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Cátedra de Artes N° 10 (2011): 13-36 • ISSN 0718-2759 © Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile El arte en la cultura del mercado 1* Art in the market culture Carlos Fajardo Fajardo Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia [email protected] Resumen El siguiente artículo indaga sobre algunas transformaciones importantes e ineludibles en el arte contemporáneo bajo los macroproyectos del mercado y de los medios. De este modo, analizamos el concepto de obra efímera y las mutaciones en la categoría de lo sublime, la pérdida de autonomía del arte y sus extranjerías en el mundo global, y la obra de arte como mercancía. No es nuestro propósito rastrear la densa y exhaustiva historia de dichas muta- ciones, más bien hemos realizado una mirada general a su comportamiento en la actualidad, mostrando algunos aspectos que en su interior operan. PALABRAS CLAVE: Globalización, lo sublime, mercado, medios masivos de comunicación, sublime mediático. Abstract e following article searches into some important and inescapable trans- formations in the contemporary art under large-scale media and market projects. In this way, we analyze the concept of ephemeral work and the mutations in the category of the sublime, the loss of art autonomy and its immigrations in the global world, and the work of art as merchandise. Rather than tracking the dense and exhaustive history of such mutations, we have carried out a general look to their current behavior, showing some aspects that operate within. KEYWORDS: Globalization, the sublime, market, massive media of communication, sublime media. 1 Artículo avance de la investigación del Proyecto “Arte y cultura del mercado. Transfor- maciones de lo trascendente, lo permanente y lo sublime en el arte de finales del siglo XX e inicios del XXI y formas de estetización en la vida cotidiana”, financiada por el Centro de Investigaciones de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia.

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Cátedra de Artes N° 10 (2011): 13-36 • ISSN 0718-2759© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

El arte en la cultura del mercado1*

Art in the market culture

Carlos Fajardo FajardoUniversidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia

[email protected]

Resumen

El siguiente artículo indaga sobre algunas transformaciones importantes e ineludibles en el arte contemporáneo bajo los macroproyectos del mercado y de los medios. De este modo, analizamos el concepto de obra efímera y las mutaciones en la categoría de lo sublime, la pérdida de autonomía del arte y sus extranjerías en el mundo global, y la obra de arte como mercancía. No es nuestro propósito rastrear la densa y exhaustiva historia de dichas muta-ciones, más bien hemos realizado una mirada general a su comportamiento en la actualidad, mostrando algunos aspectos que en su interior operan. PAlAbrAs clAve: Globalización, lo sublime, mercado, medios masivos de comunicación, sublime mediático.

Abstract

The following article searches into some important and inescapable trans-formations in the contemporary art under large-scale media and market projects. In this way, we analyze the concept of ephemeral work and the mutations in the category of the sublime, the loss of art autonomy and its immigrations in the global world, and the work of art as merchandise. Rather than tracking the dense and exhaustive history of such mutations, we have carried out a general look to their current behavior, showing some aspects that operate within.Keywords: Globalization, the sublime, market, massive media of communication, sublime media.

1 Artículo avance de la investigación del Proyecto “Arte y cultura del mercado. Transfor-maciones de lo trascendente, lo permanente y lo sublime en el arte de finales del siglo XX e inicios del XXI y formas de estetización en la vida cotidiana”, financiada por el Centro de Investigaciones de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia.

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Extranjería y autonomía en el arte actual

La pérdida de autonomía del arte en las sociedades globalizadas es uno de los más agudos problemas que se presenta a la disciplina estética actual. ¿Ante quién, o quiénes, pierde el arte la autonomía crítica que había ganado en la modernidad? Podríamos aventurar una respuesta: ante el mercado y los medios masivos de comunicación. Incluso la misma definición esencialista ontológica del arte ha perdido sentido frente a la desbandada pluralista de diversas corrientes, acciones y manifestaciones estetizadas. De la pregunta clásica “¿qué es arte?”, tan cara a las estéticas tradicionales, hemos pasado a la de “¿qué hacen ahora los artistas?”, tan grata para las nuevas modalidades de teorías artísticas.

En la actualidad, el predominio del valor económico sobre el valor simbólico es determinante en la pérdida de la autonomía. La gratificación que producen las obras se asume desde la esfera del consumo y no desde una creación inno-vadora de las estructuras propias del arte. Más aún, la pérdida de autonomía se observa también cuando se expone la intimidad del artista sobre el escenario mediático, sus desgarramientos personales como espectáculo, las luchas interio-res convertidas en un vulgar striptease exhibicionista. Al decir de Dany-Robert Dufour (2010),

Este arte de la manipulación, característico de la publicidad, se aplica hoy también en el arte contemporáneo, cuando este se convierte en un lugar en el que se persiguen todos los medios posibles de comprometer al especta-dor: interés, participación financiera, connivencia... . Se ve de qué manera la retórica perversa conduce a la obscenidad: se afirma que se puede, y se debe poder convertir todo en objeto vendible (34-35).

Como sabemos, esta proliferación mediática y consumista ha desdibujado las propuestas de confrontación y ruptura con lo tradicional. Es indudable que, en mucho de sus campos, parte del arte contemporáneo más que proponerse realizar acciones transformativas ha hecho de lo tradicional reciclado un proyecto supremo, supuestamente novedoso. Sí, novedoso pero sin peligro alguno para lo normativo; es decir, seductor y decorativo como lo requiere el marketing publi-citario. Esto nos lleva a pensar en las transformaciones que se están operando en las estructuras del arte debido a la expansión en sus líneas divisorias. Así, por ejemplo, en las industrias culturales, el diseño como base de la publicidad, y el arte como pasatiempo mercantil entretenido, conllevan a que cierta autonomía moderna del arte se desvanezca, situación que provoca un sistema complejo que preocupa a unos y despreocupa a otros –los más–, quienes se alimentan de dicha situación. Como tal, es un hecho que las nuevas tendencias estéticas viven con una permanente invasión mediática y mercantil a su territorio.

Todo este problema autonómico del arte está envuelto por la contradictoria estructura de la globalización, cuyo sistema une y desintegra, universaliza a la vez que reivindica lo local; homogeniza y pluraliza los gustos. Territorialización y

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multi-localización. En dicho corpus global se pueden observar los diversos flujos vitales, culturales y teóricos entre extranjeros y nacionales, lo que ha generado que el mundo del arte también se involucre en estos procesos de circulación de forma regional e internacional, creando fusiones, reciclajes, interacciones, mezclas, intercambios, robos y plagios. Dichas prácticas producen extranjerías constantes, no solo geopolíticas y culturales sino también simbólicas. “Extran-jerías metafóricas” las ha denominado García Canclini (2008), tales como “las que ocurren al pasar de lo analógico a lo digital o de la ciudad letrada al mundo de las pantallas, las computadoras, los celulares y ipods, en el que los jóvenes son nativos y los demás debemos aprender un lenguaje que nunca hablaremos bien” (“Interculturalidad…”).

Estas “extranjerías metafóricas” podemos observarlas en la pintura frente a las tecnologías de punta; en la elaboración tradicional del cuadro frente a las artes de acciones performáticas; en las manifestaciones vanguardistas de ruptura frente a un arte hecho según las preferencias del cliente. Sin embargo, también tenemos un arte enriquecido gracias a las mezclas, a las fusiones de géneros, al intercambio de formas y técnicas. Abordar y observar con un alto voltaje crítico dichas fusiones técnicas facilita superar ciertos discursos ortodoxos sobre una completa y total autonomía del arte, abriéndose a las dinámicas de intercambio estético con un espíritu incluyente.

Las actuales extranjerías tienen muchas aristas, tanto negativas como posi-tivas, lo cual pone en aprietos la lectura reduccionista y dualista sobre lo propio y lo ajeno. Las hibridaciones entre las extranjerías se dan de manera conflicti-va, contradictoria. Ello fortalece su dinámica, pues vivimos como extranjeros de forma simultánea y múltiple en una gran variedad de culturas. En el arte las extranjerías de este tipo son permanentes. Se pasa de territorios locales a universales y viceversa, por lo que ya no se desterritorializa de los lugares, sino que, al decir de Luis Alberto Quevedo, se vive en una “localización múltiple”, habitando simultáneamente en diferentes espacios y tiempos como se observa en las tecnologías digitales (cf. García Canclini, “Interculturalidad”).

