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¿Diestro o siniestro? Gerónimo/ 2008 1 1

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¿Diestro o siniestro

¿Diestro o siniestro?

Gerónimo/ 2008

1

Todo parecía bien. No se notaba nada fuera de lugar, la puerta no había sido violada, los vidrios no se habían roto y un grueso candado todavía resguardaba la integridad de la habitación, tampoco estaba forzado, ni mostraba señales de haber sido violentado.

Como digo, todo parecía bien.

Salvo, quizá, que encontrar un cadáver, aún sentado en la silla frente al escritorio, no parecía bien, ni parecía congruente con el resto de la pequeña oficina.

Para nosotros, encontrar un cadáver era cosa de todos los días, y a veces, desgraciadamente, los encontrábamos varias veces al día.

Un cadáver no es gran cosa.

Hace poco, tuvimos que atender una llamada en la que nos reportaban que había múltiples cadáveres.

Al arribar al sitio el espectáculo era dantesco.

¿Cuántos cuerpos correspondían a los restos encontrados?

Debe haber habido cerca de una docena de personas cuando se produjo el impacto; una explosión tiene la tendencia a destrozar el frágil cuerpo humano, que según me dicen, no está ni diseñado ni programado, para resistir una colisión a más del equivalente a 10 kilómetros por hora.

La explosión, cuando se presentó, produjo una onda expansiva que arrojó los doce cuerpos en todas direcciones, desmembrándolos y cubriendo todo el espacio de restos humanos irreconocibles unos, otros, totalmente cubiertos por sangre.

Sangre que cuando nosotros llegamos estaba seca y adherida a algunos irreconocibles trozos de lo que hasta unos momentos anteriores habían sido seres humanos, personas individuales.

Personas como él y ella; tu, o como yo; como cualquiera.

Gente que se reúne diariamente por las peculiaridades de algunas actividades en común; cada uno, responsable por su designado objetivo en un trabajo que requería colectividad.

Y sin embargo, algún descuido o un oscuro designio habían hecho que perdieran la vida.

Nuestro Jefe, Mc Dermont, aún después de muchos años, en ocasiones demostraba que la burocracia todavía no lo había cubierto por completo de ese indefinible manto de lentitud que obstruye la acción.

En esta ocasión, fue él quien detectó que esa explosión no era el resultado de una bomba o un artefacto explosivo construido ex profeso para terminar con la vida de esas doce personas.

Los oficiales que primero acudieron a la llamada, dictaminaron que en un edificio de oficinas, tenía que haber sido una bomba o algún dispositivo similar.

Así lo habían consignado en su llamada a la División de Homicidios.

Pero nunca se preocuparon por averiguar que en los pisos superiores, había algunas personas que en ese edificio tenían su vivienda y que la explosión fue causada por un tanque de gas.

Gas del tipo doméstico, del que se utiliza para cocinar y proporcionar agua caliente en baños y cocinas.

No se requería ser un genio, ni nada parecido, simplemente ser observador.

En el pasillo de entrada estaban seis u ocho medidores de gas, común y corrientes, expuesto a la vista de todo mundo, si bien, ocultos tras una pared falsa que los disimulaba de la vista de quienes utilizaban los elevadores.

Elevadores que ahora estaban fuera de uso porque la explosión había proyectado algunos objetos contra la metálica puerta de acero inoxidable que daba acceso a los mismos en el sexto nivel.

Tuvimos que subir por escaleras los seis pisos que nos llevaban hasta ese sexto nivel en donde estaban ubicadas las oficinas en donde ocurrió la tragedia.

El Jefe y yo, que estamos en buena condición física, fuimos los primeros en llegar.

Algunos de mis compañeros no se salvarán de la llamada de atención correspondiente y seguramente sus esposas o pareja, no agradecerán en nada las sesiones nocturnas de acondicionamiento físico a los que diariamente los someterían.

La explosión se habría originado en la supuestamente oficina adjunta, que alguien había

acondicionado como habitación, colocando los tanques de gas adosados a la pared contigua a la oficina en donde presenciábamos la tragedia.

Según nos reportaron los oficiales que primero acudieron, en la habitación conjunta el efecto había sido igual, si no mayor que en la oficina y, aparentemente, no habían encontrado cadáver alguno; el inquilino u ocupante no debe haber estado presente cuando ocurrió la explosión.

Y estábamos asumiendo ocupante en singular por las reducidas dimensiones del mencionado habitáculo.

Poco después, nos dimos cuenta de cuán equivocados estábamos.

Toda la experiencia acumulada, no nos había servido de nada; la realidad siempre supera a la ficción; tarde o temprano, la supera.

Tratando de enviar al fondo de la memoria estos recuerdos y otros conectados con ese caso, me concentré en el cadáver que ahora tenía delante.

¿Por qué nos habían llamado?

Un cadáver, sentado en una silla, frente a un escritorio, no es sinónimo de homicidio. Es un cadáver, mas no se puede asumir, sin saber, que ha sido un homicidio.

La policía en uniforme había sido notificada; acudieron y nos llamaron.

¿Por qué habían transferido el caso a nuestra División?

Había, en mi opinión, demasiada gente alrededor del escritorio, otros deambulaban tratando de parecer ocupados.

¡Nunca aprenderán!

Sus pisadas cubrirían o podrían cubrir evidencias vitales.

Ahora la escena del crimen, si era un crimen; estaba contaminada, y si no fuera un crimen, de todas maneras estaba contaminada.

El Jefe Mc Dermont se encendió y ordenó que todos los uniformados salieran y esperaran en el pasillo, o donde fuera, pero que ninguno abandonara el edificio, y sobre todo, que no hablaran con nadie de nada, mucho menos con la Prensa.

El Jefe consideraba a la Prensa, hablada o escrita como unos auténticos buitres que son atraídos por la carroña.

Y aunque en muchas cosas compartía su fobia, yo no la llevaba a los extremos que él la había llevado.

En ocasiones anteriores la Prensa me había ayudado en mis investigaciones; de hecho, nos debíamos algunos favores.

Durante casi 15 años habíamos presenciado muchas cosas juntos.

