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Sinopsis

Un libro prodigioso por su sinceridad ypasión conmovedoras, Premio Nacional deEstados Unidos a la Mejor Obra de No-ficción de2005 (The National Book Award), escrito por unade las más emblemáticas escritorasnorteamericanas. Joan Didion explora unaexperiencia intensamente personal y, no obstante,universal: el retrato de un matrimonio — y de unavida en los buenos y en los malos tiempos — queimpresionará a cualquiera que haya amado a unmarido, a una mujer o a un hijo. Unos días antes dela Navidad de 2003, Quintana, la única hija deJohn Gregory Dunne y Joan Didion, cayó enfermacon lo que en un principio parecía una gripe, peroque rápidamente evolucionó a neumonía y acabóen un choque séptico. Durante varias semanaspermaneció en coma inducido y con respiraciónartificial. Unos días después, la víspera deNochebuena, los Dunne se disponían a cenar tras

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haber visitado a su hija en el hospital, cuando JohnGregory Dunne sufrió un infarto mortal. En unossegundos, la relación íntima y simbiótica de estosdos escritores a lo largo de cuarenta años, acabó.Cuatro semanas más tarde, su hija superó el coma.Dos meses después, a su llegada al aeropuerto deLos Ángeles, Quintana cayó desplomada a causade una hemorragia cerebral masiva y tuvo que sersometida a una intervención de neurocirugía en elCentro Médico de la Universidad de California(UCLA). Este poderoso libro es el intento deDidion para encontrar sentido a las “semanas ymeses que desbarataron cualquier idea previa queyo tuviera sobre la muerte, la enfermedad [...] elmatrimonio y los hijos y el recuerdo [...] laprecariedad de la cordura y sobre la vida misma”.

JOAN DIDION

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EL AÑO DEL

PENSAMIENTO MÁGICO

Traducción de Olivia De Miguel

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TÍTULO ORIGINAL:

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THE YEAR OF MAGICAL THINKING

Publicado por: GLOBAL RHYTHM PRESS S.L.

Publicado en Estados Unidos por Alfred A. Knopf,Random House Inc., Nueva York en 2005

Copyright 2005 de Joan Didion

Copyright de la traducción: 2006 Olivia DeMiguel

Derechos exclusivos de edición en lenguacastellana: Global Rhythm Press S.L.

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ISBN: 978-84-934487-4-5

DEPÓSITO LEGAL: B-28243-2006

Diseño Gráfico: PFP (Quim Pintó, MontseFabregat)

Preimpresión: LOZANO FAISANO, S. L.

Impresión y encuademación: LIBERDUPLEX

PRIMERA EDICIÓN EN GLOBAL RHYTHMPRESS junio de 2006

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Este libro es para John y para Quintana

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La vida cambia rápido.La vida cambia en uninstante.Te sientas a cenar; y la vida que conocesse acaba.El tema de la autocompasión.Estas fueron las primeras palabras que escribídespués de que sucediera. La fecha en el archivo«Notas sobre el cambio.doc», de Microsoft Word,es «20 de mayo, 2004, 11:11 p.m.», pero tal vezabriera el archivo y al cerrarlo pulsaradistraídamente «salvar». En mayo no hice cambiosen el archivo. No hice cambios en ese archivodesde que escribí esas palabras en enero del 2004,dos o tres días después del suceso.

Durante mucho tiempo no escribí nada más.

La vida cambia en un instante.

Un instante normal.

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Empeñada en recordar lo que parecía mássorprendente de todo lo ocurrido, en algúnmomento, consideré añadir esas palabras: «uninstante normal». Me di cuenta inmediatamente deque no era necesario añadir la palabra «normal»porque no podría olvidarla, pero la palabra jamásse me fue de la cabeza. En realidad, la normalidadde toda la situación anterior al suceso era lo queme impedía creer que hubiera sucedido realmente,asimilarlo, incorporarlo, superarlo. Ahorareconozco que aquello no tenía nada deextraordinario; enfrentados a un desastrerepentino, todos señalamos lo normales que eranlas circunstancias en las que lo impensablesucede: el cielo azul despejado desde el que seprecipitó el avión, el recado rutinario que acabósobre el arcén con el coche en llamas, loscolumpios en los que los niños jugaban como decostumbre cuando la cascabel salió de entre lahiedra y atacó. «Volvía a casa del trabajo, feliz,triunfador, sano y de repente, se acabó», leí en ladeclaración de una enfermera de psiquiatría cuyomarido había muerto en accidente de carretera. En

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1966 tuve que entrevistar a mucha gente que habíavivido en Honolulu la mañana del 7 de diciembrede 1941; todos ellos, sin excepción, empezaron surelato del ataque a Pearl Harbor diciéndome queera una «mañana de domingo como otracualquiera». «Era un hermoso día de septiembrecomo otro cualquiera», dice todavía la gentecuando se le pide que describa la mañana enNueva York cuando el American Lines 11 y elUnited Airlines 175 se estrellaron contra las torresdel World Trade. Incluso el informe de laComisión del 11-S empezaba con esta notamachaconamente premonitoria y aun así inmutable:«Martes, 11 de septiembre de 2001, mañanatemplada y sin apenas nubosidad en el este deEstados Unidos».

«Y de pronto... se acabó.» En plena vida estamosen la muerte, dicen los episcopalianos junto a latumba. Más adelante, me di cuenta de que debí derepetir los detalles de lo sucedido a todos los quevinieron a casa en aquellas primeras semanas; atodos aquellos amigos y familiares que traían

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comida y preparaban bebidas y ponían los platosen la mesa del comedor para los que estaban porallí a la hora de comer o de cenar; a todosaquellos que retiraban los platos, congelaban lassobras, ponían el lavavajillas, llenaban nuestra —todavía no puedo decir «mi»— casa a no ser porellos vacía, incluso después de que yo me retiraraal dormitorio (nuestro dormitorio, en el que, sobreun sofá, aún estaba un albornoz descolorido XL,comprado en los años 70, en Richard Carroll, deBeverly Hills), y que al salir cerraban la puerta.Aquellos momentos en los que el agotamiento seapoderaba bruscamente de mí son lo que recuerdocon más claridad de aquellos primeros días ysemanas. No recuerdo haber contado a nadie losdetalles, pero debí de hacerlo porque todosparecía que los conocían. En cierto momento,consideré la posibilidad de que se hubierancontado unos a otros los detalles de la historia,pero la descarté inmediatamente: los pormenoresde su historia eran demasiado precisos para haberpasado de boca en boca. Había sido yo.

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Otro de los motivos por los que supe que yo habíacontado la historia era que ninguna de lasversiones que escuché incluía los detalles que yoaún era incapaz de afrontar, por ejemplo, la sangreque, en el suelo de la sala de estar, permanecióallí hasta que José llegó a la mañana siguiente y lalimpió.

José. Parte de nuestra casa. Tenía que volar a LasVegas a última hora de aquel 31 de diciembre,pero nunca lo hizo. José lloraba aquella mañanamientras limpiaba la sangre. Al principio, cuandole conté lo que había pasado, no me entendió.Evidentemente no era la narradora ideal de lahistoria; en mi versión, había algo demasiadoinformal y demasiado elíptico al mismo tiempo,algo en mi tono que no había logrado comunicar elhecho principal de la situación (encontré el mismofallo más tarde, cuando tuve que decírselo aQuintana), pero en el momento en que José vio lasangre, lo entendió.

Aquella mañana, antes de que él llegara, yo ya

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había recogido las jeringuillas y los electrodos delECG, pero no pude enfrentarme a la sangre.

A grandes rasgos.

Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 deoctubre, por la tarde, de 2004.

Hace nueve meses y cinco días, aproximadamentea las nueve de la noche del 30 de diciembre de2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesadel salón de nuestro apartamento de Nueva Yorken la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrióaparentemente —o realmente— un repentino ysevero ataque al corazón que le causó la muerte.Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco nochesinconsciente en una unidad de cuidados intensivosde la Singer División del Beth Israel MedicalCenter, por entonces un hospital en la avenida EastEnd (cerró en agosto de 2004), más conocidocomo el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de

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Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernallo bastante grave para ingresarla en urgencias lamañana de Navidad había derivado en neumonía ychoque séptico. Esto es un intento por encontrarsentido al tiempo que siguió, a las semanas ymeses que desbarataron cualquier idea previa queyo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, laprobabilidad y la suerte, la buena o la malafortuna, sobre el matrimonio y los hijos y elrecuerdo; sobre el dolor y los modos en que lagente se plantea o no el hecho de que la vidaacaba; sobre la precariedad de la cordura y sobrela vida misma. He sido escritora toda mi vida.Como escritora, incluso de niña, mucho antes deque empezara a publicar lo que escribía, siempretuve la sensación de que el significado radicaba enel ritmo de las palabras, las frases, los párrafos,una técnica para contener lo que pensaba o creíatras un refinamiento cada vez más impenetrable.Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo;sin embargo, este es un caso en el que en vez delas palabras y sus ritmos desearía tener una sala demontaje equipada con un Avid, un sistema de

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edición digital en el que pudiera pulsar una tecla yla secuencia de tiempo se desintegrara paramostrarles simultáneamente todos los cuadros dela memoria que me asaltan en este momento ydejarles elegir las tomas, los diferentescomentarios al margen, las distintas lecturas de lasmismas líneas. En este caso, para encontrar elsignificado, necesito más que palabras. En estecaso necesito cualquier cosa que yo crea o meparezca inteligible, aunque sólo sea para mímisma.

2

30 de diciembre de 2003, martes.

Habíamos visto a Quintana en la UCI de la sextaplanta del Beth Israel North.

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Habíamos vuelto a casa.

Habíamos hablado de si salíamos a cenar ocenábamos en casa.

Yo propuse que encendería el fuego y podíamoscenar en casa.

Hice el fuego, empecé a preparar la cena, lepregunté a John si quería tomar algo.

Le preparé un escocés y se lo llevé al salón dondeestaba leyendo en la silla en la que solía sentarsejunto al fuego.

Leía unas galeradas encuadernadas de Europe’sLast Summer: Who Started the Great War in1914?, de David Fromkin.

Acabé de preparar la cena y la puse en la mesa delsalón, desde la que, cuando estábamos solos,podíamos comer viendo el fuego. Crecí enCalifornia. John y yo vivimos juntos allíveinticuatro años, y en California calentábamos las

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casas con el fuego de la chimenea. Encendíamos elfuego incluso en las noches de verano porqueentraba la niebla. El fuego significaba queestábamos en casa, que habíamos trazado elcírculo, que estaríamos a salvo durante la noche.Encendí las velas. John me pidió otro whisky antesde sentarse a la mesa. Se lo llevé. Nos sentamos.Yo removía la ensalada.

John hablaba; de repente, dejó de hablar.

En algún momento de los segundos o del minutoprevio a que dejara de hablar, me habíapreguntado si en la segunda copa le había puestosingle malt. Le contesté que no, que había usado elmismo escocés que en la primera. «Bien —habíadicho—, no sé por qué, pero no debesmezclarlos.» En otro momento de aquellossegundos o de aquel minuto había hablado de porqué la Primera Guerra Mundial fue elacontecimiento crítico del que surgía el resto delsiglo XX.

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No tengo ni idea del tema que hablábamos en elmomento en que dejó de hablar, si del escocés ode la Primera Guerra Mundial.

Sólo recuerdo que alcé la vista. John se habíadesplomado, estaba inmóvil y tenía la manoizquierda levantada. Al principio creí que era unabroma, un intento por hacer que las dificultadesdel día parecieran más llevaderas.

Recuerdo que dije: «No hagas eso».

Al no responderme, lo primero que pensé fue quehabía empezado a comer y se había atragantado.Recuerdo que intenté desde el respaldo de la sillalo suficiente como para poder hacerle la maniobrade Heimlich. Recuerdo la sensación de su peso alcaer hacia delante, primero contra la mesa y luegoal suelo. En la cocina, junto al teléfono, habíapegado una tarjeta con los números de laambulancia del Nueva York-Presbiteriano. No esque hubiera pegado los números junto al teléfonoporque anticipara un momento así. Había pegado

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los números junto al teléfono por si alguien deledificio necesitaba una ambulancia.

Alguien.

Llamé a uno de los números. Me preguntaron sirespiraba. Les dije: «Vengan, por favor». Cuandollegaron los de la ambulancia intenté contarles losucedido, pero antes de que pudiera terminar yahabían convertido la zona del salón en la queestaba John en una sala de urgencias. Uno de ellos(había tres o tal vez cuatro, una hora después nosabía cuántos eran) hablaba con el hospital sobreel electrocardiograma que ya estaban enviando.Otro abría la primera, la segunda o la que fuera delas múltiples jeringuillas. (¿Epinefrina?¿Lidocaína? ¿Procainamida? Los nombres mevienen a la cabeza, pero no tengo ni idea dedónde). Recuerdo que dije que tal vez se hubieraatragantado. Lo descartaron sin dudarlo. No habíaobstrucción de las vías respiratorias. Enseguidautilizaron las palas desfibriladoras en un intentopor restablecer el ritmo cardíaco. Lograron algo

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que podía ser un latido normal (o pensé que lolograban, todos estábamos en completo silencio,se produjo una brusca sacudida), luego se perdió,y empezó de nuevo.

—Todavía hay fibrilación —recuerdo que dijo elque estaba al teléfono.

—Fibrilación-V —dijo el cardiólogo de John a lamañana siguiente cuando llamó desde Nantucket—. Debieron de decir «fibrilación-V», ventricular.

Tal vez dijeran «fibrilación-V» o tal vez no. Lafibrilación auricular no provoca inmediata onecesariamente el paro cardíaco. La ventricular,sí. Tal vez, la que tuvo fue ventricular.

Recuerdo haber intentado ordenar en mi cabeza loque sucedería después. Puesto que había unadotación de ambulancia en el salón, el siguientepaso lógico sería ir al hospital. Se me ocurrió quelos enfermeros podían decidir trasladarlo alhospital de un momento a otro, y yo no estaba

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preparada. No tenía a mano lo que necesitaballevar. Perdería tiempo, me quedaría atrás.Encontré mi bolso, un juego de llaves y un resumendel historial de John que su médico le habíapreparado. Cuando volví al salón, los enfermerosmiraban el monitor del ordenador instalado en elsuelo. Yo no veía el monitor, así que miraba suscaras. Recuerdo que uno de ellos miraba a losdemás. Cuando decidieron trasladarlo, todosucedió muy rápido. Les seguí al ascensor ypregunté si podía acompañarlos. Dijeron queprimero bajarían la camilla: yo podía ir en lasegunda ambulancia. Uno de los enfermeros esperóconmigo a que el ascensor volviera a subir.Cuando él y yo subíamos a la segunda ambulancia,la que llevaba la camilla arrancaba frente a lapuerta del edificio. Desde nuestra casa hasta elNueva York-Presbiteriano, que antes era elHospital de Nueva York, hay que atravesar seismanzanas. No recuerdo las sirenas. No recuerdo eltráfico. Cuando llegamos a la entrada de urgenciasdel hospital, la camilla desaparecía ya en elinterior del edificio. Un hombre esperaba en el

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camino. Todas las personas que se veían llevabanropa desechable. Él no. «¿Es la esposa? —preguntó al conductor; luego se volvió hacia mí—.Soy su asistente social», dijo, y me figuro que ahífue cuando debí de darme cuenta.

«Abrí la puerta, vi al hombre vestido de verde y losupe. Lo supe inmediatamente —dijo la madre deun joven de diecinueve años, asesinado por unabomba en Kirkuk, en un documental de HBOcitado por Bob Herbert en The New York Times lamañana del 12 de noviembre de 2004—, perocreía que mientras no le dejara entrar, no podríadecírmelo; y aquello... nada de todo aquello habríasucedido. Él no dejaba de decir: “Señora, necesitoentrar". Y yo seguía diciéndole: “Lo siento, perono puede pasar’’.»

En el desayuno, cuando leí esto casi once mesesdespués de la noche de la ambulancia y el asistentesocial, reconocí como mía esa reacción.

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Dentro de la sala de urgencias, vi que personalmédico con ropa desechable empujaba la camillahasta una cortina. Alguien me dijo que esperara enrecepción. Lo hice. Había una fila para presentarlos papeles de admisión. Esperar en la fila parecíalo más práctico que se podía hacer. Esperar en lafila significaba que todavía había tiempo paracontrolar el asunto. En el bolso tenía copias de lastarjetas del seguro; nunca había estado en esehospital —el Hospital de Nueva York era el de laUniversidad de Comell, el hospital que se habíaunido al Nueva York-Presbiteriano; yo conocía elde Columbia, el Columbia-Presbiteriano, en laCalle 168 con Broadway, a veinte minutos comomínimo de casa —demasiado lejos para una deesas urgencias—; pero yo lograría manejar estehospital desconocido, podía hacer algo, y una vezestabilizado, organizaría su traslado al Columbia-Presbiteriano. Estaba inmersa en los detalles delinminente traslado al Columbia (necesitaría unacama con sistema de telemetría, finalmentetambién podía conseguir que trasladaran aQuintana al Columbia; la noche que ella ingresó en

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el Beth Israel North yo había escrito en una tarjetalos números del busca de varios médicos delColumbia; uno u otro lo conseguirían) en unmomento, el asistente social apareció y mecondujo desde la fila del papeleo a una salitavacía junto a la recepción. «Espere aquí», dijo.Esperé. La habitación estaba fría o yo lo estaba.Me preguntaba cuánto tiempo había pasado desdeque llamé a la ambulancia hasta que llegó. Meparecía que no habían tardado nada (una paja enel ojo de Dios era la frase que me asaltó enaquella sala junto a la recepción), peroseguramente habían pasado por lo menos variosminutos.

Solía tener un tablero en mi oficina en el que, pormotivos relacionados con un detalle del argumentode una película, había una ficha rosa en la quehabía escrito una frase del Manual Merck sobre eltiempo que el cerebro puede vivir sin oxígeno. Laimagen de la ficha rosa me vino a la cabeza en lasala junto a la recepción: «La anoxia del tejidoentre 4 y 6 minutos puede producir daños

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cerebrales irreversibles o la muerte». Cuando elasistente social volvió a entrar, me decía a mímisma que no debía de recordar correctamente lafrase. Venía acompañado de un hombre que sepresentó como «el médico de su esposo». Seprodujo un silencio. «Ha muerto, ¿verdad?», me oípreguntarle al médico. El médico miró al asistentesocial. «Está bien —dijo el asistente social—. Esuna mujer muy entera.»

Me llevaron hasta el box cerrado con cortinas enel que John ya descansaba solo. Me preguntaron siquería un sacerdote. Dije que sí. Vino un sacerdotey le dio la extremaunción. Le di las gracias. Medieron el clip de plata en el que John guardaba sucarné de conducir y las tarjetas de crédito. Medieron el dinero que llevaba en el bolsillo. Medieron su reloj. Me dieron su móvil. Me dieronuna bolsa de plástico con su ropa. Les di lasgracias. El asistente social me preguntó si podíaayudarme en algo. Le dije si podía ponerme en untaxi. Lo hizo. Le di las gracias. «¿Lleva dinero?»,preguntó. Yo, la mujer entera, dije que sí. Cuando

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entré en el apartamento y vi la chaqueta y elpañuelo de John en la silla sobre la que los habíadejado cuando regresamos de ver a Quintana en elBeth Israel North (el pañuelo rojo de cachemir, lacazadora de Patagonia que había sido la chaquetadel equipo de la película Íntimo y personal), mepregunté hasta qué punto me permitirían no ser unamujer entera. ¿El colapso nervioso? ¿Necesidadde calmantes? ¿Gritar?

Recuerdo haber pensado que tenía que hablarlocon John.

No había nada que yo no hablara con John.

Porque los dos éramos escritores y trabajábamosen casa y nuestros días estaban llenos del sonidode la voz del otro.

No siempre creía que él tenía razón ni tampoco élcreía que yo la tuviera, pero cada uno de nosotros

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era para el otro la persona de confianza. Nuestrasinversiones o intereses corrían paralelos encualquier situación. Dado que a veces uno teníamejores críticas que el otro o conseguía un avancemás sustancioso, muchos suponían que, en ciertomodo, debíamos de ser «competidores», quenuestra vida privada debía de ser un campominado por el resentimiento y los celosprofesionales. Era algo tan alejado de la realidadque la insistencia en el tema indicaba ciertaslagunas en eso que la gente entiende popularmentepor matrimonio.

Esa había sido otra cosa de la que habíamoshablado.

El silencio del apartamento es lo que recuerdo lanoche en que llegué sola a casa desde el Hospitalde Nueva York.

En la bolsa de plástico que me habían dado en elhospital había un pantalón de pana, una camisa delana, un cinturón y creo que nada más. Habían

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cortado las perneras del pantalón de pana, supongoque los enfermeros. Había sangre en la camisa. Elcinturón estaba entrelazado. Recuerdo haberenchufado su móvil al cargador de su mesa dedespacho. Recuerdo haber colocado su clip deplata en la caja del dormitorio en la queguardábamos los pasaportes, las partidas denacimiento y los certificados de haber sidomiembros de un jurado. Miro el clip y veo lastarjetas que llevaba: el carné de conducirexpedido por el estado de Nueva York, quecaducaba el 25 de mayo de 2004; una tarjeta decrédito del Chase; una American Express; unaWells Fargo MasterCard; el carné delMetropolitan Museum; una tarjeta del WritersGuild of America West (era justo antes de lasvotaciones de la Academia, cuando se puede usarla WGAW para ver películas gratis; seguramentehabía ido a ver alguna, no lo recuerdo); una tarjetamédica; una tarjeta de metro y una tarjeta deMedtronic con la inscripción: «Llevo implantadoun marcapasos Kappa 900 SR»; el número de seriedel aparato, un número del médico que se lo

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implantó y la anotación: «Fecha de implantación: 3de junio de 2003». Recuerdo haber juntado eldinero que había en su bolsillo con el de mi bolso,alisado los billetes y puesto especial cuidado encolocar los de veinte con los de veinte, los de diezcon los de diez, los de cinco con los de cinco y losde uno con los uno. Recuerdo haber pensadomientras lo hacía que él vería cómo manejaba lasituación.

Cuando le vi en el box de la sala de urgencias enel Hospital de Nueva York, tenía una mella en unode los dientes de delante, supongo que aconsecuencia de la caída, pues también teníacardenales en la cara. Al día siguiente, cuandoidentifiqué su cuerpo en el Frank E. Campbell, loscardenales no se le notaban. Me figuro que a esose refería el empleado de la funeraria cuando ledije que no le embalsamaran, y él respondió: «Enese caso, sólo lo adecentaremos». La parte de lafuneraria me queda lejana. Había llegado a Frank

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E. Campbell tan decidida a evitar cualquierrespuesta inapropiada (lágrimas, ira, risa histéricaen medio del silencio reverencial) que habíabloqueado cualquier respuesta. Cuando murió mimadre, el empleado de la funeraria que recogió sucuerpo de la cama dejó en su lugar una rosaartificial. Mi hermano me lo había contadoprofundamente ofendido. Estaba preparada contralas rosas artificiales. Recuerdo que decidírápidamente el ataúd y que. en la oficina en la quefirmé los papeles, había un reloj antiguo, parado.El funerario, como si le complaciera aclarar elmotivo de aquel elemento decorativo, explicó queel reloj llevaba años sin funcionar, pero lo habíanconservado como «una especie de recuerdo» deuna vida anterior de la empresa. Parecía ofrecer elreloj como una lección. Pensé en Quintana. Podíaignorar lo que decía el funerario, pero no podíaignorar los versos que escuchaba al pensar enQuintana: Hundido a cinco brazas yace tu padre./ Esas que son perlas, fueron sus ojos.

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Ocho meses después, pregunté al administrador denuestro edificio de apartamentos si todavíaguardaba el registro de incidencias de la noche del30 de diciembre. Sabía que existía ese registro:había sido tres años presidenta de la comunidad yel registro de entrada era parte del funcionamientodel edificio. Al día siguiente, el administrador meenvió la página correspondiente al 30 dediciembre. Según el registro, aquella noche losporteros eran Michael Flynn y Vasile Ionescu. Nolo recordaba. Vasile Ionescu y John se divertían enel ascensor con una broma, una especie de juegoentre un exiliado de la Rumania de Ceaucescu y uncatólico irlandés de West Hartford (Connecticut)basado en la complicidad política. «¿Dónde estáBin Laden?», decía Vasili cuando John entraba enel ascensor; el juego consistía en llegar arriba conpropuestas cada vez más improbables: «¿EstaráBin Laden en el ático?»; «¿estará en el chalet?»;«¿en el gimnasio?». Cuando vi el nombre de Vasilien el registro, pensé que no me acordaba si élhabía empezado el juego cuando llegamos del Beth

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Israel North la noche del 30 de diciembre. Elregistro de aquella noche mostraba sólo dosentradas, menos que de costumbre, incluso en unaépoca del año en que mucha gente del edificio sedesplazaba a lugares con mejor clima.

NOTA: La ambulancia del Sr. Dunne llegó a las9.20 p.m.El Sr. Dunne fue llevado al hospital a las10.05 p.m.NOTA: Bombilla fundida en el ascensorA-B.El ascensor A-B era nuestro ascensor, el ascensoren el que subieron los enfermeros a las 9.20 p.m.,el ascensor en el que se llevaron a John (y a mí) enla ambulancia a las 10.05 p.m., el ascensor en elque volví sola a nuestro apartamento a una hora sinregistrar. No me di cuenta de que había unabombilla fundida en el ascensor, ni me di cuentade que los enfermeros estuvieron cuarenta y cincominutos en el apartamento. Siempre he explicadoque fueron «quince o veinte minutos». «Siestuvieron tanto tiempo, ¿quiere decir que estabavivo?» Le hice esta pregunta a un médico que

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conocía. «A veces, lo intentan durante muchotiempo», contestó. Pasó un rato antes de que mediera cuenta de que la respuesta no contestaba paranada mi pregunta.

Cuando recogí el certificado de defunción, la fecharegistrada de la muerte era 10.18 p.m. del 30 dediciembre de 2003.

Antes de salir del hospital, me habían pedidoautorización para realizarle la autopsia. Habíadicho que sí. Más tarde leí que los hospitalesconsideran algo muy delicado y sensible pedir a unfamiliar la autorización para la autopsia, el másdifícil de los trámites rutinarios que acompañan auna muerte. Los propios médicos, según diversosestudios (por ejemplo, Katz, L., y Gardner, R.,«The Intem’s Dilemma: The Request for AutopsyConsent» en Psychiatry in Medicine 3 [1972],197-203) experimentan considerable ansiedad alpedir esta autorización. Saben que la autopsia es

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esencial para el aprendizaje y la enseñanza de lamedicina, pero también saben que elprocedimiento desencadena un temor primitivo. Siquien me pidió la autorización para la autopsia enel Hospital de Nueva York experimentó esaansiedad, yo podría habérsela evitado: deseabafirmemente que le hicieran la autopsia. Lo deseabafirmemente a pesar de que había visto variascuando investigaba para algún libro. Sabíaexactamente lo que ocurre: el pecho abierto comoel de un pollo en la carnicería, la caradespellejada, la balanza para pesar los órganos.Había visto a detectives de homicidios retirar lavista de una autopsia. Aun así, la quería.Necesitaba saber cómo, por qué y cuándo habíasucedido aquello. En realidad, quería estarpresente cuando la hicieran (había visto aquellasotras autopsias con John y le debía estar en lasuya, incluso, en aquel momento, tenía la idea fijade que él estaría en la sala si fuera yo quien estabaen la mesa); pero dudé de poder plantearloracionalmente, así que no lo pedí.

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Si la ambulancia salió del edificio a las 10.05 p.m.y su muerte se declaró a las 10.18 p.m., los treceminutos transcurridos estuvieron dedicados a lacontabilidad y la burocracia, a asegurarse de quese cumplieran los trámites del hospital, a que sehiciera el papeleo, a que la persona adecuadaestuviera a mano para certificar la muerte y ainformar a la mujer entera.

El certificado de defunción. Luego supe que sellamaba «deceso», como en «Hora del deceso:10.18 p.m.».

Tenía que creer que durante todo aquel tiempohabía estado muerto.

Si no creía que había estado muerto todo aqueltiempo, habría pensado que debería haber podidosalvarlo.

De todas formas, hasta que vi el informe de laautopsia, seguí pensándolo, un ejemplo depensamiento delirante de la variante omnipotente.

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Una semana o dos antes de morir mientrascenábamos en un restaurante, John me pidió que leescribiera algo en mi libreta. El siempre llevabatarjetas para tomar notas, tarjetas de ocho porquince con su nombre impreso que le cabían en unbolsillo interior de la chaqueta. Mientrascenábamos, le vino algo a la cabeza que no queríaolvidar, pero al mirar en el bolsillo, vio que notenía tarjetas. Necesito que me escribas algo, dijo.Era para su nuevo libro, no para el mío; hizohincapié en ello porque por entonces yoinvestigaba para un libro que tenía que ver con eldeporte. Ésta fue la nota que me dictó: «Losentrenadores solían salir después de un partido ydecían “buen juego”. Ahora salen acompañados dela policía estatal, como si hubiera una guerra yellos fueran el ejército. La militarización de losdeportes». Cuando al día siguiente le di la nota,me dijo: «Si quieres, puedes usarla».

¿Qué quiso decir?

¿Sabía que no escribiría el libro?

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¿Se temía algo? ¿Una corazonada? ¿Por qué seolvidó aquella noche de llevar sus tarjetas a lacena? ¿Acaso no me había advertido, cuando a míse me olvidaba la libreta, que el poder hacer unanota cuando se te ocurre algo supone la diferenciaentre escribir y no hacerlo? ¿Algo le decía aquellanoche que el tiempo de escribir se le estabaacabando?

Un verano, cuando vivíamos en Brentwood Park,nos acostumbramos a interrumpir el trabajo a lascuatro de la tarde para salir a la piscina. Él sequedaba de pie en el agua leyendo (releyó variasveces La decisión de Sofía tratando de entendercómo funcionaba) mientras yo trabajaba en eljardín. Era un jardín pequeño, casi una miniatura,con senderos de grava, un emparrado de rosas ymacizos bordeados de tomillo, santolina ymatricaria. Pocos años antes había convencido aJohn de que arrancásemos el césped para plantarel jardín. Con gran sorpresa por mi parte, puestoque nunca había mostrado ningún interés por losjardines, consideró el resultado final casi como un

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misterioso regalo. En aquellas tardes de verano,poco antes de las cinco, nadábamos un rato yluego, envueltos en la toalla, entrábamos en labiblioteca para ver Tenko, una serie de la BBCque se emitía por entonces sobre unas inglesasdeliciosamente predecibles (una era inmadura yegoísta, y otra parecía un trasunto de La señoraMiniver), apresadas por los japoneses en Malasiadurante la Segunda Guerra Mundial. Cada tarde,después del capítulo de Tenko, subíamos atrabajar un par de horas más; John, en su despachodel piso de arriba y yo, en el porche acristalado, alotro lado del vestíbulo, que se había convertido enmi oficina. A las siete o siete y media, salíamos acenar, la mayoría de las veces a Morton. Aquelverano se estaba bien en Morton. Siempre habíaquesadilla de gambas y pollo con judías negras.Siempre había alguien conocido. La sala estabafresca y pulida, y oscura en el interior, pero seveía el atardecer en la calle.

Por entonces, a John no le gustaba conducir denoche. Más tarde supe que esa era una de las

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razones por las que quería pasar más tiempo enNueva York, un deseo que, en aquella época, meresultaba misterioso. Una noche de aquel verano,después de cenar con Anthea Sylbert en su casa deCamino Palmero en Hollywood, John me pidió quecondujera yo. Anthea vivía a menos de unamanzana de la casa de la avenida Franklin, en laque habíamos vivido entre 1967 y 1971; por tanto,no se trataba de tener que explorar un nuevobarrio. Cuando puse el coche en marcha, pensé quese podían contar con los dedos de una mano lasveces que yo había conducido estando John en elcoche; aquella noche sólo recordaba una vez quele había relevado en un viaje de Las Vegas a LosÁngeles. Iba adormecido en el asiento delpasajero de la Corvette que entonces teníamos.Abrió los ojos y unos momentos después me dijomuy amablemente: «Yo lo llevaría un poco másdespacio». Yo no tenía la sensación de ir ademasiada velocidad y miré el indicador develocidad; iba casi a 200.

Aun así.

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Un viaje a través del desierto de Mojave era otracosa. Nunca antes me había pedido que condujeraa casa después de cenar en la ciudad; aquellanoche de Camino Palmero no tenía precedentes. Nitampoco el que después de los cuarenta y cincominutos que duró el viaje hasta Brentwood Park,dijera: «Bien hecho».

El año antes de morir mencionó varias vecesaquellas tardes de la piscina, el jardín y Tenko.

En El hombre ante la muerte, Philippe Ariésseñala que la característica esencial de la muerteen la Chanson de Roland es que, aunque repentinao accidental, «advierte con antelación de sullegada». Cuando le preguntan a Sir Gawain: «¡Ay,mi buen señor!, ¿creéis que moriréis pronto?»; yGawain contesta: «Os dijo que no he de vivir dosdías». Ariés señala: «Ni su médico, ni sus amigos,ni los sacerdotes (estos últimos ausentes yolvidados) saben tanto de su muerte como él. Sóloel hombre que agoniza puede decir el tiempo quele queda».

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Te sientas a cenar.

«Si quieres puedes usarla», había dicho Johncuando le di la nota que me había dictado una odos semanas antes.

Y de repente... se acabó.

El desconsuelo, cuando llega, no tiene nada quever con lo que esperamos. No fue eso lo que sentícuando mis padres murieron; mi padre muriópocos días antes de cumplir ochenta y cinco, y mimadre un mes antes de los noventa y uno; en amboscasos, después de años de progresivo deterioro.Entonces sentí tristeza, soledad (la soledad delniño abandonado sea cual sea su edad), nostalgiapor el tiempo pasado, por las cosas no dichas, pormi incapacidad para compartir o para darmecuenta, al final, del dolor, la impotencia y lahumillación física que ambos soportaron.Comprendí lo inevitable de cada una de estas

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muertes. Las había esperado, temido, anticipado yme habían sobrecogido toda mi vida. Cuandofinalmente ocurrieron, permanecieron alejadas, acierta distancia del curso de mi vida cotidiana.Tras la muerte de mi madre, recibí una carta de unamigo de Chicago, un antiguo misionero deMaryknoll, que intuyó acertadamente lo que yosentía. La muerte de nuestros padres, escribía, «apesar de lo preparados que estemos, a pesar de laedad que tengamos, remueve cosas muy profundas,provoca reacciones que nos sorprenden y puedeliberar recuerdos y sentimientos que habíamoscreído enterrados hace mucho tiempo. En eseperíodo indefinido que llamamos duelo,podríamos estar en un submarino, silencioso en elfondo del océano, conscientes de las cargas deprofundidad, tan pronto cerca como lejos,golpeándonos con recuerdos».

Mi padre había muerto, mi madre había muerto;durante un tiempo tendría que ir con pies deplomo, pero aun así podía levantarme por lamañana y enviar la ropa a la lavandería.

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Aun así podía preparar un menú para la comida dePascua.

Aun así me acordaba de renovar el pasaporte.

El desconsuelo es diferente. El desconsuelo notiene distancia. El desconsuelo llega en oleadas,en acometidas, en repentinos arrebatos quedebilitan las rodillas, ciegan los ojos y borran lacotidianidad de la vida. Virtualmente todos los quehan experimentado el desconsuelo mencionan estefenómeno de las «oleadas». Eric Lindemann, jefede Psiquiatría del Hospital General deMassachusetts en los años cuarenta, que entrevistóa muchos familiares de los muertos en el incendioque se produjo en 1942 en el club CocoanutGrove, definió el fenómeno con absoluta precisiónen un famoso estudio de 1944: «Sensaciones deangustia somática se sucedían en oleadas queduraban de veinte minutos a una hora, unasensación de opresión en la garganta, asfixia porfalta de aliento, necesidad de suspirar y sensaciónde vacío en el abdomen, falta de fuerza muscular y

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una intensa angustia descrita como tensión o dolorespiritual».

Opresión en la garganta.

Asfixia, necesidad de suspirar.

Para mí, esas oleadas comenzaron la mañana del31 de diciembre de 2003, siete u ocho horasdespués del suceso, cuando me desperté sola en elapartamento. No recuerdo haber llorado la nocheantes; en el momento en que sucedió había entradoen una especie de shock en el que únicamentepensaba en las cosas que tenía que hacer. Mientrasel personal de la ambulancia estuvo en el salón, yotenía cosas que hacer. Por ejemplo, busqué lacopia del informe médico de John para poderllevarla al hospital y cubrí el fuego porque lo iba adejar solo. En el hospital también tuve cosas quehacer. Por ejemplo, tuve que hacer fila y tuve quepensar en la cama con servicio de telemetría queJohn necesitaría para poder trasladarlo alColumbia-Presbiteriano.

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Cuando volví del hospital, también tuve cosas quehacer. Era incapaz de identificarlas todas, perotenía muy clara una de ellas: antes de hacer nada,tenía que decírselo a Nick, el hermano de John.Me había parecido muy tarde para llamar a Dick,su hermano mayor, que vivía en Cape Cod (seacostaba temprano, no se encontraba bien de salud,no quería despertarle con malas noticias), peronecesitaba decírselo a Nick. No pensé en cómo selo diría. Me senté en la cama, descolgué elteléfono y marqué el número de su casa enConnecticut. Lo cogió él. Se lo dije. Después decolgar el teléfono, con lo que sólo puedo describircomo una nueva forma neutra de marcar números ydecir las palabras, volví a descolgarlo. No podíadecírselo a Quintana (seguía aún donde lahabíamos dejado pocas horas antes, inconscienteen la UCI del Beth Israel North), pero podíallamar a Gerry, su marido desde hacía cincomeses, y podía llamar a mi hermano Jim, queestaría en su casa de Pebble Beach. Gerry dijo quevendría. Le dije que no era necesario que viniera,que yo estaba bien. Jim dijo que cogería un avión.