Claro, estas extranjerías, expansiones y localizaciones múltiples de culturas y estéticas no se dan de inmediato ni de manera rápida. Existen condiciones diversas que van generando redes, nexos, pliegues, en un proceso diverso, hasta cristalizar una serie de ideas y de conceptos, creando un campo de acciones y de prácticas bajo la llamada globalización económica y la mundialización cultural. Por ejemplo, el concepto de obra de arte como “objeto” y “producto” artístico son lenguajes econó-micos introducidos al mundo de la estética por las leyes del mercado. El arte en la globalización se ha vuelto un fenómeno de producción, distribución y compraventa; un círculo conocido como “mercado del arte”, en el cual el productor y el interme-diario están obligados a fijar de algún modo el precio inicial del objeto artístico.“Por un lado, el artista fantasea involucrando elementos de orden estético; por otra parte, el intermediario se refugia en la situación de que el demandante (el comprador) es en última instancia quien acepta el precio, reafirmando de esta manera la demanda

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del mercado” (Peraza 57). Sin embargo, este “objeto” está destinado solo a unos cuantos, pues la compraventa del arte es de alta rentabilidad y sobrepasa, en reiteradas ocasiones, el ingreso de las clases bajas y medias.

De esta manera, queda garantizada la sumisión del artista a las preferencias del cliente. Incluso más, queda garantizado el precio del “producto artístico”, el cual se impone según la regla básica de distribución: a mayor promoción del artista, mayor será el precio de su obra. El papel del artista queda reducido a un genio de los negocios, absorbido por el mundo mercantil de la oferta y la demanda. El consumo y el arte dialogan, se fusionan. Es la obra asumida como objeto de consumo, como producto de distribución mercantil. Así, finalmente “todo vende, todo vale”: la pasión libertaria y subversiva de las vanguardias, junto al “malditismo” artístico, se ofertan como algo exótico, digno de comprarse. Se especula con los precios; el arte se consume al mayor y al detalle, incluso con despacho y entrega a domicilio. Entre menos autonomía, mayor ganancia eco-nómica. He aquí su extranjería.

Arte efímero y cultura del mercado

Sabemos que en el proceso de la globalización económica y de la mun-dialización cultural, el arte como petición de inmortalidad ha pasado. Sin pretensiones metafísicas, el arte observa cómo lo que se consume y desecha adquiere puesto de honor entre los usuarios que buscan una vivencia momen-tánea, inmediata, veloz. La pelea con el tiempo moderno –“el tiempo de los asesinos” (Rimbaud)– fracasa ante las nuevas sensibilidades de la sociedad consumista. La época de la modernidad lineal, de revoluciones y rupturas queda reducida a un tiempo intermitente, de vibraciones efectivas y efectistas. Para Michael Mafessoli (2001) es el tiempo puntillista; tiempo de episodios que se desechan al instante y donde “la vida, ya sea individual o social, no es más que un encadenamiento de presentes, una colección de instantes vividos con variada intensidad” (56).

Zygmunt Bauman (2010) llama a este acontecimiento Modernidad líquida, pues su consistencia real cambia a cada rato. Su signo es lo camaleónico, su sello la transitoriedad impaciente. Nomadismos, migraciones globales y locales, redes de internet, masificación del turismo, consumo efusivo, telefonía celular, forman parte de una modernidad que no solo se evapora en el aire como en la clásica metáfora marxista, sino que fluye entre redes instantáneas, ubicuas e inmediatas, de una sociedad que ya no posee macro utopías ni teleologías trascendentales. La transitoriedad inmanente triunfa. Lo importante es el movimiento, el flujo, lo evacuativo. “El tiempo fluye pero ya no discurre, no se encamina” (2007).

Comprar más, acaparar más, turistear más, gozar más, producir más, tirar más, saturarse más, adquirir, desechar y remplazar son acciones que reflejan la mentalidad de un capitalismo que ha introducido su ideología expansio-

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nista y desarrollista en un individualismo extremo, el cual ve fracasadas sus aspiraciones cuando se topa con las pocas posibilidades de realización. Entre más cantidad de productos ofertados, mayor zozobra al no poseerlos todos al infinitum.Satisfecho un deseo de compra, aparece nuevamente la carencia. La sociedad del mercado garantiza una permanente angustia metafísica en línea. He aquí lo paradójico: llenura efímera, vacío perpetuo. No cumplir con dichos rituales, que rayan lo patológico, es correr un gran peligro. La identidad, la autoestima y el sentido de pertenencia social se verían afectados. El consumo es una carrera por lograr distinción y reconocimiento como ciudadanos de primera categoría.

Bajo tales condiciones, el concepto de permanencia se torna obsoleto; la Obra de Arte –con mayúscula– en la era del consumismo es un símbolo de atraso cultural que hay que lanzar rápido al basurero. La idea de inmortalidad queda en el vertedero de cosas innecesarias. Lo novedoso, impuesto por el mercado, está a la orden del día. Rápido, más rápido, sin pérdida de tiempo, sin pausas, sin demoras. He allí un síntoma de repulsión a toda tardanza y espera. Veloz y eficaz, parece decirnos la época. Ante el tiempo de la contemplación, imponemos el tiempo de la aceleración. Frente a un futuro de responsabilidades individuales y colectivas, se impone la des-responsabilidad inmediatista. Es el momento de las acciones flexibles, elásticas, expandiéndose entre toda la gama de realidades volubles, perecederas.

Este es el mundo del mercado donde nada puede petrificarse, y, como tal, impone sus condiciones. Así, las obras de arte caducan antes de tener tiempo para una vida pública. Pierden su importancia y trascendencia, sus ganas de in-mortalidad. Están hechas para el picnic diario de los consumidores; solo reinan por un instante –el de su consumo– y luego van rumbo al vertedero, al lado de múltiples excrecencias culturales. Es como si el arte hubiera entrado, al decir de Michaud (2007), en un “éter estético” y se ha volatizado. Michaud es más contundente: allí donde había obras, solo quedan experiencias. La obra como objeto trascendente desaparece y queda solo la estética del acontecimiento, de los sucesos. El artista pasa de ser un creador de obras inmortales, a ser un productor de efectos especiales. Triunfo de los diseñadores de lo efímero, evaporación de los creadores de lo trascendente. Como afirma Michaud, “se va borrando la obra en beneficio de la experiencia, borrando el objeto en beneficio de una cualidad estética volátil, vaporosa o difusa” (32). Entramos, pues, a otros dispositivos de la mirada, de la percepción y de la sensibilidad.

Actualmente, la masificación en red de los espacios artísticos garantiza que públicos en masa se desplacen de una obra a otra en galerías y museos de ma-nera turística, sin practicar ya una actitud contemplativa. Por lo mismo, somos usuarios/consumidores y el disfrute de la obra no está dado por el silencio contemplativo, íntimo y reverencial ante la misma, sino en el dato turístico que confirma la presencia del espectador en las exposiciones, además del dichoso lema del “yo estuve allí” no para contemplar, sino para demostrar a los otros que

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realicé un veloz y efímero itinerario por el arte2. Sin tiempo, al turista estético le queda el agotamiento físico en su paso por los museos.

Gracias a la cultura de masas y a las industrias culturales, se han diluido ciertas distancias, produciéndose fusiones de fronteras hasta el punto que las barreras entre el artista productor y el consumidor o cliente han desaparecido debido al mercado. Este los une y nivela. El artista pasa a ser también público consumidor y el público, artista del consumo. El sujeto contemplativo, desinte-resado, al decir de Kant en su Crítica del juicio (1990), se transforma en usuario/consumidor que gira en el circuito de la lógica del mundo del arte, desde donde se imponen y proponen cánones de gustos a sus compradores. Esto ha llevado a que los artistas pretendan vender lo que más se consume y que propongan productos según las preferencias del cliente.

