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Escritos y tEstimonios dE las luchas intErvEncionistas En méxico

la vida dEl sEgundo impErio En la obra litEraria dE Juan dE dios pEza

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La presente edición de Escritos y testimonios de las luchas intervencionistas en México. La vida del Segundo Imperio en la obra literaria de Juan de Dios Peza contiene fotografías que forman parte de la colección de la familia Peza, la reproducción de las mismas a lo largo de esta obra ha sido aprobada por el autor Gonzalo Tlacxani Segura, descendiente directo del escritor Juan de Dios Peza, en su calidad de encargado de dicha colección documental y fotográfica.

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La vida del Segundo Imperio en la obra literaria de Juan de Dios Peza

gonzalo tlacxani sEgura

Escritos y testimonios de las luchasintervencionistas en México

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© gonzalo tlacxani sEgura / Escritos y testimonios de las luchas intervencionistas en México. La vida del Segundo Imperio en la obra literaria de Juan de Dios Peza.Colección Documentos y Testimonios

Primera edición: 2018DR ©Secretaría de CulturaBulevar Jesús Reyes Heroles 302,delegación San Buenaventura,Toluca, Estado de México, C.P. 50110

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.

ISBN 978-607-490-239-6Registro de Derechos de Autor: 03-2014-092613463000-01

Autorización del Consejo Editorialde la Administración Pública Estatal No. CE: 228/01/03/18

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

alfrEdo dEl mazo maza Gobernador Constitucional

marcEla gonzálEz salas

Secretaria de Cultura

ivEtt tinoco garcía

Directora General de Patrimonio y Servicios Culturales

alfonso sandoval álvarEz

Director de Patrimonio Cultural

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En el Primer Centenario de la muerte de Juan de Dios Peza (1852-1910).

A la memoria de José Emilio Pacheco, de Ana María y Rubén Peza Perau.

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Juan de Dios Peza (1852-1910)(Fotografía de finales del siglo XIX. Colección de la familia Peza).

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AGRADECIMIENTOS

Esta investigación que se presenta con el apoyo de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de México, después de algunos años de su finaliza-

ción, fue producto del apoyo, colaboración y paciencia de distintas personas que dieron su confianza a este proyecto.

En primer lugar, quiero agradecer a la Universidad Nacional Autónoma de México, institución en la que desarrollé este trabajo durante los primeros años de mi formación profesional. Agradecimiento que debe extenderse a los investi-gadores del Instituto de Investigaciones Históricas, en particular a los doctores Alfredo Ávila, por sus comentarios alusivos a la familia Peza y al Segundo Impe-rio, y a Javier Sanchiz, quien me permitió conocer la historia y la genealogía de la familia Peza.

En el ámbito personal mi agradecimiento se extiende al poeta don Juan M. Martínez Ramírez, amigo y colega de antaño, que sin el apoyo y la iniciativa que puso a este proyecto sobre la vida y obra de Juan de Dios Peza, no podría ha-ber sido posible realizarse. Tus comentarios están presentes en cada página de este libro.

A Jimena H. Blengio, una casualidad me permitió conocer tu investigación y estar presente en tu examen profesional de licenciatura, razón por la que tu tesis de grado me ayudó a tener otro panorama para entender a Peza en relación con su tiempo histórico. Agradezco todas tus atenciones.

A la Biblioteca Nacional de España, que mediante su programa de digita-lización de documentos y libros pude tener acceso a las obras del Cantor del Hogar. En este sentido, quiero agradecer al archivo del Centro de Estudios de Historia de México Carso, por permitirme tener acceso a la documentación rela-tiva al Segundo Imperio y a la correspondencia personal de Juan de Dios Peza (padre e hijo).

Por último, a la familia Segura Peza, con quien me siento profundamente agradecido y comprometido con esta investigación; y a la familia Peza Luna (“los del norte”), conocerlos y poder platicar con ustedes me fue de gran ayuda, mu-

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chas gracias. A Rubén Peza Perau (†), fueron tus pláticas e inquietudes las que despertaron en mí el conocimiento por nuestra familia, a ti dedico esta obra por tratar de entender en tus años de madurez a los personajes que compusieron a la gran familia Peza.

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PALABRAS PRELIMINARES

Más que un simple homenaje, la revitalización de la obra de Juan de Dios Peza busca llenar ciertos vacíos que sobre la historia social y cultural de

México (específicamente de la segunda mitad del siglo XIX) existen. La obra pre-sente no busca ofrecer una visión enciclopédica sobre la historia del Segundo Imperio, sino más bien acotada, presentando las memorias y las opiniones de un hombre que presenció ese pasado.

Oculto en las penumbras del parnaso mexicano por sus detractores, Peza fue objeto de estudio de unos cuantos eruditos de la literatura que hoy están muer-tos: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Clementina Díaz y de Ovando, Isa-bel Quiñónez… A pesar de ello, la vivencia histórica de la que están impregnadas grandes partes de sus escritos empezó a ser retomada para explicar el devenir, las costumbres y tradiciones de la sociedad mexicana en los años críticos para la defensa y consolidación de su soberanía.

Alabada y duramente criticada en su tiempo, la obra de Peza es fiel y vivo testimonio de los trascendentales momentos de la historia nacional. La combi-nación periodística y literaria de su pensamiento le permitió comprender y, a la vez, criticar el desarrollo histórico de la sociedad mexicana.1

Como bien lo señaló el virtuoso Vicente Riva Palacio en su tiempo, “la per-sonalidad de Juan de Dios Peza es extraña y a la vez cautivadora, que es impo-sible decir algo sobre su persona”. El pensamiento y el proceder de Peza en los círculos literarios corresponden a la figura genérica del hombre de letras. Pero, ¿qué debemos de entender por este término categórico? A aquellos hombres que además de desempeñar una función u oficio de vida son militares, políticos, di-plomáticos, poetas, periodistas, entre otros cargos dentro de la vida y la buro-cracia nacional.

1 La narración titulada “La Semana Santa en otros tiempos” nos habla de la nostalgia que alberga el espíritu de Peza por las costumbres de la sociedad mexicana en que él creció y que, para el tiempo en que escribe, han desaparecido.

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En este sentido, el siglo diecinueve mexicano no sólo se caracterizó por los grandes acontecimientos que la llamada historia de bronce recalca en cualquier momento. Es el siglo de la más notable producción literaria e histórica que la nación ha dado en sus dos largos siglos de vida, donde personas como Lucas Alamán, José María Luis Mora, José Joaquín Fernández de Lizardi, Guillermo Prieto, Francisco del Paso y Troncoso, José Joaquín Pesado, Ignacio Manuel Al-tamirano, Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, Manuel Payno, Vicente Riva Pala-cio, Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros, fueron los exponentes que dieron vida y testimonio de aquel tormentoso –y para algunos– doloroso pasado.2

Algunos de estos distinguidos personajes fueron partícipes de los proyectos de gobierno que los diferentes representantes del liberalismo y conservadurismo mexicano intentaron establecer, de esta manera Lucas Alamán fue el ideólogo del conservadurismo de Santa Anna y sus allegados; de igual forma que lo fue el padre José María Luis Mora en el liberalismo laico de Valentín Gómez Farías en la primera mitad del siglo XIX.3 Prieto, Riva Palacio y Peza no fueron la excepción en este sentido, donde el intelectual y el letrado formaban parte de las filas del gobierno liberal mexicano del último tercio de siglo, dotando a través de su pro-lífica pluma la legalidad, el valor y el heroísmo de los representantes del poder que para aquellos años se encontraban ocupando la silla presidencial o alguna curul en el Congreso.4

De esta manera el estudio de la obra histórico-literaria de Juan de Dios Peza ofrece otra perspectiva para el entendimiento de los procesos históricos que marcaron notablemente a la sociedad decimonónica mexicana. No fueron única-

2 Los testimonios escritos de forma narrativa y poética que dejaron aquellos representantes de las letras se diferencian por la emotividad y la ideología que cada uno de ellos expresa. En el caso del Segundo Imperio se cuenta el testimonio que ofrece José Fernando Ramírez, que a diferencia de Mé-xico durante su guerra con los Estados Unidos, donde describe a la sociedad mexicana como partícipe de una etapa crítica para la vida nacional, en el caso de sus Memorias el interés cambia de un relato doloroso, explicado con pasión y hondura, a un compromiso personal adquirido por su participación activa en el establecimiento del gobierno monárquico. Véase José Fernando Ramírez, Memorias para servir a la historia del Segundo Imperio mexicano, en Obras históricas III. Época moderna, edición de Ernesto de la Torre y Villar, UNAM, México, 2001, pp. 173-592.3 Lucas Alamán como ideólogo del conservadurismo legó una serie de escritos que dan testimonio del nacimiento y el desarrollo de la nación mexicana; sobre su incursión en la política y sobre su pensamiento véase el estudio que realizó Arturo Arnáiz y Freg: Lucas Alamán, Semblanzas e ideario, prólogo y selección de Arturo Arnáiz y Freg, UNAM, México, 2010, pp. V-XXX. 4 Cfr. Juan de Dios Peza, Memorias, reliquias y retratos para la “Gaveta íntima”, prólogo de Isa-bel Quiñónez, Porrúa, México, 1990, pp. 98-110, 142-154, 238-245. En estas páginas podrán encontrarse algunas semblanzas de personajes de la política mexicana y española que eran amistades de Peza.

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mente los Cantos del Hogar los que caracterizaron el espíritu paternal de nues-tro escritor en su época, sino su fervoroso patriotismo y amor al terruño los que hicieron de él el poeta más aclamado y leído en cada país de habla hispana.5

Fueron las Epopeyas de mi patria y los Recuerdos de mi vida las obras que identifican de mejor manera las tristezas y alegrías de Peza insertas en las más profundas batallas del liberalismo mexicano de la Reforma y la Intervención francesa, su propia figura y la de sus ancestros son partícipes de aquellos caó-ticos momentos inscritos en los anales patrios.

De esta manera, apreciable lector, pongo ante sus manos una muestra de la profunda investigación que, hoy día, seguimos realizando sobre el Cantor del Ho-gar. La investigación en archivos públicos y privados, hemerotecas y colecciones particulares continúa sorprendiéndonos cada vez que revisamos documentación relativa a nuestro tema, lo que nos permitió así sacar este libro. La obra ha sido dividida en dos secciones. La primera sección titulada “El autor y la centuria in-tervencionista” ofrece un panorama histórico que gira entre la figura de Juan de Dios Peza y los hechos trascendentales de su época, para explicar a través de sus escritos el establecimiento y posterior caída del Segundo Imperio en nuestro país; la importancia de este gobierno se fundamenta, tanto para Peza como para noso-tros, al dar a conocer el linaje y la ideología política de sus ancestros.

La segunda parte: “La escritura sobre el intervencionismo” constituye la sec-ción más extensa de nuestro trabajo, donde es posible encontrar un estudio so-bre la obra de Peza y las temáticas que el poeta del hogar aborda; la selección crítica y anotada de sus escritos alusivos al Segundo Imperio constituyen la no-vedad de este trabajo. Publicados hace más de cien años por editoriales parti-culares, su nueva aparición resulta importante y fundamental para comprender la vida social en tiempos del Imperio, encontrando de esta manera rupturas y continuidades en las costumbres sociales de la segunda mitad del siglo XIX. En varios de estos textos he respetado la puntuación y la ortografía original con que Peza los publicó, conservando ante todo el espíritu decimonónico que albergan.

5 Véase: J.D. Peza, Recuerdos de España. Artículos, anécdotas y poesías referentes a España, E. Gómez de la Puente editor, México, 1922, pp. 5-11.

Escritos y testimonios de las luchas intervencionistas en México

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Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos

libros; el de explayar en quinientas páginas una idea,

cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos.

JorgE luis borgEs (1899-1986)

…porque si los muertos no hablan, hay

vivos que todavía hablan de ellos…

Juan dE dios pEza (1852-1910)

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Coronel Juan de Dios Ignacio Teófilo Antonio Peza Fernández de Córdova(Litografía de la segunda mitad del siglo XIX. Colección de la familia Peza).

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EL AUTOR Y LA CENTURIA INTERVENCIONISTA

Juan dE dios pEza: El Cantor dE la patria y dEl hogar

Corría el año de 1852 y la situación política de México se agravaba más y más a raíz del descontento social que había producido la pérdida de gran-

des extensiones territoriales que conformaban a la nación a partir del Trata-do Guadalupe-Hidalgo, firmado en febrero de 1848. Las rebeliones populares fueron la nota del día. Yucatán, Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí, Chi-huahua, Oaxaca, Guerrero, Tlaxcala y Chiapas fueron los principales focos ro-jos que brillaban a causa de los problemas sociales que no había resuelto la In-dependencia hasta la fecha. A pesar del ánimo y la confianza depositada hacia estos movimientos por parte de habitantes del sector rural, toda esperanza fue duramente reprimida por las autoridades civiles de cada región.6

De esta manera, la nación mexicana pasó en sus tres primeras décadas de vida independiente del gran entusiasmo a una situación de desastre. Las distintas ex-periencias de gobierno establecidas durante este periodo –el Imperio, las repúbli-cas federalistas y centralistas–, que desembocaron en el santannismo, no dieron remedio a las demandas y quejas que agobiaban a una sociedad independiente.

Es bajo este escenario que nació Juan de Dios Peza en la Ciudad de México, hijo del segundo matrimonio del coronel Juan de Dios Peza Fernández de Córdova, quien fuera Ministro de Guerra y Marina durante el gobierno de Maximiliano de Habsburgo. Sobre su niñez se tiene poco conocimiento, sólo lo que el propio Peza describe en sus memorias personales, destacando la figura del Tío Tochi (soldado de Morelos en tiempos de la insurgencia), quien cuidó de él cuando su padre salió al exilio hacia París con el establecimiento de la República restaurada de Juárez.7

6 Cfr. Josefina Zoraida Vázquez, “El establecimiento del México independiente (1821-1848)”, en Gise-la von Wobeser (coord.), Historia de México, FCE/ SEP/ AMH, México, 2010, pp. 175-184. 7 J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., pp. IX- XXXII, 3-5. Se sugiere en esta selección de páginas la lectura del estudio de Isabel Quiñónez, el cual aporta varios datos sobre la vida de Peza.

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Con el surgimiento de aquella generación de políticos y letrados que en esos años de conflicto y desorientación generalizada habían fortalecido la conciencia nacional de la sociedad mexicana, nació la necesidad de superar los problemas y transformar a profundidad la estructura del país, a pesar de los impedimen-tos que encontrarían de la ferviente oposición conservadora. En este sentido, Peza en sus años de madurez, cuando escribía las Epopeyas de mi patria, fue consciente del empeño y deseo que aquel grupo de reformadores hacía por me-jorar la situación del país, logrando identificarse con la obra ya consumada del liberalismo en las cátedras impartidas en los salones de la Escuela Nacional Preparatoria, donde logró construir amistad con Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra.8

La incursión que tenía la familia Peza en la vida nacional para la década de 1850 no era poca. Juan de Dios Peza señalaba en una investigación histórica realizada durante su estancia en España, como segundo secretario de la lega-ción mexicana que encabezaba Vicente Riva Palacio, que los Peza durante el pe-riodo novohispano habían sido regidores y altos funcionarios del gobierno de la capital virreinal hasta en los momentos más críticos de la vida nacional como en el periodo de la insurgencia.9 Con el triunfo de la Independencia y el esta-blecimiento de los diversos proyectos de gobierno en México durante la primera mitad del siglo XIX, la familia del poeta figuró en los momentos más importan-tes de la lucha por la soberanía nacional, siendo el hecho más importante la de-fensa del sitio de Chapultepec en 1847.10 En 1859 el apoyo de los Peza al bando conservador en la Guerra de Reforma (1857-1860) se vio manifiesto mediante el nombramiento de Carlos Guillermo de la Peza y Peza como Ministro de Hacien-da y de la Tesorería General, durante la presidencia de Miguel Miramón (1859-1860). La labor desempeñada por Guillermo de la Peza al frente de este ministe-rio fue el fallido intento de reorganización de la deuda interna del país mediante los llamados Bonos Peza.11

Con el triunfo del liberalismo la situación nacional continuó agravándose, la deuda externa del país resultaba imposible de pagar por los intereses y los

8 Véase nota 3. En este mismo libro hay anécdotas sobre el paso de Peza por la Escuela Nacional Preparatoria.9 Véase: “Mi apellido” en J.D. Peza, Recuerdos de España…, op. cit., pp. 97-99. 10 Véase: “Una reliquia” en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., pp. 6-8.11 Sobre los Bonos Peza véase: “Bonos Peza” en México y sus cuestiones financieras con la Inglaterra, la España y la Francia: memoria que por orden del Supremo Gobierno Constitucional de la República / escribe el C. Manuel Payno, Imprenta de I. Cumplido, México, 1862, pp. 287-291.

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pocos recursos que disponía la Tesorería del Estado. En este sentido Juan de Dios Peza realizó una serie de cuadros históricos y anecdóticos de lo que fue aquel crítico periodo del republicanismo mexicano, de esta manera la labor pe-riodística y poética de Peza en los años 80 y 90 de la centuria decimonónica se fusionó, permitiendo identificar en su obra –sin temor a errar– la figura del historiador mexicano de aquella época. La labor emprendida por Peza permitió dibujar de forma poética las figuras de Maximiliano, Tomás Mejía, Miguel Mira-món, Vicente Riva Palacio, Enrique de Olavarría y Ferrari, Guillermo Prieto, Ig-nacio Manuel Altamirano, Manuel Acuña, José María Velasco, entre otros, sin perder el fondo histórico que poseían para el pasado nacional. Otros relatos de su autoría no sólo permiten ver la acción heroica de aquellos personajes sino el pensamiento y el parecer de una época por propia boca de la sociedad mexica-na que atestiguó estos hechos, lo que permite, de esta manera, explicar la vida y las costumbres de la capital mexicana en tiempos del Segundo Imperio, etapa que cambió profundamente la vida de Peza.

los inicios dEl sEgundo impErio. la trascEndEncia dE dos pEza

En momEntos distintos

“La capital del país”, nos platica Juan de Dios Peza en Poesías completas. Leyen-das históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México, “se ha caracterizado por el ánimo y las costumbres que sus habitantes han im-pregnado y desarrollado en ella; en lo que respecta al periodo del establecimiento del Segundo Imperio, la regla en este sentido no es la excepción”.12

Las fuentes que fundamentan lo dicho por el poeta radican en dos aspectos fundamentales. Por un lado, el propio Peza es partícipe del desarrollo histórico de México, siendo importante en ello la figura del coronel Juan de Dios Peza (pa-dre); en un segundo aspecto, la prensa y los testimonios de la población de la ciudad fueron un elemento de suma importancia para que Peza desarrollara sus relatos y poemas alusivos al periodo, y ello lo demuestra de la siguiente manera:

12 Véase. J. D. Peza, Poesías completas. Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México, prólogo de Luis González Obregón, Garnier hermanos, libreros-editores, Pa-rís, 1898, pp. VII-XVI. Sobre las Leyendas históricas… de Juan de Dios Peza se cuenta actualmente con un estudio que Jimena H. Benglio me ha proporcionado gentilmente, véase: Araceli Jimena Her-nández Benglio, El castigo en las leyendas que Juan de Dios Peza escribe sobre México. Un análisis narratológico y poético, tesis de licenciatura, UNAM, 2014, impreso.

El autor y la centuria intervencionista

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“Los que lean esto que voy a contarles, me supondrán vulgar o loco, embustero o visionario, pero juro por mi ánima que es cierto y que viven muchos testigos honorables que pueden repetirlo”.13

De esta manera no puede calumniarse de fantástica y poco realista la obra de Peza, porque el medio o vehículo que usa el poeta para describir el pasado na-cional se encuentra en la literatura, al igual que Ignacio M. Altamirano y Manuel Payno lo hicieron, respectivamente.14

Era yo un rapazuelo de ocho años cuando sucedió lo que voy a referir, tal y como se me ha quedado grabado en la memoria.

La noche del lunes 24 de diciembre de 1860 las campanas de la Catedral de México repicaron sin tregua, celebrando el triunfo de las armas liberales.

Aquel repique duró dos días con sus noches y ya estaban aturdidos los habi-tantes, a la par que asombrados de la tenacidad con que el pueblo solemnizaba la victoria de los que entonces se llamaban puros.

