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Edición Grow Foundation for Human Development – RED EDUTRANSLATIN DOC

Carrera 5 No. 1 - 45 Mosquera, Cundinamarca

Colombia

22 de mayo de 2016

Web: www.rededutranslatindoc.org

Dirección Editorial:

Javier Ricardo Salcedo Casallas

Corrección Editorial y de Estilo:

Grow Foundation for Human Development – RED EDUTRANSLATIN DOC

Diseño y Diagramación:

Javier Ricardo Salcedo Casallas

Comité del Sello Editorial Grow

Pares evaluadores

Myriam A. Zapata Jiménez

Jorge Yecid Triana Rodríguez

Publicación Digital:

http://www.growfoundationhd.org

http://www.rededutranslatindoc.org

ISBN: 978-958-58935-4-2

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Tabla de contenido

INTRODUCCIÓN. .......................................................................................................................5

LA CONDICIÓN POSTMODERNA. ............................................................................................10

Jean François Lyotard. ............................................................................................................10

LA CONDICIÓN DE LA POSTMODERNIDAD INVESTIGACIÓN SOBRE LOS ORIGENES DEL

CAMBIO CULTURAL. ...............................................................................................................13

MARVIN HARRIS. ....................................................................................................................13

LA POSTMODERNIDAD EXPLICADA A LOS NIÑOS. ..................................................................16

Jean François Lyotard. ............................................................................................................16

TEORÍA SOBRE LA CULTURA EN LA ERA POSTMODERNA. ......................................................19

Marvin Harris. ........................................................................................................................19

EL FIN DE LA MODERNIDAD. NIHILISMO Y HERMENÉUTICA EN LA CULTURA POSTMODERNA.

...............................................................................................................................................23

Gianni Vattimo. ......................................................................................................................23

MODERNIDAD LIQUIDA. .........................................................................................................36

Zigmunt Bauman. ...................................................................................................................36

LA SOBREMODERNIDAD. ........................................................................................................53

Marc Auge. .............................................................................................................................53

EL DISCURSO FILOSOFICO DE LA MODERNIDAD. ...................................................................60

Jurgen Habermas. ..................................................................................................................60

LA MISERIA DEL HISTORICISMO. ............................................................................................65

Karl Popper. ...........................................................................................................................65

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LAS CONSECUENCIAS PERVERSAS DE LA MODERNIDAD. MODERNIDAD, CONTIGENCIA Y

RIESGO. ..................................................................................................................................71

Giddens, Z. Bauman, N. Luhmann, U. Beck ............................................................................71

CULTURA Y SIMULACRO. ........................................................................................................77

Jean Baudrillard. ....................................................................................................................77

TEORÍA DE LA POSTMODERNIDAD. ........................................................................................84

Jameson, F. ............................................................................................................................84

BIBLIOGRAFÍA. ......................................................................................................................101

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INTRODUCCIÓN

Este texto proviene del proyecto de investigación titulado: La

percepción de los estudiantes de grado décimo de la clase de educación

religiosa en perspectiva de la postmodernidad. El proyecto es avalado y

financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia de la

Universidad de la Salle. El propósito principal de esta antología es ofrecer

una batería de lecturas a los estudiantes universitarios, desde diferentes

orillas disciplinares de las ciencias humanas y de las ciencias sociales, sobre

el asunto de la postmodernidad. Este conjunto de lecturas promueve en los

estudiantes la sensibilidad y el gusto por las lecturas clásicas de la

postmodernidad. La ampliación y profundización del conocimiento sobre lo

postmoderno en los diferentes planteamientos de los últimos setenta años.

Posibilitar el pensamiento de las tendencias y perspectivas de los nuevos

escenarios postmodernos. Analizar las estructuras, los sistemas y los

saberes junto con los contenidos centrales de los postmodernismos.

Reflexionar los planteamientos epistémicos de la postmodernidad en los

terrenos de la antropología, la sociología y la filosofía. Finalmente diferenciar

las variantes de la postmodernidad, postmodernismo y demás

tardomodernismos.

La estructura de esta antología sobre la postmodernidad comprende

de doce textos que sucintamente trata de lo siguiente.

La condición postmoderna (2006) de Lyotard. Es un estudio sobre la

condición del saber en las sociedades desarrolladas. Esta condición de

saberes se ha denominado: postmoderna. Es el estado cultural en el que se

ha transformado la crisis de los relatos del Siglo XIX en la cientifización del

Siglo XX que legitima sus reglas de juego. Muta el discurso mítico por el

discurso de la legitimación científica. Se transforma el héroe del Siglo de las

Luces por el héroe de la legitimación institucional y de la industrialización. La

incredulidad de los metarrelatos ha traído el paradigma del progreso de la

ciencia y de la manufactura.

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La postmodernidad explicada a los niños (1987) de Lyotard. Es una

serie de cartas que el autor pretende explicar de forma pedagógica y estética

el problema de la postmodernidad con sus respectivos matices. La tesis se

plantea por el surgimiento de las nuevas subjetividades en el que se piensa

desembarazarse del proyecto de la modernidad que se considera que ha

quedado inconcluso para defender unas nuevas esferas presentadas por la

política, la economía y la sociedad. Es el espíritu en el que se parcela la

cultura y la vida ya no desde los juicios del gusto sino planteándola en los

problemas existenciales.

La condición de la postmodernidad. Investigación sobre los orígenes

del cambio cultural (1998) de Marvin Harris. El postmodernismo se conectó

con el postestructuralismo, con el postindustrialismo y con las nuevas ideas

de la tardomodernismo. En esta perspectiva la postmodernidad es un

discurso en el que ha ingresado en el debate de la crítica cultural, social y

política. El autor plantea el postmodernismo no como un conjunto de ideas o

de tesis sino una condición histórica que requiere de su esclarecimiento. Este

propósito se encuentra en examinar históricamente las raíces de esta nueva

fase que ha inquietado en los diferentes escenarios de la humanidad.

Teoría sobre la cultura en la era postmoderna (2007) de Marvin Harris.

La cultura es un término amplio en el que se incorporan los valores,

motivaciones, normas, contenidos axiológicos, dominios políticos y sociales,

etc. Lo postmoderno se encuentra en la tensión entre las ideaciones y los

comportamientos. Las ideaciones son aquellas ideas que duran toda la vida

mientras que exista la humanidad. Los comportamientos son aquellas

actuaciones que se encuentra en el reino de lo efímero y de lo pasajero.

Restringir la cultura a unidades ideacionales es un asunto intrascendente.

Las ideas guían el comportamiento pero el comportamiento erige las ideas el

debate sigue abierto.

El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura

postmoderna (1987) de Gianni Vattimo. El autor reflexiona el fin de la

modernidad desde los autores de Nietzsche con el eterno retorno y de

Heidegger con el rebasamiento de la metafísica desde el paradigma de la

crítica a la cultura. La conexión que establece entre Nietzsche, Heidegger y

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modernidad se encuentra en pensar el término post. La modernidad se

identifica como la progresiva iluminación de la apropiación y reapropiación de

fundamentos. La postmodernidad es la despedida de la modernidad

constituyendo un nuevo fundamento criticar el pensamiento occidental.

La modernidad líquida (2000) de Zigmunt Bauman. La fluidez o la

liquidez son metáforas adecuadas para analizar la historia de la modernidad

que se encuentra en su proceso de disolución. Lo sólido se encuentra en los

terrenos de lo sagrado, las lealtades tradicionales, los derechos y

obligaciones cotidianas. Lo líquido se ubica en la profanación de lo sagrado,

en la fracturación de los vínculos sociales y en la erosión de los derechos y

de los deberes. La disolución de lo sólido por los nuevos flujos sociales y

culturales ha traído un desconcierto en la humanidad provocándole nuevas

incertidumbres, inseguridades y ambivalencias.

La sobremodernidad (2012) de Marc Auge. La globalización,

uniformización, homogeneización, interdependencia de mercados, la

aceleración de los medios de transporte y de comunicación, la velocidad de

la información y de la cultura, la omnipresencia de los íconos y de sus

imágenes. El argumento central del texto estriba en la transformación

acelerada del mundo actual, pero igualmente las lentitudes y las pesadeces,

constituyen un desafío para el hombre de hoy que no lo toma de improviso

sino que busca mecanismos de defensa con lógicas darwinistas para poder

acomodarse en el mundo actual que todo lo requiere ya. El debate comienza.

El discurso filosófico de la modernidad (1993) de Jurgen Habermas

ubica la postmodernidad en la conciencia del tiempo y la necesidad del

autocercioramiento. La racionalidad produjo en Europa un desencantamiento

de la estética religiosa y un desmoronamiento de la ética revelada para

afianzar una cultura profana. Las ciencias experimentales modernas, las

artes convertidas en autónomas y las teorías de la moral y el derecho

fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que

posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la

diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-

morales.

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La miseria del historicismo (1973) de Karl Popper, la idea

predominante del texto es que -la creencia en un destino histórico es pura

superstición y que no puede haber predicción del curso de la historia humana

por métodos científicos o cualquier otra clase de método racional—. El autor

pretende mostrar que por razones estrictamente lógicas, no es imposible

predecir el curso futuro de la historia. No podemos predecir, por métodos

racionales o científicos, el crecimiento futuro de nuestros conocimientos

científicos. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia

humana. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que

sirva de base para la predicción histórica. El historicismo cae por su base.

Las consecuencias perversas de la modernidad. Modernidad,

contingencia y riesgo (1996) de Guiddens, Bauman, Luhman y Beck. La

modernidad tardía comparece como el umbral temporal donde se produce

una expansión temporal de las opciones sin fin y una expansión correlativa

de los riesgos. Sabemos que tenemos más posibilidades de experiencia y

acción que pueden ser actualizadas, es decir, nos enfrentamos a la

necesidad de elegir o decidir pero en la elección nos va el riesgo, la

posibilidad de que no ocurra lo esperado, de que ocurra «lo otro de lo

esperado» (contingencia). La indeterminación del mundo nos obliga a

desplegar una configuración.

Cultura y simulacro (1978) de Jean Baudrillard. La simulación no

corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la

generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal.

Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten

esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro

desierto. El propio desierto de lo real. La metafísica entera desaparece. Lo

real es producido a partir de células miniaturizadas, de matrices y de

memorias, de modelos de encargo— y a partir de ahí puede ser reproducido

un número indefinido de veces.

Teoría de la postmodernidad (19969) de Jameson. El modo más

seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es considerarlo como

un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha

olvidado cómo se piensa históricamente. Lo postmoderno «expresa» (por

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mucho que lo deforme) un irrefrenable impulso histórico más profundo o lo

«reprime» y desvía con eficacia, según favorezcamos uno u otro aspecto de

la ambigüedad. La postmodernidad, la conciencia postmoderna, consista

sólo en la teorización de su propia condición de posibilidad, que es ante todo

una mera enumeración de cambios y modificaciones.

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LA CONDICIÓN POSTMODERNA

Jean François Lyotard

Este estudio tiene por objeto la condición del saber en las sociedades

más desarrolladas. Se ha decidido llamar a esta condición «postmoderna».

El término está en uso en el continente americano, en pluma de sociólogos y

críticos. Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que

han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes

a partir del siglo XIX. Aquí se situarán esas transformaciones con relación a

la crisis de los relatos.

En origen, la ciencia está en conflicto con los relatos. Medidos por sus

propios criterios, la mayor parte de los relatos se revelan fábulas. Pero, en

tanto que la ciencia no se reduce a enunciar regularidades útiles y busca lo

verdadero, debe legitimar sus reglas de juego. Es entonces cuando mantiene

sobre su propio estatuto un discurso de legitimación, y se la llama filosofía.

Cuando ese metadiscurso recurre explícitamente a tal o tal otro gran relato,

como la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación

del sujeto razonante o trabajador, se decide llamar «moderna» a la ciencia

que se refiere a ellos para legitimarse. Así, por ejemplo, la regla del

consenso entre el destinador y el destinatario de un enunciado con valor de

verdad será considerada aceptable si se inscribe en la perspectiva de una

unanimidad posible de los espíritus razonantes: ese era el relato de las

Luces, donde el héroe del saber trabaja para un buen fin épico-político, la

paz universal. En este caso se ve que, al legitimar el saber por medio de un

metarrelato que implica una filosofía de la historia, se está cuestionando la

validez de las instituciones que rigen el lazo social: también ellas exigen ser

legitimadas. De ese modo, la justicia se encuentra referida al gran relato, al

mismo título que la verdad.

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Simplificando al máximo, se tiene por «postmoderna» la incredulidad

con respecto a los metarrelatos. Ésta es, sin duda, un efecto del progreso de

las ciencias; pero ese progreso, a su vez, la presupone. Al desuso del

dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis

de la filosofía metafísica, y la de la institución universitaria que dependía de

ella. La función narrativa pierde sus functores, el gran héroe, los grandes

peligros, los grandes periplos y el gran propósito. Se dispersa en nubes de

elementos lingüísticos narrativos, etc., cada uno de ellos vehiculando consigo

valencias pragmáticas sui generis. Cada uno de nosotros vive en la

encrucijada de muchas de ellas. No formamos combinaciones lingüísticas

necesariamente estables, y las propiedades de las que formamos no son

necesariamente comunicables.

Así, la sociedad que viene parte menos de una antropología

newtoniana (como el estructuralismo o la teoría de sistemas) y más de una

pragmática de las partículas lingüísticas. Hay muchos juegos de lenguaje

diferentes, es la heterogeneidad de los elementos. Sólo dan lugar a una

institución por capas, es el determinismo local.

Los decididores intentan, sin embargo, adecuar esas nubes de

sociabilidad a matrices de input/output, según una lógica que implica la

conmensurabilidad de los elementos y la determinabilidad del todo. Nuestra

vida se encuentra volcada por ellos hacia el incremento del poder. Su

legitimación, tanto en materia de justicia social como de verdad científica,

sería optimizar las actuaciones del sistema, la eficacia. La aplicación de ese

criterio a todos nuestros juegos no se produce sin cierto terror, blando o duro:

Sed operativos, es decir, conmensurables, o desapareced.

Esta lógica del más eficaz es, sin duda, inconsistente a muchas

consideraciones, especialmente a la de contradicción en el campo socio-

económico: quiere a la vez menos trabajo (para abaratar los costes de

producción), y más trabajo (para, aliviar la carga social de la población

inactiva). Pero la incredulidad es tal, que no se espera de esas

inconsistencias una salida salvadora, como hacía Marx.

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La condición postmoderna es, sin embargo, tan extraña al desencanto,

como a la positividad ciega de la deslegitimación. ¿Dónde puede residir la

legitimación después de los metarrelatos? El criterio de operatividad es

tecnológico, no es pertinente para juzgar lo verdadero y lo justo. ¿El

consenso obtenido por discusión, como piensa Habermas? Violenta la

heterogeneidad de los juegos de lenguaje. Y la invención siempre se hace en

el disentimiento. El saber postmoderno no es solamente el instrumento de los

poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece

nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable. No encuentra su razón

en la homología de los expertos, sino en la paralogía de los inventores.

La cuestión abierta es ésta: ¿es practicable una legitimación del lazo

social, una sociedad justa, según una paradoja análoga a la de la actividad

científica? ¿En qué consistiría?

El texto que sigue es un escrito de circunstancias. Se trata de un

informe sobre el saber en las sociedades más desarrolladas que ha sido

propuesto al Conseil des Universités del gobierno de Quebec, a demanda de

su presidente. Este último ha autorizado amablemente su publicación en

Francia: gracias le sean dadas.

Queda añadir que el informador es un filósofo, no un experto. Éste

sabe lo que sabe y lo que no sabe, aquél no. Uno concluye, el otro interroga,

ahí están dos juegos de lenguaje. Aquí se encuentran entremezclados, de

modo que ni el uno ni el otro llevan a buen término.

El filósofo, por lo menos, puede consolarse diciéndose que el análisis

formal y pragmático de ciertos discursos de legitimación, filosóficos y ético-

políticos, que subtiende la Relación, verá el día después de él: lo habrá

introducido, mediante un rodeo un tanto sociologizante, que lo acorta pero

que lo sitúa.

Tal y como está lo dedicamos al Instituto "politécnico de filosofía de la

Universidad de París VIII (Vincennes), en el momento muy postmoderno en

que esta universidad se expone a desaparecer y ese instituto a nacer

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LA CONDICIÓN DE LA POSTMODERNIDAD

INVESTIGACIÓN SOBRE LOS ORIGENES DEL

CAMBIO CULTURAL

MARVIN HARRIS

Desde 1972 aproximadamente, se ha operado una metamorfosis en

las prácticas culturales y económico-políticas. Esta mutación está ligada al

surgimiento de nuevas formas dominantes de experimentar el espacio y el

tiempo.

Aunque la simultaneidad no constituye, en las dimensiones

cambiantes deI tiempo y el espacio, una prueba de conexión necesaria o

causal, pueden aducirse sólidos fundamentos a priori para abonar la

afirmación según la cual existe alguna relación necesaria entre la aparición

de las formas culturales posmodernistas, el surgimiento de modos más

flexibles de acumulación del capital y un nuevo giro en la «compresión

espacio-temporal» de la organización del capitalismo.

Pero estos cambios, cotejados con las reglas elementales de la

acumulación capitalista, aparecen más como desplazamientos en la

apariencia superficial que como signos deI surgimiento de una sociedad

íntegramente poscapitalista, o hasta posindustrial.

No puedo recordar con exactitud cuándo me encontré por primera vez

con el término posmodernismo. Es posible que mi reacción haya sido la

misma que ante otros numerosos «ismos- que aparecieron y desaparecieron

en estas últimas décadas: esperar a que se hundieran bajo el peso de su

propia incoherencia o, simplemente, perdieran su seducción como conjunto

de «nuevas ideas» de moda.

Pero, con el tiempo, el clamor deI debate posmodernista parece

haberse incrementado en lugar de decrecer. Una vez que el posmodernismo

se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un

arsenal de otras «nuevas ideas», apareció cada vez más como una poderosa

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configuración de nuevos sentimientos y reflexiones. Parecía cumplir a la

perfección un papel crucial en la definición de la trayectoria deI desarrollo

social y político, simplemente por la forma en que definía pautas de la crítica

social y de la práctica política. En los últimos años, ha determinado las

pautas deI debate, ha definido la modalidad deI «discurso» y ha establecido

los parámetros de la crítica cultural, política e intelectual.

En consecuencia, parecía pertinente investigar en forma más

específica la naturaleza del posmodernismo entendido no tanto como un

conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser

dilucidada. Esto me obligó a iniciar un análisis de las ideas dominantes, pero

como el posmodernismo resulta ser un campo minado de nociones en

conflicto, ese proyecto se volvió muy difícil de realizar. Los resultados de esa

investigación, que aparecen en la Primera parte, han sido reducidos

estrictamente al mínimo, espero que con buen sentido. EI resto deI trabajo

analiza los antecedentes económico-políticos (nuevamente, en forma

bastante simplificada) antes de examinar de manera más específica la

experiencia deI espacio y el tiempo como un nexo mediador de singular

importancia entre el dinamismo deI desarrollo histórico-geográfico deI

capitalismo y los complejos procesos de producción cultural y de

transformación ideológica. Se comprueba que de este modo es posible

entender algunos de los discursos totalmente nuevos que han surgido en el

mundo occidental en el curso de las últimas décadas.

En la actualidad, se pueden advertir signos de debilitamiento en la

hegemonía cultural del posmodernismo en Occidente. Si hasta los

constructores de edificios dicen a un arquitecto como Moshe Safdie que

están hartos del posmodernismo, ¿es posible que el pensamiento filosófico

se haya quedado tan atrás? En un sentido, no importa si el posmodernismo

está o no en vías de desaparición, ya que se puede aprender mucho de una

investigación histórica que examine las raíces de aquello que ha constituido

una fase tan inquietante deI desarrollo económico, político y cultural.

He recibido un gran apoyo y estímulo crítico durante la escritura de

este libro. Vicente Navarro, Eríca Schoenberger, Neil Smith y Dick Waker

colaboraron con multitud de comentarios sobre el manuscrito o sobre las

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ideas que yo elaboraba. El Roland Park Collective ha constituído un

magnífico foro para la discusión y el debate de ideas. Además, he tenido la

suerte de trabajar con un grupo especialmente talentoso de estudiantes

graduados de la Johns Hopkins Universíty, y quiero agradecer a Kevín

Archer, Patríck Bond, Mí- chaelJohns, Phíl Schmandt y Eric Swyngedouw por

el gran estímulo intelectual que me brindaron durante los últimos años que

estuve allí. Jan Bark me inició en el placer de contar con alguien que

realizara de manera competente y con buen humor la tarea de procesar el

manuscrito mientras se hacía cargo de gran parte del trabajo de elaboración

deI índice. Angela Newman trazó los diagramas, Tony Lee contribuyó con la

fotografía, Sophíe Hartley gestionó los permisos y Alíson Díckens y John

Davey, de Basil Blackwell, colaboraron con comentarios y sugerencias

editoriales muy útiles. Y Haydee fue una maravillosa fuente de inspiración.

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LA POSTMODERNIDAD EXPLICADA A LOS NIÑOS

Jean François Lyotard

A Thomas E. Carroll *

Milán, 15 de mayo de 1982

Nos encontramos en un momento de relajamiento, me refiero a la

tendencia de estos tiempos. En todas partes se nos exige que acabemos con

la experimentación en las artes y en otros dominios. He leído a un historiador

del arte que celebra y defiende los realismos y milita en favor del surgimiento

de una nueva subjetividad. He leído a un crítico de arte que difunde y vende

la “Transvanguardia” en los mercados de la pintura. He leído que, con el

nombre de posmodemismo, ciertos arquitectos se desembarazan de los

proyectos de la Bauhaus, arrojando el bebé, que aún está en proceso de

experimentación, junto con el agua sucia del baño funcionalista. He leído que

un “nuevo filósofo” descubre lo que él llama alegremente el judeocristianismo

y quiere con ello poner fin a la impiedad que, supuestamente, hemos

entronizado. He leído en un semanario francés que no estamos contentos

con Mille Plateu1 porque preferiríamos ser gratificados con algo de sentido.

He leído de la pluma de un historiador de fuste que los escritores y los

pensadores de vanguardia de los años sesenta y setenta han hecho reinar el

terror en el uso del lenguaje y que es preciso restaurar las condiciones de un

debate fructífero imponiendo a los intelectuales una manera común de

hablar, la de los historiadores. He leído a un joven belga, filósofo del

lenguaje, quejarse de que el pensamiento continental, frente al desafío que le

lanzan las máquinas hablantes, haya abandonado a éstas el ocuparse de ¡a

realidad, que haya sustituido el paradigma referencia por el de la

adlinguisticidad (se habla acerca de palabras, se escribe acerca de escritos,

1 El autor se refiere a la obra homónima que completa la trilogía Capitalismo y esquizofrenia, de Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Mínuit, París, 1979. (N. del T).