Hoy por hoy, el puesto lo han ganado los artistas que se unen al diseño. Estos se nutren de la actualidad y de la moda, de la propaganda, el modelaje, del turismo de las industrias del entretenimiento. La desaparición de los planteamientos teóricos esencialistas, metafísicos, éticos y políticos del arte de vanguardias es evidente. Por lo mismo, topamos entonces con búsquedas estéticas sin ninguna petición teórica ni utópica, despolitizadas e inundadas de discursos permisivos más que subversivos. Como consecuencia, se eleva cualquier actividad, cosa o actitud a categoría de arte, y esto no es más que el triunfo de la estetización masiva gracias a los medios y al mercado. El “arte” está en todas partes. Pero si todo es arte y todo cae en la esfera de lo estético, se hace innecesario un arte del rechazo, de confrontación, de ruptura. Así, la estetización de la política y el llamado por Walter Benjamin arte de distracción, colaboran para que este mapa de ambigüedades se manifieste de forma más agresiva contra las sensibilidades. Sus resultados son aterradores: totalitarismo de una estética vacua, oficial, con-vencional, licuada de propuestas renovadoras. Ya lo decía Theodor Adorno en su Teoría Estética (1983): arte como “un masaje para gerentes fatigados”, creado para un supuesto tiempo libre. Es la ritualización banal de los artefactos estéti-cos. Democratización simulada en el mundo del mercado, donde se ve ridículo asumir el derecho a ejercer un arte de la diferencia y del rechazo.

2 Según José Jiménez (2002), “El ‘contacto’ con la obra de arte tiene así lugar, en no pocas ocasiones, a través del turismo de masas, en términos que se hace realmente difícil, si no imposible, cualquier pretensión de ‘contemplación’ o de quietud, y que, curiosamente, vale más como ‘confirmación’ personal de un acto, de una presencia, ‘yo estuve allí’, que como contacto, conocimiento y disfrute de la obra. Una obra que, por otra parte, ha sido ya ‘conocida’ y jerarquizada a través de reproducciones y de inevitables guías turísticas que señalan lo que debe verse y su importancia mayor o menor” (149-150).

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La obra de arte: entre la trascendencia y la mercancía

La transformación de la obra de arte en objeto o artefacto mercantil de uso e intercambio, dada en la plenitud de la modernidad capitalista, “hizo aguas” la clásica concepción kantiana del desinterés estético y de la finalidad sin fin. La obra, y el cuadro en general, entraron al espacio del mercado activo y triunfante donde

Desde su misma estructura física permite involucrar conceptos como el de valor de uso, que en el caso particular del arte se da desde la producción y la recepción. En primera instancia cuando el artista elabora la obra de arte y posteriormente con el consumidor en el momento mismo en el que hay una transferencia afectiva de este con la obra. Tanto el productor como el consumidor derivan de esta una utilidad de índole material o espiritual. Sin embargo, existe otro valor denominado valor de cambio que es aquel que posibilita que a través de un precio se dé una transferencia efectiva del mismo objeto artístico (Cadavid y Domínguez 15-16).

Las categorías marxistas nos sirven para aclarar esta condición del arte y su inclusión en las lógicas del intercambio mercantil. La transformación en objeto de cambio y de uso hace viable y posible la existencia del arte para el desecho, es decir, un arte efímero que como toda mercancía se compra, se usa, se desecha y se reemplaza. Esta es la estructura del intercambio productivo y de circulación de las obras actuales, arte “ahorista”, producido en serie que desentroniza al arte de élite proponiendo unir lo cotidiano, lo ordinario con el hecho artístico extraordinario. El arte del botadero tiene las mismas condiciones de la vida en el capitalismo global, ya que es no durable, nada seguro, contingente, gaseo-so, etéreo. No es de extrañar que los procedimientos de compra y venta que utilizamos en la cotidianidad sean los mismos cuando establecemos contacto con un artefacto artístico. La misma condición de objeto de circulación en los intercambios comerciales y la misma proyección de objeto de uso hasta que se reemplace por otro de moda. ¿Dónde queda, pues, la concepción de obra trascendental, creadora de realidades misteriosas, imaginativas, provocadoras y renovadoras de la mirada? ¿Dónde queda la propuesta de creación del arte como espiritualidad metafísica del ser? La obra de arte, ahora artefacto, ha evaporado su condición ideal y espiritual en la era de la reproductibilidad masiva y en red. Su valor de uso y de cambio produce tantos intercambios de materiales como de productos simbólicos, pero la mayoría de las veces encaminados al consumo inmediato con un precio monetario, el cual se rige por las lógicas de su utilidad específica y de su necesidad cuantitativa.

Durante todo el capitalismo de la modernidad triunfante, “las obras de arte obtuvieron el rango de objetos y eso posibilitó su comercio sumado al hecho de que pudieran ser negociadas, vendidas y en algunos casos regaladas” (Cadavid y Domínguez 134). Empero, el capitalismo global ha procedido a cambiar las

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reglas de dicho intercambio. En algunos casos, como en el arte de la acción y del comportamiento, incluso de programación (performances, happenings, ins-talaciones, land art, video arte, transmisiones radiales, televisivas, net art, entre otros), se le da importancia no tanto al consumo del objeto como sí al de la experiencia sensorial inmediata, lo que quiere decir que de la compra y consumo de la obra hemos pasado al consumo del espectáculo que esta proyecta. Arte para el goce inmediato espectacularizado. De tal manera que ya no compramos el objeto, sino que consumimos su imagen volátil, fugaz e impactante, la cual no guardamos en casa como producto durable, sino que llevamos con nosotros como experiencia efímera.

Esta condición de inmediatez ha disparado a los procesos artísticos hacia inmensurables ganancias mercantiles. Y es precisamente su apuesta a la no durabilidad la que hace de lo artístico algo muy vendible y seductor. El espec-táculo rápido es su ley, la seducción su norma. En una producción de oferta y de demanda del arte actual, prima el proceso de elaboración sobre el objeto en sí. Arte procesual contra arte objetual (clásico) y subjetivo (moderno). De allí que se ponga de moda lo sensacionalista de la obra más que su producto acabado. La obra de arte efectiva y efectista triunfa como hecho estético en el público consumidor. Por lo tanto, la obra procesual evapora a la obra trascen-dental, durable, provocadora y transformadora de las sensibilidades. Se paga entonces por un nombre, una marca, un sello reconocido. De manera que en el arte contemporáneo ha ganado terreno la experiencia, lo sensacional como finalidad, creándose un receptor/consumidor participante del espectáculo. De la contemplación activa a la interacción consumista y fugaz. Son los nuevos espacios para un arte que desacraliza las estructuras de los valores cualitativos de su autonomía crítica y procede a instaurar los valores cuantitativos de las mercancías, estableciendo una “pos-autonomía” empresarial y rentable.

Según Yves Michaud, ello ha hecho que pertenezcamos a un mundo

. . .cada vez más carente de obra de arte, si es que por arte entendemos a aquellos objetos preciosos y raros, antes investidos de un aura, de una aureola, de la cualidad mágica de ser centros de producción de experiencias estéticas únicas, elevadas y refinadas. . . .El arte se volatizó en éter estético, recordando que el éter fue definido por los físicos y los filósofos después de Newton como medio sutil que impregna todos los cuerpos. . . .Ahí donde había obras, solo quedan experiencias (2007, págs. 10-11).

De este modo, los artistas han mutado en creadores de experiencias efímeras, de efectos especiales, situándonos en otra noción de objeto artístico y de obra, lo cual ha llevado, según Michaud, a una evaporación de lo auténtico y a una multiplicación y sobreproducción exagerada del arte

. . .al estandarizarse, al volverse accesibles al consumo bajo formas apenas diferentes en los múltiples santuarios del arte transformados en medios de

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comunicación de masas (los museos son mass media). Hay una profusión y tanta abundancia de obras, tanta superabundancia de riquezas que ya carecen de intensidad: abunda la escasez y lo fetiche se multiplica en los departa-mentos del supermercado cultural (12-13).

Todo este proceso estético se une, por supuesto, a las industrias culturales tanto de artefactos como de bienes simbólicos, las cuales han impactado e in-vadido la vida cotidiana, transformando la obra de arte en marca tanto turística, de pasarela, de adornos, perfumes, coches, viajes… Triunfo de la estética sobre el arte moderno, lo denomina Michaud; triunfo de la estetización totalitaria global que ha reemplazado a las obras trascendentales auráticas de la moderni-dad beligerante y crítica. Es decir, la abolición de la distancia entre los valores artísticos y la cotidianidad.

Ya lo anunciamos arriba: en la actualidad encontramos una mutación del sentido metafísico, filosófico del arte, por un relajamiento conceptual anclado en lo inmanente inmediato que no trabaja desde lo simbólico, ni quiere repre-sentar lo irrepresentable, sino que se encamina a presentar lo ya presentado, desmetaforizando lo real. Pérdida de ilusión, dirá Baudrillard (1998); pérdida de espacios para la ensoñación metafísica, arte pos-metafísico:

Ya no existe el Gran Arte, tampoco las grandes obras y efectivamente he-mos entrado en una nueva economía, la del triunfo de la estética. . . .Hemos pasado de un mundo en el que continuaban operando las categorías del arte romántico a un mundo multicultural, pluralista, poscolonial pero también productivista, masificado y enfocado al consumo en que el arte ya no está en la cúspide del sistema simbólico de la cultura sino que funge solamente como un elemento de este sistema (Michaud 87-88).

