de perder su vida, el guerrero protestó… - Señor, durante los últimos mil años ni siquiera el Emperador se atrevió a cuestionar ni a amenazar los privile- gios de los monjes budistas del Monte Hiei. El sentido común… - ¡Ie! ¡No! ¡Sentido común! –tronó Nobunaga levantándose del taburete de campaña y agitando con violencia su saihai (bastón de mando)–. Hemos confiado en el “sentido común” durante mil largos años y esto es lo que hemos conseguido. ¡Ya es suficiente! Partid ahora mismo y arrasad el Monte Hiei. ¿Wakarimasu ka? ¿Comprendéis? Furiosos y en silencio, los generales se alejaron para tomar el mando de los 30.000 bushi (guerreros) apostados a los pies de la montaña. El asedio al Monte Hiei duraba ya un mes. Unos días antes, los guerreros de Oda habían destrui- do la ciudad de Sakamoto, reduciéndola a cenizas y ahu- yentando a los habitantes supervivientes, quienes se refu- giaron en el monte. A primera hora de la mañana, el bushi se llevó la trompeta de caracola a los labios, aspiró profundamente e hinchó sus pulmones con aire fresco, y soplando con fuerza hizo sonar el instrumento. Las notas llenaron el espacio e hicieron lle- gar el mensaje a todos los hombres… ¡Atacar! A mediados del primer milenio de la era cristiana, el Budismo llegó al Japón importado de China, estableciéndo- se principalmente en Nara alrededor del templo Todai-ji. La nueva religión complementó las creencias religiosas nati- vas, el Shinto, el camino de los kami, dioses o deidades, aceptándolos como manifestaciones de Buda. La familia imperial, cuyos miembros eran a su vez considera- dos kami, estuvo desde el principio profundamente implicada en la expansión del Budismo, y cuando en 710 d.C. Nara se convirtió en la pri- mera capital del Imperio, los gran- des templos budistas Todai-ji y Kofuku-ji empezaron a tener una considerable influencia política. Por Miguel Labodía Ilustraciones de David Labodía 29 septiembre 1571 Monte Hiei Cerca de Kyoto CIPANGO (actual Japón) Panorámica del Monte Hiei. Yokawa Chudo, localizado los más remoto del Monte Hiei. El Budoka 45

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El último Shoei

Transcript of El Budoka

…Preparaos para atacar con fuego. No perdonéis la vida a

nadie ¡a nadie! ¡Matadlos a todos y quemad su guarida…!

Las órdenes del gran señor ODA Nobunaga retumbaron en

el corazón de sus generales. AKECHI Mitsuhide se estre-

meció y sintió que le flaqueaban las piernas mientras que el

primer general TOYOTOMI Hideyoshi permaneció impasi-

ble, aunque realmente no aprobaba el plan de Nobunaga.

Entre los jefes militares se levantó una voz. Aún a riesgo de

perder su vida, el guerrero protestó…

- Señor, durante los últimos mil años ni siquiera el

Emperador se atrevió a cuestionar ni a amenazar los privile-

gios de los monjes budistas del Monte Hiei. El sentido

común…

- ¡Ie! ¡No! ¡Sentido común! –tronó Nobunaga levantándose

del taburete de campaña y agitando con violencia su saihai

(bastón de mando)–. Hemos confiado en el “sentido común”

durante mil largos años y esto es lo que hemos conseguido.

¡Ya es suficiente! Partid ahora mismo y arrasad el Monte

Hiei. ¿Wakarimasu ka? ¿Comprendéis?

Furiosos y en silencio, los generales se alejaron para tomar

el mando de los 30.000 bushi (guerreros) apostados a los

pies de la montaña. El asedio al Monte Hiei duraba ya un

mes. Unos días antes, los guerreros de Oda habían destrui-

do la ciudad de Sakamoto, reduciéndola a cenizas y ahu-

yentando a los habitantes supervivientes, quienes se refu-

giaron en el monte.

A primera hora de la mañana, el bushi se llevó la trompeta

de caracola a los labios, aspiró profundamente e hinchó sus

pulmones con aire fresco, y soplando con fuerza hizo sonar

el instrumento. Las notas llenaron el espacio e hicieron lle-

gar el mensaje a todos los hombres… ¡Atacar!

