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Los Cuadernos Inéditos EL BALCON MARO Corp Barga «Quedan unas páginas de un relato inacabado, El balcón mano, que creo no te mandamos. Un cuento misterioso, mor dicho lleno de misterio, quizá insufi- ciente para publicar, pero que te mandaré, es otra manera de escribir, lo único que sé de ese cuento es que pasa en una casa que solíamos ir a ver él y yo en nuestros paseos diarios. Una via casona colonial ente al mar en un barrio antiguo. ¿Cuándo eezó el padre ese cuento?, no .tengo idea. Creo que los hijos no deberían dudar en hacerles toda clase de preguntas a sus padres. Mueren y hay tantas cosas que quedan en suspenso. Una sensación de inacabado, de perdido. Hace poco derrumbaron la casona y vendrá un enorme edcio moderno y funcional.» * * * (De unas cartas de Rafaela Gabai, hija de Corpus Barga, a Gregario Coloma Escoin.) H abía en Miraflores una casa alta con un pque extenso que ocupaba una cua- dra entera: Tres lados de la cuadra eran calles; el otro, un paseo al cos- tado del mar. Mi preocupac10n es la toponimia. Más que los luges me encanta el nombre de los lugares. Tiene la toponimia nombres preridos, luges comunes. Miraflores es uno de ellos. Hay muchos Miraflores en la tierra y todos no son encantadores. Si se me obliga a decir la verdad, diré que, en la mayoría de los que yo he visto, no se veían flores. En el Miraflores a que ahora me refiero se veían algunas en algunos jdincitos de las casas pequeñas. En el pque extenso de la casa alta la vista se explayaba sin tropiezos sobre el verde tapiz de la pradera inglesa por los cuatro costados hasta los árboles altos de hojas anchas, a lo largo de las veas españolas semiocultas, que, en la puerta principal, libre de árboles, subían luciendo su a. Se veía, como he dicho, el mar. ¿Por qué no se llamaba Miram? Es también un lug común en la toponimia. Debe de haber tantos miramares como miraflores, no se han hecho estadísticas. Son lugares comunes intercambiables, las flores, el mar, la m de flores, la flor de los mares, da lo mismo. El Maflores o Miramar, del M del Sur, del océano Pacífico, del que estoy hablando, es el de la gran Lima, cuando Lima no era aún grande y se decía Lima y los balnearios. Miraflores era uno de esos balnearios, pero ni aún hoy que disfrutan de una bien aprovechada playa de un barranco los jóvenes dichosos dedicados al deporte de las ta- 70 bias haw?.ianas, los aurigas del mar, no hace lta bajar ella ni a ninguna otra pa ver el océano. Se ve mejor desde arriba, en la explanada donde Maflores se levanta a ver flores y lo que ve es el mar con su categoría de océano a unos cuantos metros de distancia vertical. A los océanos les ha achicado el avión. Desde tierra nunca se · les mira demasiado en alto. Cuando Miraflores era el balneario de don Ricardo Palma, estaban todavía por venir los aviones de altura. El sitio de mira más alto de Miraflores era un balcón voladizo, solo y abierto de la chada alta, principal, hermética, de la casa que tenía las otras chadas sin balcón y con todas las dichas ventanas y puertas cerradas, dieran al pque o a las terrazas. Era tan alto ese balcón único y abierto de la casa aislada por el parque y solitaria en él, que los viejos no podían levant bastante la cabeza para verlo. Los niños lo veían enseguida. Las personas ma- yores pasaban poco por el paseo que daba a la chada principal de la casa. El paseo principal de Miraflores era entonces lo que es hoy la avenida Ricardo Palma. Los niños miraban en el balcón a otro niño que solía estar allí tan por encima de ellos. Había sin embargo, un paseante, no crea, lector que era yo, aunque me adelanto a reconocer. su preocupación, como la mía por la toponimia, es.to no quiere decir nada sospechoso, ni turbio, es pura casualidad; tampoco soy un oficioso ni me gusta meterme en la vida de los demás, estoy enterado de lo que ha hecho y va a hacer ese paseante porque en calidad de autor tengo que saber todo lo que hacen los personajes, no se me debe escap nada, asumo una grave responsabili- dad, ya sé que escribi r es inevitablemente com- prometerse, no voy a tener más remedio que to- m precauciones, pondré al ente de este escrito que si el lector encuentra que se pecen al autor uno o varios personajes, el pecido es involunta- o. El paseante que he dicho era pa mí un caballero desconocido, se paseaba no ya de día sino también de noche por delante de la chada del balcón y por las tres calles, sobre todo por la más estrecha, que aislaban la casa. Comprobó que no era solamente él, otras sombras rodaban por aquellos contoos, espantadas por los ladridos de los peos. Una noche en la calle estrecha sor- prendió a alguien que se apartó de la verja semio- culta entre las anchas hojas de los árboles y desa- peció rápido dejando varias cuerdas colgadas de una rama alta, el cabaero desconocido notó que los perros no ladraban. La casa debía de ser una de esas moradas engosas que durante el sueño levan anclas, naveg por mares sin luna, de pe- ñones sin final, donde recogen tesoros escondidos por piratas ausentes o guardados por náuagos muertos, y vuelven a su ínsula con la cala repleta. La casa con su pque le pecía de noche más aislada. De día se destacaba ya de Maflores como el