[…] No quiso [el general González Ortega] que las tropas, agobiadas de tantas fatigas, entraran en la capital de la República sin un previo descanso y determinó que la entrada solemne se efectuara el primero de enero de 1861, para augurar a su causa y a su patria un año de prosperidad y de bienestar político.

En cumplimiento de tal propósito, fue al rayar el nuevo año a ponerse al frente de sus numerosos soldados y entró con ellos en la Ciudad de México, por el lado poniente, eligiendo lo que hoy se llama Avenida Juárez.

De las azoteas, de las ventanas, de los balcones henchidos de curiosos, llovían coronas de laurel y de rosas frescas sobre el afortunado caudillo. Muchas de es-tas coronas, arrojadas por finas manos de damas hermosas, las iba él colocando, una tras otra, en sus brazos que ya se le doblaban sobre el cuello del caballo al peso de tantas ofrendas de triunfo… y por otras partes resonaban, entre los ecos entusiastas de las músicas militares y de los cantos del pueblo, los gritos que yo escuché de niño y que no he olvidado con el transcurso de los años:

—¡Viva González Ortega! ¡Viva el vencedor de Calpulalpan! ¡Viva el héroe de Zacatecas!15

Hasta aquí la descripción vivida que ofrece el Cantor del Hogar sobre aque-llos años de su niñez en la Ciudad de México. Con el triunfo de las elecciones

13 “Coincidencias”, en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., p. 70.14 El mejor ejemplo en este sentido son Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno, y El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano.15 “El tinterillo de la Reforma”, en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., pp. 83-85.

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presidenciales de 1861, Juárez reanudó los proyectos reformistas que en 1857 los liberales habían emprendido, siendo el primero de éstos la suspensión del pago de intereses a la deuda extranjera adquirida por los gobiernos preceden-tes. La molestia generalizada por parte de Francia, Gran Bretaña y España sobre el decreto originó la intervención conjunta de las potencias para la pro-tección de sus inversiones en México. Con el arribo de las tropas francesas en Veracruz en 1861, y su posterior ocupación, las intenciones colonizadoras de Napoleón III se hicieron evidentes; por su parte, los británicos y españoles se retiraron en 1862 al llegar a un acuerdo con el gobierno mexicano. Ocupada la capital de la nación en junio de 1863 por las tropas francesas, después de librar varias batallas por diversas zonas del país, provocó que el gobierno del presidente Juárez huyera a las regiones norteñas del país, mientras que un go-bierno conservador provisional apoyado por los sectores monárquicos del país proclamaba el Imperio mexicano y ofrecía la corona, a instancias de Napoleón III, a Maximiliano I, archiduque de Austria.16

Sobre el desembarco de Maximiliano de Habsburgo en el puerto de Veracruz y su traslado a la Ciudad de México se cuenta con narraciones que dan testimo-nio de aquel suceso, siendo el más famoso el que ofrece Francisco de Paula de Arrangoiz en México desde 1808 hasta 1867.17 En tanto, Peza, como periodista que era, motivado por el espíritu de la verdad, logró legar para las posteriores generaciones de mexicanos algunos relatos sobre este trascendental hecho de los anales patrios.

En un balcón de la calle de San Francisco, al lado de Juan Cordero, hoy aboga-do, poeta, literato y autor de conocidos y comentados estudios sobre la música, presencié el domingo 21 de Junio de 1864 la solemne entrada de Maximiliano y Carlota en la Ciudad de México… así es que estábamos embobados con el es-pectáculo y sin que todavía pudiéramos dar una opinión sobre la conveniencia, importancia y trascendencia de aquel memorable suceso. Ya he dicho á los que no lo saben, y éstos han de ser muy pocos, que mi familia era conservadora y monárquica (yo fui la excepción en mi linaje, por liberal y republicano), y en con-

16 Cfr. Andrés Lira, “La consolidación nacional (1821-1848)”, en Gisela von Wobeser, op. cit., pp. 194-200.17 Francisco de Paula de Arrangoiz, México desde 1808 hasta 1867, prólogo de Martín Quirarte, Porrúa, México, 2000, pp. 584-588. De igual forma, José Fernando Ramírez ofrece noticias sobre el recibimiento de los emperadores, véase: J.F. Ramírez, Memorias para servir a la historia del Segundo Imperio mexicano, en op. cit., pp. 523-525.

El autor y la centuria intervencionista

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secuencia, aquellos días que á mis ojos pasaban con su ruido y sus fiestas, como los actos de una grandiosa comedia de magia, han de haber sido de satisfacción para mi casa.18

La franqueza ante los hechos que presenció Peza en el pasado vuelve a ser expuesta en las siguientes líneas: “Voy á contar lo que vi tal como lo vi, y lo que escuché tal como lo recuerdo, y téngase en cuenta que no es flaca mi memoria, ni las impresiones de la niñez, cuando revisten la magnitud de la que ahora trai-go á cuento, se borran con el transcurso de los años”.19

Por otra parte, Peza realiza una amplia explicación sobre los preparativos y la entrada de los nuevos monarcas del trono mexicano a la Ciudad de México:

Grandes eran los preparativos para recibir á los Archiduques que debían de ocu-par el trono que tan funesto fué para Iturbide.

Desde que llegaron al Valle de México, se nombraron las comisiones para el arreglo de la recepción en la villa de Guadalupe, y las dividieron en: de com-postura de calles y paseos, construcción de arcos; orquestas y músicas mili-tares; adorno de la Colegiata de Guadalupe; tribunas para los jefes, ministros, empleados y personajes del ejército francés; tribuna de señoras, colocación de las autoridades, fuegos artificiales, función de teatro, arreglo del baile en Mi-nería, poesías, iluminación, arreglo de la Hacienda de la Teja, mesa de Pala-cio, adorno del tramo de la Catedral á Palacio, y comisión de señoras para el arco de flores.

El Ayuntamiento de México había convocado postores para la construcción de galerías con asientos en gradas y palcos, que pudieran ser ocupados por las per-sonas que concurrieran á presenciar la entrada, en todo el tramo comprendido desde el puente de San Francisco hasta el edificio del Hospicio de Pobres, en la parte que mira al Sur; pero cuatro días antes de la entrada, el orden de ella cam-bió, según lo anunció la Prefectura política de México.

Según ese anuncio, los Archiduques llegarían á Ayotla, de donde, tornándose por entre los dos lagos y siguiendo hasta el puente de Santa Cruz, vendrían por los llanos de Aragón hasta llegar á Guadalupe, en la tarde del 11. El día 12 sal-drían de Guadalupe á las ocho de la mañana, con la comitiva señalada al efecto;

18 J.D. Peza, Epopeyas de mi patria. Benito Juárez. La Reforma. La Intervención francesa. El Imperio. El triunfo de la República. Memorias de Juan de Dios Peza, J. Ballesca y sucesores, editores, México, 1901, p. 159.19 Ibidem, p. 160.

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en la estación del camino de fierro (estaba en la plazuela de Villamil) el Prefec-to entregaría á Maximiliano las llaves de la ciudad, y seguiría por las calles del Puente de la Maríscala, San Andrés, Vergara, 2a y 3a de San Francisco y 2a y 1a de Plateros, hasta Catedral, dónde sería cantado el Te-Deum, saliendo después para Palacio, donde al entrar se izaría el pabellón mexicano, seguirían las felici-taciones y se disolvería la comitiva.20

Así transcurrieron los preparativos para recibir en la capital imperial a los nuevos monarcas de un imperio revivido. De 1864 a 1867, Maximiliano I y su esposa Carlota gobernaron el Imperio, y, para ello, fueron designados nuevos ministros para tratar los asuntos más importantes del país. Francisco de Paula Arrangoiz nos señala los más importantes:

[…] y para que no quedara duda de su plan, nombró para ministro de Negocios Extranjeros a don José Fernando Ramírez, republicano de los más rojos en un tiempo, moderado en la época actual… Para el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos llamó S.M. a don Pedro Escudero y Echánove, hombre muy honra-do y de conocido talento y moralidad […].21

En lo que respecta a la familia Peza, que era, por propia voz del poeta, “con-servadora y monárquica”, nos dice:

[el nuevo monarca] dejo despachando el [ministerio] de Guerra, al subsecretario don Juan Peza, empleado civil, republicano, sin capacidad y sin conocimiento alguno en el ramo en que iba a dirigir, cuando nunca se necesitaba tanto como entonces en el ministerio de la Guerra, un jefe militar de talento, de conoci-mientos, de grandísima actividad y mucho carácter, para organizar el ejército imperial, y hacer frente a las pretensiones del Jefe francés sobre la oficialidad mexicana […].22

Con el revisionismo histórico que se hizo del pasado nacional en el siglo XX, el historiador Konrad Ratz señaló sobre el padre de nuestro poeta, al escribir sobre la vida de Maximiliano de Habsburgo, que “[...] El ministro de Guerra y Marina fue el anodino Juan de Dios Peza, que sólo fue hombre de enlace con los franceses.

20 Ibidem, pp. 160- 162.21 F.P. Arrangoiz, op. cit., p. 589.22 Idem.

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Una ley de Maximiliano que preveía la creación de una marina mercante quedó en el papel […]”.23

Ratz indicó más adelante que el coronel Peza figuró en el segundo viaje que el Emperador hizo del 18 de abril al 24 de junio de 1865, donde Maximiliano vi-sitó a las tropas del “cuerpo mexicano de voluntarios austriacos” estacionados en Puebla y Perote. Una de las acciones de gran importancia para el Segundo Imperio donde Peza participó, Ratz la señala: “[…] En la Hacienda de Jalapilla continuaban las reuniones con el conde de Thun y el ministro de Guerra, Juan de Dios Peza, acerca de la fundación de un ejército nacional […]”.24

Por otra parte, la investigadora Isabel Quiñónez nos ofrece nuevos datos so-bre Juan de Dios Peza (padre) y su relación con el Segundo Imperio. Quiñónez señala que, además de ser ministro del emperador y coronel del ejército, era gran oficial de la Orden Imperial de Guadalupe, que cayó junto con Maximiliano y fue “condenado a muerte como sus demás compañeros del Gabinete del em-perador, pudo salir del país, residiendo algún tiempo en la capital de Francia”. Comenta Quiñónez que

Don Juan, que figuró entre los conservadores en “la guerra de tres años” o de la Reforma podía comer en buena mesa, engalanarse y mandar a las mejores ins-tituciones a Juanito (y a los dos hermanastros que éste nunca menciona, como tampoco a la madrastra, doña Rafaela Muñoz, dama de Carlota y Cruz de San Carlos, alias Orden de Carlos III).25

vida, costumbrEs y tradicionEs En tiEmpos dEl sEgundo impErio

Sobre las prácticas cotidianas de la población de la Ciudad de México entre los años de 1861 a 1866, Juan de Dios Peza nos describe varios elementos. Algunas de gran importancia para la sociedad de aquella época, que brillan por su valor espiritual y moral, resultan ser las celebraciones de Semana Santa.

En algunos de los relatos que Peza dedica a esta tradición del culto católico, señala, de forma melancólica, la solemnidad que revestía este hecho, y que para los años en que está escribiendo –en la década de los 90 del s. XIX– ya no queda

23 Konrad Ratz, Maximiliano de Habsburgo, Planeta DeAgostini, México, 2002, p. 110.24 Ibidem, p. 106.25 “Prólogo”, en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., pp. XVI-XXI.

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nada. Demos paso a las descripciones del Cantor del Hogar. El Viernes de Dolo-res, principal día de la celebración litúrgica de la Semana Santa:

[…] era obligatorio levantarse con el alba, é ir á la calle del Puente de Roldán ó al desembarcadero de la Viga á proveerse de amapolas para los altares de la Virgen. Disputábanse las familias la supremacía en el adorno y compostura de dichos al-tares y eran de verse los platos con trigo, maíz, alegría, linaza, lenteja y garbanzo; las esponjas con piñones; los vasos, las botellas y las jarras de cristal con aguas de colores; los adornos de papel de china, picados, como los más finos encajes de Bruselas, y en medio de todo eso una buena pintura de la Dolorosa ó un Gólgota en que aparecían el Crucificado y la Virgen, al pie de la Cruz, llorando desolada. Los estudiantes se reunían desde antes de que saliera el sol, para tomar por su cuenta las canoas y recorrer el Canal desde la Viga hasta Ixtacalco, entonando alegres y entusiastas canciones y bailando, coronados de mirtos y de amapolas, el melancólico palomo ó las bulliciosas danzas habaneras.26

El colorido y la alegría que pinta el poeta en su narración resultan tan vívi-dos, pues enriquecen el texto con fuentes que dan credibilidad de la tradición y costumbre generalizada de los habitantes de la capital:

El popular novelista Facundo, ha descrito magistralmente la costumbre de los al-tares en las casas particulares; la distribución y compostura de las aguas frescas de horchata, de chía, de pina, de limón y de tamarindo; las letanías cantadas en coro por la familia y las visitas, y aquellos juegos de prendas en que se imponían castigos originales, como el de decir á cada uno un favor y un disfavor, revelar algún secreto al oído ó hacer de burro, de perro, de gato, de esquina de provin-cia ó de espejo, imitando los gestos y ademanes de cada uno de los convidados.27

Sobre el recuerdo de aquellas costumbres de la sociedad del medio siglo, se-ñala con tristeza y desconsuelo:

Para fortuna de los que vivimos, han desaparecido esos gritos que la tradición conserva, y ya sólo en una que otra casa de molde antiguo se conocerán los

26 “La Semana Santa en otros tiempos” en J.D. Peza, Recuerdos de mi vida. Cuentos, diálogos y na-rraciones anecdóticas e históricas, Herrero hermanos, sucesores, México, 1907, pp. 102-103.27 Ibidem, p. 103.

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juegos de prendas que eran la delicia de los niños de otros tiempos… Cuan-do se ha recorrido un camino largo, sembrado de hojas secas, y en el cual nos sorprende el crepúsculo, damos un adiós triste á ese sol que se hunde para no reaparecer nunca.28

Dejando atrás el colorido de la verbena de aquellos días, del colorido de las frutas y verduras que se vendían en los canales limpios de la ciudad, da paso, bajo el alma de un cronista, a describir la ciudad de aquel momento:

Era una ciudad enteramente ascética la nuestra. Había veintitrés conventos de monjas: San Bernardo, San Jerónimo, Santa Inés, Santa Clara, Santa Isabel, Corpus Christi, Jesús María, la Encarnación, Santa Brígida, San Juan de la Pe-nitencia, La Concepción, Regina Coeli, San Lorenzo, San José de gracia, la Nue-va Enseñanza, las Vicgracia, la Enseñanza Antigua, Santa Teresa la Antigua, las Hermanas de la Caridad, Santa Catalina, Capuchinas, Balvanera y Santa Teresa la Nueva.

En la mayor parte de esos conventos eran notables las prácticas de la Semana Santa; los altares, los monumentos, los sermones, el pan de gloria, los dulces de Pascua, las palmas labradas y compuestas, los ejercicios cuaresmales y las pin-turas y esculturas que se exhibían al público.

De órdenes religiosas sólo habían quedado los padres de San Fernando, de la Profesa (San Felipe Neri), y la Congregación de San Vicente de Paúl, pero los templos en que se ostentaba con todo el esplendor del lujo el monumento, eran la Catedral, Santo Domingo, la Profesa, la Encarnación, San Bernardo, Santa Cla-ra, Santa Brígida, Capuchinas, Santa Catalina.

Eran tan concurridos los ejercicios piadosos, que en verdaderas romerías iba el pueblo á las parroquias de San Miguel, de Santa Catarina Mártir, de la Santa Veracruz, de San José, de Santa Ana, de la Soledad, de San Pablo, de Santa Ma-ría, de San Sebastián, de Santa Cruz Acallan, de Santo Tomás la Palma y de San Antonio de las Huertas, en busca de la cédula que acreditase el cumplimiento del precepto sagrado.29

Bajo esta misma temática de los ejercicios piadosos de la época, las procesio-nes con imágenes del culto religioso no podrían ser dejadas de lado por el poeta:

28 Ibidem, pp. 104-105, 108.29 Ibidem, pp. 106-107.

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Recuerdo confusamente las procesiones, pero no se borra de mi memoria la del Santo Entierro de Santo Domingo y del Señor de la Expiración, semejante á mu-chos Cristos que hay en Toledo y en Sevilla.

La procesión se efectuaba el Viernes Santo por la tarde. Llenábase de curio-sos la Plazuela de Santo Domingo y todas las calles adyacentes; los balcones de la ex-Aduana, los de las casas del portal y las azoteas, ofrecían un conjunto vis-toso, por la multitud que los llenaba desde las primeras horas de la tarde… Iban apareciendo las imágenes, pero al salir de la capilla del Cristo de la Expiración, toda la gente se arrodillaba, reinaba profundo silencio, y de pronto se oía la voz del pregonero gritando:

«Hincándose de rodillas, rezando un credo delante de este divino señor, se ga-nan ciento cincuenta días de indulgencia».

Y se rezaba el credo en voz alta en calles, casas, balcones, ventanas y azoteas, mientras pasaba el Cristo conducido en elegantes y sólidas andas por señores y jóvenes pertenecientes á las más distinguidas familias de la ciudad, y juro por mi ánima que es cierto, que cuando se cansaban, y el Cristo se ladeaba, y ellos pe-dían al sacristán que les relevaran, el sacristán les respondió con orgullo y des-deñosamente:

«Hagan lomo y no repelen los que cargan al señor». Y pujando y sudando, sacaban fuerzas de flaqueza, y el crucifijo volvía á estar

derecho, y ellos seguían hasta la próxima esquina donde daban á otros la carga.30

Sobre el resto de los demás días que conformaban a la Semana Santa nos describe el joven Peza: “Desde la mañana del Jueves ya no circulaban carruajes; enmudecían las campanas, y la gran matraca de la Catedral sonaba anunciando las horas. Era de tono regalar matracas de plata, labradas de filigranas, repre-sentando caprichosas figuras”.31

La veracidad del relato nuevamente radica no sólo en lo que el propio Peza atestiguó, sino en lo que otros escritores describen sobre aquel momento

A propósito de esto, dice Marcos Arróniz, en un libro escrito algunos años antes de la época á que me refiero:

«El Jueves Santo es un día en que México cobra una animación inusitada, pues que la mayor parte del año sólo se dejan ver las damas aristocráticas por

30 Ibidem, pp. 108-109.31 Ibid, p. 110.

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las ventanillas de sus rápidos coches; pero ahora asoman su leve pie por entre el raso y terciopelo de sus ricos vestidos, y honran las calles de la ciudad. Visitan todos los sagrarios, que se hallan adornados con un esplendor propio del culto católico, y donde se ven pasajes y escenas de aquellos solemnes acontecimientos que se conmemoran. Grandes lienzos con cuadros de vida del Salvador, cubren las paredes; los altares están vestidos de duelo con velo morado, pero en el monu-mento aparece toda clase de adornos de oro, de cortinajes, de plantas y flores. La música, con acentos pausados y hermosos, da más prestigio al grandioso espec-táculo. En la noche, se encienden y resplandecen con mil luces. En este día no se oye el rodar de los coches, el pisar de los caballos, ni el toque de las campanas, ni el redoble de los tambores; un silencio respetuoso reina en toda la ciudad».32

Sobre el Sábado de Gloria basta con señalar lo siguiente:

[…] En aquellos tiempos los odios políticos se revelaban el Sábado de Gloria, quemando Judas que representaban personalidades prominentes y que ardían y reventaban en medio de los aplausos y del entusiasmo de sus enemigos. El Sábado de Gloria era también notable, no sólo porque al sonar las diez la ciu-dad entera resucitaba y se oían por todas partes gritos de regocijo, sino por la entrada del pulque, en carros vistosamente compuestos, tirados por mulas en-jaezadas con cascabeles.33

Peza finaliza sus recuerdos sobre aquella celebración, costumbres y tradicio-nes que enmarcan esa época del año litúrgico diciendo que la modernidad de los tranvías y de los focos eléctricos que caracterizan al periodo porfiriano, ha eclipsado lo que nadie se imagina que ha sido el pasado de aquellos santos días.

