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  • EL BOSQUE INFINITO

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  • ANNIE PROULXEL BOSQUE INFINITO

    Traduccin de Carlos Milla Soler

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  • Ttulo original: Barkskins

    1. edicin: octubre de 2016

    2016 by Dead Line, Ltd.

    de la traduccin: Carlos Milla Soler, 2016Diseo de la coleccin: Guillemot-NavaresReservados todos los derechos de esta edicin paraTusquets Editores, S.A. - Av. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelonawww.tusquetseditores.comISBN: 978-84-9066-337-0Depsito legal: B. 18.083-2016Fotocomposicin: David PabloImpresin: Cayfosa (Impresia Ibrica)Impreso en Espaa

    Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproduccin, distribucin, co-municacin pblica o transformacin total o parcial de esta obra sin el permiso es-crito de los titulares de los derechos de explotacin.

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  • En memoria de mi profesora de instituto Elizabeth Ring,historiadora, erudita y educadora de Maine,

    quien despert en m un perdurable inters por el cambio histricoy las perspectivas dispares y variables del pasado y el presente.

    En memoria de mi hermana Joyce Proulx Kostyn, de mi cuado John Roberts,

    del escritor Ivan Doigy del bilogo de la naturaleza Ronald Lockwood.

    Y para los hombres del bosque de toda ndole:leadores, ecologistas, aserradores, escultores, grandes expertos,

    hacendados, estudiantes, cientficos, comedores de hojas, fotgrafos, practicantes del shinrin-yoku, intrpretes de imgenes satelitales

    de la Tierra, climatlogos, carpinteros, excursionistas, guardas forestales, contadores de anillos y el resto de nosotros.

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  • Por qu no van a ser las cosas absurdas, va-nas y transitorias en su mayor parte? Son as, y nosotros tambin, y ellas y nosotros funcio-namos bastante bien juntos.

    George Santayana

    En la antigedad, cada rbol, cada vertiente, cada arroyo, cada montaa tena su propio genius loci, su espritu guardin. Estos espritus eran accesibles a los hombres, pero eran muy diferentes de los hombres; centauros, faunos y sirenas muestran su ambivalencia. Antes de que alguien cortara un rbol, explotara una mina o daara un riachuelo, era importante aplacar al espritu a cargo de aquella situacin particular y haba que mantenerlo aplacado. Destruyendo el animismo pagano, el cristia-nismo hizo posible la explotacin de la natu-raleza con total indiferencia hacia los senti-mientos de los objetos naturales.

    Lynn White Jr.

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  • Ifort, hache, famille

    (1693-1716)

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    1Trpagny

    En el crepsculo dejaron atrs las condenadas poblaciones de Tadoussac, Kbec y Trois-Rivires, y casi al alba echaron amarras en un remoto asentamiento en la margen del ro. Ren Sel, hombre de cabello hirsuto, ojos rasgados, yeux brids en tiempos lejanos los invasores hunos se desfogaron con sus an-tepasados, oy a alguien decir Wobik. Los mosquitos les cubran las manos y el cuello como pelaje. Un hombre de cejas amarillas les seal una casa oscurecida por la lluvia. El barro, la lluvia, las picaduras de insectos y el aroma de los sauces determinaron su primera impresin de Nueva Francia. La se-gunda impresin fue que alrededor se extenda un bosque in-menso y oscuro, una naturaleza hostil.

    Los recin llegados, de pie bajo la lluvia a la espera de que los llamaran para plasmar sus marcas en un enorme libro de registro, vieron a los granjeros apiados al abrigo de una pcea. Los granjeros los miraban e intercambiaban comentarios.

    Ren, cuando le lleg el turno, no firm con una simple X sino que traz una R afeada por un borrn de tinta cada de la pluma, letra que, segn le haba enseado en su infancia un viejo sacerdote, era la primera de Ren, su nombre. Pero el sacerdote haba muerto de inanicin por las escaseces del in-vierno antes de poder darle a conocer las letras siguientes.

