El Alimento de Los Dioses - Wells, H. G
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Annotation
El alimento de los dioses y
cómo llegó a la Tierra) es unanovela de ciencia ficción, escrita
por el escritor británico H.G.Wells. En ella se narra la historia
de cómo dos científicos británicoslogran crear un alimento que
provoca un crecimiento continuo, yasí se obtienen animalesdesproporcionados y hombresgigantes de doce metros. Es una
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sátira del miedo que empezaba aexistir al avance de la tecnología deaquel momento y al crecimiento dela clase media.
EL ALIMENTO DE LOS
DIOSESH. G. Wells
El alimento de los dioses
INTRODUCCIÓNLIBRO PRIMERO - LA
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ALBORADA DELALIMENTO
CAPÍTULO UNO - ELDESCUBRIMIENTODEL ALIMENTO
CAPÍTULO DOS - LAGRANJA
EXPERIMENTALCAPÍTULO TRES - LAS
RATAS GIGANTESCAPÍTULO CUATRO -
LOS NIÑOS GIGANTESCAPÍTULO CINCO - LA
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MUNIFICENCIA DELSEÑOR BENSINGTON
LIBRO SEGUNDO - ELALIMENTO LLEGA ALPUEBLO
CAPÍTULO UNO - ELADVENIMIENTO DEL
ALIMENTOCAPÍTULO DOS - EL
CHIQUILLO GIGANTELIBRO TERCERO - LOS
FRUTOS DEL ALIMENTO
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CAPÍTULO UNO - ELMUNDODISTORSIONADOCAPÍTULO DOS - LOSAMANTES GIGANTESCAPÍTULO TRES - EL
JOVEN CADDLES ENLONDRES
CAPÍTULO CUATRO -LOS DOS DÍAS DE
REDWOODCAPÍTULO CINCO - EL
CAMPAMENTO DELOS GIGANTES
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notes
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EL ALIMENTO DELOS DIOSES
El alimento de losdioses y cómo llegó a laTierra) es una novela deciencia ficción, escritapor el escritor británico
H.G. Wells. En ella senarra la historia de
cómo dos científicosbritánicos logran crea
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un alimento que provocaun crecimiento continuo,y así se obtienenanimales
desproporcionados yhombres gigantes de
doce metros. Es unasátira del miedo que
empezaba a existir alavance de la tecnología
de aquel momento y alcrecimiento de la clasemedia.
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©1904, Wells, Herbert G.
ISBN: 9788484610236Generado con: QualityEboo
v0.35
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H. G. Wells
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El alimento de losdioses
Título original inglés:The Food of the Gods
I.S.B.N: 84-8461-023-3
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INTRODUCCIÓN
No he podido encontrar ningúcomentario específico de C. S.
Lewis sobre esta novela. Mehubiera interesado tenerlo: el libro
es la quintaesencia de lacosmovisión que Lewis detestaba y
tan bien parodió en Mas allá del laneta silencioso.
«¡Crecer de acuerdo con lavoluntad de Dios! ¡Crecer y
d ll f d i
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desarrollarse fuera de estas grietas hendiduras, fuera de estas
sombras y tinieblas, en la grandezay la luz!» Así se expresan los Niños
del Alimento. Lewis los hubieraconsiderado más como voceros del
Anti-Cristo que de Dios. Bien, ellector deberá hacer su propia
composición mental sobre elasunto. Quizá se vea tentado de
pensar que ambos puntos de vistason irrelevantes. Si es así, esperoque resista la tentación. La grandezade Wells reside en que ha
i d i d i d l
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continuado siendo en casi todos losaspectos un contemporáneo nuestro.Escribió esto sobre El Alimento de
los Dioses: «He aquí la más
completa exposición de la creenciaque afirma que los seres humanos
reaccionan con violencia a loscambios profundos, cuando las
condiciones exigen el más complejoy extenso reajuste del alcance y
escala de sus ideas.» ¿Y de qué otracosa nos ha estado hablando AlviToffler?
Lewis, por supuesto, admiraba
h W ll it
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mucho a Wells como escritor — ideologías aparte— y, sin embargo,no vaciló en plagiar los artilugiosde ciencia-ficción inventados por
aquél. En lo que ambos escritoresconcuerdan es en su extraordinaria
capacidad para sortear la escala deabstracción y presentarnos aquellos
aspectos de la vida que son almismo tiempo completamente
ordinarios y completamente únicos.Este es el pasaje en el cual Wellsejemplifica el espíritu que seexpresa dentro de él: «...escuchar
ó i f ti bl li ól
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cómo un infatigable liquenólogocomenta la obra de otro infatigableliquenólogo, son cosas que nosobligan a advertir la invariable
pequeñez de los hombres. ¡Y cotodo, los escollos de la ciencia que
estos minúsculos 'científicos' haconstruido y están todavía
construyendo es algo maravilloso, portentoso, lleno de misteriosas
promesas aún informes para el potente futuro del hombre!»Toda la novela es, por
supuesto, una vasta analogía; el
Ali t táf d l
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Alimento es una metáfora de larevolución de las ideas que en esaépoca resquebrajaban la corteza dela sociedad postvictoriana, y co
las que el escritor tenía mucho quever. Sin embargo, nunca se
equivoca Wells, en medio de estasdesmesuradas grandilocuencias, al
retratar la naturaleza única eindividual de aquellos que lucha
por estas ideas, y de aquellos queluchan contra ellas. Joven yatolondrado como yo debí haber sido cuando leí por primera vez
esta novela una descripció
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esta novela, una descripció permaneció con gran fuerza en mimente, la de la señora Skinner,desaliñada y obtusa, deteniéndose
empero en su huida de la GranjaExperimental para echar unos cubos
de agua a los que ella consideraba«esos pobres polluelos»... aves del
tamaño de avestruces. Eracontradictorio con su naturaleza:
era real.Y en cuanto al realismo... bien,he dicho que Wells es importante para nosotros porque a pesar de
haber escrito hace setenta y tantos
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haber escrito hace setenta y tantosaños sobre la forma en que secomporta la gente, esta forma siguesiendo hoy tan verdadera como
ayer, es indudable, y lo seguirásiendo en todo el milenio venidero.
Aunque el hombre alcance lasestrellas, sus pies tocarán el
basamento. Consideren sdescripción del político, de
Caterham:«Ignoraba que hubiese leyesfísicas y económicas, cantidades yreacciones que todos los votos de
la humanidad nemine contradicente
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la humanidad nemine contradicente
no pueden impedir y que si sedesobedecen es a cambio de ladestrucción. Ignoraba que hubiese
leyes morales que no puededoblegarse por la fuerza o por la
moda del momento, so pena de quevuelvan a enderezarse co
vindicativa violencia. Frente a unagranada explosiva o al Día del
Juicio Final, era evidente... queaquel hombre habría ido arefugiarse detrás de algún votocuidadosamente conseguido en la
Cámara de los Comunes »
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Cámara de los Comunes.»Wells podría haberlo escrito
hoy... bien, no quiero ser ofensivo, pero estoy seguro de que usted sabe
a lo que me refiero. Y esto nosconduce a un curioso e interesante
punto. Si este hombre, escribiendohace tanto tiempo, podía ser ta
mortalmente preciso en sdiagnóstico de los hombres y sus
formas, ¿no es posible —al menos probable— que continuara siendono sólo nuestro contemporáneo,sino que el hombre en cuestión está
de hecho aún delante de nosotros?
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de hecho aún delante de nosotros?o es él quien ha muerto, sino
nosotros mismos y, si pudiéramoshacer el esfuerzo de retornar por
nuestros propios medios a la vida, podríamos quizá, sólo quizá,
observarlo mientras corre,haciéndonos gestos de impaciencia,
sobre la cima de la montaña que sealza allí adelante.
George Hay, presidente de la H. G.Wells Society
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LIBRO PRIMERO -LA ALBORADA DEL
ALIMENTO
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CAPÍTULO UNO - ELDESCUBRIMIENTO
DEL ALIMENTO
I
Hacia mediados del siglo XIXempezó a abundar en este extraño
mundo nuestro cierta clase dehombres, hombres tendientes en s
mayor parte, a envejecer prematuramente, a los que se
denominó, y muy adecuadamente
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denominó, y muy adecuadamente por cierto, aunque a ellos no lesguste el término, «científicos». Lesdesagrada tanto esa palabra, que e
las columnas de Nature, que fue yadesde el principio su revista más
distintiva y característica, haquedado cuidadosamente excluida,
como si fuera... aquella otra palabraque constituye la base del mal gusto
en este país. Pero el gran público ysu Prensa lo saben mejor que nadie,y como «científicos» quedan, yaque cuando de algún modo salen a
la luz pública lo menos que se les
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la luz pública lo menos que se lesllama es «distinguidos científicos»,y «científicos eminentes», y«famosos científicos».
Y tal calificación mereciero por cierto tanto el señor Bensingto
como el profesor Redwood, aúmucho antes de dar con el
maravilloso descubrimiento querelata esta historia. El señor
Bensington era miembro de laRoyal Society y expresidente de laChemical Society.
Redwood era profesor de
Fisiología en el Bond Stree
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Fisiología en el Bond StreeCollege de la Universidad deLondres, y había sido groseramentecalumniado por los
antiviviseccionistas en diversasocasiones. Ambos habían disfrutado
en vida de la distinción académica,ya desde su juventud.
Tenían, como es natural, uaspecto poco distinguido, como es
corriente en los verdaderoscientíficos. Cualquier actor dramático tiene modales másdistinguidos que todos los
miembros de la Royal Society. El
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y yseñor Bensigton era de cortaestatura y calvo, muy calvo, yademás algo encorvado. Llevaba
lentes con montura de oro y botasde lona con numerosos cortes a
causa de sus callos. El profesor Redwood era de aspecto vulgar y
ordinario. Hasta que tuvieron lasuerte de dar con el Alimento de los
Dioses (como debo persistir ellamarlo) llevaron ambos una vidade eminente y estudiosa oscuridadque es difícil poder encontrar algo
que pueda llamar la atención del
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q plector.
El señor Bensington habíaganado las espuelas de caballero
(que se avenían mal con sus botasde lona agujereadas) con sus
espléndidas investigaciones sobre«los alcaloides de mayor
toxicidad», y el profesor Redwoodhabía alcanzado la eminencia, ¡no
me acuerdo cómo ni por qué! Loque sé es que era muy famoso, y esoes todo. Me parece que en este casodebió su fama a una obra muy
voluminosa sobre los Tiempos de
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pReacción, con numerosas láminasde gráficas esfigmográficas(escribo esto sujeto a ulterior
corrección), y valorada por unaadmirable y nueva terminología.
El público en general pudo ver en pocas ocasiones, o en ninguna, a
estos dos caballeros. A veces, eciertos lugares, tales como en la
Royal Institution, o en la Society oArts, el público pudo, hasta cierto punto, ver a Bensington, o, almenos, su sonrosada calvicie, y
algunas veces hasta su cuello y s
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g ychaqueta, y pudo oír fragmentos dealguna conferencia suya que él seimaginaba estar leyendo de una
manera comprensible. En unaocasión, me acuerdo —era u
mediodía del pasado yadesvanecido— la Britis
Association estaba aún en Dover,discutiendo sobre la sección C o D
u otra letra parecida, en ciertataberna que había tomado comosede, y yo, siguiendo a dos señorasde aspecto serio y cargadas de
paquetes, por simple curiosidad me
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metí por una puerta sobre la cual seleía «Billares» y «Truco» y meencontré sumido en una escandalosa
oscuridad, interrumpida sólo por elcírculo de luz de una linterna
mágica, en el que se veían lostrazos de Redwood. Me quedé
contemplando el lento pasar de lasgráficas sobre el círculo luminoso,
y escuché una voz, no recuerdo loque decía, que supuse era la voz del profesor Redwood. Se escuchabaun siseo producido por la linterna,
mezclado con otros ruidos que
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hicieron me quedara allí por simplecuriosidad, hasta queinesperadamente se encendieron las
luces. Y no fue hasta entonces queadvertí que aquellos ruidos era
debidos a la masticación de panecillos, sandwiches y otras
golosinas que los miembros de laBritish Association devoraban allí
al amparo de la oscuridad.Recuerdo que Redwood siguióhablando todo el tiempo que lasluces permanecieron encendidas,
señalando el sitio donde s
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diagrama debió haberse hechovisible en la pantalla... y asícontinuó, tan pronto como se
restableció la oscuridad. Lorecuerdo como un hombre de tipo
ordinario, moreno, algo nervioso,con ese aire de los hombres
preocupados por algo ajeno alasunto que tratan, y que actúa
siempre por un extraño sentimientodel deber.También oí a Bensington una
vez —en los viejos tiempos— e
una conferencia educativa e
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Bloomsbury. Como la mayoría delos químicos y botánicos eminentes,Bensington era muy autoritario e
las cuestiones de educación —estoyseguro de que se habría horrorizado
de haber asistido a una clase demedia hora en uno cualquiera de los
colegios corrientes— y por lo querecuerdo se proponía mejorar el
método heurístico del profesor Armstrong, de tal modo que, a costade unos cuantos aparatos de uvalor de tres a cuatrocientas libras
esterlinas, con el abandono total de
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todo otro estudio y la atencióconstante de un maestroexcepcionalmente dotado, un niño
corriente, ni muy inteligente nidemasiado tonto, podría llegar a
aprender, en el curso de diez o doceaños, tanta química como se puede
aprender en uno de esosdesprestigiados libros de texto de
un chelín que entonces eran tacorrientes...Por lo que llevo dicho habrá
comprendido que, aparte de s
ciencia, ambos no eran más que
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unas personas vulgares. O, en todocaso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es precisamente lo
que son los «científicos», comoclase en todo el mundo. Lo que hay
de notable en ellos constituye unamolestia para sus compañeros
colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo
es, resulta evidente. No hay ninguna duda referentea lo que no es notable en ellos, yaque no hay raza humana que se
distinga tanto por sus obviasi d
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pequeñeces. Viven en un mundomezquino de relaciones humanas;sus investigaciones requieren una
atención infinita y una reclusiócasi monástica, y lo que resta no es
gran cosa. Cuando vemos acualquiera de estos pequeños
descubridores de grandesdescubrimientos, de aspecto
estrambótico, aire tímido,desgarbado, de cabeza cana,ridículamente adornado con laancha cinta de alguna orden de
caballería, ofreciendo unaió l l d
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recepción a sus colegas, o leyendolos angustiosos párrafos de Natureante «el menosprecio de la ciencia»
cuando el ángel de los premios1 ha pasado de largo por la Royal
Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo
comenta la obra de otro infatigableliquenólogo, son cosas que nos
obligan a advertir la fuerza de lainvariable pequeñez de loshombres.
¡Y, con todo, los escollos de la
ciencia que estos minúsculosi ífi h id á
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«científicos» han construido y estátodavía construyendo es algomaravilloso, portentoso, lleno de
misteriosas promesas aún informes para el potente futuro del hombre!
¡Parece como si no se dieran cuentade las cosas que están haciendo! No
existe duda de que tiempo atrás,hasta Bensington, cuando sintió
aquella vocación, cuando consagrósu existencia a los alcaloides ycompuestos similares, tuvo udestello de la visión... o algo más
que un destello. Sin semejantei i ió l l
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inspiración para alcanzar las
glorias y posiciones que únicamentecomo «científico» puede
esperarse, ¿qué joven consagraríasu vida a semejante obra, tal como
lo hacen en realidad los jóvenes?o; todos ellos deben haber visto la
gloria, tienen que haber tenido svisión, pero de tan cerca que los ha
cegado. El esplendor los ha cegado, piadosamente, de modo que durantetodo el resto de la vida puedasostener las luces del conocimiento
con tanta facilidad para quet l d
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nosotros las podamos ver.
Tal vez esto explique aquellasombra de preocupación e
Redwood —ahora no puede haber la menor duda de ello—, ya que él
era distinto a todos sus colegas, puesto que conservaba en los ojos
algo de esa visión.II
El nombre de Alimento de losDioses con el que yo califico a esasustancia que fabricaron entre los
dos, Bensington y Redwood no esd t i d t h
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exagerado, teniendo en cuenta ahora
todo lo que ya lleva hecho y todo loque con toda seguridad va a hacer.
Pero a Bensington se le habríaocurrido tanto llamarla así como
salir de su piso de la calle Sloaneataviado con un manto de grana real
y ceñidas las sienes con una coronade laurel.La frase fue un simple grito de
asombro. Fue él, quien en sentusiasmo, y durante una hora omás siguió repitiéndola sin parar.
Después se dio cuenta de que seestaba comportando de un modo
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estaba comportando de un modo
absurdo. Cuando se puso a pensar en lo que se le ofrecía a la vista, u
panorama, como si dijéramos, deenormes posibilidades —
literalmente de enormes posibilidades— tuvo que cerrar co
resolución los ojos, después de unamirada de estupefacción, a aquelladeslumbrante perspectiva, comodebe hacer todo «científico»consciente. Después de todo,Alimento de los Dioses sonaba algo
escandaloso, hasta indecente. Seencontró muy sorprendido de haber
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encontró muy sorprendido de haber
empleado semejante expresión. Y,no obstante, algo de aquel momento
de clara visión caía sobre él eirrumpía de vez en cuando...
—En realidad, ¿sabe usted? — dijo frotándose las manos y riendo
nerviosamente—, esto tiene uinterés mayor que el teórico. «Por ejemplo —añadió, acercando srostro al del profesor y bajando eltono de voz—, tal vez si el asuntose manejara adecuadamente, se
vendería... precisamente, comoalimento O al menos como
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alimento. O al menos como
ingrediente de la alimentación.«Admitiendo, naturalmente,
que tenga buen sabor. Cosa que no podremos saber hasta que hayamos
hecho el preparado.Se volvió hacia la alfombrilla
de la chimenea, y contempló loscortes estratégicamente dispuestosde sus botas de lona.
—¿Nombre...? —dijolevantando la vista, como sirespondiera a una pregunta—. Por
mi parte me inclino a una sugestivaalusión clásica Esto hace hace a
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alusión clásica. Esto hace... hace a
la ciencia más res... Le da unosmatices de dignidad a la antigua. He
pensado que... No sé si a usted le parecerá eso absurdo...
Seguramente una pequeña fantasía puede permitirse de vez e
cuando... Heracleoforbia. ¿Eh? ¿Lanutrición de un posible Hércules?Ya sabe usted que podría...
«Claro que si usted cree queno...
Redwood reflexionó con los
ojos fijos en el fuego y no hizoobjeciones
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objeciones.
—¿Le parece a usted bien?Redwood movió la cabeza
gravemente. —Podría llamarse
Titanoforbia, ¿Sabe? Alimento deTitanes... ¿Prefiere usted el
anterior?«¿De veras no le parece austed, tal vez, demasiado...?
—No. —¡Ah! ¡Cuanto lo celebro!Y por esto le pusieron por
nombre Heracleoforbia durantetodo el período de sus
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todo el período de sus
investigaciones, y en su informe(informe que no llegó nunca
publicarse a causa de losinesperados acontecimientos que
trastornaron todos sus propósitos)está escrito invariablemente de este
modo. Habían ya preparado tressustancias similares antes de quedescubrieran la que había sido prevista por sus especulaciones, yestas tres sustancias previas fuero
llamadas Heracleoforbia I,
Heracleoforbia II y HeracleoforbiaIII Es pues la Heracleoforbia I
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III. Es, pues, la Heracleoforbia I
la que yo (insistiendo en el nombreoriginal que le dio Bensington)
denomino aquí el Alimento de losDioses.
III
La idea fue de Bensington.Pero, como que le había sidosugerida por una de lascontribuciones del profesor Redwood a los Anales Filosóficos,
consultó con este otro caballero
antes de llevar las cosas másadelante Aparte el asunto, como
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adelante. Aparte el asunto, como
investigación, tenía tanto defilosófico como de químico.
El profesor Redwood era unode esos hombres de ciencia adictos
en grado sumo a los gráficos y lascurvas. Ya os habréis familiarizado
si pertenecéis a la clase de lector que yo espero— con la clase deartículo científico a que me refiero.Es un artículo sin pies ni cabeza, alfinal del cual aparecen cinco o seis
diagramas plegados que al abrirse
muestran unas peculiarísimasgráficas en zig-zag, elaborados
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gráficas en zig zag, elaborados
relámpagos u otras líneas sinuosase inexplicables llamadas «curvas
alisadas» colocadas según lasordenadas y arraigadas en las
abscisas..., y otras cosas parecidas.Os quedáis perplejos ante todo
aquello durante un buen rato, con lasospecha de que no sólo soisvosotros los que no entendéis nada,sino que ni su mismo autor loentiende. Pero, en realidad, lo
cierto es que muchos de esos
científicos comprendeperfectamente el significado de sus
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perfectamente el significado de sus
propios artículos. Es, sencillamentesu forma de expresarlo lo que
levanta el obstáculo entre ellos ynosotros.
Me inclino a creer queRedwood pensaba siempre e
gráficos y curvas. Y después de sobra monumental sobre los Tiemposde Reacción (y aquí he de exhortar al lector no científico que aguanteun poco más, ya que todo le
parecerá luego tan claro como el
agua), Redwood se puso a trazar curvas alisadas y esfigmograferías
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y g g
sobre el crecimiento, y fue precisamente uno de sus artículos
sobre el crecimiento lo querealmente § sugirió a Bensington s
idea.Hay que decir que Redwood
había estado midiendo toda clasede cosas en pleno conocimiento:gatitos, perritos, girasoles, setas,alubias e (hasta que su esposaterminó con ello) incluso a s
propio hijo, demostrando que el
crecimiento no progresaba de umodo uniforme, o, tal como él lo
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, ,
expresaba, así,sino a saltos y co
intermitencias de este tipo,y que, al parecer, no había
nada que creciese de un modouniforme y continuo, y por lo que él
podía entrever, nada podía crecer de un modo uniforme y continuo; lascosas sucedían como si todo ser viviente tuviese que acumular unafuerza de terminada para poder
crecer, creciendo entonces co
vigor durante cierto tiempo, peroteniendo luego que esperar durante
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g q p
un período antes de que pudiesevolver a emprender el crecimiento.
Y con el lenguaje esotérico yaltamente técnico propio de los
verdaderos «científicos», Redwoodinsinuó que el proceso del
crecimiento requería probablementela presencia en cantidadesconsiderables de alguna sustancianecesaria para la sangre, que seformaba únicamente con extremada
lentitud, y que cuando esta sustancia
se agotaba por el crecimiento, seremplazaba muy lentamente, y
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p y y
entretanto, el organismo tenía queaguardar. Comparó esta sustancia
desconocida al aceite en lamaquinaria. Un animal e
crecimiento, sugirió, era muy parecido a una locomotora que
puede moverse hasta una distanciadeterminada pero debe ser lubricada si se la quiere hacer andar más allá. («Pero, ¿por qué nose la puede lubricar desde fuera?»,
preguntó Bensington al leer el
artículo.) Y todo esto, decíaRedwood con la deliciosa
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inconsecuencia nerviosa propia delos de su clase, probablemente
proyectaría una gran luz sobre elmisterio de ciertas glándulas de
secreción interna. ¡Cómo si estasglándulas tuvieran algo que ver co
todo aquello!En una comunicación ulterior Redwood iba aún más lejos. Trazóun gran número de diagramasiguales que trayectorias de cohetes,
cuya intención venía a significar —
si intención había— que la sangrede los cachorros de perro y de gato,
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así como la savia de los girasoles yel jugo de las setas durante lo que
él llamaba la «fase decrecimiento», difería, en la
proporción de ciertos elementos, dela sangre y la savia de los mismos
organismos durante los días en queno estaban creciendo.Y cuando Bensington, después
de mirar los diagramas de lado ydel revés empezó a advertir cuál
era la diferencia, se sintió invadido
de un grandísimo asombro. Porque,¡lo que son las cosas!, la diferencia
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podía ser debida, con toda probabilidad, a la presencia de la
misma sustancia que él había estadorecientemente intentando aislar e
sus investigaciones sobre aquellosalcaloides que más intensamente
estimulaban el sistema nervioso.Puso el artículo de Redwoodencima del atril patentado que se balanceaba, de un modo muyinconveniente por cierto, surgiendo
del brazo de su sillón, se quitó los
lentes con montura de oro, empañólos cristales y los limpió muy
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cuidadosamente. —¡Por Júpiter! —exclamó el
señor Bensington.Luego se puso otra vez los
lentes, se volvió hacia el atril patentado, que, al chocar con s
codo, dio un coqueto chirrido ydepositó el artículo con todos susdiagramas, arrugados y dispersos,en el suelo.
—¡Por Júpiter! —repitió el
señor Bensington, doblando el
estómago por encima del brazo delsillón con evidente desprecio para
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las costumbres de dicho mueble. Yviendo que el artículo quedaba
todavía fuera de su alcance, no tuvootro remedio que ir a gatas en s
búsqueda. Fue al verlo en el suelocuando se le ocurrió la idea de
bautizarlo el Alimento de losDioses...Porque, vamos a ver, si él
tenía razón y Redwood también,resultaba que inyectando o
administrando la sustancia
descubierta por él con la comida, seeliminaría la «fase de reposo», y e
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lugar de efectuarse el crecimientode esta manera,
se efectuaría (no sé si soyclaro), así:
IV
La noche siguiente de sconversación con Redwood, elseñor Bensington apenas pudo pegar los ojos. En una ocasió pareció que iba a descabezar u
sueñecito, pero fue sólo u
momento, durante el cual soñó quehabía cavado un profundísimo pozo
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en la tierra, en el que vertíatoneladas y más toneladas del
Alimento de los Dioses, y la tierrase iba hinchando, hinchando cada
vez más, y las fronteras de los países estallaban y la Royal
Geographical Society se ponía atrabajar— con gran ahínco, comoun gran gremio de sastres, a fin deaflojar el cinturón del ecuador...
Aquello fue, naturalmente, u
sueño absurdo, pero demuestra el
estado de excitación mental a quellegó el señor Bensington y el valor
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real que prestaba a su idea, muchomejor de lo que pudiera hacerlo
cualquiera de las cosas que hacía odecía mientras estaba despierto y
alerta. De otro modo, no lo habríamencionado, ya que, por regla
general, no creo nada interesanteque la gente vaya por ahícontándose sus sueños unos a otros.
Por una singular coincidencia,Redwood también tuvo un sueño la
noche aquella, y este sueño fue así:
]
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Era un diagrama trazado elíneas de fuego sobre un largo rollo
abismal. Y él (Redwood) estaba de pie en un planeta, ante una especie
de estrado negro, dando unaconferencia sobre la nueva clase de
crecimiento que se había hecho posible, en la Más que RealInstitución de Fuerzas Primordiales,fuerzas que anteriormente siempre,tanto en el crecimiento de razas
como de imperios o sistemas
planetarios o mundos, se habíacomportado así:
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Y hasta en algunos casos así:Y él les estaba explicando, de
una manera muy lúcida yconvincente, que estos métodos ta
lentos, hasta incluso taretrógrados, quedarían en muy
brevísimo plazo reducidos amétodos anticuados gracias a sdescubrimiento.
Por supuesto que era ridículo.Pero también eso demuestra...
Que haya que considerar los
dos sueños como significativos o proféticos, aparte de lo que he
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dicho categóricamente, es cosa queno se me ha ocurrido ni por u
momento sugerir.
CAPÍTULO DOS - LA
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GRANJA
EXPERIMENTAL
I
Bensington propuso en u principio poner a prueba la eficacia
de su sustancia tan pronto como pudiera prepararla, en renacuajos.
Siempre se prueban esta clase deelixires en renacuajos para
empezar; para esto está precisamente los renacuajos. Y se
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pusieron de acuerdo en que fuera élquien dirigiera los experimentos y
no Redwood, porque el laboratoriode éste estaba ocupado con el
aparato de balística y los animalesnecesarios para realizar una
investigación sobre las VariacionesDiurnas de la Frecuencia de lasEmbestidas del Ternero Joven,investigación que estaba dando unascurvas de un tipo muy anómalo y
sorprendente, y, por otra parte, la
presencia de peceras corenacuajos era extremadamente
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indeseable mientras estainvestigación en particular
estuviera en curso.Pero cuando Bensingto
comunicó a su prima Jane algo delo que tenía en mente, la mujer puso
veto de inmediato a la importacióde renacuajos, o cualquier génerosimilar de animaluchosexperimentales, dentro de svivienda. Ella no tenía
inconveniente alguno en que s
primo utilizase una de lashabitaciones del piso para sus
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experimentos de química noexplosiva, porque aquello, en lo
que a ella se refería, no teníaconsecuencias; y lo autorizó para
que instalara un hornillo de gas y usumidero, y hasta un armario lleno
de polvo, refugio de la tempestadsemanal de limpieza a la que noquiso renunciar. Y como habíaconocido a algunas personasadictas a la bebida, consideraba el
ahínco que él demostraba para
alcanzar distinciones y honores elas sociedades científicas como u
l i i l
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excelente sustitutivo para la otraforma, mucho más grosera, de
depravación. Pero se mostróintransigente en no admitir bichos
de esos que se «menean» cuandoestán vivos y «huelen» cuando está
muertos. Dijo que eso era insalubre,que Bensington se hallaba algodelicado de salud, y... que era unatontería afirmar lo contrario. Ycuando Bensington intentó aclarar
la enorme importancia de s
posible descubrimiento, ellarespondió que estaba muy bien,
i i i él
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pero que si consintiese en que élensuciara e infectara todo en el piso
en que vivían (y eso era lo quesucedería) estaba segura de que él
sería el primero en quejarse.Bensington comenzó a andar
de un lado para otro de lahabitación sin hacer el menor casode sus callos, y habló con su primacon gran franqueza e indignaciósin obtener el menor resultado. Dijo
que no admitía que se pusiera
obstáculos al Avance de la Ciencia,y ella contestó que el Avance de la
Ci i t
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Ciencia era una cosa, y tener renacuajos en casa era otra; él
arguyó que en Alemania podíadarse por seguro que un hombre co
una idea como la suya podríadisponer inmediatamente de u
laboratorio de más de seiscientosmetros cúbicos de capacidad, a loque ella respondió que estaba muysatisfecha y siempre lo había estadode no ser alemana; él dijo que
aquello lo haría famoso para
siempre, y ella contestó que lo más probable es que se pusiera enfermo
i t í lb l i
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si tenía que albergar en aquel pisoun criadero de renacuajos; él afirmó
que era el amo de casa y ellareplicó que antes de tener que
cuidar renacuajos iría a emplearseen una escuela; y él le pidió que
fuera razonable, y ella le contestóque era él el que tenía que ser razonable y dejar de lado aquelenojoso asunto de los renacuajos. Yél opuso que ella debía respetar sus
ideas, y ella aseguró que si
apestaban, no, y entonces él perdió por completo los estribos y dijo, a
d l lá i b i
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pesar de las clásicas observacionesde Huxley al respecto, una
palabrota. No de las peores, pero palabrota al fin.
Entonces ella se sintiógravemente ofendida y él tuvo que pedirle perdón, y el proyecto de poder probar el Alimento de losDioses en los renacuajos y en s propio piso se desvaneció por completo entre las excusas.
Así Bensington tuvo que
considerar otra manera de poner e práctica estos experimentos sobre
l li t ió i
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la alimentación, necesarios parademostrar su descubrimiento, ta
pronto como hubiese aislado y preparado su sustancia. Meditó
durante algunos días la posibilidadde confiar el cuidado de susrenacuajos a alguna persona dignade toda su confianza, y luego, u buen día, al dar por casualidad couna frase en el periódico, sus ideasse enfocaron sobre la posibilidad
de establecer una Granja
Experimental y experimentar co pollos.
Apenas pensó en el asunto
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Apenas pensó en el asunto,imaginó que sería una granja
avícola. Tuvo la visión de unos pollos creciendo
desmesuradamente. Concibió laimagen de unos gallinerosdescomunales, y aun másdescomunales todavía, creciendofabulosa e ininterrumpidamente.Los pollos son tan accesibles, tafáciles de alimentar y observar,
tanto más secos para manejar y
medir, que los renacuajos le parecían ya, comparándolos con los
pollos unas bestezuelas
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pollos, unas bestezuelascompletamente salvajes e
incontrolables. Se quedó muy perplejo, sin comprender cómo no
había pensado desde el principio e pollos y en gallinas en vez derenacuajos.
Habría podido evitar elaltercado con la prima Jane.Cuando se lo comunicó a Redwood,éste estuvo de acuerdo con él.
Redwood dijo también que él
estaba convencido de que, altrabajar tanto sobre animaluchos
innecesariamente pequeños los
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innecesariamente pequeños, losfisiólogos experimentales cometía
un gran error. Era como hacer experimentos de química con una
cantidad insuficiente de material, pues los errores de observación ymanipulación se hacedesproporcionadamente grandes.Era de una importancia extrema quelos científicos hicieran valer susderechos a que se les suministrará
grandes cantidades de material
experimental. Era por eso que élestaba efectuando su serie de
experimentos en el Bond Stree
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experimentos en el Bond StreeCollege con los terneros, a pesar de
ciertos inconvenientes para losestudiantes y profesores de otras
asignaturas, a causa de la incidentalveleidad de los terneros a escapar por los pasillos. Pero las curvasque obtenía eran excepcionalmenteinteresantes, y al ser publicadas,ustificarán ampliamente s
elección. Por su parte, si no fuese
por el insuficiente equipamiento de
la ciencia en el país, no trabajaríanunca por poco que pudiera, e
animales inferiores a una ballena
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animales inferiores a una ballena.Pero mucho temía que un vivero
público en escala suficiente parahacer esto posible era actualmente,
en este país al menos, un pedidoutópico. En Alemania quizá...Como los terneros de
Redwood requerían su atenciódiaria, la selección y equipamientode la Granja Experimentalrecayeron principalmente sobre
Bensington. Los gastos fuero
pagados, tal como se convino deantemano, por Bensington, al menos
hasta que pudieran obtener una
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hasta que pudieran obtener unasubvención. En consecuencia,
Bensington, alternó su trabajo en ellaboratorio de su piso co
expediciones en busca de unagranja, siguiendo las líneas que, partiendo de Londres, se dirigehacia el sur, y sus escrutadorasgafas, su calvicie y sus cortajeadas
botas de lona hicieron concebir alos numerosos propietarios de
fincas indeseables vanas
esperanzas. Y publicó un anuncio evarios diarios y en Nature,
pidiendo una pareja (casada)
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pidiendo una pareja (casada)responsable, puntual, activa y
práctica en el cuidado de aves quequisiera encargarse de administrar
una Granja Experimental de tresacres.Encontró el lugar que parecía
necesitar para la granja eHickleybrow, cerca de Urshot, e
Kent. Era un paraje extraño yaislado, situado en una hondonada
rodeada de viejos pinares, que de
noche se volvían negros y temibles.La irregular pendiente de una colina
tapaba la vista del sol poniente y
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tapaba la vista del sol poniente, yun escuálido pozo junto a u
ruinoso cobertizo empequeñecía ala casa. La casucha en cuestió
aparecía pelada y desprovista dehiedra y de toda clase de verdor,algunas ventanas estaban rotas y elcobertizo proyectaba una sombraoscura incluso al mediodía. Estaba
a milla y media de la última casadel pueblo, y su soledad quedaba
muy dudosamente aliviada por una
ambigua familia de ecos.El lugar impresionó a
Bensington quien lo consideró
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Bensington, quien lo consideróeminentemente apto para los
requerimientos de la investigaciócientífica. Anduvo de un lado para
otro, dibujando en el aire un granúmero de gallineros y halló que lacocina era capaz de acomodar unaserie de incubadoras con un mínimode alteraciones. Se quedó co
aquella granja de inmediato, si pensarlo más. Al regresar a
Londres se detuvo en Dunton Gree
y contrató a un matrimonio co buenas referencias que había
contestado a sus anuncios, y esa
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contestado a sus anuncios, y esamisma noche consiguió aislar una
cantidad suficiente deHeracleoforbia I, lo cual justificaba
de sobras todos los compromisoscontraídos.La pareja escogida por el
señor Bensington, que estabadestinados a ser, bajo su dirección,
los primeros dispensadores sobrela tierra del Alimento de los
Dioses, eran personas no solamente
muy ancianas, sino tambiéextremadamente sucias. Este último
punto pasó desapercibido al señor
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punto pasó desapercibido al señor Bensington, ya que nada destruye
tanto las facultades de observaciócomo toda una vida dedicada a la
ciencia experimental. Se llamabaSkinner, señor y señora Skinner, yel señor Bensington los interrogó eun cuartucho con las ventanasherméticamente cerradas, un espejo
lleno de manchas sobre la repisa dela chimenea y unas celceolarias
enfermizas.
La señora Skinner era unavieja pequeñita, con la cabeza
descubierta, dejando a la vista u
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descub e ta, deja do a a v sta usucio pelo cano aplastado
apretadamente hacia atrás yenmarcando un rostro que había
sido siempre, y ahora lo era todavíamás, gracias a la pérdida de losdientes, al hundimiento del mentóy al encogimiento de todo lo demás,casi exclusivamente... una nariz.
Llevaba un vestido de color de pizarra (si podía decirse que tenía
algún color) remendado en algunos
lados con lanilla roja. La mujer recibió al señor Bensington y le
habló con cierta cautela, mirándoloi l d d d
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, por encima y alrededor de s
propia nariz, mientras el señor Skinner, según dijo concluía de
arreglarse. Tenía un solo diente y seapretaba nerviosamente las flacas yarrugadas manos. Explicó aBensington que había tratado coaves de corral durante muchos años
y que conocía muy bien lasincubadoras. En realidad, ellos
habían tenido, en otra época, una
granja aviar que fracasó por faltade pupilos.
—Son los pupilos los qued b fi i dij l
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p p q producen beneficios —dijo la
señora Skinner.Cuando Skinner hizo s
aparición, se vio que era un hombrede rostro alargado, ceceante y bizco, con una mirada que le hacíadesviar los ojos por encima de lacabeza de la gente. Llevaba unas
zapatillas cortajeadas, cosa que lehizo simpático al señor Bensington.
Exhibía una escasez manifiesta de
botones que le obligaba a asir lachaqueta y camisa con una mano,
mientras con el índice de la otrat b fi b l t l
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trazaba figuras sobre el mantel
negro y dorado. Con el ojo sueltocontemplaba, como si dijéramos, la
espada de Damocles sobre lacabeza del señor Bensington, coexpresión de triste indiferencia.
—¿Uzted no quiere dirigir ezagranja para zacar provecho? ¿No?
Ez igual, ceñor. ¿Ezperimentoz?¡Bien!
Dijo que podían trasladarse a
la granja en seguida. No estabahaciendo nada de particular e
Dunton Green, aunque trabajaba ud t
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, q j poco de sastre.
—Ezte pueblo no ez lo que yocreía, y lo que gano ez poco —dijo
, de modo que ci uzted quiere ya podemoz...Al cabo de una semana, el
señor y la señora Skinner ya sehallaban instalados en la granja, y
el carpintero que había ido deHickleybrow alternaba la tarea de
levantar cobertizos y gallineros co
una sistemática discusión acercadel señor Bensington.
—No lo he vizto muchot d í d í l ñ Ski
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todavía —decía el señor Skinner—,
pero por lo vizto de él me pareceque ce trata de un eztúpido o de u
imbécil. —Ya me pareció a mí queestaba algo chalado —dijo elcarpintero de Hickleybrow.
—Ce cree que zabe mucho de
avez —prosiguió Skinner— ¡Ay,Dioz mío! Ce diría que nadie
entiende nada de avez de corral,
fuera de él! —¡Con esas gafas que lleva —
dijo el carpintero de Hickleybrowparece una gallina!
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parece una gallina!
Skinner se acercó al carpinterode Hickleybrow y le habló
confidencialmente, un ojo mirando,con tristeza el pueblo lejano y elotro brillante y taimado.
—Hay que tomar lazmedidaz... todoz loz malditoz diaz,
de todaz laz malditaz gallinaz. Paraver ci crecen bien. ¿Qué tal...? ¿Eh?
Cada una de laz malditaz gallinaz
todoz loz díaz.Y el señor Skinner se tapó la
boca con la mano para reírse de umodo refinado y contagioso
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modo refinado y contagioso,
sacudiendo los hombrosexageradamente. Sólo su otro ojo
evitó de participar en el regocijo.Luego, por si el carpintero nohubiese visto la intención, repitió,con un penetrante susurro:
—¡Tomar laz medidaz!
—Está peor aún que nuestroviejo amo, y que me ahorquen si me
equivoco —dijo el carpintero de
Hickleybrow.II
El trabajo experimental es lo
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El trabajo experimental es lo
más aburrido del mundo siexceptuamos los artículos sobre esa
clase de trabajos en los AnalesFilosóficos, y a Bensington le pareció que había transcurridomucho tiempo desde que su primer ensueño sobre las enormes
posibilidades implicadas fuereemplazado por una migaja de
realidad. Se había hecho cargo de
la Granja Experimental en octubre,y hasta mayo no consiguió los
primeros indicios de éxito. Tuvoque probar las Heracleoforbias I II
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que probar las Heracleoforbias, I, II
y III, que fueron rotundos fracasos,hubo dificultades con las ratas de la
Granja Experimental y tambiéhubo dificultades con los Skinner.La única manera de conseguir queSkinner hiciera algo de lo que se lehabía dicho era amenazarlo con el
despido. Entonces se rascaba la barbilla sin afeitar —siempre
estaba sin afeitar del modo más
milagroso, puesto que nunca llegabaa brotarle la barba del todo— co
la palma de la mano, y mirando alseñor Bensington con un ojo y por
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señor Bensington con un ojo y por
encima de él con el otro, decía: —¡Oh! ¡Claro, ceñor
Bencington..., ci lo dice en cerio...!Pero por fin surgieron los primeros indicios del éxito. Y sheraldo fue una carta escrita con lacaligrafía alargada y esbelta del
señor Skinner:«La nueva pollada ha roto la
cáscara, y no me gusta nada. Crece
con mucha lozanía, muy diferente decomo era el último lote antes de que
usted nos diera sus instruccionesrecientes El último de ellos antes
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recientes. El último de ellos, antes
de que el gato lo cogiera, era u pollo hermoso y robusto, pero los
de esta última cría crecen comocardos silvestres. Jamás vi nadaigual. Picotean con tanta fuerza que perforan las botas de modo que nohe podido tomar las medidas
exactas, tal como usted me había pedido. Son verdaderos gigantes y
comen como tales. Pronto
necesitaremos más trigo, porquenunca se han visto gallinas que
coman como estos polluelos. Son yamayores que los Bantam A este
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mayores que los Bantam. A este
paso, serán aves de exposición, colo lozanos que están. Los Plymout
Rock ni se podrán comparar coellos. Anoche me llevé un sustocreyendo que el gato iba a por ellos; cuando miré por la ventanahubiera jurado que vi al gato
metiéndose por debajo delalambrado. Los polluelos estaba
despiertos y picoteando
hambrientos cuando salí a ver, perodel gato, ni rastro. Por lo tanto, les
di un puñado de trigo y cerré cocandado el gallinero Desearía
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candado el gallinero. Desearía
saber si la alimentación tiene quecontinuar según las instrucciones
recibidas. La mezcla que usted hizoya casi se ha terminado y yo noquiero hacer ninguna mezcla acausa del accidente del pudding.Con los mejores deseos por parte
de nosotros dos, y esperando quecontinuemos en su aprecio, co
todos los respetos, su fiel servidor.
ALFRED NEWTON SKINNER.»
El accidente a que Skinner hacía referencia hacia el final de la
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hacía referencia hacia el final de la
carta se relacionaba con un puddinde leche al que accidentalmente se
mezcló cierta cantidad deHeracleoforbia II, con resultadosmuy malos y casi fatales para losSkinner.
Pero Bensington, leyendo entre
líneas, advirtió en aquelcrecimiento tan notable la
consecución del fin buscado. La
mañana siguiente llegaba a laestación de Urshot con un saco en el
que llevaba, herméticamentecerrada en tres latas, una provisió
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cerrada en tres latas, una provisió
del Alimento de los Diosessuficiente para todos los pollos de
Kent.Era una clara y hermosamañana de fines de mayo, y suscallos habían mejorado tanto, queresolvió ir andando a la granja,
atravesando a pie Hickleybrow.Esto representaba, en conjunto, u
paseo de tres millas y media a
través del parque y del pueblo, yluego por las verdes cañadas de los
vedados de Hickleybrow. Lasramas de los árboles estaba
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salpicadas con los brotes que la primavera, en toda su fuerza hacía
surgir; los setos estaban llenos dealsines y collejas, y los bosques, deacintos azules y orquídeas
purpúreas; y por todas se oía elgorjeo de los pájaros: zorzales,
mirlos, petirrojos, pinzones, ymuchísimos más; y en un cátido
rincón del parque iban creciendo
los helechos y se oían los brincos ycarreras de los ciervos moteados.
Todo esto hacía evocar aBensington el recuerdo de s
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uventud y el ya olvidado gozo devivir. Ante él, la promesa de s
descubrimiento surgió clara yalegre, y le pareció que erarealmente el día más feliz de svida. Y cuando en el soleadocobertizo de la arenosa colina bajo
la sombra de los pinos, vio los polluelos que se habían alimentado
con la mezcla que el les había
preparado, gigantescos ydesgarbados, mayores ya que
muchas gallinas adultas y con hijos;y creciendo todavía, aún con s
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y ,
primer y blando plumón amarillo(apenas mucado de marrón en el
lomo), estuvo completamenteseguro de que el día más feliz de svida había llegado.
Ante la insistencia de Skinner,el señor Bensington entró en el
gallinero, pero después de haber sido picoteado en las rajas de las
botas dos o tres veces, volvió a
salir, y se quedó observandoaquellos monstruos a través del
alambrado. Los miró embelesado,siguiendo con la vista todos sus
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movimientos como si no hubiesevisto un pollo en toda su vida.
—Cómo cerán cuando hayacrecido del todo, ez coza que unono puede imaginarce —dijoSkinner.
—Grandes como caballos —
aventuró Bensington. —Pocible —admitió Skinner.
—¡Una sola ala servirá de
comida a varias personas! — exclamó el señor Bensington—. Y
habrá que cortarlos en filetes, comola carne de la vaca:
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—Pero no ceguirán creciendode ezta forma —objetó Skinner.
—¿No? —No —afirmó—. Ya conozcoezo. Empiezan primero muylozanoz, pero luego ce eztancan.
Hubo una pausa.
—Zon loz cuidadoz nueztrozdijo Skinner, modestamente.
Bensington enfocó los lentes
sobre él, de repente. —Teníamoz unoz caci ta
grandez en el otro citio dondeestuvimoz —dijo Skinner con s
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ojo bueno piadosamente elevado ycogiendo algo de confianza— yo ymi ceñora.
Bensington hizo su habitualinspección general del lugar, perovolvió rápidamente al gallinero.Aquello era, en verdad, mucho más
de lo que se había atrevido aesperar. ¡El curso de la ciencia es
tan tortuoso y lento! Después de las
más claras promesas y antes de que pueda llegarse a la realizació
práctica, transcurren, por reglageneral, años y años de intrincados
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planes y preparativos... ¡y he aquíque el Alimento de los Diosesllegaba a la práctica después demenos de un año de pruebas!Parecía demasiado..., demasiado bueno. ¡Aquellas EsperanzasAplazadas que constituyen el
alimento cotidiano de laimaginación científica ya no lo
obsesionarían más! Así, al menos,
lo creía. Volvió otra vez algallinero y se quedó de nuevo
boquiabierto ante aquellosestupendos pollos de su creación.
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—Vamos a ver —dijo—.Tienen diez días. Y, comparadoscon un polluelo ordinario, meimagino que serán... seis o sieteveces más grandes...
—Ya ez hora que noz dé uaumento de zalario —dijo Skinner a
su esposa—. Eztá contento comounaz pazcuaz por el modo como
hemoz criado a aquelloz pollueloz
de allá abajo... Eztá contento comounaz pazcuaz.
Se inclinó confidencialmentehacia ella y dijo, tapándose la boca
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con la mano: —Cree que ce debe a ecealimento que lez da.
E hizo un ruido de risareprimida en su cavidad faríngea...
Bensington fueverdaderamente un hombre dichoso
aquel día. Estaba dispuesto a noencontrar faltas en ningún detalle
avícola. El brillo de aquel día
ponía de relieve más vivamente delo que había podido notar hasta
entonces, la acumulada suciedad ydesidia de los Skinner. Pero sus
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comentarios fueron amabilísimos.Las cercas de varios de losgallineros estaban estropeadas, pero Bensington pareció considerar totalmente satisfactoria laexplicación de Skinner, cuando éstele dijo que era a causa de «una
zorra o un perro o algo ací».Bensington se limitó a indicar que
no se había limpiado la incubadora.
—Muy cierto, ceñor —repusoSkinner con los brazos cruzados y
sonriendo astutamente por debajode la nariz—. No hemoz tenido
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tiempo de limpiarla dezde quevinimoz aquí...Bensington se dirigió al piso
superior para examinar los boquetes abiertos por las ratas, yque, a juicio de Skinner,reclamaban la colocación de
trampas, ya que ciertamente eraenormes, y descubrió entonces que
el cuarto en que el Alimento de los
Dioses se mezclaba con la harina yel salvado estaba en un desorde
lamentable. Los Skinner eran de esaclase de personas que siempre
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encuentran un uso para los platosrajados, las latas viejas, los tarrosde conservas y los botes demostaza; el lugar estaba sembradode todo eso. En un rincón se pudríaun montón de manzanas que Skinner había guardado Dios sabe para qué,
y de un clavo en la parte inclinadadel techo pendían varias pieles de
conejo con las que Skinner
intentaba poner a prueba sus dotesde curtidor.
(—Poco habrá en cueztión de pielez y otraz cozaz que yo no cepa
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dijo Skinner.)Es muy cierto que Bensingtoresolló desaprobando aqueldesorden, pero no armó ningúescándalo inútil, y hasta cuando
notó una avispa regodeándosedentro de una vasija a medio llenar
de Heracleoforbia IV, simplementehizo observar con toda amabilidad
que sería mejor cubrir aquella
sustancia para evitar que quedaseexpuesta a la humedad del aire de
aquel modo.Luego, bruscamente, se volvió
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hacia Skinner para decirle lo quehabía estado barruntando desdehacía rato.
—Me parece, Skinner..., quevoy a matar uno de esos pollos...
como muestra. Creo que podremosmatarlo esta tarde, después de
comer, y me lo llevaré a Londres.Hizo como si mirara dentro de
otra vasija, se quitó los lentes y los
limpió. —Me gustaría —dijo—, me
gustaría muchísimo tener unamuestra... un recuerdo... de esta cría
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tan especial, en este día también taespecial. Y, a propósito no les daráusted carne para comer a estos polluelos ¿verdad?
—¡Oh! No, ceñor —replicó
Skinner—. Ce lo aceguro, ceñor Bencington. Zabemoz demaciado
bien cómo hay que criar alas avezde corral de todo género, para
hacer una coza cemejante.
—¿Está usted seguro de nohaber echado aquí las sobras de s
comida? Me ha parecido ver unoshuesos de conejo esparcidos en u
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rincón del gallinero...Pero cuando fueron a mirar seencontraron con que eran loshuesos, algo mayores, de un gato,limpios y secos.
III
—Esto no es un pollo —dijoJane, la prima de Bensington—.
Vamos me parece que sé distinguir
un pollo de lo que no lo es. E primer lugar, es muy grande para
ser un polluelo, y, además,cualquiera puede ver que eso no es
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ningún pollo, vamos. —Se parece más a unaavutarda que a un pollo.
—Por mi parte —dijoRedwood de mala gana,
permitiendo por esta vez queBensington le arrastrara a la
discusión—, debo confesar que,considerando toda la evidencia que
tenemos.
—¡Oh...! Si se pone usted así protestó Jane, la prima de
Bensington—, en lugar de usar susojos como persona sensata...
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—¡Pero, verdaderamente,señorita Bensington...! —¡Oh! ¡Adelante! —exclamó
la prima Jane—. Todos los hombresson iguales.
—Considerando toda laevidencia, este ejemplar
ciertamente cae dentro de loslímites de la definición... Sin duda
alguna es un ejemplar anormal e
hipertrofiado, pero aun así...teniendo en cuenta especialmente
que salió del huevo de una gallinanormal... Sí, creo señorita
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Bensington, que debo aceptar...,que, si hay que dar nombre a esto,se trata, de una especie de pollo.
—¿Quiere decir que es u pollo? —dijo la prima Jane.
—Creo que es un pollo —dijoRedwood.
—¡Qué tontería! —exclamóJane, dirigiéndose a Redwood—.
¡Oh, acabará usted con mi
paciencia!Dio media vuelta bruscamente
y salió de la habitación dando u portazo.
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—Y es una gran satisfacció para mí también poder contemplar este ejemplar, Bensington —dijoRedwood cuando el eco del portazose hubo amortiguado—. A pesar de
ser tan enorme.Sin previa invitación por parte
de Bensington, Redwood se sentóen el bajo sillón junto al fuego y
confesó cierto proceder que hasta
en un hombre no científico habríasido indiscreto.
—Creerá usted que he obradode un modo temerario, Bensington,
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ya lo sé. Pero lo cierto es que puseun poco... —no mucho— pero, efin, algo de eso... en el biberón demi hijo, hará cosa de una semana.
—Pero, ¿y si...? —exclamó
Bensington. —Lo sé —murmuró Redwood,
echando una ojeada al pollo giganteque estaba en una fuente sobre la
mesa; y prosiguió, hurgándose el
bolsillo, en busca de cigarrillos—:Todo ha salido bien, gracias a Dios.
En seguida se puso a dar detalles fragmentarios.
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—El pobrecillo no aumentabade peso... desesperadamenteansioso... Winkles es un solemneimbécil..., fue discípulo mío..., muymalo... la señora Redwood...,
inquebrantable confianza eWinkles... Ya conoce usted el tipo,
un hombre de esos con airesuperior..., altanero y dominante...
inguna confianza en mí, claro
está... Le enseñé a Winkles... Casini podía entrar en el cuarto del
niño... Había que hacer algo... Medeslicé allí mientras la niñera
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estaba desayunando... y cogí el biberón. —Pero crecerá —dijo
Bensington. —Ya crece. Ochocientos diez
gramos la semana pasada. Tendríausted que oír a Winkles. Son sus
cuidados, dice. —¡Mi querido! ¡Eso es lo que
dice Skinner!
Redwood volvió a echar unaojeada al pollo.
—Lo peor es que no sé cómoseguir adelante —dijo—. No
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quieren dejarme solo en el cuartodel niño porque antes quise trazar la curva del peso de GeorginaPhyllis —usted ya sabe—¿y cómovoy a poder darle una segunda
dosis? —¿Es necesario?
—Hace dos días que llora si parar... Ahora ya no quiere s
comida ordinaria. Quiere algo más.
—Dígaselo a Winkles. —¡Que lo ahorquen!
—Podría usted ir a Winkles ydarle los polvos para que se los
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diera al niño... —Eso será lo que me veréobligado a hacer, si me veoobligado —dijo Redwood,apoyando el mentón en el puño y
mirando fijamente el fuego.Bensington se quedó un rato
alisando el plumón de la pechugadel pollo gigante.
—Serán unas aves
monstruosas —afirmó. —Lo serán —dijo Redwood
sin apartar los ojos del fuego. —Grandes como caballos —
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dijo Bensington. —Mayores aún —dijoRedwood—. ¡Eso es lo queocurrirá!
Besington se apartó del
espécimen. —Redwood —dijo—, estas
aves van a causar sensación.Redwood asintió, inclinando
la cabeza hacia el fuego.
—¡Y por Júpiter! —dijoBensington, volviéndose con u
gran destello en sus lentes—.¡También causará sensación su hijo!
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—Esto es precisamente lo queestoy pensando —dijo Redwood.Se reclinó, suspiró, arrojó al
fuego su cigarrillo a medioconsumir y metió profundamente las
manos en los bolsillos del pantalón. —Esto es precisamente lo que
estoy pensando —repitió—. EstaHeracleoforbia será una sustancia
muy difícil de manejar. ¡Al ritmo
que este pollo ha crecido...! —Un niño que crezca al
mismo ritmo... —susurró lentamenteBensington, mirando al pollo
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mientras hablaba—. ¡Lo dije! — exclamó—. Será algo grandioso. —Le administraré dosis cada
vez más pequeñas —dijo Redwood. O lo hará Winkles.
—Sería llevar demasiadolejos el experimento.
—Bastante lejos. —Y, sin embargo, ¿sabe
usted?, debo confesar que... tarde o
temprano algún niño tenía quesometerse a la prueba.
—Claro que lo probaremos ealgún niño... ¡Seguro!
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—Desde luego —aprobóBensington, acercándose al fuego yquitándose los lentes paralimpiarlos con el pañuelo.
—Hasta que vi a esos pollos
no creo que me haya dado cuentacabal, Redwood, de ninguna de las
posibilidades que entrañaba lo queestábamos haciendo. Sólo ahora
empiezan a asomar en mi mente
las... posibles consecuencias...E incluso entonces, Mr.
Bensington estaba muy lejos detener idea del revuelo que aquel
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experimento iba a provocar.IV
Aquello sucedió a principiosde junio. Durante unas semanas
Bensington no pudo volver a visitar la Granja Experimental a causa de
un severo catarro imaginario, yRedwood se vio obligado a hacer
en su lugar una visita relámpago.
Volvió hecho un padre muchísimomás preocupado de lo que estaba al
ir. En conjunto habían transcurridosiete semanas de crecimiento
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progresivo e ininterrumpido...Y entonces las avispasempezaron a entrar en funciones.
A finales de julio, fue muertala primera de las grandes avispas,
casi una semana antes de que lasgallinas se escapasen de
Hickleybrow. La informacióapareció en diversos periódicos,
pero no sé si la noticia llegó a
oídos de Bensington, y muchomenos si, en caso de que se
enterase, la relacionó con eldescuido general que prevalecía
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en la Granja Experimental.Pocas dudas caben de que,mientras Skinner administraba a los pollos de Bensington laHeracleoforbia IV, un gran número
de avispas se hallaban trabajandocasi industrialmente —o quizá más
en el acarreo de grandescantidades de la misma pasta a sus
primeras crías de verano en los
bancos de arena, más allá de los pinares adyacentes. Y es
indiscutible que aquellas precocescrías crecieron y se beneficiaro
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tanto de aquella sustancia como lasgallinas de Bensington. Está en lanaturaleza de la avispa que alcancela madurez efectiva antes que el avedel corral, y, en realidad, de todas
las criaturas que compartían,gracias al generoso descuido de los
Skinner, los beneficios queBensington había querido verter
sobre sus gallinas, las avispas
fueron las destinadas a ser las primeras en hacer ruidoso acto de
presencia.Fue un guardabosque llamado
df l d l h i d
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Godfrey, empleado en la haciendaque el teniente coronel Rupert Hic poseía cerca de Maidstone, quieencontró y tuvo la suerte de matar al primero de esos monstruos que
registra la historia. Andaba metidoen los helechos hasta las rodillas e
un claro del bosquecillo de hayasque diversifica al parque del
teniente coronel Hick, con s
escopeta al hombro — afortunadamente para él era una
escopeta de dos cañones—, cuandovio por primera vez el insecto. Se
b l d d
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acercaba a contraluz, de modo queno pudo verlo distintamente, y alacercarse zumbaba «como un motor de automóvil». Admite que seasustó. Evidentemente era ta
grande o mayor que una lechuza, y asu ojo ejercitado, el vuelo del
monstruo, y particularmente elnebuloso torbellino de sus alas,
debió de haberle parecido en nada
semejante al vuelo de un pájaro. Elinstinto de conservación, segú
creo, se mezclaría con un antiguohábito, cuando Godfrey dice que
d jó l lí
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«dejó que volara en línea recta».Lo extraño de aquellaexperiencia probablemente afectósu puntería; sea por lo que fuere, locierto es que erró el tiro, y el
monstruo inició un descenso con ucolérico «Fuzzzz» que reveló
inmediatamente su identidad deavispa, y luego volvió a elevarse
con todas sus rayas brillando a la
luz del sol. Godfrey dice que laavispa se revolvió contra él.
Entonces disparó su segundo cañóa menos de veinte metros, arrojó la
t l l di d t
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escopeta al suelo y dio dos o tres pasos, agachándose para evitar alanimal.
Está convencido de que laavispa pasó volando a un metro de
él, dio contra el suelo, volvió aelevarse, volvió a caer, quizás a
unos treinta metros de distancia, yempezó a dar tumbos por el suelo,
contorsionándose y moviendo s
aguijón en su última agonía.Godfrey vació los dos cañones de
su escopeta por segunda vez sobreel animal antes de aventurarse a
á lC d d idió di l
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acercársele.Cuando se decidió a medirlavio que tenía setenta centímetros deuna punta del ala a la otra, y elaguijón ocho. El abdomen había
estallado por la mitad, pero estimóla longitud del animal, de la cabeza
al aguijón, como de unos cuarenta ycinco centímetros... lo que es casi
exacto. Sus ojos compuestos era
del tamaño de monedas de u penique.
Esta es la primera aparicióauténtica de las avispas gigantes. El
dí i i t i li t b j bd l id d l h
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día siguiente, un ciclista que bajabaa toda velocidad la cuesta que hayentre Sevenoaks y Tonbridge, colos pies en el manillar, por poco noaplasta otra de esas avispas
gigantes que se arrastraba por lacarretera. El paso del ciclista
pareció alarmarla, y emprendió elvuelo con un ruido parecido al de
un aserradero. Con la emoción del
momento la bicicleta saltó por lacuneta, y cuando el ciclista pudo
mirar hacia atrás, la avispa sealejaba, elevándose por encima de
los bosq es hacia WesterhamD é d h t
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los bosques, hacia Westerham.Después de hacer unas cuantaseses, el ciclista echó mano de losfrenos, se apeó —temblaba de umodo tan violento que se cayó de
bruces encima de la bicicleta alapearse— y se sentó en el borde de
la cuneta para rehacerse un poco.Se había propuesto pedalear hasta
Ashford, pero aquel día no pudo
llegar más allá de Tonbridge...Después de esto, y
curiosamente por cierto, no seregistraba la presencia de lasgrandes avispas durante tres días.C lt d l i f
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Consultando los informesmeteorológicos de aquellos tiemposme encuentro con que fueron co precipitaciones locales, lo cual
puede tal vez explicar estaintermitencia. Luego, al cuarto día,
el cielo se presentó de nuevo azul ydespejado, con un sol brillante y
una invasión tal de avispas como el
mundo es seguro no había vistonunca.
Es imposible adivinar cuántasavispas salieron a la luz aquel día.Hubo una víctima, un tendero de
tibl d b ió d
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comestibles, que descubrió uno deesos monstruos en un barril deazúcar, y con mucha temeridad por su parte lo atacó con una pala al
emprender el vuelo. La arrojó alsuelo por un momento, pero la
avispa le aguijoneó perforándole la bota, mientras él la golpeaba de
nuevo, partiéndola en dos. De los
dos, el tendero fue el primero esucumbir...
La más dramática de aquellacincuentena de apariciones fue la dela avispa que visitó el MuseoBritánico a eso del mediodía
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Británico a eso del mediodía,descolgándose del sereno y azulfirmamento sobre una de lasinnumerables palomas que picotea
en el patio de dicho edificio yremontándose luego a la cornisa
para devorar a su víctima con todatranquilidad. Después se arrastró u
rato por el techo del museo, entró
en el interior de la cúpula de la biblioteca por un tragaluz, zumbó u
buen rato por el interior — produciendo la consiguiente huidade los lectores— y, por fin,encontrando otra ventana volvió a
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encontrando otra ventana, volvió adesaparecer de la observacióhumana, produciéndose un súbitosilencio.
La mayoría de las demásinformaciones se refieren al paso o
al descenso de uno de estosinsectos.
En Aldington Knoll dispersó
un picnic en el campo. Todos losdulces y la mermelada quedaro
consumidos en un santiamén y ucachorrillo de perro fue muerto ydespedazado, cerca de Whitstable,bajo los mismos ojos de su dueña
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bajo los mismos ojos de su dueña...Aquella noche las calles
resonaron con la noticia, losanuncios de los periódicos
advirtieron exclusivamente, conumerosos titulares de gran tamaño,
la aparición de las «AvispasGigantes de Kent».
Los directores de periódicos y
los redactores jefes, aguadísimos,se lanzaron arriba y abajo de
tortuosas escaleras, gritando usinfín de cosas sobre las avispas.Y el profesor Redwood, al
salir de su colegio en Bond Street a
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salir de su colegio en Bond Street, alas cinco, con el rostro colorado,después de una acaloradísimadiscusión con la junta acerca del
precio de los terneros, compró u periódico de la tarde, lo abrió, se le
demudó el rostro, olvidóinmediatamente el asunto de los
terneros y de la junta y cogió u
cabriolé para dirigirse al piso deBensington.
V
El piso estaba ocupado, segúle pareció con exclusión de todo
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le pareció, con exclusión de todootro objeto sensible, por Skinner ysu voz, si es que tanto al uno comoa la otra puede llamárseles objetos
sensibles.La voz era muy aguda y el tono
era angustioso. —Ez impocible quedarnoz u
día máz, ceñor Bencington. Noz
hemoz quedado porque creíamozque laz cozaz ce arreglarían, y lo
que paza ez que han ido de mal e peor, ceñor Bencington... No zozólo laz avizpaz, ceñor Bencington Ahora hay tambié
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Bencington... Ahora hay tambiégrandez tijeretaz y ciempiez, ceñor
Bencington, aci de grandez. (Yseñalaba todo lo largo de la mano y
cerca de ocho centímetros más deun ancho y sucio antebrazo.) Por
poco le da un ataque de nervioz a laceñora Zkinner, ceñor Bencington.