En contraparte al relato antes descrito y estudiado de la sociedad rural-ur-bana de la Ciudad de México, la celebración realizada por los emperadores Maximiliano y Carlota, y los funcionarios del Imperio, resulta contrapuesta al colorido y alegría que relata Peza de la sociedad capitalina, siendo la festividad que ellos encabezan solemne y ordenada. El relato que construye nuestro poeta de aquel hecho parte de las grandes celebraciones religiosas que caracterizan al credo cristiano (como la de la Virgen de Guadalupe, la Semana Santa, entre otras). Realizar el ejercicio de transcripción de los detalles de la celebración de

32 Ibidem, pp. 110-111. El libro al que se refiere Peza es el Manual del viajero en México de Marcos Arróniz, Instituto Mora, México, 1991.33 Ibid, p. 113.

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un Jueves de Corpus que hace Juan de Dios Peza, ameritaría muchas hojas y tinta, siendo preferible para ello dejar la referencia al público lector y hacer alu-sión de los principales detalles de la festividad.

Señala Peza en Memorias, reliquias y retratos que: “un día de Corpus salie-ron los soberanos con gran séquito, del Palacio a la Catedral. Una alfombra y un toldo estaban tendidos en el trayecto; formábanles guardia las tropas de la guarnición, que al divisarlos presentaron las armas, batieron marcha y tocaron el Himno Nacional”.34

Es a partir de este punto que el poeta describe la suntuosidad y el lujo que tenía cada uno de los miembros de la Corte imperial que acompañaban al empe-rador en la procesión que se dirigía a la Catedral, y la que de ésta salió en direc-ción a varias partes de la Ciudad de México. Peza asevera que

[…] nunca se había desplegado mayor pompa en una solemnidad religiosa, así es que las calles, las puertas, los balcones, las azoteas y las torres, estaban en la ca-rrera que siguió tan numeroso cortejo, atestadas de espectadores y aumentaban la animación el rumor de los repiques a vuelo, el tronar de las salvas y los gritos de la multitud que saludaba a los soberanos con entusiasmo […].35

La opinión de la sociedad concordaba con la del propio Peza: “—Ni en los tiempos de su alteza se vieron estas pompas –decía en la calle una anciana a va-rias gentes que la rodeaban”.36 Varias opiniones hacían alusión a los excesivos gastos en la alfombra y la familia imperial, mientras que otras sobre los miem-bros que componían tan fastuosa procesión, ocupando el espacio de esta últi-ma conversación los estudiantes de los colegios nacionales. Por su parte, otras señoras alababan la belleza de su gobernante diciendo: “—Oye tú, ¿viste al em-perador qué alto y bonito anda?... —¿Y tú le viste la barba que parece hecha de rayos de sol? ... —A mí me vio al pasar y sentí no sé qué cosas” –entre otras lin-duras por el estilo.37

34 “Un Jueves de Corpus en tiempo de Maximiliano”, en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., p. 258.35 Ibidem, p. 260.36 Idem. 37 Ibidem, pp. 260-261.

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la importancia histórica

El cuadro histórico que pinta Juan de Dios Peza en sus memorias, anécdotas y poesías sobre la centuria decimonónica resulta ilustrativo y conmovedor, por parte del sentimiento que impregna el poeta en su narración. Circunscribir a Peza como un simple poeta romántico por sus Cantos del Hogar o sus Hojas a Margarita sería olvidar de nuestro escritor lo más importante: sus vivencias, sus anécdotas, sus escritos históricos y periodísticos, fruto de la realidad que atesti-gua y trasmite a la sociedad de la modernidad porfiriana que poco conoce sobre su pasado.38

De esta manera Peza se convierte en fuente para el conocimiento histórico de nuestro país, es la luz que ilustra e ilumina junto a la de los escritores libe-rales decimonónicos, como Riva Palacio y Prieto, los hechos trascendentales y heroicos de nuestra historia patria. Es el Thomas Carlyle mexicano que exalta la grandeza de los hombres que han construido el edificio nacional de lo que para él es México; el México del orden y progreso, gobernado por un caudillo que lu-chó por la soberanía nacional y los principios de la democracia republicana. Las temáticas históricas de la obra de Peza para estos momentos son vastas, desde ciertas particularidades del periodo novohispano hasta los años gloriosos del Porfiriato, pasando por la Reforma, la Intervención y el Segundo Imperio, siendo este último el gran periodo de importancia para el presente estudio. 39

Padre, poeta, periodista, profesor, diplomático, político, y ahora historiador, fueron los trabajos que desempeñó en vida el laureado Juan de Dios Peza; des-cribiendo y expresando su profundo amor al hogar y a la patria que para él fue uno solo, porque así como amó a Margot y a Juan –sus hijos– también quiso a

38 Sobre la labor periodística de Peza puede mencionarse su trabajo en los siguientes periódicos: La Juventud literaria. Semanario de letras, ciencias y variedades; El álbum de la mujer; El Lunes. Perió-dico de la literatura, política y variedades (editor y propietario Juan de Dios Peza). Para una mejor comprensión se sugiere revisar la hemerografía utilizada y el estudio realizado por Clementina Díaz y de Ovando en: Clementina Díaz y de Ovando, Un enigma de los ceros. Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza, UNAM, México, 1994.39 Cfr. “El Castillo de Miramar”, en J.D. Peza, Memorias, reliquias y relatos…, op. cit., pp. 17-21. En este mismo libro existen otros relatos sobre la vida de Maximiliano de Habsburgo, y las costumbres y tradiciones de la sociedad mexicana durante el Segundo Imperio, destacando en este último sen-tido un relato sobre la Semana Santa muy parecido al contenido en Recuerdos de mi vida…, titu-lado “Cuaresma y Semana Santa”. Sobre este libro de los recuerdos personales de Peza es posible encontrar algunas anécdotas como: “Cosi va il mondo” y “Los hermanos Valleto”, donde se describe la trascendencia de las casas fotográficas, cuya producción captó los hechos y los personajes de la historia nacional.

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sus hermanos de las letras que fueron los constructores del Estado nacional. Así, la obra de un escritor olvidado como Juan de Dios Peza, la cual fue poco va-lorada por la crítica destructora y poco edificante de su época, actualmente debe volver a brillar mediante su lectura y estudio, permitiéndonos tener una nueva visión de una época, de un periodo, de un pasado. No juzgando el pensamiento, los valores y la ideología del autor sino las circunstancias y razones humanas por las cuales ha escrito y actuado así en la historia.

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Juan de Dios Peza (1852-1910). (Una de las primeras biografías de Juan de Dios Peza. Versión de Federico Díaz Almeyda… Colecc. “Fediel”. Colección de la familia Peza).

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LA ESCRITURA SOBRE EL INTERVENCIONISMO

la pErsonalidad litEraria

Casas editoriales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como He-rrero Editorial, J. Ballesca y sucesores, Garnier Hermanos, E. Gómez de la

Puente, al publicar las poesías y ensayos de don Juan de Dios Peza, siempre ex-presaron la universalidad de la obra y la fama que nuestro poeta tenía para aquel entonces. Los elogios que literatos de otras naciones de habla hispana hacían a la figura de Peza –como Gonzalo Picón Febres, Ricardo Palma, entre otros– siem-pre acompañaban las notas introductorias de las distintas ediciones.

El prestigio internacional que gozó Peza tuvo lugar en los últimos años de la década de los 70 del siglo XIX. El inicio de su carrera en la política nacional pres-tando servicios como segundo secretario de la legación mexicana en España, le permitió dar a conocer en el Viejo Mundo una colección de ensayos y poesías de escritores mexicanos que recibió el título de La lira mexicana, obra que para mu-chos significó por primera vez la introducción de la cultura mexicana en Europa; y otros, como Vicente Riva Palacio, consideraban que “el libro de Peza debería llamarse ‘La lira de mis amigos’ como el diario de las Escalerillas ‘La Voz de los Timoratos’, porque México tiene que ver de una manera muy indirecta y muy su-perficial con el uno y con el otro”.40 A pesar de ello, las críticas realizadas por el general Riva Palacio y otras personalidades cercanas a Peza, como Luis Urbina, resultaron benéficas y constructivas para el Cantor del Hogar.

Sin embargo, fue la presencia de críticos literarios voraces como Manuel Puga y Acal, bajo una serie de pseudónimos como Brummel y/o Facistol, la que mandó a Peza al limbo dantesco. Clementina Díaz y de Ovando señala que Puga y Acal “sostuvo contra viento y marea que el reputado y elogiado por propios y extraños Juan de Dios Peza, era un poeta de versificación anticuada, sin origina-

40 C. Díaz y de Ovando, Un enigma de los ceros, op. cit., p. 322.

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lidad, sin ideas, reñido con el verdadero arte, explotador innoble del sentimiento, en particular del filial”, sentenciando que la poesía de Peza “era lo que podría sin rodeos llamarse ‘bordar el vacío’ ”.41

La indignación por parte de Peza no se hizo esperar, respondiendo a Puga y Acal en el periódico El Lunes “no con razones sino con insultos, llamándolo en-vidioso, mal nacido y otras lindezas por el estilo”.42 Sin embargo ¿la crítica de Puga y Acal no estaba “bordada en el vacío”? Brummel señaló en 1888 que la cultura del Cantor del Hogar no era del todo grande como su poesía lo demos-traba, y por lo que hacía al conocimiento de la mitología griega, Peza andaba bastante desencaminado. La fundamentación de lo dicho por el crítico jaliscien-se está en una opinión que Riva Palacio ofreció en el periódico La República al hablar sobre la personalidad de Peza, en enero de 1882, seis años antes. El ge-neral señalaba:

Peza fue a España, y no sacó mayor ventaja de tan largo viaje que la de decir se-

ñores, ilusiones y la caza de ud. está en tal parte. Es decir, volvió lleno de zetas y soñándose una eminencia.

Quise informarme con él, de la estadística, de la agricultura, del comercio de la antigua madre patria y por única respuesta me dijo dos o tres cuentos de gi-tano, y como son los mismos que le cuenta todo mundo, vengan o no vengan al caso… Habíanme dicho que era erudito, ¡qué chasco tan completo me dieron con semejante noticia!

¿Erudito? delante de mí le preguntó a Castera si Soconusco era la capital de Chiapas, y yo creí morirme de rubor al escucharlo.

Pero ya se ve, para saber versos no se necesita geografía, ni para ser periodis-ta interesa averiguar los nombres de las capitales de provincia.43

Las críticas trascendieron con el tiempo, dejando a Peza en el olvido una vez muerto; sin embargo, en vida, las críticas y ofensas poco afectaron la reputación y la aceptación que gozaba del público que leía y recitaba “Fusiles y Muñecas”, “Reír llorando”, entre otras poesías. El ingreso del Cantor del Hogar a la Academia Mexi-

41 Ibidem, pp. 81-82. De acuerdo con Clementina Díaz y la investigación que se emprendió en la He-meroteca Nacional de México, las críticas de Manuel Puga hacia Peza tuvieron lugar en el periódico El Pabellón Nacional entre el 16 y el 28 de marzo de 1888. 42 Ibidem, p. 82. La respuesta de Peza fue publicada en su periódico llamado El Lunes, correspon-diente al año III, t. III, núm. 13, del día 28 de marzo de 1888.43 Ibidem, pp. 320-322.

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cana de la Lengua en 1908, ocupando la silla IX, significó un terrible golpe para aquellos que habían juzgado con malas intenciones su obra poética y literaria.

De la fama alcanzada por el Cantor del Hogar a principios del siglo XX po-demos señalar que, al haber sido traducidos sus poemas al francés, al sueco, al ruso, al portugués, al italiano y al inglés (destacando la primera edición de los Cantos del Hogar: 1890 en Nueva York), sus versos ya aparecían en la Antología Hispano-Americana, impresa y publicada por Ryóji Imamura Biikusha, en la ciu-dad de Tokio, Japón, el año de 1905. Como bien refieren los editores “Herrero Her-manos, sucesores”, Imamura era “un japonés muy ilustrado, profundo conocedor de la lengua castellana, tradujo al idioma del Mikado los versos de Peza, como el escritor eslavo Sedorovitch los había traducido al ruso, Longe al sueco, Facco de Lagarda al italiano, Gillpatrick al inglés, Vedra al portugués, etcétera, etc.”.44

Entre los elogios que gozó Juan de Dios Peza en sus años fructíferos como poeta y literato podemos mencionar los siguientes. El escritor sudamericano Gonzalo Picón Febres refiere en sus Páginas sueltas. Semblanzas y estudios li-terarios lo siguiente:

…Sin temor puede decirse que en la América Latina no existe hoy un poeta de más fama que Juan de Dios Peza; en Caracas, en Quito, en Bogotá, en todas par-tes se le admira, se pronuncia su nombre con elogios, es leído con verdadero en-tusiasmo: hasta en los periódicos más insignificantes de nuestros más apartados pueblecillos, se reproducen de continuo sus admirables poesías, sencillas como una montañesa americana, frescas como un botón de rosa en primavera, tiernas como una lágrima…45

Las palabras de admiración por la obra de Peza suman varios párrafos más, sin embargo, algunos de estos elogios demuestran el poco conocimiento que se tenía de la realidad mexicana de las letras, como aquella frase que dice: “es, quizás, el fundador de una escuela…”.46 Hablar de Peza como fundador de escuela resulta poco probable para los años de mayor fama que gozó (1878-1910), dado que el movimiento romántico en México había terminado dando paso al modernismo.

44 J. D. Peza, Recuerdos de mi vida, cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, Herrero Editorial, México, 1907, p. 7.45 Gonzalo Picón Febres, Páginas sueltas. Semblanzas y estudios literarios, Bethencour e Hijos Edi-tores, Curazao, A. 1890, p. 169.46 Ibidem, p. 174.

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Sin embargo, la mayor muestra que el pueblo sudamericano otorgó al Cantor del Hogar fue el primoroso álbum de firmas que Paraguay envió al poeta a prin-cipios del siglo XX:

…una nación entera, el Paraguay, le ha honrado enviándole primoroso álbum; con todas las firmas de sus más notables ciudadanos y damas; honor tributado en América sólo á él, siendo el Ministro de México en la Asunción quien envió di-cho álbum al señor licenciado D. Ignacio Mariscal, Ministro de Relaciones Exte-riores, para que lo entregase al poeta.

El Sr. Mariscal, al enviar el álbum al Sr. Peza, le dijo en Nota número 1.835, girada por la Sección de Cancillería el 8 de Diciembre de 1904:

“Con fecha 8 de Agosto último me comunicó el Ministro de la República en Buenos Aires, que antes de su salida de Asunción, fué invitado por el Presidente del Instituto Paraguayo, una de las Corporaciones Científicas más prestigiadas del Paraguay, á una sesión solemne, en la que se le haría entrega de un álbum fir-mado por las más distinguidas personalidades del país y dedicado á usted, como un tributo de simpatía y admiración, y en testimonio de gratitud por la publica-ción de su poema «Canto al Paraguay»… Posteriormente, dicho señor Ministro me hizo saber que por expreso remitía el álbum á esta Secretaría.

Recibido ya en la misma, lo envío á usted con verdadera satisfacción por cuanto dicho obsequio significa merecido homenaje á un mexicano que, como usted, ha sabido conquistar justo renombre en el mundo literario.

Felicito á usted por el alto honor que se le ha dispensado, y le reitero las se-guridades de mi consideración y personal aprecio. - Mariscal”.47

Tales son algunas de las muestras del aprecio que los escritores y los gobier-nos latinoamericanos realizaron hacia su figura.

En México fueron varias las personalidades de la época que, como Vicente Riva Palacio o Luis G. Urbina, se expresaron favorablemente sobre la obra de Peza. El general Porfirio Díaz, siendo presidente en 1879, señala en una carta fechada en ese año: “Felicito a usted por el éxito alcanzado con la obra que ha impreso y cuyo objeto es dar a conocer en Europa la literatura de nuestro país… envío a usted por ésta, los testimonios de mi reconocimiento…”.48 El pensador liberal Ignacio Ramírez El Nigromante, de quien Peza fue su estudiante predilecto en la Escuela

47 J. D. Peza, Recuerdos de mi vida, op. cit., p. 13-14.48 J.D. Peza, Recuerdos de España. Artículos, anécdotas y poesías referentes a España, E. Gómez de la Puente Editor, México, 1922, p. 8.

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Nacional Preparatoria, refiere: “Fíjese usted, amigo mío, en que usted se eleva so-bre sus jóvenes rivales cuando describe una hermosura real, cuando lamenta una desgracia que le ha dejado visibles cicatrices… sus versos, entonces, si gozosos, parecen el canto de un ángel; si tristes, parecen escritos con sangre”.49

En España existieron otros tantos elogios hacia el Cantor del Hogar, como los del presidente de la República Española, Emilio Castelar, de escritores como Eu-sebio Blasco, Núñez de Arce, Ramón de Campoamor, José Selgas, Abelardo López de Ayala, Fernández Merino, entre otros.

La prosa de Juan de Dios Peza puede clasificarse, de acuerdo con una pro-puesta nuestra, bajo las siguientes tres categorías: histórica, moral y de sem-blanza. Ligados a su trabajo como periodista, los escritos históricos de Peza deben ser considerados de gran importancia para el entendimiento de la vida nacional en el siglo XIX, dentro de éstos podemos encontrar anécdotas recogi-das de la viva voz de su padre y de familiares suyos que estuvieron en la guerra de Intervención norteamericana en 1847: “El Asalto de Chapultepec en 1847”, “18 de Septiembre de 1847. Noble rasgo del general Monteverde”; o anécdotas recogidas de viejos insurgentes (como el Tío Tochi) para recrear el triunfo de la Independencia: “Cómo entró en México el Ejército trigarante”. Sin olvidar la im-portante obra de contenido histórico titulada Epopeyas de mi patria.

En lo que respecta a la cuestión moral, varios de sus relatos contienen un profundo contenido en enseñanzas de vida y valores, destacando los siguientes: “La respuesta de Dios”, “Un beso sagrado”, “Doscientos duros de limosna”, en-tre otros. El aprendizaje obtenido de estos textos nos hacen entender lo inesta-ble que es la vida y, por consecuente, que la verdadera felicidad no recae en los lujos y la opulencia, sino en sí mismo; la importancia y el amor de la familia; la confianza y la seguridad, entre otras enseñanzas.

En la categoría de la semblanza, Peza nos habla sobre algunas figuras políti-cas y literarias que conoció en sus años de juventud y madurez, como en aque-lla titulada “El León decrépito” donde narra los últimos años de vida del general Antonio López de Santa Anna. En este sentido, su escritura tiende hacia lo bio-gráfico para explicar la vida de personalidades como Guillermo Prieto, Ignacio M. Altamirano, Manuel Acuña, Enrique de Olavarría y Ferrari, José María Velasco, entre otros.

Dichas categorías se engloban en un aspecto más profundo que es lo anec-dótico, es decir, proceden de las vivencias personales del propio Peza, donde la

49 Ibidem, p. 9.

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fantasía luce por su ausencia. El vehículo para transmitir lo histórico, visto a lo largo de su vida, es, por igual, la prosa como la poesía. En su narración hay una verosimilitud, mediante la cual ilustra lo que el pasado no puede mostrar porque ha desaparecido, pero que, mediante los documentos y la historia oral, sigue vivo como testimonio del hecho humano.

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Juan de Dios Peza (1852-1910) (Litografía de la segunda mitad del siglo XIX. Colección de la familia Peza).

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POESÍA SOBRE EL SEGUNDO IMPERIO

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LA SELECCIÓN. NOTA INTRODUCTORIA

La selección de textos alusivos a la vida social y política del Segundo Imperio no responde a un simple capricho del autor, sino más bien a una necesidad,

que consiste principalmente en analizar los momentos y los personajes históri-cos que Juan de Dios Peza escribe. Para cumplir este propósito se ha realizado una edición crítica y anotada de los textos de Peza que, para el tiempo en que nos encontramos escribiendo, son poco conocidos; de ahí que, al haber sido pu-blicados por última vez hace más de cien años en nuestro país, se traen bajo un esquema analítico para su comprensión.

Algunos escritos sobre el Segundo Imperio en México han sido publicados por la casa editorial Porrúa, de ahí que decidamos no incluirlos, como son: “Los valientes mueren en su puesto” (sobre la ejecución de Maximiliano en Queréta-ro), “Cómo acabó un baile” (sobre cómo fue recibida la noticia del fusilamiento de Maximiliano en la corte de Napoleón III), “El Castillo de Miramar” (relativo a la vida de Maximiliano y Carlota en su último alcázar antes de partir hacia Amé-rica), y “Un Jueves de Corpus en tiempo de Maximiliano”.