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la intertextualidad). El joven filósofo piensa que, en la actualidad, hay que

restablecer el sólido anclaje del lenguaje en su referente. He leído a un

teatrólogo de talento para quien el posmodemismo, con sus juegos y sus

fantasías, no sirve de contrapeso poder, sobre todo cuando la opinión

inquieta alienta a éste a practicar una política de vigilancia totalitaria ante las

amenazas de guerra nuclear.

He lerdo a un pensador que goza de reputación asumiendo la defensa

de la modernidad contra aquellos que él llama neoconservadores. Bajo el

estandarte del posmodemismo, lo que quieren —piensa— es

desembarazarse del proyecto moderno que ha quedado inconcluso, el

proyecto de las Luces. Incluso los últimos partidarios de la Auftlürung, como

Popper o Adorno, sólo pudieron, si hemos de creer en ellos, defender el

proyecto en ciertas esferas particulares de la vida: la política, para el autor de

The Opcn Society, al arte, para el autor de la Aesiheiische Theorie. Jurgen

Habermas (lo habías reconocido ya) piensa que si la modernidad ha

fracasado, ha sido porque ha dejado que la totalidad de la vida se fragmente,

en especialidades independientes abandonadas a la estrecha competencia

de los expertos, mientras que el individuo concreto vive el sentido

“desublimado” y la “forma desestructurada” no como una liberación sino en el

modo de ese inmenso tedio acerca del cual, hace ya más de un siglo,

escribía Baudelaire.

Siguiendo una indicación de Albrecht Wellmer, el filósofo estima que el

remedio contra esta parcelación de la cultura y contra su separación respecto

de la vida sólo puede venir del “cambio del estatuto de la experiencia estética

en la medida en que ella ya no se expresa ante todo en “los juicios de gusto”,

sino que “es empleada para explorar una situación histórica de la vida", es

decir, cuando “se la pone en relación con los problemas de la existencia".

Puesto que esta experiencia “entra entonces en un juego de lenguaje que ya

no es el de la crítica estética”, interviene “en los esquemas cognoscitivos y en

las esperas normativas, cambia, de forma tal que sus diferentes momentos

se refieren los unos a los otros”. Lo que Habermas reclama a las artes y a la

experiencia que éstas procuran es, en suma, que sean capaces de tender un

puente por encima del abismo que separa el discurso del conocimiento; del

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discurso de la ética y la política, franqueando así un pasaje hacia la unidad

de la experiencia,

La pregunta que yo planteo es la siguiente: ¿a qué tipo de unidad

aspira Habermas? “¿El fin que prevé el proyecto moderno es acaso

constitución de una unidad sociocultural en el seno de la cual todos los

elementos de la vida cotidiana y del pensamiento vendrían a encontrar su

lugar como en un todo orgánico? ¿O es que el pasaje que se ha de

franquear entre los juegos de lenguaje heterogéneos, el conocimiento, la

ética, la política, es de un orden diferente de éstos? Si es así, ¿cómo haría

para realizar su síntesis efectiva?

La primera hipótesis, que es de inspiración hegeliana, no cuestiona la

noción de una experiencia dialécticamente totalizante; la segunda es más

próxima al espíritu de la Crítica del Juicio pero, como ella, debe someterse al

severo examen que la posmodernidad impone sobre el pensamiento de tas

Luces, sobre la idea de un fin unitario de la historia, y sobre la idea de un

sujeto. Esta crítica, no sólo fue incitada por Wittgenstein y Adorno sino

también por algunos pensadores — franceses o no— que no han tenido el

honor de ser leídos por el profesor Habermas, lo que les vale, cuando

menos, escapar a esa mala calificación de neoconservadurismo.

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TEORÍA SOBRE LA CULTURA EN LA ERA

POSTMODERNA

Marvin Harris

¿Qué es (son) la(s) cultura (s)?

El único ingrediente fidedigno que contienen las definiciones

antropológicas de la cultura es de tipo negativo: la cultura no es lo que se

obtiene estudiando a Shakespeare, escuchando música clásica o asistiendo

a clases de historia del arte. Más allá de esta negación impera la confusión.

Para algunos antropólogos, la cultura consiste en los valores, motivaciones,

normas y contenidos ético-morales dominantes en un sistema social. Para

otros, la cultura abarca no sólo los valores y las ideas, sino todo el conjunto

de instituciones por las que se rigen los hombres. Algunos antropólogos

consideran que la cultura consiste exclusivamente en los modos de

pensamiento y comportamiento aprendidos, mientras que otros atribuyen

mayor importancia a las influencias genéticas en el repertorio de los rasgos

culturales. Por último, unos opinan que la cultura consiste exclusivamente en

pensamientos o ideas, mientras que otros defienden que consta tanto de los

pensamientos e ideas como de las actividades anejas a los mismos. Mi

postura personal es que una cultura es el modo socialmente aprendido de

vida que se encuentra en las sociedades humanas y que abarca todos los

aspectos de la vida social, incluidos el pensamiento y el comportamiento.

En cuanto a la combinación de influencias genéticas o aprendidas que

configuran los rasgos culturales particulares, en mi opinión se trata de un

problema empírico. Sin embargo, parece incontrovertible que la gran mayoría

de los rasgos culturales están configurados abrumadoramente por una

enseñanza socialmente condicionada. Abordaré más detenidamente esta

cuestión más adelante. Resolvamos primero el problema de si la cultura debe

considerarse constituida sólo por ideas o por ideas y comportamiento.

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«Memes»

William Durham (1991) ha defendido enérgicamente la definición

«ideacional» de la cultura, insistiendo en la conveniencia de establecer una

distinción entre cultura y comportamiento humano. Durham no está solo: la

mayoría de los antropólogos contemporáneos mantiene que la cultura

consiste exclusivamente en entidades ideacionales o mentales compartidas y

transmitidas socialmente, como valores, ideas, creencias y otras afines, «a

los espíritus de los seres humanos». Durham agrupa estos hechos mentales

bajo el término genérico de «meme», una palabra inventada por Richard

Dawkins (1976). Para Durham, el meme es la unidad fundamental de

información almacenada en el cerebro, transmitida mediante un aprendizaje

social y modificado por las fuerzas selectivas de la evolución cultural.

En mi opinión, extirpar el comportamiento de la cultura no constituye

una mera deficiencia en la definición, sino que implica ciertas diferencias

teóricas fundamentales entre dos modos de concebir el empeño

antropológico. Desde el punto de vista ideacional, la relación entre memes y

comportamiento esconde una opción doctrinal muy concreta, como es que

las ideas determinan el comportamiento. Las ideas de nuestra mente guían

nuestro comportamiento. Se trata de una relación asimétrica. Los memes

ejercen la función de «guía» del comportamiento, pero el comportamiento no

hace las veces de guía de los memes. La cultura es «la fábrica del

significado con arreglo al cual los seres humanos interpretan su experiencia y

guían sus acciones. (Geertz 1973; 144-145).

Supongamos de momento que las ideas guían el comportamiento pero

el comportamiento no guía las ideas. ¿Por qué debería esta subordinación

de la conducta a las ideas conducir a la exclusión del comportamiento del

concepto de cultura? Una explicación usual reside en el argumento de que la

conducta es demasiado compleja, desestructurada e indefinida para servir de

fundamento a los estudios culturales. Como afirma Ward Goodenough

(1964:39), «el gran problema de una ciencia del hombre es cómo llegar

desde el mundo objetivo de la materialidad, con su variabilidad infinita, al

mundo subjetivo de la forma tal y como existe en lo que, a falta de un término

más apropiado, debemos llamar la mente de nuestros congéneres».

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El antropólogo Oswald Werner adelanta una razón similar para

extirpar la conducta de la cultura. Las ideas son para siempre, pero el

comportamiento es transitorio: «el comportamiento es efímero», no es sino

un mero epifenómeno de las ideas que subyacen a la historia. Además, la

conducta es impredecible pues está sujeta «al estado del actor, como su

sobriedad, cansancio o ebriedad», y a factores adicionales, algunos de los

cuales «los detenía sin lugar a dudas el azar».

Para comprender estos puntos de vista puede resultar útil sacar a

relucir su pedigrí filosófico. El origen último de la postura ideacionalista deriva

de Platón, para quien el mundo activo material consiste en sombras irreales

de las ideas que están detrás de dichas sombras. Eso convierte a las ideas

en las únicas entidades dignas de estudio. Siempre me ha parecido obvio

que, frente a los platonistas contemporáneos, todos los campos de estudio

contienen componentes infinitamente variables. Nuestra tarea como

científicos consiste en descubrir el orden en lo que se presenta como

desordenado. Sea como fuere, como mostraré en seguida, los

ideacionalistas se equivocan. El orden supuestamente mayor de los

acontecimientos mentales es una ficción de la imaginación (a su vez causa

indudable de complejidad cognoscitiva).

Durham adopta un enfoque ligeramente distinto para justificar su

negativa a incluir el comportamiento, así como los memes, en la definición de

la cultura. El problema, aduce, es que «los fenómenos conceptuales de la

cultura son sólo una de las múltiples fuerzas rectoras que pueden influir en la

naturaleza y la forma del comportamiento» (1991:4). Otras fuerzas rectoras,

como los genes y las características del entorno, también influyen en la

naturaleza y la forma del comportamiento humano. Al definir la cultura, por

consiguiente. hay que velar por no confundir los efectos del aprendizaje con

los efectos de los factores genéticos o ambientales. El modo de evitar tal

confusión es excluir el comportamiento de los elementos constitutivos de la

definición de la cultura. Pero ¿por qué no puede aplicarse el mismo

razonamiento a los memes? Sin duda, las ideas propias también tienen la

impronta de los influjos genéticos y ambientales. Las predisposiciones

genéticas -necesidades y pulsiones biopsicológicas, en la tecnología antigua-

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influyen en la forma y el contenido del pensamiento humano tanto como en

su comportamiento, con la salvedad de que las limitaciones y propensiones

que le imponen se han debilitado y se han vuelto menos frecuentes y

directas a medida que evolucionaban las capacidades intelectuales de los

homínidos.

Es probable que subyaga cierto grado de pre-condicionamiento

genético en la creencia difundida (pero no universal) de que una sonrisa es

un saludo amistoso, o de que las cosas dulces son buenas para comer. Si

aceptamos que estos memes en los que se combinan aprendizaje, y

genética son entidades culturales, ¿por qué negar que comportamientos

socialmente transmitidos en los que se combinan aprendizaje y genética

formen también parte de la cultura? Me refiero a comportamientos como el

acto de sonreír a la vista de un amigo (en lugar de llorar, como hacen los

indios tapirape), o el acto de poner azúcar en el café o el té (en lugar de

tomarlo sin edulcorante, como hacen quienes están a régimen).

A riesgo de repetirme, recordaré que el intento de restringir la cultura a

unidades ideacionales no es un asunto baladí, puesto que las definiciones

son útiles en la medida en que conducen a preguntas que pueden someterse

a la prueba de la investigación y versan sobre el conjunto de los

acontecimientos y las relaciones incomprensibles. Las definiciones no deben

presentarse como sustitutos de la investigación empírica encaminada a la

puesta a prueba de teorías particulares. Sin embargo, cuando definimos la

cultura como idea pura y decimos de las ideas que guían el comportamiento

social, estamos abogando de hecho por un principio teórico popular cuyo

valor científico dista de ser evidente. En lugar de ello, desde la perspectiva

materialista cultural, considero que la importancia atribuida a la aseveración

de que son las ideas las que guían el comportamiento, y no al revés, es el

error de los errores de las teorías antropológicas modernas.

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EL FIN DE LA MODERNIDAD. NIHILISMO Y

HERMENÉUTICA EN LA CULTURA POSTMODERNA

Gianni Vattimo

Este libro se propone aclarar la relación que vincula los resultados de

la reflexión de Nietzsche y Heidegger, por un lado, reflexión a la que

constantemente se remite, con los discursos más recientes sobre el fin de la

época moderna y sobre la posmodernidad, por otro lado. Poner

explícitamente en contacto estos dos ámbitos de pensamiento (como se ha

comenzado a hacer en estos últimos tiempos)2 significa, de conformidad con

la tesis aquí expuesta, descubrir nuevos y más ricos aspectos de verdad.

Sólo en relación con la problemática nietzscheana del eterno retomo y con la

problemática heideggeriana del rebasamiento de la metafísica adquieren, en

verdad, rigor y dignidad filosófica las dispersas y no siempre coherentes

teorizaciones del período posmoderno; y sólo en relación con lo que ponen

de manifiesto las reflexiones posmodernas sobre las nuevas condiciones de

la existencia en el mundo industrial tardío, las intuiciones filosóficas de

Nietzsche y de Heidegger se caracterizan de manera definitiva como

irreductibles a la pura y simple Kulturkritik que informa toda la filosofía y toda

la cultura de principios del siglo XX. Tomar la crítica heideggeriana del

humanismo o el anuncio nietzscheano del nihilismo consumado como

momentos "positivos" para una reconstrucción filosófica, y no tan sólo como

síntomas y denuncias de la decadencia (según se hace en los dos capítulos

iniciales de este trabajo), es posible únicamente si se tiene el coraje -no sólo

la imprudencia, esperamos- de escuchar con atención los discursos -de las

artes, de la crítica literaria, de la -sociología- sobre la posmodernidad y sus

peculiares rasgos.

2 Véase por ejemplo: R. Schürman, Anti-Humanism, Reflections on ·the turn towards the post-modern epoch, en "Man and World", 1979, número 2, págs. 160-177; y los varios textos reunidos en P. Carravetta y P. Spedícato, ed., Postmoderno e letteratura, Milán, Bompiani, 1984.

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El paso decisivo para establecer la conexión entre Nietzsche -

Heidegger y el "posmodernismo" es el descubrimiento de que lo que este

último trata de pensar con el prefijo post es precisamente la actitud que, en

diferentes términos pero según nuestra interpretación; profundamente afines,

Nietzsche y Heidegger trataron de establecer al considerar la herencia del

pensamiento europeo, que ambos pusieron radicalmente en tela de juicio,

aunque se negaron a proponer una superación" crítica por la buena razón de

que eso habría significado permanecer aún prisioneros de la lógica del

desarrollo, propia de ese mismo pensamiento. Desde el punto de vista (que

podemos considerar común a pesar de no pocas diferencias) de Nietzsche y

de Heidegger, la modernidad se puede caracterizar, en efecto, como un

fenómeno dominado por la idea de la historia del pensamiento, entendida

como una progresiva "iluminación" que se desarrolla sobre la base de un

proceso cada vez más pleno de apropiación y reapropiación de los

"fundamentos", los cuales a menudo se conciben como los "orígenes", de

suerte que las revoluciones, teóricas y prácticas, de la historia occidental se

presentan y se legitiman por lo común como "recuperaciones",

.renacimientos, retornos. La idea de "superación'; que tanta importancia tiene

en toda la filosofía moderna, concibe el curso del pensamiento como un

desarrollo progresivo en el cual lo nuevo se identifica con lo valioso en virtud

de la mediación-de la recuperación y de la apropiación del fundamento

origen. Pero precisamente la noción de fundamento, y del pensamiento como

base y acceso al fundamento, es puesta radicalmente en tela de juicio por

Nietzsche y por Heidegger. De esta manera ambos se encuentran, por un

lado, en la situación de tener que tomar críticamente distancia respecto del

pensamiento occidental en cuanto pensamiento del fundamento, pero, por

otro lado, no pueden criticar ese pensamiento en nombre de otro fundamento

más verdadero. Y es en esto en lo que, con buen derecho, ambos pueden

ser considerados los filósofos de la posmodernidad. En efecto, el post de

posmoderno indica una despedida de la modernidad que, en la medida en

que quiere sustraerse a sus lógicas de desarrollo y sobre todo a la idea de la

"superación" crítica en la dirección de un nuevo fundamento, torna a buscar

precisamente lo que Nietzsche y Heidegger buscaron en su peculiar relación

"crítica" respecto del pensamiento occidental.

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Pero, ¿tiene realmente sentido todo ese esfuerzo de "colocación"?3

¿Por qué debería ser importante para la filosofía (en cuyo horizonte nos

proponemos permanecer) establecer si estamos en la modernidad o en ·la

posmodernidad y en general definir nuestro puesto en la historia? Una

primera respuesta a esta pregunta es la comprobación de que uno de los

contenidos característicos de la filosofía, de gran parte de la filosofía de los

siglos XIX y XX que representa nuestra herencia más próxima, es

precisamente la negación de estructuras estables del ser, a las cuales el

pensamiento debería atenerse para "fundarse" en certezas que no sean

precarias. Esta disolución de la estabilidad del ser es sólo parcial en los gran·

des sistemas del historicismo metafísico del siglo XIX: allí, el ser no "está",

sino que evoluciona según ritmos necesarios y reconocí· bies que, por lo

tanto, mantienen aún cierta estabilidad ideal. Nietzsche y Heidegger, en

cambio, lo conciben radicalmente como evento, de manera que para ellos es

decisivo, precisamente al hablar del ser, comprender "en qué punto" estamos

nosotros y el ser. La ontología no es otra cosa que interpretación de nuestra

condición o situación, ya que el ser no está en modo alguno fuera de su

"evento" el cual sucede en el historicizarse suyo y nuestro.

Pero todo esto, se dirá, es típicamente moderno: una de las visiones

más difundidas y atendibles de la modernidad es la que caracteriza

efectivamente como la "época de la historia" frente a la mentalidad antigua,

dominada por una visión naturalista y cíclica del curso del mundo.4 Es

únicamente la modernidad la que, desarrollando y elaborando en términos

puramente terrenales y seculares la herencia judeocristiana (la idea de la

historia como historia de la salvación articulada en creación, pecado,

redención, espera del juicio final), confiere dimensión ontológica a Ja historia

3 Escribo esta palabra entre comillas porque quiero llamar la atención sobre el empleo que del término Er-Orterung, que se debe traducir por "colocación" (atendiendo a la etimología más que al sentido corriente que es el de "discusión") hace Martín Heidegger en sus obras; sobre este punto véase G. Vattimo, Essere, storia e linguaggio in Heidegger, Turín, ed. de "Filosofía", 1963. 4 Esta contraposición está delineada en términos más netos y vastos en un libro merecidamente famoso de K. Lowith, Significato e fine deUa storia (1949), traducción italiana de F. Tedeschi Negri, con prefacio de·P. Rossi, Milán, Comunitii, 1963. En esta temática se tiene también en cuenta de Lowith Nietzsche e l'eterno ritorno (1934-19552), traducción italiana de S. Venuti, Bari, Laterza, 1982.

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y da significado determinante a nuestra colocación en el curso de la historia.

Pero si ello es así, parece que todo discurso sobre la posmodernidad es

contradictorio, y precisamente ésta es, por lo demás, una de las objeciones

más difundidas hoy contra la noción misma de lo posmoderno. En efecto,

decir que estamos en un momento ulterior respecto de la modernidad y

asignar a este hecho un significado de algún modo decisivo presupone

aceptar aquello que más específicamente caracteriza el punto de vista de la

modernidad: la idea de historia con sus corolarios, el concepto de progreso y

el concepto de superación. Esta objeción, que en muchos aspectos presenta

la característica vacuidad e inconsistencia de los argumentos puramente

formales (como por ejemplo, el argumento contra el escepticismo: si dices

que todo es falso pretendes sin embargo decir la .verdad, por lo ·tanto...),

indica empero una dificultad real: la de establecer un carácter auténtico de

cambio en las condiciones -de existencia, de pensamiento- que se indican

como posmodernas respecto de los rasgos generales de la modernidad. La

pretensión o el hecho puro y simple de representar una novedad en la

historia, una nueva y diferente figura en la fenomenología del espíritu,

colocaría por cierto a lo posmoderno en la línea de lo moderno, en la cual

dominan las categorías de lo nuevo y de la superación. Pero las cosas

cambian si, como parece que debe reconocerse, lo posmoderno se

caracteriza no sólo como novedad respecto de lo moderno, sino también

como disolución de la categoría de lo nuevo, como experiencia del "fin de la

historia", en lugar de presentarse como un estadio diferente (más avanzado o

más retrasado; no importa) de la historia misma.

Ahora bien, una experiencia de "fin de la historia" parece ampliamente

difundida en la cultura del siglo XX, en la cual y en múltiples formas retoma

continuamente la idea de un "ocaso del Occidente" que, en última instancia,

parece particularmente pertinente en la forma de la catástrofe atómica.5 En

este sentido catastrófico, el fin de la historia es el fin de la vida humana en la

tierra. Como la posibilidad de semejante fin nos incumbe realmente, la

impresión de catástrofe difundida en la cultura actual dista mucho de ser una

5 Sobre todo esto véase el reciente libro de G. Sasso, Tramonto di un mito. L'idea di "progresso" fra Ottocento e Novecento, Bolonia, 11 Mulino, 1984

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actitud inmotivada. A ella pueden referirse también aquellas posiciones

filosóficas que, remitiéndose a veces a Nietzsche; a veces a Heidegger,

invocan un retomo a los orígenes del pensamiento europeo, a una visión del

ser todavía no infectada por el nihilismo, implícito en toda aceptación del

acaecer evolutivo del que depende el surgimiento y el desarrollo de la técnica

moderna con todas las implicaciones ilustradoras que nos amenazan. La

debilidad de esta posición consiste no sólo en la ilusión profesada por lo

demás, no tan ingenuamente de que se puede retornar a los orígenes, sino

sobre todo, y lo que es más grave, en la convicción de que de esos orígenes

podría derivarse no aquello que en realidad ha sobrevenido; probablemente,

retornar a Parménides6 significaría sólo volver a comenzar desde el principio

siempre que, nihilísticamente, se predique una absoluta casualidad en el

proceso que a partir de Parménides hasta la ciencia y la técnica modernas y

a la bomba atómica.