Y, por ci fuera poco, laz ortigaz de
al lado del gallinero, ceñor Bencington, también eztá
creciendo, ci, ceñor, y laenredadera amarilla, aquélla que plantamoz cerca del zumidero,ceñor Bencington Ya ha pazado
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ceñor Bencington... Ya ha pazadozuz zarcilloz a través de la ventana
durante la noche, cí, ceñor Bencington, y caci ce enredó con la
propia ceñora Zkinner, ceñor Bencington. Y todo ez a cauza del
alimento ece que uzted lez da, ceñor Bencington. Por dondequiera que ce
haya derramado, por poco que cea,
todo lo que hay allí ce pone acrecer de un modo pavorozo, ceñor
Bencington. Todo crece máz de loque yo nunca zupuce que pudieracrecer. Ez impocible quedarnozotro mez ceñor Bencington Ez máz
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otro mez, ceñor Bencington. Ez mázde lo que valen nuestraz vidaz,
ceñot Bencington. Aun en el cazo deque laz avizpaz no noz picaran,
moriríamoz zofocadoz por laenredadera ceñor Bencington. Uzted
no puede imaginárcelo, ceñor Bencington..., a menoz de que venga
a verlo con zuz propioz ojoz,
usted...Giró su ojo superior hacia la
cornisa, por encima de la cabeza deRedwood, añadiendo: —¿Cómo podremoz zaber ci
laz rataz no han comido el alimento
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laz rataz no han comido el alimentoece, ceñor Bencington? Ezo ez lo
que me preocupa, ceñor Bencington. No he vizto aú
ninguna rata grande, ceñor Bencington, pero ¿cómo voy a zaber
ci laz hay? Hemoz eztadozobrezaltadoz durante varioz diaz a
cauza de la tijereta que vimoz, o de
laz tijeretaz, mejor dicho, porqueeran doz... Y grandez como
langoztaz, ceñor Bencington, y delmodo pavorozo como ha crecido laenredadera amarilla, y cuando oí lode laz avizpaz... Dezpuez de
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de laz avizpaz... Dezpuez deenterarme, lo comprendo todo,
ceñor Bencington. No he aguardadomáz ciño a que mi mujer me cociera
un botón que ce me había caído, yhe venido enceguida. Aún eztoy
lleno de anciedad, ceñor Bencington. ¿Qué cé yo de lo que le
puede eztar zucediendo a la ceñora
Zkinner en ezce inztante, ceñor Bencington? La enredadera crece
por todoz ladoz, como unacerpiente... Aunque parezcaincreíble hay que eztarla vigilandoy huir de zu proccimidad... Y laz
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y ptijeretaz creciendo aún máz y máz
laz avizpaz... ¡Ceñor Bencington!¡Ci le ocurriera algo a ella, ceñor
Bencington...! —Pero, ¿y las gallinas? —
preguntó Bensington—. ¿Cómoestán las gallinas?
—Laz hemoz eztado
alimentando hazta ayer, ¡Dios me proteja! Pero ezta mañana no noz
atrevimoz, ceñor Bencington. Elruido que producían ha cido algoezpantozo, ceñor Bencington.Venían a docenaz. Grandez como
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gallinaz. Yo le digo a ella, le digo,
cóceme un botón o doz, le digo, porque no puedo ir a Londrez ací
como eztoy, le digo, y voy a ver alceñor Bencington, le digo, a
explicarle lo que ocurre. Y túquédate en ezta habitación hazta que
yo vuelva, le digo, y cierra la
ventana y déjala cerrada que no pueda pazar nada, le digo.
—Si usted no hubiese sido tasucio y descuidado... —empezó adecir Redwood.
—¡Oh, no diga ezo, ceñor
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¡ , g ,Redwood! ¡Y ahora menoz que
nunca, ceñor Redwood, que eztoydecezperado penzando en la ceñora
Zkinner, ceñor Redwood! ¡Oh, nodiga ezaz cozaz, ceñor Redwood!
¡No tengo ánimoz ahora para ponerme a dizcutir con uzted! ¡Que
Dioz me proteja, que no tengo
ánimoz, vaya! Zon laz rataz laz queme preocupan... ¿Cómo puedo zaber
que no han atacado a la ceñoraZkinner mientras yo eztoy aquí? —¿Y ustet no ha tomado
alguna medida de todas esas
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gmaravillosas curvas de
crecimiento? —preguntó Redwood. —He eztado demaciado
preocupado, ceñor Redwood — contestó Skinner—. ¡Ci uzted
zupiera por lo que hemoz pazado...yo y mi ceñora! ¡Y todo durante el
último mez! No zabíamos qué
pensar de todo ello, ceñor Redwood. ¡Con laz gallinaz
haciéndoce tan gordaz, y lastijeretaz, y la enredadera amarilla!o cé ci le he dicho a uzted, ceñor,
que la enredadera amarilla...
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—Ya nos ha hablado usted de
todo eso —dijo Redwood—. Loque ahora importa, Bensington, es
saber qué vamos a hacer. —¿Qué vamoz a hacer? —
repitió Skinner. —Tendrá usted que volver
allí, señor Skinner —dijo Redwood
. No puede usted dejar a sesposa sola toda la noche.
—No me iré zolo, no, ceñor.Aunque hubiece una docena deceñoras Zkinner. Ez el ceñor Bencington...
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—¡Tonterías! —dijo Redwood
. Las avispas estarán quietas por la noche. Y las tijeretas se
marcharán... —Pero, ¿y laz rataz?
—No hay ninguna rata —dijoRedwood.
VI
El señor Skinner podía muy
bien haber hecho caso omiso de s principal motivo de ansiedad. Laseñora Skinner no terminó el día ecasa.
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A eso de las once la
enredadera amarilla, que habíaestado poco activa toda la mañana,
empezó a trepar por la ventana y aoscurecer la habitación con rapidez
y cuanto más oscuro se hacía, tantomás claramente percibía la señora
Skinner que su situación se tornaría
muy pronto inaguantable. Y tambiéle pareció que habían transcurrido
unos cuantos siglos desde que sefue su marido. Se asomó a laoscurecida ventana, a través de losinquietos zarcillos, permaneció allí
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algún tiempo, y luego se fue, muy
cautelosamente, a abrir la puertadel dormitorio y se puso a
escuchar...Todo parecía estar quieto. Por
lo tanto, recogiéndose las faldas, pasó al dormitorio, y después de
haber mirado debajo de la cama y
de haberse encerrado, procedió,con la metódica rapidez de una
mujer experta en esos quehaceres, ahacer el equipaje. La cama noestaba hecha y el suelo estabacubierto de trozos de enredadera
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que Skinner había cortado la noche
anterior a fin de poder cerrar laventana, pero a aquel desorden ella
no hizo el menor caso. Hizo ufardo con un lienzo muy decente.
Enfardó toda su ropa más unachaqueta de pana que Skinner solía
llevar en ocasiones especiales, y
además empaquetó también un tarrode pepinillos en conserva que no
había sido abierto aún. Hasta aquíestuvo plenamente justificado s plan de hacer paquetes. Perotambién empaquetó dos latas
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herméticamente cerradas que
contenían Heracleoforbia IV, queBensington había llevado en s
último viaje. (Era una mujer buenay honrada... pero era tambié
abuela, y le había apenado ver cómo se despilfarraba un alimento
que producía un crecimiento ta
fabuloso en un grupo de infectos pollos.)
Y después de haber hecho ugran paquete con todas estas cosasse caló el gorrito, se quitó eldelantal, ató las varillas del
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paraguas con un cordón de zapato
nuevo, y después de permanecer u buen rato a la escucha en la
ventana, abrió la puerta y salióimpetuosamente a un mundo lleno
de peligros. Llevaba el paraguasdebajo del brazo y asía el fardo co
sus manos nudosas y resueltas.
Llevaba su mejor gorritodominguero, y las dos amapolas que
erguían sus corolas, en medio desus esplendores de cintas y cuentas, parecían impulsadas por el mismotrémulo valor de que ella se hallaba
íd
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poseída.
Sus facciones arrugaron la raízde la nariz con determinación. ¡Ya
estaba harta de todo aquello!¡Dejarla allí sola! Qué Skinner
volviera cuando quisiese.Salió por la puerta principal, y
siguió adelante, no porque quisiera
dirigirse a Hickleybrow (su destinoera Cheasing Eyebright, donde
residía su hija casada), sino porquela puerta trasera era infranqueabledebido a la enredadera amarilla quehabía estado creciendof i d d l ñ
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furiosamente desde que la señora
Skinner vertió impensadamente unalata de alimento cerca de sus raíces.
Al salir, volvió a aguzar el oídodurante unos momentos, y luego
cerró la puerta con mucho cuidado.Al llegar a la esquina de la casa se
detuvo a escudriñar...
Un extenso montículo arenosoen la ladera de la colina, más allá
de los pinares, marcaba el lugar delnido de las avispas gigantes, y laseñora Skinner lo estudió con gracuidado. Ya atardecía y ni por
lid d í i
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casualidad se veía una avispa; a no
ser por un ruidito un poco más perceptible del que hubiese hecho
un aserradero de vapor situado emedio de los pinares, todo estaba
silencioso. En cuanto a las tijeretas,no pudo ver ni una sola. Allá abajo,
en medio de las coles, había algo
que se movía, pero debía ser probablemente un gato al acecho de
algún pájaro. Permaneciócontemplando todo durante un buerato.
Dio unos pasos, doblando lai d l l f ió
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esquina de la casa, y se le ofreció a
la vista el gallinero con los pollosgigantes. Se detuvo de nuevo.
—¡Ah! —exclamó, sacudiendola cabeza al verlos.
Ya habían alcanzado la talla deun avestruz, pero, naturalmente,
tenían en cuerpo mucho más
rechoncho... Eran animalesmayores, en conjunto. Todas era
gallinas, cinco en total, pues los dosgallos se habían matadomutuamente. Vaciló un momentoante la actitud decaída de los
ll
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pollos.
—¡Pobrecillos! —exclamó,dejando en el suelo su fardo—. No
tienen agua. ¡Y con el apetito quetienen! —Se puso un flaco dedo e
los labios y sostuvo una conferenciaconsigo misma.
Entonces aquella vieja sucia y
desaliñada hizo lo que a mí me parece un acto heroico de caridad.
Dejó su fardo y su paraguas emitad del camino enladrillado, ydirigiéndose al pozo sacó no menosde tres cubos de agua para el vacíoabrevadero de los pollos y
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abrevadero de los pollos, y
mientras éstos se agolpaban en él,descorrió muy suavemente el
cerrojo del gallinero. Después de locual entró en una fase de gra
actividad, volvió a coger sequipaje, franqueó el vallado del
fondo del jardín, atravesó los
fértiles prados (para evitar elavispero) y se dirigió a toda marcha
por el tortuoso camino queconducía hacia Cheasing Eyebright.Subió jadeando la cuesta,
deteniéndose de vez en cuando paradescansar de su carga recobrar el
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descansar de su carga, recobrar el
aliento y volverse para mirar haciaabajo en dirección a la casa de
campo junto al pinar. Y cuando, por último, al llegar ya cerca de la
cima, vio a lo lejos varias grandesavispas que descendía
pesadamente hacia occidente, sintió
como si le hubiesen crecido alas elos pies.
Pronto salió del campo abierto para entrar en un camino quetranscurría entre taludes bastanteelevados (que le pareció un sitiomás seguro) y de allí por
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más seguro) y de allí, por
Hickleybrow Coobe, salió a lallanura. Al comienzo de ésta, donde
un gran árbol daba cierta sensacióde refugio, la señora Skinner
descansó durante un buen rato elos peldaños de un portillo.
Luego prosiguió adelante co
decisión...Os la podéis figurar como una
especie de hormiga negra erguidallevando a cuestas su blanco hato yapresurándose a lo largo del pequeño y blanco sendero que se vaseparando de la ladera bajo el
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separando de la ladera, bajo el
cálido sol de una tarde de verano.Iba esforzándose hacia delante, tras
su resuelta nariz, infatigable, lasamapolas de su gorrito temblando
constantemente, y sus botas decierre elástico blanqueándose cada
vez más en el polvo de la llanura.
Flip-flap, flip-flap, iban haciendosus pasos a través del inmóvil
bochorno del día canicular, y de umodo persistente el paraguas buscaba la manera de deslizarse bajo el codo que lo sostenía Laboca aparecía fruncida denotando
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boca aparecía fruncida, denotando
una resolución extrema, y de vez ecuando ordenaba a su paraguas que
volviera a colocarse en su sitio odaba a su estrechamente agarrado
fardo una vengativa sacudida. Y aveces sus labios mascullaba
fragmentos de alguna prevista
disputa entre ella y Skinner.Y muy lejos, a muchos
kilómetros de distancia, elcampanario de una iglesia empezó adestacarse insensiblementesurgiendo del vago azul del cielo,para marcar más y más
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para marcar más y más
distintamente el tranquilo rincódonde Cheasing Eyebright se
refugiaba del tumulto mundanal, siacordarse en absoluto de la
existencia de la Heracleoforbiaoculta en aquel blanco hato que se
esforzaba tan persistentemente e
avanzar en dirección a aquelordenadísimo retiro.VII
Tal como he podido deducir,los pollos hicieron su aparición eHickleybrow hacia las tres de la
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Hickleybrow hacia las tres de la
tarde. Su llegada debió de ser algoocoso, aunque no había entonces
nadie en las calles para poder presenciarla. El violento berrido
del pequeño Skelmersdate pareceque fue el primer aviso de que
ocurría algo insólito. La señorita
Durgan de la Oficina de Correos,estaba asomada a la ventana comode costumbre cuando vio a lagallina que había cogido al infelizniño, corriendo a escape callearriba con su víctima, con otras dosgallinas pisándole los talones ¡Ya
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gallinas pisándole los talones. ¡Ya
conocéis las balanceantes zancadasde los polluelos modernos, atléticos
y emancipados! ¡Podéis imaginarosla viva insistencia de la hambrienta
gallina! Aquellas aves eraPlymouth Rock, según me ha
dicho, una raza que, aun sin la
ayuda de la Heracleoforbia, secaracteriza por sus grandeszancadas.
Probablemente la señoritaDurgan no se sorprendiódemasiado. A pesar de lainsistencia de Bensington e
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insistencia de Bensington e
guardar el secreto, habían circuladorumores en el pueblo, desde hacía
algunas semanas, acerca de losgrandes polluelos que estaba
criando Skinner. —¡Dios mío! —exclamó Miss
Durgan—. ¡Es lo que me temía!
Parece que se comportó couna gran presencia de espíritu.Cogió de un tirón el saco precintado de la correspondenciaque estaba esperando para enviar aUrshot, y se lanzó a la puertainmediatamente. Casi
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inmediatamente. Casi
simultáneamente apareció el señor Skelmersdale al otro extremo del
pueblo, aferrando una regadera por el pico, y muy pálido. Y, como es
natural, al cabo de un instante, cadauno de los habitantes del pueblo se
había asomado a la puerta o a la
ventana.El espectáculo que ofrecía laseñorita Durgan cruzando la calle,con toda la correspondencia diariade Hickleybrow en las manos, hizodetenerse al pollo que se habíaapoderado del pequeño
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p p q
Skelmersdale. El ave se detuvo eun momento de indecisión, y luego
se dirigió hacia las abiertas puertasdel patio de Fulcher. Aquel instante
fue fatal. El segundo pollo loalcanzó limpiamente, entró e
posesión del niño gracias a u
picotazo muy bien dirigido y saltó por encima de la tapia dentro delardín de la vicaria.
—¡Croe, croe, croe, croe,croe, croe! —chilló la gallina másrezagada al recibir un golpe propinado por el señor
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Skelmersdale con mucha habilidad,al lanzarle la regadera. La gallina
aleteó desesperadamente saltando por encima de la cerca del cottage
de la señora Glue y de allí alcampo del médico, mientras
aquellas aves gargantuescas
perseguían al pollo que tenía elniño por el césped de la vicaría. —¡Cielos —exclamó el cura,
o (alguien afirma) quizás algo másgrave.
Echó a correr, volteando elmazo de croquet y gritando para
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q y g p
interceptar el paso al ave: —¡Detente, maldita! —gritó,
como si las gallinas gigantes fueraanimales corrientes en el mundo.
Y luego, viendo que le eraimposible evitarla, le arrojó el
mazo con todo el vigor y toda la
fuerza de que disponía. Éste fue a parar, después de describir unagraciosa curva, a poco más de u palmo de distancia de la cabeza delniño Skelmersdale, rompiendo de
paso unos cristales de invernáculo.¡Crash! ¡El nuevo invernáculo! ¡El
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¡ ¡ ¡
nuevo y hermoso invernáculo de laesposa del vicario!
Aquello asustó a la gallina. Yhabría podido asustar a cualquiera.
Soltó a su víctima dentro de ulaurel de Portugal, de donde fue
extraída inmediatamente, algo
descompuesta, pero, salvo en sus poco delicadas ropas, indemne,luego dio un brinco aleteante paraalcanzar el tejado de los establosde Fulcher, pero, apoyándose en u
sitio inseguro entre las tejas,descendió como si dijéramos desde
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el infinito a la quietudcontemplativa del señor Bumps, el
paralítico, que, como sin duda haquedado probado, en aquella única
ocasión de su vida pudo atravesar el jardín, en todo su diámetro ymeterse en casa, sin requerir
asistencia alguna, cerrando la puerta con llave, para recaer inmediatamente en su habitualestado de resignación cristiana ydesvalida dependencia de s
esposa...Los demás pollos fuero
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acosados por los otros jugadores decroquet, y pasando por el huerto del
vicario, se metieron en el campodel médico, a cuya cita acudió
también, por fin, el quinto pollocacareando desconsoladamentedespués de un fracasado intento
pasearse por el pepinar del señor Whiterspoon.Parece que durante un bue
rato se comportaron de un modo bastante gallináceo, escarbando el
suelo y cloqueandomeditativamente, pero después uno
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de los pollos picoteórepentinamente una colmena del
médico. Luego los cinco echaron acorrer de un modo desmañado, a
sacudidas y aleteos, como situvieran ataques de nervios, acampo traviesa, en dirección a
Urshot, y Hickleybrow Street ya nolos vio más. Cerca de Urshollegaron por fin a dar con ualimento apropiado en un campo denabos suecos y se quedaron allí
picoteando con gran satisfaccióhasta que los alcanzó su propia
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fama.La principal reacció
inmediata ante aquella pasmosairrupción de gigantescas aves de
corral sobre la mente humana setradujo en la aparición de unaextraordinaria afición a gritar,
correr y lanzar objetos, y en seguidatodos los hombres hábiles deHickleybrow y algunas mujeressalieron al exterior con una notablevariedad de artículos contundentes
en las manos para comenzar a dar caza a las gallinas gigantes.
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Consiguieron espantarlas edirección a Urshot, donde se estaba
celebrando una feria rural, y Ursholas acogió como la gloriosa
apoteosis de una jornada feliz.Empezaron a disparar contra ellascerca de Findon Beeches, pero al
principio solamente con escopetas pequeñas. Naturalmente, unos pajarracos de aquel tamaño podíaabsorber una cantidad ilimitada de perdigones sin grave riesgo. Se
dispersaron algo cerca deSevenoaks, y cerca ya de Tonbridge
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una de ellas emprendió vuelochoqueando un rato, presa de una
agitación excesiva, en cabeza y paralelamente al expreso del barco
correo de la tarde... con graasombro por parte de los que allíviajaban.
A eso de las cinco y media dosde ellas fueron cogidas, muyingeniosamente, por el propietariode un circo en Tunbridge Wells, quelas atrajo dentro de una jaula que se
hallaba vacante por la muerte de udromedario viudo, con la añagaza
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de esparcir por el suelo trozos de pan y de pastel...
VIII
Cuando el infortunado Skinner se apeó aquella tarde del tren de lalínea del Sudeste en Urshot, ya
había anochecido. El tren llegó coretraso, pero no excesivo, y Skinner así se lo hizo notar al jefe de laestación. Tal vez viera algunaintención en la mirada del jefe de
estación. Después de una brevevacilación, y con un ademá
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confidencial, poniéndose la mano allado de la boca, preguntó si había
ocurrido «algo» aquel día. —¿Qué quiere usted decir? —
preguntó el jefe de estación, quetenía una voz seca y enfática. —Laz avizpaz ezas y demaz.
—No hemos tenido tiempo de pensar en avizpaz —dijo con sornael jefe de estación—. Hemos estadodemasiado atareados con susendemoniadas gallinas.
Y comunicó la noticia de los polluelos a Skinner, del mismo
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modo que si se tratara de romper los cristales de la ventana de u
político enemigo. —¿No ha oído uzted nada de
la ceñora Zkinner? —preguntóSkinner, entre aquella lluvia deexpresivas noticias y comentarios.
—¡Ni por asomo! —exclamóel jefe de estación, como si hasta éltrazara en algún sitio la líneadivisoria entre lo que se sabe y loque se ignora.
—Deberé inveztigar zobre ezodijo Skinner, poniéndose fuera
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del alcance de las conclusiones que profería el jefe de estación sobre la
responsabilidad que implicaba unanutrición gallinácea excesiva...
Al pasar por Urshot, un calerollamó a Skinner, desde las minas deHankey, preguntándole si buscaba a
sus gallinas. —¿No zabe uzted nada de laceñora Zkinner? —le preguntó éste.
El calero —sus frases exactasno nos interesan aquí— demostró
un interés superior por lasgallinas...
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Ya estaba todo oscuro —taoscuro, al menos como puede
estarlo una clara noche de junioinglesa cuando Skinner asomó la
cabeza en la taberna de los JollyDrovers preguntando: —¡Hola! ¿No habéiz oído algo
de eza hiztoria de miz gallinaz? —¿Que si hemos oído algo?dijo Fulcher—. ¡Hombre!
Precisamente una parte de lahistoria se ha desarrollado en el
tejado de mis establos, y uno de suscapítulos ha abierto un boquete e
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el huerto de la señora del vicario.¡Ah Perdón...! Quise decir del
invernáculo.Skinner se decidió a entrar.
—Quiciera algo que fuece u poco reconfortante. Ginebracaliente y agua para mi gaznate.
Y todo el mundo empezó acontarle cosas de los polluelos. —¡Válgame Dioz! —exclamó
Skinner. —Y después de una pausa,añadió—: ¿No zabéis nada de la
ceñora Zkinner? —¡Nada! —contestó
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Witherspoon—. No hemos pensadoen ella. No hemos pensado e
ninguno de los dos. —¿No ha estado usted en casa
hoy? —preguntó Fulcher con uarro de cerveza en la mano. —Si uno de esos
endemoniados pajarracos la ha picoteado... —empezó a decir Witherspoon, dejando el enterohorror de la imagen a las libresimaginaciones de los circundantes.
A los allí reunidos se lesocurrió en aquel momento que sería
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un buen final de un día lleno deacontecimientos, ir todos co
Skinner para ver si le habíasucedido algo a su señora. Nunca se
sabe la suerte que le puede caber auno cuando se presentan accidentesal por mayor. Pero Skinner, ante el
mostrador, bebiéndose su ginebracaliente con agua, con un ojoerrabundo sobre los objetos quehabía en el fondo de la taberna y elotro fijo en el vacío, no comprendió
aquel momento psicológico. —No habrá ocurrido nada co
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ninguna de ezas grandez avizpazhoy, ¿verdad? —preguntó con una
elaborada indiferencia en el gesto. —Hemos estado demasiado
ocupados con sus gallinas — dijoFulcher. —Zupongo que todaz habrá
vuelto a zu guarida —repusoSkinner. —¿Qué?... ¿Las gallinas? —Eztaba penzando
ezpecialmente en laz avizpaz —
aclaró Skinner.Y luego, con un aire de
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circunspección que habríainfundido sospechas a un bebé de
una semana, y acentuandofuertemente la mayoría de las
palabras que iba escogiendo, preguntó: —Zupongo que nadie ha oído
decir nada de otra coza grande quehaya aparecido por aquí, ¿no ezcierto? ¿De grandez perroz, o gatoz,o algo aci? Me parece a mí que cihay grandez gallinaz y grandez
avizpaz por todaz partez...Y se echó a reír, haciendo
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como que decía las cosas sin ton nison.
Pero una expresión taciturna sedibujó en los semblantes de los
vecinos de Hickleybrow. Fulcher fue el primero en dar a sus ideascondensadas la forma concreta de
palabras. —Un gato que hubiera crecidocomo las gallinas —dijo Fulcher.
—¡Vaya! —exclamóWitherspoon—. Un gato
proporcionado a las gallinas. —Sería un tigre —murmuró
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Fulcher. —Más que un tigre —rectificó
Witherspoon.Cuando, por fin, Skinner,
emprendió la marcha por elsolitario sendero que pasa por el borde del campo que separa
Hickleybrow de la sombríahondonada cubierta de pinos, bajocuya oscura sombra la gigantescaenredadera amarilla se agarrabasilenciosamente a la Granja
Experimental, la emprendió solo.Se le vio destacarse
di i l h i
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distintamente contra el horizonte,contra la cálida y diáfana
inmensidad del cielo del norte — porque hasta allí fue seguido por el
interés público—, para descender de nuevo dentro de la noche, dentrode una oscuridad de la cual parecía
que nunca volvería a resurgir.Pasó... al reino del misterio. Hastala fecha nadie sabe lo que pudohaber sido de él, después de haber cruzado la cresta de la colina.
Cuando, más tarde, los dos Fulcher,con Witherspoon, empujados por
i i i i ll
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sus propias imaginaciones, llegaroa la cima de la colina para seguirle
de lejos, la noche se lo habíatragado por completo.
Los tres hombres permanecieron muy juntos. No seoía el menor ruido en aquella
oscuridad boscosa, ni había nadaque ocultase la granja a susmiradas.
—Todo va bien —dijo eloven Fulcher, dando fin a un largo
silencio. —No veo ninguna luz —
Wi h
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repuso Witherspoon. —Desde aquí no puede verse.
—Está todo brumoso —dijo elviejo Fulcher.
Meditaron durante un rato. —Habría vuelto si algo noanduviera bien —afirmó el jove
Fulcher.Y esto pareció tan obvio yconcluyente que a continuación elviejo Fulcher dijo:
—¡Bueno!
Y los tres fueron a acostarse,aunque preocupados, hay que
d iti l
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admitirlo...Un pastor que vivía al lado de
la granja de Huckster, oyó uchillido durante la noche, que creyó
producido por unas zorras, y por lamañana vio que uno de sus corderoshabía sido muerto, arrastrado por el
camino de Hickleybrow y parcialmente devorado.¡Lo que es inexplicable de
todo esto es la ausencia de restosque pudieran considerarse
indiscutiblemente como pertenecientes a Skinner!
M h d é
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Muchas semanas después, emedio de las carbonizadas ruinas
de la Granja Experimental, se hallóalgo que pudiera haber sido y
pudiera no haber sido un omóplatohumano y en otra parte de las ruinasun largo hueso muy roído e
igualmente dudoso. Cerca del portillo que da hacia Eyebright seencontró un ojo de cristal, con loque muchas personas descubrieroque Skinner debía una gran parte de
sus encantos personales a s posesión. Aquel ojo de cristal
b b l d l i
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observaba el mundo con el mismoinevitable efecto de indiferencia,
con la misma melancolía severa quehabían constituido la redención de
su comportamiento mundano eotros aspectos.Y en medio de las ruinas, una
afanosa búsqueda permitiódescubrir los aros metálicos y lascubiertas carbonizadas de dos botones de ropa blanca, tresgemelos enteros y un botón de la
clase metálica especial quegeneralmente se emplea en las
suturas menos conspicuas de la
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suturas menos conspicuas de laeconomía humana. Aquellos restos
fueron aceptados, por personasautorizadas, como pruebas
concluyentes de un Skinner destruido y esparcido, pero parasatisfacer mi propia convicción, y
en vista de su característicaidiosincrasia, debo confesar que por mi parte preferiría menos botones y más huesos.
El ojo de cristal, naturalmente,
tiene un aire de convicción extrema, pero si realmente es de Skinner —y
hasta la propia señora Skinner no
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hasta la propia señora Skinner no pudo saber con seguridad si aquel
ojo era el de su marido— algo haocurrido que lo ha transformado de
color castaño acuoso a azul plácidoy sereno. El omóplato es udocumento muy dudoso en cuanto a
su autenticidad, y me gustaría poder ponerlo al lado de las roídasescápulas de algunos de losanimales domésticos más corrientes para cotejarlo, antes de admitir s
origen humano.¿Y dónde se hallaban las botas
de Skinner por ejemplo? Por
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de Skinner, por ejemplo? Por pervertido y extraño que fuera el
apetito de una rata, ¿era concebibleque los mismos animales que
dejaban un cordero a mediodevorar hubiesen devorado por completo a Skinner, con pelo,
huesos, dientes y botas?He interrogado a tantos como
he podido de aquellos queconocieron íntimamente a Skinner, ytodos están de acuerdo en que es
imposible imaginarse algo capaz decomérselo. Skinner era, como me
dijo un marinero retirado que vivía
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dijo un marinero retirado que vivíaen una de los cottages del señor W.
W. Jacobs, en Dunton Green, cocierta reservada intención en sus
ademanes, muy frecuente en estos parajes, ese tipo de personas que«sale a flote» sea como sea, y e
cuanto al elemento devorador,Skinner era «perfectamente capazde apagar cualquier incendio».Consideró también que Skinner erade los que se encuentran tan seguros
sobre una almadía como ecualquier otra parte. El marinero
retirado dijo que no deseaba decir
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retirado dijo que no deseaba decir nada en contra de Skinner y que los
hechos son los hechos. Antes deseguir ocupándose de Skinner
preferiría correr el riesgo de que loencarcelaran. Todas estasobservaciones por cierto, presenta
a Skinner bajo un aspecto muy pocoenvidiable.
Para ser perfectamente francocon el lector, debo decir que nocreo que Skinner regresara nunca a
la Granja Experimental. Opino queestuvo vagando presa de largas
vacilaciones por los campos y la
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vacilaciones por los campos y lagleba de Hickleybrow, y finalmente,
cuando empezaron a oírse loschillidos, salió de sus
perplejidades por la línea de menor resistencia y se hundió en loDesconocido.
Y en lo Desconocido, sea eeste mundo o en el otro que noconocemos, ha permanecido de umodo obstinado e indiscutible hastala fecha...
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CAPÍTULO TRES - LAS
RATAS GIGANTES
Dos noches después de ladesaparición de Skinner, el médico
de Podbourne se hallaba cerca de
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de Podbourne se hallaba, cerca deHankey, conduciendo su calesa.
Había estado toda la nocheayudando a venir a este mundo ta
curioso en que vivimos, a otrociudadano muy poco distinguido, yuna vez cumplida su tarea se dirigía
a su casa, muy cansado ysoñoliento. Serían las dos de lamadrugada y acababa de salir laluna en menguante. La noche estivalhabía refrescado y se había
formado una tenue niebla baja queindiferenciaba a los objetos. El
médico iba completamente solo —
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médico iba completamente solo su cochero estaba enfermo en cama
y nada se podía divisar ni aderecha ni a izquierda, fuera del
movedizo misterio de los setosinterponiéndose al resplandor amarillento de las lámparas del
coche en continua sucesión, ni nada podía oírse sino el trote pausadodel caballo y el rechinar y elchirriar de las ruedas. Tenía tantaconfianza en su caballo como en sí
mismo, y no es, por lo tanto, deextrañar que el doctor dormitara...
Ya conocéis esa intermitented d l á d l
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Ya conocéis esa intermitentemodorra del que está sentado: la
cabeza inclinada, moviéndose alritmo de las ruedas, el mentó
pegado al pecho, y, de pronto, laincorporación súbita con usobresalto.
Pit, pat, pat.¿Qué es eso?Le pareció al doctor haber
oído un ligero y agudísimo chillidocercano. Durante unos instantes
permaneció despierto. Profirió doso tres palabras de inmerecida
recriminación a su caballo, y miról d d d í I ó di
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recriminación a su caballo, y miróalrededor de sí. Intentó persuadirse
de que lo que había oído era eldistante chillido de una zorra...
Suich, suich, suich, pit, pat,suich...¿Qué había sido aquello?
Imaginó que se estabavolviendo asustadizo. Se encogióde hombros y gruñó a su caballo
que siguiera adelante. Escuchó y nooyó nada.
¿Nada?Tuvo la impresión de que u
bicho le estaba acechando pori d l t l ió
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bicho le estaba acechando por encima del seto, pues le pareció ver
una extraña cabezota. ¡Y con orejasredondas! Revisó cuidadosamenteel lugar, pero no pudo ver nada.
—¡Tonterías! —murmuró.Se incorporó con la idea de
haber sido objeto de una pesadilla,dio al caballo un suave latigazo, ledijo unas palabras y volvió a
escrutar por encima del seto. Siembargo, el fulgor de la lámpara
combinado con la niebla daba uaspecto borroso a todas las cosas, y
no le fue posible distinguir nada. Sel ió ú dij dí
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p gle ocurrió, según dijo, que no podía
haber nada, porque si hubiese algosu caballo se habría espantado. Noobstante, permaneció con lossentidos nerviosamente despiertos.
Luego oyó muy claramente u
blando ruido de pisadas rápidas,que perseguían algo por lacarretera.
No quiso dar crédito a susoídos. No pudo mirar alrededor de
sí porque la carretera hacía unacurva muy sinuosa precisamente
allí. Fustigó al caballo y volvió ai t l d Y t
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g ymirar a uno y otro lado. Y entonces
vio muy distintamente, allí donde urayo de luz de la lámpara saltó por encima de un trecho bajo del seto,el lomo curvo de algún gran animal,no habría podido decir cuál, que lo
iba siguiendo junto al carruaje erápidos saltos convulsivos.
Dice el doctor que pensó
entonces en los viejos cuentos de brujería. Aquello era
completamente distinto a cualquier animal conocido, y el médico
aseguró firmemente las riendas por miedo al sobresalto de su caballo
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g pmiedo al sobresalto de su caballo.
A pesar de ser una persona muyinstruida, confiesa que llegó a preguntarse si aquello podía ser algo que su caballo no podía ver.
Frente a él, y acercando cada
vez más su silueta a la luz de lanaciente luna, se destacaba el pequeño villorrio de Hankey, muy
reconfortante, a pesar de no tener niuna luz encendida. El médico
restalló el látigo y volvió a hablar al caballo, y entonces, con la
rapidez de un relámpago, loatacaron las ratas
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p p g ,atacaron las ratas.
Había pasado ya un portal, yen el momento de hacerlo, la rataque iba en cabeza saltó en medio dela calle por encima de él, saliendode la oscuridad para destacarse
bajo la mayor claridad posible, lacara vivaz y afilada, las orejasredondeadas, el largo cuerpo
exagerado por sus movimientos, ylo que más le impresionó; las patas
rosadas, con los dedos unidos por las membranas características de la
bestia. Lo que debió ser máshorrible en aquel momento fue el
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qhorrible en aquel momento fue el
hecho de no tener la menor idea deque aquel bicho fuese ninguno delos animales de la creación que élconocía. No lo reconoció como rataa causa del tamaño. El caballo dio
un brinco al saltar la rata a su lado.La aldea despertó en medio de utumulto, al percibir el chasquido
del látigo y los gritos que daba elmédico. Los acontecimientos se
precipitaron.Rat, clat, clat, clat.
—El doctor —uno se imaginase puso de pie gritó a su caballo
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se puso de pie, gritó a su caballo
y se puso a dar latigazos con todasu fuerza. La rata dio un respingo yretrocedió, muytranquilizadoramente, al recibir eltrallazo —al resplandor de s
lámpara, el doctor pudo ver cómouna estría surcaba la piel del animal bajo el impacto del látigo— y el
médico siguió propinando latigazossin parar, sin advertir al segundo
perseguidor, que iba ganandoterreno a su derecha.
Soltó las riendas y miró haciaatrás para descubrir a la tercera
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atrás para descubrir a la tercera
rata que lo perseguía...El caballo se arrojó haciadelante. La calesa saltó al pasar por un bache. Durante un minutofrenético todo pareció revolverse
en saltos y brincos.Fue una gran suerte que el
caballo se cayera en Hankey, y no
antes o después de pasar por delante de las casas.
Nadie sabe cómo cayó elcaballo: si tropezó o si la rata de la
derecha consiguió hincar suscortantes dientes en su flanco
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cortantes dientes en su flanco
(cargándole el peso entero de scorpachón); el médico no descubrióque a él también lo habían mordidohasta que se encontró dentro de lacasa del ladrillero, y mucho menos
pudo descubrir cuándo recibió lamordedura, a pesar de que ésta erafrancamente mala: una larga herida
cortante, como producida por utomahawk doble que le hubiese
cortado dos tiras paralelas de carnea partir del hombro izquierdo.
En un momento el doctor saltóde la calesa al suelo torciéndose
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de la calesa al suelo, torciéndose
con fuerza el tobillo, aunque él loignoró, y se puso a dar latigazosfuriosamente a una tercera rata quese lanzaba directamente contra él.Casi ni recuerda el salto que tuvo
que dar por encima de la rueda, alvolcarse la calesa, tan borrosasfueron las raudas y candentes
impresiones que le acometieron. Yocreo que el caballo se encabritó al
sentir que la rata se mordía elcuello, cayendo entonces de lado y
arrastrando el carruaje en su caída;el doctor saltó como si dijéramos
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el doctor saltó, como si dijéramos,
de modo instintivo. Al volcarse lacalesa, el depósito de la lámpara serompió y de repente surgió una grallamarada de aceite ardiente, unaexplosión de luz blanca.
Esto fue lo primero que vio elladrillero.
Había oído el trote que
indicaba la proximidad del doctor,y, aunque éste no recuerde nada,
unos gritos desaforados. Habíasaltado apresuradamente de la
cama, y al hacerlo oyó un estruendoterrorífico, con la erupción de la
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terrorífico, con la erupción de la
llamarada tras la persiana quelevantaba. —Era más claro que el día —
dijo después el ladrillero.Se quedó como petrificado,
con la cuerda de la persiana en lamano contemplando estupefacto por la ventana la pesadillezca
transformación de la familiar carretera que se extendía ante él. La
negra silueta del doctor, haciendomolinetes con el látigo, resaltaba
sobre el fondo de las llamas. Elcaballo coceó indistintamente,
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caballo coceó indistintamente,
medio oculto por el resplandor, couna rata agarrada al cuello. En laoscuridad, contra la pared delcementerio parroquial, los ojos deun segundo monstruo brillaban co
malignidad. Otro —simple masa deespantosa negrura con luminososojos rojos y las patas delanteras de
color de carne— se agarraba eequilibrio inestable sobre la
albardilla del muro adonde habíatrepado al producirse la explosió
de la lámpara.Ya conocéis la astuta cara de
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una rata, sus dientes afilados y losojos vivos. Vista con unaampliación séxtuple de susdimensiones lineales y aun másamplificadas por las tinieblas, el
asombro y los danzantes brincosfantásticos de las llamas, debió deser un pésimo espectáculo para el
ladrillero, aun medio dormido.Entonces el doctor se dio
cuenta de la oportunidad que se leofrecía, de la tregua momentánea
que suministraba el fuego, ydesapareció de la vista del
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p
ladrillero, aporreando la puerta coel mango del látigo...El ladrillero no lo dejó entrar
hasta que fue en busca de una luz.Algunos le han hecho
reproches al pobre hombre; pero, por mi parte, hasta que conozcamejor lo que puede dar de sí mi
propio valor, vacilo en unirme a losque lo censuran.
El doctor aulló y golpeó la puerta...
El ladrillero dice que elhombre lloraba de terror cuando,
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,
por fin, se abrió la puerta. —¡Cierre! —musitó el médico. ¡Cierre...!
No pudo terminar la frase:«Cierre la puerta y eche el
cerrojo.»Intentó ayudar al ladrillero a
cerrar, pero no hizo otra cosa que
estorbar, tuvo que sentarse en unasilla junto al reloj, mientras el
dueño de casa aseguraba la puerta. —¡No sé lo que son —repitió
varias veces— ¡No sé lo que son!con un «son» de tono muy agudo.
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y g
El ladrillero le ofreció whisky, pero el médico no permitió que lodejara sólo con aquella luzvacilante en aquellos momentos.
Pasó un buen rato antes de que
pudiera convencerle que lo dejaseir arriba.
Y cuando el fuego en la
carretera se apagó, las ratasvolvieron, se echaron sobre el
caballo muerto, lo arrastraron através del cementerio parroquial
hasta el horno de ladrillos y lodevoraron hasta el amanecer, si
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que nadie se atreviera aestorbarlas...II
Redwood fue a ver a
Bensington a eso de las once de lamañana del día siguiente, con la«segunda edición» de tres
periódicos en las manos.Bensington levantó la vista de
su desalentada meditación sobre las páginas de la novela más distraída
que el bibliotecario de BromptoRoad había sido capaz de
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encontrarle. —¿Algo nuevo? —preguntó. —Dos hombres picados cerca
de Chartham. —Debieron de habernos
dejado quemar aquel nido.Realmente, la culpa es suya.
—Claro que es suya la culpa!
exclamó Redwood. —¿Sabe usted algo de la
compra de la granja? —El corredor de fincas —dijo
Redwood— es un sujeto de una boca muy grande y madera
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compacta. Pretende que hay alguien,otra persona, que también quierecomprar la finca. Siempre dicen lomismo, ¿sabe usted? Y no quierecomprender la prisa. «Es cuestió
de vida o muerte», le dije. «¿No locomprende usted?» Entornó losojos, y contestó: «Entonces, ¿por
qué no se decide usted a pagar doscientas libras más?» Prefiero
vivir en un mundo invadido deavispas a ceder ante la
inquebrantable estupidez de eseasqueroso sujeto. Yo...
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Se calló, pensando que unadeclaración como ésta podríaestropearse fácilmente según cuálfuera su conclusión.
—¿Sería mucho esperar —
preguntó Bensington— que una delas avispas...?
—La avispa no tiene más idea
de la utilidad pública que la que pueda tener... que la que pueda
tener un corredor de fincas — repuso Redwood.
Siguió hablando, durante u buen rato, de corredores de fincas,
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procuradores y otra gente de lamisma calaña, del modo injusto y poco razonable que acostumbra ahablar mucha gente cuando se tratade hacer cálculos sobre
proyectados negocios. (De todas lasestupideces de este estúpidomundo, la más estúpida de todas, a
mi entender, consiste en quemientras se da por sentado, como la
cosa más natural, que un médico oun soldado deben tener un alto
sentido del honor, del valor y de laeficiencia, a un procurador o a u
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corredor de fincas no sólo se le permite, sino que ya se acepta deantemano, que no debe mostrar otracosa que una especie de codiciosa,untuosa y marrullera imbecilidad.)
Y luego, sintiéndose bastantealiviado, se dirigió a la ventana y permaneció allí, contemplando el
tránsito de Sloane Street.Bensington había dejado s
novela, la más emocionante queconcebirse pudiera, sobre la mesa.
Entrelazó los dedos de las manoscon mucho cuidado y se puso a
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contemplarlos. —Redwood, ¿hablan muchode nosotros? —preguntó.
—No tanto como esperaba. —¿No irán a denunciarnos?
—En absoluto. Pero, por otrolado, no apoyan lo que yo les indicoque debe hacerse. He escrito a The
Times, ¿sabe usted?, explicándolotodo...
—Aquí tenemos el DailyChronicle —dijo Bensington.
—Y The Times ha publicadoun largo editorial sobre el tema, u
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editorial de primera, muy bieescrito, con tres latinajos al estiloThe Times (uno de ellos es statquo), y se lee como si fueradirectamente la voz de Alguie
Impersonal de la Mayor Importancia, enfermo de CefaleaGripal, hablando a través de
páginas y más páginas de fieltro, sique mejorara en nada su dolencia.
Al leer entre líneas, ¿sabe usted?,queda claro que The Times
considera, inútil paliar los hechos,y que algo (indefinido,
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naturalmente) tiene que hacerse deinmediato. De otro modo habráindudablemente consecuencias másindeseables... The Times es inglés¿sabe usted?, porque aumentarán las
avispas y las picaduras. ¡Uartículo digno de un gran hombre degobierno!
—Y mientras tanto nuestraobra se desparrama por todas
partes en forma desagradable. —Así es.
—Me pregunto si Skinner tendría razón en lo de esas ratas
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gigantes...! —¡Oh, no! Eso seríademasiado —dijo Redwood.
Se acercó a Bensington y sequedó de pie junto a su silla.
—Y a propósito —dijo bajando imperceptiblemente el tonode la voz—, ¿sabe ella...?
E indicó la cerrada puerta. —¿Quién? ¿Mi prima Jane?
Pues, sencillamente, no sabe nadade todo eso. No nos relaciona co
ese asunto y no quiere leer losartículos. «¡Avispas gigantes! —
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dice—. ¡No tengo suficiente paciencia para leer los periódicos!»
—Tenemos suerte —murmuróRedwood.
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—¿Con buena salud? —Muy vigoroso. La niñera
nos deja porque el niño patalea co
demasiada fuerza. Y todo le quedachico, claro está. Todo,
absolutamente todo tiene querehacérsele, la ropa y todo lo
demás. Al cochecillo —un asuntosin importancia— se le rompió una
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rueda, y tuvimos que llevar al chicoa casa en la carretilla del lechero.Toda la gente mirando... Y hemostenido que volver a poner aGeorgina Phyllis en la cuna del
chico para poderle poner a él en lacama de Georgina Phyllis. Smadre está, como es natural, muy
alarmada. Al principio se sentíamuy orgullosa e inclinada a elogiar
a Winkles. Pero ahora ya no. Tienela sensación de que aquello no
puede ser sano. Usted ya sabe. —Creí que intentaba usted
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disminuir las dosis progresivamente. —Lo intenté, desde luego. —¿Y no dio resultado? —Rugidos, dio. Lo corriente
es que el grito de un niño sea fuertey desesperante, y tiene que ser así por el bien de la especie... Pero
desde que ha estado sometido altratamiento con Heracleoforbia...
—¡Mmm! —murmuróBensington mirándose los dedos
con más resignación de la que habíademostrado hasta entonces.
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—Prácticamente el asuntoacabará por saltar. La gente oiráhablar de este niño, lo relacionarácon las gallinas y lo demás, y todolo que ocurre llegará a oídos de mi
mujer... Saber cómo se lo tomará esalgo de lo que no tengo la másremota idea.
—Es muy difícil —dijoBensington— establecer un plan...
ciertamente.Se quitó los lentes y los limpió
con cuidado. —Ese es otro caso de lo que
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está ocurriendo continuamente.osotros —si es que puedo aspirar al adjetivo— los científicos,trabajamos siempre, como esnatural, para obtener un resultado
teórico, un resultado puramente
teórico. Pero, incidentalmente, ponemos en marcha una serie de
fuerzas... que son unas fuerzasnuevas. No podemos dominarlas... y
no hay nadie que pueda hacerlo.Prácticamente, Redwood, el asunto
se nos ha escapado de las manos.osotros proporcionamos el
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material... —Y ellos —dijo Redwoodvolviéndose hacia la ventana— adquieren la experiencia.
—Mientras persista el jaleo de
Kent, no estoy dispuesto a
ocuparme más del problema. —A menos de que sea éste el
que se ocupe de nosotros. —Exacto. Y si les gusta
importunarnos con procuradores y picapleitos y obstrucciones legales
y poderosísimas consideracionesdel orden de la tontera, hasta que sehaya obtenido una gran diversidad
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haya obtenido una gran diversidadde especies gigantes de sabandijasya bien establecidas... Las cosassiempre han sido embrolladas,Redwood. ¿No le parece?
Redwood trazó en el aire una
línea retorcida y complicada. —Y nuestro interés radica e
este momento en su hijo.Redwood dio media vuelta y
se acercó a su colaborador mirándolo fijamente.
—¿Qué piensa usted de él,Bensington? Usted puede mirar estacuestión con más imparcialidad que
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cuestión con más imparcialidad queyo. ¿Qué voy a hacer con él?
—Pues seguir alimentándolo. —¿Con Heracleoforbia? —Con Heracleoforbia.
—Pero así crecerá mucho...
—Crecerá, según lo que yo puedo calcular de las gallinas y
avispas, hasta alcanzar la altura dediez metros y medio... con todo lo
demás en proporción... —¿Y qué hará entonces?
—Eso es precisamente — repuso Bensington— lo que haceque el experimento sea ta
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que el experimento sea tainteresante.
—¡Pero, hombre! ¡Piense en sropa! —exclamó Redwood—. Ycuando haya crecido del todo será
como un Gulliver solitario en u
mundo de pigmeos.La mirada de Bensington, por
encima de la montura de oro de suslentes, estaba preñada de intención.
—¿Por qué solitario? — preguntó con voz opaca—. ¿Por qué
solitario? —¿Pero usted no va aproponer...?
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proponer...? —He dicho —explicó
Bensington con la complacencia propia del hombre que acaba de pronunciar una buena frase, llena de
significado—: ¿Por qué solitario?
—¿Quiere decir que se podríacriar a otros niños?
—No quiero decir nada másallá de mi pregunta.
Redwood empezó a andar deun lado para otro.
—¡Por supuesto! —dijo—. Se podría... ¡Pero así y todo! ¿A dóndevamos a llegar?
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vamos a llegar?Evidentemente, Bensingto
disfrutaba con su actitud de elevadaindiferencia intelectual.
—Lo que más me interesa de
todo, Redwood, es pensar que s
cerebro, en la cúspide de s persona, también se encontrará,
según la línea de mi raciocinio, aunos diez metros y medio por
encima de nuestro nivel... ¿Quéocurre?
Redwood estaba de pie,apoyado en la ventana, mirando elanuncio del carruaje distribuidor de
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j periódicos que iba traqueteandocalle arriba.
—¿Qué ocurre? —repitióBensington levantándose.
Redwood profirió una violenta
interjección. —¿Qué pasa? —preguntó de
nuevo Bensington. —Voy a buscar el periódico
dijo Redwood yendo hacia la puerta.
—¿Por qué? —Voy a buscar el periódico.Algo que no acabo de entender...
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g q¡Ratas gigantes...!
—¿Ratas? —Sí, ratas. ¡Skinner tenía
razón, después de todo!
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Cómo diablos voy asaberlo hasta que no vea el
periódico?¡Grandes ratas! ¡Buen Dios!
¡Me pregunto si se lo habrácomido! —miró alrededor de sí,
buscando el sombrero y se decidióa salir sin él.Al ir bajando los peldaños de
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j pdos en dos, pudo oír el tronar de los potentes gritos de los vendedores
de periódicos que estaban haciendosu agosto:
—¡Horrible suceso en Kent...!
¡Horrible suceso en Kent! ¡Umédico devorado por las ratas...!
¡Horrible suceso...! ¡Horriblesuceso...! ¡Ratas...! ¡Devorado por
unas ratas enormes...! ¡Con todoslos detalles...! ¡Horrible suceso!
III
Cossar, el bien conocido
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ingeniero, los encontró en la graentrada del bloque de pisos.
Redwood tenía abierto el húmedo periódico rosado, y Bensington, de
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que respiraba. Pocas personas
podrían considerarlo guapo. Teníael pelo enteramente tangencial y s
voz, que emitía con muy pocafrecuencia, tenía un tono alto y
generalmente una calidad de amarga protesta. Siempre llevaba traje gris
y sombrero de copa. Cossar metiósu enorme mano rojiza en elabismal bolsillo de su pantalón,
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pagó al cochero y subió los peldaños jadeando con resolución,
un ejemplar del periódico cogido por la mitad como el rayo de
Júpiter.
—¿Skinner? —decíaBensington sin darse cuenta de la
llegada de Cossar. —No queda nada de él —dijo
Redwood—. Seguramente loshabrán devorado a los dos. Es
demasiado terrible... ¡Hola, Cossar! —¿Es cosa de ustedes? — preguntó Cossar mostrando el
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periódico—. Bueno, ¿por qué noacaban de una vez? ¡Por favor!
Y añadió, gritando: —¿Quieren comprar la finca?
¡Qué tontería! ¡Quemarla es lo que
hay que hacer! Ya sabía yo queustedes lo enredarían todo, ¿qué
van a hacer ahora? Pues... lo que yoles diga.
«¿Usted? Eche usted callearriba hasta el armero, claro. ¿Para
qué? A buscar armas. Sí... sólo hayuna tienda. ¡Compre ocho fusiles!Rifles. ¡No! ¡Rifles para elefantes,
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no...! Demasiado grandes. Nifusiles de los que usa el ejército...
demasiado pequeños. Diga que es para matar... un toro. ¡Diga que es
para ir a cazar búfalos! ¿Ve usted?
¿Eh? ¿Ratas? ¡No! ¿Cómo diablos podrían comprenderlo...? Porque
necesitamos ocho. ¡Y compre gracantidad de municiones...! ¡No!
Póngalo todo en un coche y vaya...¿dónde está eso? ¿Urshot? A la
estación de Charing Cross,entonces. Hay un tren... Coja el primero que salga después de las
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dos. ¿Cree usted que podráhacerlo? Perfectamente. ¿Licencia?
Claro, vaya a buscar ocho a laoficina de Correos. Licencias para
fusil, ¿comprende usted? No para
escopeta. ¿Por qué? ¡Porque soratas, hombre...! Y usted,
Bensington, ¿tiene teléfono? ¿Sí?Llamaré a cinco de mis amigos de
Ealing. ¿Por qué cinco? ¡Porque esel número apropiado...!
«¿A dónde va usted,Redwood? ¡A coger su sombrero!¡Tonterías! Aquí tiene el mío. ¡Lo
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que usted necesita son fusiles... nosombreros, hombre! ¿Tiene usted
dinero? ¿Suficiente? Muy bien.Hasta la vista.
«¿Dónde está el teléfono,
Bensington?Bensingon giró
obedientemente sobre sus talones ydespejó el camino.
Cossar utilizó el aparato yluego colgó el auricular.
—Luego hay las avispas — dijo—. Azufre y nitrato son lasolución. Evidentemente. Sulfato de
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cal. Usted es químico. ¿Dónde puedo adquirir azufre a toneladas
en sacos portables? ¿Para qué?¡Pero, hombre! ¡Válgame Dios...!
¡Para ahumar el nido, qué caray!
Supongo que debe hacerse coazufre, ¿eh? Usted que es químico,
dígame... El azufre es lo mejor, ¿eh? —Sí, creo que lo mejor será el
azufre. —¿No hay nada mejor...?
«Bien. Eso es cosa de usted.Perfectamente. Coja tanto azufrecomo pueda... y nitrato para que
d bi A dó d h
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arda bien. ¿A dónde hay queenviarlo? A Charing Cross.
Adelante. Ocúpese de que se haga.En seguida. ¿Algo más?
Se quedó pensando u
momento. —Sulfato de cal... o cualquier
clase de yeso... para taponar elnido... los agujeros, ¿entiende? De
eso será mejor que me ocupe yomismo.
—¿Cuánto? —¿Cuánto qué? —Azufre.
U l d D d ?
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—Una tonelada. ¿De acuerdo?Bensington se afianzó los
lentes con mano trémula dedeterminación.
—Bien —murmuró muy
secamente. —¿Lleva dinero en el
bolsillo? —preguntó Cossar. —Cheques.
—¡Al cuerno los cheques! Es posible que no lo conozcan. Pague
al contado. Es obvio. ¿Dónde estásu banco? Bien. Entre al pasar por allí y saque cuarenta libras... ebill t
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billetes y en oro.Otra meditación.
—Si dejamos esta tarea a losfuncionarios públicos dejarán todo
Kent hecho un guiñapo —dijo
Cossar—. Bueno, ¿hay algo más?¡No! ¡¡Eh!!
Alargó una enorme mano haciaun cabriolé que se detuvo
convulsivamente ansioso deservirlo
—¿Coche, señor? —preguntóel cochero. —Evidentemente —dijo
C B i t ú i
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Cossar; y Bensington, aún sisombrero, bajó desmañadamente
los peldaños y se preparó a subir eel coche.
—Me parece —dijo con una
mano puesta en la manta de cuerodel cabriolé y echando una
repentina mirada a las ventanas desu piso— que debería decírselo a
mi prima jane... —Ya se lo explicará usted
cuando vuelva —repuso Cossar empujándolo con la manazaextendida sobre su espalda...
S h h
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—Son unos muchachos muyinteligentes —subrayó Cossar—,
pero desprovistos de todainiciativa. ¡Vaya con la prima Jane!
La conozco. ¡Al cuerno todas las
primas Janes! El país se hallainfestado de ellas. Supongo que
tendré que pasarme toda la malditanoche vigilando que hagan lo que
ellos saben muy bien que tienen quehacer. No sé si serán los trabajos de
investigación lo que los hace ser deeste modo, o la prima Jane, o qué.Apartó de su mente este oscuro
bl ditó t
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problema, meditó unos momentosmirando su reloj y decidió que tenía
el tiempo justo para dejarse caer eun restaurante a comer antes de
salir en busca de yeso y de
transportarlo a Charing Cross.El tren salía a las tres y cinco,
y Cossar llegó a Charing Cross alas tres menos cuarto para encontrar
a Bensington en acaloradadiscusión con los policías y s
cochero, y con Redwood en laoficina de embalajes, enredado ealguna complicación técnica sobresus municiones Todo el mundo
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sus municiones. Todo el mundo pretendía hacer ver que no sabía
nada o que no tenía autoridad pararesolver nada, de aquel modo ta
peculiar en los empleados de la
Compañía del Sudeste cuando sedan cuenta de que uno lleva mucha
prisa, porque no saben nada, o porque no tienen autoridad.
—¡Es una pena que no se pueda fusilar a todos estos
empleados y poner aquí un lotenuevo! —remarcó Cossar exhalando un suspiro.
Pero el tiempo era demasiado
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Pero el tiempo era demasiadolimitado para ejecutar nada
fundamental, y así Cossar, sin hacer caso de esas controversias
menores, logró desenterrar en algú
oscuro escondrijo lo que puede quefuera y puede que no el jefe de
estación, fue de un lado a otro de laestación, llevándolo agarrado del
brazo y dando órdenes en snombre, y salió de la estación co
todo el mundo antes de que aqueldigno funcionario se hubiese dadocuenta cabal de las infracciones alos reglamentos y de las costumbres
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los reglamentos y de las costumbresmás sagradas que se estaba
cometiendo. —¿Quién era ése? —preguntó
el supuesto jefe de estación,
acariciándose el brazo al queCossar se había agarrado y
sonriendo cejijunto. —Era un caballero, señor —
dijo un mozo de cuerda—. El y susamigos viajan en primera.
—Bien, hemos arreglado suscosas con rapidez... sean quiefueren —dijo el supuesto jefefrotándose el brazo con algo
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frotándose el brazo con algoaproximado a la satisfacción.
Y al volverse lentamente, pestañeando bajo la
desacostumbrada luz del día, hacia
aquel digno retiro donde los altosempleados de Charing Cross se
refugian de las inoportunidades delvulgo, sonrió aún al recordar s
poca acostumbrada energía. Era unarevelación gratificante de sus
propias posibilidades, a pesar delcalambre del brazo. En aquelmomento deseaba que hubiera sidoposible que algunas de esas
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posible que algunas de esas personas comodonas que critican la
dirección de los ferrocarriles lehubiesen podido ver.
IV
A las cinco de la tarde aquel
asombroso Cossar, sin ningunaapariencia de prisa, había sacado
de la estación de Urshot todo smaterial de lucha contra el
Engrandecimiento insurgente y lohabía puesto en ruta paraHickleybrow. En Urshot habíacomprado dos barriles de parafina
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comprado dos barriles de parafina una carga de ramalla seca;
abundantes sacos de azufre, ochofusiles para caza mayor con s
correspondiente munición, tres
armas ligeras de retrocarga, co perdigones, para las avispas, u
hacha pequeña, dos hoces, un pico ytres palas, dos rollos de cuerda,
algunas botellas de cerveza, soda ywhisky. Una gruesa de paquetes de
polvos raticidas y provisiones de boca para tres días que habíavenido de Londres. Todas estascosas las había mandado en u
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cosas las había mandado en uvagón de heno y otro de carbón, del
modo más natural del mundo,excepto los fusiles y municiones
que había acondicionado debajo de
un asiento del birlocho del RedLion, destinado a transportar a
Rewood y a los cinco hombresescogidos que habían llegado a
Ealing a requerimiento de Cossar.Cossar condujo todas aquellas
transacciones con un aire denaturalidad invencible, a pesar deque Urshot estaba presa de pánico acausa de las ratas y todos los
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causa de las ratas y todos loscarreteros tuvieron que ser pagados
con tarifas especiales. Todas lastiendas del lugar estaban cerradas,
apenas se veía un alma por la calle,
y al llamar a una puerta lo que seabría era una ventana. Cossar
pareció que consideraba que latransacción de los negocios desde
las ventanas fuese un métodoenteramente legítimo y justificado.
Finalmente, él y Bensington seacomodaron en el carro del RedLion y se pusieron en marcha con elbirlocho para alcanzar el equipaje
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birlocho para alcanzar el equipaje,cosa que consiguieron pasado el
cruce de carreteras, y así llegarolos primeros a Hickleybrow.
Bensington, con un fusil entre
las piernas, sentado al lado deCossar en el carro, fue
desarrollando un asombrolargamente germinado. Todo lo que
estaban haciendo era, sin duda, talcomo insistía en decirlo Cossar, lo
único que evidentemente debíahacer, sólo que... ¡Es tan raro queen Inglaterra se haga lo único queevidentemente debe hacerse!
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evidentemente debe hacerse!Recorrió con la mirada a su vecino,
desde los pies hasta las audacesmanos que sostenían las riendas. Al
parecer, Cossar no había conducido
nunca hasta entonces, y estabaguardando la línea de menor
resistencia por el mismo centro dela carretera, inducido sin duda por
alguna idea propia seguramente práctica, pero ciertamente poco
usual.«¿Por qué no hacemos todos loque es práctico? —pensóBensington—. ¡Cómo andaría el
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Bensington . ¡Cómo andaría elmundo si todos lo hicieran!
Vamos a ver, por ejemplo,¿por qué no hago yo un montón de
cosas que me consta que estaría
muy bien hechas, cosas que yo precisamente quiero hacer? ¿Será
que todo el mundo es así, o es algo peculiar de mí mismo?» Y se
enfrascó en complicadasespeculaciones sobre la Voluntad.
Pensó en las complejas futilidadesde la vida cotidiana, y en contrastecon ellas las sencillas y manifiestascosas que uno debiera hacer, las
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cosas que u o deb e a ace , asagradables y espléndidas cosas que
habría que hacer, y que ciertasinfluencias increíbles no nos
permitirán hacerlas nunca. ¿La
prima Jane? Percibió que la primaJane era un factor muy importante
en aquella cuestión, por algunarazón sutilísima y difícil de aclarar.
¿Por qué motivo, después de todo,tenemos que comer, beber, dormir,
permanecer solteros, ir a tal sitio,abstenernos de ir a tal otro, por deferencia a la prima Jane? Ella sevolvía simbólica sin dejar de ser
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jincomprensible...
Un portillo y un sendero acampo traviesa le llamaron la
atención y le trajo a la memoria
aquel otro día feliz, tan reciente eel tiempo y tan remoto en sus
emociones, cuando había idocaminando desde Urshot a la Granja
Experimental para ver los pollosgigantes...El destino juega con nosotros. —¡Arre, arre! —dijo Cossar
. Prepárense.Era avanzada la tarde, sin u
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,soplo de aire, y el polvo formaba
una capa espesa en la carretera.Había muy poca gente visible, pero
los ciervos, al otro lado de la
empalizada del parque, pacían ecompleta tranquilidad. Vieron u
par de grandes avispas despojandoun grosellero silvestre en las
afueras de Hickleybrow, y otra quese estaba paseando arriba y abajosobre el cristal del escaparate deuna pequeña tienda de comestiblesen la calle del pueblo, buscandoentrar. El tendero era vagamente
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gvisible en el interior; llevaba una
escopeta en la mano, y vigilabaatentamente los esfuerzos del
insecto. El conductor del carricoche
se detuvo frente al local de losJolly Drovers, informando a
Redwood de que su parte delcontrato quedaba cumplida.
En esta cuestión fueinmediatamente apoyado por losconductores del coche y del carro.
o sólo sostuvieron todo lo dicho,sino que se negaron a que loscaballos siguieran hasta más lejos.
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g j —Esas ratas grandes se
enloquecen por los caballos —ibarepitiendo el carretero.
Cossar examinó el alcance de
la controversia durante un momento. —Saquen todo fuera del
carricoche —dijo, y uno de sushombres, un mecánico alto, rubio y
sucio, obedeció. —Déme ese fusil —dijoCossar.
Y a continuación se colocóentre los carreteros.
—No necesitamos más de
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ustedes —concedió—, pero
necesitamos los caballos. Puede protestar lo que les venga en gana.
Ellos empezaron a discutir,
pero Cossar siguió hablando. —Si intentan atacarnos, les
dispararé contra las piernas edefensa propia. Los caballos
continuarán su camino.Y dio el incidente por terminado.
—Súbase al coche, Flack — ordenó a un hombrecillo tieso comoun alambre. Y a otro—: Boon,
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encárguese del carro.
Los dos carreteros estallarode indignación.
—Han cumplido ustedes co
su deber para con sus patrones — dijo Redwood—. Quédense en este
villorio hasta nuestro regreso.adie se los echará en cara, puesto
que nosotros estamos armados. Noqueremos hacer nada que seainjusto ni violento, pero la ocasióno admite demoras. Si algoocurriera a los caballos, losindemnizaré enteramente.
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—Ya está bien —dijo Cossar,
que raras veces hacía promesas.Dejaron el carricoche, y los
hombres que no conducía
siguieron a pie. Cada hombre cosu fusil. Era la más rara expedició
que pudiera contemplarse en unacarretera provincial inglesa, más
parecida a una expedición yanki e pos del viejo Oeste de los indios.Siguieron carretera arriba,
hasta llegar al portillo que había ela cumbre de la colina, desde dondese divisaba la Granja Experimental.
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Allí se encontraron con un pequeño
grupo de hombres con un fusil o doslos dos Fulcher estaban entre
ellos—, y uno del grupo, u
forastero de Maidstone, permanecíaalgo destacado de los demás
observando el panorama con unos prismáticos de teatro.
Estos hombres se volvieron ycontemplaron al grupo capitaneado por Redwood.
—¿Algo nuevo? —preguntóCossar.
—Las avispas van y vienen — ó l i j l h
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contestó el viejo Fulcher—, pero no
puedo ver si llevan algo. —La enredadera amarilla ya
se ha metido entre los pinos —dijo
el hombre de los prismáticos—, yesta mañana aún no había llegado
allá. Se la puede ver crecer mientras se la observa.
Se quitó un pañuelo del bolsillo y limpió los lentes de los prismáticos con cuidadosadeliberación.
—Supongo que irán ustedes
allí —aventuró Skelmersdale.Q i i
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—¿Quiere venir co
nosotros...? —dijo Cossar.Skelmersdate pareció vacilar.
—La faena durará toda la
noche.Skelmersdale decidió no ir.