La selección de textos ha sido dividida en dos partes, por un lado, la obra poética alusiva a los personajes del periodo imperial, y, en otro extremo, las na-rraciones correspondientes a la vida social, cultural y política en tiempos del Se-gundo Imperio, destacando en este sentido anécdotas sobre una de la principa-les casas de fotografía de la Ciudad de México (la de los hermanos Valleto); sobre las festividades religiosas de Semana Santa y Corpus Christi, algunos episodios de la lucha entre franceses y mexicanos que se desarrollaban en aquel tiempo; y una detallada y no menos importante narración sobre la entrada de los empe-radores a la capital del nuevo Imperio mexicano. Es poca la producción de Peza, pero extensa en su propio contenido, sobre este periodo de la historia nacional.

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MAXIMILIANO50

A mi muy querido primo Carlos Adame*

I

Maximiliano de HabsburgoRige el Lombardo–Vennetto,Porque Austria impone a la ItaliaSus hombres en el Gobierno.Es gallardo el archiduque,Joven y de gran talento,Avezado a las borrascasDel mar, que por mucho tiempoCruzó en todas direccionesVisitando extraños pueblos.Tiene los ojos azules,Tan azules como el cielo,Y es tan rubio que semejanRayos del sol sus cabellos.Fina y espesa la barbaSe la parte por enmedioY le baja hasta los hombrosLibre dejándole el pecho.Vástago de Carlos QuintoY agnado a su trono excelso,

Siempre lleva el toisón de oroOrnando el erguido cuello.Es con las damas galanteY dadivoso en extremo,

50 Juan de Dios Peza, Poesías escogidas, Maucci Hermanos Editores, Barcelona, 1900, pp. 228-235.

*Los poemas contenidos en esta sección “Poesía sobre el Segundo Imperio” (excepto el titulado “Poesía de Maximiliano”) corresponden, tal como aparecen, a la antedicha edición barcelonesa, en cuya portada se lee: “Única edición ilustrada, autorizada por el autor y aumentada con varias com-posiciones inéditas”. [N. del Comp.]

Poesía sobre el Segundo Imperio

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Con sus iguales altivoY con los súbditos tierno,Adora las bellas artes,Y como amigos discretosLe acompañan sabios libros,Cuadros de grandes maestrosY estatuas en que palpitaEl alma del gusto griego.Cariñoso y desprendido,Es cumplido caballero,Y juntos en su semblanteBrillan conquistando afecto,La juventud, la noblezaLa majestad y el ingenio.

II

En una tarde de mayoTranquilos el mar y el cielo,Maximiliano va soloEn sus jardines amenos,Cruzando por las callejasDe castaños y de almendros.Lleva la cabeza bajaAbsorto en mil pensamientos,Y está su rostro tan pálidoQue se le creyera enfermo;No ha recibido a ningunoDe los hombres del gobierno,Ni ha de sus íntimas cartasLos blancos sobres abierto.Halla de pronto a su pasoSentado en el césped fresco,Sobre un banquillo de mimbresJunto al tronco de un abeto,A un hombre de blanca barbaY escaso y cano cabello,

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Vestido con traje humildePero limpio, alegre y nuevo.Sonríe MaximilianoGustoso de tal encuentro,Y brillan sus claros ojosCon honda expresión de afecto.—Señor, le dice el ancianoCon muy natural respeto;¿Vuestra Alteza viene triste?—Tienes razón; triste vengo.—Lo sé, que os conozco tantoComo el que más.—Bien lo creo,No en vano mi augusta madreTe nombró mi camareroSiendo yo niño.—TeníaisSeis años ni más ni menos,y desde entonces por nada,Ni del mar en los riesgos,Ni de la corte en las fiestas,Ni estando en extraño sueloOs he dejado, ni es fácilQue os deje, señor; os quieroHasta donde más alcanzaQuerer un honrado pecho.—Me ves muy triste…—Os lo he dicho.—Pues ríe de lo que pienso.—¿Reír?—Son cosas de risa.—Todo en vos es de respeto.—Óyeme y no me hagas caso.—Señor, siempre os obedezco…—Entre mil supersticionesUna ridícula tengo...¿No ves en estos jardines,En el palacio, en el templo,

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En las salas de tertulia,En el salón del Consejo,En los anchos corredores,En todo, en fin, lo que tengoA mi alrededor, no encuentrasEmes de mármol, de hierro,De alabastro, de madera,De granito?...—Lo comprendo,Es cifra de vuestro nombre,Y cuanto miráis es vuestro,Natural es que esté en todo.—Es natural, pero piensoQue tal letra es mi sentencia.—Hablad, señor, no comprendo.—Ni habrás de entenderme nunca.¡Es un fatalismo necio!Las emes me aterrorizan,Sábelo, me causan miedo,Y han de estar en todas partesMi espíritu entristeciendo.¡Moriré entre muchas emes!—Perdón, señor, que no aciertoEn qué podáis cuerdamenteFundaros...—¡Presentimiento!Sábelo y ríe, porque risaProvocan y no respetoLas vanas supersticionesCual ésta que te refiero...¡Moriré entre muchas emes!Tú lo verás...Bajó el viejoLos ojos, y hondo suspiroDejó escapar de su pecho,Y siguió MaximilianoEsa frase repitiendoPor las alegres callejas

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De castaños y de almendrosLleva inclinada la frente,Pálido está como enfermo,Y están húmedos sus ojosTan azules como el cielo.

III

Pasáronse muchos años,Y una mañana de inviernoLlegó en una barca inglesaA Miramar un viajero.El mar estaba agitado,Estaba plomizo el cielo,Menudos copos de nieveBajando en alas del vientoPosábanse en las cornisas,En las torres, en los hierros,En las gallardas almenasY en el rico pavimentoDel legendario castilloTan triste desde hace tiempo.Pidió que le permitieranEl visitarlo por dentro,Y acompañóle galanteUn hombre afable y discreto,Blanca y poblada la barba,Escaso y cano el cabello.—¿Vivís aquí desde cuándo?Interrogóle el viajero.—Vivo aquí... pero no vivo,Que yo, señor, soy un muerto;Me tienen aquí enterradoEntre lágrimas y duelo,Desde que por negra suerteMi noble señor no ha vuelto.Su santa y augusta madre

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Me nombró su camareroDesde que cumplió en la vidaSeis años ni más ni menos.Le acompañé a todas partes,Me quiso con hondo afecto,Y una vez en sus jardines,Allá en Lombardo–Venetto...Me dijo... Mas perdonadmeQue calle un rato, no puedo...Las lágrimas me enmudecen…Y de los ojos del viejoRodaron dos grandes gotasIguales a las que el vientoArranca por las mañanasEn el rigor del invierno,De los vetustos sabinos,Coronados por el heno.Habló después, refirióleLa historia del jardín regio,Y así agregó conmovidoAl hablar estando trémulo:—No eran supersticiones;Lo que me dijo era cierto;Ha muerto entre muchas emes.Fue de Miramar a Méjico,Imperio de Moctezuma,Que lo conquistó un guerrero,A quien llamaron MalincheLos indígenas del suelo,Dos mariscales de FranciaLe engañaron y vendieron;A Querétaro marchóseReemplazándole en su puestoMárquez, que según me dicen,Le olvidó en el mayor riesgo.Jefe de los sitiadoresEra Mariano Escobedo,Y cuando cayó la plaza,

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De Miguel López dijeronNo sé qué cosas extrañasQue a darles fe no me atrevo,Cayó con sus generalesEn mayo, y al poco tiempoLe fusilaron a MéndezQue le tuvo tanto afecto...Llamóse Manuel AspirozEl fiscal de su consejo,Riva Palacio MarianoFue a la plaza a defenderloCon Martínez de la Torre,Abogados muy expertos,Con Miramón y MejíaFue a morir mi noble dueño,Montemayor se llamaba,Y bien su nombre recuerdo,El capitán que a su ladoHizo la señal de fuego,Y era un Mejía el ministroDe Juárez, que en el gobiernoFirmó la fatal sentenciaQue me tiene en tanto duelo.Ha muerto el príncipe en martes;Ya veis, señor, si era ciertoLo que me dijo muy tristeAllá en Lombardo–Vennetto...¡Ha muerto entre muchas emes!Y jamás olvidaremosQue llamó cosas de risaA cosas de tanto duelo.Después, sin decir palabraEl anciano y el viajero,Siguieron ambos del brazoPor los salones desiertosDel legendario Castillo,Tan solo desde hace tiempo.

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TERÁN Y MAXIMILIANO51

Entre las ondas azulesDel bello Mediterráneo,En el Golfo de Trieste,Surgiendo entre los peñascos,Hay un alcázar que ostentaCon gran arte entrelazadosEn muros y minaretesLo gótico y lo cristiano.Parece, visto de lejos,Airoso cisne de mármol,Que extiende las blancas alasEntre dos abismos claros,El del mar, siempre sereno,Y el del cielo, siempre diáfano.

Ese alcázar tan hermoso,En tiempos no muy lejanos,Por mirar tanto las olasDe Miramar le llamaron,Y en él vivieron felicesDos príncipes de alto rango,Dos seres de regia estirpe:Carlota y Maximiliano.

En una tarde serena,Al bello alcázar llegaronCon una rara embajadaVarios próceros extraños;Penetran a los salonesY al noble príncipe hablando,En nombre de un pueblo entero(Que no les dio tal encargo)

51 Ibidem, pp. 302-306.

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Le ofrecieron la coronaDel Imperio mejicano.

El príncipe quedó absorto,Para responder dio un plazo;Soñó en pompas, en honores,En fama, en poder, en lauros,Y al despertar de aquel sueño,Al volver de tal encanto,A su joven compañeraLe fue a consultar el caso.«–Acepta –dijo Carlota–,Eres grande, noble y apto,Y de este alcázar a un tronoTan solamente hay un paso».

No corrida una semana,El príncipe meditandoEn las difíciles luchasDe los grandes dignatarios,Miraba tras los cristalesDe su espléndido palacioEnfurecerse las olas,Rojo surgir el relámpago,Y con bramidos horriblesSurgir los vientos airados.

De pronto, un ujier le anunciaQue un extranjero, ya anciano,Hablarle solicitabaCon urgencia y en el acto.Sorprendido el ArchiduqueDijo al ujier: “Dadle paso”;Y penetró en los salonesAquel importuno extraño,De tez rugosa y enjuta,De barba y cabello cano.

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De frente del ArchiduqueDijo con acento franco:«—Vengo, señor, para verosDesde un pueblo muy lejano,Desde un pueblo cuyo nombreJamás habréis escuchado;Yo nací en Aguascalientes,En el suelo mejicano,Serví a don Benito JuárezDe quien ya os habrán hablado,Le serví como ministro,Soy su firme partidario,Y mientras aquí os engañan,Yo vengo a desengañaros;No aceptéis, señor, un tronoQue tiene cimientos falsos,Ni os ciñáis una coronaQue Napoleón ha labrado.No quiere Méjico reyes,El pueblo es republicanoY si llegáis a mi patriaY os riegan palmas y lauros,Sabed que tras esas pompasY esos mentidos halagosPueden estar escondidosEl deshonor y el cadalso».

Oyendo aquestas palabrasDichas por aquel anciano,A tiempo que por los airesCruzó veloz un relámpago,Tiñendo en color de sangreLa inmensidad del espacio,Sin dar respuesta ningunaQuedóse MaximilianoRígido, lívido, mudo,Como una estatua de mármol.

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Corrió inexorable el tiempo,Huyeron breves los añosY en una noche de junioTriste, sombrío, ensimismado,En vísperas de la muerteEl Archiduque germanoEn su celda de Querétaro,Y en sus desgracias pensando,Así dijo conmovidoA uno de los abogadosQue fueron a despedirseEn momentos tan aciagos:«—Todo lo que hoy me sucedeA tiempo me lo anunciaron;Un profeta he conocidoQue sin doblez, sin engaño,Me auguró que en esta tierraA donde vine cegado,El pueblo no quiere reyesNi gobernantes extraños,Y que si lauros y palmasSe me regaban al pasoTras ellos encontraríaEl deshonor y el cadalso».—¿Quién ha sido ese profeta?–Al príncipe preguntaron:«—Era un ministro de Juárez,Sincero, patriota, honrado,Don Jesús Terán, que ha muertoEn su hacienda hará dos años,¡Ah! ¡Si yo le hubiera oído!¡Si yo le hubiera hecho caso!¡Hoy estuviera en mi alcázarCon los seres más amados,Y no contara las horasPara subir al cadalso!».

1891

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TOMÁS MEJÍA

A mi respetado señor y querido amigo,

el señor General don Mariano Escobedo52

11 de julio 1890.

I

Mientras Juárez indomableVa a los desiertos del PasoA defender su bandera,Firme como un espartano;En Méjico, sostenidoPor el invasor extrañoSe erige un trono y le ocupa,Más que ambicioso, engañado,Un ilustre descendienteDel más grande de los Carlos

Joven, soñador y apuestoAsciende a lugar tan alto,Sin ver que a lo lejos flotaEl pendón republicano,Y sin recordar que el puebloPor quien se sueña llamado,En otro tiempo a un monarcaLanzó del trono a un cadalso.

Recibiéronle animososLos que el cetro le entregaron,Y al entrar por nuestras callesFue tan grande el entusiasmo,Que del nuevo rey los ojosNo pudieron, deslumbrados,Mirar que las bayonetasQue lo estaban custodiando

52 Ibid., pp. 306-314.

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Eran de extranjeras tropasCapaces de abandonarlo.

II

Joven príncipe ¿a qué vienes?¿Por qué dejas tu palacioEn medio de las azulesOndas del MediterráneoComo un nido de gaviotasSobre un peñón solitario?

Este cielo azul no es tuyo,No son tuyos estos lagos;Ni estos sabinos del bosqueQue de viejos están canos.

Nada es tuyo, nada entiendeTu acento, nada ha guardadoCenizas de tus mayoresQue en otras tierras brillaron.

Tu sangre azul no es la sangreDe Cuauhtémoc ni de Hidalgo;Cuanto te cerca es ajeno,Cuanto te vela es extraño.

Príncipe noble, ¿a qué vienes?¿Por qué dejas tu palacioY aquellas ondas azulesDe tu hermoso mar Adriático?

En medio de las tormentasQue se alzarán a tu paso,Cuando pronto te abandonenLos que te están custodiando,Hallarás como consuelo,

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Como abrigo, como amparo,La firmeza y el arrojoDel soldado mejicanoQue cumple con su banderaSatisfecho y resignado.

¡Torna, príncipe, al castilloDonde viviste soñando,Que por las gradas de un tronoSubir se puede a un cadalso!

III

Con inusitada pompaEn el ya imperial palacioSe celebran los natalesDel reciente soberano.

Ya las guardias palatinasDe uniformes encarnadosApuestos forman la vallaLuciendo adargas y cascos.

Ministros y chambelanesConsejeros y vasallos,Ostentan con arroganciaSus pechos condecorados.

El salón de embajadoresPor su lujo aristocrático,Recuerda a los que lo miranDe antiguos tiempos el fausto.

De pronto, por todas partesSe extiende un rumor extrañoY es que las gradas del tronoEl Archiduque ha pisado.

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Diversas clases socialesDeben de felicitarloY ya están los oradoresPor cada clase nombrados.

Un jurisconsulto experto,Elocuente, pulcro y sabioEs de la magistraturaEl representante nato.

Le toca el lugar primero,Habla con acento claro,Con respeto se le escucha,Se le mira con agrado,Y estudio y saber revelaCada frase de sus labios.

Su discurso no fue breve,Su estilo elegante y franco;Y al acabar dijo alguno:¡Bien por Lares!, anhelandoAplaudirlo, sin hacerloPor respeto al soberano.

Con elegancia vestidoAl clero representando,Se acercó un obispo al tronoY dijo un discurso largo,Lleno de notas y citasLatinas, propias del caso.

Era el orador de famaPor su elocuencia y su rango,Célebre en aquellos tiemposEntre oradores sagrados.

«No estuvo corto Ormaechea»,Dijo después de escucharlo

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Alguno a quien ya cansabaLa severidad del acto.

Nuevo rumor se produjoDespués en aquellos ámbitosAl ver que al trono llegabaA paso lento un soldado.

De cabellos y ojos negros,Tez cobriza, aspecto huraño,Descendiente de las razasQue en Anáhuac habitaronAntes de que la conquistaEmpobreciera a sus vástagos.

¡Formaba contraste bruscoLa obscura tez del soldadoCon la tez brillante y blancaDel Archiduque germano!

Quedó el indígena absorto,Meditabundo y cortado,Sin articular palabra,La frente y los ojos bajos.

—¿Quién es? –preguntó un curiosoY le respondió un anciano:—Se llama Tomás Mejía,Y es general reaccionario:Viene a hablar por el ejército.—¿Y él hizo el discurso?

—Varios

Lo escribieron y ninguno,Según dicen, le ha gustado;El que dirá lo habrá escritoO Muñoz Ledo o Arango.

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—Escuchemos:Transcurrían

Unos minutos muy largos;Mejía estaba en silencioTodo tembloroso y pálido,En silencio los presentesY en silencio el soberano.

De pronto ven con asombroQue el indígena soldadoAbriendo los negros ojosQue brillaban animados,Perora sin dar lectura,Al papel que está en sus manos.

«—Majestad –calló un momento–:Majestad –siguió turbado–;Majestad, yo no he aprendidoLo que otros por mí pensaron,Pero si usted lo que buscaEs un corazón honrado,Que lo quiera, lo respete,Lo defienda sin descansoY le sirva sin dobleces,Sin interés, sin engaño,Aquí está mi corazón,Aquí están, señor, mis brazos,Y en las horas de peligro,Si al peligro juntos vamos,Lo juro por mi bandera,Sabré morir a su lado».

Con lágrimas en los ojos,Trémulo Maximiliano,Las fórmulas de la cortePor un instante olvidando,Bajó del trono y al puntoDio al general un abrazo,

Poesía sobre el Segundo Imperio

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Que aplaudieron los presentesCon lágrimas de entusiasmo.

IV

Cayó el príncipe más tardeY con él cayó el soldadoQue le dijo esas palabrasLlenos los ojos de llanto.

A don Tomás le ofrecieronDel patíbulo salvarloy él respondió: “SolamenteQue salven al Soberano”.

Un general victorioso,De gran poder y alto rango,Que le estaba agradecidoPor algún hecho magnánimo,Fue y le dijo: «—Yo podríaLograr veros indultado;Os estimo y necesitoA toda costa salvaros.

¿Queréis que os salve?, decidlo,Que no me daré descansoHasta que al fin me concedanLo que para vos reclamo».«—Sólo admitiré el indulto–Respondió el indio soldado–,Si me viene juntamente,Con el de Maximiliano».

—Me pedís un imposible.—Pues me moriré a su lado.—Pensad que tenéis familia.—Tan sólo a Dios se la encargo.—Soy capaz de protegerosSi os resolvéis a fugaros.

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—¿Y al emperador? —No; nunca.—Pues su misma suerte aguardo.

Y como lo sabe el mundo,Juntos fueron al cadalsoY allí selló con su sangreLo que dijeron sus labios.

Poesía sobre el Segundo Imperio

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UNA RESPUESTA DE MIRAMÓN53

Ya sonó la media nocheEn el viejo campanario:Querétaro está en silencioQue sólo turba a intervalosEl grito del centinelaTriste, sonoro y pausado.

En un antiguo conventoQue ya en cuartel transformaron,Presos en humildes celdasEstán la muerte esperandoMiguel Miramón, MejíaY un noble: Maximiliano.

Ya poco tiempo les quedaDe vida a los sentenciadosY el archiduque, que siempreFue de la forma un esclavo,Llama a Miramón, queriendoSobre un punto interrogarlo.

Llega el arrogante jefeObediente a tal mandatoY órdenes pide gustosoA su infeliz soberano.Éste le dice: —Seis horasNos faltan. —Las voy contandoPues ya que no tengo sueñoHe de entretenerme en algo…—Perdonad que os distrajera,Pero quiero consultarosCuál traje será el más propioPara salir al cadalso.—No entiendo vuestra pregunta.Y agrega Maximiliano:

53 Ibid., pp. 314-315.

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—¿Nos vestimos de uniformeO saldremos de paisanos?Y Miramón le replica:—Majestad, voy a ser franco,Como ésta es la vez primeraQue me fusilan, no es raroQue ignore lo que previeneEl ceremonial del caso.Sonrióse el ArchiduqueY agregó con entusiasmo:«—Miguel, en todo os admiro…¡Qué valor! ¡Dadme un abrazo!».