Por cierto, no me he presentado: mi nombre es Errol y mi sangre irlandesa; igual mi temperamento y no estoy de acuerdo con la prohibición de fumar; considero que los fumadores

también tenemos derechos, y que no los están respetando.

Muchos otros, como yo, fumamos conscientemente, sin molestar a nadie, pero la euforia que han promovido algunos ‘seudo defensores’ de los derechos de quien sabe quien, han creado un ambiente tenso y molesto sobre este tema, que por cierto, no es nuestro tema en esta ocasión.

El caso es que una vez que toda esa gente hubo salido, mientras esperábamos a los técnicos del servicio forense pude acercarme al escritorio y realmente ver al cadáver.

Era un hombre de aproximadamente 30, 32 años de edad, buena complexión, cuerpo firme, más no un atleta o fanático de los ejercicios.

Cabello castaño claro, probablemente había sido más claro en su niñez y adolescencia oscureciéndose con el transcurso de los años y la exposición al sol y los elementos.

Nariz recta, ligeramente desviada hacia su izquierda; rastros de acné adolescente, mandíbula ovalada, firme.

Firme también su boca, con labios más bien delgados, bien delineada.

Orejas pequeñas, la izquierda con el lóbulo inferior un poco más alongado que la de la derecha; sin heridas o rastros de perforaciones.

El ojo derecho, ligeramente abierto, mostraba un color azul verdoso, con una mirada fija, inexpresiva, tal vez de sorpresa.

El ojo izquierdo; bueno, el ojo izquierdo no estaba. Había sido arrancado.

Cerca de la comisura, debajo de la ceja, no muy poblada y de tono similar al del cabello, se notaban escoriaciones recientes.

Tuve que utilizar mis lentes para ver de cerca para notarlo. Mis ojos ya no son lo que eran, supongo que la edad y el mucho uso van acabando con ellos.

Lo primero que pensé es que le habían desprendido el ojo izquierdo.

Quizá por esto y por el filoso abre cartas enterrado en un costado, el costado izquierdo, pear ser precisos, es que nos habían llamado.

Se trataba de un homicidio.

No había duda; sin embargo, los técnicos forenses nos proporcionarían otros detalles necesarios, hora de la muerte, por ejemplo y otras particularidades.

Llegaron los técnicos y nos retiramos para que pudieran realizar su poco envidiable trabajo sin estorbo de nuestra parte.

Dentro de todo, reflexioné, su trabajo no está tan mal; no es envidiable, ni para mí deseable, pero al menos los muertos no te agreden, ni insultan, ni se resisten al arresto, ni tienen abogados o representantes de las Comisiones de Derechos Humanos que no te permiten casi respirar; no exigen, pasivamente cooperan.

En cierta manera, los técnicos forenses son las voces de las víctimas, los últimos que pueden hablar por ellos, y en muchos caso, son los que nos proporcionan información valiosa para aclarar los crímenes y encontrar al responsable.

Mientras reflexionaba sobre estas cuestiones, el Jefe había reunido al final del pasillo a todos lo uniformados que se habían congregado.

Ese es otro punto que a pesar de mis muchos años, aún no entiendo.

Siempre se están quejando, los Jefes, esto es, de que no hay elementos suficientes, que carecemos de policías calificados, que los novatos que nos envían las Academias no sirven para nada, bla, bla, bla; y sin embargo, en todos los casos que recuerdo, durante los 15 años que llevo en la fuerza, siempre hay un impresionante número de uniformados alrededor de cualquier evento.

¿No se necesitan en otros lugares? ¿Porqué hay 10, 20 o más elementos uniformados en las escenas de los crímenes? No me digan que es por control de multitudes; esa explicación es muy débil.

Los criminales realmente son tontos, podrían hacer lo que les plazca mientras el morbo impulsa a los ciudadanos a y los uniformados a que se reúnen como moscas ante los cuerpos inertes de las víctimas.

El Jefe preguntó quien encontró el cadáver, ¿Cómo fue que se enteraron los uniformados de que había un cadáver?

La madre del occiso reportó haberlo encontrado en ese estado; lo reportó por teléfono a la línea de emergencia.

El primero en llegar al sitio fue el oficial O’Malley, creo que es Sargento.

O’Malley, un irlandés legítimo, no como yo, producto de varias generaciones de inmigrantes, dio un paso al frente, con su libreta de notas en la mano.

O’Malley nació en Longford, condado del centro de Irlanda, y a los dos o tres años de su nacimiento sus padres emigraron hacia acá trayendo consigo a la familia.

Padre e hijos se enrolaron en la fuerza policiaca en 1950, O’Malley padre falleció en el cumplimiento del deber en 1957; el hijo mayor, Patrick ascendió a comandante y fue enviado a dirigir una Estación en el norte del país, O’Malley permaneció con nosotros, y resulta curioso que no sé su nombre, siempre ha sido y será O’Malley para nosotros.

O’Malley y yo habíamos coincidido en varios casos y la impresión que yo tenía del fornido irlandés era ambigua, producto de ocasionales encuentros en los que me parecía una persona sólida, confiable, aunque tal vez, demasiado respetuoso de los procedimientos y las reglas, fruto quizá de encuentros con sus superiores debido a su carácter, que como buen irlandés, debe ser explosivo.

La Sra. Robledo había llamado a las 7:43 de esta mañana al número de emergencias.

A las 7:59 O’Malley registró en su bitácora la llamada de la Central solicitando la presencia del oficial que se encontrara más próximo al lugar, en la dirección indicada.

El, O’Malley, estaba aproximadamente a diez cuadras del lugar; reportó su localización y recibió el OK. de la Central.

O’Malley llegó a las 8:04 y encontró a la señora Robledo recostada entre la pared y el suelo, en estado de gran desasosiego; llamó a los servicios médicos a las 8:09.

A las 8: 27 llegó la ambulancia y varios autos patrulla.

La señora Robledo fue transportada al Hospital Central a las 8:45.

Consultando sus notas, dijo: la señora Robledo, tiene 82 años de edad, es originaria de Colombia, nacionalizada en 1959; padece de diabetes y alta presión arterial.