—¿Hay ratas por ahí? — preguntó Cossar.
—Había una en los pinos estamañana... cazando conejos, esocreemos.
Cossar se inclinó un poco, yaceleró el paso para alcanzar a los
demás.B i t l l l
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Bensington, al volver a ver la
Granja Experimental, pudo calibrar el vigor del Alimento. Su primera
impresión consistió en ver la casa
más pequeña de lo que creía, muchomás pequeña; su segunda impresió
fue la de tener que constatar quetoda la vegetación situada entre la
casa y el pinar se habíadesarrollado extraordinariamente.El tejadillo sobre el pozosobresalía un poco en medio dematorrales de hierba de una altura
de dos metros y medio, y lad d ill b
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enredadera amarilla se enroscaba
alrededor de la chimenea ygesticulaba con sus tiesos zarcillos
en dirección al cielo. Sus flores
eran unas vividas manchasamarillas, distintas y perfectamente
visibles como motas separadas acasi una milla de distancia. Un gra
cable verde se había enroscadoalrededor y a través de los grandescercados de alambre del gallinero,echando retorcidos tallos cubiertosde hojas alrededor de los
majestuosos pinos. A mitad de lalt d é t ll b l t d
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altura de éstos llegaba el seto de
ortigas que daba la vuelta por detrás de la cochera. Al irse
acercando, todo iba tomando el
aspecto, cada vez más acentuado,de una incursión de pigmeos a una
casa de muñecas olvidada en elrincón de un gran jardín.
Vieron que había un gratráfico de idas y venidas en elavispero. Un enjambre de formasnegras se entrelazaba en el aire, por encima del rojizo cerro más allá del
pinar, y de vez en cuando una de lasavispas partía hacia el firmamento a
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avispas partía hacia el firmamento a
una velocidad increíble, elevándosehacia cierto objeto lejano. S
zumbido podía oírse a un kilómetro
de distancia de la GranjaExperimental. En una ocasión uno
de los monstruos listados deamarillo descendió hacia ellos,
quedando suspendido en el espaciodurante unos momentos ymirándolos con sus grandes ojos, pero ante un disparo poco efectivode Cossar, salió disparado como
una flecha. En un rincón del campo,a la derecha y a bastante distancia
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a la derecha y a bastante distancia,
algunas avispas arrastraban algo por el suelo, y por la roída
osamenta de lo que constituía
probablemente los restos delcordero que las ratas llevaron a
rastras desde la granja de Huxter.Los caballos se fuero
impacientando a medida que seacercaban a aquellas bestias.inguno de los que formaban parte
del grupo era experto en laconducción de caballerías, y
tuvieron que destinar a un hombrepara cada caballo con la misión de
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para cada caballo, con la misión de
llevarlo del ronzal y atentarlo deviva voz.
Nada pudieron ver de las ratas
al aproximarse a la casa, y todo parecía estar perfectamente quieto
excepto el creciente y decreciente«juzzzzzzZZZ, juuuuzuuuu» del
avispero.Llevaron los caballos hasta el patio, y uno de los hombres deCossar, al ver la puerta abierta —la parte central de la puerta había sido
roída por completo—, se metió ela casa Nadie lo echó de menos
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la casa. Nadie lo echó de menos
por el momento, ya que los demásse hallaban ocupados con los
barriles de parafina, y la primera
noticia que tuvieron de sseparación del grupo fue la
detonación de su fusil y el zumbidode un proyectil. «Bang, bang»,
dispararon los dos cañones, y la primera bala, a lo que parece,traspasó el barril de azufredestrozando una duela en el puntode salida y llenando la atmósfera de
polvo amarillo. Redwood, que nohabía soltado su fusil disparó
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había soltado su fusil, disparó
contra algo grisáceo que pasó brincando por su lado. Le quedó la
imagen de los anchos cuartos
traseros, el largo rabo escamoso, ylas alargadas plantas de las patas
traseras de una rata, y disparó otravez. Vio como Bensington caía,
mientras el animal desaparecía a lavuelta de la esquina.Entonces, durante un buen rato,
todo el mundo estuvo ocupadodisparando. Durante tres minutos
las vidas se vendieron baratas en laGranja Experimental y las
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Granja Experimental, y las
detonaciones de los fusiles llenarola atmósfera. Redwood, excitado y
sin prestar atención a Bensington,
salió en persecución de lo quefuere, y fue derribado por una masa
de fragmentos de ladrillos, mortero,yeso y listones podridos que le
cayeron encima volando alatravesar una bala la pared.Se encontró sentado en el
suelo, con sangre en las manos y elos labios, y una quietud que se
extendía a su alrededor.Entonces una voz sin ningú
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Entonces, una voz sin ningú
matiz exclamó desde dentro de lacasa:
—¡Ehhh!
—¡Hola! —exclamóRedwood.
—¡Hola! ¿Qué tal? —contestóla voz, y añadió—: ¿La han cogido?
El deber de la amistad resucitóen Redwood. —¿Está herido el señor
Bensington? —preguntó.El hombre del interior no lo
oyó bien.—Nadie tiene la culpa si no lo
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Nadie tiene la culpa si no lo
estoy —dijo la voz desde adentro.Redwood advirtió co
claridad que era posible que
hubiera herido a Bensington. Seolvidó de los cortes en la cara, y
levantándose penetró en el edificio para encontrarse con Bensingto
sentado en el suelo y frotándose elhombro. El científico lo miró por encima de los lentes.
—La hemos acribillado,Redwood —explicó—. Intentó
saltar por encima de mí y mederribó. Pero yo le di con ambos
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derribó. Pero yo le di con ambos
cañones, y ¡caramba! ¡por la formaque me duele estoy seguro de que
me ha herido en el hombro! U
individuo apareció en el umbral. — Le he metido una bala en el pecho y
otra en el costado —dijo. —¿Dónde están los carruajes?
preguntó Cossar apareciendo emedio de una espesura de hojasgigantes de la enredadera amarilla.
Se hizo evidente, ante laestupefacción de Redwood,
primero, que nadie había resultadoherido, y que, segundo, el birlocho
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herido, y que, segundo, el birlocho
el carro se habían desviado unoscincuenta metros y se hallaban, co
las ruedas atascadas, entre las
enredadas distorsiones del huertode Skinner. Los caballos había
cesado de tirar. A mitad de ladistancia, el roto barril de azufre
yacía en el sendero, con una nubede polvo sulfúreo planeando por encima, Redwood se lo indicó aCossar y se dirigió hacia el lugar.
—¿Alguien ha visto a esa rata?
gritó Cossar siguiéndolo—. Le diun tiro en las costillas, y otro e
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, y
pleno hocico, al revolverse contramí.
Otros dos hombres se les
unieron mientras intentabadesatascar las ruedas.
—Yo he matado a la rata — dijo uno de ellos.
—¿La han cogido ya? — preguntó Cossar. —Jim Bates la ha encontrado
detrás del seto. Le di en el mismomomento de doblar la esquina... La
bala entró por detrás del hombro.Cuando las cosas volvieron a
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estar un poco en orden, Redwoodfue a contemplar el gigantesco y
deforme cadáver. La bestia yacía de
costado, con el cuerpo levementedoblado. Sus dientes de roedor,
sobresaliendo de su mandíbulahundida, daban a aquella cara u
aspecto de debilidad colosal, deenclenque avidez. No parecía eabsoluto ni feroz ni terrible. Sus patas delanteras recordaban unasmanos flacas y consumidas.
Exceptuando un limpio agujeroredondo de bordes chamuscados, a
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,
ambos lados del cuello, la bestiaestaba absolutamente intacta.
Redwood meditó sobre este hecho
durante algún rato. —Debieron ser dos ratas —
dijo, por fin, alejándose. —Sí. La que fue acribillada
por todos escapó. —Estoy seguro de que mitiro...
Un zarcillo de enredaderaamarilla, atareado con aquella
misteriosa búsqueda de un sostéque constituye el oficio de u
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q y
zarcillo, se inclinó amablementehacia el cuello de Redwood, y le
hizo dar un presuroso salto a u
costado. —Juu-z-z-z-z-z-z-z-Z-Z-Z —
se oyó en el distante avispero—.Juu-uu-zuu-uu.
VEl incidente mantuvo alerta al
grupo expedicionario, pero no lotrastornó.
Metieron sus pertrechos en lacasa, la cual, evidentemente, había
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sido saqueada por las ratas despuésde la huida de la señora Skinner, y
cuatro de los hombres se
encargaron de devolver loscaballos a Hickleybrow.
Arrastraron la rata muerta a travésdel seto hasta dejarla en posició
tal que pudiera verse desde lasventanas de la casa, eincidentalmente se encontraron coun enjambre de tijeretas gigantes euna zanja. Estos animales se
dispersaron precipitadamente, peroCossar pudo alcanzar un número
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incalculable de patas y matómuchas tijeretas a taconazos y a
culatazos. Luego dos de los
hombres se abrieron camino ahachazo limpio a través de los
tallos principales de la enredaderaamarilla, en realidad enormes
cilindros de más de cincuentacentímetros de diámetro, quesurgían al lado del sumidero en la parte trasera del edificio. Ymientras Cossar ponía la casa e
orden para pasar la noche,Bensington, Redwood y uno de los
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electricistas auxiliares se dirigierocautelosamente a explorar los
gallineros en busca de ratoneras.
Dieron un gran rodeoalrededor de las ortigas gigantes,
porque estos enormes hierbajos losamenazaban con espinas
envenenadas de cerca de trescentímetros de largo. Luego, al dar la vuelta al roído y desmantelado portillo, un poco más allá, seencontraron súbitamente con la
enorme garganta cavernosa de lasmás occidental de las ratoneras,
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maloliente sima que les hizo ponerse muy juntos y en hilera.
—Espero que saldrán —dijo
Redwood dando una ojeada alcobertizo del pozo.
—Si no salen... —reflexionóBensington.
—Saldrán —afirmó Redwood.Se quedaron meditando. —Si nos metemos dentro
tendremos que conseguir algún tipode luz —dijo Redwood.
Subieron por un pequeñosendero de blanca arena a través
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del pinar, y en seguida sedetuvieron al divisar el avispero.
El sol se iba al ocaso, y las
avispas regresaban a su hogar e busca de refugio; sus alas, bajo la
dorada luz poniente, formabaveloces halos que giraban a s
alrededor. Los tres hombres sequedaron acechando desde abajo delos árboles —no se sentían coánimos para ir hasta el confín del bosque— y permaneciero
observando cómo aquellostremendos insectos descendían y se
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arrastraban unos pasos para entrar en el avispero y desaparecer.
—Estarán quietas un par de
horas... —dijo Redwood—. Mesiento muchacho otra vez.
—No podemos equivocarnosdijo Bensington—, por oscura
que sea la noche. Y a propósito...que hay sobre la luz... —Luna llena —dijo el
electricista—. Ya me he enterado.Regresaron por el mismo
camino y consultaron con Cossar.Este dijo que «evidentemente»
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debían transportar el azufre, elnitrato y el yeso a través del bosque
antes del crepúsculo, y a este efecto
descargaron y transportaron lossacos. Después de los gritos
necesarios para dar lasinstrucciones preliminares, no se
pronunció ni una sola palabra, y alirse amortiguando el zumbido de lasavispas en el avispero, apenas podía oírse otra cosa en el mundoque no fuesen las pisadas, el pesado
respirar de los hombres cargados yel ruido sordo de los sacos al ser
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descargados. Se hicieron turnos para realizar aquella tarea en la que
colaboraron todos excepto
Bensington, manifiestamente inútil para estos menesteres. Se quedó de
centinela en el dormitorio de losSkinner, con un rifle en la mano,vigilando la carcasa de la ratamuerta, mientras los demássiguieron con los turnos paradescansar del transporte de lossacos y para quedar de guardia e
parejas vigilando las ratonerasdesde detrás del ortigal. Los sacos
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polínicos de las ortigas estabamaduros, y de vez en cuando la
velada se animaba con s
dehiscencia, y el estallido de lossacos sonaba como un disparo de
pistola; entonces los granos de polen, grandes como perdigones,resonaban a todo su alrededor.
Bensington permanecíasentado detrás de su ventana en usillón tapizado con cuero decaballo, el respaldo cubierto co
una harapienta funda que habíadado un toque de distinción al saló
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de los Skinner durante buenos años.Dejó apoyado el rifle en el alféizar
de la ventana, mientras sus lentes
vigilaban, en la creciente tiniebla, aveces la oscura masa de la rata
muerta y otras veces vagaban a salrededor en curiosa meditación. Seolía un poco a parafina porque unode los barriles rezumaba, y esteolor se mezclaba con el menosdesagradable procedente de latronchada y aplastada enredadera.
En el interior, cuandoBensington volvió la cabeza, le
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llegó una mezcla de sutiles oloresdomésticos: cerveza, queso,
manzanas podridas y calzado viejo
como temas principales; le trajeroreminiscencias de los
desaparecidos Skinner. Contemplódurante un buen rato la habitaciósumida en la penumbra. Losmuebles habían sido muydesordenados —quizá por parte dealguna rata inquisitiva— pero unachaqueta colgada de una percha
detrás de la puerta, una navaja deafeitar junto a unos sucios pedacitos
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de papel y un trozo de jabón que,gracias a innumerables años de
desuso, se había endurecido en una
especie de cubo, recordaban ladistintiva personalidad de Skinner.
Se le ocurrió a Bensington, con unasensación de completa novedad,que, con toda probabilidad, elhombre aquel había sido muerto ydevorado, al menos en parte, por elmonstruo que ahora yacía muerto,allí, en la oscuridad.
¡Y pensar a lo que puedeconducir un descubrimiento
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químico aparentemente inofensivo!Allí estaba él, en la tranquila
Inglaterra, y, no obstante, bajo la
inminencia de infinitos peligros,con un fusil, en una casa medio
derruida iluminada por elcrepúsculo, alejado de cualquier comodidad y con el hombroespantosamente magullado por elretroceso del fusil, y... ¡por Júpiter!
Se dio cuenta entonces de lo profundo que el orden del universo
había cambiado para él. Se habíametido directamente en aquella
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pavorosa aventura, ¡sin decir una palabra de ello a su prima Jane!
¿Qué estaría pensando de él?
Intentó imaginárselo y no pudo. Se sintió invadido por la
extraordinaria sensación de que ellay él se habían despedido parasiempre y de que jamás volverían aencontrarse. Tuvo también laimpresión de que había dado u paso en un mundo de nuevasinmensidades. ¿Qué otros
monstruos serían capaces deesconder aquellas espesas
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tinieblas...? Las extremidades delas ortigas gigantes se destacaban,
tajantes y negras, contra el fondo
ámbar y de un verde diluido delcielo occidental. Todo se hallaba
muy quieto, quieto de veras. Se preguntó por qué no oía a los demásque se hallaban a la vuelta de laesquina de la casa. La penumbra dela cochera era ya de un negro
abismal.¡Bang...! ¡Bang...! ¡Bang...!
Una secuencia de ecos y ugrito.
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Un largo silencio.¡Bang!, otra vez, y una
disminución de ecos.
Quietud.Luego, ¡gracias a Dios!,
Redwood y Cossar surgieron de laoscuridad, y Redwood lo llamaba: —¡Bensington...!
¡Bensington...! ¡Hemos cazado otrarata!... Cossar liquidó otra rata.
VI
Cuando la Expedición acabósu refrigerio, ya había caído la
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noche. Las estrellas ostentaban smáximo fulgor y la creciente
palidez que se extendía por el lado
de Hankey era el heraldo de la luna.Se había mantenido la guardia las
ratoneras, pero los centinelas sehabían trasladado a la pendiente delcerro, por encima de las aberturas,considerando que desde aquel puesto sería más ventajoso
disparar. Acamparon allí, sobre elsuelo cubierto de rocío,
combatiendo la humedad cowhisky. Los demás permaneciero
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descansando en la casa, y los treslíderes discutieron la tarea nocturna
con los hombres. La luna salió a
medianoche, y tan pronto como sdisco se hubo desprendido del
horizonte, todos los componentes dela expedición, excepto loscentinelas de la ratonera, se pusieron en marcha en fila indiahacia los avisperos, con la
conducción de Cossar.En lo que al avispero se
refiere, encontraron la tarea muyfácil, asombrosamente fácil.
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Excepto del hecho de ser una labor prolongada, no fue más serio de lo
que habría sido con un avispero
corriente. Hubo peligro, sin dudaalguna, peligro de muerte, pero
nunca llegó a materializarse eaquella portentosa ladera.Embutieron el azufre y el salitre,enyesaron a conciencia los agujerosy prendieron fuego al combustible.
Luego, en un común impulso, todoel grupo —excepto Cossar— dio
media vuelta y echó a correr através de las alargadas sombras de
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los pinos; viendo que Cossar sehabía quedado atrás, se detuviero
apiñándose a una distancia de u
centenar de metros, al lado de unazanja muy conveniente que podría
servir de refugio. Durante uno o dosminutos, la noche bañada por elresplandor lunar, todo blanco ynegro, se llenó de un sofocadozumbido, que fue elevándose hasta
convertirse en una especie derugido, en una nota profunda y
sostenida, que, después de sculminación, fue amortiguándose y
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murió; y entonces, de un modo casiincreíble, la noche quedó
silenciosa.
—¡Por Júpiter! —exclamóBensington—. ¡Ya está!
Todos prestaron atención. Laladera, por encima de los negrosencajes de las sombras de los pinos, parecía tan clara como dedía y tan incolora como la nieve. El
yeso, secándose en los agujeros delavispero, brillaba. El desgarbado
corpachón de Cossar se dirigióhacia ellos.
h
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—Hasta ahora...—empezó adecir Cossar.
¡Crac...! ¡Bang...!
Un disparo desde cerca de lacasa, y luego... silencio.
—¿Qué fue eso? —preguntóBensington. —Una de las ratas que habrá
asomado el hocico —supuso uno delos hombres.
—A propósito; nos hemosdejado las armas allá arriba —dijo
Redwood. —Sí, al lado de los sacos.
T d l d hó d
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Todo el mundo echó a andar montaña arriba otra vez.
—Deben de ser las ratas —
dijo Bensington. —¡Evidentemente! —repuso
Cossar, mordisqueándose las uñas.¡Bang! —¡Ehhh! —exclamó uno de
ellos.Entonces, bruscamente, se oyó
un grito, dos disparos, otro gritomucho mayor que era casi u
alarido, tres disparos en rápidasucesión, y un ruido de madera que
ill T d id
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se astilla. Todos estos ruidos se percibieron muy claramente, como
elementos muy pequeños dentro de
la inmensa quietud de la noche.Luego, durante algunos momentos
no se oyó nada, sino una breveconfusión sorda procedente de ladirección de las ratoneras, y luego,otra vez, un aullido salvaje... Cadauno de los hombres echó a correr e
busca de sus fusiles.Dos disparos.
Bensington se encontró, fusilen la mano, andando
difi lt t t l
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dificultosamente por entre los pinos, detrás de unas cuantas
espaldas que retrocedían. Lo
curioso es que su idea principal eaquel momento estaba centrada e
el deseo de que su prima Jane pudiese verlo. Sus botas bulbosas ycortajeadas se movíadesacompasadamente dandograndes zancadas y su rostro estaba
contorsionado por una permanentesonrisa forzada, ya que así se le
arrugaba la nariz y podía mantener los lentes en su sitio. Tenía la boca
d l d f t d
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del arma de fuego proyectadahorizontalmente frente a él, mientras
iba transitando por la cuadrícula
iluminada y sombreada por la luzde la luna. El hombre que había
echado a correr se encontró con elgrupo corriendo a toda velocidad...¡Había perdido su fusil!
—¡Eh! —dijo Cossar tomándole en sus brazos—. ¿Qué
pasa? —Salieron todas juntas —
contestó el hombre. —¿Las ratas?
Sí S i
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—Sí. Seis. —¿Dónde está Flack?
—Abajo.
—¿Qué dice? —jadeóBensington, pero nadie le prestó
atención. —¿Flack está abajo? —Cayó... Salieron una tras
otra. —¿Qué?
—Una acometida. Disparó colos dos cañones.
—¿Y ha abandonado a Flack? —Se nos echaron encima.
¡Vamos! ordenó Cossar
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—¡Vamos! —ordenó Cossar . Usted se viene con nosotros.
¿Dónde está Flack? Enséñenos el
sitio.El grupo entero comenzó a
avanzar. Otros detalles de larefriega fueron surgiendo de la bocadel fugitivo. Los otros se apiñabaa su alrededor, excepto Cossar queiba en cabeza.
—¿Dónde están? —Habrán vuelto a sus
madrigueras, quizá. Yo me escapé.Las ratas echaron a correr hacia la
entrada de la ratonera
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entrada de la ratonera. —¿Qué quiere decir? ¿Ustedes
dos estaban quizá detrás de ellas?
—Nos metimos en lamadriguera. Vimos que iban a salir
e intentamos cortarles la salida.Salieron a saltos... como conejos.Apuntamos y disparamos.Empezaron a correr de un lado paraotro como locas, después de nuestro
primer disparo, y, de repente, senos echaron encima. Venían a por
nosotros. —¿Cuántas?
Seis o siete
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—Seis o siete.Cossar siguió el sendero hasta
el límite del pinar y allí se detuvo.
—¿Quiere usted decir quecogieron a Flack? —preguntó
alguien. —Una de las ratas se abalanzósobre él.
—Y usted, ¿no disparó? —¿Cómo podía disparar?
—¿Todos llevan el armacargada? —preguntó Cossar por
encima del hombro.Hubo un movimiento
afirmativo
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afirmativo. —Pero Flack... —murmuró
uno.
—¿Quiere usted decir queFlack...? —protestó otro.
—No hay tiempo que perder dijo Cossar. Y gritó—: ¡Flack...!mientras seguía andando a la
cabeza del pelotón. Avanzarohacia las ratoneras con el hombre
que había escapado en laretaguardia del grupo. Se
adelantaron por entre los enormeshierbajos y dieron un pequeño
rodeo para no tropezar con el
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rodeo para no tropezar con elcadáver de la segunda rata muerta.
Se extendieron formando una línea
sinuosa, cada hombre apuntandocon su fusil, escrutándolo todo bajo
la clara luz lunar en busca de algunasilueta sospechosa, de algunaominosa forma agazapada.Encontraron el seguida el fusil delhombre que había echado a correr a
escape. —¡Flack! —gritó Cossar—.
¡Flack...! —Echó a correr por entre las
ortigas y se cayó —confesó el
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ortigas y se cayó —confesó elhombre que había huido.
—¿Dónde?
—Por allá. —¿Dónde cayó?
El hombre vaciló y loscondujo a través de las alargadassombras negras durante un trecho.Luego se volvió.
—Creo que por aquí.
—Bueno, pues ahora ya noestá.
—Pero, ¿y su fusil...? —¡Maldición! —exclamó
Cossar— ¿Dónde habrá ido?i h i l
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Cossar . ¿Dónde habrá ido?Dio un paso hacia las negras
sombras de la ladera que ocultaba
las ratoneras y se quedó mirandofijamente. Luego volvió a soltar u
terno. —¡Si se lo han llevado arastras...!
Durante unos momentos sequedaron sin hacer nada,
comunicándose con fragmentos deideas. Los lentes de Bensingto
brillaban cómo diamantes al fijar lamirada en sus acompañantes. Los
rostros de los hombres cambiabad f í l id d
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rostros de los hombres cambiabade una fría claridad a una
misteriosa oscuridad, según se
pusieran de cara o a espaldas a laluna. Todo el mundo hablaba, pero
nadie completaba una frase.Entonces, Cossar, bruscamente,tomó una decisión. Empezó a agitar los brazos en todas direcciones y alanzar órdenes como si fuera
perdigones. Era evidente quenecesitaba lámparas. Todos, menos
Cossar, se dirigieron hacia la casa. —¿Se va usted a meter en las
ratoneras? —preguntó RedwoodE id t t dij
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ratoneras? preguntó Redwood. —Evidentemente —dijo
Cossar.
Precisó una vez más quenecesitaba que le trajeran los
faroles del carro y el coche.Bensington aprovechó laocasión y echó a andar por elsendero del pozo. Miró por encimadel hombro y vio la destacada y
gigantesca figura de Cossar, comosi estuviese contemplando las
ratoneras pensativamente. Anteaquel espectáculo, Bensington se
detuvo un momento y se volvióE t b t d b d d
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detuvo un momento y se volvió.¡Estaban todos abandonando a
Cossar...!
Cossar era perfectamentecapaz de arreglarse solo, desde
luego.De repente, Bensington vioalgo que le hizo gritar sin que lesaliera la voz:
—¡Ay!
En un instante tres ratas sehabían proyectado hacia Cossar,
saliendo de la oscura maraña de laenredadera. Durante tres segundos
éste no se dio cuenta de si id
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éste no se dio cuenta de s presencia, y en seguida se
transformó en la cosa más activa
que hubiera en el mundo. Nodisparó un tiro. Al parecer no tuvo
tiempo de afinar la puntería, ni deapuntar siquiera. Bensington viocomo se agazapaba ante el salto deuna rata y cómo le aplastaba la nucacon la culata del fusil. El monstruo
dio un brinco y giró sobre sí mismo,cayendo al suelo.
La silueta de Cossar se perdióde vista entre la hierba que más
bien parecía cañaveral, y luegovolvió a surgir corriendo hacia otra
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bien parecía cañaveral, y luegovolvió a surgir, corriendo hacia otra
de las ratas y volteando su fusil por
encima de la cabeza. Un débil gritollegó a oídos de Bensington, y
entonces percibió a las dos ratasrestantes saliendo a escape edirecciones divergentes, mientrasCossar les perseguía hacia lasratoneras.
Toda aquella escena sedesarrolló en medio de sombras
brumosas; los tres monstruosatacantes se veían exagerados e
irreales debido a la claridad de laluz En ciertos momentos Cossar
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luz. En ciertos momentos Cossar
parecía un coloso y en otros
momentos se hacía invisible. Lasratas pasaron por el campo visual
dando súbitos e inesperados saltoso corriendo con un movimientorápido de las patas que más parecían ir sobre ruedas. Todosucedió en menos de medio minuto.
adie lo vio, excepto Bensington,que podía oír a los demás
retrocediendo aún hacia la casa.Gritó algo inarticulado y echó a
correr hacia Cossar, mientras lasratas desaparecían
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,ratas desaparecían.
Lo alcanzó en la entrada de las
ratoneras. Bajo la luz de la luna lassombras que constituían el
semblante de Cossar demostrabauna calma absoluta. —¡Hola! —le dijo—. ¿Ya de
vuelta? ¿Dónde están los faroles?Todas han vuelto a sus madrigueras.
Le rompí el cuello a una que me pasó por delante... ¿Ve usted? ¡Allí!
Y señaló con su dedodescarnado.
Bensington se hallabademasiado estupefacto para poder
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gdemasiado estupefacto para poder
seguir la conversación...
Pareció interminable el tiempoque tardaron en llegar los faroles.
Por fin aparecieron, primero un ojode firme luminosidad, y precedidode un oscilante resplandor amarillento, y luego, centelleando y brillando irregularmente, otros dos.
A su alrededor venían unas pequeñas figuras con sus
correspondientes vocecillas, yluego unas sombras enormes. Este
grupo proyectó una especie de focode luz sobre el gigantesco paisaje
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g p p y pde luz sobre el gigantesco paisaje
onírico bañado por los rayos de la
luna. —¡Flack! —iban diciendo lasvoces—. ¡Flack!
Una frase luminosa salió aflote.
—Se habrá encerrado en eldesván.
Cossar iba siendo cada vezmás excepcional. Sacó de alguna
parte unos grandes puñados dealgodón en rama y se tapó con ellos
los oídos... Bensington se preguntópor qué Luego cargó su fusil co
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g p g por qué. Luego cargó su fusil co
una cuarta parte de una carga de
pólvora. ¿Quién otro habría podido pensar en ello? El país de maravillaculminó con la desaparición de lassuelas de las botas de Cossar por lamadriguera central.
Cossar iba a cuatro patas codos fusiles, que arrastraba a ambos
lados, sujetos por un cordel que le pasaba por debajo del mentón, y s
ayudante de confianza, uhombrecillo moreno de facciones
graves, tenía que ir detrás de éldoblado por la cintura y
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doblado por la cintura y
sosteniéndole un farol por encima
de la cabeza. Todo se había proyectado de un modo tan cuerdo yapropiado como el sueño de uloco. El algodón en rama, segú parece, tenía por objeto evitar laconmoción del rifle. El hombre queseguía a Cossar también se había
puesto algodón en los oídos.¡Evidentemente! Mientras las ratas
huyeran de Cossar no podríaacaecerle daño alguno, y si daba
media vuelta y se dirigíadirectamente a él vería sus ojos y
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directamente a él, vería sus ojos y
dispararía apuntando entre medio
de ellos. Como que tendrían que pasar por el cilindro de lamadriguera, Cossar no podía fallar el tiro. Insistió en que éste era elmétodo evidente, quizás algofastidioso, pero absolutamenteseguro. Al inclinarse el ayudante
para entrar, Bensington vio que uovillo de bramante estaba sujeto a
los faldones de su chaqueta. Por este ovillo tenía que tirar del
bramante, si se hiciera necesarioarrastrar hacia fuera los cadáveres
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arrastrar hacia fuera los cadáveres
de las ratas.
Bensington se dio cuenta deque el objeto que sostenía en lamano era el sombrero de Cossar.
¿Cómo había llegado allí...?Sería recuerdo suyo, al menos.En cada una de las salidas
adyacentes había un pequeño grupo
con un farol iluminando lamadriguera correspondiente, y uno
de los hombres se hallabaarrodillado, apuntando al redondo
vacío que se abría ante él, como siesperara que de allí surgiera algo.
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esperara que de allí surgiera algo.
Se hizo un silencio
interminable.Luego oyeron el primer disparo de Cossar, como unaexplosión en una mina...
Los nervios y los músculos detodos se pusieron tensos al oírlo, y¡bang!, ¡bang!, ¡bang! Las ratas
habían intentado escapar y dos máshabían muerto. Después, el hombre
que sostenía el ovillo indicó unasacudida.
—Ha matado a una y quiere el bramante —dijo Bensington.
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j g
Se quedó observado cómo el
bramante penetraba en la ratonera, yle pareció como si se hubieseanimado de repente con unainteligencia oscura porque laoscuridad lo hacía invisible. Por fidejó de arrastrarse y se hizo unalarga pausa. Luego, lo que a
Bensington le pareció ser umonstruo rarísimo salió
arrastrándose lentamente delagujero y se revolvió en el pequeño
espacio saliendo de espaldas.Después de él, y haciendo
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p , y
profundos surcos en el suelo,
aparecieron las botas de Cossar, y acontinuación su espalda iluminada por el farol...
Sólo quedaba una rata viva, yla infeliz, sentenciada a muerte, se
ocultaba en los rincones másapartados de la ratonera, hasta que
Cossar entró de nuevo y la mató.Por último, Cossar, el huró
humano, volvió a hacer unainspección general para asegurarse.
—Ya las tenemos —dijo a susasombrados compañeros—. Y si yo
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p y
no hubiese sido un tonto de capirote
me habría desnudado hasta lacintura. Evidentemente. ¡Tóquemelas mangas, Bensington! Estoyempapado de sudor. No se puede pensar en todo. Únicamente una
media borrachera de whisky mesalvará de un resfriado.
VII
Hubo momentos duranteaquella noche maravillosa en que a
Bensington le pareció que lanaturaleza había organizado para él
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g p
una vida de fantásticas aventuras.
Esto se hizo patente durante la horasiguiente a su ingestión de uwhisky muy fuerte.
—Ya no volveré a SloaneStreet —confió al mecánico alto,
rubio y sucio. —No, ¿eh?
—Por nada del mundo — afirmó Bensington.
El esfuerzo de haber arrastrado las siete ratas muertas
hasta la pira a través del ortigal lohabía bañado en sudor y Cossar le
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y
indicó la evidente reacción física
que le produciría el whisky siquería salvarse del resfriado, deotro modo inevitable. Hubo unaespecie de cena de bandoleros en lavetusta cocina embaldosada, con la
hilera de ratas muertas que yacía bajo la luz de la luna contra el
gallinero. Después de una mediahora de descanso, Cossar los incitó
a emprender de nuevo el trabajo para terminar lo que aún restaba
por hacer. —Evidentemente —dijo—,
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habrá que limpiar el lugar... Nada
de desperdicios... nada deescándalo, ¿eh?Les animó con la idea de hacer
la destrucción completa. Rompieroy astillaron todos los fragmentos de
madera que pudieron encontrar ela casa; talaron senderos allí donde
brotaba la vegetación gigante;hicieron una pira para las ratas
muertas y las empaparon e parafina.
Bensington trabajó como elmás activo de los peones. Alcanzó
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un climax de alborozo y de energía
hacia las dos. Cuando, en plenadestrucción, blandía el hacha, elmás valeroso huía de s proximidad. Un rato después seapaciguó algo, debido a la
transitoria pérdida de sus lentes,que fueron hallados al fin por otra
persona en el bolsillo de lachaqueta del propio Bensington.
Los hombres iban de un lado para otro a su alrededor...
decididos y enérgicos. Cossar semovía entre ellos como un dios.
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Bensington apuró esa deliciosa
camaradería que es privativa de uejército feliz o de una reciaexpedición, pero nunca de aquellosque viven la sobria vida de lasciudades. Después que Cossar le
quitó el hacha y le encargó queacarreara madera, estuvo andando
de un lado para otro diciendo quetodos eran unos buenos chicos.
Siguió por este estilo aún muchotiempo después de notar las
primeras señales de fatiga.Por fin estuvo a punto y
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comenzaron a regar todo con la
parafina. La luna, desprovista ya desu magro cortejo nocturno deestrellas, brillaba en lo alto, por encima de la aurora naciente.
—Quemémoslo todo —
dispuso Cossar yendo de una partea otra—. Quemémoslo todo...
Déjenlo arrasado, ¿entienden?Bensington se fijó en él, tétrico
y horrible bajo el pálido alborear del día, precipitándose con la
mandíbula saliente y una antorchaencendida en la mano.
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—¡Lárguese de ahí! —
exclamó alguien, tirando del brazode Bensington.La quietud de la aurora, pues
allí no había pájaros que cantaran,se llenó de pronto de una
tumultuosa crepitación; una pequeñallama rojiza recorrió la base de la
pira, se transformó en azul al entrar en contacto con el suelo, y se puso a
trepar, hoja por hoja, tallo arriba deuna ortiga gigante. Un ruido
cantarino se mezcló con lacrepitación...
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Los hombres cogieron sus
fusiles de uno de los rincones de lasala de estar de los Skinner y todoel mundo echó a correr. Cossar sefue tras ellos dando grandeszancadas...
Luego se encontraron todos de pie, contemplando desde lejos la
Granja Experimental, que estabaardiendo. El humo y las llamas se
desbordaban por las puertas y lasventanas y por centenares de
rendijas y grietas en el techo, igualque una muchedumbre presa de
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pánico. ¡Qué bien sabía Cossar
encender una fogata! Una gracolumna de humo salió disparadahacia el firmamento, acompañadade rojas lenguas sangrientas y deraudos fogonazos. Era como si u
enorme gigante se hubiese puesto de pie, alargándose hacia arriba y
estirando bruscamente los brazoshacia el cielo. Volvió a caer la
noche sobre ellos, ocultando por completo la incandescencia del sol
que salía tras ella. Los habitantesde Hickleybrow se dieron cuenta
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muy pronto de aquel estupendo
pilar de humo, y salieron hasta lacresta de la colina, con gravariedad de batas, para contemplar el regreso de la expedición.
Detrás de ellos, igual que u
hongo fantástico, aquel pilar dehumo oscilaba y fluctuaba, cada vez
más alto, cada vez más arriba, hastael cielo... dando la impresión de
que la llanura era bajísima y todoslos demás objetos eran nimiedades;
y en primer término, conducidos por Cossar, los autores del asunto
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seguían el sendero, ocho pequeñas
siluetas negras, marchando cofatiga, las armas al hombro, a travésdel prado.
Al volver la mirada haciaatrás, en el cerebro de Bensingto
resonó como un eco cierta fraseconocida. ¿Cómo era...? «Habéis
encendido hoy...» «Habéisencendido hoy...»
Entonces recordó las palabrasde Latimer: «Hemos encendido hoy
una antorcha tan grande eInglaterra, que ya nadie podrá
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apagarla jamás...»2
¡Qué hombre era Cossar!Bensington se quedó mirando sespalda durante un rato y se sintióorgulloso de haber sostenido ssombrero. ¡Orgulloso, sí, a pesar deque él era un investigador eminentey Cossar se dedicaba sólo a la
ciencia aplicada!De repente, se puso a tiritar y
a bostezar, y deseó estar acostado,muy calentito, en su cama de aquel
pequeño piso que daba a SloaneStreet. (Ni siquiera pensar en s
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prima Jane le prestó ayuda.) las
piernas se le volvieron comoalgodón y los pies como plomo.Sintió la necesidad de tomar un caféen Hicleybrow. En sus treinta y tresaños no había pasado nunca en vela
una noche entera.VIII
Y mientras aquellos ocho
aventureros luchaban contra lasratas en la Granja Experimental, a
catorce kilómetros de distancia, eel pueblo de Cheasing Eyebright,
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una dama anciana provista de una
nariz excesiva, luchaba con grandesdificultades a la luz vacilante deuna vela. En una mano nudosa teníaun abrelatas y con la otra sosteníauna lata de Heracleoforbia,
decidida a abrir o a perecer en laempresa. Luchaba incansablemente,
profiriendo un gruñido a cadanuevo esfuerzo, mientras, a través
del delgado tabique, el niño de losCaddles no cesaba de gemir.
—¡Pobrecillo! —murmuró laseñora Skinner; y luego,
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mordiéndose el labio con su diente
solitario, en un arranque dedeterminación, añadió—: ¡Venga!Y de inmediato, ¡clap!, una
nueva provisión del Alimento delos Dioses quedó dispuesta y a
punto de descargar sus poderes deagigantamiento sobre el mundo.
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CAPÍTULO CUATRO -LOS NIÑOS GIGANTES
Durante algún tiempo almenos, el círculo, cada vez másextendido, de las consecuencias de
lo ocurrido en la GranjaExperimental excederá del foco de
nuestra narración, es decir, que nonos ocuparemos del enorme poder
de crecimiento en hongos y setas, ehierbas y hierbajos que se irradiaba
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de aquel centro carbonizado pero
no absolutamente consumido.Tampoco podemos detenernos aexplicar cómo aquellasmelancólicas solteronas, las dosgallinas sobrevivientes, pasmo y
admiración de propios y extraños, pasaron los restantes años de sus
vidas en acumular celebridad. Ellector que desee obtener detalles
más completos de estas cuestiones puede consultar los periódicos de
aquella época, especialmente losvoluminosos y polifacéticos
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archivos del Recording Ángel
moderno. Nuestra misión está allado del señor Bensington.Bensington había regresado a
Londres para encontrarsetransformado en un hombre
terriblemente famoso. En eltranscurso de una noche el mundo
entero había cambiado respecto aél. Todo el mundo lo comprendía.
Al parecer, la prima Jane lo sabíatodo, la gente que andaba por las
calles lo sabía todo y los periódicos lo sabían todo y aú
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más. Su encuentro con la prima Jane
fue terrible, como era de esperar, pero cuando todo hubo pasado, noresultó tan terrible, después detodo. El poder que tenía la buenamujer sobre los hechos era
limitado. Era evidente que habíadiscutido consigo misma para
terminar aceptando el Alimentocomo algo propio del orden natural
de las cosas.Adoptó una actitud de
malhumorada sumisión. Eraevidente que desaprobaba en gra
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manera, pero que no prohibía. La
escapada de Bensington, que así escomo ella debió de considerarla, ladejaría, seguramente, muy agitada, ysu peor acción consistió en querer cuidarlo con acerba persistencia de
un resfriado que Bensington nohabía cogido y por una fatiga que
había olvidado hacía mucho tiempo,y en comprarle una nueva especie
de ropa interior higiénica de lanascombinadas, que tenía la
particularidad de volverse delrevés, en parte, con mucha
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facilidad, y en parte no, y donde
resultaba tan difícil meter a uhombre olvidadizo como en lossalones de la alta sociedad. Y así,durante cierto tiempo, y en tanto quele dejó algún rato libre el manejo
de esta nueva indumentaria,continuó participando en el
desarrollo de este nuevo elementoen la historia de la humanidad, el
Alimento de los Dioses.La opinión pública, siguiendo
sus misteriosas leyes de selección,lo había escogido como solo y
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único responsable Inventor y
Promotor de esta nueva maravilla.La opinión pública no quería ni oír hablar de Redwood, y sin la menor protesta permitió que Cossar,siguiendo sus impulsos naturales, se
desvaneciera en una oscuridadterriblemente prolífica. Antes de
que se diera cuenta del derroteroque llevaban las cosas, Bensingto
se encontró, como si dijéramos,desnudo y disecado en los
periódicos. Su calvicie, s particular coloración rosada y sus
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lentes con montura de oro se había
transformado en posesionesnacionales. Unos cuantos jóvenesresueltos, provistos de grandes ylujosas cámaras fotográficas y de uaire de completa autoridad, tomaro
posesión del piso durante breves pero provechosos períodos,
disparando sus luces de magnesioque por muchos días llenaron la
atmósfera de densos e intolerablesvapores, y luego se retiraron para
llenar las páginas de las revistassindicadas con admirables retratos
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de Bensington, en su casa, luciendo
una de sus mejores chaquetas y lasacuchilladas botas. Otras personasde ademanes decididos y dediversos sexos y edades se presentaron en su casa para
explicarle cosas sobre el AlimentoEstrella (fue el Punch el que lo
denominó por primera vez de esamanera) y reproducir después lo
que ellos habían dicho como sifuera la contribución original dada
por Bensington a la entrevista.Aquello llegó a ser una verdadera
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obsesión para Broadbeam, el
Humorista Popular. Olió en aquellootra de esas malditas cosas que no podía comprender y se esforzóempeñosamente por hacer caer todoel asunto en el ridículo. Se lo podía
ver en los clubs, como unavoluminosa y torpe presencia, co
las marcas de sus desvelos puestasde manifiesto en su ancha cara
innoble, explicando a todo aquel aquien podía importunar:
—Esos hombres de ciencia,¿sabe usted?, carecen del sentido
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del humor, ¿sabe usted? Eso es. Laciencia... les mata el sentido delhumor.
Sus bromas contra Bensingtollegaron a ser malévolos libelos...
Una agencia de selección de
recortes periodísticos, muyemprendedora, envió a Bensingto
un largo articulo que trataba de él,sacado de un semanario de seis
peniques titulado «Un nuevoterror», ofreciendo proporcionarle
un centenar de aquellasimpertinencias por el precio de una
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guinea; y dos señoras jóvenes,encantadoras y muy guapas,totalmente desconocidas, fueron avisitarle, y ante la muda indignacióde la prima Jane se quedaron atomar el té con él y después le
mandaron sus libros de autógrafos para su firma. Muy pronto dejó de
irritarlo ver su nombre asociado alas más incongruentes ideas en la
Prensa, y descubrir en las revistasartículos tratando del Alimento
Estrella y de él mismo en tonos dela mayor intimidad, y por personas
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de las que nunca había oído hablar.Y cualesquiera que hubieran sidolas ilusiones que abrigara en susdías de oscuridad sobre los placeres de la fama, quedarodisipadas del todo y para siempre.
Al principio —exceptuando aBroadbeam— el tono de la opinió
pública estuvo completamentedesprovisto del menor asomo de
hostilidad. Al público no se leocurrió la posibilidad de que cierta
cantidad de Heracleoforbia pudieseescaparse de nuevo, excepto en el
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plano de las suposiciones jocosas.Y, asimismo, el público pareció notener idea de que la pandilla deniños que estaban siendoalimentados con el alimentocrecería mucho más de lo que la
inmensa mayoría de nosotros podemos llegar a crecer. Lo que
más le complacía al público eralas caricaturas de los políticos
eminentes tal como serían despuésde alimentarse con el Alimento
Estrella, sobre todo cuandoquedaban expuestas en los tableros
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de anuncios de los periódicos, y lasedificantes exhibiciones proporcionadas por las avispasmuertas que habían escapado delfuego y las gallinas sobrevivientes.
La gente no se preocupó de ver
más allá de todo esto, y hasta setuvieron que hacer grandes
esfuerzos para que volviera susmiradas a más remotas
consecuencias; y hasta entoncesincluso, su entusiasmo para llevar a
cabo una acción fue sólo parcial.«Siempre hay algo nuevo», decía el
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público, un público tan saciado denovedades, que se enteraría de quela tierra se había partido en dos,como se parte una manzana, sidemostrar sorpresa alguna, yañadía: «A ver qué es lo que van a
hacer después de esto.»Pero hubo dos o tres personas,
fuera del público en general que yahabían mirado más allá, y, segú
parece, se asustaron de lo quevieron. Entre ellos estaba, por
ejemplo, el joven Caterham, primodel conde de Pewterstone, y uno de
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los políticos ingleses que más prometían, quien, arrostrando elriesgo de que le tomaran por utendero, escribió un largo artículoen el Nineteenth Century and After,abogando por su total supresión. Y,
en ciertos momentos, tambiéBensington estaba de acuerdo.
—Parece como si no se dieracuenta —le dijo a Cossar.
—No, no se dan cuenta. —¡Y nosotros! A veces,
cuando pienso en lo que significa...Este pobre niño de Redwood... Y,
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naturalmente, los tres de ustedes...¡A doce metros de altura, tal vez...!Después de todo, ¿debemos proseguir adelante?
—¡Proseguir adelante! — exclamó Cossar, convulso con una
estupefacción muy poco elegante, yelevando el tono de su voz mucho
más alto que de costumbre—.¡Claro que tiene usted que seguir
adelante! ¿Para qué está usted eeste mundo, pues? ¿Para
holgazanear entre comida ycomida...?
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«¡Graves consecuencias...!Pues, ¡naturalmente! ¡Enormes!Evidentemente. Evi-den-te-men-te.¡Pero, hombre, si es la única
ocasión que tiene usted en la vidade conseguir algo verdaderamente
grave! ¿Y quiere usted evitarla? — Durante un momento quedó mudo de
indignación. —¡Sería inicuo! — dijo por fin.— Y repitió
explosivamente: —¡Inicuo!Pero Bensington ya trabajaba
en su laboratorio con más emocióque gusto. No habría podido decir
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si deseaba que en su vida hubieseconsecuencias graves o no. Era uhombre de gustos tranquilos.Aquello constituía u
descubrimiento maravilloso, claro,absolutamente maravilloso, pero...
Ya se había visto propietario devarios acres en una finca
desacreditada y quemada cerca deHickleybrow, al precio de cerca de
noventa libras esterlinas el acre, y aveces se hallaba dispuesto a creer que ésta era una consecuencia muygrave de la química especulativa,
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tan grave como pudieraconsiderarla el menos ambicioso delos hombres. Claro que era Famoso,muy Famoso. Más que satisfactoria,
mucho más que satisfactoria, era laFama que habla alcanzado.
Pero el hábito de laInvestigación estaba arraigado e
él... Y en ciertos momentos,momentos raros, en el laboratorio
principalmente, había algo más queel simple hábito y los argumentosde Cossar que lo impulsaban a strabajo. Este hombrecillo con gafas,
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sentado acaso en equilibrio sobresu alto taburete, con lasacuchilladas botas enroscadasalrededor de sus patas, y en la mano
las pinzas de las pesas, tendría denuevo un destello de aquella visió
de adolescencia, tendría una percepción momentánea del eterno
desdoblamiento de la semillasembrada en su cerebro, viendo,
como si dijéramos, diseñado en elcielo, detrás de los accidentes yformas grotescas del presente, elmundo futuro de gigantes y de todas
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las potentísimas cosas que el porvenir nos reserva... vagas yespléndidas, como la visión de urelumbrante palacio descubierto
súbitamente al proyectarse un rayode sol en la lejanía... Y en seguida
se encontraría como si aqueldistante esplendor no hubiese
brillado nunca en su cerebro, y no podría percibir nada en s
perspectiva sino sombras siniestras,vastos declives y negruras,inmensidades inhóspitas, entesfríos, feroces y terribles.
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II
Entre los complejos y confusossucesos, impactos del gran mundo
externo que constituían la fama deBensington, una brillante y activa
figura se hizo en seguida conspicuay se transformó, en opinión de éste,
en algo así como jefe y maestro deceremonias de estas exterioridades.
Esta figura fue la del doctor Winkles, aquel joven médico taconvincente, que ya ha hecho saparición en este relato como el
édi l l R d d d
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médico por el cual Redwood pudohacer llegar el Alimento hasta shijo. Incluso antes de la grairrupción se hizo evidente que los
polvos misteriosos que Redwood lehabía dado habían despertado
inmensamente el interés de aquelcaballero, y tan pronto como
aparecieron las primeras avispas yase había hecho una composición de
lugar.Era el tipo de médico quetanto en sus modales, como emoralidad, métodos y aspecto podía
l ifi d d d
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ser clasificado, de un modo muysucinto y terminante, como«trepador». Era alto y rubio, counos ojos de color de aluminio, de
mirada superficial, inquisitiva ydura, y cabello gredoso, de
facciones regulares, musculoso etorno a la boca, bien afeitado, de
torso erguido y de movimientosenérgicos, rápido y pronto a girar
sobre sus talones; llevaba levitaslargas, corbatas de seda negra ygemelos y cadenas de oro siadornos, y sus sombreros de copa
t í l f
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tenían unas alas y una formaespecial que le daban un aspectomás formal, serio y mejor, econjunto, que quienquiera que
fuese. Parecía tan joven o tan viejocomo cualquier adulto. Y después
de aquella primera y maravillosairrupción, se refirió a Bensington, a
Redwood y al Alimento de losDioses con un aire de propietario
tan convincente, que a veces, a pesar del testimonio en contra de laPrensa, Bensington estaba a puntode considerarlo a él como al
i t i i l d t d l t
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inventor original de todo el asunto. —Esos accidentes —decía
Winkles al insinuarle Bensingtolos peligros de ulteriores
filtraciones del alimento— no sonada. ¡Nada...! El descubrimiento lo
es todo. Adecuadamentedesarrollado, convenientemente
manejado, cuerdamente controlado,tendremos... tendremos algo muy
portentoso en este alimentonuestro... Tenemos que seguir vigilando lo... No debemos permitir que vuelva a escapar a nuestro
t l d b d j l
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control, y... no debemos dejarlodormir.
Realmente no tenía la menor intención de dejarlo dormir. Iba a
casa de Bensington casi a diario.Bensington, asomándose a la
ventana, podía ver el impecablecarruaje trotando por Sloane Street,
y después de un intervaloincreíblemente breve, Winkles
entraba en la estancia comovimientos ágiles y enérgicos, yllenándolo todo con su presencia,sacaba del bolsillo unos
periódicos proporcionaba la
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periódicos, proporcionaba lainformación correspondiente yhacía observaciones.
—Bueno —decía frotándose
las manos—. ¿Cómo sigue esto?Y así entraba de lleno en la
discusión del orden del día sobre eltema.
—¿Sabe usted —decía, por ejemplo— que Caterham ha estado
hablando de nuestro producto en laAsociación Eclesiástica? —¡Válgame Dios! —
exclamaba Bensington—. Ese
Caterham es primo del Primer
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Caterham es primo del Primer Ministro, ¿no?
—Sí —contestaba Winkles—.Es un joven muy capaz... muy capaz.
Completamente desatinado, ¿sabeusted? Violentamente
reaccionario... pero enteramentecapaz. Y es evidente que está
dispuesto a ganar dinero con este producto nuestro. Ha adoptado una
actitud muy decidida. Habla denuestra proposición de utilizarlo elas escuelas elementales...
—¿De nuestra proposición de
utilizarlo en las escuelas
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utilizarlo en las escuelaselementales?
—Yo dije algo de eso el otrodía —muy de paso—, cosa de poca
monta, en un Politécnico. Paraaclarar el concepto de que el
producto es, en realidad, altamente beneficioso. Y que no entrañaba el
menor peligro, a pesar de esos pequeños accidentes iniciales, que
no pueden volver a suceder... Yasabe usted que el producto seríamuy bueno... Pero él se ha puesto econtra.
¿Y qué dijo usted?
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—¿Y qué dijo usted? —Meras naderías, claro. Pero
como usted ve... Caterham lo tratacon una gravedad perfecta. Trata
este asunto como si fuera un ataque.Dice que ya se malgasta bastante
dinero público en las escuelaselementales, sin el alimento ése.
Repite de nuevo los viejos chistessobre las lecciones de piano, ¿sabe
usted? Dice que nadie deseaimpedir que los niños de las claseshumildes tengan la educacióapropiada a su condición, pero que
darles un alimento de esta suerte
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darles un alimento de esta suertesería destruir completamente ssentido de la proporción. Y ampliael tópico. ¿Qué beneficio se
sacaría, pregunta, con dar a lasgentes humildes una altura de once
metros? Porque él cree, realmente,que tendrían once metros de altura.
—Así sería —repusoBensington— si se les diera nuestro
alimento regularmente. Pero nadiedijo nada... —Yo dije algo... —¡Pero, querido Winkles...!
—Serán mucho más altos
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Serán mucho más altos,claro está —interrumpió Winklescon el aire de saberlo todo,intentando disuadir a Bensington de
sus simples ideas—. Seráindiscutiblemente mayores. Pero,
¡oiga usted lo que me dijo ¡¿Seráasí más dichosos?! Este es s
argumento. Curioso, ¿verdad?¿Serán así mejores? ¿Serán más
respetuosos ante la autoridadlegalmente constituida? ¿Será justo,aun para los mismos niños? Escurioso lo preocupados que está
esos tipos por la justicia e
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esos tipos por la justicia... ecuanto se refiera a lasdisposiciones para el porvenir.Incluso hoy en día —prosiguió
diciendo— el coste de laalimentación y el vestido de los
niños es superior a lo que muchosde sus padres pueden permitirse, ¡y
si esta clase de alimento llega aautorizarse...! ¿Eh, qué tal...?
«Y, vea usted, resulta luegoque él transforma mi insinuacióincidental en una propuesta positiva. Y luego se pone a calcular
lo que costarán unos pantalones
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lo que costarán unos pantalones para un chico que crezca hastaalcanzar la talla de seis metros omás. Como si realmente creyera...
Diez libras esterlinas, calcula, por unos pantalones con un mínimo de
decencia. ¡Qué hombre tan curiosoese Caterham! ¡Tan concreto! El
honrado y trabajador contribuyentedeberá pagar por esto, según él.
También dice que tenemos quetomar en consideración losDerechos de los Padres. Todo estáaquí. En dos columnas. El padre
tiene el derecho de criar a sus hijos
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tiene el derecho de criar a sus hijossegún su propio tamaño...
«Luego viene la cuestión de laescuela y la colocación de los niños
en ella, el coste de los pupitres y delos bancos para nuestras ya
demasiado sobrecargadas escuelasnacionales. ¿Y para conseguir
qué...? Un proletariado de gigantesfamélicos. Y termina con un párrafo
muy serio, diciendo que aunque estadescabellada insinuación —merafantasía de mi parte ¿sabe usted? Yademás mal interpretada—, esta
descabellada insinuación sobre las
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descabellada insinuación sobre lasescuelas no llegue a materializarse,no se dará fin, por ello, a lacuestión. Es éste un alimento muy
extraño, tan extraño que a él le parece casi perverso. Ha sido
esparcido temerariamente, según él,y puede volver a esparcirse de
nuevo. Una vez se ha tomado setransforma en ponzoña a menos que
se siga con él. (—Así es —repusoBensington.) Y, en resumidascuentas, propone la fundación deuna sociedad nacional para la
conservación de las proporciones
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p padecuadas de las cosas.Extravagante, ¿eh? La gente está lamar de entusiasmada con la idea.
—Pero, ¿qué se proponehacer?
Winkles se encogió dehombros y extendió las manos.
—Fundar una sociedad —dijo y armar jaleo. Quieren que se
declare ilegal la fabricación de laHeracleoforbia..., o al menos que sedeclare ilegal la divulgación de sexistencia. Yo mismo he escrito
algo para demostrar que la idea que
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g p q qtiene Caterham del producto esexagerada, exageradísima, pero no parece haberle hecho mella. Es
curioso del modo que la gente seestá revolviendo en contra. Y, a
propósito, la Asociación Nacionalde Templanza ha fundado una filial
para la templanza en el crecimiento. —¡Bah! —murmuró
Bensington tocándose la nariz. —Después de todo cuanto hasucedido, a la fuerza tiene quehaber este alboroto. En realidad, la
cosa es... sobrecogedora.
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gWilkles anduvo de un lado
para otro de la habitación durantecierto tiempo, pareció vacilar y se
fue.Se hizo evidente que algo le
preocupaba, algún aspecto deimportancia crucial para él, que no
quería aún hacer público. Un día,en que Redwood y Bensington se
hallaban juntos en el piso de éste,Winkles les dejó vislumbrar lo queera este algo que tenía en reserva.
—¿Cómo va todo eso? —
preguntó frotándose las manos.
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p g —Estamos redactando una
especie de informe conjuntamente. —¿Para la Royal Society?
—Sí. —¡Vaya! —exclamó Winkles
con acento profundo dirigiéndosehacia la alfombra de la chimenea—.
Pero ¿acaso deben ustedes...? —Debemos ¿qué?
—¿Deben ustedes publicarlo? —No estamos en la EdadMedia —dijo Redwood.
—Lo sé.
—Como dice Cossar, de
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sabios es mudar de opinión... Estees el verdadero método científico.
—En la mayoría de los casos,
así es... Pero este es un casoexcepcional.
—Vamos a exponerlo todoante la Royal Society en su debida
forma —propuso Redwood.Winkles volvió a hablar de lo
mismo en otra ocasión. —Desde muchos aspectos esun descubrimiento excepcional.
—Eso no importa —dijo
Redwood.
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—Es que esta clase deconocimientos podrían ser fácilmente objeto de abusos, de
graves peligros, como diceCaterham.
Redwood no dijo nada. —Hasta por descuido, ¿sabe
usted...? Y si formáramos un comitéde personas de toda confianza para
controlar la fabricación delAlimento Estrella —de laHeracleoforbia, quiero decir— talvez podríamos...
Se interrumpió, y Redwood,
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con cierta sensación de molestiaque no exteriorizó, hizo como si nose hubiera dado cuenta de la tácita
interrogación...Fuera de la presencia de
Redwood y de Bensington, Winkles,a pesar de la imperfección de sus
conocimientos, se transformó en lamáxima autoridad respecto al
Alimento Estrella; escribió cartas alos periódicos defendiendo sempleo; redactó notas y artículosexplicando sus posibilidades; se
coló en las reuniones de las
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asociaciones médicas y científicas para hablar sobre ello,aprovechando la menor ocasión,
aunque no viniera a propósito, yllegó a identificarse completamente
con el Alimento. Publicó uopúsculo titulado «La verdad sobre
el Alimento Estrella», en el queminimizaba los sucesos de
Hickleybrow hasta dejarlosreducidos a poco menos de nada.Dijo que era absurdo decir que elAlimento Estrella daría a las
personas una talla de once metros.
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Aquello era «evidentementeexagerado». Haría a las personasmayores de lo que eran en la
actualidad, eso sí, pero eso eratodo...
Dentro de aquel círculo íntimode dos personas estaba claro que
Winkles se derretía para poder ayudar en la fabricación de la
Heracleoforbia, para ayudar en lacorrección de las pruebas que pudiera haber de cualquier artículoen preparación sobre el susodicho
tema, para hacer algo, en fin, que
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pudiera conducirle a participar elos detalles de la fabricación de laHeracleoforbia. Estaba diciendo
continuamente a los otros dos que éltenía la sensación de que aquello
era algo Grande, y de que encerrabaenormes posibilidades. Si pudiese
sólo quedar... «salvaguardado, dealgún modo». Y por fin, un día,
preguntó sin ambages por qué no leexplicaban cómo se fabricaba. —He reflexionado mucho
sobre lo que usted me dijo —
empezó a decir Redwood.bi i kl
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—Y bien —preguntó Winklesmuy animado.
—Que es esta clase de
conocimientos la que podría ser muy fácilmente objeto de graves
abusos —explicó Redwood. —Pero no veo qué tiene eso
que ver —replicó Winkles. —Desde luego, tiene —dijo
Redwood. Winkles estuvomeditándolo uno o dos días.Después vio otra vez a Redwood yle dijo que tenía sus dudas sobre si
era lícito administrar unos polvos,d l d í l
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de los que nada conocía, al pequeño de Redwood. Le parecíaque era algo así como encargarse
de una responsabilidad siconocimiento de causa. Esto último
dejó pensativo a Redwood. —Ya ha visto usted que la
Sociedad para la Supresión Totaldel Alimento Estrella parece contar
ya con varios millares de asociadosdijo Winkles cambiando de tema. Han redactado un proyecto de
ley y han encargado a Caterham que
lo defendiera... Y Caterham had d E á
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aceptado, encantado. Estádispuestos a todo. Ahora estáempeñados en la formación de
comités locales para influenciar alos candidatos. Quieren que se
considere un delito la preparación yel almacenamiento de la
Heracleoforbia sin una licenciaespecial, y que se tenga por u
crimen, con prisión sin fianza, laadministración del AlimentoEstrella —así es como le llaman,¿sabe usted?— a toda persona de
menos de veintiún años de edad.P t bié h i d d
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Pero también hay sociedades
colaterales, ¿sabe usted? Toda clasede gentes. La Sociedad para la
Conservación de Antiguas Estaturasva a conseguir que elijan a
Frederick Harrison para elMunicipio, según dicen. Ya sabe
usted que Harrison ha escrito uensayo sobre esta cuestión y dice
que es un asunto muy vulgar y quese halla en completo desacuerdocon aquella Revelación de laHumanidad que se encuentra en las
enseñanzas de Comte, y quej t h b í did
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semejante cosa no habría podido
producirse ni aun en los peoresmomentos del siglo XVIII, y que la
idea del Alimento jamás entró en lamente de Comte, lo cual demuestra
lo perversa que es. Harrison diceque nadie que comprenda de veras
a Comte... —Pero no querrá usted decir...empezó a decir Redwood, ta
alarmado que abandonó su actitudde desdén hacia Winkles. —Noharán nada de todo eso —afirmó
Winkles—, pero la opinión públical i ió úbli t
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es la opinión pública y votos so
votos. Todo el mundo puede ver quese hallan ustedes enfrascados
resolviendo algo muy inquietante. Yel instinto humano está en contra de
las cosas inquietantes, ¿sabe usted?adie parece abundar en la idea
que se ha formado Caterham de la posibilidad de personas de oncemetros de altura, que no podríaentrar en ninguna iglesia, ni eningún salón de actos, ni en ningunainstitución humana o social. Pero, a
pesar de todo, en el fondo no sesienten muy tranquilos Ven que hay
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sienten muy tranquilos. Ven que hay
algo, algo más que udescubrimiento corriente...
—Siempre hay algo más — dijo Redwood— en todo
descubrimiento. —Sea como sea, lo cierto es
que se están poniendo impacientes.Caterham sigue machacando sobrelo que puede ocurrir si el Alimentose suelta otra vez. Yo les digo una yotra vez que no volverá a suceder, yque no puede suceder. Pero... ¡así
es como están las cosas!Y se quedó dando respingos
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Y se quedó dando respingos
por la estancia durante un rato,como si intentara volver a iniciar la
cuestión del secreto, y luego, pensándolo mejor, se fue.
Los dos hombres de ciencia semiraron. Durante un buen rato sólo
hablaron con los ojos. —Si llegara lo peor —dijoRedwood, por fin, con una voz quese esforzaba en aparecer tranquila
, daría el Alimento a mi pequeñoTeddy con mis propias manos.
III
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Fue a los pocos días de esto,cuando Redwood, al abrir el
periódico, se encontró con que elPrimer Ministro había prometido
nombrar una Comisión Real paraque estudiara la cuestión del
Alimento Estrella. Esto hizo que sedirigiera, con el periódico en lamano, hacia el domicilio deBensington.
—Winkles, presumo, está perjudicando nuestro producto. Le
está haciendo el juego a Caterham.Se pasa el día hablando de esta
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Se pasa el día hablando de esta
cuestión y de lo que se proponehacer, y en resumidas cuentas lo que
hace es alarmar a la gente. Si sigueasí, creo que realmente va a
dificultar nuestras investigaciones.Incluso ahora... con el problema de
mi hijo menor...Bensington dijo que desearíaque Winkles no continuarahablando.
—¿Ha notado usted cómo hacaído en el hábito de llamarlo
Alimento Estrella?—No me gusta ese nombre —
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—No me gusta ese nombre —
dijo Bensington mirando por encima de las gafas.
—Es exactamente lo que esosignifica... para Winkles.
—¿Por qué seguirámachacando? ¡Si no es cosa suya!
—Es algo que significa famadijo Redwood—. Yo no locomprendo. Pero todo el mundo vaa creer que lo es. Pero eso no es loque importa.
—En la eventualidad de que
esta agitación ignorante y ridículaempiece a manifestarse de un modo
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empiece a manifestarse de un modo
más serio... —empezó a decir Bensington.
—Mi hijo menor no puede prescindir ya de este producto —
afirmó Redwood—, y no sé lo queyo podría hacer ahora. Si llegase lo
peor..Un leve ruido, como de rebotede algo proclamó la presencia deWinkles. E inmediatamente se hizovisible en el centro de la habitació
frotándose las manos.
—Preferiría que llamara antesde entrar —dijo Bensington
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de entrar dijo Bensington,
mirando, de muy mal talante, por encima de la montura de oro de sus
gafas.Winkles se deshizo en excusas.
Luego, volviéndose haciaRedwood, empezó a decir:
—Celebro muchísimo hallarleaquí. Lo cierto es que... —¿Ha visto usted eso de la
Comisión Real? —lo interrumpióRedwood.
—Sí —contestó Winkles,
distraído de lo que iba a decir.—¿Y qué le parece?
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¿Y qué le parece?
—Me parece algo excelentedijo Winkles— que acallará gra
parte de este clamor, ventilando elasunto por completo. Silenciará a
Caterham. Pero no he venido por eso, Redwood. Lo cierto es que...
—No me gusta esa ComisióReal —murmuró Bensington. —Le aseguro a usted que nos
irá muy bien. Y hasta puedo decir...y no creo que sea un abuso de
confianza... que es muy posible que
yo sea nombrado miembro de estacomisión...