A mediados del primer milenio de la era cristiana, el

Budismo llegó al Japón importado de China, estableciéndo-

se principalmente en Nara alrededor del templo Todai-ji.

La nueva religión complementó las creencias religiosas nati-

vas, el Shinto, el camino de los kami, dioses o deidades,

aceptándolos como manifestaciones

de Buda. La familia imperial, cuyos

miembros eran a su vez considera-

dos kami, estuvo desde el principio

profundamente implicada en la

expansión del Budismo, y cuando en

710 d.C. Nara se convirtió en la pri-

mera capital del Imperio, los gran-

des templos budistas Todai-ji y

Kofuku-ji empezaron a tener una

considerable influencia política.

Por Miguel LabodíaIlustraciones de David Labodía

29 septiembre 1571Monte Hiei

Cerca de Kyoto CIPANGO (actual Japón)

Panorámica del Monte Hiei. Yokawa Chudo, localizado losmás remoto del Monte Hiei.

El Budoka 45

El Budoka 47El Budoka 47

En el año 788, Saicho, un monje japonés, funda Enryaku-

ji, el primer templo budista en el Monte Hiei, cerca de

Kyoto y junto a un santuario Shinto dedicado al kami Sanno

“el rey de la montaña”. Seis años más tarde, en 794, y

huyendo de la presión política de las sectas budistas de

Nara, el emperador Kammu trasladó la capital imperial a

Kyoto.

En 804, durante un viaje a China, Saicho recibió el título de

Daishi (Gran Maestro) de la secta budista china T’ien-t’ai,

la cual había sido importada al Japón con el nombre japonés

Tendai. Saicho se independizaba así de las poderosas sec-

tas de Nara.

El amanecer era frío y

húmedo. Iluminados por

las primeras luces del

alba, los bushi caminaban

por los senderos que subí-

an a la montaña, avanzan-

do apresuradamente entre

pinos rojos, cedros y

cipreses cuyas hojas onde-

aban suavemente agitadas

por la brisa que se deslizaba entre ellos. Los sakura (cere-

zos), empapados por el rocío matinal, aguardaban pacien-

tes la llegada de la primavera para eclosionar en una

espectacular sinfonía de colores.

En seguida los guerreros alcanzaron el torii, la puerta de

la montaña, un portal en forma de arco compuesto por

dos enormes postes de madera de 6 metros de alto y 1

metro de diámetro unidos en su parte alta por dos trave-

saños de sección rectangular y rematados por un peculiar

arco triangular.

Los bushi atravesaron el umbral empuñando con firmeza

arcos, lanzas y sables. La adrenalina abundante recorría sus

venas, despejando sus mentes y provocando una sensación

de vigor en sus cuerpos listos para el combate.

Dos monjes descendían por el sendero con paso tranquilo.

Vestían un kimono interior blanco de algodón cubierto con

otro kimono exterior de color azafrán. Para protegerse del

frío usaban una especie de chaqueta negra semitransparen-

te de tejido recio de cáñamo. Calzaban waraji (sandalias de

paja) bajo los pies cubiertos con tabi (calcetines) y sobre su

cabeza rapada lucían un paño grande blanco, en forma de

cogulla, que sólo dejaba asomar los ojos y la nariz.

Sorprendidos, se detuvieron en seco al ver la columna de

guerreros que se les aproximaba. Antes de que pudieran

exclamar una sola palabra, una lluvia de flechas de bambú

les cayó encima. La mayoría de ellas se incrustaron en su

pecho y ambos se desplomaron en silencio. Sin apenas

detenerse, los guerreros de Nobunaga prosiguieron su

marcha, hundiendo sus waraji en el barro del camino y sin

volver la mirada hacia los dos cadáveres.

Según la tradición feng shui, los demonios sólo pueden ata-

car al emperador desde kimon, el noreste, la “dirección de

la puerta del Diablo” y Monte Hiei ocupaba esa posición res-

pecto a Kyoto. Saicho aprovechó esta circunstancia favora-

ble para que Enryaku-ji fuera declarado chingo kokka no

dojo “templo para la pacificación y protección del estado”.