El arte está en todas partes. Cualquier acción crea una estetización cul-tural, mediática, económica, política. Pareciera que no existieran límites para las propuestas diversas y masivas del arte, desde lo realmente valioso hasta lo reprobable y mediocre. Las leyes del mercado se introducen y ya a casi nadie le importa, ya no produce escozor. Ya ello no escandaliza a nadie. La mediocridad convive pacíficamente con el arte de alta calidad y este a la vez se complace de ser considerado objeto del mercado que hace agradable lo cotidiano. Rechazo a la obra y exaltación del espectáculo3.

3 Al decir de Peraza e Iturbe, “[E]l objeto artístico que sale de las manos del creador deja inmediatamente su connotación inmatérica en brazos de las musas para conver-tirse en un producto artístico a cargo del aparato del Estado. Será el producto –y no el objeto– el susceptible de ser empujado, atorado, recomprado, inflado, o revendido una y mil veces para servir a otro tipo de objetivos que no tienen que ver exactamente con ‘lo artístico’ sino con lo económico. El artista, si no se conforma con limitar su quehacer a la condición de hobby, se convierte ineludiblemente en productor” (25).

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De tal manera que este “objeto artístico” se valora por el consumo más que por su valor estético. Su tiempo está encadenado a la actualidad, a lo novedoso; no posee “todo el tiempo”, sino solo el tiempo del consumo, el tiempo del aho-ra y del aquí. La obra objeto está sujeta a las variables del mercado: inflación, recesión, devaluación, ingresos, distribución, ventas, y a los cambios políticos tanto internos como globales. Por ello, al decir de Peraza e Iturbe,

[E]l mercado del arte –a diferencia de otros mercados ordinarios– no se rige por la oferta del producto, ni siquiera por la demanda del consumidor, sino que la propuesta del producto (oferta atípica) viene dada exclusivamente por los intermediarios. . . la realidad es que, en el mercado del arte, las leyes del comercio juegan con el arte, ya sea por cultura o por economía (51).

De esta forma, el lenguaje económico se ha introducido al arte, imponiendo reglas comerciales y conceptos tales como precio, competencia, efectividad, eficacia, rentabilidad, marca comercial, publicidad, corredores de arte, desplazando a los valores tradicionales del arte, como creatividad, autenticidad, sublimidad, originali-dad, emancipación, experiencia estética. Este juego de precios y valores que rige en estos momentos al arte es propio del sistema de distribución: a mayor promoción y atributos del objeto, mayor es su precio. Con esto aumentan sus ganancias tanto los corredores o vendedores del arte como las subastadoras globales y los grandes coleccionistas o inversionistas en arte, junto a los especuladores del mismo.

Esta es la situación del arte hoy. Dada la crisis y relajación vanguardista, ha ganado terreno un arte que se convierte en objeto de consumo masivo, de espec-táculo y especulación económica. La cultura de masas y las industrias del ocio y del entretenimiento han subsumido por completo al arte de ideas, de protesta-propuesta, convirtiéndolo en un asunto de uso reemplazable, en botadero estético.

¿Estamos ante la condición pos-autónoma del arte?

El mundo del arte ha asumido las mismas lógicas del mercado. Del genio romántico, extraño, marginado y rebelde, hemos pasado al genio de los negocios, integrado y colaborador con el mercado. Ya no se busca la gloria sino la fama; ya no se proyecta inmortalidad sino éxito bursátil, dinero y celebridad. La oferta y la demanda manejan al artista como cualquier producto del mercado. De allí su proceso de exposición constante en los medios para cotizar cada vez más su imagen. El valor de su obra –que ahora es solo artefacto u objeto de consumo– está determinado por la promoción mediática y la difusión masiva que de esta se realiza. Es el arte no de las propuestas filosóficas trascendentales, ni de las estéticas de la revuelta, sino de los negocios. Ante el artista rebelde se impone un artista de confort.

Lo mismo se proyecta en los espacios del museo. Del museo como centro del arte moderno, al museo como centro comercial del arte mercantilizado. Museos espectáculos, museos-escultura, seductores; museos-tiendas, museos franquicias, museos de marca, donde es más importante la arquitectura fasci-

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nante de los mismos que las obras que en ellos se exponen. Los museos han adoptado las mismas lógicas comerciales del capitalismo trascendental y las mismas estrategias de captación de públicos consumidores. El turista cultural voraz, visitante de los museos, no tiene tiempo para contemplar: su tiempo es solo para consumir. Realiza su paseo secular rápido por los antiguos templos del arte. No son viajeros que habitan los espacios, son turistas que consumen en los espacios que transitan. “Tal es el nuevo régimen del arte: mientras atrae a un público amplio, da vida a muchas actividades comerciales relacionadas con él, ocupa las páginas de las revistas, consagra figuras y él mismo se vuelve empresa y objeto de especulación. Vehiculado por el mercado, se convierte en arte-mundo, arte en el mundo” (Lipovetsky 102).

Desde esta perspectiva, la mutación del sentimiento moderno respecto al arte y la cultura es inmensa e impacta en las estructuras de la concepción intelectual del presente. Con el pensamiento crítico en crisis, la labor del pensador-creador se resiente. Del intelectual rebelde, vanguardista y revolucionario al intelectual turista-académico de las universidades neoliberales. La globalización económica capitalista ha creado artistas e intelectuales mediáticos, espectacularizados, legitimadores del establecimiento, estrellas fugaces del pensamiento conciliador. Tanto en los medios como en el mercado, se imponen estos nuevos cánones del pensamiento. Los pe-riodistas reemplazan a los pensadores creadores y críticos. Triunfo de lo superficial, sepultura de las grandes propuestas ideológicas y metafísicas; triunfo de la idiocia y de lo efímero; fracaso de los proyectos filosóficos y estéticos trascendentales. El contexto socio político y cultural no puede ser más desalentador.

Este pasar con levedad sobre las grandes piedras del espíritu es lo que nos sitúa en una pérdida de gravidez de la cultura, la cual se asume con una desfacha-tez despreocupada, fácil y vacacional: más divertimento, más goce instantáneo, menos reflexión, menos tensión crítica, más arte de “matar y pasar el tiempo”. Al arte se le observa como figura decorativa, como un Neo Art Deco de distracción y animación temporal. Ya no provoca ni proyecta innovación, no es esencial para las transformaciones individuales ni colectivas. Ya no se asume como un gran peligro que puede impactar en nuestras vidas. Se le considera un ornamento que no causa estragos, ni catástrofes espirituales. De allí su aceptación, su transfor-mación en artefacto efímero, consumible, agradable. Es la desaparición de la obra de arte y del objeto artístico como algo trascendental. El artefacto comercial, en lo que se ha transmutado la obra, ocupa ahora su lugar. El escaparate global es su sitio más preciado. Entre más seductor y lumínico, mucho mejor; entre más espectacular y fascinante, mayor será su aprecio.

De modo que entre lo estridente, lo hiper-grotesco, lo mórbido, lo crudo, lo escatológico, violento, abyecto y lo glácil, lo melodramático y tierno, lo sensiblero y kitsch se mueve el arte del mercado. Solo sensaciones volátiles. Triunfo de lo gaseoso estético, crisis del Gran Arte y de la Magna Estética.

Insistimos: más apegado a la moda y a las marcas que a las búsquedas tras-cendentales de verdades e ideales eternos, al arte se le asume ya no como un

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proyecto fundamental para “elevar”, a lo Hegel, el espíritu del hombre, sino como un componente junto a los objetos que se consumen y se desechan, necesarios solo como acto decorativo (Cf. Hegel, Introducción a la estética 120). Esta es la estetización de la cultura a través de los medios y del mercado. Y esta es una de las preocupaciones de Néstor García Canclini (2010) al preguntarse sobre la función del arte en la actualidad: “¿Cómo se reelabora el papel del arte cuando la distinción estética se consigue con tantos otros recursos del gusto, desde la ropa y los artefactos con diseño hasta los sitios vacacionales, cuando la innovación minoritaria es popularizada por los medios?” (10).