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EL BALCON MARINO

Corpus Barga

«Quedan unas páginas de un relato inacabado, El balcón marino, que creo no te mandamos. Un cuento misterioso, mejor dicho lleno de misterio, quizá insufi­ciente para publicar, pero que te mandaré, es otra manera de escribir, lo único que sé de ese cuento es que pasa en una casa que solíamos ir a ver él y yo en nuestros paseos diarios. Una vieja casona colonial frente al mar en un barrio antiguo. ¿Cuándo empezó el padre ese cuento?, no .tengo idea.

Creo que los hijos no deberían dudar en hacerles toda clase de preguntas a sus padres. Mueren y hay tantas cosas que quedan en suspenso. Una sensación de inacabado, de perdido.

Hace poco derrumbaron la casona y vendrá un enorme edificio moderno y funcional.»

* * *

(De unas cartas de Rafaela Gabai, hija de Corpus Barga, a Gregario Coloma Escoin.)

H abía en Miraflores una casa alta con un parque extenso que ocupaba una cua­dra entera: Tres lados de la cuadra eran calles; el otro, un paseo al cos­

tado del mar. Mi preocupac10n es la toponimia. Más que los lugares me encanta el nombre de los lugares. Tiene la toponimia nombres preferidos, lugares comunes. Miraflores es uno de ellos. Hay muchos Miraflores en la tierra y todos no son encantadores. Si se me obliga a decir la verdad, diré que, en la mayoría de los que yo he visto, no se veían flores. En el Miraflores a que ahora me refiero se veían algunas en algunos jardincitos de las casas pequeñas. En el parque extenso de la casa alta la vista se explayaba sin tropiezos sobre el verde tapiz de la pradera inglesa por los cuatro costados hasta los árboles altos de hojas anchas, a lo largo de las verjas españolas semiocultas, que, en la puerta principal, libre de árboles, subían luciendo su forja.

Se veía, como he dicho, el mar. ¿Por qué no se llamaba Miramar? Es también un lugar común en la toponimia. Debe de haber tantos miramares como miraflores, no se han hecho estadísticas. Son lugares comunes intercambiables, las flores, el mar, la mar de flores, la flor de los mares, da lo mismo. El Miraflores o Miramar, del Mar del Sur, del océano Pacífico, del que estoy hablando, es el de la gran Lima, cuando Lima no era aún grande y se decía Lima y los balnearios. Miraflores era uno de esos balnearios, pero ni aún hoy que disfrutan de una bien aprovechada playa de un barranco los jóvenes dichosos dedicados al deporte de las ta-

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bias haw?.ianas, los aurigas del mar, no hace falta bajar a: ella ni a ninguna otra para ver el océano.

Se ve mejor desde arriba, en la explanada donde Miraflores se levanta a ver flores y lo que ve es el mar con su categoría de océano a unos cuantos metros de distancia vertical.

A los océanos les ha achicado el avión. Desde tierra nunca se · les mira demasiado en alto. Cuando Miraflores era el balneario de don Ricardo Palma, estaban todavía por venir los aviones de altura. El sitio de mira más alto de Miraflores era un balcón voladizo, solo y abierto de la fachada alta, principal, hermética, de la casa que tenía las otras fachadas sin balcón y con todas las dichas ventanas y puertas cerradas, dieran al parque o a las terrazas. Era tan alto ese balcón único y abierto de la casa aislada por el parque y solitaria en él, que los viejos no podían levantar bastante la cabeza para verlo.