    El de las cejas amarillas se qued mirando la R.Todo un letrado, eh? coment. A voz en cuello lla-

    m: Monsieur Claude Trpagny!Y el nuevo amo de Ren, un hombre musculoso y desmaa-

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    do, le indic que se acercase. Empuaba un robusto bastn, casi un garrote. Las gotas de lluvia se prendan en la lana de su gorro. Las pobladas cejas no ocultaban el brillo de sus ojos, en los que el blanco era tan blanco y resplandeca de tal modo que induca a pensar falsamente en una personalidad vivaz.

    Debemos esperar un poco dijo a Ren.El cielo hmedo pareca desplomarse sobre ellos. Espera-

    ron. Poco despus el de las cejas amarillas, el funcionario a quien su nuevo amo llamaba monsieur Bouchard, volvi a gri-tar: Monsieur Trpagny!, quien en esta ocasin recogi a un conocido de Ren Sel: Charles Duquet, un engag esmirriado que tambin viajaba en el barco, un alfeique originario de las barriadas parisinas que, durante la travesa, se doblaba de vez en cuando en un rincn como una vara quebrada. Monsieur Trpagny haba tomado, pues, a dos sirvientes. Quiz fuera rico, pero llevaba una empapada capa de droguet hecha jirones.

    Monsieur Trpagny se encamin con paso firme por el sendero embarrado hacia una lnea de bruma negra. Ms que andar, se impulsaba hacia delante valindose de unas piernas claramente dispares, una gil, la otra rgida. Dijo: Allons-y. Se adentraron en aquella lbrega regin, un denso bosque de frondosas con pinares aqu y all. Ren no os preguntar qu tareas se le asignaran. Despus de pasar aos dedicado al viril trabajo de la tala de rboles en el macizo del Morvan, no de-seaba entrar en el servicio domstico.

    Al cabo de unas horas, el mantillo de hojas embebido de agua dio paso a la pinaza. Un intenso aroma impregnaba el aire. Las acculas cadas amortiguaban sus pisadas; las ramas entrelazadas absorban sus jadeos. Crecan all rboles desco-munales, de un tamao no visto en la madre patria desde haca siglos, conferas ms altas que catedrales, pceas y tsugas que traspasaban las nubes. Colosales rboles caducifolios se alzaban muy espaciados entre s, pero en las copas las ramas colmadas de hojas se fundan en un falso cielo, oscuro y brutal. Achille, su hermano mayor, se habra quedado boquiabierto ante los rboles de Nueva Francia. Ya avanzado el da, pasaron

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    junto a una ladera cubierta de rboles de lustroso tronco blan-co. sos, explic monsieur Trpagny, eran bouleaux blancs, y los sauvages construan casas y embarcaciones con su corteza. Ren no se lo crey.

    Ante esos rboles enormes, volvi a acordarse de su herma-no Achille, un flotteur que en su corta vida, conduciendo ma-deradas corriente abajo, se haba zambullido una y otra vez en las glidas aguas del Yonne. Fuerte e inmune a la frialdad del ro, haba trabajado hasta que una rama tronchada, puntiaguda y bruida por la continua friccin de su desplazamiento hasta convertirse en lanza, le perfor la vejiga, llevndoselo como si fuera un trozo de carne ensartado en un espetn. Ahora Ren llevaba la ropa interior, el pantaln de lana y la chaquetilla de su hermano. Calzaba los zuecos de Achille, pese a que a fuerza de vivir descalzo tena los pies encallecidos y duros como pe-zuas de vaca, curtidos para resistir el fro francs. En este nue-vo mundo descubrira que el fro era de una magnitud distinta.