En este libro, pues, no se habla de posmodernidad como fin de la

historia, en semejante sentido catastrófico. Aquí se considera más· bien la

amenaza de la posibilidad de una catástrofe atómica, que ciertamente es

real, como un elemento característico de este "nuevo" modo de vivir la

experiencia que se designa con la expresión "fin de la historia". Se podría

aclarar el discurso hablando más bien de fin de la historicidad, pero esto

también podría hacer que subsistiera un equívoco: el de la distinción entre

una historia como proceso objetivo dentro del cual estamos insertos y la

historicidad como un determinado modo de tener conciencia de que

formamos parte de ese proceso. Lo que caracteriza en cambio el fin de la

historia en la experiencia posmoderna es la circunstancia de que, mientras

en la teoría la noción de historicidad se hace cada vez más problemática,7 en

la práctica historiográfica y en su autoconciencia metodológica la idea de una

historia como proceso 'unitario se disuelve y en la existencia concreta se

instauran condiciones efectivas -no sólo la amenaza de la catástrofe atómica,

sino también sobre todo la técnica y el sistema de la información- que le dan

6 Ritornare a Parmenide es, como se sabe, el título simbólico de un ensayo de E. Severino que constituye la primera parte del volumen Essenza del nichilismo (1972). Milán, Adelphi, 1982. 7 Véase asimismo G. Sasso, Tramonto di un mito, op. cit. capítuls IV-V.

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una especie de inmovilidad realmente no histórica. Nietzsche y Heidegger y

junto con ellos todo ese pensamiento que se remite a los temas de la

ontología hermenéutica son considerados aquí -aún más allá de sus propias

intenciones- como los pensadores que echaron las bases para construir una

imagen de la existencia en estas nuevas condiciones de no historicidad o,

mejor aún, de posthistoricidad. La elaboración teórica de esa imagen -que

por ahora ciertamente se encuentra sólo en su fase inicial- es lo que puede

conferir peso y significado al discurso sobre la posmodernidad al superar las

críticas y las sospechas de que se trata todavía sólo de una moda "moderna"

más entre otras, de una superación más que se propone legitimarse

únicamente sobre la base de estar más al día, de ser más nueva y, por lo

tanto, más válida en relación con una visión de la historia entendida como

progreso, es decir, precisamente de conformidad con los mecanismos de

legitimación que caracterizan a la modernidad.

La descripción de nuestra experiencia actual en términos de

posthistoricidad supone ciertamente un riesgo, pues parece dar en un

sociologismo simplificador del que a menudo son culpables los filósofos.

Pero sin embargo y sobre todo las filosofías que quieren permanecer fieles a

la experiencia no pueden dejar de argumentar sobre la base de un "ante todo

y por lo general", de rasgos de la experiencia que, según se supone, están a

la vista de todos: así procedió la filosofía del pasado, así hizo la

fenomenología husserliana, así hizo el Heidegger de Sein und Zeit, el

Wittgenstein de los análisis de los juegos lingüísticos. Referirse a autores -

filósofos o sociólogos o antropólogos- supone siempre realizar ya una

elección que se considera, sin que se lo haya demostrado antes, justificada

en relación con el "ante todo y por lo general" de nuestra experiencia común.

El discurso sobre la posmodernidad se legitima sobre la base del hecho de

que, si consideramos la experiencia que tenemos de la actual sociedad

occidental, un concepto adecuado para describirla parece ser el de post-

lzístoíre, que fue introducido en la terminología de la cultura de hoy por

Arnold Gehlen. Muchos de los elementos teóricos que hemos evocado hasta

ahora se pueden reunir, en última instancia, en esta categoría de Gehlen. En

Gehlen, dicha categoría indica la condición en la cual "el progreso se

convierte en routíne": la capacidad humana de disponer técnicamente de la

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naturaleza se ha intensificado y aún continúa intensificándose hasta el punto

de que, mientras nuevos resultados llegarán a ser accesibles, la capacidad

de disponer y de planificar los hará cada vez menos "nuevos". Ya ahora en la

sociedad de consumo, la renovación continua (de la vestimenta, de los

utensilios, de los edificios), está fisiológicamente exigida para asegurar la

pura y simple supervivencia del sistema; la novedad nada tiene de

"revolucionario", ni de perturbador, sino que es aquello que permite que las

cosas marchen de la misma manera. Existe una especie de "inmovilidad" de

fondo en el mundo técnico que los escritores de ficción científica a menudo

representaron como la reducción de toda experiencia de la realidad a una

experiencia de imágenes (nadie encuentra verdaderamente a otra persona;

todo se ve en monitores televisivos que uno gobierna mientras está sentado

en una habitación) y que ya se percibe de manera más realista en el silencio

algodonado y climatizado en el que trabajan las computadoras.

La condición que Gehlen llama posthistórica no lo refleja empero una

fase extrema de desarrollo de la técnica, a la cual todavía no hemos llegado

pero que razonablemente cabe esperar; el progreso se convierte en routine

también porque; en el plano teórico, el desarrollo de la técnica fue preparado

y acompañado por la "secularización" de la misma noción de progreso: la

historia de las ideas condujo -en virtud de un proceso que también puede

describirse como lógico desenvolvimiento de un razonamiento- a un

vaciamiento de contenido de dicha noción. La historia que, en la visión

cristiana, aparecía como historia de la salvación, se convirtió primero en la

busca de una condición de perfección intraterrena y· luego, poco a poco, en

la historia del progreso: pero el ideal del progreso es algo vacío y su valor

final es el de realizar condiciones en que siempre sea posible un nuevo

progreso. Y el progreso, privado del "hacia dónde" en la secularización, llega

a ser también la disolución del concepto mismo de progreso, que es lo que

ocurre precisamente en la cultura entre el siglo XIX y el siglo XX.

Estas descripciones de Gehlen que, por lo demás, se encuentran

también en términos distintos en Heidegger y en sus tesis sobre la no

historicidad del mundo técnico, no son sólo ecos de la Kulturkritik catastrófica

de principios del siglo XX (retomada ampliamente en otro ámbito del

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pensamiento, por la teoría crítica de la Escuela de Francfort), sino que

también se verifican en las vicisitudes del concepto mismo de historia en la

cultura contemporánea. Probablemente no sea ajeno a la situación descrita

por Gehlen el hecho de que en el pensamiento de hoy no haya una "filosofía

de la historia" (aun la presencia del marxismo en nuestra cultura se mantuvo

más rigurosa en aquellas cuestiones en que separó de la filosofía de la

historia: consideremos, por ejemplo, el marxismo "estructural" de Althusser).

Y la ausencia de una filosofía de la historia está · acompañada por la de la

historiografía en lo que, con buen derecho, se puede llamar una verdadera

disolución de la historia en la práctica actual y en la conciencia

metodológica.8 Disolución significa, por cierto y ante todo, ruptura de la

unidad y no puro y· simple fin de la historia: el hombre actual se ha dado

cuenta de que la historia de los acontecimientos -políticos, militares, grandes

movi mientas de ideas-. Es sólo una historia entre otras; a esta historia se le

puede contraponer, por ejemplo, la historia de los modos de vida, que se

desarrolla mucho más lentamente y se aproxima casi a una "historia natural"

de las cuestiones humanas. O bien, de manera más radical, la aplicación de

los instrumentos de análisis de la retórica a la historiografía ha mostrado que

en el fondo la imagen de la historia que nos forjamos está por entero

condicionada por las reglas de un género literario, en suma, que la historia es

"una historia", una narración, un relato mucho más de lo que generalmente

estamos dispuestos a .admitir. Al conocimiento de los mecanismos retóricos

del texto se agregó (proveniente de otras matrices teóricas) el conocimiento

del carácter ideológico de la historia: Benjamín, en Tesis de filosofía de la

historia,9 habló de la "historia de los vencedores"; sólo desde el punto de

vista de los vencedores el proceso histórico aparece como un curso unitario

dotado de coherencia y racionalidad; los vencidos no pueden verlo así, sobre

todo porque sus vicisitudes y sus luchas quedan violentamente suprimidas

8 Traté más ampliamente estos temas en Il tempo nella filosofia del novecento, un ensayo escrito para /[mondo contemporaneo, vol. X: G/i strnmenti delta ricerca, parte 2, dirigido por N. Tranfaglia, Florencia, La Nuova Italia, 1983; véase también mi introducción a 1bibliografía de las Ciencias Humanas en el Volumen XII de la Enciclopedia Europea, Milán, Garzanti, 1984. 9 Fstán puhlicadas en traducción italiana en W. Benjamín, Angelus 1/0VUS, edición de R. Solmi, Turín, Finaudi, 1962.

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de la memoria colectiva; los que gestan la historia son los vencedores que

sólo conservan aquello que conviene a la imagen que se forjan de la historia

para legitimar su propio poder. En la radicalización de estos conceptos, aun

la idea de que, por debajo de las diversas imágenes de la historia y de los

diversos ritmos temporales que la caracterizan, hay un "tiempo" unitario,

fuerte (que sería el tiempo de la clase no clase, el proletariado portador de la

verdadera esencia humana), idea profesada por Ernst Bloch,10 ha terminado

por manifestarse como una última ilusión metafísica. Pero si no hay una

historia unitaria, portadora de la esencia humana y si sólo existen las

diversas historias, los diversos niveles y modos de reconstrucción del pasado

en la conciencia y en la imaginación colectiva, es difícil ver hasta qué punto

la disoluci9n de la historia como diseminación de las "historias" no es

también propiamente un verdadero fin de la historia como tal, de la

historiografía como imagen, por más abigarrada que sea de un curso unitario

de acontecimientos, el cual también (una vez elimina La "disolución" de la

historia, en los varios sentidos que pueden atribuirse a esta expresión es

probablemente, por lo demás, el carácter que con mayor claridad distingue a

la historia contemporánea de la historia "moderna". La época contemporánea

(no ciertamente la historia contemporánea según la división académica que

la hace comenzar con la Revolución Francesa) es esa época en la cual, si

bien con el perfeccionamiento de los instrumentos de reunir y transmitir la

información sería posible realizar una "historia universal", precisamente esa

historia universal se ha hecho imposible, como observa Nicola Tranfaglia,"

esto se debe a que el mundo de los media en todo el planeta es también el

mundo en el que los "centros" de historia las potencias capaces de reunir y

transmitir las informaciones según una visión unitaria que es también el

resultado de elecciones políticas) se han multiplicado. Pero también esto tal

vez sólo indica que no es posible una "historia universal" como historiografía,

como historia rerum, y que acaso falten las condiciones para que se dé una

10 Véase E. Bloch. D tferenziazione nel concetto di progresso, conferencia de 1955, induida en el volumen Dialettica e speranza, edición de L. Cichirollo, Florencia, Yallccchi 1 J6 7. Sobre la filosofía de la historia de Bloch, véase R. Bodci, Multiversum. Tempo e Storia in E. Bloch, Nápoles, Bibliopolis, 1979.

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historia universal-como curso unitario efectivo de los acontecimientos, como

res.

Quizá debemos decir que vivir en la historia, sintiéndose uno como

momento condicionado y sustentado por un curso unitario de los

acontecimientos (la lectura de los diarios como oración matutina del hombre

moderno) es una experiencia que sólo ha llegado a ser posible para el

hombre moderno, porque sólo con la modernidad (la era de Gutenberg,

según la exacta descripción de McLuhan) se crearon las condiciones para

elaborar y transmitir una imagen global de las cuestiones humanas; pero en

condiciones de mayor refinamiento de los mismos instrumentos para reunir y

transmitir informaciones (la era de la televisión, también según McLuhan)

semejante experiencia se hace de nuevo problemática y, en definitiva,

imposible. Desde este punto de vista la historia con· temporánea no es sólo

aquella que se refiere a los años cronológicamente más próximos a nosotros,

sino que es; en términos más rigurosos, la historia de la época en la cual

todo, mediante el uso de los nuevos medios de comunicación, sobre todo la

televisión, tiende a achatarse en el plano de la contemporaneidad y de la

simultaneidad, lo cual produce así una deshistorización de la experiencia 11

En la idea de posthistoria tenemos que aún más allá de las

intenciones explicitas que inspiraron a Gehlen el empleo del término, un

punto de referencia menos vago para llenar de contenido los discursos sobre

lo moderno y lo posmoderno. Lo que legitima y hace dignas de discusión las

teorías sobre lo posmoderno es el hecho de que su pretensión de un

"cambio" radical respecto de la modernidad no parece infundada, si son

11 Se puede convenir en que la modernidad se caracteriza por el "primado del conocim icnto científico''.- como sostiene C A. Viano, La crisi del concetto di "modemitd", en lntercezioni, 1984, número 1, págs. 25-39, pero hay que precisar (lo cual se le escapa a Viano, quien sospecha pues en las teo rías sobre el fin de la modernidad un esfuerzo de exorcizar esta primacía de la ciencia) que hoy esta primacía se manifiesta sobre todo como primacía de la técnica, y no en un sentido genérico (cada vez más máquinas para facilitar la relación del hombre con la naturaleza) sino en el sentido específico de las tecnologías de la información. La diferencia entre países adelantados y países atrasados se establece hoy sobre la base del grado de penetración de la informática no de la técnica en sentido genérico. Precisamente aquí es probable que esté la diferencia entre lo "moderno" y lo "posmoderno".

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válidas las comprobaciones sobre el carácter posthistórico de la existencia

actual. Estas comprobaciones, que se refieren no sólo a elaboraciones sino

que tienen aspectos más concretos -en la sociedad de la información más

generalizada, en la práctica historiográfica, en las artes y en la difundida

autoconciencia social-, muestran la modernidad tardía como el lugar en el

que tal vez se anuncia para el hombre una posibilidad diferente de

existencia. A esa posibilidad aluden, en la interpretación, que aquí

sostenemos, doctrinas filosóficas cargadas de tonos "proféticos", como las de

Nietzsche y Heidegger, las cuales, vistas bajo esta luz, se manifiestan menos

apocalípticas y más referibles a nuestra experiencia. El significado de la

referencia teórica a estos autores -que, como se verá en el curso del libro, se

completa con otras referencias (sólo aparentemente heterogéneas) a los

últimos desarrollos de la hermenéutica, a la readopción de la retórica y del

pragmatismo en la filosofía reciente- consiste en la posibilidad que tales

autores12

ofrecen de pasar de una descripción crítica puramente negativa de

la condición posmoderna, que fue típica de la Kulturkritik de principios del

siglo XX y de sus acodos en la cultura reciente, da una consideración de la

condición posmoderna como posibilidad y chance positiva. Verdad es que

Nietzsche habló un poco oscuramente de todo esto en su teoría de un

posible nihilismo positivo y activo; Heidegger aludió a lo mismo con su idea

de una Verwindung de la metafísica que no-es una superación crítica en el

sentido "moderno" del término (sobre esta cuestión, véase el último capítulo

del libro). En ambos autores, lo que puede ayudar al pensamiento a

colocarse de manera constructiva en la condición posmoderna tiene que ver

con lo que en otro lugar propuse llamar el debilitamiento del ser.13

12 Un acodo de este tipo sería, por lo menos en algunos de sus aspectos, también la "teoría crítica" de la escuela de Francfort. Podría verse una confirmación de esto en la polémica que Habermas ha desarrollado en los últimos años (por el momento sólo en breves ensayos y artículos de revistas, por ejemplo, en Italia, en Alfabeto número 2, marzo de 1981) contra el concepto de posmoderno y en defensa de una reanudación del programa de emancipación de la modernidad, programa que no estaría "disuelto", sino sólo traicionado por las nuevas condiciones de existencia de la sociedad industrial tardía. 13 Véase, además de Avventure della d (erenza, Milán, Garzanti, 1979, Al di ÜJ del soggetto, Milán, Feltrinelli, 1981, y mi contribución al volumen de G. Vattimo y P. A. Rovatti, Il pensiero debo/e, Milán, Feltrinelli, 1983.

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El acceso a las chances positivas que, para la esencia misma del

hombre, se encuentran en las condiciones de existencia posmoderna sólo es

posible si se toman seriamente los resultados de la "destrucción de la

ontología"14 llevada a cabo por Heidegger y, primero, por Nietzsche. Mientras

el hombre y e1 ser sean pensados metafísicamente, platónicamente, según

estructuras estables que imponen al pensamiento y a la existencia la tarea

de "fundarse", de establecerse (con la lógica, con la ética) en el dominio de lo

que no evoluciona y que se reflejan en una mitificación de las estructuras

fuertes en todo campo de la experiencia, al pensamiento no le será posible

vivir de manera positiva esa verdadera y propia edad posmetafísica que es la

posmodernidad. En ella no todo se acepta como camino de promoción de lo

humano, sino que la capacidad de discernir y elegir entre las posibilidades

que la condición posmoderna nos ofrece se construye únicamente sobre la

base de un análisis de la posmodernidad que la tome en sus características

propias, que la reconozca como campo de posibilidades y no la conciba sólo

como el infierno de la negación de lo humano.

Se trata antes bien (y éste es uno de los constant.es temas del

presente libro) de abrirse a una concepción no metafísica de la verdad, que

la interprete, no tanto partiendo del modelo positivo del saber científico como

(de conformidad con la proposición característica de la hermenéutica),

partiendo de la experiencia del arte y del modelo de la retórica, por ejemplo.

En términos mucho más generales y con un conjunto de significaciones que

apenas se comienza a explorar, se puede decir que la experiencia

posmoderna (y para decirlo en términos heideggerianos, posmetafísica) de la

verdad es, probablemente, una experiencia estética y retórica; esto, como se

verá en las páginas que siguen, nada tiene que ver con la reducción de la

experiencia de la verdad a emociones y sentimientos "subjetivos" sino que

más bien debe reconocerse el vínculo de la verdad con el monumento, la

estipulación, la "sustancialidad" de la transmisión histórica. Pero la alusión al

14 Es la expresión que usa Heidegger en el párrafo 6 de Essere e tempo (1927), traducción italiana de P. Chiodi, Turín, Utet, 1969,2 donde la considera una tarea del propio pensamiento, tarea que ha evolucionado en sus obras sucesivas, en las cuales el sentido mismo del término "destrucción" sufrió también profundas transformaciones.

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carácter de la experiencia de lo verdadero tiene también inseparablemente

otro sentido: el de llamar la atención sobre la imposibilidad de reducir el

hecho de la verdad al puro y simple reconocimiento del "sentido común", en

el cual empero (como lo muestran los análisis de Gadamer sobre el concepto

de kalón a los cuales nos remitimos) debe reconocerse una densidad y un

alcance decisivo para toda experiencia posible no puramente intimista de lo

verdadero. Pero el paso al dominio de lo verdadero no es el puro y simple

paso al "sentido común" por grande que sea el significado "sustancial" que se

le atribuya; y reconocer en la experiencia estética el modelo de la experiencia

de la verdad significa también aceptar que ésta tiene que ver con algo más

que con él simple sentido común, que tiene que ver con "grumos" de sentido

más intensos, sólo de los cuales puede derivar un discurso que no se limite a

duplicar lo existente sino que conserve también la posibilidad de poderlo

criticar.

Como se verá, ·todos estos problemas, aun a través del carácter en

modo alguno sistemático y definitivo de este libro, están más bien ilustrados y

profundizados y no resueltos. Pero quizá también esto, además de ser un

rasgo tradicional del discurso filosófico (a cuyas reglas de argumentación

quieren mantenerse fieles las páginas que siguen) sea un modo, tal vez

"débil", de hacer la experiencia de la verdad, no como objeto del cual uno se

apropia y como objeto que se transmite, sino como horizonte y fondo en el

cual uno se mueve discretamente.

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MODERNIDAD LIQUIDA

Zigmunt Bauman

Acerca de lo leve y lo líquido

La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales

de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para

muchas personas, cuyas mentes sólo se alimentan […] de cambios súbitos y

de estímulos permanentemente renovados […] Ya no toleramos nada que

dure. Ya no sabemos cómo hacer para lograr que el aburrimiento dé fruto.

Entonces, todo el tema se reduce a esta pregunta: ¿la mente humana puede

dominar lo que la mente humana ha creado?

Paul Valéry

La “fluidez” es la cualidad de los líquidos y los gases. Según nos

informa la autoridad de la Encyclopædia Britannica, lo que los distingue de

los sólidos es que “en descanso, no pueden sostener una fuerza tangencial o

cortante” y, por lo tanto, “sufren un continuo cambio de forma cuando se los

somete a esa tensión”.

Este continuo e irrecuperable cambio de posición de una parte del material con respecto a otra parte cuando es sometida a una tensión cortante constituye un flujo, una propiedad característica de los fluidos. Opuestamente, las fuerzas cortantes ejercidas sobre un sólido para doblarlo o flexionarlo se sostienen, y el sólido no fluye y puede volver a su forma original.

Los líquidos, una variedad de fluidos, poseen estas notables

cualidades, hasta el punto de que “sus moléculas son preservadas en una

disposición ordenada solamente en unos pocos diámetros moleculares”; en

tanto, “la amplia variedad de conductas manifestadas por los sólidos es

resultado directo del tipo de enlace que reúne los átomos de los sólidos y de

la disposición de los átomos”. “Enlace”, a su vez, es el término que expresa

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la estabilidad de los sólidos –la resistencia que ofrece “a la separación de los

átomos”–.

Hasta aquí lo que dice la Encyclopædia Britannica, en una entrada

que apuesta a explicar la “fluidez” como una metáfora regente de la etapa

actual de la era moderna.

En lenguaje simple, todas estas características de los fluidos implican

que los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su

forma. Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo.

En tanto los sólidos tienen una clara dimensión espacial pero neutralizan el

impacto –y disminuyen la significación– del tiempo (resisten efectivamente su

flujo o lo vuelven irrelevante), los fluidos no conservan una forma durante

mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla;

por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el

espacio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan

“por un momento”. En cierto sentido, los sólidos cancelan el tiempo; para los

líquidos, por el contrario, lo que importa es el tiempo. En la descripción de los

sólidos, es posible ignorar completamente el tiempo; en la descripción de los

fluidos, se cometería un error grave si el tiempo se dejara de lado. Las

descripciones de un fluido son como instantáneas, que necesitan ser

fechadas al dorso. Los fluidos se desplazan con facilidad. “Fluyen”, “se

derraman”, “se desbordan”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”,

“inundan”, “rocían”, “chorrean”, “manan”, “exudan”; a diferencia de los

sólidos, no es posible detenerlos fácilmente –sortean algunos obstáculos,

disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos–. Emergen

incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos –si

es que siguen siendo sólidos tras el encuentro– sufren un cambio: se

humedecen o empapan. La extraordinaria movilidad de los fluidos es lo que

los asocia con la idea de “levedad”. Hay líquidos que en pulgadas cúbicas

son más pesados que muchos sólidos, pero de todos modos tendemos a

visualizarlos como más livianos, menos “pesados” que cualquier sólido.

Asociamos “levedad” o “liviandad” con movilidad e inconstancia: la práctica

nos demuestra que cuanto menos cargados nos desplacemos, tanto más

rápido será nuestro avance.