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Le dije que no era necesario que tomase un avión yque ya hablaríamos por la mañana. Mientrasintentaba pensar qué era lo siguiente que tenía quehacer, sonó el teléfono. Era Lynn Nesbit, nuestraagente literaria, amiga desde finales de lossesenta. En aquel momento, no tenía claro cómo sehabía enterado, pero lo sabía (tenía relación conun amigo común de Nick y Lynn, con el que ambosacababan de hablar) y me llamaba desde un taxi,de camino a nuestro apartamento. Por un lado, mesentí aliviada (Lynn sabría manejar la situación;Lynn sabría lo que supuestamente yo tenía quehacer), pero por otro lado estaba perpleja. ¿Cómoiba a vivir aquel momento acompañada? ¿Quéíbamos a hacer? ¿Nos sentaríamos en el salón conlas jeringuillas y los electrodos del ECG y el suelomanchado todavía de sangre? ¿Debería reavivar elfuego? ¿Beberíamos algo? ¿Habría cenado?

¿Había comido yo?

En el instante en que me pregunté si había comido,tuve los primeros indicios de lo que estaba por

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llegar; aquella noche supe que si pensaba en lacomida, vomitaría.

Lynn llegó.

Nos sentamos en la zona del salón en la que nohabía sangre ni electrodos ni jeringuillas.

Mientras hablaba con Lynn, recuerdo haberpensado (esta es la parte que no podía decir) queJohn se había hecho sangre al caer; había caído debruces y ya en urgencias, yo había notado que teníaun diente desportillado; posiblemente el diente sele clavó en el interior de la boca.

Lynn descolgó el teléfono y dijo que estaballamando a Christopher.

Ésa fue otra perplejidad: el Christopher que yoconocía era Christopher Dickey, pero estaba enParís o en Dubai, y en cualquier caso Lynn habríadicho Chris, no Christopher. Notaba que laatención se me iba hacia la autopsia. Tal vez laestuvieran haciendo mientras yo estaba allí

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sentada. Luego, me di cuenta de que el Christophercon el que Lynn hablaba era Christopher Lehmann-Haupt, director de necrológicas del New YorkTimes. Recuerdo una sensación de sobresalto.Quería decir «todavía no», pero la boca se mehabía quedado seca. Podía afrontar la autopsia,pero no había pensado en la idea de«necrológica». «Necrológica», a diferencia de«autopsia», que era algo entre John y yo y elhospital, significaba que había ocurrido. Sin lamás mínima sensación de falta de lógica, medescubrí preguntándome si hubiera sucedido igualen Los Ángeles. (¿Quedaba tiempo para volver?¿Podíamos tener otro final con el horario delPacífico?). Recuerdo que me asaltó la imperiosanecesidad de no dejar que nadie de Los AngelesTimes se enterara de lo sucedido a través de TheNew York Times. Llamé a Tim Rutten, nuestroíntimo amigo de Los Angeles Times. No meacuerdo lo que Lynn y yo hicimos después.Recuerdo que dijo que se quedaría a pasar lanoche, pero le contesté que no, que estaría biensola.

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Y lo estuve.

Hasta la mañana siguiente, cuando, aún mediodormida, intenté averiguar por qué estaba sola enla cama. Tenía una sensación plúmbea. La mismasensación plúmbea con la que me despertaba porla mañana después de haberme peleado con John.¿Nos habíamos peleado? ¿Sobre qué? ¿Cómohabía empezado? ¿Cómo íbamos a poderarreglarlo si no me acordaba cómo habíaempezado?

Entonces me acordé.

Durante semanas ese fue el modo de enfrentarme aldía.

Me despierto y siento la siniestra oscuridad, noel día.Uno de los muchos versos de distintos poemas deGerard Manley Hopkins que John fue entretejiendodurante los meses que siguieron al suicidio de su

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hermano menor, una especie de rosarioimprovisado.

Ay, la mente, la mente tiene montañas;despeñaderos de ruina terribles, escarpados,insondables para el hombre. Los menospreciaquizás quien nunca se asomó a ellos.Medespierto y siento la siniestra oscuridad, no eldía.Y he pedido quedarme Al abrigo de lastormentas.Ahora veo que mi insistencia en pasar sola aquellaprimera noche era algo más complicado de lo queparecía, un instinto primitivo. Por supuesto sabíaque John había muerto. Por supuesto ya habíacomunicado la noticia a su hermano, a mi hermanoy al marido de Quintana. The New York Times losabía. Los Angeles Times lo sabía. Sin embargo,yo no estaba preparada en modo alguno paraaceptar la noticia como algo definitivo: en algúnplano de mi conciencia creía que lo que habíasucedido era reversible. Por ese motivo necesitabaestar sola.

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Después de aquella primera noche no volví aquedarme sola durante semanas (Jim y su esposaGloria llegaron de California al día siguiente;Nick regresó a Nueva York; Tony y su esposaRosemary vinieron de Connecticut; José no se fuea Las Vegas y Sharon, nuestra ayudante, volvió deesquiar; la casa no estuvo vacía en ningúnmomento), pero necesitaba aquella primera nochepara estar sola.

Necesitaba estar sola para que él pudiera volver.

Este fue el comienzo de mi año del pensamientomágico.

3

El poder del dolor para desequilibrar la mente hasido exhaustivamente estudiado. La aflicción, dice

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Freud en su ensayo de 1917 Duelo y Melancolía,«trae consigo graves desviaciones de la actitudnormal ante la vida». Sin embargo, señala, eldolor continúa siendo un desequilibrio peculiar y«nunca se nos ocurre considerarlo un estadopatológico ni someterlo a tratamiento médico».Confiamos en que «pasado cierto tiempo sesuperará» y juzgamos «inoportuna y aun dañinacualquier interferencia que lo perturbe». MelanieKlein, en su ensayo El duelo y su relación con losestados maniaco-depresivos (1940), hace unavaloración similar: «El doliente está realmenteenfermo, pero como su estado mental es común ynos parece tan natural, no consideramos el duelouna enfermedad [...]. Para resumir con másprecisión: yo diría que, en el duelo, el sujeto pasapor un estado de alteración maniaco-depresivatransitoria que logra superar».

Nótese el énfasis en «superar».

Era ya pleno verano, unos meses después deaquella noche en la que necesitaba estar sola para

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que él pudiera volver, cuando fui capaz dereconocer que había habido momentos durante elinvierno y la primavera en los que había sidoincapaz de pensar racionalmente. Pensaba comolos niños pequeños, como si mis pensamientos ydeseos tuvieran el poder de alterar la narración,cambiar el desenlace. En mi caso, este desordendel pensamiento había permanecido oculto, creoque invisible para los demás, oculto incluso paramí misma; pero visto retrospectivamente, habíasido apremiante y constante. Visto desde aquí, medoy cuenta de que había habido señales, llamadasde atención que tendría que haber percibido. Porejemplo, el caso de las necrológicas. No podíaleerlas. Me sucedió desde el 31 de diciembre,fecha en que aparecieron las primeras, hasta el 29de febrero, la noche de los Oscar de 2004, ycuando vi una fotografía de John en el montaje «InMemoriam» que hace la Academia. Al ver lafotografía, me di cuenta de por qué lasnecrológicas me habían alterado tanto.

Había permitido que otra gente pensara que estaba

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muerto.

Había dejado que lo enterrasen vivo.

Nueva llamada de atención: hubo un momento (aúltimos de febrero o principios de marzo, despuésde que Quintana saliera del hospital y antes delfuneral que habíamos retrasado hasta que ella serecuperase) en que pensé que tenía que dar la ropade John. Mucha gente había comentado lanecesidad de dar la ropa y se había ofrecido conbuena intención, aunque inoportunamente (comosuele ocurrir), a ayudarme. No sé por qué, pero mehabía resistido. Recordaba que después de morirmi padre, había ayudado a mi madre a separar suropa en montones, unos para la Beneficencia y la«mejor» para la tienda de caridad en la que micuñada Gloria trabajaba como voluntaria. Despuésde la muerte de mi madre, Gloria y yo, Quintana ylas hijas de Gloria y Jim habíamos hecho lo mismocon su ropa. Era una de las cosas que la gente hacedespués de una muerte, parte del ritual, unaespecie de deber.

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Empecé. Vacié un estante en el que John habíaapilado sudaderas y camisetas: la ropa que seponía para caminar por Central Park a primerashoras de la mañana. íbamos a andar todas lasmañanas. No siempre lo hacíamos juntos porquenos gustaba seguir distintas rutas, pero teníamospresente la ruta que hacía el otro y nos cruzábamosantes de salir del parque. La ropa de aquel estanteme resultaba tan familiar como la mía propia. Nolo tuve en cuenta. Reservé algunas prendas (unasudadera descolorida con la que le recordabaparticularmente, una camiseta de Canyon Ranchque Quintana le había traído de Arizona), peropuse en bolsas casi todo lo que había en aquelestante y las llevé enfrente, a la St. James’Episcopal Church. Animada, abrí un armario yllené más bolsas: zapatillas deportivas NewBalance, zapatos, shorts Brooks Brothers, bolsas ybolsas de calcetines. Llevé las bolsas a St. James’.Unas semanas después, recogí más bolsas y lasllevé al despacho de John, donde él guardaba suropa. Aún no estaba preparada para empezar conlos trajes, las camisas y las chaquetas, pero, para

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empezar por alguna parte pensé que podía seguircon los zapatos que quedaban.

Me detuve en la puerta de la habitación.

No podía dar el resto de sus zapatos.

Me quedé allí un momento; luego, me di cuenta depor qué no podía hacerlo: si iba a volver,necesitaría zapatos.

El ser consciente de lo que pensaba no eliminó enmodo alguno aquel pensamiento.

Todavía no he intentado comprobar —dando loszapatos— si el pensamiento ha perdido fuerza.

Al reflexionar, veo que la propia autopsia fue elprimer ejemplo de esta forma de pensamiento.Además de lo que yo tuviera en la cabeza cuandoautoricé tan decididamente la autopsia, tambiéntenía cierto grado de trastorno por el que creía que

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una autopsia mostraría que lo que se habíaestropeado era algo muy simple. Posiblementesólo fuera una obstrucción transitoria o unaarritmia. Tal vez sólo hubiera sido necesario unajuste mínimo, un cambio de medicación o volvera colocar otro marcapasos. En ese caso,continuaba el razonamiento, aún podrían estar atiempo de arreglarlo.

Recuerdo cuánto me afectó una entrevista a TeresaHeinz Kerry, realizada durante la campaña de2004, en la que hablaba de la muerte de su primermarido. Después del accidente aéreo en el quemurió John Heinz, dijo en la entrevista, ella habíasentido una «necesidad» imperiosa de salir deWashington y volver a Pittsburg.

Por supuesto que «necesitaba» volver a Pittsburg.

Pittsburg, no Washington, era el lugar al que élpodría regresar.

La autopsia no se realizó la noche en la que se

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certificó la muerte de John.

La autopsia no se realizó hasta las once de lamañana siguiente. Ahora me doy cuenta de quesólo podía realizarse después de que eldesconocido del Hospital de Nueva York mellamara por teléfono la mañana del 31 dediciembre. El hombre que me llamó no era «miasistente social», ni el «médico de mi esposo», ni,como John y yo podríamos haber dicho, nuestroamigo del puente. «Ni nuestro amigo del puente»era una expresión familiar con la que, HarrietBurns, la tía de John, describía los reiteradosencuentros con personas desconocidas; porejemplo, si veía a la puerta del Friendly's de WestHartford el mismo Cadillac Sevilla que hacía pocole había cortado el paso en Bulkeley Bridge, diría«nuestro amigo del puente». Mientras escuchaba alhombre al otro lado del teléfono, pensaba en Johndiciendo «nuestro amigo del puente». Recuerdoexpresiones de simpatía. Recuerdo ofrecimientosde ayuda. Parecía que el hombre evitaba deciralgo.

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Llamaba, dijo entonces, para preguntarme sidonaría los órganos de mi marido.

En aquel instante, me pasaron muchas cosas por lacabeza. La primera palabra que me vino a la mentefue «no». Simultáneamente recordé que Quintanahabía comentado una noche durante la cena quecuando se renovó el carné de conducir, se habíahecho donante de órganos. Le preguntó a John si élera donante, y le respondió que no. Habíanhablado de ello.

Yo había cambiado de tema.

No era capaz de imaginarme muerto a cualquierade los dos.

El hombre del teléfono seguía hablando. Yopensaba si pasaría lo mismo si Quintaba murierahoy en la UCI del Beth Israel North. ¿Qué haríayo? ¿Qué haría ahora?

Me oí decirle al hombre que nuestra hija estabainconsciente. Me oí decir que no me sentía capaz

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de tomar una decisión así antes de que nuestra hijasupiera siquiera que había muerto. En aquelmomento me pareció una respuesta razonable.

Sólo después de colgar, me di cuenta de que nadade aquello era razonable. Este pensamiento fuesuplantado inmediata y oportunamente —nótese lamovilización instantánea de las células blancas dela función cognitiva— por otro: había algo que noencajaba en aquella llamada. Una contradicción.Aquel hombre había hablado de donación deórganos, pero era imposible que sus órganospudieran aprovecharse; cuando vi a John en el boxde urgencias no estaba conectado al equipo demantenimiento. Tampoco estaba conectado alequipo de mantenimiento cuando vino el sacerdote.Todos sus órganos estarían deteriorados.

Entonces me acordé del Departamento dePatología Forense de Miami-Dade. John y yohabíamos estado allí una mañana de 1985 o 1986.Alguien del banco de ojos había etiquetado loscuerpos a los que había que extraer la córnea.

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Aquellos cuerpos del Departamento de PatologíaForense de Miami-Dade no estaban conectados aningún equipo de mantenimiento. Así que elhombre del Hospital de Nueva York se referíasólo a las córneas, los ojos. Entonces, ¿por quéno lo había dicho? ¿Por qué lo había expuestoequívocamente? ¿Por qué no había llamado parapedir simplemente «sus ojos»? Cogí de la caja deldormitorio el clip de plata que el asistente socialme había dado la noche anterior y miré el carné deconducir de John. «Ojos: Azules», constaba en elcarné. «Limitaciones: lentes correctoras.»

¿Por qué no había llamado para pedir simplementelo que quería?

Sus ojos. Sus ojos azules. Sus imperfectos ojosazules.

Y lo que quiero saber es si te gusta tu muchachode ojos azules,Señora Muerte.Aquella mañana no podía recordar quién escribió

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estos versos. Creía que eran de E.E. Cummings,pero no estaba segura. No tenía a mano el libro deCummings, pero encontré una antología en unestante, junto a otros libros de poesía que había enel dormitorio, un viejo libro de texto de John,publicado en 1949, de cuando estuvo interno enPortsmouth Priory, el colegio benedictino cerca deNewport al que lo enviaron tras la muerte de supadre.

(La muerte de su padre: repentina, del corazón, alos cincuenta y pocos, debería de habermepercatado de la advertencia).

Cuando estábamos cerca de Newport, John solíallevarme a Portsmouth para escuchar el cantogregoriano de las vísperas. Era algo que leconmovía. En la solapa de la antología habíaescrito con letra pequeña y pulida el nombre deDunne, y a continuación, con la misma letra, continta azul, con tinta azul de pluma, las siguientesguías de estudio: 1) ¿Cuál es el significado delpoema y cuál la experiencia? 2) ¿A qué

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pensamiento o reflexión nos conduce dichaexperiencia? 3) ¿Qué estado de ánimo,sentimiento o emoción despierta o crea el poemaen su conjunto? Volví a dejar el libro en elestante. Pasarían varios meses antes de que meacordara de confirmar que los versos eranrealmente de E.E. Cummings. Pasarían tambiénvarios meses antes de que me diera cuenta de quemi rabia contra la llamada de aquel desconocidodel Hospital de Nueva York reflejaba otra versióndel terror primitivo que la autopsia no habíadespertado en mí.

¿Cuál era el significado y cuál la experiencia?

¿A qué pensamiento o reflexión nos conduce dichaexperiencia?

¿Cómo podría regresar si le quitaban sus órganos?¿Cómo podría regresar si no tenía zapatos?

4

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Aparentemente, yo era un ser racional. Unobservador medio habría tenido la impresión deque yo entendía perfectamente que la muerte erairreversible. Había autorizado la autopsia. Habíaordenado la incineración. Había dispuesto que serecogieran las cenizas y se llevaran a la catedralde St. John the Divine, en la que, una vez queQuintana estuviera consciente y lo bastanterecuperada como para estar presente, secolocarían en la capilla junto al altar mayor, dondemi hermano y yo habíamos depositado las cenizasde nuestra madre. Había mandado quitar laplancha de mármol con el nombre de mi madregrabado para añadir el de John. Finalmente, el 23de marzo, casi tres meses después de su muerte,había visto las cenizas colocadas en la pared, laplancha de mármol repuesta y el funeral,celebrado.

Hubo canto gregoriano para John.

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Quintana pidió que el canto fuera en latín. TambiénJohn lo habría hecho.

Hubo un magnífico solo de trompeta.

Hubo un sacerdote católico y un sacerdoteepiscopaliano.

Calvin Trillin habló, David Halberstam habló ySusan Traylor, la mejor amiga de Quintana, habló.Susanna Moore leyó un fragmento de «EastCoker», aquel que dice «uno sólo ha aprendido adominar las palabras / para lo que ya no necesitadecir, o para el modo / en que no está dispuesto adecirlo». Nick leyó el poema de Catulo «A lamuerte de su hermano». Quintana, aúnconvaleciente, pero con voz firme, vestida denegro, en la misma catedral en la que se habíacasado ocho meses antes, leyó un poema que habíaescrito para su padre.

Lo había hecho. Había aceptado que estabamuerto. Lo había hecho de la manera más pública

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imaginable.

Aun así, mi pensamiento seguía sospechosamentevoluble. En una cena, a finales de primavera oprincipios de verano, conocí por casualidad a undestacado profesor de Teología. Alguien en lamesa planteó el tema de la fe. El teólogo afirmóque el propio ritual es una forma de fe. Mireacción, aunque silenciosa, fue negativa,furibunda, excesiva incluso para mí. Más adelanterecapacité sobre lo primero que me había venido ala cabeza: Yo he cumplido el ritual. Lo he hechotodo: St. John the Divine, el canto en latín, elsacerdote católico y el sacerdote episcopaliano, elsalmo «Porque mil años a tus ojos no son sino unayer cuando ha pasado» y el oficio de difuntos, «Inparadisum deducant angelí».

Y aun así, la liturgia no me lo había devuelto.

«Que volviera», ese había sido durante aquellosmeses mi objetivo oculto, un truco mágico. Haciael final del verano empecé a verlo con claridad,

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pero «verlo con claridad» no bastaba paradecidirme a dar la ropa que él podría necesitar.

En épocas difíciles, me habían enseñado desdeniña, lee, aprende, prepárate, recurre a laliteratura. La información es control. Teniendo encuenta que el dolor por la pérdida es la aflicciónmás común, su literatura parecía notablementeescasa. Estaba el diario que C. S.Lewis escribiótras la muerte de su esposa, A Grief Observed.Había pasajes ocasionales en una u otra novela,por ejemplo, la descripción de Thomas Mann enLa montaña mágica del efecto que produce enHermann Castorp la muerte de su esposa: «Suespíritu estaba agitado; se volvió taciturno; suentumecido cerebro le llevó a cometer errores enlos negocios, de modo que, la empresa, Castorp eHijo, sufrió considerables pérdidas económicas; laprimavera siguiente, mientras inspeccionaba losdepósitos sobre un embarcadero flotante azotadopor el viento, se le inflamaron los pulmones. La

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fiebre fue demasiado para su débil corazón y a loscinco días, a pesar de los cuidados del doctorHeidekind, murió». En los ballets clásicos, habíamomentos en que el amante trataba de encontrar yresucitar al amado desaparecido; la luz lívida, losblancos tutus, el pas de deux en que el amadopresagia su regreso definitivo al mundo de losmuertos: la danse des ombres, la danza de lassombras. Había también algunos poemas, enrealidad, muchos poemas. Durante uno o dos díasrecurrí a «El tritón abandonado» de MatthewAmold: Las voces de los niños deberían ser caras (llamauna vez más) al oído de una madre; las voces delos niños, locas de dolor.¡Ella seguramentevolverá!Había días en los que recurría a W. H. Auden, alos versos del «Blues del funeral» de El despeguedel F6: Que paren los relojes, que corten el teléfono,eviten que el perro ladre con un jugoso hueso,que silencien los pianos y con sordo tamborsaquen el ataúd, dejen pasar el duelo.

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Los poemas y las danzas de las sombras parecíanlo más adecuado para mí.

Más allá, quizá bajo esas representacionesabstractas del dolor y las furias del desconsuelo,había un corpus de subliteratura, guías deautoayuda para manejar la situación, algunasprácticas, otras inspiradas, la mayoría, inútiles.(No beba demasiado, no se gaste el dinero delseguro en decorar el salón, únase a un grupo deapoyo). Quedaba la literatura profesional, losestudios de los psiquiatras, psicólogos y asistentessociales posteriores a Freud y Melanie Klein, ypronto acabé por recurrir a esta literatura. Aprendímuchas cosas que ya sabía y que en ciertomomento parecían ofrecer consuelo, confirmación,una opinión ajena de que no eran imaginacionesmías lo que parecía estar sucediendo. DeBereavement: Reactions, Consequences andCare, artículos recopilados en 1984 por elInstituto de Medicina de la Academia Nacional delas Ciencias, aprendí, por ejemplo, que lasrespuestas inmediatas más frecuentes ante la

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muerte eran el shock, el aturdimiento y lasensación de incredulidad: «Los supervivientespueden experimentar la sensación subjetiva deestar dentro de una cápsula o envueltos en unamanta; a otros puede parecerles que aguantan bien.Como aún no son conscientes de la realidad de lamuerte, los supervivientes pueden dar la impresiónde que aceptan la pérdida».

Ahí es donde aparece el efecto «persona muyentera».

Continúo leyendo. En el estudio de Harvard sobreel Duelo en la infancia, realizado en el HospitalGeneral de Massachusetts, J. William Wordenafirma que se ha observado que los delfines seniegan a comer tras la muerte de su pareja.También se observó que las ocas reaccionabanante una de esas muertes volando y gritando, ybuscaban hasta desorientarse y perderse. Los sereshumanos, leí, aunque no necesitaba que me lodijeran, mostraban similares patrones derespuesta. Buscaban. Dejaban de comer.

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Olvidaban respirar. Se mareaban por la falta deoxígeno, los senos nasales se obstruían con laslágrimas contenidas y acababan en la consulta delotorrino con extrañas infecciones de oídos. Nopodían concentrarse. «Al cabo de un año, podíaleer los titulares», me dijo una amiga cuyo maridohabía muerto hacía tres años. Perdían habilidadescognitivas. Como Hermann Castorp, cometíanerrores en los negocios y sufrían considerablespérdidas económicas. Olvidaban sus propiosnúmeros de teléfono y aparecían en losaeropuertos sin documentos de identificación. Sesentían enfermos, se desmayaban e incluso, comoHermann Castorp, morían.

Este aspecto de «agonía» estaba documentado ennumerosos estudios.

Empecé a ir identificada cuando salía por lamañana a pasear por Central Park, por si acaso mepasaba a mí.

Si sonaba el teléfono mientras estaba en la ducha,

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ya no lo cogía para no matarme si resbalaba en lasbaldosas.

Según supe, algunos de esos estudios eranfamosos, iconos de la literatura, obras dereferencia que aparecían citadas en todo lo queleía; por ejemplo, el «Young Benjamin andWallis», The Lancet 2 (1963), 454-456. Esteestudio sobre 4.486 personas que habíanenviudado recientemente en el Reino Unido y a lasque se había hecho un seguimiento durante cincoaños mostraba que «durante los seis mesesposteriores a la pérdida, la tasa de mortalidad erasignificativamente más elevada entre los viudosque entre los casados». Otra de esas referenciasera «Rees and Lutkins, British Medical Journal 4(1967), 13-16». Este estudio, realizado a lo largode seis años, con 903 personas que habían sufridola pérdida de un familiar, frente a 878 personas decaracterísticas semejantes y que no habían perdidoa nadie, mostraba que «durante el primer año, latasa de mortalidad era significativamente máselevada entre los cónyuges que habían enviudado».

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La explicación funcional de esta mortalidad másalta se explica en la recopilación realizada por elInstituto de Medicina en 1984: «La investigaciónllevada a cabo hasta la fecha muestra que, comomuchos otros causantes del estrés, el dolor por lapérdida produce frecuentemente cambios en lossistemas endocrino, inmunológico, neurovegetativoy cardiovascular; la función cerebral y losneurotransmisores tienen una influenciafundamental en dichos sistemas».

Según supe por este estudio, había dos clases dedolor por la pérdida de un ser querido. Elprioritario, asociado a los conceptos de«crecimiento» y «desarrollo», era el «duelo sincomplicaciones», un «sentimiento normal depérdida». Ese duelo sin complicaciones, según elManual Merck, en su 16.a edición, podría noobstante manifestarse con «síntomas de ansiedadtales como insomnio inicial, desasosiego ehiperactividad del sistema neurovegetativo», pero«generalmente no provocaba depresión clínicasalvo en aquellas personas con tendencia al

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desorden emocional». La segunda clase de dolorera el «duelo con complicaciones», tambiénconocido en la literatura médica como «duelopatológico» y que se produce en diversassituaciones. Una de esas situaciones en las quepuede producirse el duelo patológico, leí repetidasveces, es aquella en la que el superviviente y elfallecido habían mantenido una relación deextraordinaria dependencia. «¿La relación dedependencia entre el superviviente y el fallecidoera de placer, de apoyo o de cariño?» Éste era unode los criterios para establecer un diagnóstico queel doctor David Peretz, del departamento dePsiquiatría de la Universidad de Columbia,proponía. «¿Se había sentido el supervivientedesvalido cuando en otras ocasiones había tenidoque separarse forzosamente de la personafallecida?»

Reflexioné sobre estas preguntas.

Una vez, en 1968, tuve que pasarimprovisadamente una noche en San Francisco

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(estaba escribiendo un artículo, llovía, y la lluviaretrasó una entrevista que tenía a última hora de latarde hasta la mañana siguiente); John vino enavión desde Los Ángeles para poder cenar juntos.Cenamos en Emie’s. Terminada la cena, regresó enel vuelo nocturno de la Pacific Southwest Airlines,una ganga de trece dólares, en una época en la que,en California, se podía volar desde Los Ángeles aSan Francisco, Sacramento o San José porveintiséis dólares ida y vuelta.

Pensé en la PSA.

Todos los aviones de la PSA tenían sonrisasdibujadas en el morro. Las azafatas iban vestidasal estilo de Rudy Gemreich, con minifaldas fucsiay naranja. La PSA representaba una etapa denuestras vidas en la que teníamos la sensación deque casi nada de lo que hacíamos teníaconsecuencias, a lo loco, una euforia que nosllevaba a volar setecientas millas sin pensarlo dosveces para ir a cenar. Esta euforia acabó en 1978cuando un Boeing 727 de la PSA chocó con un

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Cessna 172 sobre San Diego y murieron cientocuarenta y cuatro personas.

Cuando sucedió aquello, pensé que había pasadopor alto las cualidades de la PSA.

Ahora me doy cuenta de que este error no sereducía sólo a la PSA.

Cuando Quintana, con dos o tres años, fue con laPSA a Sacramento para ver a mis padres, decíaque «había volado en la sonrisa». John solíaescribir las cosas que la niña decía en trozos depapel y los guardaba en una caja negra que lehabía regalado su madre. La caja con los trozos depapel, que aún está sobre un escritorio de mi salade estar, tenía pintada un águila americana y laspalabras «E Pluribus Unum». Tiempo después,John utilizó algunas de aquellas frases en unanovela, Dutch Shea, Jr. Las puso en boca Cat, lahija de Dutch Shea, asesinada en Londres por unabomba del IRA mientras cenaba con su madre enun restaurante de Charlotte Street. Esto es parte de

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lo que él escribió: «¿Dónde estavistes?», decía; o «¡Cómo sedesapareció la mañana!». Él las escribía todas ylas metía en el cajoncito secreto del escritorio dearce que Barry Stukin y Lee le habían regaladocuando se casó. Cat, con la falda escocesa de suuniforme. Cat, capaz de llamar «bañamento» albaño y «posamaris» a las mariposas de unexperimento que hicieron en el parvulario. Cat,que escribió su primer poema a los siete años:«Me casaré / con un chico llamado Javier quemonte caballos y trate divorcios».Camuñastambién estaba en aquel cajón. Camuñas era elnombre que Cat le daba al miedo, la muerte y lodesconocido. He tenido una pesadilla conCamuñas, decía.No dejéis que Camuñas me coja.Si viene Camuñas, lo colgaré de la valla y nodejaré que me lleve... Él se preguntaba si Camuñashabría tenido tiempo para asustar a Cat antes deque ella muriera.Ahora veo lo que no vi en 1982, el año que sepublicó Dutch Shea, Jr.: que la novela tratabasobre el dolor de la pérdida. Según la literatura

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médica, Dutch Shea padecía un duelo patológico.Los síntomas para el diagnóstico habrían sido lossiguientes: obsesionado con el momento de lamuerte de Cat, vive y revive la escena, como si alpasársela una y otra vez, pudiera modificar elfinal: el restaurante de Charlotte Street, laensalada de endibias, las zapatillas color lavandade Cat, la bomba, la cabeza de Cat en el carrito delos postres. Tortura a su ex esposa, la madre deCat, con la misma pregunta reiterada: «¿Por quéestaba en el lavabo cuando estalló la bomba?»Finalmente ella le dice: Nunca te parecí digna de ser la madre de Cat, peroyo la crié. La atendí el día que tuvo la primeraregla y recuerdo que, de pequeña, ella llamaba ami dormitorio su «linda habitación de repuesto» y«buzeguetti» a los spaghetti y «holas» a la genteque venía a casa. Decía:«¿Dónde estavistes?» o«¡cómo se desapareció la mañana!»; y tú, hijo deputa, le dijiste a Thayer que querías que alguien larecordase. Me contó que estaba embarazada, habíasido un accidente y quería saber lo que tenía quehacer, y yo fui al lavabo porque me iba a echar a

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llorar y no quería hacerlo delante de ella y queríasecarme las lágrimas para actuar sensatamente, yentonces oí la bomba y cuando finalmente logrésalir, una parte de ella estaba en el sorbete y otra,en la calle, y tú, hijo de puta, quieres que alguienla recuerde.Creo que John habría dicho que Dutch Shea, Jr.trataba de la fe.

Cuando él empezó la novela, ya sabía cuálesserían las últimas palabras, no sólo las últimaspalabras de la novela, sino lo último que DutchShea pensaría antes de dispararse un tiro: «Creoen Cat. Creo en Dios». Credo in Deum. Lasprimeras palabras del catecismo católico.

¿Trataba de la fe o del dolor de la pérdida?

¿Eran lo mismo la fe y el dolor de la pérdida?

¿Éramos nosotros extraordinariamentedependientes uno del otro aquel verano que nosbañábamos y veíamos Tenko, e íbamos a cenar a

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Morton’s?

¿O éramos extraordinariamente afortunados?

Si yo estuviera sola, ¿vendría él hasta mí montadoen la sonrisa?

¿Me diría que reservase una mesa en Ernie’s?

La PSA y la sonrisa ya no existen, vendieron lacompañía a US Airways y luego repintaron losaviones.

Emie’s ya no existe, pero Alfred Hitchcock lorecreó brevemente en Vértigo. James Stewart ve aKim Novak por primera vez en Emie’s. Despuésella cae del campanario (también una recreación,un efecto) de la misión de San Juan Bautista.

Nos casamos en San Juan Bautista.

Una tarde de enero en la que los brotes asomabanen las huertas al borde de la 101.

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Cuando aún había huertas al borde de la 101.

No. La forma más fácil de colisionar es dandomarcha atrás. Los brotes en las huertas de la 101era el carril incorrecto.

Durante varias semanas después de que sucediera,intenté mantenerme en el carril adecuado (el carrilestrecho, el carril del que no se puede dar marchaatrás) repitiendo para mis adentros los dos últimosversos de «Rose Aylmer», la elegía que WalterSavage Landor escribió en 1806, en memoria deuna hija de Lord Aylmer, muerta a los veinte añosen Calcuta. No había vuelto a acordarme de «RoseAylmer» desde que era estudiante en Berkeley,pero ahora recordaba no sólo el poema sino granparte de los comentarios que había escuchado envarias de las clases en las que se había analizado.«Rose Aylmer» funcionaba —había dicho elprofesor que daba la clase— porque la pomposa y,por tanto, vacua alabanza de la fallecida en los

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cuatro primeros versos —«iAy, bendición de laestirpe soberana! / ¡Ay, hermosura divina! / Todaslas virtudes y gracias, / Rose Aylmer, teadornaron!»— queda compensada de forma súbitae incluso sorprendente por «la sabiduríaintensamente dulce» de los dos últimos versos, quesugieren que el duelo tiene su espacio, perotambién sus límites: «Una noche de recuerdos ysuspiros / te consagro».

«Una noche de recuerdos y suspiros», recordé querepetía el profesor. «Una noche. Una sola noche.Podría haber sido toda la noche, pero él no dicesiquiera toda la noche, dice una noche, no unasunto de toda una vida, sino de unas horas.»

Una sabiduría intensamente dulce. Sin duda, puestoque «Rose Aylmer» había quedado grabado en mimemoria desde que, de estudiante, lo consideréuna lección de supervivencia.

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20 de diciembre de 2003.

Habíamos visitado a Quintana en el sexto piso dela UCI del Beth Hospital North, en el que aúnpermanecería otros veinticuatro días.

Una extraordinaria dependencia —¿Es eso unaforma de decir «matrimonio»? ¿«Marido ymujer»? ¿«Madre e hijo»?¿«Familia nuclear»?—no es la única situación en la que puede producirseel duelo complicado o patológico. Otra situación,leo en la literatura médica, se produce cuando elproceso de duelo se interrumpe por «factorescircunstanciales», por ejemplo, «un retraso delfuneral», «una enfermedad o una segunda muerteen la familia». Leo una explicación del Dr. VamikD. Volkan, profesor de Psiquiatría de laUniversidad de Virginia (Charlottesville), de loque él llama «terapia del duelo reiterado», unatécnica desarrollada en la Universidad de Virginiapara el tratamiento de los «dolientes patológicos».En esta terapia, según el doctor Volkan, llega unpunto en el que:

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Ayudamos al paciente a revivir las circunstanciasde la muerte: cómo ocurrió, la reacción delpaciente ante la noticia y ante la vista del cuerpo,el acto del funeral, etc. En este punto, si la terapiafunciona, aparece generalmente la ira; al principio,de manera difusa; luego, dirigida contra los demás;y, finalmente, contra el fallecido. La abreacción —lo que Bibring llama «descarga emocional», (E.Bibring, «Psychoanalysis and the DynamicPsycotherapies», Journal of the AmericanPsychoanalytic Association 2 [1954], 745 ss.)—puede suceder entonces y demostrar al paciente larealidad de sus impulsos reprimidos. Utilizandonuestro conocimiento del funcionamientopsicodinámico interno por el que el paciente sientela necesidad de mantener viva a la persona que haperdido, podemos explicar e interpretar larelación que existió entre el paciente y elfallecido.Pero ¿de dónde extrae exactamente el Dr. Volkan ysu equipo de Charlottesville su singularconocimiento del «funcionamiento psicodinámicointerno por el que el paciente siente la necesidad

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de mantener viva a la persona que ha perdido»?, y¿esa especial habilidad para «explicar einterpretar la relación que existió entre el pacientey el fallecido»? ¿Es que veía usted Tenko conmigoy «el fallecido» en Brentwood Park? ¿Cenabausted con nosotros en Morton’s? ¿Estaba ustedconmigo y «el fallecido» en Punchbow l(Honolulú), cuatro meses antes de que sucediera?¿Recogió flores de plumería con nosotros y lasdepositó en las tumbas de los muertosdesconocidos de Pearl Harbor? ¿Se resfrió connosotros bajo la lluvia en el jardín de Ranelagh, enParís, un mes antes de que sucediera? ¿Dejó de verlos Monets con nosotros para irse a comer aConti? ¿Nos acompañó cuando salimos de Conti ycompramos el termómetro? ¿Estaba en el Bristolsentado en la cama con nosotros cuando nosabíamos cómo convertir los grados centígradosdel termómetro en grados Fahrenheit?

¿Estaba allí?

No.

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Podía habernos ayudado con el termómetro, perono estaba allí.

Yo no tengo necesidad de «revivir lascircunstancias de la muerte». Yo sí estaba allí.

Me contengo, no sigo.

Me doy cuenta de que dirijo mi furia irracionalcontra el Dr. Volkan de Charlottesville, unperfecto desconocido.

Las personas bajo los efectos de una auténticaaflicción no sólo están mentalmente deprimidassino también físicamente inestables. No importa lotranquilas y controladas que parezcan, nadie puedeestar normal en tales circunstancias. Lasalteraciones en la circulación les provocan frío; suangustia les trastorna y se vuelven insomnes. Sealejan de aquellos que son normalmente de suagrado. Nadie debe imponer su presencia a los queestán de duelo y hay que mantenerlos a salvo de

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las personas demasiado emotivas, conindependencia de lo cercanas o queridas que sean.Aunque es un gran consuelo el saber que susamigos les quieren y sufren por ellos, se debeproteger a los deudos más cercanos de cualquierpersona o situación que pueda alterarles losnervios, ya de por sí muy alterados, y nadiedebería sentirse dolido si le dicen que no puedeayudar o ser recibido. En tales momentos, ciertaspersonas encuentran consuelo en la compañía; encambio, otras se alejan de los amigos másqueridos.El fragmento pertenece al capítulo XXIV del librode Emily Post, Funerales (1922), que guía allector desde el momento en que la muerte seproduce («En cuanto la muerte se produzca,alguien, generalmente la enfermera experimentada,corre las cortinas de la habitación del enfermo yordena a un sirviente que corra todas las cortinasde la casa») hasta las instrucciones de cómo debensentarse los asistentes al funeral: «Entre en laiglesia tan silenciosamente como sea posible y,puesto que en un funeral no hay acomodadores,

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siéntese usted mismo en el lugar queaproximadamente le corresponda. Únicamente unamigo íntimo puede ocupar un lugar en la zonadelantera de la nave. Si es usted un simpleconocido, debe sentarse discretamente en la partede atrás, a no ser que haya muy poca gente en elfuneral y la iglesia sea grande, en cuyo caso puedesentarse en el último banco de la mitad delanterade la nave».