Los niños lo veían enseguida. Las personas ma­yores pasaban poco por el paseo que daba a la fachada principal de la casa. El paseo principal de Miraflores era entonces lo que es hoy la avenida Ricardo Palma. Los niños miraban en el balcón a otro niño que solía estar allí tan por encima de ellos.

Había sin embargo, un paseante, no crea, lector que era yo, aunque me adelanto a reconocer. su preocupación, como la mía por la toponimia, es.to no quiere decir nada sospechoso, ni turbio, es pura casualidad; tampoco soy un oficioso ni me gusta meterme en la vida de los demás, estoy enterado de lo que ha hecho y va a hacer ese paseante porque en calidad de autor tengo que saber todo lo que hacen los personajes, no se me debe escapar nada, asumo una grave responsabili­dad, ya sé que escribir es inevitablemente com­prometerse, no voy a tener más remedio que to­mar precauciones, pondré al frente de este escrito que si el lector encuentra que se parecen al autor uno o varios personajes, el parecido es involunta­rio. El paseante que he dicho era para mí un caballero desconocido, se paseaba no ya de día sino también de noche por delante de la fachada del balcón y por las tres calles, sobre todo por la más estrecha, que aislaban la casa. Comprobó que no era solamente él, otras sombras rodaban por aquellos contornos, espantadas por los ladridos de los perros. Una noche en la calle estrecha sor­prendió a alguien que se apartó de la verja semio­culta entre las anchas hojas de los árboles y desa­pareció rápido dejando varias cuerdas colgadas de una rama alta, el caballero desconocido notó que los perros no ladraban. La casa debía de ser una de esas moradas engañosas que durante el sueño levan anclas, navegan por mares sin luna, de pe­ñones sin final, donde recogen tesoros escondidos por piratas ausentes o guardados por náufragos muertos, y vuelven a su ínsula con la cala repleta. La casa con su parque le parecía de noche más aislada.

De día se destacaba ya de Miraflores como el

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alto balcón se destacaba de su fachada. El caba­llero desconocido miraba, igual que los niños, en el balcón amplio y abierto, al niño que solía estar allí jugando torpemente con un perro, ·desapare­ciendo y reapareciendo con él; cuando el perro y el niño agarrado al perro no se quedaban quietos, al cabo de un tirante haz de luz, si hacía buen tiempo, el haz airoso o tumbado en el agua, según las horas, el sol una cometa caída, el confín rojizo, luego pálido, pero la mayor parte del año no había cometa adónde cogerse, el niño y el perro, a pesar de todo, salían jugando al balcón desolado.

Una tarde, el caballero desconocido, vestido elegantemente, con levitín, cuello duro, sombrero hongo y bastón fino, se acercó a la reja de la puerta principal de nuestra casa, que si bien ni siquiera sepamos cómo es por dentro, nos hemos apropiado de ella, y se encontró con la sorpresa de que no había campanilla ni nada previsto para llamar. Se repuso de la sorpresa y con paso de conocedor, tanteando el suelo con la punta del bastón, dio la vuelta por la calle estrecha, mal empedrada, se agachó a coger una piedra, se acercó a la verja, a una puertecita disimulada bajo

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las anchas hojas, escuchó, separó las hojas, tiró con fuerza la piedra, esperó. No tardó mucho en presentarse el smoking blanco y los pantalones negros de uno de esos criados que están por la mañana haciendo la limpieza en mangas de camisa pero con el chaleco a rayas de Brighella y que en Lima les prestan categoría nominal de mayordo­mos:

-¿ Qué quiere hoy? -preguntó en voz baja elmayordomo.