De este modo, la autonomía propia del arte moderno se ha agotado, en tanto que la globalización neoliberal lo integra a la industria del diseño, a la publicidad, al turismo como un bien y un servicio más de consumo. Pérdida de la autonomía ganada en la Ilustración estética; aparición de una “pos-autonomía” regida por las leyes del mercado. El arte queda, de esta forma, atado a otras instituciones muy distintas de su propia estructura. Se vuelve manifiesto un desplazamiento de sus fronteras tradicionales, una expansión de los límites de las prácticas artísticas. La independencia secular lograda en la modernidad respecto al príncipe, a la religión, a la doctrina, se muta por la dependencia al totalitarismo del marketing y de los medios. Prisionero de las lógicas de la globalización económica y de la mundialización cultural, al arte solo se valora como un artefacto de subasta y por la magnitud de su precio en el mercado. Del misterio metafísico y la poética mágica pasamos a lo eficaz rentable del objeto artístico. Se diluyen entonces las propuestas de resistencia, de emancipación y diferencia estética respecto a las instituciones. Una cierta condición de pérdida de rebeldía se va imponiendo junto a la exigencia perversa de producir un sin confrontación ni propuesta innovadora. Por lo tanto, al decir de García Canclini:

Estamos lejos de los tiempos en que los artistas discutían qué hacer para cambiar la vida o al menos representar sus transiciones diciendo lo que el “sistema” ocultaba. Apenas consiguen actuar, como les ocurre a los damnifi-cados que intentan organizarse, en la inminencia de lo que puede suceder o en los restos poco explicables de lo que fue desvencijado por la globalización. El arte trabaja ahora en las huellas de lo ingobernable (La sociedad 22).

Desde esta perspectiva, la estetización se hace evidente en todos los espacios de la cultura como un totalitarismo estético dominado por las ganancias de la repetición y estandarización de los gustos, la espectacularización de la vida y del arte. “La semiótica de la comunicación”, dice Eduardo Subirats (2010), “ha igualado triunfalmente la obra de arte con el spot publicitario, y la experiencia estética con el consumo de propaganda comercial y política” (114). Tal es la si-tuación de un arte bajo condiciones pos-autónomas, sus pérdidas, pero también sus desafíos y retos.

Así, la estética está atravesada por el llamado “mundo del arte”, término que surge para designar las relaciones del arte y del mercado. Pero, “¿qué es el

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mundo del arte?”, es la pregunta que se formula James Gardner (1996), para la que esboza una respuesta:

Es todo lo que tiene que ver con el arte exceptuando el arte mismo. Es la empresa que patrocina la muestra que causa sensación; el crítico que echa incienso a una obra; el experto que la autentifica; los ricos que la compran; la empresa que la asegura; el hombre que la enmarca y la cuelga. También hay sitio para las groupies y los colgados, para los esnobs y filisteos, para auténticos intelectuales y sus imitaciones (24).

Estas son, pues, las condiciones donde se mueven el sujeto artista, la obra, el público, el crítico, el museo, las subastas y todas las instituciones que conforman el llamado “mundo del arte”, desde las primeras expresiones de la modernidad ilustrada hasta la globalización actual. Gardner enfatiza su crítica aguda respecto a este problema:

De hecho, esta adulación espuria ya nos ha apartado del objeto de nuestro supuesto amor, haciendo que alabemos mediocridades de autores ilustres y pasemos por alto la auténtica excelencia a la que no se puede unir un nombre importante. . . .No es una exageración excesiva decir que el mundo del arte se ha transformado en un mercado de autógrafos masivos, glorificado. El dinero, la medida de este mercado, se ha convertido en la cuarta dimensión del arte. Una vez secundario en la apreciación del arte, el precio ahora se coloca por sí mismo en el centro de nuestra capacidad estética (35-37).

De un momento a otro, el precio ha vuelto artístico cualquier acción que realice un sujeto. ¿Dónde queda la capacidad de trascendencia, la propuesta innovadora que desafía un orden, una regla, la historia, el universo entero? Solo repetición y aburrimiento. Las obras de arte “revolucionarias” ahora son un asunto seductor para el mercado. Se compran y se venden como algo atractivo, original y exclusivo. El arte que antes chocaba, y era un peligro para las sensibilidades, ahora encanta por su desfachatez y su fascinante forma de entrega a una causa perdida. El mundo del arte entra a las esferas de la conciliación y a la entrega pos-autónoma del arte. ¿Estaremos ante el surgimiento de una sensibilidad que pone fin a toda excelencia artística y de los paradigmas de confrontación estéticos? ¿Renovación versus legitimación?

Mutaciones en la categoría de lo sublime

La categoría estética de lo sublime podemos encontrarla desde las reflexiones de Seudo Longino4 y de San Agustín, para el cual lo sublime ya presupone la idea

4 Longino, en su tratado de retórica De lo sublime (1972), escribe: “Las cosas sublimes, en efecto, no llevan a los oyentes a la persuasión sino al éxtasis. Siempre y en todas partes lo admirable, unido al pasmo o sorpresa, aventaja a lo que tiene por fin persuadir

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de una divinidad plenipotenciaria e infinita. Dicha categoría va a ser explorada ampliamente por Joseph Addison5, Edmund Burke y Kant, llevándola más allá de los conceptos limitados por la forma y lo bello. Lo sublime se despierta en el sujeto a través de lo sensorial; por ejemplo, al captar una tempestad, un terremoto, un huracán, un tifón, el oleaje furioso del mar, un desierto desolado, o lo infinito. Este desorden, muy superior en extensión material al sujeto que lo aprehende, le produce una sensación de insignificancia ontológica: su finitud y su impotencia como ser se hacen manifiestas. Aquella magnitud le excede y le sobrepasa. Tiene vértigo. Está frente a un espectáculo doloroso, pero de inmediato combate su miedo al realizar una segunda reflexión que le hace superar su inutilidad física: pone en funcionamiento su razón, con lo que alcanza así” conciencia de su propia

o agradar”. Más adelante afirma: “Podríamos decir que son cinco las fuentes capaces de producir la elevación del estilo, presumiendo, como fundamento común a esos cinco principios, la capacidad o talento para la oratoria, sin lo cual nada en absoluto es posible. La primera y la de más peso es la capacidad de concebir pensamientos elevados, como hemos explicado en nuestra obra sobre Jenofonte. La segunda es la vehemencia y el entusiasmo en lo patético o emocional. Esas dos fuentes de lo sublime son, en su mayor parte, disposiciones o capacidades congénitas, mientras que las restantes son debidas a la techne: la forma de elaborar las figuras, que son de dos clases: figuras de pensamiento y figuras de lenguaje; a lo cual hay que añadir la nobleza de la expresión que comprende, a su vez, la selección del vocabulario y la elocución, sazonada con tropos y elaborada. La quinta causa de lo sublime, que encierra en sí todas las que preceden, consiste en la composición digna y elevada” (39, 57, 58).5 Joseph Addison, en una serie de ensayos publicados en The Spectator en 1712 ti-tulados Los placeres de la imaginación (1991), concebía una relación entre el asombro y lo sublime, el placer y la pena, unidos a la facultad imaginativa del hombre, lo cual va a ser de gran influencia en las consideraciones del empirismo inglés y de Burke. En el segundo ensayo, publicado el 23 de junio de 1712, escribe: “Consideraré primero aquellos placeres de la imaginación que nos da la vista presencial y el examen de los objetos exteriores. Yo juzgo que todos ellos dimanan de la vista de alguna cosa grande, singular o bella. A la verdad en un objeto puede encontrarse alguna cosa tan terrible y ofensiva, que el horror y disgusto que excita supere al placer que resulta de su grandeza, novedad o belleza. Pero aún entonces acompañará a este horror y disgusto una mezcla de placer proporcionada al grado en que sobresalga y predomine alguna de estas tres cualidades. Por grandeza no entiendo solamente el tamaño de un objeto peculiar, sino la anchura de una perspectiva entera considerada como una sola pieza. A esta clase pertenecen las vistas de un campo abierto, un gran desierto inculto, y las grandes masas de montañas, riscos y precipicios elevados, y una vasta extensión de aguas, en que no nos hace tanta sensación la novedad o la belleza de estos objetos, como aquella especie de magnificencia que se descubre en estos portentos de la naturaleza. La imaginación apetece llenarse de un objeto y apoderarse de alguna cosa que sea demasiado gruesa para su capacidad. Caemos en un asombro agradable al ver tales cosas sin término; y sentimos interiormente una belicosa inquietud y espanto cuando las aprehendemos” (137, 138, 139).