La señora Robledo reportó que entró a saludar a su hijo y lo encontró reclinado sobre su escritorio con un puñal enterrado en su costado.

Su impresión fue tremenda y cree que se desmayó.

Al recobrar el sentido llamó al número de emergencias; ella no sabe la hora en que lo hizo, no lo recuerda.

O’Malley confirmó con la operadora telefónica que la llamada se hizo a las 7:07

Hice una anotación sobre la incongruencia entre las horas: el reporte de la Central señalaba las 7:43; O’Malley recibió aviso a las 7:59; sin embargo la señora Robledo llamó a las 7:07, O’Malley lo confirmó con la operadora.

Había un lapso de 36 o 42 minutos perdidos; mucho tiempo para trasmitir una emergencia.

¿Tendría algún significado?

También anoté otra discrepancia: O’Malley reporta que la señora Robledo encontró a su hijo reclinado sobre el escritorio; nosotros lo encontramos recargado sobre el respaldo, conformado por barrotes verticales hechos de madera y de entre ellos sobresalía el mango del abre cartas.

¿Alguien movió el cuerpo del occiso?

Habiendo terminado O’Malley quedó rígido esperando instrucciones. Se le despidió y el Jefe procedió a platicar con el encargado del contingente motorizado.

La gente ya se había dispersado; pocos curiosos se asomaban a atisbar por la puerta abierta del edificio y entre ellos, noté la presencia de un reportero o camarógrafo de Prensa tratando de

penetrar al edificio.

El uniformado de guardia se lo impedía.

El reportero insistía que estaba haciendo su trabajo, ejerciendo su derecho a la información, que esa no era forma de tratar a los medios de comunicación, brutalidad policiaca, bla, bla bla, ante los oídos sordos del uniformado, quien solamente se encogía de hombros mascullando “Ordenes”; es decir, implicando que había recibido órdenes de no dejar pasar a nadie.

Este hecho intrascendente me llamó la atención por varios detalles: uno la voz del reportero, gutural, pesada, característica, peculiar, otro, que nunca antes lo había visto y en tercer lugar, su actitud, insistente, pesada, prepotente.

Me precio de tener excelente memoria de las caras de la gente, muchas veces me cuesta trabajo asociar la cara con un nombre; sin embargo con ayuda nemotécnica y sin presión, casi siempre logro la asociación, pero en general, se puede decir que no olvido las caras de las personas y mucho menos, aquellas con las que me encuentro con frecuencia, como son los reporteros y camarógrafos.

A este reportero o camarógrafo nunca lo había visto, pero su insistencia y mala actitud en general hizo que las neuronas específicas que mi cerebro destinaba a esos fines, le registraran. en forma indeleble. Si lo volviese a ver, me acordaría.

Uno a uno los técnicos forenses se iban retirando, con sus bolsitas de plástico llenas de invisibles muestras, sus cajas de aluminio repletas de líquidos y maravillas químicas que a más de uno salvaron de la cárcel y a muchos enviaron atrás de las rejas de prisión.

A mi acostumbrado levantar de cejas, el Jefe Médico Forense respondió que lo enviaría lo más pronto posible, refiriéndose al informe.

Quedaban solamente algunos de los técnicos que fotografían todos los ángulos posibles del cadáver y de lo que en su experiencia y conocimientos debe quedar registrado antes de la remoción del cuerpo para la autopsia de ley.

Cuando nos hicieron la indicación, regresamos a la habitación; ya mucho menos congestionada, con menos personal policiaco; y gente husmeando por todos los rincones y procedimos a nuestro examen de la escena.

Pregunté su habían encontrado el ojo del occiso.

Con cierto cinismo, los técnicos forenses contestaron que no.

Entonces, como hipótesis de trabajo teníamos que además de clavarle un abre cartas en la espalda, que presumiblemente fue la causa de su muerte, al occiso le habían arrancado un ojo y se lo habían llevado.

Me acerqué al respaldo de la silla sobre la que aún estaba el fallecido señor Robledo: Juan Nepomuceno Robledo y López, oriundo de Medellín, Colombia, y Dentista de profesión.

No soy adivino, ni nada por el estilo, pero el diploma que le acreditaba como Medico Cirujano Dentista estaba colgado en forma muy visible en una de las paredes, y sin embargo, no había ningún equipo o instrumental médico a la vista que se relacionara con su profesión.

Hice la anotación de buscar su Consultorio o averiguar si trabajaba en algún Hospital, o si simplemente era Dentista pero no ejercía ¿A que se dedicaba? ¿ Cómo se ganaba la vida?

Creía recordar que el más cercano era el Hospital Central a donde O’Malley había enviado a la señora Robledo.

Y aquí me surgió otra incongruencia, los latinos utilizan el apellido del padre, no el de la madre; o bien la señora era Robledo por su matrimonio y usaba su nombre de casada, o por alguna razón su hijo Juan Nepomuceno utilizaba el nombre de su madre.

¿Era Robledo, o Robledo y López? López…..¿Era el apellido de la madre?.....si lo era ¿porque la ancianita no lo utilizaba?

Varias posibilidades.Una anotación más.

Con atención, miraba la habitación, la disposición de los objetos, de los muebles, archiveros, papeles, documentos, cartas, facturas por pagar, etc.

Abrí uno por uno los tres cajones del escritorio.

Nada fuera de lo normal, lápices, papeles, clips, engrapadora, grapas, tijeras, regla, escuadras, transportador, etc., una caja de puros cubanos, vacía, más papeles……lo normal.

Como dije al principio, todo parecía bien.

Pero sabía que no estaba bien. La simple presencia del cuerpo sin vida de Juan Nepomuceno Robledo y López evidenciaba que aunque pareciera, no todo estaba bien.

¿Qué otras sorpresas tendría esa habitación?

Abrí el pequeño armario, esperando encontrar el arsenal de instrumentos que tienen los dentistas pero no había nada de ello, o el pasaporte colombiano de Juan Nepomuceno.

No había evidencia de documentación sobre nacionalización, ni visa o papeles migratorios.