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comisión...
—¡Bah! —exclamó Redwoodmirando la lumbre.
—Yo puedo arreglar las cosas.Puedo dejar perfectamente
aclarado, en primer lugar, que el producto es controlable, y e
segundo lugar, que sólo por milagro podría repetirse otra catástrofecomo la de Hickleybrow. Y esto es precisamente lo que se quiere, unacompleta seguridad dada por
persona autorizada. Claro que yo
podría hablar con mucha másconfianza si supiera... Pero
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confianza si supiera... Pero
precisamente ahora se presenta otro pequeño problema sobre el que
deseo consultarlos a ustedes.¡Ejem! Lo cierto es que... Bueno...
Me encuentro con ciertasdificultades, y ustedes puede
ayudarme a resolverlas.Redwood enarcó las cejas y sesintió muy contento.
—El asunto es... estrictamenteconfidencial.
—Prosiga —dijo Redwood—.
o se preocupe por esto. —Recientemente ha sido
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confiada a mis cuidados una niña,hija de... de un personaje muy
elevado.Winkles tosió.
—Adelante —dijo Redwood. —Debo confesar que es e
gran parte debido a esos polvos deustedes, y la fama que me haacarreado el éxito que he tenido coel hijo menor de usted... Existe, nohay qué disimularlo, un fuerte
sentimiento contra su empleo. Y, no
obstante, veo que entre las personasmás inteligentes... Hay que ir
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g y q
despacio y sin ruido en estascosas... poco a poco. Así y todo, e
el caso de Su Alte... quiero decir,en el caso de esta nueva enfermita
que tengo... En realidad... la ideafue de su madre. Yo no habría
amás...Dio una palmada en el hombroa Redwood, como si se sintieraembarazado.
—Creí que usted tenía sus
dudas sobre la oportunidad de
recomendar el uso de esos polvosdijo Redwood.
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j
—Fue una duda meramente pasajera.
—¿Y no proponía usteddiscontinuar...?
—¿En el caso de su hijo? ¡Por cierto que no!
—Por lo que puedo entender,sería un asesinato. —No lo haría por nada del
mundo. —Tendrá usted los polvos —
dijo Redwood.
—Supongo que usted no podría...
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p
—No hay cuidado. No existeninguna fórmula. No interesa,
Winkles, y dispense mi franqueza.Yo mismo hago los polvos.
—Es igual —dijo Winklesdespués de quedarse mirando
fijamente a Redwood un instante— Es igual... —Y luego añadió—: Leaseguro que no me importa lo másmínimo.
IV
Cuando se hubo marchadoWinkles, Bensington se acercó a la
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alfombrilla de la chimenea y allí sequedó de pie, mirando a Redwood,
que estaba sentado. —¡Su Alteza Serenísima! —
exclamó. —¡Su Alteza Serenísima! —
exclamó Redwood. —¡Es la princesa de Weser Dreiburg!
—No es más que una prima detercer grado.
—Redwood —dijo Bensingto
, ya sé que le parecerá curioso loque voy a decirle, pero... ¿cree
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usted que Winkles comprende? —¿Qué?
—Qué es lo que hemoshecho... ¿Comprenderá realmente
que en la Familia... la Familia de snuevo paciente...?
—Siga —dijo Redwood. —Que siempre han estado,más bien, algo debajo... debajo...
—Del promedio. —Sí. ¿Y que siempre ha
procurado con gran tacto no
distinguirse en nada, va a producirles un personaje real... u
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personaje real descomunal... desemejante tamaño? ¿Sabe usted,
Redwood? No estoy seguro de queno haya aquí algo casi lindante
con... alta traición...Bensington clavó en Redwood
la mirada que tenía fija en la puerta.Redwood, con un gesto rápidode su dedo índice señalando elfuego, exclamó:
—¡Por Júpiter! ¡Winkles no lo
sabe...!
«Ese hombre no sabe nada.Esta fue su característica más
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exasperante cuando era estudiante.ada. Aprobó todos sus exámenes
sabiendo lo que tenía que saber, yni una palabra más, como si fuera
una estantería giratoria de laThimes Encyclopaedia. Y ahora ya
no sabe absolutamente nada. EsWinkles, y como tal, incapaz deasimilar de veras nada que no estérelacionado de un modo directo einmediato con su yo superficial.
Carece por completo de
imaginación y, en consecuencia, esincapaz de todo conocimiento.
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Probablemente nadie podría haber aprobado tantos exámenes ni ir ta
bien vestido, tan acicalado, y tener tanto éxito como médico, sin esa
precisa incapacidad. Eso es. Y adespecho de todo lo que ha visto y
oído y se le ha explicado, ahí lotiene usted... sin la menor idea de loque ha puesto en marcha. Tiene laidea de explotar la fama, y estátrabajando en el Alimento Estrella
muy bien, y como alguien le ha
dejado meterse en lo de esta infantarecién nacida... pues se siente más
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famoso que nunca. La Weser Dreiburg tendrá que enfrentarse co
el gigantesco problema querepresenta una princesa de nueve
metros de estatura, y él ni siquieralo ha pensado, ya que carece de
cabeza. ¡Es que no puede! —Habrá un lío mayúsculorepuso Bensington.
—Dentro de un año, poco máso menos.
—Tan pronto como advierta
que la niña crece sin parar. —A menos que, siguiendo la
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costumbre... echen tierra al asunto. —Habría que echar mucha
tierra. —Bastante.
—¿Y qué van a hacer? —Nunca hacen nada... Tacto
real. —Pero se verán obligados ahacer algo.
—Acaso sea ella quien lohaga.
—¡Oh, Dios mío! ¡Vaya!
—Y la suprimirán. Cosas parecidas han sucedido.
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Redwood se echó a reír cograndes carcajadas.
—¡La realeza redundante...!¡El niño descomunal de la máscara
de hierro! —dijo. Tendrán que ponerla en la torre más alta del
viejo castillo de Weser Dreiburg, yabrir boquetes en el techo de losdiferentes pisos, a medida que vayacreciendo...! Bien, yo también estoymetido en el lío. Y Cossar y sus tres
chicos. Y... bueno, bueno...
—Habrá un lío mayúsculo — repitió Bensington sin contagiarse
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de la risa del otro—. ¡Un líomayúsculo...!
«Supongo que usted ha pensado detenidamente en eso,
Redwood. ¿Está usted seguro deque no sería más sensato advertir a
Winkles, y usted, por su parte,destetar a su hijo menor gradualmente, y... confiar en elTriunfo Teórico?
—Quisiera que usted viniese a
pasar media hora en mi casa, en el
cuarto de los niños, cuando elAlimento llega con un poco de
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retraso —dijo Redwood con ciertotono de exasperación—, y no
hablaría usted así. Además...advertírselo a Winkles. ¡No! La
marea de este asunto nos ha cogidode sorpresa, y tanto si nos da miedo
como si no... ¡tenemos que nadar! —Así será, supongo —dijoBensington mirándose las puntas delos pies—. Sí. Tenemos que nadar.Y su hijo tendrá que nadar, y los
chicos de Cossar... ¡porque se lo ha
dado a los tres! Cossar no está paramedias tintas... ¡O todo o nada! Y s
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Alteza Serenísima. Y todo.osotros continuaremos fabricando
el Alimento. Cossar también.Estamos sólo en los albores del
comienzo, Redwood. Es evidenteque van a ocurrir toda clase de
cosas. Cosas grandiosas ymonstruosas. Pero no puedoimaginármelas, Redwood.Excepto...
Se contempló las uñas.
Levantó la vista hacia Redwood, y
lo miró a través de las gafas, blandamente.
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—Casi estoy por decir — aventuró— que Caterham tiene
razón, a veces. Esto va a destruir la proporción de las cosas. Va a
dislocar... ¿Qué es lo que no se va adislocar?
—Sea lo que sea lo que sedisloque —dijo Redwood—, mihijo menor debe seguir tomando elAlimento.
Oyeron a alguien que subía
rápidamente la escalera, y e
seguida Cossar asomó la cabeza por la puerta.
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—¡Hola! —exclamó entrando. ¿Qué pasa?
Le notificaron el asunto de la princesa.
—¿Problemas difíciles? — dijo—. Ni por asomo. Claro que
ella crecerá. Y su hijo tambiécrecerá. Y todos los demás aquienes usted les dé el Alimentocrecerán. Todos. Como cualquier otra cosa. ¿Qué dificultad ve e
ello? ¡Si eso está muy bien! Un niño
lo vería clarísimo. ¿Dónde está el problema?
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Los otros dos intentaroaclarárselo.
—¿No continuar trabajando eesto? —chilló—. Pero ahora ya no
es cosa de ustedes. Ustedes son losinstrumentos. Como Winkles es
también un instrumento. Todo está perfectamente. A veces me pregunté para qué serviría Winkles. Ahora esinnecesario. ¿Cuál es el problema...?
«¿La confusión?
Evidentemente. ¿El trastorno de lascosas? Va a trastornarlo todo.
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Finalmente va a trastornar todas lasempresas humanas. Eso es claro
como el agua. Intentarán detenerlo, pero tarde. Tienen la costumbre de
llegar siempre tarde. Ustedes vayay fabriquen cuanto puedan. ¡Gracias
a Dios que sirven para algo! —Pero, ¿y el conflicto? —dijoBensington—. ¡La tensiónerviosa....! Ignoro si usted habrá
imaginado...
—Usted debió haber nacido
hortaliza, Bensington —dijo Cossar , eso es lo que usted debió ser al
Al i
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nacer. Algo que creciera en terrenoabonado. Aquí está usted,
construido de un modo temible yadmirable al mismo tiempo, y
creyendo que ha sido creado precisamente para no hacer nada y
regalarse el cuerpo. ¿Cree ustedque este mundo fue creado para quetodo el trabajo lo hicieran lasmujeres que van a fregar las casas?¡Bueno, sea como sea, ya no puede
ustedes hacer nada ahora... No les
queda otro remedio que continuar! —Así tendrá que ser, supongo
dij R d d L
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dijo Redwood—. Lentamente... —¡No! —exclamó Cossar
dando un grito tremendo—. ¡No!Tienen ustedes que fabricar tanto
como puedan y tan de prisa como puedan. ¡Hay que esparcirlo por
todas partes!Se sintió inspirado por ugolpe de genio. Parodiando una delas curvas de Redwood, con uamplio gesto del brazo hacia arriba,
ordenó para puntualizar la alusión:
—¡Redwood! ¡Hágalo así!V
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Hay, según parece, un límite al
orgullo materno, y este límite, en elcaso de la señora Redwood, fue
alcanzado al cumplir su retoño losseis meses de existencia terrena,
cuando rompió el cochecito de lujoen que salía a pasear y tuvieron quevolverlo a casa, berreando, en elcarrito de la leche. En estemomento el joven Redwood pesaba
treinta kilos, tenía una talla de u
metro veinte, y podía levantar u peso de otros treinta kilos. Tuvo
ll d t
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que ser llevado a su cuartoescaleras arriba por la cocinera y la
camarera. Después de aquello, eldescubrimiento fue sólo cuestión de
días. Una tarde, Redwood, devuelta a su casa, al venir del
laboratorio, se encontró con sdesdichada esposa profundamente
abstraída leyendo las fascinantes páginas de El átomo potente. Alver a su marido, dejó el libro a u
lado y echando a correr a s
encuentro, estalló en llanto sobre shombro.
Di é l h h h
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—Dime qué le has hecho —selamentó—. Dime qué has hecho.
Redwood la cogió de la manoy la condujo al sofá mientras
meditaba sobre la adopción de unasatisfactoria línea de defensa. —Todo va bien, querida —
dijo—, todo va bien. Estás un pocoexcitada. Y todo por culpa de esecochecito barato. Mañana vendrá uhombre con un sillón de ruedas,
algo fuerte y resistente...
La señora Redwood se quedómirándolo con los ojos llenos de
lá i i d l ñ l
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lágrimas, por encima del pañueloque tenía en la mano.
—¿Mi hijo en un sillón deruedas? —preguntó.
—Bueno, ¿por qué no? —Parecerá un inválido. —Parecerá un gigante joven,
querida, y no tienes ningún motivo para avergonzarte de él.
—Algo le has hecho, Dandydijo ella—. Te lo adivino en la
cara.
—Bueno, sea lo que sea, no ha parado de crecer —dijo Redwood
cruelmente
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cruelmente. —Ya lo sé —dijo la señora
Redwood, haciendo una pelota cosu pañuelo con una sola mano.
Volvió a mirar a su marido, con usúbito cambio en su mirada, ahoraseverísima—. ¿Qué le has hecho atu propio hijo, Dandy?
—Pero, ¿qué le pasa? —¡Es tan grande! Es u
monstruo.
—Tonterías. Es un niño ta
limpio y tan derecho como el quemás. ¿Qué tiene de particular?
Mira el tamaño que tiene
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—Mira el tamaño que tiene. —Pues está muy bien. ¡Mira a
esos diminutos chavales que se vealrededor! Él es el chico más guapo
de todos... —¡Es demasiado guapo! —No seguirá creciendo así —
dijo Redwood tranquilizándola—.Es sólo el empuje inicial.
Pero sabía perfectamente queel niño seguiría creciendo. Y así lo
hizo. A los doce meses de edad
tenía una talla de un metro cocuarenta y siete centímetros y
pesaba cincuenta y seis kilos Era
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pesaba cincuenta y seis kilos. Eratan grande, en realidad, como uno
de los querubines de San Pietro delVaticano, y sus afectuosos tirones a
los cabellos y golpes a la cara delos visitantes dieron mucho quehablar en West Kensington. Parasubirlo y bajarlo de su cuarto, lollevaban en un sillón de inválido, yla niñera especial que tenía, unaoven musculosa, recién salida de
la escuela de enfermeras, solía
llevarlo a tomar el aire en ucochecillo al que se había adaptado
un motor Panhard de ocho caballos
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un motor Panhard de ocho caballos para poder subir las cuestas,
especialmente requerido para susnecesidades. Fue una suerte, por
todo concepto, que Redwoodtuviese su trabajo pericial, ademásde la cátedra.
Una vez pasado el susto producido por el enorme tamañodel pequeño Redwood, se podíaver que era, según dicen las
personas que solían verlo a diario
zumbando despacio en su coche por Hyde Park, un niño singularmente
bonito y avispado Rara vez lloraba
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bonito y avispado. Rara vez llorabao necesitaba que alguien lo
confortara. Generalmente llevabaun gran sonajero en la mano, y a
veces se dedicaba a saludar a losconductores de autobús y a los policías con quienes se encontrabaa lo largo de su paseo y al otro ladode las rejas del parque con unos«¡Dadda!» y «¡Babba!» muysociales y democráticos.
—Ahí va ese niño tan grande
del Alimento Estrella —solía decir el conductor del autobús.
—Se lo ve saludable —hacía
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—Se lo ve saludable —hacíaobservar el pasajero del asiento
delantero. —Criado con biberón —
explicaba el conductor—. Con u biberón que, según dicen, es decuatro litros y medio y tuvo quefabricarse especialmente para él.
—Pues está muy sano, muy
sano —terminaría diciendo el pasajero de delante.
Cuando la señora Redwood se
dio cuenta de que el crecimiento desu hijo iba prosiguiendo de u
modo indefinido y por otra parte
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modo indefinido y, por otra parte,lógico —cosa que acaeció por
primera vez al llegar el cochecillocon motor—, se abandonó a u
arrebato de dolor, declarando queno quería entrar más en el cuarto delos niños, que querría estar muerta,que querría que el niño estuviesemuerto, que querría no haberse
casado con Redwood, que querríaque nadie se casara con nadie,
representó un poco el papel de
Ajax, y se retiró a sus habitaciones,donde vivió casi de caldo de
gallina durante tres días Cuando se
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gallina durante tres días. Cuando se presentó Redwood para
reconvenirla por su proceder, ellase puso a lanzar almohadas por
todas partes, lloró y se mesó loscabellos. —El niño está muy bien —
dijo Redwood—. Cuanto mayor sea, tanto mejor. Tú no querrías
verlo más pequeño que los hijos delos demás.
—Lo que quiero es que sea
como los demás niños, ni mayor nimenor. Yo querría que él fuera u
niñito precioso lo mismo que
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niñito precioso, lo mismo queGeorgina Phyllis es una niña
preciosa, y querría criarlo bien, deun modo normal, y ahí lo tienes —y
la voz de la desdichada mujer sequebró— llevando unos zapatosenormes y paseándose en un cochecon... ¡ay!... ¡gasolina!
«¡Nunca podré quererlo!
¡Nunca! ¡Es demasiado para mí!¡Nunca podré ser una madre para
él, tal como hubiera querido serlo!
Pero, por fin, consiguierohacerla entrar en el cuarto de los
niños, y allí estaba Edward Monso
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niños, y allí estaba Edward MonsoRedwood («Pantagruel» fue u
mote que le pusieron mas tarde) balanceándose en una mecedora
especialmente reforzada, sonriendoy diciendo: «Guu» y «Uau». Y elcorazón de la señora Redwood sedulcificó otra vez ante su hijo, y locogió en brazos y lloró.
—Te han hecho algo —sollozó, y tú seguirás creciendo y
creciendo, cariño mío, pero haré
todo lo que esté en mi poder paracriarte bien, diga lo que diga t
padre.
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padre.Y Redwood, que había
ayudado a llevarla hasta la puerta,se fue por el pasillo, muy
reconfortado.(¡Ejem! ¡Es un mal asunto esode ser hombre... siendo las mujerescomo son!)
VI
Antes de finalizar el año, se
vieron en el oeste de Londres
varios cochecillos con motor,además del de Retwood. Según me
dicen, llegaron a ser hasta once.
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d ce , ega o a se asta o ce.Pero las más cuidadosas
investigaciones tan sólo verídicaevidencia de un total de seis, dentro
del área metropolitana, en aquellaépoca. Al parecer, el productoaquel obró de modo diferente segúel tipo constitucional de cada cual.Al principio La Heracleoforbia no
pudo prepararse en forma deinyecciones, y no hay duda de que
existe una proporción considerable
de personas incapaces de absorber esta sustancia en el curso normal de
la digestión. Por ejemplo, fued i i d l iñ d
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g j p ,administrada al niño menor de
Winkles, pero, por lo visto, el niñofue tan incapaz de crecer como, si
Redwood estaba en lo cierto, s padre era incapaz de aprender.Otros niños, además, según datossuministrados por la Sociedad parala Supresión Total del Alimento
Estrella, quedaron, de un modoinexplicable, como corrompidos
por el Alimento, y perecieron ya e
un principio a causa de trastornosinfantiles diversos. Los chicos de
Cossar se lo tragaron cob id
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gasombrosa avidez.
Naturalmente, una cosa de estetipo nunca puede aplicarse co
absoluta simplicidad en la vidahumana. El crecimiento, e particular, es algo muy complejo, ytodas las generalizaciones tieneque ser, a la fuerza, algo
imprecisas. Pero la ley general delAlimento fue, al parecer, la
siguiente: cuando podía ser
absorbido en el interior del cuerpo,fuera del modo que fuese, lo
estimulaba en la misma proporciói d t t d l
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p paproximadamente en todos los
casos. Incrementaba el crecimientohasta sextuplicarlo o septuplicarlo,
y no pasaba de ahí, cualquiera quefuese la cantidad de Alimento quese tomara después. En realidad, uexceso de Heracleoforbia superior al mínimo necesario conducía,
según pudo observarse, a la producción de alteraciones
patológicas de la nutrición, cáncer,
tumores diversos, osificaciones yotras lindezas. Y una vez empezado
el crecimiento en gran escala, sehi id t ól dí
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g ,hizo evidente que sólo podía
continuar en la misma escala, y quela administración continua de
Heracleoforbia a dosis pequeñas, pero suficientes, era imperativa.Si se la suprimía mientras
duraba el crecimiento, se presentaba primero una vaga
sensación de molestia y deinquietud, luego un período de
voracidad —como en el caso de las
óvenes ratas de Hankey— y luegoel sujeto en crecimiento presentaba
cierta especie de anemia exagerada,f b í L l t
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p genfermaba y moría. Las plantas
sufrían efectos similares. Esto, siembargo, se aplicaba sólo al
período de crecimiento. Tan prontocomo se alcanzaba la adolescenciaen las plantas representada por la
formación de los primeros brotesflorales—, el apetito y necesidad
de Heracleoforbia disminuían, y ta pronto como la planta o el animal
había llegado a la edad adulta, se
hacía por completo independientede cualquier provisión ulterior del
Alimento. Quedaba, como sidijéramos firmemente establecido
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dijéramos, firmemente establecido
en la nueva escala, firmementeestablecido que, como los cardos
de los alrededores de Hickleybrow la hierba de la loma demostraban,las semillas producían retoñosgigantes de la misma especie.
Y el pequeño Redwood,
pionero de la nueva raza, primerode todos los niños que tomaron el
Alimento, seguía arrastrándose por
su cuarto, destrozando elmobiliario, mordiendo como u
caballo, pellizcando como udepravado y vociferando pueriles
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depravado y vociferando pueriles
silabeos a su «mamma» y a sasustado e intimidado «pa-ppa»,
que era quien había puesto emarcha el desaguisado.El niño había nacido lleno de
buenas intenciones. —Padda bueno, bueno —solía
decir cuando veía pasar ante él lavajilla y otros artículos frágiles.
«Padda» era su equivalente de
Pantagruel, mote que el mismoRedwood le había impuesto. Y
Cossar, haciendo caso omiso deciertas lumbreras que al poco
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ciertas lumbreras que al poco
tiempo causaron problemas,después de un conflicto con las
autoridades locales y susreglamentos de vivienda, edificó eun solar adyacente a la casa deRedwood una confortable y bieiluminada sala de recreo, a la par
que escuela y dormitorio, para loscuatro chicos, sala cuya planta tenía
la forma de un cuadrado de
dieciocho metros de lado por docede altura.
Redwood se enamoró deaquella sala para los niños
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aquella sala para los niños,
mientras él y Cossar la estabaedificando, y su interés en las
curvas se desvaneció, como nuncahubiera ni soñado que pudieradesvanecerse, ante las urgentesnecesidades de su hijo.
—Es muy importante —decía
esto de acomodar un cuarto paralos niños...
«Las paredes, las cosas que
hay en él, todo esto le hablará a estanueva mentalidad creada por
nosotros, con más o menoselocuencia y le enseñará o dejará
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elocuencia, y le enseñará o dejará
de enseñarle millares de cosas. —Es obvio —decía Cossar
apresurándose a coger su sombrero.Los dos trabajaron juntos cotoda armonía, pero Redwood fuequien suministró la mayor parte delas teorías educativas requeridas...
Hicieron pintar las paredes ylos maderámenes con alegre vigor.
En su mayor parte prevaleció u
color blanco cálido, pero cofranjas de colores brillantes para
dar fuerza a las sencillas líneas dela construcción
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la construcción.
—Debemos tener coloreslimpios —dijo Redwood.
Y en determinado sitio pusouna banda horizontal hecha cocuadrados, en los que los carminesy morados, anaranjados y amarillolimón, azules y verdes, de diversos
matices y tonalidades, se hacíahonor a sí mismos. Estos cuadrados
debían ser arreglados y vueltos a
arreglar por los niños gigantescombinando los colores a su placer.
—Después seguirá ladecoración —decía Redwood—
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decoración... decía Redwood .
Dejemos que primero se percatede la extensión de la escala
cromática y luego ya prescindiremos de esto. No haymotivo alguno para que loscoaccionemos en favor de un color o dibujo en particular.
Y luego continuó: —Este sitio debe estar lleno
de interés. El interés es el alimento
del niño, y la falta de interéssignifica tortura y hambre. Debe
haber cuadros en abundancia.No se colocaron cuadros
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No se colocaron cuadros
permanentes en la habitación, sinoque se colgaron marcos vacíos e
los que debían encuadrarse nuevasimágenes para quitar y poner, lascuales se quitarían, guardándolas euna carpeta, y sustituyéndolas por otras nuevas cuando el interés por
las anteriores hubiese pasado.Había una ventana que daba a la
calle, y además, para aumentar el
interés, Redwood había amañado por encima del techo del cuarto de
los niños una cámara oscura queenfocaba Kensington High Street y
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enfocaba Kensington High Street y
un buen trozo de los jardines deKensington.
En un rincón, ese instrumentotan importante que se llama abaco,de metro veinte de lado, pieza dehierro especialmente reforzada, colos ángulos redondeados, aguardaba
las incipientes operacionesaritméticas de los jóvenes gigantes.
Había pocos corderitos de lana y
demás ídolos parecidos, y en slugar, Cossar, sin dar explicaciones,
trajo un buen día, en tres coches dealquiler, una gran cantidad de
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alquiler, una gran cantidad de
uguetes (todos ellos lo bastantegrandes para que los futuros niños
no pudieran tragárselos) que podíaamontonarse, disponerse en hileras,rodar, morderse, ondear, sonar como una matraca, caérselesencima, tirar de ellos, abrirlos,
cerrarlos, mutilarlos y hacer coellos una serie de experimentos
interminable. Había ladrillos de
madera de diversos colores,oblongos y cuboideos, ladrillos de
porcelana pulida, ladrillos devidrio transparente y ladrillos de
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p y
caucho tablas y pizarras; conos,conos truncados y cilindros;
esferoides achatados y alargados por los polos; pelotas de variassustancias, macizas y huecas;muchas cajas de diversos tamaños yformas, con tapas engoznadas, o
atornilladas, o ajustadas, y dos otres con cerradura o candado; tiras
de goma y de cuero, y un bue
número de objetos, todos del mismotamaño, que podían tenerse en pie,
dando la impresión de figurashumanas.
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—Déle ésos —decía Cossar . De uno en uno...
Estas cosas las puso Redwooden un armario preparado en urincón. Adosado a una de las paredes de la sala, a una alturaconveniente para un niño de dos
metros de altura, había un encerado,en el que los muchachos podía
lucirse con tizas blancas y
coloradas, y cerca de allí unaespecie de bloque de dibujo del que
se podía desprender hoja tras hoja yen el que se podía dibujar co
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q p j
carbón; y también había un pequeño pupitre, con grandes lápices de
carpintero de variable dureza y unacopiosa provisión de papel, en elque los muchachos podían primerogarrapatear y luego dibujar másdistintamente. Y, además, Redwood
ordenó, tanto corría su imaginación,que le trajeran tubos de pintura
líquida, especialmente grandes, y
cajas de pasteles para cuandollegara el momento en que se
necesitasen. También dejó allí utonel de pluticina y de arcilla
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p y
modelable. —Al principio él y smaestro modelarán juntos —decía
, pero cuando el chico hayaadquirido alguna habilidad haré quecopie modelos y quizá animales. ¡Yahora me acuerdo que tambiétengo que encargar que le hagan una
caja de herramientas...! «Luegolibros. Tendré que buscar un bue
número de libros, y tendrán que ser
con tipos de imprenta muy grandes.Pero, ¿qué clase de libros va a
necesitar? Habrá que alimentar simaginación. Porque, esto es, desde
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luego, lo principal de la educación.Eso es la corona de toda educación,
ya que los sanos hábitos de mente yconducta constituyen el trono. Lacarencia de imaginación equivale a brutalidad y una imaginación ruiequivale a lujuria y cobardía; e
cambio, una imaginación noble esDios andando de nuevo sobre la
tierra. También debe soñar, a s
debido tiempo, en un exquisito paísde hadas y en todas las cosas
curiosas y fantásticas de la vida.Pero debe alimentarse
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principalmente de la espléndidarealidad. Tendrá que leer historiasde viajes por todo el mundo, viajesy aventuras y relatos de cómo fueconquistado el mundo; tambiédeberá tener historias de animales,grandes libros espléndida y
claramente iluminados con bestias y pájaros y plantas y sabandijas,
grandes libros que traten de las
profundidades del firmamento y losmisterios del mar; tendrá que leer
historias y mapas de todos losimperios que ha visto el mundo,
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láminas e historias de todas lastribus, hábitos y costumbres de lahumanidad. Y también tendrá quetener libros y láminas que inciten ssentido de la belleza, sutilesimágenes japonesas que le hagaamar las aún más sutiles bellezas
del pájaro, del zarcillo, de la flor marchita, y reproducciones de
pinturas occidentales también,
imágenes de hombres y mujeresllenos de gracia, agradables grupos
y amplios panoramas de mar y detierra. También tendrá que tener
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libros sobre la construcción decasas y palacios, planearáhabitaciones e inventará ciudades...
«Creo que deberé darle u pequeño teatro...
«Y, además, está la música...Redwood reflexionó sobre
aquello y decidió por fin que lomejor sería que empezara con una
armónica de una octava y de sonido
puro. Más tarde podría haber unaextensión a la octava.
—Primero tocará con ésta,cantando y solfeando, y así dará el
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nombre apropiado a las notas — dijo Redwood—, pero, ¿y luego...?Se quedó mirando al alféizar
de la ventana, situada a un nivelmás alto que su cabeza, y tomó lamedida del tamaño de la sala con lamirada.
—Tendrán que construir el piano aquí dentro —dijo—, y
traerlo desmontado.
Estuvo rondando por allí, emedio de todos sus preparativos,
una figurilla pensativa y taciturna.Si le hubierais podido ver os habría
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parecido igual que un hombrecillode veinticinco centímetros deestatura en medio de los objetoscorrientes que se encuentran en loscuartos infantiles. Una gran manta
en verdad era una alfombra turca de treinta y siete metros
cuadrados de superficie, sobre laque el joven Redwood estaba
destinado a arrastrarse muy pronto,
se extendía hasta el radiador eléctrico que, protegido por u
enrejado, tenía que calentar ellugar. Un individuo de Cossar
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estaba empinado en el andamiaje,colocando el gran marco que debíacontener los grabados transitorios.Un libro de papel secante paraejemplares de plantas, grande comola puerta de una casa, estabaapoyado en la pared, y de entre sus
páginas sobresalía un tallo gigante,el borde de una hoja y una flor de
pamplina, también de tamaño
gigantesco, de aquel desmesuradotamaño que poco después
proporcionaría fama a Urshot en elmundo de la botánica.
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A Redwood le sobrevinocierta sensación de incredulidad,mientras se hallaba entre todasestas cosas.
—Sí es que esto realmente vaa seguir así... —dijo mirando haciael remoto techo.
De muy lejos llegó un sonidoigual que el mugido de un toro de
Mafficking, como si fuera una
respuesta. —¡Ya lo creo que sigue! —
dijo Redwood—. Evidentemente.Lo que siguió fue una serie de
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resonantes golpes dados sobre unamesa y a continuación un grito quemás bien parecía un graznido:
—¡Guuluu! ¡Buuuzuu! Pzz... —Lo mejor que puedo hacer
dijo Redwood siguiendo unadiferente línea de ideas—, es
enseñarle yo mismo.Los porrazos se hicieron más
insistentes. Durante un momento le
pareció a Redwood que habíaalcanzado un ritmo del zumbido de
una locomotora, la locomotora queél habría podido imaginar
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arrastrando el gran tren de losacontecimientos que se le echabaencima. Luego una seriedescendente de golpes más secosrompió aquel efecto, y volvió a
repetirse. —¡Adelante! —exclamó al oír
que alguien llamaba a la puerta.Y la puerta, que era grande
como la de una catedral, se
entreabrió con lentitud. El nuevomalacate dejó de chirriar y
Bensington apareció en la abertura,mirando con benevolencia por
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encima de sus gafas. —Me aventuré a dar unavueltecita por ahí para ver — susurró de un modoconfidencialmente furtivo.
—Pase —dijo Redwood, y asílo hizo Bensington, cerrando la
puerta tras de sí.Se adelantó con las manos a la
espalda, se detuvo, volvió a
avanzar unos pasos y escrutó comovimientos de pájaro las
dimensiones del edificio donde seencontraba. Luego se frotó la
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barbilla, pensativo. —Cada vez que vengo aquí — dijo con una nota amortiguada en eltono de su voz— me choca cada vezmás una impresión: grande.
—Sí —convino Redwoodinspeccionándolo todo de nuevo
como si se esforzara en aprehender aquella impresión visible—. Sí. Es
que ellos también serán muy
grandes, ¿sabe usted? —Lo sé —repuso Bensingto
con un tono que indicaba casi pavor . Muy grandes.
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Se miraron casi con aprensión. —Muy grande —dijoBensington frotándose el puente dela nariz con un ojo dubitativo fijoen Redwood. Esperaba alguna
expresión confirmativa, y viendoque ésta no llegaba añadió—:
Todos ellos, ¿sabe usted?,espantosamente grandes. No puedo
imaginar... aun con esto... lo
grandes que van a ser.
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CAPÍTULO CINCO - LA
MUNIFICENCIA DELSEÑOR BENSINGTON
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Mientras la Real Comisión delAlimento Estrella estaba
preparando su informe fue cuandola Heracleoforbia empezó ademostrar su capacidad defiltración. Y la precocidad de estasegunda irrupción fue tanto más
desgraciada, desde el punto de vista
de Cossar al menos, cuando que elinforme previo, todavía existente,
demuestra que la Comisión, bajo latutela de su expertísimo miembro,
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el doctor Stephen Winkles (F. R. S.,M. D., F. R. C. R, D. Se, J. R, D. L,
etc.)
3
ya había decidido que lasfiltraciones accidentales eraimposibles y se hallaba dispuesta arecomendar que se encargara la preparación del Alimento Estrella a
un comité competente (Winkles, principalmente), que tendría el
control absoluto de la venta del
producto, lo cual sería plenamentesuficiente para satisfacer todas las
objeciones razonables que pudieraoponerse a su libre difusión. Este
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comité debería disfrutar de umonopolio total. Y, sin duda, hayque considerar como parte de lasironías de la vida el hecho de quela primera y más alarmante de esta
segunda serie de filtracionesocurriera a menos de cincuenta
metros de distancia de un pequeñocottage en Keston, ocupada durante
el verano por el propio doctor
Winkles. No cabe la menor duda de que
la negativa de Redwood de hacer partícipe a Winkles de la
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composición de la HeracleoforbiaIV había despertado en estecaballero una novísima e intensaafición hacia la química analítica.Winkles no era un manipulador
experto, y probablemente por estemotivo consideró más apropiado
trabajar, no en los laboratoriosexcelentemente equipados que se
hallaban a su disposición e
Londres, sino, sin consultar conadie y con un aire casi de gra
secreto, en un rudimentariolaboratorio muy reducido que había
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instalado en el jardín de la quintade Keston. No parece haber demostrado una gran habilidad esus investigaciones. Por elcontrario, puede deducirse que
abandonó toda investigaciódespués de trabajar
intermitentemente durante un mes eeste asunto.
Este laboratorio del jardín,
donde realizó Winkles su trabajo,estaba muy someramente equipado,
provisto de agua por una cañeríavertical, y el agua residual se vertía
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en un sumidero que iba a parar auna balsa cenagosa bordeada deuncos, bajo un aliso, en un rincó
aislado de los pastos comunales, por fuera del vallado de su jardín.
La cañería estaba agrietada y elresiduo del Alimento de los Dioses
se escapaba por la grieta para ir a parar a una charca en medio de
grupos de juncos. Esto sucedía al
comienzo de la primavera.Todo estaba en movimiento
con la vida renovada en aquel pequeño rincón espumoso. Había
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huevas de rana a la deriva; trémulasde renacuajos que acababan deromper sus cubiertas gelatinosas;diminutas líneas arrastrándosehacia la vida, y debajo de la verde
epidermis de los tallos de junco, laslarvas del gran escarabajo de agua
luchaban por salir del cascarón. No sé si el lector conocerá la
existencia de ese, escarabajo
llamado (ignoro por qué razón)Dytiscus. Es un insecto articulado
muy raro, muy musculoso y demovimientos repentinos, que tiene
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la particularidad de nadar cabezaabajo, mientras la cola le sale por la superficie del agua. Tiene lalongitud aproximada de la punta deldedo pulgar de un hombre, y algo
más —unos cinco centímetros, esdecir, para aquellos que no haya
comido el Alimento—, y además posee dos cortantes maxilares que
se encuentran y se acoplan delante
de la cabeza, unos maxilarestubulares, con puntitos agudos e
sus bordes, por los cuales tiene lacostumbre de chupar la sangre de
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sus víctimas...Los primeros animales queentraron en contacto con los granosdel Alimento a la deriva fueron losdiminutos renacuajos y las líneas.
Los renacuajos serpenteantes, e particular, cuando lo hubiero
probado, lo buscaron con graafición. Pero tan pronto como uno
de ellos hubo desarrollado hasta
alcanzar un tamaño sobresaliente eaquel pequeño mundo de renacuajos
y hubo probado de zamparse uno odos de sus hermanitos más
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pequeños, como suplemento a sdieta vegetariana, ¡zas!, una de laslarvas de escarabajo se agarró a scorazón con sus curvados maxilareschupadores de sangre, y con la roja
corriente entró la HeracleoforbiaIV, en estado de solución, en el
cuerpo de su nuevo cliente. Loúnico que tenía algunas
posibilidades de compartir el
Alimento con esos monstruos eralos juncos, la viscosa espuma verde
del agua y las tiernas algas delfondo de la ciénaga. Al limpiar
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finalmente el laboratorio, una nueva porción del Alimento desaguó en la poza, la cual, desbordándose, llevótoda esta siniestra expansión de lalucha por la vida a la charca
adyacente, junto a las raíces delaliso...
La primera persona edescubrir lo que estaba ocurriendo
fue un tal Lukey Carrington,
profesor especial en Ciencias de laJunta de Educación de Londres y e
sus ratos de ocio especialista ealgas de agua dulce, y no hay que
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envidiarle por su descubrimiento.Había ido a pasar el día a KestoCommon, a fin de llenar unoscuantos tubos con ejemplares paraulterior examen, y así llegó con una
docena de tubos de cristal tapadoscon corchos, que tintineaba
suavemente en su bolsillo,apareciendo primero en lo alto de
la arenosa loma para descender
hacia la charca, con el bastóherrado en la mano. Un muchacho
ardinero, que se hallaba arriba, elos peldaños de la cocina,
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recortando el seto del doctor Winkles, lo vio en aquel rincón demundo tan poco frecuentado,encontrándolo tanto a él como a socupación lo suficientemente
inexplicables e interesantes paramerecer una estrecha y atinada
observación al asunto.Vio como el señor Carringto
se agachaba en el orilla de la
charca apoyándose con la mano eel vetusto tronco del aliso y
mirando el agua, pero claro estáque no pudo apreciar la sorpresa y
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el placer con que contempló lasgrandes y extrañas burbujas yfilamentos de las algosas heces eel fondo. No había renacuajosvisibles —ya habían sido muertos
todos por entonces—, y, segú parece, no vio allí nada extraño
aparte de una vegetación excesiva.Se remangó hasta el codo e,
inclinándose, sumergió el brazo e
busca de un ejemplar. Su inquisitivamano fue hasta el fondo.
Instantáneamente algo brillósaliendo de la fresca sombra debajo
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de las raíces del árbol...¡Flash! El bicho aquél hincósus mandíbulas profundamente en el brazo de Carrington... un animal deforma extraña, de más de treinta
centímetros de largo, de color castaño y articulado como u
escorpión.Su feísima apariencia y el
dolor agudo y sorprendente de s
picadura fueron demasiado para elequilibrio de Carrington. Sintió que
se iba a desvanecer, profirió ugrito agudo y, ¡sptash!, cayó de
b l h
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boca en la charca.El muchacho vio cómodesaparecía, y oyó el chapoteo y slucha dentro del agua. Eldesdichado personaje surgió de
nuevo en el campo visual delmuchacho, sin sombrero,
chorreando agua y chillando. Nunca había oído el muchacho
chillar a un hombre.
Aquel asombroso forastero pareció como si se estuviera
arrancando algo de un lado delrostro, donde aparecieron unas
í i B ó
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estrías sangrientas. Braceódesesperadamente, dio saltos en elaire como si estuviera atacado defrenesí, echó a correr violentamentediez o doce metros y luego cayó,
revolcándose en el suelo ydesapareciendo de la vista del
muchacho.Éste bajó los peldaños y saltó
por el seto, afortunadamente con las
tijeras aún en la mano. Al pasar entre las plantas, rompiéndolas,
dice que estuvo a punto de volverseatrás temiendo tenérselas que haber
l á i l ió d
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con un lunático, pero la posesión delas tijeras le dio confianza. —En todo caso, hubiera
podido pincharle los ojos — explicó.
En cuanto Carrington le echóla vista encima, su actitud se
transformó inmediatamente en la deun hombre cuerdo, pero
desesperado. Con grandes esfuerzos
pudo ponerse de pie, tropezó, seirguió y se acercó al muchacho.
—¡Mira! —exclamó—. ¡Nome las puedo quitar!
Y i ti d t
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Y sintiendo un mareo anteaquel horror, el muchacho vio que, pegadas a la mejilla del hombre, asu brazo desnudo y a su muslo, yazotándole la carne furiosamente
con sus ágiles y musculososcuerpos de color castaño, había tres
de aquellas horribles larvas, cosus grandes mandíbulas hincadas
profundamente en la carne y
chupando con ahínco. Estaban allíagarradas como bulldogs y los
esfuerzos de Carrington paradesprender aquel monstruo de s
ól h bí idl l d d h bí
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cara sólo habían servido paralacerar la carne donde se habíaagarrado, haciendo chorrear uvivido escarlata por el rostro, elcuello y la chaqueta.
—Se los voy a cortar, señor exclamó el muchacho—. Aguante
un poco.Y con la afición de los de s
edad para tales procedimientos,
cercenó una por una las cabezas delos atacantes de Carrington.
—¡Yap! —iba diciendo elmuchacho cada vez que caía una de
l bA í d h bí d
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las cabezas.Así y todo, se habían agarradocon tanta fuerza y determinación,que las cabezas, inclusocercenadas, quedaron aún durante
algún tiempo mordiendo fieramentela carne y chupando una sangre que
se les escurría por el corte delcuello. Pero el muchacho dio fin a
eso con unos cuantos tijeretazos
más... en uno de los cuales, por cierto, resultó lesionado el propio
Carrington. —¡No podía quitármelas! —
repitió CarringtonY d t b t
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repitió Carrington.Y durante un buen rato permaneció tambaleándose ysangrando con profusión.
Se tocó las heridas con manos
débiles y examinó el resultado elas palmas. Luego se le doblaro
las piernas y cayó desvanecido alos pies del muchacho y entre los
cuerpos aun coleantes de sus
descalabrados enemigos.Afortunadamente, no se le ocurrió
al muchacho la idea de rociarle lacara con agua — aun quedaban unoscuantos más de aquellos horriblesbi h d b j d l í d l
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bichos debajo de las raíces delaliso— sino que dio la vuelta a lacharca y se introdujo en el jardícon la intención de pedir auxilio.
Allí encontró al jardinero, quetambién hacía las veces de cochero,
y le relató lo sucedido.Cuando volvieron donde se
hallaba Carrington, éste ya se había
incorporado y se hallaba sentado eel suelo, débil y aturdido, pero e
condiciones de advertirles del peligro de la charca.II
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Estas fueron las circunstancias por las que el mundo tuvo la primera notificación de que el
Alimento estaba libre otra vez. Alcabo de una semana, Kesto
Common se hallaba en el estadooperativo que los naturalistas
llaman centro de distribución. Esta
vez no había avispas ni ratones, nitijeretas, ni ortigas, pero había al
menos tres esquilas, varias larvasde libélula que al poco tiempo setransformaron en libélulas,deslumbrando a todo el Kent co
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deslumbrando a todo el Kent cosus planeantes cuerpos de zafiro, yuna asquerosa vegetacióespumeante y gelatinosa que,
rebosando los bordes de la ciénaga,enviaba su viscosas masas verdes y
ondulantes por el sendero que iba ala casa del doctor Winkles, hasta
mitad del trayecto. Y empezó
también un crecimiento exageradode juncos y equisetum y de
potamogetón, que sólo tubo fin cola desecación de la charca.Rápidamente se hizo evidente
a la mentalidad pública que esta
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a la mentalidad pública que estavez no había simplemente un centroúnico de distribución, sino bastantes. Uno de éstos se hallaba
en Ealing, y no cabía la menor dudade que fue de ahí de donde vino la
plaga de moscas y ácaros rojos.Otro se hallaba en Sunbury,
productor de grandes anguilas
ferocísimas, que salían del agua yllegaban a matar ovejas. Y tambié
había otro en Bloomsbury, el cualgratificó al mundo con una nuevaraza de cucarachas de una especieterrible procedentes de un viejo
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terrible, procedentes de un viejocaserón habitado por varias cosasindeseables. Bruscamente el mundose encontró de nuevo arrostrando
las aventuras de Hickleybrow, cotoda clase de estrambóticas
exageraciones de monstruosdomésticos en vez de las gallinas,
ratas y avispas gigantes. Cada
centro estalló con suscaracterísticas flora y fauna locales.
Sabemos ahora que cada unode estos centros correspondía asendos pacientes del doctor Winkles pero esto no se hizo
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Winkles, pero esto no se hizoevidente por entonces. El doctor Winkles fue la última persona eincurrir en la reprobación general a
causa de aquello. Hubo un enorme pánico, cosa muy natural, y se
produjo una indignacióapasionada, no contra el doctor
Winkles, sino contra el Alimento, y
hasta no tanto contra el Alimentocomo contra el infortunado
Bensington, a quien ya desde el principio la imaginación popular había insistido en considerar comola sola y única persona responsable
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la sola y única persona responsablede este nuevo producto.
El intento de lincharle que se produjo a continuación es uno de
esos hechos explosivos que abultaen la historia, pero que, en realidad,
constituyen el menos significativode los sucesos.
La historia del tumulto es u
misterio. El núcleo principal de lamultitud procedía ciertamente de u
mitin Antialimento-Estrella quehabía tenido lugar en Hyde Park,organizado por los extremistas delpartido de Caterham pero no
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partido de Caterham, pero no parece que haya habido nadie en el
mundo que propusiera, ni nadie queinsinuara, la sugerencia del
atropello al que asistieron tantas personas. Constituye un problema
para el señor Gustave le Bon, umisterio en la psicología de las
multitudes. De los hechos acaecidos
se desprende que, cerca de las tresde la tarde de un domingo, una
bastante grande y enloquecidamultitud londinense, completamentedesmandada, irrumpió ThursdayStreet abajo con la intención de dar
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Street abajo con la intención de dar a Bensington una muerte ejemplar
como advertencia a todos losinvestigadores científicos, y que
estuvo más cerca de realizar sus propósitos que ninguna otra
multitud londinense lo había estadodesde que fueron arrancadas las
rejas de Hyde Park a mediados de
la remota época victoriana. Estamultitud llegó tan cerca, en verdad,
de llevar a término sus propósitos,que por espacio de una hora o u poco más una sola palabra habríasellado el destino del infortunado
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sellado el destino del infortunadocaballero.
La primera noticia queBensington tuvo de aquello fue el
rumor de la gente en el exterior. Seacercó a la ventana a mirar, si
darse cuenta de lo que erainminente. Durante un minuto acaso
estuvo contemplando aquel
hervidero en la entrada de su casa,viendo cómo se deshacían de una
docena de ineficaces policías queintentaron cortarles el paso, antesde darse cuenta cabal de simportancia en el asunto. De
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importancia en el asunto. Derepente, comprendió que aquella
muchedumbre aulladora y ondeanteiba en su busca. Se encontraba solo
en el piso —afortunadamente, quizá, ya que su prima Jane había ido
a Ealing a tomar el té con una parienta suya por parte de madre, y
el pobre Bensington no tenía más
idea de cómo debía comportarse eaquellas circunstancias con las
reglas de etiqueta del día del JuicioFinal. Iba desesperadamente de ulado a otro del piso, preguntando asus muebles qué tenía que hacer,
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sus muebles qué tenía que hacer,dando vuelta a las llaves en las
cerraduras para volverla a dar eseguida al revés, precipitándose
hacia las puertas, las ventanas, eldormitorio... cuando entró el
portero. —No hay momento que perder,
señor —le dijo—. ¡Saben el
número de su habitación porque lohan leído en el tablero del
vestíbulo! ¡Y vienen hacia aquídirectamente!Hizo salir corriendo a
Bensington al pasillo, donde ya se
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g p , y percibían los ecos del gran tumulto
procedente de la escalera principal,cerró la puerta a sus espaldas y lo
hizo entrar en el piso de enfrente por medio de su llave duplicada.
—Es nuestra únicaoportunidad —dijo.
Abrió de par en par la ventana,
que daba a un pozo de ventilación,desde donde se veía que en la pared
se habían fijado unas planchas dehierro que constituían la másrudimentaria y peligrosa de lasescaleras de escape en caso de
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pincendio, desde los pisos
superiores. El portero empujó aBensington fuera de la ventana, le
enseñó cómo debía agarrarse parano caer y salió tras él, escalera
arriba, acuciándolo y atizándolo elas piernas con el llavero cuando
intentaba desistir de aquella
ascensión. A veces, parecía aBensington que se vería obligado a
trepar por aquella escalera verticalinterminablemente. Encima de él, el parapeto parecía inaccesible,remoto, a un kilómetro de distancia.
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,Debajo... Procuró no pensar en lo
que había debajo. —¡Alto! —gritó el portero
agarrándole el tobillo.Era horrible sentirse el tobillo
agarrado de aquel modo, yBensington se asió firmemente a la
plancha de hierro de más arriba,
cogiéndose a ella codesesperación, y profirió u
ahogado chillido de terror.Era evidente que el porterohabía roto el cristal de una ventana,y luego pareció que había saltado
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y g p qde lado a gran distancia hacia u
costado; en seguida se oyó el ruidode una ventana que se abría. El
portero le estaba diciendo a gritoscosas que él no comprendía.
Bensington volvió la cabezahasta que pudo ver al portero.
—Baje seis peldaños —
ordenó el buen hombre.Todas aquellas idas y venidas
parecían solemnes tonterías, pero,de todos modos, con muchísimas precauciones, Bensington bajó u peldaño.
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—¡No me estire! —gritó al ver
que el portero se disponía aayudarlo desde la ventana abierta.
Le pareció que llegar a laventana desde la escalera sería una
hazaña respetable para umurciélago, y fue con la idea de
efectuar un suicidio decente más
que con la de alcanzar la meta, que por fin se decidió a dar aquel paso.
El portero, sin ningún cumplido, lometió dentro. —Tendrá usted que quedarse
dijo—. Mis llaves no funciona
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aquí. Es una cerradura americana.
Voy a salir a ver si encuentro alinquilino de este piso. Usted se
quedará aquí encerrado. No seacerque a la ventana, eso es todo.
Es la muchedumbre más horribleque he visto en mi vida. Si cree
que está usted ausente,
probablemente se contentarán codestruir su producto...
—El indicador decía «Está ecasa» gimió Bensington. —¡Al demonio el indicador!
Mejor que no me encuentren...
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Y desapareció dando u
portazo.Bensington volvió a quedarse
solo con sus iniciativas.Y se metió debajo de la cama.
Allí fue donde lo encontró Cossar.Bensington estaba casi e
coma de terror cuando fue
descubierto, porque Cossar derribóla puerta con los hombros, habiendo
tomado impulso desde la pared deenfrente del pasillo. —Salga de aquí, Bensingto
dijo—. Todo va bien. Soy yo...
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Tenemos que salir de aquí. Está
incendiando el edificio. Los porteros huyen. Los criados ya se
han ido. Por fortuna di con el únicohombre que sabía dónde estaba
usted... ¡Mire!Bensington, atisbando desde
debajo de la cama, se dio cuenta de
que Cossar llevaba en el brazo unasropas incomprensibles, y, aunque
parezca increíble, ¡un gorro negrode mujer en la mano! —Están desembarazándose de
todos los obstáculos —dijo Cossar
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. Si no incendian el edificio,
vendrán hasta aquí. Las tropas nollegarán a lo mejor hasta dentro de
una hora. El cincuenta por ciento delos manifestantes son malvivientes,
y en cuantos pisos penetren tantomás les va a gustar.
Evidentemente... Quieren limpiarlo
todo. Usted póngase estas faldas yeste gorrito, Bensington, y
larguémonos. —¿Quiere usted decir...? — empezó a decir Bensington sacandola cabeza como una tortuga.
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—¡Póngase esto y venga...!
¡Ya!Y con súbita vehemencia,
arrastrando a Bensington fuera de lacama, empezó a disfrazarlo de
anciana mujer de pueblo.Le arremangó los pantalones y
le hizo quitarse las chinelas; le
quitó él mismo el cuello, la corbata,la chaqueta y el chaleco, le pasó
una blusa negra por la cabeza, le puso un corpiño de lanilla roja y uubón por encima. Hizo que se
quitara los lentes, demasiado
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característicos, y le aplicó de u
golpe el gorrito en la cabeza. —Podría ser usted una vieja
de nacimiento —dijo mientras leataba las cintas.
Luego le hizo ponerse las botas con cierre elástico —terrible
tortura para los callos— y el chal, y
el disfraz fue completo. —Camine de un lado para otro
dijo Cossar.Bensington obedeció. —Está bien —añadió Cossar.Y de esta forma fue cómo,
d
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tropezando con torpeza con sus
desacostumbradas faldas, gritandoimprecaciones mujeriles con una
fantástica voz de falsete paramantener su papel y acompañado de
la rugiente nota de unamuchedumbre que se proponía nada
menos que lincharle, el auténtico
descubridor de la HeracleoforbiaIV procedió a huir por el pasillo de
Chesterfield Mansions, mezcladocon aquella multitud desordenada einflamada, y así salió de la cadenade acontecimientos que constituye
hi i
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nuestra historia.
Después de aquella huida, niuna sola vez volvió a mezclarse e
el estupendo proceso de desarrollodel Alimento de los Dioses el
hombre que más había hecho por sdescubrimiento.
III
El hombrecillo que puso e
marcha todo este negociodesaparece de la historia, y al cabode un cierto tiempo se desvaneceenteramente del mundo de las cosas
i ibl li bl P
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visibles y explicables. Pero como
que fue él quien dio origen a todo loque relatamos, será decoroso
intercalar a su salida una página deatención. Podrá ser presentado, e
sus últimos días, tal como la población de Tunbridge Wells lo
conoció. Porque fue en Tunbridge
Wells donde reapareció después deun oscurecimiento temporal, ta
pronto como se dio cuenta cabal delo transitorio, de lo absolutamenteexcepcional y carente designificado de aquella furia delt lt R ió b j l l
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tumulto. Reapareció bajo las alas
de la prima Jane, tratándose a símismo por el descalabro nervioso
sufrido, con exclusión de cualquier otro interés, y permaneciendo
totalmente indiferente, segú parece, a las batallas que hacía
furor entonces alrededor de
aquellos nuevos centros dedistribución y alrededor de los
iños del Alimento. Bensingtosentó sus reales en el hotelhidroterapéutico Mount Glory,donde se dan extraordinariasf ilid d t d l d
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facilidades para toda clase de
baños: carbonatados, creosotados,tratamiento galvánico y farádico,
masaje, baños de pino, almidón y pinabete, baños de radium, luz,
calor, salvado y hojas de abeto, baños de brea... toda clase de
baños, y se dedicó por entero al
desarrollo de este sistema detratamiento curativo que quedó aú
imperfecto a su muerte. A vecesmontaba en un vehículo de alquiler, bien abrigado dentro de su chaquetade piel de foca, y otras veces,cuando sus pies se lo permitían
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cuando sus pies se lo permitían,
echaba a andar hasta el manantial,donde sorbía el agua ferruginosa
bajo la mirada de su prima Jane.Sus hombros encorvados, s
rosada apariencia, sus brillantesgafas, llegaron a ser una
«característica» de Tunbridge
Wells. Nadie se mostró descortéscon él en absoluto. Por el contrario,
tanto el lugar aquél como el hotel parecieron estar muy complacidosde contar con su presencia. Nada podía evitarle ya aquella distinción.Y aunque prefería no seguir el
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Y aunque prefería no seguir el
desarrollo de su gran invento en los periódicos, cuando atravesaba el
salón de descanso del hotel o sedirigían al manantial y oía cómo
susurraban: «¡Ahí viene! ¡Es éste!»,no era precisamente desagrado lo
que ablandaba el rictus de su boca y
hacía relucir un momento sus ojos.¡Aquella figurilla, aquella
diminuta figurilla, había lanzado elAlimento de los Dioses sobre elmundo! No se puede saber qué es lomás asombroso de esos hombrescientíficos y fisiólogos si s
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científicos y fisiólogos si s
grandeza o su pequeñez. Podéisimaginároslo allí, en el manantial,
embutido en el abrigo forrado de pieles. Está de pie, bajo aquella
ventana de porcelana donde brota elchorro de agua mineral, bebiendo
pequeños sorbos de agua
ferruginosa del vaso que sostiene ela mano. Un ojo, por encima de la
montura de oro, está fijo, coexpresión de inescrutableseveridad, en la prima Jane.
—¡Bah! —dice cada vez quetoma un sorbo
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toma un sorbo.
Así componemos nuestrorecuerdo, así enfocamos y
fotografiamos a nuestro descubridor por última vez, y así le dejamos,
como un simple punto en nuestro primer término, pasando a
considerar aquella otra image
mucho mayor que se hadesarrollado a su lado, la historia
de su Alimento, cómo los dispersosiños Gigantes fueron creciendodía por día dentro de un mundodemasiado pequeño para ellos ycómo la red de leyes sobre el
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cómo la red de leyes sobre el
Alimento Estrella y deconvenciones sobre el Alimento
Estrella, que la Comisión delAlimento Estrella estaba tejiendo
ya por entonces, se fue cerrandomás y más alrededor de ella, a cada
año de su crecimiento. Hasta que...
LIBRO SEGUNDO -
EL ALIMENTOLLEGA AL PUEBLO
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CAPÍTULO UNO - EL
ADVENIMIENTO DELALIMENTO
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Los Niños del Alimentosiguieron creciendoininterrumpidamente durante todosaquellos años; fue el mayor acontecimiento de la época. Pero
son las filtraciones lo que hacehistoria. Los niños que lo había
comido crecieron, pero pronto hubo
otros niños creciendo asimismo; ylas mejores intenciones del mundono pudieron evitar más filtracionesen lo sucesivo. El Alimento insistíaen escaparse con la pertinacia de user viviente. La harina tratada coaquel producto se deshacía e
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aquel producto se deshacía, e
tiempo seco y casi como si fueraintencionadamente, en un polvo
impalpable que volaba ante la brisamás tenue. A veces un nuevo insecto
se abría camino hacia un nuevodesarrollo, transitorio y fatal; otras
veces era una nueva irrupción de
grandes ratas desde las cloacas y deotras sabandijas del mismo estilo.Durante unos días el pueblo dePangbourne, en Berkshire, luchócontra hormigas gigantes. Treshombres fueron mordidos yfallecieron. Hubo pánico, hubo
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fallecieron. Hubo pánico, hubo
luchas y la calamidad resultante queser combatida nuevamente, dejando
siempre algo detrás, en las cosasmás oscuras de la vida,
completamente cambiado. Luego,otra vez, una nueva irrupción aguda
y terrorífica, una rápida hipertrofia
de monstruosos matorrales, unadiseminación, a la deriva por todoel mundo, de unos cardos quecrecían desorbitadamente, decucarachas contra las que loshombres luchaban con escopetas ouna plaga de enormes moscas.
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una plaga de enormes moscas.
Hubo luchas desesperadas elugares oscuros. El Alimento
engendró héroes en defensa de lacausa de la pequeñez...
Y los hombres aceptaroaquellos acontecimientos como
hechos normales en sus vidas y se
enfrentaron con ellos comoexpedientes improvisados y sedijeron unos a otros que «no habíaningún cambio en el orden esencialde las cosas». Después del primer gran pánico, Caterham, a pesar desu poder de elocuencia, pasó a ser
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p , p
una figura secundaria en el mundo político, permaneciendo en la
opinión de la gente como elexponente de un punto de vista
extremista.Sólo lentamente pudo abrirse
camino hacia una posición central
en los negocios. «No hay ningúcambio en el orden esencial de lascosas...» Aquel líder eminente del pensamiento moderno, el doctor Winkles, era muy preciso sobreesto... y los exponentes de lo que eaquellos días había tomado el
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q
nombre de Liberalismo Progresivo,se pusieron muy sentimentales
sobre la insinceridad esencial de s progreso. Sus ensueños, segú
parece, estaban dedicados por entero a las pequeñas naciones, a
los pequeños lenguajes, a aquellas
pequeñas familias, cada una de lascuales podía mantenerse a sí mismacon los productos de su granja. Erala moda de lo pequeño, de lo pulcramente dispuesto. Ser grandeera ser «vulgar», y los términos dedelicado, primoroso, diminuto,
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, p , ,
miniatura y minúsculamente perfecto llegaron a ser las palabras
clave de la aprobación crítica...Mientras tanto, quedamente,
sin apresurarse, como es propio dela infancia, los Niños del Alimento
seguían creciendo en un mundo que
cambiaba para poder recibirlos,hacían acopio de fuerzas, deestatura y de conocimientos, sehacían individuales y decididos,adaptándose lentamente a las
dimensiones de su destino. Al pocotiempo ya parecían formar parte
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p y p p
natural del mundo. Toda aquellaagitación de engrandecimiento
también parecía formar parteintegrante del mundo de un modo
natural, y las personas difícilmente podían imaginarse cómo había
sido las cosas antes de aquello.
Llegaron a oídos de los hombresrelatos de lo que los niños giganteseran capaces de hacer, y loshombres exclamaban:«¡Maravilloso!», sin maravillarse
lo más mínimo. Los periódicos populares hablaban de los tres hijos
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de Cossar y de cómo estosasombrosos niños levantaba
grandes cañones, lanzaban grandes bloques de hierro a cientos de
metros de distancia y saltaban hastalos sesenta metros. Se decía queestaban cavando un pozo más
profundo que cualquier pozo o minaque hombre alguno hubiese cavado,en busca de tesoros ocultos en latierra desde que la tierra empezó aser.
Estos Niños, según las revistas populares, habían de allanar
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montañas, construir puentes para pasar el mar y llenar la tierra de
túneles. —¡Maravilloso! —decía la
gente, ¿no es verdad? ¡Cuántascomodidades tendremos!Y seguían, cada cual dedicado
a sus negocios, como si en la tierrano existiese una cosa llamada elAlimento de los Dioses. Y,ciertamente, todas estas cosas noeran más que las primeras
indicaciones y promesas de la potencialidad de los Niños del
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Alimento. Para ellos todavía no setrataba más que de juegos, no era
más que el primer uso de una fuerzacarente aún de propósito. Ni ellos
mismos sabían para qué servían.Eran niños, niños que crecíalentamente, de una raza nueva. La
fuerza gigante aumentaba día por día... pero la voluntad gigante teníatodavía que crecer mucho antes dealcanzar un propósito y un designio.Contemplándolos desde la estrecha
perspectiva del tiempo, aquellosaños de transición poseen la
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calidad de un único acontecimientoconsecutivo; pero, en realidad,
nadie vio el advenimiento delengrandecimiento, del mismo modo
que nadie en todo el mundo vio,hasta que hubieron transcurridovarios siglos, la Decadencia y la
Caída de Roma. Los que vivieroaquellos días estaban demasiadoinmersos en los acontecimientos ysu progresivo desarrollo para poder verlo como una unidad. Incluso a
las personas más inteligentes les producía la impresión de que el
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Alimento no daría al mundo otracosa que una cosecha de desatinos
inconexos e ingobernables, queciertamente podrían ser causa de
agitaciones y disturbios, pero queno podían hacer gran cosa máscontra el orden establecido y la
estructura de la humanidad.Para un observador, al menos,lo más maravilloso de todo aquel período de tensiones acumuladas esla inercia invencible de la gra
masa de la población, su quieta persistencia en todo aquello que
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ignorase las enormes presencias, la promesa de cosas aún más enormes
que estaban creciendo entre ellosmismos. Del mismo modo que
muchos ríos aparecen con unasuperficie lisa y tranquila al bordede una catarata mientras s
corriente es potente y profunda, asítodo lo que el hombre tiene de másconservador parecía aquietarse eun sereno influjo durante aquellosúltimos días. La reacción se hizo
popular, se hablaba de la bancarrota de la ciencia, de la
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agonía del Progreso, deladvenimiento de los Mandarines... y
se hablaba de todas estas cosasentre los ecos de las pisadas de los
iños del Alimento. El tumulto delas absurdas Revoluciones deantaño, una multitud de necia
gentuza persiguiendo a un reyezueloo algo por el estilo eran cosas deotra época, y ni se hablaba ya deello, pero lo que no habíadesaparecido era el Cambio. Era
sólo el Cambio lo que habíacambiado. El Nuevo Cambio
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llegaba con su talante y se hallabamás allá de la comprensión habitual
del mundo.Hablar con detalle de s
advenimiento equivaldría a escribir una gran historia, pero por todas partes se sucedía una cadena
semejante de acontecimientos.Explicar, por consiguiente, saparición en un lugar determinadoserá como explicar algo delconjunto. Dio la casualidad de que
una simiente extraviada deInmensidad cayó en el hermoso
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pueblecito de Cheasing Eyebright,en Kent, y de la historia de s
extraña germinación allí y de latrágica futilidad que fue s
consecuencia, se puede intentar (siguiendo como si dijéramos, usolo hilo) demostrar la dirección e
la que el gran telar hacía girar elhuso del Tiempo.II
Cheasing Eyebright tenía,
como es natural, un vicario. Hayvicarios y vicarios, y de todos los
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tipos de vicario el que menos megusta es el vicario innovador, de
abigarradas ideas, reaccionario profesional y progresivo al mismo
tiempo. Pero el vicario de CheasinEyebright era uno de los vicariosmenos innovadores. Era u
hombrecillo regordete, digno,maduro y de ideas conservadoras.Conviene que retrocedamos u poco en nuestro relato para hablar de él. El vicario se entendía muy
bien con su pueblo y hay quefigurárselos juntos, vicario y
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pueblo, tal como se les veía eaquel atardecer, cuando la señora
Skinner —¡ya recordaréis su huida! llevó consigo el Alimento, de u
modo insospechado por todos, aaquella rústica tranquilidad.Precisamente entonces era
cuando el pueblo presentaba smejor aspecto a la luz poniente. Seextendía a lo largo de un valle bajolos bosques de hayas de Hanger,formando un rosario de cottages
donde alternaban las rojas tejas cola paja, pórticos enrejados y
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fachadas enmarcadas a medida quela carretera iba descendiendo desde
los tejos de la vicaría hacia el puente. La vicaria sobresalía de u
modo no muy ostentoso por entre elarbolado de más allá de la fonda,fachada de la primera época
georgiana, madurada por el tiempo, la aguja de la iglesia se elevaba,feliz, en la depresión que hacía elvalle siguiendo la silueta de laslomas. Un tortuoso arroyo, una
delgada intermitencia de azul cieloy espuma, brillaba entre una espesa
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orilla de cañas, lisimaquias ysauces llorones, en el centro de las
sinuosas flámulas de un prado. El panorama presentaba aquella
cualidad inglesa de maduradocultivo, aquel aspecto de inmóvilacabado que imita la perfección,
bajo la tibia atmósfera del ocaso.Y el vicario tambié presentaba un aspecto rancio. Teníaun aspecto habitual y esencialmenterancio, como si hubiese sido u
niño rancio nacido en una clasesocial añeja, un muchachito maduro
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y jugoso. Se podía ver, aun antes deque él lo mencionara en s
chocheante locuacidad, que habíaasistido a una costosa escuela co
edificios cubiertos de hiedra, comagníficas tradiciones,asociaciones aristocráticas y
cuentes de laboratorios de química,y que de allí había pasado a uvenerable college del más madurogótico. Pocos libros tenía comenos de mil años, de los cuales
Yarrow y Ellis y varios sermones premetodistas constituían la mayor
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parte. Era un hombre de tallamediana, un poco corto, e
apariencia, debido a susdimensiones ecuatoriales, y con u
rostro que habiendo sido bierancio ya desde el principio, era, eaquellos momentos,
climatéricamente maduro. La barbade un David disimulaba laredundancia de su mentón; nollevaba cadena de reloj por excesode refinamiento y sus modestos
trajes clericales estabaconfeccionados por un buen sastre
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del West End... En aquel instante sehallaba sentado con una mano e
cada pierna, pestañeando a la vistade su pueblo, en una actitud de
beatífica aprobación. Hizo un gestocon su regordeta mano hacia allí ysus preocupaciones se esfumaron.