    Los engags, aturdidos por el efecto narctico de la espesura del bosque, tropezaban una y otra vez con las amplias races de las pceas. Los asediaban las bbites, minsculos jejenes como agujas al rojo vivo, moscas negras con una picadura indolora que propagaba lentas toxinas, enjambres de mosquitos tan nu-merosos que su penetrante lamento era el sonido del bosque. En un cenagal, monsieur Trpagny les aconsej que se emba-durnaran de barro la piel expuesta, sobre todo detrs de las orejas y en la coronilla. Los insectos penetraban entre el pelo y asaeteaban el cuero cabelludo. Por eso, explic monsieur Tr-pagny, l llevaba gorro en esa aborrecible regin. Ren pens que un yelmo sera mejor opcin. Monsieur Trpagny cont que los sauvages elaboraban un ungento a base de aceite de accu-la de pcea y grasa animal, pero l no tena. Deberan confor-marse con el barro. Avanzando por el umbro bosque, rebasa-ron montculos musgosos y pasaron bajo ramas que pendan como crespones. A causa de la fatiga, los engags tenan calam-bres en las piernas, ya previamente debilitadas despus de la larga travesa transocenica.

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    Es muy extenso este bosque? pregunt Duquet con su voz atiplada y quejumbrosa. Era poco ms corpulento que un nio.

    ste es el bosque del mundo. Es infinito. Se enrosca como una serpiente que se traga su propia cola y no tiene final ni principio. Nadie ha visto jams su lmite ms lejano.

    Monsieur Trpagny se detuvo. Con ayuda del bastn, rom-pi unas ramas de pcea al pie de un rbol. Sac de debajo de la capa un chisquero y encendi una pequea fogata. Acucli-llados alrededor, tendieron las manos amoratadas. Monsieur Trpagny despleg un pao que envolva un trozo de carne de alce y cort un pedazo para cada uno. Famlico, Ren, que esperaba slo pan, hinc el diente en la carne. Los mosquitos grises zumbaban junto a sus odos. Duquet mir por las rendi-jas de sus prpados hinchados e, incapaz de masticar, se con-tent con chupetear la carne. Perciban desprecio tras la gene-rosidad de monsieur Trpagny.

    Continuaron avanzando a travs de un caos de rboles ca-dos, vctimas de un gran vendaval. Monsieur Trpagny no segua ningn camino distinguible, pero miraba a lo alto con frecuen-cia. Ren vio que se orientaba por incisiones hechas en algunos rboles, incisiones a tres metros del suelo. Ms tarde averigua-ra que alguien los haba marcado as en invierno, caminando por encima de la tierra calzado con raquetas, como una suerte de hechicero ingrvido.

    El bosque tena muchas facetas, como un retablo. Su lgu-bre penumbra se atenuaba en los claros. Reclamaban su aten-cin plantas desconocidas y flores raras, fnebres pceas y tsu-gas, resplandecientes y algodonosos renuevos en las puntas de las ramas de los pinos, sauces plateados, el verde menta de los abedules nuevos: un lugar donde incluso la luz del sol era verde. Cuando se aproximaban a un espacio abierto, oyeron un table-teo irregular, como de palos entrechocndose. Proceda de unos huesos grises atados a un rbol que el viento agitaba. Monsieur Trpagny dijo que a menudo los sauvages colgaban los huesos de un animal muerto despus de dar gracias a su espritu. Guia-

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    dos por l, circundaron embalses de castores protegidos por alisales de densidad impenetrable. Les advirti que las veredas angostas eran sendas de alces. Atravesaron zonas pantanosas. Hondonadas rebosantes de agua de lluvia de color t. El esfag-no tembloroso, salpicado de plantas carnvoras, les succionaba los pies a cada paso. Aquellos dos jvenes jams haban imagi-nado una regin tan agreste y hmeda, un bosque tan espeso. Duquet ahog un juramento cuando una rama de aliso le rom-pi la chaqueta. Monsieur Trpagny lo oy y le dijo que nun-ca deba maldecir a un rbol, y menos a un aliso, que posea facultades medicinales. Beban en los torrentes, cruzaban rpi-dos poco profundos que se curvaban como hojas de cimitarra damasquinadas. Hasta cundo durar esto?, mascull Duquet con una mano en la mejilla.

