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homenajea --------------ORLANDOPELAYQ--------------- ANTOLOGIA DE TEXTOS DE ORLANDO PELAYO MI PINTURA... e reo que mi pintura está marcada por un suceso capital en mi vida: el exilio. El exilio es una condena al recuerdo, a la nostalgia, a la recreación mediante el corazón de lo esencial memorable. Esto es lo que ha hecho de mi obra -estoy persuadido- una reflexión permanente, obsesiva sobre Espa- ña de lejos. Al finalizar la guerra civil abandoné mi país para encallar, con algunos miles de compañeros de inrtunio, en las orillas de Argelia. Me que- daría desde 1939 hasta 1947. Orán, donde me instalo, en aquella época es una ciudad gris y sin belleza que Camus, que es- cribirá páginas admirables sobre ella, califica de «sonámbula y enética», pero que esconde, ba- jo su polvorienta piel gris, una alegría un tanto ruda, una exultante vitalidad mediterránea un tanto hedonista que la hace semejant e a las ciu- dades del sur de España. Por otro lado abundan los vestigios de una antigua ocupación española y la lengua miliar del pueblo -hijos y nietos de españoles la mayoría- con ecuencia es un castellano sui-generis, empobrecido, teñido de ancés, maltés, italiano, pero que tiene el sabor y la riqueza gráfica de todas las lenguas mestizas. Es en esta tierra, que me parece en tantas cosas a la que yo acabo de dejar, donde voy a realizar mis primeros contactos con la cultura ancesa, con su pintura, su literatura. Voy a descubrir, a través de las exposiciones y los libros de arte, pintores que me eran desconocidos: Bonnard, Matisse, Rouault... Pero también voy a conocer una literatura joven, que está naciendo y afirmándose en esta tierra a la que acabo de llegar: Emmanuel Robles, Claude de Freminville, Max-Pol Fouchet y sobre todo Albert Camus, cuya obra y amistad me marcaron pron- damente puesto que encontré en él un prondo acento de gravedad teñido de ironía y de ese «senti- miento trágico de la vida» que impregna el alma y el arte de los españoles. Mi estancia en Argelia, en resumen, ha sido una especie de SAS, de «cámara de descompresión» en- tre dos rmas de cultura y de pensamiento que de ahora en adelante cohabitarán en mí. En 1947 do esta primera tierra del exilio y del asilo y vengo a París donde, desde mi llegada, me su- meo en el ruidoso y bullicioso mundo de los Cas de Montpaasse. Después de la guerra, París es nuevamente una fiesta y el Carreur Vavin parece querer revivir la 127 edad de oro de los años veinte. Acuden los jóvenes pintores del mundo entero; reaparecen, escapados Dios sabe de qué vicisitudes, los vios testigos de la época gloriosa, compañeros -a menudo sin rtu- na- de los Modigliani, Soutine, Leger, Picasso, de quienes nos hablan con una melancólica milia- ridad. En este cruce del mundo rmado por los buleva- res Montparnasse y Raspail afluyen todas las co- rrientes, mareas y resacas del arte y en cuyos puertos de anclaje, entre los que perseguíamos un incansa- ble periplo, llamados «Le Dome», «La Coupole», «Le Select», se rehace la pintura en cada rincón de la mesa. Para nosotros, jóvenes artistas, todo está por descubrir, por reinventar, y provoca interminables discusiones apasionadas. Este abundante universo, hoy desaparecido y del que, aquellos que le hemos conocido, guardaremos siempre un nostálgico recuerdo, es también -tanto como los talleres o los artistas trabajando en el silen- cio y la soledad- el lugar donde se hizo el arte de los años cincuenta-sesenta. Vuelvo a ver, en una esquina del Dome, a un ex- traño personaje con aspecto alucinado, calzado en cualquier estación con viejas espardillas y cubriendo la delgada silueta de espantapájaros lamentable con un traje informe y andrajoso; escribe sin cesar, con una singular caligrafia trepadora, páginas que no tar- darán en hacerle célebre. Se llama Arthur Adamov. «El Cheriff», viejo sátiro sonriente y bonachón reúne a la sombra de su barba venerable, a las in- quietas y escas bellezas -modelos de la Grande- Chaumiere o jóvenes burguesas en busca de la bo- hemia- a las que se le dice aficionado y degustador enterado. Las malas lenguas añaden que las consu- me a pares. De vez en cuando la densa atmósra sonora del Café se rompe con el agudo chirrido de la inimitable risa de Camille Bryen. En La Coupole Alberto Giacometti con un dedo bril e incesante diba en el aire invisibles obras maestras, mientras que Sartre y Beauvoir, en una mesa del ndo, hablan de «El Ser y la Nada» ante un choucrute Saverne. Encontramos, reunidos y reagrupados como por una necesidad zoológica de supervivencia, a colo- nias de artistas de diversas nacionalidades: los vios rusos compañeros de Soutine, los italianos, los es- pañoles cuyo dios tutelar y omnipresente es Pablo Picasso. Naturalmente, yo quiero rmar parte en- seguida de este grupo rmado por: Osear Domín- guez -el gran Caimán- maravilloso surrealista ca- nario, niño terrible de las locas noches de Montpar- nasse y cuyas bromas y exhibiciones, calaveradas y estruendos, no pueden esconder el alma atormenta- da y sensible. Se suicidará una noche de año nuevo en la soledad de su estudio de la calle Campagne- Premiere. El hermético Ginés-Parra, en su juventud aventu- rero y mozo en todas las latitudes, anciano menor en el ndo, duro como una roca ante el suimien- to, la pobreza y la lta de éxito de su pintura, afecta- da y poderosa, que no ha podido protegerle y vive