Este tono de inagotable minucia no decae jamás,siempre con el acento puesto en los aspectosprácticos. Hay que instar al doliente para que «sesiente en una habitación soleada», a ser posiblecon chimenea. Se le puede ofrecer comida en unabandeja, pero «muy poca»: té, café, consomé, unatostadita o un huevo pasado por agua: leche, perosólo leche caliente: «La leche fría es mala paraquien ya está escalofriado». En cuanto a otrosalimentos, «la cocinera puede sugerir algo que seahabitualmente del agrado del deudo, pero debeofrecerse muy poco cada vez, porque aunque elestómago esté vacío, el paladar rechaza la comida

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y la digestión nunca es buena». Se insta al dolientea que haga economías para adaptar la ropa de luto:«La mayoría de ropa existente, incluyendo loszapatos de piel y los sombreros de paja, se «tiñenperfectamente». Los gastos del entierro debenexaminarse por adelantado. Durante el funeral, unamigo debería quedarse al frente de la casa. Elamigo debe ocuparse de que la casa se ventile, deque los muebles desplazados vuelvan a colocarseen su sitio y de que el fuego esté encendido paracuando los familiares regresen. «También esoportuno preparar un poco de té caliente o caldo—aconseja la señora Post— para servírselo, si lesapetece, cuando vuelvan, y no esperar a que lopidan. Las personas sometidas a una fuerteangustia no quieren comer, pero si se les ofrece, lotomarán mecánicamente, y lo que más necesitan esalgo caliente para empezar a digerir y estimular sudeteriorada circulación.»

Había algo impresionante en aquella sabiduríapráctica, en la comprensión instintiva de lasalteraciones fisiológicas («cambios en los

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sistemas endocrino, inmunológico, neurovegetativoy cardiovascular») catalogadas años después porel Instituto de Medicina. No estoy segura de lo queme llevó a consultar aquel libro sobre la etiquetaescrito por Emily Post en 1922 (supongo que meacordaría de mi madre, que me lo dio a leer unavez que nos quedamos bloqueados por la nieve enuna casa alquilada de cuatro habitaciones, enColorado Springs, durante la Segunda GuerraMundial), pero cuando lo encontré en Internet meatrapó inmediatamente. Mientras lo leía, recordéel frío que había pasado en el Hospital de NuevaYork la noche que John murió. Pensé que el frío sedebía a que era 30 de diciembre y había ido alhospital sin medias, en zapatillas, sólo con la faldade lino y el jersey que me había puesto para cenar.En parte, así era, pero también tenía frío porquenada en mi cuerpo funcionaba bien.

La señora Post lo había entendido. Ella escribía enun mundo en el que todavía se reconocía el duelo,se permitía, no se ocultaba a la vista. PhilippeAries, en una serie de conferencias que dio en

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Johns Hopkins, en 1973, y que más tarde sepublicaron con el título de Historia de la muerteen Occidente: desde la Edad Media hastanuestros días, señalaba que alrededor de 1930, enla mayoría de países occidentales y sobre todo enEstados Unidos, se inicia una revolución de lasactitudes aceptadas frente a la muerte. «La muerte—escribió— tan omnipresente en el pasado queresultaba familiar, se borraría, desaparecería. Seconvertiría en algo vergonzoso o prohibido.» Elantropólogo británico Geoffrey Gorer, en su obrade 1965, Death, Grief, and Mourning, habíadescrito este rechazo del duelo público comoresultado de la presión creciente de un nuevo«deber ético del goce», un moderno «imperativode no hacer nada que pueda disminuir el goce delos demás». Tanto en Inglaterra como en EstadosUnidos, observaba, la tendencia contemporáneaera «tratar el duelo como una complacenciamorbosa y mostrar admiración social haciaquienes han sufrido una pérdida y ocultantotalmente su dolor, de forma que nadie adivinaríaque haya sucedido algo».

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Actualmente, una forma de ocultación del dolorpor la pérdida se debe a que la muerte se produceen gran medida entre bastidores. En la tradiciónanterior, desde la que la señora Post escribía, elacto de morir aún no se había profesionalizado.Los hospitales no formaban parte de él. Lasmujeres morían al dar a luz. Los niños morían defiebres. El cáncer era incurable. En la época enque empezó a escribir su libro sobre la etiqueta,habría pocos hogares norteamericanos a los que nohubiera afectado la pandemia de gripe de 1918. Lamuerte estaba cercana, en casa. Se esperaba que eladulto medio supiera tratar con competencia ytambién con sensibilidad sus desastrosasconsecuencias. Cuando alguien muere, meenseñaron de niña en California, se asa un jamón.Se distribuye por la casa. Se va al funeral. Si lafamilia es católica, también al rosario; pero no segime ni se llora ni se reclama la atención de lafamilia de ningún modo. Al final, el libro de laetiqueta, escrito en 1922 por Emily Post, resultóser tan sutil en su comprensión de esta otra formade muerte y tan preseriptivo en el tratamiento del

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dolor como ningún otro que yo haya leído. Noolvidaré la sabiduría instintiva del amigo quetodos los días, durante las primeras semanas, metraía de Chinatown un recipiente de congee conchalotas y jengibre. El congee me lo podía comer.El congee era lo único que podía comer.

5

Había otra cosa que me enseñaron de niña enCalifornia. Cuando alguien parece que ha muertose comprueba sosteniendo un espejo delante de suboca y su nariz. Si no se empaña, la persona estámuerta. Mi madre me lo enseñó, pero no lorecordé la noche que John murió.

— ¿Respira? —me preguntó el telefonista.

— Vengan, por favor —le contesté.

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30 de diciembre de 2003.

Habíamos visto a Quintana en la UCI del sextopiso del Beth Israel North.

Vimos los números en el respirador.

Sostuvimos su mano hinchada.

Aún no sabemos cómo evoluciona, había dichouno de los médicos de la UCI.

Volvimos a casa. La UCI no se abría hasta lassiete, después de la visita de los médicos por latarde, así que debían de ser más de las ocho.

Habíamos hablado de si salíamos a cenar fuera ocenábamos en casa.

Yo dije que encendería el fuego y podíamos cenaren casa.

No recuerdo lo que íbamos a cenar. Sí querecuerdo haber tirado a la basura lo que había en

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los platos y en la cocina cuando volví a casa delHospital de Nueva York.

Te sientas a cenar, y la vida que conoces seacaba.

En un soplo.

O a falta de uno.

En los últimos meses, he pasado mucho tiempotratando de recordar y, cuando eso fallaba, dereconstruir, la secuencia exacta de acontecimientosque precedieron y siguieron a lo que ocurrióaquella noche. «En cierto momento entre el jueves18 de diciembre de 2003 y el lunes 22 dediciembre de 2003 —empezaba una de aquellasreconstrucciones—, Q. se quejó de que se “sesentía espantosamente mal”, con síntomas de gripe,pensaba que tenía infección de garganta.» Estareconstrucción, precedida de los nombres ynúmeros de teléfono de los médicos con los quehablé, no sólo del Beth Israel sino de otros

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hospitales de Nueva York y de otras ciudades,continuaba. Los hechos eran los siguientes: ellunes 22 de diciembre, ella acudió con 39,5 °C defiebre al servicio de urgencias del Beth IsraelNorth, que por entonces tenía fama de ser el quemenos gente tenía de todos los hospitales delUpper East Side de Manhattan; le diagnosticaronuna gripe. Le dijeron que se quedara en cama ytomara líquidos. No le hicieron radiografías detórax. El 23 y 24 de diciembre la fiebre fluctuóentre 39 °C y 39,5 °C. Se encontraba muy mal y nopudo venir a cenar en Nochebuena. Ella y Gerryabandonaron sus planes de pasar la noche deNavidad y unos cuantos días más con la familia deGerry en Massachusetts.

El jueves, día de Navidad, llamó por la mañana ydijo que tenía dificultades para respirar. Surespiración sonaba sofocada, trabajosa. Gerryvolvió a llevarla a las urgencias del Beth IsraelNorth, donde las radiografías mostraron una densainfiltración de pus y bacterias en el lóbulo inferiordel pulmón derecho. Tenía más de 150 pulsaciones

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por minuto; estaba totalmente deshidratada; losglóbulos blancos a cero. Le administraron Altivany luego, Demerol. En la sala de urgencias, ledijeron a Gerry que tenía una neumonía «grado 5,en una escala del 1 a 10, lo que solía llamarseneumonía ambulatoria». No era «nada grave» (talvez esto fuera lo que yo deseaba oír), pero, aunasí, decidieron ingresarla en la UCI para tenerla enobservación.

Aquella tarde, cuando ingresó en la UCI, estabaagitada. La sedaron aún más y después laintubaron. Estaba a más de 40 °C. Lesuministraban el 100% del oxígeno: en aquellosmomentos no podía respirar por sí misma. Aúltima hora de la mañana siguiente, viernes 26 dediciembre, se supo que tenía neumonía en ambospulmones y que, a pesar de las elevadas dosis delos cuatro fármacos que le estaban administrando(acitromicina, gentamicina, clindamicina yvancomicina), la neumonía se extendía. Tambiénsupimos —se dedujo, dado que la presiónsanguínea descendía— que estaba entrando o

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había entrado en choque séptico. Pidieronautorización a Gerry para practicarle dos nuevastécnicas invasivas que resolvieran el problema dela presión arterial; primero la inserción de uncatéter arterial y luego, de un segundo catéter quellegaría cerca del corazón para tratar el problemade la presión sanguínea. Le administraronneosinefrina para mantener la presión en unosparámetros de 9 de máxima y 6 de mínima.

El sábado 27 de diciembre, nos comunicaron quele estaban dando Xigris, un nuevo medicamento dela empresa farmacéutica Eli Lilly, y que deberíamantenerse durante las siguientes noventa y seishoras, es decir, cuatro días. «Esto cuesta veintemil dólares», dijo la enfermera mientras cambiabala 4.a bolsa. Yo miraba cómo goteaba el fluido enuno de los muchos tubos que mantenían viva aQuintana. Busqué el Xigris en Internet. En unapágina decían que la tasa de supervivencia en lospacientes con sepsis tratados con Xigris era del 69por ciento, frente al 56 por ciento de los pacientesno tratados con Xigris. En otra página, un boletín

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de negocios, se decía que el Xigris, el «gigantedormido» de la farmacéutica Eli Lilly, «luchabapor superar sus dificultades en el mercado de lasepsis». En cierto modo, ofrecía una visiónpositiva desde la que ver la situación: Quintana noera la hija que cinco meses antes había sido unanovia locamente feliz y cuyas posibilidades desupervivencia en los dos próximos días podíancalcularse ahora entre un 56 y un 69 por ciento;ella era «el mercado de la sepsis», lo que indicabaque al consumidor aún le quedaba margen para laelección. El domingo 28 de diciembre cabíaimaginarse que el «gigante dormido» del mercadode la sepsis se estuviera desperezando: laneumonía no había disminuido, pero lesuprimieron la neosinefrina para la presión arterialy ésta se mantuvo en 9,5 de máxima y 4 de mínima.El lunes 29 de diciembre, un médico auxiliar quellegó por la mañana, tras la ausencia del fin desemana, consideró «alentador» el estado deQuintana. Cuando entró, le pregunté qué eraexactamente lo que le parecía «alentador» en suestado. «Aún está viva», respondió el médico

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auxiliar.

El martes 30 de diciembre, a la 1.02 p.m. según elordenador, escribí estas notas, previas a unaconversación con un nuevo especialista al quehabía solicitado una visita: ¿Puede haber secuelas en el cerebro por la falta deoxígeno? ¿Y por la fiebre alta? ¿Y por una posiblemeningitis?Algunos médicos han comentado que«no saben si hay alguna estructura oculta uobstrucción». ¿Se refieren a una posiblemalignidad?La hipótesis es que se trata de unainfección bacteriana —aunque en los cultivos nohaya aparecido bacteria alguna—. ¿Hay modo desaber que no es vírica?¿Cómo se convierte unagripe en una infección generalizada?La última pregunta —¿Cómo se convierte unagripe en una infección generalizada?— la añadióJohn. El 30 de diciembre parecía obsesionado conaquello. En los tres o cuatro días anteriores, se lohabía preguntado muchas veces a los médicos, alos auxiliares y enfermeras, y, finalmente,desesperado, a mí, sin encontrar una respuesta

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satisfactoria. Había algo en todo aquello queparecía desafiar su capacidad de comprensión,pero yo simulaba que podía controlar la situación.

Esto fue lo que había sucedido:

La habían ingresado en la UCI la noche deNavidad.

Estaba en un hospital, nos habíamos repetido unoal otro la noche de Navidad. La estaban cuidando.Allí estaría a salvo.

Todo lo demás parecía normal.

Encendimos la chimenea. Ella estaría a salvo.

Cinco días después, en el exterior de la UCI de lasexta planta del Beth Israel North, todo parecíaque seguía siendo normal: algo que ninguno de losdos podía aceptar (aunque sólo John loreconociera); otra de esas situaciones en la quehabía que mantener la atención en un punto fijo deldespejado cielo azul desde el que se precipitó el

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avión. En el salón de nuestro apartamento, todavíaestaban los regalos que John y yo habíamos abiertola noche de Navidad. En la antigua habitación deQuintana, encima y debajo de la mesa, aún estabanlos regalos que no había podido abrir la noche deNavidad porque estaba en la UCI. En la mesa delcomedor aún estaban apiladas las bandejas y lacubertería de plata que habíamos usado enNochebuena. Aún estaba allí una factura de laAmerican Express que había llegado aquel día conlos gastos de nuestro viaje a París en noviembre.Cuando nos fuimos a París, Quintana y Gerryestaban preparando su primera cena de Acción deGracias. Habían invitado a la madre, a la hermanay al cuñado de Gerry. Iban a usar la vajilla deporcelana de la boda. Quintana había pasado porcasa para recoger la cristalería color Burdeos demi madre. El día de Acción de Gracias leshabíamos llamado por teléfono desde París.Estaban asando el pavo y haciendo puré de nabos.

«Y de pronto... se acabó».

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¿Cómo se convierte una gripe en una infeccióngeneralizada?

Esta pregunta me parece ahora un grito de airadaimpotencia, otra forma de decir ¿Cómo pudosuceder esto cuando todo era normal? En el boxde la UCI donde yace Quintana con los dedos y lacara hinchados de líquido, los labios, alrededordel respirador, cuarteados por la fiebre, y el peloenredado y húmedo de sudor, los números delrespirador indicaban que ahora sólo recibía por eltubo el 45 por ciento del oxígeno. John besó sucara hinchada. «Más que un día más» —habíamurmurado—, otra frase de nuestro léxicofamiliar. La referencia procedía de Robin yMarian, de Richard Lester. «Te quiero más aúnque un día más», dice Audrey Hepburn, como ladyMarian, a Sean Connery, en el papel de RobinHood, tras beber ambos la pócima fatal. John se losusurraba cada vez que nos íbamos de la UCI. Alsalir conseguimos que un médico hablara connosotros. Le preguntamos si la disminución en elnivel de oxígeno quería decir que estaba

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recuperándose.

Se produjo una pausa.

Sucedió cuando el médico de la UCI dijo: «Aún noestamos seguros de cómo va a evolucionar».

Va a evolucionar bien, recuerdo que pensé.

El médico de la UCI seguía hablando. «Estárealmente muy mal», decía.

Reconocí en aquella frase una manera oscura dedecir que podía morir, pero insistí: Va aevolucionar bien. Va a evolucionar bien, porquetiene que evolucionar bien.

Creo en Cat.

Creo en Dios.

«Te quiero más que un día más», dijo Quintanahace tres meses, de pie, vestida de negro en St.John the Divine. «Como tú solías decirme.»

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Nos casamos el 30 de enero de 1964, un juevespor la tarde, en la misión católica de San JuanBautista del condado de San Benito (California).John llevaba un traje azul marino de Chipp y yo, unvestido blanco de seda, corto, que había compradoen Ransohoffs (San Francisco) el día que matarona Kennedy. A las 12.30 p.m. en Dallas, aún era porla mañana en California. Mi madre y yo nosenteramos de lo sucedido cuando salíamos deRansohoffs para ir a comer y nos encontramos conun conocido de Sacramento. Como el día de laboda sólo había treinta o cuarenta personas en SanJuan Bautista (la madre de John; su hermanopequeño Stephen; su hermano Nick, con su esposa,Lenny y su hija de cuatro años; mi padre y mimadre; mi hermano y mi cuñada; el abuelo, la tía yunos cuantos primos y amigos de la familia deSacramento; el compañero de habitación de John,en Princeton, y tal vez un par de personas más), yohabía previsto que en la ceremonia no hubieramarcha nupcial ni «cortejo», únicamente nos

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colocaríamos en el altar y nos casarían. «Lamúsica manda», recuerdo que dijo Nick tratandode ayudar. Nick había hecho el plan, pero elorganista que lo llevó a cabo no lo siguió y, derepente, me vi caminando por la nave del brazo demi padre y llorando tras las gafas de sol. Cuandoacabó la ceremonia, fuimos en coche hasta elrestaurante de Pebble Beach. Había cositas parapicar y champán en una terraza que daba alPacífico, muy sencillo. Pasamos unos días de lunade miel en un búngalo del Rancho de San Isidro,en Montecito; luego, aburridos, volamos al HotelBeverly Hills.

Había pensado en aquella boda el día de la bodade Quintana.

También su boda fue sencilla. Llevaba un vestidolargo blanco, velo y unos zapatos caros, pero ibapeinada con una gruesa trenza sobre la espalda,como cuando era niña.

Nos sentamos en el coro de St. John the Divine. Su

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padre la condujo al altar. En el altar estaba Susan,su mejor amiga de California desde los tres años,su mejor amiga de Nueva York, su prima Hannah ysu primo Kelley de California, que leyeron partedel servicio. Los hijos de la hijastra de Gerryleyeron otra parte. Estaban también los máspequeños, niñas descalzas con guirnaldas. Habíasándwiches de berros, champán, limonada,servilletas de color melocotón que combinabancon el sorbete que se sirvió con la tarta, y pavosreales por el césped. Quintana se quitó de unpuntapié los carísimos zapatos y se soltó el velo.«¿No ha estado todo perfecto?», dijo cuando llamópor la noche. Su padre y yo aceptamos que lohabía estado. Ella y Gerry volaron a St. Barth s.John y yo nos fuimos a Honolulú.

26 de julio de 2003.

Cuatro meses y veintinueve días antes de que ellaingresara en la UCI del Beth Israel North.

Cinco meses y cuatro días antes de que muriera su

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padre.

Por la noche, durante una o dos semanas despuésde que muriera, cuando el agotamiento protectorme rendía y dejaba a los parientes y amigoscharlando en el salón, en el comedor y en la cocinadel apartamento, y recorría el pasillo hasta eldormitorio y cerraba la puerta, evitaba mirar losrestos de nuestros primeros años de casados quecolgaban en las paredes del pasillo. En realidad,no me hacía falta mirar, ni podía eludirlos nomirando: los conocía de memoria. Había unafotografía de John y mía tomada durante unalocalización para Pánico en Needle Park. Fuenuestra primera película. Fuimos con ella alfestival de Cannes. Fue mi primer viaje a Europa yviajamos en primera a cuenta de la TwentiethCentury-Fox; subí descalza al avión, era la época,1971. Había otra foto de John, Quintana y yo enBethesda Fountain, Central Park, en 1970; otra deJohn y Quintana a los cuatro años comiendo polos.Estuvimos en Nueva York todo aquel otoñotrabajando en una película de Otto Preminger.

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«Está en el despacho del señor Preminger que notiene pelo», le dijo Quintana al pediatra que lehabía preguntado dónde estaba su madre. Habíauna fotografía de John, Quintana y yo en la terrazade la casa que teníamos en Malibú, en los añossetenta. La fotografía apareció en People. Cuandola vi, me di cuenta de que Quintana habíaaprovechado un descanso del rodaje para pintarselos ojos por primera vez. Había una foto que BarryFarrell le había hecho a su mujer, Marcia, sentadaen una silla de ratán en la casa de Malibú con suhijita en brazos, Joan Didion Farrell.

Barry Farrell había muerto ya.

Había una foto de Katharine Ross que le habíahecho Conrad Hall en la época de Malibú, cuandoella enseñaba a nadar a Quintana; le tiraba unaconcha de Tahití a la piscina de un vecino y ledecía a la niña que la concha era suya si la sacaba.Los primeros años setenta fueron una época en laque Katharine y Conrad, Jean y Brian Moore, yJohn y yo intercambiábamos plantas, perros,

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favores y recetas, y cenábamos en casa de uno uotro un par de veces por semana.

Recuerdo que todos hacíamos suflés. Nancy, lahermana de Conrad que vivía en Papeete, le habíaenseñado a Katharine cómo hacerlos subirfácilmente, y Katharine nos lo enseñó a Jean y amí. El truco consistía en un enfoque menos estrictodel que habitualmente se aconsejaba. Katharinetrajo vainilla fresca en gruesos manojos de vainasatados con rafia.

Durante un tiempo, hicimos flanes de vainilla, peronadie quería caramelizar el azúcar.

Hablábamos de alquilar la casa de Lee Grant quedaba a Zuma Beach y abrir allí un restaurante quese llamaría La casa de Lee Grant. Katharine, Jeany yo nos turnaríamos en la cocina, y John, Brian yConrad se turnarían para atender las mesas.Abandonamos este plan de supervivencia enMalibú porque Katharine y Conrad se separaron;Brian estaba terminando una novela y John y yo

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nos fuimos a Honolulú para volver a escribir elguión de una película. Trabajamos mucho enHonolulú. Nadie en Nueva York sabía calcularcon exactitud la diferencia horaria, así quetrabajábamos todo el día sin que sonara elteléfono. En los setenta, hubo un momento en queyo me empeñé en comprar una casa allí, y llevé aJohn a ver muchísimas, pero, según parecía, élpensaba que vivir la vida real en Honolulú era unpanorama menos estimulante que alojarse en elKahala.

Conrad Hall había muerto ya.

Brian Moore había muerto ya.

Había un poema enmarcado que había escrito EarlMcGrath para nuestro quinto aniversario,celebrado en una de nuestras primeras casas, undesastre de casa, en Franklin Avenue(Hollywood), con muchas habitaciones, porchessoleados, aguacates y una pista de tenis cubierta dehierba, que habíamos alquilado por 450 dólares al

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mes: Ésta es la historia de John Greg’ry Dunnequien,con su esposa Mrs. Didion Do,legalmente se casóy familia con niña formóy en Franklin Avenuehabitó.Con su bella hija Quintana vivióconocidatambién como Didion DDidion Dunney DidionDo.Y Quintana o Didion D.Una hermosa familia deDunne, Dunne, Dunne(quiero decir una familia detres)que vivía a la antiguaen Franklin Avenue.Las personas que acaban de perder a alguientienen una mirada que quizás sólo reconozcan losque han visto esa mirada en su propio rostro. Yo lahe visto en mí y ahora la veo en otros. Es unamirada de extrema vulnerabilidad, desnudez ysinceridad. Es la mirada de quien sale de laconsulta del oftalmólogo con las pupilas dilatadasa la radiante luz del día o la de quien suele llevargafas y de repente le obligan a quitárselas. Laspersonas que han perdido a alguien parecendesnudas porque ellas mismas se creen invisibles.Yo misma me sentí invisible durante un tiempo,incorpórea. Me parecía haber cruzado uno de esosríos míticos que separan a los muertos de los

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vivos y haber entrado donde sólo podían vermeaquellos que recientemente habían sido privadosde un ser querido. Comprendí por primera vez lapoderosa imagen de los ríos, la laguna Estigia, elLeteo, el barquero con su capa y su remo.Comprendí por primera vez el significado de lapráctica del suttee. Las viudas no se arrojaban a lapira por el dolor de la pérdida. La pira ardienteera una precisa representación del lugar al que sudolor (no sus familias, ni la comunidad, ni lacostumbre, sino su dolor) les había conducido. Lanoche que John murió faltaban treinta y un díaspara nuestro cuarenta aniversario. Ya habránadivinado que «la sabiduría intensamente dulce»de los dos últimos versos de «Rose Aylmer» fuerainaccesible para mí.

Yo quería más de una noche de recuerdos ysuspiros.

Yo quería gritar.

Yo quería que volviera.

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Hace varios años, un luminoso día de otoñopaseaba por el lado este de la Calle 57, entre laSexta y la Séptima Avenida, cuando experimentélo que entonces me pareció una vivencia de lamuerte. Fue un efecto luminoso: unas instantáneasmotas de luz, hojas amarillas que caían (pero ¿dedónde? ¿Había árboles en la calle 57 Oeste?), unalluvia de oro, un rápido chisporroteo, un bajón enla intensidad de la luz. Más adelante, en parecidosdías luminosos, busqué ese mismo efecto, peronunca jamás volví a experimentarlo. Mepreguntaba entonces si habría sufrido una especiede ataque o una apoplejía. Unos años antes de queesto sucediera, en California, había soñado conuna imagen que, al despertar, supe que había sidola de la muerte; era la imagen de una isla de hielocuyo borde dentado se divisaba desde el aire, a la

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altura de una de las islas del Canal de la Mancha,salvo que aquella era totalmente de hielo,transparente, de un blanco azulado, reluciendo alsol. A diferencia de esos sueños en los que quiensueña anticipa su muerte y está inexorablementecondenado a morir pero aún vivo, en este sueño nohabía nada espantoso. Por el contrario, tanto laisla de hielo como el bajón en la intensidad de laluz en la Calle 57 eran algo extraordinario, máshermoso de lo que puedo expresar; no obstante, nome cabía la menor duda de que había visto lamuerte.

Si aquellas eran mis imágenes de la muerte, ¿porqué seguía siendo incapaz de aceptar que él habíamuerto? ¿Sería porque no lograba asimilar que lehabía sucedido a él? ¿Sería tal vez porque aún loveía como algo que me había sucedido a mí?

La vida cambia rápido.

La vida cambia en un instante.

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Te sientas a cenar, y la vida que conoces seacaba.

El tema de la autocompasión.

Veamos que pronto entró en juego el tema de laautocompasión.

En la primavera siguiente a la desaparición deJohn, una mañana cogí el New York Times y pasédirectamente de la primera página al crucigrama,una forma de empezar el día que, durante aquellosmeses, se había convertido en una costumbre, lamanera en que había acabado por leer o, mejordicho, por no leer el periódico. Nunca en mi vidahabía tenido paciencia para hacer crucigramas,pero ahora me parecía que aquella prácticaestimularía la vuelta a alguna actividadconstructiva desde el punto de vista cognitivo.Aquella mañana, la primera definición que mellamó la atención fue la del 6 vertical: «A veces tesientes...». Inmediatamente vi la respuestaevidente, una bien larga que llenaría muchos

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espacios y me demostraría mi competencia aqueldía: «Huérfana de madre».

Los niños sin madre lo pasan muy mal.

Los niños sin madre lo pasan fatal.

No.

El 6 vertical tenía sólo cuatro letras.

Dejé el crucigrama (la impaciencia persistía) y aldía siguiente miré la respuesta. La respuestacorrecta del 6 vertical era «loca».

¿Loca? ¿A veces te sientes como loca? ¿Tanto mehabía alejado de un modo normal de respuesta?

Atención: la respuesta a la que recurríinmediatamente («huérfana de madre») era un gritode autocompasión.

Era un error de comprensión que no resultaría fácilde corregir.

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¡Ávida prisa del fuego que gira!¿Dónde están mipadre y Eleanor?No ahora, tras siete años yamuertos,Sino ¿los que eran entonces?¿Nunca

más? ¿Nunca más?Delmore Schwartz,

«Avanzamos tranquilos

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por este día de abril»

Creía que se estaba muriendo. Me lo dijorepetidas veces. No le hice caso. Estabadeprimido. Acababa de terminar una novela,Nothing Lost, que se había quedado atrapada en unpredecible limbo durante un largo período entre laentrega y la publicación; de forma igualmentepredecible, John atravesaba por una crisis deconfianza respecto al libro que acababa deempezar, una reflexión sobre el significado delpatriotismo, y del que todavía no había encontradoel tono. Durante casi todo el año había tenido quehacer frente también a una serie de problemas desalud agotadores. Su ritmo cardíaco se habíadeteriorado y entraba con frecuencia creciente enfibrilación auricular. El ritmo sinusal podíarestablecerse mediante una cardioversión, unproceso ambulatorio con una suave anestesia totalen el que se aplicaba al corazón un electrochoque,

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pero cualquier mínima alteración física, como uncatarro o un viaje largo en avión, podía volver aromper el ritmo. En la última de estasintervenciones, en abril de 2003, había necesitadono un electrochoque, sino dos. Las cardioversioneseran cada vez más frecuentes e indicaban que yano eran una opción válida. En junio, tras una seriede consultas, se había sometido a una intervenciónde corazón más radical, una ablación del nóduloatrioventricular por radiofrecuencia y la posteriorimplantación del marcapasos Medtronic Kappa900 SR.

A lo largo del verano, animado por la ilusiónde la boda de Quintana y el éxito aparente delmarcapasos, daba la impresión de estar másentonado. En el otoño, volvió a decaer. Recuerdouna pelea sobre si íbamos o no íbamos a París ennoviembre. Yo no quería ir. Le dije que teníamosmucho trabajo y poco dinero. Me contestó quetenía la sensación de que si no iba a París esenoviembre, nunca volvería a París. Yo lointerpreté como un chantaje. Muy bien, eso lo

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explica todo, dije, iremos. Se levantó de la mesa.No volvimos a hablar de nada significativodurante dos días.

Finalmente, fuimos a París en noviembre.

«Os digo que no he de vivir dos días», dijoGawain.

Hace unas semanas, en el Council on ForeignRelations, en la 68 con Park, vi a alguien frente amí que leía el International Herald Tribune. Otroejemplo de cómo se mete uno en el carrilequivocado; ya no estoy en el Council on ForeignRelations de la 68 con Park, sino sentada frente aJohn y desayunando en el comedor del Bristol enParís, en noviembre de 2003. Los dos leemos elInternational Herald Tribune del hotel, que llevagrapada una tarjeta con la previsión del tiempopara ese día. Cada una de aquellas mañanas denoviembre en París, las tarjetas llevaban el iconode un paraguas. Caminamos bajo la lluvia por losjardines de Luxemburgo. Nos metimos en San

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Sulpicio para escapar de la lluvia. Se estabacelebrando una misa. John tomó la comunión. Nosresfriamos con la lluvia en los jardines deRanelagh. En el vuelo de vuelta a Nueva York, labufanda de John y mi vestido de punto olían a lanahúmeda. Al despegar, me cogió de la mano hastaque el avión empezó a coger altura.

Lo hacía siempre.

¿Dónde está ese gesto?

En una revista, veo un anuncio de Microsoften el que aparece el andén de la estación de metrola Porte des Lilas, de París.

Ayer, en el bolsillo de una chaqueta que nohabía usado, descubrí un billete de metro usado deaquel viaje de noviembre a París. «Sólo losepiscopalianos “toman” la comunión, me habíacorregido por última vez cuando salíamos de SanSulpicio. Llevaba cuarenta años corrigiéndome eneste tema. Los episcopalianos «tomaban», los

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católicos «recibían». Era, repetía cada vez, unaactitud diferente.

No ahora, tras siete años ya muertos, sino ¿losque eran entonces?Ultima cardioversión: abril de 2003. Necesitó dosdescargas. Recuerdo que un médico explicó porqué se hacía con anestesia. «Porque si no, lasacudida les tira de la mesa», dijo. Y el 30 dediciembre de 2003: la repentina sacudida cuandoel personal de la ambulancia utilizó las palasdesfibriladoras en el suelo del salón. ¿Fue aquelloun latido del corazón o simplemente electricidad?

La noche que murió, o tal vez la anterior, enel taxi que nos llevaba a nuestro apartamentodesde el Beth Israel North, dijo varias cosas que,por primera vez, no pude descartar como simplessíntomas de depresión, una fase normal en la vidade cualquier escritor.

Todo lo que había hecho, dijo, no valía nada.

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Todavía intento rechazar el pensamiento.

Esto no era normal, me dije, pero tampoco loera el estado en el que acabábamos de dejar aQuintana.

Dijo que la novela no valía nada.

Esto no era normal, me dije, pero tampocoera normal que un padre no pudiera ayudar a suhija.

Dijo que el artículo que acababa de apareceren The New York Review , una reseña sobre labiografía de Natalie Wood escrita por GavinLambert, no valía nada.

Esto no era normal, pero ¿qué había sidonormal en los últimos días?

Dijo que no sabía qué hacía en Nueva York.

«¿Por qué pierdo el tiempo con un librosobre Natalie Wood?», dijo.

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No era una simple pregunta.

«Tenías razón en lo de Hawai», dijoentonces.

Tal vez se refiriera a que tenía razón cuandoun par de días antes propuse que cuando Quintanamejorara (ese era nuestro eufemismo para decir«si vive»), podríamos alquilar una casa en laplaya de Kailua para que se recuperara allí. O talvez se refiriera a la época en la que yo queríacomprar una casa en Honolulú. En aquel momento,preferí pensar que se refería a lo primero, pero eluso del pasado indicaba lo segundo. Dijo estascosas en el taxi que nos llevaba del Berth IsraelNorth a nuestro apartamento tres horas antes demorir o veintisiete horas antes de morir: intentorecordarlo y no puedo.

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¿Por qué continuaba insistiendo en lo que era o noera normal si nada de aquello lo era?

Intentaré establecer una cronología.

Quintana ingresó en la UCI del Berth IsraelNorth el 25 de noviembre de 2003.

John murió el 30 de diciembre de 2003.

A última hora de la mañana del 15 de enerode 2004, en el Beth Israel North, después de quelos médicos consiguieran retirarle el respirador yreducirle la sedación para poder despertarla pocoa poco, le conté a Quintana que él había muerto. Elplan no era decírselo aquel día. Los médicoshabían dicho que estaría despierta conintermitencias; al principio, parcialmente y duranteunos días sólo podría retener informaciónlimitada. Si se despertaba y me veía, sepreguntaría dónde estaba su padre. Gerry, Tony yyo habíamos discutido el problema a fondo.

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Decidimos que sólo Gerry estuviera con ellacuando empezara a despertar; así, podría centrarseen él, en su vida en común. Era posible que nopreguntara por su padre. Yo la vería después, talvez, días después. Se lo diría entonces; estaría másfuerte.

Como habíamos previsto, Gerry estaba conella cuando despertó. De forma imprevista, unaenfermera le dijo que su madre estaba en elpasillo.

Y ¿cuándo entrará?, quiso saber.

Entré.

—¿Dónde está papá? —susurró al verme.

Las tres semanas que había estado intubada,le habían inflamado las cuerdas vocales, así queincluso el susurro era apenas audible. Le conté loque había pasado. Hice hincapié en el historial desus problemas cardíacos, en la racha de suerte quefinalmente había tocado a su fin, en lo inevitable

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del hecho a pesar de lo repentino queaparentemente había sido. Lloró. Gerry y yo lasostuvimos. Volvió a quedarse dormida.

—¿Cómo está papá? —susurró cuando volvía verla por la tarde.

Empecé a contárselo de nuevo. El ataque alcorazón. El historial. Lo repentino queaparentemente había sido.

—Pero ¿cómo está ahora? —susurróesforzándose para que la oyera.

Había asimilado lo referente a lo repentinodel suceso, pero no el desenlace.

Volví a contárselo. Finalmente tuve quecontárselo por tercera vez en la UCI del UCLA.

La cronología.

El 19 de enero de 2004, la trasladaron de laUCI del sexto piso del Beth Israel North a una

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habitación en la planta 12. El 22 de enero de 2004,todavía demasiado débil para sostenerse en pie osentarse sin ayuda y con fiebre provocada por unainfección hospitalaria que había cogido en la UCI,le dieron el alta en el Beth Israel North. Gerry y yola llevamos a mi apartamento y la acostamos en suantigua habitación. Gerry salió a comprar lasmedicinas que le habían recetado. Ella se levantóa coger otro edredón del armario y se cayó alsuelo. No podía levantarla y tuve que pedir ayudaa un vecino para que me ayudase a meterla otravez en la cama.

El 25 de enero de 2004 por la mañana sedespertó con un fuerte dolor en el pecho y fiebreaún más alta. Ese mismo día, tras diagnosticarleuna embolia pulmonar en las urgencias delPresbiteriano, ingresó en el Hospital Milstein, delColumbia-Presbiteriano. Ahora sé, pero entoncesno sabía, que, debido a la prolongada inmovilidada la que había estado sometida en el Beth Israel,aquello era totalmente previsible, algo que podíanhaberle diagnosticado en el Berth Israel antes de

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darle el alta si le hubieran hecho el mismo escánerque le hicieron tres días después en las urgenciasdel Presbiteriano. Una vez ingresada en elMilstein, volvieron a hacerle otro escáner de laspiernas para ver si se le habían formado coágulos.La trataron con anticoagulantes para evitar nuevoscoágulos y para que los existentes se disolvieran.

El 3 de febrero de 2004, le dieron el alta enel Presbiteriano, todavía con tratamiento deanticoagulantes. Empezó la fisioterapia pararecuperar fuerza y movilidad. Ella y yo, ayudadaspor Tony y Nick, preparamos el funeral de John.