-Vaya usted a recibirme a la puerta principal.El caballero desconocido volvió a la puerta

principal; había llegado antes el mayordomo, quien le preguntó respetuoso en alta voz:

-¿Qué desea el señor?-¿No me abre usted la puerta?-¿A quién anuncio?El caballero desconocido dejó el fino bastón

sujeto en el sobaco, sacó un tarjetero de piel, sacó la cartulina, mientras el mayordomo sacaba una mano por entre las rejas. La mano cogió con dos dedos la cartulina y la llevó en voladas por el lado del parque que daba a una calle ancha. El caba­llero desconocido volvió a empuñar el fino bastón, se lo llevó del puño a los dedos sin ayuda de la otra mano y se puso a pasarlo de unos dedos a otros cada vez más deprisa, después lo tuvo largo rato horizontal con las dos manos detrás de la espalda, por fin apoyó la contera en una reja, etc ... hasta que se entreabrió con lentitud una hoja de la puerta principal de la casa, reapareció el mayordomo, bajó la escalinata y por un camino de losas blancas, sobre la pradera verde, llegó a la puerta del parque, llevaba en la mano izquierda una llave con la que entreabrió un poco una de las hojas de la puerta de rejas. El caballero descono­cido era flaco, pasó fácilmente y decidido. Por muy rápido que el mayordomo con su hábil mano izquierda diera las dos vueltas a la llave para dejar bien cerrada la puerta de rejas, el ,:;aballero desco­nocido se había deslizado por la puerta entrea­bierta de la casa y avanzaba antes de que el ma­yordomo hubiera vuelto para atajarle:

-¡No es por ahí! -le gritó en voz baja desde la puerta de la casa, antes de cernirla.

El caballero desconocido se detuvo, volvió la cabeza, se volvió todo él y se dejó encerrar sin llave en un gabinete.

-Ya estoy aquí -se dijo a sí mismo en voz alta,es de suponer que sin darse cuenta. Se había qui­tado el sombrero al entrar en la casa y lo primero que le preocupó al verse en el gabinete, estando toda vía de pie, fue dónde dejaba el sombrero y el bastón que tenía en las manos. El gabinete no era tan pequeño que no cupieran un sofá de dos asien­tos, dos butaquitas, un velador, dos sillas, una alta y la otra baja, y dos vitrinas repletas de bibelotes. El caballero desconocido dejó el sombrero hongo en la silla baja, tomó asiento en el sofá, parecía embarazado con el bastón entre las piernas, no acertaba a tomar una postura. ¿ Cuánto tiempo pasó? En el reloj segundos, minutos, cuartos de

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hora; en el caballero desconocido horas, días, se­manas, meses, ¿quién sabe? quizá años. El bastón le había resultado útil para tan larga travesía: lo había sacado de entre las piernas y le sirvió para extender el brazo inclinándose con el puño hasta donde era posible sin avanzarlo groseramente cambiando de sitio la contera, el señor descono­cido era muy educado con todas las cosas, tenía desde luego la educación de cómo debe tratarse al bastón, fundamentalmente en todo caballero. Luego de ponerlo a un lado de las piernas para inclinarlo como he dicho, extender un brazo y especialmente abrir el sobaco, gesto que sin la ayuda del bastón sería incorrecto, lo puso al otro lado para extender y abrir el otro brazo y el otro sobaco, después se lo volvió a poner entre las piernas, apoyó en el puño las dos manos, una encima de otra, y la barbilla en las manos; se echó también hacia atrás hasta apoyarse en el respaldo del sofá y con el bastón cogido con dos dedos por el palo y tenido vertical estuvo dando golpecitos de una mujer impaciente, podía haberlos dado con la sombrilla, pero se convirtieron en porrazos viri­les, en culatazos, como si el bastoncillo se hubiera convertido en una porra o en una escopeta dis­puestas a golpear y matar a alguien. El caballero se había puesto de pie para volver a hablarse a sí mismo en voz alta:

-No, no, esto es demasiado, no puedo dejarmetratar... -cogió su sombrero, se dirigió a la puerta ...

-Quédese usted caballero ...El caballero desconocido volvió la cabeza. Una

señora había entrado en el gabinete y había dejado entreabierta una puertecilla disimulada junto al sofá. Quizá la puertecita estaba ya un poquito, nada, una raya abierta antes y le había estado espiando.