    Llegaron nuevamente a un bosque despejado, donde era ms fcil avanzar entre los rboles. Los sauvages quemaban la maleza, explic su nuevo amo con tono desdeoso. Ya entrada la tarde, monsieur Trpagny exclam: Porc-pic!, y de pronto arroj su bastn. ste gir una vez y alcanz a un puercoespn en pleno hocico. El animal cay como una estrella fugaz, seguido de un rastro de gotas de sangre. Monsieur Trpagny encendi una gran fogata, y cuando las llamas quedaron reducidas a varas moradas, colg sobre las brasas el animal destripado. Las pas chamuscadas apestaban, pero cuando retir el cuerpo del fuego, la carne que haba bajo la costra ennegrecida saba bien. De sus bolsillos sin fondo, monsieur Trpagny sac una bolsa de sal y dio una pizca a cada uno. Envolvi la carne sobrante con un pao grasiento.

    El amo aviv el fuego, se arrebuj en su capa, se tumb al pie de un rbol, cerr aquellos ojos de mirada intensa y se dur-mi. Ren tena las piernas acalambradas. El fro, los silbidos del viento entre los pinos, el zumbido de los mosquitos y el ulular de las lechuzas le impedan conciliar el sueo. Habl en voz baja a Charles Duquet, que no contest, y despus se que-d callado. En plena noche algo lo medio despert.

    La maana empez con una fogata. Pese a que era ya fina-les de la primavera, el fro arreciaba ms que en la fra Francia.

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    La claridad se filtr subrepticiamente en la penumbra. Mon-sieur Trpagny, royendo sobras de carne, dio un puntapi a Duquet y bram: Lev!. Ren se levant para no dar ocasin a monsieur Trpagny de patearlo tambin a l. Ech una mi-rada a la carne que sostena su amo. El hombre arranc un trozo y se lo lanz; arranc otro y se lo lanz a Duquet, como podran echarse restos de comida a un perro. Luego se puso en marcha con su incansable andar a bandazos, orientndose por las incisiones practicadas a gran altura en los rboles. Los nuevos sirvientes vean slo oscuridad por todas partes salvo a sus espaldas, donde la fogata abandonada titilaba tentadora-mente.

    Era un da fro pero seco. Monsieur Trpagny avanzaba bamboleante por un sendero poco marcado, pero al medioda empez a llover otra vez. Sumidos en un estado de estupor consecuencia de la fatiga, llegaron a un cauce rumoroso, un ro negro y sin embargo transparente como pedernal oscuro. En la margen opuesta, vieron un claro donde haba trozas apiladas y el opresivo bosque omnipresente. Se elevaba humo de una chimenea oculta. No vean la casa, sino slo montaas de made-ros y las dependencias exteriores.

    Monsieur Trpagny dio una voz. Una mujer que vesta una tnica de piel de alce decorada con sinuosos dibujos sali de detrs de la pila de madera ms cercana, exclam: Kwe! y se dio media vuelta. Ren Sel y Charles Duquet cruzaron una mi-rada. Una india. Une sauvage!

    Vadearon el glido ro tras los pasos de monsieur Trpagny. Ren resbal en una roca redondeada del lecho y a punto estuvo de caer, acordndose de Achille y de las fras aguas del Yonne. Los peces giraban en torno a ellos, pasaban como ex-halaciones, en tal cantidad que el ro pareca hecho de duro msculo. En la orilla lodosa atravesaron un huerto cercado invadido por las malas hierbas. Monsieur Trpagny empez a cantar: Mari, Mari, dame jolie.... Los engags permanecieron en silencio. Duquet tena los labios tan apretados como si el aire quemara, y los ojos casi cerrados de tan hinchados.

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    Ms all de las pilas de troncos, alcanzaron a ver la casa de monsieur Trpagny. Era la primera vez que tenan ante sus ojos el estilo de construccin de madera pices-sur-pices, el tejado a cuatro aguas, los aleros acampanados habituales en Francia. Pero toda ella era de madera excepto por tres pequeas ventanas provistas de un caro cristal francs. Recortada contra los rboles, vieron la silueta de un wikuom, que, como averiguaron al da siguiente, era la casa de corteza de rbol de la sauvage, a la que se retiraba con sus hijos por la noche.