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Estas razones justifican que consideremos que la “fluidez” o la

“liquidez” son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase

actual –en muchos sentidos nueva– de la historia de la modernidad.

Acepto que esta proposición pueda hacer vacilar a cualquiera que esté

familiarizado con el “discurso de la modernidad” y con el vocabulario

empleado habitualmente para narrar la historia moderna. ¿Acaso la

modernidad no fue desde el principio un “proceso de licuefacción”? ¿Acaso

“derretir los sólidos” no fue siempre su principal pasatiempo y su mayor

logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido “fluida” desde el

principio?

Éstas y otras objeciones son justificadas, y parecerán más justificadas

aun cuando recordemos que la famosa expresión “derretir los sólidos”,

acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se

refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno

aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y

demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas

estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba

decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia

historia… y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la

definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es

indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la

“profanación de lo sagrado”: la desautorización y la negación del pasado, y

primordialmente de la “tradición” –es decir, el sedimento y el residuo del

pasado en el presente–. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la

armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a

los sólidos resistirse a la “licuefacción”.

Recordemos, sin embargo, que todo esto no debía llevarse a cabo

para acabar con los sólidos definitivamente ni para liberar al nuevo mundo de

ellos para siempre, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para

reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por

otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable. Al leer el Ancien

Régime [El Antiguo Régimen y la Revolución] de De Tocqueville, podríamos

preguntarnos además hasta qué punto esos “sólidos” no estaban de

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antemano resentidos, condenados y destinados a la licuefacción, ya que se

habían oxidado y enmohecido, tornándose frágiles y poco confiables. Los

tiempos modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado

bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos

que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos

cuya solidez fuera –por una vez– duradera, una solidez en la que se pudiera

confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y

controlable.

Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas

sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los

derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos,

obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa. Para encarar

seriamente la tarea de construir un nuevo orden (¡verdaderamente sólido!),

era necesario deshacerse del lastre que el viejo orden imponía a los

constructores. “Derretir los sólidos” significaba, primordialmente,

desprenderse de las obligaciones “irrelevantes” que se interponían en el

camino de un cálculo racional de los efectos; tal como lo expresara Max

Weber, liberar la iniciativa comercial de los grilletes de las obligaciones

domésticas y de la densa trama de los deberes éticos; o, según Thomas

Carlyle, de todos los vínculos que condicionan la reciprocidad humana y la

mutua responsabilidad, conservar tan sólo el “nexo del dinero”. A la vez, esa

clase de “disolución de los sólidos” destrababa toda la compleja trama de las

relaciones sociales, dejándola desnuda, desprotegida, desarmada y

expuesta, incapaz de resistirse a las reglas del juego y a los criterios de

racionalidad inspirados y moldeados por el comercio, y menos capaz aun de

competir con ellos de manera efectiva.

Esa fatal desaparición dejó el campo libre a la invasión y al dominio de

(como dijo Weber) la racionalidad instrumental, o (como lo articuló Marx) del

rol determinante de la economía: las “bases” de la vida social infundieron a

todos los otros ámbitos de la vida el status de “superestructura” –es decir, un

artefacto de esas “bases” cuya única función era contribuir a su

funcionamiento aceitado y constante–. La disolución de los sólidos condujo a

una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras

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políticas, éticas y culturales. Sedimentó un nuevo orden, definido

primariamente en términos económicos. Ese nuevo orden debía ser más

“sólido” que los órdenes que reemplazaba, porque –a diferencia de ellos– era

inmune a los embates de cualquier acción que no fuera económica. Casi

todos los poderes políticos o morales capaces de trastocar o reformar ese

nuevo orden habían sido destruidos o incapacitados, por debilidad, para esa

tarea. Y no porque el orden económico, una vez establecido, hubiera

colonizado, reeducado y convertido a su gusto el resto de la vida social, sino

porque ese orden llegó a dominar la totalidad de la vida humana, volviendo

irrelevante e inefectivo todo aspecto de la vida que no contribuyera a su

incesante y continua reproducción.

Esa etapa de la carrera de la modernidad ha sido bien descripta por

Claus Offe (en “The utopia of the zero option”, publicado por primera vez en

1987 en Praxis International): las sociedades complejas “se han vuelto tan

rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su ‘orden’ –

es decir, la naturaleza de la coordinación de los procesos que se producen

en ellas– está virtualmente obturado en función de su utilidad práctica y, por

lo tanto, de su inutilidad esencial”. Por libres y volátiles que sean, individual o

grupalmente, los “subsistemas” de ese orden se encuentran

interrelacionados de manera “rígida, fatal y sin ninguna posibilidad de libre

elección”. El orden general de las cosas no admite opciones; ni siquiera está

claro cuáles podrían ser esas opciones, y aún menos claro cómo podría

hacerse real alguna opción viable, en el improbable caso de que la vida

social fuera capaz de concebirla y gestarla. Entre el orden dominante y cada

una de las agencias, vehículos y estratagemas de cualquier acción efectiva

se abre una brecha –un abismo cada vez más infranqueable, y sin ningún

puente a la vista–.

A diferencia de la mayoría de los casos distópicos, este efecto no ha

sido consecuencia de un gobierno dictatorial, de la subordinación, la opresión

o la esclavitud; tampoco ha sido consecuencia de la “colonización” de la

esfera privada por parte del “sistema”. Más bien todo lo contrario: la situación

actual emergió de la disolución radical de aquellas amarras acusadas –justa

o injustamente– de limitar la libertad individual de elegir y de actuar. La

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rigidez del orden es el artefacto y el sedimento de la libertad de los agentes

humanos. Esa rigidez es el producto general de “perder los frenos”: de la

desregulación, la liberalización, la “flexibilización”, la creciente fluidez, la

liberación de los mercados financiero, laboral e inmobiliario, la disminución

de las cargas impositivas, etc. (como señalara Offe en “Binding, shackles,

brakes”, publicado por primera vez en 1987); o (citando a Richard Sennett en

Flesh and Stone [Carne y piedra]), de las técnicas de “velocidad, huida,

pasividad” en otras palabras, técnicas que permiten que el sistema y los

agentes libres no se comprometan entre sí, que se eludan en vez de

reunirse–. Si ha pasado la época de las revoluciones sistémicas, es porque

no existen edificios para alojar las oficinas del sistema, que podrían ser

invadidas y capturadas por los revolucionarios; y también porque resulta

extraordinariamente difícil, e incluso imposible, imaginar qué podrían hacer

los vencedores, una vez dentro de esos edificios (si es que primero los

hubieran encontrado), para revertir la situación y poner fin al malestar que los

impulsó a rebelarse. Resulta evidente la escasez de esos potenciales

revolucionarios, de gente capaz de articular el deseo de cambiar su situación

individual como parte del proyecto de cambiar el orden de la sociedad.

La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y

defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual –al menos no de la

agenda donde supuestamente se sitúa la acción política–. La “disolución de

los sólidos”, el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto

un nuevo significado, y sobre todo ha sido redirigida hacia un nuevo blanco:

uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la

disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del

sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la

disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la

modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los

proyectos y las acciones colectivos –las estructuras de comunicación y

coordinación entre las políticas de vida individuales y las acciones políticas

colectivas–.

En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford el 3 de febrero de 1999, Ulrich Beck (quien hace pocos años acuñó el término “segunda modernidad” para connotar la fase en que la modernidad “volvió sobre sí

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misma”, la época de la soi-disant “modernización de la modernidad”) habla de “categorías zombis” y de “instituciones zombis”, que están “muertas y todavía vivas”. Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno. La familia, por ejemplo:

¿Qué es una familia en la actualidad? ¿Qué significa? Por supuesto, hay niños, mis niños, nuestros niños. Pero hasta la progenitura, el núcleo de la vida familiar, ha empezado a desintegrarse con el divorcio […] Abuelas y abuelos son incluidos y excluidos sin recursos para participar en las decisiones de sus hijos e hijas. Desde el punto de vista de los nietos, el significado de los abuelos debe determinarse por medio de decisiones y elecciones individuales.

Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución

y una reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Al

principio, esos poderes afectaban las instituciones existentes, los marcos que

circunscribían los campos de acciones y elecciones posibles, como los

patrimonios heredados, con su asignación obligatoria, no por gusto. Las

configuraciones, las constelaciones, las estructuras de dependencia e

interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y

después remodeladas: ésa fue la fase de “romper el molde” en la historia de

la transgresora, ilimitada, erosiva modernidad. No obstante, los individuos

podían ser excusados por no haberlo advertido: tuvieron que enfrentarse a

pautas y configuraciones que, aunque “nuevas y mejores”, seguían siendo

tan rígidas e inflexibles como antes.

Por cierto, todos los moldes que se rompieron fueron reemplazados

por otros; la gente fue liberada de sus viejas celdas sólo para ser censurada

y reprendida si no lograba situarse –por medio de un esfuerzo dedicado,

continuo y de por vida– en los nichos confeccionados por el nuevo orden: en

las clases, los marcos que (tan inflexiblemente como los ya disueltos

estamentos) encuadraban la totalidad de las condiciones y perspectivas

vitales, y condicionaban el alcance de los proyectos y estrategias de vida.

Los individuos debían dedicarse a la tarea de usar su nueva libertad para

encontrar el nicho apropiado y establecerse en él, siguiendo fielmente las

reglas y modalidades de conductas correctas y adecuadas a esa ubicación.

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Sin embargo, esos códigos y conductas que uno podía elegir como

puntos de orientación estables, y por los cuales era posible guiarse,

escasean cada vez más en la actualidad. Eso no implica que nuestros

contemporáneos sólo estén guiados por su propia imaginación, ni que

puedan decidir a voluntad cómo construir un modelo de vida, ni que ya no

dependan de la sociedad para conseguir los materiales de construcción o

planos autorizados. Pero sí implica que, en este momento, salimos de la

época de los “grupos de referencia” preasignados para desplazarnos hacia

una era de “comparación universal” en la que el destino de la labor de

construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no

dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios

antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo.

En la actualidad, las pautas y configuraciones ya no están

“determinadas”, y no resultan “autoevidentes” de ningún modo; hay

demasiadas, chocan entre sí y sus mandatos se contradicen, de manera que

cada una de esas pautas y configuraciones ha sido despojada de su poder

coercitivo o estimulante. Y, además, su naturaleza ha cambiado, por lo cual

han sido reclasificadas en consecuencia: como ítem del inventario de tareas

individuales. En vez de preceder a la política de vida y de encuadrar su curso

futuro, deben seguirla (derivar de ella), y reformarse y remoldearse según los

cambios y giros que esa política de vida experimente. El poder de

licuefacción se ha desplazado del “sistema” a la “sociedad”, de la “política” a

las “políticas de vida”… o ha descendido del “macronivel” al “micronivel” de la

cohabitación social.

Como resultado, la nuestra es una versión privatizada de la

modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la

responsabilidad del fracaso caen primordialmente sobre los hombros La

licuefacción debe aplicarse ahora a las pautas de dependencia e interacción,

porque les ha tocado el turno. Esas pautas son maleables hasta un punto

jamás experimentado ni imaginado por las generaciones anteriores, ya que,

como todos los fluidos, no conservan mucho tiempo su forma. Darles forma

es más fácil que mantenerlas en forma. Los sólidos son moldeados una sola

vez. Mantener la forma de los fluidos requiere muchísima atención, vigilancia

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constante y un esfuerzo perpetuo… e incluso en ese caso el éxito no es, ni

mucho menos, previsible.

Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el

advenimiento de la “modernidad fluida” ha impuesto a la condición humana.

El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e

inalcanzable, combinado con el estado fluido y desestructurado del encuadre

de la política de vida, ha cambiado la condición humana de modo radical y

exige repensar los viejos conceptos que solían enmarcar su discurso

narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo

tiempo. La pregunta es si su resurrección –aun en una nueva forma o

encarnación– es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y

una sepultura decentes.

Este libro está dedicado a esa pregunta. Hemos elegido examinar

cinco conceptos básicos en torno de los cuales ha girado la narrativa

ortodoxa de la condición humana: emancipación, individualidad,

tiempo/espacio, trabajo y comunidad. Se han explorado (aunque de manera

muy fragmentaria y preliminar) sucesivos avatares de sus significados y

aplicaciones prácticas, con la esperanza de salvar a los niños del diluvio de

aguas contaminadas.

La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance

pueden evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo

de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente,

como “diferencia que hace toda la diferencia”, como atributo crucial del que

derivan todas las demás características. Ese atributo es el cambio en la

relación entre espacio y tiempo.

La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de

la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de

estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser –como

solían serlo en los siglos premodernos– aspectos entrelazados y apenas

discernibles de la experiencia viva, unidos por una relación de

correspondencia estable y aparentemente invulnerable. En la modernidad, el

tiempo tiene historia, gracias a su “capacidad de contención” que se amplía

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permanentemente: la prolongación de los tramos de espacio que las

unidades de tiempo permiten “pasar”, “cruzar”, “cubrir”… o conquistar. El

tiempo adquiere historia cuando la velocidad de movimiento a través del

espacio (a diferencia del espacio eminentemente inflexible, que no puede ser

ampliado ni reducido) se convierte en una cuestión de ingenio, imaginación y

recursos humanos.

La idea misma de velocidad (y aún más conspicuamente, de

aceleración), referida a la relación entre tiempo y espacio, supone su

variabilidad, y sería difícil que tuviera algún sentido si esa relación no fuera

cambiante, si fuera un atributo de la realidad inhumana y prehumana en vez

de estar condicionada a la inventiva y la determinación humanas, y si no

hubiera trascendido el estrecho espectro de variaciones a las que los

instrumentos naturales de movilidad –los miembros inferiores, humanos o

equinos– solían reducir los movimientos de los cuerpos premodernos.

Cuando la distancia recorrida en una unidad de tiempo pasó a depender de

la tecnología, de los medios de transporte artificiales existentes, los límites

heredados de la velocidad de movimiento pudieron transgredirse. Sólo el

cielo (o, como se reveló más tarde, la velocidad de la luz) empezó a ser el

límite, y la modernidad fue un esfuerzo constante, imparable y acelerado por

alcanzarlo.

Gracias a sus recientemente adquiridas flexibilidad y capacidad de

expansión, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente, en el arma

para la conquista del espacio. En la lucha moderna entre espacio y tiempo, el

espacio era el aspecto sólido y estólido, pesado e inerte, capaz de entablar

solamente una guerra defensiva, de trincheras… y ser un obstáculo para las

flexibles embestidas del tiempo. El tiempo era el bando activo y dinámico del

combate, el bando siempre a la ofensiva: la fuerza invasora, conquistadora y

colonizadora. Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso

a medios de movilidad más rápidos ascendieron hasta llegar a ser el principal

instrumento de poder y dominación.

Michel Foucault usó el diseño del panóptico de Jeremy Bentham como

archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban

inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de

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gruesos muros y murallas custodiados, y atados a sus camas, celdas o

bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían

permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni

tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían

libertad de movimiento. La facilidad y la disponibilidad de movimiento de los

guardias eran garantía de dominación; la “inmovilidad” de los internos era

muy segura, la más difícil de romper entre todas las ataduras que

condicionaban su subordinación. El dominio del tiempo era el secreto del

poder de los jefes… y tanto la inmovilización de sus subordinados en el

espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del

ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del

poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad,

el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de

movimientos.

El panóptico era un modelo de confrontación entre los dos lados de la

relación de poder. Las estrategias de los jefes –salvaguardar la propia

volatilidad y rutinizar el flujo de tiempo de sus subordinados– se fusionaron.

Pero existía cierta tensión entre ambas tareas. La segunda tarea ponía

límites a la primera: ataba a los “rutinizadores” al lugar en el cual habían sido

confinados los objetos de esa rutinización temporal. Los “rutinizadores” no

tenían una verdadera y plena libertad de movimientos: era imposible

considerar la opción de que pudiera haber “amos ausentes”.

El panóptico tiene además otras desventajas. Es una estrategia

costosa: conquistar el espacio y dominarlo, así como mantener a los

residentes en el lugar vigilado, implica una gran variedad de tareas

administrativas engorrosas y caras. Hay que construir y mantener edificios,

contratar y pagar a vigilantes profesionales, atender y abastecer la

supervivencia y la capacidad laboral de los internos. Finalmente, administrar

significa, de una u otra manera, responsabilizarse del bienestar general del

lugar, aunque sólo sea en nombre del propio interés… y la responsabilidad

significa estar atado al lugar. Requiere presencia y confrontación, al menos

bajo la forma de presiones y roces constantes.

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Lo que induce a tantos teóricos a hablar del “fin de la historia”, de

posmodernidad, de “segunda modernidad” y “sobremodernidad”, o articular la

intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las

condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el

hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha

llegado ya a su “límite natural”. El poder puede moverse con la velocidad de

la señal electrónica; así, el tiempo requerido para el movimiento de sus

ingredientes esenciales se ha reducido a la instantaneidad. En la práctica, el

poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni

siquiera detenido, por la resistencia del espacio (el advenimiento de los

teléfonos celulares puede funcionar como el definitivo “golpe fatal” a la

dependencia del espacio: ni siquiera es necesario acceder a una boca

telefónica para poder dar una orden y controlar sus efectos. Ya no importa

dónde pueda estar el que emite la orden –la distinción entre “cerca” y “lejos”,

o entre lo civilizado y lo salvaje, ha sido prácticamente cancelada–). Este

hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes:

la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del

poder. La etapa actual de la historia de la modernidad –sea lo que fuere por

añadidura– es, sobre todo, pospanóptica. En el panóptico lo que importaba

era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre “allí”, cerca,

en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que

importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de

los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier

momento fuera de alcance… y volverse absolutamente inaccesible.

El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo:

entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y seguidores,

ejércitos en guerra. La principal técnica de poder es ahora la huida, el

escurrimiento, la elisión, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de

cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de

construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus

consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos.

Esta nueva técnica de poder ha sido ilustrada vívidamente por las

estrategias empleadas durante la Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. En la

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conducción de la guerra, la reticencia a desplegar fuerzas terrestres fue

notable; a pesar de lo que dijeran las explicaciones oficiales, esa reticencia

no era producto solamente del publicitado síndrome de “protección de los

cuerpos”. El combate directo en el campo de batalla no fue evitado

meramente por su posible efecto adverso sobre la política doméstica, sino

también (y tal vez principalmente) porque era inútil por completo e incluso

contraproducente para los propósitos de la guerra. Después de todo, la

conquista del territorio, con todas sus consecuencias administrativas y

gerenciales, no sólo estaba ausente de la lista de objetivos bélicos, sino que

era algo que debía evitarse por todos los medios y que era considerado con

repugnancia como otra clase de “daño colateral” que, en esta oportunidad,

agredía a la fuerza de ataque.

Los bombardeos realizados por medio de casi invisibles aviones de

combate y misiles “inteligentes” –lanzados por sorpresa, salidos de la nada y

capaces de desaparecer inmediatamente– reemplazaron las invasiones

territoriales de las tropas de infantería y el esfuerzo por despojar al enemigo

de su territorio, apoderándose de la tierra controlada y administrada por el

adversario. Los atacantes ya no deseaban para nada ser “los últimos en el

campo de batalla” después de que el enemigo huyera o fuera exterminado.

La fuerza militar y su estrategia bélica de “golpear y huir” prefiguraron,

anunciaron y encarnaron aquello que realmente estaba en juego en el nuevo

tipo de guerra de la época de la modernidad líquida: ya no la conquista de un

nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los

nuevos poderes globales fluidos; sacarle de la cabeza al enemigo todo deseo

de establecer sus propias reglas para abrir de ese modo un espacio –hasta

entonces amurallado e inaccesible– para la operación de otras armas (no

militares) del poder. Se podría decir (parafraseando la fórmula clásica de

Clausewitz) que la guerra de hoy se parece cada vez más a “la promoción

del libre comercio mundial por otros medios”.

Recientemente, Jim MacLaughlin nos ha recordado (en Sociology,

1/99) que el advenimiento de la era moderna significó, entre otras cosas, el

ataque consistente y sistemático de los “establecidos”, convertidos al modo

de vida sedentario, contra los pueblos y los estilos de vida nómades,

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completamente adversos a las preocupaciones territoriales y fronterizas del

emergente Estado moderno. En el siglo XIV, Ibn Khaldoun podía cantar sus

alabanzas del nomadismo, que hace que los pueblos “se acerquen más a la

bondad que los sedentarios porque […] están más alejados de los malos

hábitos que han infectado los corazones sedentarios”, pero la febril

construcción de naciones y estados-nación que se desencadenó poco tiempo

después en toda Europa puso el “suelo” muy por encima de la “sangre” al

sentar las bases del nuevo orden legislado, que codificaba los derechos y

deberes de los ciudadanos. Los nómadas, que menospreciaban las

preocupaciones territoriales de los legisladores y que ignoraban

absolutamente sus fanáticos esfuerzos por establecer fronteras, fueron

presentados como los peores villanos de la guerra santa entablada en

nombre del progreso y de la civilización. Los modernos “cronopolíticos” no

sólo los consideraron seres inferiores y primitivos, “subdesarrollados” que

necesitaban ser reformados e ilustrados, sino también retrógrados que

sufrían “retraso cultural”, que se encontraban en los peldaños más bajos de

la escala evolutiva y que eran, por añadidura, imperdonablemente necios por

su reticencia a seguir “el esquema universal de desarrollo”.

Durante toda la etapa sólida de la era moderna, los hábitos nómades

fueron mal considerados. La ciudadanía iba de la mano con el sedentarismo,

y la falta de un “domicilio fijo” o la no pertenencia a un “Estado” implicaba la

exclusión de la comunidad respetuosa de la ley y protegida por ella, y con

frecuencia condenaba a los infractores a la discriminación legal, cuando no al

enjuiciamiento. Aunque ese trato todavía se aplica a la “subclase” de los sin

techo, que son sometidos a las viejas técnicas de control panóptico (técnicas

que ya no se emplean para integrar y disciplinar a la mayoría de la

población), la época de la superioridad incondicional del sedentarismo sobre

el nomadismo y del dominio de lo sedentario sobre lo nómade tiende a

finalizar. Estamos asistiendo a la venganza del nomadismo contra el principio

de la territorialidad y el sedentarismo. En la etapa fluida de la modernidad, la

mayoría sedentaria es gobernada por una elite nómade y extraterritorial.

Mantener los caminos libres para el tráfico nómade y eliminar los pocos

puntos de control fronterizo que quedan se ha convertido en el metaobjetivo

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de la política, y también de las guerras que, tal como lo expresara

Clausewitz, son solamente “la expansión de la política por otros medios”.