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superioridad moral respecto a la naturaleza que, sin embargo, evoca y conmueve en él, al presentarse caótica, desordenada y desolada, la idea de infinito, dada así sensiblemente como presencia y espectáculo” (Trías 24). Es decir, se sobrepone alzándose con una superioridad ética y estética, lo que le hace experimentar una sensación placentera. Es entonces cuando lo infinito se hace finito; lo inconmen-surable, mensurable; el horror, belleza. En el artista los dualismos entre razón y sensibilidad, moralidad e instinto, noúmeno y fenómeno, quedan superados en una síntesis unitaria: la obra de arte. El sujeto puede ahora tocar aquello que le horroriza y espanta. Lo divino se ha revelado a través de su potencialidad: su destino como hombre sobre esta tierra queda salvado (Cf. Trías 24-25)6.

Desde el siglo XVII, el empirismo inglés, unido a las investigaciones de la fisiología y de la incipiente psicología sensualista, introduce en las teorías estéticas el concepto de lo sublime. Estas van a ser las fuentes tanto filosóficas como fisiológicas para Edmund Burke (1727-1795), el cual argumentó (1995) que las visiones de lo sublime eran una cualidad del instinto de conservación, un profundo miedo y temor a lo grandioso, a la oscuridad, a la inmensidad, a la infinitud, a la variedad de los objetos o fenómenos naturales. El asombro empírico en Burke es, pues, la principal fuente estética de lo sublime. El efecto y el afecto que los fenómenos naturales y artísticos provocan en el espectador, se generan en el nivel Fenomenológico y en el Fisiológico. En el primer nivel (Fenomenológico), Burke estudia cómo se suscita lo Bello (amor sin placer) y lo Sublime (asombro sin peligro real) a través de la contemplación de lo que produce terror, asombro7.

En 1764, Immanuel Kant publica Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime (1990), libro donde expone mediante un estudio empírico, muy cercano al propuesto por Burke, sus ideas respecto a estos dos sentimientos. En este breve texto, Kant explora lo bello y lo sublime con un sentido más psicológico

6 De esta manera, lo sublime hace experimentar un goce estético ambiguo entre el placer y el dolor. El artista siente a la vez su grandeza y su pequeñez como sujeto. Solo la obra de arte muestra esta ambivalencia, pues en ella resplandece internamente el caos, las imágenes que no se pueden soportar, los abismos siniestros, la muerte y espacios del miedo, pero transmutados a través de lo simbólico, lo metafórico, lo metonímico, logrando que como actores y espectadores experimentemos un goce estético ante lo bello de lo terrible. Tal como lo decía Novalis, “El caos debe resplandecer en el poema bajo el velo condicional del orden” (en Trías 18).7 Así, tanto lo fenomenológico como lo fisiológico se manifiestan en sentimientos que se despiertan por el temor, por la oscuridad, el poder, la vastedad, la dificultad, la infinidad, la luz, el ruido. También, tanto la brusquedad como los olores penetrantes y hedores participan en las ideas de grandeza y de sublimidad. Burke realiza, como él mismo dice, un recorrido “por las causas de lo sublime en referencia a todos los sentidos” (66), llegando a la conclusión de que “. . .lo sublime es una idea que pertenece a la autoconservación; y que es, por consiguiente, una de las más afectivas que tenemos; que su emoción más fuerte es una emoción de dolor; y que ningún placer derivado de una causa positiva le pertenece” (66).

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y antropológico que estético. Sin embargo, ya contiene los anticipos filosóficos de sus principales ideas estéticas expuestas en la Crítica del juicio (1999). El método utilizado para escribir las Observaciones está muy alejado del empleado por Kant en sus principales obras, influenciado por la filosofía inglesa y por el estilo de Rousseau, de tanto impacto en la literatura filosófica de esta época.

Pero es en la Crítica del Juicio, donde lo sublime para Kant pasa del ámbito natural –donde el empirismo inglés lo había situado– al ámbito del arte, por lo que se puede ejercer sobre él un juicio de reflexión o estético. Lo sublime, más que abrumarnos por el temor, con la imposibilidad y el sentimiento de pequeñez ante lo extremadamente vasto; lejos de ser un sentimiento de desfallecimiento de nuestro Yo empírico por no poder abarcar la totalidad y su infinitud, es una fuerza para superar el temor. “Da valor para poder medirnos con el Todo-poder aparente de la naturaleza” (Kant 2, 204). Da conciencia de la supremacía de la razón, cuyas ideas alcanzan la totalidad, como también conciencia de nuestra dignidad en cuanto seres morales, lo que inflama de nobleza al espíritu. “Lla-mamos gustosos sublimes, dice Kant, esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término” (204).

La fuerza se configura en una facultad que es superior a los grandes obstácu-los. De allí lo dinámico sublime como poder para superar el objeto de temor. La naturaleza, entonces, no es juzgada como sublime porque provoque miedo, sino “porque excita en nosotros nuestra fuerza” (Kant 2, 205). De ese dolor inicial surge el deleite, el goce, el placer de una pena, una “satisfacción que entusiasma” (205). El sentimiento sublime kantiano nos muestra de inmediato la concepción moderna ilustrada que este filósofo mantenía en cuanto “nos da conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros”, gracias a la facultad que poseemos de juzgar sin temor:

Hemos encontrado nuestra propia limitación y, sin embargo, también, al mismo tiempo, hemos encontrado en nuestra facultad de la razón otra medida no sensible que tiene bajo sí aquella infinidad misma como unidad, y frente a la cual todo en la naturaleza es pequeño, y, por tanto, en nuestro espíritu, una superioridad sobre la naturaleza misma en su inconmensurabilidad8 (205).

8 Solo el juicio de reflexión supera el miedo a la desmesura cuántica o a lo sublime matemático, que es “. . .aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña” (la ciudad del Vaticano, las pirámides de Egipto, lo que es absolutamente grande) (Cf. Kant 2, 190). A la vez, este juicio de reflexión supera a la desmesura natural o lo sublime dinámico (una tempestad, el desierto, el mar, el horror a lo ilimitado) y nos da un sen-timiento de nobleza de la razón misma y del destino moral del hombre, conceptos que van a ser importantes en la filosofía del romanticismo temprano alemán, constituyéndose el idealismo trascendental kantiano en una de sus principales fuentes.

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Lo sublime en la historia

Pero si Addison y Burke relacionan lo sublime con la naturaleza y Kant con la posibilidad de ejercer sobre él un juicio estético, aquí abordaremos otro sublime: la historia. La relación de lo sublime con la idea de tiempo lineal, tiem-po de rupturas, catástrofes y mesianismos, se manifiesta con mayor estruendo en la modernidad. Su origen cristiano es evidente; su secularización moderna, innegable. Gracias a esta categoría se expresan en la modernidad la lucha por lograr a través de la razón la unidad del hombre con el “Cosmos Unificado” y la “Gran Totalidad” histórico-metafísica. La categoría de lo sublime se une así a las concepciones del racionalismo moderno del progreso, el futuro y el desa-rrollo. La “modernidad triunfante”, como la denomina Touraine (1999), pasa revista desde el siglo XIV por todas las ideas de racionalización que impulsan una mundanización sin precedentes en las esferas de la cultura: triunfo de la razón sobre la sacralización de la naturaleza y la sociedad.

Desde los siglos XVIII, XIX y XX, es decir, los siglos del Iluminismo, del Positivismo y el historicismo, la racionalidad universalista ha propuesto guías de acción que fortalecen el trascendentalismo de lo sublime histórico, cuyo resultado es la creencia en el futuro, el progreso y el desarrollo. La idea de emancipación de la humanidad, junto a las utopías de igualdad y fraternidad, cocinadas y digeridas a finales del siglo XVIII en la filosofía de las Luces y la revolución francesa, fueron modelos de una modernidad que no solo organizó el Estado liberal, sino que también impuso regímenes de terror y dictaduras cimentadas en dichos principios. Esto es lo que hace que la modernidad sea un concepto tan profundamente ambiguo y contradictorio, y con un sentimiento de lo sublime manifiesto en la racionalidad histórica.