    Monsieur Trpagny los llev al almacn. Dentro apestaba a patatas podridas, heno de pantano y bosta de vaca. Un extremo se hallaba aislado por medio de un tabique, y detrs se oa la respiracin de un animal. Vieron el hoyo ennegre-cido de una fogata, una forja. Monsieur Trpagny, prendado de su propia voz, sigui cantando, encendi el fuego en el hoyo y los dej all. Fuera, su voz se alej: Ah! Bonjour donc, franc cavalier.... Empez a llover de nuevo. Ren y Duquet se sentaron en aquel espacio a oscuras salvo por la luz de la fogata moribunda. El edificio no tena ventanas, y cuando Duquet abri la puerta para que entrara la luz, los asaltaron de pronto enjambres de atroces jejenes y mosquitos. Se que-daron sentados en la semipenumbra. Duquet habl. Dijo que padeca mal de dents dolor de muelas y que a la mnima ocasin se fugara y regresara a Francia. Ren permaneci callado.

    Al cabo de un rato la puerta se abri. Entraron la sauvage y dos nios, los tres cargados. La mujer dijo: Bien, bien, y en-treg una capa de castor a cada uno. Se seal a s misma y dijo: Mali, porque, como a la mayora de los mikmaq, le costaba pronunciar la erre. Ren dijo su nombre, y ella lo repiti: Len. El nio mayor dej un cuenco de madera con gachas de maz calientes. Luego desaparecieron. Ren y Duquet se comieron la papilla del cuenco con los dedos. Se arrebujaron en las capas y se durmieron.

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    No haba amanecido an cuando monsieur Trpagny abri bruscamente la puerta y, con voz severa y potente, orden: Allons-y!. Al otro lado del tabique se oyeron chorros de leche contra el fondo de un cubo de madera. Les lanz trozos de es-turin ahumado y, tras coger su hacha de hoja de acero que estaba colgada de la pared, les dio sendas hachas romas de man-go corto. La de Ren tena una muesca considerable en el filo. En el goteante amanecer, Trpagny los gui hasta un pequeo claro ms all de un maizal. Traz un arco con el brazo y, con tono irnico, describi ese reducido espacio como su gran cla-ro le grand dfrichement; a continuacin empez a talar un rbol con diestros hachazos y les orden que lo imitaran. Anunci que ese da cortaran los troncos para construir su alojamiento, una ampliacin de su propia domus, a fin de que dejaran libre el almacn lo antes posible. Ren asest un golpe con su herramienta de mango corto, sinti la sacudida por la resistencia que ofreca el rbol, asest otro hachazo, y em-prendi as lo que sera el trabajo de su vida: deforestar Nueva Francia. Duquet astill apenas el tronco de un rbol con su hachuela, y con el golpe un lquido amarillento se desprendi de sus ojos acribillados por picaduras de insectos. Desramaron los rboles cados y llevaron los troncos, medio rodando, me-dio a rastras, hasta el borde del claro. Dejaron las ramas a un lado para trocearlas ms tarde.

    El hacha no estaba afilada. En el tiempo que Ren tard en talar un rbol ms bien pequeo, el amo ech abajo tres mu-cho mayores, y estaba ya en plena faena con el cuarto. Tiene que haber una manera de afilar un hacha a la que le falta una cuarta parte de la hoja, pens. Le devolvera el filo; con ciertas dudas, eligi una piedra del ro y empez a afilar con un mo-vimiento circular. Al cabo de un momento, como no percibi mejora alguna, sigui hacheando. Monsieur Trpagny cogi la piedra intil y la arroj al bosque. Empu el hacha de Ren y la blandi.

    Para afilar explic usamos piedra arenisca: grs. Con mmica, hizo como si afilara. Ren dese preguntar a

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    monsieur Trpagny dnde tena las piedras de afilar, pero la expresin colrica del hombre lo disuadi.

    Monsieur Trpagny contrajo los labios en una mueca al ver las marcas superficiales dejadas por el hacha de Duquet y luego observ el rostro asimtrico de ste.