Enryaku-ji se convirtió en una de las más privilegiadas fun-

daciones del país y recibió el apoyo de la aristocracia y la

corte. Con su retórica impecable y subyugadora, Saicho cap-

taba rápidamente nuevos adeptos, incorporando también

monjes laicos para atender las tareas cotidianas. En el año

805, Saicho decidió inscribir oficialmente Enryaku-ji y su

secta Tendai en el Registro Imperial de Kyoto.

El río se precipitaba por entre las espesas laderas de la monta-

ña con un rumor vivaz y cantarín, saltando sobre las rocas

redondeadas de un lecho flanqueado a intervalos regulares por

figuras talladas del gran Buddha en estado extático de medita-

ción. En medio de uno de los enormes puentes de madera que

lo cruzaban, un monje y una mujer hablaban sosegadamente

entre sí. Los arqueros de la avanzadilla se detuvieron y tensaron

de nuevo sus arcos laminados de madera caduca y reforzados

con bambú, con una encuadernación de ratán que reforzaba las

propiedades de la cola empleada para mantener juntas las lámi-

nas y recubiertos de laca para protegerlos del agua.

La mujer vio cómo el gesto de su acompañante se torcía de

forma inverosímil, y antes de que pudiera comprender por qué

una flecha le atravesaba la garganta sintió tres golpes casi uní-

sonos en su espalda, cayendo al suelo con la columna vertebral

rota y sin oportunidad de poder expresar su dolor.

El grupo de bushi atravesó el puente y se acercó al primer edi-

ficio del complejo donde se alojaba un pequeño santuario. Diez

arqueros traspasaron la entrada silenciosamente para encontrar

dentro cuatro monjes que se preparaban para sus oraciones

matinales. Parecían un poco aturdidos y no percibieron el peli-

gro. Las flechas volaron y los

monjes cayeron al suelo con el

pecho atravesado y aferrando

con angustia la fina asta de

bambú que les arrebataba la

vida.

En el exterior, un sohei aposta-

do en una pequeña elevación

profería gritos de alarma. Una

flecha lo alcanzó en el pecho,

pero un do-maru, una arma-

dura formada por escamas de

cuero lacado unidas mediante

cordones, le protegía el torso.

En tanto que no cesaba en sus

alaridos, empuñó su naginata, la lanza con una larga cuchilla

curva en el extremo, y la orientó en dirección a los bushi. Una

segunda flecha se incrustó en su cara y se desplomó sin vida.

Las voces del sohei provocaron una retahíla de sonoros ecos en

los edificios próximos. Un calor agradable se extendía por la

explanada proveniente del pequeño santuario que ardía en las

llamas del incendio provocado por los bushi de Nobunaga.

En aquellos primeros años del siglo IX había 6 sectas budis-

tas de Nara inscritas en los registros oficiales. Financiadas

por el Tesoro Imperial, estaban exentas del pago de cual-

quier impuesto y dominaban la Oficina Imperial de Asuntos

Monásticos.

Saicho quería gozar de los mismos privilegios y para ello

dedicó el resto de su vida a atender las necesidades de la

nobleza de Kyoto, administrando sus posesiones y bienes.

Enryaku-ji creció rápidamente.

TOYOTOMI Hideyoshi, hijo de campesinos, llegó a una gran

explanada donde se diseminaban multitud de edificios entre

monasterios, templos, santuarios y demás. La alarma había

cundido y varios cientos de sohei se aprestaban a presentar

combate, mientras mujeres y niños desarmados corrían deses-

perados en busca de un lugar seguro donde refugiarse.

Hideyoshi ordenó a sus hombres que se desplegaran y atacaran.

Un grupo de bushi entró en el edificio más cercano, una peque-

ña cuadra de la que volvieron a salir a los pocos minutos con los

waraji y los sables manchados con sangre de caballo y envuel-

tos en el humo negro de las llamas que ya devoraban las pare-

des de madera.

Una densa lluvia de flechas surcaba el espacio de la explanada y

algunos bushi ensartados se desplomaron entre gritos de dolor.

Con la katana en la mano, los guerreros se enzarzaron en un com-

bate cuerpo a cuerpo contra las primeras naginatas. La lucha era

muy desequilibrada, ya que los sohei reunidos eran muy escasos

comparados con la avalancha de bushi que les arrollaba.