-¡ Señora! se inclinó. La señora fue la que ahora tomó asiento en el

sofá, tomó los dos asientos: en uno asentó su cuerpo, en el otro extendió su mano, después de señalar con ella la butaquilla de ese lado, la más alejada y anunciarle al caballero:

-Le voy a e)!:pli,c�r.-Ante todo, 'señora, discúlpeme usted ... -el ca-

ballero extendía los dos brazos y mostraba en una mano el sombrero, en la otra el bastón-. El ma­yordomo que tiene usted no sabe tratar a las visi­tas. Me ha dejado con esto en las manos.

-Si no fuera más que eso ... Usted no se puedefigurar lo que hay que pasarle a este mayor­domo ... Es un servidor, nada más que un servidor como otro cualquiera y a veces somos nosotros los que parecemos sus servidores. No tiene días de salida, sale cuando quiere ... y sin avisar, no se le puede decir nada, es una de las manías que hay en esta casa. Otra es hacer esperar a los descono­cidos que vienen de visita, conocidos vienen po­cos, no nos tratamos con nadie, la falta no es completamente nuestra; la alta sociedad limeña, las viejas familias, sabe usted, es muy cerrada,

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tienen razón, ¿qmenes somos los extranjeros? Gentes que venimos a explotar el país, bueno, nosotros no, pero sin embargo lo hemos explo­tado, ahora que como dicen, si no fuera por noso­tros, por los extranjeros ... En fin, en esta casa tampoco nos tratamos con extranjeros, vivimos aislados, los que nos vienen a ver es para sacarnos dinero, usted vendrá también a eso ...

-Señora ...-Todos dicen que no al principio.-¿ Tengo yo cara de pedir dinero?-¿Cara, sabe usted? No es cuestión de cara. Al

contrario, los peores se presentan muy bien. -En este caso, señora, me retiro.-No se retire usted, siéntese (el caballero des-

conocido no había hecho ni el gesto de ponerse en pie). Se enfadaría si yo le hubiera espantado a usted. Le divierte recibir a esta clase de gente que viene a proponerle cosas porque creen que somos muy ricos y no lo somos tanto. Lo que pasa es que no es roñoso, siempre acaba soltando algo. Y nos ha costado muchos sudores, sí, sudores ...

-¿Le está hablando a usted de los sudores?El caballero desconocido se puso en pie por ese

resorte de que se habla siempre en esos casos. Tenía delante, mirándola con una sonrisa en los ojos, a un señor tan alto como él (1 metro 82) y ancho; el caballero desconocido era estrecho. A pesar de que sus miradas se hablaban a la misma altura, el señor le miraba con superioridad y así lo hubiera mirado aunque no fuera, sin duda, por costumbre. Le miraba con ojos separados en una cabeza asentada sobre un ancho pecho y con barba levantada por mandíbulas de señalado án­gulo recto. El caballero desconocido tenía que esforzarse para no parpadear ni mover las pupilas, apretaba sus secos brazos contra el cuerpo hue­sudo. El señor tenía que separar los brazos; su cuerpo no era gordo, estaba repleto. El señor de la casa era músculo. El caballero desconocido era nervio.

La señora acogió la voz q.�l señor poniéndose de perfil y encogiéndose de hombros.

-Ocupas todo el sofá y esas butaquitas que es­cogiste tú me están estrechas-, no me puedo sentar en ellas. Venga usted por aquí.

-Siempre buscas pretextos. Es que te gusta lu­cir tu sala.

Salió el señor por la puerta por donde había entrado, la había dejado abierta. El caballero, le' seguiré llamando desconocido aunque no lo sea más para el lector, para mí sí, que otros persona­jes, el caballero desconocido dejó su bastoncillo en la silla baja, junto a su sombrero y siguió al señor que le llevó a una sala impresionante. Había tantas cosas en ella que no se veían. El caballero desconocido se vio sentado en una butaca en la que no se atrevía a apoyar sus brazos ni sus es­paldas. El señor que le había obligado a sentarse estaba todavía de pie:

-Ha dejado usted la puerta abierta -fue élmismo a cerrarla, volvió adonde estaba erguido en

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su butaca el caballero desconocido y se dejó caer en otra butaca, rindiendo el cuerpo a su propio peso, enfrente y lejos del caballero desconocido:

-¡Sudores! No en la selva, en el polo hubiera habido que pasarlos, pero ella la infeliz lo pasaba muy bien. Habíamos llegado a tener de todo en el barco; muebles como los del gabinete, como a ella le gustan, hasta una vajilla fina, la tenemos- toda­vía aquí. Champaña, teníamos todo lo que que­ríamos de Europa antes que ahora en Lima. Los buques ingleses, vía Liverpool -!quitos, no tenían que pasar por el canal. Estábamos en el lado del Atlántico.