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homenajea --------------ORLANDOPELAYQ---------------

ANTOLOGIA DE

TEXTOS DE

ORLANDO PELAYO

MI PINTURA ...

e reo que mi pintura está marcada por un suceso capital en mi vida: el exilio.

El exilio es una condena al recuerdo, a la nostalgia, a la recreación mediante

el corazón de lo esencial memorable. Esto es lo que ha hecho de mi obra -estoy persuadido­una reflexión permanente, obsesiva sobre Espa­ña de lejos.

Al finalizar la guerra civil abandoné mi país para encallar, con algunos miles de compañeros de infortunio, en las orillas de Argelia. Me que­daría desde 1939 hasta 1947.

Orán, donde me instalo, en aquella época es una ciudad gris y sin belleza que Camus, que es­cribirá páginas admirables sobre ella, califica de «sonámbula y frenética», pero que esconde, ba­jo su polvorienta piel gris, una alegría un tanto ruda, una exultante vitalidad mediterránea un tanto hedonista que la hace semejante a las ciu­dades del sur de España. Por otro lado abundan los vestigios de una antigua ocupación española y la lengua familiar del pueblo -hijos y nietos de españoles la mayoría- con frecuencia es un castellano sui-generis, empobrecido, teñido de francés, maltés, italiano, pero que tiene el sabor y la riqueza gráfica de todas las lenguas mestizas.

Es en esta tierra, que me parece en tantas cosas a la que yo acabo de dejar, donde voy a realizar mis primeros contactos con la cultura francesa, con su pintura, su literatura. Voy a descubrir, a través de las exposiciones y los libros de arte, pintores que me eran desconocidos: Bonnard, Matisse, Rouault... Pero también voy a conocer una literatura joven, que está naciendo y afirmándose en esta tierra a la que acabo de llegar: Emmanuel Robles, Claude de Freminville, Max-Pol Fouchet y sobre todo Albert Camus, cuya obra y amistad me marcaron profun­damente puesto que encontré en él un profundo acento de gravedad teñido de ironía y de ese «senti­miento trágico de la vida» que impregna el alma y el arte de los españoles.

Mi estancia en Argelia, en resumen, ha sido una especie de SAS, de «cámara de descompresión» en­tre dos formas de cultura y de pensamiento que de ahora en adelante cohabitarán en mí.

En 1947 dejo esta primera tierra del exilio y del asilo y vengo a París donde, desde mi llegada, me su­merjo en el ruidoso y bullicioso mundo de los Cafés de Montparnasse.

Después de la guerra, París es nuevamente una fiesta y el Carrefour Vavin parece querer revivir la

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edad de oro de los años veinte. Acuden los jóvenes pintores del mundo entero; reaparecen, escapados Dios sabe de qué vicisitudes, los viejos testigos de la época gloriosa, compañeros -a menudo sin fortu­na- de los Modigliani, Soutine, Leger, Picasso, de quienes nos hablan con una melancólica familia­ridad.