Profiriendo fuertes alaridos, dos bushi cruzaban su katana con una

naginata manteniéndola a distancia mientras otros dos bushi lle-

garon por los lados al cuerpo del sohei, clavándole sendos sables

en los costados. Uno de ellos remató al monje; los otros tres se

abalanzaron sobre el siguiente enemigo.

Una vez ganada la explanada, los hombres de Hideyoshi pene-

traron en los edificios que la lindaban, prendiendo fuego a las

telas del interior. Una gran nube de humo oscuro y asfixiante

ascendió hacia el cielo acariciando las nubes viajeras y marcan-

do un hito en el cielo y en la historia del país.

El Emperador, que no tenía control directo sobre los templos,

sí tenía dos formas de ejercer influencia sobre los monjes.

La primera, el nombramiento del zasu, el gran abad director

del templo. La segunda, a través de monjes pertenecientes

a familias cortesanas que alcanzaban puestos de relieve en

los templos, incluido el de zasu.

La mayoría de las disputas entre templos y de las manifes-

taciones de protesta que tenían lugar en las calles de Kyoto

se debían a nombramientos que contrariaban a las distintas

facciones. Estas disputas empezaron a dirimirse con ayuda

de las armas a mediados del siglo X.

Cuando en 970 Ryogen, el gran abad de Enryaku-ji, decidió

mantener un grupo permanente de luchadores, la época de

los sohei, los monjes guerreros, comenzaba para durar 600

largos años.

AKECHI Mitsuhide subía por un camino de la parte poste-

rior del Monte Hiei. Desde él podía contemplar las tranquilas

aguas del gran Lago Biwa, un inmenso humedal de 670Km2

en el que habitan más de 1.000 especies de seres vivos.

Descendiente de un clan samurai, estaba al servicio de

Nobunaga desde hacía sólo cuatro años, cuando éste con-

quistó la provincia Mino en la que Mitsuhide había nacido.

Gran militar, era uno de los pocos hombres de confianza de

Nobunaga, aunque en el fondo, éste no llegara nunca a fiar-

se completamente de

nadie.

Llegó a un lugar donde

se levantaba un gran

pabellón, un edificio de

tres plantas de superfi-

cie decreciente a modo

de pirámide y construi-

do sobre un solar de 30

pasos de largo por 18

pasos de ancho. Sobre

una base de tierra y

piedra, el pabellón se

apoyaba en una plata-

forma formada por

46 El Budoka

Mujer guerrera: Esta ilustración representa a una mujer guerrera del período Kamakura, combatientesmuy famosas por amazonas como Tomoye y Hangaku. El arma de estas temibles guerreras era siempre

la naginata. En la escena, una vez ha puesto a su adversario fuera de combate, permanece alerta enespera de un nuevo ataque.

El Budoka 4948 El Budoka

gruesos tablones de madera. Fuertes postes y vigas, tam-

bién de madera, soportaban las dos plantas superiores,

cerradas con paredes de tablas y puertas correderas.

Hermosas balconadas formaban el perímetro de cada plan-

ta, cubiertas por tejados de piezas negras con vertiente a

todas las caras. Enfrente del pabellón, una linterna de pie-

dra remataba un poste del mismo material y en cuyo inte-

rior alojaba una lámpara de aceite que iluminaba por la

noche los peldaños de la entrada.

Numerosos grupos de hombres y mujeres empezaron a gri-

tar y a correr despavoridos ante la visión de los bushi. Sin

darles tiempo a reaccionar, los arqueros asaetearon el lugar

y aquéllos que no lograron escabullirse a tiempo cayeron al

suelo heridos. Los guerreros echaron a correr hacia la puer-

ta del pabellón y algunos se detuvieron momentáneamente

para asestar el golpe de gracia a los caídos.

En el porche de la planta baja, dos sohei armados con sen-

das naginata se enfrentaron a la horda que les venía enci-

ma. Un guerrero se aproximó al primero de ellos y levantó

su katana amagando un corte vertical. En el último instan-

te, retuvo el golpe, echó un paso atrás para mantener la dis-

tancia e interpuso el sable para bloquear el golpe lateral de

naginata con el que contraatacó el monje. Las hojas emitie-

ron el tintineo de los aceros bien templados al chocar.