El funeral tuvo lugar a las cuatro de la tardedel martes 23 de marzo de 2004 en la catedral deSt. John the Divine; tal como habíamos dispuesto,una hora antes y en presencia de la familia,habíamos depositado las cenizas de John en lacapilla junto al altar mayor. Después del funeral,Nick había organizado una recepción en el UnionClub. Finalmente, treinta o cuarenta miembros dela familia me acompañaron de regreso al

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apartamento de John y mío. Encendí el fuego.Tomamos unas copas. Cenamos. Quintana, vestidade negro y aún muy débil, había logradomantenerse de pie en la catedral y ahora reía consus primos. El 25 de marzo por la mañana, día ymedio después, ella y Gerry retomarían su vida; seiban unos días a California a pasear por la playade Malibú. Yo les había animado a que fueran.Deseaba volver a verla con el color de Malibú enla cara y el pelo.

Al día siguiente, 24 de marzo, sola en miapartamento, con la obligación cumplida de haberenterrado a mi marido y haber visto a nuestra hijasuperar la crisis, recogí los platos y me permitípensar por primera vez lo que debería hacer pararetomar mi propia vida. Llamé a Quintana paradesearle buen viaje. Salían al día siguiente,temprano por la mañana. Me pareció que estabanerviosa. Siempre se ponía nerviosa antes deemprender un viaje. La decisión de lo que teníaque meter en las maletas le había provocado desdeniña una especie de temor a la falta de

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organización. ¿Crees que estaré bien enCalifornia?, dijo. Le contesté que sí. Seguro queestaría bien en California. El viaje a Californiasería en realidad la mejor forma de empezar sunueva vida. Cuando colgué el teléfono, pensé quelimpiar mi despacho podía ser el primer paso paraempezar la mía. Comencé a hacerlo. Al díasiguiente, 25 de marzo, me pasé casi todo el díalimpiando. En ciertos momentos de aquellatranquila jomada, me sorprendí pensando queposiblemente había conseguido llegar a una nuevaetapa. En enero, había visto los témpanos de hielosobre el East River desde una ventana del BethIsrael North. En febrero, había visto los témpanosde hielo disolverse en el Hudson desde unaventana del Columbia-Presbiteriano. Ahora, enmarzo, el hielo había desaparecido, yo habíahecho lo que tenía que hacer por John y Quintanavolvería recuperada de California. A medida quela tarde avanzaba (su avión habría aterrizado,habría cogido un coche y conducido por laautopista de la costa del Pacífico), me la imaginécaminando ya con Gerry por la playa, bajo la

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suave luz de marzo en Malibú. Escribí el códigode Malibú, 90265, en la página de AccuWeather.Hacía sol; no recuerdo cuál era la máxima y lamínima, pero sí que recuerdo haber pensadosatisfecha que hacía buen día en Malibú.

Habría mostaza silvestre en las colinas.

Le podía llevar a ver las orquídeas a ZumaCanyon.

Podía llevarle a comer pescado frito a laplaya de Ventura County Line.

Había planeado llevarle a comer un día acasa de Jean Moore y volvería a los lugares en losque había transcurrido su infancia. Podríaenseñarle dónde cogía mejillones para la comidade Pascua, dónde estaban las mariposas, dóndehabía aprendido a jugar al tenis y dónde le habíanenseñado los socorristas de Zuma Beach a nadarevitando la resaca. En el escritorio de midespacho había una fotografía suya a los siete u

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ocho años, con el pelo largo y rubio del sol deMalibú. Detrás del marco, había una nota a lápizque me había dejado un día en el fogón de lacocina de Malibú: «Querida mami, cuando abristela puerta era yo que me escapaba. XXXXXX Q».

A las siete y diez de aquella tarde, me estabacambiando de ropa para bajar a cenar con unosamigos que vivían en el mismo edificio. Digo «alas siete y diez» porque el teléfono sonó a esahora. Era Tony. Dijo que venía enseguida. Me fijéen la hora porque había quedado en el piso deabajo a las siete y media, pero la llamada de Tonyera tan urgente que no dije nada. Su esposa,Rosemary Breslin, llevaba quince años con unaenfermedad en la sangre que no lograbandiagnosticar. Poco después de la muerte de John,se había sometido a un tratamiento experimentalque la dejaba cada vez más débil y tenían quehospitalizarla con mucha frecuencia en elMemorial Sloan-Kettering. Sabía que aquel día,primero en la catedral y luego con la familia, habíasido agotador para ella. Cuando Tony estaba a

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punto de colgar, le pregunté si Rosemary estabaotra vez en el hospital. Me dijo que no era porRosemary. Era por Quintana; mientrashablábamos, a las siete y diez en Nueva York y lascuatro y diez en California, la estaban sometiendoa una intervención de neurocirugía en las urgenciasdel UCLA Medical Center de Los Ángeles.

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Habían bajado del avión.

Recogieron la bolsa de viaje que compartían.

Gerry se dirigía con la bolsa hacia elautobús de enlace para ir a recoger el coche dealquiler y atravesaba la zona de llegadas pordelante de Quintana. Miró hacia atrás. Todavíahoy no tengo ni idea por qué volvió la cabeza.

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Nunca se me ocurrió preguntárselo. Me imaginoque fue una de esas situaciones en las que oyeshablar a alguien y, de repente, dejas de hacerlo yte vuelves. La vida cambia en un instante. Uninstante normal. Estaba tumbada de espaldassobre el asfalto. Llamaron a una ambulancia. Latrasladaron al UCLA. Según Gerry, iba despierta ylúcida en la ambulancia. En la sala de urgencias,empezó a tener convulsiones y a perder lacoherencia. Alertaron a un equipo médico. Lehicieron una tomografía computerizada. Cuando latrasladaron a cirugía, ya tenía fija una de laspupilas. La otra se le fijó mientras la entraban alquirófano. Me contaron esto varias veces, siemprepara poner de manifiesto la gravedad de su estadoy el carácter crítico de la intervención: «Ya teníafija una de las pupilas. La otra se le fijó mientrasla entraban al quirófano».

La primera vez que lo oí, no sabía quésignificaba lo que me decían. La segunda vez, yalo sabía. Sherwin B. Nuland, en How we Die,contaba que siendo estudiante de tercero de

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medicina, había visto a un paciente cardíaco cuyas«pupilas estaban fijas en una posición de totaldilatación, lo que significa muerte cerebral, y queobviamente no volverían a responder nunca alestímulo de la luz». También en How We Die , elDr. Nuland describía los intentos fallidos de unequipo para reanimar a un paciente que habíasufrido una parada cardíaca en el hospital:«Aquellos jóvenes tenaces ven cómo las pupilasde su paciente se quedan insensibles a la luz yluego se ensanchan hasta convertirse en doscírculos fijos de impenetrable oscuridad. De malagana, el equipo interrumpe sus esfuerzos [...]. Lasala está salpicada con los restos de la campañaperdida». ¿Fue eso lo que vio en los ojos de Johnel personal de la ambulancia del Nueva York-Presbiteriano en el suelo de nuestro apartamento el30 de diciembre de 2003? ¿Fue eso lo que vieronlos neurocirujanos del UCLA en los ojos deQuintana el 25 de marzo de 2004? ¿«Oscuridadimpenetrable»? ¿«Muerte cerebral»? ¿Fue eso loque pensaron? Miro un informe de la TC delUCLA realizado aquel día y aún me tiemblan las

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rodillas: El escáner muestra hematoma subdural enhemisferio derecho con señales de sangradosevero. No puede descartarse presencia desangrado activo. El hematoma provoca un efectomasa importante en el hemisferio cerebralderecho, hernia subfacial e incipiente hernia uncalcon 19 mm de desplazamiento en la línea media dederecha a izquierda al nivel del tercer ventrículo.El ventrículo lateral derecho está totalmenteborrado y el ventrículo lateral izquierdo muestraun incipiente atrapamiento. Se observa compresiónmesencefálica de moderada a pronunciada y lacisterna perimesencefálica está borrada. Seaprecian ligeros hematomas subdurales en falcialposterior y tentorio izquierdo. Ligera hemorragiaparenquimal, debida probablemente a contusión,en superficie infolateral del lóbulo frontalderecho. Las amígdalas cerebelosas se encuentranal nivel del agujero occipital. No existe fractura decráneo. Gran hematoma en el cuero cabelludo dela zona parietal derecha.25 de marzo de 2004. Siete y diez de la tarde en

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Nueva York.

Ella había vuelto del lugar en el que losmédicos habían dicho «todavía no sabemos cómova a evolucionar», y ahora estaba allí otra vez.

A juzgar por lo que yo sabía, habíaevolucionado mal.

Tal vez ya habrían hablado con Gerry y éltrataba de asimilarlo antes de llamarme.

Tal vez ya estuviera de camino hacia eldepósito del hospital.

Sola. En una camilla. Con el camillero.

Yo ya había visualizado esta escena conJohn.

Tony llegó.

Me repitió lo que ya me había dicho porteléfono. Gerry le había llamado desde el UCLA.

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Quintana estaba en el quirófano. Gerry podíacomunicarse con nosotros por el móvil desde elvestíbulo del hospital, que ahora servía tambiéncomo sala de espera de cirugía (el UCLAconstruía un nuevo hospital porque el actual estabamasificado y obsoleto).

Llamamos a Gerry.

Uno de los cirujanos acababa de salir parainformarle. El equipo de cirujanos «tenía laesperanza» de que Quintana pudiera «salir delquirófano», aunque no podían predecir en quécondiciones.

Recuerdo que pensé que el pronóstico habíamejorado: en el informe anterior, durante laintervención, se nos había comunicado que elequipo «no estaba seguro de que ella pudiera salirdel quirófano».

Recuerdo haber intentado, sin lograrlo,comprender el significado de «salir del

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quirófano». ¿Querían decir viva? ¿Habían dicho«viva» y Gerry no podía repetirlo? Pase lo quepase, recuerdo haber pensado, no hay duda de que«saldrá del quirófano».

Eran más o menos las cuatro y media en LosÁngeles, las siete y media en Nueva York. Nosabía exactamente cuánto tiempo llevabanoperando. Ahora veo que, según el informe de laTC, el escáner se había realizado a las «15.06»,las tres y seis minutos en Los Ángeles, y sólollevaban media hora en el quirófano. Saqué la guíade vuelos para ver si aún salía algún avión aquellanoche hacia Los Ángeles. Había uno de Delta a las9.40 p.m que salía del Kennedy. Estaba a punto dellamar a Delta cuando Tony me dijo que no leparecía buena idea que yo volara mientras serealizaba la operación.

Recuerdo un silencio.

Recuerdo que dejé a un lado la guía.

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Llamé a Tim Rutten a Los Ángeles y le pedíque fuera al hospital a acompañar a Gerry. Llaméa nuestro contable en Los Ángeles, Gil Frank, cuyahija había pasado hacía unos meses por unaneurocirugía de urgencias en el UCLA, y tambiéndijo que iría al hospital.

Eso era lo más cerca que podía estar de ella.

Puse la mesa en la cocina y Tony y yopicamos del coq au vin que había sobrado de lacena familiar que tuvimos después del funeral enSt. John the Divine. Rosemary llegó. Nos sentamosa la mesa en la cocina, y tratamos de esbozar loque nosotros llamábamos un «plan». Nosreferíamos con delicadeza a «las contingencias»como si uno de los tres no supiera lo que eran «lascontingencias». Recuerdo que llamé a EarlMcGrath para ver si podía usar su casa de LosÁngeles. Recuerdo que dije «en caso denecesidad», otra construcción delicada. Recuerdoque él pasó aquello por alto y me dijo que al díasiguiente volaba a Los Ángeles en el avión de un

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amigo y yo iría con ellos. Alrededor de medianoche, Gerry llamó para decir que la operaciónhabía terminado. Ahora le harían otra tomografíapara ver si se habían dejado algún punto desangrado. Si lo hubiera, volverían a operarla y sino lo había, seguirían con el protocolo y leinstalarían una especie de filtro en la vena cavapara evitar que los coágulos llegaran al corazón.Hacia las 4 a.m., hora de Nueva York, volvió allamar para decir que la TC no mostraba mássangrado y que le habían colocado el filtro. Mecontó lo que los cirujanos le habían dicho sobre laoperación. Tomé notas: «Sangrado arterial. Lasangre brotaba de la arteria como un géiser.Sangre por toda la habitación. Factor decoagulación inexistente.»

«El cerebro empujaba hacia el ladoizquierdo.»

Cuando volví de Los Ángeles el 30 de abrilpor la noche, encontré estas notas en una lista de lacompra, junto al teléfono de la cocina. Ahora sé

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que el término técnico para decir que «el cerebroempujaba hacia el lado izquierdo» es«desplazamiento de la línea media», un factorsignificativo para predecir un mal resultado; peroincluso entonces yo sabía que no era bueno. Cincosemanas antes, aquel día de marzo, yo habíapensado que necesitaba botellines de Evian, miel,caldo de pollo y semillas de lino.

Lee, aprende, prepárate, recurre a laliteraturaLa información es control.A la mañana siguiente a la intervención y antes deir a Teterboro para coger el avión, busqué enInternet «pupilas fijas y dilatadas». Me enteré deque lo llamaban FDP. Leí el resumen de un estudiorealizado por investigadores del Departamento deNeurocirugía de la Clínica Universitaria de Bonn.El estudio hacía un seguimiento de noventa y nuevepacientes que habían presentado o desarrolladouno o dos episodios de FDP. La tasa de mortalidadera del 75 por ciento. A los veinticuatro meses,del 25 por ciento que había sobrevivido, el 15 por

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ciento presentaba lo que en la escala de Glasgowpara el coma se define como «resultadodesfavorable», y el 10 por ciento, un «resultadofavorable». Calculé los porcentajes: de los 99pacientes, 74 murieron. A los dos años, de los 25supervivientes, 5 estaban en estado vegetativo; 10tenían minusvalías graves; 8 se valían por símismos, y 2 se habían recuperado totalmente.También me enteré de que las pupilas fijas ydilatadas indicaban daños o compresión del tercernervio craneal y de la zona superior del troncoencefálico. Durante las semanas que siguieron,«tercer nervio» y «tronco encefálico» fueronpalabras que tuve que escuchar con más frecuenciade la que hubiera deseado.

9

Estás a salvo, recuerdo haberle susurrado a

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Quintana la primera vez que la vi en la UCI delUCLA. Estoy aquí. Te vas a poner bien. Le habíanafeitado la mitad de la cabeza para la operación.Veía el gran corte y las grapas metálicas que lemantenían el cráneo unido. De nuevo respirabaúnicamente a través de un tubo endotraqueal. Estoyaquí. Todo va bien.

—¿Cuándo tienes que irte? —me preguntó eldía que por fin pudo hablar. Pronunció laspalabras con dificultad y con el rostro tenso.

Le dije que no me movería de allí hasta quepudiéramos irnos juntas.

Su rostro se relajó y volvió a quedarsedormida.

En aquellas semanas, desde que abandonó elHospital St. John’s de Santa Monica y la llevamosa casa, pensé que ésa había sido mi promesaesencial. No me marcharía. La cuidaría. Sepondría bien. Pero también me daba cuenta de que

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era una promesa que no podría cumplir. No podríacuidarla siempre. No podría quedarme con ellapara siempre. Ya no era una niña. Era una mujeradulta. En la vida sucedían cosas que las madresno pueden impedir ni solucionar. A no ser que unade esas cosas la matara prematuramente, como laque casi lo había hecho en el Beth Israel North ocomo la que aún podía hacerlo en el UCLA, yomoriría antes que ella. Recordaba discusiones enbufetes de abogados en las que me había sentidoangustiada por la palabra «premorir». No eraposible que la palabra fuera procedente. Tras cadauna de estas discusiones, veía la expresión«siniestro mutuo» bajo un prisma nuevo y másfavorable. Sin embargo, una vez, en un vueloturbulento entre Honolulú y Los Ángeles me habíaimaginado ese siniestro mutuo y lo habíarechazado. El avión caía. Milagrosamente ella yyo sobrevivíamos al accidente, a la deriva en elPacífico, agarradas a los restos del avión. Eldilema era el siguiente: debía abandonarla porqueyo tenía la regla y la sangre atraería a lostiburones, o tenía que alejarme, dejarla sola.

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¿Sería capaz de hacerlo?

¿Todos los padres sentían aquello?

Cuando mi madre tenía noventa años y lefaltaba poco para morir, me contó que estabapreparada, pero que no podía morirse. «Tú y Jimme necesitáis», me dijo. Mi hermano y yoandábamos entonces por los sesenta y tantos.

Estás a salvo.

Estoy aquí.

En el curso de aquellas semanas en el UCLA,observé que mucha gente que conocía, ya fuera enNueva York, en California o en otros lugares,compartían una tendencia atribuida generalmente alos triunfadores. Mostraban una fe absoluta en elpoder de los números de teléfono que tenían alalcance de los dedos: el médico apropiado, eldonante más importante, la persona del Gobierno o

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de la Justicia que podía hacerles un favor. Suhabilidad de maniobra era realmente prodigiosa.El poder de sus números de teléfono no teníaparangón. A lo largo de mi vida, yo misma hecompartido esa firme creencia en mi habilidadpara controlar los acontecimientos. Si de repentehospitalizaban a mi madre en Túnez, yo me lasapañaba para que el cónsul norteamericano lellevara periódicos en inglés y luego la embarcaraen un vuelo de Air France para reunirse con mihermano en París. Si Quintana se quedaba derepente bloqueada en el aeropuerto de Niza, melas arreglaba para encontrar a alguien en BritishAirways que la pusiera en un vuelo de BA parareunirse con su primo en Londres. Sin embargo,siempre sospeché, pues había nacido miedosa, quehabía cosas en la vida que escapaban a micapacidad de manejo o control. Algunas cosassimplemente suceden, y esta era una de ellas. Tesientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.

Muchas personas con las que hablé aquellosprimeros días que Quintana estuvo inconsciente en

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el UCLA parecían ajenas a esa sospecha. Suimpulso inicial era que lo sucedido podíacontrolarse. Lo único que necesitaban erainformación. Sólo necesitaban saber cómo habíasucedido. Necesitaban respuestas. Necesitaban «elpronóstico».

Yo no tenía respuestas.

No tenía pronóstico.

No sabía cómo había sucedido.

Había dos posibilidades, y concluí queambas eran irrelevantes. Una de ellas era queQuintana se hubiera caído y el golpe le hubieraprovocado la hemorragia cerebral, un peligro delos anticoagulantes que le habían recetado paraprevenir la embolia. La segunda posibilidad eraque la hemorragia hubiera ocurrido antes de lacaída y que, en realidad, la hubiera provocado.Las personas tratadas con anticoagulantes sangran.Se les hacen cardenales con un simple roce. El

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nivel de anticoagulante en sangre, que se mide conun número llamado INR (International NormalizedRatio), es difícil de controlar. Hay que analizar lasangre cada pocas semanas y en ciertos casos,cada pocos días. Se hacen pequeños ycomplicados cambios en la dosis. Para Quintana,el INR ideal era 2,2, décima arriba o abajo. El díaque voló a Los Ángeles, su INR estaba por encimade 4, un nivel en el que puede producirse unsangrado espontáneo. Cuando llegué a Los Ángelesy hablé con el jefe de cirugía, me dijo que estaba«cien por cien seguro» de que el golpe habíaprovocado la hemorragia. Otros médicos con losque hablé estaban menos seguros. Uno sugirió quesimplemente el vuelo pudo haber causado cambiosen la presurización y precipitar la hemorragia.

Recuerdo haber insistido al cirujano sobreeste aspecto, tratando —una vez más— decontrolar la situación, de obtener respuestas.Hablé con él por el móvil desde el patio de lacafetería del Centro Médico del UCLA. Lacafetería se llamaba «Café Med». Era mi primera

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visita al Café Med y mi aparición ante suparroquiano más notable, un hombrecito calvo(deduje que se trataba de un paciente del Institutode Neuropsiquiatría con permiso para deambularpor allí) que sentía la compulsión de perseguir porla cafetería a cualquier mujer mientras escupía ymurmuraba rabiosas imprecaciones sobre loasquerosa, lo repugnante o la despreciable basuraque ella era. Aquella mañana en concreto, elhombrecillo calvo me había perseguido hasta elpatio y me resultaba difícil entender lo que elcirujano me decía. «Fue el golpe, había un vasosanguíneo roto, lo vimos», creí escucharle.Aquello no parecía satisfacer realmente lapregunta —un vaso sanguíneo roto no descartabatotalmente la posibilidad de que el vaso sanguíneose hubiera roto con anterioridad y provocado lacaída—, pero allí, en el patio del Café Med, conel hombrecillo calvo escupiéndome en el zapato,comprendí que daba igual cuál fuera la respuesta ami pregunta. Había ocurrido. Esa era la nuevarealidad que tenía delante.

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En aquella conversación telefónica con elcirujano, recuerdo que me dijo algunas otrascosas.

Recuerdo que me dijo que el coma podíadurar días o semanas.

Recuerdo que me dijo que tenían que pasartres días como mínimo para que alguien empezasea saber en qué situación había quedado su cerebro.El cirujano era «optimista», pero no se podíapredecir nada. En los próximos tres o cuatro días,podían aparecer muchos otros problemas urgentes.

Podía presentarse una infección.

Podía presentarse una neumonía, podíapresentarse una embolia.

La inflamación podía aumentar, en cuyo casohabría que volver a operar.

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Después de colgar, entré de nuevo en lacafetería; Gerry tomaba café con Susan Traylor yKelly y Lori, las hijas de mi hermano. Recuerdoque consideré si debía mencionarles losproblemas urgentes que el cirujano habíacomentado. Cuando vi sus rostros, me di cuenta deque no había motivo para no hacerlo: los cuatrohabían estado en el hospital antes de que yollegara a Los Ángeles y los cuatro habían oídohablar ya de aquellos problemas urgentes.

Durante las veinticuatro noches de diciembre yenero que Quintana pasó en la UCI de la sextaplanta del Beth Israel North, tuve en mi mesilla unejemplar de bolsillo de la obra Intensive Care: ADoctor's Journal, de John F. Murray, un médicoque había sido jefe de la unidad de Neumología yCuidados Intensivos, en el Hospital de laUniversidad de California, en San Francisco.Intensive Care describe el día a día, a lo largo decuatro semanas, de una UCI del Hospital General

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de San Francisco, de la que el Dr. Murray era, poraquel entonces, médico responsable tanto depacientes, como de residentes, internos yestudiantes. Lo leí y releí una y otra vez. Aprendímuchas cosas que resultaron útiles para calibrarmi relación diaria con los médicos de la UCI delBeth Israel North. Aprendí, por ejemplo, que amenudo era difícil evaluar el momento idóneo paradesintubar, para retirar la cánula endotraqueal.Aprendí que un impedimento habitual para ladesintubación era el edema, lo que tanprevisiblemente habían observado en cuidadosintensivos. Me enteré de que este edema se debíacon menor frecuencia a una patología latente que aun exceso en la administración de líquidointravenoso, un fallo en la apreciación entrehidratación e hiperhidratación, una falta deprecaución. Aprendí que muchos jóvenesresidentes cometían una falta de precauciónsimilar respecto al momento mismo de ladesintubación: dado lo incierto del resultado,tendían a alargar el proceso más de lo necesario.

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Había tomado buena nota de estas leccionesy las había utilizado; por un lado, la preguntavacilante; por otro, el deseo claramente expresado.Me «preguntaba» si tal vez ella no estaría«saturada de agua». («Desde luego, yo no lo sé, lodeduzco por su aspecto».) Había usadodeliberadamente la expresión «saturada de agua».Me había percatado de una cierta tirantez cuandousaba el término «edema». También me«preguntaba» si no respiraría mejor si estuvieramenos saturada. («Desde luego, no soy médico,pero parece lógico que sea así».) Me había vueltoa «preguntar» si la administración monitorizada deun diurético no permitiría desentubarla. («Desdeluego, es un remedio casero, pero si yo tuviera elaspecto que ella tiene, tomaría un Seguril».) Conel Intensive Care como guía, la propuesta parecíauna sincera intuición. Había una forma de saber sihabías acertado. Lo sabías cuando, al díasiguiente, un médico al que le habías sugerido unplan, lo presentaba como si se le hubiera ocurridoa él.

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Esto era diferente. En el contraste depareceres sobre el edema que tuvo lugar en el BethIsrael North, se me ocurrió una frase que ahora meparecía irónica: No es cirugía cerebral. Esto loera. Cuando los médicos del UCLA me hablabande «parietal» y «temporal», no tenía ni idea a quéparte del cerebro se referían, eso sin contar con loque querían decir. Creía saber lo que era el«frontal derecho». «Occipital» me recordaba a«ojo», pero únicamente por la deducción erróneade que la palabra empezaba por «oc», como«ocular». Fui a la librería del Centro Médico delUCLA. Compré un libro en cuya portada aparecíaimpreso: «Breve compendio de neuroanatomía yde sus implicaciones funcionales y clínicas». Eldoctor Stephen G. Waxman, jefe de Neurología delYale-New Haven, era el autor del libro ClinicalNeuroanatomy. Hojeé con satisfacción algunos delos apéndices, por ejemplo, el apéndice A: «Elexamen neurológico»; pero cuando empecé a leerel texto, lo único que me vino a la cabeza fue unviaje a Indonesia en el que me sentí desmoralizadaante mi incapacidad para entender la gramática del

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bahasa indonesio, la lengua oficial que se utilizabaen los letreros de las calles, los rótulos de lastiendas y las carteleras. Pregunté a alguien de laEmbajada norteamericana cómo se distinguían losverbos de los nombres. Me dijo que el bahasa erauna lengua en la que la misma palabra podía ser unnombre o un verbo. Clinical Neuroanatomyparecía ser otro de esos casos cuya gramática yoera incapaz de entender. Lo puse en la mesillajunto a mi cama del hotel Beverly Wilshire, y allíse quedó durante las cinco semanas siguientes.

Al seguir leyendo Clinical Neuroanatomy, si, porejemplo, me despertaba por la mañana antes deque llegase The New York Times con su sedantecrucigrama, incluso el apéndice A: «El examenneurológico» me parecía opaco. Al principiohabía notado las consabidas y evidentesinstrucciones (pregunten al paciente el nombre delpresidente, pidan al paciente que cuente haciaatrás de siete en siete, empezando por cien), pero a

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medida que pasaban los días, me centré en unamisteriosa narración que el apéndice A titulaba:«Historia del niño dorado», y que se utilizaba pararealizar tests de memoria y comprensión. Secontaba la historia al paciente, sugería el doctorWaxman; luego, se le pedía que volviera a contarla historia con sus propias palabras y queexplicara su significado. «En la coronación de unpapa, hace unos trescientos años, se eligió a unniño para hacer de ángel.»

Así empezaba la «Historia del niño dorado».

Hasta aquí estaba bastante claro, aunque conalgunos detalles —¿hace trescientos años? ¿Hacerde ángel?— posiblemente inquietantes paraalguien que sale de un coma.

Y continuaba: «Con el objetivo de que suaspecto fuera lo más fastuoso posible, lorecubrieron de pies a cabeza con una capa de pande oro. El pequeño enfermó y, aunque hicierontodo lo posible para que se recuperara, salvo

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quitarle el fatal recubrimiento dorado, murió a laspocas horas».

¿Qué significaba la «Historia del niñodorado»? ¿Tenía que ver con la falibilidad de «losPapas»? ¿Con la falibilidad de la autoridad engeneral? ¿Con la falibilidad (nótese que «hicierontodo lo posible para que se recuperara») de lamedicina en concreto? ¿De qué serviría contarleesta historia a un paciente inmovilizado en unaUCI de Neurología en un importante hospitaluniversitario? ¿Qué enseñanza podía extraerse?¿Creían que porque sólo era una «historia», elcontarla no tenía consecuencias? Una mañana sentíque el absoluto enigma y el aparente menospreciopor la sensibilidad del paciente que mostraba la«Historia del niño dorado» representaban lasituación a la que yo me enfrentaba. Regresé a lalibrería del Centro Médico del UCLA con la ideade buscar otras fuentes que me aclarasen aquello,pero en los primeros libros de texto que hojeé, nose hacía mención alguna a la «Historia del niñodorado». En vez de seguir buscando, como las

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temperaturas máximas por la tarde en Los Ángelesrondaban los 30 °C, me compré varios conjuntosde ropa médica desechable de algodón azul. Tanprofundo era el aislamiento en el que me movíaque no se me ocurrió pensar que el que la madrede un paciente apareciese en el hospital vestidacon un atuendo desechable de algodón azul sólopodía interpretarse como una sospechosaviolación de los límites.

10

En enero, mientras contemplaba desde una ventanadel Beth Israel North los témpanos de hielo sobreel East River, noté por primera vez lo que acabépor llamar el «efecto torbellino». En la junta delas paredes con el techo de la habitación desde laque miraba los témpanos, había una cenefa depapel pintado con rosas, un toque Dorothy Draper,

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un resto, supongo, de la época en que el BethIsrael North había sido Hospital de Médicos. Noconocí el Hospital de Médicos, pero cuando teníaveintitantos años y trabajaba para Vogue , aparecíacon frecuencia en multitud de conversaciones.Había sido el hospital que los editores de Voguerecomendaban para partos sin complicaciones ypara «descansar», una especie de Maine Chancemédico.

Me había parecido un buen tema en el quepensar.

Era mejor que pensar en los motivos que mehabían llevado al Beth Israel North.

Había ido incluso un poco más allá: ElHospital de Médicos fue donde X se sometió a unaborto comprado y pagado por la oficina delfiscal del distrito. «X» era una mujer con la queyo había trabajado en Vogue. Había esparcidoseductoras bocanadas de humo, Chanel N.° 5 y elaroma del inminente desastre por las oficinas de

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Condé Nast, que entonces estaban en el GraybarBuilding. En una sola mañana, mientras yointentaba armar una sección de Vogueespecialmente exasperante que se llamaba «Cosasque la gente comenta», ella descubrió que teníaque abortar y que su nombre había aparecido en elfichero de un asunto de prostitución que estabasiendo investigado por la oficina del fiscal deldistrito. Se había mostrado animada respecto aaquellas dos noticias que a mí me parecíandevastadoras. Había hecho un trato. Aceptódeclarar que los que dirigían aquella red habíanintentado reclutarla; a cambio, la oficina del fiscaldel distrito consiguió que le hicieran un legrado enel Hospital de Médicos, un favor enorme enaquella época en la que abortar significaba unacita clandestina y potencialmente letal con alguiencuyo primer impulso en una crisis sería evacuar lazona.

El asunto de la red de prostitución, el abortoy aquellos años en los que me pasaba mañanasenteras tratando de armar la sección «Cosas que la

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gente comenta» me seguían pareciendo buenostemas en los que pensar.

Recuerdo haber utilizado este incidente enmi segunda novela, Play It As It Lays. María, laprotagonista, una antigua modelo, acababa desometerse a un aborto que la tenía angustiada: En cierta ocasión, hacía mucho tiempo, Maríahabía trabajado una semana en Ocho Ríos con unachica que acababa de someterse a un aborto.Recordaba que la chica se lo había contadomientras estaban acurrucadas junto a una cascadaesperando que el fotógrafo decidiera si el solestaba lo bastante alto para tomar las fotos. Alparecer, era una época difícil para abortar enNueva York: habían arrestado a gente y nadiequería hacerlo. Finalmente, la chica, que sellamaba Ceci Delano, le había preguntado a unamigo suyo de la oficina del fiscal del distrito siconocía a alguien. «Quid pro quo», le habíarespondido él, y a última hora del mismo día enque Ceci Delano declaró ante un jurado especialque una red de prostitución había intentado

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reclutarla, ingresó en el Hospital de Médicos paraque le practicaran un legrado legal, convenido ypagado por la oficina del fiscal del distrito.Talcomo ella la contaba, parecía una historiadivertida, tanto por la mañana, junto a la cascada,como más tarde, a la hora de cenar, cuando larepitió delante del fotógrafo, el director de laagencia y el coordinador de modelos para losclientes. Ahora, María intentaba ver, bajo lamisma perspectiva, lo que había sucedido enEncino, pero la situación de Ceci Delano no era lamisma. Al fin y al cabo, aquella era tan sólo unahistoria neoyorquina.Esto parecía que funcionaba.

Llevaba por lo menos dos minutos sin pensarpor qué estaba en el Beth Israel North.

Había llegado hasta la época en la queescribí Play It As It Lays. La ruinosa casaalquilada en la avenida Franklin, de Hollywood.Las lamparillas votivas en el alféizar de losventanales del salón. El té de la hierba luisa y el

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aloe que crecían junto a la puerta de la cocina. Lasratas que se comían los aguacates. El mirador en elque trabajaba. Desde las ventanas del mirador veoa Quintana pasar por encima de un aspersor en elcésped.

Pensé, recuerdo, que en aguas másturbulentas me había visto yo, pero con lasensación de que no había vuelta atrás.

Había escrito aquel libro cuando Quintanatenía tres años.

Cuando Quintana tenía tres años.

Ahí estaba el torbellino.

Quintana a los tres años. La noche que semetió por la nariz una semilla del jardín y tuve quellevarla al Hospital Infantil. El pediatra experto enextraer semillas llegó vestido de esmoquin. Al díasiguiente por la noche, repitió la interesanteaventura y volvió a introducirse por la nariz otrasemilla. John y yo paseando con ella por el lago en

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MacArthur Park. El viejo que gritaba desde unbanco. «Esa niña es el vivo retrato de GingerRogers», gritaba el viejo. Terminé la novela, habíafirmado un contrato para empezar a escribir unacolumna en Life. Nos llevamos a Quintana aHonolulú. Life quería que la primera columnafuese una especie de presentación, «que loslectores sepan quién eres». Pensaba escribirladesde Honolulú, en el Hotel Royal Hawaiiandonde solíamos conseguir una suite con verandapor veintisiete dólares la noche, un precio especialpara la prensa. Mientras estábamos allí, llegaronlas noticias de My Lai. Yo estaba dándole vueltasa mi primera columna, pero ante la aparición deaquella noticia, pensé que podía escribirla desdeSaigón. Era domingo. Life me había dado unatarjeta impresa con los números de teléfono de suseditores y abogados en distintas ciudades delmundo. Saqué la tarjeta y llamé a mi editor,Loudon Wainwright, para decirle que me iba aSaigón. Su esposa cogió el teléfono y me dijo queya me llamaría él.

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—Seguro que está viendo el partido de liga—dijo John cuando colgué—. Te llamará en elintermedio.

Así fue. Me dijo que me quedara dondeestaba y que escribiera mi columna depresentación; en cuanto a lo de Saigón, «algunosde los muchachos ya han marchado hacia allí».Daba la impresión de que no había nada más quediscutir. «Ahí fuera hay un mundo en plenarevolución y nosotros te enviaremos a él», mehabía dicho George Hunt al ofrecerme un trabajo,cuando aún era director ejecutivo de Life. Cuandoacabé Play It As It Lays, George Hunt ya se habíajubilado y algunos de los chicos se estabanmarchando.

—Te lo advertí —dijo John—. Ya te dije loque sería trabajar para Life. ¿No te lo dije? ¿No tedije que sería como si una manada de patos temordiese hasta matarte?

Le cepillaba el pelo a Quintana. El vivo

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retrato de Ginger Rogers.

Me sentía traicionada, humillada. Deberíahaber hecho caso a John.

Escribí la columna dándome a conocer a loslectores.

Apareció. En aquel momento, era enapariencia un artículo de ochocientas palabrasbastante normal dentro del género asignado, peroal final del segundo párrafo, había una línea tanincoherente con el estilo de presentación de Lifeque podía parecer obra de extraterrestres: «Aquíestamos, en esta isla en mitad del Pacífico, enlugar de hacer cola para presentar una demanda dedivorcio». Una semana después, estábamos enNueva York. «¿Sabías que estaba escribiendoaquello?», le preguntaba sotto voce mucha gente aJohn.

¿Qué si sabía que yo lo estaba escribiendo?

Él lo corrigió.

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Él se llevó a Quintana al zoo de Honolulúpara que yo pudiera introducir las correcciones.

Me llevó en coche a la oficina de la WesternUnion en Honolulú para que lo enviara.

En la oficina de la Western Union, élescribió al final: RECUERDOS, DIDION. Eso eslo que hay que poner siempre al final de un cable,dijo. ¿Por qué?, pregunté yo. Pues porque hay quehacerlo así, dijo él.

Vean a donde me había arrastrado aquelparticular torbellino: de la cenefa de papel pintadoa lo Dorothy Draper, en el Beth Israel North, aQuintana a los tres años y al «debería haberlehecho caso a John».

«Os digo que no he de vivir dos días», dijoGawain.

El modo de tambalearse hacia los lados eravolver atrás.

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Me di cuenta inmediatamente de que el potencialde Los Angeles para disparar el efecto torbellinosólo lo controlaría si evitaba cualquier barrio quepudiera asociar con John o con Quintana. Iba anecesitar mucho ingenio. John y yo vivimos en eldistrito de Los Ángeles desde 1964 hasta 1988.Entre 1988 y el día que murió, pasamos muchastemporadas allí, generalmente en el mismo hotel enel que yo me alojaba ahora, el Beverly Wilshire.Quintana nació en el distrito de Los Ángeles, en elHospital St. John de Santa Mónica; fue a la escuelaallí, primero en Malibú y luego, a la que era porentonces la escuela femenina de Westlake, enHolmby Hills (al año de irse Quintana se hizocoeducacional y pasó a llamarse Harvard-Westlake).