Poesía sobre el Segundo Imperio

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POESÍA DE MAXIMILIANO

Escrita En miramar, al partir para méxico54

(Versión de Juan de Dios Peza)*

Ya sin la venda y rotas las cadenasTe muestra el porvenir más dulces lares;Después de tanta lucha y tantas penasPuedes, saliendo en paz, cruzar los mares.Es la que se te ofrece ardua tarea,Mas, firme en el honor y en los deberes,La Fortuna querrá que tuyo seaEl lauro que luchando merecieres.Libre en tu acción, sin trabas y sin dolo,Sigue por una senda sin espinas;Tu obra prosperará, cúmplela soloEn la lejana tierra a do caminas.Dios hace fuerte al libre, no al ilota;El libre engendra libres en el suelo,Donde la libertad radiante brotaSe ve bajar la bendición del cielo.Consuelo en ella encontrarás mañana;Sal sin temor, sin inquietud sombría,Que allá en la nueva tierra tan lejanaTe espera el premio que soñaste un día.

Diciembre 30 de 1904

54 Juan de Dios Peza, Poesías escogidas, Maucci Hermanos e Hijos, Buenos Aires, 1905, p. 318.

* Es decir, cuando en 1905 se venció el permiso que había dado el autor, cinco años atrás, a Maucci Hermanos de publicar en Barcelona la selección de sus poemas, se imprimió una nueva edición aumentada en su contenido bajo el mismo título de Poesías escogidas, sólo que con una modificación en el nombre de la editorial. [N. del Comp.]

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RECUERDOS DE VIDA ANTE LA TRAGEDIA

Tiempos de la Reforma

Los años del Segundo Imperio

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(Litografía de 1888 de Juan de Dios Peza, usada en Los poetas mexicanos contemporáneos, de Manuel Puga y Acal, bajo el seudónimo Brummel. Colección de la familia Peza).

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EL TRAJE PARA LEER VERSOS55

A principios del año de 1867 salía de Veracruz, rumbo a Europa, un vapor francés conduciendo a varios personajes que culminaron en el ya vacilante

imperio de Maximiliano.Iba entre ellos mi inolvidable padre que, fiel a sus principios políticos, creyó

de buena fe que la monarquía y la inmigración europea salvarían al país de mu-chos desastres en lo futuro.

Y no sé si desengañado o sin voluntad para continuar en el Gobierno, pues yo aún no cumplía quince años y nada entendía de política, optó por irse al ex-tranjero.56

De lo que no tengo duda es de que, tanto sus amigos como sus más encarni-zados enemigos, aplaudieron su honradez sin tacha, única herencia que legó a sus hijos.

Estaba en los comienzos de aquel destierro, que duró más de ocho años, cuando se efectuó el drama de Querétaro, y mi madre y nosotros, tres hermanos, quedamos en la mayor pobreza.

Para vivir se fueron vendiendo todos los objetos de la casa, que desde que nací miré siempre, si no opulenta, dotada de cuanto exige el buen parecer a una familia bien relacionada y de limpia cuna.

Yo, que fui liberal desde que tuve uso de razón y que admiraba y quería a Juárez, obtuve de ese grande hombre una beca, entré a la escuela preparatoria, comencé a escribir versos y llegó un 15 de septiembre en que, elegido por mis camaradas de colegio, tenía que ir a leer al Teatro Nacional una poesía, que a la postre resultó disparatada y llena de figurones imposibles.

Desde que me nombraron para leerla, me preocupé, como todos los pobres, con la adquisición de un traje para presentarme en la tribuna.

Hablé con mi madre, y ella, triste pero ansiosa de complacerme, me ofreció que realizaría mi deseo; y en efecto, la víspera de la gran fiesta nacional, ya es-taba en mi poder un traje de buen paño de color azul oscuro.

No disimulé mi alegría; pero al mismo tiempo dije a mi madre:

55 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, Herrero Editorial, México, 1907, pp. 31-34.56 Sobre la decisión tomada por el coronel Peza, el Diccionario Porrúa de historia… señala: “conde-nado a muerte como sus demás compañeros del Gabinete del emperador, pudo salir del país, resi-diendo algún tiempo en la capital de Francia”. Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México, Porrúa, México, 1986.

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—Habría preferido que me lo hubieran hecho negro.—No era posible –me respondió–, ya te contaré a tiempo esa historia.El 16 de septiembre desperté satisfecho de los primeros aplausos que había re-

cibido en el teatro la noche anterior, y hablé de todas las peripecias ocurridas en el desempeño de mi comisión poética, delante de mis hermanos, a la hora de la comida.

Mi madre lloraba.— ¿No estás contenta? –le pregunté.—Sí, muy contenta; pero lloro porque veo lo que es la vida. La víspera de que tu

padre saliera de México, me dijo: «Lo primero que hay que vender son los caballos y el coche». Encontré quien me los comprara, y dos semanas después recibía de la sastrería de Mivielle las dos libreas, la del cochero y la del lacayo, que ya habían sido pagadas anteriormente. Eran inútiles y estaban flamantes, y me conformé con guardarlas. ¿Quién había de comprarlas? Eran levita, chaleco y pantalón, de color azul oscuro, con botones dorados. De una de ellas, achicándola el sastre, he man-dado hacer el traje con que has ido anoche a leer tus versos; por eso es azul oscuro, y por eso lloro, porque de una librea del cochero ha salido tu traje de ceremonia.

— ¿Y qué importa, madre mía?—Es verdad, ¿qué importa?; muchos años tus trajes usados, pero en buen

estado, vistieron a varios niños pobres, y hoy he tenido que vestirte de lo que se destinaba a la servidumbre.

¡Así es la vida! No te envanezcas nunca por lo que tengas, ni te entristezcas cuando lo pierdas; sólo las virtudes constituyen el tesoro que se debe de conser-var siempre; y el libro de Job enseña mucho; léelo, hijo mío.

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¡COSI VA IL MONDO! 57

La Ciudad de México, en 1866, deslumbraba con el lujo que desplegaron los ser-vidores del Imperio.

Eran damas de la Emperatriz las mujeres más bellas, más elegantes, y, digámoslo sin doblez, más virtuosas y más discretas en la sociedad de entonces.

Miente el criado del Emperador, un tal Turcios, que figura en el libro de Bla-sio Maximiliano íntimo, al decir que buscaban al Emperador damas distinguidas, a quienes nadie creería capaces de una falta.58

¡Miente Turcios! Las damas de la Emperatriz eran todas, sin excepción de una sola, modelos de pudor, de virtud, de recato, de finura, de elegancia, y, las más de ellas, de hermosura.

En aquel año, los hermanos Valleto, Guillermo, Julio y Ricardo, tenían su ta-ller de fotografía en la calle de Vergara.

De entonces a hoy, nunca han abandonado ese trabajo, en el que ya no ne-cesitan reclamo, ni elogios, ni avisos siquiera, pues a más de ochenta mil perso-nas han retratado, y la República sabe que son los maestros en el arte debido a Daguerre, y que tanto avanza en cada nuevo año.

57 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, op. cit., pp. 91-94.58 Publicado en 1905, Maximiliano íntimo fue la obra más esperada por los lectores mexicanos de su época. De acuerdo con Patricia Galeana, la obra no gozó de popularidad por la brillante prosa de José Luis Blasio (que en realidad era mala), sino por ser las memorias de un personaje que había estado cerca del emperador día y noche durante el tiempo que duró el Imperio.

Sobre el contacto que tuvo Blasio con Maximiliano, se tiene noticia que lo conoció cuando fue a implorarle por la vida de un hermano suyo, que era prisionero de guerra del bando juarista; al ser li-berado éste, Blasio prestó lealtad al soberano mexicano. Después de haber servido poco tiempo como traductor a Félix Eloin, un jefe militar belga, el emperador le fue tomando afecto por los servicios que prestaba al Imperio, ante este hecho Maximiliano decidió nombrarlo su secretario particular. Tras la caída del gobierno imperial, Blasio visitó a la familia imperial austriaca para narrar lo sucedido al hermano menor del emperador Francisco José.

“Con la consolidación del Porfirismo en México, la figura del último emperador mexicano ya no era tema de descontento o peligro, sino de curiosidad y estudio. En este último sentido, Blasio como conocedor de la vida íntima del emperador y para hacerse de algunos fondos decidió escribir sus memorias y titularlas Maximiliano íntimo. El libro no logró llenar la curiosidad de los lectores, el autor se limitó a hablar de cuestiones políticas y a narrar las causas del fracaso imperial. Sobre la relación matrimonial entre Maximiliano y Carlota son pocos los comentarios; lo que destaca en comparación son las costumbres y gustos del emperador, de su carácter bromista, de su bondad y amor por la naturaleza…” en: José Luis Blasio, Maximiliano íntimo. El emperador Maximiliano y su corte. Memorias de un secretario, prólogo de Patricia Galeana, UNAM, Coordinación de Huma-nidades, México, 2013.

Recuerdos de vida ante la tragedia

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Llegó a noticias de Maximiliano la habilidad de nuestros compatriotas, y aunque él había traído de Viena a un fotógrafo distinguido, don Julio de María Campos, sin duda le cautivaron las obras de los Valleto, y con su ayudante, el capitán Rodríguez, mandó suplicar a dichos artistas que fueran a verlo al alcázar de Chapultepec.

Julio Valleto acudió al llamado imperial, y en breves instantes le hicieron pa-sar al gabinete del Soberano.

—He visto magníficas fotografías hechas por ustedes –le dijo– y querría que me hicieran aquí un retrato.

— ¿Aquí? –dijo Julio.—Sí, aquí; en Chapultepec.—Señor; debo decirle a usted...—Se le trata de Majestad, interrumpió el edecán de guardia.—En México no estamos acostumbrados a tratar emperadores ni reyes –con-

testó Julio Valleto.—Tiene razón –agregó Maximiliano–, déjelo usted que me trate como quiera.—Pues, señor –agregó Julio– bien podríamos hacer aquí, o donde usted gus-

te, el retrato que desea; pero la fotografía está en pañales, y no tendríamos las condiciones artísticas que nuestro taller reúne.

—Bueno –respondió Maximiliano–, hoy es jueves; iré el domingo al taller de ustedes, a las once de la mañana, si la fiebre intermitente no me ataca, porque estoy enfermo, y vea usted, Semeleder me ha recetado estas obleas de quinina. Hoy me ha dado el ataque.

—Pues estaremos preparados –respondió Julio–, y usted, si no puede ir, se dignará avisarnos.

— ¡Ah! Temprano enviaré a un ayudante.Se retiró Julio, y el domingo señalado recibió un atento aviso del Archiduque,

diciéndole que no podía ir, porque le había dado con mayor fuerza que nunca la fiebre intermitente.

Y corrió un año, en que se desarrolló el drama trágico de Querétaro.En 1867, en la misma fecha del mismo mes de agosto, se presentó don Beni-

to Juárez en el taller de los hermanos Valleto, para hacer el magnífico retrato en que aparece vivo y hablando el demócrata de América.

—¿Cómo quiere usted, señor, que lo retratemos? –preguntó Guillermo Valleto.

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—Como ustedes quieran; yo estoy completamente a sus órdenes.Hicieron la fotografía, y cuando ya se preparaba a marcharse el señor Juárez,

Guillermo le refirió que en esa misma fecha, en el año anterior, a la misma hora, Maximiliano quiso retratarse, y sin duda, si la enfermedad no lo impide, habría estado para ello en el mismo salón, frente a la misma máquina y en la misma silla que el indio de Guelatao había ocupado minutos antes.

El señor Juárez, tomando su sombrero y sin alterar su fisonomía, sólo con-testó con su genial laconismo:

«— ¡Así es el mundo!»

Recuerdos de vida ante la tragedia

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LA SEMANA SANTA EN OTROS TIEMPOS

El viErnEs dE dolorEs. —las canoas. —los altarEs. — JuEgos dE prEndas. —los puEstos dE chía. —dos viEJEcitas. —convEntos y parroquias.

—los monumEntos, las procEsionEs y los Judas. —la obra dE la rEforma.59

Allá por los años de 1861 a 1866, cuando era yo un rapaz de doce a catorce abri-les, la Semana Santa, en la noble Ciudad de México, revestía una solemnidad de la que ya no quedan señales.

El Viernes de Dolores era obligatorio levantarse con el alba, e ir a la calle del Puente de Roldán o al desembarcadero de la Viga a proveerse de amapolas para los altares de la Virgen.

Disputábanse las familias la supremacía en el adorno y compostura de di-chos altares y eran de verse los platos con trigo, maíz, alegría, linaza, lenteja y garbanzo; las esponjas con piñones; los vasos, las botellas y las jarras de cristal con aguas de colores; los adornos de papel de china, picados, como los más finos encajes de Bruselas, y, en medio de todo eso, una buena pintura de la Dolorosa o un Gólgota en que aparecían el Crucificado y la Virgen, al pie de la Cruz, llo-rando desolada.

Los estudiantes se reunían desde antes de que saliera el sol, para tomar por su cuenta las canoas y recorrer el canal desde la Viga hasta Ixtacalco, entonan-do alegres y entusiastas canciones y bailando, coronados de mirtos y de amapo-las, el melancólico palomo o las bulliciosas danzas habaneras.

El popular novelista Facundo60 ha descrito magistralmente la costumbre de los altares en las casas particulares; la distribución y compostura de las aguas

59 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, op. cit., pp. 102-113.60 Sobre el popular novelista Facundo encontramos una curiosa nota de Manuel Gutiérrez Nájera donde señala: “Pero como novelas, propiamente dichas, sólo podemos mencionar las muy notables que con el seudónimo de Facundo ha publicado don José Tomás de Cuéllar”. Sobre este escritor poco conocido (J. T. Cuéllar, 1830-1894), se sabe que fue seguido de cerca por Gutiérrez Nájera a lo largo de su producción narrativa: Linterna mágica, El pecado del siglo, Los mariditos, entre otras. Véase: Manuel Gutiérrez Nájera, Obras I. Crítica literaria. Ideas y temas literarios. Literatura mexicana, re-copilación de Erwin K. Mapes, introducción de Porfirio Martínez Peñaloza, UNAM, Coordinación de Humanidades, México, 1995, p. 302.

Nájera circunscribe el género narrativo de Cuéllar al de los llamados costumbristas: “Aquí [en México] no medra la novela en ninguna forma, pero caso de medrar en algún género, este es el sen-timental o el de los llamados costumbristas… ‘Facundo’ que es excelente costumbrista, no atinó en El pecado del siglo, novela que quiso ser histórica”, en: M. Gutiérrez Nájera, “Episodios de la Guerra de Independencia, de Alberto Lombardo” (1893).

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frescas de horchata, de chía, de piña, de limón y de tamarindo; las letanías can-tadas en coro por la familia y las visitas, y aquellos juegos de prendas en que se imponían castigos originales, como el de decir a cada uno un favor y un disfa-vor, revelar algún secreto al oído o hacer de burro, de perro, de gato, de esqui-na de provincia o de espejo, imitando los gestos y ademanes de cada uno de los convidados.

—Usted, como dolorido y agraciado, ¿qué pena le impone al dueño de la pren-da que va a salir?

—Que cante la turronera.Y salía de dueño de la prenda una anciana del peso de noventa kilos, con su

cabellera dividida en dos gajos sobre las orejas, que lucían finas arracadas de oro, con su rica mascada de seda terciada sobre el pecho, y prendida con un va-lioso camafeo, y renegando de la hora en que naciera, obedecía la ley imperiosa de la costumbre, se ponía de pie en medio de la sala, y gritaba angustiada:

—Turrón de almen... dra ente... ra y moli... da, turrón de almen... dra.A algún anciano magistrado le tocaba cantar el pastelero, y gritaba, causan-

do la hilaridad de todos:—A cenar, pastelitos y empanadas, pasen niños a cenar...A la muchacha más recatada y modesta le obligaban a imitar a la sebera, y

sudando de vergüenza poníase la mano en la boca, donde relucían blanquísimos los dientes, y chillaba con voz agudísima:

—¡¡Hay seboooooo!!Para fortuna de los que vivimos, han desaparecido esos gritos que la tradi-

ción conserva, y ya sólo en una que otra casa de molde antiguo se conocerán los juegos de prendas que eran la delicia de los niños de otros tiempos.

Había altares en que se desplegaba inusitado lujo, y en que se repartían de-liciosas aguas frescas, obligando a cada mísero mortal a que probara de todas con el pretexto de que diera su opinión sobre cada una.

No es fácil olvidar entre los muchos puestos de chía, verdaderos pabellones de verdura que invitaban al transeúnte con su frescura y su sombra a pasar en ellos algún rato agradable, el que ponían en la esquina de la Diputación y Callejuela aquellas viejecitas de cabelleras blancas como un campo de nieve; modelos de limpieza en sus personas, en sus ropas, en los vasos, en cuanto les rodeaba.

Recuerdos de vida ante la tragedia

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En aquel puesto que olía a mastranto, a flor de chícharo, a rosas nuevas, se detenían para probar la horchata, que era la especialidad de renombre, los más encopetados y linajudos señores, y las damas que llevaban sobre los hombros las más ricas y valiosas mantillas.

En algunos momentos se formaba en el puesto un grande y compacto grupo de sedientos, y todos eran atendidos por las dos viejecitas que surgen en mis re-cuerdos tales como eran, y que daría algo por volver a verlas.

Para todos tenían una frase de cariño.— ¿Qué toma, usté, mi alma?— ¿Qué apetece el señor?—Chía, limón, horchata, piña, ¿qué toma, chula? ¿Qué quiere, niña?Y con su trabajo honrado, con aquel infatigable afán de contentar a todos,

con la limpieza de sus afectos y la amabilidad, su trato, hicieron un capital para vivir tranquilas.

Era una ciudad enteramente ascética la nuestra. Había veintitrés conventos de monjas: San Bernardo, San Jerónimo, Santa Inés, Santa Clara, Santa Isabel, Corpus Christi, Jesús María, la Encarnación, Santa Brígida, San Juan de la Pe-nitencia, La Concepción, Regina Coeli, San Lorenzo, San José de Gracia, la Nue-va Enseñanza, las Vicgracia, la Enseñanza Antigua, Santa Teresa la Antigua, las Hermanas de la Caridad, Santa Catalina, Capuchinas, Balvanera y, además, Santa Teresa la Nueva.

En la mayor parte de esos conventos eran notables las prácticas de la Sema-na Santa; los altares, los monumentos, los sermones, el pan de gloria, los dulces de Pascua, las palmas labradas y compuestas, los ejercicios cuaresmales y las pinturas y esculturas que se exhibían al público.

De órdenes religiosas sólo habían quedado los padres de San Fernando, de la Profesa (San Felipe Neri), y la Congregación de San Vicente de Paúl, pero los templos en que se ostentaba con todo el esplendor del lujo el monumento, eran la Catedral, Santo Domingo, la Profesa, la Encarnación, San Bernardo, Santa Clara, Santa Brígida, Capuchinas y Santa Catalina.

Eran tan concurridos los ejercicios piadosos, que en verdaderas romerías iba el pueblo a las parroquias de San Miguel, de Santa Catarina Mártir, de la Santa Veracruz, de San José, de Santa Ana, de la Soledad, de San Pablo, de Santa Ma-ría, de San Sebastián, de Santa Cruz Acallan, de Santo Tomás la Palma y de San

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Antonio de las Huertas, en busca de la cédula que acreditase el cumplimiento del precepto sagrado.

En las iglesias del centro, eran de verse los grupos de encantadoras polluelas, con las cabezas graciosamente cubiertas por el tápalo negro, esperando que el confesor las llamara por turno a depositar los secretos más íntimos.

¡Oh días hermosos de la juventud! ¡Cuando se ha recorrido un camino largo, sembrado de hojas secas, y en el cual nos sorprende el crepúsculo, damos un adiós triste a ese sol que se hunde para no reaparecer nunca!

Recuerdo confusamente las procesiones, pero no se borra de mi memoria la del Santo Entierro de Santo Domingo y del Señor de la Expiración, semejante a mu-chos Cristos que hay en Toledo y en Sevilla.

La procesión se efectuaba el Viernes Santo por la tarde. Llenábase de curio-sos la plazuela de Santo Domingo y todas las calles adyacentes; los balcones de la ex Aduana, los de las casas del portal y las azoteas, ofrecían un conjunto vis-toso, por la multitud que los llenaba desde las primeras horas de la tarde.