Sorprendido por la reacción del guerrero, el monje no llegó

a percibir a un segundo guerrero que, entrando desde la

espalda del primer bushi penetró en su guardia, e impidien-

do cualquier maniobra efectiva de la naginata, lanzó un

golpe recto punzante con el sable que penetró en su gar-

ganta desprotegida, seccionándole tráquea y arteria aorta.

Mudo y ahogado por su propia sangre, el sohei perdió la

visión y sintió que por fin iba a reunirse con Buddha en el

paraíso prometido.

Una hora más tarde, el pabellón y todos los edificios próxi-

mos ardían con fuerza. En su interior, sobre las plataformas

de madera pulidas por innumerables pisadas de pies descal-

zos, yacían muertos decenas de monjes que habían sucum-

bido a los sables.

Mitsuhide contemplaba las llamas cuyos rayos le calentaban

el rostro de una forma agradable y se volvió para contrastar

la vista con la de las mansas aguas del gran lago. Inmerso

en el combate, su mente no dejaba de reflexionar.

Bruscamente, y dando un salto, vociferó a sus hombres que

se agruparan y se dirigieran hacia el sendero que les había

de llevar monte arriba, en busca de más enemigos.

En el siglo IX (periodo Heian), la secta Tendai se escindió en dos

facciones principales. La Rama del Templo tenía su centro en el

mismo Enryaku-ji, mientras que la segunda, la Rama de la

Montaña, tenía su sede en Miidera, el “templo de los tres pozos”,

en las estribaciones del Monte Hiei y cerca de las costas del gran

Lago Biwa, apenas a 20Km de Kyoto.

En 1039, FUJIWARA Yorimichi nombró zasu de Enryaku-ji a un

monje de Miidera. En señal de protesta, tres mil monjes furiosos

de Enryaku-ji descendieron de Monte Hiei, entraron en Kyoto,

abrieron a golpes la puerta de su residencia y, tras una lucha cruen-

ta con los samurai, le convencieron para que el nombramiento del

nuevo zasu recayera en un miembro de su rama. Durante el s XII,

hasta siete intentos de designar un abad de Miidera fracasaron

debido a la intimidación de los monjes de Enryaku-ji.

Otra fuente de conflicto, la ordenación de monjes, provocaba

frecuentes enfrentamientos entre ambas ramas. Las sectas de

Nara intercedieron, aliándose con los monjes de Miidera, a los

que ofrecían la posibilidad de recibir el nombramiento en Nara,

recordando a todo el mundo que Saicho, el fundador de

Enryaku-ji, se había ordenado monje allí. Este comentario verí-

dico los enfureció y, en respuesta, los sohei bajaron a Miidera y

lo quemaron completamente por cuarta vez en el último siglo.

A mediodía continuaban los combates encarnizados. El ataque

inicial había provocado muchas bajas entre los monjes. Los

sohei, ferozmente entrenados para estos lances, se batían sin

miedo, pero los bushi eran profesionales de la guerra y actua-

ban con dureza y determinación.

La continua lluvia de flechas diezmaba rápidamente los grupos

de resistencia y el fuego inmisericorde desalojaba y destruía

todos los refugios. Los hombres de Nobunaga no dejaban nada

en pie. El monte era un clamor, mezcla de gritos de guerra y de

dolor, sangre y sudor, fuego y humo, golpes y tajos, miembros

amputados y cabezas cortadas.

“Hay tres cosas fuera de mi control: los rápidos del río

Kamo, la suerte de los dados y los monjes de la montaña”

Emperador Go Shirakawa-In

Siglo XII

El siglo XII contempló el ascenso de los clanes guerreros en

detrimento del poder imperial. La terrible Guerra Civil Gempai

enfrentó a los clanes Taira y Minamoto. Ambos bandos solici-

taron colaboración a los experimentados sohei, quienes partici-

paron en combates como la famosa batalla del Rio Uji. El clan

Taira arrasó completamente los templos de Miidera y, sobre

todo, los templos de Nara.