    Abre la boca orden. Golpete la muela podrida con la hoja de su cuchillo y entre dientes dijo que se la arrancara al final de la jornada. Duquet emiti un sonido de rechazo.

    Cuando el sol estaba en su cenit, la sauvage les llev un cazo de maz humeante. Ren casi nunca haba comido a me-dioda. Valindose de una astilla de madera, monsieur Trpagny extrajo un cuajarn del cazo. En el centro del maz se funda una sustancia cremosa. Ren tom un poco con su astilla y su-cumbi al intenso sabor. Ah!, exclam, y tom ms. Mon-sieur Trpagny explic lacnicamente que eso era cacamos, m-dula de alce. Duquet apenas comi, y se qued apoyado en un rbol con respiracin estertrea.

    Al anochecer se marcharon del claro. Monsieur Trpagny rebusc entre sus herramientas de herrera hasta encontrar unos alicates. Duquet se sent en un tocn con la boca abier-ta, y monsieur Trpagny atenaz el diente y lo arranc. Tir el colmillo amarillento al suelo. Duquet, con un corte en el labio inferior por la presin de los alicates, escupi sangre y pus.

    Y, aun as, este alfeique sin un centavo anhelaba riqueza dijo monsieur Trpagny, y se encamin hacia la casa. Ren lo vio recoger el diente de Duquet y metrselo en el bolsillo.

    Los hombres entraron en la vivienda, un nico espacio, y su hedor masculino se mezcl con el fuerte olor a humanidad de los bosques septentrionales. Mari, con la cara picada de vi-ruela, advirti que Ren ensanchaba la nariz al percibir el tufo que flotaba en el aire y ech al fuego una rama de enebro aromtico. En medio del barullo de los cros, oyeron unos nombres Elphge, Theotiste, Jean-Baptiste, pero los pe-queos eran todos idnticos y se parecan tanto a su madre mikmaq que Ren los olvid de inmediato. Mari hablaba una

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    jerga, mezcla de mikmaq y un limitado francs, ms alguna que otra frase portuguesa, creando una curiosa cadencia. Los nios tenan nombres franceses.

    La mujer les llev una cazuela de estofado de oca sin sal, acompaado de cebolla silvestre y hierbas. A pesar de que la carne se desprenda enseguida del hueso, Duquet slo pudo tomar un poco de caldo. Trpagny tena enfrente un platito de sal gruesa, y tom una pizca entre el pulgar y los dedos ndice y medio.

    Mari no guisa con sel. Segn los mikmaq, la sal estropea la comida. As que trae siempre tu propia sel, Ren Sel, a me-nos que te baste poner el pulgar en los vveres para sazonarlos con tu nombre, je, je.

    Luego lleg una bandeja de tortas de maz. Monsieur Tr-pagny se ech un sirope ambarino en las tortas, y Ren lo imit. El sirope tena un sabor dulce y ahumado, mejor que el de la miel, y costaba creer que procediera de un rbol, como explic el amo. Duquet, extenuado por su suplicio, agach la cabeza. Mari se acerc a su armario y revolvi algo en un reci-piente. Se lo llev a Duquet. Monsieur Trpagny coment que quiz fuera una pocin elaborada con amentos verdes de aliso, los mismos alisos que Duquet haba maldecido, as que la me-dicina no surtira efecto en l. Mari dijo:

    Hoja sauce, colteza sauce, Mali hace buena medicina. Duquet se la tom y durmi esa noche.

    Prosiguieron con la tala da tras da, y las manos se les hin-charon, se les ampollaron, se les curtieron; a pesar de las ha-chas romas, se acostumbraron al ritmo del trabajo. Monsieur Trpagny observaba a Ren.

    T ya has empuado antes un hacha; tienes aptitudes de leador.

    Ren le habl del bosque del Morvan, donde Achille y l haban talado rboles. Pero esa vida ya haba soltado amarras y se alejaba de la memoria a la deriva.

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    Ah dijo monsieur Trpagny. A la maana siguiente les quit las maltrechas hachas y se march, dejndolos all solos.