-Lo sé, lo sé -el caballero desconocido dabacabezadas de caballo al repetirlo con tanto cono­cimiento de causa que, sin duda a eso se debió que el señor de la casa se le quedara mirando al parecer con toda la fuerza muscular que podía expresar en su mirada:

-Todo Lima sabe que usted es -el caballerodesconocido contestaba a esa mirada- uno de los caucheros que ha hecho más fortuna en la selva. Los desconocidos que vienen a verle, vive usted

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solitario pero no cierra la puerta a nadie, vienen naturalmente a pedirle algo ...

La mirada del señor de la casa continuaba pre­sente.

-Yo no vengo a pedirle a usted nada -hablóerguido siempre en la butaca el caballero desco­nocido- vengo a prevenirle a usted.

Y como se quedó en silencio, el señor de la casa tuvo que solicitarle:

-De qué.-Verá usted. Soy un hombre a quien la gusta

pasearse a orillas del mar. No crea usted que es un gusto tan corriente. Dar un paseo un día, bueno, pero lo vulgar ante el mar es el deseo de meterse en él, navegar o bañarse. Yo no, mi deseo no es utilitario, o si usted prefiere, es utilitario de otra manera; a mí me gusta el mar para bebérmelo con los ojos, el mar es un agua que emborracha como el aguardiente, es ardiente y no para la sed de beberla. Sin embargo, usted comprenderá que cuando en el paseo del mar la mirada tropieza al otro lado con una casa como la de usted, se inte­rrumpa un momento la contemplación marina. Primero no es más que un momento pero a lo largo de los días y los paseos, el primer momento se alarga y se hace permanente. Esta casa ...

El caballero ha querido apoyar los codos en los brazos de la butaca pero no han afianzado su busto erguido, han deslizado por unas curvas, se ve obligado a repetir:

-Esta casa llama permanentemente la atencióndel que pasa por primera vez delante de ella y puede hacer permanente también la atención en el que pasa si es lo suficientemente observador. Y o estoy acostumbrado a hacer observaciones de los

_ lugares por mi afición, pudiera decir que mi razón · de ser es la toponimia. Y esto le explica a ustedque la haya observado no sólo de frente sino porlos cuatro costados y no sólo de día sino ademásde noche. Pues bien, una noche, pasando por elcostado que da a la calle más estrecha, lo primeroque descubrí fue que no era yo la única sombraque rondaba por esos contornos. Los perros la­draban. No hace falta que sea de noche y oírlos,se ve ya al pasar de día por delante de la fachadaprincipal fijándose en el perrazo, suele estar allí enlo alto jugando con el niño, que tiene usted buenosperros. Pues bien, una noche pasando por el cos­tado de esta casa (volvieron a escurrírsele los co­dos sin lograr apoyarse) que d� a la calle estrechaespanté una sombra que se despejó de la verja yhuyó dejando colgadas de un árbol unas cuerdas.

-¡ Basta! Déjese usted de rodeos. Diga usted enseguida lo que quiere o márchese usted.

-Eran indispensables los rodeos. Lo va usted aver. Una noche, pasando por el costado de esta casa (esta vez los codos no se escurrieron pero le dolían, no sabía en qué puntas los tenía fuerte­mente apoyados para que no se escurrieran pero repitió la apelación) esta casa que da a la calle estrecha espanté a una sombra que se despejó de

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la verja dejando colgados de un árbol unas cuer­das ...

El señor, que estaba arre llenado en su butaca, con las piernas cruzadas, abrió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y le salió una carcajada que llenó la sala, que era amplia.

El caballero desconocido no se inmutó: , -Espere usted a que termine, no se reirá usted

tanto. Los perros ladradores de otras noches, no ladraban.

La risa del señor, que descendía, volvió a subir como un surtidor.

Cuando se aminoró, el caballero desconocido aminoró el asombro que había mostrado como por cortesía, para darle gusto al señor y reanudó:

-Había cómplices. ¿Qué hubiera pensado usteden mi caso? ¿ Y no se hubiera creído usted obligado en no caer por inacción en complicidad y al con­trario cumplir el deber cívico de prevenir a la presunta víctima?