La elite global contemporánea sigue el esquema de los antiguos

“amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas

administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar

la misión de “esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”,

“civilizar” y cualquier cruzada cultural. El compromiso activo con la vida de las

poblaciones subordinadas ha dejado de ser necesario (por el contrario, se lo

evita por ser costoso sin razón alguna y poco efectivo), y por lo tanto lo

“grande” no sólo ha dejado de ser “mejor”, sino que ha perdido cualquier

sentido racional. Lo pequeño, lo liviano, lo más portable significa ahora

mejora y “progreso”. Viajar liviano, en vez de aferrarse a cosas consideradas

confiables y sólidas –por su gran peso, solidez e inflexible capacidad de

resistencia–, es ahora el mayor bien y símbolo de poder.

Aferrarse al suelo no es tan importante si ese suelo puede ser

alcanzado y abandonado a voluntad, en poco o en casi ningún tiempo. Por

otro lado, aferrarse demasiado, cargándose de compromisos mutuamente

inquebrantables, puede resultar positivamente perjudicial, mientras las

nuevas oportunidades aparecen en cualquier otra parte. Es comprensible

que Rockefeller haya querido que sus fábricas, ferrocarriles y pozos

petroleros fueran grandes y robustos, para poseerlos durante mucho, mucho

tiempo (para toda la eternidad, si medimos el tiempo según la duración de la

vida humana o de la familia). Sin embargo, Bill Gates se separa sin pena de

posesiones que ayer lo enorgullecían: hoy, lo que da ganancias es la

desenfrenada velocidad de circulación, reciclado, envejecimiento, descarte y

reemplazo –no la durabilidad ni la duradera confiabilidad del producto–. En

una notable inversión de la tradición de más de un milenio, los encumbrados

y poderosos de hoy son quienes rechazan y evitan lo durable y celebran lo

efímero, mientras los que ocupan el lugar más bajo –contra todo lo

esperable– luchan desesperadamente para lograr que sus frágiles,

vulnerables y efímeras posesiones duren más y les brindan servicios

duraderos. Los encumbrados y los menos favorecidos se encuentran hoy en

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lados opuestos de las grandes liquidaciones y en las ventas de autos

usados.

La desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las

agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y

justificarse como “efecto colateral” anticipado de la nueva levedad y fluidez

de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo.

Pero la desintegración social es tanto una afección como un resultado de la

nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el

descompromiso y el arte de la huida. Para que el poder fluya, el mundo debe

estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier

trama densa de nexos sociales, y particularmente una red estrecha con base

territorial, implica un obstáculo que debe ser eliminado. Los poderes globales

están abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una

mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la

garantía de su invencibilidad. Y el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la

transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos permiten que

esos poderes puedan actuar.

Si estas tendencias mezcladas se desarrollaran sin obstáculos,

hombres y mujeres serían remodelados siguiendo la estructura del mol

electrónico, esa orgullosa invención de los primeros años de la cibernética

que fue aclamada como un presagio de los años futuros: un enchufe portátil,

moviéndose por todas partes, buscando desesperadamente tomacorrientes

donde conectarse. Pero en la época que auguran los teléfonos celulares, es

probable que los enchufes sean declarados obsoletos y de mal gusto, y que

tengan cada vez menos calidad y poca oferta. Ya ahora, muchos

abastecedores de energía eléctrica enumeran las ventajas de conectarse a

sus redes y rivalizan por el favor de los buscadores de enchufes. Pero a

largo plazo (sea cual fuere el significado que “a largo plazo” pueda tener en

la era de la instantaneidad) lo más probable es que los enchufes

desaparezcan y sean reemplazados por baterías descartables que venderán

los kioscos de todos los aeropuertos y todas las estaciones de servicio de

autopistas y caminos rurales.

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Parece una diotopía hecha a la medida de la modernidad líquida…

adecuada para reemplazar los temores consignados en las pesadillas al

estilo Orwell y Huxley.

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LA SOBREMODERNIDAD

Marc Auge

Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas. La

primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de

globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la

interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de

los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono,

fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito

cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito

ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra

o la capa de ozono, nos pueden dar la impresión de que el planeta se ha

vuelto nuestro punto de referencia en común.

Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión

de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror,

pero es, de todos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos

multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas

muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos

ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de

la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de gran-ja); o bien los idiomas regionales

recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los

nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos

se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el

movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en

Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el

seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de

singularidad a me-nudo están en relación (en relación antagonista) con la

mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en

América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de

lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las

opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar

felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la

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uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que

genera la locura identitaria.

La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que

ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición

especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o

especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas.

Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor

situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de

investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo

incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que

podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la

paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido,

uniformizado y diverso, a la vez (ya volveré a estos términos) desencantado y

reencantado.

Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo

actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para

el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso,

por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema

principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el

individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los

sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las

relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de

poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables.

Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se

reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se

dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si

un cierto número de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si

reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico).

Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la

familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).

La observación antropológica siempre está contextualizada. La

observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado

y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura,

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reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora

bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de

cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia

de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las

configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.

Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos

localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:

· El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.

· El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.

· El paso de lo real a lo virtual.

Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de

los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis

en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire,

al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como

un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira. "...el

taller que canta y que charla; Los tubos, los campanarios, estos mástiles de

la ciudad, Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."

La noción de sobremodernidad

Neologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de

sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de

nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y

de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el

movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi

parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de

información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo

demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.

El exceso de información nos da la sensación de que la historia se

acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones

del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá

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tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano

puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el

sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla

pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el

noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana. El corolario a esta

superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de

olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de

saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado

un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado

nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras

pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por

razones que se nos escapan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un

cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica, olvidada,

familiar y sorprendente a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis

irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No

sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.

La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las

tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge.

La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio.

Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación

se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo

reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la

expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de

forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".

El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se

preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón

de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el

cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales,

algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir

el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo,

podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los

episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos",

que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el

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estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de

transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día

más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un

gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la

pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de

San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David

Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las

palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:

"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el

vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se

orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o

de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se

unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas

americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en

los cuales los americanos se reconozcan". En realidad, no hay aquí nada de

extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso

de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es

planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.

Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la

sobremodernidad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del

individualismo conquistador del ideal moderno: una individualización de

consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el

desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este

siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos

intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y

creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la

escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo

podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos

precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las

mediaciones institucionales. La relación con los medios de comunicación

puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone

cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les

escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación

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solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro,

sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara;

en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el

elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero

percibidas como personales.

Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla

ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de

tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud

japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el

aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del

Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el

mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre

su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión

monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy

fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que

invade a la mayoría de los internautas.

En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a

la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se

desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las

ideologías y las obligaciones intelectuales con las que están vinculadas: el

mercado ideológico se equipara entonces a un selfservice, en el cual cada

individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia

cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.

Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también

en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que

supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos

movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden

definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad

dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros

movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una

socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza

y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión

de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de

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reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta

perspectiva, es una salida previsible: el individuo que rechaza el nexo social,

la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.

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EL DISCURSO FILOSOFICO DE LA MODERNIDAD

Jurgen Habermas

La modernidad: su conciencia del tiempo y su necesidad de

autocercioramiento.

En su famosa Vorbernerkung a la colección de sus artículos de

sociología de la religión desarrolla Max Weber el «problema de historia

universal», al que dedicó su obra científica, a saber: la cuestión de por qué

fuera de Europa «ni la evolución científica, ni la artística ni la estatal, ni la

económica, condujeron por aquellas vías de racionalización que resultaron

propias de Occidente»15 . Para Max Weber era todavía evidente de suyo la

conexión interna, es decir, la relación no contingente entre modernidad y lo

que él llamó racionalismo occidental.16

Como «racional» describió aquel

proceso del desencantamiento que condujo en Europa a que del

desmoronamiento de las imágenes religiosas del mundo resultara una cultura

profana. Con las ciencias experimentales modernas, con las artes

convertidas en autónomas, y con las teorías de la moral y el derecho

fundadas en principios, se desarrollaron aquí esferas culturales de valor que

posibilitaron procesos de aprendizaje de acuerdo en cada caso con la

diferente legalidad interna de los problemas teóricos, estéticos y práctico-

morales.

Pero Max Weber describe bajo el punto de vista de la racionalización

no sólo la profanización de la cultura occidental sino sobre todo la evolución

de las sociedades modernas. Las nuevas estructuras sociales vienen

determinadas por la diferenciación de esos dos sistemas funcionalmente

compenetrados entre sí que cristalizaron en torno a los núcleos organizativos

que son la empresa capitalista y el aparato estatal burocrático. Este proceso

lo entiende Weber como institucionalización de la acción económica y de la

acción administrativa racionales con arreglo a fines. A medida que la vida

15 M. WEBER, Die protestantische Ethik, tomo I, Heidelberg 1973. 16 Cfr. sobre este tema J. HABERMAS, Theorie des kommunikatives Handelns, Francfort 1981, tomo I, 225 ss.

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cotidiana se vio arrastrada por el remolino de esta racionalización cultural y

social, se disolvieron también las formas tradicionales de vida diferenciadas a

principios del mundo moderno mayormente en términos de estamentos

profesionales. Con todo, la modernización del mundo de la vida no viene

determinada solamente por las estructuras de la racionalidad con arreglo a

fines. E. Durkheim y G. H. Mead vieron más bien los mundos de la vida

determinados por un trato, convertido en reflexivo, con tradiciones que

habían perdido su carácter cuasinatural; por la universalización de las

normas de acción y por una generalización de los valores, que, en ámbitos

de opción ampliados, desligan la acción comunicativa de contextos

estrechamente circunscritos; finalmente, por patrones de socialización que

tienden al desarrollo de «identidades del yo» abstractas y que obligan a los

sujetos a individuarse. Ésta es a grandes rasgos la imagen de la modernidad

tal como se la representaron los clásicos de la teoría de la sociedad.

Hoy el tema de Max Weber aparece a una luz distinta —y este cambio

de perspectiva se debe, así al trabajo de los que apelan a él, como al trabajo

de sus críticos. El vocablo «modernización» se introduce como término

técnico en los años cincuenta; caracteriza un enfoque teorético que hace

suyo el problema de Max Weber, pero elaborándolo con los medios del

funcionalismo sociológico. El concepto de modernización se refiere a una

gavilla de procesos acumulativos y que se refuerzan mutuamente: a la

formación de capital y a la movilización de recurso al desarrollo de las

fuerzas productivas y al incremento de la productividad del trabajo; a la

implantación de poderes políticos centralizados y al desarrollo de identidades

nacionales; a la difusión de los derechos de participación política, de las

formas de vida urbana y de la educación formal; a la secularización de

valores y normas, etc. La teoría de la modernización practica en el concepto

de modernidad de Max Weber una abstracción preñada de consecuencias.

Desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla

y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en

cuanto al espacio y al tiempo. Rompe además la conexión interna entre

modernidad y el contexto histórico del racionalismo occidental, de modo que

los procesos de modernización ya no pueden entenderse como

racionalización, como objetivación histórica de estructuras racionales. James

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62

Coleman ve en ello la ventaja de que tal concepto de modernización,

generalizado en términos de teoría de la evolución, ya no necesita quedar

gravado con la idea de una culminación o remate de la modernidad, es decir,

de un estado final tras el que hubieran de ponerse en marcha evoluciones

«postmodernas».17

Con todo, fue precisamente la investigación que sobre procesos de

modernización se hizo en los años cincuenta y sesenta la que creó las

condiciones para que la expresión «postmodernidad» se pusiera en

circulación también entre los científicos sociales." Pues en vista de una

modernización evolutivamente autonomizada, de una modernización que

discurre desprendida de sus orígenes, tanto más fácilmente puede el

observador científico decir adiós a aquel horizonte conceptual del

racionalismo occidental, en que surgió la modernización. Y una vez rotas las

conexiones internas entre el concepto de modernidad y la comprensión que

la modernidad obtiene de sí desde el horizonte de la razón occidental, los

procesos de modernización, que siguen discurriendo, por así decirlo, de

forma automática, pueden relativizarse desde la distanciada mirada de un

observador postmoderno. Arnold Gehlen redujo esta situación a una fórmula

fácil de retener en la memoria: las premisas de la Ilustración están muertas,

sólo sus consecuencias continúan en marcha. Desde este punto de vista, la

modernización social, que seguiría discurriendo autárquicamente, se habría

desprendido de la modernidad cultural, al parecer ya obsoleta; esa

modernidad social se limitaría a ejecutar las leyes funcionales de la

economía y del Estado, de la ciencia y de la técnica, que supuestamente se

habrían aunado para constituir un sistema ya no influible. La incontenible

aceleración de los procesos sociales aparece entonces como el reverso de

una cultura exhausta, de una cultura que habría pasado al estado cristalino.

«Cristalizada» llama Gehlen a la cultura moderna porque «las posibilidades

radicadas en ella han sido ya desarrolladas en sus contenidos básicos. Se

han descubierto las contraposibilidades y antítesis, y se las ha incluido en la

cuenta, de modo que en adelante las mudanzas en las premisas se hacen

cada vez más improbables... Si ustedes tienen esta idea percibirán

17 Artículo «Modernization», en Encycl. Soc. Science, tomo 10, 386 ss.

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cristalización incluso en un ámbito tan movedizo y variopinto como es la

pintura moderna»18 . Como la «historia de las ideas está conclusa», Gehlen

puede constatar con alivio «que hemos desembocado en una posthistoria»--

#¿wd., 323). Y con Gottfried Benn nos da este consejo: «Haz economías con

tu capital». Este adiós neoconservador a la Modernidad no se refiere, pues, a

la desenfrenada dinámica de la modernización social, sino a la vaina de una

autocomprensión cultural de la modernidad, a la que se supone superada.19

En una forma política completamente distinta, a saber, en una forma

anarquista, la idea de postmodernidad aparece, en cambio, en aquellos

teóricos que no cuentan con que se haya producido un desacoplamiento de

modernidad y racionalidad. También ellos reclaman el fin de la Ilustración,

sobrepasan el horizonte de la tradición de la razón desde el que antaño se

entendiera la modernidad europea; también ellos hacen pie en la

posthistoria. Pero a diferencia de la neoconservadora, la despedida

anarquista se refiere a la modernidad en su conjunto. Al sumergirse ese

continente de categorías, que sirven de soporte al racionalismo occidental de

Weber, la razón da a conocer su verdadero rostro —queda desenmascarada

como subjetividad represora a la vez que sojuzgada, como voluntad de

dominación instrumental. La fuerza subversiva de una crítica a lo Heidegger

o a lo Bataille, que arranca a la voluntad de poder el velo de razón con que

se enmascara, tiene simultáneamente por objeto hacer perder solidez al

«férreo estuche» en que socialmente se ha objetivado el espíritu de la

modernidad. Desde este punto de vista la modernización social no podrá

sobrevivir a la declinación de la modernidad cultural de la que ha surgido, no

podrá resistir al anarquismo «irrebasable por el pensamiento», en cuyo signo

se pone en marcha la postmodernidad.

Cualesquiera sean las diferencias entre estos tipos de teoría de la

modernidad, ambos se distancian del horizonte categorial en que se

18 A. GEHLEN, «Über kulturelle Kritallisation», en A. GEHLEN, Studien zur Anthropologie und Soziologie, Neuwied 1963, 321 19 Leo en un artículo de H. E. HOTHUSEN, «Heimweh nach Geschichte», en Merkur, n. 430, diciembre 1984, 916, que Gehlen pudo tomar la expresión «Posthistoire» de Hendrik de Man, un amigo cuyo pensamiento estaba próximo al de Gehlen.

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desarrolló la autocomprensión de la modernidad europea. Ambas teorías de

la postmodernidad pretenden haberse sustraído a ese horizonte, haberlo

dejado tras de sí como horizonte de una época pasada. Pues bien, fue Hegel

el primer filósofo que desarrolló un concepto claro de modernidad; a Hegel

será menester recurrir, por tanto, si queremos entender qué significó la

interna relación entre modernidad y racionalidad, que hasta Max Weber se

supuso evidente de suyo y que hoy parece puesta en cuestión. Tendremos

que cerciorarnos del concepto hegeliano de modernidad para poder valorar si

la pretensión de aquellos que ponen su análisis bajo premisas distintas es o

no es de recibo; pues a priori no puede rechazarse la sospecha de que el

pensamiento postmoderno se limite a autoatribuirse una posición

transcendente cuando en realidad permanece prisionero de las premisas de

la autocomprensión moderna hechas valer por Hegel. No podemos excluir de

antemano que el neoconservadurismo, o el anarquismo de inspiración

estética, en nombre de una despedida de la modernidad no estén probando

sino una nueva rebelión contra ella. Pudiera ser que bajo ese manto de

postilustración no se ocultara sino la complicidad con una ya venerable

tradición de contra ilustración.

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LA MISERIA DEL HISTORICISMO

Karl Popper

La tesis fundamental de este libro —que la creencia en un destino

histórico es pura superstición y que no puede haber predicción del curso de

la historia humana por métodos científicos o cualquier otra clase de método

racional— nace en el invierno de 1919 a 1920. Sus líneas generales estaban

trazadas en 1935; fue leído por primera vez, en enero o febrero de 1936, en

forma de un ensayo intitulado «La Miseria del Historicismo», en una sesión

privada en casa de mi amigo Alfred Braunthal, en Bruselas. En esta reunión,

un antiguo alumno mío hizo algunas contribuciones importantes a la

discusión. Era Karl Hilferding, quien pronto iba a caer víctima de la Gestapo y

de las supersticiones historicistas del Tercer Reich.

También estaban presentes otros filósofos. Poco tiempo después leí

un ensayo semejante en el seminario del profesor F. A. van Hayek, en la

London School of Economics. La publicación se retrasó algunos años porque

mi manuscrito fue rechazado por la revista filosófica a la que se lo mandé.

Fue publicado por primera vez, en tres partes, en Económica, Nueva Serie,

vol. XI, núms. 42 y 43, 1944, y vol. XII, núm. 46, 1945. Después han

aparecido en forma de libro una traducción italiana (Milán, 1954) y una

traducción francesa (París, 1956).20 El texto de la presente edición ha sido

revisado y se han hecho algunas adiciones.

Intenté demostrar en «La Miseria del Historicismo» que el historicismo

es un método indigente —un método que no da frutos—. Pero no refuté

realmente el historicismo. Más tarde conseguí dar con una refutación del

historicismo: mostré que, por razones estrictamente lógicas, nos es imposible

predecir el curso futuro de la historia. El argumento está contenido en un

ensayo que publiqué en 1950, intitulado «El Indeterminismo en la Física

Clásica y en la Física Cuántica»; pero ya no estoy satisfecho de ese ensayo.

20 Posteriormente a la aparición de la edición inglesa (1957) se han publicado la árabe (1957), la alemana (1960) y la japonesa (1960). (N. del T.)

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Un tratamiento más satisfactorio puede encontrarse en un capítulo sobre el

Indeterminismo que forma parte del Postcriptum: Después de veinte: años,

apéndice de la nueva edición de mi Lógica de la Investigación Científica.21

Con el fin de informar al lector de estos resultados más recientes me

propongo dar aquí, en unas pocas palabras, un bosquejo de la refutación del

historicismo. El argumento se puede resumir en cinco proposiciones, como

sigue:

1. El curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento

de los conocimientos humanos. (La verdad de esta premisa tiene que ser

admitida aun por los que ven nuestras ideas incluidas nuestras ideas

científicas, como el subproducto de un desarrollo material de cualquier clase

que sea.)

2. No podemos predecir, por métodos racionales o científicos, el crecimiento

futuro de nuestros conocimientos científicos. (Esta aserción puede ser

probada lógicamente por consideraciones esbozadas más abajo.)

3. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia humana.

4. Esto significa que hemos de rechazar la posibilidad de una historia teórica,

es decir, de una ciencia histórica y social de la misma naturaleza que la física

teórica. No puede haber una teoría científica del desarrollo histórico que sirva

de base para la predicción histórica.

5. La meta fundamental de los métodos historicistas (véanse las secciones

11 a 16 de este libro) está, por lo tanto, mal concebida; y el historicismo cae

por su base.

El argumento no refuta, claro está, la posibilidad de toda clase de

predicción social; por el contrario, es perfectamente compatible con la

posibilidad de poner a prueba teorías sociológicas —por ejemplo teorías

económicas— por medio de una predicción de que ciertos sucesos tendrán

lugar bajo ciertas condiciones. Sólo refuta la posibilidad de predecir sucesos

21 The Logic 01 Scieltilic Discovery, Londres, 1959. [Versión castellana de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Tecnos, 1962, 1967.]

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históricos en tanto puedan ser influidos por el crecimiento de nuestros

conocimientos.

El paso decisivo en este argumento es la proposición (2). Creo que es

convincente en sí misma: si hay en realidad un crecimiento de los

conocimientos humanos} no podemos anticipar hoy lo que sabremos sólo

mañana. Esto, creo, es un razonamiento sólido, pero no equivale a una

prueba lógica de la proposición. La prueba de (2) que he dado en las

publicaciones mencionadas es complicada, y no me sorprendería que se

pudiesen encontrar pruebas más simples. Mi prueba consiste en mostrar que

ningún predictor científico —ya sea hombre o máquina— tiene la posibilidad

de predecir por métodos científicos sus propios resultados futuros. El intento

de hacerlo sólo puede conseguir su resultado después de que el hecho haya

tenido lugar, cuando ya es demasiado tarde para una predicción; pueden

conseguir su resultado sólo después que la predicción se haya convertido en

una retrodicción.

Este argumento, como es puramente lógico, se aplica a predictores

científicos de cualquier complejidad, inclusive «sociedades» de predictores

mutuos. Pero esto significa que ninguna sociedad puede predecir

científicamente sus propios estados de conocimiento futuros.

Mi argumento es algo formal, y así quizá sospechoso de no tener

ninguna importancia real, aunque se le conceda validez lógica.

He intentado, sin embargo, mostrar la importancia del problema en

dos estudios: en el último de estos estudios, La sociedad abierta y sus

enemigos,22 he seleccionado algunos acontecimientos de la historia del

pensamiento historicista para demostrar su persistente y perniciosa influencia

sobre la filosofía de la sociedad y de la política, desde Heráclito y Platón,

hasta Hegel y Marx. En el primero de estos dos estudios, La Miseria del

Historicismo ahora publicado por primera vez en inglés en forma de libro, he

intentado mostrar la importancia del historicismo como una estructura

intelectual fascinante. He intentado analizar su lógica —a menudo tan sutil,

22 Traducción castellana, Buenos Aires, 1957. (N. del T.)

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tan convincente y tan engañosa— y he intentado sostener que sufre una

debilidad inherente e irreparable.