¿Qué más podía desear? —Estamos felizmente situadosdijo dando una expresión mansa
y sumisa a sus ideas—. Estamos euna fortaleza en lo alto de una
montaña.Por fin, se explicó:
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—Estamos fuera de todo.Porque él y su amigo había
estado conversando de los Horroresde la Época, de la Democracia, de
la Educación Laica, de losRascacielos, de los Automóviles,de la Invasión Americana, de las
infectas Lecturas del Público y dela completa desaparición del BueGusto.
—Estamos fuera de todo esorepitió. Y aún no había acabado
de hablar, cuando las pisadas dealguien que se acercaba llegaron a
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su oído. Se volvió en redondo y lavio.
Ya podéis imaginaros elrápido y trémulo avance de la
anciana, con el fardo cogido por ladescarnada y rugosa mano y la nariz(que era su más firme apoyo)
arrugada en desalentada resolución.Podéis ver las amapolas de usombrerito balanceándose rítmica yfatalísticamente, y las botas decierre elástico, blancas de polvo,
bajo sus desaseadas faldas,señalando con una
i bl l l i
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irrevocablemente lenta alternativahacia el Este y hacia el Oeste.
Debajo del brazo, como un cautivoinquieto, se movía y se escurría u
paraguas barato. ¿Quién podíahaber dicho al vicario que aquellagrotesca figura de anciana era —al
menos en lo que hacía referencia asu pueblo— nada menos que laFructífera Ocasión y lo Imprevisto,la Bruja que los hombres débilesllaman Destino? Pero nosotros ya
sabemos que no era ni más ni menosque la señora Skinner.
C ib d
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Como iba muy cargada para poder saludar con cortesía, prefirió
hacer como que no veía ni alvicario ni a su amigo, y así pasó,
flip—flop, a tres metros de ellos,siguiendo hacia el pueblo. Elvicario contempló su lento tránsito
en silencio y, mientras, maduró el planteamiento de una observación.Un incidente le pareció
desprovisto de toda importancia. Lamitad femenina del género humano,
aere perennius, ha estado llevando paquetes a cuestas desde el día de
l C ió Q é í d
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la Creación. ¿Qué tenía, pues, de particular aquella anciana?
—Estamos fuera de todo esovolvió a decir el vicario—.
Vivimos en una atmósfera de cosassimples y permanentes, Nacer yTrabajar, el simple tiempo de la
siembra y el simple tiempo de lacosecha. El Tumulto pasa y nos dejacompletamente de lado. Se sentíasiempre grandilocuente cuandohablaba de lo que él llamaba las
cosas permanentes. —Las cosas cambian —decía
l é h
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, pero el género humano... aere perennius.
Así era el vicario. Le gustabalas citas clásicas sutilmente
aplicadas, aunque no vinieran acuento. Más abajo, la señoraSkinner, nada elegante pero
decidida, parecía curiosamenteacoplada al portillo de Wilmerding.III
Nadie sabe lo que hizo el
vicario con los Bejines Gigantes.Sin duda fue de los primeros
d b i l E t b id
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en descubrirlos. Estaban esparcidosa intervalos a lo largo del sendero
que había entre la loma más próxima y el límite del pueblo,
sendero que frecuentabadiariamente en su paseíto habitual,después de comer. En conjunto, de
estos hongos anormales había unatreintena. El vicario, según parece,se los quedó mirando severamenteuno por uno y hasta golpeó la mayor parte de ellos una o dos veces co
su bastón. Incluso intentó medir unocon los brazos, pero el hongo
t lló t b d I ió
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estalló ante su abrazo de Ixión.Habló de ellos a diversas
personas diciéndoles que era«¡maravillosos!» y relató a no
menos de siete amigos la conocidaanécdota de la loza que fuelevantada del suelo de la bodega
por un cúmulo de hongos quecrecían debajo de ella. Consultó sSowerby para ver si se trataba delLycoperdon coetatum, o giganteum,como todos los de su especie.
Desde que Gilbert White se hizofamoso, el vicario
«gilbertwhiteaba» Sostenía la
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«gilbertwhiteaba». Sostenía lateoría de que al giganteum se lo
llama así injustamente. No se sabe si pudo observar
que aquellas esferas blancuzcasestaban esparcidas en el trayectomismo que siguiera la anciana el
día anterior, o si notó que el últimoejemplar de la serie se distendía yabultaba a menos de veinte metrosde la verja de entrada al cottage deCaddles. Si llegó a observar todas
estas cosas, no hizo el menor intento de anotar sus observaciones.
Sus observaciones en cuestiones de
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Sus observaciones en cuestiones de botánica eran lo que la clase
inferior de científicos denomina«observación ejercitada», o sea,
que se va en busca de determinadascosas y se descuida de lo demás. Ytampoco hizo nada el vicario para
relacionar este fenómeno con lanotable expansión del niño de losCaddles, expansión que progresabadesde hacía varias semanas,exactamente desde un domingo por
la tarde en que Caddles, de elloharía cosa de un mes o más, fue a
visitar a su suegra y oyó cómo el
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visitar a su suegra y oyó cómo elseñor Skinner (ahora difunto) se
actaba de su técnica para criar gallinas.
IVEn verdad, el crecimiento
exorbitante de los bejines,consecutivo a la expansión del niñode los Caddles, debería haber hecho abrir los ojos al vicario. Elúltimo de estos hechos
mencionados, cronológicamente el primero, se le había echado e
brazos cuando el bautizo casi
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brazos cuando el bautizo... casiabrumadoramente.
El niño berreó coensordecedora violencia al caer
sobre su frente el agua fría quesellaba su herencia divina y sderecho a llamarse «Albert Edward
Caddles». Se hallaba entonces masallá de toda posibilidad de acarreomaterno, y Caddles, aunquetambaleándose, pero sonriendotriunfalmente a los demás padres,
cuantitativamente inferiores, lollevó de nuevo al banco ocupado
por su grupo
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por su grupo. —¡Jamás vi a niño parecido!
exclamó el vicario. Este fue el primer indicio público de que el
niño de los Caddles, que habíacomenzado su carrera terrenal algo por debajo de los tres kilos y
medio, intentaba, después de todo,hacer quedar bien a sus padres.Muy pronto se hizo evidente que nosólo aspiraba al crédito, sino a lagloria. Y al cabo de un mes, s
gloria brillaba tan esplendente quehasta era, considerando la posició
social en que se hallaban los
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social en que se hallaban losCaddles, algo indecorosa.
El carnicero pesó al niño onceveces. Hombre de pocas palabras,
pronto expresó su modo de pensar.La primera vez dijo: —Este es delos buenos. La segunda vez
murmuró: —¡Demonios!Y la tercera vez exclamó: —
¡Buuuueno, señora!Después de esto, cada vez que
volvió a pesarlo se limitó a dar u
tremendo resoplido, a rascarse lacabeza y mirar las escalas con una
desconfianza sin precedentes Todo
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desconfianza sin precedentes. Todoel mundo fue a ver al Gran Bebé —
como lo llamaron con generalconsentimiento —y la mayoría de
ellos dijeron: —¡Es un barbarote!Y casi todos le hicieron esta
pregunta: —¿Qué te han hecho tus padres?
La señorita Fletcher tambiéfue a verlo, y dijo:
—¡Ay, yo nunca...!
Lo cual era perfectamentecierto.
Lady Wondershoot la tirana
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Lady Wondershoot, la tiranadel pueblo, llegó el día siguiente de
la tercera pesada e inspeccionó muyde cerca el fenómeno a través de
unos lentes que la llenaron deterror. —Es un niño inusualmente
Grande —dijo a su madre con voz potente e instructiva—. Tendráusted que tener con él cuidadosextraordinarios, Caddles.
aturalmente, no seguirá creciendo
a este paso alimentado con biberón, pero debemos hacer todo lo que
podamos por él Le mandaré más
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podamos por él. Le mandaré másfranela.
Fue el médico y midió al niñocon una cinta métrica y se anotó las
cifras en un cuaderno, y el ancianoDrifthassock, que cultivaba la tierraen Up Marden, hizo desviarse tres
kilómetros de su trayecto a ucorredor de abonos para que fuera averlo. El corredor preguntó la edaddel niño tres veces y finalmentedijo que lo ahorcasen si lo entendía.
Dejó que cada cual dedujera cómoy por qué tenían que ahorcarlo, pero
parece que era a causa del tamañod l iñ T bié dij d í
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parece que era a causa del tamañodel niño. También dijo que tendría
que llevarlo a un concurso de bebés. Y durante todo el día, a la
salida de la escuela, fuero presentándose niños y niñas queiban diciendo:
—Señora Caddles, ¿quieredejarnos ver a su niño, por favor?
La buena mujer tuvo que cortar
aquello por lo sano. Y en medio deaquellas escenas de asombro,
compareció la señora Skinner y allíse quedó sonriendo, en último
término, aguantándose losi d d
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término, aguantándose los puntiagudos codos con sus
descarnadas y nudosas manos, ysonriendo, sonriendo por debajo de
la nariz, con una sonrisa de infinita profundidad. —Hasta hace que la vieja
bruja de la abuela no se vea tan maldijo Lady Wondershoot—. Siento
de veras que haya vuelto al pueblo.
Naturalmente, como casi todoslos niños de los labriegos, el
elemento caritativo había hecho saparición, pero el niño pronto dejó
establecido sin lugar a dudas pordi d b l l
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establecido sin lugar a dudas por medio de un berreo colosal, s
opinión sobre la capacidad del biberón, aquel elemento distabatodavía mucho de su objetivo.
El niño fue considerado lamaravilla del siglo, y todo el mundo
se hartó de maravillarse de sasombroso crecimiento. Y luego,¡cosa rara!, en vez de pasar de
moda para dar paso a otrasmaravillas, ¡siguió creciendo a
ritmo más acelerado que nunca!Lady Wondershoot oyó lo que
le decía la señora Greenfield, sd ll b
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,ama de llaves, con un asombro
infinito. —¿Que Caddles está otra vezabajo? ¿Que no tiene alimento parael niño? Pero señora Greenfield,¡es imposible! ¡Esta criatura come
como un hipopótamo! Estoy segurade que no es verdad.
—Estoy segura de que no la
engañan, Milady —dijo la señoraGreenfield.
—¡Es tan difícil estar seguracon esas gentes! —dijo Lady
Wondershoot—. Y ahora desearía,i b ñ G fi ld
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,mi buena señora Greenfield, que
usted fuera allí esta tarde para ver... para ver cómo le dan el biberón.Por muy grande que sea, no puedoimaginarme que necesite más detres litros al día.
—Realmente no haynecesidad, Milady —dijo la señoraGreenfield.
La mano de Lady Wondershootembló con una especie de
caritativa emoción, con la rabiasuspicaz que conmueve a todos los
aristócratas ante la idea de queposiblemente las clases más
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q posiblemente las clases más
humildes sean, después de todo, tamezquinas como las clasessuperiores y —¡ahí es dondeescuece!— marquen también sustantos en el juego.
Pero la señora Greenfield no pudo observar prueba alguna demalversación, y ordenó se facilitara
una provisión progresivamentecreciente al niño de Caddles.
Acababa de enviarse a su destinoapenas el primer lote, cuando
Caddles estaba ya de vuelta en lagran mansión en un estado
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ygran mansión en un estado
abyectamente culposo. —Hemos tenido el mayor cuidado con las ropas, señoraGreenfield, se lo aseguro, señora,¡pero han estallado y se han roto!
Han salido volando con talviolencia, señora, que un botón haroto el cristal de una ventana,
señora, y otro me dio a mí aquí...Véalo usted misma, señora.
Cuando Lady Wondershoot seenteró de que aquel asombroso niño
había hecho estallar sus hermosasropas de caridad decidió hablar
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ropas de caridad, decidió hablar
con Caddles ella misma en persona.Caddles compareció con el pelo precipitadamente mojado y alisadocon la mano, sin aliento y agarradoal ala de su sombrero como si fuese
un salvavidas; el pobre hombre dioun traspiés con el borde de laalfombra debido a su confusión.
A Lady Wondershoot legustaba ser impertinente co
Caddles. Para ella Caddles era elideal del individuo de la clase baja:
deshonesto, fiel, abyecto,trabajador e inconcebiblemente
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trabajador e inconcebiblemente
incapaz de responsabilidad. Le hizosaber que aquello era una cosa muyseria, es decir, que el modo comoiba creciendo el niño era un asuntomuy serio.
—Es su apetito, Milaty —dijoCaddles levantando el tono de lavoz—. Deténgale el crecimiento,
Milady, verá cómo no puede... Estáallí echado, Milady, ¡y pega cada
patada! Y chilla de un modo quenos desespera. Nos parte el
corazón, Milady. Y si aguantáramossin hacer nada los vecinos
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sin hacer nada, los vecinos
intervendrían y podría ocurrir lo peor...Lady Wondershoot consultó al
médico parroquial. —Lo que yo quisiera saber —
dijo Lady Wondershoot— es si está bien que este niño se trague esagran cantidad de leche.
—La ración adecuada para uniño de esta edad —dijo el médico
parroquial— es de tres cuartos delitro a un litro cada veinticuatro
horas. No sé por qué razón tieneque recurrir a usted para que les dé
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que recurrir a usted para que les dé
más. Si usted lo hace, es debido asu generosidad. Claro que podríamos intentar darle la legítimacantidad que le corresponde duranteunos días. Pero ese niño, hay que
admitirlo, parece ser, por algunarazón ignorada, fisiológicamentediferente. Posiblemente será u
Atleta. Es un caso de HipertrofiaGeneralizada.
—Pero no está bien para losdemás niños de la parroquia —dijo
Lady Wondershoot—, y estoysegura de que vendrán a quejarse si
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segura de que vendrán a quejarse si
esto sigue así. —No veo que nadie pueda pretender que se le dé más de loque está reconocido como dietaadecuada. Deberemos insistir e
que se arreglen con lo que se les da.Si no quieren, se podría enviar elniño al hospital como caso
interesante. —Supongo —repuso Lady
Wondershoot después dereflexionar un momento— que,
aparte del tamaño y del apetito,usted no encuentra en él nada
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usted no encuentra en él nada
anormal... nada monstruoso,¿verdad? —No... No encuentro nada
anormal. Pero no hay duda de que sieste crecimiento persiste, nos
encontraremos con gravesdeficiencias intelectuales ymorales. Casi se puede profetizar
esto, según la ley de Max Nordau,uno de los filósofos más célebres y
dotados, Lady Wondershoot.ordau descubrió que lo anormal
es... anormal, lo cual constituye uvalioso descubrimiento, y vale la
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valioso descubrimiento, y vale la
pena de tenerlo presente. Yo loencuentro de una gran ayuda en la práctica corriente. Cuando meencuentro con algo que es anormal,digo en seguida: esto es anormal.
La mirada del médico se hizo profunda, bajo el tono de su voz, ysus ademanes lindaron con lo
íntimamente confidencial. Levantóuna mano con rigidez. —Y lo trató
en el mismo plan de anormalidadconcluyó.
V
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—¡Epa, epa! —dijo el vicarioal comenzar el desayuno, el díasiguiente de la llegada de la señoraSkinner—. ¡Epa, epa! ¿Qué seráesto? —Y golpeó el periódico co
sus gafas, con aire de reprimenda. ¡Avispas gigantes! ¿A dónde
vamos a llegar...? ¡Será
periodistas norteamericanos,seguramente! ¡Al cuerno con estas
ovedades! ¡A mí que me degrosellas gigantes...!
«¡Tonterías! —agregó y apuróel café de un trago, los ojos fijos e
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g , j j
el periódico y haciendo uchasquido de incredulidad con loslabios.
—¡Paparruchas! —continuó,rechazando la insinuación.
Pero al día siguiente habíamás, y se hizo la luz.
Pero no toda vino en seguida,
sin embargo. Cuando el vicariosalió a dar su paseo después de
comer, estaba riéndose todavía dela absurda historia que el periódico
pretendía hacer creer. ¡Avispas...!¡Avispas que matan un perro...!
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¡ p q p
Incidentalmente, al pasar por ellugar donde se había desarrolladoaquella primera cosecha de bejines,observó que la hierba crecía muyalta, pero no relacionó en absoluto
aquello con el motivo de sdiversión.
—Habríamos oído algo co
toda seguridad —se dijo—.Whitstable no está ni a veinte millas
de aquí.Más lejos descubrió otro
bejín, de la segunda generación,irguiéndose como un huevo de ave
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g
Roe por entre un matorralanormalmente denso.Entonces la idea le llegó como
un relámpago. No dio la vuelta habitual de la
mañana. En vez de ello, retrocedióal llegar al segundo portillo,dirigiéndose hacia el cottage de los
Caddles. —¿Dónde está el niño? —
ordenó, y al verlo, exclamó—:¡Dios mío!
Volvió cuesta arriba hacia el pueblo, murmurando interjecciones
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p j
y se encontró con el médico que bajaba la cuesta a toda velocidad.El vicario lo cogió del brazo.
—¿Qué significa eso? — preguntó—. ¿Ha leído usted el
periódico estos últimos días?El médico contestó
afirmativamente.
—Bueno, entonces, ¿qué le pasa al niño ése? ¿Qué pasa co
todo lo demás...? ¡Avispas, bejines,niños! ¿Qué será lo que les hace
crecer tanto? Es algo totalmenteinesperado. ¡Y además en Kent! Si
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¡
fuese en Norteamérica... —Es un poco difícil decir precisamente de qué se trata. Por loque yo puedo entender, lossíntomas...
—¿Sí? —Son de hipertrofia... de
hipertrofia generalizada.
—¿Hipertrofia? —Sí. Generalizada... que ataca
todas las estructuras delorganismo... todo el cuerpo. Puedo
decir que, a mi juicio, y entrenosotros, estoy casi convencido de
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que se trata de eso... Pero hay queandar con cuidado. —¡Ah! —exclamó el vicio,
muy aliviado al encontrar que elmédico estaba a la altura de la
situación—. Pero, ¿por qué seráque está brotando de este modo por todas partes?
—Esto también es difícil dedecir —repuso el médico.
—En Urshot. Y aquí. Es ucaso clarísimo de diseminación.
—Sí —aprobó el médico—.Así lo creo. Se parece a una
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epidemia. Probablemente se tratade una hipertrofia epidémica. —¡Epidémica! —dijo el
vicario—. ¿No querrá usted decir que es contagiosa?
El médico sonrió amablementefrotándose las manos.
—Eso sí que no podría decirlo
dijo. —¡Pero...! —exclamó el
vicario, con los ojos como naranjas. Si es contagiosa... pues...,
¡puede afectarnos a nosotros!Dio una gran zancada cuesta
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arriba y se volvió. —¡He estado allí...! — exclamó—. ¿No será mejor que...?Voy a casa de inmediato y tomaré u baño y me fumigaré la ropa.
El médico se quedócontemplando durante un momentocómo el otro se alejaba, luego dio
media vuelta y se dirigió también asu casa...
Pero mientras iba andandoreflexionó que ya hacía un mes que
había aparecido un caso en el pueblo sin que nadie más cogiera la
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enfermedad, y después de una pausavacilante decidió mostrarse tavaliente como debe ser un médico yarriesgarse a lo que fuere como uhombre.
Y fue bien aconsejado por susúltimos pensamientos. Elcrecimiento era lo que menos podía
ocurrirle a él. Podía haber comidoHeracleoforbia —y el vicario
también— sin que le sucedieranada. El crecimiento había
terminado para ellos. Elcrecimiento había acabado co
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aquellos dos caballeros, parasiempre.VI
Un día o dos después de esta
conversación, o sea, un día o dosdespués del incendio de la GranjaExperimental, Winkles fue a visitar
a Redwood y le enseñó una cartainsultante. Era anónima y el autor
debe respetar los secretos de sus personajes.
«Está usted ganándose unareputación a causa de un fenómeno
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natural —decía la carta—,intentando hacerse propaganda cola carta enviada a The Times.¡Usted y su Alimento Estrella!Déjeme que le diga que ese
alimento suyo, que lleva un nombretan absurdo, además, tiene unarelación meramente accidental co
esas grandes ratas y avispas. Larealidad está en que existe ahora
una epidemia de hipertrofia, dehipertrofia contagiosa, que puede
usted controlar del mismo modoque puede controlar el sistema
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solar. Es tan viejo como las colinas.Ya existía la hipertrofia en lafamilia de Anak. Fuera de su radiode acción, en Cheasing Eyebrighactualmente hay un niño...»
—Escritura temblorosa y malalineada. Será un viejo caballero, probablemente —dijo Redwood—.
Es extraño que un niño...Leyó unas líneas más y tuvo
una inspiración. —¡Por Júpiter! —exclamó—.
¡Si es la perdida señora Skinner!Y descendió sobre ella, de
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repente, el día siguiente por latarde.La señora Skinner estaba
arrancando cebollas del huerto quehabía frente al cottage de su hija
cuando vio a Redwood atravesar laverja del jardín. Se quedó umomento «consternada», como
dicen los aldeanos, y luego,cruzándose de brazos y con el
manojito de cebollas colocadasdefensivamente bajo el codo
izquierdo, esperó que se acercara.La boca de la mujer se abrió y
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cerró varias veces, farfulló algocon su diente único y con la rapidezdel parpadeo de una luz de arcovoltaico hizo una profundareverencia.
—Pensé que la encontraría — dijo Redwood.
—Creyó usted bien, señor —
dijo ella, sin ninguna alegría. —¿Dónde está Skinner?
—No me ha escrito, señor, niuna sola vez, ni ha venido por aquí
desde que yo vine, señor. —¿No sabe usted lo que puede
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haberle sucedido? —Como no ha escrito, no,señor.
Y dio un paso ladeado hacia laizquierda, con la imperfecta idea de
cortar a Redwood el camino haciala puerta del granero.
—Nadie sabe lo que ha sido
de él —dijo Redwood. —Yo diría que él si lo sabe —
repuso la señora Skinner. —Pues no lo dice.
—Siempre ha sabido salir deapuros dejando que los demás se
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arreglaría como pudieran. Así hasido siempre Skinner... Aunque esmuy inteligente.
—¿Dónde está el niño? — preguntó Redwood bruscamente.
Ella se hizo repetir la pregunta.
—Ese niño del que tanto se
habla, el niño a quien ha estadousted dando nuestro producto... el
niño que pesa catorce kilos.La señora Skinner hizo unos
gestos con las manos al tiempo quese le caían las cebollas.
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—De veras señor —protestó, que no sé lo que quiere decir,señor. Mi hija, la señora Caddles,tiene un hijo, es verdad, pero...
Hizo una acusada reverencia e
intentó adoptar una actitudinocentemente inquisitivainclinando la nariz a un lado.
—Es mejor que me deje ver ese niño, señora Skinner —dijo
Redwood. —Está claro, señor, que puede
haber caído en un botecillo deicey que di a su padre cuando
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vino a la granja a verme, o u poquitín, tal vez, de lo que pudehaber traído conmigo, digamos.¡Como tuve que hacer los paquetescon tanta prisa...!
—¡Ah! —exclamó Redwooddespués de haber acariciado al niñounos momentos—. ¡Oh...!
Dijo a la señora Caddles quetenía un niño precioso y que se le
parecía mucho, en inteligenciasobre todo... Después, la ignoró por
completo. Al poco tiempo ella saliódel granero... de puro insignificante
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que se encontró. —Ahora que ha empezadousted a dárselo, tendrá quecontinuar, ¿sabe usted eso? —dijoRedwood a la señora Skinner. —Y
volviéndose bruscamente haciaella, añadió: No lo vierta por todas partes esta vez.
—¿Que no lo vierta, señor? —¡Oh, ya sabe lo que quiero
decir!Ella indicó que lo sabía co
gestos convulsivos. —¿No ha dicho usted nada a la
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gente de aquí? ¿A los padres, alalcalde, a los de la casa grande, almédico, a nadie?
La señora Skinner sacudió lacabeza.
—Yo de usted no lo haría —
dijo Redwood.Se dirigió a la puerta del
granero e inspeccionó lo que habíaa su alrededor. La puerta del
granero daba a una verja de cinco barrotes que salía a la carretera,
entre la esquina de la casa y unas pocilgas fuera de uso. Más allá
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había una alta tapia de ladrillosrojos cubierta de hiedra, alelíes yotras plantas trepadoras y coronada por un alineamiento de vidriosrotos. Más allá de la esquina de la
tapia, un gran anuncio, plenamente
iluminado por el sol, se erguía entrelas ramas verdes y amarillas y por
encima de las suntuosas tonalidadesde las primeras hojas caídas,
anunciando que «Los que traspaselos límites de estos Bosques será
Procesados». La oscura mancha euna brecha del vallado ponía derelieve un trecho de alambrada
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relieve un trecho de alambrada. —¡Bah! —exclamó Redwood,
y luego, en un tono más profundo—:¡Hum...!
Se oyó un ruido de ruedas y de
cascos, y los caballos tordos de
Lady Wondershoot se hicierovisibles. Redwood observó los
semblantes del cochero y el lacayomientras se iba acercando el
carruaje. El cochero era un bueejemplar, macizo y bonachón, y
conducía con una especie dedignidad sacramental. Otros podíadudar de su vocación y posición e
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dudar de su vocación y posición eel mundo; él, desde luego, estabacompletamente seguro: conducía ala señora. El lacayo estaba sentadoa su lado, con los brazos cruzados y
un rostro de certidumbres. Luego, la
misma gran dama se hizo visible,con un sombrero y un manto
inelegantes y escrutándolo todo através de sus lentes. Dos señoritas,
alargando los cuellos, escrutabatambién.
El vicario, al pasar al otrolado, se quitó el sombrero de sfrente davídica sin que le hiciera
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frente davídica sin que le hicierael menor caso...
Redwood permaneció de pieen el umbral de la puerta, muchotiempo después de haber pasado las
damas, con las manos juntas tras él.
Su mirada fue desde los verdegrisesaltos y bajos de la loma al cielo
aborregado y de allí a la tapiacoronada de trozos de vidrio. Se
volvió hacia la fría penumbra delinterior, y entre manchas y trazas de
color contempló a aquel niñogigante, en medio de tinieblasrembrandtescas, desnudo excepto
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rembrandtescas, desnudo exceptounos pañales de franela, sentadosobre un enorme brazado de paja yugando con los dedos de los pies.
—Ya empiezo a ver lo que
hemos hecho —dijo.
Se puso a cavilar y el niño delos Caddles, su propio hijo y la
progenie de Cossar seentremezclaron en sus cavilaciones.
Luego, bruscamente, se echó areír.
—¡Buen Dios! —exclamó anteuna idea que le cruzó la mente.Se despabiló inmediatamente
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Se despabiló inmediatamentey, dirigiéndose a la señora Skinner dijo:
—Nadie debe torturarlosuprimiéndole el alimento. Esto, al
menos, podemos evitarlo. Le
mandaré a usted una lata cada seismeses. Esta cantidad debe ser
suficiente para él.La señora Skinner murmuró
algo así como: «Si usted lo creeasí» y: «Probablemente lo
empaqueté por equivocación...Pensé que no había ningún daño edarle un poco», y con esto y con la
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p , y yayuda de unos aspavientos indicóque comprendía.
Así, pues, el niño siguiócreciendo.
Y creciendo.
—Prácticamente —dijo LadyWondershoot—, se ha comido todas
las terneras del lugar. Si tuvierasujetos como ese Caddles...
VII
Pero ni siquiera un lugar tarecluido como Cheasing Eyebrigh podía descansar mucho tiempo en la
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p pteoría de la hipertrofia, fueracontagiosa o no, en vista delgriterío creciente motivado por elAlimento. Al poco tiempo hubo
penosos pedidos de explicaciones
para la señora Skinner...explicaciones que la redujeron a u
inarticulado farfulleo de únicodiente... explicaciones que la
sondearon y escudriñaron y ladejaron en evidencia, hasta que por
fin se vio obligada a refugiarse dela universal convergenciavituperante en la dignidad de una
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p ginconsolable viudez. Volvió susmiradas —que procuró fuese
lacrimosas— hacia la encolerizadadama de la Mansión y, secándose
las jabonaduras de las manos, dijo:
—Olvida usted, Milady, lo queyo estoy pasando.
Y prosiguió con tono deadvertencia, con cierto aire de reto:
Es en él en quien pienso noche ydía, Milady. Frunció los labios y s
voz se hizo más apagada yvacilante: —Era muy importante para mí, Milady.
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p yY habiendo dejado sentado s
criterio en este terreno, la señora
Skinner repitió la afirmación que ladama aquella había rechazado
antes:
—Yo no tenía más idea de loque le daba al niño, Milady, de la
que podía haber tenido cualquier otra persona...
La dama en cuestión enfocósus ideas en otra dirección más
esperanzadora, censurando de pasotremendamente, como es natural, aCaddles. Unos emisarios, henchidos
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de diplomáticas amenazas, penetraron en las agitadas vidas de
Bensington y de Redwood. Se presentaron como consejeros de la
parroquia, estólidos, insistiendo
fonográficamente en unasdeclaraciones prestablecidas.
—Le consideramos a ustedresponsable, señor Bensington, de
los daños causados en nuestra parroquia. Le consideramos a usted
responsable.Una serie de procuradores,como lenguas de serpientes, que se
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llamaban Banghurst, Brown, Flapp,Codlin, Brown, Tedder y Snoxton y
que aparecían invariablemente bajola forma de unos caballeros
pequeñitos, bermejos, de aspecto
astuto y nariz puntiaguda, dijeroalgunas vaguedades sobre daños y
perjuicios, y también se presentó u buen día un personaje muy lustroso,
el representante de la dama delsolar que, dirigiéndose a Redwood,
le preguntó: —Bueno, señor, ¿qué se propone usted hacer?
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A lo cual Redwood contestóque se proponía suprimir la
provisión de alimento para el niño,si él o Bensington seguían siendo
molestados por aquel concepto.
—Se lo doy por nada —yañadió—: El niño dejará el pueblo
en ruinas con sus aullidos antes demorir, si no le dan el alimento que
pide. El niño está en sus manos y austedes les corresponde cuidar de
él. Lady Wondershoot no puede ser siempre la Lady Bountiful4, la
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Providencia Terrenal, de s parroquia, sin hacerse cargo algunavez de sus responsabilidades,¿comprende usted?
—El mal ya está hecho —
decidió Lady Wondershoot cuando
le transmitieron con algunasexpurgaciones lo que había dicho
Redwood. —El mal ya está hecho —
repitió el vicario, como un eco.Aunque, en realidad, el mal
estaba sólo en sus comienzos.
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CAPÍTULO DOS - ELCHIQUILLO GIGANTE
El vicario insistía en que elniño gigante era feo.
—Siempre ha sido feo... comotodo lo que es excesivo.
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Las opiniones del vicario lohabían desviado de un recto juicioen este asunto. El niño era retratadocon mucha frecuencia, a pesar de srústico retiro, y el testimonio de las
fotografías está en contra del
vicario, atestiguando que el jovemonstruo fue en un principio casi
hermoso, con unos copiosos rizosque le llegaban hasta la frente y una
gran facilidad para la sonrisa.Generalmente, Caddles, que era
hombre de escasa estatura, aparecesonriendo detrás del niño y la perspectiva acentúa todavía más s
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pequeñez relativa.Al cumplir el segundo año, el
aspecto del niño se hizo más sutil ymás discutible. Empezó a crecer,
como su infortunado abuelo hubiera
sin duda expresado, «lozano».Perdió algo de color y desarrolló
un creciente efecto de ser, aunquecolosal, algo delicado. Y, e
realidad, así era. Los ojos y algomás que había en su rostro se
afinaron, se hicieron, como dice lagente, «interesantes». El cabello,después de habérselo cortado una
ó d f
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vez, empezó a crecer de formaenmarañada, de tal manera que se
convirtió en una verdadera mata. —Es la vena de degeneració
que aparece en él —dijo el médico
del pueblo, señalando estascaracterísticas.
Sin embargo, si estaba o no elo cierto y si el paso del chiquillo
desde una salud ideal a aquelestado de cosas fue el resultado de
vivir por entero dentro de ugranero fregado y blanqueado ydependiendo del sentido de
id d l d l d
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caridad, templado por el deusticia, de Lady Wondershoot, es
un tema que se presta a discusión.Las fotografías del niño desde
los tres a los seis años nos lo
muestran convirtiéndose en uchiquillo de ojos redondos, blondo
cabello, nariz truncada y miradaamistosa. En sus labios acecha
aquella insinuación de sonrisa,nunca muy remota, que exhibe
todas las fotografías de los primeros niños gigantes. Durante elverano lleva unas ropas muy sueltasd t li id b t
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de terliz cosidas con bramante; secubre generalmente la cabeza co
uno de esos cestos de paja que lostrabajadores usan para poner sus
herramientas, y va descalzo. En uno
de esos retratos muestra una ampliasonrisa y tiene en la mano un meló
mordisqueado.Los retratos hechos e
invierno son menos numerosos ysatisfactorios. En ellos lleva
enormes zuecos, sin duda demadera de haya, y (tal como lodemuestran los fragmentos de lai i ió J h Sti k ll I i )
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inscripción «John Stickells, Iping»)sacos por calcetines, sus pantalones
así como su chaqueta han sidoinequívocamente cortados de los
restos de una alfombra de alegre
diseño. Debajo de aquello hay burdos pañales de franela; cinco o
seis metros de franela estáarrollados alrededor de la garganta,
a guisa de bufanda. —Lo que llevaen la cabeza es, probablemente otro
saco. Siempre mira la cámarafotográfica, a veces sonriente, aveces con mirada triste. Ya desde
t í i ñ d
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que tenía cinco años se puede ver aquel voluntarioso fruncimiento de
la frente, sobre sus dulces ojos pardos, que caracteriza s
semblante.
Constituyó desde el principio,según declaró siempre el vicario,
un terrible trastorno para el pueblo.Parece haber tenido un impulso
proporcionado al juego, muchacuriosidad y sociabilidad y,
además, había un cierto anhelo esu interior (y lamento tener quedecirlo) para comer aún más. A
d l G fl ld
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pesar de lo que Greenfleldcalificaba como un «excesivamente
generoso» suministro de alimentos por parte de Lady Wondershoot, el
niño exhibía lo que el médico
percibió en seguida como u«Apetito Criminal». Confirma hasta
de un modo demasiado completo el peor aspecto de la experiencia que
de las clases humildes habíaadquirido Lady Wondershoot, el
hecho de que, a pesar de usuministro nutritivo enormemente por encima de lo que se consideracomo la necesidad máxima incluso
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como la necesidad máxima, inclusode un adulto, se descubrió un día
que el chico robaba. Y lo querobaba se lo comía con poco
elegante voracidad. Su manaza
pasaba por encima de las tapias delos jardines y se dedicaba a coger
el pan del carro del panadero. Losquesos desaparecían del almacé
de Marlow, ni la gamella de loscerdos estaba libre de sus asaltos.
Algún que otro aldeano al pasar por su campo de nabos se encontrabacon las grandes huellas de los piesdel niño y las pruebas de su hambre
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del niño y las pruebas de su hambreroedora, una raíz sacada de aquí,
otra de allá, y los hoyos, coastucia infantil, torpemente
disimulados. Se comía un nabo
como si devorase un rábano. Si nohabía nadie que lo viera, se comía
las manzanas del árbol, igual quelos niños normales comen moras
del moral. De todos modos, ecierto aspecto, esta escasez de
provisiones fue beneficiosa para la paz de Cheasing Eyebright, porquedurante muchos años se tragó hastael último grano que se le dio del
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el último grano que se le dio delAlimento de los Dioses...
Indiscutiblemente el chico eramuy molesto y se hallaba fuera de
lugar.
—Siempre está en todas partesdecía el vicario.
No podía asistir a la escuela;no podía ir a la iglesia en virtud de
las obvias limitaciones de svolumen cúbico. Hubo un intento de
dar satisfacción al espíritu deaquella «disparatada y destructivaley» —cito las palabras del vicario
o sea la Ley de Instrucció
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, o sea, la Ley de InstruccióElemental de 1870, haciendo que se
sentara en la parte de fuera de laventana abierta mientras se dictaba
la clase pertinente en la parte de
dentro. Pero su presencia allíquebrantaba la disciplina de los
demás niños, los cuales siempreestaban sacando la cabeza por la
ventana y mirándolo embobados, ycada vez que hablaba estallaban e
carcajadas. ¡Tenía una voz taextraña! Por consiguiente, dejaroque no asistiera a la escuela.Tampoco insistieron en que fuera a
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Tampoco insistieron en que fuera ala iglesia porque sus vastas
proporciones no eran de ningunaayuda a la devoción. Y, no obstante,
en este aspecto su tarea habría
podido ser más fácil; hay buenasrazones para suponer que dentro de
aquel inmenso corpachón sealbergaban los gérmenes de u
sentimiento religioso. La música loatraía. Se le veía a menudo en el
cementerio parroquial los domingos por la mañana buscando su caminoentre las tumbas, con muchocuidado después de haber entrado
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cuidado, después de haber entradoen la feligresía, y durante todo el
servicio religioso permanecíasentado afuera, al lado del pórtico,
escuchando como se escucha desde
afuera una colmena de abejas. Al principio mostró cierta falta de
tacto. Los fieles que se hallabadentro de la iglesia oían los
crujidos de los guijarros bajo sus pies inquietos alrededor del templo
o perciban su borrosa cara mirandoa través de los vitrales de losventanales, mitad curiosa, mitadenvidiosa y a veces algún himno
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envidiosa, y, a veces, algún himnosencillo lo cogía por sorpresa y se
le oía aullar lúgubremente en ugigantesco intento de cantar al
unísono con todos. Al oírse aquella
voz, el pequeño Sloppet, que hacíalas funciones de entonador, de
perdiguero, de muñidor, deenterrador, de sacristán y de
campanero los domingos, ademásde ser cartero y deshollinador los
demás días de semana, salíarápidamente con gran valentía y loechaba de allí con muchapesadumbre Sloppet (y me
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pesadumbre. Sloppet (y mecomplazco en hacerlo constar así)
se sentía apesadumbrado por ello,al cable iba de aquí para allá, co
el cuello alargado, buscando,
siempre buscando la manera desatisfacer las dos necesidades
primordiales de la infancia: algo para comer y algo con que jugar.
Entonces aparecía una miradade respeto furtivo en los ojos de la
criatura y un intento de tocarse amodo de saludo la enmarañadagreña que le caía sobre la frente.
Dentro de sus estrechos
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Dentro de sus estrechoslímites, el vicario poseía cierta
imaginación —por lo menos losrestos de una imaginación—, y
respecto al joven Caddles dio e
pensar en la enorme fuerza quesemejante musculatura debía
poseer. ¿Y si se volviera loco derepente...? —¡Supongamos una
mera falta de respeto...! —Siembargo, el verdadero valiente no
es el hombre que no tiene miedo,sino el que teniéndolo sabevencerlo. En todas y cada una deestas ocasiones, el vicario no dejó
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estas ocasiones, el vicario no dejóen libertad su imaginación. Y
siempre que se dirigía al joveCaddles lo hacía rígidamente, co
una clara voz de tenor litúrgico.
—¿Eres buen chico, Alber Edward?
Y el joven gigante,arrimándose a la pared y
ruborizándose intensamente,respondía:
—Sí señor... Trato de serlo. —Pues anda con cuidado — decía el vicario, pasando por slado con una ligera aceleración de
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lado con una ligera aceleración dela respiración, todo lo más. Y por
el respeto que tenía a su propiahombría, fuera lo que fuese lo que
se imaginara, no volvía la cabeza
hacia el peligro una vez había pasado por su lado.
El vicario daba clases particulares al joven Caddles de u
modo caprichoso. Nunca le enseñóa leer —no lo necesitaba—, pero le
enseñó los puntos importantes delcatecismo: sus deberes para con susvecinos, ya que no semejantes, por ejemplo, y para con la Divinidad
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eje p o, y pa a co a v dadque castigaría a Caddles co
extraordinaria ansia de venganza si por casualidad éste se aventuraba a
desobedecer al vicario o a Lady
Wondershoot. Las lecciones teníalugar en el patio de la vicaría y los
transeúntes podían oír muy biecomo aquel inseguro vozarró
infantil canturreaba como uzángano las enseñanzas esenciales
de la Iglesia Oficial. —Honrar y obedecer al Rey ya todos aquellos que gozan deautoridad bajo su mando.
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jSometerme a todos mis tutores,
maestros, pastores y profesores.Considerarme inferior y reverenciar
a mis superiores...
Al poco tiempo se vio que elefecto producido por el gigante
sobre los caballos que no estabaacostumbrados a verlo era igual que
el de un camello y, por lo tanto, sele conminó a mantenerse lejos de lacarretera, ni siquiera acercarse alvivero de árboles (donde su sonrisa bobalicona por encima de la tapiahabía exasperado
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pextraordinariamente a Lady
Wondershoot), sino que se apartarade allí todo lo posible. Fue esta una
ley que nunca llegó a cumplir del
todo a causa del gran interés que para él tenía la carretera. Pero
transformó lo que había sido sconstante punto de referencia en u
placer secreto. Por fin quedólimitado casi enteramente a la zonade pastoreo y los campos fuera del pueblo.
No sé lo que hubiese hecho ano ser por los campos. Allí había
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p pespacios por donde vagar millas y
millas, y por estos espacios vagaba.Desgajaba ramas de los árboles y
hacía con ellas grandes ramilletes
insensatos, hasta que también estole fue prohibido. Cogía las ovejas y
las ponía en bien formadas hileras,de las que las ovejas se escapaba
en seguida (cosa que le hacíainvariablemente reír a carcajadas)hasta que también esto le fue prohibido. Cavaba en la turbagrandes hoyos injustificables, hastaque también esto le fue prohibido...
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q pVagabundeaba por la meseta
hasta la colina que se yergue por encima de Wreckstone, pero no iba
más allá, porque allí ya empezaba
la tierra de cultivo, y loscampesinos, a causa de sus
depredaciones sobre sus cosechasde raíces comestibles e inspirados
por una especie de timidez hostilque su presencia frecuentemente provocaba, azuzaban contra él sus perros ladradores para ahuyentarle.Hasta lo amenazaban y fustigabacon látigos. Incluso me han dicho
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gque llegaron a disparar contra él
con escopetas. Y en la otradirección llegaba hasta otear
Hickleybrow. Desde lo alto de
Thursley Hanger podía ver elferrocarril de Londres a Chatham y
Dover, pero una serie de camposarados y una aldea sospechosa
impedían su aproximación.Y después aparecieron unosgrandes tableros con inscripcionesen letras rojas que le impedían el paso en todas direcciones. No podía entender lo que decían las
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letras: «Prohibido el paso», pero al
cabo de poco tiempo locomprendió. Se lo podía ver e
aquellos días, por los pasajeros del
tren, sentado, con el mentóapoyado en las rodillas,
encumbrado en lo alto del altozano,muy cerca de las minas de yeso de
Thursley, donde más tarde se le puso a trabajar. El tren parecíainspirarle una borrosa emocióamistosa y a veces lo saludaba cosu enorme manaza, y otras vecessaludaba con un rústico grito
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incoherente.
—¡Qué grande es! — exclamaban los pasajeros asomados
a las ventanillas—. Es uno de estos
niños del Alimento Estrella. Segúdicen, es completamente incapaz de
hacer nada por sí mismo... Es u poco idiota en realidad y una gra
carga para la localidad. —Los padres son muy pobres,según me han dicho.
—Viven de la caridad de loshacendados locales.
Todo el mundo se quedaba
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contemplando durante un buen rato
aquella figura monstruosa sentadaen la colina.
—Suerte que se ha puesto
término a eso —indicaba alguiecon amplias ideas—, porque bueno
sería que tuviéramos unos cuantosmillares de esos con vistas a la
contribución, ¿no?Y generalmente siempre habíaalgún dechado de sensatez que ledijera al filósofo de marras, en tonode cálida aprobación:
—Tiene usted toda la razón,
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señor.
II
El niño tuvo sus malos días.
Hubo, por ejemplo, aqueldisgusto del río.
Hizo barquichuelos de papelcon periódicos enteros, arte que
aprendió observando al chico delos Spender, y echó río abajograndes tricornios de papel. Cuandodesaparecieron bajo el puente quemarca los límites de los terrenos
estrictamente privados de EyebrighH di i hó
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House, dio un grito y echó a correr,
dando un rodeo, a través del camponuevo de Tormat —¡Dios mío!
¡Cómo se dispersarían, con toda
seguridad, los cerdos de Tormat,transformando así su grasa e
músculo magro!—, a fin deencontrarse con los barcos de papel
en el vado. ¡A lo largo de los prados que orillaban el río solían ir estos barcos de papel, pasandofrente a Eyebright House, bajo losojos de Lady Wondershoot!
¡Desorganizadores periódicosd bl d ! V li d !
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doblados! ¡Vaya lindeza!
Haciendo acopio de espíritemprendedor, gracias a la
impunidad de que gozaba, empezó a
construir pueriles obras hidráulicas.Cavó hasta construir un enorme
puerto para su flota de papel con la puerta de un cobertizo que le sirvió
de pala, y como que daba lacasualidad que entonces nadieobservaba sus operaciones, trazó uingenioso canal que,incidentalmente, inundó la nevería
de Lady Wondershoot, y finalmentet ó l í L b l ó
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estancó el río. Lo embalsó
atravesándolo con unas cuantasvigorosas puertadas de tierra —
tuvo que haber trabajado como una
avalancha— y una de las másasombrosas inundaciones penetró
en el sembradío y arrastró a laseñorita Spinks con su caballete y
el esbozo de la acuarela más prometedora que nunca hubieseempezado. En realidad lo que sellevó fue el caballete, dejándola aella empapada hasta las rodillas y
con las faldas lamentablementeid h id h i l
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recogidas en su huida hacia la casa.
De allí las aguas invadieron elhuerto, del huerto pasaron por la
puerta del prado al camino y del
camino otra vez al cauce del río por la zanja de Short.
Mientras tanto, el vicario,interrumpiendo su conversación co
el herrero, se quedó estupefacto alver cómo unos desgraciados pecessaltaban de unas charcas residualesdonde habían quedado encallados, yal ver asimismo grandes montones
de algas verdes en el cauce del ríodonde diez minutos antes había
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donde diez minutos antes había
habido más de dos metros y mediode agua clara y transparente.
Después de todo esto,
horrorizado de sus propiasconsecuencias, el joven Caddles
huyó de su casa y estuvo escondidodos días con sus noches. Regresó
únicamente ante el insistentereclamo del hambre para aguantar con una calma estoica unaviolentísima reprimenda que estabamás en proporción con su tamaño
que ninguna otra cosa de las que lehabían caído en suerte desde s
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habían caído en suerte desde s
nacimiento en aquel pueblo feliz.III
Inmediatamente después deaquel incidente, Lady Wondershoo
meditó sobre las adicionesejemplares a las afrentas y ayunos
que había infligido y publicó udecreto. Lo hizo en primer lugar para que se enterara su mayordomo,y de un modo tan repentino que éstedio un respingo. El mayordomo
estaba quitando de la mesa losutensilios del desayuno y Lady
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utensilios del desayuno y Lady
Wondershoot estaba contemplando por el alto ventanal que daba a la
terraza el sitio donde aparecería
los cervatillos para que les dierala comida.
—Jobbet —dijo con el tonomás imperial de su voz—. Jobbet,
ese rústico debe trabajar paraganarse la vida.Y dejó bien sentado no sólo
para Jobbet, lo cual era fácil, sino para todos los demás habitantes del
lugar, incluyendo al joven Caddles,que en esta cuestión como en todas
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que en esta cuestión, como en todas
las demás, haría lo que decía. —Que trabaje —dijo Lady
Wondershoot—. Esa es la consigna
para el señorito Caddles. —Me parece que es la
consigna para toda la humanidad — dijo el vicario—. Los simples
deberes, el modesto ciclo, eltiempo de la siembra y de lacosecha...
—Exacto —dijo LadyWondershoot—. Es lo que yo digo.
Satanás siempre encuentraalgún disparate a punto para las
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algún disparate a punto para las
manos ociosas. Al menos, entre lasclases trabajadoras. Nosotros
siempre educamos a nuestras
camareras en estos principios. ¿Equé lo pondremos a trabajar?
Aquello resultó un pocodifícil. Pensaron varias cosas, y
mientras tanto lo ejercitaron u poco en el trabajo utilizándolo evez de un mensajero a caballo parallevar telegramas y notas cuando serequería una gran velocidad y
también le hicieron acarrear equipajes y cajas de embalaje y
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equipajes y cajas de embalaje y
otras cosas similares dispuestas euna gran red que al efecto
encontraron. Parecía que a él le
gustaba hacer algo, considerándolocomo una especie de juego, y
Kinkle, el agente de LadyWondershoot, al ver un día cómo
transportaba un gran montón de piedras, tuvo la brillante idea de ponerlo a trabajar en la cantera de pizarra de Thursley Hanger, cercade Hickleybrow. Esta idea fue
puesta en práctica, y pareció dejar resuelto el problema
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resuelto el problema.
El niño trabajó en la canterade pizarra, al principio con el gusto
propio del niño juguetón y después
por efecto del hábito: cavando,cargando, haciendo por sí mismo el
arrastre de las vagonetas, haciendocorrer las que estaban llenas por las
vías hasta el desviadero ytransportando las vacías por elcable de un gran malacate...trabajando, en fin, él solo en toda lacantera.
Me han dicho que Kinkle hizode él algo de mucha utilidad para
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de él algo de mucha utilidad para
Lady Wondershoot teniendo ecuenta que no consumía
prácticamente nada más que s
comida, aunque esto no fue óbice para que ella denunciara a «aquel
ser» como un gigantesco parásitoque absorbía toda su caridad...
En esta época el niño llevabauna especie de delantal dearpillera, pantalones de cueroremendado y zuecos con suela dehierro. En la cabeza usaba a veces
una cosa rara: un sillón de pajapara campo y playa, en forma de
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para campo y playa, en forma de
colmena, muy gastado, perogeneralmente iba con la cabeza
descubierta. Andaba de un lado
para otro de la cantera co poderosa deliberación, y el vicario,
al dar su paseo habitual después decomer, se llegaba hasta allí al
mediodía, para encontrárselosatisfaciendo vergonzosamente susnecesidades alimenticias deespaldas al mundo.
Cada día le llevaban la
comida: una ración de grano sidescascarillar en un vagón, u
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descascarillar en un vagón, u
vagón de tren de trocha angosta,igual que uno de aquellos vagones
que él llenaba constantemente de
pizarra, y toda aquella carga degrano la solía quemar en un viejo
horno de cal para devorarladespués. A veces la mezclaba co
un saco de azúcar, y a veces sesentaba para lamer un pilón de saldel que se da a las vacas o paracomerse un enorme racimo dedátiles con hueso y todo, como los
que se ven en Londres llevados eangarillas. Para beber iba al
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g
riachuelo que corría más allá dellugar arrasado donde había estado
la Granja Experimental de
Hickleybrow y acercaba el rostro ala superficie de la corriente. Fue a
causa de este modo de beber después de haber comido, por lo
que el Alimento de los Dioses sedesmandó, evidenciándose e primer lugar en la aparición de unasalgas enormes que surgían por lasorillas, luego en unas grandes ranas,
unas truchas todavía más grandes yunas carpas enormes, y por último,
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p , y p ,
en una fantástica exuberancia devegetación por todo aquel pequeño
valle.
Y al cabo de un año poco máso menos, las extrañas y monstruosas
sabandijas que vivían en el campofrente a la herrería se hicieron ta
enormes y se desarrollaron ecucarachas y escarabajos taterroríficos —escarabajos a motor,los llamaban los muchachos—, queobligaron a Lady Wondershoot a
marcharse al extranjero.IV
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Muy pronto el Alimento entró
en una nueva fase de acción sobre
el niño. A pesar de las sencillasinstrucciones dadas por el vicario,
cuyo propósito era redondear lamodesta vida natural que se
consideraba la más conveniente para un aldeano gigante, del modomás completo y decisivo, el niñoempezó a hacer preguntas, ainvestigar las cosas, a pensar. A
medida que fue dejando la infancia para entrar en la adolescencia se
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p
hizo cada vez más evidente que smente elaboraba procesos que le
eran propios... fuera del control del
vicario. Éste hizo cuanto pudo por ignorar este desconsolador
fenómeno, pero, así y todo, no podía evitar la sensación de s
presencia.El material para alimentar lasideas del joven gigante yacía todo asu alrededor. De un modocompletamente involuntario, co
sus espaciosos puntos de vista, sconstante visión de las cosas desde
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arriba, debió haber visto mucho delo que encerraba la vida humana, y
a medida que se le hizo más claro
el hecho de que él también, si seexceptuaba su torpe magnitud,
pertenecía al género humano, debióhaberse dado cuenta cada vez más
de lo mucho que le estaba vedado,debido a esta melancólicadistinción. El sociable zumbido dela escuela; el misterio de lareligión, que era compartido e
medio de tantos primores yelegancias y del que se exhalaba u
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tan dulce raudal de melodía; losoviales coros que se oían en la
taberna; las habitaciones
cálidamente brillantes, iluminadascon velas y con la lumbre del hogar,
que él se complacía en mirar desdela oscuridad exterior, o también la
excitada gritería y el vigor de lasgesticulaciones al discutir algúasunto imperfectamentecomprendido que se centraba en elcampo de cricket, todas estas cosas
debieron de clamar a su corazón e busca de compañía. Parece ser que,
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a medida que fue avanzando en laadolescencia, empezó a tomar u
interés considerable en el proceder
de los enamorados, en sus preferencias y parejas, en aquellas
estrictas intimidades que son ta primordiales en la vida.
Un domingo, a la hora en quesalen las estrellas, los murciélagosy las pasiones de la vida rural,había una joven pareja «besándoseun poquito» en Love Lane, el
camino bordeado de altos setos queva hacia Upper Lodge. Estaba
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dando rienda suelta a sus pequeñasemociones, tan seguros en aquel
cálido y quieto crepúsculo como
pueden desear estarlo unosenamorados. La única interrupció
concebible que ellos creían posiblevenir era por la parte de arriba del
sendero, pues el seto de tres metrosy medio de altura que se dirigíahacia el silencioso altozano les parecía constituir una garantíaabsoluta.
Entonces, de pronto —de unamanera increíble—, se sintiero
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levantados y separados.Se vieron suspendidos, cada
uno de ellos con un pulgar y u
índice bajo los sobacos, mientraslos perplejos ojos pardos del jove
Caddles escrutaban sus acaloradosy enrojecidos rostros. Se
encontraron mudos con lasemociones de su situación. —¿Por qué os gusta hacer eso?
preguntó el joven Caddles.Me figuro que aquella
situación embarazosa continuó hastaque el chaval, recordando s
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hombría, conminó vehementementeal joven Caddles, con grandes
gritos, amenazas y viriles
blasfemias, como podíaconsiderarse apropiadas a la
ocasión, a que los dejara en elsuelo, bajo pena de tremendos
castigos. Con esto, el joveCaddles, acordándose de sus buenos modales, los bajó con gracuidado y cortesía, adecuadamentecercanos, para que pudiera
reanudar su sesión de besos yabrazos. Después de contemplarlos
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con cierta vacilación, desde arriba,optó por desaparecer en el
crepúsculo...
—Me sentí hecho un tonto — me confesó después el chaval—.
Casi no nos atrevíamos amirarnos... habiendo sido
sorprendidos de aquel modo...«Besándonos, ¿sabe usted...?«Y lo más curioso es que ella
me echó toda la culpa a mí, mellenó de insultos y casi no me
dirigió la palabra, de vuelta acasa...
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El gigante se estabaaventurando en investigaciones por
su cuenta, no cabía la menor duda.
Estaba claro que su mente loatormentaba a fuerza de preguntas.
Estas preguntas las había formuladoa muy pocas personas todavía, perolas respuestas lo dejaron muyconfuso. Su madre, según creo, tuvoque verse sometida a esta especiede interrogatorio varias veces.
Solía entrar en el patio que
había detrás de la casa de su madre,y después de una cuidadosa
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inspección del terreno, con el fin deno aplastar ninguna gallina o
polluelo, se sentaba lentamente co
la espalda apoyada contra elgranero. Al cabo de un minuto, los
polluelos a quienes les era muysimpático, iban a picotearle elmusgoso barro gredoso de lascosturas de la ropa, y si el vientoanunciaba lluvia, el gatito de laseñora Caddles, que nunca perdiósu confianza en él, adoptaba una
forma sinuosa, echaba a brincar hacia la casa, entraba en ella,
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saltaba al guardafuegos de lacocina, daba la vuelta, salía, se le
encaramaba por la pierna, por el
cuerpo, hasta pararse en el hombro,donde permanecía en actitud
meditativa un momento, y luego¡zap!, otra vez abajo, y asísucesivamente. A veces le clavabalas garras en la cara de puraalegría, pero él nunca se atrevió atocar al gatito a causa del pesoincierto que tendría su mano sobre
una criatura tan frágil. Además,hasta le gustaba que le hiciera
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cosquillas. Y al cabo de un ciertotiempo ya hacía preguntas
comprometedoras a su madre.
—Madre —le decía—, si estan bueno eso de trabajar, ¿por qué
no trabaja todo el mundo?Su madre alzaba la cabeza para mirarlo y respondía:
—Es bueno para los que socomo nosotros.
—¿Por qué? —meditaba él.Y como que no obtenía
respuesta, insistía: —¿Para qué sirve el trabajo,
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madre? ¿Por qué tengo que cortar pizarra y tú tienes que lavar ropa,
día tras día, mientras Lady
Wondershoot se pasea en coche,madre, y viaja por todos esos
países extranjeros que ni tú ni yoveremos nunca, madre? —Es que ella es una dama...
repuso la señora Caddles. —¡Ah! —exclamó el jove
Caddles. Y meditó profundamente. —Si no existieran los señores
que nos hacen trabajar —explicó laseñora Caddles—, ¿cómo
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podríamos ganarnos la vidanosotros, los pobres?
Esto tenía que digerirlo.
—Madre —probó de nuevo—,si no hubiera señores, ¿las cosas no
pertenecerían a las gentes como tú yyo? Y si así... —¡Por el amor de Dios! ¡Qué
niño! —exclamó la señora Caddlesla cual, con la ayuda de una buenamemoria, se había transformado euna vigorosa y floreciente
personalidad desde la muerte de laseñora Skinner—. ¡Desde que se
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llevaron a tu pobre abuelita, no haymodo de tratarte! No hagas
preguntas y no te dirán mentiras. Si
me pusiera a contestar todas tus preguntas en serio, tu padre tendría
que buscarse a otra persona paraque le preparase la cena... ¡Y nohablemos de la ropa que quedaría por lavar...!
—Bueno, madre —decía él,después de mirarla, algo perplejo
. No he querido molestarte.
Y continuó reflexionando.V
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Y así continuaba
reflexionando, cuatro años más
tarde, cuando el vicario, ya nomaduro, sino ya pasado, lo vio por
última vez. Podéis imaginaros alviejo caballero, visiblementeenvejecido, más ancho de cintura,más tosco y más débil, tanto eideas como en palabras, con una
trémula agitación en la mano y otratrémula agitación en sus
convicciones, pero con la miradaaún vivaz y alegre a pesar de todos
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los disgustos que el Alimento habíaacarreado a su parroquia y a él
mismo. En algunas ocasiones se
había sentido atemorizado ymolesto pero, ¿no estaba aún vivo y
no seguía siendo él mismo?...quince largos años, una muestraapreciable de la eternidad, habíatransformado las perturbaciones ymolestias en usos y costumbres.
—Fue un gran trastorno, hayque admitirlo —decía el vicario—,
y las cosas son diferentes ahora,diferentes en muchos aspectos.
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Antes podía salir un chico aescardar con toda tranquilidad,
pero ahora tiene que salir u
hombre y aún provisto de hacha y palanca de hierro, en algunos sitios,
a causa de las malezas, al menos. Yresulta algo extraño para nosotros,los viejos del lugar, que hasta loque antes era el cauce del río, antesde la irrigación, esté cubierto de
trigo... como lo está este año... counas espigas de siete metros y
medio. Empleaban la antigua hoz,hoy ya pasada de moda, hace veinte
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años, y se llevaban la cosecha en ucarromato, divirtiéndose de u
modo sencillo y honesto. U
poquito de borrachera, otro poquitode hacerse el amor para terminar...
¡Pobre Lady Wondershoot...! ¡A ellaque no le gustaban estasinnovaciones! ¡Muy conservadora ytradicional, pobre señora! Siempredije que había en ella algo del siglo
XVIII. Su modo de hablar, por ejemplo... Falto de vigor... «Murió
relativamente pobre. Esos grandeshierbajos se metieron en su jardín.
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o es que fuese muy aficionada a laardinería, pero le gustaba tener el
ardín en orden... Le gustaba que las
cosas crecieran allí donde sehabían plantado y del mismo modo
como se habían plantado... bajo scontrol... El modo como se pusieroa crecer las cosas fue del todoinesperado... y le produjo una graconfusión de ideas... Tampoco le
gustaba la perpetua invasión deloven monstruo ése, y por fi
empezó a imaginarse que la estabamirando siempre por encima de la
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tapia... Ni le gustaba tampoco queel chiquillo fuese casi tan alto como
una pared... Aquello chocaba con s
sentido de la proporción. ¡Pobreseñora! Creí que viviría lo que yo.
Fueron los grandes escarabajos queaparecieron por aquí durante un añoo así, lo que la decidió. Procedíade larvas gigantes, asquerosas,grandes como ratas... por toda la
hierba del valle...»Y las hormigas, sin duda
alguna, también influyeron en ello...«Como todo estaba trastornado y no
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había paz ni quietud en ninguna parte, dijo que creía que e
Montecarlo se encontraría tan bie
como en cualquier otra parte. Y allíse fue...
«Jugó con mucha audacia,según me dijeron. Y murió en uhotel allí. Es un final muy triste...Exilio... No, no es lo que puedeconsiderarse más conveniente, ni
más a propósito... Era una de lascabezas más señeras de nuestra
Inglaterra... Desarraigada. ¡Vaya...!»¡Y después de todo —repitió
l i i h l d
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el vicario—, ha resultado tan poco!¡Una verdadera lata, y nada más!
¡Los niños no pueden correr por ahí
con la libertad con que solíahacerlo en otro tiempo, con el
peligro que hay en mordeduras yqué sé yo! Quizá sea mejor así... Sehabló mucho de que este productolo revolucionaría todo... Pero hayalgo que desafía todas estas fuerzas
de lo Nuevo... Yo no lo sé, por supuesto. No soy ninguno de estos
filósofos modernos... que loexplican todo a base de éter y
á E l ió P í í
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átomos. Evolución. Porquerías así.Lo que yo quiero decir es algo que
no se halla incluido en las...
«ologías». Es cuestión de razón, node comprensión. Madura sensatez.
aturaleza humana.ereperennius... Llámese como sequiera.» Y así llegó al final de svida.
El vicario no tuvo la menor
intuición de lo que le estabaacechando tan cerca. Dio s
acostumbrado paseo por FarthinDown, tal como lo había estado
h i d d á d i
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haciendo durante más de veinteaños, y de allí se dirigió al sitio
desde donde podría observar al
oven Caddles. Subió la cuesta dela cantera resollando un poco...
Hacía tiempo que había perdido svigorosa zancada cristiana de otrotiempo, pero se encontró con queCaddles no estaba en su trabajo yluego, al dar un rodeo para no pasar
por el matorral de helechos gigantesque empezaban a oscurecer y
proyectar sus sombras sobre elHanger, ahí vio a la enorme silueta
d l t t d l l
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del monstruo, sentado en la loma,como si estuviese meditando sobre
la suerte del mundo. Caddles tenía
las piernas encogidas y las rodillaslevantadas, apoyaba la mejilla en la
mano y tenía la cabeza algoladeada. Estaba medio vuelto deespaldas, de modo que el vicario no pudo ver su mirada perpleja. Debióde haber pensado muy
atentamente... Al menos, estabasentado muy quieto...
Caddles no volvió la cabeza.unca supo que el vicario, aquel
i i h bí j d l
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vicario que había jugado un papeltan importante en su vida, lo estaba
mirando por última vez, después de
haberlo mirado innumerablesveces... y ni siquiera supo que se
encontraba allí. (¡Así ocurren tantasdespedidas!) El vicario quedóimpresionado por el hecho de que,después de todo, nadie en el mundo podía tener la menor idea de lo que
pensaba aquel gran monstruocuando consideraba conveniente
descansar de sus labores. Pero elvicario era demasiado indolente
i l hil d l t
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para seguir el hilo de aquel temanovísimo aquel día, y de esta nueva
idea retrocedió a sus antiguas ideas
rutinarias. — Aere perenniuf —susurró,
caminando de vuelta a su casa, por un sendero que ya no atravesaba elínea recta el prado como antes,sino que se torcía en varioscircuitos para evitar los recié
brotados matojos de hierba gigante. ¡No! Nada ha cambiado. Las
dimensiones no son nada. El simpleciclo, la senda común...
