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El texto: Lucas 18, 9-14. 9 Les dijo esta parábola sobre algunos que, convencidos ellos mismos que eran justos, despreciaban al resto: 10Dos hombres subieron al templo para orar, uno era fariseo, el otro era recaudador de impuestos. 11El fariseo, estando de pie rezó para sí estas cosas: 'Oh Dios, te agradezco porque no soy como el resto de los hombres, estafadores, injustos, adúlteros, ni como este publicano. 12Ayuno dos veces del sábado, pago el diezmo de cuanto gano'. 13En cambio, el recaudador de impuestos parado a lo lejos no queriendo siquiera alzar los ojos hacia el cielo, sino que golpeando su pecho decía: 'Oh Dios, apiádate de mí, pecador'. 14Les digo, éste bajó justificado a su casa en vez de aquél, porque todo el que se exalta a sí mismo será humillado, y el que se humilla a sí mismo será exaltado.

Busca leyendo... (Lo que dice el texto en si mismo para entenderlo mejor)

La comparación que Jesús realiza entre los dos personajes, sirve con un fin de corregir las actitudes de quienes se sienten superiores a los demás – no es una acusa exclusiva contra los fariseos –. Los dos personajes realizan la misma acción de subir al templo a orar, pero con contenidos diferentes y por tanto con resultados diversos. Los dos están de pie delante del Señor, un signo de reverencia, pero el recaudador de impuestos (considerado pecador por las comisiones que cobraban y el servicio dado a los opresores romanos) realiza algunos gestos más de humildad: se para a distancia, no alza los ojos y se golpea el pecho. Sin embargo, el fariseo no se comporta externamente con vanidad, él ora para sí mismo, habla a sus adentros. La gran diferencia es pues el contenido de su oración. El fariseo agradece el estar separado de un resto pecador, pero aunque habla para sí, su auto-concepto depende de los otros, tanto que repara en la presencia lejana del recaudador de impuestos. Necesita exaltarse a costa de los demás. No ha logrado hablar de sí delante del Señor, verdaderamente ha hablado para sí mismo. En cambio, el recaudador de impuestos, no obstante no alza la vista, abre su vida de pecado delante del Señor y clama misericordia. El resultado es pues, la consecuencia de su diálogo: el que se exaltó a sí mismo no abrió de verdad su corazón a Dios y por tanto no es justificado. El otro, en cambio, reconociendo su humildad ante el Señor, alcanza a ser escuchado.

... y encontrarás meditando. (Reflexión personal y profundización sobre la Palabra, lo que a mí me dice ahora)

La oración del humilde atraviesa las nubes (Eclo 35, 17) Jesús nos pone en alerta de que, en la manera como nos relacionamos con nuestros hermanos y hermanas, de manera muy semejante es nuestra relación con Dios. Con una lectura veloz de esta palabra podemos pensar que a Dios le gustase nuestra humillación, que quien presume delante de él no es agradable y no obtiene respuesta. Pero el origen de la no justificación del fariseo no está en un capricho de Dios, sino en la propia incapacidad del que se toma por justo de reconocerse verdaderamente en la presencia de Dios. Elude su drama personal y se conforma con verse a sí mismo en comparación con los otros, en vez de verse a sí mismo delante de Dios. Al fin de cuentas, la oración del fariseo fue vacía, pues no supo mirar hacia Dios y se recreó sólo con una imagen meramente terrena, limitada al cumplimiento de algunas leyes. En cambio, el recaudador de impuestos sin alzar los ojos al cielo, logró elevar hacia él su oración, al derramar su corazón en la humildad del reconocimiento de su propia miseria. La complacencia de Dios – que ciertamente muestra predilección por los pobres y humildes – acude a la sinceridad de quien se confía en sus manos, en vez de quien se ensoberbece de sus poquedades. Ante Dios no podemos – si verdaderamente nos ponemos en su presencia – esconder lo que somos, no podemos esconderlo ni siquiera de nosotros mismos; y entre más nos ponemos en presencia de Dios más se revela nuestro propio misterio, y entre más reconocemos con humildad nuestro misterio

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de pecado y contradicción, más brilla ante nuestro corazón la Misericordia de Dios; como explica bellamente el Papa Benedicto XVI sobre la experiencia de San Agustín – el pecador convertido –: «La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).» (Audiencia General, 30 enero 2008)

Llama orando... (Lo que le digo, desde mi vida, al Dios que me habla en su Evangelio. Le respondo)

Tú Señor, sabes bien. (canto) Tú Señor, sabes bien, lo que yo tengo guardado en mi interior, todo aquello que me aturde, lo que no puedo olvidar, esas cosas que no dejan caminar. Tú, Señor, hasta hoy, me has seguido en cada paso de mi vida, y me has dado grandes cosas, que no puedo olvidar, los momentos que en mi vida quedarán. Por eso ven, Señor Jesús, que te quiero hoy decir, que mis ojos se han abierto y que sin Ti no puedo más vivir, ven, Señor Jesús, que ahora tengo el corazón en un grito que me pide tu amor. (Las posturas de humildad en la oración – de rodillas, postración, golpe de pecho – me pueden ayudar a disponer mi corazón para reconocerme ante la grandeza de Dios, haz la prueba)

y se te abrirá por la contemplación (Hago silencio, me lleno de gozo, me dejo iluminar y tomo decisiones para actuar de acuerdo a

la Palabra de Dios) ¿Cómo hago mi oración? ¿Qué sentimientos resultan en mí después de ella? ¿Abro verdaderamente mi corazón a Dios y reconozco ante Él lo que soy? ¿Mi oración me abre para apreciar a mis hermanos, o sólo me sirve para tranquilizar la conciencia? ¿Cómo viviré mis encuentros con Dios desde la Verdad que me hace libre delante de él? ¿Qué papel han de jugar los otros en mi relación con Dios?