Escuchábanse los gritos populares: «A dos rosquillas y un mamón», «Un vaso de chicha fresca», «Nieve, nieve», y de pronto un rumor imponente era el anuncio de que la procesión comenzaba.

Iban apareciendo las imágenes, pero al salir de la capilla del Cristo de la Ex-piración, toda la gente se arrodillaba, reinaba profundo silencio, y de pronto se oía la voz del pregonero gritando:

«Hincándose de rodillas, rezando un credo delante de este divino Señor, se ganan ciento cincuenta días de indulgencia».

Y se rezaba el credo en voz alta en calles, casas, balcones, ventanas y azoteas, mientras pasaba el Cristo conducido en elegantes y sólidas andas por señores y jóvenes pertenecientes a las más distinguidas familias de la ciudad, y juro por mi ánima que es cierto, que cuando se cansaban, y el Cristo se ladeaba, y ellos pedían al sacristán que les relevaran, el sacristán les respondió con orgullo y desdeñosamente:

«Hagan lomo y no repelen los que cargan al Señor».Y pujando y sudando, sacaban fuerzas de flaqueza, y el crucifijo volvía a estar

derecho, y ellos seguían hasta la próxima esquina donde daban a otros la carga.

Recuerdos de vida ante la tragedia

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El Santo Entierro que todavía se conserva en Santo Domingo, representa el ca-dáver de Cristo, y salía en una vistosa urna de cristal, adornada con garzotas de colores y con prismas en que los rayos de la tarde producían los más variados cambiantes.

Seguía tras esa escultura, la de la Virgen de la Soledad, que forma la devo-ción del pueblo, y por donde pasaba le dirigían en voz alta, súplicas y plegarias que producían un rumor lastimero.

Desde la mañana del Jueves ya no circulaban carruajes; enmudecían las campanas, y la gran matraca de la Catedral sonaba anunciando las horas.

Era de tono regalar matracas de plata, labradas de filigranas, representando caprichosas figuras.

A propósito de esto, dice Marcos Arróniz,61 en un libro escrito algunos años antes de la época a que me refiero:

El Jueves Santo es un día en que México cobra una animación inusitada, pues que la mayor parte del año sólo se dejan ver las damas aristocráticas por las ven-tanillas de sus rápidos coches; pero ahora asoman su leve pie por entre el raso y terciopelo de sus ricos vestidos, y honran las calles de la ciudad. Visitan todos los sagrarios, que se hallan adornados con un esplendor propio del culto católico, y donde se ven pasajes y escenas de aquellos solemnes acontecimientos que se con-memoran. Grandes lienzos con cuadros de vida del Salvador, cubren las paredes; los altares están vestidos de duelo con velo morado, pero en el monumento apare-ce toda clase de adornos de oro, de cortinajes, de plantas y flores. La música, con acentos pausados y hermosos, da más prestigio al grandioso espectáculo. En la noche, se encienden y resplandecen con mil luces. En este día no se oye el rodar de los coches, el pisar de los caballos, ni el toque de las campanas, ni el redoble de los tambores; un silencio respetuoso reina en toda la ciudad.

61 Son pocas las noticias que tenemos sobre Marcos Arróniz, se sabe que nació en Orizaba, Vera-cruz, y murió en San Martín Texmelucan, Puebla, en 1858. Poeta del género romántico. Estudió en la Ciudad de México y colaboró en diversos periódicos. Fundó el Liceo Hidalgo. Conservador, militar de carrera durante los gobiernos de Antonio López de Santa Anna. Su muerte está envuelta en el misterio. Sus versos, que no llegaron a coleccionarse, se publicaron en la prensa de la época. Véase: Ángel Muñoz Fernández, Fichero bio-bibliográfico de la literatura mexicana del siglo XIX, Factoría Ediciones, México, 1995.

Sobre sus trabajos literarios se conoce El manual de viajeros en México, o compendio de la historia de la Ciudad de México, publicado en París, 1850, con el fin de satisfacer el enorme interés de un amplio público lector sobre la historia, desarrollo cultural, geografía, literatura, puntos de interés, servicios, usos y costumbres mexicanas.

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Era un México muy triste y muy atrasado el de aquellos tiempos. Para venir a la capital, los negociantes de los estados emprendían viajes de verdadero peli-gro, y alguno de estos viajeros, como los que venían de la frontera, necesitaban resguardarse con numerosas escoltas de mozos bien armados, que emprendían serios combates con los bandoleros esparcidos en los caminos.

La diligencia de Toluca era asaltada dos o tres veces en el Monte de las Cru-ces, y no se podía ir a veranear a los pueblos cercanos sin el temor de que en la noche menos pensada despojaran a la familia de todo cuanto llevaba.

Como dice el sabio Ignacio Ramírez, las campanas de las torres marcaban la distribución de la vida; nadie daba un paso sin que el director espiritual lo apro-bara o lo ordenara; se confiaba el triunfo económico al milagro del santo patro-no, y nadie soñaba en los prodigios que hoy vemos realizados por la evolución social dentro del medio apropiado y preparado juiciosamente.

Cualquiera que estudie nuestro pasado comprende los transcendentales traba-jos que hubieron de emprenderse para llevar a cabo la obra de la Reforma, y no hace muchos días tuve ocasión de leer un admirable trabajo sobre esto, escri-to por el senador, ex presidente del Congreso Panamericano, licenciado Genaro Raigosa,62 en que con toda la lógica positiva y con riquísimo caudal de observa-ciones y de reflexiones, expone de una manera real el cuadro biológico del anti-guo México, los errores económicos de sus prohombres, y deja ver con toda cla-ridad los beneficios de la Reforma.

62 Sobre Genaro Raigosa contamos con una breve descripción que nos ofrece Antonio Díaz Soto y Gama en su Historia del agrarismo en México: “Si queremos llegar a concreciones y análisis técnicos, nadie puede ilustrarnos mejor que el señor licenciado Genaro Raigosa, especialista que fue en la materia. Dicho letrado apoya su crítica sobre el latifundio mexicano, en esta consideración primor-dial: las bases fundamentales de toda industria, de toda empresa humana en lo económico, son dos: el superior aprovechamiento del medio natural, o físico, disponible y la mayor eficacia de la labor manual”, en Antonio Díaz Soto y Gama, Historia del agrarismo en México, prólogo y estudio biográfico por Pedro Castro, Ediciones Era/ UAM, Unidad Iztapalapa, México, 2002, p. 536.

Recuerdos de vida ante la tragedia

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En aquellos tiempos los odios políticos se revelaban el Sábado de Gloria, que-mando Judas que representaban personalidades prominentes y que ardían y re-ventaban en medio de los aplausos y del entusiasmo de sus enemigos.

El Sábado de Gloria era también notable, no sólo porque al sonar las diez la ciudad entera resucitaba y se oían por todas partes gritos de regocijo, sino por la entrada del pulque, en carros vistosamente compuestos, tirados por muías enjaezadas con cascabeles.

No es posible dar una idea de todo esto al que no lo ha visto. En el México actual, alumbrado por millares de focos eléctricos, lleno de tranvías, de teléfo-nos, de fonógrafos, de ferrocarriles, nadie se imagina lo que fueron en pasados tiempos estos días santos.

Todo pasa y todo cambia, pero hay algo como una sensación de frescura que vigoriza y conforta cuando todo lo ido se trae a la memoria por los que vivíamos entonces.

Todo ha cambiado felizmente, porque todo lo nuevo eclipsa y supera a lo an-tiguo, pero hay que exclamar con Jorge Manrique:

Cualquier tiempo pasado fue mejor

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DIENTE POR DIENTE

Episodio dE la guErra dE intErvEnción (años dE 1862 a 1867)63

Estaba en todo su vigor de encarnizamiento y de crueldades la guerra entre mexicanos y franceses.

Bazaine tenía como aliados a los austríacos, a los húngaros, a los belgas y a los argelinos.64

Estos últimos eran unos negros hercúleos, vestidos como los zuavos, pero con uniforme de color azul pálido con vivos amarillos.

Los niños de entonces nos quedábamos sorprendidos cuando por las calles veíamos aquellos soldados de rostro de ébano, en que resaltaba la blancura de los ojos y la de los dientes; aquellos cuerpos de elevada talla, arrogantes al ca-minar y quietos como gigantescas estatuas de bronce cuando estaban de cen-tinelas a la puerta de Palacio.

Las gentes del pueblo salían a los zaguanes de las casas de vecindad, cuan-do algún chicuelo gritaba con voz de terror: «¡Los negros! ¡Los negros!», y los miraban con una curiosidad indecible.

En Tamaulipas, en donde el coronel Dupin había cometido toda clase de excesos, contándose por centenares los fusilamientos, los incendios, las vio-laciones, los saqueos de casas y tiendas, los plagios de mujeres y niños y cuanto de cruel e inhumano puede concebirse, había un guerrillero liberal, valiente como un Cid, que era el que se batía sin tregua con aquella legión de demonios infernales que acaudillaba Dupin.65

Ese guerrillero era Pedro Méndez.66

63 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, op. cit., pp. 146-149.64 François Achille Bazaine (Versalles, 13 de febrero de 1811-Madrid, 23 de septiembre de 1888), mariscal de Francia. Sirvió en la guerra de Argelia, en la guerra de Crimea y en la Segunda Interven-ción francesa en México. Sin embargo, es más conocido por su fracaso como comandante en jefe del ejército del Rin y por haber contribuido a la derrota francesa en la guerra franco-prusiana de 1870.65 Coronel Charles Dupin, La Hiena de Tamaulipas, militar francés enviado por Napoleón III a orga-nizar las operaciones antiguerrilla durante la etapa del Imperio de Maximiliano.66 Pedro José Méndez Ortiz (1836-1866). Fue un general del estado mexicano de Tamaulipas. Ante el golpe de Estado del presidente Ignacio Comonfort, y el posterior desenlace de la guerra civil entre liberales y conservadores, Méndez siempre demostró lealtad al presidente Benito Juárez; murió por la República en 1866.

Recuerdos de vida ante la tragedia

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Y se vengaban el uno del otro, y tenían tales revanchas, que en cierta oca-sión Méndez enterró vivos a varios soldados de Dupin, dejando que a flor del suelo asomaran las cabezas.

Entonces provocó al jefe francés para que se viniera sobre aquel punto con el ímpetu que acostumbraba, y los cascos de los caballos rompieron, como dé-biles nueces, los cráneos de los prisioneros, mientras Pedro Méndez se alejaba satisfecho de su obra.

Dupin tenía por brazo derecho al capitán Margueritte, y Pedro Méndez al ca-pitán Amador.

Cierta noche Margueritte sorprendió a Amador, lo derrotó completamente, lo hizo prisionero, lo colgó de un árbol y lo fusiló colgado, alejándose en segui-da de aquel punto.

Todo indicaba que Amador estaba muerto, pero Méndez, que a las pocas horas fue a verlo, encontró que vivía, merced a una bala que le perforó el cue-llo abajo de la tráquea, abriendo una oquedad, por donde, sin saberlo aquel infeliz, siguió respirando.

Lleváronlo para curarlo, y con grandes atenciones y remedios de hierbas quedó listo a los pocos meses; volvió a batirse como siempre, y una noche sorprendió en un baile a Margueritte y lo hizo prisionero con todos sus ar-gelinos.

—Le confieso a usted, señor don Guillermo (le decía Amador a mi buen ami-go don Guillermo de Landa y Escandón, que me ha referido estos hechos), que me dio lástima pasar por las armas a todos aquellos gigantes, tan valientes y tan bien formados, y sólo perdoné a uno de dieciocho años para que viniera a México a dar a Bazaine la noticia.

— ¿Y qué hizo usted con el capitán Margueritte?—A ése lo fusilé, mandando yo personalmente la ejecución; le di un tiro

de gracia; después, con una gran piedra le estuve machacando la cabeza, hasta dejarla como tortilla; en seguida mandé llamar al cirujano de mayor fama en aquellos contornos, y le dije: «Le doy a usted cinco horas de plazo para que saque, lo más completa posible y me la entregue, la piel de este hombre».

—Y venga usted a ver, señor don Guillermo, aquí la tengo muy bien cuidada y en muy buen sitio.

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Y Amador condujo a Landa a su recámara y alzó de junto a la cama un am-plio tapete de paño rojo, sobre el cual estaba extendida y ajustada la piel del capitán Margueritte.

—¡Qué lástima –agregó Amador– que le hubiera yo desbaratado la cabeza y la cara, pues tenía muy buena cabellera rubia y un bigote muy espeso!

Así eran las venganzas de entonces y así eran de crueles y desalmados algunos guerrilleros.

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UNA ANÉCDOTA PATRIÓTICA DEL ACTUAL ARZOBISPO DE MÉXICO67

En tiempo del Imperio, cuando por las calles de la ciudad sólo se veían soldados franceses, argelinos, austríacos, egipcios y belgas, era Prebendado de la Cate-dral y Rector del Nacional Colegio de San Juan de Letrán el actual arzobispo de México, don Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera,68 que hoy, 19 de marzo de 1907, cumple cincuenta y dos años de su canta misa.

El Colegio de San Juan de Letrán tenía hermosa historia. En el terreno que ocupaba en el año de 1529, el guardián de San Francisco fundó una escuela de primeras letras para los indios, y fue primer maestro el angelical lego Fray Pe-dro de Gante.

Don Antonio de Mendoza, primer virrey de México, dio su amparo a aque-lla escuela, y con la protección del Gobierno de España, fue progresando de tal suerte que se le concedieron rentas y privilegios, y el 18 de agosto de 1548 pre-vino una real cédula que «en el repartimiento perpetuo que se había de hacer tu-viese respecto a dejar y señalar alguna renta para hacer y acabar el dicho colegio y para que pudiera permanecer y sustentarse».

67 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, op. cit., pp. 114-119.68 Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera (1825-1908). “Don Próspero inició sus estu-dios eclesiásticos en el Seminario Conciliar de México. Consiguió el título de licenciado en filosofía en 1846 y el de doctor en teología en 1856. En 1855 el arzobispo Lázaro de la Garza y Ballesteros nombró a don Próspero cura de la Parroquia de Santa Ana en Querétaro. A partir de 1864 y hasta 1891 trabajó en la Catedral de México ejerciendo diferentes cargos.

”León XIII nombró a Próspero María Alarcón arzobispo de México el 17 de diciembre de 1891, casi un año después de la muerte de Mons. Pelagio Antonio de Labastida. Fue consagrado en la Catedral el 7 de febrero de 1892 por Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí.

”Desde los primeros años de su gobierno, el arzobispo se dedicó a organizar y hacer mejoras al Seminario: aumentó el sueldo de los profesores, otorgó becas a estudiantes de escasos recursos y contrató a los más sabios sacerdotes para que dieran las cátedras. Durante los años siguientes res-tauró conventos, abrió escuelas primarias, instituyó un nuevo seminario en Valle de Bravo, ayudó a mejorar el funcionamiento de las parroquias y sacó al gobierno eclesiástico de la bancarrota que había dejado Mons. Labastida.

”En 1895 el arzobispo de México convocó al V Concilio Provincial Mexicano que se llevó a cabo del 23 de agosto al 1.º de noviembre y en 1898 asistió al Concilio Plenario que convocó el Papa León XIII para los obispos de América Latina, en Roma. Monseñor Alarcón continuó con las obras de restau-ración de la antigua Basílica y tuvo la dicha de coronar a la Virgen de Guadalupe el 12 de octubre de 1895, en presencia del episcopado mexicano, de prelados extranjeros y de cientos de fieles.

”El arzobispo de México falleció el 29 de marzo de 1908, después de una larga enfermedad en las vías respiratorias”, “Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera” en Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México. (Consultado el 1.º de septiembre de 2014).

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Primeramente enseñaba allí a los naturales la doctrina, y más tarde se con-virtió en lo que hoy llamaríamos Escuela Normal de Profesores, pues la cédula del 8 de septiembre de 1557 dio constituciones al colegio, y a las claras hizo ver que tenía por principal objeto instruir maestros que fueran luego a establecer colegios en todos los departamentos de la Nueva España.

La Nacional y Pontificia Universidad establecida donde hoy está el Conserva-torio Nacional de Música y Declamación, quiso encargarse de dicho colegio y dar-le un edificio propio; pero se encontró con la oposición firme del Ayuntamiento.

La escuela fue empobreciendo a tal grado, que para lograr recursos se dispuso que sus alumnos, imitando a los niños del Hospicio de pobres, asistieran a los en-tierros por paga, lo cual no dio el resultado apetecido, y siguió decayendo, hasta en-contrarla en ruinas don Ambrosio Llanos Valdés, que fue nombrado rector en 1770.

El señor Llanos Valdés era progresista y abolió la costumbre de la asistencia a los entierros; buscó de mil modos la manera de que ingresaran alumnos; formó un vasto programa de enseñanza e hizo progresar, no sólo moral, sino materialmen-te, el colegio, ensanchándole y haciéndolo simpático a todas las clases sociales.

En la época del Imperio de Maximiliano, estaba declarado como Escuela es-pecial de Filosofía y se regía por la ley y reglamento del 27 de diciembre de 1865.

Los lateranenses sentían orgullo de haber tenido en tiempos anteriores ca-maradas como Altamirano, Chavero, Manuel M. Flores, Juan y Manuel Mateos, Juan Díaz Covarrubias, Marcos Arróniz, Florencio M. del Castillo y otros muchos que, bajo el rectorado de Lacunza, se habían distinguido por liberales, y para no desmentir esos antecedentes, se dirigieron al rector, don Próspero María Alarcón, a fin de que les permitiera celebrar el glorioso aniversario del 5 de mayo.

El señor Alarcón les hizo ver que en el mismo colegio estaba alojado un des-tacamento de gendarmes franceses, del cuerpo que mandaba el barón Thindall; pero después de admirar su sincero patriotismo, les concedió que conmemora-ran dicho aniversario en un salón interior, a fin de no dar escándalo.

Los colegiales sabían que el señor Alarcón, cuando se había mandado al ca-bildo metropolitano una acta de adhesión al Imperio, para que la firmasen los canónigos, había dicho, y así lo expresó por escrito, que él reconocía como Sobe-rano al Sumo Pontífice; pero que para su patria deseaba un gobernante mexica-no, y que por esto no firmaría aquella acta. Trataron los jóvenes de arreglar un salón interior; pero era obscuro y frío, y volvieron a ver al señor Alarcón, para que les permitiera hacer su fiesta en uno de los salones más importantes.

—Pues escojan el que más les guste –les respondió aplaudiendo su entusiasmo.No se conformaron con esta segunda concesión los estudiantes, y volvieron

todos juntos a suplicar a su director que les hiciera la honra de presidir la fiesta.

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Mucho discutió con ellos el señor Alarcón, pero al fin les dijo sonriendo:—Bueno; pues yo iré a presidir, suceda lo que suceda.¿Y qué sucedió? Que en la ocasión en que se efectuó la velada, cuando ya había

leído unos versos patrióticos muy ardientes el alumno Francisco Montano Ramiro, hoy diputado, y otros [como] Enrique Sánchez, recibiendo los atronadores aplausos de sus compañeros, entre los que descollaban Jesús Zeñil, hoy ministro plenipoten-ciario de México en Viena; Valentín Canalizo, hoy magistrado; Manuel F. Villarreal, hoy secretario de una sala del Supremo Tribunal y tesorero de la Sociedad de Geo-grafía y Estadística; Manuel Cruzado, hoy juez; Carlos Sánchez Mejorada y Emilio Monroy, reputados jurisconsultos, Benjamín Bonilla, Francisco Hermosillo, Refugio López, M. Mendiola, y acaso de los profesores, Teófilo Fonseca, José María Cos y Rafael Ángel de la Peña, el eminente hablista y amado maestro mío, se oyeron fuer-tes golpes en las puertas del colegio, que se habían cerrado para efectuar la velada.

Acudieron a ver quién llamaba con tanto imperio, y se vio que era el destaca-mento de gendarmes franceses que volvía de la retreta.

Negáronse a abrir los estudiantes, y no lograron los franceses entrar hasta que concluyó la velada.

Informóse el jefe de la causa por lo cual les habían detenido en la calle, y al saber que era porque los estudiantes estaban conmemorando la derrota del ejér-cito francés en Puebla, se quejaron con el mariscal Bazaine; éste fue a querellar-se con el Emperador, y cuentan que por ese motivo se suprimió el internado, y a poco se cerró el colegio.