En los otros cajones, más de lo mismo. unos CD’s de música variada, dos o tres DVD’s de películas estadounidenses: My Fair Lady, Espartacus y Gone with the Wind; más papeles, folders, documentos y algunas revistas viejas Popular Mechanics y National Geografic Magazine, unos ejemplares en español, otros en inglés, lo que indicaba que alguien era bilingüe.

Sobre una de las dos sillas arrimadas a la pared enfrente al escritorio, estaban dos estados de cuenta de diferentes Bancos de la ciudad, bancos locales, no nacionales.

Pregunté si se habían fotografiado.

Me dijeron que sí y también habían fotografiado el recibo telefónico del mes pasado que estaba oculto bajo los estados de cuenta de los bancos.

Lo tomé y miré detenidamente; salvo dos números no había repetición de llamadas, y en todo caso, en ese período solo había llamado dos veces a cada uno de esos números telefónicos.

No había registro de llamadas de larga distancia, ni de otros servicios, mensajería, identificación

de llamadas, enlaces, servicios de red electrónica; nada de eso, simple servicio telefónico.

Lo regresé al lugar en donde estaba y con una mirada final salí encaminado mis pasos hacia el Hospital Central.

Tenía que darle tiempo al equipo forense a que hicieran su trabajo.

De cualquier manera, se nos había citado para las 3 de la tarde para la distribución de tareas en este caso.

El Jefe, no había asignado todavía las responsabilidades, y me empezaba a intrigar este asunto de extinto Juan Nepomuceno.

El espíritu celta, la herencia irlandesa solía manifestarse en ciertos momentos, entre otras cosas, con un cosquilleo en la punta de mis dedos; cosquilleo que generalmente acallaba con mi pipa y el tabaco inglés que me gustaba fumar cada vez que lo puedo obtener.

Aparte de todo y a propósito de nada, me gusta caminar.

En la calle, al menos hasta ahora podía fumar sin que nadie dijera nada. Dentro de la ley, sin que a nadie se le ocurriera protestar, por muy estúpidamente consciente de sus derechos constitucionales que estuviera.

La calle aún no es campo de batalla entre fumadores y no fumadores.

Es más, no faltaba quien dijera que mi pipa olía bien, algunos decían que olía bonito, pero generalmente nadie se queja, ni se molesta.

El cosquilleo se intensificaba, y aunque ahora fumaba una mezcla holandesa muy aromática, extrañaba mi tabaco inglés; ya tenía como dos meses sin poderlo conseguir.

Saboreándolo de antemano, lentamente llené mi pipa y muy satisfecho conmigo mismo, comencé a caminar en dirección al Hospital Central.

2

El Hospital Central es un microcosmos, un ejemplo en miniatura de las miserias y carencias humanas, de virtudes y defectos individuales y colectivos, un lugar de esperanza y de desesperación, todo al mismo tiempo, todo en abigarrada confusión.

De alguna manera, esperaba nunca tener que estar ahí como paciente.

A la fecha he tenido la suerte de no conocer ningún hospital; como persona he acompañado a muchos parientes y familiares, he tenido que ser el portador de malas y buenas noticias, he visto de cerca la insensibilidad ante el dolor, la indiferencia; no quiero padecerlas.

Ya bastante tengo sobre lo mismo con mi profesión, con mis compañeros. No me gustan los hospitales.

Me identifiqué en Recepción pidiendo ver a la señora Robledo.

La mirada que me dirigió la gruesa matrona hubiera derretido toda la Antártica; quiso saber si era familiar de la paciente. Decidí utilizar entonces mi sonrisa de ventas y le dije, en el tono mas amable que pude que no, que solo era un policía cumpliendo con su deber.

La mirada no se suavizó; solamente se encogió de hombros y preguntó con una voz más fría e inhumana, que quien iba a pagar por la atención de la señora Robledo.

Respondí a mi vez, con un movimiento de hombros de significado universal y agité frente a sus glaciales ojos mi placa de Detective.

Parece que hasta entonces registró el hecho de que yo era un policía, su mente burocrática reaccionó, su boca se torció en feo gesto y me indicó bruscamente, hasta se podía decir que groseramente, que me dirigiera al primer piso, señalando las escaleras, con un dedo cuya uña estaba pintada en un horrible color violeta.

Solamente para molestarla, lenta, muy lentamente coloqué mi sonrisa irónica en su lugar, puse hielo en mi mirada y más lentamente aún, caminé hacia los elevadores dejándola que admirara mi espalda.

La señora Robledo estaba en el pasillo, sentada en una incómoda silla de madera y junto a ella un oficial de policía hacía aburrida guardia.

A la indefensa ancianita le estaban cobrando el precio de su pobreza.

La señora Robledo era plenamente culpable de haber cometido dos crímenes imperdonables: no tenía tarjeta de crédito y no estaba asegurada.

No merecía siquiera la estancia común; un ocupado pasillo en el primer piso, junto a Emergencias y eso, supuse, porque había sido ingresada por un oficial de policía y otro la custodiaba.

Ni siquiera le habían proporcionado uno de esos postes metálicos para colgar la bolsita de suero, o quien sabe que sustancias que los médicos introducen sin consultar a nadie, bolsita que se balanceaba incongruentemente sobre el respaldo de la silla.

Me acerqué y viendo que había varios de esos postes cerca, tomé uno y coloqué la bolsita en el, molesto porque el oficial de policía no había tenido la iniciativa de hacerlo, pero reclamándolo con mi acción y mi silencio.

La señora Robledo estaba dormida o dormitando y dudo mucho que se hubiera dado cuenta de mi presencia o mis acciones; es mas, dudo mucho que se hubiera dado cuenta de nada.

Solicité, con voz en la que introduje pesada ironía, al oficial uniformado que buscara algún médico o enfermera y lo trajera sin dilación.

Creo que pesada o no, la ironía se perdió en algún sitio entre un oído y el otro del compañero uniformado, pero el caso es que se movió.

El poco rato regresó con una joven enfermera a su lado, a la que mucha falta hacía volver a pintarse el cabello, pues las raíces oscuras afeaban su rostro, que en otras circunstancias hasta bonito hubiera parecido.