En algunas de las recensiones más cuidadosas de este libro se

expresó extrañeza ante el título que lleva. Con él, quise aludir al título del

libro de Marx La miseria de la filosofía (a su vez una referencia a Filosofía de

la Miseria) de Proudhon.

Penn, Buckinghamshire, julio de 1957 K. R. P.

El interés científico por las cuestiones sociales y políticas no es menos

antiguo que el interés científico por la cosmología y la física; y hubo períodos

en la antigüedad (estoy pensando en la teoría política de Platón y en la

colección de constituciones de Aristóteles) en los que podía parecer que la

ciencia de la sociedad iba a avanzar más que la ciencia de la naturaleza.

Pero con Galileo y Newton la física hizo avances inesperados, sobrepasando

de lejos a todas las otras ciencias; y desde el tiempo de Pasteur, el Galileo

de la biología, las ciencias biológicas han avanzado casi tanto. Pero las

ciencias sociales no parecen haber encontrado aún su Galileo.

Dadas estas circunstancias, los estudiosos que trabajan en una u otra

de las ciencias sociales se preocupan grandemente por problemas de

método; y gran parte de su discusión es llevada adelante con la mirada

puesta en los métodos de las ciencias más florecientes, especialmente la

física. Un intento consciente de copiar el método experimental de la física

fue, por ejemplo, el que llevó, en la generación de Wundt, a una reforma de

la psicología; de la misma forma que, desde Stuart Mili, ha habido repetidos

intentos de reformar a lo largo de líneas parecidas el método de las ciencias

sociales. En el campo de la psicología puede que estas reformas hayan

tenido algún éxito, a pesar de muchas desilusiones. Pero en las ciencias

sociales teóricas, fuera de la economía, poca cosa, excepto desilusiones, ha

nacido de estos intentos. Cuando se discutieron estos fracasos, pronto fue

planteada la cuestión de si los métodos de la física eran en realidad

aplicables a las ciencias sociales. ¿No era quizá la creencia obstinada en su

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aplicabilidad la responsable de la muy deplorada situación de estos

estudios?

La pregunta sugiere una sencilla forma de clasificar las escuelas que

se interesan por los métodos de las ciencias menos afortunadas. Según su

opinión sobre la aplicabilidad de los métodos de la física, podemos clasificar

a estas escuelas en pronaturalistas o antinaturalistas; rotulándolas de

«pronaturalistas» o «positivistas» si están en favor de la aplicación de los

métodos de la física a las ciencias sociales, y de «antinaturalistas» o

«negativistas» si se oponen al uso de estos métodos.

El que estudioso del método sostenga doctrinas antinaturalistas

pronaturalistas, o el que adopte una teoría que combine ambas clases de

doctrinas, dependerá sobre todo, de sus opiniones sobre el carácter de la

ciencia en cuestión y sobre el carácter del objeto de ésta. Pero la actitud que

adopte también dependerá de su punto de vista sobre el método de la física.

Creo que es este último punto el más importante de todos; Y creo que las

equivocaciones decisivas en la mayoría de las discusiones metodológicas

nacen de algunos malentendidos muy corrientes acerca del método de la

física. En particular, creo que nacen de una mala interpretación de la forma

lógica de sus teorías, de los métodos para experimentarlas y de la función

lógica de la observación y del experimento. Sostengo que estos

malentendidos tienen serias consecuencias; e intentaré justificar esto que

sostengo en las partes III y IV de este estudio. Ahí intentaré mostrar que

argumentos y doctrinas distintos y aun a veces contradictorios, tanto

antinaturalistas como pronaturalistas, están de hecho basados en una mala

inteligencia de los métodos de la física. En las partes I y II, sin embargo, me

limitaré a la explicación de ciertas doctrinas antinaturalistas y pronaturalistas

que forman parte de un punto de vista característico, en el cual se combinan

las dos clases de doctrinas.

A este punto de vista, que me propongo explicar primero y sólo más

tarde criticar, lo llamo «historicismo». Es frecuente encontrarlo en las

discusiones sobre el método de las ciencias sociales; y se usa a menudo sin

reflexión crítica, o incluso se da por sentado. Lo que quiero designar por

«historicismo» será explicado extensamente en este estudio. Baste aquí con

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decir que entiendo por «historicismo» un punto de vista sobre las ciencias

sociales que supone que la predicción histórica es el fin principal de éstas, y

que supone que este fin es alcanzable por medio del descubrimiento de los

«ritmos» o los «modelos», de las «leyes» o las «tendencias» que yacen bajo

la evolución de la historia. Como estoy convencido de que estas doctrinas

metodológicas historicistas son responsables, en el fondo, del estado poco

satisfactorio de las ciencias sociales teóricas (otras que la teoría económica),

mi presentación de estas doctrinas no es ciertamente imparcial. Pero he

intentado seriamente presentar al historicismo de forma convincente para

que mi consiguiente crítica tuviese sentido. He intentado presentar al

historicismo como una filosofía muy meditada y bien trabada. Y no he

dudado en construir argumentos en su favor que, en mi conocimiento, nunca

han sido propuestos por los propios historicistas. Espero que de esta forma

haya conseguido montar una posición que realmente valga la pena atacar.

En otras palabras, he intentado perfeccionar una teoría que ha sido

propuesta a menudo, pero nunca quizá en forma perfectamente desarrollada.

Esta es la razón por la que he escogido deliberadamente el rótulo poco

familiar de «historicismo». Con su introducción espero evitar discusiones

meramente verbales, porque nadie, espero, sentirá la tentación de discutir

sobre si cualquiera de los argumentos aquí examinados pertenecen o no

real, propia o esencialmente al historicismo, o lo que la palabra

«historicismo» real, propia o esencialmente significa.

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LAS CONSECUENCIAS PERVERSAS DE LA

MODERNIDAD. MODERNIDAD, CONTIGENCIA Y

RIESGO

Giddens, Z. Bauman, N. Luhmann, U. Beck

Prólogo el doble “sentido” de las consecuencias perversas de la modernidad.

Lo que pasó, eso pasará lo que sucedió, eso sucederá: Nada hay nuevo bajo el sol. QOHELET-Eclesiastés

Es una previsión muy necesaria comprender que no es posible preverlo todo. J. Rousseau.

Déjeme el lector, siquiera introductoriamente, citar una serie de cursos

de acción, de efectos que son específicamente producidos por la sociedad

industrial. y que conllevan riesgo, contingencia, peligro para las existencias

individuales y para la colectividad en cuanto tal. Así: la contaminación de los

ríos derivada de! vertido de los residuos de las industrias químicas,

papeleras, siderúrgicas, cementeras, etc.: la contaminación de! aire derivado

de los gases liberados por e! tráfico rodado y por la industria; la lluvia ácida

que se extiende sobre los bosques de los países industrializados y que se

produce como efecto de los vertidos gaseosos contaminantes, en definitiva,

la producción industrial del «efecto invernadero» como peligro ecológico

generalizado en el nivel planetario. Pero, hay más, e! riesgo que supone para

uno mismo la circulación en masa por las modernas autopistas y el peligro

para los demás; el riesgo de accidente realizando viajes en avión; el riesgo

de envenenamiento derivado del consumo de comida industrialmente

manufacturada enlatada, pasteles, derivados del huevo, etc.; el riesgo de

pérdida de empleo corno efecto de las continuas reestructuraciones de la

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demanda; el riesgo de pérdidas en la remuneración de los interese. como

consecuencia de las contingencias (mejor turbulencias) monetarias de los

mercados de cambio; los riesgos de producción de efectos secundarios por

el consumo de productos farmacéuticos: los riesgos de mal funcionamiento

técnico en máquinas corno los coches, los aviones, los trenes, etc.23 no han

disminuido por su producción en serie, bien sea mecánica o

electrónicamente no se ha erradicado el "fallo técnico»; los riesgos de

fracasar al introducir un nuevo producto de consumo de masas, por ejemplo,

coches, motos, computadoras, relojes, zapatos, etc. Todos estos riesgos son

producidos en el escenario de la sociedad industrial, no son anteriores. Lo

que las sociedades tradicionales atribuían a la fortuna, a una voluntad

metasocialdivina o al destino como temporalización perversa de

determinados cursos de acción, las sociedades modernas lo atribuyen al

riesgo este representa una secularización de la fortuna. El riesgo aparece

como un "constructo social histórico” en la transición de la Baja Edad Media a

la Edad Moderna Temprana. Este ·constructo se basa en la determinación

dejo que la sociedad considera en cada momento como normal y seguro.' 24

23 En este caso es importante constatar que en los aviones, los coches y los trenes se han introducido nuevas opciones tecnológicas que simplifican considerablemente la conductibilidad de estos vehículos, haciendo más c6modo asimismo el viaje a los usuarios y más seguro; sin embargo. la sustitución de controles personales por-autocontroles electrónicos automáticos no significa una erradicaci6n del .fallo•. Este ya no es mecánico. sino electrónico. las famosas cajas negras de los aviones. las unida· des de mando inteligentes en los coches producen fallos térmicos: mal funcionamiento del tren de aterrizaje de los aviones. órdenes equivocadas o ausencia de órdenes de las unidades de mando en coches gestionados electrónicamente; quizás el ejemplo más evidente sea la multiplicación de accidentes en los monoplazas de la Fórmula I al prescindir de las .protecciones electrónicas. computarizadas exteriormente desde los boxers, con el objeto de ecualizar las posibilidades técnicas, es decir la competitividad de todos los monoplazas en el nivel de igual potencia para todos ellos e igual protec.ei6n (es decir ninguna). Hoy día. se circula más rápido porque las vías de comunicación son mejores y porque los vehículos son más rápidos. Así, se .acortan. las distancias, pero los accidentes aumentan, no porque los vehículos sean menos seguros. que no lo son, sino porque hay más vehículos. Todavía no se ha encontrado una forma para compatibilizar la existencia de más vehículos y más velocidad con menos riesgo de peligro. 24 M. DougIas Y A. Wildavsky, Risk oná Culture. AIl Essay Q(lhe Se1ectioll o{ TechninJl alld EnWometuaI Dangers,Berkeley. CA, 1982; D. Douclous••La constru<;. tion social du risque., La Revutl Fmntai.se rhe Sociologie, 28 (1987), pp.

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73

El riesgo es la "medida»,25 la determinación limitada del azar según la

percepción social del riesgo,"26 surge como el dispositivo de racionalización,

de cuantificación, de metrización del azar, de reducción de la

indeterminación, como opuesto del apeiron (de indeterminado»).

La modernidad tardía comparece como el umbral temporal donde se

produce una expansión temporal de las opciones sin fin y una expansión

correlativa de los riesgos. Sabemos que tenemos más posibilidades de

experiencia y acción que pueden ser actualizadas, es decir, nos enfrentamos

a la necesidad de elegir (decidir) pero en la elección (decisión) nos va el

riesgo, la posibilidad de que no ocurra lo esperado, de que ocurra «lo otro de

lo esperado» (contingencia). La indeterminación del mundo nos obliga a

desplegar una configuración27 de la experiencia del hombre en el mundo,

.pero esta configuración temporalizada puede significar que queriendo el mal

se cree el bien (Goethe) y viceversa, que queriendo el bien se cree el mal

(sentido 1).

La modernidad se origina primariamente en el proceso de una

diferenciación y delimitación frente al pasado, La modernidad se separa de la

hasta ahora tradición predominante. Como afirma Eisenstadt: «La tradición

era el poder de la identidad, que debe ser quebrado para poder establecerse

las fuerzas políticas, econ6micas y sociales modernas.28 Con el

17-42; B.B. JoltMon Y B.T. Covel1o(eds.), 11w SociDl and CU/lUrol Ccrnstn«:timl of Risk Sekctioll tDul1'erceplicn, Dordroc.ht, 1987; S. Krimsky Y D. Golding. Social 'lheorieso{ Rísk. Wesport, er, 1992, pp. 83·117; .Hacia una sociedad del riesgo" Revisrade Occidente, monográfico (oo. de J.E. Roclrlguez Ibáñez). 150 (nov. 1993). 25 Un azar en nuestra jerga es una amenaza a la gente Ya 10que ellos valoran (propiedad. entorno, futuras generaciones. etc.) y el riesgo es una medido. del azar". R.W. Kates y IX lCasperson, -comperauve Risk Analysis of Technological Hazards•. l'roceedíngs o{ ¡he NatimUJ1 Academy of Seiences, 80 (1983), pp. 7.027-7.038 (esp. p. 7.029); ver lambién G. Bechmann (ed.), Risi/w Ulul Ge.sel1schaft, Op!aden, 1992 26 A. Wild.avskyy K. Drake, .Theories of Risk Perception. Who fears, wbat, and why., Daedahts, 119. 4 (1990), pp. 41.60; A. Wildavsky, H. Lubbe el al, Risi/w isl eín &mstruet. Frankfurt, 1992 27 Ver el concepto de .cosmovisi6n. en la ohm de M. Weber, el concepto de .representación colectiva. en la ohm de E. Durkbeim. y el concepto de .habibIso en P. Boun:Iieu. 28 S.N. Eisenstadl, Traditioll, Wa"del u"d Modemitlit, Frankfurt, 1979. p. 48

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desprendimiento de la tradición, la sociedad moderna tiene que

fundamentarse exclusivamente en sí misma?29 Se trata de un tipo de

sociedad que se constituye sobre sus propios fundamentos. así lo ponen de

manifiesto conceptos reflexivos, la autovalorización (Marx), la autoproducción

(Touraine), la autorreferencia (Luhmann) el crecimiento de la capacidad de

autorregulación (Zapf). La modernidad configura una representación social

de encadenamiento precario entre la tradición y el futuro, la continuidad de

los modelos de significado instituidos en el pasado es contestada por la

discontinuidad instituyente de un horizonte de nuevas opciones que

configuran una aceleración de los intervalos de cambio económico, político,

etc. El politeísmo funcional de nuevos valores típicamente modernos origina

un optimismo (Marx), en tomo a las nuevas opciones vitales posicionalmente

desplegadas, pero al mismo tiempo produce un pesimismo (Weber) por la

selectividad del modelo de racionalidad dominante. En la modernidad tardía

la: conexión de lo que radica en el pasado y de aquello que radica en el

futuro deviene en principio contingente 30 En el tiempo social tardomoderno

«lo improbable deviene probable .., 31 la evolución social acumula

improbabilidades y conduce a resultados que podrían no haber sido

producidos por planificación o diseño. en muchos casos del «intento de

empujar la sociedad en una determinada dirección resultará que la sociedad

avanza correctamente, pero en la dirección contraria.32

La sociedad moderna que procede de la «demolición» (Abschaflim)

del viejo orden tiene un carácter altamente precario, No tiene sentido ni

apoyo en sí misma, se sobrepasa a si misma (se autoexcede). Ha perdido su

referencia con el viejo oro den y no ha encontrado uno nuevo. El nuevo

orden significa, no sólo que la sociedad se diferencia del pasado, sino que se

diferencia en sí misma en subsistemas. Según Parsons y Luhmann este

proceso que afecta predominantemente a las sociedades modernas se llama

diferenciación funcional.

29 J. Berger, .ModemillllSbegriffe und Modemilátskritik in der Soziologie., Soziale Welt, 39, 2 (I988), p. 226. 30 N. Luhmann, The Differentialion of Socíery, Nueva York, 1982, p. 302 31 N. Luhmann••The directicn of evolution., I!JI H. Haferkamp y NJ. Smelser (eds.), Social Change and Mo 32 A.O. Hirschmann.11re RhelOric uf1l=liun, Cambridge. MA, 1991, p. 11.

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Los sistemas funcionales y los órdenes de vida diferenciados en la

sociedad moderna actúan bajo la autoridad de su propia lógica

(Eigengesetvichkeit). Este es el lado positivo de lo negativo, de la sociedad

que se ha desencadrée de su marco (Durkheim). Disembedeness es la

expresión que K Polanyi usa para designar este proceso. Todas las esferas

de acción específicamente funcionales son sometidas en la modernidad a

sus correspondientes procesos de racionalización según este desarrollo. Así

la economía tiene el primado en la esfera económica, la política tiene el

primado en la esfera política. De esta forma ganan autonomía los sistemas

funcionales sobre sus propios ámbitos.33 Las sociedades modernas se

enfrentan al imperativo funcional de un incremento de los rendimientos

inmanentes de cada sistema funcional.34 Esto significa que todos los

subsistemas procuran una continuación un incremento y un mejoramiento de

la racionalidad de sus funciones, es decir, cada subsistema busca optimizar

sus rendimientos, evitando el parón de las acciones desplegadas dentro de

sus límites operativos sistémicos.

El orden es siempre una meta a conseguir, nunca una realidad

instituida per se. Partimos de la premisa de la improbabilidad del orden

social. El orden deviene más improbable conforme evolucionan las

sociedades debido a que las condiciones de su estabilización, al mismo

tiempo. son condiciones de su puesta en peligro, par ejemplo, un grado de

complejidad determinado en un sistema social posibilita el orden dentro de sí

mismo, sin embargo, puede producir desorden en el resto del entorno.35 En

las sociedades tradicionales el amen comparece como una lucha contra la

indeterminación, contra la ambivalencia del caos, el otro del amen está

continuamente implicado en la guerra por la supervivencia; el otro del orden

no otro orden (como en la modernidad), el caos es su alternativa. El otro del

orden es el miasma de lo indeterminado e impredecible. La positividad del

orden se construye y tiene su condición de posibilidad en la negatividad del

33 La formulación clásica de .Eigengeset<1iJ:hkeil» que subyace a las esferas sociales autonomizadas en el proceso de raclonalizacíon social generalizada pertenece a Max Weber en su .Zwischenbetrachtung., en Ensayos sobre socw/ngfa de la religión. vol. 1, Madrid. 1983, pp. 437-465. 34 J. Berger, op. cit., p. 227 35 N.L. Luhmann, SoWk Sysleme, Frnnkfurt, 1984, pp. 291 s

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caos. En las sociedades postradicionales la lucha por el orden es una lucha

de una definición contra otras, de una manera de articular la realidad contra

propuestas competitivas. Aquí se inscribe la «ambivalencia» del politeísmo

valorativo moderno descrito por Max weber. 36 Las sociedades modernas

postradicionales no tienen una preferencia definida por el orden en oposición

al desorden, sino que existe la alternativa entre el orden y el desorden

(capítulo 2).

La modernidad se sustenta sobre una infraestructura imaginaria, la

expansión ilimitada del dominio racional que funge como racionalización de

la «voluntad de dominio». Esta penetra y tiende a informar la totalidad de la

vida social (por ejemplo, el Estado, los Ejércitos, la educación, etc.). a través

de la revolución perpetua de la producción, del comercio, de las finanzas y

del consumo, En las ilusiones, en las imágenes de ensueño, en las utopías

del siglo XIX; en las que se manifiesta una «dialéctica de lo nuevo y siempre

lo mismo», se extiende, según W. Benjamín, la protohistoria de la

modernidad, La imagen de la modernidad «no se conduce con el hecho de

que ocurre siempre la misma cosa (a fortiori esto no significa el eterno

retomo), sino con el hecho de que en la faz de esa cabeza agrandada

llamada tierra lo que es más nuevo no cambia, Esto más nuevo en todas sus

partes permanece siendo lo mismo. Constituye la eternidad del infierno y su

deseo sadista de innovación. Determinar la totalidad de las características en

las que esta modernidad se refleja a sí misma significarla representar el

infierno.37

36 Z. Bauman, McxiemUy ená Ambiw/em;e, Londres, 1991, pp. 9 Y SS., 53-74; C. Castoriadis, Domaines de /1wmnU!!, París, 1986, pp. 219 YSS.; J. lbénea, .EI centro del caos,. An:hipiL14go, 13 (1993), pp. 25-26; G. Balandier, El desorden, Barcelona, 1993, pp. 173-237;J. Friedman, .Order and Disonfer in Globan Systems a Slretcll>, SocialRese 37 W. Benjamin, Das passagell Werk, vol. JI, Frnnkfurt, 1983, p. 1.011

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CULTURA Y SIMULACRO

Jean Baudrillard

Si ha podido parecemos la más bella alegoría de la simulación aquella

fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan

detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio (aunque el ocaso

del Imperio contempla el paulatino desgarro de este mapa que acaba

convertido en una ruina despedazada cuyos girones se esparcen por los

desiertos —belleza metafísica la de esta abstracción arruinada, donde fe del

orgullo característico del Imperio y a la vez pudriéndose como una carroña,

regresando al polvo de la tierra, pues no es raro que las imitaciones lleguen

con el tiempo a confundirse con el original) pero ésta es una fábula caduca

para nosotros y no guarda más que el encanto discreto de los simulacros de

segundo orden.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del

espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una

referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de

algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al

mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio —

PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS— y el que lo engendre, y si fuera

preciso retomar la fábula, hoy serían los girones del territorio los que se

pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo

real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos

desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio

desierto de lo real.

De hecho, incluso invertida, la metáfora es inutilizable. Lo único que

quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con

el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo

real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Pero no se trata ya ni de

mapa ni de territorio. Ha cambiado algo más: se esfumó la diferencia

soberana entre uno y otro que producía el encanto de la abstracción. Es la

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diferencia la que produce simultáneamente la poesía del mapa y el embrujo

del territorio, la magia del concepto y el hechizo de lo real. El aspecto

imaginario de la representación —que culmina y a la vez se hunde en el

proyecto descabellado de los cartógrafos— de un mapa y un territorio

idealmente superpuestos, es barrido por la simulación —cuya operación es

nuclear y genética, en modo alguno especular y discursiva. La metafísica

entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y

de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de

la simulación es la miniaturización genética. Lo real es producido a partir de

células miniaturizadas, de matrices y de memorias, de modelos de encargo—

y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. No

posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o

negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que

nada imaginario lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis

irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera.

En este paso a un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni la

de la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de

todos los referentes —peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas

de signos, material más dúctil que el sentido, en tanto que se ofrece a todos

los sistemas de equivalencias, a todas las oposiciones binarias, a toda el

álgebra combinatoria. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni

de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es

decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble

operativo, má- quina de índole reproductiva, programática, impecable, que

ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias. Lo

real no tendrá nunca más ocasión de producirse —tal es la función vital del

modelo en un sistema de muerte, o, mejor, de resurrección anticipada que no

concede posibilidad alguna ni al fenómeno mismo de la muerte. Hiperreal en

adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo

imaginario, no dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a la

generación simulada de diferencias.