En este cruce del mundo formado por los buleva­res Montparnasse y Raspail afluyen todas las co­rrientes, mareas y resacas del arte y en cuyos puertos de anclaje, entre los que perseguíamos un incansa­ble periplo, llamados «Le Dome», «La Coupole», «Le Select», se rehace la pintura en cada rincón de la mesa. Para nosotros, jóvenes artistas, todo está por descubrir, por reinventar, y provoca interminables discusiones apasionadas.

Este abundante universo, hoy desaparecido y del que, aquellos que le hemos conocido, guardaremos siempre un nostálgico recuerdo, es también -tanto como los talleres o los artistas trabajando en el silen­cio y la soledad- el lugar donde se hizo el arte de los años cincuenta-sesenta.

Vuelvo a ver, en una esquina del Dome, a un ex­traño personaje con aspecto alucinado, calzado en cualquier estación con viejas espardillas y cubriendo la delgada silueta de espantapájaros lamentable con un traje informe y andrajoso; escribe sin cesar, con una singular caligrafia trepadora, páginas que no tar­darán en hacerle célebre. Se llama Arthur Adamov.

«El Cheriff», viejo sátiro sonriente y bonachón reúne a la sombra de su barba venerable, a las in­quietas y frescas bellezas -modelos de la Grande­Chaumiere o jóvenes burguesas en busca de la bo­hemia- a las que se le dice aficionado y degustador enterado. Las malas lenguas añaden que las consu­me a pares.

De vez en cuando la densa atmósfera sonora del Café se rompe con el agudo chirrido de la inimitable risa de Camille Bryen.

En La Coupole Alberto Giacometti con un dedo febril e incesante dibuja en el aire invisibles obras maestras, mientras que Sartre y Beauvoir, en una mesa del fondo, hablan de «El Ser y la Nada» ante un choucrute Saverne.

Encontramos, reunidos y reagrupados como por una necesidad zoológica de supervivencia, a colo­nias de artistas de diversas nacionalidades: los viejos rusos compañeros de Soutine, los italianos, los es­pañoles cuyo dios tutelar y omnipresente es Pablo Picasso. Naturalmente, yo quiero formar parte en­seguida de este grupo formado por: Osear Domín­guez -el gran Caimán- maravilloso surrealista ca­nario, niño terrible de las locas noches de Montpar­nasse y cuyas bromas y exhibiciones, calaveradas y estruendos, no pueden esconder el alma atormenta­da y sensible. Se suicidará una noche de año nuevo en la soledad de su estudio de la calle Campagne­Premiere.

El hermético Ginés-Parra, en su juventud aventu­rero y mozo en todas las latitudes, anciano menor en el fondo, duro como una roca ante el sufrimien­to, la pobreza y la falta de éxito de su pintura, afecta­da y poderosa, que no ha podido protegerle y vive

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homenajea--------------ORLANDOPELAYO---------------

con la humilde austeridad, digna de un monje, en su estudio glacial de la Calle Texel.

Pedro Flores, nacido de la cepa popular española más auténtica, que sólo jura por Dostoyevski y cuyo parecido con Goya le hace feliz y le hincha de orgu­llo ingenuo.

Luis Fernández, distante, solitario, poco inclina­do a las promiscuidades de la bohemia, sometiendo las relaciones de amistad al ritmo acompasado de su excesiva educación. Pintor secreto, cuya obra, de ra­ra calidad, quedará casi confidencial hasta su expo­sición en el C. N.A. C. poco antes de su muerte.

Antoní Clavé, el amigo fraternal, compañero de tantas fiestas, bailes y celebraciones a quien sus do­nes innegables están abriendo las puertas del gran éxito.

El silencioso Bores, Vines, Peinado, de la Ser­na, Lobo, Condoy, Penosa, los hermanos Vilato y Fin, y algunos años más tarde Xavier Valls, Aguayo.

Es evidente que no me quedaría encerrado en el círculo de las afinidades de origen. Me uno en amistad con otros artistas al lado de los cuales voy a tomar parte de-la aventura del arte de nuestro tiempo.

La década 1950-1960 se caracteriza, en mi opi­nión, por la profunda dicotomía que separa figu­ración y abstracción, falsamente encerradas en su impermeabilidad sin fallo y que se ignoran con desprecio.