Sin decir palabra, llamó por su teléfono portátil y sorprendentemente pronto llegó un ordenanza con una silla de ruedas en donde con delicadeza, producto de la práctica, no de sus sentimientos, colocó a la señora Robledo y se dirigió al final del pasillo en donde estaba la sala común.

En un rincón había un cubículo vacío y ahí colocó la silla.

La señora Robledo seguía dormida o dormitando.

La enfermera se retiró y al poco rato llegaron dos ordenanzas que colocaron a la señora en la cama, corrieron la verde cortinilla plástica y se retiraron dejando la silla de ruedas incongruentemente situada en donde más estorbara el paso.

La arrimé a la pared, y me senté en ella a esperar.

El oficial permanecía cerca, rígidamente parado, sin decir palabra.

Una eternidad después, apareció un joven médico y se acercó a nosotros, descorrió la cortinilla y tomó el pulso de la señora Robledo, hizo anotaciones en la tablita que cargaba diciendo que se le había administrado un sedante y algunos medicamentos para controlar su presión arterial, y que tardaría cerca de media hora en estar despierta, que debíamos dejarla descansar, estaba débil.

Informé que la señora Robledo era diabética. Hizo, supongo, la anotación correspondiente, consultó algunas hojas del expediente y se retiró solicitando fuera al mostrador de Recepción a llenar la información de ingreso de la paciente.

Como comprenderán, el prospecto de enfrentar a la agradable y servicial matrona me era poco más que desagradable.

Dije que así lo haría, pero no lo hice.

No me moví de la silla de ruedas, esperé que pasara otro de esos interminables lapsos del tiempo en suspenso tenso, que se posan como epidemia venenosa sobre los hospitales, hasta que la joven enfermera regresó con otra silla de madera y retiró la de ruedas.

Tiempo después, llegó O’Malley diciendo que el Jefe requería mi presencia y que él se haría cargo de cuidar a la señora Robledo.

Se acercó a su compañero, intercambiaron susurros y éste se retiró; en silencio, con el seco sonido de sus pisadas delatando su incomodidad.

Fuera del ambiente en que nos habíamos encontrado la última vez, y tal vez por la cantidad de gente que había, no me había fijado, pero O’Malley resulta verdaderamente intimidante, su corpulencia y solidez bastan para servir de disuasivo en cualquier situación.

Su sonrisa era exactamente lo opuesto, una sonrisa irresistible, bondadosa, contagiante.

Insistió que el Jefe deseaba verme lo mas pronto posible, por lo que, no teniendo más remedio, y aún en contra de mis instintos, solicité se encargara de atender a la señora Robledo lo mejor que fuera viable, que le tratara de conseguir una habitación privada y la mejor atención posible.

Le aseguré que conseguiría que la División de Homicidios se hiciera cargo de los gastos del Hospital.

Que con gentileza tratara de averiguar todo, y enfaticé, todo, lo posible acerca de su hijo, sus actividades, amistades, hábitos, distracciones, etc., particularmente lo relativo a su practica como dentista, así como sobre ella misma y que completara la información requerida por el Hospital.

Salí pensativo; no me había gustado el aspecto grisáceo de la piel de la señora Robledo y aunque no soy médico, ¡Dios me libre de tal maldición! he visto mucha gente cancerosa como para que me equivoque al apreciar ese tono grisáceo en la dermis.

En mi no fundamentada opinión, además de la diabetes y la alta presión arterial, la señora Robledo tenía cáncer, y ahora estaba desamparada, sin seguro y con pocos o ningún ingreso.

No es justo que alguien llegue a los 83 años de edad para encontrarse indefenso, marginado por una injusta sociedad.

No conozco Colombia, nunca he tenido la oportunidad de ir, pero conozco México, ahí he estado en varias ocasiones por periodos prolongados y aunque sé que no es lo mismo, imagino que como en México, en Colombia hay una enorme disparidad en la distribución de la riqueza: mucha gente, pocos ricos y muchos pobres.

Por lo mismo, para personas como los Robledo y López obviamente provenientes de un estrato social de bajos ingresos, poder realizar una carrera profesional como Cirujano Dentista debe haber sido resultado de mucho esfuerzo y quién sabe que tanto sacrificio.

El mero hecho de que en la minúscula oficina en que encontramos el cadáver de Juan Nepomuceno, en la pared de enfrente al escritorio estuviese colgado el Título Profesional del occiso, significaba que para él tenía relevancia; indudablemente era un motivo de orgullo.

Cada vez que levantara la vista lo vería; no lo había colocado en otro lado, no junto a otros 6 u 8 cuadros que en artística profusión colgó en la pared opuesta a la ventana.

Paisajes de su tierra natal, Medellín, recortados tal vez del National Geografic Magazine, pues claramente se notaba que eran reproducciones impresas, enmarcadas en forma barata, no comparables al marco del Título que parecía trabajo fino, obviamente caro.

Y sin embargo, en esa oficina no había el menor rastro de su actividad profesional.

Para un extranjero, contar con una educación, tener el respaldo de un Título profesional abría otras puertas diferentes a la servidumbre o a ocupaciones menores.

Y sin embargo, repito, en esa oficina no había el menor rastro de su actividad profesional.

¿Para que querría Juan Nepomuceno tener una oficina? ¿Para qué la tenía?

Ahí le habían dado muerte, no en la calle, no en su casa, ni en algún disturbio, no era una muerte casual, era determinada, era una acción directa. Para alguien representaba algo, algo valioso, algo que justificaba su muerte y la desaparición del ojo.

Nadie le la iba a prestar una oficina, no en esta deshumanizada ciudad; debe haber pagado una renta. ¿Cuáles eran sus actividades? ¿De donde provenía el ingreso que mantenía su vida y la de su madre?

¿Y sobre su profesión; su orgullo?

Mas anotaciones, más posibilidades, más necesidades de investigación.

Recordé que en un edificio adjunto al Hospital Central había un conjunto de Consultorios Médicos; valdría la pena averiguar si ahí había algún consultorio del Dr. Robledo, o si le conocían.

¿Por qué le habían dado muerte? ¿Por qué le habían arrancado el ojo? ¿Para qué?

También podía ser que su mera existencia, la continuación de su vida representara un peligro, una amenaza para alguien, una amenaza de magnitud.