Y aq ella noche sin el menor
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Y aquella noche, sin el menor dolor, sin tener conocimiento de
ello, se fue por la senda común,
dejando el Misterio del Cambio quese había empeñado en negar durante
toda su vida.Lo enterraron en el cementerio parroquial de Cheasing Eyebright,cerca del más alto de los tejos, y lamodesta losa funeraria que tenía
inscrito su epitafio terminabadiciendo: Ut in Principio, nunc est
et semper... Y quedó casiinmediatamente oculta al ojo del
hombre por una vegetació
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hombre por una vegetaciógigantesca de hierba y de
campánulas, demasiado recias a la
hoz o a las ovejas, que invadió el pueblo como una capa de niebla,
saliendo de la germinativa humedadde los prados del valle en los queel Alimento había estado haciendode las suyas.
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LIBRO TERCERO -LOS FRUTOS DELALIMENTO
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CAPÍTULO UNO - ELMUNDO
DISTORSIONADO
Una transformación de nuevo
cuño se produjo en el mundodurante veinte años. Para lamayoría de las personas lasnovedades se produjeron poco a poco y día a día, de un modo
ciertamente apreciable pero no ta
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ciertamente apreciable, pero no ta bruscamente como para abrumar a
nadie. Sin embargo, a un hombre, al
menos, la total acumulación de esasdos décadas de intenso trabajo por
parte del Alimento tuvo querevelársele de un modo repentino yasombroso en un solo día. Paranuestros propósitos será másconveniente que lo tomemos a partir
de aquel día para relatar algo de lascosas que vio.
Este hombre era un convictocondenado a cadena perpetua —s
crimen no nos importa— a quien la
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crimen no nos importa—, a quien laley creyó oportuno perdonar al
cabo de veinte años. Una mañana
de verano, este desgraciado, quehabía dejado el mundo cuando era
un joven de veintitrés años, seencontró lanzado de la grissimplicidad de un trabajo penoso yuna disciplina que habíaconstituido el núcleo de su propia
vida a un mundo de deslumbrantelibertad. Le habían echado encima
unas ropas para éldesacostumbradas, hacía unas
semanas que su pelo había vuelto ad d dí á
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semanas que su pelo había vuelto acrecer, y desde unos días atrás se
había podido volver a hacer la
raya, y allí estaba, en una especiede desaliñada y torpe novedad de
cuerpo y de mente, parpadeando decuerpo y alma, otra vez fuera,intentando darse cuenta de una cosaincreíble: que, después de todo,volvía a estar en el mundo, y que
para todas las demás cosas estabatotalmente falto de preparación.
Tenía la suerte de tener un hermanoque conservaba lo suficiente sus
distantes recuerdos comunes comoh b did h l l
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distantes recuerdos comunes como para haber acudido a estrecharle la
mano, un hermano que cuando él lo
había dejado era un muchachito yque ahora era un hombre próspero
con toda la barba... un hombrecuyos ojos inclusive le eraextraños. Y los dos juntos, él yaquel extraño de su familia, bajaroa la ciudad de Dover diciéndose
pocas palabras y sintiendomuchísimas cosas.
Se sentaron un rato en unataberna, contestando el uno a las
preguntas del otro trayendo a lai ti d t
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preguntas del otro, trayendo a lamemoria anticuados y raros puntos
de vista, echando a un lado un sinfí
de nuevos aspectos y nuevas perspectivas, hasta que fue hora de
irse a la estación para tomar el trede Londres. Los nombres y losasuntos personales de que tuvieroque hablar los hermanos nointeresan a nuestra historia; sólo
interesan las alteraciones y laextrañeza ambiente que esta pobre
alma de vuelta encontró en umundo que en otro tiempo fue ta
familiarE D d b
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familiar.En Dover pudo observar muy
poco, excepto la excelencia de la
cerveza de barril. Nunca había bebido un trago de cerveza ta
bueno, y lágrimas de gratitud brotaron de sus ojos. —La cerveza es tan buena
como siempre —dijo, creyendo, siembargo, que era infinitamente
mejor.Fue sólo cuando el tren los
llevaba traqueteando por Folkestone que pudo mirar aquel
hombre más allá de sus emocionesá i di t l l
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hombre más allá de sus emocionesmás inmediatas y ver lo que le
había ocurrido al mundo. Se asomó
a la ventana. —Hace sol —dijo por
duodécima vez—. No podía hacer mejor tiempo.— Y entonces, por vez primera, su mente se iluminócon la percepción de que habíanuevas desproporciones en el
mundo.— ¡Por el amor de Dios! — exclamó incorporándose y
mostrando animación por primeravez en su semblante—. ¿Qué so
aquellos enormes cardos que creceen la orilla al lado de la retama? Si
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aquellos enormes cardos que creceen la orilla al lado de la retama? Si
es que realmente son cardos... ¿O
ya me he olvidado de todo lo quesabía?
Sí, eran cardos, y lo que tomó por altos matorrales de retama noera sino hierba, y en medio de todasestas cosas una compañía desoldados británicos —de rojo,
como siempre—, estaba haciendoejercicios militares de acuerdo co
el libro de prácticas que había sido parcialmente revisado después de
la guerra de los bóers. Luego, ¡zas!,dentro de un túnel y después e
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g g , ¡ ,dentro de un túnel y después e
Sandling Juction, que se hallaba
oscurecida —tenía todas laslámparas encendidas— y
empotrada en una gran espesura derododendros que se habíaesparcido por allí procedentes dealgún jardín contiguo y habíacrecido y se habían desarrollado
enormemente valle arriba. En unavía muerta de la estación de
Sandgate había un tren de cargalleno hasta los topes de leños de
rododendro, y allí fue donde elciudadano de vuelta oyó por
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, yciudadano de vuelta oyó, por
primera vez, hablar del Alimento
Estrella.Al pasar velozmente por u
paisaje que parecía absolutamenteinalterado, los dos hermanostuvieron una serie de explicacionesdifíciles. El uno ansiaba hacer preguntas insustanciales, y el otro
nunca había pensado, nunca sehabía ocupado en considerar
aquello como un hecho aislado, ycontestaba con alusiones. Cada vez
era más difícil seguir laconversación
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gconversación.
—Es eso del Alimento
Estrella —dijo el hermano, buceando en los bajos fondos de
sus conocimientos—. ¿No loconoces? ¿No te han dicho nada...?¿Nadie te lo ha explicado? ¡ElAlimento Estrella! Pues ya losabes: el Alimento Estrella. De eso
es de lo que se trata en laselecciones. Es una especie de
producto científico. ¿Nadie te hadicho nunca nada?
Y pensó que el presidio habíatransformado a su hermano en u
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p q ptransformado a su hermano en u
tonto de capirote. ¿Como era
posible que no se hubiera enteradode nada?Se fueron disparando
preguntas y respuestas, sin dar casinunca en el blanco. Entrefragmentos de conversación habíaintervalos que pasaban sin decir
nada, asomados a la ventanilla. Al principio, el interés que mostraba
aquel hombre por las cosas eravago y general. Su imaginació
había estado atareada pensando elo que diría fulano en qué aspecto
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plo que diría fulano, en qué aspecto
tendría mengano, cómo les
explicaría a todos y a cada uno deellos ciertas cosas que presentaríasu «alejamiento» bajo una luz mássuave. El Alimento Estrella se leapareció al principio como si fueseuna gacetilla extraña en u periódico, y luego como el orige
de ciertas dificultades intelectualescon su hermano. Pero se dio cuenta
inmediatamente de que el temasurgía con insistencia a cada nuevo
tópico.En aquellos días el mundo era
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En aquellos días el mundo era
un mosaico de transición de modo
que esta gran novedad se le hizo patente como una serie de shockscontrastados. El proceso detransformación no había sidouniforme. Se había diseminadodesde un centro de distribución aquíy otro allí. El país era como u
mosaico: grandes zonas donde elAlimento tenía que hacer s
aparición todavía y otras zonasdonde estaba ya presente en la
tierra y en el aire, esporádico ycontagioso Era como un tema
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contagioso. Era como un tema
musical muy audaz, insinuándose
entre antiguas y venerables tonadas.El contraste era, desde luego,muy vivido a lo largo de la víaférrea de Dover a Londres eaquella época. Durante un buen ratoatravesaron un paisaje como el queel hombre aquel había conocido e
su infancia: pequeños rectángulosde terreno, limitados por setos, de
un tamaño a propósito para ser arados por caballitos pigmeos;
pequeñas y angostas carreteras, deuna anchura máxima de tres carros;
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una anchura máxima de tres carros;
olmos y robles y álamos, punteando
aquellos campos; pequeños gruposde sauces en las orillas de losarroyos; parvas de heno que nollegarían a la rodilla de un gigante;casitas de campo para muñecas coventanas de paneles romboides;ladrillerías; dispersas calles de
pueblo; grandes casas de ricosmezquinos; taludes a los lados de la
vía, llenos de flores; estaciones coardín y todas las cosas del
desvanecido siglo XIXdefendiéndose aún contra la
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defendiéndose aún contra la
Inmensidad. Aquí y allá se veía
algún parche de cardos gigantes,sembrados por el viento y rasgadostambién por el viento, desafiando elhacha, más allá un bejín de tresmetros de altura o los calcinadostallos de hierba monstruosa en una pequeña zona de terreno, pero
aquello era todo lo que podía dar una indicación del uso del
Alimento.Durante un trayecto de muchas
millas nada apareció que presagiaraen absoluto la extraña grandeza del
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g
trigo y de los hierbajos que se
ocultaban a menos de veintekilómetros de distancia de la rutaseguida, al otro lado de las colinas,en el valle de Cheasing Eyebright.Y en seguida empezaron a aparecer trazas del Alimento. La primeracosa sorprendente con que se
encontraron fue el gran viaductonuevo en Tonbridge, donde se había
iniciado, precisamente aquellosdías, el pantano causado por la
obstrucción del río Medway (por una variedad gigante de chara).
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g g )
Luego reapareció de nuevo el
paisaje pequeño, y después, aldivisarse la diminuta inmensidad deLondres tendida bajo la neblina, losindicios de la lucha del hombre para impedir el acercamiento de
aquel engrandecimiento biológicose hicieron visibles y numerosos.
En aquella parte del sudeste deLondres, en la época a que nos
referimos, y por todos losalrededores de allí donde vivía
Cossar y sus hijos, el Alimento sehabía vuelto misteriosamente
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insurgente en un centenar de puntos,
la vida en pequeño seguía en mediode portentos cotidianos, a loscuales únicamente la deliberacióde su aumento y el lentocrecimiento paralelo de la
costumbre a su presencia había privado de sus características
alarmantes. Pero aquel ciudadanoque volvía a sus lares se asomó
para ver por vez primera losresultados del Alimento, extraños y
predominantes, en forma de zonasennegrecidas, grandes defensas y
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g , g y
preparaciones feísimas, cuarteles y
arsenales que esta influencia sutil y persistente había introducido a lafuerza en las vidas de los hombres.
Allí, y en menor escala, laexperiencia de la Granja
Experimental se había repetido unay otra vez. Había sido en las cosas
de la vida más inferiores yaccidentales, debajo de los pies y
en los solares y sitios deshabitados,de un modo irregular, donde se
había declarado la invasión de lasnuevas fuerzas y los resultados a
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y
ellas debidos. Había grandes patios
malolientes y recintos hediondosdonde alguna invencible manigua dehierbajos procuraba el combustible para una maquinaria gigante (los pequeños cockneys iban a
contemplar su oleaginosidadmediante una propina de seis
peniques a los hombres encargadosde su manejo). Había carreteras y
pistas para camiones y otrosvehículos, carreteras construidas
con las fibras entretejidas delesparto hipertrofiado; había torres
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con sirenas de vapor a punto de
empezar a aullar a la menor alarma, para advertir al mundo contracualquier nueva insurgencia de losinsectos, o, lo que todavía era másraro, venerables campanarios de
iglesias conspicuamente adaptadosa una máquina de proferir chillidos.
Había pequeños refugios pintadosde rojo y guarnecidas plazas de
armas, cada una de ellas provistade su rifle de un alcance de
trescientos metros, donde lostiradores se ejercitaban diariamente
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con munición de salva contra unos
blancos que tenían la forma de ratasmonstruosas.Seis veces, desde el día de los
Skinner, había habido irrupcionesde ratas gigantes, siempre
procedentes de las cloacas delsudoeste de Londres, y aquello ya
se aceptaba como un hechoconsumado, del mismo modo que e
el delta del Ganges, al lado mismode Calcuta, se acepta que haya
tigres...El hermano había comprado u
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periódico, con cierta precipitación,
en Sandling, y aquel periódico alfin logró llamar la atención dellibertado. Desdobló las hojas deaquel periódico que le era taextraño —parecía más pequeño de
tamaño, pero con más hojas y unostipos de imprenta diferentes de los
que se usaban antes— y vioinnumerables grabados
representando cosas extrañas sin elmenor interés, y con largas
columnas de letra impresa cuyostitulares tenían para él tan poco
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significado como si hubiesen sido
escritos en lengua extranjera: «Gradiscurso del señor Caterham», «Lasleyes del Alimento Estrella...»
—¿Quién es este Caterham? preguntó en un intento de volver
a entablar conversación. —Un tío que está muy bien —
contestó el hermano. —¡Ah...! Será un político, ¿eh?
—Va a derribar al Gobierno.¡Ya era hora!
—¡Oh! —reflexionó—.Supongo que todos los que yo
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conocía... Chamberlain, Rosebery,
todos... ¿Qué?Su hermano le había cogido dela muñeca y señalaba fuera de laventanilla.
—¡Son los Cossar...!
Los ojos del ex presidiariosiguieron la dirección que señalaba
el dedo de su hermano y vieron... —¡Dios mío! —exclamó,
sobrecogido de pasmo por primeravez.
El periódico cayó en un olvidodefinitivo a sus pies. A través de
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los árboles podía ver muy
distintamente, de pie y en unaactitud cómoda, con las piernas muyseparadas y sosteniendo una pelotaen la mano como si estuviera a punto de arrojarla, una figura
humana gigantesca, que bien tendríadoce metros de estatura. Aquella
figura brillaba bajo la luz del sol,vestida con un traje de placas de
metal blanco y llevando un anchocinto de acero. Durante un momento
atrajo toda su atención, perodespués la mirada se desvió para
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enfocar a otro gigante más lejano,
que se preparaba para tomar la pelota, y entonces se le hizo patenteque toda aquella zona de las colinasdel norte de Sevenoaks había sidoarrasada con finalidades
gigantescas.Un enorme parapeto dominaba
la cantera de pizarra, y en aquel parapeto se había edificado la casa,
una monstruosa mole egipcia,achaparrada, que Cossar había
construido para sus hijos cuando elenorme cuarto de los niños hubo
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sido considerado insuficiente, y
detrás se levantaba un gracobertizo que podía haber albergado una catedral, de cuyaoscuridad salía de vez en cuandouna intermitente incandescencia y
un titánico martilleo ensordecedor.Luego volvió a fijarse en el gigante
al ver que la gran pelota de maderaforrada en hierro se desprendía de
su mano para elevarse en el aire.Los dos hombres se pusiero
de pie, los ojos muy abiertos. La pelota parecía grande como u
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tonel.
—¡Cogida! —exclamó elrecién salido de la cárcel, mientrasun árbol le impedía ver al que habíalanzado la bola.
Desde el tren se pudieron ver
todas estas cosas sólo durante unafracción de minuto. Luego se
interpusieron árboles el tre penetró en el túnel de Chislehurst.
—¡Dios mío! —volvió aexclamar el ex presidiario al
hacerse la oscuridad—. ¿Cómo es posible? ¿Estaré soñando? Si el tío
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ese es tan alto como una casa!
—Son los jóvenes Cossar — explicó el hermano moviendo lacabeza alusivamente—. De ahí esde donde viene todo el jaleo...
Salieron del túnel para
descubrir más torres coronadas desirenas, refugios rojos, y por último
las apiñadas casitas de lossuburbios más periféricos. El arte
de fijar carteles no había perdidonada durante aquel intervalo, y de
grandes tablones, de los topes delas casas, de las cercas y de
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centenares de puntos de vista
similares surgían las policromasllamadas para la gran elección delAlimento Estrella. «Caterham»,«Alimento Estrella» y «Pulgarcito,el matador de gigantes», una y otra,
y otra vez, y monstruosascaricaturas y distorsiones... cientos
de variedades de representacionesde aquellas grandiosas figuras
brillantes de las que tan cercahabían pasado hacía sólo unos
minutos... II
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El hermano menor habíaabrigado el propósito de hacer algomagnífico, de celebrar este retornoa la vida con una cena en algúrestaurante de categoría, una
comida a la que siguiera todaaquella relumbrante sucesión de
impresiones que los Music Halls deaquellos días eran capaces de dar.
Era un plan benemérito que teníacomo finalidad borrar los más
superficiales estigmas delencarcelamiento con una exhibició
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de libertad, pero el segundo punto
del plan tuvo que modificarse. Lacomida se celebró, pero había ya udeseo más poderoso que el ansia dever shows, más eficaz en apartar dela mente del hombre la siniestra
preocupación con su pasado quecualquier teatro, y este deseo era,
en realidad, una enorme curiosidady perplejidad sobre el Alimento
Estrella y los niños del Estrella, esanueva portentosa raza de gigantes
que parecía dominar el mundo. —No conozco el intríngulis
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del asunto —dijo—. Estos niños me
obsesionan.Su hermano tuvo la suficientedelicadeza para dejar de lado la proyectada hospitalidad.
—La fiesta se hace en t
honor, muchacho —dijo—.Intentaremos entrar en el miti
monstruo que se celebra en elPalacio del Pueblo.
Por fin, el hombre reciésalido de presidio tuvo la suerte de
encontrarse metido como una cuñaen medio de una muchedumbre
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apretujada y mirando desde lejos u
pequeño estrado brillantementeiluminado, debajo de un órgano yuna galería. El organista habíaestado tocando algo que hizoresonar rítmicamente las botas de
los que iban entrando en la sala araudales, pero eso ya había
terminado.Apenas el hombre recié
salido del presidio había podidosentarse y empezar a discutir con u
impertinente caballero extranjeroque daba codazos a diestro y a
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siniestro, entró Caterham. Salió de
la penumbra hacia el centro delestrado, apareciendo como uinsignificante pigmeo, una figurillanegra con una pincelada de color derosa por cara —de perfil podía
verse su característica narizaquilina—, una pequeña figura que
iba levantando inexplicablementeuna salva de aplausos. Una salva de
aplausos que se inició a lo lejos,que aumentó en seguida de volume
y que se extendió por toda la sala.Al principio, se produjo en el
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estrado un minúsculo barboteo de
voces, que pronto cobraron ímpetcomo una llamarada de sonido,atravesando la masa humana enteraque había dentro y fuera deledificio. ¡Cómo aplaudieron...!
¡Hurra...! ¡Hurra! Nadie entre aquella mirada
aplaudía como el hombre salido de presidio. Las lágrimas le
resbalaban por la cara, y sólo dejóde aplaudir porque se atragantaba.
Tenéis que haber estado en la cárceltanto tiempo como él estuvo para
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que podáis comprender, incluso
empezar a comprender, lo quesignifica para un hombre dar riendasuelta a sus pulmones en medio deuna multitud. (Sin embargo, a pesar de todo, ni siquiera pretendió
hacerse creer a sí mismo que sabíael motivo de toda aquella emoción.)
¡Hurra...! ¡Oh, Dios mío...! ¡Hurra!Después se hizo un breve
silencio. Caterham había adoptadoun aire de paciencia, y unos
individuos estaban diciendo yhaciendo un sinfín de cosas serias e
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insignificantes. Era como si se
oyeran voces en medio del ruido delas hojas en la primavera. —Wawawawa...¿Qué importancia tenía? Los
del público se hablaban unos a
otros. —Wawawawa wa...
¿No acabaría nunca degesticular aquel tonto del pelo
entrecano? ¿Interrumpiendo? ¡Claroque estaban interrumpiendo!
—Wa, wa, wa, wa...¿Pero es que vamos a oír a
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Caterham mejor?
Mientras tanto, al menos los presentes podían contemplar aCaterham y podían estudiar lasfacciones del gran hombre, vistas auna perspectiva bastante lejana. Era
muy fácil caricaturizar a aquelindividuo, y el mundo entero podía
estudiarlo con toda facilidad en lostubos de lámpara, en los cromos
infantiles, en las medallas y las banderas Antialimento Estrella, e
el orillo de las sedas y algodonesmarca Caterham, y en los forros de
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los acreditados sombreros marca
Caterham. Caterham aparece etodas las caricaturas de la época.Se le ve vestido de marino al ladode un cañón anticuado y con u botafuego en la mano, con el
epígrafe «Nuevas leyes contra elAlimento Estrella», mientras en el
mar chapotea aquel monstruoenorme, feísimo y amenazador,
llamado Alimento Estrella. Tambiése le representa cap-a-pie, armado
con la cruz de San Jorge en elescudo y el yelmo, mientras u
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cobarde y titánico Caliban, sentado
en medio de inmundicias en laentrada de una horrenda cueva,rehúsa recoger su guantelete de los«Nuevos Decretos sobre elAlimento Estrella». A veces se lo
ve descender, como Perseo, pararescatar una encadenada y hermosa
Andrómeda (que lleva inscritaclaramente en su cinturón la palabra
«Civilización») de los despojoschapoteantes de un monstruo marino
que lleva en sus varios cuellos ygarras las inscripciones
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«Antirreligión», «Egoísmo
desenfrenado», «Mecanicismo»,«Monstruosidad» y cosas parecidas. Pero era como«Pulgarcito, el matador degigantes», que la imaginació
popular consideraba a Caterhamás correctamente representado, y
era en la vena de un «Pulgarcito, elmatador de gigantes», que el
hombre salido de presidioamplificaba aquella miniatura
distante.El «wawawawa» se
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interrumpió bruscamente.Ya está. Ya se sienta. ¡Sí! ¡No!
¡Sí! ¡Es Caterham! —¡Caterham! ¡Caterham! —Y
volvieron a resonar los aplausos.Tiene que haber una gra
multitud para que pueda hacerse usilencio como el que siguió a aquel
desorden de aplauso. Un hombresolo en el desierto... Es una quietud
muy especial, sin duda, pero él sesiente respirar, se siente mover,
siente toda clase de cosas. Aquí, loúnico que se oía era la voz de
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Caterham, una voz brillante y clara,como una lucecita ardiendo en unicho de terciopelo negro.¡Escuchad escuchad! Se lo oíacomo si estuviera hablando junto auno.
Aquello resultóestupendamente efectivo para el
hombre recién salido de la cárcel,dentro de un halo de exquisitos y
temblorosos sonidos. Detrás delhalo, eclipsados en parte, estaba
sentados en el estrado los partidarios, y en primer término se
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extendía una vastísima perspectivade innumerables espaldas y perfiles, una grandiosa multitudatenta. Aquella figurilla parecíahaber absorbido la sustancia detodos los asistentes al acto.
Caterham habló de nuestrasantiguas instituciones.
—¡Oídoídoid! —bramaba lamuchedumbre.
—¡Oíd! ¡Oíd! —exclamaba elhombre recién salido de presidio.
El orador hablaba de nuestroantiguo espíritu de orden y justicia.
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—¡Oídoídoíd! —bramaba lamuchedumbre.
—¡Oíd! ¡Oíd! —gritaba elhombre recién salido de la cárcel,hondamente conmovido.
Caterham habló luego de la
sabiduría de nuestros antepasados,del lento desarrollo de venerables
instituciones de tradiciones moralesy sociales que se adaptaban como
un guante a las característicasnacionales inglesas.
—¡Oíd! ¡Oíd! —gemía elhombre recién salido de presidio,
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con lágrimas de excitación en lasmejillas.
Y el orador seguía diciendoque todas estas cosas se nos iban delas manos. ¡Sí, se nos iban de lasmanos! Porque tres hombres de
Londres habían tenido la idea,veinte años atrás, de hacer una
mixtura indescriptible y ponerladentro de una botella, todo el orde
y la santidad de las cosas...Se oyeron gritos:
—¡No! ¡No! —Bueno, pues —siguió
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diciendo el orador—, las cosas no pueden continuar así, y es necesariodespedirse de toda vacilación, esnecesario hacer acopio de fuerzas...
Aquí se dejó sentir una ráfagade aplausos. Debían despedirse de
toda vacilación, debían prescindir de las medias tintas. —Hemos oído
decir, caballeros —grito Caterha, de ortigas que se transforman e
ortigas gigantes. Al principio noson nada diferentes de las otras
ortigas... Pequeñas plantas que couna mano firme se pueden coger y
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arrancar, pero si se las dejacrecer... si se las deja crecer, sedesarrollan con un poder tavenenoso, que al final se necesita elhacha y la soga, se necesitaesfuerzos, trabajos y disgustos...
Han perecido muchos hombres en latala de las ortigas, otros hombres
pueden perecer por el mismoconcepto...
Hubo un revuelo y unainterrupción y después el hombre
recién salido de presidio oyó denuevo la voz de Caterha
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resonando clara y recia: —¡Aprended lo del Alimento
Estrella del mismo AlimentoEstrella, y coged la ortiga antes de
que sea demasiado tarde! —Calló y
se secó los labios.
—¡Claro como el cristal! — gritó alguien—. ¡Claro como el
cristal!Y entonces volvió a oírse
aquel extraño rumor creciendorápidamente hasta llegar a ser u
tonante tumulto, tanto, que parecíaque el mundo entero estuviese
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aplaudiendo...El hombre recién liberado
salió por último de la sala,maravillosamente agitado y co
aquellas señales inconfundibles eel rostro propias del que ha tenido
una visión. Él ya sabía y todo elmundo sabía. Sus ideas ya no era
vagas. Había vuelto a un mundo ecrisis, a la inmediata decisión de
una solución estupenda. Debía jugar su parte en el gran conflicto como
un hombre... un hombre libre yresponsable. El antagonismo se le
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representó como una imagen. Por ulado aquellas figuras gigantescas,contentas de sí mismas, cubiertas decota de malla, que había visto por
la mañana —que ahora podíacontemplar bajo una luz diferente
, y por otro lado, aquella figurillavestida de negro gesticulando bajo
la luz de las candilejas, aquel pigmeo con su ordenado raudal de
melodiosa persuasión, con svocecilla penetrante, JohCaterharn... «Pulgarcito, el matador de gigantes». Todos debían unirse
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para «coger la ortiga» antes de quefuera «demasiado tarde».
III
De todos los niños que habíatomado el Alimento de los Dioses,
los más altos, más fuertes y másobservados eran los tres hijos de
Cossar. La milla aproximada deterreno, cerca de Sevenoaks, donde
transcurrieran sus infancias yadolescencias, quedó tan surcadade trincheras, tan excavada y taretorcida, tan sembrada de
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cobertizos y enormes modelosmecánicos y de los juegos de sus potencialidades en vías dedesarrollo, que no se parecía a
ningún otro sitio de la tierra. Y yahacía mucho tiempo que había
empezado a ser pequeño para todolo que ellos intentaban hacer. El
mayor de los hijos era un gra proyectista de máquinas con ruedas.
Se había construido una especie de bicicleta gigante que no cabía eninguna carretera del mundo nihabía puente que la pudiera
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aguantar. Y allí se había quedadoaquella gran máquina de ruedas ymecanismos, capaz de hacer doscientas cincuenta millas por
hora, excepto en los momentos eque su inventor se decidía a montar
en ella para ir adelante y atrás, emedio de aquel patio de trabajo,
lleno de estorbos por todas partes.Tenía la intención de dar una
vueltecita por el pequeño mundocon aquel trasto y lo habíaconstruido con esta intención,mientras no era más que u
h h ll d h
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muchacho lleno de ensueños. Ahoralos radios de las ruedas corroídos por la herrumbre y las manchas parecían heridas en todos los sitios
donde el esmalte había saltado. —Tendrás que hacer primero
una carretera para la bicicleta, hijole había dicho Cossar—. De lo
contrario, dudo que puedas irte por ahí.
Así, pues, un buen día, eloven gigante y sus hermanos se pusieron a trabajar para hacer unacarretera que diera la vuelta al
d P i i
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mundo. Parece que era inminente uconato de oposición, y ellos sehabían puesto a trabajar con notablevigor. La gente los descubrió muy
pronto construyendo aquellacarretera: varias millas ya
niveladas, comprimidas yterminadas. Una ingente
muchedumbre de excitadosindividuos, terratenientes,
corredores de tierras, autoridadeslocales, abogados, policías y hastasoldados, se opuso a quecontinuaran su labor.
E h i d
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—Estamos haciendo unacarretera —explicó el mayor de loschicos.
—Hagan las carreteras que
quieran —dijo el principal letradode los que allí había—, pero haga
el favor de respetar los derechosajenos. Hasta ahora ya ha
infringido los derechos privados deveintisiete diferentes propietarios,
eso sin contar la propiedad y los privilegios especiales de la Juntadel Distrito Urbano, nueveConcejos parroquiales, una
Di t ió i i l d
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Diputación provincial, dosCompañías del gas y una Compañíaferroviaria...
—¡Demonios! —dijo el mayor
de los chicos Cossar. —Tendrán ustedes que
desistir... —Pero, ¿no quieren ustedes
tener una buena carretera recta elugar de esos asquerosos senderos
llenos de surcos y de hoyos? —No diré que no sea muyventajosa, pero...
—No hay que hacerlo —dijo
l d l C i d
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el mayor de los Cossar recogiendosus herramientas.
—De este modo, no —dijo elletrado—. En absoluto.
—¿Pues cómo hay quehacerlo?
La respuesta del abogado principal fue complicada y vaga.
Cossar había ido a ver latravesura que sus hijos había
hecho y los recriminó severamente, pero se echó a reír a carcajadas y pareció sentirse muy dichoso con elincidente.
M h h d béi
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—Muchachos, debéis esperar aún algún tiempo antes de poder hacer cosas como ésta —gritómirando hacia arriba.
—El abogado nos ha dichoque debemos empezar por preparar
un plan y obtener autorizacióespecial y toda una serie de
monsergas... Dice que tardaremosaños...
—Tendremos un plan antes de poco, hijito —gritó Cossar haciendo bocina con las manos—,no tengas miedo. Por ahora vale
más que juguéis y hagáis modelos
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más que juguéis y hagáis modelosde las cosas que pensáis hacer. Másadelante todo se arreglará.
Ellos hicieron lo que Cossar
decía, como hijos obedientes.Pero, a pesar de todo,
refunfuñaron un poco. —Está muy bien —dijo el
mediano al mayor—, pero noquiero estar siempre jugando y
haciendo planes. Quiero hacer algoreal, ¿sabes? No hemos venido aeste mundo fuertes como somossólo para jugar en esta porquería de
terreno tan pequeño y pasear y no
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terreno tan pequeño, y pasear, y noacercarnos a los pueblos... Nohacer nada está mal. ¿No podríamosencontrar algo que la gente pequeña
deseara que se realizase parahacérselo nosotros, para
divertirnos...?«Muchos viven en casas
inhabitables. Construyámosles unacasa cerca de Londres, una casa que
pueda contener montones y másmontones de esa gente, y seacómoda y bonita, y hagámosles unahermosa carretera que los conduzca
hacia donde tienen que ir a hacer
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hacia donde tienen que ir a hacer sus negocios... un bonito y rectocamino, y procurar que sea lo más bonito posible. Se lo dejaremos
todo tan limpio y precioso, queninguno de ellos podrá ya vivir de
este modo asqueroso como viveahora. Que haya agua suficiente
para que todos puedan lavarse, esoes lo que haremos, porque, ¿sabes?,
son tan sucios ahora que de cadadiez casas, nueve no tienen baño.¡Pequeños zorrinos hediondos! Ysabes que los que tienen baño
escupen insultos a los que no lo
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escupen insultos a los que no lotienen, en lugar de ayudarles atenerlo..., y los llaman el GraPopulacho... Ya lo sabes. Nosotros
modificaremos todo eso. Y haremosque la electricidad alumbre, cocine
y limpie para ellos, para todos.¡Qué raro! ¡Hacen que sus mujeres,
mujeres que van a ser madres, searrastren por los suelos para
fregarlos...!«Podríamos hermosearlo todo.Podríamos construir un graedificio para generar la electricidad
y todo quedaría sencillamente
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y todo quedaría sencillamente precioso. ¿No es cierto...? Yentonces, tal vez nos dejarían hacer otras cosas.
—Sí —dijo el hermano mayor , podríamos hacerlo todo y muy
bonito, además. —Entonces, hagámoslo —
repuso el mediano. —¡Pues adelante! —gritó el
hermano mayor buscando unaherramienta a propósito.Y aquello produjo otra
espantosa trifulca.
Al momento acudiero
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Al momento acudieroagitadas multitudes diciéndoles que parasen por un sinfín de razones,diciéndoles también que parasen si
motivo ni razón alguna, multitudes balbucientes, confusas y variadas.
Aquel edificio que construían erademasiado alto: no tenía garantía
alguna de estabilidad. Era feo;impediría que se pudieran alquilar
las casas vecinas de tamañonormal; echaba a perder la línea del barrio; no era de buen vecino; eracontrario al Reglamento de
Edificación Local; infringía el
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Edificación Local; infringía elderecho de las autoridades localesde imponer la distribución de unaenergía eléctrica propia,
insuficiente y cara; y, por último, perjudicaba los intereses de la
Compañía local del agua.Los funcionarios del
Municipio se despabilaron ante la posibilidad de ejercer una
obstrucción judicial. El abogadoreapareció representando unadocena de intereses amenazados;terratenientes locales apareciero
en oposición; personas co
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en oposición; personas coderechos misteriosos reclamaroindemnizaciones exorbitantes;sindicatos del ramo de la
construcción alzaron sus vocescolectivas; un grupo de tratantes de
toda clase de material para laconstrucción se transformó en una
barrera infranqueable.Asociaciones extraordinarias de
personas con visiones proféticas delos horrores estéticos se agruparo para proteger el paisaje del lugar donde había la intención de
embalsar el río.
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embalsar el río.Estos últimos individuos era
absolutamente los más burros,según los chicos Cossar. Aquella
hermosa vivienda proyectada por ellos fue algo así como un bastón e
medio de un avispero. —¡Nunca lo hubiese creído!
exclamó el mayor de los Cossar. —¡No podemos continuar! —
lamentó el segundo. —¡Son unos animalesindecentes! —protestó el menor delos hermanos—. ¿Es que no van a
dejarnos hacer nada?
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dejarnos hacer nada? —Aunque sea por su propia
comodidad... ¡Y una casa tan bonitacomo les habríamos hecho!
—Parece que se pasan la vida,sus necias vidas insignificantes, e
molestar al prójimo —dijo el chicomayor—. Derechos y leyes y
reglamentos y granjerías, igual queun juego chino... Bueno, sea como
sea, tendrán que vivir en suscasuchas repugnantes, sucias ydisparatadas durante algún tiempotodavía. Es evidente que no
podemos continuar nuestra obra.
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pY los chicos Cossar dejaro
aquella gran casa sin terminar, merohoyo de cimientos y el comienzo de
una pared, y se volvieron,malhumorados, a su gran recinto. Al
cabo de un cierto tiempo el hoyo sellenó de agua y con elementos
estancados, hierbas y sabandijas, yel Alimento, ya fuese echado allí
por los hijos de Cossar, ya viniera a parar allí como polvo impelido por el viento, empezó a desarrollar todala materia viviente a su modo
habitual. Ratas de agua invadiero
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gel país causando muchos daños, yun día un campesino encontró a suscerdos bebiendo de aquella agua e
instantáneamente y con gra presencia de ánimo —porque sabía
lo del gran puerco de Oakham— lossacrificó a todos. Y de aquel
profundo estanque fue de dondesalieron los mosquitos, unos
mosquitos terribles, cuya únicavirtud consistió en que los hijos deCossar, después de haber sido picados por ellos, no pudiero
sufrirlo más, y aprovechando una
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, y pnoche de luna, cuando la ley y elorden dormían, abrieron un canal ydirigieron el agua hacia el río, por
Brook.Pero dejaron los grandes
hierbajos y las grandes ratas deagua y toda suerte de cosas enormes
e indeseables que vivían y secriaban en el sitio que había
escogido, el mismo sitio donde elhermoso edificio para la gente pequeña podía haberse elevadohasta el cielo...
IV
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Esto había ocurrido en la niñezde los Hijos, pero ahora eran ya
casi hombres. Y las cadenas habíaestado oprimiéndoles más y más, a
medida que transcurrían los años decrecimiento. Año tras año, a
medida que iban creciendo y elAlimento se diseminaba, y las cosas
grandes iban multiplicándose, laviolencia y la tensión aumentaban.El Alimento había sido en el principio, para la masa del pueblo,
una maravilla distante, y ahora ya
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penetraba por el umbral decualquier casa, amenazador, presionando y deformando el orde
vital. Obstruía esto, trastornabaaquello, cambiaba los productos
naturales y al cambiarlos hacíainútiles los empleos y dejaba a
centenares de miles de personas sitrabajo. Además, traspasaba límites
y fronteras y transformaba el mundodel comercio en un mundo decataclismos, nada tiene, pues deextraño que la humanidad lo
aborreciera.
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Y como es más fácil aborrecer las cosas animadas que lasinanimadas, a los animales más que
a las plantas y a los seres humanosmás que a los animales, el miedo y
las molestias engendrados por lasortigas gigantes y por las hojas de
hierba de dos metros, por losespantosos insectos y por las
sabandijas que parecían tigres, fueacumulándose en un gran rencor queapuntaba directamente a aquella banda dispersa de enormes seres
humanos, los Niños del Alimento.
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Aquel odio había llegado a ser lafuerza central en cuestiones políticas. Las antiguas directrices
de los partidos habían sido negadasy borradas del todo ante la
insistencia de aquellos nuevos problemas y el conflicto estaba
ahora entre el partido de loscontemporizadores, que sostenían la
opinión de que se tenía que confiar a muy pocos políticos el control yla regulación del Alimento, y el partido de la reacción por el que
hablaba Caterham, siempre con la
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más siniestra ambigüedad,cristalizando sus intenciones primero en una frase amenazadora y
después en otra, como, por ejemplo,que se debía «evitar el crecimiento
desmedido de la zarza», o descubrir «la curación de la elefantiasis», y
por fin, en vísperas de la elección,«arrancar las ortigas».
Un buen día, los tres hijos deCossar, que ya no eran niños sinohombres, se hallaban sentados emedio de sus fútiles trabajos,
conversando a su manera de todas
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estas cosas. Habían estadotrabajando todo el día en una seriede grandes y complicadas
trincheras que su padre les había pedido que hicieran, y estando el
sol ya en el ocaso se habían sentadoen el reducido espacio destinado a
ardín que había ante la gran casa ymiraban al mundo mientras
descansaban esperando que losdiminutos servidores de la casa lesdijeran que su comida estaba a punto. Debéis imaginaros estas
enormes figuras, la menor de ellas
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de doce metros de estatura,reclinándose sobre un pedazo decésped que a un hombre corriente le
habría parecido un rastrojo decañas. Uno de ellos se había
incorporado y se quitaba la tierrade las enormes botas con una viga
de hierro que tenía agarrada couna mano, el segundo se apoyaba e
el codo y el tercero desbastaba u pino, lo cual impregnaba el aire coolor a resina. Iban vestidos, no detela, pues los trajes interiores era
de soga entretejida y los vestidosi d l b d l i i
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exteriores de alambre de aluminioafelpado. Iban calzados de maderay hierro, y los gemelos, botones y
cinturones de sus trajes eran deacero plateado. La gran casa de una
sola planta en que vivían, egipcia por su solidez, era mitad de
monstruosos bloques de greda y laotra mitad excavada en la roca viva
de la colina. Tenía sus buenostreinta metros de altura vista desdesu fachada, y vista por su partetrasera, las chimeneas, las ruedas,
las grúas y las techumbres de susb i d b j d b
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cobertizos de trabajo se destacabamaravillosamente contra el cielo. Através de una ventana circular de la
casa se hacía visible un caño por donde se vertía cierto metal fundido
al rojo blanco, goteandocontinuamente en gotas regulares
para caer en un receptáculo fueradel alcance de la vista. Aquel sitio
estaba cercado y someramentefortificado con monstruosos taludesde tierra reforzados con acero tanto por encima de la cumbre de la
colina, como abajo, en la depresiód l ll S i b l d
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del valle. Se necesitaba algo detamaño corriente para poder comparar la escala. El tren que
venía resollando de Sevenoaks,atravesando su campo visual y
hundiéndose de inmediato en eltúnel, parecía, en comparación co
todas aquellas obras, un pequeñouguete automático.
—Nos han prohibido el paso por todos estos bosques de la partede acá de Ightham —dijo uno de loschicos—. Y el letrero que estaba e
Knockholt lo han trasladado de dosill h i á
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millas hacia acá.
—Es lo menos que podíahacer —dijo el más joven, después
de una pausa—. Intentan quitarleargumentos a los pretextos de
Caterham. —Lo cual no es suficiente y es
demasiado para nosotros. —Quieren aislarnos del
Hermano Redwood. La última vezque fui a verlo, los letreros rojos sehabían adelantado alrededor de unamilla por ambos lados. El camino
que nos conduce a él por la colinad á t
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ya no es nada más que un angosto
vericueto.El que hablaba se calló
reflexionando y añadió: —¿Qué le ha pasado a nuestro
Hermano Redwood? —¿Por qué? —preguntó el
hermano mayor.El otro cortó una rama de s pino.
—Estaba como si no estuviesedel todo despierto. No parecióescuchar lo que yo tenía que
decirle. Y dijo algo de... amor.El á j l ó
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El más joven golpeó con s
viga el borde de la suela de hierro yse echó a reír.
—El Hermano Redwoodsueña —dijo. Nadie habló durante
un rato. Luego el hermano mayor repuso:
—Este modo de encerrarnoscada vez más no se puede soportar.Al final, estoy seguro de que van atrazar un círculo alrededor denuestras botas y nos dirán quevivamos allí dentro. El hermano
mediano barrió con la mano umontón de ramas de pino y cambió
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montón de ramas de pino y cambió
de actitud. —Lo que hacen ahora no es
nada comparado con lo que harácuando Caterham esté en el poder.
—Si es que llega al poder — dijo el hermano menor aporreando
el suelo con la viga. —¡Llegará! —murmuró elmayor mirándose los pies. Elhermano mediano cesó dedesmochar la rama de pino y susmiradas se dirigieron a los grandes
taludes que les protegían a todo salrededor
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alrededor.
—Entonces, hermanos —dijo, nuestra juventud ha terminado, y
tal como nos dijo hace tiempo elPadre Redwood debemos portarnos
como hombres. —Sí —convino el hermano
mayor—. Pero, ¿qué significa eso?¿Qué quiere decir... cuando llegueel día de la aflicción?
Miró a su vez, aquellas rudas yextensas indicaciones deatrincheramientos a su alrededor,
mirando más que a ellas, a travésde ellas por encima de los montes
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de ellas, por encima de los montes,
las multitudes del otro lado. Unaidea del mismo género pasó por las
mentes de los tres: una visión degente pequeña lanzándose a la
guerra, una inundación de gente pequeña inagotable, incesante,
maligna... —Son muy pequeños —dijo elhermano menor—, pero son taincontables como las arenas delmar.
—Tienen armas... Tienen el
armamento que han fabricadonuestros Hermanos de Sunderland
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nuestros Hermanos de Sunderland.
—Además, hermanos, siexceptuamos los bichos y los
pequeños accidentes con algunamala bestia, ¿qué sabemos nosotros
lo que es matar? —Lo sé —aprobó el hermano
mayor—. Y por todo esto... somoslo que somos. Cuando llegue el díade la aflicción tendremos que hacer lo que debamos.
Cerró de golpe su cortaplumasla hoja era larga como un hombre
y utilizó su nuevo báculo de pinopara levantarse Se volvió hacia la
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para levantarse. Se volvió hacia la
inmensidad gris y achaparrada de lacasa. Al levantarse, un rayo
carmíneo del sol poniente se reflejóen la malla y los cierres del cuello
y en el metal tejido de los brazos, ya los ojos de su hermano pareció
como si de repente se hubiesecubierto de sangre...Al levantarse, el joven gigante
vio una figurilla negra destacándoseen la incandescencia del ocaso,encima del talud que se erguía en lo
alto de la colina. Las negrasextremidades hacían torpes
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extremidades hacían torpes
aspavientos. Algo indescriptibleque había en el modo de gesticular
indicaba prisa en la mente del jovegigante, que hizo voltear su tranca
de pino y llenó el valle con u potente:
—¡Atención...! Pasa algo.Y echó a andar para recibir yayudar a su padre.
V
Dio la casualidad de que otro
oven que no era ningún gigante ibadescargando sus ideas sobre los
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descargando sus ideas sobre los
hijos de Cossar, precisamente almismo tiempo. Procedía del otro
lado de las colinas, de más allá deSevenoaks, y venía con un amigo
suyo. Era éste a quien hablaba. Y alo largo del seto habían oído u
lastimero piar y habían intervenido para salvar a tres pavos del ataquede un par de hormigas gigantes. Fueaquella aventura lo que inició laconversación.
—¡Reaccionario! —dijo el
oven al llegar al campamento delos Cossar— ¿Quién no sería
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los Cossar . ¿Quién no sería
reaccionario ante esto? ¡Mira aquelcuadro de terreno, aquel espacio de
la tierra de Dios, que en otrotiempo fue agradable y hermoso, y
ahora desgarrado, mancillado,destripado! ¡Esos cobertizos!
¡Aquel gran molino de viento!¡Aquella monstruosa máquina coruedas! ¡Aquellos diques! ¡Miraesos tres monstruos aquí sentadosconspirando para llevar a cabo
alguna treta infernal ¡Mira... mira
toda esta tierra!Su amigo lo escrutó fijamente.
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Su amigo lo escrutó fijamente.
—Has estado escuchando aCaterham —dijo.
—¡Usando los ojos! Mirandoun poco hacia la paz y el orden del
pasado que estamos dejando atrás.Este repugnante Alimento es la
última forma que ha adoptado eldiablo, empeñado como siempre ela ruina de nuestro mundo. ¡Piensaen lo que debió de ser el mundoantes de nuestra época, lo que era
todavía cuando nuestras madres nos
echaron al mundo, y míralo ahora!¡Piensa cómo sonreían antes estas
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¡Piensa cómo sonreían antes estas
laderas bajo la dorada cosecha,cómo los setos, llenos de florecillas
olorosas, dividían la modesta proporción de este hombre de la de
aquel otro, cómo las rojizas granjasy cortijos punteaban el paisaje y
cómo la voz de las campanas de laiglesia, desde aquel lejanocampanario que se ve desde aquí,inundaba el valle entero todos losdomingos en la plegaria dominical!
Y ahora, cada año aún más que el
anterior, más y más hierbajosmonstruosos, sabandijas
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, j
monstruosas y esos gigantes quecrecen y crecen por encima de
nosotros, extendiéndose por encimade nosotros, chocando contra todo
lo sutil y sagrado de nuestromundo...
¡Mira!Señaló hacia un puntodeterminado, y los ojos de su amigosiguieron la línea indicada por sdedo.
—¡Una de sus huellas! ¿Ves?
Ha profundizado casi un metro. Esun peligro latente para caballos y
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p g p y
inetes, una trampa para incautos.Hay un rosal silvestre tronchado, la
hierba arrancada, una cardencha pisoteada, una acequia de granjero
rota y el borde del camino hundidoy estropeado. ¡Destrucción! Esto es
lo que están haciendo por todo elmundo, destrozar el orden y ladecencia que el mundo de loshombres ha hecho. Pisotearlo todo.¡Reacción! ¿Qué otra cosa?
—Pero... reacción al fin. ¿Qué
piensas hacer? —¡Acabarlo! —exclamó el
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¡
oven procedente de Oxford—.Antes de que sea demasiado tarde.
—Pero... —No es imposible —exclamó
el joven elevando el tono de la voz. Queremos mano firme,
queremos el plan sutil y la menteresolutiva. Hemos sido tímidos ydébiles, hemos jugueteado ycontemporizado y el Alimento haido creciendo más y más. Y, no
obstante, todavía...
Se calló un momento. —Eso es un eco de Caterha
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dijo su amigo. —Aún ahora hay esperanzas...,
esperanzas abundantes, con tal queestemos seguros de lo que
queremos y de lo que nos proponemos destruir. La masa del
pueblo está con nosotros,muchísimo más de lo que lo estabahace unos años. La ley está conosotros, la constitución y el ordede la sociedad, el espíritu de las
religiones oficiales, las costumbres
y los hábitos del género humanoestán con nosotros y en contra del
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Alimento. ¿Por qué razódeberíamos contemporizar? ¿Por
qué razón tenemos que mentir?Aborrecemos todo eso, no lo
queremos. ¿Por qué, pues, tenemosque soportarlo? ¿Intentas quedarte
ahí gimiendo, en obstrucció pasiva, y nada más hasta que noquede un grano de arena en el relojde nuestra vida?
Se calló de nuevo y, dando
media vuelta, prosiguió:
—¡Mira aquel soto de ortigasallí! ¡En medio de ellas hay
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hogares... abandonados... donde eotro tiempo las familias de hombres
sencillos dejaron que transcurrierasus vidas honradas...!
Y después de una breve pausa,añadió dando media vuelta y
señalando el sitio donde los Cossar estaban murmurando otro de susagravios:
—¡Míralos! Y yo conozco a s padre, un bruto, una especie de
bestia con un vozarrón intolerable,
una especie de salvaje caminando por nuestro mundo, demasiado
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magnánimo, durante más de treintaaños. ¡Un ingeniero! Para él todo lo
que para nosotros es querido ysagrado, nada representa. ¡Nada!
Las espléndidas tradiciones denuestra raza y de nuestro terruño,
sus nobles instituciones, el orden, laamplia y lenta marcha de precedente en precedente que hahecho la grandeza de nuestro puebloinglés y la libertad de esta soleada
isla..., todo eso para él son cuentos
ociosos, dichos y olvidados.Cualquier paparrucha sobre el
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futuro vale más para él que todasestas cosas sagradas... Es ese tipo
de hombre que no vacilaría ehacer pasar los ramales del tranvía
sobre la tumba de su madre sicreyera que el trayecto salía más
barato... ¡Y aún piensas econtemporizar, en buscar algunafórmula de compromiso que te permita vivir a tu modo mientrasesa —esa maquinaria— vive en el
suyo! Te digo que no hay remedio...,
no hay remedio. ¡Sería lo mismoque hacer un tratado con un tigre!
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Ellos quieren que las cosas seagrandes y monstruosas... y nosotros
queremos que sean normales yagradables. O lo uno o lo otro.
—Pero, ¿qué puedes hacer tú? —¡Mucho! ¡Todo! ¡Suprimir el
Alimento! Estos gigantes estátodavía dispersos, todavía soinmaduros y se hallan desunidos.Encadenarlos, amordazarlos,silenciarlos. Detenerlos a cualquier
precio. ¡Es su mundo o el nuestro!
¡Acaba con el Alimento!¡Encarcelar a los que lo fabrican!
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¡Hacer algo para parar a Cossar!o parece que recuerdes que basta
una generación, una sola generacióque aguante y luego... Luego
podríamos nivelar esos terraplenes,rellenar sus huellas, quitar esas
feísimas sirenas de loscampanarios, destruir todosnuestros cañones elefantiásicos yvolver nuestras miradas otra vezhacia el antiguo orden de cosas,
hacia nuestra jugosa civilizació
antigua para la que está adaptada elalma del hombre. —Eso sería u
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tremendo esfuerzo. —Para un fin tremendo. ¿Y si
no lo hacemos así? ¿No ves el panorama que nos espera tan claro
como la luz del día? Los gigantesirán creciendo y multiplicándose
por todas partes. En todas partesfabricarán y esparcirán el Alimento.La hierba se agigantará en nuestroscampos, los hierbajos en nuestrosactos y vallados, los bichos en los
matorrales y los ratones en los
albañales. Más, y más y más... Estoes sólo el comienzo. El mundo de
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los insectos se levantará contranosotros, lo mismo que el mundo de
las plantas, y hasta los mismos peces del mar harán embarrancar y
zozobrar nuestros barcos. Unatremenda vegetación oscurecerá y
ocultará nuestras casas, sofocaránuestras iglesias, arruinará ydestruirá todo el orden de nuestrasciudades, y nosotros no seremos yamás que unos débiles bicharracos
bajo los talones de la nueva raza.
¡El género humano se hundirá y seahogará en sus propios engendros!
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¡Y todo por nada! ¡Tamaño! ¡Simpletamaño! Engrandecimiento y da
capo. Estamos buscando nuestro propio camino entre los comienzos
de la nueva era. Y todo lo quehacemos es exclamar: «¡Qué
inconveniente...!» Refunfuñamos yno hacemos nada. ¡No! Levantó lamano y prosiguió:
—¡Dejémosles que hagan loque tiene que hacer! De acuerdo. Yo
soy partidario de la reacción, de
una reacción liberal e intrépida. Amenos que tú también intentes tomar
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este Alimento. ¿Qué otra cosa se puede hacer en el mundo entero?
Hemos estado entreteniéndonos comedias tintas durante demasiado
tiempo. Entretenerte con mediastintas es tu costumbre, tu círculo de
existencia, tu espacio y tiempo.¡Pero yo no! ¡Yo estoy contra elAlimento, con todas mis fuerzas ymi voluntad estoy contra elAlimento!
Se volvió a su compañero al
oír el gruñido de discrepancia coque acogió su perorata.
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—Y tú, ¿dónde estás? —Es un asunto muy
complicado... —¡Oh...! ¡Vas a la deriva! —
gritó el joven procedente deOxford, muy acerbadamente,
haciendo grandes aspavientos—.Las medias tintas son la nada. Tieneque ser una cosa u otra Comer odestruir. ¡Comer o destruir! ¿Quéotra cosa se puede hacer?
CAPÍTULO DOS - LOS
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AMANTES GIGANTES
I
Pero dio la casualidad de que,
en aquellos días en que Caterhaestaba haciendo campaña continua
los niños del Alimento Estrella,antes de las elecciones generalesque, en medio de las circunstanciasmás trágicas y terribles, debía
llevarse al poder, aquella princesagigante, aquella Serenísima Alteza,
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cuya nutrición en su más tiernainfancia había jugado un papel ta
importante en la brillante carreradel doctor Winkles, había llegado a
Inglaterra desde el reino de s padre para algo muy importante.
Estaba prometida, por razones deEstado, con cierto príncipe... y la boda tenía que manifestarse comoun acontecimiento de grasignificación internacional. Pero
habían surgido misteriosos
aplazamientos. El Rumor y laImaginación colaboraron en la
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historia y se dijeron muchas cosas.Hubo rumores de que el príncipe
había declarado que no quería quele tomasen el pelo, por lo menos
hasta aquel extremo. El pueblosimpatizaba con él. Este es el
aspecto más importante del asunto.Ahora bien, por extraño que parezca, es un hecho que la princesa gigante ignoraba eabsoluto la existencia de otros
gigantes, hasta que llegó a
Inglaterra. Había vivido en umundo donde el tacto constituye
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casi una pasión, y la reserva, laatmósfera en que se vive. Le había
ocultado este hecho, la habíaaislado de la vista e incluso de la
sospecha de toda forma gigantescahasta que se cumpliera la fecha
señalada para su viaje a Inglaterra.Hasta que vio al hijo de Redwoodno tuvo la menor idea de quehubiera en el mundo otro gigante.
En el reino del padre de la
princesa había grandes altiplanicies
yermas y montañas baldías dondeella se había acostumbrado a vagar
lib b l lid l
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libremente. Le gustaba la salida y la puesta del sol y todo el gra
espectáculo del firmamento, pero alhallarse entre un pueblo antaño ta
democrático y tan vehementementeleal como el inglés, su libertad
quedó muy restringida. La genteacudía a verla en carricoches, etrenes de excursión, en multitudesorganizadas. Millares de personasrecorrieron largas distancias e
bicicleta para poder contemplarla,
y la princesa tenía que levantarsemuy temprano si quería poder
E ú
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pasear en paz. Era aún muy cercadel alba aquel día en que el jove
Redwood se encontró con ella.El Gran Parque contiguo al
palacio donde ella vivía se extendíaen una longitud de más de veinte
millas hacia el oeste y el sur. Loscastaños de sus avenidas se alzaba por encima de la cabeza de la princesa. Cada uno de los castañosal pasar ella por delante parecía
ofrecerle una riqueza más
abundante de flores que el árbolanterior. Durante un buen rato se
f ó l i t l l d
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conformó con la vista y el olor delos capullos, pero al final quedó
vencida por tantos ofrecimientos yse puso a coger tantas flores que no
se dio cuenta de la presencia deloven Redwood hasta que éste
estuvo muy cerca.Ella seguía andando por entrelos castaños, con el amante que ledeparaba el destino acercándosecada vez más, imprevisto,
insospechado. Metió las manos por
entre las ramas, quebrándolas yreuniéndolas en un ramo. Estaba
l l d E t
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sola en el mundo. Entonces...Levantó la vista y en el acto se
encontró con su pareja. Necesitamos ahora poner
nuestra imaginación en la estaturade él para ver la belleza que él vio.
Aquella inaccesible grandiosidadque impide nuestra inmediatasimpatía hacia ella, no existía paraél. Allí había una graciosamuchacha, la primera persona que
podía parecerle una pareja
adecuada.Ágil y esbelta, ligeramente
tid l f b i t ti
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vestida, con la fresca brisa matutinamoldeándole los sutiles pliegues de
la ropa sobre las líneas suaves yfirmes de sus formas, y con una gra
masa de floridos ramos de castañoen sus manos. El escote de su trajedejaba ver la blancura de sgarganta y una suave redondezsombreada que se perdía de vistahacia los hombros. La brisa lehabía descompuesto unas hebras de
sus cabellos castaños con ribetes
rojizos, que le rozaban la mejilla.Tenía los ojos azules y grandes, y
l bi d b l
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sus labios descansaban en la promesa de una sonrisa... mientras
estiraba el cuerpo entre las ramas.La joven se volvió hacia el
recién llegado con sobresalto, lovio y durante unos momentos permanecieron los dos mirándose.Para ella, la presencia de aqueloven fue tan asombrosa, ta
increíble, que durante unos instantesal menos llegó a ser terrible. Él se
acercó con la profunda sorpresa
causada por una apariciósobrenatural; rompía todas las leyes
establecidas en el mundo de ella
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establecidas en el mundo de ella.Era el joven entonces un muchacho
de veintiún años, esbelto, con lamisma tez morena y la misma
gravedad de su padre. Iba vestidocon ropas de sobrio y blando cuero,muy bien cortadas, que le daban uaspecto muy gallardo. Llevaba lacabeza descubierta en toda ocasión.Quedaron contemplándose; ellaincrédulamente asombrada y él co
su corazón latiendo
desacompasadamente. Fue umomento sin preludio, el encuentro
cardinal de sus vidas
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cardinal de sus vidas.Para él la sorpresa fue menor.
La había estado buscando y, noobstante, su corazón latía con gra
rapidez. Se acercó a ella, despacio,con los ojos fijos en su semblante. —Tú eres la princesa —dijo
. Mi padre me lo ha dicho. Eresla princesa a que le dieron elAlimento de los Dioses.
—Soy la princesa, sí —dijo
ella, con los ojos abiertos de
asombro—. Pero, ¿tú quién eres? —Soy el hijo del descubridor
del Alimento de los Dioses
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del Alimento de los Dioses. —¿El Alimento de los Dioses?
—Sí, el Alimento de losDioses.
—Pero...Su semblante expresaba una perplejidad infinita.
—¿Qué es eso...? Nocomprendo. ¿El Alimento de losDioses?
—¿No has oído hablar de él?
—¿Del Alimento de los
Dioses? ¡No! —La princesa se pusoa temblar violentamente. El color
huyó de su rostro No sé nada
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huyó de su rostro.— No sé nada — dijo—. ¿Quieres decir...?
—¿No lo sabías? —repitió él.Y ella contestó con asombro
por el descubrimiento: —¡No!El mundo entero y todo el
significado del mundo estabasufriendo un cambio para ella. Unarama de castaño se deslizó de smano.
—¿Quieres decir que hay otros
gigantes en el mundo? — repitióestúpidamente—. ¿Qué alguna clase
de alimento ?
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de alimento...?Él se convenció de la
sinceridad del asombro de la joven. —Pero, ¿no sabes nada? —
exclamó—. ¿Nunca has oído hablar de nosotros? ¿Tú, precisamente, aquien el Alimento ha hechosemejante a nosotros?
Todavía asomaba el terror elos ojos que lo miraban.
—No —susurró.
Le pareció que iba a echarse a
llorar o a desmayarse. Luego, en umomento volvió a cobrar el
dominio de sí misma y se encontró
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dominio de sí misma y se encontróhablando y pensando con toda
claridad. —Todo esto me lo ha
ocultado —dijo—. Es como usueño... He soñado... He soñadocosas así. Pero al despertar... ¡No!¡Dime! ¡Dime! ¿Quién eres? ¿Quées ese Alimento de los Dioses?
Explícamelo despacio y coclaridad. ¿Por qué me han ocultado
que no estaba sola?
II
—Explícamelo —repitió
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Explícamelo repitió.Y el joven Redwood, trémulo
y excitado, empezó a explicarle, deuna manera muy pobre y con voz
entrecortada al principio, lo delAlimento de los Dioses y de losgigantes dispersos por el mundo.
Os podéis figurar a los dos,ruborizados, sobresaltados,
dándose cuenta recíprocamente delsignificado de lo que decía el
interlocutor a través de frases
entrecortadas, entendidas a mediasy pronunciadas, también a medias,
de repeticiones de perplejidades
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de repeticiones, de perplejidades,de interrupciones, de nuevos puntos
de partida en la conversación...charla en la que ella despertó de la
ignorancia de su vida. Y muylentamente se aclaró en su mente laidea de que no era ningunaexcepción dentro del orden de lahumanidad, sino un ejemplar de una
dispersa hermandad cuyoscomponentes habían comido el
Alimento y se habían desarrollado
hasta rebasar los límites reducidosde la gente que vivía bajo sus
plantas El joven Redwood habló
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plantas. El joven Redwood hablóde su padre, de Cossar, de los
Hermanos esparcidos por el país,de la gran aurora de amplísimo
significado aparecida por fin en lahistoria del mundo. —Estamos en el principio del
principio —afirmó Redwood—.Este mundo de ellos es sólo el
preludio del mundo que produciráel Alimento...
«Mi padre cree, y yo también,
que vendrá el día en que la pequeñez habrá desaparecido por
completo entre los hombres, en que
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completo entre los hombres, en quelos gigantes podrán ir libremente
por esta tierra —su tierra— haciendo cosas cada vez más
grandiosas y más espléndidas. Peroesto... eso está aún por venir. Nosomos ni siquiera la primerageneración de este nuevo mundo...somos sólo los primeros
experimentos. —¡Yo no sabía nada de todo
eso! —afirmó ella. —A veces me
parece como si hubiéramos llegadodemasiado pronto. Pero alguie
tenía que ser el primero, supongo.
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tenía que ser el primero, supongo.Sin embargo, el mundo no
estaba preparado para nuestrallegada y la de todas estas grandes
pequeñeces que toman su grandezadel Alimento. Ha habidoequivocaciones, ha habidoconflictos. Los hombres pequeñosaborrecen nuestra raza...
«Son crueles con nosotros precisamente porque son ta
pequeños... Y también porque
nuestros pies pesan mucho sobretodo aquello que constituye sus
vidas. Pero, sea como sea,
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v das. e o, sea co o sea,actualmente nos odian, no nos
quieren ni quieren saber nada denosotros... sólo si pudiéramos
encogernos y volver al tamañocorriente empezarían a perdonarnos...
«Se sienten felices en casasque no son más que celdas, sus
ciudades son demasiado pequeñas para nosotros; andamos con grandes
dificultades y padecimiento por sus
estrechos caminos; no podemosasistir a sus iglesias...
«Podemos ver por encima dei d i
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psus tapias y de sus muros; miramos
inadvertidamente por sus ventanasmás altas; atisbamos sus
costumbres; y sus leyes no son otracosa sino una red alrededor denuestros pies...
«Cada vez que tropezamos searma una gritería de espanto, cada
vez que por error salimos de loslímites que nos han asignado, o que
estiramos brazos o piernas o que
efectuamos alguna accióespaciosa...
«Nuestros pasos normales soll l
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p para ellos carreras espeluznantes, y
todo lo que ellos consideragrandioso o maravilloso, para
nosotros no es más que juego demuñecas. Su mezquindad en elmétodo, unida a sus aparatos y simaginación, obstaculiza y destruyenuestra potencia. No hay máquinas
que puedan aplicarse a la potenciade nuestras manos, ni nada que nos
ayude a ajustar nuestras
necesidades. Mantienen nuestragrandeza en servidumbre por medio
de millares de lazos invisibles.H b h b
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Hombre por hombre, somos
nosotros los más fuertes, cien vecesmás, pero estamos desarmados;
nuestra misma grandeza nos hacesus deudores; reclaman como suyala misma tierra sobre la queestamos; nos tasan nuestrosrequerimientos en alimento y
vivienda y por todas estas cosasdebemos trabajar con las
herramientas que esos enanos
puedan fabricarnos...«Y para satisfacer sus
caprichos de enano... «Nosl d t d l
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pacorralan de todas las maneras
imaginables. Hasta para vivir hayque cruzar sus límites. Hasta para
venir a encontrarte hoy aquí henecesitado rebasarlos. Todo lo quees razonable y deseable en la vidalo ponen fuera de nuestro alcance.
o podemos ir a las ciudades, no
podemos cruzar los puentes, no podemos pisar sus campos arados
ni los cotos de caza en que ellos
matan. Estoy separado y aislado detodos nuestros Hermanos, excepto
los tres hijos de Cossar, y aun por t l d l j t h dí
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j y peste lado el pasaje se estrecha día a
día. Hasta se podría pensar queestán buscando la ocasión de poder
hacer cualquier maldad contranosotros. —Pero somos fuertes — dijo ella.