    Y bien, qu es monsieur Trpagny, pues? pregunt Ren a Duquet. Es rico o no?

    Duquet solt una spera carcajada.Crea que entre t y monsieur Trpagny reunais toda la

    sabidura del mundo. Sabes que l es el seigneur y nosotros los censitaires? Lo que algunos llaman habitants. l es un seigneur, pero quiere ser un noble en este nuevo territorio. Nos conce-der tierras, y durante tres aos nosotros le pagaremos con nuestro trabajo y ciertos productos como rbanos y nabos cul-tivados en esas tierras que se nos permitir usar.

    Qu tierras?Buena pregunta. Hasta ahora hemos trabajado pero no

    se ha mencionado ninguna tierra. Monsieur Trpagny es de una astucia malvola. El rey podra arrebatarle la seigneurie si lo supiera. De verdad no entendiste el papel que firmaste? En Francia nos lo explicaron claramente.

    Pens que se refera slo a un perodo de servidumbre. No entend lo de las tierras. Significa eso que seremos granje-ros? Propietarios de nuestras tierras?

    Ouais, labradores y colonos, no propietarios, sino usua-rios de tierras, donde desboscaremos, cultivaremos nabos. Si la gente en Francia pensara que aqu uno puede ser propietario de sus tierras nada ms llegar, vendra a miles de inmediato. Yo personalmente no deseo ser campesino. No s qu te ha trado a ti aqu, pero yo he venido con la intencin de hacer algo. El dinero est en el comercio de pieles.

    Yo no soy agricultor..., soy leador. Pero me gustara mucho ser dueo de mis propias tierras.

    A m me gustara saber por qu ese hombre se ha llevado mi diente. Lo he visto.

    Tambin yo lo he visto.

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    En eso hay algo de diablico. Este hombre tiene una vena oscura en el corazn.

    Monsieur Trpagny volvi pocas horas despus con hachas de hierro para ellos, las habituales hachas de La Tne, de man-go recto, que Ren conoca desde siempre. Eran nuevas, y tenan el filo cortante. Tambin se haba provisto de unas buenas pie-dras de amolar. Ren percibi el podero de esa hacha, su voraz deseo de traspasar todo aquello que le saliera al paso, salpican-do savia, despidiendo astillas blancas como esquirlas de porce-lana. Valindose de una piedra puntiaguda, marc el asta con su inicial, R. Mientras talaba, el inhspito mundo natural re-troceda, la vasta e invisible red de filamentos que interconec-taban la vida humana con los animales, los rboles con la car-ne y los huesos con la hierba se estremeca cada vez que caa un rbol y las hebras de la red se rompan una por una.

    Despus de dedicarse varias semanas a talar, desramar y des-cortezar, a arrastrar troncos hasta el claro de monsieur Trpagny con sus dos bueyes, a cortar, entallar y ensamblar los troncos conforme a las instrucciones del amo, a elevarlos y colocarlos en su sitio, a rellenar las rendijas con barro del ro, la nueva cons-truccin estaba casi acabada.

    Deberamos levantar nuestras casas en las tierras que se nos asignen, no construir un alojamiento compartido junto al mnage del amo dijo Duquet, parpadeando y con los ojos inflamados.

    Aun as, siguieron talando, apilando los troncos para dejarlos secar y prendiendo fuego a los ms viejos. El aire era una huma-reda continua, el olor de Nueva Francia. El suelo salpicado de tocones estaba hollado por las pezuas hendidas de los bueyes, como si aquel barrizal fuera un saln de baile frecuentado por demonios. Los rboles caan, y sus sombras daban paso a una luz abrasadora, bajo la que se marchitaban el musgo y los helechos.

    Amo, por qu no vende usted estos magnficos rboles a Francia para que hagan mstiles? pregunt Ren.

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    Monsieur Trpagny dej escapar una risa desagradable. Aborreca las necias preguntas de Ren.