Hacia el comienzo de los años sesenta una herejía surgida en el seno mismo de la abstrac­ción, la «Nueva Figuración», va a demoler estas barreras y a abolir la vieja dicotomía, abriendo al arte nuevos espacios de libertad.

(Texto publicado en el libro Los años 50 de Gerard Xuriguera edit. Arted 1984).

PAVANA PARA UN REINADO DIFUNTO

Setenta y cuatro pinturas de la escuela espa­ñola de «la edad de oro» se exponen en el Petit Palais hasta el 15 de junio. Pueden verse algu­nos de los «grandes» de la pintura internacional: Velázquez, el Greco, Zurbarán, Ribera, Muri­llo ...

Mantenida durante mucho tiempo en la indi­ferencia de los aficionados y del público, la pin­tura española, desde Maurice Barres y Baudelai­re en particular, ha suscitado el más vivo interés. Perpetúa un sentido de la tragedia que anuncia al expresionismo.

Esta mentalidad permanece sensible en el ar­te español de hoy día, cuyas grandes figuras se han opuesto valientemente al régimen franquis­ta. El exilio de algunos, en Francia en particular, no ha anulado el frescor de ese lenguaje de pro­testa. Damos aquí la palabra a uno de ellos, Or-

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lando Pelayo, que expone con la mayor parte de los Españoles de hoy día en la galería Suillerot...

Cuando Theophile Gautier escribe durante su viaje a España: «Pocos cuadros me han interesa­do tanto como los del Greco, porque los peores tienen algo de inesperado, de conflictivo, de fuera de lo posible, que nos sorprende y nos ha­ce soñar», está enunciando lo que será, a través de los tiempos, la casi constante reacción del es­pectador extranjero ante la pintura española del Siglo de Oro. Evidentemente, Gautier no ha captado totalmente la grandeza del Greco. Pero incluso si sólo ha rozado y presentido el genio del pintor de Toledo, ha detectado sin embargo en él lo que será el lado más destacable de nues­tra pintura. Esta tendencia a la «desmedida», a lo monstruoso también, a lo barroco, que la aísla en cierta medida del contexto de la pintura eu­ropea de la cual es, por otro lado, fatalmente so­lidaria.

Todo el arte español -y el del Siglo de Oro más que ningún otro- contiene esta aparente dicotomía: misticismo y realismo, sueño y reali­dad. «El sueño de la razón engendra mons­truos», dirá Goya más tarde, que parece conde­nar el alma española a balancearse entre la ma­teria y el espíritu en un combate sin fin.

LOS ACTOS DE ENCARNACION

Los signos del lenguaje pictórico y su discurso harán entonces de la efímera y falaz realidad es­ta otra realidad imperecedera e inefable de «Las Meninas» o de «La Anunciación» del Greco -presente en esta exposición del Petit Palais-enel que las nubes barrocas derraman sobre la Vir­gen bandadas de querubines con apariencia depatatas celestiales.

Toda la pintura del Siglo de Oro se apoya so­bre algunos pilares gigantes: Zurbarán, Murillo, Ribera, Greco, Velázquez. Estos dos últimos tendrán a través de Goya, Cezanne, los impre­sionistas, una importancia primordial en la pin­tura de los siglos venideros. Dos genios, a pri­mera vista tan contradictorios pero de hecho tan cercanos -el segundo no hubiera podido pintar como lo ha hecho sin observar bien, compren­der y amar al primero- con intenciones y dis­cursos totalmente diferentes. El Greco es la tor­menta espiritual deslumbrándonos con su paleta incandescente con una luz apocalíptica y de re­surrección. Por el contrario, Velázquez es la cal­ma y la flema hablando a distancia, pero tam­bién con compasión, de una realidad hasta hace poco gloriosa y que se extingue poco a poco en la tristeza de una Corte exangüe y sin nervio, ro­deada de un pueblo miserable y harapiento. El mundo del Greco parece acompasado con los acordes de las trompetas del Juicio Final, el de Velázquez, aquel de la pavana por un gran rey difunto.