El señor de la casa lanzó su tercera carcajada. Tardó en terminar de reírse y entonces habló, mientras el caballero desconocido parecía no tener más que decir:

-Y o hubiera pensado lo contrario de usted: quealguien de la casa se escapaba a escondidas. Mis perros, en efecto, no lo sabe usted bien hasta qué punto son buenos, magníficos, están bien enseña­dos. Se les suelta en el parque y ladran, dan la alerta a los de casa, a los que rondan para que tengan bien presente que la casa está bien guar­dada. Se les tiene recogidos y están callados, nos dejan dormir, no ladran, pero muerden. Si se le ocurre o quiere usted alguna noche saltar al par­que ¡cuidado! no lo haga usted cuando no se oye a los perros, no están dormidos, le destrozarán a usted sin más ruido que el que arranquen sus patas de alguna piedra y con algún gruñido.

El señor vuelve a reírse, pero ahora en risotas que corren en ondas. El caballero desconocido no ha podido perder la dignidad, entre otras cosas porque está incómodo en la butaca y se mantenía rígido:

-Es también un peligro no menor y puede ser elmayor para una casa la fuga subrepticia de alguien de ella.

-Sobre todo si es una fuga forzosa -reconoció elseñor de la casa, ya sin reírse, absorto. De repente miró con su mirada musculosa al caballero desco­nocido. No fue más que un momento. El caballero desconocido seguía incómodo e impertérrito:

-Y continúa habiendo complicidad.-Le advierto a usted que los servidores de esta

casa son tan fieles y están tan bien enseñados como los perros -y le enseñó de nuevo los biceps con la mirada.

-Eso no lo creo. Cuando entré este caballero seexcusó conmigo porque el mayordomo le había dejado con el sombrero y el bastón en la mano.

-¿Ah, estás aquí?La señora había entrado sin que se notara y al

oír la voz del señor se puso de perfil en el amplio

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sofá en que había tomado asiento, los tres asien­tos: el de enmedio con su cuerpo, aunque no po­día ni mucho menos ocuparlo todo, y los otros dos, uno con la palma de una mano, como un objeto pequeño olvidado ahí, y el otro como una señal, con los dedos.

-Este caballero, cuando le encontré en el gabi­nete, se excusó conmigo porque tu mayordomo le había dejado con el sombrero y el bastón en la mano.

La carcajada del señor llenó otra vez la sala. La señora se encogió de hombros sin perder los sig­nos de posesión que. hacía su figura en el sofá.

El caballero desconocido no sentía ya el peso de su aplomo. Lo mostraba con naturalidad, con ele­gancia. Cuando pudo hablar:

-Bueno, venía a hacer un servicio, cumpliendocon un deber. Por lo visto ·no ha sido así. Me disculpo, presento mis excusas.

-No tiene usted que excusarse; caballero. Ya leadvertí a usted que le divertirían las visitas, ha visto usted cómo se ha reído.

-Señora, yo no he venido a hacerle reír .. Hacerreír a nadie.

Y el señor rió sonoramente de nuevo, menos sín embargo que antes.

-No debe tener muchas ocasiones de divertirse,de expansionarse. Compruebo que su vida interior es una pesadumbre dura, más que cuando los su­dores ...

La mirada del señor le cortó la palabra. Esta vez no había sido musculosa sino ansiosa, de una dureza ansiosa, interrogante:

-Me parece que se ocupa usted demasiado demí, de mis peligros, de mis pesares. ¿Nos hemos conocido alguna vez? He conocido a tanta gente, ahora tan solitario.

-No le he conocido a usted. Esta es la primeravez que le veo musculosa. Había sido punzante:

-No me gusta que se ocupen de mí.Prefiero queel visitante como usted se ocupe de él y quiera pedirme algo.

-Me coge usted desprevenido. Tiene usted queconvencerse de que yo no soy un pedigüeño. No he venido preparado para recibir lo único que le pediría a usted.

-¿ Qué es? -preguntó la señora revolviéndos.e enel amplio sofá.