    Porque esos idiotas prefieren madera bltica. No tienen ni la menor idea de lo que hay aqu. Son inflexibles. Despre-cian la riqueza de Nueva Francia, excepto las pieles. Se dio una palmada en la pierna. Hace ya cien aos, De Cham-plain, el descubridor de Nueva Francia, les suplic que aprove-charan la excelente madera, el pescado y las suntuosas pieles, el cuero y un centenar ms de preciados artculos. Le hicieron caso? No. Ni por asomo. No sacaron partido a estos valiosos recursos, salvo a las pieles. Y hubo otros con buenas ideas, pero los caballeros de Francia tampoco mostraron inters. Y algunos de esos hombres con ideas acudieron a los ingleses, y el fruto de las semillas que plantaron all ser de sangre. Los ingleses man-dan a miles de hombres a sus colonias; Francia, en cambio, no se toma la molestia.

    Conforme avanzaba la primavera, hmeda y abundante en bichos, cada rbol un nuevo manantial de oxgeno, otro absce-so caus hinchazn en el rostro de Duquet. Monsieur Trpag-ny le extrajo la nueva agresin dental y anunci imperiosamen-te que se los arrancara todos, y as Duquet no perdera ms tiempo a causa del dolor de muelas. Arremeti con los alicates de herrero, pero Duquet lo esquiv, movi la cabeza en un vehemente gesto de negacin, salpicando sangre, y mascull algo. Monsieur Trpagny, guardndose ese segundo diente en el bolsillo, se dio media vuelta y, con aterciopelada voz de caballero, dijo:

    Me quedar tu crneo. Duquet se inclin un poco al frente pero guard silencio.Pocos das despus, Duquet, sin desprenderse del hacha, se

    excus para evacuar el vientre y se adentr en el bosque. Cuan-do no los oa, Ren pregunt a monsieur Trpagny si l era su seigneur.

    Y qu si lo soy?Si lo es, seor, dispondremos Duquet y yo de un peda-

    zo de tierra que labrar? Duquet desea saberlo.

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    As ser a su debido tiempo, pero no antes de tres aos, no antes de que el domus est acabado, no antes de que vengan mis hermanos, y desde luego no antes de que quede desbosca-do terreno suficiente para un nuevo maizal. sa es nuestra tarea inmediata, as que adelante. Las tierras llegarn al final de vues-tro perodo de servicio. Y clav el hacha en una pcea.

    Duquet llevaba ya mucho tiempo ausente. Haban pasado horas. Monsieur Trpagny se ech a rer. Dijo que Duquet deba de estar buscando sus tierras. Con saudo regodeo, describi los horrores de perderse en el bosque, de ahogarse en el ro helado, de ser presa de los lobos, o pisoteado por los alces, o partido en dos por criaturas de dentaduras humeantes. Mencion los esp-ritus furiosos de los mikmaq que habitaban en el bosque: el chepichcaam, los kookwes peludos, el chenoo gigante de escarcha y criaturas invisibles que cortaban rboles con sus fauces. A Ren se le eriz el vello, y pens que monsieur Trpagny se haba sumido excesivamente en el mundo de los salvajes.

    Al da siguiente se oy una voz trmula entre los rboles lejanos. Monsieur Trpagny, que en ese momento estaba des-ramando un rbol, se irgui en el acto, aguz el odo y dijo que no era un espritu de los mikmaq, sino uno que haba seguido a los colonos llegados de Francia, el loup-garou, el hombre-lo-bo, de quien se saba que rondaba por los bosques. Ren, que desde nio haba odo relatos sobre ese demonio en forma de lobo pero nunca haba alcanzado a verlo, pens que era Du-quet quien los llamaba implorante. Cuando se dispona a con-testar, monsieur Trpagny le orden que cerrara la boca a me-nos que quisiera atraer al loup-garou. Lo oyeron gemir y exclamar algo parecido a maman. Monsieur Trpagny explic que lla-mar a la madre como un nio extraviado era uno de los trucos ms conocidos del loup-garou y que ese da daran ya por aca-bada la jornada, no fuera que el ruido de las hachas condujera a la bestia hasta ellos.

    Vite! vocifer monsieur Trpagny.Volvieron corriendo a la casa.

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