Por lo tanto, el sentimiento de lo sublime lo encontramos en la historia realizada como fenomenología del poder racional económico-político, acla-mando con sus banderas y estandartes una totalidad construida o ensoñada. Así, todos los totalitarismos modernos, por su fuerza impositiva histórica, tienen una profunda raíz sublime. El sujeto histórico, como categoría central de la modernidad, se asume sublime cuando se transforma en futuro, progreso, desarrollo, racionalidad utópica y logra superar el sentimiento de pequeñez ante la historia, es decir, cuando toma conciencia de su grandeza como ser que construye el devenir. El heroísmo histórico es su marca, el entusiasmo sublime su condición. “El que a lo sublime se entrega proclama su superioridad sobre el común y se diferencia de lo mediocre. Hace algo grande: ya lo es su compromiso, aunque fracase” (Bozal, Necesidad…56). La historia se convierte en un absoluto y sus regímenes políticos se vuelven una magnitud inconmen-surable. El poder y el autoritarismo pregonan la marcha de los pueblos y de las masas hacia una utopía posible, hacia aquel “todavía no” esperanzado. El entusiasmo sublime de los totalitarismos requiere entonces de héroes con sentido de pertenencia y de compromiso, con una firme idea de trascendencia.

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He aquí lo sublime histórico: mesianismo moderno que promete un futuro, una línea recta, un fin.

El sometimiento de los sujetos a la grandiosidad histórica, es lo que facilita ver a los regímenes totalitarios como símbolos de la sublimidad. La estatuaria y el arte monumental estalinista es un buen ejemplo de la expresión estética del sentimiento sublime; el documental de Leni Riefensthal titulado “El triunfo de la voluntad” de 1936, realizado para Hitler y el nazismo alemán, muestra la fuerza de aplastamiento de las masas sobre las individualidades, el absoluto alcanzado, la gran totalidad del heroísmo nazi9. Si esto es así, encontramos la categoría moderna de lo sublime no solo en la conquista de la mayoría de edad kantiana o en los cuadros de Caspar David Friedrich o en la Novena Sinfonía de Beethoven, sino también en los imaginarios de la monumentalidad de los autoritarismos, en la iconografía de los regímenes militaristas y en los populis-mos de última hora. Lo sublime se muestra entonces como proceso del horror y de la maldad histórica.

De allí que Walter Benjamin (1973), al interpretar el cuadro “Angelus Novus” (1920) de Paul Klee, observe que lo sublime histórico no se manifiesta como esperanza, sino como desastre. El ángel ha vuelto el rostro hacia las catástrofes del pasado, pero desde el futuro sopla el huracán del progreso que con fuerza lo arrastra hacia él:

Hay un cuadro de Klee que se llama “Angelus Novus”. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos pro-greso (183).

Ese huracán del progreso es el autoritarismo de lo sublime histórico que obli-ga a los sujetos a comprometerse con la “necesidad histórica” y con el entusiasmo

9 Cf. Bozal, “Transformaciones en tiempos de crisis”. En Las transformaciones del arte contemporáneo. Madrid: Fundación Juan March, 1999. 63-71. En dicho documental, analiza Valeriano Bozal, “. . .se reúnen todos los rasgos del sublime y lo hacen con una calidad cinematográfica por todos reconocida. Pero el ‘triunfo de la voluntad’ es, en verdad, la pérdida de la voluntad, alienada en la figura del héroe, en el poder del héroe. Lo sublime funda la figura de la alienación: aquel que se atiene a lo sublime se aliena en lo absoluto y lo hace con tal entrega –los teóricos dieciochescos calibraron bien la importancia de la entrega– que no podrá encontrarse ya a sí mismo” (67).

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de las masas. Estas encarnan el destino. El que no esté de acuerdo con la línea correcta del líder y con el pueblo, es considerado un inauténtico, un extraviado y un extraño que hay que reeducar o liquidar. Las banderas ondean en el cielo. Todos escalan orgullosos la empinada montaña como amos del universo. Aquel que se oponga a la gran marcha será arrollado. De esta manera, lo sublime del autoritarismo legitima la barbarie como destino histórico. Somos, pues, esclavos de la “necesidad histórica”, de la necesidad de salvación y consuelo, necesidad de estar maniatados como sujetos históricos, es decir, como masa en movimiento hacia el futuro.

Lo sublime en los medios

A fines del siglo XX e inicios del XXI, las diferentes estéticas han cruzado –¿superado?– el umbral de la categoría sublime puesta por una modernidad legitimadora como condición para lograr una propuesta renovadora. ¿Qué tipos de sentimientos sublimes se expresan hoy, en los primeros años de un nuevo mi-lenio? ¿Cómo manifestamos nuestras imposibilidades y temores ante el absoluto y la Totalidad? En la esfera de la cultura actual, los conceptos de trascendencia, infinitud, asombro, angustia, ¿cómo se asumen o en qué están constituidos?

Todo el sentimiento sublime ha ido mutando a medida que avanzan las nuevas formas representacionales de la cultura y del arte. El calidoscopio estético actual parece que fortaleciera el agotamiento de la categoría tradicional de lo sublime moderno y que impusiera un relajamiento frente a las tensiones de su fenomenología histórica. El arte de fines del siglo XX y de principios del XXI, comienza a rechazar los cánones que marcaron las exploraciones de la Ilustra-ción. Lo sublime se pone en discusión en las nuevas propuestas artísticas. De allí que un cambio de sensibilidad en la era global se haya operado; ya no pre-guntamos por la belleza sino por lo novedoso sin peligro. La belleza, seductora, trágica, lacerante, tanática, que llenaba de temor y de fatalidad al observador, ha cambiado. La belleza y “El Ángel” terrible de Rilke; lo bello convulsivo de Breton (recordemos la frase de André Breton en Nadja (1928): “La belleza será convulsiva o no lo será”); la belleza llena de dolor y de deseo en Luis Cernuda; lo bello terrible del pintor colombiano Luis Caballero, caen derrotados por el fuego de lo novedoso, lo excitante y el impacto confortable y cómodo. Sí, se acabaron los tiempos de la “Belleza ideal clásica” que representaba la búsqueda de perfección metafísica, pero también los tiempos de la “Belleza natural” moderna que representaba a la naturaleza como canon estético idealizado. En ambas, la Idea y la Naturaleza se asumían como modelos perfectos.

Dichas mutaciones han impuesto la novedad como canon. El desecho sen-sacional y excitante es el nuevo modelo. Lo que no se consume no da placer estético. Y aún más, lo novedoso está sintetizado en imagen. Somos una cultura de la imagen, seducida por la novedad videocultural. Jamás iconoclastas, pues no despojamos nuestros nuevos templos hipermercantiles de iconos; por el

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contrario, amamos su apariencia, su perpetuo espejismo. Nos extraviamos en la contemplación rápida y vaporosa de las fugaces imágenes, interesados por lo nuevo y fascinante y no en la contemplación desinteresada. Hemos proferido un “no” a la iconoclastía y un sí a la iconoadicción.

Entramos, pues, a experimentar una transformación en las sensibilidades. Del respeto que Ulises tenía hacia el trágico dolor de la belleza y de su huida ante lo seductor horroroso, pasamos a la pérdida de miedo y a la familiaridad con lo aterrador e irresistible.Sensibilidad por lo extremo. Ya no existe temor sublime ante la naturaleza, la historia y la Idea. Existen otros miedos, otros terrores. De Seudo Longino y su éxtasis sublime y metafísico, a la magnificencia del mer-cado con su éxtasis inmediatista. Si lo sublime en Longino nos destierra de los bienes materiales, de lo bajo, lo mezquino y servil (dinero, placer, honores)10, la estetización del mercado nos promueve la adquisición casi esquizofrénica de los mismos. Si lo sublime para los siglos épicos era tensión y descarga, sometimiento y liberación, contracción y expulsión, tempestad y trueno, para los tiempos del nihilismo realizado es relajación y distensión, distracción y disipación. Es decir, nuestra época se ha quedado solo en el Deleite incoloro, de una sociedad llena de estremecimientos estandarizados. Sabemos que la sensación de lo sublime, para Burke, combina el dolor con el placer, produciendo un “dolor exquisito”, el dolor de una pena. Pero la sensibilidad de la época del desencanto exige com-binar un placer con un placer, creando un hedonismo sin contradicción alguna, un goce sin enfrentamiento, una belleza sin dolor, sin ese erotismo con dulce sabor a muerte. Despojadas de impulso y temblor creativo, las sensibilidades de farándula cambian la belleza convulsiva o sublime por una belleza de calendario.