Se podía descartar una muerte por impulso: no cuadraba esa hipótesis; definitivamente su muerte había sido premeditada no el resultado de alguna discusión, de alguna desavenencia.

Por otra parte, esperaba el resultado de la autopsia; quería conocer la opinión de los técnicos forenses.

A mi me había llamado la atención, el ángulo de entrada del abre cartas, no había sido encajado en línea recta, tenía una trayectoria inclinada, hacia la derecha; como si hubiera sido impulsado por la mano izquierda.

El asesinato ¿Habría sido cometido con la mano izquierda?

De ser así, el asesino no era diestro, era siniestro.

Desechando el impulso de fumar otra vez, apresuré el paso para llegar a nuestras oficinas y no provocar la furia burocrática de nuestro Jefe.

Había adelantado la reunión.

Los Detectives de la División estaban discutiendo puntos diversos, en el denominado Salón de Situación en donde se colocaba en pizarrones y paredes las fotografías y demás información sobre el caso que nos ocupaba.

Faltaban las fotografías de la autopsia y las que los técnicos forenses entregarían al término de su labor, ya estaban las referentes a la oficina, el lugar del crimen.

A un lado, se había colocado un enorme pizarrón blanco, de esas maravillas modernas que estaba paulatinamente sustituyendo el pizarrón verde tradicional, eliminando el típico chirrido enervante del gis sobre la verde superficie; ahora se usaban unos plumones de diversos colores.

En el otro extremo, más cerca de la puerta estaba el envejecido pizarrón en el que se asignaban las investigaciones y se establecía el responsable de cada una.

A este pizarrón, le decíamos irrespetuosamente La Biblia, porque una vez que algo se había anotado ahí, era mandatorio, solamente el Comisionado podía hacer alguna modificación, y solamente el Jefe hacía anotaciones, solamente él escribía ahí; era exacta y precisamente nuestra Biblia.

Disimuladamente me acerqué a La Biblia y observé que ya se había escrito el nombre de Juan Nepomuceno; empero, el espacio correspondiente al detective a cargo de la investigación aún permanecía en blanco.

El Jefe Mc Dermont estaba hablando en ese momento, interrumpió su perorata y en su típica forma brusca, a la que quiso añadir sarcasmo, sin lograrlo, con una caravana versallesca agradeció que hiciera el favor de acompañarlos.

Ahora, añadió, podríamos dedicarnos a examinar el caso del doctor Robledo.

Añadió, secamente, que no había mucho que decir al respecto, faltaba la información de los forenses, y por supuesto, no se habían presentado los reportes respectivos.

Enrojecí por el velado e injusto reclamo, apenas en la mañana se había iniciado el asunto, pero en su mente reducida ya estaba preocupado por no tener papeles, reportes y demás elementos, que seguramente eran lo que sus superiores exigían.

No resultados; papeles, reportes.

Indiqué las incongruencias que había notado, el ángulo de la herida (hay que tener mucho cuidado con las palabras ante estos burócratas, pues no se puede decir nada que no esté soportado e incluido en el reporte oficial), la ausencia de material dental, y todo lo demás, esperando que los reportes forenses proporcionara corroboración o negación de algunos supuestos.

Como dije, hay que tener cuidado con las palabras; la mención de supuestos desató la furia de nuestro Jefe, quien dijo que lo nuestro no era un trabajo de supuestos, sino de hechos.

Añadió, que ya que yo tenía supuestos, que me hiciera cargo del caso, y que reportara hechos, de inmediato, o antes si le quisiera hacer el favor.

Se dirigió a La Biblia y anotó mi nombre como responsable del caso del doctor Robledo.

Informó que dada la escasez de personal y la cantidad de casos en que estábamos lamentablemente muy atrasados, trabajaría con la asistencia de algún miembro de la policía uniformada que pudiese ser asignado.

En uno de esas llamadas que de repente recibía, los ancestros celtas insinuaron que solicitara fuera O’Malley quien me asistiera, ya que, traté de decir lógicamente estaba enterado del asunto, había sido el primer oficial en acudir al llamado y quería ser promovido a detective.

El Jefe dijo que vería con sus superiores si pudieran asignarlo a este caso.

Después se refirieron a otros casos en los que, para ser franco, no me interesé en prestar la menor atención, dedicándome de inmediato a pensar en el reporte inicial, con el cual pretendería cubrir mis espaldas y satisfacer las ansias burocráticas de mi Jefe y sus Jefes y los Jefes de esos Jefes.

Dando por terminada la reunión, el jefe se despidió, sin duda alguna a revisar los miles de reportes que casi lo ocultaban detrás de su amplio y vetusto escritorio.

Decidí pasar a las misteriosas oficinas y fríos lugares en donde los técnicos forenses se enfrascaban en sus investigaciones y análisis.

Recordé que hasta hacía pocos años, los forenses no eran más que encargados de las autopsias y los muertos; no salían de sus laboratorios y cubículos, no iban a los lugares en donde había crímenes, no recuperaban evidencia.

En aquellos viejos tiempos, ni siquiera acudían a sitios en que se había cometido algún robo; si acaso, y si eran llamados, iban a esparcir de polvito cuanto espacio hubiera para recuperar huellas digitales.

No tenían la importancia que hoy tienen, ni prestaban los valiosos servicios que hoy prestan.

Y esos valiosos servicios para mí y para Juan Nepomuceno, todavía no estaban disponibles.

Estaban trabajando, estaban en el caso y como nuestras relaciones con esos técnicos eran aceptables, prometieron apresurarse lo más posible.

No había nada más que hacer, sino esperar.

Mientras tanto decidí revisar las bitácoras y reportes en referencia a las llamadas e instrucciones involucradas en el caso Robledo.

En la Central de Emergencias estaba al cargo Maggie, para nosotros una agradable y sugestiva voz, reconocida como eficiente y dedicada oficial de policía.

Nadie me había mencionado que era una mujer preciosa.

De estatura regular, el azul y sobrio uniforme no lograba disimular la firmeza de su figura, ni la suavidad de sus contornos, plenos de misteriosas curvas y recovecos.