-Tiene usted razón, lo voy a decir. <;:orno hoyno puede ser porque no vengo preparado, voy a pedirlo para otro día. El punto do mira más alto de Miraflores se halla en esta casa, ese magnífico balcón voladizo de la fachada principal ... (al caba­llero desconocido no se le escurren ya -los codos).

Al señor le volvió la carcajada: -¿Quiere usted llevarse el balcón?-Demasiado sabe usted que no.-Como decía usted que no venía preparado, le

haría a usted falta un carro para llevárselo ... Para subir no creo que se necesite preparación. Pero no es posible, no se puede molestar al nÍño. Es su cuarto.

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-¿Está siempre en él? ¿No baja a jugar al par­que? Es verdad, nunca le he visto en el parque. Siempre ahí arriba, aislado, con el perro, pero yo no le causaría ninguna molestia. Al contrario, le divertiría.

-Un perro que no ladra, no lo habrá usted oídonunca ladrar.

-Es cierto.-No lo olvida usted.-Yo no le causaría ninguna molestia, ni al niño

ni al perro. Y al niño le divertiría. Con mi catalejo. Lo traeré, el día que usted quiera.

-Si tiene usted catalejo, ¿para qué quiere ustedsubir?, Un poco más arriba, un poco más abajo ...

-No sé si le he dicho a usted que soy muyaficionado a la toponimia. Es una ciencia exacta. Por ella se averigua todo. En Europa ha revolu­cionado las historias más antiguas de los lugares más famosos. Está agotada en Europa. En el mundo atlántico. En estos mares. En este océano, se descubren peñones inhabilitados, námbrados en los mapas, y en mapas muy antiguos, cuyos nombres, a veces no escritos, son imágenes, reve-lan la existencia de tesoros...

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-Qué me va a contar usted a mí, yo he sidobuscador de tesoros, antes de ser cauchero, yo vine a América en busca de tesoros de los galeo­nes españoles perdidos o abordados por los pira­tas. Para situar estos tesoros no hacen falta catale­jos. Se hablan, si se hallan, los hay desde luego, pero rescatarlos costaría más de lo que valen, en el fondo de las bahías, en las cuevas de los peño-nes, cerca de la costa, o en la costa misma.

-Es usted un explorador de cabotaje -el caba­llero desconocido se arrellenaba en la butaca ba­rrocat como un confesionario jesuita de Ayacu­cho-. Hay que ser un explorador de altura.· Los · piratas, justa -y los de estas costas, los bucane­ros, llegaron a la Atlántida, a esa isla con estatuas gigantes que aún queda más allá de. la isla de Robinson.

· ·

-La Atlántida estaba cerca del estrecho de Gi­braltar. Yo también la he buscado.

-Pero no lo ha encontrado usted, porque noestaba allí. Estaba y está lo que aún queda en el océano que tenemos enfrente de esta casa. A más de tres mil kilómetros de aquí. No está tan lejos.

-Pero no pretenderá usted verla desde el balcóncon un catalejo.

-En esos tres mil kilómetros tiene que haberalgunos peñones desconocidos.

-Es inútil. Como le he dicho a usted he pasadoya por eso de los tesoros. No va usted a propo­nerme la fundación de una sociedad. No han fal­tado. visitantes que me lo hayan propµesto, con proyectos más convincentes que podría ser el de usted por lo que veo. Y he tenido que decir sin­tiéndolo mucho, las antiguas querencias tiran siempre, que no.

-¿ Cuántas veces tendré a usted que decirle queyo no venía a proponc!rle a usted nada?.

-¿ Venía usted nada más que para subir al bal­cón?

-Ha visto usted que no había preparado paraeso. Pedí subir porque se presentó la ocasión pero subir, otro día.

-Venía usted a preparar algo. _ _ El caballero misterioso sufrió indiferente la mi­

rada antes musculosa, ahora disparada del ·señor de la casa.

-A conocer el terreno, a conocer al niño:-Al niño lo conozco. ¿Quiere usted que le dé

alguna seña? -¿ Venía usted a protegerlo para que no se lo

llevaran? -la sonrisa apenas dibujada del señor. -¿Por qué no?-Usted no puede conocer a este niño. Invente

usted otra cosa. -¡ Quiere usted que le dé una seña? Tiene una

cruz de San Andrés gamada en el ornó- eplato izquierdo.

-Empieza usted a interesarme.