¿Se habrá des-responsabilizado el público de su necesidad de asombro ante lo inexpresable, lo impresentable, frente al aterrador espacio-tiempo inabarcable, ante lo sublime? Quizás dichas pulsiones ahora las encuentre el público en su más vívida inmediatez, lo que quiere decir en la escenografía de sus happening

10 Longino, sostiene que “es en primer lugar del todo necesario llegar a establecer como fundamento del que nazca lo sublime que el verdadero orador debe poseer sentimientos que no sean ni bajos ni innobles. . . . Pues el afán de riquezas, cuya insaciable búsqueda nos tiene enfermos a todos, y junto con eso el amor a los placeres nos tienen reducidos a esclavitud, más aún, se podría incluso decir que hunden ya las naves de la vida con todos los hombres; el afán de dinero es una enfermedad que hace al hombre mezquino, mientras que el amor al placer es lo más innoble. . . . Es, en efecto, necesario que así ocurra, que los hombres no levanten ya sus ojos a lo alto y que no se piense ya más en la buena reputación, sino que la destrucción de las vidas de los hombres se consume poco a poco en ese ciclo de vicios, que la grandeza del alma se apague y se marchite y pierda su atractivo, cuando toda la admiración se dirige a lo mortal que hay en ella, olvidando hacer crecer lo que es inmortal. . . . Y en la actualidad lo que dirige, como si fuera un árbitro, las vidas y fortunas de cada uno de nosotros es el soborno… de tal manera somos esclavos de nuestra codicia que, con tal de obtener un beneficio de todo, vendemos cada uno nuestra propia alma” (61, 156-57).

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cotidianos, en la moda, el cuerpo, la música, el baile, la publicidad, el turismo, la pantallización mediática. De ser así, se habrá logrado que la pulsión del “gran arte”, ofrecida solo a unos cuantos “elegidos”, salga a flote y se construya como posibilidad para “todos”. Sin embargo, y he aquí la diferencia, se democratiza no tanto la intensidad estética como sí el espectáculo; se estetiza la catarsis, el éxtasis y el arrobamiento de una cultura encantada por el mercado y el con-sumo. En medio de la mediatización masiva, el público desea encontrar algún “otro lado” fuera de su temporalidad inmediata. De allí que en la cultura de la información y de la publicidad, el público –que ya es todo el mundo– encuentre lo sublime en sus deseos, es decir, en sus vacíos. Si es así, tendremos lo sublime dentro de la lógica del capitalismo tejiendo una red de imposibles-posibles que va administrando y alimentando un campo “deseante” ideológico, cimentado en las nociones de riqueza, felicidad y éxito. Bajo esta lógica del consumo, el públi-co siente en el fondo el “placer de un pesar”, “el dolor exquisito” de lo sublime, cuando ante los medios supera la sensación de pequeñez humana, disparándose a soñar en la grandeza de una vida que no posee; al ensoñar el ser hombres y mujeres de éxito, y es este deleite el que la gran mayoría consume, apaciguando la desdicha que produce el no alcanzar estos grandes imaginarios. Se anula así la distancia entre el producto ofertado y su cliente hechizado, procesando lo que llamaremos un sublime mediático.

Si hay algo propio del mercado –escribe Bozal– eso es la anulación de la distancia. El mercado no puede permitirla pues, en caso contrario, pondría en peligro tanto sus criterios de valoración cuanto las exigencias del consumo. La distancia implica una pausa en la que el consumo se detiene, y esta ruptura del flujo es la que el mercado no puede tolerar (“Transformaciones” 69-70).

Según estas afirmaciones, el mercado no permite el distanciamiento crítico; no está en su lógica imponer barreras entre el público consumidor y sus productos ofertados. La superación de la distancia entre el sujeto y el objeto presentado, desemboca en un sublime mediático, donde la identidad con los productos en oferta logran convertir al espectador en querer ser un Ser de éxito. Los podero-sos y famosos se muestran como algo supremo e ideal, con los cuales el sujeto receptor debe identificarse. Deseo posible en tanto virtualidad iconosférica, caso perdido en tanto realidad concreta. Lo inefable de los famosos procesa un gusto lleno de entusiasmo sublime, fuerza y voluntad para superar la pequeñez cotidiana a través de la monumentalidad del hombre de éxito. Pero para tal fin, debe obedecer al establishment, consagrarse a sus leyes, rendirle pleitesía a sus exigencias. En últimas, colaborar y conciliar con el sistema de reglamentaciones, de lo contrario, este Tántalo posmoderno fracasaría como ciudadano consumidor.

La era tecnocultural y global no ha perdido el sentimiento de lo sublime, lo ha mutado. Se ha producido un cambio del objeto por el cual nos sentimos pequeños y a la vez grandes, y este objeto ya no es la naturaleza ni la historia, es el régimen totalitario de los medios y del mercado, nuevos macro-proyectos

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y metarrelatos actuales. Al identificarse el público con las ofertas del mercado y de los medios, surge el entusiasmo estetizado. Este entusiasmo se beneficia de la multitud de deseos que aspiran a alcanzar la gran totalidad del éxito y la fama. Allí las estrategias publicitarias transforman al hombre moderno, que se consideraba amo del universo, en un Yo intimista que se cree dueño de sí mismo. Esto es lo sublime del mercado estetizado. Realidades capitalistas ensoñadas pero no alcanzadas; disparos de una imaginación entusiasmada por posar en la pasarela del mundo-vitrina, la apariencia de ser y gozar, por un momento, lo inefable logrado por pocos pero consumido por todos. He aquí la iconografía del gusto por el entusiasmo de lo masivo. Como espectadores proyectamos el deseo de realizarnos en ricos y famosos, vivir en aquellos ambientes light, procurar alcanzar la felicidad en una proyección más interesante que la cotidianidad en la que vivimos. Proyección de un deseo global: ser tele-turista, tele-top models; todos pueden emprender su viaje virtual. El éxtasis y la euforia en línea por consumir con eficacia los productos ofertados, lleva a los ciudadanos a una permanente pulsión que alimenta su individualización. El gusto por el entusiasmo no solo des-realiza al yo sino a la otredad; esta se convierte, o bien en medio, o bien en obstáculo para el logro de un fin aterrador: la felicidad simulada en la llenura y la indigestión mediática. Éxtasis, fascinación, entusiasmo colectivo que destierra y margina a los sujetos que no marchen, como en lo sublime histórico, hacia una misma dirección.

Esta es una de las preocupaciones que el teórico norteamericano Fredric Jameson (1995) manifiesta respecto a este cambio de lo sublime en la sociedad del capitalismo avanzado. Jameson lanza unas cuantas preguntas inquietantes: “¿Cómo puede ser un deleite para los ojos el bullicio de la ciudad encarnado en la mercantilización? ¿Cómo puede experimentarse esa extraña especie de regocijo alucinatorio ante lo que no es sino un salto cualitativo sin precedentes en la alienación de la vida cotidiana en la ciudad?” (El posmodernismo 76).

Para Jameson, lo sublime en la era del capitalismo avanzado se experimenta al establecer contacto con las “máquinas de reproducción más que de producción”, las cuales “presentan a nuestra capacidad de representación estética exigencias diferentes de la idolatría, más o menos mimética, de las esculturas de fuerza y velocidad que acompañó a las viejas máquinas de la época futurista” (El posmo-dernismo … 83). Como consecuencia, según Jameson, se ha generado un “sublime tecnológico o posmoderno” con sus máquinas de guerras blandas y redes, que desgravitan la potencialidad grave y pesada de las concepciones de la naturaleza y de la historia, tan caras para la modernidad. Arte sublime de la tercera etapa del capitalismo o de la era transnacional, con sus máquinas electrónicas (etapa que pasa del motor a propulsión al motor cinemático); máquinas simuladoras de poder global a través de la virtualidad.

De esta manera, estamos ante una sociedad que procesa nuevos códigos, paradigmas, métodos, objetivos, escenografías, otras concepciones de estética y

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de arte debido a las nuevas tecnologías y al mercado. Ello impone varios retos y desafíos teóricos, en los que se asuman los procesos heterogéneos y plurales que están experimentando las sensibilidades actuales.

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Recepción: Octubre de 2011Aceptación: Diciembre de 2011