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo

que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero

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la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que

finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer

que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos

síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el

principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su

parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de

lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está

enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente,

no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y

la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad

incontrolable en lo sucesivo.

Pues si cualquier síntoma puede ser «producido» y no se recibe ya

como un hecho natural, toda enfermedad puede considerarse simulable y

simulada y la medicina pierde entonces su sentido al no saber tratar más que

las enfermedades «verdaderas» según sus causas objetivas. La

psicosomática evoluciona de manera turbia en los confines del principio de

enfermedad. En cuanto al psicoanálisis, remite el síntoma desde el orden

orgánico al orden inconsciente: una vez más éste es considerado más

«verdadero» que el otro. Pero, ¿por qué habría de detenerse el simulacro en

las puertas del inconsciente? ¿Por qué el «trabajo» del inconsciente no

podría ser «producido» de la misma manera que no importa qué síntoma de

la medicina clásica? Así lo son ya los sueños.

Claro está, el médico alienista pretende que «existe para cada forma

de alienación mental un orden particular en la sucesión de síntomas que el

simulador ignora y cuya ausencia no puede engañar al médico alienista». Lo

anterior (que data de 1865), para salvar a toda costa un principio de verdad y

escapar así a la problemática que la simulación plantea —a saber: que la

verdad, la referencia, la causa objetiva, han dejado de existir definitivamente.

¿Qué puede hacer la medicina con lo que fluctúa en los límites de la

enfermedad o de la salud, con la reproducción de la enfermedad en el seno

de un discurso que ya no es verdadero ni falso? ¿Qué puede hacer el

psicoanálisis con la repetición del discurso del inconsciente dentro de un

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discurso de simulación que jamás podrá ser desenmascarado al haber

dejado de ser falso?

¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente,

los desenmascara y los castiga en base a patrones fijos, y preclaros, de

detección. Hoy por hoy, puede reformar al mejor de los simuladores como si

de un homosexual, un cardíaco o un loco «verdaderos» se tratara. Incluso la

psicología militar retrocede ante las claridades cartesianas y se resiste a

llevar a cabo la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el síntoma

«producido» y el síntoma auténtico: «Si interpreta tan bien el papel de loco

es que lo está.» Y no se equivoca: en este sentido, todos los locos simulan, y

esta indistinción constituye la peor de las subversiones. Precisamente contra

ella se ha armado la razón clásica con todas sus categorías, pero las ha

desbordado y el principio de verdad ha quedado de nuevo cubierto por las

aguas.

Más allá de la medicina y del ejército, campos predilectos de la

simulación, el asunto remite a la religión y al simulacro de la divinidad:

«Prohibí que hubiera imágenes en los templos porque la divinidad que anima

la naturaleza no puede ser representada.» Precisamente sí puede serlo, pero

¿qué va a ser de ella si se la divulga en iconos, si se la disgrega en

simulacros? ¿Continuará siendo la instancia suprema que sólo se encarna

en las imágenes como representación de una teología visible? ¿O se

volatilizará quizá en los simulacros, los cuales, por su cuenta, despliegan su

fasto y su poder de fascinación, sustituyendo el aparato visible de los iconos

a la Idea pura e inteligible de Dios? Justamente es esto lo que atemorizaba a

los iconoclastas, cuya querella milenaria es todavía la nuestra de hoy.1 38

Debido en gran parte a que presentían la todopoderosidad de los simulacros,

la facultad que poseen de borrar a Dios de la conciencia de los hombres; la

verdad que permiten entrever, destructora y anonadante, de que en el fondo

Dios no ha sido nunca, que sólo ha existido su simulacro, en definitiva, que el

mismo Dios nunca ha sido otra cosa que su propio simulacro, ahí estaba el

germen de su furia destructora de imágenes. Si hubieran podido creer que

éstas no hacían otra cosa que ocultar o enmascarar la Idea platónica de

38 Cf. «Icônes, Visiones, Simulacres» de Mario Bergnola.

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Dios, no hubiera existido motivo para destruirlas, pues se puede vivir de la

idea de una verdad modificada, pero su desesperación metafísica nacía de la

sospecha de que las imágenes no ocultaban absolutamente nada, en suma,

que no eran en modo alguno imágenes, sino simulacros perfectos, de una

fascinación intrínseca eternamente deslumbradora. Por eso era necesario a

toda costa exorcizar la muerte del referente divino.

Está claro, pues, que los iconoclastas, a los que se ha acusado de

despreciar y de negar las imágenes, eran quienes les atribuían su valor

exacto, al contrario de los iconólatras que, no percibiendo más que sus

reflejos, se contentaban con venerar un Dios esculpido. Inversamente,

también puede decirse que los iconólatras fueron los espíritus más

modernos, los más aventureros, ya que tras la fe en un Dios posado en el

espejo de las imágenes, estaban representando la muerte de este Dios y su

desaparición en la epifanía de sus representaciones (no ignoraban quizá que

éstas ya no representaban nada, que eran puro juego, aunque juego

peligroso, pues es muy arriesgado desenmascarar unas imágenes que

disimulan el vacío que hay tras ellas).

Así lo hicieron los jesuitas al fundar su política sobre la desaparición

virtual de Dios y la manipulación mundana y espectacular de las conciencias

—desaparición de Dios en la epifanía del poder—, fin de la trascendencia

sirviendo ya sólo como coartada para una estrategia liberada de signos y de

influencias. Tras el barroco de las imágenes se oculta la eminencia gris de la

política.

Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder

mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio

modelo, del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la

identidad divina. A este poder exterminador se opone el de las

representaciones como poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo

Real. Toda la fe y la buena fe occidentales se han comprometido en esta

apuesta de la representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del

sentido, que un signo pueda cambiarse por sentido y que cualquier cosa

sirva como garantía de este cambio —Dios, claro está. Pero ¿y si Dios

mismo puede ser simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de él?

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Entonces, todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco

simulacro —no en algo irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo

trocarse por lo real pero dándose a cambio de sí mismo dentro de un circuito

ininterrumpido donde la referencia no existe.

Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de

equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo

como reversión y eliminación de toda referencia. Mientras que la

representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa

representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación

tomándolo como simulacro.

Las fases sucesivas de la imagen serían éstas:

- Es el reflejo de una realidad profunda

- Enmascara y desnaturaliza una realidad profunda

- Enmascara la ausencia de realidad profunda

- No tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y

puro simulacro.

En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la

representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una

mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una

apariencia y pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no

corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

El momento crucial se da en la transición desde unos signos que

disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros

remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún

la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la

simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio

Final que separe lo falso de lo verdadero, lo real de su resurrección artificial,

pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano.

Cuando lo real ya no es lo que era, la nostalgia cobra todo su sentido.

Pujanza de los mitos del origen y de los signos de realidad. Pujanza de la

verdad, la objetividad y la autenticidad segundas. Escalada de lo verdadero,

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de lo vivido, resurrección de lo figurativo allí donde el objeto y la sustancia

han desaparecido. Producción enloquecida de lo real y lo referencial,

paralela y superior al enloquecimiento de la producción material: así aparece

la simulación en la fase que nos concierne —una estrategia de lo real, de

neo–real y de hiperreal, doblando por doquier una estrategia de disuasión.

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TEORÍA DE LA POSTMODERNIDAD

Jameson, F.

El modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es

considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una

época que ha olvidado cómo se piensa históricamente. En tal caso, o bien lo

postmoderno «expresa» (por mucho que lo deforme) un irrefrenable impulso

histórico más profundo o lo «reprime» y desvía con eficacia, según

favorezcamos uno u otro aspecto de la ambigüedad. Quizás la

postmodernidad, la conciencia postmoderna, consista sólo en la teorización

de su propia condición de posibilidad, que es ante todo una mera

enumeración de cambios y modificaciones. También la modernidad pensó

compulsivamente lo Nuevo e intentó observar su nacimiento (para ello,

inventó mecanismos de registro e inscripción análogos a la fotografía de

secuencias históricas), pero lo postmoderno busca rupturas, acontecimientos

antes que nuevos mundos, el instante revelador tras el cual nada vuelve a

ser lo mismo; el «Cuando-todo-cambió», como dice Gibson>>39 o, mejor aún,

las variaciones y los cambios irrevocables en la representación de las cosas

y de cómo éstas cambian. Los modernos se interesaban por lo que

probablemente surgiría de estos cambios y de su tendencia general:

pensaban en la cosa misma, sustantivamente, de modo utópico o esencial.

La postmodernidad es más formal y, como diría Benjamín, más «distraída»;

sólo registra las propias variaciones, y sabe de sobra que los contenidos son

también meras imágenes. En la modernidad, como intentaré mostrar más

adelante, aún subsisten algunas zonas residuales de la «naturaleza» o del

«ser», de lo viejo, de lo más viejo, de lo arcaico; la cultura todavía puede

influir sobre esa naturaleza e intentar transformar ese «referente». La

postmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha

concluido y la naturaleza se ha ido para siempre. Es un mundo más

39 En W. Gibson, Mona Lisa Overdrive, Nueva York, 1988. Éste es el lugar para lamentar la ausencia en este libro de un capítulo sobre el cybéfpunk, que, en lo sucesivo, será para muchos de nosotros la expresión literaria suprema si no de la postmodernidad, sí del capitalismo tardío.

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plenamente humano que el antiguo, pero en él la cultura se ha convertido en

una auténtica «segunda naturaleza». En efecto, lo que le ocurrió a la cultura

bien pudiera ser una de las pistas más importantes para rastrear lo

postmoderno: una enorme dilatación de su esfera (la esfera de las

mercancías), una inmensa aculturación de lo Real (históricamente original) y

un salto cuántico en lo que Benjamín aún denominaba «estetización» de la

realidad (él pensaba que el fascismo era esto, pero nosotros sabemos que

es una mera diversión: una prodigiosa euforia producida por el nuevo orden

de cosas, una avalancha de mercancías, la tendencia a que sean nuestras

«representaciones» de las cosas las que nos entusiasmen y exciten, y no

necesariamente las cosas mismas). De este modo, en la cultura

postmoderna la «cultura» se ha vuelto un producto por derecho propio; el

mercado se ha convertido en un sustituto de sí mismo y en una mercancía,

como cualquiera de los productos que contiene; mientras que la modernidad

era, de una forma insuficiente y tendenciosa, la crítica de la mercancía y el

esfuerzo por conseguir que ésta se trascendiera a sí misma. La

postmodernidad es el consumo de la pura mercantilización como proceso.

Así pues, el «estilo de vida» del superestado guarda la misma relación con el

«fetichismo» de las mercancías de Marx que los monoteísmos más

avanzados con los animismos primitivos o la idolatría más rudimentaria; de

hecho, entre cualquier teoría sofisticada de lo postmoderno y el viejo

concepto de «industria cultural» de Horkheimer y Adorno ha de haber una

relación similar a la que sostienen la MTV40 o los anuncios fractales con las

series televisivas de los años cincuenta.

Mientras tanto, la teoría también ha cambiado y aporta su propia pista

para aclarar el misterio. En efecto, uno de los rasgos más sorprendentes de

lo postmoderno es que un amplio espectro de tendencias actuales de análisis

confluye en su seno (predicciones económicas, estudios de marketing,

críticas culturales, nuevas terapias, la jeremiada —generalmente oficial— en

torno a las drogas o la permisividad, reseñas de exposiciones de arte o

festivales nacionales de cine, reviváis o cultos religiosos). El nuevo género

40 Siglas de Musical Televisión, canal televisivo vía satélite que emite fundamentalmente música pop y que se suele asociar con productos de baja calidad cultural. [N. del T.]

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discursivo que forman se podría denominar «teoría postmoderna», y merece

nuestra atención en sí mismo. Se trata claramente de una clase que, a su

vez, es uno más de los objetos que ella misma trata, y no quisiera tener que

decidir si los siguientes capítulos investigan la naturaleza de esta «teoría de

la postmodernidad» o si son meros ejemplos suyos.

He procurado evitar que mi propia versión de la postmodernidad —que

presenta una serie de características o rasgos semiautónomos y

relativamente independientes— se replegara al síntoma único y

excepcionalmente privilegiado de la carencia de historicidad. En sí mismo,

esto apenas podría connotar de modo infalible la presencia de lo

postmoderno, tal como lo demuestran campesinos, estetas, niños,

economistas liberales o filósofos analíticos. Pero es difícil hablar de «teoría

de la postmodernidad» en general sin recurrir a la cuestión de la sordera

histórica, condición exasperante (siempre que nos demos cuenta de ella) que

determina una serie de intentos espasmódicos e intermitentes, pero

desesperados, de recuperar la historia. La teoría de la postmodernidad es

uno de estos intentos: el esfuerzo de medir la temperatura de la época sin

instrumentos y en una situación en la que ni siquiera estamos seguros de

que todavía exista algo tan coherente como una «época», Zeitgeist,

«sistema» o «situación actual». La teoría de la postmodernidad, pues, es

dialéctica, al menos en la medida en que tiene la astucia de aprovechar esa

misma incertidumbre como primera pista y agarrarse a ese hilo de Ariadna

para adentrarse por lo que quizás no sea un laberinto, sino un gulag o quizás

un centro comercial. No obstante, un enorme termómetro a lo Claes

Oldenburg, tan largo como toda una manzana de una ciudad, podría servir

de inquietante síntoma de un proceso que ha caído sin previo aviso del cielo,

como un meteorito.

Y es que parto del axioma de que la «versión moderna de la historia»

es la primera víctima y la primera ausencia misteriosa del período

postmoderno (ésta es, esencialmente, la versión de Achule Bonito Oliva de la

teoría de la postmodernidad)2 41 : en el arte, al menos, la idea de progreso y

telos ha estado viva y coleando hasta hace muy poco, en su forma más

41 A. Bonito Oliva, The ltalian Trans-avantgarde, Milán, 1980.

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auténtica, menos estúpida y caricaturesca; cada obra auténticamente nueva

destronaba a su predecesora, de manera inesperada pero siguiendo una

lógica (no era una «historia lineal», sino más bien el «gambito de caballo» de

Shklovsky; la acción a distancia, el salto cuántico hacia la casilla no

desarrollada o subdesarrollada). La historia dialéctica afirmaba que así

funcionaba toda la historia; por así decirlo, sobre su pie izquierdo,

progresando —como dijo en cierta ocasión Henri Lefébvre— mediante la

catástrofe y el desastre; pero fueron menos los que se dieron por aludidos

que quienes creyeron en el paradigma estético modernista, que, cuando

estaba a punto de confirmarse como virtual doxa religiosa, desapareció

súbitamente sin dejar rastro. («¡Salimos una mañana y el Termómetro había

desaparecido!»).

Esta versión me resulta más interesante y plausible que la que ofrece

Lyotard sobre el final de los «metarrelatos» (esquemas escatológicos que,

para empezar, jamás fueron realmente relatos, aunque en ocasiones yo

también haya sido tan incauto como para usar esta expresión). Nos dice al

menos dos cosas sobre la teoría de la postmodernidad.

En primer lugar, la teoría parece necesariamente imperfecta o

impura:42 en el caso que nos ocupa, debido a la «contradicción» según la

cual la percepción de Oliva (o de Lyotard) de todo lo que es significativo

respecto a la desaparición de los metarrelatos debe, a su vez, expresarse en

forma narrativa. Como en la prueba de Gódel, la cuestión de si se puede

demostrar la imposibilidad lógica de cualquier teoría de lo postmoderno

internamente coherente —un antifundacionalismo que realmente evite por

completo todos los fundamentos, un no-esencialismo carente de la más

mínima brizna de una esencia— es especulativa. Su respuesta empírica es

que, hasta el momento, no ha aparecido ninguna teoría; todas ellas

contienen una mimesis de su propio título porque son parasitarias de otro

sistema (casi siempre de la propia modernidad), cuyos residuos, valores y

actitudes (reproducidos inconscientemente) se convierten en un valioso

índice del nacimiento frustrado de toda una nueva cultura. A pesar de los

42 M. Speaks desarrolla ampliamente este punto en su «Remodelling Postmodernism(s): Architecture, Philosophy, Literature».

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desvarios de algunos de sus oficiantes y apologetas (cuya euforia, sin

embargo, es un interesante síntoma histórico), una cultura verdaderamente

nueva sólo podría emerger mediante la lucha colectiva por crear un nuevo

sistema social. Así pues, la impureza constitutiva de toda teoría postmoderna

(que, como el propio capital, ha de mantenerse a una distancia interna de sí

misma, ha de incluir el cuerpo extraño de un contenido ajeno) confirma la

idea de una periodización en la que debemos insistir una y otra vez: que la

postmodernidad no es la dominante cultural de un orden social

completamente nuevo (que, con el nombre de «sociedad postindustrial», ha

circulado como un rumor en los medios de comunicación), sino sólo el reflejo

y la parte concomitante de una modificación sistémica más del propio

capitalismo. No sorprende, pues, que subsistan jirones de sus avatares más

antiguos —incluso del realismo, tanto como del modernismo— que volverán

a arroparse con los lujosos atavíos de su supuesto sucesor.

Pero este imprevisible regreso de la narrativa como narrativa del final

de las narrativas, este regreso de la historia en pleno pronóstico de la muerte

del telos histórico, sugiere una segunda característica de la teoría de la

postmodernidad que exige atención, es decir: que prácticamente cualquier

observación sobre el presente se puede poner al servicio de la propia

búsqueda del presente, y utilizarse como síntoma e índice de la lógica más

profunda de lo postmoderno que, de manera imperceptible, se convierte en

su propia teoría y en la teoría de sí mismo. ¿Cómo podría ser de otro modo,

si la superficie no tiene ya ninguna «lógica más profunda» que manifestar, y

si el síntoma se ha convertido en su propia enfermedad (y viceversa, sin

duda)? Pero el frenesí con que se apela a casi cualquier cosa del presente

para recabar un testimonio de su singularidad y diferencia radical frente a

momentos anteriores del tiempo humano parece encerrar a veces una

patología claramente autorreferencial, como si nuestro olvido total del pasado

se agotara en la contemplación ausente pero hipnotizada de un presente

esquizofrénico que, casi por definición, es incomparable.

Sin embargo, tal y como se demostrará más adelante, la decisión

respecto a si nos hallamos ante una ruptura o una continuidad —si hay que

ver el presente como una originalidad histórica o como la mera prolongación

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de lo mismo con otro disfraz— no se puede justificar empíricamente ni

argumentar filosóficamente, ya que ella misma es el acto narrativo inaugural

que fundamenta la percepción e interpretación de los acontecimientos que

van a narrarse. A continuación —aunque por razones prácticas que se

detallarán en su debido momento—, pretendo creer que lo postmoderno es

tan excepcional como cree ser, y que constituye una ruptura cultural y de la

experiencia que merece un análisis más preciso.

No se trata de un procedimiento que simple o groseramente conlleve

su propio cumplimiento; o quizás lo sea, pero estos procedimientos no son

en absoluto casos y posibilidades tan frecuentes como su fórmula sugiere

(por tanto, se convierten muy previsiblemente en objetos históricos de

estudio). Y es que el propio nombre de postmodernidad ha aglutinado

muchos desarrollos hasta ahora independientes que, al nombrarse así,

prueban que la han contenido en estado embrionario y ahora avanzan para

documentar abundantemente sus múltiples genealogías. Así pues, no es sólo

en el amor, en la doctrina de Crátilo y en la botánica donde el supremo acto

de la nominación ejerce un impacto material y, como un relámpago que

desde la superestructura vuelve a caer sobre la base, funde sus insólitos

materiales en un reluciente amasijo o en una superficie de lava. La apelación

a la experiencia, por lo demás tan dudosa y poco fidedigna —¡aunque

realmente parezca que muchas cosas han cambiado, quizás para bien!—

recupera ahora una cierta autoridad como aquello que, de manera

retrospectiva, el nuevo nombre nos hizo pensar que sentíamos, porque ahora

podemos denominarlo y hay otra gente que parece reconocerlo cuando

utiliza la palabra. Sin duda, la historia del éxito de la palabra postmodernidad

pide ser escrita en formato best-seller; estos neo-acontecimientos léxicos, en

los que la acuñación del neologismo se da con todo el impacto de realidad de

una fusión corporativa, se cuentan entre las novedades de la sociedad de los

media que piden no sólo que se las estudie, sino también que se establezca

toda una nueva subdisciplina del léxico de los media. Por qué hemos

necesitado la palabra postmodernidad durante tanto tiempo sin saberlo, y por

qué una pandilla variopinta de extraños compañeros de cama corrió a

abrazarla cuando apareció, son misterios que no resolveremos hasta que

entendamos la función filosófica y social del concepto; algo imposible, a su

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vez, hasta que de algún modo seamos capaces de aprehender la identidad

más profunda que existe entre ambos. En el caso que nos ocupa, parece

claro que las diversas formulaciones competidoras («postestructuralismo»,

«sociedad postindustrial», una u otra nomenclatura a lo McLuhan) eran poco

convincentes, por cuanto su área de procedencia (filosofía, economía y

medios de comunicación) las determinaba con demasiada rigidez; así pues,

por muy sugerentes que fueran no podían ocupar la posición mediadora que

se necesitaba entre las dimensiones especializadas de la vida

postcontemporánea. No obstante, parece que el término «postmoderno» ha

conseguido acoger las áreas pertinentes de la vida diaria o de lo cotidiano;

su resonancia cultural, más amplia que la meramente estética o artística4 43,

distrae la atención oportunamente de lo económico a la vez que permite que

nuevos materiales e innovaciones económicos (en marketing y publicidad,

por ejemplo, pero también en la organización empresarial) se reclasifiquen

bajo el nuevo título. También la cuestión de recatalogar y transcodificar tiene

su propia relevancia: la función activa —la ética y la política— de estos

neologismos reside en la nueva tarea que proponen, es decir, reescribir en

nuevos términos todas las cosas familiares para proponer así modificaciones,

nuevas perspectivas ideales, una reorganización de los sentimientos y

valores canónicos. Si la «postmodernidad» se corresponde con la categoría

cultural fundamental que Raymond Williams llama una «estructura de

sentimiento» (que además, dicho con otra de las categorías cruciales de

Williams, se ha vuelto «hegemónica»), sólo podrá disfrutar de ese estatus si

se produce una profunda autotransformación colectiva, la reelaboración y

reescritura de un antiguo sistema. Esto asegura la novedad y confiere a

intelectuales e ideólogos tareas nuevas y socralmente útiles: algo que

también indica el nuevo término, con su promesa vaga, inquietante o

estimulante de librarse de todo lo que nos parecía restrictivo, insatisfactorio o

aburrido en lo moderno o en el modernismo (entendamos como entendamos

esas palabras). Dicho de otro modo, se trata de un apocalipsis muy modesto

43 Así, el exhaustivo inventario que realiza J. Hermand de la cultura de los años sesenta, "Pop, oder die These vom Ende der Kunst» (en Stile, Ismen, Etikketen, Wiesbaden, 1978), cubre de .antemano casi todas las innovaciones formales de lo que se llama postmoderno.