Por razones que no tengo claras, el propioBeverly Wilshire rara vez me disparaba el efectotorbellino. En teoría, cada uno de sus pasillosestaba impregnado de aquellas asociaciones que

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intentaba evitar. Cuando vivíamos en Malibú yteníamos reuniones en la ciudad, solíamos llevar aQuintana y nos alojábamos en el Beverly Wilshire.Cuando ya vivíamos en Nueva York ynecesitábamos estar en Los Ángeles para unapelícula, nos quedábamos en aquel hotel, a vecesunos cuantos días; otras veces, varias semanas.Allí instalábamos los ordenadores y lasimpresoras. Allí celebrábamos las reuniones. Yqué pasaría si..., decía siempre alguien enaquellas reuniones. Nos quedábamos trabajandohasta las ocho o las nueve de la noche yenviábamos los artículos al director o productorcon el que trabajábamos; luego, nos íbamos acenar a un restaurante chino de Melrose en el queno había que reservar mesa. Siempre pedíamosque nos alojasen en el edificio antiguo. Conocía alas gobernantas, a las manicuras, al portero que ledaba a John la botella de agua cuando ésteregresaba de su paseo de las mañanas. Sabía dememoria cómo funcionaba la llave, cómo se abríala caja fuerte y cómo había que ajustar laalcachofa de la ducha: a lo largo de los años había

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estado en docenas de habitaciones idénticas a laque ocupaba ahora. La última vez que estuve enuna de aquellas habitaciones fue en octubre de2003, sola, promocionando un libro, dos mesesantes de que John muriera. Sin embargo, mientrasQuintana estaba en el UCLA, el Beverly Wilshireme parecía el único lugar seguro, el lugar en el quetodo permanecería igual, donde nadie conocía nise refería a los últimos acontecimientos de mivida; el lugar donde aún era la persona que habíasido antes de que todo esto sucediera.

Y qué pasaría si...

Fuera de la zona franca del BeverlyWilshire, yo planificaba mis rutas, me mantenía enguardia.

Ni una sola vez en cinco semanas pasé por lazona de Brentwood, en la que había vivido desde1978 hasta 1988. Cuando acudí a la consulta de undermatólogo en Santa Mónica y las obras en lacalle me obligaron a pasar a tres manzanas de

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nuestra casa en Brentwood, no miré ni a derecha nia izquierda. Ni una sola vez en cinco semanas cogíla autopista de la costa del Pacífico para ir aMalibú. Cuando Jean Moore me propuso queutilizara su casa junto a la autopista de la costa delPacífico, a menos de media milla pasada la casaen la que habíamos vivido entre 1971 y 1978, meinventé excusas por las que me era imprescindiblequedarme en el Beverly Wilshire. Podía evitarconducir hasta el UCLA por Sunset. Podía evitarpasar por el cruce entre Sunset y Beverly Glen,donde a lo largo de seis años había girado al salirde la escuela femenina de Westlake. Podía evitarpasar por cualquier cruce que no controlarapreviamente. Podía evitar sintonizar en la radiodel coche las emisoras con las que solía conducir;evitar localizar la KRLA, una emisora de AM quese denominaba a sí misma «el corazón y el almadel rock and roll» y que a comienzos de la décadade los noventa aún programaba los éxitos de 1962.Podía evitar sintonizar la emisora del consultoriocristiano, a la que solía cambiar cada vez quesonaba un éxito de 1962 que había perdido brillo.

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En lugar de eso, escuchaba en la NPR untranquilo programa de mañana: La mañana sevuelve ecléctica. Cada mañana pedía el mismodesayuno en el Beverly Wilshire: huevosrancheros con un huevo revuelto. Cada mañana, alsalir del Beverly Wilshire, hacía el mismorecorrido en coche hasta el UCLA: salía porWilshire, giraba a la derecha por Glendon, medesviaba a la izquierda hacia Westwood, a laderecha por Le Conte y a la izquierda porTiverton. Cada mañana me fijaba en las mismasbanderolas que ondeaban en las farolas a lo largode Wilshire: UCLA, Centro Médico, el 1.° deloeste, el 3.°de la nación. Cada mañana mepreguntaba quién marcaba aquel ránking. Nunca lopregunté. Cada mañana insertaba el tíquet en elmecanismo de la entrada y cada mañana, si loinsertaba bien, la misma voz femenina decía:«bienvenido al U-C-L-A». Cada mañana, sillegaba a tiempo, conseguía una plaza en el cuartopiso de la Plaza, contra la valla. Cada día, aúltima hora de la tarde, conducía de vuelta alBeverly Wilshire, recogía los mensajes y

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contestaba unos cuantos. Pasada la primerasemana, Gerry iba y venía de Nueva York a LosÁngeles intentando trabajar al menos unos días ala semana; y si él estaba en Nueva York, yo lellamaba para darle las noticias del día o la falta deellas. Me tumbaba, veía las noticias locales, mequedaba veinte minutos en la ducha y salía a cenar.

Cené fuera todas las noches que permanecíen Los Ángeles. Cenaba con mi hermano y sumujer cuando estaban en la ciudad. Iba a casa deConnie Wald en Beverly Hills. Había rosas ycapuchinas y fuego en grandes chimeneas, comolos de aquellos años en los que John, Quintana yyo íbamos allí. Ahora, era Susan Traylor quienestaba allí, yo la que iba a casa de Susan, en lascolinas de Hollywood. Conocía a Susan desde quetenía tres años y conocía a su marido, Jesse, desdeque él, Susan y Quintana estaban en 4.° curso en laescuela Point Dume; ahora eran ellos los que mecuidaban. Comí en muchos restaurantes conmuchos amigos. Cenaba muy a menudo con EarlMcGrath, cuya intuitiva amabilidad en aquella

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situación consistía en preguntarme todas lasmañanas qué planes tenía para la noche, y si larespuesta era de alguna manera imprecisa,reservaba una cena libre de impuestos para dos,tres o cuatro personas en Orso, en Morton o en sucasa de Robertson Boulevard.

Después de cenar, cogía un taxi de regreso alhotel y encargaba huevos rancheros para eldesayuno. «Con un huevo revuelto», repetía la vozal otro lado del teléfono. «Exactamente», decía yo.

Planificaba aquellas noches con la mismaprecisión con la que planificaba mis rutas.

No dejaba tiempo para demorarme enpromesas que no habría forma de mantener.

Estás a salvo. Estoy aquí.

Al día siguiente, en la profunda quietud deLa mañana se hace ecléctica, me felicitaba.

Podía haber estado en Cleveland.

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Aun así.

No puedo contar siquiera los días que, derepente, mientras conducía, me sentía cegada porlas lágrimas.

Volvía a recordar Santa Ana.

Volvía a recordar la jacarandá.

Una tarde tuve que ir a ver a Gil Frank a suoficina de Wilshire, unas cuantas manzanas haciael este desde el Beverly Wilshire. En aquelterritorio por el que no me había aventurado (latérra cognita se situaba al oeste de Wilshire, no aleste), vi inesperadamente un cine en el que en1967 John y yo habíamos visto El graduado. Elver El graduado no había tenido ningúnsignificado especial en 1967. Yo había estado enSacramento. John me había recogido en elaeropuerto de Los Ángeles. Nos pareció que yaera un poco tarde para comprar la cena ydemasiado pronto para ir a un restaurante, así que

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nos fuimos a ver El graduado y luego, a cenar aFrascati. Frascati había desaparecido, pero el cineaún estaba allí, aunque no fuera más que paratender una trampa a los desprevenidos.

Había muchas de aquellas trampas. Un día vien un anuncio de televisión un tramo de laautopista de la costa que me resultaba familiar; medi cuenta de que era la península de Palos Verdes,en el Portuguese Bend, junto a la verja de la casa ala que John y yo llevamos a Quintana desde elHospital de St. John.

Tenía tres años.

Habíamos colocado su cuna junto a laglicinia del jardín.

Estás a salvo. Estoy aquí.

En el anuncio no se veía ni la casa ni laverja, pero despertó en mí un repentino torrente derecuerdos: el salir del coche en aquella autopistapara abrir la verja y que John metiera el coche; ver

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el rodaje de un anuncio en el que la marea subía einundaba un coche aparcado en nuestra playa; laesterilización de las botellas para los biberones deQuintana mientras el gallo de pelea que vivía en lapropiedad me seguía amistosamente de ventana enventana. Este gallo de pelea, que el propietario dela casa llamaba «Buck», había sido abandonado enla autopista, según la pintoresca opinión delpropietario, por «mejicanos en fuga». Buck teníauna personalidad elegante y sorprendentementeatractiva, no muy distinta de la de un Labrador.Además de Buck, la casa estaba equipada conpavos reales, decorativos, pero carentes depersonalidad. A diferencia de Buck, los pavoseran gordos y sólo se movían en caso denecesidad. Al atardecer gritaban e intentaban volara sus nidos en los olivos, un momento pesado porla frecuencia con que se caían. Justo antes delamanecer, volvían a gritar. Un día me desperté alamanecer y no vi a John. Le encontré fuera, en laoscuridad, arrancando melocotones verdes de unárbol para lanzárselos a los pavos, una forma muyespontánea, pero contraproducente de acabar con

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una molestia. Cuando Quintana tenía un mes nosecharon de la casa. Había una cláusula en elcontrato de alquiler que especificaba que no sepermitían niños, pero el propietario y su esposareconocieron que el bebé no era el motivo. Elmotivo era que yo había contratado una hermosaadolescente llamada Jennifer para cuidar a la niña.El propietario y su esposa no querían extraños enla propiedad o, como ellos decían, «detrás de laverja», sobre todo hermosas adolescentes queseguramente tendrían novios. Alquilamos una casaen la ciudad durante unos meses; era la casa deSara, la viuda de Mankiewicz, que tenía intenciónde pasar una temporada de viaje. Lo dejó todo,salvo un objeto, el Oscar concedido a HermánMankiewicz por el guión de Ciudadano Kane.

«Celebraréis fiestas, la gente seemborrachará y jugará con la estatuilla», dijomientras la guardaba. El día del traslado, Johnestaba de viaje con los Giants de San Francisco;iba a escribir un artículo sobre Willie Mays paraThe Saturday Evening Post. Le pedí la ranchera a

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mi cuñada, la cargué, puse a Jennifer con Quintanaen el asiento trasero, me despedí de Buck, memonté en el coche y dejé la totémica cerradura dela verja tras de mí por última vez.

Todo esto y ni siquiera había ido allí.

Lo único que había hecho era vislumbrar unanuncio en televisión mientras me vestía para ir alhospital.

Otro día tuve que ir a comprar aguaembotellada al Rite Aid de la calle Canon yrecordé que en Canon era donde había estado TheBistro. En 1964 y 1965, cuando vivíamos en lacasa de la verja con la playa y los pavos, pero noteníamos ni para la propina del aparca coches deun restaurante, mucho menos para comer en uno,John y yo solíamos aparcar en la calle Canon yencargar la cena en The Bistro. Llevamos allí aQuintana el día que la adoptamos, cuando aún notenía siete meses. Nos habían acomodado en elbanco de la esquina, reservado al abogado Sydney

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Korshak, y colocaron el capazo en el centro de lamesa. Aquella mañana en el juzgado había sido elúnico bebé, incluso el único niño; aparentemente,todas las demás adopciones de aquel día eran deadultos que se adoptaban unos a otros por razonesde impuestos. «Qué bonita, qué hermosa»,canturreaban los camareros de The Bistro cuandoentramos con ella a comer. Cuando tenía seis osiete años, celebramos allí una cena decumpleaños. Llevaba una mana verde lima que yole había comprado en Bogotá. Cuando estábamos apunto de marchar, el camarero le trajo la mana yella se la colocó teatralmente sobre sus pequeñoshombros.

¡Qué bonita, qué hermosa!, el vivo retratode Ginger Rogers.

John y yo habíamos estado juntos en Bogotá.Nos habíamos escapado de un festivalcinematográfico en Cartagena y habíamos cogidoun vuelo de Avianca a Bogotá. El actor GeorgeMontgomery, que había asistido al festival,

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viajaba también en el mismo vuelo. Se levantó y sedirigió a la cabina. Desde donde yo estaba sentadale veía charlar con la tripulación y luego,deslizarse hasta el asiento del piloto.

Le di un codazo a John que iba dormido.

—Van a dejar que Montgomery pilote elavión por los Andes —su su iré.

—Sobrevuela Cartagena —dijo John, yvolvió a dormirse.

Aquel día en Canon, no llegué siquiera alRite Aid.

11

En junio, después de salir del UCLA, cuando ellaestaba en la sexta semana de las quince que

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permaneció internada en el Instituto Rusk deRehabilitación del Centro Médico de laUniversidad de Nueva York, Quintana me dijo quetenía un recuerdo «muy porroso» no sólo de laestancia en el UCLA sino también de la llegada alRusk. Sí, recordaba algunas cosas del UCLA, peroaún no recordaba nada de antes de Navidad (porejemplo, haber hablado de su padre en St. John theDivine; tampoco, cuando despertó en el UCLA,recordaba que él había muerto), pero aún lo tenía«porroso». Días después, lo corrigió y dijo«borroso», pero no era necesario: yo sabíaexactamente lo que quería decir. En la planta deneurología del UCLA, los médicos lo habíanllamado «confuso», por ejemplo, «su orientaciónmejora, pero todavía es confusa». Cuando intentoreconstruir estas semanas en el UCLA, me doycuenta de lo borrosos que son mis propiosrecuerdos. Algunos días aparecen nítidos y otrosno. Recuerdo claramente que discutí con unmédico el día que decidieron hacerle latraqueotomía. Llevaba intubada casi una semana,dijo el médico. En el UCLA no solían prolongar

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una intubación más de una semana. Le dije que enel Beth Israel North de Nueva York había estadointubada tres semanas. El médico miró hacia otrolado. «La norma en el Duke era también de unasemana», dijo, como si la mención del Dukezanjara el tema. Pero, por el contrario, a mí meenfureció. ¿Ya mí qué me importa el Duke? —quise decir—, pero no lo hice. ¿Qué le importa elDuke al UCLA? El Duke está en Carolina delNorte y el UCLA en California. Si quisiera saberla opinión del alguien en Carolina del Nortellamaría a alguien de Carolina del Norte.

En lugar de esto, dije: su marido vuela ahorahacia Nueva York. Seguro que pueden esperar aque aterrice.

Pues la verdad es que no. Ya estáprogramado.

El día que decidieron hacerle latraqueotomía fue el mismo día en quedesconectaron el electroencefalograma.

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—Todo va bien —continuaban diciendo—.Mejorará rápido una vez que le hayamos hecho latráqueo. Tal vez no se ha fijado que ya le handesconectado el electroencefalograma.

¿Que tal vez no me he fijado?

¿Mi única hija?

Mi hija ¿inconsciente?

¿Que tal vez, cuando entré por la mañana enla UCI no me había fijado que sus ondascerebrales habían desaparecido? y ¿de que elmonitor sobre su cabeza estaba apagado, muerto?

Ahora esto se presentaba como un progreso,pero la primera vez que lo vi no me pareció así.Recordaba haber leído en Intensive Care que lasenfermeras de la UCI del Hospital General de SanFrancisco apagaban los monitores cuando unpaciente estaba a punto de morir porque, según suexperiencia, la familia se concentraba más en laspantallas que en el paciente moribundo. Me

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preguntaba si en este caso habían tomado esadecisión. Incluso después de que me aseguraranque éste no era uno de aquellos casos, medescubría retirando la vista de la pantalla apagadadel EEG. Me había acostumbrado a mirar susondas cerebrales. Era un modo de oírla hablar.

No entendía por qué no utilizaban el equipoque estaba allí, por qué no mantenían el EEG enmarcha.

Por si acaso.

Lo había preguntado.

No recuerdo que me respondieran. En esaetapa hacía muchas preguntas que no obteníanrespuesta, y las que me daban solían ser pocosatisfactorias; por ejemplo: «Ya estáprogramado».

A todos los pacientes de la unidad deneurocirugía, les habían hecho una tráqueo, me

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dijeron aquel día. Los pacientes de aquella unidadpresentaban debilidad muscular, lo que hacíaproblemático quitarles el tubo de respiración. Latráqueo tenía menos riesgo de dañar la tráquea,menos riesgo de neumonía. Mire a la derecha, mirea la izquierda, todos tienen una tráqueo. La tráqueose podía realizar con fentanil y un relajantemuscular, sólo estaría una hora expuesta a laanestesia. Una tráqueo no dejaba cicatrices, «sóloun simple hoyuelo», «una cicatriz quedesaparecería con el tiempo».

Mencionaron esto último repetidas veces,como si la base de mi resistencia a la tráqueofuese la cicatriz.

Por muy novatos que fueran, ellos eranmédicos. Yo no. Por tanto, mi preocupación teníaque ser cosmética, frívola.

En realidad, no tenía ni idea de por qué meresistía tanto a la tráqueo.

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Ahora pienso que mi resistencia nacía de lamisma fuente supersticiosa que arrastraba desde lamuerte de John. Si no le hacían la tráqueo, por lamañana estaría bien, lista para comer, hablar e irsea casa. Si no le hacían la tráqueo, el fin de semanapodríamos subir a un avión. Incluso si no ladejaban volar, podría llevarla conmigo al BeverlyWilshire, podrían hacernos la manicura sentadasjunto a la piscina. Si finalmente no le permitíanvolar, podíamos ir en coche a Malibú a pasar unosdías de recuperación con Jean Moore.

Si no le hacían la tráqueo.

Esto era una locura, pero así estaba yo.

A través de las cortinas azules de algodónque separaban las camas, oía a la gente hablar desus maridos, padres, tíos y compañeros de trabajoque estaban funcionalmente ausentes. En la cama ala derecha de Quintana, había un hombre herido enun accidente de la construcción. Los hombres queestaban presentes cuando ocurrió el accidente

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habían venido a verlo. Estaban de pie alrededor dela cama e intentaban explicar lo que habíasucedido. La instalación, la cabina, la grúa, oí unruido, llamé a Vinny. Cada hombre daba suversión. Cada versión era ligeramente distinta delas demás. Era comprensible, puesto que cada unode los testigos se situaba en un punto diferente.Pero recuerdo haber deseado mediar, ayudarles acoordinar sus historias; parecían demasiados datoscontradictorios para lanzarlos sobre un hombrecon una lesión cerebral traumática.

—Todo iba como siempre y, de repente, va ycae toda esa mierda —dijo uno.

El herido no respondió, no podía, puesto quele habían hecho una tráqueo.

A la izquierda de Quintana había un hombrede Massachusetts que llevaba varios meseshospitalizado. Él y su esposa habían ido a LosAngeles a visitar a sus hijos, se había caído de unaescalera de mano y les pareció que no había sido

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nada. Otro de esos días absolutamente normales.Luego empezó a tener problemas para hablar.

Todo iba como siempre y, de repente, va ycae toda esa mierda. Ahora tenía neumonía. Losniños iban y venían. Su mujer estaba siempreallí, suplicándole en voz baja. El marido norespondía: a él también le habían hecho unatráqueo.

El 1 de abril, un jueves por la tarde, lehicieron la tráqueo a Quintana.

El viernes por la mañana, ya había eliminadogran parte de la sedación que recibía por elrespirador y ya podía abrir los ojos y apretarme lamano.

El sábado me dijeron que, al día siguiente oel lunes, la trasladarían de la UCI a una unidad deobservación neurológica en la séptima planta. Laplanta sexta y la séptima del UCLA eran deneurología.

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No recuerdo bien cuándo la trasladaron, perocreo que fue pocos días después.

Una tarde, después de su traslado a la unidadde observación de la séptima planta, conocí a unamujer de Massachusetts en el jardín del Café Med.

Su marido también había salido de la UCI yahora lo trasladaban a lo que ella llamaba «áreade rehabilitación de subagudos». Ambas sabíamosque el «área de rehabilitación de subagudos» eralo que las compañías médicas de seguros y loscoordinadores de informes de alta del hospitalllamaban clínica de reposo, pero no dijimos nada.Había tratado de que lo trasladasen a una de lasonce camas de la unidad de neuropsiquiatría derehabilitación de agudos del UCLA, pero no lehabían aceptado. Esa era la frase que ella usaba:«No le habían aceptado». Estaba preocupada porcómo accedería al centro de rehabilitación desubagudos, porque ella no conducía y uno de losdos centros con camas disponibles estaba cercadel aeropuerto de Los Angeles, y el otro, en

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Chinatown. Los hijos tenían trabajos importantes yno podían llevarla siempre.

Nos sentamos al sol.

Yo la escuchaba. Me preguntó por mi hija.

No quería decirle que iban a trasladar a mihija a una de las once camas de la unidad derehabilitación de agudos de neuropsiquiatría.

En cierto momento, me di cuenta de queactuaba como un perro pastor intentando reunir alos médicos, advertía del edema a un interno, aotro le recordaba que tenía que hacerle un cultivode orina para verificar si había sangre en el catéterde Foley, insistía en que le hicieran un Dopplerpara ver si el dolor de las piernas podía deberse auna embolia, y —cuando el ultrasonido indicabaque, en realidad, ella estaba de nuevo expulsandocoágulos— yo repetía machaconamente que queríaque llamasen a consulta a un especialista encoagulación. Les di por escrito el nombre del

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especialista que yo quería. Me ofrecí a llamarle yomisma. Estos esfuerzos no me ayudaron a ganarmea los jóvenes hombres y mujeres que componían elpersonal del hospital («Si quiere llevar usted elcaso, yo dimito», dijo uno finalmente), pero mehacían sentirme menos impotente.

Recuerdo que en el UCLA aprendí el nombre demuchos tests y escalas. El test de Kimura; laprueba de discriminación entre dos puntos; laescala de Glasgow para el coma, la escalapronostica de Glasgow. El significado de estostests y escalas me resultaba oscuro. Tambiénrecuerdo haber aprendido, primero en el BethIsrael y en el Columbia-Presbiteriano y luego, enel UCLA, los nombres de muchas bacteriashospitalarias resistentes. En el Beth Israel habíahabido Acinetobacteria baumannii, que eraresistente a la vancomicina. «Así es como se sabeque es una infección hospitalaria —recuerdo queme dijo un médico al que pregunté en el Columbia-

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Presbiteriano—. Si es resistente a la vancomicina,es hospitalaria. Porque la vancomicina sólo se usaen hospitales.» En el UCLA había habido MRSA,Estafilococo áureo, resistente a la meticilina,frente al MRSE, Estafilococo epidermis, tambiénresistente a la meticilina, del que en un principiohabían hecho el cultivo y que a primera vista habíaalarmado más al personal. «No sé decirte por qué,pero como estás embarazada, tal vez quieras que tetrasladen», advirtió, mirándome como si yo noentendiera, una terapeuta a otra cuando seasustaron por el MSRE. Había otros muchosnombres de bacterias hospitalarias, pero éstas eranlas más contundentes. Cualquier bacteria quedemostrara ser la causa de una nueva fiebre o deuna infección del tracto urinario, exigiría llevarbata, guantes y máscara. Provocaba grandessuspiros entre los ayudantes a los que se les pedíaque se vistieran antes de entrar en la habitaciónpara vaciar una papelera. El estafilococo áureodel UCLA era una infección en la sangre, unabacteremia. Cuando lo oí, expresé al médico queexaminaba a Quintana mi preocupación de que una

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infección en la sangre pudiera llevarla de nuevo ala sepsis.

—Bueno, ya sabe usted que sepsis es sólo untérmino clínico —dijo el médico mientras seguíaexaminándola.

Yo insistí.

—Ya tiene un cierto grado de sepsis —parecía animado—, pero continuamos con lavancomicina y, de momento, la presión sanguínease mantiene.

Así que volvíamos a esperar a ver si lapresión sanguínea bajaba.

Volvíamos a esperar a ver si se producía unchoque séptico.

Lo siguiente sería esperar los témpanos dehielo en el East River.

En realidad, lo que yo veía desde la ventana

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del UCLA era una piscina. Jamás vi a nadiebañarse en aquella piscina, aunque estaba llena,filtrada (veía el pequeño remolino por donde elagua entraba en el filtro y el borboteo por dondevolvía a salir) y chispeante a la luz del sol,rodeada por mesas de terraza con sombrillas. Undía, mientras la miraba, recordé con claridad unavez que se me ocurrió poner velas y gardeniasflotantes en la piscina que había detrás de la casade Brentwood Park. Habíamos organizado unafiesta. Aún faltaba una hora para que empezara,pero yo ya estaba vestida cuando tuve la idea delas gardenias. Me arrodillé en el borde, encendílas velas y usé el recogedor de hojas de la piscinapara distribuir las gardenias y las velas formandouna estructura aleatoria. Me puse de pie, encantadacon el resultado. Guardé el recogedor. Cuandovolví a mirar la piscina, las gardenias habíandesaparecido y las velas se habían apagado,diminutos cascos empapados girando enloquecidosalrededor del filtro. No podían colarse porque elfiltro ya estaba taponado de gardenias. Me pasélos tres cuartos de hora antes de la fiesta

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limpiando el filtro saturado de gardenias, sacandolas velas y secándome el vestido con el secadordel pelo.

Hasta aquí, muy bien.

Un recuerdo de la casa de Brenwood Park enel que no estaban ni John ni Quintana.

Por desgracia, recordé otro episodio. Estabasola en la cocina de aquella casa, a última hora dela tarde, casi de noche, poniéndole la comida albouvier que teníamos entonces. Quintana estaba encasa de Bamard. John pasaba unos días en nuestroapartamento de Nueva York. Debía de ser a finalesde 1987, la época en la que él empezó a hablar deque deberíamos pasar más tiempo en Nueva York.Yo no apoyé la idea. De repente, un destello de luzroja llenó la cocina. Me dirigí a la ventana.Delante de una casa, en la otra acera de MarlboroStreet, se veía una ambulancia más allá del árbolde coral y de dos filas de leña apilada en un patiolateral. Era un vecindario en el que muchas casas,

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incluida aquella de Marlboro Street, tenían patiosa un lado de la casa con dos hileras de leñaapilada. Me quedé mirando la casa hasta que seapagaron las luces y la ambulancia se fue. A lamañana siguiente, cuando saqué a pasear albouvier, un vecino me contó lo que había pasado.Dos filas de leña apilada no le habían impedido ala mujer de la casa de Marlboro Street convertirseen viuda durante la cena.

Llamé a John a Nueva York.

Aquel destello de luz roja me pareció yaentonces una advertencia urgente.

Le dije que tal vez tuviera razón y quedeberíamos pasar más tiempo en Nueva York.

Mientras contemplaba la piscina vacía desdela ventana del UCLA, notaba cómo se acercaba eltorbellino, pero no podía apartarlo. El torbellinoen este caso adoptaba la forma de una insistentecita en Samarra. Si no hubiera hecho aquella

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llamada, ¿habría vuelto Quintana a Los Angelescuando se graduó en Bamard? Si hubiera vivido enLos Angeles, ¿habría ocurrido lo del Beth IsraelNorth? ¿Habría ocurrido lo del Presbiteriano?¿Estaría ella hoy en el UCLA? Si a finales de 1987yo no hubiera malinterpretado el significado deaquel destello de luz roja, ¿podría hoy montarmeen el coche y dirigirme al oeste por San Vicente yencontrarme a John en la casa de Brentwood Park,de pie, en la piscina? ¿Releyendo La decisión deSophie?

¿Tendría que revivir cada error? Si, porcasualidad, recordaba la mañana que bajamos encoche a St.-Tropez desde la casa que TonyRichardson tenía en la colina y tomamos café en lacalle y compramos el pescado para la cena,¿tendría que recordar también la noche en que menegué a bañarme a la luz de la luna porque elMediterráneo estaba contaminado y yo tenía unaherida en la pierna? Si recordaba el gallo de pelea

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de Portuguese Bend, ¿tendría también que recordarel largo camino en coche de vuelta a casa despuésde cenar y las noches que, al pasar delante de lasrefinerías, por la autovía de San Diego, uno u otrohabía dicho alguna inconveniencia o habíamosdejado de hablar o nos habíamos imaginado que elotro había dejado de hablar? «Cada uno de losrecuerdos y expectativas en las que la líbido estáligada al objeto se revive e hipercatectiza, y así seconsuma el desasimiento de la líbido respecto alobjeto Es extraordinario que este dolorosodisplacer lo consideremos como algo inevitable.»Así explica Freud lo que observó respecto a la«elaboración» del duelo y cuya descripción guardaun sospechoso parecido con el torbellino.

En realidad, la casa de Brenwood Park, desde laque vi el destello de luz roja que esperaba evitarsi me mudaba a Nueva York, ya no existía. Fuedemolida y reemplazada por una casa más grandeampliada por los lados un año después de que la

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vendiésemos. Aquel día en Los Ángeles quepasamos con el coche por la esquina deChadbourne con Marlboro y vimos que no quedabanada en pie, salvo la única chimenea que permitíauna reducción de impuestos, recordé que el agentede la inmobiliaria me había dicho cuando lavendimos lo importante que sería para loscompradores que les obsequiásemos conejemplares dedicados de los libros que habíamosescrito en aquella casa. Así lo hicimos. Quintanaand Friends, Dutch Shea Jr., y The Red Whiteand Blue, de John. Salvador, Democracy y Miami,míos. Cuando vimos el solar vacío desde el coche,Quintana se echó a llorar en el asiento de atrás. Miprimera reacción fue de furia. Quería que medevolviesen los libros.

¿Detendría el torbellino esta línea depensamiento punitivo?

Difícilmente.

Una mañana, cuando Quintana estaba todavía

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en la unidad de observación, dado que lapersistencia de la fiebre hacía necesario elecocardiograma que descartara una endocarditis,levantó por primera vez la mano derecha. Aquelloera importante porque el lado derecho del cuerpoera en el que podían observarse las secuelas deltrauma. El movimiento significaba que los nerviostraumatizados seguían vivos. Más tarde, aquelmismo día, insistió varias veces en salir de lacama y se enfurruñó como una niña cuando le dijeque no le ayudaría. Mis recuerdos de ese día noson en absoluto borrosos.

A finales de abril decidieron que habíatranscurrido suficiente tiempo desde la operaciónpara que pudiera volar a Nueva York. Hastaentonces, el problema había sido que lapresurización pudiera producir un edema.Necesitaría ir acompañada de personal médico. Sedescartó un vuelo regular. Se dispuso todo paratrasladarla: una ambulancia del UCLA hasta el

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aeropuerto, una ambulancia aérea hasta Teterboroy otra ambulancia desde Teterboro al Hospital deNueva York; allí, en el Instituto Rusk, seguiría unaterapia de rehabilitación neurológica. Huboinnumerables conversaciones entre el UCLA y elInstituto Rusk. Se enviaron muchos informes porfax. Se preparó un CD-Rom de las tomografíascomputerizadas. Se fijó una fecha para realizar loque, incluso yo, llamaba ya «el traslado»: jueves,29 de abril. Aquel jueves, a primera hora de lamañana, justo cuando estaba a punto de salir delBeverly Wilshire, recibí una llamada desde algúnlugar de Colorado. El vuelo se había retrasado. Elavión había aterrizado en Tucson por «dificultadestécnicas». Los mecánicos de Tucson lo revisaríancuando llegasen a las diez, hora local. A primerahora de la tarde, hora del Pacífico, ya estaba claroque el avión no despegaría. A la mañana siguiente,habría otro avión disponible, pero el día siguienteera viernes y al UCLA no le gustaba hacertraslados los viernes. Insistí al coordinador dealtas del hospital para que accediera a trasladarlaen viernes.

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Le dije que estaba segura de que si loretrasaban hasta la semana siguiente, lo único queconseguiríamos sería desanimar y confundir aQuintana.

El Rusk no tenía problemas con lasadmisiones un viernes por la noche, dije, menossegura.

No tenía sitio para quedarme durante el finde semana, mentí.

Cuando el coordinador de altas accedió altraslado en viernes, Quintana estaba dormida. Mesenté un rato al sol en la plaza, fuera del hospital,y contemplé un helicóptero que daba vueltas paraaterrizar en el tejado. Siempre había helicópterosque intentaban aterrizar en el tejado del UCLA yevocaban la imagen de un traumatismo en todo elsur de California, lejanas escenas de muerte en lasautopistas, distantes grúas desplomadas, malosdías por delante para el marido o la esposa, elpadre o la madre que aún no había recibido la

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llamada, a pesar de que el helicóptero ya hubieraaterrizado y el equipo de trauma transportara atoda prisa la camilla al hospital para una primeravaloración clínica. Recordé un día de verano de1970 en el que John y yo nos detuvimos en unsemáforo de la avenida St. Charles de NuevaOrleáns y vimos al conductor del coche de al ladodesplomarse de repente sobre el volante. Labocina sonaba. Varios peatones corrieron hacia elcoche. Apareció un policía. El semáforo se pusoverde y seguimos adelante. John no pudo quitarseaquella imagen de la cabeza. Ahí estaba, seguíarepitiendo más tarde. Estaba vivo y, de repente,muerto, y nosotros mirando. Lo vimos en elmomento que le sucedía. Supimos que habíamuerto antes de que lo supiera su familia.

Un día normal.

«Y de repente... se acabó.»

Cuando por fin llegó el día del vuelo,parecía desarrollarse con la discontinua fatalidad

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de un sueño. Cuando encendí la radio a primerahora de la mañana, me enteré de la batalla que loscamioneros libraban en las autovías, protestandopor el precio de la gasolina. En la Interestatal 5,había enormes camiones abandonados con lasruedas deliberadamente pinchadas. Los testigosdeclaraban que el primer camión articulado que sehabía detenido llevaba los equipos de televisión.Había varios todoterreno esperando para sacarellos mismos a los camioneros que bloqueaban laautovía. Cuando vi el vídeo, me pareciódescolocadamente francés, de 1968.

«Si es posible, evite la autovía 5»,aconsejaba el locutor; luego advertía de que, segúnsus «fuentes» —presuntamente los equipos de TVque viajaban con los camioneros—, loscamioneros bloquearían también otras autovías,especialmente la 710, la 60 y la 10. Suponía quecon semejante desbarajuste sería poco probableque pudiéramos trasladarnos del UCLA hasta elavión, pero cuando la ambulancia llegó al hospital,todo aquel episodio a la francesa parecía haberse

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desintegrado, y olvidamos aquella fase del sueño.

Quedaban otras fases por delante. Me habíaninformado de que el avión estaba en el aeropuertode Santa Mónica. Al personal de la ambulancia lehabían dicho que estaba en Burbank. Alguienllamó y le dijeron que estaba en Van Nuys. Cuandollegamos a Van Nuys no había aviones a la vista,sólo helicópteros. Eso debe de ser que van ustedesen helicóptero, dijo uno de los acompañantes de laambulancia, claramente dispuesto a embarcamos yseguir con sus quehaceres cotidianos. Creo que no,respondí, hay casi cinco mil kilómetros dedistancia. El acompañante de la ambulancia seencogió de hombros y desapareció. Por fin, dieroncon el avión, un jet Cessna con espacio para dospilotos, dos sanitarios, la camilla a la queQuintana iba atada y para mí si me sentaba en unbanco, sobre las bombonas de oxígeno.Despegamos. Volamos un rato. Uno de lossanitarios con una cámara digital sacaba fotos delo que insistía en llamar el Gran Cañón. Le dijeque creía que era Lake Mead, Hoover Dam. Le

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señalé Las Vegas.

El enfermero continuó sacando fotos einsistiendo en lo del Gran Cañón.

¿Por qué tienes que llevar siempre razón?,recordé que me decía John.

Era una queja, una acusación, parte de unapelea.

Él nunca entendió que, en mi interior, yonunca llevaba razón. Una vez, en 1971, cuando nosmudamos de la avenida Franklin a Malibú,encontré un mensaje adherido detrás de un cuadroque estaba descolgando. Era de alguien a quienhabía estado muy unida antes de casarme con John.Había pasado unas semanas con nosotros en lacasa de la avenida Franklin. El mensaje decía:«No tenías razón». Yo no sabía en qué no habíatenido razón, pero las posibilidades eran infinitas.Quemé el mensaje. Nunca se lo mencioné a John.

Muy bien, es el Gran Cañón, pensé; y

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cambié de postura en el banco sobre las bombonasde oxígeno, de forma que no pudiera mirar por laventanilla.

Al cabo de un tiempo, aterrizamos junto a unmaizal de Kansas para repostar. Los pilotoshicieron un trato con los dos adolescentes que seocupaban de la pista de aterrizaje: mientras sellenaban los depósitos, los chicos irían con sucamioneta a un McDonald’s y les traerían unashamburguesas. Mientras esperábamos, los médicossugirieron que nos turnásemos para hacerejercicio. Cuando llegó mi turno, me quedé unmomento de pie sobre el asfalto, congelada,avergonzada de estar libre y fuera del avióncuando Quintana no podía estarlo; luego, caminéhasta donde terminaba la pista y empezaba elmaizal. Caían unas gotas, el aire era cambiante yme imaginé que se aproximaba un tornado.Quintana y yo éramos Dorothy en la tierra de Oz.Ambas éramos libres. En realidad, no estábamosallí. John había descrito un tornado en NothingLost. Recordaba haber leído las últimas galeradas

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en la habitación de Quintana del Presbiteriano yhaber llorado al llegar al pasaje del tornado. Losprotagonistas, J. J. McClure y Teresa Kean, ven eltornado «a lo lejos, negro y después, cuando el solle da de lleno, lechoso, y se mueve como unaenorme serpiente reticulada erguida». J. J. le dicea Teresa que no se preocupe, que el tramo en elque están ya había sido arrasado por uno, y lostornados nunca arrasan dos veces el mismo lugar.

Finalmente, el tornado se deshizo sin incidentes,justo al otro lado de la frontera de Wyoming.Aquella noche, en el hostal Step Right, en el cruceentre Higginson y Higgins, Teresa preguntó si eracierto que los tornados no arrasan dos veces elmismo lugar.—No lo sé —dijo J. J.—. Parece lomás lógico. Como los rayos. Estabas preocupada.No quería que te preocupases. —Era lo másparecido a una declaración de amor que J. J. eracapaz de hacer.De vuelta al avión, a solas con Quintana, cogí unade las hamburguesas que los adolescentes habían

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traído y la partí en trocitos para poder compartirla.Tras unos pocos bocados, ella movió la cabeza.Hacía sólo una semana que le permitían tomaralimentos sólidos y no podía comer más. Aún teníapuesta una sonda de alimentación por si acaso nopodía comer nada.