—Tendríamos que ser fuertes,sí. Tenemos la sensación, todos
nosotros... y pienso que tú tambiédebes sentirla... de que tenemos u
gran poder, un gran poder para
hacer grandes cosas, un poder insurgente en nosotros. Pero antes
de que podamos hacer nada...Hizo con la mano un ademá
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Hizo con la mano un ademá
como de barrer algo. —Aunque creíque yo estaba sola en el mundo —
dijo ella después de una pausa—,he pensado en estas cosas. Siempreme han enseñado que la fuerza eracasi un pecado, que era mejor ser pequeño que grande, que toda
religión verdadera se proponíacobijar al débil y pequeño, alentar
al débil y al pequeño, ayudarle a
multiplicarse cada vez más hastaque finalmente se vean obligados a
subirse los unos encima de losotros y a sacrificar toda nuestra
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otros, y a sacrificar toda nuestra
fuerza en su causa. Pero... siemprehe dudado de la verdad de lo que
me enseñaban. —Esta vida —dijo él—,nuestros cuerpos, no han de perecer.
No. —Ni vivir en la futilidad. Pero
si no queremos hacerlo, todosnuestros Hermanos encuentran claro
que debe producirse un conflicto.
Yo no sé qué conflicto está a puntode suscitarse antes de que la gente
pequeña tolere que vivamos talcomo necesitamos vivir Todos
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como necesitamos vivir. Todos
nuestros Hermanos han pensado eello. Cossar, de quien te he
hablado, también ha pensado eello. —Ellos son muy pequeños y
muy débiles. —En cierto modo. Pero ya
sabes que todos los medios demuerte están en sus manos,
fabricados por sus manos. Durante
centenares de millares de años esosenanos cuyo mundo hemos invadido
han estado aprendiendo el modo dematarse unos a otros Son muy
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matarse unos a otros. Son muy
hábiles en eso. Y en otras muchascosas. Y, además, saben engañar y
cambiar súbitamente... No sé... Quevenga el conflicto y verás. Tú quizáseas diferente de nosotros. Paranosotros es seguro que el conflictotiene que estallar... eso que ellos
llaman Guerra. Ya lo sabemos. Yhasta cierto punto nos preparamos
para cuando llegue. Pero, ¿sabes...?
¡Esa gente pequeña...! Nosotros nosabemos matar, ni ganas...
—¡Mira! —interrumpió ella.El joven Redwood oyó u
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El joven Redwood oyó u
bocinazo. Volvió la cabeza en ladirección indicada por los ojos de
ella y se encontró con un automóvilamarillo, con un conductor quellevaba anteojos ahumados demotorista y unos pasajerosabrigados con pieles, agraviados y
resentidos a sus plantas. Retiró de pie y el artilugio, con tres airados
bufidos, reanudó su carrera hacia la
ciudad. —¡Obstruyendo la carretera!
gritó uno de los ocupantes.Luego alguien dijo:
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Luego alguien dijo:
—¡Mira! ¿Has visto? ¡Allíestá la monstruosa princesa, mas
allá de la arboleda! —Y todos losrostros con gafas se fijaron en ella. —¡Ya te lo dije —exclamó
otro—. Eso no va... —Todo esto —dijo la princesa
es más asombroso de lo que pudiera expresar con palabras.
—Pero eso de que no te lo
hayan dicho... —empezó a decir él,y dejó la frase incompleta..
—Hasta que te he encontradovivía en un mundo donde yo era la
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vivía en un mundo donde yo era la
única grande. Me había hecho unavida... para esto. Yo creía ser la
víctima de alguna extrañaaberración de la naturaleza. Y ahoramí mundo se ha derrumbado emedia hora y percibo otro mundo,otras condiciones de existencia,
posibilidades, mucho másamplias... camaradería... —
¡Camaradería! —repitió él.
—Quiero que me expliquesmás cosas aún, muchísimas más
cosas. Porque esto pasa por mimente como si fuera un cuento
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mente como si fuera un cuento.
Hasta tú... Tal vez dentro de un díao de varios días, creeré en ti.
Ahora... Ahora estoy soñando...¿Oyes?La primera campanada del
reloj de las salas del palacio, allá alo lejos, había llegado hasta ellos.
Contaron maquinalmente: «siete». —Esta debiera ser la hora de
mi regreso —dijo ella—. Me
traerán el café a la sala dondeduermo. Los pequeños servidores
no puedes imaginarte con quégravedad se comportan— estará
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gravedad se comportan estará
andando de un lado para otrocumpliendo con sus deberes. «Se
quedarán perplejos... Pero quierohablar contigo. Reflexionó. —Pero también quiero pensar
un poco. Ahora quiero pensar asolas en este cambio en las cosas,
olvidar mi antigua soledad y pensar en ti y en esos otros que forma
parte de mi mundo... Tengo que
irme. He de volver ahora mismo alcastillo. Mañana, apenas apunte la
aurora, volveré... aquí. —Estaréesperándote.
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esperándote.
—Todo el día estaré soñandocon este nuevo mundo que tú me has
dicho. Incluso ahora mismo, apenas puedo creer...Dio un paso atrás y lo miró de
arriba a abajo. Sus ojos seencontraron y se quedaro
mirándose durante un momento. — Sí —dijo ella, con una risita que
era mitad sollozo—. Eres
verdadero... ¡Pero es muymaravilloso! ¿Crees que de
veras...? ¿Y si mañana, al volver,me encontrara que eres un pigmeo
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q p g
como los demás...? Tengo que pensarlo. Así, pues, por hoy...
Le tendió la mano, y por primera vez se tocaron. Sus manosse estrecharon fuertemente y susmiradas se encontraron. —¡Adiós!
dijo ella—. ¡Adiós! ¡Adiós,
hermano gigante!Él vaciló, presa de una
emoción indecible, y por fi
contestó sencillamente: —¡Adiós!
Durante un rato permanecierocon las manos cogidas,
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g ,
examinándose mutuamente. Despuésde separarse, ella se volvió para
mirarlo varias veces,dubitativamente, mientras él permanecía inmóvil en el mismositio donde se habían encontrado...
La joven entró en el gran patio
del Palacio como una sonámbula,con una gran rama de castaño en la
mano.
III
Los dos volvieron aencontrarse catorce veces antes del
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principio del fin. Se encontraron eel Gran Parque, o en los altozanos,
o entre las cañadas de los erialescubiertos de brezos, surcados por polvorientos vericuetos yencuadrados por oscuros pinaresque se extendían hacia el sudoeste.
Dos veces se encontraron en la graavenida de castaños y cinco veces
cerca del gran lago que el rey, el
abuelo de ella, había hechoconstruir allí. Había cierto sitio
donde un gran prado muy biecuidado, plantado de altas
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p
coníferas, se inclinabagraciosamente hasta el borde del
agua, y allá se sentaba ella y él seechaba a su lado mirándole elrostro y hablando, contándole todaslas cosas que habían ocurrido yexplicándole la clase de trabajo que
su padre le había asignado, y elgrande y espacioso ensueño de lo
que los gigantes serían algún día.
Generalmente se encontraban aldespuntar el alba, pero en una
ocasión se encontraron por la tarde,viéndose cercados por una
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verdadera multitud de impertinentesque estaban más o menos ocultos a
la escucha: ciclistas y peatonesatisbando por entre las matas y losarbustos, haciendo crujir las hojassecas de los bosques (con el mismorumor que hacen los gorriones e
los parques de Londres),deslizándose en lanchas por el lago
para conseguir un mejor punto de
vista e intentando llegar más cercade ellos para oír lo que se decían.
Fue la primera indicación delenorme interés que el pueblo
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tomaba en sus encuentros. Y en unaocasión —era la séptima vez yaquello precipitó el escándalo— seencontraron en el rumoroso erial, bajo la clara luz de la luna y se pusieron a hablar en voz baja, porque la noche era quieta y tibia.
Muy pronto dejaron de preocuparse de que en ellos y por
ellos estaba tomando cuerpo u
nuevo mundo de gigantismo sobrela tierra o de la perspectiva de una
gran lucha entre grandes y pequeñosen la que estaban destinados a
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participar, y pasaron a intereses a lavez más personales y amplios. Cadavez que se encontraban y sehablaban y se miraban, brotaba u poco más fuera del subconsciente elhecho de que había algo que corríaen medio de ellos y les hacía
cogerse de las manos. Y al pocotiempo dieron con las palabras
apropiadas y se encontraron siendo
novios, el Adán y la Eva de unanueva raza en el mundo. Juntos
penetraron en el maravilloso valledel amor, en sus profundos y
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apacibles rincones. El mundocambió a su alrededor a medida quecambiaba su modo de ser, hasta que pronto se hubo transformado, comosi dijéramos, en un tabernáculo quese hacía más bello en cada uno desus encuentros, y las estrellas ya no
fueron más que flores de luz bajolos pies de su amor, y la aurora y el
ocaso, cortinajes de colores.
Cesaron de ser personas de carne yhueso el uno para el otro, y hasta
para sí mismos; pasaron a ser unaestructura corpórea de ternura y
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deseo. Primero se expresaron esusurros y luego en silencio, y seatrajeron más estrechamente y secontemplaron los rostros bañados por el juego de sombras y lucesformado por la luna bajo el arcoinfinito del firmamento. Y los
inmóviles y negruzcos pinos permanecieron junto a ellos como
centinelas.
Los rítmicos pasos del tiempose acallaron en el silencio y les
pareció que el Universo quedabainmóvil en suspenso. Sólo oían los
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latidos de sus corazones. Les pareció estar viviendo juntos en umundo en el que no existía lamuerte, y así era en realidad paraellos entonces. Les pareció queresonaba tal cúmulo de ocultosesplendores en el mismo corazón de
las cosas como nadie había podido percibir hasta entonces. Hasta para
las almas pequeñas y mezquinas, el
amor es la revelación de todos losesplendores. Y ellos eran unos
enamorados gigantes que se habíanutrido con el Alimento de los
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Dioses...Podéis imaginaros la generalconsternación cuando llegó asaberse que la princesa que estaba prometida al príncipe, ¡Su AltezaSerenísima, con sangre real en susvenas!, se encontraba —co
frecuencia— con el vástagohipertrofiado de un ordinario
profesor de química, sin rango,
posición ni fortuna, y queconversaba con él como si no
existieran los reyes ni los príncipes,ni orden, ni sentido común... como
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si no hubiese nada más, en fin, — que Gigantes y Pigmeos poblandoel mundo; hablaba con él, y, lo queera bien cierto, lo consideraba snovio.
—¡Si los chicos de los periódicos se enteran! —
exclamaba, boquiabierto, Sir Arthur Poodle Bootlick.
—Yo he dicho —susurró el
anciano obispo de Frumps. —Hay una nueva historia —
decía el primer lacayo,mordisqueando el sobrante de los
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postres—. Por lo que he podidosaber, la princesa gigante...Y la señora encargada de la
papelería que hay al lado de laentrada principal del Palacio,
donde los norteamericanos de pocacategoría obtienen sus billetes para
una visita oficial, repetía: —Me han dicho que...
Y entonces: «Picaroon» dijo
en la revista Gossip: —Estamos plenamente autorizados para
negar...Y así toda la historia se hizo
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pública. IV
—Dicen que tenemos quesepararnos —explicó la princesa a
su amante. —Pero, ¿por qué? —exclamó
él—. ¿Qué nueva sandez se le hametido a esa gente en la cabeza?
—¿Sabes que amarme... es u
delito de alta traición? — preguntóella.
—Querida mía —exclamó él, ¿y eso qué importa? ¿Qué
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derecho ni sombra de razón tienesobre nosotros...? Y sus traiciones ysus lealtades, ¿qué son paranosotros?
—Ya lo sabrás... Figúrate que
se me presentó el hombrecillo másraro que imaginarte puedas, con una
voz suave y hermosamentemodulada, un pequeño caballero de
movimientos exquisitos, que entró
en mi habitación un poco de lado,como un gato, y que cada vez que
tenía algo interesante que decir levantaba la mano poniéndola así.
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Es calvo, pero no del todo, su narizy su rostro son unas cositasrechonchas y rosaditas, y lleva la barba muy cuidada y en punta, de umodo precioso. A veces pretendió
demostrarme que la emoción leembargaba e hizo que sus ojos se
pusieran brillantes. Tienes quesaber que se trata de un amigo
incondicional de la familia reinante
que me llamó su querida damita, yestuvo simpatiquísimo desde el
principio.«—Mi querida damita —dijo
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, ya sabe usted que no debe... — Esto varias veces, y luego—: Ustedtiene el deber...
—¿Dónde fabrican a esoshombres?
—Parecía que le gustaba ser como es.
—No veo porqué. —Es muy cierto que hay
algo...
—¿Quieres decir que...? —Quiero decir que, si
saberlo, hemos estado pisoteandolos sagrados conceptos de la gente
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pequeña. Nosotros, los que somosde sangre real, formamos una claseaparte. Somos prisioneros dorados,uguetes profesionales. Por ello
pagamos el precio de perder...
nuestra más elemental libertad. Yyo tenía que haberme casado co
aquel príncipe... No sabes nada deél, claro. Es un príncipe pigmeo.
Poco importa él... Parece que esto
habría estrechado los lazos entre s país y el mío. Y aquel país tambié
sacaría provecho. Imagínate...!¡Estrechar los lazos! —¿Y ahora?
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—Quieren que continúe comosi tal cosa... Como si no hubieranada entre nosotros... —¡Nada!
—Sí. Pero esto no es todo.Dijo... —¿Quién? ¿Tu especialista
en Tacto? —Sí. Dijo que seríamejor para ti, que sería mejor para
todos los gigantes, si nosotros dos...nos abstuviéramos de conversar.
Así fue como lo dijo.
—Pero, ¿qué pueden ofrecer acambio? —Dijo que te podría
conceder la libertad. —¿A mí? —Dijo, acentuándolo mucho:
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«—Mi querida damita, seríamejor, sería mucho más digno, queustedes se separasevoluntariamente.
«Esto fue lo que dijo
acentuando lo de 'voluntariamente'.¡Pero...! ¿Qué les importa a esos
desgraciados enanos si nos amamoso no nos amamos? ¿Qué tienen que
ver ellos y su mundo con nosotros?
Ellos no lo creen así. —Por supuesto que tú no le
habrás hecho el menor caso. —Me parece una solemne tontería.
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—¡Que sus leyes tengan queaherrojarnos! ¡Que en la primaverade la vida tengamos que someternosa sus antiguos compromisos, a susinsulsas instituciones! ¡Oh, no les
hagamos caso! —Yo soy tuya. Hastaaquí... estoy contigo. —¿Hasta
aquí? ¿No es esto todo? —Pero esque ellos... si quieren separarnos...
¿Y qué pueden hacer? —No lo
sé. ¿Qué podrán hacer? —¿Y a quién puede importar
lo que ellos puedan o quierahacer? Yo soy tuyo y tú eres mía.
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¿Qué hay más allá de esto? Yo soytuyo y tú eres mía... para siempre.¿Crees que voy a detenerme antesus minúsculos reglamentos, sus prohibiciones, sus canelones
encarnados? ¿Crees que voy aapartarme de ti?
—Sí; pero, ¿qué pueden hacer ellos?
—Quieres decir ¿qué vamos a
hacer nosotros? —Sí.
—¿Nosotros? Pues continuar así.
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—Pero, ¿y si buscan la manerade impedirlo?El cerró los puños y miró a s
alrededor como si la gente pequeñaestuviese ya llegando para ponerles
trabas. Luego se apartó un poco y sequedó contemplando el mundo que
le rodeaba. —Sí —dijo—. Tu pregunta ha
sido acertada. ¿Qué pueden hacer
ellos? —Aquí en este pequeño país
dijo ella.El parecía inspeccionarlo
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todo. —Están por todas partes. —Pero podríamos... —¿Qué? —Podríamos irnos. Podríamos
cruzar a nado los mares. Más alláde los mares...
—No he estado nunca más alláde los mares.
—Allí hay unas grandes y
desoladas montañas entre las cualesnosotros no pareceríamos sino
seres pequeños, valles desiertos yremotos, lagos ocultos y
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altiplanicies ceñidas de nieve nuncaholladas por pies humanos. Allí... —Pero para llegar allí
deberíamos abrirnos paso luchandocontra millones de seres humanos.
—Es nuestra única esperanza.En esta tierra tan poblada no hay
ninguna fortaleza, ningún refugio.¿Qué sitio puede haber para
nosotros en medio de estas
multitudes? Los que son pequeñosse pueden esconder, pero, ¿dónde
vamos a escondernos nosotros? Nohabría sitio donde pudiéramos
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comer, ni sitio donde pudiéramosdormir. Si huyéramos... nosseguirían los pasos noche y día.
Al joven Redwood se leocurrió una idea.
—Todavía hay un sitio en estaisla.
—¿Dónde? —El lugar que han construido
nuestros Hermanos, más allá de
esto que se ve. Han construidograndes taludes alrededor de s
casa, al norte, al sur, al este y aloeste; han cavado profundos pozos
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y refugios secretos, e inclusoahora... Uno de ellos vino avisitarme recientemente y mehabló... Yo no le presté muchaatención a lo que me dijo entonces.
Pero me habló de armas. Pudieraser que allí... encontráramos
refugio...«Hace muchos días que no he
visto a nuestros Hermanos... —
prosiguió, luego de una pausa—.¡Caramba! ¡Estuve soñando y los he
tenido olvidados! Han pasado losdías y no he hecho otra cosa sino
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pensar en ti... Debo hablarles yexplicarles todo lo que se ciernesobre nosotros. Si quiereayudarnos, pueden hacerlo.¡Entonces sí que podremos abrigar
esperanzas! Ignoro si su vivienda esmuy fuerte, pero indudablemente
Cossar la habrá construido sólida...Antes de todo esto, antes de que te
encontrara, ahora me acuerdo, había
un lío en perspectiva. Había unaelección, que es como la gente
pequeña soluciona las cosascontando personas... Ya debe de
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haber terminado... Se profirieroamenazas contra nuestra raza, esdecir, contra toda nuestra raza,excepto tú. Tengo que ir a ver anuestros Hermanos. Tengo que
explicarles todo lo que ha ocurridoentre nosotros, y todo lo que ahora
nos amenaza.V
El joven no acudió a lasiguiente cita sino después que ella
hubo aguardado un buen rato.Tenían que encontrarse a mediodía
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en un gran espacio del parquesituado en la curva del río, ymientras ella lo estaba esperando,mirando siempre hacia el sur,resguardándose de la luz con la
mano como pantalla, se dio cuentade que todo estaba muy quieto, de
que en realidad estabasospechosamente quieto. Y luego
percibió que, a pesar de lo
avanzado de la hora, su habitualcortejo de espías voluntarios no
había comparecido. Ni a derecha nia izquierda, a despecho de
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escrutarlo bien, aparecía nadie a lavista, y ni un solo bote se divisabasobre la plateada curva delTámesis. Intentó encontrar umotivo que explicase aquella
extraña quietud...Luego, y aquello fue para ella
un gratísimo descubrimiento, divisóal joven Redwood en la lejanía, e
un claro que dejaba la arboleda que
ponía un límite a su perspectiva.Inmediatamente los árboles lo
ocultaron, pero en seguida apareció por entre ellos a plena vista. La
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princesa pudo darse cuenta de quehabía algo raro, y vio que él seapresuraba de un modo nadahabitual en él y que cojeaba. Hizoun gesto y ella se le acercó. El
semblante de él se le hizo más preciso, y entonces vio con infinita
zozobra que hacía una mueca a cada paso.
Echó a correr hacia él, la
mente llena de preguntas y sintiendoun vago temor. Redwood se le
acercó y habló sin saludarla previamente:
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—¡Tenemos que separarnos!dijo jadeando. —¡No! —gritóella—. ¿Por qué? ¿Qué sucede? — ¡Si no nos separamos, será ahora!
¿Qué sucede?
—Yo no quiero separarme deti... Sólo que... Se interrumpió
bruscamente para preguntar a laoven: —¿No te separarás de mí?
Ante lo brusco de aquella
pregunta, la joven lo miró con fijezay contestó con angustia:
—¿Qué ha sucedido? —lointerrogó.
i i
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—¿Ni por un tiempo? —¿Cuánto? —Años quizá. —¡Separarnos! ¡No! —¿Has pensado en ello? —
insistió él. —No quiero que nos
separemos. —Le cogió la mano yañadió—: Aunque significara la
muerte ahora, no te dejaría ir. —
¡Aunque significara la muerte! — repitió él, y ella sintió una fuerte
presión en los dedos.Redwood miró a su alrededor,
i i ll l
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como si temiera ver llegar la gente pequeña mientras hablaba. Y luegodijo:
—Puede significar la muerte. —Explícamelo —dijo ella.
—Intentaron impedir mivenida.
—¿Cómo? —Al salir de mi taller, donde
fabrico el Alimento de los Dioses
para los Cossar, que lo almacenaen su campamento, me encontré co
un pequeño oficial de policía —uhombrecillo vestido de azul, co
bl li i
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guantes blancos muy limpios— queme hizo ademán de que medetuviera.
»—No se puede pasar por aquí —me dijo.
»Yo no pensé que aquellosignificara nada en particular; di la
vuelta hacia poniente, por donde pasa otra carretera, y allí había otro
oficial.
»—No se puede pasar por estacarretera —dijo. Y añadió—:
¡Todas las carreteras estácerradas!
Y d é ?
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—¿Y después? —Discutí un poco con él.»—Son vías públicas —
repliqué.»—Así es —contestó él—, y
usted las hace intransitables para el público.
»—Muy bien —repuse yo—,iré a campo traviesa.
»Y entonces salieron otros
policías de detrás de los setos,diciendo:
»—Estos campos son de propiedad privada.
Al ti d d úbli i d !
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»—¡Al cuerno con vuestras propiedades públicas y privadas!le dije—. Voy a ver a mi
princesa.»Lo cogí con mucho cuidado
él gritaba y pataleaba— y loaparté de mi camino. Al cabo de u
minuto todos los campos a mialrededor parecían haber cobrado
vida con la multitud de hombres que
corrían. Vi a uno montado acaballo, galopando a mi lado, que
me leía algo a los gritos mientrasgalopaba... Cuando hubo terminado,
di di lt l jó d íl l b b j N
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dio media vuelta y se alejó de mí agalope y con la cabeza baja. No pude entenderlo. Y entonces a miespalda oí el chasquido de fusiles.
—¡De fusiles!
—De fusiles... Igual quecuando disparan contra los ratones.
Esas balas volaron por el aire coun ruido como si rasgaran algo, y
una me dio en la pierna.
—¿Y tú...? —Vine aquí a buscarte, y los
dejé corriendo, gritando ydisparando detrás de mí. Y ahora...
Ahora ¿q é?E ól l i
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—Ahora, ¿qué? —Es sólo el comienzo.Quieren que nos separemos. Ahoramismo están todavía persiguiéndome.
—Pero no nos separaremos. —No. Pero si no nos
separamos... tendrás que venir conmigo a casa de nuestros
Hermanos.
—¿Por dónde se va? — preguntó ella.
—Hacia el este. Por allí esdonde aparecerán mis perseguidores. Por consiguiente,d b i t t t
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debemos ir por esta otra parte, por esta avenida de árboles. Déjameque pase delante, por si nos estáesperando...
Dio un paso adelante, peroella le había cogido del brazo.
—¡No! —exclamó—. Yo iré atu lado, sosteniéndote. Soy de
sangre real y, por lo tanto, sagrada.
Si te tengo cogido en mis brazos, ¡yojalá Dios permitiera que pudiese
volar con mis brazos alrededor detu cuello!, puede ser que nodisparen contra ti...
L f ó d l h b
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Lo aferró del hombro,apretándose contra él mientrashablaba.
—Puede ser que no dispare
contra ti —repitió ella y, con súbita pasión, el joven la cogió en sus
brazos y la besó en la mejilla. Latuvo así cogida durante un rato.
—Aunque signifique la muerte
susurró ella.Después le pasó las manos por
el cuello y acercó su cara a la de él. —Amado mío, bésame una vezmás.
Él la atrajo hacia sí
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Él la atrajo hacia sí.Silenciosamente se besaron en loslabios, y durante un momento permanecieron abrazados. Luego,
cogidos de la mano, y procurandomantenerse muy juntos, echaron a
andar para ver si por casualidad podían llegar al campamento de
refugio que los hijos de Cossar
habían construido, antes de que lesalcanzaran sus perseguidores.
Y al cruzar los grandes clarosdel parque detrás del castillo,salieron unos cuantos jinetesgalopando de entre los árboles
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galopando de entre los árboles,intentando vanamente correr a la par con las zancadas gigantescasque daban ellos dos.
Inmediatamente, frente a ellos,surgieron unos hombres armados
con fusiles. En vista de ello, aunqueél intentó seguir adelante, dispuesto
a luchar y a abrirse paso a la fuerza,
ella le hizo torcer hacia el sur.Al huir en esta nueva
dirección, un proyectil pasósilbando por encima de suscabezas.
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CAPÍTULO TRES - EL
JOVEN CADDLES ENLONDRES
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Por entero ignorante del cursode los acontecimientos, ignorante
de las leyes que estabaacorralando a sus Hermanos y a élmismo, ignorante incluso de laexistencia de otro semejante sobrela faz de la tierra, el joven Caddles
eligió aquellos momentos para salir
de su cantera de pizarra y ver elmundo. Sus meditaciones lo
condujeron finalmente a estadeterminación. No obteníarespuesta a ninguna de suspreguntas en Cheasing Eyebright; el
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preguntas en Cheasing Eyebright; elnuevo vicario era aún menos lúcidoque el anterior, y el enigma de strabajo insustancial llegó a alcanzar
dimensiones de verdaderaexasperación.
«¿Por qué razón tengo quetrabajar en esta cantera día tras día?
se preguntaba—. ¿Por qué razón
puedo andar sólo dentro de ciertoslímites y me son negadas todas las
maravillas del mundo de más allá?¿Qué he hecho yo para merecer estacondena?» Y un día se levantó,irguió la espalda y dijo dando una
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irguió la espalda y dijo, dando unavoz: —¡No...!
»No quiero —agregó. Luego,indignado, maldijo a la cantera.
Disponiendo de pocas palabras, buscó el modo de expresar sus
ideas en acciones. Cogió unavagoneta a medio llenar, y
levantándola, la arrojó con fuerza
contra otra. Luego cogió una hileraentera de vagonetas y las envió
rodando cuesta abajo. Lanzó emedio de ellas un gran peñasco de pizarra que las hizo polvo y acontinuación arrancó una docena de
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continuación arrancó una docena demetros de vía de un soberbio
puntapié. Así comenzó sconcienzudo destrozo de la cantera.
—¡Trabajando toda mi vida eesto! —rugió.
Fueron cinco minutos pasmosos para el pequeño geólogo
que Caddles, enfrascado en sus
preocupaciones, había olvidado.Aquel pobre hombre, habiéndose
escapado por un pelo de que ledieran dos pedruscos, saliódisparado y echó a correr a campotraviesa con la mochila batiéndole
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traviesa, con la mochila batiéndolela espalda y las piernas enfundadas
en unos pantalones bombachos quetemblaban horrorosamente, dejando
un rastro de equinodermoscretáceos tras él, mientras el jove
Caddles, satisfecho con ladestrucción que había conseguido,
salía, dando grandes zancadas, para
cumplir sus propósitos con respectoal mundo.
—¡Trabajar en esta viejacantera hasta que me muera y me pudra y hieda...! ¿Qué clase degusano creyeron que vivía en mi
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gusano creyeron que vivía en micuerpo de gigante? ¡Cavando
pizarra para Dios sabe quétonterías! ¡No seré yo!
Sería por la dirección de lacarretera y de la vía férrea o sería
por pura casualidad, lo cierto esque se puso a caminar hacia
Londres y se dirigió a grandes
zancadas, por encima de lascolinas, a través de los prados, bajo
el tórrido sol de la tarde, ante lainfinita sorpresa de todo el mundo.ada significaban para él aquellos
cartelones rojiblancos arrancados y
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cartelones rojiblancos arrancados ydestrozados, con diversas
indicaciones, que pendían degraneros y paredes; no sabía nada
de la revolución electoral que habíaelevado al poder a Caterham, el
«matador de gigantes». Nadasignificaba para él el hecho de que
cada puesto de policía a lo largo de
su ruta hubiese fijado sobre stablero de edictos lo que se llamaba
«el decreto de Caterham», proclamando que a ningún gigante,a ninguna persona que sobrepasaralos dos metros y medio de estatura
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yle sería permitido alejarse más de
ocho kilómetros de su «sitio deresidencia» sin una autorizació
especial. Nada significaba para élque en la estela que dejaba su paso
unos oficiales de policía, no pocosatisfechos de haber llegado tarde,
agitasen amenazadores prospectos a
sus espaldas mientras se alejaba.Quería ver lo que el mundo tenía
que enseñarle, pobre incrédulo. Yno toleraba que nadie seinterpusiera en su camino, aunquefuera una persona que le gritase
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p q g briosamente: «¡Eh...!» Fue andando
cuesta abajo por Rochester yGreenwich hacia aquel gra
conglomerado de casas, cada vezmás denso, ahora despacio,
mirando a su alrededor y balanceando su enorme cuchilla.
Los habitantes de Londres ya
habían oído hablar de él y creíaque era idiota, pero amable y
admirablemente educado por elagente de Lady Wondershoot y elvicario, y que, a su obtusa manera,reverenciaba a las autoridades y les
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yestaba muy agradecido por el
trabajo que se habían tomado por él, y así sucesivamente. Cuando se
enteraron aquella tarde, por losanuncios de los periódicos, que el
oven Caddles «se había declaradoen huelga», a muchos de los
habitantes de Londres les pareció
un acto deliberadamenteconcertado.
—Quieren sondear nuestrasfuerzas —decían los hombres alregresar a sus casas después determinar el trabajo de la oficina.
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j —¡Suerte que tenemos a
Caterham! —Esto es una respuesta a s
proclama.Los socios de los clubs
estaban mejor informados. Seapiñaban alrededor de la cinta del
teletipo o hablaban en grupos en los
salones de fumar. —No tiene armas. Se habría
dirigido a Sevenoaks si se hubiera propuesto hacer algo... —Caterham se encargará de
mantenerlo a raya. Los tenderos
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yhablaban de ello con sus clientes.
Los camareros de los restaurantesse distraían un momento de s
trabajo entre plato y plato paraechar una ojeada a los periódicos
de la tarde. Los cocheros leían lanoticia inmediatamente después de
la información sobre las apuestas
en las carreras de caballos de latarde decían con grandes titulares
«Fugado de su residencia». Otrosconfiaban en un mayor efecto: «Elgigante Redwood sigue viéndosecon la princesa.» El Echo imprimió
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unos titulares sensacionales:
«Rumores de rebelión de losgigantes en el norte de Inglaterra» y
«Los gigantes de Sunderland sedirigen a Escocia». La Westminster
Gazette hizo sonar su habitual notade advertencia: «Cuidado,
gigantes», decía con el propósito de
apuntarse un tanto que sirviera paraunir el partido Liberal, en aquella
época desgarrado por las luchasintestinas entre siete jefesintensamente egoístas. Los periódicos de última hora
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coincidían con gran uniformidad.
«El gigante en la carretera de NewKent», proclamaban.
—Lo que yo quisiera saber — dijo el joven pálido en el salón de
té— es por qué razón no tenemosnoticias de los hermanos Cossar.
Hay que suponer que se halla
metidos en el ajo como el que más. —Me han dicho que otro de
los gigantes anda suelto — dijo lamuchacha del bar enjugando uvaso—. Siempre dije que era peligroso tenerlos tan cerca. Yo les
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hubiera mandado lejos desde el
primer momento... Habría queterminar de una vez con todo eso.
Por supuesto que espero que nolleguen hasta aquí.
—Me gustaría echarle uvistazo —dijo el joven del bar
atrevidamente. Y añadió—: Yo he
visto a la princesa. —¿Cree usted que les hará
algún daño? —preguntó lamuchacha del bar. —Tal vez se vean obligados a
hacérselo —repuso el joven,
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terminando su vaso.
Entre el rumor de diezmillones de frases parecidas a
éstas, el joven Caddles hizo sentrada en Londres bar
atrevidamente. Y añadió—: Yo hevisto a la princesa.
—¿Cree usted que les hará
algún daño? —preguntó lamuchacha del bar.
—Tal vez se vean obligados ahacérselo —repuso el joven,terminando su vaso.
Entre el rumor de diez
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millones de frases parecidas a
éstas, el joven Caddles hizo sentrada en Londres...
II
Siempre que pienso en eloven Caddles me lo imagino tal
como se lo vio en la New Ken
Road, con el cálido sol de pleno esu rostro, atento y perplejo. La New
Kent Road estaba invadida por uverdadero aluvión de autobuses,tranvías, camiones, carros,carretones, bicicletas y
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automóviles, y por una
muchedumbre maravillada —vagos,mujeres, niñeras, amas de casa,
niños y osados adolescentes— queseguían sus cautelosos pasos. Los
tableros de anuncios estaban sucioscon los rasgados restos de los
carteles electorales. Un gra
balbuceo de voces surgía alrededor del joven Caddles. Uno puede
volver a imaginarse clientes ytenderos asomados a las puertas delas tiendas, rostros que aparecían ydesaparecían en las ventanas,
l ll j i d
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rapazuelos callejeros corriendo y
gritando, policías muy tiesos ycalmos, albañiles saltando sobre
los andamios, la hirvientemiscelánea de las pequeñas gentes.
Todos le dirigían palabras vagasinfundiéndole ánimos, insultándolo
o dándole las consignas del día, y
él los miraba asombrado,contemplando aquella multitud de
seres vivientes que nunca pudoimaginar que existieran en elmundo. Cuando ya había entrado plenamente en Londres, tuvo que ir
d l d á
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acortando el paso cada vez más, a
medida que la gente se ibaagrupando en mayor número
alrededor de él . La muchedumbrese hacía más densa a cada paso que
daba, y finalmente, en un crucedonde convergían dos grandes
avenidas, tuvo que detenerse y la
muchedumbre se esparció a salrededor y lo inmovilizó. Allí se
quedó, con las piernas separadas,apoyando la espalda en la esquinade una gran taberna lujosa que sealzaba a una altura que doblaba la
t i b ót l
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suya y terminaba en un gran rótulo
que se destacaba contra el fondodel cielo. Caddles miraba hacia
abajo, hacia los pigmeos, y se preguntaba, intentando, sin duda,
comparar todo aquello con las otrascosas de su vida: con el valle entre
colinas, los amantes nocturnos, los
cánticos en la iglesia, la pizarra quemachacaba a diario y el instinto, la
muerte y el firmamento, intentandoverlo todo como un conjuntocoherente y significativo. Tenía lascejas fruncidas. Se rascó la cabeza
d
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con una de sus enormes zarpas y
profirió un fuerte gruñido. —¡No lo veo! —dijo.
Su acento era desconocido. Ugran murmullo se extendió a través
de aquel espacio abierto, umurmullo entre el que el
campanilleo de los tranvías,
abriendo obstinados surcos por entre la gran masa de gente, se
elevaba como amapolas en ucampo de trigo. —¿Qué ha dicho? —Dice que no ve...
Di l
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—Dice que no ve el mar...
—Dice que no hay un asiento... —Quiere un asiento...
—¿No puede el muy tontosentarse encima de una casa o algo
por el estilo? —¿Para qué estáis aquí, gente
pequeña? ¿Qué estáis haciendo?
¿Para qué servís? ¿Qué estáishaciendo aquí mientras machaco
pizarra para vosotros, allá abajo, ela cantera?Su extraña voz, aquella voz
que tanto había contribuido aquebrantar la disciplina escolar e
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quebrantar la disciplina escolar e
Cheasing Eyebright, hizo callar a lamuchedumbre mientras resonó, y al
callarse produjo un verdaderotumulto. Algún gracioso gritó:
—¡Que hable! ¡Que hable! —¿Qué está diciendo?
Esto es lo que se preguntaba
todo el mundo y se extendió elrumor de que el gigante estaba
borracho. —¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! —voceabalos conductores de ómnibus,abriéndose paso entre lamuchedumbre
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muchedumbre.
Un marino americano borrachoiba inquiriendo lacrimosamente por
todas partes: —Pero, ¿qué quiere?
Un trapero con la cara sucia,de pie en un carro tirado por u
pony, destacaba de la multitud por
la potencia de su voz. —¡Vuélvete a casa, maldito
gigante! —vociferaba—. ¡Vuélvetea casa! ¡Gigante maldito! ¡Animal peligroso! ¿No ves que asustas alcaballo? ¡Vete a casa y no vuelvas!¿No ha habido nadie que haya
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¿No ha habido nadie que haya
tenido el sentido común deexplicarte la ley?
Y, por encima de estos bramidos, el joven Caddles seguía
mirando, a todos, los ojos muyabiertos, sin decir palabra.
Por una calle lateral apareció
una pequeña fila de solemnes policías, que se infiltraro
hábilmente por entre el tránsito. —Apártense —decían lasvocecillas—. Circulen, hagan elfavor.
El joven Caddles se dio cuenta
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El joven Caddles se dio cuenta
de que una figurilla vestida de azuloscuro le estaba golpeando la
espinilla. Miró hacia abajo y percibió dos manos gesticulando.
¿Qué? —inquirió inclinándose. No puede estar parado aquí —
gritó el policía.
—¿Que no puedo estar aquí? —¡No! No puede estar parado
aquí...—repitió. —¿Pues adonde voy? —De regreso al pueblo, al
lugar de residencia... Sea como sea,ahora tiene usted que circular
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ahora... tiene usted que circular.
Está obstruyendo el tránsito. —¿Qué tránsito?
—El de la calle. —Pero, ¿adonde va toda esa
gente? ¿De dónde viene? ¿Quésignifica? Todos están a mi
alrededor. ¿Qué quieren? ¿Qué
están haciendo? Quisieracomprenderlo. Estoy cansado de
partir pizarra y de estar solo. ¿Quéhacen ésos mientras yo parto pizarra? Tanto da que lo sepa aquícomo en otra parte.
—Lo siento Pero no estamos
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Lo siento. Pero no estamos
aquí para explicar cosas de estaíndole. Tengo que repetirle que
haga el favor de circular. —¿Usted no lo sabe?
—Tengo que pedirle que hagael favor de circular... Haga el favor.
Le aconsejo encarecidamente que
vuelva a su casa. No tenemostodavía instrucciones especiales..., pero esto no está de acuerdo con laley... ¡Márchese de aquí!¡Márchese!
El pavimento a su izquierda sevolvió invitadoramente vacío y
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volvió invitadoramente vacío y
Caddles siguió lentamente elcamino indicado. Pero ahora tenía
la lengua suelta. —No lo entiendo —
murmuraba—. No lo entiendo.Y tomaba por testigo, co
palabra entrecortada, la cambiante
muchedumbre que lo acompañaba yseguía. —Ignoraba que existiera
sitios como éste. ¿Qué hacéis todosvosotros? ¿Para qué sirve todoesto? ¿Para qué sirve y qué relaciótengo yo con todo esto?
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tengo yo con todo esto?
Sin embargo, había inventadoun nuevo dicho. Los jóvenes
graciosos e ingeniosos comenzaroa saludarse de este modo:
—¡Hola, Harry O'Cock! ¿Paraqué sirve todo esto? ¿Eh? ¿Para qué
demonios sirve todo esto?
De esto surgió una gravariedad competidora de réplicas yagudezas, en su mayor partegroseras. La más popular y mejor adaptada al uso general parecehaber sido: «¡Cierra el pico!», o, eun tono de desdeñosa indiferencia:
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un tono de desdeñosa indiferencia:
«¡Narices!»III
¿Qué buscaba? Quería algo
que el mundo de los pigmeos no ledaba, alguna finalidad que el mundo
de los pigmeos le impedía alcanzar,
deseaba ver algo, y ciertamentenunca pudo acabar de verloclaramente. Era el gigantesco ladosocial de aquel solitario brutomonstruoso clamando por su raza, por aquello que era semejante a él,por algo que pudiese amar y servir,
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por algo que pudiese amar y servir,
por un propósito que pudiesecomprender y un mando que
pudiese obedecer. Y todo esto,como sabéis, estaba embotado, se
enfurecía obtusamente en sinterior, y aunque se hubiese
encontrado con otro gigante no
podría haber hallado siquiera unasalida ni una expresión en la palabra. Toda cuanta vida conocíaera la insulsa vida de losalrededores de su pueblo, toda laconversación la de su casa, cosasque fallaban ante la mera
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q
insinuación de sus menoresnecesidades de gigante. Nada sabía
de dinero aquel monstruososimplón, nada sabía de comercio, ni
de las complejas convencionessobre las que la estructura social de
las gentes pequeñas se halla
edificada. Necesitaba muchascosas. Pero, fuera lo que fuera loque necesitase, nunca pudosatisfacer su necesidad.
Durante todo el día y todaaquella noche de verano marchóerrabundo, sintiéndose cada vez
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,
más hambriento, pero todavíaincansable, admirando el intenso
tránsito de las calles, así como losinexplicables negocios de todos
aquellos seres infinitesimales. Todose hallaba sumido en una tremenda
confusión...
Se dice que cogió a una dama,sacándola por las buenas de ucarruaje, en Kensington, una damaen traje de noche elegantísimo, ydespués de haberle miradodetenidamente el atavío y losomoplatos, volvió a dejarla —co
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p , j
algún descuido— en su sitioexhalando un profundísimo suspiro.
Sin embargo, eso yo no podríaasegurarlo. Cerca de una hora
permaneció observando cómo lagente luchaba para coger sitio e
los autobuses al final de Piccadilly.
Aquella tarde se lo vio mirando por encima del recinto de KensingtoOval durante unos momentos, perocuando vio aquellos millares de personas embelesadas con los
misterios del cricket y sin hacerleel menor caso, prosiguió su camino
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p g
profiriendo un gruñido.Volvió otra vez a Piccadilly
Circus, entre once y doce de lanoche, encontrándose con un nuevo
tipo de multitud, formada por personas muy decididas, llenas de
propósitos que, por motivos
inconcebibles, estaban dispuestas arealizar, y de otras que no losrealizarían a ningún precio. Estas personas lo miraron fijamente, se burlaron de él y siguieron s
camino. Los cocheros, con ojos de buitre, iban siguiéndose unos a
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otros continuamente a lo largo del borde de la poblada acera. La gente
salía de los restaurantes o entrabaen ellos, personas graves, resueltas,
dignas, o amable y agradablementeexcitadas, o atentas y vigilantes, prevenidas contra los fraudes de los
camareros.El gigante, parado en unaesquina, los contemplaba cada vezmás sorprendido.
«¿Para qué servirá todo esto?
murmuraba para sus adentros—.¿Para qué servirá todo esto? ¡Todos
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tan activos! ¡Para qué será todo estoque yo no entiendo?»
Y ninguno de ellos parecía ver,como veía él, la desdicha
impregnada de bebida de lasmujeres pintadas que aguardaban ela esquina, ni la andrajosa miseria
que se escurría por el arroyo, ni lainfinita futilidad de todos estosquehaceres. ¡La infinita futilidad!
inguna de aquellas personas parecía sentir ni sombra de las
necesidades del gigante, ni sombradel futuro que se había atravesado
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en sus respectivos caminos...A un lado y a otro de la calle,
unas letras misteriosas se encendíay apagaban, letras que si él hubiese
sabido leer le habrían dado lamedida de las dimensiones de losintereses humanos, le habría
explicado los fundamentalesrequerimientos y aspectos de lavida tal como la gente pequeña laconcebía. En primer lugar aparecíauna flamígera
Tluego seguía una U.
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TU;luego una P,
TUP.Hasta que, por fin, aparecía el
anuncio completo cruzando el cielo,enviando este alegre mensaje atodos aquellos que acusaba
seriamente el peso de la vida:TUPPER EL VINO TÓNICO QUE
REVIGORIZAY ¡snap! se desvanecía en la
oscuridad de la noche para ser seguido con el mismo lento
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desarrollo por una segundasolicitud universal:
JABÓN DE BELLEZAFijaos bien que no se trataba
de simples productos químicos delimpieza, sino de algo, como ahoradicen, «ideal»: y luego,
completando el trípode de la vidaminúscula:PÍLDORAS AMARILLAS DE
YANKER Después siguió otra vez
Tupper, con unas flamígeras letrascarmíneas, a través del vacío:
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T U P P : : : :A primera hora de la
madrugada, según parece, el joveCaddles llegó a la umbrosa quietud
de Regent's Park, pasó por encimade la verja y se echó en el céspedde un talud, cerca del lugar adonde
va la gente a patinar en invierno, yallí durmió una o dos horas. Y a lasseis de la mañana ya estabahablando con una pringosa mujer que había encontrado durmiendo e
una zanja, cerca de HampsteadHeath, preguntándole con mucho
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interés lo que pensaba de ellamisma y para qué creía que podía
servir en este mundo...IV
El vagabundeo de Caddles por Londres culminó la mañana del
segundo día. Porque entonces se viodominado por el hambre. Vaciló u poco ante el aroma de un carro queestaba siendo cargado de hogazasde pan recién horneadas, pero
luego, muy quedamente, se arrodillóy empezó a coger hogazas y a
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comérselas. Vació el carro mientrasel panadero echaba a correr e
busca de la policía, y después metióla mano en el negocio y limpió el
mostrador y los cajones. Luego, coun verdadero haz de panes debajodel brazo, siguió su camino mirando
a todas partes en busca de otratienda donde completar su comida.Sucedió esto en una de aquellasépocas en que el trabajo era escasoy los alimentos caros, y la gente de
aquel barrio simpatizó con elgigante, puesto que cogió
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tranquilamente los víveres quetodos deseaban. Aplaudieron la
segunda fase de su comida y serieron de la estúpida mueca con que
obsequió al policía. —Tenía mucha hambre — explicó, con la boca llena. —
¡Bravo! —gritó el gentío—.¡Bravo! Luego, cuando comenzaba aactuar en la tercera panadería, sevio atacado por media docena de policías que le golpearon las
espinillas con sus porras. —¡Oiga, amigo gigante,
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véngase usted conmigo! —dijo eloficial al mando—. No le está
permitido escaparse de su casa deeste modo... Venga que lo llevaré a
su casa.Hicieron todo lo que pudiero para detenerle. Había un carro,
según me han dicho, que iba por todas las calles, de un lado paraotro, cargado de rollos de cadenasy de cables de navío destinados aservir de ataduras en aquella gra
captura. No había intención dematarlo entonces.
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—No forma parte de laconspiración —había dicho
Caterham—, y no quiero que mismanos se manchen de sangre
inocente. —Y había añadido—:...hasta que se hayan agotado todoslos medios.
Al principio Caddles nocomprendió la importancia de todasestas cosas. Cuando, por fin, locomprendió, aconsejó a los policíasque no hicieran tonterías y echó a
andar a grandes zancadas, que dejóa todos los demás muy rezagados.
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Las panaderías eran las de HarrowRoad, y de allí se fue, a través del
canal de Londres, a St. John'sWood. Se sentó en un jardí
particular para descansar un poco yse vio inmediatamente atacado por otro grupo de policías. —Dejadme
tranquilo —rezongó.Y con la cabeza baja y lamirada torva, se puso a atravesar ardines destrozando el césped y
derribando dos o tres vallas,
mientras los policías minúsculos loiban persiguiendo, unos por los
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ardines y otros por la callesiguiendo las fachadas de las casas.
Entre estos últimos había uno o doscon pistolas, pero no hicieron uso
de ellas. Al desembocar el giganteen Edgware Road, se produjo unuevo movimiento entre el gentío.
Un policía a caballo le pisó un piey se vio desmontado en pago deldolor.
—Dejadme en paz —repitióCaddles enfrentándose con la
embobada multitud—. No os hehecho nada...
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En aquel momento ibadesarmado, porque había dejado la
cuchilla de la cantera en el Regent'sPark. Pero entonces el infeliz
pareció haber sentido la necesidadde tener un arma. Volvió a laestación de la Great Wester
Railway y arrancó el poste de unaalta lámpara de arco voltaico: erauna formidable maza, y se la echóal hombro. Y viendo que la policíaaún se empeñaba en importunarlo,
volvió a Edgware Road,dirigiéndose a Cricklewood, hacia
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el norte.Anduvo errabundo hasta
Waltham, luego retrocediódirigiéndose al oeste, y después,
otra vez hacia Londres, llegando, por los cementerios, a eso delmediodía, a lo alto de Highgate,
desde donde volvió a contemplar lagrandiosidad de la capital. Se echóa un lado, sentándose en un jardín,de espaldas a una casa quedominaba Londres en toda s
extensión. Estaba sin aliento, lacabeza baja. Los curiosos ya no se
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apiñaban a su alrededor comoantes, cuando llegó a Londres, sino
que lo acechaban desde el jardícontiguo y le atisbaban desde
cautelosos lugares, a salvo. Ahoraya sabían que la cosa se presentabamás peligrosa de lo que había
creído al principio. —¿Por qué no pueden dejarmetranquilo? —gruñía el joveCaddles—. Tengo que comer. ¿Por qué no me dejan en paz?
Se sentó, con el semblantehosco, mordisqueándose los
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nudillos y mirando el panorama deLondres extendido a sus pies. Toda
la fatiga, la preocupación, la perplejidad y la rabia impotente
acumuladas durante sus andanzasllegaban a su culminación. No significan nada —
murmuraba—. No son nada. Y nome quieren dejar en paz, y tieneque estorbarme en mi camino.
Y una y otra vez, hablandosiempre consigo, repetía que no
«significaban nada». —¡Ajj! ¡Qué gentecilla!
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Se mordió con más fuerza losnudillos y su ceño se frunció aú
más. —¡Y yo partiendo pizarra para
ellos! —murmuró—. ¡Y todo elmundo es suyo! ¡Yo no puedo entrar en ningún sitio...!
Entonces, con un acceso derabia, vio la forma ya familiar de u policía a horcajadas en la valla del
ardín. —¡Déjeme en paz! —gruñó el
gigante—. Déjeme en paz. —Tengo que cumplir con mi
d b l li
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deber —repuso el pequeño policía, pálido, pero lleno de resolución.
—Usted me deja en paz,¿estamos? Yo tengo que vivir, lo
mismo que usted. Tengo que vivir...Tengo que comer. ¡Déjeme en paz! —Es la Ley —dijo el pequeño
policía sin acercarse—. La ley nola hemos hecho nosotros. —Ni yo tampoco —replicó el
oven Caddles—. Vosotros, los pequeños, la hicisteis antes de que
yo naciera. ¡Vosotros y vuestrasleyes podéis iros a paseo...! ¡Lo que
d b h l d b h !
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debo hacer y lo que no debo hacer!o hay comida para mí, a menos
que trabaje como un esclavo. Notengo reposo, ni abrigo, ni nada, y
ahora viene usted y me dice que hayuna ley... —Esto no es cosa mía —dijo
el policía—. Y no voy a discutir con usted. Sólo vengo a que secumpla la ley.
Y pasando la otra pierna por encima de la valla, pareció
dispuesto a saltar al suelo. Otros policías aparecieron detrás de él.
Y d d
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Yo no tengo nada contra usted...fíjese bien —dijo el joven Caddles,
agarrando fuertemente su enormemaza de hierro y señalando al
policía con un gran dedo flaco yexpresivo—. No tengo nada contrausted, pero... ¡déjeme en paz!
El policía intentó mostrarsetranquilo y trivial, pero una intensatragedia se alzaba claramente antesus ojos.
—Déme la proclama —dijo a
un acompañante invisible. Leentregaron un pequeño papel
bl Déj !
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blanco. —¡Déjeme en paz! — volvió a repetir Caddles, cada vez
más indignado. —Esto significa —dijo el
policía antes de leer la proclama— que tiene usted que irse a casa.Váyase a su cantera. Si no obedece,
le va a pesar.Caddles profirió un gruñidoinarticulado. Cuando hubo leído la proclama, el policía hizo una seña.Cuatro hombres armados co
fusiles tomaron posiciones, coafectada indiferencia, a lo largo de
l d Ll b l if d
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la pared. Llevaban el uniforme dela policía de asalto. A la vista de
los fusiles, el joven Caddles montóen cólera. Se acordó de las
picaduras producidas por lasescopetas de los labriegos deWreckstone.
—¿Vais a disparar eso contramí? —preguntó señalando lasarmas.
Al oficial le pareció queCaddles tenía miedo. —Si no
vuelve en seguida a su cantera..Entonces, en un instante, el oficial
ltó l t l d d l t i
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saltó al otro lado de la tapia,mientras a dieciocho metros por
encima de su cabeza, el poste dehierro de la lámpara eléctrica
volteaba para llevarlo a la muerte.Bang, bang, bang, respondieron losfusiles, y saltaron por el aire
fragmentos de la tapia, del suelo ydel subsuelo del jardín. Algo mássalió volando por el aire, algo quedejó unas gotas rojas en las manosde uno de los tiradores. Los
policías se alejaron un poco pararevolverse y volver a disparar
valientemente Pero el jove
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valientemente. Pero el joveCaddles, con dos balas en el
cuerpo, había girado sobre sustalones para descubrir quién lo
había herido atacándolo por laespalda. ¡Bang! ¡Bang! Tuvo unavisión de casas y jardines y de
gente que agachaba la cabeza en lasventanas, todo balanceándose de umodo espantoso y misterioso.Parece que dio tres grandes pasos yunos traspiés, que levantó y dejó
caer su maza y que se apretó el pecho. Estaba herido. ¿Qué era
aquello cálido y húmedo que se le
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aquello, cálido y húmedo, que se leescurría por la mano? Un hombre,
asomándose por la ventana de sdormitorio le vio la cara, lo vio
mirándose fijamente con una muecade sollozante congoja la sangre quele teñía la mano. Luego se le
doblaron las rodillas y se derrumbóaparatosamente. Era la primera delas ortigas gigantes que caía ante elresuelto tirón de Caterham, y precisamente la que menos contaba
éste con que le viniera a las manos.
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CAPÍTULO CUATRO -
LOS DOS DÍAS DEREDWOOD
Tan pronto como Caterhaadvirtió que el momento de coger la
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advirtió que el momento de coger laortiga había llegado, tomó la ley e
sus manos y envió una orden dedetención contra Cossar y
Redwood.Con Redwood no hubo
problema. Acababa de sufrir una
operación en un costado y losmédicos le habían apartado todo loque pudiera preocuparle hasta quesu convalecencia quedaseasegurada. Le habían dado de alta y
acababa de levantarse de la cama.Se hallaba en ese momento fuera
del lecho en un cuarto calentado
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del lecho, en un cuarto calentado por el fuego de la chimenea, con u
montón de periódicos a su lado,enterándose por primera vez de la
agitación que había puesto al paísen manos de Caterham y de lasdificultades que estaba
cerniéndose sobre la princesa y s propio hijo. Era la mañana del díaen que murió el joven Caddles y el policía aquél intentó detener al hijode Redwood cuando se dirigía a
ver a la princesa. Los últimos periódicos que Redwood había
leído anunciaban vagamente estos
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leído anunciaban vagamente estosacontecimientos inminentes.
Redwood estaba releyendo con elcorazón desfalleciente, aquellas
primeras premoniciones deldesastre que se acercaba.Adivinaba en ellas cada vez más
perceptibles las sombras de lamuerte, aunque leía para tener ocupada la mente hasta que llegasemás noticias. Cuando los agentes de policía entraron en su habitación,
precedidos por el criado, levantó lavista vivamente.
—Creí que sería uno de los
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Creí que sería uno de los primeros periódicos de la tarde —
dijo. Luego, levantándose y con u
rápido cambio de manera, preguntó: —¿Qué significa esto...?Después, Redwood no tuvo
noticias de ninguna clase durantedos días.
Habían ido con un vehículo para llevárselo, pero, cuando seconvencieron de que se hallaba
realmente enfermo, decidierodejarlo allí durante un día o dos
hasta que pudieran trasladarlo si
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hasta que pudieran trasladarlo si peligro. Su casa fue invadida por la
policía y convertida en cárcel provisoria. Era la misma casa
donde había nacido el giganteRedwood y donde por vez primerase había administrado
Heracleoforbia a un ser humano.Redwood, que ahora era viudo,había vivido allí ocho años.
Era ahora un hombre de peloentrecano, con una pequeña barba
gris en punta y ojos castañostodavía muy activos. Era esbelto y
tenía una voz suave como siempre
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tenía una voz suave, como siemprela había tenido, pero sus facciones
habían adquirido aquella calidadindefinible consecuencia de largas
meditaciones sobre cuestiones portentosas. Para el policía que practicó la detención, su aspecto
ofrecía un contraste impresionantecon la enormidad de sus delitos.
—Ahí está ese individuo queha hecho lo imposible para echarlotodo a rodar —dijo el jefe a s
subordinado inmediato—. Tienerostro de pacífico propietario rural.
Ahí tiene usted al juez Hangbrow,d l l d
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Ahí tiene usted al juez Hangbrow,que se desvela por tenerlo todo e
orden y al día, y tiene una cara que parece de cerdo. ¡Y luego, sus
modales! Uno es todo educación yfinura, y el otro todo gruñidos yresoplidos. Esto demuestra,
¿verdad?, que no hay que fiarse delas apariencias, sea lo que fuereque se tenga que hacer.
Sin embargo, su discursosobre las consideraciones que co
ellos tenía Redwood quedó bastantemalparado. Al principio, los otros
policías lo encontraron muy pesado,h d j bi d
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policías lo encontraron muy pesado,hasta que dejaron bien sentado que
era inútil hacerles preguntas o pedirles periódicos. Hicieron una
especie de registro en su estudio yse llevaron hasta los periódicos queya tenía. La voz de Redwood tenía
tono agudo y acento dereconvención.
—Pero ¿no ve usted —decía
una y otra vez— que se trata de mihijo, de mi único hijo, que se halla
en un apuro? No es el Alimento loque me preocupa, sino mi hijo.
—Yo quisiera poderi f l ñ dij l fi i l
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Yo quisiera poder informarle, señor —dijo el oficial
, pero nuestras órdenes soestrictas. —¿Quién dio las órdenes? —¡Ah! Eso tampoco puedo
decírselo, señor... —se excusó eloficial, dirigiéndose hacia la
puerta. —Camina de un lado a otro de
su cuarto —dijo el segundo oficial
cuando su jefe bajó del pisosuperior—. Todo va bien. Paseando
se despejará... —Así lo espero —repuso el
efe—. Lo cierto es que antes no loh bí i t b j l i l
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qhabía visto bajo la misma luz que
ahora, pero resulta que el giganteque tenía que ver con la princesa,¿sabe usted?, es su hijo. Los dos semiraron durante un momento. — Entonces, la cosa es fuerte para él
dijo el tercer policía. Eraevidente que Redwood no habíacomprendido muy bien que un teló
de acero lo separaba del mundoexterior. Lo oyeron acercarse a la
puerta, intentar abrirla y probar elfuncionamiento de la cerradura y
luego la voz del oficial estacionadol ll di ié d l
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gen el rellano diciéndole que era
inútil hacer aquello. Tambiéoyeron cómo se acercaba a lasventanas y vieron que lostranseúntes miraban para arriba.
—También eso es inútil —dijo
el segundo oficial. EntoncesRedwood empezó a tocar el timbre.El jefe subió y le explicó co
mucha paciencia que no ganaríanada con tocar el timbre de aquel
modo, y que si ahora lo tocaba porque sí, no le harían el menor
caso luego cuando necesitara algo.Lo atenderemos en todo lo
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g g —Lo atenderemos en todo lo
que sea razonable, señor —dijo eloficial—, pero si usted insiste etocar el timbre a modo de protesta,nos veremos obligados adesconectarlo.
Las últimas palabras proferidas por Redwood en un tonomuy alto que oyó el oficial, fuero
éstas: —Pero al menos podría
decirme usted si mi hijo...II
Después de todo esto
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Después de todo esto,
Redwood pasó la mayor parte deltiempo en las ventanas.De todos modos, poca cosa
podían ofrecerle aquellas ventanasrespecto a la marcha de los
acontecimientos en el exterior. Etodo momento aquella calle era muytranquila, pero aquel día lo era
excepcionalmente. Ni un coche dealquiler, ni un carro pasaron aquella
mañana. De vez en cuando pasabaalgún transeúnte sin que mostrara la
menor anormalidad en losacontecimientos; después un grupito
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acontecimientos; después un grupito
de niños, una niñera, una mujer queiba de compras, y gente así.Entraban en escena por derecha o por izquierda, arriba o abajo de lacalle, con un exasperante aire de
indiferencia para los intereses másimportantes que los suyos propios.Descubrían con asombro la casa
guardada por la policía ymarchaban en dirección opuesta,
donde unos grandes racimos dehortensias gigantes se hallaba
suspendidos a través de la calle. Alirse volvían la cabeza para mirar y
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irse volvían la cabeza para mirar y
señalaban con el dedo. De vez ecuando, un hombre se acercaba auno de los policías preguntándolealgo. Únicamente conseguía una breve respuesta...
Las casas de enfrente parecíamuertas. Una sirvienta apareció unavez en una ventana y se quedó u
instante mirando. A Redwood se leocurrió hacerle señas. Durante u
rato ella contempló sus gestos, al parecer con cierto interés, y hasta le
dio una vaga respuesta y se fue. Uviejo salió cojeando de la casa
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viejo salió cojeando de la casa
señalada con el número 37, bajó los peldaños y se marchó por laderecha, sin mirar para nada haciaarriba. Durante diez minutos elúnico transeúnte fue un gato...
Así, aquella trascendental einterminable mañana fuealargándose desmesuradamente.
Alrededor de las doce seoyeron gritos de los vendedores de
periódicos en la calle contigua, pero aquello pasó.
Contrariamente a lo que solíahacer no pasaron por la calle de
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hacer, no pasaron por la calle de
Redwood, y éste tuvo la sospechade que la policía había cerrado las bocacalles. Intentó abrir la ventana, pero aquello hizo que apareciera deinmediato un policía en s
habitación...El reloj de la iglesia
parroquial dio las doce, y después
de un abismo de tiempo, la una.Se burlaron de él llevándole la
comida. Comió un poco y esparcióla comida por el plato a fin de que
se la llevaran pronto, bebió whiskyliberalmente y luego cogiendo una
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liberalmente y luego, cogiendo una
silla, volvió junto a la ventana. Losminutos se dilataron en grisesinmensidades y durante unosmomentos acaso se quedaradormido...
Despertó con la vagaimpresión de haber oído unosruidos lejanos. Percibió u
repiqueteo en la ventana, como la pequeña sacudida de un terremoto
distante. El repiqueteo duró cosa deun minuto y luego fue
desvaneciéndose. Después de usilencio se reprodujo Luego
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silencio, se reprodujo... Luego
volvió a desvanecerse. Imaginó quese debería simplemente al paso dealgún vehículo por la calle principal. ¿Qué otra cosa podíaser...?
Al cabo de algún tiempoempezó a dudar si había oído deveras aquel ruido.
Se puso a razonar consigomismo. A fin de cuentas, ¿por qué
motivo lo habían detenido? Haciados días que Caterham se hallaba
en el poder... ¡El tiempo suficientepara coger su ortiga! ¡Coger s
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para coger su ortiga! ¡Coger s
ortiga! ¡Coger su ortiga gigante!Una vez encontrado este estribillose quedó canturreándolomentalmente, sin poder dejarlo.
Y, después de todo, ¿qué podía
hacer Caterham? Era un hombremuy religioso. Estaba ligado hastacierto punto con aquello de no
emplear la violencia sin una causaustificada.
¡Coger la ortiga! Tal vez, por ejemplo, iban a arrestar a la
princesa y enviarla al extranjero.Podían encontrarse con dificultades
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Podían encontrarse con dificultades
con su hijo. ¡En este caso...! Pero,¿por qué lo habían detenido a él?¿Por qué se estimaba necesariomantenerlo en la ignorancia de loque ocurría? Aquello demostraba
algo más grave.¿Acaso, por ejemplo, se
proponían encarcelar a todos los
gigantes? ¿Los detendrían a todosuntos? Ya hubo ciertas
insinuaciones sobre esto en losdiscursos electorales. ¿Entonces...?
Sin duda alguna, se habríaapoderado también de Cossar.
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p
Caterham era un hombrereligioso, Redwood se asía a estaidea. En lo más recóndito de smente, había una especie de telónegro en el que se encendía y se
apagaba una palabra, una palabraescrita con letras de fuego. Luchabainsistentemente contra aquella
palabra. Era como si siemprecomenzara a aparecer en aquel
telón, sin acabar de completarse.Finalmente se enfrentó co
ella. «¡Masacre!» Allí estaba la palabra con toda su crudeza y s
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p y
brutalidad.¡No! ¡No! ¡No! ¡Eraimposible! Caterham era un hombrereligioso, civilizado. ¡Y, además,después de todos aquellos años,
después de todas aquellasesperanzas...!
Redwood se incorporó de u
salto y se puso a andar de un lado para otro. Habló consigo mismo y
gritó: —¡No!
La humanidad no estaba taloca como para llegar a aquel
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p g q
extremo... ¡Seguro que no! Eraimposible, era increíble, no podíaser. ¿Qué se ganaría con matar a losgigantes, cuando era evidente que logigantesco en los seres inferiores
no se había presentadoinevitablemente? ¡No era posibleque estuviesen tan locos como para
hacer una cosa semejante...! —¡Tengo que rechazar esta
idea...! —dijo en voz alta—.¡Rechazo esta idea!
¡Absolutamente!Se interrumpió con u
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sobresalto. ¿Qué era aquello?Era indudable que las ventanashabían retemblado otra vez.
Redwood fue a mirar lo que pasaba en la calle. En la casa de
enfrente obtuvo la inmediataconfirmación de lo que había oído.En un dormitorio de la casa número
35 había una mujer con una toallaen la mano, y en el comedor de u
piso del número 37 se veía uhombre detrás de un gran jarrón co
un culantrillo hipertrófico. Los dosestaban de pie, asomados a la
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ventana, inquietos y curiosos.Redwood pudo ver claramente queel policía que vigilaba en la calletambién lo había oído. Aquello noera, pues, cosa de su imaginación.
Se volvió hacia el interior desu cuarto, que se iba oscureciendorápidamente.