Porque todos estos maestros del siglo más

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glorioso de la pintura española -incluso los más innovadores, los más revolucionarios, aquellos para los que el acto de pintar, de pintar bien, e incluso de reinventar totalmente la pintura, la belleza formal más elevada, la revolución plásti­ca más absoluta, estarán siempre indisoluble­mente unidos por este sentimiento de eterni­dad, por este escalofrío del misterio, por este temblor de dolor y angustia del hombre ante su destino grandioso y piadoso. Para ellos pintar es, ante todo, un acto de encarnación.

SIC TRANSIT

La emotiva belleza de «La Magdalena Peni­tente» de Ribera, insertándose en las dos diago­nales de la composición -especie de cruz de San Andrés- que parece ofrecer su carne joven y de­liciosa a la marchitez de la penitencia, a su trans­mutación en pirámide petrificada de sufrimiento y arrepentimiento, parece dialogar, a través del tiempo y del espacio, con los seres que arden en los cuadros del Greco. La despiadada teratología -tan admirable, tan amorosamente pintada- de«La mujer con barba» del mismo Ribera parecehablarnos el lenguaje de la fraternidad afligidade esos «pícaros», esos lisiados, esos niños mi­serables y piojosos de «San Diego de Alcaládando limosna» de Murillo. Y la triste y solem­ne música que baña ese mundo de riqueza, devanidad y de muerte del «Sueño de un gentil­hombre» de Antonio Pereda hace eco a «Laspostrimerías» y a los «Sic Transit» de ValdésLeal.

Es casi siempre como un «De profundis» de­dicado a las vanidades de este mundo, a las fal­sas apariencias de una realidad inalcanzable y mortal.

Pero esta gran pintura de la que hablamos re­presenta también -y lo constatamos recorriendo las salas del Petit Palais- un canto de amor y de fe en el hombre y en su esperanza recomenzada eternamente.

(Sobre la exposición La edad de oro de la pintura española en el Petit Palais).

SOBRE VELAZQUEZ

Velázquez, ese genio distante y solitario, ese tranquilo cazador de eternidades, tiende el hilo de su arte sin parangón y atrapa, en las redes flo­jas de sus pinceladas, de esas manchas sin cone­xión aparente, la esencia transcendente de la realidad, la sustancia irreductible de la vida. El resto, es decir lo que no es esencia, el adjetivo se irá, menú morralla, a reunirse con la nada del no significado.

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Petit portrait apocryphe 1, 1977.

Velázquez, por primera vez en la historia de la pintura, va a pintar lo inefable, lo impintable: el vacío que rodea a los objetos, las cosas y los se­res, el aire en suma. Va a dar así un rol, una jerarquía superior a lo que hasta ahora eran las «interlíneas», los «blancos» de la escritura pictórica.

Si bien en su primera obra, los objetos, las co­sas, los seres, (los protagonistas del cuadro) se endurecen en una solidez lisa, pulida, sin fallo, aislada, sin posibilidad de «contaminación», de simbiosis; pronto, Velázquez nos va a aportar su genial descubrimiento, su desconcertante «ha­llazgo»: la pintura total, la pintura por la pintura, la pintura pura. Todo en el cuadro se va a abrir, a interpenetrarse, hacer de este universo no una enumeración de cosas aisladas sino una totali­dad, un todo indisociable, y esto en un lenguaje «código» a descriptar en el desvanecimiento de la retina.

Este hombre que sus contemporáneos nos muestran silencioso, reservado, tranquilo, in­cluso flemático, transportaba en la secreta co­rriente de sus venas, la más turbadora tempes­tad que va a sacudir el arte de su tiempo. Esta tempestad que se resolverá en rayo devastador con Goya, en lluvia irisada con los impresio­nistas.

(Texto publicado como introducción a Ve­lázquez Colección Chefs D'oeuvres de l'Art. Ediciones Hachette. París, 1966).

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Portrait apocryphe 2, 1977.

SOBRE GARBELL

Cuando un verdadero pintor desaparece en plena madurez, sabemos que por muy bella que sea la obra que haya podido dejarnos, lo esencial de esta obra nos ha sido arrebatado, robado, es­camoteado por la muerte.

Nada es más largo, más lento, más paciente que una obra de pintura. Nada nos parece más injusto, más patético que ver al destino negarle los años esenciales para su último cumplimiento.

Garbell hubiera sido para los pintores de mi generación uno de los antepasados inmediatos que hubiéramos amado y respetado.