Su cara, enmarcada en rubios y largos bucles que recordaban a Shirley Temple, (la niñita actriz de los primeros años del cine estadounidense); su cara, me dije, tiene una frescura infantil compatible sin embargo con sus 27 o 28 años.

Sus ojos claros, que habían visto mucho más de lo que su edad sugería, se clavaron en mí, sin expresión alguna.

Preguntó que deseaba.

Eficientemente, me mostró las hojas de los reportes de la mañana.

Firmado por Olga, el reporte indicaba haber recibido la llamada de la señora Robledo a las 7:43, pero, me pareció que la hora había sido borrada y vuelto a escribir sobre ella.

Lo comenté con Maggie y me dijo que efectivamente la hora parecía haber sido modificada; ella acababa de iniciar su turno y después de Olga, Felicity había ocupado su lugar.

Todo esto lo registró mi subconsciente, pues mi consciente estaba muy concentrado en la melodiosa voz de Maggie y en el resto de su anatomía, particularmente sus ojos, de color indefinido que tenían la propiedad de ver hasta el fondo de los míos.

Los ancestros irlandeses se alborotaron como nunca lo habían hecho antes.

Normalmente, se que hacer, y si tengo alguna duda, los ancestros irlandeses me indican el camino a seguir, o la acción a emprender.

Pero en esta ocasión estaban totalmente alborotados y sin congruencia alguna; no entendía nada de lo que me pretendían comunicar.

Seguí revisando el resto de la bitácora firmada por Olga y los demás datos coincidían con lo que yo tenía anotado; la información proporcionada por O’Malley correspondía exactamente: 7:59 llamada de la Central, 8:00 confirmación de O’Malley, 8;09 solicitud de ambulancia.

Una mujer, alta y seca, contraste total con Maggie, se acercó al mostrado solicitando la entrega de un paquetito que había dejado bajo el mostrador.

Contestando alguna muda pregunta, Maggie se sonrojó e indicó que el oficial aquí presente había encontrado algunas tachaduras en el reporte, mismo que mostró a la recién llegada.

Lo revisó, y asintió que efectivamente parecía modificado, que ella recordaba haber visto 7:07 porque los números 7 habían sido escrito en el estilo inglés, con una rayita atravesada sobre el rasgo largo, {-7-}, que ella no lo había cambiado, pero definitivamente había sido modificado; esos 7’s eran distintivos de la escritura de Olga.

Recogió su paquete y rápidamente se retiró.

Maggie y yo quedamos frente a frente, en un silencio cargado de significados.

Por una parte estaba lo que pudiera representar el relativo e intrascendente cambio de un registro horario; por otra, la significación de una corriente eléctrica, o magnética que se había posado sobre nosotros.

No fue ese el momento de aclarar esos significados.

No lo hicimos, ni intentamos hacerlo.

Olga definitivamente había efectuado la mayoría de los registros, los anteriores mostraban el rasgo distintivo que nos indicó Shirley, que aparecía claramente en otras llamadas registradas a las 7:12, 7:18. 7:20 y 7:26 ; pero el último de ese lapso, el que me interesaba, a las 7:43 no mostraba ese trazo distintivo, o sea, Olga no lo había modificado.

Alguien más lo había hecho y no se fijó en el rasgo distintivo en los números 7.

En ese período de 23 minutos alguien había alterado el registro.

Por otra parte, analizando la bitácora pregunté a Maggie si era normal que transcurriera un lapso de 23 minutos sin que se registraran llamadas; que según esta hoja, de las 7:26 a las 7:43 no había habido ninguna llamada o ningún registro de haberse recibido alguna.

Comentó que le parecía extraño y tomando su auricular se comunicó a algún lugar en donde le indicaron que se había presentado una falla en el conmutador; que tomó aproximadamente 15 minutos en restablecerse el servicio.

Más y más extraño todavía, quedaban 8 minutos sin explicación, y durante ese tiempo alguien había puesto el conmutador de Emergencias fuera de servicio.

Solamente por aclarar las cosas, y por permanecer más tiempo con Maggie, le suplique preguntara si la descompostura afectó todo el sistema o solamente el conmutador de Emergencias.

Lo hizo y le informaron que solamente el de Emergencias había sufrido una falla, ocasionada por una descarga de energía inexplicable, o una sobre carga en el sistema.

Maggie estaba extrañada y aparentemente deseaba una explicación pues no deja de ser insólito que un Detective baje a los sótanos administrativos, encuentre discrepancias en los registros, y descubra fallas en el sistema que solo afectan esa área, máxime un Detective de Homicidios.

Pedí a Maggie que, por el momento, no dijera nada sobre el asunto, ni mencionará más a Shirley; que posteriormente le informaría lo que hubiese averiguado y le entregué mi tarjeta con los números telefónicos a los que podía comunicarse, añadiendo el de mi departamento.

Con una sonrisa, Maggie la guardó en su bolso de mano, en el que incongruentemente alcancé a ver lo que parecía un pesado revolver de reglamento.

Recordé que pese a su apariencia y fragilidad, Maggie era una mujer policía entrenada en artes marciales y en el uso de armas de fuego. No debía olvidar eso.

Regresé a mi escritorio, recuperé mi silla que alguien se había apropiado y me dispuse a limpiar de papeles y demás cosas que sobre él había, cuando noté un sobre amarillo, cuya procedencia bien conocía y esperaba: la Oficina Forense.

Además de una hoja con el sucinto Reporte Oficial, había una serie de fotografías de la habitación, el cadáver de Juan Nepomuceno y de otros objetos.

En el Reporte se mencionaba la herida en la espalda como la causante primaria del deceso del doctor, pero se había encontrado en el sistema digestivo, restos de algunas sustancias, entre ellas una de origen desconocido, las que se habían enviado a Toxicología.

En forma demasiado técnica y con abundancia de descripciones anatómicas, en resumen el Reporte decía que el ojo izquierdo (desaparecido) había sido arrancado de su órbita por medio de presión exterior por perforación con algún objeto punzo cortante causante de las excoriaciones en piel y hueso y en el fondo de la fosa ocular había restos de venas, músculos y tendones, restos consistentes con el desprendimiento violento del globo ocular.