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o moderado, una suave brisa marina (y tiene la ventaja de que ya ha

ocurrido). Pero esta prodigiosa operación de reescritura —que puede

conducir a perspectivas totalmente nuevas sobre la subjetividad, así como

sobre el mundo de los objetos— tiene el resultado añadido, que ya

mencionamos antes, de sacarle provecho a todo y reabsorber fácilmente en

el proyecto los análisis como el aquí propuesto, convirtiéndolos en un

conjunto de rúbricas transcodificadoras que poseen una eficaz extrañeza.

No obstante, la tarea ideológica fundamental del nuevo concepto debe

seguir siendo coordinar nuevas formas de práctica y hábitos sociales y

mentales (supongo que, en definitiva, esto es lo que significa la idea de

Williams de una «estructura de sentimiento») con las nuevas formas de

producción y organización económicas que produjo la modificación del

capitalismo —la nueva división global del trabajo— en años recientes. Es una

versión relativamente modesta y local de lo que en otro lugar intenté

generalizar como «revolución cultural» a la escala del propio modo de

producción44 ; de igual modo, la interrelación de la cultura y lo económico no

es aquí de dirección única, sino que es una continua interacción y un circuito

retroalimentado. Pero al igual que para Weber los nuevos valores religiosos,

orientados hacia el interior y más ascéticos, produjeron paulatinamente

«nuevas personas» capaces de desarrollarse en la satisfacción aplazada del

incipiente proceso laboral «moderno», también lo «postmoderno» ha de

verse como la producción de personas postmodernas capaz de funcionar en

un mundo socio-económico muy peculiar. La estructura y los rasgos y

requisitos objetivos de este mundo —si contásemos con una correcta

explicación de ellos— constituirían la situación a la que responde la

«postmodernidad», y nos aportaría algo un poco más decisivo que la mera

teoría de la postmodernidad. No es esto lo que he hecho aquí, por supuesto,

y habría que añadir que la «cultura», en el sentido de lo que se adhiere tanto

a la piel de lo económico que apenas se puede separar y analizar en sí

mismo, es un desarrollo postmoderno que no se diferencia demasiado del

zapato-pie de Magritte. Así pues, por desgracia, la propia descripción

44 Véase TAe Political Unconscious, Princeton, 1981, pp. 95-98 (trad. cast.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, 1989, cap. I).

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infraestructural que reclamo aquí es ya, necesariamente, cultural, y

constituye una versión por adelantado de la teoría de la postmodernidad.

He reproducido mi análisis programático de lo postmoderno («La

lógica cultural del capitalismo tardío») sin modificaciones significativas, ya

que la atención que recibió en su momento (1984) le aporta el interés

añadido de un documento histórico; otros rasgos de lo postmoderno que

parecen haberse impuesto desde entonces se discuten en el capítulo

«Proyecciones postmodernas». Tampoco he modificado la continuación (que

se ha reeditado ampliamente y presenta una combinación de posturas frente

a lo postmoderno, a favor y en contra), ya que, si bien desde entonces han

surgido muchas posturas, su alineación sigue siendo básicamente la misma.

El cambio fundamental en la situación actual implica a quienes, por

principios, pudieron evitar el uso de la palabra; no quedan muchos.

El resto de este volumen aborda esencialmente cuatro temas: la

interpretación, la utopía, las supervivencias de lo moderno y los «retornos de

lo reprimido» de la historicidad. Ninguno se presentaba de esta forma en mi

ensayo original. El problema de la interpretación surge de la naturaleza de la

propia textualidad nueva que, cuando es fundamentalmente visual, no parece

dejar cabida al tipo antiguo de interpretación y, cuando su «flujo total» la

vuelve fundamentalmente temporal, tampoco le deja tiempo. Las muestras

escogidas son el videotexto y el nouveau román (la última innovación

relevante de la novela que, en la nueva reconfiguración de las «bellas artes»

de la postmodernidad, ya no es, como mostraré, una forma o un indicador

muy significativo); por otra parte, el vídeo tiene derecho a sentirse como el

medio más característico de la postmodernidad, y en sus mejores

expresiones se constituye como una forma completamente nueva.

La utopía es una cuestión espacial de la que cabe pensar que sufre un

potencial cambio de fortuna en una cultura tan espacializada como la

postmoderna; pero si ésta se ha deshistorizado tanto y es tan deshistorizante

como a veces sostengo aquí, la cadena sináptica que podría hacer que el

impulso utópico se expresase se vuelve más difícil de localizar. Las

representaciones utópicas fueron objeto de un extraordinario reviva! en los

años sesenta; si la postmodernidad sustituye a los años sesenta y compensa

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su fracaso político, cabe pensar que la cuestión de la utopía es una prueba

crucial de Lo que queda de nuestra capacidad de imaginar el cambio. Tal es,

al menos, la pregunta que aquí le dirigimos a uno de los edificios más

interesantes (y menos característicos) del período postmoderno, la casa de

Frank Gehry en Santa Mónica, California; también sé" le plantea —por así

decirlo, en torno a lo visual y detrás suyo— a la fotografía contemporánea y

al arte de la instalación. En cualquier caso, en la postmodernidad del Primer

Mundo, utópico (y no otras palabras opuestas) se ha convertido en un eficaz

término político (de izquierdas).

Pero si Michael Speaks tiene razón y no hay una pura postmodernidad

como tal, los rastros residuales de lo moderno han de contemplarse a otra

luz, menos como anacronismos que como fracasos necesarios que

reinscriben el proyecto postmoderno concreto en su contexto, a la vez que

replantean la cuestión de lo moderno para estudiarla de nuevo. No

emprenderemos aquí esta reevaluación, pero los restos de lo moderno y sus

valores —sobre todo la ironía (en Venturi o De Man) o las cuestiones

relativas a la totalidad y la representación— permiten elaborar una de las

afirmaciones de mi ensayo inicial que más inquietaron a algunos lectores: la

idea de que lo que se denominaba «postestructuralismo», o incluso

simplemente «teoría», era también un subconjunto de lo postmoderno, o al

menos eso resulta ser a posteriori. La teoría —aquí prefiero utilizar la fórmula

más incómoda de «discurso teórico»— ha ocupado un lugar único, por no

decir privilegiado, entre las artes y los géneros postmodernos, debido a su

capacidad esporádica de desafiar a la gravedad del Zeitgeist y producir

escuelas, movimientos e incluso vanguardias allí donde se suponía que ya

no existían.

En cualquier caso, este libro no es una panorámica de lo

«postmoderno», ni siquiera una introducción (suponiendo que tal cosa fuera

posible); sus ejemplos textuales tampoco son característicos de lo

postmoderno, ni ejemplos fundamentales o «ilustraciones» de sus rasgos

principales. Esto tiene algo que ver con las cualidades de lo característico, lo

ejemplar y lo ilustrativo, pero más aún con la naturaleza de los propios textos

postmodernos, lo que equivale a decir con la naturaleza de un texto, al ser

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éste una categoría y un fenómeno postmoderno que ha sustituido al más

antiguo de «obra». En efecto, en una de esas extraordinarias mutaciones

postmodernas donde lo apocalíptico se convierte súbitamente en decorativo

(o al menos se reduce abruptamente a «algo que tenemos por casa»), el

legendario «fin del arte» de Hegel —el concepto premonitorio que señalaba

que la suprema vocación anti o transestética de la modernidad era más que

el arte (o que la religión, o incluso que la «filosofía» en un sentido más

restringido)— se reduce ahora modestamente al «fin de la obra de arte» y a

la llegada del texto. Esto alborota los gallineros de la crítica tanto como los

de la «creación»: la divergencia y la inconmensurabilidad -fundamentales

entré el texto y la obra implican que seleccionar textos de muestra y,

mediante el análisis, hacerles soportar el valor universalizante de un

particular representativo, los transforma imperceptiblemente en esa cosa más

antigua, la obra, que se supone que no existe en lo postmoderno. Éste es,

por así decirlo, el principio de Heisenberg de la postmodernidad, y el

problema de representación más difícil al que se enfrenta todo comentarista,

a no ser que lo resuelva con una eterna proyección de diapositivas, con el

«flujo total» prolongado hasta el infinito.

El «flujo total» de proyecciones vinculables recoge así, de paso,

algunas de las otras objeciones o de los malentendidos inveterados, pero

más serios, ante mis posturas, y también aborda la política, la demografía, el

nominalismo, los media, la imagen y otros temas que deben figurar en todo

libro sobre el tema que se considere serio. En concreto, he procurado

remediar lo que algunos lectores consideraron (con razón) como la ausencia

de un componente crucial en el ensayo inicial: la falta de una discusión sobre

la «orientación de la acción», o la carencia de lo que prefiero denominar,

siguiendo al viejo Plejanov, un «equivalente social» de esta lógica cultural

aparentemente incorpórea.

La orientación de la acción, no obstante, suscita el tema del título del

primer capítulo, capitalismo tardío, sobre el que he de decir algo más. En

concreto, la gente ha empezado a advertir que ese concepto funciona como

cierto tipo de signo y que parece acarrear una carga de propósitos y

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consecuencias nada claros para los no iniciados45. No es mi eslogan favorito,

y procuro modificarlo con sinónimos adecuados («capitalismo multinacional»,

«sociedad del espectáculo o de la imagen», «capitalismo de los media»,

«sistema mundial», incluso la «postmodernidad» misma); pero como la

Derecha también ha detectado algo que evidentemente considera uri

concepto y un modo de hablar nuevo y peligroso (aun cuando algunos de los

diagnósticos económicos se solapen con los suyos, y un término como

sociedad postindustrial presente sin duda un aire de familia), este terreno

concreto de la lucha ideológica, que por desgracia pocas veces escoge uno

mismo, parece sólido y merece ser defendido.

Por lo que puedo ver, el uso general del término capitalismo tardío se

originó en la Escuela de Frankfurt746; en Adorno y Horkheimer aparece por

todas partes, alternándose a veces con sus propios sinónimos (por ejemplo,

«sociedad administrada»). Estos sinónimos dejaban claro que estaba

implicada una concepción muy distinta, de corte más weberiano y que,

derivada esencialmente de Grossman y Pollock, acentuaba dos aspectos

esenciales: 1) una red creciente de control burocrático (en sus formas más

terroríficas, una retícula al modo de Foucault avant la lettre), y 2) una

interpenetración tal entre gobierno y grandes negocios («capitalismo de

estado») que permite ver el nazismo y el New Deal como sistemas

emparentados (incluso también alguna forma de socialismo, sea benigno o

estalinista).

En su uso actual más difundido, el término capitalismo tardío presenta

notas muy distintas. Nadie advierte ya especialmente la expansión del sector

estatal y de la burocratización; parece un hecho simple y «natural» de la

45 Cf. J. Derrida: «Cada vez que me encuentro -y últimamente sucede con mucha frecuencia- esta expresión de "capitalismo tardío" en textos que tratan de literatura o filosofía, veo claro que la declaración dogmática o estereotipada ha sustituido a la demostración analítica», en «Algunas preguntas y respuestas», incluido en N. Fabb, D. Attridge, A. Durant y C. MacCabe (comps.), La lingüística de la escritura, Madrid, 1989, p. 261. 46 Véase mi Late Marxism: Adorno, or, the Persistence ofthe Dialectic, Londres, 1990; el tema merece un amplio estudio. Hasta ahora sólo he encontrado cuatro referencias de paso, excepto «Political Economy and Critical Theory», de G. Marramao, en Telos, 24 (1974); también, H. Dubiel, Theory and Politics, Cambridge, Mass., 1985.

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vida. Lo que caracteriza al desarrollo del nuevo concepto frente al antiguo

(que, en términos generales, todavía era consistente con la noción de Lenin

de una «fase de monopolio» del capitalismo) no es sólo que subraya el

surgimiento de nuevas formas de organización empresarial (multinacionales,

transnacionales) situadas más allá de la fase de monopolio, sino, sobre todo,

la imagen de un sistema capitalista mundial fundamentalmente distinto al

antiguo imperialismo, que era poco más que una rivalidad entre los diversos

poderes coloniales, los debates escolásticos (me tienta decir teológicos) en

torno a si las diversas nociones de «capitalismo tardío» son realmente

consistentes con el propio marxismo (a pesar de la continua evocación del

propio Marx, en su Grundrisse, del «mercado mundial» como horizonte último

del capitalismo)47 giran en torno a esta cuestión de la internacionalización y

su descripción (o, más concretamente: si el componente de la «teoría de la

dependencia» o del «sistema mundial» de Wallerstein es un modelo de

producción, basado en clases sociales). A pesar de estas incertidumbres

teóricas, parece justo decir que disponemos de una vaga idea de este nuevo

sistema (denominado «capitalismo tardío» para resaltar su continuidad con lo

que lo precedió, más que el corte, la ruptura y la mutación que deseaban

subrayar conceptos como «sociedad postindustrial»). Además de las

empresas transnacionales mencionadas arriba, sus rasgos incluyen la nueva

división internacional del trabajo, una vertiginosa dinámica nueva en la banca

internacional y en las bolsas (incluida la enorme deuda del Segundo y el

Tercer Mundo), nuevas formas de interrelación de los media (incluyendo en

gran medida sistemas de transporte mediante la containerización), la

informática y la automatización, y la-escapada de la producción a zonas del

Tercer Mundo, junto con consecuencias sociales más conocidas como la

crisis del trabajo tradicional, la aparición de los yuppies y el aburguesamiento

a una escala que, hoy, ya es global.

Al periodizar un fenómeno de este tipo, hemos de complicar el modelo

con toda suerte de epiciclos suplementarios." Es preciso distinguir entre el

establecimiento gradual de las diversas precondiciones de la nueva

47 Véase, por ejemplo, de K. Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, en Obras de Marx y Engels, México, 1977, tomo 21, pp. 89 y 162; tomo 22, p. 34.

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estructura, que a menudo no guardan ninguna relación entre sí, y el

«momento» (no exactamente cronológico) en que todas cristalizan y se

combinan en un sistema funcional. Este momento no es tanto un asunto

cronológico como una suerte de Nachtráglichkeit freudiana, o retroactividad:

tan sólo más adelante, y de forma paulatina, toman conciencia las personas

de la dinámica de un sistema nuevo en el que ellas mismas están atrapadas.

Esa incipiente consciencia colectiva de un nuevo sistema (deducido de

manera intermitente y fragmentaria a partir de varios síntomas inconexos de

crisis, como el cierre de fábricas o la subida de los tipos de interés) tampoco

equivale exactamente al surgimiento de nuevas formas culturales de

expresión (las «estructuras de sentimiento» de Raymond Williams terminan

siendo un extraño modo de caracterizar culturalmente la postmodernidad).

Todo el mundo reconoce que las precondiciones de una nueva «estructura

de sentimiento» también anteceden al momento en que se combinan y

cristalizan en un estilo relativamente hegemónico, pero esa prehistoria no se

sincroniza con la económica. Así, Mandel sugiere que los nuevos

prerrequisitos tecnológicos básicos de la nueva «onda larga» de la tercera

fase del capitalismo (llamada aquí «capitalismo tardío») estaban disponibles

al final de la Segunda Guerra Mundial, entre cuyos efectos también se

hallaba la reorganización de las relaciones internacionales, la

descolonización y el asentamiento de las bases de un nuevo sistema

económico mundial. Culturalmente, sin embargo, la precondición se halla

(aparte de en una amplia gama de aberrantes «experimentos» modernos que

se reestructuran como si fueran predecesores) en las enormes

transformaciones sociales y psicológicas de los años sesenta, que eliminaron

buena parte de la tradición posada en las mentalités. Así pues, la

preparación económica de la postmodernidad o capitalismo tardío comenzó

en los años cincuenta, después de que se compensase la escasez de bienes

de consumo y de repuestos de los tiempos de guerra y cuando se pudieron

promover nuevos productos y tecnologías (los de los media en un lugar

destacado). Por otra parte, el habitus psíquico de la nueva era exige un corte

absoluto, reforzado por la ruptura generacional conseguida más propiamente

en los años sesenta (entiéndase que el desarrollo económico no se frena por

eso, sino que en gran medida continúa en su propio nivel y siguiendo su

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propia lógica). Si se prefiere emplear un lenguaje que ahora resulta algo

anticuado, la distinción se asemeja mucho a la que utilizó Althusser para

insistir en la diferencia entre un hegeliano «corte transversal esencial» del

presente (o coupe d'essence)^en el que una crítica de la cultura busca un

único principio de lo «postmoderno» inherente a las características más

dispares y ramificadas de la vida social, y esa «estructura dominante»

althusseriana según la cual los diversos niveles son semiautónomos entre sí,

corren a distintas velocidades, se desarrollan de distinto modo y, con todo, se

confabulan para producir una totalidad. Añádase a esto el inevitable

problema representativo de que no hayun «capitalismo tardío en general»,

sino sólo esta o aquella forma nacional específica, y que los lectores que no

sean norteamericanos lamentarán inevitablemente el americanocentrismo de

mi versión. Éste sólo se justifica en tanto que fue el breve «siglo americano»

(1945-1973) lo que constituyó el invernadero, o entrenamiento especial, del

nuevo sistema, a la vez que puede afirmarse que el desarrollo de las formas

culturales de la postmodernidad es el primer estilo global específicamente

norteamericano.

Mientras, tengo la impresión de que los dos niveles en cuestión, la

infraestructura y las superestructuras —el sistema económico y la «estructura

de sentimiento» cultural— cristalizan de algún modo en la gran conmoción de

las crisis de 1973 (la crisis del petróleo, el final del patrón oro internacional, a

todos los efectos el final de la gran ola de las «guerras de liberación

nacional» y el principio del fin del comunismo tradicional). Estas crisis, ahora

que la polvareda se ha disipado, descubren un extraño paisaje nuevo ya

existente: el paisaje que los ensayos de este libro intentan describir (junto

con una cantidad en aumento de otras investigaciones y consideraciones

hipotéticas)9 48

48 Entre las exposiciones y versiones de este tema, cada vez más abundantes, recomiendo: D. Harvey, The Condition of Postmodernity, Oxford, 1989; A. Benítez Rojo, La isla que se repite, Hanover, N. H., 1990; E. Soja, Postmodem Geographies, Londres, 1989; T. Gitlin, «HipDeep in Postmodernism»: New York Times Book Review, 6 de noviembre de 1988, p. 1; y S. Connor, Postmodernist Culture, Oxford, 1989

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Pero este tema de la periodización no es del todo ajeno a las

connotaciones de la expresión «capitalismo tardío», que a estas alturas se

identifica claramente con un tipo de logo izquierdista que encierra una trampa

explosiva ideológica y política, de tal manera que el mismo acto de utilizarlo

constituye un acuerdo tácito sobre un amplio espectro de tesis sociales y

económicas esencialmente marxianas, que puede que el otro lado no

suscriba. Capitalismo fue siempre una extraña palabra en este sentido: el

mero hecho de usarla (por lo demás es una designación muy neutral de un

sistema económico y social sobre cuyas propiedades hay consenso) parecía

situarnos en una posición vagamente crítica, sospechosa, por no decir

abiertamente socialista: tan sólo ideólogos de extrema derecha y estridentes

apologetas del mercado la emplean con el mismo placer.

La expresión «capitalismo tardío» sigue haciendo algo de esto, pero

con una diferencia: en realidad, «tardío» pocas veces significa algo tan

simple como la senectud, el fracaso y la muerte del sistema como tal (visión,

ésta, temporal, que más bien parece pertenecerle a la modernidad que a la

postmodernidad). Por lo general, «tardío» transmite más bien la sensación

de que algo ha cambiado, que las cosas son diferentes, que hemos sufrido

una transformación del mundo de la vida que es, en cierto modo, decisiva,

pero incomparable con las antiguas convulsiones de la modernización y la

industrialización. Aunque en cierto sentido sea menos perceptible y

dramática, es más duradera precisamente porque es más completa y

omnipresente49.

Esto significa que la expresión capitalismo tardío también contiene la

otra mitad —cultural— de mi título; no se trata sólo de algo así como una

traducción literal de la expresión postmodernidad, sino que su indicador

temporal parece apuntar a cambios en lo cotidiano y en el nivel cultural.

Decir, por tanto, que mis dos términos —lo cultural y lo económico— se

solapan y dicen lo mismo, eclipsando la distinción entre base y

superestructura que a menudo se ha considerado significativamente

49 En una obra relacionada (vid. supra, nota 7) me he «sentido capaz», como diría H. White, de adoptar el término alemán Spatmarxismus para el tipo de marxismo que podría ser adecuado para el momento del nuevo sistema.

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característica de la postmodernidad, equivale a sugerir que, en la tercera

fase del capitalismo, la base genera sus superestructuras con un nuevo tipo

de dinámica. Y quizás también sea esto lo que, con razón, preocupa a

quienes no se han convertido al término; parece obligar de antemano a

hablar de los fenómenos culturales en términos, como poco, empresariales,

cuando no en términos de política económica.

En cuanto a la propia postmodernidad, no he intentado sistematizar

una acepción ni imponer ningún significado esquemático coherente, ya que

el concepto no sólo es polémico, sino que además es internamente

conflictivo y contradictorio. Sostendré que, para bien o para mal, es imposible

no utilizarlo. Pero también hay que tener en cuenta que mi argumentación

implica que, cada vez que se usa, estamos obligados a poner a prueba esas

contradicciones internas y sacar a la luz inconsistencias y dilemas de

representación; hemos de hacer todo esto en cada ocasión. La

postmodernidad no es algo que podamos dar por zanjado de una vez por

todas y utilizar después con la conciencia tranquila. El concepto, si lo hay, ha

de encontrarse al final (y no al comienzo) de nuestras discusiones sobre él.

Éstas son las condiciones —las únicas, creo, que previenen el daño que

hace una aclaración prematura— en que se puede seguir utilizando

productivamente el término.

Los materiales reunidos en el presente volumen constituyen la tercera

y última sección de la penúltima subdivisión de un proyecto más amplio

titulado The Poetics of Social Forms.

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