—¿Lo conseguiré? —preguntó entonces.

Quise creer que me preguntaba si lograríallegar a Nueva York.

—Por supuesto que sí —le respondí.

Estoy aquí. Estás a salvo.

Por supuesto que estaría bien en California,recordaba haberle dicho cinco semanas antes.

Aquella noche, cuando llegamos al InstitutoRusk, Gerry y Tony esperaban fuera a laambulancia. Gerry preguntó cómo había ido elviaje. Le dije que habíamos compartido una BigMac en un maizal de Kansas. «No era una Big Mac

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—dijo Quintana—. Era un cuarto de libra.»

El día que leí las pruebas de Nothing Lost en lahabitación de Quintana en el Presbiteriano, mehabía parecido que podía haber un errorgramatical en la última frase del fragmento entre J.J. McClure y Teresa Kean sobre el tornado. Enrealidad, nunca me aprendí las normasgramaticales y sólo he confiado en lo que sonababien, pero había algo allí que no me parecía quesonaba bien del todo. La frase en las últimasgaleradas decía: «Era lo más parecido a unadeclaración de amor de lo que J. J. era capaz dehacer». Yo habría quitado la preposición y el«lo»: «Era lo más parecido a una declaración deamor que J. J. era capaz de hacer».

Me senté junto a la ventana a contemplar lostémpanos de hielo en el Hudson y di vueltas a lafrase. Era lo más parecido a una declaración deamor que J. J. era capaz de hacer. Si uno escribe

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una frase así, deseas que esté bien, pero, al mismotiempo, es también una de esas frases que si laescribes así, no desearías que te la cambiasen.¿Cómo la había escrito? ¿Qué pensabaexactamente? ¿Cómo quería escribirla? Tenía quedecidirlo yo. Cualquier decisión que tomaraimplicaba una deserción latente, incluso unatraición. Esa era una de las razones por las quelloraba en la habitación de Quintana en el hospital.Cuando llegué a casa aquella noche, revisé lasgaleradas anteriores y manuscritos. El error, si eraun error, estaba allí desde el principio. Lo dejécomo estaba.

Por qué tienes que llevar siempre razón.Por quésiempre tienes que decir la última palabra.Poruna vez en tu vida, déjalo correr.12

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El 30 de abril de 2004 fue el día que Quintana y yovolamos a Nueva York en aquel vuelo de laCessna que repostó en el maizal de Kansas.Durante los meses de mayo, junio y la mitad dejulio que estuvo en el Instituto Rusk, poco pudehacer por ella. Por las tardes, podía ir a verla a sucasa de la Calle 32 Este, y así lo hice casi todaslas tardes; pero como su rehabilitación durabadesde las ocho de la mañana a las cuatro de latarde, para las seis y media o las siete estabaagotada. Se encontraba clínicamente estable. Podíacomer y aún llevaba la sonda de alimentación,pero ya no la necesitaba. Empezaba a recuperar elmovimiento del brazo y la pierna derechos.Recuperaba la movilidad del ojo derecho quenecesitaba para leer. Los fines de semana, comono tenía rehabilitación, Gerry la llevaba a comer yal cine por el barrio, y cenaban juntos. Se reuníancon amigos para ir de excursión al campo.Mientras estuvo en el Rusk, yo le regaba lasplantas de las ventanas, le llevaba las zapatillasasimétricas en los laterales que el fisioterapeuta lehabía mandado y me sentaba con ella en el

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invernadero que daba al vestíbulo del Rusk acontemplar las carpas chinas del estanque; perocuando salió del Rusk, ya no pude hacer nisiquiera eso. Estaba llegando a un punto en el quesi había de recuperarse, tenía que volver a estarsola de nuevo.

Decidí pasar el verano intentando alcanzaraquel mismo punto.

Aún no podía concentrarme en el trabajo,pero podía organizar la casa, podía hacerme cargode las cosas, podía abordar el correo sin abrir.

No se me ocurrió pensar que era entoncescuando realmente empezaba el proceso del duelo.

Hasta entonces sólo había podidoexperimentar dolor, no duelo. El dolor era pasivo.El dolor ocurría. El duelo, el acto de manejar esedolor, requería atención. Hasta aquel momentohabían existido motivos urgentes para borrarcualquier atención que pudiera haberle prestado,

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para desterrar el pensamiento, para aportar nuevaadrenalina con la que afrontar la crisis diaria.Había pasado toda una estación en la que lasúnicas palabras que me había permitido escucharrealmente era una grabación: Bienvenida al U-C-L-A.

Empecé.

Entre las cartas, libros y revistas que habíanllegado mientras estaba en Los Ángeles, había ungrueso volumen titulado Vidas del 54, preparadopara celebrar lo que entonces era la inminentequincuagésima reunión de la promoción de John enPrinceton. Busqué la entrada de John. Decía así:«En cierta ocasión, William Faulkner dijo que lanecrológica de un escritor debería ser: Escribiólibros y luego, murió. Esto no es una necrológica(al menos a 19 de septiembre de 2002) y yo sigoaún escribiendo libros. Así que me alineo conFaulkner».

Repetí para mis adentros: esto no es una

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necrológica.

Al menos, a 19 de septiembre de 2002.

Cerré Vidas del 54. Pocas semanas después,volví a abrirlo y hojeé otras entradas. Había unade Donald H. Rumsfeld («Rummy»): «Los añostranscurridos después de Princeton parecen unborrón, pero los días se asemejan más a un fuegorápido». Pensé en aquello. Leí otra, una reflexiónde tres páginas escrita por Lancelot L. Farrar, Jr.(«Lon»): «Seguramente nuestro mejor recuerdocolectivo de Princeton fue el discurso de AdlaiStevenson en la cena de fin de carrera».

Pensé también en esto.

Había estado casada cuarenta años con unmiembro de la promoción del 54 y jamás me habíamencionado el discurso de Adlai Stevenson en lacena de fin de carrera. Intenté pensar en cualquierade las cosas sobre Princeton que me hubieracontado. Me comentó muchas veces lo engañoso

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que le parecía el eslogan que Princeton habíaadoptado de un discurso de Woodrow Wilson:«Princeton al servicio de la nación». No recuerdoque dijera nada más al respecto, salvo que unosdías después de nuestra boda (¿por qué lo dijo y apropósito de qué?) comentó que los Nassons leparecían absurdos. En realidad, como sabía que amí me divertía, a veces imitaba a los Nassons enel escenario: el estudiado gesto de la manohundida en el bolsillo, el remolino de los cubitosde hielo en un vaso imaginario, la barbillalevantada de perfil, la trivial sonrisa desatisfacción.

Tal como te recuerdo...Estabas allí, junto a mí,en una ladera azotada por la brisa...Con elrostro al viento y el corazón henchido deesperanza...Durante cuarenta años esta canción había sidomotivo de broma entre nosotros y ahora norecordaba el título, por no hablar del resto de laletra. La búsqueda de la letra se convirtió en algo

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urgente. En Internet sólo pude encontrar unareferencia, en una necrológica del PrincetonAlumni Weekly: John MacFayden, promoción de 1946: JohnMacFayden falleció el 18 de febrero de 2000 enDamariscotta (Maine), cerca del municipio deHead Tide, donde él y su esposa, Mary-Esther,habían tenido su residencia. Aunque la causa de sumuerte fuera una neumonía, su salud se habíadebilitado en los últimos años, especialmente trasel fallecimiento de su esposa en 1977. John llegó aPrinceton desde Duluth, en el «agitado» verano de1942. Dotado para la música y las artes, compusocanciones para triángulo, entre las que destaca«Tal como te recuerdo», favorita de los Nassonsdurante mucho tiempo. Con un piano en las manos,John se convertía en el alma de cualquier fiesta.Todos recordamos su interpretación de «Brilla,gusanito de luz», que tocaba puesto boca arriba,debajo del piano. Tras cumplir su servicio militaren Japón, regresó a Princeton para realizar unmáster de Bellas Artes en la facultad deArquitectura. En la empresa neoyorquina Harrison

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& Abramowitz, diseñó uno de los edificiosprincipales de Naciones Unidas. John recibió elpremio Roma de arquitectura y tras su boda conMary-Esther Edge, pasó el curso 1952-53 en laAcademia Americana de Roma. La prácticaprivada de su profesión, en la que destaca laconstrucción del World Trap Center for the Arts, alas afueras de Washington, se interrumpió en ladécada de los sesenta al ser nombrado directorejecutivo del primer organismo estatal para lasartes por el entonces gobernador NelsonRockefeller. Los miembros de su promociónacompañan a sus hijos, Camilla, Luke, William yJohn, y a sus tres nietos en el dolor por la pérdidade uno de nuestros más inolvidables miembros.

«Tal como te recuerdo»: durante mucho tiempouna de las favoritas de los Nassons.

Pero ¿qué hay de la muerte de Mary-Esther?

Y ¿cuánto hace desde la última vez que unafiesta se animaba cuando él tocaba «Brilla,

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gusanito de luz», boca arriba, desde debajo delpiano?

¡Qué daría por poder comentar aquello conJohn!

¡Qué daría por hablar con John de cualquiercosa! ¡Qué daría por decirle cualquier cosilla quele hiciera feliz! ¿Qué podía ser esa cosilla?¿Habría funcionado de haberla dicho en sumomento?

Una o dos noches antes de morir, John me preguntósi me había fijado en cuantos personajes morían enNothing Lost, la novela que acababa de enviar a laimprenta. Había estado sentado en el despachohaciendo una lista de todos ellos. Yo añadí unoque se había dejado. Meses después de su muerte,cogí de su mesa una libreta para escribir una nota.En la libreta, escrita a lápiz con su letra, apenasperceptible, estaba la lista:

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Teresa Kean Parlance Emmett McClure JackBroderickMaurice DoddCuatro personas encoche Charlie BucklesPercy —silla eléctrica(Percy Darrow)Walden McClure¿Por qué era el trazo tan imperceptible?, mepregunté.

¿Por qué habría usado un lápiz que apenasdejaba marca?

¿Cuándo empezó a considerarse muerto?

«No es blanco o negro», me había dicho unmédico joven en el Centro Médico Cedars-Sinaide Los Angeles, en 1982, hablando de la líneadivisoria entre la vida y la muerte. Habíamosestado en la UCI del Cedars viendo a Dominique,la hija de Nick y Lenny, que la noche anteriorhabía estado a punto de morir estrangulada.Dominique estaba allí en la UCI, tumbada, como siestuviera dormida; pero no se recuperaría. Lamantenían con vida artificialmente.

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Dominique era una niña de cuatro años ennuestra boda.

Dominique había sido la prima quesupervisaba las fiestas de Quintana y quien lallevaba a comprar los vestidos de gala para lasfiestas de fin de curso; quien se quedaba con ellacuando nosotros estábamos de viaje. Las rosasson rojas, las violetas son azules, ponía en latarjeta sobre un vaso con flores que Quintana yDominique dejaron en la mesa de la cocina paracuando llegásemos de uno de aquellos viajes. Megustaría que no estuvieras en casa y a Dominiquetambién. Con cariño. Feliz día de la madre, D &Q.

Recuerdo que pensé que el médico seequivocaba. Mientras Dominique estuviera enaquella UCI, estaba viva. No podía permanecerviva sin ayuda, pero estaba viva. Eso era blanco.Cuando desconectaran el respirador, habría unosminutos antes de que sus órganos dejaran defuncionar y luego, estaría muerta. Eso era negro.

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Los muertos no dejan huellas imperceptiblesni marcas de lápiz.

Cualquier huella imperceptible, cualquiermarca de lápiz se produjo «una noche o dos antesde que él muriera», o «una semana o dos antes»; encualquier caso y terminantemente, antes de quemuriera.

Esa era una línea divisoria.

Cuando volví a casa del UCLA, a finales deprimavera, y durante todo el verano, pensé muchoen el final abrupto de esa línea divisoria. En mayo,una amiga íntima, Carolyn Lelyveld, murió en elMemorial Sloan-Kettering. En junio, RosemaryBreslin, la esposa de Tony Dunne, murió en elColumbia-Presbiteriano. En ambos casos, sehabría podido aplicar la frase «tras una largaenfermedad», con su engañosa sugerencia deliberación, alivio y resolución. En ambos casos laposibilidad de la muerte había estado presente; enel caso de Carolyn, durante unos meses; en el de

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Rosemary, desde 1989, cuando tenía treinta y dosaños. Sin embargo, llegado el momento, el hechode que hubiera estado presente no evitó en modoalguno el repentino vacío de la pérdida. Todavíaexistía el blanco y el negro. En el último instante,las dos estaban vivas; y al poco, muertas. Me dicuenta de que nunca había creído las palabras queaprendí de niña para la confirmación comomiembro de la Iglesia Episcopal: Creo en elEspíritu Santo, en la Santa Madre IglesiaCatólica, en la Comunión de los Santos, elperdón de los pecados, la resurrección de lacarne y la vida perdurable, amén.

Yo no creía en la resurrección de la carne.

Ni tampoco lo habían creído Teresa Kean,Parlance, Emmett McClure, Jack Broderick,Maurice Dodd, las cuatro personas del coche,Charlie Buckles, Percy Darrow o WaldenMcClure.

Ni mi católico marido.

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Supuse que aquel pensamiento resultaríaclarificador, pero en realidad era tan confuso queincluso se contradecía a sí mismo.

Yo no creía en la resurrección de la carne,pero aún creía que dadas las circunstanciasadecuadas, él volvería.

El, que antes de morir había dejado trazosimperceptibles con un lápiz del número tres.

Un día, me pareció que sería interesante releerAlcestes. Lo había leído a los dieciséis odiecisiete años, para un trabajo sobre Eurípides,pero recordaba que, en cierto modo, era un textorelevante para el tema de la «línea divisoria».Recordaba que los griegos, en general, y Alcestes,en particular, eran muy hábiles al hablar del pasoentre la vida y la muerte. Lo visualizaban, loteatralizaban, ponían en escena el agua oscura y elpaso de una orilla a otra. Releí Alcestes. En la

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obra sucede lo siguiente. Admeto, joven rey deTesalia, ha sido condenado por Tánatos a morir.Apolo intercede y consigue que las Parcas leprometan que Admeto no morirá de momento siconsigue que otro mortal muera en su lugar.Admeto recurre en vano a sus padres y amigos.«Entiendo que es demasiado largo el tiempo quepasamos bajo tierra y que la vida es tan cortacomo dulce», le dice su padre después de negarsea ocupar su lugar.

Sólo la joven reina, Alcestes, esposa deAdmeto, se ofrece voluntaria. «¡Ya veo la barcade dos remos, ya veo el bote en la laguna! YCarón, el barquero de los muertos, / con su pértigaen la mano, me llama [...].» Admeto se sientedeshecho por la culpa, la vergüenza y laautocompasión: «¡Ay! ¡Amarga es para mí latravesía de que hablas! / ¡Ay, desafortunada!, ¡Quétormento el nuestro!». Se comporta mal en todoslos aspectos. Culpa a sus padres. Insiste en queAlcestes sufre menos que él. Unas páginas másadelante —y tras muchas más quejas— un

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extraordinariamente torpe deus ex machinapermite que Alcestes regrese al mundo de losvivos. Ella no puede hablar, pero la obra nosexplica —de forma igualmente torpe— que eso estemporal y se solucionará: «No te será permitidooír su palabra mientras no esté purificada de suconsagración a los dioses subterráneos, ni antes deque por tres días consecutivos se haya levantado elsol». Si nos fiamos sólo del texto, la obra tiene unfinal feliz.

No era esto lo que yo recordaba de Alcestes,señal inequívoca de que a los dieciséis odiecisiete años yo ya me dedicaba a corregir eltexto a medida que lo leía. Las principalesdivergencias entre el texto y mis recuerdosaparecen al final, cuando Alcestes vuelve de entrelos muertos. En mi recuerdo, Alcestes no hablaporque se niega a hacerlo. Admeto, tal como yo lorecuerdo, insiste para que hable, hasta que, paragran desesperación suya, puesto que lo que ellatiene en su mente son las debilidades que hadescubierto en su marido, habla por fin. Admeto,

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alarmado, interrumpe la posibilidad de seguirescuchándola y convoca actos de celebración.Alcestes accede, pero permanece lejana, distinta.Según esto, Alcestes, de regreso con su marido ysus hijos, vuelve a ser la joven reina de Tesalia,pero el final —«mi» final— no podía interpretarsecomo un final feliz.

En cierto modo, esta es una historia mejor,más redonda, una historia en la que se reconoceque la muerte «cambia» a quien ha muerto, pero almismo tiempo plantea más preguntas sobre la líneadivisoria. Si verdaderamente los muertosregresaran, ¿qué sabrían al volver? ¿Podríamosenfrentamos a ellos? ¿Quién les dejó morir? Laclara luz del día me dice que yo no dejé morir aJohn, que no tenía ese poder, pero ¿lo creorealmente? ¿Lo cree él?

Los supervivientes miran atrás y ven presagios,mensajes que no tomaron en cuenta.

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Recuerdan el árbol que se secó, la gaviotaque se estrelló contra el capó del coche.

Viven de símbolos. Extraen significados delbombardeo de spam en el ordenador que no usan,de la tecla de borrado que deja de funcionar, delimaginado abandono en la decisión dereemplazarla. La voz de mi contestador es aún lade John. El que se oiga la suya es un hechototalmente arbitrario que sólo tiene que ver conque fuera él quien estaba en casa el día que huboque hacer la grabación; pero si yo tuviera quevolver a grabar el mensaje, lo haría con unsentimiento de traición. Un día que hablaba porteléfono desde su despacho, pasé distraídamentelas hojas del diccionario que él siempre dejabaabierto sobre la mesita junto al escritorio. Cuandome di cuenta de lo que había hecho, me disgusté.¿Qué palabra era la última que él había buscado?¿En qué había estado pensando? ¿Había perdido elmensaje al pasar las hojas o se había perdido ya elmensaje antes de que yo tocara el diccionario?¿Me había negado a escuchar el mensaje?

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Os digo que no he de vivir dos días, dijoGawain.

Más entrado el verano, recibí otro libro dePrinceton. Era un ejemplar de la primera ediciónde True Confessions, en «buenas condiciones,sobrecubiertas originales ligeramente ajadas»,como dicen los libreros. En realidad, era el propioejemplar de John. Según parecía, se lo habíaenviado a un compañero de la universidad queorganizaba una exposición de libros escritos porex alumnos de la clase para la celebración delquincuagésimo aniversario de la promoción del54. «Ocupó el lugar de honor —me escribió sucompañero—, porque John fue sin duda el escritormás distinguido de nuestra clase.»

Examiné la sobrecubierta, ligeramente ajada,del ejemplar de True Confessions.

Recordé la primera vez que vi aquellasobrecubierta o una maqueta de la misma. Habíarondado por la casa durante días, como siempre

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pasaba con las propuestas de diseño, las muestrastipográficas y las sobrecubiertas de los nuevoslibros; se trataba de valorar si funcionaba bien, siseguía siendo atractivo a la vista.

Abrí el libro. Miré la dedicatoria. «ParaDorothy Burns Dunne, Joan Didion, Quintana RooDunne. Generaciones», decía la dedicatoria.

Había olvidado esta dedicatoria. No le habíaprestado suficiente atención, un tema recurrenteen aquel estadio del proceso que yo atravesaba.

Releí True Confessions. Lo encontré más oscurode lo que recordaba. Releí Harp. Descubrí unaversión diferente, menos luminosa, de aquelverano que veíamos Tenko y cenábamos enMorton.

Algo más había pasado hacia el final deaquel verano.

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En agosto, se había celebrado un funeral porun conocido (esto no era en sí mismo el «algomás» que había pasado): un tenista francés en lasesentena que había muerto en un accidente. Elfuneral había tenido lugar en el jardín de alguienen Beverly Hills. «Me reuní con mi mujer en elfuneral —había escrito John en Harp—. Yo veníadirectamente de la consulta de un médico de SantaMónica, y cuando me senté allí, bajo el solabrasador de agosto, la idea de la muerte no se meiba de la cabeza. Pensé que, en realidad, Antónhabía muerto en las mejores circunstanciasposibles para él: un momento de terror al darsecuenta del inevitable desenlace del accidente y uninstante después, la eterna oscuridad.»

El funeral acabó y el mozo del aparcamiento metrajo el coche. Cuando salíamos, mi mujer mepreguntó:—¿Qué te ha dicho el médico?Nohabíamos tenido un momento a solas paracomentar mi visita al médico de Santa Mónica.—Me ha dejado acojonado, cariño.—¿Qué te ha

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dicho?—Me ha dicho que soy candidato a unataque mortal al corazón.En Harp, unas cuantas páginas después, elescritor, John, examina la veracidad de estanarración (la suya propia). Indica el cambio de unnombre, una cierta reestructuración dramática, unpequeño desajuste temporal. Se pregunta: «¿Algomás?». La respuesta es la siguiente: «Cuando leconté a mi mujer que él me había dejadoacojonado, empecé a llorar».

Yo no lo recordaba o decididamente habíaelegido no recordarlo.

No le había prestado suficiente atención.

¿Fue aquello lo que él experimentó cuando murió?¿«Un momento de terror al darse cuenta delinevitable desenlace del accidente y un instantedespués, la eterna oscuridad»? Si tenemos encuenta que un típico paro cardíaco sucede una

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noche y no otra, el mecanismo podría interpretarsecomo algo esencialmente accidental: un repentinoespasmo provoca la rotura de la placa en unaarteria coronaria, se produce la isquemia y elcorazón, privado de oxígeno, entra en fibrilaciónventricular.

Pero ¿cómo lo vivió él?

El «momento de terror», la «eternaoscuridad». ¿Percibía esto claramente cuandoescribía Harp? ¿Se «percató»? —como solíamospreguntamos entre nosotros para saber si algo sehabía contado o percibido con precisión—. ¿Nomencionan siempre los supervivientes de unaexperiencia cercana a la muerte «la luz blanca»?Mientras escribo esto, se me ocurre que esa «luzblanca», que por lo general se presenta comoprueba de algo absurdo —evidencia del más allá,de un poder superior—, en realidad se ajustaexactamente a la falta de oxígeno que se producecuando disminuye el flujo de sangre al cerebro.«Todo se volvió blanco», dicen los que sufren una

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bajada de tensión respecto al momento antes dedesmayarse. «Desapareció el color», cuentan losque sufren una hemorragia interna refiriéndose almomento en que la pérdida de sangre se hacecrítica.

El «algo más» que sucedió hacia el final de aquelverano, que debía de ser el de 1987, fue una seriede acontecimientos que siguieron a la consulta conel médico de Santa Mónica y al funeral celebradoen la pista de tenis de Beverly Hills.Aproximadamente una semana después, le hicieronun angiograma, que mostró una oclusión delnoventa por ciento de la arteria descendenteanterior izquierda o LAD. También mostró unestrechamiento de un noventa por ciento largo dela rama marginal de la arteria circunfleja, que seconsideró significativa, especialmente porque larama marginal de la arteria circunfleja alimenta lamisma zona del corazón que la LAD obstruida.«Muchacho, le llamamos la arteria de las viudas»,

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dijo después el cardiólogo de John en NuevaYork. Una o dos semanas después del angiograma(en septiembre de aquel año, todavía verano enLos Ángeles) le practicaron una angioplastia. Alcabo de dos semanas, nos dijeron que losresultados del ecocardiograma de esfuerzo eran«espectaculares». Otra eco de esfuerzo, seis mesesdespués, confirmó el éxito. Las tomografías poremisión de positrones realizadas en los añossiguientes y un angiograma en 1991 confirmaron lomismo. Recuerdo que John y yo teníamosopiniones divergentes de lo sucedido en 1987. Talcomo él lo veía, ahora tenía una sentencia demuerte temporalmente suspendida. Después de laangioplastia de 1987, decía a menudo que ahorasabía cómo iba a morir. Tal como yo lo veía, elmomento había sido providencial; la intervención,un éxito; el problema, resuelto y el mecanismo,arreglado. Tú sabes cómo vas a morir tanto comoyo o cualquier otra persona, recuerdo que lerespondía. Ahora me doy cuenta de que el suyo erael punto de vista más realista.

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13

Solía contarle a John mis sueños, no tanto paraentenderlos como para librarme de ellos, paramantener clara la cabeza a lo largo del día. «Nome cuentes el sueño», me decía al despertarse porla mañana; pero finalmente lo escuchaba.

Cuando murió, dejé de soñar.

A principios de verano, empecé de nuevocon los sueños. Como ya no se los podía contar aJohn, me sorprendí pensando en ellos yo sola.Recuerdo un pasaje de una novela que escribí amediados de los noventa, The Last Thing HeWanted: Desde luego, no necesitábamos aquellas últimasseis notas para saber de qué trataban los sueños deElena.Elena soñaba que se moría.Elena soñaba

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que se hacía vieja.Nadie aquí ha tenido (ni tendrá)los sueños de Elena.Todos lo sabemos.La cuestiónes que Elena no lo sabía.La cuestión es que Elenapermanecía ajena sobre todo a sí misma, unaagente clandestina que había logrado con tantoéxito fragmentar su actividad que había perdidoacceso a sus propias vías de escape.Me doy cuenta de que la situación de Elena esigual a la mía.

En uno de los sueños, estoy en un armario ysostengo un cinturón trenzado; de repente, serompe. Una tercera parte del cinturón se desprendede mis manos. Le muestro a John los dos trozos.Digo —o dice él— (quién sabe lo que pasa en lossueños) que ése era su cinturón preferido. Decido(de nuevo, creo que decido, debo de haberdecidido, mi medio cerebro despierto me dice quetengo que hacer lo correcto) buscarle un cinturóntrenzado idéntico.

En otras palabras, arreglar lo que rompí,traerle de vuelta.

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No se me pasa por alto la similitud entre estetrenzado cinturón roto y el que encontré en la bolsade plástico que me entregaron en el Hospital deNueva York. Ni tampoco, que sigo pensando queyo lo rompí, que yo lo hice, que soy responsable.

En otro sueño, John y yo volamos aHonolulú. Hay otra muchas personas que tambiénse dirigen allí y estamos reunidos en el aeropuertode Santa Mónica. La Paramount ha contratado losaviones. Los asistentes de producción distribuyenlas tarjetas de embarque. Yo embarco. Hay unacierta confusión. Otros embarcan, pero no hayseñales de John. Temo que haya algún problemacon su tarjeta de embarque. Decido bajar del avióny esperarle en el coche. Mientras espero en elcoche, me doy cuenta de que los aviones vandespegando uno a uno. Finalmente, la única quequeda en la pista soy yo. En el sueño, lo primeroque siento es rabia: John ha embarcado en unavión sin mí. A continuación, transfiero mi rabia:ha sido la Paramount la que no se ha preocupadode ponernos en el mismo avión.

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El papel de la Paramount en este sueñoprecisaría otra discusión que no viene al caso.

Mientras pienso en el sueño, me acuerdo deTenko. En Tenko, a medida que la serie avanza,asistimos a la liberación de las inglesasprisioneras en el campo de concentración japonésy al reencuentro en Singapur con sus maridos, queno resulta satisfactorio en todos los casos. Algunassienten como si, en cierto modo, ellos fueranresponsables de la orden de internamiento. Tienenla impresión, por irracional que sea, de que lashan abandonado. ¿Había sentido yo que. relegadaen la pista, me habían abandonado? ¿Estabafuriosa con John por haberme dejado? ¿Eraposible sentirse furiosa y responsable al mismotiempo?

Sé cómo respondería un psiquiatra a estapregunta.

La respuesta tendría que ver con elmecanismo ya conocido por el que la rabia crea

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culpa y viceversa.

No es que no crea en esta respuesta, peropara mí es menos sugerente que la imageninadvertida, el misterio de quedar abandonada enla pista del aeropuerto de Santa Mónica viendocómo los aviones despegan uno tras otro.

Todos lo sabemos.

La cuestión es que Elena no lo sabía.

Me despierto a las tres y media de lamadrugada y veo un aparato de televisiónencendido y conectado al canal de noticiasMSNBC. Joe Scarborough o Keith Olbermannhabla con un hombre y su esposa, pasajeros delvuelo Northwest 327, de Detroit a Los Angeles(escribo estos datos para contárselo a John), en elque dicen que se ha llevado a cabo «un simulacroterrorista». En el incidente hay catorce hombresinvolucrados que dicen ser «árabes» y que, trasdespegar de Detroit, habían empezado a reunirse

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junto a los lavabos y a entrar de uno en uno.

La pareja a la que ahora entrevistan en lapantalla informa que los hombres habíanintercambiado señas con la tripulación.

El avión aterrizó en Los Ángeles. Loscatorce «árabes», que tenían los «visadoscaducados» (los de la MSNBC parecen mássorprendidos que yo ante ese dato), fuerondetenidos y al rato, puestos en libertad. Todos lospasajeros, incluida la pareja que aparecía enpantalla, habían continuado con su vida cotidiana.Queda claro que no se trataba de un «ataqueterrorista», sino de un «simulacro de ataqueterrorista».

En el sueño, necesito hablar de esto conJohn.

Pero ¿ha sido siquiera un sueño?

¿Quién es el director de los sueños? ¿Leimportaría a él?

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¿Es que sólo puedo descubrir mispensamientos a través de los sueños o de laescritura?

En junio, cuando los atardeceres se hicieron máslargos, me obligué a cenar en el salón, donde habíamás luz. Después de la muerte de John, empecé acomer sola en la cocina (el comedor erademasiado grande y la mesa del salón era en laque él había muerto), pero cuando los atardeceresempezaron a hacerse más largos tuve la poderosasensación de que a él le gustaría que yo viera laluz. Cuando los atardeceres empezaron a ser máscortos, volví otra vez a la cocina. Empecé a pasarsola más noches en casa. Decía que estabatrabajando. Cuando llegó agosto, ya era verdadque trabajaba o intentaba trabajar, pero tampocoquería salir, exponerme, una noche, me sorprendísacando del aparador no uno de los platos queusaba normalmente, sino uno de Spode, rajado y

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desgastado, de una vajilla en su mayoría rota odesportillada, con un dibujo Wickerdale, que ya nose hacía. Había sido una vajilla color crema, conuna guirnalda de florecillas rosas y azules y hojasen color crudo que la madre de John le habíaregalado para el apartamento alquilado que éltenía en la 73 Este, antes de casarnos. La madre deJohn había muerto. John había muerto, y a mí aúnme quedaban cuatro platos grandes, cinco deensalada, tres platos de mantequilla, una sola tazade café y nueve platillos del modelo Wickerdalede Spode. Llegué a preferirlos a todos los demás.A finales del verano, ponía el lavavajillas a unacuarta parte de su capacidad sólo para estar segurade que al menos uno de los cuatro platos grandesWickerdale estaría limpio cuando lo necesitase.

En cierto momento del verano, me di cuentade que no tenía cartas de John, ni una sola. Muypocas veces habíamos estado separados durantemucho tiempo. Una, dos o tres semanas en un ladou otro cuando alguno de los dos escribía una obra.Un mes en 1975, cuando yo daba clases en

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Berkeley y volaba con la PSA todos los fines desemana a nuestra casa de Los Angeles. En 1988,John pasó en Irlanda unas cuantas semanas,haciendo una investigación para Harp y yo estuveen California cubriendo las primariaspresidenciales. En todas aquellas ocasiones,hablábamos por teléfono varias veces al día. Lasenormes facturas de teléfono eran parte de nuestrocompromiso, lo mismo que las enormes facturas delos hoteles que nos permitían sacar a Quintana delcolegio para volar a cualquier sitio y podertrabajar los dos a la vez en la misma suite. En vezde cartas, lo que tenía era un souvenir de una deaquellas habitaciones de hotel: un pequeñodespertador negro, delgado como un papel, queJohn me había regalado una Navidad que pasamosen Honolulú escribiendo un guión urgente para unapelícula que nunca llegó a rodarse. Era uno deesas costumbres navideñas en la queintercambiábamos no exactamente «regalos», sinopequeñas cosas prácticas para decorar el árbol. Eldespertador había dejado de funcionar el año antesde que él muriera; no se podía arreglar y después

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de su muerte, tampoco se podía tirar. Ni siquierapodía quitarlo de la mesilla. También tenía unjuego de rotuladores de colores Buffalo, que, conigual propósito, me habían regalado aquella mismaNavidad. Aquellas Navidades, dibuje muchaspalmeras, palmeras que se movían al viento, elfrondoso ramaje de las palmeras caído, palmerasdobladas por las tormentas kona de diciembre.Los rotuladores de colores Buffalo se habíansecado hacía tiempo, pero tampoco podía tirarlos.

Recuerdo que aquella Nochevieja enHonolulú la sensación de bienestar era tanprofunda que no podía irme a la cama. Habíamospedido que nos subieran a la habitación mahimahiy lechuga de Manoa con vinagreta para los tres, eintentamos conseguir un aire festivo rodeando conguirnaldas hawaianas las impresoras yordenadores que usábamos para escribir el guión.Encontramos velas y las encendimos y pusimos lascintas de música que Quintana había envuelto ycolocado bajo el árbol. John había estado leyendoen la cama y se había quedado dormido hacia las

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once y media. Quintana había bajado a ver lo quepasaba. Yo veía dormir a John. Sabía queQuintana estaba segura, había bajado a ver lo quepasaba en este hotel —a veces sola y a veces conSusan Traylor, que solía acompañar a Quintanacuando nosotros trabajábamos en Honolulú—desde que tenía seis o siete años. Me senté en laterraza que daba al campo de golf WaialaeCountry Club a terminar la botella de vino quehabíamos tomado en la cena y contemplar loscercanos fuegos artificiales del vecindario sobretodo Honolulú.

Recuerdo el último regalo de John. Fue en micumpleaños, el 5 de diciembre de 2003. Alrededorde las diez de la mañana había empezado a nevaren Nueva York y al anochecer había ya dieciochocentímetros de nieve, más otros quince que seesperaban. Recuerdo la nieve precipitándosedesde el tejado de pizarra de la iglesia de St.James que estaba en la acera de enfrente.Suspendimos la cena prevista en un restaurante conQuintana y Gerry. Antes de cenar, John se sentó en

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el salón junto al fuego y me leyó en voz alta. Ellibro era una novela mía, A Book of CommonPrayer, que rondaba por el salón porque él loestaba releyendo para ver cómo funcionabatécnicamente algo. La secuencia que leyó en vozalta era una en la que Leonard, el marido deCharlotte Douglas, visita a la narradora. GraceStrasser-Mendana, y le comunica que lo que estápasando en el país gobernado por su familia noacabará bien. La secuencia es complicada (enrealidad, esa era la que John había querido releerpara ver cómo funcionaba técnicamente) y estáinterrumpida por otra acción que obliga al lector aretomar el contexto al que Leonard Douglas yGrace Strasser-Mendana se refieren.

—Maldita sea —me dijo John cuando cerróel libro—. No se te ocurra volver a decirme queno sabes escribir. Ese es mi regalo de cumpleaños.

Recuerdo que se me llenaron los ojos delágrimas.

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Las siento ahora.

Visto retrospectivamente, éste había sido miaugurio, mi mensaje, la temprana nevada, el regalode cumpleaños que nadie más podía hacerme.

Le quedaban veinticinco noches de vida.

14

En cierto momento de aquel verano, empecé asentirme frágil, inestable. Una sandalia podíaengancharse en la acera y tendría que dar untraspié para no caerme. ¿Qué pasaría si no lohiciera? ¿Y si me caía? ¿Qué me rompería? ¿Quiénvería la sangre corriendo por mi pierna? ¿Quiénllamaría un taxi? ¿Quién estaría conmigo enurgencias? ¿Quién estaría conmigo cuandovolviera a casa?

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Dejé de llevar sandalias. Me compré dospares de deportivas Puma y no me las quité deencima.

Empecé a dejar las luces encendidas por lanoche. Si la casa estaba a oscuras, no podríalevantarme para escribir una nota, buscar un libroo comprobar que había apagado el fuego de lacocina. Si la casa estaba a oscuras, me quedaríaallí tumbada, inmóvil, imaginando hipotéticospeligros caseros: libros que se caían del estante yme golpeaban, la alfombra del pasillo que sedeslizaba, el tubo de la lavadora que podía haberinundado la cocina y que yo no vería si estabaoscuro, el mejor modo de electrocutarse si daba laluz para comprobar que la cocina no se habíaquedado encendida. La primera vez que me dicuenta de que aquello iba más allá de una prudentecautela fue una tarde que un joven escritor queconocía vino a preguntarme si podía escribir unasemblanza mía, y me oí decirle, con excesivoapremio, que no podía escribir nada sobre mí, queno estaba en forma para que escribieran sobre mí.

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Me di cuenta de que ponía un excesivo énfasis enaquello, luchaba por recuperar el equilibrio, porevitar la caída.

Reflexioné sobre esto más adelante.

Me di cuenta de que no podía confiar en mímisma para presentar un rostro coherente ante elmundo.

Unos días más tarde, me puse a apilarejemplares de Daedalus que andabandesperdigados por la casa. Tenía la impresión deque, en aquellos momentos, apilar revistas era lomáximo que podía hacer para organizar mi vida.Con precaución para no excederme de esemáximo, abrí un número de Daedalus. Había unahistoria de Roxana Robinson titulada «Hombreciego». En la historia, un hombre conduce denoche, bajo la lluvia, para ir a dar una conferencia.El lector capta señales de peligro: el hombre nopuede recordar de inmediato el tema de suconferencia y se mete con su pequeño coche

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alquilado en el carril rápido sin fijarse en que seaproxima un todo terreno; hay referencias a una tal«Juliet», a quien le ha ocurrido algo inquietante.Poco a poco, nos enteramos de que Juliet era lahija de este hombre y de que la primera noche queestá sola después de haber sido expulsada de launiversidad, reincorporarse y pasar en el campounas semanas reparadoras junto a su madre, supadre y su hermana, se pone de cocaína hasta quele estalla una arteria del cerebro y muere.