La destrucción de Nara calmó los ánimos de los monjes de

Monte Hiei, pero aunque su participación en la guerra práctica-

mente terminó ahí, y durante un tiempo fueron muy prudentes

en los asuntos políticos, la historia de los sohei distaba mucho

de haber concluido.

El clan Minamoto, vencedor final en la guerra, sometió y obtuvo

del emperador el título de Shogun, general que recibe la comi-

sión transitoria de gobernar el Imperio en su nombre. Trasladó

el centro de poder a la ciudad de Kamakura y relegó al empera-

dor a una figura simbólica sin poder político real.

Aunque los monjes de Monte Hiei habían perdido gran parte de

su influencia, en el año 1280 controlaban el 80% de las destile-

rías de sake, licor de arroz, y de los prestamistas de dinero, que

curiosamente trabajaban en las mismas instalaciones. Además

gestionaban el cobro de peajes en muchos pasos y caminos. Los

monjes disponían así de una importante fuente de ingresos, cus-

todiaban bienes y propiedades y se encargaban de cobrar las

deudas a los morosos reacios.

ODA Nobunaga seguía con atención el desarrollo del combate.

Acostumbraba a estar en el centro de la acción, pues tenía la

facultad de conocer el lugar donde se decidiría la lucha.

Acompañaba a sus hombres e inspeccionaba los lugares por los

que pasaban. Según le llegaban noticias de los mensajeros

impartía nuevas instrucciones.

Era ya primera hora de la tarde y aún no habían alcanzado

Kompon Chudo, el recinto principal situado en el corazón de

Enryaku-ji, construido por el mismo Saicho para alojar una ima-

gen de Yakushi Nyorai, el Buddha sanador. No hay que ser

impaciente –pensaba Nobunaga– todo llegará a su debido tiem-

po. Mientras, los muertos se contaban por miles y el mensaje que

Nobunaga quería enviar a los templos budistas del país se estaba

escribiendo renglón a renglón con sangre derramada y fuego.

En el siglo XIV, la secta budista Zen pasó a ser la de mayor

influencia en el país, mientras que los templos de la secta Tendai

de Monte Hiei se convirtieron, a los ojos de todo el mundo, un

refugio de criminales. Aunque se emitían ordenes oficiales de

extradición de estos villanos, las fuerzas del orden del gobierno

Kamakura no se atrevían a ascender por las laderas del monte

sin permiso de los monjes.

“Los monjes Tendai son monos y sapos”

Abad del templo zen Nanzen-ji

1368

Hideyoshi encontró resistencia en un pequeño complejo de

quince edificios. Situado entre grandes robles y pinos, los mon-

jes se resguardaron en el interior, disparando flechas por los

huecos dejados por los shoji (puertas correderas) abiertos, y

protegidos detrás de los gruesos postes que soportaban los por-

ches de las plantas bajas.

El general dividió a su grupo y envió una sección a la parte pos-

terior de los edificios. Mientras la sección principal acosaba a los

monjes con descargas de flechas incesantes, la sección escindi-

da penetró en el interior de los edificios saltando por los huecos

de la parte de atrás. Cuando los fuertes gritos y ruido de pelea

llegaron a los oídos del general, los arqueros cesaron en los dis-

paros y los restantes bushi corrieron hacía las puertas delante-

ras empuñando sables y lanzas.

El combate se libró alrededor de cada poste, a través de cada

shoji, junto a cada pared. Las mujeres y los niños se vieron obli-

gados a luchar desesperadamente, mas no pudieron hacer nada

contra los fornidos brazos de los bushi. Multitud de cabezas

rodaron por el suelo, muchas manos sujetaban desesperada-

mente los abdómenes desgarrados por los que se escurrían los

intestinos, charcos de sangre se extendían por las tarimas. Las

naginata causaban daños terribles; uno de cuyos golpes favori-

tos era un tajo ascendente entre los muslos, que provocaba cor-

tes en la femoral, herida que no dejaba lugar a la esperanza de

sobrevivir. Sin embargo, las distancias cortas le restaban efecti-

vidad y los bushi sabían como contrarrestarlas.

Más de mil fueron los muertos que finalmente yacían en los sue-

los del complejo cuando los hombres de Hideyoshi se reagrupa-

ron para continuar la marcha.