El señor Alarcón, con gran entereza, y sin faltar nunca a sus deberes sacer-dotales, jamás negó su amor a la patria y a la República.

No extrañe a nadie que al triunfar don Benito Juárez, en 1867, le enviara a su hijo Benito para que le enseñara latín y filosofía.

El arzobispo de México es, por estos antecedentes, simpático a todos los par-tidos políticos de su patria.

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LOS HERMANOS VALLETO69

Los distinguidos y reputados artistas fotógrafos Julio, Guillermo y Ricardo Va-lleto nacieron en la Ciudad de México. Son hijos de don Miguel Valleto y de doña Teresa Herrera, originaria de Veracruz. Don Miguel perteneció a una familia de abolengo, muy acomodada y muy conocida en la alta sociedad española, y se separó muy joven del hogar paterno, consagrándose al teatro, al lado de mag-níficos actores.

De arrogante apostura, pulcro en el hablar, elegantísimo en el vestir, muy ilustrado e inteligente, de modales de extremada finura, fue en todas partes reci-bido en los más altos y cultos centros sociales, sin que para ello fuera obstáculo la circunstancia de ejercer la carrera dramática, porque era de aquellos caballe-ros sin tacha que lo mismo honran y enaltecen la escena como el estrado, donde se les escucha con respeto y con cariño.

El erudito escritor García Cubas encomió a don Miguel en su obra El libro de mis recuerdos,70 y no es el único, pues cuantos han tratado de los artistas de otras épocas le tributan, como a nuestra compatriota Soledad Cordero, justas alabanzas a su genio y a sus virtudes.

El Apuntador, periódico teatral de aquellos tiempos, le retrataba diciendo:

El señor Valleto es bien formado; tiene una fisonomía expresiva, ojos vivos, buena acción y modales muy finos en la escena y fuera de ella. Su porte es aristocrático, su trato caballeresco y arreglada y moral su conducta, circunstancias que le ha-cen muy estimable en la sociedad, tanto como su mérito en el teatro. En el género serio tiene sensibilidad, fuego, nobleza y dignidad.

Era un gran intérprete de las obras de Bretón de los Herreros, y en la vida social sus amigos fueron siempre los jóvenes mejor educados y más elegantes de la sociedad mexicana. Como padre de familia distinguióse por el empeño sin tregua que puso en la educación e instrucción de sus hijos.

El galano y elegante escritor Enrique de Olavarría y Ferrari, a quien fraternal-mente queremos, encomia al señor Valleto en su erudita y valiosísima Historia

Recuerdos de vida ante la tragedia

69 J.D. Peza, Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticas e históricas, op. cit., pp. 155-162.70 Véase: Antonio García Cubas, El libro de mis recuerdos. Narraciones anecdóticas y de costumbres mexicanas anteriores al actual estado social, Imprenta de Arturo García Cubas, hermanos sucesores, México, 1904.

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del Teatro,71 obra que reclama ser continuada, por ser única en su género, y de un mérito extraordinario.

Don Miguel Valleto vivió algún tiempo en Veracruz, donde nació su primogé-nito, que lleva su mismo nombre, y que desde 1876 sirve con eficacia y exacti-tud ejemplares, en la aduana de aquel puerto.

Vino después a radicarse a México, ocupando la casa de la esquina del Coli-seo y San Francisco (donde hoy está el hotel de San Carlos), y allí vieron la luz sus hijos Julio, Guillermo, Ricardo, Concepción y Teresa.

Julio, muy dedicado desde niño a los estudios de física y química, se consa-gró al arte fotográfico y se puso a trabajar para el público, en el año de 1861, en un taller establecido en la calle de Vergara, número 7.

Más tarde, surgió la afición de sus hermanos, quienes primero por ayu-darle y después por haberle cobrado amor a la profesión, trabajaron con él, dando desde entonces los tres hermanos, ejemplo de unión fraternal que, en nuestro concepto, ha sido el secreto del progreso, de la estabilidad y del cré-dito de su casa.

En breve tiempo fueron tan estimados sus trabajos, que ante su cámara os-cura acudieron a situarse para ser retratados los más distinguidos personajes de aquella época, toda fausto y toda esplendores, porque se ensayaba en México la forma monárquica, y el Gobierno y la sociedad imitaban el lujo de la corte de Napoleón III.

El infortunado Maximiliano, como ya lo hemos dicho en otro artículo, intentó ir a retratarse con los hermanos Valleto, y se lo impidió una enfermedad, y un año después, el mismo mes, en el mismo día y a la misma hora, el presidente Juárez, fue a retratarse, habiendo exclamado cuando supo esta coincidencia: «Así es el mundo».

71 Enrique de Olavarría y Ferrari es considerado el primer español que realizó una contribución notable en la escritura de la historia de la cultura mexicana y que adoptó la nacionalidad mexicana al identificarse con el proyecto liberal de Ignacio M. Altamirano, Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto, entre otros.

Olavarría es conocido por su participación en México a través de los siglos, obra coordinada por Vicente Riva Palacio, donde escribió el cuarto tomo (Historia de México independiente). De igual ma-nera, Olavarría incursionó en la historia cultural, sobresaliendo obras como: la Reseña histórica del teatro en México 1538-1911 (1895), publicada por entregas de 1880 a 1884; la Reseña histórica de la Sociedad de Geografía y Estadística (1891), la Reseña histórica del Colegio de San Ignacio de Loyola (Vizcaínas) (1889), entre otras.

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Derribado el Imperio, los generales republicanos vencedores, los diputados, magis-trados y empleados de alta categoría, etc., acudieron espontáneamente también a ponerse delante de las máquinas que habían reproducido a mariscales de Francia, generales austríacos, franceses y belgas; al príncipe Kevenhuller, al conde de Bom-belles, a las damas de la Emperatriz y a las más distinguidas señoras de México.

Las dignidades de la Iglesia, las eminencias del foro, de la banca, de la tribu-na y de la cátedra; los desposados más notables en todas las épocas, han ido a ese taller tradicional, y por esto, cuando alguien que ha envejecido en México, observa y revisa aquellos archivos mirando negativas o tarjetas, surgen a sus ojos seres, cuadros, trajes, cosas de tiempos que huyeron, y que allí se codean y se confunden con lo nuevo, con lo moderno, con lo que priva en la actualidad, como lo más refinado en el arte.

Los hermanos Valleto siempre han estado al corriente de todas las mejoras en su ramo, y nadie desconoce que ellos han sido los introductores de dichas mejoras en nuestro país, y que han llamado siempre la atención con sus no-vedades artísticas.

En 1871 trasladaron su taller a la primera de San Francisco, 11, y treinta años más tarde, en 1901, a la segunda de San Francisco, 2. Es decir, han traba-jado sin cesar cuarenta y un años, y en ese tiempo han desfilado delante de sus cámaras oscuras, más de 90 000 personas.

Julio se consagra en el trabajo a la parte química; Ricardo a los trabajos al carbón y a las positivas, y Guillermo al decorado, a la posición, a las actitudes, al conjunto estético de cada obra.

Sus estudios de arte han sido perfeccionados en Europa. Julio Valleto estu-vo en París al lado del gran maestro veneciano, ingeniero fotógrafo Montalti, que acompañó al inmortal Lesseps a los trabajos de apertura del canal de Suez, y además estudió en Viena con Heder, en Berlín con Kleffer, en Budapest con el profesor Khloller.

Guillermo, después de trabajar al lado del profesor Biber, de Berlín, que era el fotógrafo del emperador de Alemania, y su taller reputado como el de mayor fama y valía, estudió en Ámsterdam (Holanda), en Viena y en Bruselas.

Ricardo, discípulo también del afamado Montalti, aprendió a trabajar al car-bón en Inglaterra e hizo diversos estudios en París y Alemania.

Los tres hermanos, durante esos estudios, trabajaban confundidos con los obreros de cada país, y observaban la manera más eficaz para obtener buenos resultados.

En los Estados Unidos visitaron magníficos talleres, y tanto allí como en Eu-ropa, han alcanzado en las exposiciones altas y merecidas recompensas, siendo

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ellos los primeros artistas mexicanos que obtuvieron en fotografía premios en los certámenes de Europa.

En la Exposición Universal de París de 1900, sacaron la medalla de oro, y en la Exposición también Universal de Saint Louis Missouri, en 1904, obtuvieron el gran premio.

Acostumbrados desde niños a la vida elegante, lo revelan en todo lo que les ro-dea, así en sus salones, como en su atelier, que es un modelo de orden y de lujo.

Han vivido trabajando, y su gloria estriba en honrar a la patria en el extran-jero, y en satisfacer las exigencias de un público que acude en su busca sin ser llamado con reclames a la usanza moderna.

Han visto desfilar delante de sus máquinas a niñas que hoy son jóvenes, a jóvenes que hoy son matronas, a matronas que ya son ancianas.

Un día, frente a esa máquina, colocaron a mi nieto, y yo le decía sin que me entendiese:

—En ese mismo lugar se ha retratado tu padre.—¿Sí?—Y tu abuelo.—¿Sí?—Y tu bisabuelo. ¡Ah! ¡Y cuántos pueden decir lo mismo!Niñitas que allí se retrataron atadas con un cordón de seda sobre una silla y con

el biberón en la mano, llevan hoy a sus hijas a que las fotografíen de igual manera.Pero los procedimientos han cambiado, hoy todo tiene mayor realce, más

gusto, más mérito artístico. La ciencia ha progresado mucho, y pronto, muy pronto acaso, se descubrirá la fotografía con colores.

¡Qué desgracia para aquellos que tenemos el cabello blanco!En cambio, qué alegría para los de mejillas sonrosadas y cabellos rubios.Esos verán lo que a muchos ha de escondernos la obscuridad del sepulcro.Y al pensar en nosotros los que todavía amen nuestro recuerdo, si alguno lo con-

serva, nos conocerán en retrato, y al ver la marca «Valleto Hermanos», dirán: «Está hablando»; porque sin ofender a nadie, los retratos hechos por ellos, viven y hablan.

Los tres hermanos son de esos artistas que observan doble culto: al arte, en sus más brillantes manifestaciones, y a la patria, a la sociedad y a la familia, en todo lo que tienen de sagrado y de adorable.72

72 Sobre el trabajo de los hermanos Valleto, véase el interesante estudio realizado por la historiadora Claudia Álvarez: Claudia Álvarez Negrete, Valleto hermanos. Fotógrafos mexicanos de entre siglos, prólogo de Aurelio de los Reyes, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, México, 2006.

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ENTRADA DE MAXIMILIANO EN MÉXICO

— Entusiasta rEcEpción. — JuárEz y castElar.73

En un balcón de la calle de San Francisco, al lado de Juan Cordero, hoy aboga-do, poeta, literato y autor de conocidos y comentados estudios sobre la música, presencié el domingo 21 de junio de 1864 la solemne entrada de Maximiliano y Carlota en la Ciudad de México.

Juan Cordero tendría entonces la misma edad que yo, más o menos doce años; así es que estábamos embobados con el espectáculo y sin que todavía pu-diéramos dar una opinión sobre la conveniencia, importancia y trascendencia de aquel memorable suceso.

Ya he dicho a los que no lo saben, y éstos han de ser muy pocos, que mi fa-milia era conservadora y monárquica (yo fui la excepción en mi linaje, por liberal y republicano), y en consecuencia, aquellos días que a mis ojos pasaban con su ruido y sus fiestas, como los actos de una grandiosa comedia de magia, han de haber sido de satisfacción para mi casa.

Voy a contar lo que vi tal como lo vi, y lo que escuché tal como lo recuerdo, y téngase en cuenta que no es flaca mi memoria, ni las impresiones de la niñez, cuando revisten la magnitud de la que ahora traigo a cuento, se borran con el transcurso de los años.

Grandes eran los preparativos para recibir a los archiduques que debían de ocu-par el trono que tan funesto fue para Iturbide.

Desde que llegaron al valle de México, se nombraron las comisiones para el arreglo de la recepción en la villa de Guadalupe, y las dividieron en: de com-postura de calles y paseos, construcción de arcos; orquestas y músicas mili-tares; adorno de la Colegiata de Guadalupe; tribunas para los jefes, ministros, empleados y personajes del ejército francés; tribuna de señoras, colocación de las autoridades, fuegos artificiales, función de teatro, arreglo del baile en Mi-nería, poesías, iluminación, arreglo de la Hacienda de la Teja, mesa de Palacio,

Recuerdos de vida ante la tragedia

73 Juan de Dios Peza, Epopeyas de mi patria. Benito Juárez. La Reforma. La intervención francesa. El Imperio. El triunfo de la República. Memorias de Juan de Dios Peza, J. Ballesca y sucesores editores, México, 1901, pp. 159-178.

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adorno del tramo de la Catedral a Palacio, y comisión de señoras para el arco de flores.

El Ayuntamiento de México había convocado postores para la construcción de galerías con asientos en gradas y palcos, que pudieran ser ocupados por las personas que concurrieran a presenciar la entrada, en todo el tramo compren-dido desde el puente de San Francisco hasta el edificio del Hospicio de Pobres, en la parte que mira al sur; pero cuatro días antes de la entrada, el orden de ella cambió, según lo anunció la prefectura política de México.

Según ese anuncio, los archiduques llegarían a Ayotla, de donde, tornándose por entre los dos lagos y siguiendo hasta el puente de Santa Cruz, vendrían por los llanos de Aragón hasta llegar a Guadalupe, en la tarde del 11.

El día 12 saldrían de Guadalupe a las ocho de la mañana, con la comitiva se-ñalada al efecto; en la estación del camino de fierro (estaba en la plazuela de Vi-llamil), el prefecto entregaría a Maximiliano las llaves de la ciudad, y seguiría por las calles del Puente de la Mariscala, San Andrés, Vergara, 2.a y 3.a de San Fran-cisco y 2.a y 1.a de Plateros, hasta Catedral, donde sería cantado el “Tedéum”, saliendo después para Palacio, donde al entrar se izaría el pabellón mexicano, seguirían las felicitaciones y se disolvería la comitiva.

Recuerdo que el cambio de ruta obligó a trasladar al Puente de la Mariscala y San Andrés los arcos que levantaron en el paseo (hoy calle de Bucareli), y en el Puente de la Mariscala.

Desde la mañana del 11 salieron por la garita de San Lázaro más de doscientos carruajes de la aristocracia, todos con los cocheros de gran librea y luciendo en la portezuela los desempolvados escudos nobiliarios que recordaban el rancio abolengo y la azul prosapia de sus señores.

En briosos caballos y vistiendo el traje nacional, con los anchos sombre-ros bordados, las calzoneras con ricas botonaduras, las sillas vaqueras con cabeza y teja de plata repujada: vistosas espuelas de Amozoc, costosos va-querillos y hermosos sarapes de Saltillo, puestos sobre los tientos de la silla, los jóvenes de las altas clases invadían los llanos de Aragón, hasta encontrar a los viajeros.

Las señoras iban en carruajes descubiertos y con banderas tricolores en las manos, y en coches reservados las comisiones y los caballeros par-ticulares.

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La villa de Guadalupe estaba llena de curiosos, y a las dos de la tarde el es-tampido del cañón anunció que los antiguos huéspedes del castillo de Miramar llegaban al pie de la colina del Tepeyac.

Allí se presentaron el prefecto político del primer Departamento del Imperio, el prefecto municipal de la gran Ciudad de México, el ayuntamiento, el arzobis-po, las autoridades, el ministro de Francia, el general Bazaine, el general barón Neigre, y algunos mexicanos que entonces eran prominentes.

Los archiduques se dirigieron a la Colegiata, después de escuchar fatigosos discursos, acompañándoles una comitiva compuesta de una música de indios de Azcapotzalco, el Colegio de Infantes, con cruz y ciriales, los maceros del ayun-tamiento, el arzobispo Munguía, los canónigos, batidores y el cabildo, de palio.

Detrás de todos ellos iban Maximiliano, de frac y pantalón negros, y su joven consorte, con vestido de gro azul y una sencilla toca en la cabeza.

Junto a ellos iba el arzobispo de México, los generales Bazaine y Neigre y otros personajes.

Detrás de todos, los individuos que llamaron «de las banderitas»; los elegan-tes jinetes de que he hablado, los carruajes de las señoras y la multitud impe-tuosa e insubordinada.

Uno de los concurrentes, dice la crónica de aquel suceso, al ver a los em-peradores empujados por el gentío, gritó: «Cuidado, señores, que molestan a nuestros monarcas», y la Emperatriz, con voz dulce, dijo: «Nadie nos mo-lesta, sino que nos complacen». En la Colegiata se celebró un breve acto re-ligioso, y en seguida llevaron a los archiduques a la casa que se les tenía preparada, y que pertenecía a dicho templo. Allí recibieron privadamente a varias personas.

En medio de aquel inmenso griterío de curiosos, nadie recordaba que la bandera de la República iba en manos de Juárez, bañada por el sol de la espe-ranza, y que a alguna distancia de la casa en que Maximiliano se hospedaba, los guerrilleros defensores de la Constitución y de la integridad de la patria, lo miraban todo desde las cimas del Ajusco y juraban sobre sus espadas vengar el honor ultrajado, a costa de todos los sacrificios posibles.

Con esos guerrilleros, que se llamaban Aureliano Rivera, Vicente Riva Pala-cio, Rosalío Flores, Nicolás Romero, estaban los firmes defensores de la Cons-titución de 1857, encarnada en Juárez, y desde aquel instante sabían que su

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baluarte era la roca, su mejor amigo un caballo, su inseparable compañero un rifle, su misión luchar hasta vencer o morir, y su ilusión única la bandera trico-lor con el águila libre y sin corona.

—¡Qué pueblo tan dócil, tan galante y tan agradecido! –exclamó Maximiliano en el balcón de su alojamiento, fascinado por el engañoso ruido de aquella multitud pérfida que lo mareaba con sus gritos.

No veía el infeliz soñador de treinta y dos años, que detrás de aquella ruidosa algarabía estaban la perfidia de Napoleón III, la firmeza inmortal de Juárez y un trágico desenlace que asombraría a todos los pueblos de Europa.

Dicen las crónicas de entonces, que pasaban de siete mil indios los que se reunieron para vitorear a los archiduques con el entusiasmo más puro y since-ro; pero esos no eran los indios de la talla de Morelos, Ramírez, Altamirano y Juárez, eran esos humildísimos pobladores de nuestras montañas vecinas, que pecan de humildes, de abyectos y de curiosos.

El conde de Keratry dice, refiriéndose a ellos:

A la voz del clero, que creía que al pasar Maximiliano por la capital de los Estados Pontificios, había asegurado una resolución favorable a sus injustas pretensio-nes, los “indios” se habían levantado en masa, llenos de abnegación, pero aten-tos, ávidos de que cayese de los labios imperiales una promesa de libertad y de rehabilitación; pero se volvieron desesperados a sus pobres ranchos.

El día 12, con la impaciencia de la niñez, esperábamos en el balcón, desde muy temprano, ver pasar a los que por todas partes llamaban los soberanos, los em-peradores, los monarcas, los árbitros de los destinos de nuestra tierra.

Ya nos habían maravillado los arcos dorados que adornaban cada una de las tres puertas de Palacio, y el arco de orden romano levantado en la Plaza de Ar-mas, poco antes de entrar a la 1.a calle de Plateros. Ese arco tenía cuatro colum-nas de grandes proporciones, y en los intercolumnios las alegorías, en relieve, de las ciencias y las artes. Sobre el cornisamiento había un friso, donde estaban representadas, en bajo relieve, la comisión de Miramar y la Junta de Notables,

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y sobre el friso se destacaba la estatua de Maximiliano, de tres y media varas de altura, teniendo a la derecha una figura que representaba la Equidad y a la iz-quierda, otra, emblema de la Justicia.

Dos reputados escultores de la Academia, Calvo y Sojo, habían dirigido y eje-cutado en gran parte la obra, y el escritor y poeta español, don Niceto de Zama-cois, compuso los dos dísticos que se veían en el arco.74

En la bocacalle de la Palma y de la Alcaicería se levantaba un arco rústi-co, erigido por los potosinos; frente al Teatro Nacional, en medio de la calle de Vergara, se alzaba una glorieta con esta inscripción: «Departamento de Gua-najuato»; otro arco, al entrar a la calle de San Andrés, era el de Zacatecas, y al llegar a Betlemitas se alzaba otro de estilo gótico-ojivo, que llamaban Arco de las Flores.