Uno de los detalles de la historia que más meafectó (aunque el más obvio fuera la arteria querevienta en el cerebro de la niña) fue que el padrese vuelve frágil, inestable. El padre soy yo.

De hecho, conozco de vista a RoxanaRobinson. Pensé en llamarla. Ella sabe algo de loque yo estoy empezando a aprender. Perotelefonearla habría sido raro, una intromisión; sólola había visto una vez en un cóctel que se celebróen una azotea. En vez de hacerlo, pienso enpersonas que han perdido a su marido, a su esposa

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o a un hijo. Pienso concretamente en el aspectoque esas personas mostraban cuando me lasencontré de improviso —digamos que en la calle oal entrar en algún sitio— a lo largo del añoposterior a la muerte. Lo que más me impresionóen cada uno de esos casos fue lo desnudos ydesvalidos que parecían.

Ahora comprendo qué frágiles.

Qué inestables.

Abro otro número de Daedalus, éstededicado al concepto de «felicidad». Un artículosobre la felicidad firmado a medias por RobertBiswas-Diener (Universidad de Oregón), y EdDiener y Maya Tamir (Universidad de IllinoisChampaign-Urbana) señalaba que aunque «lasinvestigaciones muestran que las personas soncapaces de adaptarse en menos de dos meses a unamplio abanico de situaciones vitales, tantopositivas como negativas», existen «algunossucesos a los que las personas tardan o son

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incapaces de adaptarse totalmente». El paro erauno de ellos. «También descubrimos —añadíanlos autores— que el viudo medio tarda variosaños tras la muerte del cónyuge en recuperar suanterior nivel de satisfacción vital.»

¿Era yo «la viuda media»? ¿Cuál había sidorealmente mi «anterior nivel de satisfacciónvital»?

Voy a ver a un médico; sigue el protocolohabitual. Me pregunta cómo estoy. No debería seruna pregunta inesperada en la consulta de unmédico. No obstante, rompo a llorar. Es un médicoamigo. John y yo estuvimos en su boda. Se casócon la hija de unos amigos que vivían enfrente denosotros en Brentwood Park. La ceremonia secelebró bajo su jacarandá. Los primeros díasdespués de la muerte de John, vino a verme a casa.Cuando Quintana estaba en el Beth Israel North mehabía acompañado un domingo por la tarde y habíahablado con los médicos de la unidad. CuandoQuintana estaba en el Columbia-Presbiteriano, su

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propio hospital, aunque ella no era paciente suya,había pasado a verla todas las tardes. CuandoQuintana estaba en el UCLA y él casualmente seencontraba en California, había dedicado una tardepara ir a la unidad de neurología y hablar con losmédicos de allí. Habló con ellos y luego, con losneurólogos del Columbia, y después, me lo explicótodo. Había sido amable, solícito, alentador, unamigo de verdad. A cambio, yo me echaba a lloraren su despacho por haberme preguntado cómoestaba.

—No le veo la vuelta a esto —me oí decirle,tratando de explicarme.

Me dijo que si John hubiera estado sentadoen la consulta, le hubiera parecido gracioso aligual que se lo parecía a él.

—Por supuesto que sé lo que intentas decir,y John también lo habría sabido; quieres decir queno ves la luz al final del túnel.

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Dije que sí, pero en realidad no era eso.

Quería decir exactamente lo que había dicho:no podía verle la vuelta a esto.

Al pensar en la diferencia entre aquellas dosfrases, me di cuenta de que la impresión que yotenía de mí misma era la de alguien capaz debuscar y encontrar la vuelta a cualquier situación.Yo me había creído la lógica de las cancionespopulares. Había creído que a toda tempestad, lesigue la calma. Yo había atravesado la tempestad.Ahora pienso que esas no eran siquiera lascanciones de mi generación. Eran las canciones yla lógica de una o dos generaciones anteriores a lamía. La música de mi generación era el How Highthe Mootl de Les Paul y Mary Ford, una lógicatotalmente distinta. También se me ocurre, no esque sea un pensamiento original pero es nuevopara mí. que la lógica de aquellas antiguascanciones se basaba en la autocompasión. Lacantante de la canción que busca la calma tras latempestad cree que ésta le ha tocado a ella en

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suerte. La cantante de la canción que atraviesa latempestad asume que la tormenta habría podidoengullirla.

No dejaba de repetirme que había sido afortunadatoda mi vida. La cuestión era que eso parecía nodarme derecho a sentirme desgraciada ahora.

Esto era lo que sucedía por estar sumida enla más profunda autocompasión.

Incluso me lo creía.

Sólo posteriormente empecé a cuestionarlo:¿Qué tenía exactamente que ver la «suerte» en todoaquello? Al repasar mi historia, me fue imposibleencontrar en ella auténticos ejemplos de «suerte».(«Ha habido suerte», le dije una vez a una doctora,cuando conocí el resultado de una prueba querevelaba un problema reversible que, de nohaberse tratado, habría sido menos reversible.

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«Yo no le llamaría suerte —me dijo ella—; lellamaría prevención.») Tampoco creía que la«mala suerte» hubiera matado a John y golpeado aQuintana. En cierta ocasión, cuando todavía estabaen la escuela femenina Westlake, Quintanamencionó lo que a ella le parecía una maladistribución de las malas noticias. En primer cursode secundaria, había vuelto a casa de un refugio enYosemite para encontrarse con la noticia de que sutío Stephen se había suicidado. Dos cursos mástarde, en casa de Susan, la habían despertado a lasseis y media de la mañana para decirle que habíanasesinado a Dominique. «La mayoría de la genteque conozco en Westlake ni siquiera conoce aalguien que haya muerto —dijo— y en el tiempoque yo llevo aquí, ya ha habido un asesinato y unsuicidio en mi familia.»

«Al final, todo se nivela», dijo John; unarespuesta que me dejó perpleja (¿Qué significabarealmente? ¿No podía ser más claro?), pero que aella pareció satisfacerle.

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Varios años más tarde, después de que elpadre y la madre de Susan murieran en unintervalo de uno o dos años, Susan me preguntó sirecordaba cuando John le dijo a Quintana que, alfinal, todo se nivelaba. Le dije que sí meacordaba.

—Tenía razón —dijo Susan. Así es.

Recuerdo que me sorprendió. Jamás se mehabría ocurrido pensar que John dijera que tarde otemprano a todos nos alcanzan las malas rachas.Seguramente Susan o Quintana lo habíanmalinterpretado. Le expliqué a Susan que Johnhabía querido decir que la gente que pasa malasrachas, tendrá finalmente su buena racha.

—Eso no es en absoluto lo que quise decir—dijo John.

—Yo sabía lo que él quiso decir —dijoSusan.

¿Acaso yo no había entendido nada?

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Consideremos este asunto de la «suerte».

No sólo yo no creía que la «mala suerte»había matado a John y golpeado a Quintana, sinoque, en realidad, creía exactamente lo contrario:creía que yo no había sido capaz de impedir lo quehabía pasado. Sólo después del sueño en el que mequedaba sola en la pista del aeropuerto de SantaMónica, se me ocurrió pensar que había un puntoen el que, en realidad, no era que yo meconsiderara la responsable de lo ocurrido.Responsabilizaba a John y a Quintana, unadiferencia significativa, pero que no me llevaba aninguna parte. Por una vez en tu vida, déjalocorrer.

15

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Pocos meses después de la muerte de John, afinales del invierno de 2004, después del BethIsrael y del Presbiteriano pero antes del UCLA,Robert Silvers, de The New York Review ofBooks, me preguntó si quería que pidieracredenciales a mi nombre para cubrir laconvención demócrata y la republicana que secelebrarían en verano. Consulté las fechas: enBoston, a finales de julio para la convencióndemócrata y en Nueva York, en septiembre, lasemana anterior al Día del Trabajo, para laconvención republicana. Le dije que sí. En aquelmomento me pareció una forma de reemprenderuna vida normal sin tener que posponerlo hasta quellegara la primavera, hasta el verano y hasta que seacercara el otoño.

La primavera había llegado y pasado casipor completo en el UCLA.

A mediados de julio, Quintana fue dada dealta del Rusk Institute.

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Diez días después, fui a Boston para laconvención demócrata. No había previsto que minuevo estado de fragilidad me acompañaría aBoston, una ciudad, pensaba yo, libre depotenciales asociaciones peligrosas. Había estadocon Quintana en Boston sólo una vez, en una girapara promocionar un libro. Nos habíamos alojadoen el Ritz. Dallas fue el lugar de la gira que más legustó. Boston le había parecido «toda blanca».

—Quieres decir que no se ven muchosnegros en Boston —le había dicho la madre deSusan Traylor cuando Quintana volvió a Malibú yles contó el viaje.

—No —le había respondido Quintana—.Quiero decir que no tiene color.

Las últimas veces que había tenido que ir aBoston, lo había hecho sola, y en cada una deaquellas ocasiones había programado el día paracoger el último vuelo de vuelta; la única vez querecordaba haber estado allí con John era en el

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preestreno de Confesiones verdaderas; y lo únicoque recuerdo fue el almuerzo en el Ritz, el paseocon John hasta Brooks Brothers para elegir unacamisa y, una vez acabada la proyección yevaluada la respuesta, haber tenido que escucharel desalentador comentario sobre las perspectivascomerciales de la película: Confesionesverdaderas funcionaría bien —dijo el estudiosode mercado— entre adultos con más de dieciséisaños de educación.

No me alojaría en el Ritz.

No tendría que ir a Brooks Brothers.

Habría estudiosos de mercado, pero susinformes no tendrían que ver conmigo.

No me di cuenta de que aún quedaba espaciopara el error hasta que cuando me dirigía al FleetCenter para la inauguración de la convención, depronto me vi envuelta en lágrimas. El primer díade la convención demócrata era el 26 de julio de

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2004. Quintana se había casado el 26 de julio de2003. Los detalles de aquel día no dejaron deasaltarme mientras esperaba en la línea deseguridad, recogía las acreditaciones en el centrode prensa, localizaba mi asiento y permanecía enpie durante el himno nacional mientras comprabauna hamburguesa en el McDonald’s del FleetCenter y me sentaba a comérmela en el peldañomás bajo de una escalera cerrada al público. «Enotro mundo» era la frase que no me podía quitar dela cabeza. Quintana, sentada al sol en el salónmientras le hacían la trenza. John que mepreguntaba cuál de las dos corbatas me gustabamás. Las cajas de flores que abrimos sobre lahierba a la salida de la catedral y cómo sacudimoslas guirnaldas para quitarles el agua. Johnbrindando antes de que Quintana cortara el pastel.El placer que le produjo el día y la fiesta, y latransparente felicidad de Quintana. «Más que undía más», le había susurrado antes de llevarla alaltar.

«Más que un día más», le había susurrado

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durante los cinco días con sus noches que la vio enla UCI del Beth Israel North.

«Más que un día más», le había susurradoyo, en ausencia de su padre, durante los días y lasnoches siguientes.

Como solías decirme, le había dicho ella,puesta en pie, de negro, en St. John the Divine, eldía que depositamos sus cenizas.

Recuerdo que me asaltó la imperiosaconvicción de que tenía que salir inmediatamentedel Fleet Center. Pocas veces había experimentadopánico, pero la sensación que me invadió eraauténtico pánico. Recuerdo que intentétranquilizarme, intentando verlo como una películade Hitchcock, con cada plano pensado paraaterrorizar, pero que finalmente es sólo unartificio, un juego. Allí estaba la sección que mehabían asignado, próxima a la red que sostenía losglobos listos para el lanzamiento; allí estaban lasinconsistentes siluetas que se movían por las

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elevadas tramoyas y el vapor o el humo que sefiltraba por un respiradero sobre el techo de loscompartimentos. Cuando alcancé mi asiento, allíestaban ante mí pasillos que aparentemente nollevaban a ninguna parte, misteriosamente vacíos,y paredes inclinadas y deformadas (la película deHitchcock que estaba viendo tenía que serRecuerda). Allí estaban las escaleras mecánicasparadas y los ascensores que no respondían a losmandos. Al llegar por fin abajo, allí estaban lostrenes de cercanías vacíos, congelados en suposición, al otro lado de la pared de cristal(inclinada y deformada también a medida que meaproximaba) que daba a los raíles de la Estacióndel Norte.

Salí del Fleet Center.

Vi el final de la sesión de aquel día en latelevisión de mi habitación del Parker House. Eldía anterior, al entrar en aquella habitación delParker House tuve la sensación de algo déjá vuque había alejado de mi memoria. Ahora, mientras

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veía la CSPAN y oía el aire acondicionadoconectarse y desconectarse automáticamente, lorecordé: entre el penúltimo y el último curso enBerkeley, había pasado unas cuantas noches en elParker House, en una habitación igual a ésta.Había estado en Nueva York en un programa deprácticas de la universidad que la revistaMademoiselle ofrecía por aquel entonces (elprograma «Editor invitado», inmortalizado porSylvia Plath en La campana de cristal) y volvía aCalifornia, vía Boston y Quebec; un itinerario«educativo» de ensueño, visto retrospectivamente,que mi madre había planeado. Incluso en 1955, elaire acondicionado se conectaba y desconectabaautomáticamente. Recuerdo que estaba triste ydormía hasta la tarde; luego, cogía el metro aCambridge, donde seguramente daba vueltas a laderiva y después volvía a coger el metro de vuelta.

Estos retazos de 1955 acudían a mi memoriatan fragmentados —o «confusos» o incluso«porrosos»— (¿qué hice en Cambridge?; ¿quédemonios hacía yo en Cambridge?), que me

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costaba mantenerlos, pero lo intentaba porquemientras pensara en el verano de 1955 no pensaríaen John ni en Quintana.

En el verano de 1955 había cogido un tren deNueva York a Boston.

En el verano de 1955 había cogido otro trende Boston a Quebec. Me alojé en una habitacióndel Cháteau Frontenac que no tenía baño.

¿Apremiaban siempre las madres a sushijas a seguir los caminos que ellas habíansoñado?

¿Lo había hecho yo?

Esto no funcionaba.

Intenté retroceder aún más, antes de 1955, aSacramento y los bailes de Navidad del instituto.Parecía un terreno seguro. Pensé en cómobailábamos, agarrado. Pensé en los lugares juntoal río a los que acudíamos después del baile.

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Pensé en la niebla sobre el dique mientrasvolvíamos a casa.

Me quedé dormida con la atención puesta enla niebla sobre el dique.

Me desperté a las cuatro de la mañana. Elproblema con la niebla sobre el dique era que nodejaba ver la línea blanca de la carretera y alguientenía que bajar y caminar delante del coche paraguiar al conductor. Desgraciadamente, habíaexistido otro lugar en mi vida en el que la nieblaera tan densa que tenía que caminar delante delcoche.

La casa en la Península de Palos Verdes.

La casa a la que llevamos a Quintana cuandotenía tres días.

Cuando se dejaba la Harbor Freeway, seatravesaba San Pedro y se llegaba al camino sobreel mar, te encontrabas la niebla.

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Bajabas (me bajaba) del coche y caminabaspor la línea blanca.

John conducía el coche.

No me arriesgué a esperar que el pánicoestallara. Cogí un taxi a Logan. Mientras comprabaun café en la franquicia de Starbucks a la salidadel puente aéreo de la compañía Delta, evité mirarlas guirnaldas decorativas con tiras de papelcharol, rojo, blanco y azul, supuestamentecolocadas para dar un toque festivo «convención»,pero que sin embargo centelleaban desoladas,como una Navidad en los trópicos. MeleKalikimaka. Feliz Navidad en hawaiano. Elpequeño despertador negro que no podía tirar. Losrotuladores Buffalo secos que no podía tirar. En elvuelo a La Guardia, recuerdo haber pensado quelo más bello que había visto en mi vida lo habíavisto desde un avión: la forma en que se extiendeel oeste americano; el modo en que, en un vuelopolar a través del Ártico, las islas del mar danpaso imperceptiblemente a los lagos en tierra; el

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mar por la mañana entre Grecia y Chipre; losAlpes, de camino a Milán. Todo eso lo vi conJohn.

¿Cómo iba a volver a París sin él? ¿Cómoiba a volver a Milán, Honolulú o Bogotá?

Si ni siquiera podía ir a Boston.

Aproximadamente una semana antes de laconvención demócrata. Dennis Overbye, de TheNew York Times , había contado una historia sobreStephen W. Hawking. En una conferenciacelebrada en Dublín, según el Times, el Dr.Hawking dijo que treinta años atrás se habíaequivocado al asegurar que la información que setragaba un agujero negro nunca podría volver arescatarse. Este cambio de opinión tenía, según elTimes, «enormes consecuencias para la ciencia, yaque si el Dr. Hawking hubiera tenido razón, sehabría violado uno de los principios básicos de la

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física moderna: el de que siempre es posibleretroceder en el tiempo, rebobinar la consabidapelícula y reconstruir lo que sucedió, por ejemplo,en la colisión de dos vehículos o en la caída deuna estrella en un agujero negro».

Recorté el artículo y me lo llevé a Boston.

Había algo en la historia que me parecióapremiante, pero no supe qué era hasta un mesdespués, la primera tarde de la convenciónrepublicana en Madison Square Garden. Yo estabaen la escalera mecánica de la torre C. La últimavez que había pisado una escalera como aquella enel Garden fue con John, la noche antes de volar aParís. Habíamos ido con David y Jean Halberstama ver un partido de los Lakers contra los Knicks.David había conseguido las entradas a través delpresidente de la NBA, David Stern. Ganaron losLakers. La lluvia había lavado el cristal delante dela escalera mecánica. «Eso es señal de buenasuerte, un presagio, un modo estupendo de empezarel viaje», recuerdo que dijo John. No se refería a

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los buenos asientos, ni a que los Lakers ganasen, nia la lluvia; se refería a que estábamos haciendoalgo que no hacíamos habitualmente, y esto sehabía convertido en un tema recurrente para él. Nohacemos nada divertido, había empezado aobservar recientemente. Yo le criticaba (nohicimos esto, no hicimos aquello), pero entendía loque significaba. Significaba hacer cosas no porqueestaba previsto que las hiciéramos, porquesiempre las hubiéramos hecho o porquedebiéramos hacerlas, sino porque deseábamoshacerlas. Él quería decir deseo; quería decir vida.

Ése fue el viaje a París por el que noshabíamos peleado.

Ése fue el viaje a París que él dijo quedeseaba hacer porque si no, nunca volvería a verParís.

Todavía seguía en la escalera mecánica de latorre C.

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Se desató otro torbellino.

La última vez que cubrí una convención enMadison Square Garden fue en 1992: laconvención demócrata.

John solía esperarme para cenar hasta que yollegaba, alrededor de las once. En aquellascalurosas noches de julio, nos íbamos dando unpaseo hasta Coco Pazzo y allí, en las mesitas delbar que no necesitaban reserva, nos repartíamosuna ración de pasta y una ensalada. Creo que enaquellas cenas nunca hablamos de la convención.El domingo por la tarde, antes de que laconvención empezara, le había pedido que meacompañara a Harlem, a un acto de LouisFarrakhan, que no llegó a celebrarse, y entre laimprovisación de los horarios y el largo paseo devuelta a casa desde la Calle 125, su capacidad detolerancia por la convención demócrata estaba apunto de agotarse.

Aun así, me esperaba a cenar cada noche.

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Mientras subía la escalera mecánica de latorre C, reflexionaba en todo aquello y de repentese me ocurrió: llevaba uno o dos minutos enaquella escalera pensando en la noche denoviembre de 2003 antes de volar a París, en lascalurosas noches de julio de 1992 en las quecenábamos en Coco Pazzo y en aquella tarde quehabíamos dado vueltas por la Calle 125 esperandoel acto de Louis Farrakhan que finalmente no secelebró. Había estado en aquella escaleramecánica pensando en aquellos días y noches sinpensar ni una vez que podía alterar susconsecuencias. Me di cuenta de que, desde laúltima mañana de 2003, la mañana siguiente a queél muriera, había intentado que el tiemporetrocediera, rebobinar la película.

Ahora, ocho meses después, 30 de agosto de2004, aún seguía haciéndolo.

La diferencia era que a lo largo de aquellosocho meses, yo había intentado sustituir el rollo dela película. Ahora, sólo trataba de reconstruir la

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colisión, la caída de la estrella muerta.

16

Dije que sabía a qué se refería John cuando dijoque no nos divertíamos.

Lo que había querido decir tenía algo quever con Joe y Gertrude Black, una pareja queconocimos en Indonesia, en diciembre de 1980.Habíamos ido allí en un viaje organizado por laAgencia de Información de Estados Unidos paradar conferencias y reunirnos con escritores yacadémicos indonesios. Los Black habíanaparecido una mañana en un aula de laUniversidad Gadjah Mada, de Yakarta, con unsemblante franco y sorprendentemente luminoso;era una pareja norteamericana que, al parecer, seencontraba a gusto en el remoto y, en muchos

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aspectos, extraño trópico del centro de Java.«¿Qué piensa de la teoría crítica del Sr. I. A.Richards?», recuerdo que me preguntó unestudiante aquella mañana. Joe Black teníacincuenta y tantos, Gertrude tendría uno o dos añosmenos, pero también cincuenta y tantos; él se habíajubilado de la Fundación Rockefeller y se habíaido a Yakarta a enseñar Ciencias Políticas en laUniversidad Gadjah Mada. Había crecido en Utah.De joven, había participado de extra en FortApache, la película de John Ford. El y Gertrudetenían cuatro hijos, uno de ellos, dijo él, habíaquedado muy tocado por la movida de los sesenta.Hablamos con los Black sólo un par de veces, laprimera en Gadjah Mada y al día siguiente, en elaeropuerto, cuando vinieron a despedimos; en lasdos ocasiones, la conversación fue curiosamentesincera, como si hubiésemos estado varados juntosen una isla. A lo largo de los años, John mencionómuchas veces a Joe y Gertrude, siempre comoejemplos de lo que él consideraba la mejor clasede americanos. Representaban para él algo íntimo.Eran modelos de un tipo de vida que él deseaba

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que nosotros llevásemos. Como los había vuelto amencionar pocos días antes de morir, busqué susnombres en el ordenador de John. Los encontré enun archivo llamado «AAA PensamientosCasuales», uno de los archivos en los queguardaba notas para el libro que intentaba poner enmarcha. La nota que seguía a sus nombres eracríptica: «Joe y Gertrude Black: la idea deservicio».

Sabía lo que aquello significaba.

Él habría querido ser como Joe y GertrudeBlack. Yo también. No lo habíamos hecho.«Desperdiciar» era una de las definiciones delcrucigrama de aquella mañana. La palabra quedefinía tenía trece letras: «desaprovechar». ¿Eraeso lo que nosotros habíamos hecho? ¿Era eso loque él pensaba que habíamos hecho?

¿Por qué no le escuché cuando dijo que nohacíamos nada divertido?

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¿Por qué no me moví para cambiar nuestravida?

Según la fecha del ordenador, el fichero sehabía modificado por última vez a la 1.08 p.m. del30 de diciembre de 2003, el día de su muerte, seisminutos después de que yo guardara la ficha queterminaba así: cómo se convierte una «gripe» enuna infección generalizada. Él debía de estar ensu despacho y yo, en el mío. No puedo evitarllegar al punto al que me lleva esto. Deberíamoshaber estado juntos. No necesariamente en un aulaen el centro de Java (no tengo una visión tanilusoria de nosotros como para seguir integramenteel mismo guión, ni tampoco se refería él a un aulaen el centro de Java), pero juntos. El archivo«AAA Pensamientos Casuales» tenía ochentapáginas. No tengo forma de saber qué fue lo queañadió, cambió y finalmente guardó aquella tarde,a las 1.08 p.m.

17

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El dolor por la pérdida nos resulta un lugardesconocido hasta que llegamos a él. Anticipamos(lo sabemos) que alguien cercano a nosotros puedemorir, pero no imaginamos más allá de los días osemanas inmediatamente posteriores a esa muerteimaginada. Incluso interpretamos erróneamente lanaturaleza de esos pocos días y semanas. Si lamuerte es repentina, es posible que esperemossentirnos conmocionados, pero no esperamos quela conmoción sea arrasadora, que trastorne a lavez el cuerpo y el espíritu. Es posible queesperemos sentirnos postrados, inconsolables,locos por la pérdida, pero no esperamos estarliteralmente locos, personas enteras que creen quesu marido está a punto de regresar y necesita suszapatos. En la versión del dolor que imaginamos,la pauta a seguir es la «recuperación». Prevaleceráun cierto movimiento hacia adelante Los peoresdías serán los primeros. Imaginamos que elmomento más duro de la prueba será el funeral y

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que tras él se iniciará esa hipotética recuperación.Cuando anticipamos el funeral nos preguntamos silograremos «superarlo», estar a la altura de lascircunstancias, hacer gala de la «entereza» queinvariablemente se menciona como respuestacorrecta ante la muerte. Anticipamos quenecesitaremos fortalecernos para ese momento:¿seré capaz de recibir a la gente? ¿Seré capaz dedejar el lugar? ¿Seré capaz siquiera de vestirmeese día? No sabemos que ése no será el problema.No podemos saber que el funeral en sí mismo seráanodino, una especie de regresión narcótica,arropados por el cariño de los demás y por lagravedad y significado de la ocasión. Ni podemossaber —y ahí reside la diferencia fundamentalentre cómo imaginamos el dolor y cómo es enrealidad ese dolor— la interminable ausencia quesigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta desentido, la inexorable sucesión de momentos en losque nos enfrentaremos a la experiencia delsinsentido.

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De niña pensaba mucho sobre el sinsentido, que enaquellos momentos parecía el rasgo negativo quepredominaba en el horizonte. Tras unos cuantosaños sin conseguir encontrar sentido en losespacios habitualmente propuestos, aprendí quepodía encontrarlo en la geología, y así lo hice. Asu vez, esto me permitió encontrar sentido a laletanía episcopal, sobre todo al como era en unprincipio, ahora y siempre, por los siglos de lossiglos, que yo interpretaba como una descripciónliteral del constante cambio de la tierra, de lainterminable erosión de las costas y montañas, dela inexorable modificación de las estructurasgeológicas capaces de levantar montañas e islas y,con idéntica seguridad, llevárselas por delante.Los terremotos me parecían —incluso cuando losvivía— extraordinariamente placenteros, laevidencia, ferozmente revelada, de los elementosen acción. El que esos elementos destruyeran laobra de los hombres podía ser doloroso en elterreno individual, pero en conjunto había quereconocer que el asunto me dejaba totalmente

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indiferente. Nadie cuidaba al pajarillo del campo,nadie cuidaba de mí. Como era en un principio,ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Eldía que anunciaron que se había lanzado la bombaatómica sobre Hiroshima, esas fueron las palabrasque acudieron inmediatamente a mi cabecita dediez años. Cuando unos años más tarde, oí lasnoticias sobre las nubes en forma de hongo en loscampos de pruebas de Nevada, esas volvieron aser otra vez las palabras que me vinieron a lacabeza. Empecé a despertarme antes del amanecery me imaginaba que las bolas de fuego lanzadas enlos campos de pruebas de Nevada incendiarían elcielo de Sacramento.

Más tarde, cuando me casé y tuve a mi hija,aprendí a encontrar el mismo sentido en losreiterados rituales de la vida doméstica: poner lamesa, encender las velas, hacer el fuego, cocinar.Todos aquellos suflés, flanes, guisados,albóndigas y gumbos. Sábanas limpias, montonesde toallas limpias, lámparas a prueba de huracanespara las tormentas, agua y comida suficiente para

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resistir cualquier desastre geológico que sepresentara. Con esos fragmentos he apuntaladomis ruinas, eran las palabras que no se me iban dela cabeza. Estos fragmentos me importaban. Creíaen ellos. El hecho de que encontrara sentido en lanaturaleza profundamente personal de mi vidacomo esposa y madre no me parecía incoherentecon encontrar sentido en la vasta indiferencia de lageología y en los lanzamientos de pruebas; paramí, los dos sistemas discurrían por caminosparalelos que ocasionalmente convergían,especialmente durante los terremotos. En miinexperta cabeza, siempre había un momentocrítico, mi muerte y la de John, en el que loscaminos convergían por última vez.Recientemente, encontré en Internet fotografíasaéreas de la casa de Península de Palos Verdes, enla que habíamos vivido cuando nos casamos, lacasa a la que llevamos a Quintana desde elHospital de St. John, en Santa Mónica, donde lapusimos en su capazo junto a la glicina de lajardinera. Las fotografías, una parte del CaliforniaCoastal Records Project cuyo objetivo es

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documentar fotográficamente toda la franja costerade California, eran difíciles de ver con claridad,pero la casa, tal como era cuando vivíamos allí,parecía haber desaparecido. La torre junto a la quehabía estado la verja parecía intacta, pero el restode la estructura me resultaba ajeno. El lugar dondeestaba la glicina y las jardineras parecía estarocupado por una piscina. La zona figuraba como«Hondonada de Portuguese Bend». Se puede ver ladepresión de la colina donde se había producidoel desprendimiento. Al pie del acantilado que hayen aquel punto, se veía también la gruta a la quesolíamos ir nadando cuando ascendía la marea.

La subida de agua cristalina.

Ese era el modo en el que mis dos sistemashabrían podido converger.

Podíamos haber entrado nadando en la grutacon la subida de agua cristalina y todo el lugarpodría haberse derrumbado y hundido en el marque nos rodeaba. El lugar entero hundiéndose en el

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mar que nos rodeaba era la clase de final que yopodía prever. No preví la parada cardíaca en lamesa del comedor.

Te sientas a cenar, y la vida que conoces seacaba.

El tema de la autocompasión.

Cuando se pasa por un duelo, se piensamucho en la autocompasión. Nos preocupa, latememos, eliminamos de nuestro pensamientocualquier rastro de ella. Nos asusta que nuestrasacciones revelen ese estado tan expresivamentedescrito como «regodeo». Sabemos la aversiónque despierta en muchos de nosotros ese«regodeo». El duelo visible nos recuerda lamuerte, algo que se interpreta como anormal, comoun fracaso en el manejo de una situación. «Te faltasólo una persona, y el mundo entero está vacío.Pero uno ya no tiene derecho a decirlo en voz

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alta», escribió Philippe Ariés a propósito de esaaversión en Western Attitudes toward Death. Nosrepetimos una y otra vez que nuestra pérdida no esnada comparada con la pérdida vivida (o aúnpeor, no vivida) del que ha muerto; este intento depensamiento reprobatorio sólo sirve parahundirnos aún más en el pozo de la conmiseración.(¿Por que no lo vi? ¿Por qué soy ton egoísta?).El propio lenguaje que usamos alautocompadecernos revela el odio profundo quenos inspira; la autocompasión es sentir lástima deuno mismo, la autocompasión es meterse el dedoen la boca, la autocompasión es llorar por elpobrecito de mí, la autocompasión es el estado enel que caen e incluso se revuelcan los que sientenlástima de sí mismos. La autocompasión resulta elrasgo más común y al mismo tiempo el másdenigrado de nuestros defectos de carácter, y se dapor sentado su perniciosa capacidad dedestrucción. «Nuestro peor enemigo», lo llamabaHelen Keller. Nunca vi a un animal /sentirlástima de sí mismo, escribió D. H. Lawrence, ensu profusamente citado sermón de cuatro versos

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que, leído con atención, no revela otra cosa que unsentido tendencioso. Un pajarillo cae helado deun arbusto /sin jamás haber sentido lástima de símismo.

Tal vez fuera eso lo que a Lawrence (o anosotros) nos gustaría creer de los animales, peropensemos en esos delfines que se niegan a comertras la muerte de su pareja. Pensemos en esas ocasque buscan a la pareja perdida hasta que sedesorientan y mueren. En realidad, el dolientetiene apremiantes razones, incluso una apremiantenecesidad de sentir lástima de sí mismo. Losmaridos abandonan, las esposas abandonan, losdivorcios ocurren, pero esos maridos y esposasdejan tras de sí redes de asociaciones intactas, porvirulentas que sean. Sólo quedan realmente soloslos que sobreviven a una muerte. Las conexionesque integraban su vida —tanto las conexionesprofundas como las aparentemente superficiales(hasta que se rompen)— desaparecen. John y yoestuvimos casados cuarenta años. Durante todoeste tiempo, salvo los primeros cinco meses

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después de la boda, cuando John trabajaba todavíapara Time, ambos trabajábamos en casa.Estábamos juntos veinticuatro horas al día, unhecho que para mi madre y mis tías resultósiempre divertido y calamitoso al mismo tiempo.«En la riqueza y en la pobreza, pero no a la horade comer», se decían una a la otra con frecuenciaen los primeros años de nuestro matrimonio. Nopodría contar las veces que, a lo largo de un díanormal, se me ocurría algo que necesitaba decirle.Este impulso no se acabó con su muerte. Lo queacabó fue la posibilidad de una respuesta. Leoalgo en el periódico que normalmente le hubieraleído a él. Observo un cambio en el barrio que lehabría interesado; por ejemplo, Ralph Lauren haocupado otro solar entre la 71 y la 72, o por finhan alquilado el local vacío donde estaba lalibrería de Madison Avenue. Recuerdo unamañana de mediados de agosto que llegué deCentral Park con noticias urgentes que contar: elintenso verde del verano se había desvanecido delos árboles en una sola noche, la estación estáempezando a cambiar. Tenemos que hacer planes

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para el otoño, recuerdo haber pensado. Tenemosque decidir dónde pasaremos el Día de Acción deGracias, Navidad y fin de año.

Dejo las llaves en la mesa junto a la puertaantes de darme completamente cuenta. No haynadie que oiga estas noticias, ni lugar al que ir conlos planes por hacer, con el pensamientoincompleto. No hay nadie que esté de acuerdo, nien desacuerdo, nadie que conteste. «Creo queempiezo a entender por qué el dolor por la pérdidase parece al suspense —escribió C. S. Lewis trasla muerte de su esposa—. Es el resultado de lafrustración de tantos impulsos que se habíanconvertido en habituales. Pensamiento traspensamiento, sentimiento tras sentimiento, unaacción tras acción tuvieron a H. como objeto.Ahora se han quedado sin objeto. Por costumbre,sigo ajustando una flecha a la cuerda y luegorecuerdo que tengo que deponer el arco. Tantoscaminos llevan mi pensamiento hasta H. queemprendo viaje por uno de ellos. Pero ahora, unpuerto fronterizo lo atraviesa. Antaño, tantos

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caminos; ahora, tantos cul de sacs».

En otras palabras, nos quedamos una y otravez sin un punto de mira más allá de nosotrosmismos, una fuente de la que la autocompasiónfluye naturalmente. Cada vez que esto sucede(todavía sucede) me impresiona la permanenteimpasibilidad de la separación. Algunas personasque han perdido a su marido o a su mujer cuentanque sienten la presencia de esa persona, quereciben consejos de ella. Algunos cuentan realesvisiones, lo que Freud describe en Duelo yMelancolía como «una fijación al objeto pormedio de una ilusoria psicosis alucinatoria». Loque otros describen no es una aparición visible,sino sólo «una fuerte sensación de presencia». Yono experimenté ninguna de las dos. Ha habido unascuantas ocasiones (por ejemplo, el día de latraqueotomía en el UCLA) en que pregunté a Johndirectamente lo que tenía que hacer. Dije quenecesitaba que me ayudase. Dije que no podíahacerlo sola, y dije todo esto en voz alta;pronuncié realmente las palabras.

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Soy una escritora. Imaginarme lo que alguiendiría o haría me resulta tan natural como respirar.

Sin embargo, en cada una de estas ocasiones,mis ruegos reclamando su presencia sólo sirvieronpara intensificar mi conciencia del silencio finalque nos separaba. Cualquier respuesta que él mediera sólo existía en mi imaginación, mi versión.Para mí, imaginarme lo que él pudiera decirúnicamente en mi versión habría sido obsceno, unaviolación. Ignoraba lo que él habría dicho delUCLA y de la tráqueo de la misma manera queignoraba si habría querido quitar la «preposición»de la frase entre J. J. McClure y Teresa Keandurante el tornado. Creíamos saber todo lo que elotro pensaba, incluso cuando no queríamossaberlo; pero, en realidad, ahora veo que nosabíamos ni una mínima parte de lo que había quesaber.

Cuando algo me suceda, solía decir él con

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frecuencia.

No te va a suceder nada, decía yo.

Pero si sucede.

Si sucede, continuaba él diciendo. Sisucediera, no me mudaría, por ejemplo, a unapartamento más pequeño. Si sucediera, estaríarodeado de gente. Si sucediera tendría que pensaren cómo alimentar a toda esa gente. Si sucedierame casaría otra vez ese mismo año.

No lo entiendes, decía yo.

Y, en realidad, no lo entendía. Ni yotampoco: los dos éramos igualmente incapaces deimaginar la vida sin el otro. Esta no es una historiaen la que la muerte del marido o de la esposaviene a ser la condición previa para una nuevavida, un catalizador para descubrir que «esposible amar a más de una persona» (una fraseque, en estos relatos, generalmente plantea el hijoprecoz del viudo). Por supuesto que es posible,

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pero el matrimonio es algo diferente. Elmatrimonio es memoria, el matrimonio es tiempo.«Ella no se sabía las canciones», recuerdo que mecontó un amigo que le había dicho un amigodespués de un intento de repetir la experiencia. Elmatrimonio no es sólo tiempo; paradójicamente estambién la abolición del tiempo. Durante cuarentaaños, me vi en la mirada de John. No envejecí.Este año, por primera vez desde que teníaveintinueve, me vi en la mirada de los demás. Esteaño, por primera vez desde que tenía veintinueve,me di cuenta de que la imagen que tenía de mímisma era la de alguien significativamente másjoven. Este año me di cuenta de que uno de losmotivos por los que tan a menudo me asaltaban losrecuerdos de Quintana a los tres años era quecuando Quintana tenía tres, yo tenía treinta ycuatro. Recuerdo a Gerard Manley Hopkins:Margaret, ¿te lamentas /porque el BosquecilloDorado se deshoja? [...] Para eso nació elhombre marchito, / es por ti, Margaret, por quiente dueles.