—¡Cañonazos! —se dijo. Sequedó reflexionando. —
¿Cañonazos?Le trajeron un té fuerte, como
el que estaba acostumbrado a tomar.Era evidente que su ama de llaves
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había sido consultada. Después de beberlo, se sintió demasiadonervioso para quedarse sentado allado de la ventana y se puso a pasear por la habitación. Se sintió
más capaz de pensar en ideascoherentes. Aquella habitacióhabía sido su estudio durante
veinticuatro años. Había sidoamueblada en su boda y todo lo
esencial databa de entonces: el gray complejo escritorio, la silla
giratoria, la butaca al lado de lalumbre, la biblioteca giratoria y el
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archivo clasificador con suscompartimientos, que llenaba elhueco del fondo. La alfombra turcade colores vivos, los tapices ycortinajes del último período
Victoriano habían adquirido la ricadignidad que otorgan los años, y elcobre y el bronce brillaba
cálidamente ante el fuego del hogar.Las bombillas eléctricas había
sustituido a la lámpara de aceite deantaño, y esta era la principal
alteración del equipamientooriginal. Pero entre estas cosas, s
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conexión con el Alimento habíadejado abundantes indicios. A lolargo de la pared, encima del friso,se veía una colección de fotografíasy fotograbados enmarcados e
negro con los retratos de su hijo,los hijos de Cossar y otros niñosdel Alimento Estrella, en distintas
edades y en medio de diversos paisajes. Hasta el inexpresivo
semblante del joven Caddles teníasu sitio en aquella colección. En u
rincón había un haz de espigas de lahierba gigante de los prados de
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Cheasing Eyebright, y encima delescritorio había tres cápsulasvacías de amapolas, grandes comosombreros. Las barras de lascortinas eran tallos de hierba. Y el
tremendo cráneo del gran cerdo deOakham pendía, como un portentosoestante ornamental de marfil, sobre
la repisa de la chimenea, con uarrón chinesco en cada órbita y el
hocico abatido, encima de lalumbre...
Redwood se acercó a lasfotografías, y en particular hacia las
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de su hijo.Le trajeron a la memoriaincontables recuerdos de cosas quese habían borrado ya de su mente,de los primeros días del Alimento,
de la tímida presencia deBensington y su prima Jane, deCossar y de aquella noche terrible
pasada en la Granja Experimental.Estos recuerdos se le apareciero
como cosas muy pequeñas y brillantes y distintas, como objetos
vistos con un telescopio en un díasoleado. Y después se le representó
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el gigantesco cuarto de los niños, lagigantesca infancia de su hijo, sus primeros esfuerzos para hablar, sus primeros signos claros de afecto.
¿Cañonazos?
Se le ocurrió, de un modoirresistible, agobiante, que en elexterior, fuera de aquel maldito
silencio y de aquel malditomisterio, su hijo y los hijos de
Cossar, y todos aquellos gloriososfrutos precoces de una edad más
grandiosa, estaban luchando...¡Luchando por la vida! Hasta era
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posible que su hijo se hallase eaquel momento en algún terribleapuro, herido, detenido como él...
Se apartó de los retratos yvolvió a andar de un lado a otro de
la habitación, gesticulando. —¡No puede ser! —gritó—.
¡No puede ser! ¡No puede acabar de
este modo...! Pero, ¿qué ha sidoeso?
Se detuvo, rígidamenteinmóvil.
El repiqueteo de las ventanashabía vuelto a empezar, y luego se
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oyó un gran ruido sordo, como unavasta conmoción que hizo retemblar toda la casa. La conmoción pareciódurar un siglo. Debió de haberse producido muy cerca. Por u
instante le pareció como si algohubiera venido a dar contra la casa, por encima de donde él se hallaba...
un impacto que se resolvió en utintineo de cristales rotos, y luego
en una quietud que terminó por ficon un ruido claro de gente que
corría por la calle.Este ruido lo liberó de s
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inmovilidad. Se volvió hacia laventana y la vio hecha pedazos.El corazón le latió
apresuradamente, con la sensacióde haber llegado a una crisis, a u
acontecimiento concluyente, a laliberación. Y luego, otra vez, ¡elconocimiento de su impotente
confinamiento cayó ante él como utelón!
No pudo ver nada de particular en el exterior, excepto
que la pequeña lámpara eléctrica deenfrente estaba apagada. No pudo
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oír tampoco nada después de la primera señal de alarma. No pudoañadir nada que interpretara oampliara aquel misterio, pero eaquel momento vio aparecer u
resplandor rojizo y fluctuante en elcielo, hacia el sudeste.
Este resplandor aumentó de
intensidad para disminuir eseguida. Luego dudó de que hubiera
aumentado de intensidad realmente.Se fue haciendo más visible otra
vez, a medida que el día ibaoscureciendo. Y llegó a ser el
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hecho predominante en la larganoche de incertidumbre. A veces parecía tener el temblor de lasllamas danzantes, y otras veces lehacía creer que era ni más ni menos
que el reflejo normal de las lucesvespertinas. Aumentó y disminuyóde intensidad varias veces durante
aquellas largas horas y sólo sedesvaneció, por fin, al quedar
totalmente sumergido en la claridadde la aurora. ¿Significaría algo...?
¿Qué podía significar? Con todaseguridad se trataba de algú
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incendio, cercano o remoto, pero nohabría podido decir si era humo oniebla aquello que cruzaba el cielo.Sin embargo, cerca de la unaempezó a percibirse el centelleo de
los reflectores, que continuódurante el resto de la noche.Aquello también podía significar
muchas cosas. Pero, ¿qué podíasignificar? ¿Qué significaba e
realidad? Sólo tenía aquel cieloagitado y abigarrado y la indicació
de una enorme explosión con quellenar sus pensamientos. No se
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oyeron ya más ruidos ni máscarreras por la calle, tan sólo unosgritos que podían haber sido proferidos por algunos borrachos...
No encendió la luz. Se quedó
de pie ante la ventana destrozada,en plena corriente de aire, comouna delgada silueta negra para el
oficial de policía que, de vez ecuando, penetraba en la habitació
exhortándole a descansar.Toda la noche permaneció
Redwood junto a la ventana,observando el ambiguo movimiento
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del cielo, y únicamente al despuntar el alba obedeció al imperativo dela fatiga y se echó sobre la camaque le habían preparado entre sescritorio y la semiapagada lumbre
del hogar, debajo del cráneo delenorme cerdo.
III
Durante treinta y seis
larguísimas horas, Redwood permaneció encarcelado, encerrado
y aislado del gran drama de los DosDías mientras la gente pequeña e
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la aurora de la grandeza luchabacontra los Hijos del Alimento.Después, bruscamente, el telón deacero volvió a levantarse yRedwood se encontró muy cerca
del centro de la lucha. El telón se
levantó tan inesperadamente comohabía caído. A media tarde le atrajo
a la ventana el ruido de un cocheque se detuvo frente la puerta de s
casa. Un hombre joven se apeó deél y al cabo de un minuto ya estaba
en su presencia en el cuarto. Era uindividuo pequeñito y delgado, de
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unos treinta años tal vez, muy bieafeitado, muy bien vestido y comuy buenos modales.
—Señor Redwood —empezódiciendo—, ¿quiere usted
acompañarme a ver al señor
Caterham? Requiere su presenciacon gran urgencia.
—¿Requiere mi presencia...?En la mente de Redwood afloró
una pregunta que, de momento, nosupo formular. Vaciló. Luego, co
voz entrecortada, preguntó—: ¿Quéle han hecho a mi hijo?Y se quedó sin aliento
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Y se quedó sin aliento,esperando la respuesta.
—¿Su hijo, señor? Su hijo estámuy bien. Al menos, por lo que podemos saber.
—¿Está bien?
—Ayer fue herido, señor. ¿Nolo sabía usted?
Redwood irrumpió contra estaafectación. Su voz ya no estaba
matizada por el temor, sino por laira.
—Ya sabe que no he podidoenterarme de nada. Eso lo sabeusted bien
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usted bien. —El señor Caterham lo temía,
señor... Eran momentos muycríticos. Todo el mundo... fuecogido por sorpresa. Le detuvo a
usted para evitarle cualquier
desgracia... —Me detuvo para impedir que
avisara a mi hijo o que leaconsejara lo que debía hacer...
Dígame lo que ha ocurrido. ¿Hatriunfado ustedes? ¿Los han matado
a todos?El joven dio un paso hacia laventana y se volvió
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ventana y se volvió. —No, señor —dijo
concisamente. —¿Qué tiene usted, pues, que
decirme?
—Tenemos pruebas, señor, de
que esta lucha no fue planeada por nosotros. Nos encontraron...
totalmente faltos de preparación. —¿Quiere usted decir que...?
—Quiero decir, señor, que losgigantes... hasta cierto punto se ha
mantenido firmes.El mundo cambió paraRedwood. Durante un momento,
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Redwood. Durante un momento,algo muy semejante a la histeria seapoderó de los músculos de scara. Luego dio salida a una profunda exclamación.
—¡Ah! —su corazón dio u
gran salto de alegría.— ¡Losgigantes se han mantenido firmes!
—Ha habido una luchaterrible... una terrible destrucción.
Todo ha sido debido a un horriblemalentendido... En el norte y en los
Midlands han muerto variosgigantes... En todas partes.—¿Están luchando ahora?
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¿Están luchando ahora? —No, señor. Se ha izado la
bandera blanca pidiendo uarmisticio.
—¿Ellos...?
—No, señor. El señor
Caterham la izó... Todo este asuntoha sido un malentendido. Por esto
quiere hablar con usted y exponerlesu caso. Ellos insisten, señor, e
que usted intervenga...Redwood lo interrumpió.
—¿Sabe usted lo que le haocurrido a mi hijo? —Fue herido.
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—¡Explíquemelo!¡Explíquemelo!
—El y la princesa se presentaron antes de que el... el
movimiento para rodear el
campamento de los Cossar sehubiese completado... Me refiero a
la hondonada de los Cossar, eChislehurst. Se presentaron de
repente, señor, con gran estrépito, através de un denso campo de avena
gigante, cerca de River, ante unacolumna de infantería... Lossoldados se habían mostrado muy
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ynerviosos durante todo el día yaquello ocasionó un verdadero pánico.
—¿Y le dispararon?
—No, señor. Echaron a correr.
Hubo alguien que disparó contraél... sin apuntar... y en contra de las
órdenes recibidas.Redwood hizo una mueca de
incredulidad. —¡Es verdad, señor! No
quiero alegar que fuera a causa deél, sino a causa de la princesa. —Sí. Eso es verdad.
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—Los dos gigantes echaron acorrer gritando hacia el
campamento. Los soldados corríade un lado para otro y algunos
empezaron a disparar. Dijeron que
le habían visto tambalearse... —¡Oh...!
—Sí, señor. Pero sabemos queno está malherido...
—¿Cómo? —¡Nos ha enviado un mensaje,
señor, diciéndonos que estaba bien! —¿Para mí? —¿Para quién, pues, señor?
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¿ q pRedwood permaneció cerca de
un minuto con los brazos cruzados y
apretados, percatándose de todo.Después su indignación encontró la
voz que había perdido.
—Se han portado ustedescomo unos tontos, han calculado
mal y se han equivocado, y quiereusted que yo ahora crea que no so
un hato de asesinos con la peor intención. Y además... ¿Qué más?
El joven lo miróinterrogativamente. —¿Los otros gigantes?
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¿ g gEl joven no simuló no
comprenderlo. Bajó el tono de la
voz: —Trece, señor, han muerto.
—¿Y los otros están heridos?
—Sí, señor. —¿Y Caterham —preguntó
ahogándosele la voz— quiereentrevistarse conmigo? ¿Dónde
están los demás? —Algunos pudieron penetrar
en el campamento durante la lucha,señor... Parece como si hubierasabido...
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—¡Pues claro que lo sabían!Si no hubiese sido por Cossar...
¿Está con ellos Cossar? —Sí, señor. Y todos los
gigantes supervivientes está
también allí... Los que no entraroen el campo durante la lucha ha
ido allí o están yendo ahora, bajo la bandera de la tregua.
—Esto significa —dijoRedwood— que ustedes han sido
derrotados. —No estamos derrotados. No,señor. No puede usted decir que nos
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hayan derrotado. Pero sus hijos haquebrantado las reglas de la guerra.
Anoche por primera vez, y ahora denuevo.
Después de haber retirado
nosotros nuestras fuerzas atacantes.Esta tarde empezaron a bombardear
Londres... —¡Cosa muy legítima!
—Nos han disparado obusesllenos de... veneno.
—¿Veneno? —Sí. Veneno. El Alimento... —¿La Heracleoforbia?
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—Sí, señor. El señor Caterham, señor...
—¡Los han derrotado! ¡Claroque usted no puede comprenderlo!
¡Es Cossar! ¿Qué esperanzas les
pueden quedar a ustedes ahora?¿Qué pueden hacer? Tendrán que
respirarlo en el mismo polvo de lascalles. ¿Para qué seguir luchando?
¡Vaya con las reglas de la guerra! Yahora Caterham quiere que yo les
ayude a salir del mal paso.¡Válgame Dios, hombre! ¿Para quétengo que acudir en ayuda de
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vuestro charlatán? Ya se hadivertido bastante... asesinando y
embrollándolo todo. ¿Por quédebiera yo...?
El joven permanecía con u
aire de vigilante respeto. —Lo cierto es, señor —lo
interrumpió—, que los gigantesinsisten en verlo a usted. No
quieren otro embajador. Si usted nose presenta a ellos, mucho me temo,
señor, que se derramará todavíamás sangre. —La vuestra, tal vez.
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—No, señor... en los dos bandos. El mundo está decidido a
terminar con esto.Redwood miró alrededor de
sí. Sus ojos se posaron un momento
en la fotografía de su hijo. Volviósey se avino a lo que el jove
esperaba. —Sí —dijo, por fin—. Vamos.
IV
Su encuentro con Caterham fuetotalmente distinto de como se lohabía figurado. Había visto a aquel
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hombre sólo dos veces durante todasu vida, una vez en un banquete y
otra vez en el salón de descanso dela Cámara de los Comunes, y s
imaginación le había representado
siempre, no el hombre, sino lacreación de periódicos y
caricaturistas, el legendarioCaterham: Pulgarcito, el matador de
gigantes, Perseo y todo lo demás. Elelemento inherente a la
personalidad humana le puso edesorden todo aquello. No se encontró con el rostro
d l i i
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de las caricaturas y retratos, sinocon el de un hombre cansado y
agobiado por el insomnio, un rostroarrugado y estirado, con el blanco
de los ojos amarillento, con una
boca de líneas débiles. Estaban allí, por cierto, los ojos castaño-rojizos,
el pelo negro y el característico perfil aquilino del gran demagogo.
Pero también había algo más quemataba de un golpe cualquier
intento premeditado de retórica.Aquel hombre estaba sufriendo;estaba sufriendo agudamente una
ió i D d l
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enorme tensión nerviosa. Desde el principio adoptó un aire como de
personificarse a sí mismo. Alinstante, con un solo gesto, con el
más leve movimiento, le fue
revelado a Redwood que Caterhase sostenía gracias a las drogas. El
político introdujo el pulgar en el bolsillo de su chaleco, y después de
unas frases más, prescindió de tododisimulo y deslizó un pequeño
comprimido entre los labios.Además, no obstante elesfuerzo que sobre él pesaba, a
d l h h d t ó
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pesar del hecho de no tener razón yde ser una docena de años más
oven que Redwood, aquellacualidad que había en él —algo que
podríamos llamar magnetismo
personal por falta de una palabramejor— que le había hecho abrirse
camino hasta llegar a la eminenciadel desastre, seguía notándose e
todo su ser. Con esto tampoco habíacontado Redwood. Ya desde el
principio, en cuanto al curso ydirección de la conversación, prevaleció Caterham sobreR d d L t í ti d l
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Redwood. Las características de la primera fase de la entrevista fuero
determinadas por él, y el tono y los procedimientos empleados fuero
también de su iniciativa. Aquello
sucedió como si fuera la cosa másnatural del mundo.
Todos los proyectos deRedwood se desvanecieron ante s
presencia. Le estrechó la manoantes de que Redwood recordara
que se había propuesto evitar aquella familiaridad. Dio la tónicade su conferencia de un modo
l tá d l
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seguro y claro presentándola comouna búsqueda de expedientes en una
catástrofe común.Si cometió algún error fue las
veces que se dejó dominar por la
fatiga y dejó de prestar una atencióinmediata, dejándose llevar por el
hábito propio de un mitin. Luego seirguió —durante toda la entrevista
los dos personajes permanecierode pie— y, apartando la mirada de
Redwood, empezó a defenderse y austificarse. En una ocasión inclusose le escapó:
¡C b ll !
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—¡Caballeros...!Quedamente, dilatándose poco
a poco, empezó a hablar...Hubo momentos en los que
Redwood dejó de sentirse
interlocutor comportándose comosimple auditor de un monólogo. Se
transformó en el espectador privilegiado de un extraordinario
fenómeno. Se dio cuenta de algo asícomo una diferencia específica
entre él y aquel individuo cuyahermosa voz lo estaba envolviendoy que seguía hablando y hablando.Aquella mentalidad era ta
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Aquella mentalidad era ta poderosa como limitada. De s
energía conductora, de su peso personal, de su invencible olvido
de ciertas cosas, brotó en la mente
de Redwood la más grotesca yextraña de las imágenes. En vez de
un antagonista que era un semejantesuyo, un hombre susceptible de
responsabilidad moral al que se podían dirigir razonables súplicas,
Redwood vio a Caterham comoalgo raro, como una especie derinoceronte monstruoso, como sidijéramos un rinoceronte
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dijéramos un rinocerontecivilizado, engendrado en la selva
de los enredos democráticos, umonstruo de irresistible empuje e
invencible resistencia. En todos los
estrepitosos conflictos de aquellamañana, se erguía supremo. ¿Y más
allá? Aquel hombre era un ser perfectamente dotado para abrirse
camino por entre grandes multitudesde hombres. Para él no había falta
que fuese más importante que laautocontradicción, ni ciencia mássignificativa que la reconciliacióde los «intereses» Las realidades
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de los «intereses». Las realidadeseconómicas, las necesidades
topográficas, las casi intocadasminas de expedientes científicos, no
existían para él más de lo que
existían los ferrocarriles, los rifleso la literatura geográfica. Lo único
que existía eran asambleas, juntassecretas y votos... votos por encima
de todo. El era la encarnación demillones de votos.
Y ahora, en la gran crisis, colos gigantes quebrantados, pero noderrotados, aquel monstruo de losvotos se explicaba
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votos se explicaba.Era evidente que, incluso e
las presentes circunstancias, aútenía que aprenderlo todo. Ignoraba
que hubiese leyes físicas y leyes
económicas, cantidades yreacciones que todos los votos de
la humanidad nemíne contradicenteno pueden impedir y que si se
desobedecen es a cambio de ladestrucción. Ignoraba que hubiese
leyes morales que no puededoblegarse por la fuerza o por lamoda del momento, so pena de quevuelvan a enderezarse co
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vuelvan a enderezarse covindicativa violencia. Frente a una
granada explosiva o al Día delJuicio Final» era evidente para
Redwood que aquel hombre habría
ido a refugiarse detrás de algúvoto cuidadosamente conseguido e
la Cámara de los Comunes.Lo que más le preocupaba e
aquellos momentos no era la potencia que defendía aquella
fortaleza allá lejos, hacia el sur, nila derrota, ni la muerte, sino elefecto de todas esas cosas sobre smayoría que constituía la realidad
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mayoría, que constituía la realidad principal de su vida. Tenía que
derrotar a los gigantes o resignarsea quedar políticamente deshecho.
o estaba en absoluto desesperado.
En aquella hora de su más tremendofracaso, con sangre y desastres e
las manos y la promesa segura deun desastre inminente todavía más
terrible, con los destinos del mundoalzándose imponentes por encima
de su cabeza, era aún capaz decreer que por simple efecto de svoz, por medio de explicaciones ydeclaraciones podría todavía
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declaraciones podría todavíareconstruir su poder. Estaba
perplejo y afligido, sin duda alguna,muy cansado y dolorido, pero si ta
sólo pudiera sostenerse como hasta
ese momento, si pudiese continuar hablando.
A medida que Caterhahablaba, le parecía a Redwood que
avanzaba y retrocedía, que sedilataba y se contraía. La
participación de Redwood en laconversación fue puramentesubsidiaria, como si fuera metiendocuñas en ella de vez en cuando:
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cuñas en ella, de vez en cuando:«Eso son tonterías...», «No...», «No
vale la pena ni de insinuarlo...»,«Entonces, ¿por qué empezó
usted...?»
Es posible que Caterham nisiquiera lo oyera. Alrededor de
estas interpolaciones, el discursode Caterham fluía como un rápido
torrente alrededor de una roca. Allíestaba, pues, aquel hombre
increíble, de pie sobre su alfombraoficial, hablando, hablando como sicualquier pausa de su charla, en susexplicaciones en la exposición de
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explicaciones, en la exposición desus puntos de vista y aspectos, e
sus consideraciones y expedientes,fuera a permitir que alguna
influencia antagonista entrara de u
salto en la realidad... en la realidadoral, la única que él podía
comprender. Allí estaba aquelhombre, en medio de los
esplendores levemente deslucidosde aquella estancia oficial, en la
que un hombre tras otro habíasucumbido a la creencia de quecierto poder de intervención era elcontrol creador de un imperio...
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control creador de un imperio...Cuanto más hablaba Caterham,
tanto más iba creciendo yafirmándose en Redwood una
sensación de futilidad. ¿Se daba
cuenta aquel hombre de quemientras estaba hablando, el mundo
entero cambiaba? ¿Se daba cuentade que la invencible marea, el
crecimiento, iba en aumento más ymás, y de que había otras horas que
las parlamentarias y otras armas emanos de los Vengadores deSangre? Por fuera, oscureciendo lahabitación casi por entero, una
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habitación casi por entero, unasimple hoja de parra gigante de
Virginia daba golpecitos en loscristales sin que nadie le prestara
atención.
Redwood sintió el deseo determinar aquel asombroso
monólogo para escapar hacia lacordura y el sano juicio, hacia
aquel campamento asediado, lafortaleza del futuro, donde, en el
mismo núcleo de la grandeza, losHijos se habían agrupado. Por estoaguantaba aquella charla. Tenía lacuriosa impresión de que, a menos
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cu osa p es ó de que, a e osque aquel monólogo terminara de
una vez, se encontraría arrastrado por él y que, por lo tanto, debía
luchar contra la voz de Caterha
del mismo modo que se luchacontra una droga. Los hechos se
habían alterado y seguíaalterándose bajo aquel encanto.
¿Qué estaba diciendo aquelhombre? Como Redwood tenía que
transmitirlo a los Niños delAlimento, notó que aquelloimportaba mucho. Tenía que atender a lo que decía el otro y mantener al
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q ymismo tiempo su sentido de la
realidad tan bien como pudiera.Caterham hablaba mucho de delitos
de sangre. Aquello era elocuencia.
o tenía la menor importancia.¿Qué venía después?
¡Sugería una convención!Sugería que los Niños del
Alimento sobrevivientescapitulasen y se marcharan a otra parte para formar una comunidad propia. Dijo que había precedentes.
—Les podremos asignar uterritorio...
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—¿Dónde? —preguntó
Redwood, dispuesto a discutir.Caterham se aprovechó de
aquella concesión. Volvió la cara
hacia Redwood y su voz descendióa un tono de razonable persuasión.
Aquello ya podría determinarsemás adelante. Era, según Caterham,
una cuestión totalmente subsidiaria.Y prosiguió estipulando: —Y exceptuando la vida de
ellos y el lugar donde se hallen,nosotros deberemos poseer elabsoluto control y el Alimento y
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y ytodos los Frutos del Alimento
deberán ser aniquilados...Redwood comenzó a regatear.
—¿Y la princesa?
—Es cuestión aparte. —No —replicó Redwood
luchando para volver a su terrenoinicial—. Sería absurdo.
—Eso ya vendrá luego. Detodos modos, estamos de acuerdoen que la fabricación del Alimentodebe cesar...
—Yo no estoy para nada deacuerdo con eso. Yo no he dicho
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nada...
—¡Pero no puede ser que eun solo planeta haya dos razas de
hombres, una grande y otra
pequeña! ¡Considere lo que ya haocurrido! ¡Considere que esto es
sólo una pequeña demostración delo que puede ocurrir si este
Alimento sigue haciendo de lassuyas! ¡Considere todo lo que ustedha hecho sufrir ya a este mundo! Sitiene que haber una raza de gigantesque vayan creciendo ymultiplicándose...
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p —No quiero discutir —dijo
Redwood—. Debo ir a ver anuestros hijos. Quiero ir a ver a mi
hijo. Por eso he venido a verle
usted. Dígame exactamente cuál essu oferta.
Caterham hizo un discursosobre sus condiciones.
A los Niños del Alimento seles adjudicaría un gran territorio, eorteamérica o en África, donde
pudieran vivir sus vidas del modoque mejor les pareciese.
—¡Esto es una sandez...! —
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gritó Redwood—. Hay otros
gigantes en el extranjero. ¡En todaEuropa... por doquier!
—Podría establecerse una
convención internacional. No seríaimposible. Ya se ha hablado de algo
semejante... Pero en este territoriode reserva, ellos podrían seguir s
vida a su manera. Podrían hacer loque quisieran, podrían fabricar loque les diese la gana. Nosotros nossentiríamos muy satisfechos siquisieran fabricar objetos. Puedeser muy dichosos allí. ¡Piénselo!
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—A condición de que no haya
más descendencia. —Precisamente. Los hijos so
para nosotros. Y así, señor,
salvaremos al mundo, losalvaremos por completo de los
frutos de su terrible descubrimiento.o es aún demasiado tarde. Sólo
que estamos dispuestos a suavizar la rapidez de ejecución con laclemencia. Ahora mismo estamosquemando y chamuscando los sitiosafectados por los obuses quedispararon ayer. Podemos
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neutralizar sus efectos. Esté usted
seguro de que podemosneutralizarlos. Pero sin crueldades,
sin injusticias...
—¿Y si los Niños no aceptan?Por primera vez, Caterha
miró a Redwood cara a cara. —¡Deben aceptar!
—Yo no creo que acepten. —¿Y por qué no? —preguntóCaterham con un estupendo tono deasombro.
—Supongamos que no acepten.
—Entonces, ¿qué recursod i l ? d
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queda sino la guerra? No podemos
permitir que todo continúe así. ¡No podemos, señor! ¿Es que ustedes,
los hombres de ciencia, conocen de
imaginación? ¿Es que carecen de laclemencia? No podemos permitir
que nuestro mundo sea pisoteado por un creciente hatajo de
monstruos como los que ha producido su Alimento. No podemos y no queremos. Y yo le pregunto a usted: ¿qué significaesto, sino la guerra? Y recuérdelo
bien... Lo que acaba de ocurrir esú i l i i i E h
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únicamente el principio. Esto ha
sido sólo una escaramuza, usimple asunto policial. Créame
usted, un simple asunto policial. No
se deje engañar por la perspectiva, por la inmediata magnitud de estos
nuevos individuos. Detrás denosotros está la nación... está la
humanidad. Detrás de los millaresde seres que han muerto, haymillones. Si no hubiese sido por eltemor de tener que derramar mássangre todavía, señor, detrás de
nuestras primeras líneas se estaríaf d t lí d t
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formando otras líneas de ataque,
incluso ahora. Yo no sé si podremosacabar completamente con ese
Alimento, ¡pero lo que sí puedo
asegurarle es que podemos matar atodos sus hijos! Usted toma
demasiado en cuenta losacontecimientos de ayer, los
sucesos ocurridos en una veintenade años, en una sola batalla. Ustedno tiene idea del lento curso de lahistoria. Yo ofrezco este acuerdo para salvar unas cuantas vidas, no
porque pueda alterar el finali it bl Si t d
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inevitable. Si usted cree que sus
dos docenas de gigantes puederesistir a todas las fuerzas aunadas
de nuestro pueblo y de todas las
naciones extranjeras que vendrán enuestra ayuda, si usted cree que
puede cambiar a la Humanidad deun soplo, en una sola generación,
alterando la naturaleza y la estaturadel Hombre...Y haciendo un amplio gesto
con el brazo, añadió: —¡Vaya a verlos ahora, señor!
Véalos, agazapados alrededor deh id d t d l d ñ
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sus heridos, pagando todo el daño
que han hecho...Se interrumpió como si, por
casualidad, hubiese visto al hijo de
Redwood.Hubo una larga pausa.
—Vaya a verlos —dijo. —Eso es lo que quiero.
—Entonces, vaya ahoramismo...Dio media vuelta y oprimió el
botón del timbre. Afuera, erespuesta, se oyó el ruido de unas
puertas que se abrían y de pasosapresurados
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apresurados.
La conversación habíaacabado. La exhibición había
tocado a su fin. Bruscamente
Caterham pareció contraerse,arrugarse hasta transformarse de
nuevo en un hombre de medianaedad, de mediana estatura, en el
rostro amarillento y un aspectocansino. Dio un paso hacia delante,como si saliera del marco de ucuadro, y asumiendo por completola amistosa cortesía que hay detrás
de todos los conflictos públicos denuestra raza tendió su mano a
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nuestra raza, tendió su mano a
Redwood.Como si fuera la cosa más
natural del mundo, Redwood le
estrechó la mano por segunda vez.
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CAPÍTULO CINCO - ELCAMPAMENTO DE LOS
GIGANTES
Poco tiempo después se
encontró Redwood en un tren queatravesaba el Támesis hacia el sur.
Tuvo una breve visión del río,reluciente bajo las luces, y de la
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humareda que aún se desprendía delsitio donde había caído un obús, ela orilla septentrional, y donde se
había organizado una vasta multitud
de hombres para quemar hasta losúltimos restos de Heracleoforbia.
La orilla meridional se hallaba aoscuras debido a algún ignorado
motivo y ni siquiera las callesestaban iluminadas, y todo loclaramente visible eran las siluetasde las altas torres de alarma y lososcuros bultos de casas y escuelas.
Al cabo de un minuto deobservación volvió la espalda a la
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observación, volvió la espalda a la
ventana y se sumió en sus pensamientos. No había ya nada
más que ver ni que hacer hasta que
hubiera visto a los Hijos...Se sentía fatigado por la
tensión nerviosa de los dos últimosdías; le parecía que sus emociones
debían de estar ya agotadas, pero sehabía fortificado con un café muyfuerte antes de ponerse en marcha ysus ideas fluían claras y diáfanas.Su mente se hallaba en contacto co
muchas cosas. Recapituló de nuevo,pero esta vez con la ilustració
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pero esta vez con la ilustració
facilitada por los acontecimientosacaecidos, la manera cómo el
Alimento había entrado y se había
desplegado en el mundo. —Bensington creyó que podría
ser un excelente alimento para losniños —murmuró para sí con una
leve sonrisa. Luego volvieron a lamente, tan claras como si estuvieratodavía pendientes de resolución,las horribles dudas que loacometieron después que se hubo
comprometido a administrarlo a spropio hijo De allí con una
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propio hijo. De allí, con una
expansión continua e implacable, ya pesar de todos los esfuerzos
humanos para ayudar y oponerse a
su diseminación, el Alimento sehabía esparcido por todo el mundo
habitado por el hombre. Y ahora,¿qué...?
—Aunque los mataran a todossusurró—, el hecho ya estáconsumado.
El secreto de la fabricacióera conocido en muchas partes. Y
esto había sido obra suya. Lasplantas los animales y una multitud
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plantas, los animales y una multitud
de desdichados niños en plenocrecimiento conspiraría
irresistiblemente para obligar al
mundo a volver de nuevo alAlimento, independientemente de lo
que pudiera ocurrir en la presentelucha.
—El hecho está consumado — se repitió mientras las ideas se lefijaban sobre el destino de los
iños y particularmente de s propio hijo. ¿Los encontraría
agotados por los esfuerzos de labatalla, heridos, hambrientos, al
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batalla, heridos, hambrientos, al
borde de la derrota, o losencontraría aún recios y optimistas,
dispuestos para el conflicto aú
más formidable del día siguiente...?¡Su hijo estaba herido! ¡Pero le
había enviado un mensaje!Volvió a su mente la entrevista
con Caterham.Lo despertó de sensimismamiento la parada del treen la estación de Chislehurst.Reconoció el lugar por una enorme
atalaya contra las ratas que seerguía en la cúspide de Cande
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erguía en la cúspide de Cande
Hill y la hilera de grandes pinabetes que bordeaban la
carretera...
El secretario particular deCaterham fue desde el otro coche
para decirle que a una media millade distancia la línea férrea había
sido averiada y que el resto delviaje tendría que hacerlo eautomóvil. Redwood se apeó en uandén iluminado únicamente por una linterna de mano y barrido por
la fría brisa nocturna. La quietud deaquel abandonado suburbio
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q
invadido por el bosque y la malezatodos sus habitantes se había
refugiado en Londres al comienzo
de las hostilidades el día anterior , se hizo instantáneamente
impresionante. Su guía le ayudó a bajar los peldaños de la salida de
la estación, donde ya le esperaba uautomóvil con unos farosdeslumbradores, la única luz quehasta entonces había visto, lo confióal cuidado del chófer y se despidió
de él. —Ya sé que hará usted todo lo
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q
que pueda por nosotros —dijo,imitando los modales de su amo
mientras estrechaba la mano de
Redwood.Tan pronto como Redwood
consiguió envolverse en una manta,empezaron a rodar en medio de la
noche. Después de un momento deinmovilidad, el automóvil se lanzóvelozmente, pero con grasuavidad, por la pendiente de laestación. Dieron la vuelta a una
esquina y después a otra, siguierolos tortuosos caminos de un barrio
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residencial, y luego se extendió anteellos la carretera. El automóvil
zumbó al máximo de velocidad,
horadando la negra noche. Todoestaba muy oscuro bajo la luz
estelar y el mundo entero parecíahaberse agazapado misteriosamente
o desaparecido sin ningún ruido. Niun aliento de aire hacía moverse lascosas que pasaban volando a amboslados de la carretera. Las casas decampo, pálidas y abandonadas, a
ambos lados de su ruta, con susnegras ventanas sin luz, le parecía
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g , p
a Redwood una silenciosa procesión de calaveras. El chófer
que iba a su lado, o era un hombre
silencioso de natural o permanecíasilencioso debido a las peculiares
condiciones de aquel viaje.Respondía a las breves preguntas
de Redwood con monosílabos y aregañadientes. Cruzando elfirmamento por el sur, los haces deluz de los reflectores se agitabaformando ondas silentes; parecía
los únicos extraños indicios de vidaen aquel mundo abandonado que
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q q
iban dejando atrás en su velozcarrera.
La carretera se hallaba
bordeada a ambos lados por unasgigantescas ramas de endrino que
contribuían mucho a oscurecerla, y por una hierba muy alta y enormes
collejas, inmensas ortigas muertasgrandes como árboles cuyassiluetas pasaban como relámpagos por encima de sus cabezas. Despuésde Keston llegaron a una empinada
cuesta y el chófer aminoró lamarcha. Al llegar a la cima, se
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detuvo. —Es allí —dijo señalando
con un largo dedo enguantado u
enorme bulto negro y contrahechoque se alzaba ante los ojos de
Redwood.A lo lejos, parecía que el gra
talud, encrestado por el resplandor de donde salían los reflectores, sealzaba destacándose contra el cielo.Aquellos haces de luz iban y venía por entre las nubes y el ondulado
paisaje a su alrededor, como sitrazaran misteriosos
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encantamientos. —No sé —dijo por fin el
chófer. Resultaba evidente que tenía
miedo de seguir adelante.En aquel momento un reflector
descendió del cielo para posarse eellos, vigilándolos como una
mirada escrutadora, más bieconfundida que mitigada por el tallode un monstruoso hierbajo que seinterpuso. Los dos se sentaron, colas manos enguantadas delante de
los ojos, intentando mirar por entrelos dedos para enfrentarse con la
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cegadora luz. —Siga adelante —dijo
Redwood al cabo de un instante.
El chófer tenía todavía susdudas, que intentó expresar, si
conseguirlo del todo, y que fueroatenuándose hasta repetir:
—No sé.Por fin se aventuró a seguir. —Vamos, pues —dijo
poniendo el motor de nuevo emarcha, seguido atentamente por
aquel gran ojo blanco.A Redwood le pareció durante
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un buen rato que ya no se hallabaen la tierra, sino que corrían a
través de una nube luminosa. Tuf,
tuf, tuf tuf, hacía el motor, y una yotra vez —obedeciendo a no sé qué
impulso nervioso— el chófer hacíasonar la bocina.
Pasaron por la oscuridad de ucamino bordeado de altas vallas, yde allí a una hondonada. Luego pasaron por delante de vanas casas para volver a salir frente a aquel
cegador haz del reflector. Después,durante un rato, la carretera
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apareció completamente despejadaen medio de una llanura, y a ellos
les pareció que se hallaba
suspendidos, zumbando en lainmensidad. Una vez más las
gigantescas hierbas se alzaban a salrededor, desapareciendo
fugazmente en un remolino. De pronto, bruscamente y cerca deellos, se alzó, impresionante, lafigura de un gigante, brillantementeiluminada por abajo, o sea, por
donde lo iluminaba el reflector, ynegra, recortada contra el cielo, por
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arriba. —¡Eh, amigos! —gritó—.
¡Alto! Se acabó la carretera... ¿Es
usted Padre Redwood?Redwood se puso de pie y
profirió un grito a modo derespuesta, y en seguida apareció
Cossar en la carretera, a su lado,estrechándole las manos yayudándolo a apearse delautomóvil.
—¿Cómo está mi hijo? —
preguntó Redwood. —Está muy bien —dijo
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Cossar—. A él no le hicieron nadade cuidado.
—¿Y sus hijos?
—Bien. Todos ellos. Perohemos tenido que luchar para
conseguirlo.El gigante estaba diciendoalgo al chófer. Redwood se echó aun lado mientras el automóvil dabala vuelta, y entonces, súbitamente,Cossar desapareció, tododesapareció, y Redwood se
encontró en la más absolutaoscuridad durante el espacio de u
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momento. El reflector iba siguiendoel automóvil en su viaje de regreso
hasta la cumbre de Keston.
Redwood se quedó mirando cómose iba alejando el minúsculo
vehículo dentro de aquel pálidohalo. Ofrecía un efecto muy curioso,como si lo que se moviera no fueseel automóvil, sino el halo. Un grupode aguerridos gigantes apareciósúbitamente, haciendo grandesaspavientos, y fuero
inmediatamente tragados por lanoche... Redwood se volvió hacia
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la silueta de Cossar y le cogió lamano.
—Me han encerrado y me ha
tenido ignorante de todo —dijo— durante dos días completos.
—Les disparamos el Alimentodijo Cossar—. ¡Era obvio! Leshemos hecho unos treinta disparos.
—Vengo de ver a Caterham. —Lo sé. —Y echándose a reír,
con cierta nota de amargura, añadió: Supongo que querrá llegar a u
arreglo. —¿Dónde está mi hijo? —
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preguntó Redwood. —Está bien. Los gigantes
esperan el mensaje que nos trae.
—Sí, pero mi hijo...Pasó con Cossar por un largo
túnel inclinado, que se iluminó derojo durante un momento paravolver a caer en la oscuridad y salir finalmente en el gran pozo de minaque los gigantes habían construidocomo refugio.
La primera impresión que tuvo
Redwood fue la de un enormeestadio limitado por altísimos
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riscos, y con el suelo lleno deestorbos. Estaba a oscuras, a no ser
por los pasajeros reflejos del
reflector del centinela que rodabaconstantemente en lo alto y por u
rojizo resplandor que aumentaba ydisminuía a ratos procedente de urincón distante donde dos gigantestrabajaban juntos, haciendo un graestruendo metálico. Destacándosecontra el cielo, pudo distinguir lasfamiliares siluetas de los viejos
cobertizos y campos de juego quehabían sido construidos para los
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chicos de Cossar. Estaban comosuspendidos al borde de u
precipicio y extrañamente torcidos
y deformados con los cañones del bombardeo de Caterham. Había
indicaciones de enormesemplazamientos de artillería por encima, y en su proximidad se veíaunos montones de cilindros quequizá fueran municiones. Por todoel ancho espacio inferior estabaesparcidas las formas de grandes
máquinas e incomprensibles bultos,mezclados en vago desorden. Los
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gigantes aparecían y desaparecíaentre aquellas masas, y, bajo la luz
incierta, formaban grandes bultos,
de ningún modo desproporcionadosa las cosas entre las que se movían.
Algunos se hallaban activamenteatareados; otros, sentados oyacentes, como si intentaraconciliar el sueño, y uno que teníatodo el cuerpo vendado, yacía euna camilla de ramas de pino yestaba ciertamente dormido.
Redwood observó aquellas formas borrosas; sus ojos se dirigieron de
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una movediza silueta a otra. —¿Dónde está mi hijo,
Cossar?
Entonces lo vio.El joven Redwood estaba
sentado a la sombra de una gra pared de acero. Parecía una formanegra, reconocible sólo por s postura... sus facciones erainvisibles. Estaba sentado con la
barbilla apoyada en la mano, comosi estuviese muy cansado o sumido
en sus pensamientos. A su lado,Redwood descubrió la figura de la
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princesa, mera insinuación oscurade su presencia, y luego, al volver a
incrementarse el resplandor
distante, percibió durante umomento, iluminada de rojo, la
infinita bondad de su sombreadorostro. Estaba contemplando a samante con la mano descansandocontra el acero. Parecía estarlediciendo algo.
Redwood hubiera querido ir hacia ellos.
—En seguida —dijo Cossar . Primero de todo su mensaje.
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—Sí—dijo Redwood—, pero...
Se interrumpió. Su hijo había
levantado la vista y estaba hablandocon la princesa, pero en tono
demasiado bajo para que pudieraoírlo. El joven Redwood levantó lacabeza y ella se inclinó edirección a él y miró hacia un ladoantes de hablar.
—Pero si nos derrotan... — oyeron que murmuraba la susurrante
voz del hijo de Redwood.Ella se interrumpió, y el rojo
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resplandor puso de relieve sus ojos, brillantes de lágrimas aún no
derramadas. Se inclinó aún más
cerca de él y volvió a hablarle eun tono todavía más bajo. Había
algo tan íntimo y tan privado en eltalante de los dos, que Redwood,que durante dos días no habíaestado pensando en otra cosa sinoen su hijo, se sintió allí un intruso.
Bruscamente se sintió refrenado.Acaso por primera vez en su vida
advirtió lo mucho que un hijosignifica para su padre, mucho más
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de lo que un padre puede nuncasignificar para su hijo, y se dio
perfecta cuenta de la completa
predominancia del futuro sobre el pasado. Aquí, él, entre aquellos dos
seres, no tenía nada que hacer. S papel estaba ya representado. Sevolvió hacia Cossar al instante decomprenderlo. Sus miradas secruzaron. El tono de la voz se le
transformó. —Voy a dar cuenta del
mensaje ahora mismo —dijo—. Yatendremos tiempo de sobra luego...
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El pozo era tan enorme yestaba tan lleno de objetos, que
hubieron de franquear un largo y
tortuoso camino antes de poder llegar al sitio desde donde
Redwood les pudiera dirigir la palabra a todos.Junto a Cossar, siguió u
sendero abruptamente descendenteque pasaba por debajo de un arco
de maquinaria interconectada, y deallí pasó a una amplia y profunda
pasarela que atravesaba el fondodel pozo. Esta pasarela, amplia y
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vacía, pero, no obstante,relativamente estrecha, conspiraba
con todo lo que había a s
alrededor para acentuar lasensación de propia pequeñez que
se había apoderado de Redwood.Se transformó, como si fuera unacañada excavada. En lo alto, por encima de sus cabezas, separadosde ellos por abismos de oscuridad,
los reflectores giraban y brillaban,y las relucientes formas iban de u
lado para otro. Fuertes voces sellamaban unas a otras allá arriba
d l i
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convocando a los gigantes areunirse en un Consejo de Guerra
para oír los términos que Caterha
les había enviado. La pasarela seinclinaba aún más al fondo, hacia la
negra inmensidad, hacia lassombras y el misterio y las cosasinconcebibles, hacia las queRedwood se dirigía despacio, co paso cauteloso, mientras Cossar iba
avanzando con seguras zancadas...Los pensamientos de Redwood
se multiplicaban.Los dos hombres penetraron e
l á l id d C
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la más completa oscuridad y Cossar cogió a su compañero por la
muñeca. Ahora tenían que ir
forzosamente despacio.Redwood se sintió impulsado
a hablar. —Todo esto es muy extraño — dijo.
—Grande —dijo Cossar. —Extraño. Y más extraño aú
que sea extraño para mí... para mí,que soy, en cierto modo, el orige
de todo. Esto es... Se interrumpió elucha con su evasivo significado, e
hi h i l i
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hizo un gesto hacia el risco quenadie vio.
—Nunca había pensado e
esto antes. He estado muy ocupadoy los años han ido transcurriendo.
Pero aquí veo... Es una nuevageneración, Cossar, con nuevasemociones y nuevas necesidades.Todo esto, Cossar...
Cossar vio ahora su indistinto
gesto hacia los objetos que había asu alrededor.
—Todo esto es Juventud...Cossar no respondió y siguió
d l t i l N
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adelante con paso irregular. —Noes nuestra juventud, Cossar. Está
tomando posesión de una serie de
cosas. Empiezan con sus propiasemociones, con su propia
experiencia; empiezan a smanera... Hemos hecho un mundonuevo y no es nuestro. Ni siquieraes simpático. Este lugar tagrande...
—Ha sido planeado por mí — dijo Cossar frunciendo el ceño. —
Pero, ¿y ahora? —¡Ah! Se lo he regalado a mis
hij R d d i tió l t d
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hijos. Redwood sintió el gesto deun brazo que no pudo ver. —Quiero
decir que hemos terminado...
—¡Su mensaje! —Sí. Y luego...
—Habremos terminado. —¿Entonces...? —Claro que nosotros estamos
excluidos de este asunto, somos dosviejos —dijo Cossar con la
familiar nota de repentina cólera ela voz—. Claro que estamos fuera
de todo eso. Evidentemente. Cadahombre a su época. Y ahora es la
é d ll l i Y
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época de ellos, la que empieza. Yestá muy bien. Trabajo de
excavador. Hacemos nuestro
trabajo y nos vamos. ¿Comprendeusted? Para eso existe la Muerte.
osotros agotamos la capacidad denuestros pequeños cerebros y denuestras pequeñas emociones, yluego llega el relevo y todoempieza de nuevo. ¡Empezar y
vuelta a empezar! Sencillísimo.¿Qué hay de mal en ello?
Se calló para guiar a Redwood por unos peldaños.
Sí dijo Red ood pero
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—Sí —dijo Redwood—, perose siente uno...
Y dejó la frase incompleta.
—Para esto existe la Muerteoyó Redwood que seguía
insistiendo Cossar, un poco másabajo—. ¿Cómo podría hacerse sino fuera así? Para esto existe laMuerte.
III
Después de vueltas y más
vueltas y de subir un buen rato,llegaron a una especie de reborde
desde el que se podía dominar el
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desde el que se podía dominar el pozo de los gigantes y desde donde
Redwood podía hacerse oír por
toda la asamblea. Los gigantes ya sehabían agrupado en la parte
inferior, y a su alrededor, para oír el mensaje que les iba a exponer. Elmayor de los hijos de Cossar estabaarriba, en el borde del talud,vigilando las revelaciones de los
reflectores, porque todos temíauna quiebra del armisticio. Los que
trabajaban en aquel gran aparatoque había en un rincón se
destacaban claramente sobre el
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destacaban claramente sobre eltrasfondo de luz. Iban casi desnudos
y se volvieron hacia Redwood,
pero vigilando continuamente lafundición, que no podían abandonar
ni un momento. Redwood vioaquellas figuras cercanas con unafluctuante incertidumbre, por mediode luces imprecisas que aparecían ydesaparecían, y las figuras más
remotas eran aún más borrosas.Salían de las profundidades de
grandes tinieblas, donde volvían asumirse en seguida. Porque
aquellos gigantes no tenían más luz
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aquellos gigantes no tenían más luzque la estrictamente necesaria en el
pozo a fin de que sus ojos
estuvieran preparados paradistinguir eficazmente cualquier
fuerza atacante que pudiera lanzarsesobre ellos desde la oscuridadcircundante.
De vez en cuando, algúdestello realzaba por casualidad a
tal o cual grupo de altas y poderosas formas, los gigantes de
Sunderland, vestidos con placasmetálicas superpuestas, y los
demás vestidos de cuero de soga
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demás, vestidos de cuero, de sogatejida o de metal tejido, segú
estuviese determinado por sus
respectivas condiciones. Estabasentados en medio de máquinas y
armamentos tan imponentes comoellos mismos, o descansaban lasmanos en aquellos aparatos, y susmiradas, al pasar de lo visible a loinvisible y viceversa, eran firmes y
decididas.Hizo un esfuerzo para empezar
a hablar y no pudo. Por un instante,el rostro de su hijo resplandeció
reflejando la cálida erupción del
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reflejando la cálida erupción delfuego. Vio que su hijo lo estaba
contemplando, con ternura, pero
también con vigorosa expresión, yencontró la voz perdida, una voz
que llegara a todos, pero dirigida,como a través de un abismo, a shijo.
—Vengo de ver a Caterham — dijo—. Me ha enviado para que os
exponga las ofertas que os hace.Hizo una pausa.
—Son unas condicionesimposibles, lo sé, y más ahora que
os veo a todos aquí reunidos; sodi i i ibl h
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os veo a todos aquí reunidos; socondiciones imposibles, pero he
venido a transmitíroslas porque
quería veros a todos, yespecialmente a mi hijo. Quería ver
a mi hijo una vez más... —Explique las condiciones — lo interrumpió Cossar.
—He aquí lo que ofreceCaterham. ¡Quiere que os marchéis
de su mundo! —¿Adonde?
—No lo sabe. De un modovago dice que os destinará una gra
región apartada Y que vosotros nod béi f b i á Ali i
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región apartada... Y que vosotros nodebéis fabricar más Alimento ni
tener hijos; que debéis vivir a
vuestro modo hasta el término devuestras vidas para que todo quede
acabado.Se detuvo. —¿Y eso es todo? —Eso es todo.Hubo un gran silencio. Las
tinieblas que envolvían a losgigantes parecían mirarlo a él
pensativamente.Sintió que alguien le tocaba el
codo y al volverse vio que Cossarl f í ill t ñ
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codo, y al volverse vio que Cossar le ofrecía una silla: un extraño
fragmento de casa de muñecas e
medio de aquellas apiladasinmensidades. Se sentó y cruzó las
piernas; luego puso una piernaencima de la otra tocándosenerviosamente un zapato, y se sintió pequeño y sofocado, muy visible yabsurdamente situado.
Al sonido de una voz volvió aolvidarse de sí mismo.
—Ya habéis oído, Hermanosdijo aquella voz, que parecía
salir de las tinieblasY t t tó
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salir de las tinieblas.Y otra voz contestó:
—Ya lo hemos oído.
—¿Cuál es la respuesta,Hermanos?
—¿A Caterham? —Sí, desde luego... —Pues, ¡que No! —¿Y después?Se hizo un silencio que duró
unos segundos.Luego una voz dijo:
—Esas gentes tienen razón.Según su mentalidad, claro está.
Tienen razón al querer destruir todol í ll
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Tienen razón al querer destruir todolo que crecía mayor que ellos...
fuese animal, planta o cualquier
otra cosa mayor de lo normal.Tuvieron razón al intentar matarnos.
Tienen razón ahora al decir que nodebemos procrear con nuestrassemejantes. Según su mentalidadtienen toda la razón. Saben, y ya vasiendo hora de que lo sepamos
también nosotros, que no puedeestar juntos en el mismo mundo los
gigantes y los pigmeos. Caterham loha dicho y lo ha repetido
muchísimas veces, muyclaramente Tiene que triunfar s
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muchísimas veces, muyclaramente... Tiene que triunfar s
mundo o el nuestro.
—Pero no somos ni cincuentadijo otro—, y ellos so
incontables millones. —De acuerdo. Pero la cosa escomo he dicho.
Se hizo otro largo silencio. —Entonces, ¿tenemos que
morir? —¡Dios no lo permita!
—¿Y ellos? —Tampoco.
—¡Pero esto es lo que diceCaterham! Él quisiera que nosotros
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¡ qCaterham! Él quisiera que nosotros
viviéramos nuestras vidas hasta s
término normal, que muriéramos deuno en uno, hasta que sólo quedara
el último, y al fin éste tambiémoriría, y ellos abatirían las plantasy hierbas gigantes, matarían la vidaoculta, quemarían hasta los últimosindicios del Alimento... y
terminarían con el Alimento y conosotros... Entonces su diminuto
mundo de pigmeos se sentiríaseguro. Seguirían siendo como
siempre... sintiéndose seguros,viviendo sus vidas de pigmeos
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p g ,viviendo sus vidas de pigmeos,
haciéndose mutuamente
amabilidades y crueldades de pigmeo. Incluso podrían, tal vez,
alcanzar una especie de milenio pigmeo, acabar con las guerras,terminar con la superpoblación,establecerse en una ciudad deextensión mundial para desarrollar
el arte pigmeo, adorarse unos aotros hasta que el mundo empiece a
congelarse.En un rincón, una plancha de
hierro cayó al suelo haciendo uruido infernal
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yruido infernal.
—Hermanos, todos sabemos
cuáles son nuestras intenciones.En uno de los centelleos de la
luz de los reflectores, Redwood violos graves rostros juveniles de losgigantes volverse hacia su hijo.
—Es muy fácil ahora hacer elAlimento. Sería fácil para nosotros
fabricarlo para todo el mundo. —Tú quieres decir, Hermano
Redwood —dijo una voz que salíade la oscuridad—, que son las
gentes pequeñas quienes debecomer el Alimento
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g p q qcomer el Alimento.
—¿Qué otra solución cabe?
—Nosotros no somos nicincuenta y ellos muchos millones. —Pero nosotros nos
mantenemos en nuestros puestos. —Hasta ahora. —Si es la voluntad de Dios,
seguiremos manteniéndonos...
—Sí... ¡Pero piensa en losmuertos!
Otra voz intervino, en elmismo tono:
—¡Los muertos! Piensa en losque van a nacer
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¡que van a nacer...
—Hermanos —dijo el jove
Redwood—, ¿qué otra cosa podemos hacer sino luchar contraellos, y si los derrotamos, hacerlestomar el Alimento? Ahora no podrían tomar el Alimento aunquequisieran. ¡Vamos a suponer quenos decidiéramos a renunciar a
nuestra herencia y a hacer esasandez que Caterham propone!
¡Vamos a suponer que pudiéramoshacerlo...! Vamos a suponer que
renunciáramos a eso que seremueve en nuestro interior que
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remueve en nuestro interior, que
repudiáramos eso que nuestros
padres hicieron por nosotros, quetu, Padre, hiciste por todosnosotros, y que cuando nuestra horahubiese llegado, nos disipáramos ela senilidad y en la nada. ¿Qué pasaría entonces? ¿Seguiría siendoeste diminuto mundo suyo igual que
lo que era antes? Ellos podríaluchar contra la grandeza que hay e
nosotros, que somos hijos de loshombres, pero, ¿podrán ellos
conquistarla? Aun en el caso quenos destruyeran uno a uno ¿qué?
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nos destruyeran uno a uno, ¿qué?
¿Les salvaría eso? ¡No! ¡Porque la
grandeza está en marcha, no sólo enosotros, no sólo en el Alimento,sino en el propósito de todas lascosas! Está en la naturaleza detodas las cosas, forma parte delespacio y del tiempo. Crecer cadadía más, desde lo primero a lo
último que existe... Esa es la ley delSer. ¿Qué otra ley puede haber?
—¿Para ayudar a los demás? —Para crecer. Se trata aún de
crecer. A menos que los ayudemos afracasar...
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fracasar...
—Lucharán con toda el alma
para derrotarnos —dijo una voz.Y otra: —Sí, ¿y qué? —Lucharán —repuso el hijo
de Redwood—. Si rechazamos suscondiciones no cabe la menor dudade que querrán luchar. En realidad,
espero que sean francos y luchen.Si, después de todo, nos ofreciera
la paz, sería para cogernosdesprevenidos. No os quepa la
menor duda, Hermanos; de un modoo de otro querrán luchar. La guerra
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o de otro querrán luchar. La guerra
ha comenzado y hemos de luchar
hasta el fin. A menos de obrar cocordura, podemos encontrarnos coque habremos vivido sólo parafabricar mejores armas que las queemplearán luego contra nuestroshijos y nuestros semejantes. Esto hasido, hasta ahora, sólo el primer
albor de la batalla. Todas nuestrasvidas serán una batalla continua.
Algunos de nosotros moriremos ela lucha, otros seremos objeto de
asechanza. No hay victoria fácil, nohay victoria para nosotros que no
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y p q
sea más que media derrota. Estad
seguros de eso. ¿Y qué? Sólo coque podamos mantener una posicióestablecida, sólo con que podamosdejar detrás de nosotros unacreciente hueste para continuar lalucha cuando nosotros ya hayamos perecido, ya habremos conseguido
mucho... —¿Y mañana?
—Diseminaremos el Alimento,saturaremos el mundo con el
Alimento. —¿Y si ellos se avinieran a
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¿
nuestras condiciones?
—Nuestras condicionesconsisten en el Alimento. No setrata ya de que pequeños y grandes puedan vivir juntos en una gra perfección de compromiso. Es lo
uno o lo otro. ¿Qué derecho tienelos padres a decir: «Mi hijo no
tendrá otra luz que la que yo hetenido, ni crecerá a mayor
grandiosidad que la que yo healcanzado»? ¿Expreso vuestra
opinión, Hermanos?Le respondieron murmullos de
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p
asentimiento.
—Y a las niñas que quiereser mujeres igual que a los niñosque quieren ser hombres —gritóotra voz desde la oscuridad.
—Estas aún más: ser madres
de una nueva raza.. —Pero durante la próxima
generación todavía habrá grandes y pequeños —dijo Redwood con la
mirada puesta en el semblante de shijo.
—Y durante muchasgeneraciones más. Y los pequeños
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g p q
pondrán obstáculos a los grandes y
los grandes presionarán a los pequeños. Así tiene que ser, Padre. —Se producirán conflictos. —Conflictos interminables,
malentendidos interminables.
Toda la vida es así. Losgrandes y los pequeños nunca
pueden entenderse. Pero en cadahijo nacido de hombres, Padre
Redwood, está al acecho unasimiente de grandeza..., esperando
la llegada del Alimento. —Entonces voy a ver a
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y
Caterham para decirle...
—Te quedarás con nosotros,Padre Redwood. Nuestra respuestase la mandaremos a Caterham aldespuntar el alba.
—El dice que luchará...
—Así sea —dijo el joveRedwood. Y sus hermanos
murmuraron su asentimiento. —¡El hierro está a punto! —
exclamó una voz.Los dos gigantes que estaba
trabajando en un rincón empezaroa producir un rítmico martilleo que
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dio una potente música a la escena.
El metal relucía con mucho más brillo que antes, ofreciendo aRedwood una visión más clara delcampamento de la que hastaentonces había tenido. Vio aquel
espacio rectangular en toda sextensión, con las grandes máquinas
de guerra, dispuestas y a punto defuncionar. Más allá, a un nivel
superior, se alzaba la casa de losCossar. A su alrededor estaban los
óvenes gigantes, enormes yhermosos, relucientes en sus cotas
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de malla, ultimando los
preparativos para el día siguiente.A la vista de ellos cobró ánimos.¡Eran tan fácilmente poderosos!¡Eran tan altos y tan valientes, taseguros en sus movimientos! Su hijo
estaba entre ellos, y la primera detodas las mujeres gigantes, la
princesa...Le atravesó la mente el más
extraño contraste, el recuerdo deBensington, tan pequeño e
inteligente... Bensington, con lamano metida en el blando plumó
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de aquella primera gallina gigante,
en aquella habitación amuebladaconvencionalmente, donde vivía,mirando dubitativamente por encima de las gafas, mientras s prima Jane salía dando un portazo...
Todo había ocurrido en un ayer de hacía veintiún años.
De pronto, una extraña duda seapoderó de él. Tuvo la impresió
de que aquel lugar, con toda sgrandiosidad, tenía la textura de u
sueño. Estaba soñando y en uinstante se despertaría para volver
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a encontrarse en su estudio, con los
gigantes asesinados, el Alimentosuprimido y él hecho prisionero,encerrado en su propia casa. ¿Quéotra cosa era sino la vida...? ¡Estar siempre prisionero y encerrado!
Aquello era la culminación de sensueño. Se despertaría en medio
de un mar de sangre, en plena batalla, para encontrarse con que s
Alimento era la más necia de lasfantasías, y que sus esperanzas y s
fe en un mundo futuro mayor no eramás que una especie de película
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coloreada proyectada sobre una
charca insondable y corrupta. ¡La pequeñez era invencible...! Tafuerte y profundo fue su desaliento,su insinuación de desilusióinminente, que se puso de pie de u
salto. Se restregó los ojos con los puños cerrados y permaneció u
momento así, temiendo que alvolver a abrirlos el ensueño ya se
hubiese disipado...Las voces de los muchachos
gigantes resonaban como música defondo en medio de aquella
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estruendosa melodía de los
herreros. La marea de la duda fue bajando. Oyó las voces de losgigantes, oyó sus movimientosalrededor de él. ¡Aquello era real,absolutamente real, tan real como
los actos impulsados por eldespecho! Más real aún, porque
aquellas grandes cosas probablemente son las cosas del
porvenir, mientras que la pequeñez,la bestialidad y la invalidez de los
hombres son las cosas que acaban.Abrió los ojos.
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—¡Ya está! —exclamó uno de
los dos herreros, y ambos tiraron alsuelo sus martillos.Una voz resonó desde arriba.
El hijo de Cossar, de pie sobre elterraplén, se había vuelto hacia
ellos y les estaba hablando. —No se trata de que queramos
expulsar a la gente pequeña delmundo —dijo—, a fin de que
nosotros, que no estamos más que aun grado por encima de s
pequeñez, podamos dominar elmundo para siempre. Estamos
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luchando para conseguir este grado
superior, pero no por nosotrosmismos... Estamos aquí, Hermanos,¿y con qué finalidad? Para servir elespíritu y el propósito que han sidoinfundidos en nuestras vidas. No
luchamos por nosotros mismos, porque no somos sino las manos y
los ojos momentáneos de la Vidadel Mundo. Esto es lo que tú, Padre
Redwood, nos enseñaste. Por medio de nosotros y por medio de
la gente pequeña, el Espíritobserva y aprende. Desde nosotros
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deben pasar, por la palabra, el
nacimiento y la acción a otras vidasaún mayores. Esta tierra no esningún lugar de reposo, no esningún campo de juego; de no ser así, tanto valdría ofrecer nuestras
gargantas al cuchillo de la gente pequeña, ya que no tendríamos más
derecho a la vida que ellos. Y ellos, por su parte, podrían entregarse a
las hormigas y a las cucarachas. Noluchamos por nosotros mismos, sino
por el crecimiento... por elcrecimiento que prosigue y
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proseguirá eternamente. Mañana,
tanto si nos toca vivir como si nostoca morir, el crecimiento loconquistará todo. Esta es la ley delespíritu para siempre jamás.¡Crecer de acuerdo con la voluntad
de Dios! ¡Crecer y desarrollarsefuera de estas grietas y hendiduras,
fuera de estas sombras y tinieblas,en la grandeza y la luz! ¡Más
grande, hermanos míos! Ydespués... aún más grande. Crecer,
y luego... crecer más. Crecer, en fin,hasta alcanzar la camaradería y la
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comprensión de Dios. Crecer hasta
que la tierra no sea más que uescalón, hasta que el espíritu hayareducido el miedo a la nada y sehaya esparcido...
Y señalando el cielo con u
amplio ademán, añadió: —¡Allá!
Cesó su voz. El blancoresplandor de uno de los reflectores
giró en redondo y por un momentolo iluminó, erguido y gigantesco,
con la mano alzada en dirección alfirmamento.
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Durante unos instantes fue
resplandeciente, la mirada haciaarriba, hacia la inmensidad delespacio, revestido de cota de malla,oven y fuerte, resuelto e intrépido.
Después la luz pasó y él
permaneció como una gran siluetanegra recortada contra el cielo
estrellado, una gran silueta negraque amenazaba con gesto imponente
el cielo y toda su multitud deestrellas.
notes
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Notas a pie de página1 Birthday honours: Títulos
nobiliarios anuales con motivo delcumpleaños del rey inglés. (N. delT.)
2 Frase pronunciada por Hug
Latimer, obispo protestante deWovester, y dirigida a Ridley,
obispo protestante de Londres, almorir en la hoguera por orden de
María I de Inglaterra, en 1555. (N.del T.)
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3 Siglas que significan:
«Miembro de la Royal Society»,«Doctor en Medicina», «Miembrodel Real Colegio de Médicos»,«Doctor en Ciencias», «Juez dePaz», «Subteniente». (N. del T.)
4 Personaje de una comedia deFarquhar (1678-1707),
representación de la providenciadel pueblo. (N. del T.)
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Table of Contents
EL ALIMENTO DE LOS DIOSESH. G. WellsEl alimento de los dioses
INTRODUCCIÓNLIBRO PRIMERO - LA
ALBORADA DEL ALIMENTOCAPÍTULO UNO - EL
DESCUBRIMIENTO DELALIMENTO
CAPÍTULO DOS - LAGRANJA EXPERIMENTAL
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CAPÍTULO TRES - LAS
RATAS GIGANTESCAPÍTULO CUATRO - LOS NIÑOS GIGANTESCAPÍTULO CINCO - LAMUNIFICENCIA DEL
SEÑOR BENSINGTONLIBRO SEGUNDO - EL
ALIMENTO LLEGA ALPUEBLO
CAPÍTULO UNO - ELADVENIMIENTO DEL
ALIMENTOCAPÍTULO DOS - EL
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CHIQUILLO GIGANTE
LIBRO TERCERO - LOS FRUTOSDEL ALIMENTOCAPÍTULO UNO - ELMUNDO DISTORSIONADOCAPÍTULO DOS - LOS
AMANTES GIGANTESCAPÍTULO TRES - EL
JOVEN CADDLES ENLONDRES
CAPÍTULO CUATRO - LOSDOS DÍAS DE REDWOOD
CAPÍTULO CINCO - ELCAMPAMENTO DE LOS
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GIGANTES
otas a pie de página
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