En todos ellos había dísticos, cuartetas, décimas y octavas.En la esquina de la Mariscala, y mirando hacia Villamil, se erguía gigantesco

el Arco de la Paz, de orden compuesto, teniendo al frente los bustos de Napoleón III y Eugenia; por otro lado, los de Maximiliano y Carlota; sobre los pedestales, las alegorías de las artes, del comercio, de la música y de la agricultura, y en el cornisamiento, los nombres de Bazaine, Márquez, José Hidalgo, padre Miranda, general Salas, arzobispo Labastida, Robles Pezuela, Saliguay, Almonte, Forey, Gutiérrez Estrada y Tomás Mejía.

En la calle del Espíritu Santo se levantaba un arco que costearon varios ve-cinos de Tlaxcala, y que era de orden gótico.

Los principales edificios estaban lujosamente compuestos y adornados.A las diez menos cuarto, una salva de ciento un cañonazos, el repique a vue-

lo en todas las torres y el ruido de los cohetes anunciaron que los archiduques habían llegado a la plazuela de Villamil, en el ferrocarril de la Villa, siendo reci-bidos por el Ayuntamiento.

Recuerdos de vida ante la tragedia

74 Niceto de Zamacois fue un periodista y escritor español. En México dirigió el periódico conser-vador La Espada de don Simplicio (1855-1856). Durante el periodo de la intervención francesa y el establecimiento del Segundo Imperio mexicano, fue jefe de redacción de los periódicos imperiales El Cronista de Méjico y La sociedad mercantil. Véase: Humberto Musacchio, Gran Diccionario Enciclopé-dico de México, t. IV, Visual, México, 1989, p. 221.

En este sentido un estudio de la maestra Judith de la Torre Rendón nos señala que buena parte de la producción poética y periodística de Zamacois correspondiente a este periodo histórico fue publicada en los periódicos imperiales que él dirigió, encontrándose ahí los versos del recibimiento de Maximiliano en la Ciudad de México. Véase: Judith de la Torre Rendón, “Niceto de Zamacois”, en Antonia Pi-Suñer Llorens (coord.), En busca de un discurso integrador de la nación 1848-1884, en Juan Antonio Ortega y Medina y Rosa Camelo, coordinación general, Historiografía mexicana, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, México, 2011, pp. 552-553.

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Allí subieron en una carretela tirada por seis caballos, y se dirigieron por las calles determinadas en el programa, hacia la Catedral Metropolitana. Juan Cor-dero, su hermano Alberto y yo, los vimos perfectamente cuando pasaron ante nosotros; Maximiliano vestía de gran uniforme de almirante, lleno de bordados, luciendo al cuello el toisón de oro, y su esposa traje de gro negro con listas blan-cas y azules, y un sombrero con ricas plumas.

Por todas partes se oía elogiar la gallarda presencia del Archiduque, su ele-gancia, su barba rubia, su cortesía para saludar, y sobre todo sus ojos azules, que dieron lugar a unos graciosos versos de Guillermo Prieto, que fueron prohi-bidos por las autoridades.75

Delante de la carretela de los archiduques, iban los miembros del Ayunta-miento, con gran uniforme los dos prefectos; el conde Zichy, la princesa de Me-tternicli y la condesa de Collonitz, en carruajes abiertos, y cerraban la marcha, un cuerpo de policía de a caballo, otro de a pie, la artillería imperial francesa y los grupos del pueblo con vítores, músicas y banderas.

En frente del Colegio de Minería se detuvo la comitiva y una niña leyó unos versos; en Catedral bajaron del carruaje los archiduques, y les recibieron, debajo del palio, el arzobispo de México y los miembros del venerable Cabildo, menos el canónigo Alarcón, actual arzobispo de la metrópoli.

Cuentan que el señor Labastida,76 regente del Imperio, envió al Cabildo para que todos la firmaran, un acta de adhesión a los Emperadores, y que el señor Alarcón puso esta nota: «Como sacerdote, reconozco por Jefe Supremo al Pontí-fice de Roma; como mexicano, deseo para mi país un gobernante republicano y que sea mexicano».

Acaso a este rasgo de entereza se debió que al triunfo de la República, el ilus-tre Juárez confiara al entonces canónigo la enseñanza de su hijo Benito.

En la puerta de la Catedral había un arco tejido con flores encarnadas, blancas y amarillas, construido en Xochimilco. Se cantó el “Tedéum”, y de allí se fue-ron los archiduques a Palacio a recibir las felicitaciones de rigor en esos casos.

75 No fue posible rastrear el texto de Guillermo Prieto que Peza señala en su ensayo. Sin embargo, fue posible localizar el fragmento de los ojos azules en un estudio sobre Emilio Carballido. Véase: Jaqueline E. Bixler, Convention and transgression. The theatre of Emilio Carballido, Associated Uni-versity Presses, Cranbury, 1997, p. 157. 76 Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos (1816-1891). Arzobispo y segundo regente de México.

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Allí aconteció lo que en un romance publicado en la Lira de la Patria he des-crito en otra ocasión.77

Al general Tomás Mejía, indio puro, no acostumbrado a fórmulas cortesa-nas, ni siquiera a vestir el gran uniforme de gala, le nombraron para que en re-presentación del ejército le hablara a Maximiliano. Le escribieron un discurso que se había de aprender de memoria, pero él no quiso aprenderlo, y al desem-peñar su comisión, se turbó al principio; repitió dos o tres veces la palabra «Ma-jestad», y dijo, arrojando al suelo el papel en que estaba dicho discurso: «Señor: yo no sé decir lo que otros han pensado por mí; no sé hablar; soy un soldado dispuesto a luchar por usted; y le juro que si la desgracia nos empujare algún día juntos a la muerte, sabré morir por usted, y así se lo prometo sin hipocre-sía ni doblez…».

Se quedó mudo, trémulo, con la voz ahogada por la emoción y los ojos llenos de lágrimas.

Maximiliano bajó del trono, y muy conmovido dio un estrecho abrazo al indio que así le expresara sus sentimientos.

Fue el mejor discurso del día, y el mundo entero vio más tarde cómo supo aquel hombre cumplir su palabra.

Entre los edificios que estaban mejor adornados, recuerdo el de la Legación fran-cesa, en la calle de Vergara, y el del Club alemán, en la 3.ª de San Francisco.

De Catedral a Palacio fueron los archiduques a pie; por la tarde salieron en coche abierto, recorriendo el Paseo Nuevo (hoy calles de Bucareli), y en la noche hubo fuegos artificiales, que comenzaron a las nueve y media, después de un banquete de cuarenta cubiertos, y para los cuales la archiduquesa Carlota dio la señal, haciendo partir un cohete desde el balcón principal de Palacio hasta el centro del aparato pirotécnico.

Los fuegos representaban el castillo de Miramar y la fragata Novara, la misma que más tarde volvió para conducir a Viena el cadáver de Maximiliano.

El pueblo gritaba lo que le habían ordenado; pero como no tenía conciencia de sus actos, ni comprendía lo que era el Imperio, lanzaba a veces exclamaciones como ésta: «¡Viva el Emperador de la República Mexicana!».

Recuerdos de vida ante la tragedia

77 Véase: J.D. Peza, Poesías completas. Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de Méjico, op. cit., pp. 259-264.

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La ciudad estaba llena de versos y de inscripciones en latín, en alemán, en inglés, en francés, y las casas de la aristocracia brillaban ataviadas como nunca hasta entonces.

¿Qué había de entender el pueblo al encontrarse en las puertas de la Cate-dral inscripciones como ésta?:

MAXIMILIANO IMEXICI, EMPERATORI

PATRI E. PATIECIVIUM. AMORI

IAMDIU. EXPECTATISIMOIN HANC. METROPOLITANAM ECLESIAM

PRIMA, VICE. INGRESSVROILVTUS. CANNONICORUM. COETUS

OVIAM. EN. PROCIREDIENSCLAMAVIT, PRINCEPS. SALVE

PRIDIE, IDUS IUNIIANNO DOMINI. MD.CCCLXIV.

Entretanto, corría de mano en mano un hermoso estudio del gran Emilio Castelar sobre Juárez y Lincoln,78 y en él decía:

Estamos seguros de que si el príncipe Maximiliano va a México, mil veces el re-cuerdo de Juárez turbará su sueño, y comprenderá que, mientras haya un hom-bre tan firme, no puede morir la democracia en América. Esos caracteres son un ideal de moralidad vivo y luminoso, que la historia recoge en las páginas, y que obra siempre en la vida de los pueblos. Si Washington ennobleció la cuna de una República, Juárez ha santificado el sepulcro de otra República. Del sepulcro así ennoblecido, se levantará firme y eterna.

Y Juárez decía unos meses más tarde, el 1.° de enero de 1865, en el Palacio Nacional de Chihuahua, en una proclama a sus compatriotas:

Tal vez el usurpador no quiera pensar en su falsa posición, y en vez de acoger las verdades que encierran nuestras palabras, las rechace con una sonrisa de burla

78 Véase: Charles A. Hale, “Emilio Castelar y México”, en Letras Libres, diciembre, 1999. (Consultado el 1.º de septiembre de 2014).

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y de desprecio. No importa. La conciencia, que nunca olvida ni perdona, las hará valer y nos vengará. En el bullicio de la Corte, en el silencio de la noche, en los festines y en la intimidad del hogar doméstico, a todas horas y en todas partes, lo perseguirá, lo importunará con el recuerdo de su crimen, que no lo dejará gozar tranquilo de su presa, mientras llega la hora de la expiación; y entonces, para el tirano, para los que lo sostienen, y para todos los que hoy se burlan de nosotros y se gozan en las desgracias de la patria, vendrán el desengaño y el arrepenti-miento; pero ya serán estériles, porque entonces, la justicia nacional será inflexi-ble y severa.

Esa hora llegará, no lo dudéis, mexicanos, como llegó la de nuestros antiguos conquistadores en el año de 1821. Esperemos, pero esperemos obrando, con la he-roica resolución de Hidalgo y Zaragoza, con la actividad de Morelos, y con la cons-tancia y abnegación de Guerrero, conservando y aumentando el fuego sagrado que ha de producir el incendio que devore a los tiranos que profanan nuestra tierra.

La profecía de Castelar se cumplió con la restauración de la República.La profecía de Juárez se cumplió al tornar victorioso en 1867.Pero en aquel día, 12 de junio de 1864, los archiduques durmieron en el Pa-

lacio Nacional de México, oyendo el rumor de los «¡Vivas!», de las músicas, del clamoreo de la engañosa multitud, sin presentir sus futuras desgracias.

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UN RASGO DE NOBLEZA79

Se le ocurrió al infortunado Archiduque Maximiliano, cuando ceñía la corona de Emperador de México, tener un lector de cámara y proteger el teatro tan decaído entonces. Nombró para esto al afamado poeta español don José Zorrilla,80 que ya llevaba acaso más de diez años de vivir entre nosotros, mimado por todas las clases sociales, especialmente por la más elevada, pues hubo familia que, no sólo le distinguió como constante huésped de su casa, sino que mandó cons-truir una bellísima finca de campo, un salón con todas las condiciones acústi-cas, para que el autor de Don Juan Tenorio leyera sus composiciones ante un auditorio selecto y opulento.

Zorrilla leía muy bien: la cadencia de sus versos, su manera especial de can-tarlos y acentuarlos con una música que ya no tolera la moderna escuela de re-citación, arrebataba y conmovía a cuantos le rodeaban.

¡Qué pocos saben leer versos, y cuántos son los que se precian de saberlo ha-cer, atropellando todas las reglas del gran Legouvé, que ha sido en los últimos tiempos el rey de los lectores!

Usar de la voz media con la prudencia con que los grandes cantantes la mane-jan, ha sido el secreto de Zorrilla en sus lecturas y de Castelar en sus discursos.

Pero, divagamos. Por orden del Soberano se improvisó en la antigua capi-lla de Palacio un teatro, y se representó allí por Mata, Morales, Servín, Concha Méndez, que estaba sumamente joven, el fantástico drama Don Juan Tenorio, que algunos derivan del Convidado de Piedra de Moreto y del Burlador de Sevilla.

Asistió lo mejor de la Corte, y Zorrilla leyó unas cantigas cristianas y unas Ká-sidas árabes que hicieron asomar las lágrimas a los ojos de la emperatriz Carlota.

Esta princesa aplaudió a las actrices, a los actores y al poeta, y habiéndole caído en gracia la juventud, la frescura, el garbo de Concha Méndez, la obsequió con una pulsera bellísima, sobre la cual estaban realzadas y guarnecidas con brillantes, las letras M. C. A. (María Carlota Amalia), iniciales de la augusta hija del emperador Leopoldo I de Bélgica.

Algunos años después moría el Emperador en las Campanas, y la princesa, viuda, gemía con la razón perdida dentro de su nativo castillo de Schoembroung.

79 J.D. Peza, Epopeyas de mi patria. Benito Juárez. La Reforma. La intervención francesa. El Imperio. El triunfo de la república. Memorias de Juan de Dios Peza, op. cit., pp. 263-267. 80 José Zorrilla (1817-1893). Cursó estudios en las universidades de Toledo y Valladolid. Fue miem-bro de la Real Academia Española en 1848, cuando contaba con 31 años de edad. Autor de Cantos del trovador, del poema Granada, y de las obras teatrales El zapatero y el rey, Don Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir, y El puñal del godo. Fue nombrado director del Teatro Nacional por el emperador Maximiliano.

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En México, la República victoriosa infundía ánimo a los escritores, a los poe-tas y a los actores.

En el Teatro Nacional, recientemente entradas las fuerzas liberales, se daba en la tarde de un domingo una función dramática, y como viera el numeroso pú-blico aparecer a Concha Méndez, que con tanta gracia cantaba «La Paloma»,81 le pidió a grito unánime les dejara oír «La Paloma liberal», parodia de la que la actriz sabía que en aquellos días era el entretenimiento de los soldados, pues en sus versos se mofaban del Emperador y de la Corte.

«¡La Paloma liberal!», gritaban todos, y la joven Méndez permanecía en me-dio del escenario, inmóvil, como una estatua, y sin dar gusto a la multitud. De pronto avanzó algunos pasos, se encaró con el público y dijo, derramando por sus ojos rayos de entusiasmo:

—Nunca he de cantar lo que me pedís, señores: llevo puesta en mi brazo la pulse-ra que me regaló una infeliz princesa, que hoy gime sola, viuda y loca, muy lejos de nuestra patria.

Ni yo, ni el pueblo mexicano, al que pertenezco de corazón y de cuna, hemos de insultar la memoria de un príncipe ajusticiado en Querétaro, ni de una dama vir-tuosa, que en vez de la corona de reina ciñe hoy la corona del martirio. Matadme, si queréis, pues prefiero la muerte a ser una ingrata y una infame.

Al decir esto besó la pulsera y se cubrió con las manos el rostro bañado en lágrimas.

¡Viva México! ¡Viva Concha Méndez!, gritó el público, y nunca se le volvió a pedir que cantara la canción aquella.

Aún vive pobre y olvidada la actriz mexicana, y aún vive viuda y clemente la augusta princesa.

Yo era joven y estudiante cuando pasó lo que refiero, y aún se me sube a los ojos algo como una explosión de llanto cuando hago estos recuerdos.

No hay duda que la gratitud es la primera de las virtudes de que puede vana-gloriarse el corazón humano.

81 Existe un interesante trabajo del licenciado Carlos Hernández sobre la joven cantante Concepción Méndez, véase: Carlos Hernández, Mujeres célebres de México, Casa Editorial Lozano, San Antonio, 1918, pp. 181-184.

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“A nuestro querido poeta señor don Juan de Dios Peza. Carlos Dumas y señora”. (Fotografía tomada el 17 de abril de 1909 por Manuel Mejía Bárcenas. Colección de la familia Peza).

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82 Las obras aquí mencionadas han sido utilizadas para la realización de esta investigación, de igual manera se menciona la que es sugerida a lo largo del estudio.

FUENTES CONSULTADAS

archivos y bibliotEcas

Biblioteca Nacional de México (BNM), Ciudad de México.Hemeroteca Nacional de México (HNM), Ciudad de México.Centro de Estudios de Historia de México Carso (CEHM-CARSO), Ciudad de México.Biblioteca Nacional de España (BNE), Madrid.Biblioteca “Alberto María Carreño” de la Academia Mexicana de la Lengua (AML), Ciudad de México.

BIBLIOGRAFÍA82

obras dE Juan dE dios pEza

Peza Osorio, Juan de Dios. Poesías completas. Leyendas históricas, tradicionales y fantás-ticas de las calles de la ciudad de Méjico, prólogo de Luis González Obregón, Garnier Hermanos, libreros editores, París, 1898.

Peza Osorio, Juan de Dios. Cantos del hogar, D. Appleton y compañía, Nueva York, 1899.Peza Osorio, Juan de Dios. Poesías escogidas, Maucci Hermanos, Barcelona, 1900.Peza Osorio, Juan de Dios. Epopeyas de mi patria. Benito Juárez. La Reforma. La Interven-

ción francesa. El Imperio. El triunfo de la República. Memorias de Juan de Dios Peza, México, J. Ballesca y sucesores editores, México, 1901.

Peza Osorio, Juan de Dios. Poesías escogidas, Maucci Hermanos e hijos, Buenos Aires, 2a. ed., 1905.

Peza Osorio, Juan de Dios. Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdó-ticas e históricas, Herrero Editorial, México, 1907.

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ANEXO FOTOGRÁFICO

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Juan dE dios bautista pEza EchEgaray

Nació en la Ciudad de México en 1881. Casó el 31 de enero de 1906 con Ángela Peza González. Murió el 22 de mayo de 1940. (Colección de la familia Peza).

José ramón cEcilio tomás pEza florEs

Nació en la Ciudad de México en 1891. Hijo del segundo matrimonio de Juan de Dios Peza con Ángela Flores. Casó en 1917 con Margarita Con-de, y se juntó años después con Gloria Perau Rodríguez. Murió el 22 de octubre de 1945. (Colección de la familia Peza).

LA DESCENDENCIA DE JUAN DE DIOS PEZA

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tumba dE Juan dE dios pEza

Localizada en las profundidades del Panteón de la Sociedad Española en México, se encuentra la última morada del escritor, poeta, dramaturgo, político y diplomático mexicano Juan de Dios Peza (1852-1910), junto a la de sus hijos Juan de Dios Peza (hijo) y María Concepción Peza.

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cripta dE la familia pEza florEs

Localizada en el Panteón de la Sociedad Española en México, se encuentran en esta cripta los restos de la segunda familia de Juan de Dios Peza: Ángela Flores (segunda esposa) y los tres hijos: Ernes-tina Peza de Arias, Ramón Peza Flores y Laura Elena Peza Flores.

121 |Anexo fotográfico

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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS 11

PALABRAS PRELIMINARES 13

EL AUTOR Y LA CENTURIA INTERVENCIONISTAJuan dE dios pEza: El cantor dE la patria y dEl hogar 21los inicios dEl sEgundo impErio. la trascEndEncia dE dos pEza En momEntos distintos 23vida, costumbrEs y tradicionEs En tiEmpos dEl sEgundo impErio 28la importancia histórica 34

LA ESCRITURA SOBRE EL INTERVENCIONISMO la pErsonalidad litEraria 39

POESÍA SOBRE EL SEGUNDO IMPERIOla sElEcción. nota introductoria 49maximiliano

I 51II 52III 55

tErán y maximiliano 58

tomás mEJía I 62II 63III 64IV 68

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una rEspuEsta dE miramón 70poEsía dE maximiliano 72

RECUERDOS DE VIDA ANTE LA TRAGEDIA Tiempos de la Reforma | Los años del Segundo Imperio

El traJE para lEEr vErsos 77¡Cosi va il mondo! 79la sEmana santa En otros tiEmpos 82diEntE por diEntE 89una anécdota patriótica dEl actual arzobispo dE méxico 92los hErmanos vallEto 95Entrada dE maximiliano En méxico 99un rasgo dE noblEza 108

FUENTES CONSULTADAS ARCHIVOS Y BIBLIOTECAS 113

BIBLIOGRAFÍA

obras dE Juan dE dios pEza 113obras consultadas 114

ANEXO FOTOGRÁFICO la dEscEndEncia dE Juan dE dios pEza 119

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