En cuanto a él, ha sabido ser siempre el cama­rada generosamente atento a nuestros trabajos, a nuestras experiencias, incluso cuando éstas podían a veces alejarse de su propia búsqueda.

Sabrá ser fiel, contra vientos y mareas, a la al­ta idea que tenía de la pintura, a quien él siem­pre hubiera dado, como nos hubiera dado siem­pre, lo mejor de sí mismo.

Su obra permanece.

(Publicado en Las Letras Francesas, 5 de enero de 1971)

SOBRE DELACROIX

No sabemos qué es lo que hay que admirar

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más en Delacroix: si al pintor innovador que abre sus cuadros a los temblores de la vida, al dolor y las esperanzas del hombre o al lúcido es­critor que descubre y formula las leyes funda­mentales de la pintura.

Una buena parte de las doctrinas impresionis­tas y puntillistas están ya avanzadas, codificadas -diríamos nosotros- en los escritos de Delacroix.

En sus maravillosas acuarelas y apuntes seanuncia ya Matisse. Si él no hubiera sido el gran pintor de «La libertad en las Barricadas», «Las mujeres de Argel», «Las masacres de Scio», es­taríamos en deuda, de todas maneras, con su in­teligencia soberana al servicio del arte.

Siendo, a mi parecer, el arte hoy en día, bam­boleado por las olas de un nuevo romanticismo, con lo que este implica de angustia, de pasión generosa, de duda, de constante replanteamien­to: para nosotros, pintores de 1963, sería oportu­no tal vez, con ocasión de este centenario, incli­narnos con atención sobre esta obra tan llena de generosidad, de inteligencia y de genial in­vención.

(Europa, n.º 408. Abril, 1963)

SOBRE LUIS FERNANDEZ

Luis Fernández, acorazado en su casi total in­defensión, paseaba por la vida el recóndito y do­lorido orgullo de su inmenso talento silenciado. Habrá en él algo del cartujo de vuelta de todas las vanidades que, en permanente guardia con­tra las amargas trampas del desengaño, se refu­gia en las puras, pero enrarecidas alturas de la soledad.

Practicaba Fernández un cuidadísimo rechazo de las efusiones y de las confianzudas promis­cuidades de la bohemia. Huía de la amistad fácil de tertulia y café. La suya, -tan disponible en el fondo- la hacía a veces difícil. La erizaba de aplazamientos y tanteos. La acompasaba y so­metía a la prueba distanciadora de su muy fina urbanidad.

Llevaba la estrechez, en la que siempre vivió, con la altanera dignidad del que sabe que su po­breza y su postergación son consecuencias de una monstruosa estafa de la vida, de una abrasa­dora injusticia que, con el tiempo, -triste y tar­dío consuelo- se ha de volver para fulminar y borrar a los usurpadores de gloria, a los triunfa­dores de moda, a los beneficiarios del éxito ama­ñado y de la fama fabricada.

Todo en su persona: su medida y queda pala­bra, su amplia y lenta silueta, su hermosa y no­ble cabeza -que la enfermedad iría restituyendo lentamente a su biselada y estricta arquitectura postrimera- estaba impregnado de esa difusa tristeza acusadora de los signados por el mucho talento y la poca suerte. De los seguros elegidos para el triunfo aplazado y la gloria póstuma.

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Porque Fernández -conocido y reconocido de muy pocos, ignorado de casi todos- fue siempre un altísimo artista solo. Aislado en su ascético universo diario creó un mundo sin tiempo, de misterio sobrecogedor y de austera belleza irrepetible, en el que la materia más efí­mera y perecedera se transmuta en la hermosa concreción de su rosa petrificada y donde la ca­lavera y el mendrugo de pan comparan -desde el infierno helado de la mineralización- la iner­te irreductibilidad y la definitiva redención de sus perfiles.

GINES PARRA

Físicamente Parra parecía hecho de roca. Una roca dura por fuera y tierna y buena por dentro.

Su cara parecía modelada en la resquebrajada y sedienta tierra de su Almería natal.

Su cordialidad era lenta, callada, como parada en el abrazo permanente de su inconmovible lealtad.

Parecía un campesino milenario mirando la intemperie de la vida, al acecho del trigo funda­mental. O al cantero sin tregua de la berroqueña solidez de su propia efigie y de su obra.