La Guerra Onin, en 1467, marcó el principio de la Era de los

Estados en Guerra, que iba a durar más de cien años y que se

conoce como Periodo Sengoku. El shogun había trasladado la

capital de vuelta a Kyoto, y fue aquí donde comenzó un conflic-

to que se extendería a todas las provincias. La pérdida de

influencia del shogun permitió el alzamiento de señores locales,

conocidos como daimyo (gran nombre), quienes convertían sus

provincias en pequeños reinos que luchaban entre sí por el

poder y la conquista de nuevas tierras.

En medio del caos, una secta budista reciente, Shin-shu, reclu-

taba adeptos entre los campesinos. Su doctrina prometía el

Paraíso sólo con pertenecer a la secta y declamar de vez en

cuando nembutsu, el nombre de Buda. No era necesario orde-

narse monje, ni mantener celibato ni sufrir restricción especial

alguna. Por primera vez, una secta budista no formaba monjes

eruditos, sino fundamentalistas fanáticos.

A media tarde los combates parecieron equilibrarse. Los

sohei vestían sus armaduras y se agrupaban por docenas.

Aunque muchos edificios estaban en llamas, se resguarda-

ban en su interior y vendían muy cara su vida, por la cual

50 El Budoka El Budoka 51

tampoco sentían excesivo aprecio. Así transcurría la jornada.

“Concentremos nuestra atención en la Luna de la Perfecta

Iluminación, y sumerjamos nuestro corazón en las aguas que

fluyen por la ladera de Shimei. Agua hirviendo y fuego de car-

bón no son peor que la brisa fresca”.

Sin embargo, la ventaja numérica de los bushi fue determinan-

te. Templo a templo, Enryaku-ji cedía al empuje de ODA.

Algunos residentes del monte lograron huir entre los árboles,

corriendo a través de los bosques, lejos de los senderos y vere-

das. Mantuvieron el sable, pero se desprendieron de la nagina-

ta, incómoda para correr. Al ver a lo lejos el perfil imperial de

Kyoto curvaron su recorrido y trataron de alcanzar las pacíficas

aguas del Lago Biwa, promesa de una transitoria salvación terre-

nal. La tarde languidecía y la noche incipiente, final de un día

cada vez más corto conforme llegaba el invierno, ofrecía un atis-

bo de protección. La oscuridad sería el refugio que, ese día, no

habían encontrado en la doctrina del Iluminado.

“Sus afiladas espadas podían cortar a través de un hom-

bre con armadura con la misma facilidad con la que un

carnicero trinchaba un tierno filete”

Misionero jesuita Padre Gaspar VILELA

Siglo XVI

En un día normal en el templo, cada monje debía fabricar 7 fle-

chas y practicar de forma competitiva con el arco y el arcabuz

una vez por semana. Sus cascos, armaduras y lanzas eran de

una resistencia sorprendente.

La práctica de combate entre monjes era feroz y la muerte de

algunos de ellos durante estas prácticas eran asumidas sin nin-

guna emoción. Carentes de miedo durante la batalla, fuera de

ella disfrutaban de la vida sin ninguna restricción, con plena

indulgencia con el sake, las mujeres y las fiestas.

Políticos corruptos y criminales, desertores de los ejércitos beli-

gerantes, gobernantes incompetentes, esposas viudas de aris-

tócratas, militares derrotados sin valor para acabar con su vida

deshonrada, todos rapaban su cabeza, ingresaban en algún

monasterio y volvían su mirada hacia Buda.

Nobunaga, Hideyoshi, Mitsuhide y el resto de generales y jefes

llegaron finalmente a Kompon Chudo. Era noche cerrada, aun-

que la luz de los incendios iluminaba la montaña como si fuera

de día. Todos los edificios ardían y se desplomaban irremisible-

mente. Ningún sohei quedó con vida. Monte Hiei fue completa-

mente destruido.

Los bushi estaban cansados, sudorosos y empapados en sangre.

Las heridas empezaban a doler y el calor era asfixiante.

Recogieron a sus heridos y se agruparon para deshacer el cami-

no recorrido. Antes de poder tumbarse a dormir tenían que bajar

a su campamento instalado cerca de Kyoto, trasladar a los com-

pañeros a los hospitales de campaña, desprenderse de las

armas, que previamente habrán limpiado con esmero, y de la

armadura, comer algo de arroz, vegetales y algas y brindar con

tres tazas de sake por la prórroga de su vida.