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Para eso nació el hombre marchito.

No somos animales poetizados.

Somos imperfectos mortales, conscientes denuestra mortalidad aun cuando tratemos deeludirla, vencidos ante nuestra propiacomplejidad, tan acorralados que cuando nosdolemos por los que hemos perdido, también nosdolemos, para bien o para mal, por nosotrosmismos. Por lo que fuimos. Por lo que ya nosomos. Por la nada absoluta que un día seremos.

Elena soñaba que se moría.

Elena soñaba que se hacía vieja.

Aquí nadie ha tenido (ni tendrá) los sueñosde Elena.

El tiempo es la escuela en la queaprendemos, / el tiempo es el fuego en el queardemos: otra vez Delmore Schwartz.

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Recuerdo haber menospreciado el libroLefiover Life to Kill que Caitlin, la viuda de DylanThomas, escribió a la muerte de su marido.Recuerdo haberme mostrado desdeñosa, inclusohaber censurado su «victimismo», su «gimoteo»,su «regodeo». Lefiover Life to Kill se publicó en1957. Yo tenía veintidós años. El tiempo es laescuela en la que aprendemos.

18

Cuando empecé a escribir estas páginas, enoctubre de 2004, aún no entendía cómo, cuándo nipor qué John había muerto. Yo había estado allí.Había asistido a los intentos de reanimación delequipo de urgencias, pero seguía sin saber cómo,cuándo o por qué. A primeros de diciembre de2004, casi un año después de su muerte, recibífinalmente el informe de la autopsia y el registro

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de urgencias que había solicitado al Hospital deNueva York el 14 de enero, dos semanas despuésde que sucediera y un día antes de decírselo aQuintana. Cuando miré los informes, vi que una delas razones por las que había tardado once mesesen recibirlos era que yo misma había puesto mal ladirección en el impreso de solicitud del hospital.En aquel momento, hacía dieciséis años que vivíaen la misma dirección, en la misma calle delUpper East Side de Manhattan. Sin embargo, en ladirección que había dado al hospital figuraba otracalle en la que John y yo habíamos vivido cincomeses inmediatamente después de casarnos en1964.

Un médico a quien se lo mencioné se encogióde hombros como si le contara una historiafamiliar.

No sé si dijo que esos «déficit cognitivos»estaban asociados al estrés o si dijo que talesdéficit cognitivos se asociaban al dolor por lapérdida.

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Una característica de esos déficit cognitivosera que pocos segundos después de que él lodijera, yo ya no tenía ni idea de lo que habíadicho.

Según el informe de enfermería del servicio deUrgencias del hospital, la llamada al serviciomédico de urgencias se recibió a las 9.15 p.m., lanoche del 30 de diciembre de 2003.

Según el registro del portero, la ambulanciallegó a las 9.20 p.m., cinco minutos más tarde.Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos,según el informe de enfermería, se leadministraron los siguientes medicamentos por víaintramuscular o intravenosa: atropina (tres veces),epinefrina (tres veces), vasopresin (40 unidades),amiodarone (300 mg), una elevada dosis deepinefrina (3 mg) y de nuevo, otra dosis elevadade epinefrina (5 mg). Según el mismo informe, elpaciente fue intubado en el lugar del suceso. Yo no

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recuerdo la intubación. Puede ser un error de quienhiciera el informe o puede ser otro déficitcognitivo.

Según el registro del portero, la ambulanciasalió hacia el hospital a las 10.05 p.m.

Según el informe de enfermería del serviciode Urgencias, el paciente ingresó para serevaluado a las 10.10 p.m. Su estado se describecomo asistólico y apneico. No se le aprecia pulsoal tacto ni mediante el sonógrafo. No existerespuesta neurológica. El color de la piel espálido. La escala de coma de Glasgow marca 3, elnivel más bajo posible, e indica que no hayrespuesta visual, verbal ni motora. Se aprecianheridas en el lado derecho de la frente y en elpuente de la nariz. Ambas pupilas están fijas ydilatadas. Se aprecia «lividez».

Según el informe del departamento médicode Urgencias, el paciente fue examinado a las10.15 p.m. La anotación del médico acababa asi:

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«Parada cardíaca. IC, probable IM. Hora deldeceso 10.18 p.m.».

Según el diagrama de enfermería, al pacientese le retiró la vía y fue desintubado a las 10.20p.m. A las 10.30 p.m. la anotación dice: «Esposaen la habitación; George, asistente social,acompaña a la esposa».

Según el informe de la autopsia, el examenmostraba una estenosis de más del 95 por ciento,tanto en arteria principal como en arteriadescendente anterior izquierda. El examen tambiénmostró «ligera palidez miocardial por manchadode CTC, indicativo de infarto agudo endistribución de la arteria descendente anteriorizquierda».

Leí esté informe repetidas veces. El lapsotranscurrido indicaba que el tiempo que habíapasado en el Hospital de Nueva York había

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estado, tal como pensé, dedicado a lacontabilidad, a las formalidades hospitalarias, lacertificación de una muerte. Sin embargo, cada vezque leía los informes oficiales, me daba cuenta deun detalle nuevo. En la primera lectura del informedel departamento médico de Urgencias no habíaregistrado, por ejemplo, las siglas «IC» —ingresacadáver—. En la primera lectura del informe deldepartamento médico de Urgencias, seguramenteestaba aún asimilando el informe de enfermeríadel servicio de Urgencias.

Pupilas «fijas y delatadas». PFD.

Sherwin Nuland: «Aquellos jóvenes tenacesven cómo las pupilas de su paciente se quedaninsensibles a la luz y luego se ensanchan hastaconvertirse en dos círculos fijos de impenetrableoscuridad. De mala gana, el equipo interrumpe susesfuerzos [...]. La sala está salpicada con losrestos de la campaña perdida».

Círculos fijos de impenetrable oscuridad.

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Sí. Eso fue lo que el personal de laambulancia vio en los ojos de John en el suelo denuestro salón.

«Lividez». Lividez post-mortem.

Sabía lo que significaba la palabra porque esfrecuente en las morgues. Los policías lo señalan.Puede ser una forma de determinar la hora de lamuerte. Una vez que la circulación se detiene, lasangre sigue la ley de la gravedad y forma charcosdondequiera que el cuerpo descanse. Pasa uncierto tiempo antes de que la sangre encharcadasea visible. No recuerdo cuánto tiempo es. Busquéla palabra «lividez» en el libro de patologíaforense que John guardaba en el estante encima desu mesa. «Aunque la lividez es variable,normalmente empieza a producirse inmediatamentedespués de la muerte y se percibe claramente alcabo de una o dos horas.» Si la lividez se percibíaclaramente en la evaluación de enfermería, a las10.10 p.m., debió de haber empezado a producirseuna hora antes.

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Una hora antes fue cuando yo llamaba a laambulancia.

Lo que significa que entonces ya estabamuerto.

Después de aquel momento en la mesa delcomedor no volvió a estar vivo.

Ahora sé cómo voy a morir, había dicho en1987 después de que le practicaran la angioplastiaen la arteria descendente anterior izquierda.

Tú sabes cómo vas a morir tanto como yo ocualquier otro, le había dicho yo en 1987.

Muchacho, la llamamos la arteria de lasviudas, había dicho su cardiólogo de Nueva Yorksobre la arteria descendente anterior izquierda.Durante todo el verano y el otoño, había estadoobsesionada con localizar la anomalía que habíapermitido que aquello sucediese.

Racionalmente yo sabía cómo había

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sucedido. Racionalmente había hablado conmuchos médicos que me contaron cómo sucedió.Racionalmente había leído lo que David J. Callansdecía en The New England Journal of Medicine:«Aunque la mayoría de casos de muerte repentinapor afecciones cardíacas se produce en pacientescon enfermedades coronarias preexistentes, elparo cardíaco es la primera manifestación de esteproblema subyacente en el 50 por ciento de lospacientes [...]. El paro cardíaco repentino esfundamentalmente un problema en pacientes nohospitalizados; en realidad, aproximadamente el80 por ciento de los casos de muerte repentina porproblemas cardíacos sucede en casa. El porcentajede resucitación con éxito en pacientes que sufríanuna parada cardíaca fuera del hospital era muypequeño, entre el 2 y el 5 por ciento en grandescentros urbanos [...]. Los intentos de resucitaciónque se inician transcurridos más de ocho minutosestán casi siempre condenados al fracaso».Racionalmente había leído lo que dice SherwinNuland en How We Die : «Cuando se produce unparo cardíaco fuera del hospital, sólo el 20 o 30

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por ciento sobrevive, y estos son siempre los queresponden inmediatamente al RCR Si no ha habidorespuesta antes de llegar a urgencias, laprobabilidad de supervivencia es prácticamentenula».

Racionalmente yo sabía esto.

Sin embargo, yo no pensaba racionalmente.

Si hubiera pensado racionalmente, no habríaabrigado fantasías propias de un velatorioirlandés. Por ejemplo, al enterarme de que JuliaChild había muerto, no habría experimentado unalivio tan patente, una sensación tan clara de quefinalmente, esto empezaba a funcionar; John yJulia Child podrían cenar juntos (eso fue loprimero que pensé), ella cocinaría y él lepreguntaría por el OSS, se divertirían, seagradarían mutuamente. Una vez habían organizadoun desayuno juntos, en un momento en que cadauno de ellos hacía la promoción de uno de suslibros. Ella le había regalado un ejemplar

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dedicado de The Way to Cook.

Encontré una copia de The Way to Cook enla cocina y miré la dedicatoria.

«Bon appetit a John Gregory Dunne», decía.

Bon appetit a John Gregory Dunne y a JuliaChild y a la OSS.

Si hubiera pensado racionalmente, tampocohabría prestado una atención tan rigurosa a lashistorias sobre «salud» en Internet y a lapublicidad de medicamentos en televisión. Meinquietó, por ejemplo, un anuncio de Bayer en elque se decía que una pequeña dosis de aspirina«reducía significativamente» el riesgo de ataque alcorazón. Sabía perfectamente bien que la aspirinareduce el riesgo de ataque al corazón: impide quela sangre coagule. También sabía que John tomabaCoumadin, un anticoagulante mucho más potente. Apesar de eso, me asaltó la locura de la posibilidadde no haber tenido en cuenta la pequeña dosis de

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aspirina. Me inquietó de igual forma un estudiorealizado por las universidades de California. SanDiego y Tufts, en el que se demostraba un aumentodel 4,65 por ciento de muertes por motivoscardíacos en un período de catorce días queincluía Navidad y Año Nuevo. Me inquietó unestudió de la Universidad de Vanderbilt en el quese demostraba que la eritromicina quintuplicaba elriesgo de paro cardíaco si se tomaba juntamentecon medicinas comunes para el corazón. Meinquietó un estudio sobre las estatinas y el aumentodel riesgo, entre un 30 y un 40 por ciento, en lospacientes que dejaban de tomarlas.

Al recordar todo esto, me doy cuenta de loreceptivos que somos al persistente mensaje deque podemos evitar la muerte.

Y a su punitivo correlato, al mensaje de quesi la muerte nos atrapa, nosotros tenemos la culpa.

Sólo después de leer el informe de laautopsia, empecé realmente a creer lo que me

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habían dicho repetidamente: nada de lo que él o yohubiéramos hecho o dejado de hacer habría podidocausar o prevenir su muerte. Había heredado uncorazón débil que finalmente acabaría por matarle.Las diversas intervenciones médicas ya habíanpospuesto la fecha, pero cuando llegó la definitiva,nada de lo que yo hubiera podido disponer en elsalón de nuestra casa —ni desfibrilador portátil, niRCP, ni nada menos que todo un equipo deemergencia con los adelantos técnicos parapracticar una cardioversión en pocos segundos yadministrar medicación intravenosa— habríapodido darle ni un día más.

Ese día más del te quiero más que.

Como solías decirme.

Sólo después de leer el informe de laautopsia, dejé de intentar reconstruir la colisión, elcolapso de la estrella muerta. El colapso habíaestado allí durante todo el tiempo, invisible,insospechado.

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Estenosis de más del 95 por ciento, tanto enarteria principal como en arteria descendenteanterior izquierda.

Infarto agudo en distribución de la arteriadescendente anterior izquierda, la LAD.

Así fue como sucedió. En 1987 repararon laLAD y estuvo bien hasta que todos nos olvidamosde ella; luego, se desarregló. Muchacho, lallamamos la arteria de las viudas, había dicho elcardiólogo en 1987.

Te digo que no he de vivir dos días , dijoGawain.

Cuando algo me suceda, había dicho John.

19

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Me resulta difícil verme como viuda. Recuerdoque dudé la primera vez que tuve que rellenar enun impreso la casilla del «estado civil». Tambiénme resultaba difícil verme como esposa.Considerando el valor que yo le daba a los ritualesde la vida doméstica, el concepto de «esposa» nodebería haberme resultado problemático, pero loera. Durante mucho tiempo después de la boda,tuve problemas con el anillo. Me estaba tan flojoen el dedo anular de la mano izquierda que podíasalirse, así que durante uno o dos años lo llevé enla derecha. Cuando me quemé el dedo de laderecha al tratar de sacar una cazuela del horno,colgué el anillo de una cadena de oro y me la puseal cuello. Cuando nació Quintana y alguien leregaló un anillo de bebé, lo añadí a la cadena.

Aparentemente funcionó.

Aún llevo así los anillos.

—Tú quieres otro tipo de esposa —le decíacon frecuencia a John en los primeros años de

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matrimonio. Generalmente se lo decía cuandovolvíamos a Portuguese Bend después de cenar enla ciudad.

Era la típica andanada inicial de aquellaspeleas que empezaban al pasar por las refineríasjunto a la autovía de San Diego.

—Deberías haberte casado con alguien comoLenny.

Lenny era mi cuñada, la mujer de Nick.Lenny organizaba fiestas y comidas con amigos,llevaba su casa sin ningún esfuerzo y se poníahermosos vestidos franceses y trajes, y siempreestaba disponible para ir a ver una casa, darle unaducha a un niño o acompañar a una visita aDisneylandia.

—Si hubiera querido casarme con alguiencomo Lenny, me habría casado con alguien comoLenny —decía John, pacientemente al principio yluego, con menos paciencia.

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En realidad, yo no tenía ni idea de lo que eraser una esposa.

En aquellos primeros años me poníamargaritas en el pelo, tratando de parecer una«novia».

Después, encargaba para mí y para Quintanafaldas de guinga a juego, tratando de parecer una«joven mamá».

Lo que recuerdo de aquellos años es quetanto John como yo improvisábamos, volábamos aciegas. Hace poco, mientras limpiaba un archivoen un cajón, encontré un grueso fichero bajo laetiqueta «Organización». El simple hecho de quehiciéramos fichas con la etiqueta «Organización»indica la poca que teníamos. Tambiénmanteníamos «reuniones organizativas», queconsistían en sentarnos libreta en mano, exponer envoz alta el problema del día y luego, sin el menorintento por tratar de resolverlo, salir a comerfuera. Eran comidas festivas, como si

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celebrásemos un trabajo bien hecho. Michael’s, enSanta Mónica era uno de los lugares típicos a losque solíamos ir. En aquel fichero de«Organización», encontré varias listas de Navidadde los años 1970, unas cuantas notas de llamadastelefónicas y, sobre todo, muchas notas, también delos años 1970, relacionadas con gastos previstos eingresos. Un aire de desesperación impregna esasnotas. Había una cita con Gil Frank el 19 de abrilde 1978, cuando intentábamos vender la casa deMalibú y así poder pagar la de Brentwood Park,para la que ya habíamos entregado un depósito de50.000 dólares. No pudimos vender la casa deMalibu porque no paró de llover en toda laprimavera. Hubo desprendimientos. Se cerró laautopista de la costa del Pacífico. Nadie podía versiquiera la casa a no ser que ya viviera en la zonade Malibú donde se había producido eldesprendimiento. Durante varias semanas, sólo fuea ver la casa una persona, un psiquiatra que vivíaen la Colonia Malibú. Se quitó los zapatos y losdejó bajo la lluvia torrencial para «percibir lasensación de la casa», la recorrió descalzo por el

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suelo de baldosas e informó a su hijo, que a su vezinformó a Quintana, que la casa era «fría». Estanota es del 19 de abril de aquel año: Debemoshacernos a la idea de que no venderemos Malibúhasta finales de año. Tenemos que aceptar lopeor, de forma que cualquier mejora nos parezcaexcelente.

Una semana más tarde hay otra nota que meimagino estaba destinada a una de nuestras«reuniones organizativas». Tema de discusión:¿Dejamos lo de Bretwood Park? ¿Nos comemoslos 50.000 dólares?

Dos semanas más tarde, volamos a Honolulúpara escapar de la lluvia y decidir entre nuestrasmermadas posibilidades. A la mañana siguiente,cuando llegamos de darnos un baño, había unmensaje: el sol había salido en Malibú y teníamosuna oferta que se ajustaba a lo que pedíamos.

¿Qué nos había animado a creer que un hotelde vacaciones en Honolulú era el lugar adecuado

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para solucionar una nuestra escasez de fondos?

¿Qué lección extrajimos del hecho de queaquello funcionara?

Veinticinco años más tarde, enfrentados auna escasez de liquidez similar, decidimossimilarmente resolverla en París. ¿Cómo pudimosver el viaje como un ahorro porque nos habíanregalado un billete para el Concorde?

En el mismo archivo encontré unos párrafosque John había escrito en 1990, en nuestrovigésimo sexto aniversario. «Ella no se quitó lasgafas de sol en toda la ceremonia de nuestra boda,en la pequeña iglesia de la misión de San JuanBautista, de California. También lloró durante todala ceremonia. Mientras salíamos caminando por lanave central de la iglesia, nos prometimos uno alotro que podíamos romper el compromiso lasemana siguiente y no esperar hasta que la muertenos separase.»

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Aquello también funcionó. En cierto modo,todo había funcionado.

¿Por qué pensaba yo realmente que estaimprovisación no tendría fin?

Si hubiera sabido que lo tenía, ¿en quéhabría actuado de forma diferente?

¿En qué lo habría hecho él?

20

Mientras escribo esto, el fin del primer año seaproxima. El cielo de Nueva York está oscurocuando me levanto a las siete, y anochece de nuevoa las cuatro de la tarde. De las ramas delmembrillero del salón, cuelgan luces navideñas decolores. Hace un año, la noche que sucedió,también había luces navideñas de colores en ramas

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de membrillero; pero en primavera, poco despuésde que trajera a Quintana del UCLA, las luces sefundieron, se murieron. Aquello era un símbolo.Compré nuevas tiras de luces de colores. Era unacto de fe en el futuro. Aprovecho la oportunidadpara hacer esas profesiones de fe en el momento ylugar que puedo inventarlas, ya que realmente nosiento esa fe en el futuro.

Me doy cuenta de que he perdido lahabilidad que tenía hace un año —por poca quefuera— para las reuniones sociales ordinarias.Durante la convención republicana me invitaron auna pequeña fiesta en casa de un amigo. Estabacontenta de ver a mi amigo y a su padre, en cuyohonor se celebraba la fiesta, pero me costabamantener una conversación con los demás. Alirme, me di cuenta de que había agentes delServicio Secreto, pero no tuve paciencia paraquedarme a ver quién era el personaje importanteque vendría. Otra noche, también durante laconvención republicana, asistí a una fiesta queofrecía The New York Times en el edificio del

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Time Warner. Había velas y gardenias flotando encubitos de cristal. No podía centrarme en lapersona con la que estaba hablando. Sólo podíacentrarme en las gardenias atascadas en el filtro enla casa de Brentwood Park.

En esas ocasiones, me escucho a mí mismahacer el esfuerzo y fracasar en el intento.

Me doy cuenta de que me levanto de cenardemasiado repentinamente.

También me doy cuenta de que no tengo laflexibilidad que tenía hace un año. Se suceden lascrisis, y el mecanismo que controla la adrenalinase funde. La capacidad de reacción es inestable,lenta o ausente. En agosto y septiembre, despuésde la convención demócrata y republicana, peroantes de las elecciones, escribí un artículo porprimera vez desde que John murió. Hablaba de lacampaña. Era el primer artículo que escribíadesde 1963 y cuyo borrador él no leía paradecirme lo que estaba mal, lo que había que hacer,

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qué añadir o que quitar. Nunca me había resultadofácil escribir un artículo, pero éste parecíacostarme más de lo habitual; en cierto momento,me di cuenta de que no quería acabarlo porque nohabía nadie para leerlo. Me repetía que tenía unplazo, que John y yo nunca incumplíamos losplazos. Lo que finalmente hice para acabarlo eralo más parecido que podía imaginarme a lo que élme habría dicho. Era un mensaje muy sencillo:Eres una profesional. Termina el artículo.

Pienso que nos permitimos imaginar talesmensajes sólo como una forma de supervivencia.

Ahora veo que la tráqueo del UCLA sehabría realizado conmigo o sin mí.

Ahora veo que el hecho de que Quintanaretomara su vida, habría sucedido conmigo o sinmí.

El terminar aquel artículo, que significabaretomar mi vida, no.

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Cuando repasé el artículo para lapublicación, me sorprendió e inquietó la cantidadde errores que había cometido: simples errores detranscripción, nombres y fechas equivocadas. Medije que sería algo transitorio, parte de miincapacidad de reacción, una prueba más de esosdéficit cognitivos provocados por el estrés o eldolor, pero seguía inquieta. ¿Volvería algún día aestar bien? ¿Recuperaría algún día la confianza enque no me equivocaba?

¿Es que siempre has de tener razón?, mehabía dicho él.

¿Te resulta imposible pensar que puedesequivocarte?

Me descubro cada vez con más frecuenciacomparando las semejanzas entre estos días dediciembre y los mismos días de diciembre de haceun año. En cierta manera, aquellos días de hace un

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año me resultan más claros, con un perfil másdefinido. Hago prácticamente lo mismo. Elaborolas mismas listas de lo que tengo que hacer.Envuelvo los regalos de Navidad con el mismopapel de seda de colores, escribo los mismosmensajes en las mismas tarjetas de la tienda deregalos Whitney, pego las tarjetas al papel decolores con el mismo sello de lacre. Preparo losmismos cheques para los empleados del edificio,salvo que ahora los cheques sólo llevan impresomi nombre. No habría cambiado los cheques(como no cambiaría la voz del contestador) de nohaberme dicho que era esencial que ahora elnombre de John apareciera sólo en las cuentasfiduciarias. Encargué en Citarella el mismo jamón.Me preocupé del mismo modo de cuántos platosnecesitaría en Nochebuena, los conté y reconté.Acudí al dentista para mi revisión anual dediciembre y mientras metía las muestras decepillos de dientes en el bolso, me di cuenta deque nadie me aguardaba en la sala de esperaleyendo el periódico para irnos a desayunar a los3 Guys de Madison Avenue. La mañana transcurre

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vacía. Cuando paso delante de los 3 Guys, mirohacia otro lado. Una amiga me pide que laacompañe a escuchar música de Navidad a St.Ignatius Loyola, y volvemos a casa de noche,caminando bajo la lluvia. Esa noche caen losprimeros copos de nieve, aunque es sólo una finacapa, sin avalanchas, desde el tejado de St. James:nada parecido al día de mi último cumpleaños.

El día de mi cumpleaños de hace un año,cuando me hizo el último regalo que jamás meharía.

El día de mi cumpleaños de hace un año,cuando le quedaban veinticinco noches de vida.

En la mesa frente a la chimenea, en la pila delibros más próxima a la silla en que John sesentaba a leer cuando se despertaba en plenanoche, noto algo descolocado. No había tocadoaquella pila a propósito, no por el impulso deconvertirlo en un altar, sino porque creía que nopodría resistir saber lo que leía en plena noche.

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Ahora, alguien ha colocado en un precarioequilibrio sobre la pila, un gran libro ilustrado:The Agnelli Gardens at Villar Perosa. Muevo TheAgnelli Gardens at Villar Perosa. Debajo, hay unejemplar de Cinco días en Londres: 1940, de JohnLukacs, profusamente anotado, con un marcador delibros plastificado en el que una mano infantil haescrito: John, que tengas feliz lectura, de John, 7años. Al principio, me siento desconcertada poraquel marcador que, bajo el plastificado, estáespolvoreado con un alegre brillo rosa; luego,recuerdo que la Agencia de Artistas Creativos, enel marco de un proyecto navideño, «adopta» cadaaño a un grupo de escolares de Los Ángeles, cuyosmiembros a su vez diseñan un regalo para elcliente del AAC que se les asigna.

Seguramente abriría la caja del AAC lanoche de Navidad.

Debió de meter el marcador en el libro queestaba encima de la pila.

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Le quedaban ciento veinte horas de vida.

¿Cómo habría elegido vivir esas cientoveinte horas?

Debajo de Cinco días en Londres. hay unejemplar de The New Yorker con fecha 5 de enerode 2004. Un número de The New Yorker con esafecha de publicación habría llegado a nuestroapartamento el domingo 28 de diciembre de 2003.Según la agenda de John, el domingo 28 dediciembre de 2003 cenamos en casa con SharonDeLano, su antigua editora en Random House yque, por entonces, lo era en The New Yorker .Cenamos en la mesa del salón. Según mi cuadernode cocina, tomamos linguine a la boloñesa,ensalada, queso y una baguette. En aquel momentole quedaban cuarenta y ocho horas de vida.

Alguna premonición en este horario era elmotivo por el que yo no había tocado hastaentonces aquella pila de libros.

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Creo que no estoy preparado para esto ,había dicho aquella noche o la siguiente en el taxique nos llevaba a casa desde el Beth Israel North.Hablaba sobre el estado en el que una vez máshabíamos dejado a Quintana, No tienes elección,le había dicho yo en el taxi.

Desde entonces no he dejado de preguntarmesi no la tenía.

21

—Todavía está guapa —había dicho Gerry cuandoél, John y yo dejamos a Quintana en la UCI delBeth Israel North.

—Dice que todavía está guapa —dijo Johnen el taxi—. ¿Le has oído decirlo? ¿Que todavíaestá guapa? Está ahí tumbada, inflada con tubos

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que entran y salen y va él y dice...

No pudo continuar.

Eso sucedió una de aquellas noches definales de diciembre, pocos días antes de quemuriera. No tengo ni idea si fue el 26, el 27, el 28o el 29. Seguro que no fue el 30, porque Gerry yase había marchado del hospital cuando nosotrosllegamos allí el 30. Me doy cuenta de la enormecantidad de energía que he dedicado en los últimosmeses a contar hacia atrás los días, las horas. Enaquel momento que John dijo, en el taxi que nosllevaba a casa desde el Beth Israel North, que todolo que había hecho no valía nada, ¿le quedabantres horas de vida o veintisiete? ¿Sabía las pocashoras que le quedaban? ¿Sentía que se iba? ¿Medecía que no quería marcharse? No dejes queCamuñas me coja, decía Quintana cuando sedespertaba de una pesadilla, uno de los «dichos»que John guardó en la caja y puso en boca de Cat,en Dutch Shea, Jr. Yo le había prometido que nopermitiría que Camuñas la cogiese.

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Estás a salvo.

Estoy aquí.

Me había llegado a creer que nosotrosteníamos ese poder.

Ahora Camuñas la esperaba en la UCI delBeth Israel North y esperaba a su padre en aqueltaxi. Incluso a los tres o cuatro años, Quintana yasabía que si Camuñas venía, ella sólo podríacontar con sus propios recursos: Si Camuñasviene, me subiré a la valla y no le dejaré que melleve.

Ella se había subido a la valla; su padre, no.Te digo que no he de vivir dos días.

Lo que hace que aquellos días de diciembredel año pasado aparezcan con un perfil tan nítidoes el modo en que acabaron.

22

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Como nieta de geólogo, pronto aprendí a contarcon la absoluta mutabilidad de las colinas y lascascadas, e incluso de las islas. Cuando una colinase desploma en el océano, veo en ello la expresióndel orden. Cuando un terremoto 5.2 en la escala deRichter desencaja el escritorio de mi habitación enmi propia casa de mi particular calle Welbeck,continúo tecleando. Una colina es una adaptaciónprovisional al estrés y yo puedo ser unaadaptación similar. Una cascada es un desajuste dela corriente a la estructura que se corrige a símismo y, por lo que sé, igual pasa con la técnica.La propia isla a la que Inez Víctor volvió en laprimavera de 1975 —Oahu, una masa de tierraemergente de la etapa post-erosional a lo largo delarrecife hawaiano— es sólo una fisonomíatemporal a la que cada tormenta o temblor en lasplacas del Pacífico altera en su forma y cuyaextensión se reduce como parte de la encrucijadadel Pacífico. Desde esta perspectiva, es difícil

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mantener firmes convicciones sobre lo que pasóallí en la primavera de 1975, o anteriormente.Éste es un fragmento del inicio de una novela queescribí a principios de los ochenta, Democracy.John le puso el título. Había empezado como unacomedia familiar costumbrista, titulada La visitadel ángel, una frase que el Brewers Dictionary ofPhrase and Fable define como «deliciosa relaciónsexual breve y que rara vez ocurre»; pero cuandoquedó claro que la historia iba por otrosderroteros, seguí escribiendo sin título. Cuandoterminé, John la leyó y dijo que debería titularlaDemocracy. Tras el terremoto de intensidad 9.0 enla escala de Richter que sacudió las seiscientasmillas de la zona de subducción de Sumatra yprovocó el tsunami que destruyó grandesextensiones de la costa que bordea el océanoIndico, volví a leer el fragmento.

No puedo dejar de imaginar eseacontecimiento.

No hay vídeos de lo que trato de imaginar.

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No son las playas, ni las piscinas inundadas, ni losvestíbulos de los hoteles que se rompen comopilotes podridos en una tormenta. Lo que yo quierover sucedió bajo la superficie. La placa de Indiaencorvándose al arremeter bajo la placa de Burma.La corriente invisible recorriendo las aguasprofundas. No tengo un mapa de profundidad delocéano índico, pero incluso en mi globo terráqueoRand McNally puedo ver el ancho perfil.Setecientos ochenta metros desde Banda Aceh; dosmil trescientos entre Sumatra y Sri Lanka; dos milcien entre el archipiélago de Andamán y Tailandia,y luego, una larga depresión hacia Phuket. Elmomento en el que el borde dominante de lacorriente invisible disminuyó su velocidad alencontrarse con la plataforma continental. Lasubida del agua cuando el fondo de la plataformaempezó a frenarlo.

Como era en un principio, ahora y siempre,por los siglos de los siglos.

Hoy es 31 de diciembre del 2004, un año y

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un día.

En Nochebuena, 24 de diciembre, recibígente a cenar, como John y yo habíamos hecho laNochebuena anterior. Me decía a mí misma que lohacía por Quintana, pero también lo hacía por mí,como una garantía de que no sería un caso especialel resto de mi vida, una invitada, alguien incapazde funcionar por sí misma. Encendí el fuego,prendí las velas, dispuse los platos y la platasobre una mesa del comedor. Saqué unos cuantosCD: Mabel Mercer cantando a Cole Porter; laantigua versión de «Over the Rainbow»interpretada por Israel Kamakawiwo y «Someoneto Watch Over Me» interpretado por Liz Magnes,una pianista de jazz israelí. En cierta ocasión, Johnhabía estado sentado al lado de Liz Magnes en lamisión israelí y ella le había enviado el CD, unconcierto de Gershwin que había dado enMarrakech. Este CD siempre le había parecido aJohn espectralmente interesante por el modo enque incitaba a la bebida en el Hotel Rey David deJerusalén durante el mandato británico, una prueba

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recuperada de un mundo desaparecido, una imagenmás de la primera guerra mundial. Se refería alCD como «la música del Mandato». Lo habíapuesto mientras leía antes de cenar la noche quemurió.

Hacia las cinco de la tarde del día 24, penséque no podría aguantar la noche, pero cuando llególa hora, la noche se aguantó sola.

Susanna Moore envió guirnaldas de flores deHonolulú para su hija Lulú, para Quintana y paramí. Nos pusimos las guirnaldas. Otro amigo trajouna casa hecha de pan de jengibre. Había muchosniños. Yo ponía la música que me pedían, aunquehabía tanto ruido que nadie la oía.

La mañana de Navidad, recogí los platos y laplata y, por la tarde, fui a St. John the Divine, llenasobre todo de turistas japoneses. Siempre habíaturistas japoneses en St. John the Divine. La tardeque se casó Quintana en St. John the Divine habíaturistas japoneses sacando fotos mientras ella y

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Gerry se alejaban del altar. La tarde quedepositamos las cenizas de John en la capilla juntoal altar mayor en St. John the Divine, un autobúsvacío que llevaba turistas japoneses se habíaincendiado y quemado fuera de la catedral, unacolumna de humo en Amsterdam Avenue. El día deNavidad, la capilla junto al altar mayor estabacerrada por obras de reconstrucción en la catedral.Un guardia de seguridad me acompañó dentro.Habían vaciado la capilla, ahora estaba sóloocupada por andamiajes. Me agaché bajo elandamio y encontré la placa de mármol con losnombres de John y de mi madre. Colgué laguirnalda de una de las varillas de latón quesujetaban la placa de mármol a la bóveda; luego,salí de la capilla a la nave lateral y bajé por lanave principal, frente al gran rosetón de lavidriera.

Mientras caminaba, mantenía los ojos fijosen la vidriera, casi cegada por su resplandor, perodecidida a mantener la mirada fija hasta esemomento en que la vidriera, al acercarte, parece

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explotar de luz, llenar de azul todo el campovisual. La Navidad de los rotuladores Buffalo y eldespertador negro y los fuegos artificiales delbarrio por todo Honolulú, la Navidad de 1990, laNavidad en la que John y yo habíamos escrito elguión urgente para la película que nunca llegó afilmarse estaba relacionada con aquel rosetón.Situamos el desenlace de la película en St. Johnthe Divine, colocábamos un dispositivo conplutonio en el campanario (sólo el protagonista seda cuenta de que el dispositivo está en St. John theDivine y no en las torres del World Trade) ylanzábamos directamente por el gran rosetón de lavidriera al inconsciente portador del dispositivo.Aquellas Navidades llenamos la pantalla de azul.

Mientras escribo esto, me doy cuenta de queno quiero terminar este relato.

Ni tampoco quería terminar el año.

La locura disminuye, pero la claridad no lasustituye.

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Busco objetivos y no encuentro ninguno.

En realidad, no quiero que el año termineporque sé que a medida que pasen los días, cuandoenero dé paso a febrero y febrero, al verano,sucederán ciertas cosas. Mi imagen de John en elmomento de su muerte se irá haciendo menosinmediata, menos cruda. Será algo que sucedióotro año. Mi percepción del propio John, del Johnvivo, se hará más lejana, incluso «porrosa»,suavizada, transformada en cualquier cosa quesirva mejor a mi vida sin él. En realidad, ya estáempezando a suceder. Durante todo el año he idoresiguiendo el calendario del año pasado: ¿quéhacíamos este mismo día el año pasado? ¿Dóndecenamos? ¿Es el día que hace un año volamos aHonolulú después de la boda de Quintana? ¿Es eldía que hace un año volvimos de París? ¿Es eldía? Hoy, por primera vez, me doy cuenta de quemi recuerdo de este día de hace un año es unrecuerdo del que John está ausente. Este día haceun año era 31 de diciembre de 2003. Hace un año,John no vio aquel día. John estaba muerto.

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Cruzaba Lexington Avenue cuando me dicuenta de esto.

Sé por qué intentamos mantener vivos a losmuertos: intentamos mantenerlos vivos para quesigan con nosotros.

También sé que si hemos de continuarviviendo llega un momento en que debemosabandonar a los muertos, dejarlos marchar,mantenerlos muertos.

Dejarlos que se conviertan en la fotografíasobre la mesa.

Dejarlos que sean un nombre en las cuentasfiduciarias.

Soltarlos en el agua.

El saberlo no me hace más fácil tener quesoltarlo en el agua.

De hecho, la constatación de que nuestra

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vida en común irá poco a poco dejando de ser elcentro de mi vida cotidiana, me pareció hoy, enLexington Avenue, una traición tan clara que perdíla noción del curso del tráfico.

Pienso en el día que deposité la guirnalda deflores en St. John the Divine.

Un recuerdo de las Navidades en Honolulú,cuando llenamos la pantalla de azul.

En la época en que los viajeros aún partíande Honolulú con la Compañía Marítima Matson,era costumbre lanzar guirnaldas al agua en elmomento de la salida, como una ofrenda para queel viajero volviera. Las guirnaldas quedabanatrapadas en la estela del barco, magulladas ymarchitas, como las gardenias en el filtro de lapiscina de la casa de Brentwood Park.

Hace unos días, al despertarme, intentérecordar la disposición de las habitaciones en lacasa de Brentwood Park. Me imaginé yendo de una

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habitación a otra; primero por la planta baja yluego, por la de arriba. Al cabo de un rato, me dicuenta de que me había olvidado de una.

La guirnalda de flores en St. John the Divinese habrá marchitado ya.

Las guirnaldas se marchitan, las placastectónicas se deslizan, las comentes profundas semueven, las islas desaparecen, las habitaciones seolvidan.

En 1979 y 1980 volé con John a Indonesia,Malasia y Singapur.

Algunas de las islas que había allí entonceshabrán desaparecido ya, sólo serán bajíos.

Pienso en las veces que me adentraba con élnadando en la gruta de Portuguese Bend con lasubida de agua cristalina, la forma en quecambiaba, la rapidez y fuerza que adquiría alestrecharse entre las rocas al pie de aquel lugar.La marea tenía que estar en el punto justo. Había

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que estar en el agua en el momento exacto en quela marea alcanzaba ese punto. Como máximo,aquello lo haríamos sólo media docena de vecesen los dos años que vivimos allí, pero eso es loque recuerdo. Cada vez que lo hacíamos, yo temíaperder la subida, quedar rezagada, no calcularbien el momento. John nunca temía nada deaquello. Tienes que sentir cómo cambia el oleaje.Tienes que ajustarte al cambio. Eso me decía.Nadie nos cuida, pero eso es lo que me decía.