Fue un cartujo, un monje de la religión del ar­te, poblando día tras día su tremenda y altiva so­ledad de enigmáticas y patéticas criaturas ele­mentales iCuánta ternura en una rosa, en un verde sacados de no sé dónde!

Pintó, con solo blanco, el agua más agua que haya pasado bajo los puentes de todos los Senas de la pintura cotemporánea.

SAM SZAFRAN

Le conocí muy joven, casi un niño, en aque­llos jolgoriosos y locos finales de los cuarenta, cuando París volvía a ser una fiesta después de años de un sombrío y sangriento apocalipsis del que Sam había escapado milagrosamente, gra­cias a una familia española que le escondió y cuidó en el sur de Francia.

Creo que sus apasionados arrebatos por Espa­ña le vienen de aquello. Aunque también su­pongo que una razón más soterrada y antigua podríamos rastrearla en su propio apellido: Sza­fran (azafrán) nombre de una preciosa y precia­da flor estigmatizada que crece por los duros campos de nuestras mesetas aragonesa y man­chega, de las que quizá su linaje fuera originario y de donde partiera, hace siglos, camino de otras innumerables y dolorosas diásporas.

Sam era en los años de su adolescencia, y lo sigue siendo, un puro azogue de finísima e in­tuitiva inteligencia; una vibrante y exacta saeta en el blanco elegido por su maliciosa, corrosiva y apicarada vehemencia.

Fue desde el principio un dibujante asombroso en cuyo trazo arrasador parecía solaparse un recón­dito dolor irreductible, evidenciado en la madurez

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con el grito mudo de su ser desollado en vida, resonando sin fin por los inextricables laberintos ve­getales de sus talleres y por los vertiginosos círcu­los infernales de sus insondables escaleras.

RESPUESTA AL CUESTIONARIO PARA EL

NUMERO DE «GALERIA DE LAS ARTES»

Me parece muy arduo querer dar hoy una de­finición del arte figurativo, teniendo en cuenta la fluidez, la permeabilidad de las fronteras en­tre las diferentes formas de expresión del arte actual. Y en primer lugar porque hay que des­confiar de las imprecisiones del lenguaje, del va­lor de las etiquetas.

Plantear el problema figuración-abstracción en términos de antinomia no me parece el me­jor sistema para llegar a conclusiones válidas. Porque si el arte figurativo nos habla de lo real, de un cierto real, el arte abstracto no es el recha­zo de la realidad, sino una forma complementa­ria de aprehender esta realidad diversa, móvil, cuyos horizontes constantemente se alargan. Es, pues, de un enriquecimiento, de una nueva li­bertad, de un aumento de posibilidades de ex­plorar lo real de lo que hay que hablar. En este sentido, la abstracción, indudablemente, ha sido un apoyo para el arte figurativo.

Hablemos, en este caso, más bien de una in­terinfluencia, de una «contaminación» mutua, de una necesidad de síntesis.

Porque si hoy día vemos expandirse nuevas corrientes valiéndose de la figuración, difícil­mente se puede negar que todas deben algo a la lección liberadora de la abstracción. Pero tam­bién, una parte importante de ésta puede al fin, sin vergüenza, y liberada de la puntillosa y dese­cante ortodoxia, reivindicar su participación en la exploración de una realidad ilimitada que no quiere seguir conformándose con las puras apa­riencias, con la epidermis del mundo sólamente.

El lenguaje de la pintura no es, ni le importa, el de la ciencia, de la técnica, de la televisión, del cine, pero es evidente que al formar todo es­to parte del contenido de nuestra vida cotidiana, el problema no puede dejar de resentir las in­fluencias. Pero lo contrario puede también ser verdad, por lo menos en lo referente al cine, a la televisión, la vida social, etc ...

Dicho esto, creemos que actualmente no se manifiesta una decadencia, sino al contrario, una renovación de la pintura figurativa o más bien de la pintura de «figuras».

Asistimos a la reaparición del rostro angustia­do del hombre de hoy día en la ventana del cua­dro, de donde había sido exiliado y a donde vuelve para proclamar su inquietud, su (ilegi­ble), sus esperanzas.

Es este grito de angustia el que hace de buena parte de la pintura figurativa una espe- �cíe de humanismo doloroso y una pun- á.. � zante teratología. �

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