Al día siguiente, Nobunaga envío patrullas a recorrer las lade-

ras con la orden de exterminar a los que habían huido el día

anterior y se refugiaban en los bosques. Estos ofrecieron poca

resistencia. Algunos levantaban los brazos en señal de rendi-

ción; otros blandían sus sables en señal de reto; otros se pos-

traban y rezaban a Buddha. Todos acabaron clavados al suelo

atravesados por los sables o ensartados por las certeras fle-

chas de los arqueros.

Una segunda secta fundamentalista, Nichiren-shu, creada por

el monje Nichiren, había erigido 21 templos budistas en Kyoto.

Los monjes de Monte Hiei, celosos por la pérdida de su influen-

cia política y religiosa, descendieron una vez más de la monta-

ña, desfilaron por las calles de Kyoto portando el mikoshi, san-

tuario portátil shinto que representaba a Sanno, el kami de la

montaña, y atacaron los 21 templos de Nichiren, reduciéndolos

a cenizas.

Envalentonados por su renovada demostración de fuerza, los

monjes del Monte Hiei vislumbraron la posibilidad de recuperar

su poder, por lo que volvieron su mirada hacia los daimyo próxi-

mos, Asai y Asakura. Junto a ellos controlaban las comunicacio-

nes que pasaban cerca del lago Biwa, al norte de Kyoto.

NOBUNAGA Oda, que gracias a su destreza militar estaba reu-

nificando todo el país poniéndolo bajo su mando, advirtió a los

sohei del Monte Hiei que no se inmiscuyeran en su guerra con

los daimyo Asai y Asakura, pero aquéllos, intransigentes y en

estado de euforia, no escucharon la advertencia y despreciaron

el poder de Oda…

“¡No puedo soportar esto! Los monjes serefugian tras privilegios que obtuvieron

sus antepasados, pero que no hacen

nada por merecer.Mi enemigo no es el Monte, no es el Budismo, no es Buda. Son los privilegios que

esta gente toma gratuitamente y la forma en que exigen.Si no lo hago yo, no lo hará nunca nadie, y de generación en generación seremos

asesinados por estos akuso (monjes malditos).…Preparaos para atacar con fuego. No perdonéis la vida a nadie ¡a nadie! ¡Matadlos a

todos y quemad su guarida…!

Así, quizás el fuego purifique de nuevo la religión”

ODA Nobunaga

Epílogo

- ODA Nobunaga no logró unificar totalmente el país.

Ningún ODA antes, ni ninguno después, logró siquiera

emular la portentosa hazaña del considerado señor más

cruel, que naciendo en un clan samurai humilde con

unas posesiones escasas, conquistó casi todo el territo-

rio en disputa. Traicionado por uno de sus generales,

quedó atrapado en una emboscada y cometió seppuku,

y rasgando su vientre con una daga (hara-kiri) se quitó

honorablemente la vida con su propia mano en 1582.

- AKECHI Mitsuhide nunca perdonó a Nobunaga la

destrucción de Monte Hiei. Traicionó a su señor, le ten-

dió una emboscada y le indujo a cometer seppuku. Una

vez conocida la noticia de la traición, los aliados de

Nobunaga fueron en su captura para castigarlo.

Sobrevivió trece días antes de morir en un campo de

batalla.

- TOYOTOMI Hideyoshi, al conocer la muerte de su

señor, persiguió al traidor, le dio alcance y capturó su

cabeza en la batalla de Yamazaki. Este castigo le valió la

posibilidad de continuar al mando y terminar la obra de

Nobunaga. Gobernó un país prácticamente unificado con

el título de Taiko, pues su origen humilde le impedía

recibir del Emperador el gran título de Shogun.

- Monte Hiei fue poco a poco reconstruido, aunque

jamás volvió a contar con tantos edificios ni con tanta

influencia. El último sohei murió ese día en el que más

de 20.000 personas perdieron la vida.

“De este modo Dios castigó a estos enemigos de Su Gloria

en el Día de San Miguel del año 1571”

Padre Louis FROIS

Misionero jesuita