La hora de la muerte se estimaba entre las 5:30 y 6:00 de la mañana.

Y describía el ángulo de entrada y trayectoria del abre cartas al que se identificaba como un objeto de acero sólido, de tipo comercial, fácilmente obtenible en cualquier establecimiento comercial, excepto que éste había sido muy bien afilado.

Dejé el Reporte y dediqué mi atención a revisar cuidadosamente las fotografías.

En estas labores y en acomodarlas en el Salón de Situación, pase la mayor parte del resto de ese día.

3

Poco después del atardecer me encaminé hacia el Hospital Central a platicar con la señora Robledo y con O’Malley.

Encontré a otro uniformado con un aire de aburrimiento que podría ser contagioso; no O’Malley.

En su lugar, negligentemente recargado sobre una pared, el uniformado informó que el sargento había sido llamado a la Comisaría, a él lo habían enviado como reemplazo y que la señora, (consultó su libreta), la señora Rogledo había despertado y se había vuelto a dormir.

Pasé a verla y efectivamente estaba plácidamente dormida, con ese batujón abierto por la parte de atrás, totalmente incomodo y humillante que colocan a todos los pacientes en los hospitales; su ropa ordenadamente colocada sobre una mesita portátil.

El policía que dijo llamarse Stewart comentó que O’Malley había sido llamado para asignarle otras obligaciones con algún estirado detective de Homicidios y había dicho que dejaba una relación con lo que había platicado con la señora Rogledo.

Dándose cuenta de que yo era el estirado detective de Homicidios, sin pestañear me entregó la relación.

Le dije que el nombre era Robledo, no Rogledo y que estaría en la cafetería del Hospital por si algo se ofrecía o despertaba la señora Robledo, que no abandonara su puesto y enviara a alguien por mi, que su uniforme aseguraba obediencia y la señora corría peligro, no podía abandonar su puesto por nada, ni para ir al baño.

Internamente maldije a los novatos burócratas como O’Malley, que confiaban relaciones y mensajes a policías como Stewart, que no pudo o quiso enderezarse, como si la pared lo estuviera sosteniendo.

Ya en la cafetería, me acomodé en una incómoda casilla al fondo, lejos de la cocina y los baños, en donde pudiera estar más o menos aislado del movimiento.

Solicité un café y un club sándwich y me dispuse a leer la relación que tan imprudentemente había dejado O’Malley; reflexionando que Stewart ni había preguntado mi nombre ni solicitado ninguna identificación.

Yo podía ser cualquier persona y él inocentemente me había entregado el mensaje. Al menos parecía haber permanecido cerrado, tal como O’Malley se lo entregó.

O’Malley había usado un sobre membretado y papel igualmente con el membrete del Hospital.

El sobre no tenía mi nombre ni estaba dirigido a alguien, solamente en un extremo inferior, la fecha.

Al menos aquí, no tuve que esperar a que en un lugar prácticamente vacío llegue alguien, supuestamente a atenderte y acomodarte en la mesa que a él o ella le da su regalada gana.

Llegó el club sándwich, pero no el café. Típico.

Parece que a esta gente le pagan por el número de vueltas que suministran a las mesas interrumpiendo cualquier conversación o actividad que los clientes estén realizando, mientras más vueltas mejor; tal vez piensan que las propinas están en relación directa a las veces que interrumpen o irrumpen. Además, tienen que acomodar los mantelitos de papel en lugares predeterminados, exactos, sin importar que tenga uno los brazos o algún objeto ocupando ese sitio.

En fin, siquiera en este caso el mantelito y el sándwich llegaron juntos, mas no los cubiertos o el café.

Mis ancestros irlandeses me aconsejaron prudencia y silencio.

Prudente y silencioso permanecí, deseando que con la vista se evitara el enfriamiento del club sándwich rebosante de grasa que estaba delante de mí.

Con una servilleta de papel que al menos no parecía usada, absorbí el exceso de grasa que surgía de entre las semi tostadas rebanadas de pan y me dispuse a dar la primera mordida.

Ni eso pude hacer, porque el eficiente mesero eligió ese preciso momento para llegar con el café, sin cuchara ni cubiertos, por supuesto; una simple, vil y mísera taza de café fue el resultado de su enésima visita a mi mesa.

Buscando inspiración, quizá divina, volteaba hacia todas partes, como buscando algo, como en antesala de algún evento mágico o prodigioso.

Un viaje más, rápido esta vez, tan sólo a la mesa de junto, de donde tomó los cubiertos, la azucarera y las cajitas plásticas que contienen sustituto de leche o de crema, las depositó con ligereza sobre la mesa y como si mereciera una medalla olímpica, se quedó parado esperando no se qué.

Algo leyó en mí mirada, por que se alejó y me dejó en paz, paz relativa, lo sé hasta su siguiente aparición, pero al menos pude empezar a tratar de descubrir cuál es la versión del Hospital Central de lo que venden como club sándwich.

Apunto de iniciar la primera mordida a este manjar de los dioses, O’Malley hizo acto de presencia.

Le indiqué que tomara asiento y me permitiera comer y beber en silencio antes de iniciar cualquier conversación.

Pero insisto, estaba escrito que no pudiera iniciar mi ingestión de un ya totalmente frío club sándwich y supongo, igualmente helado café.

El mesero se apersonó como por arte de magia con el consabido mantelito y el menú que O’Malley no pudo empezar a leer por tener al atentísimo y eficiente mesero prácticamente volcado sobre la mesa acomodando el mantelito en la disposición geométrica que en su entrenamiento habían impreso en su privilegiado entendimiento.

Cuando ya pudo resolver el trigonométrico problema de la ecuación del acomodo de los mantelitos, porque han de saber que el que a mi correspondía, había quedado ahora desalineado con el otro y tuvo que ser re acomodado.

Menos mal que no había supervisor y que el mesero de marras, que ya se me estaba atravesando y al que los ancestros prevenían a mis espaldas, terminó sus acomodos y se retiró para traer el café que O’Malley había solicitado.

Por fin, pude dar la primera mordida, pero mis papilas gustativas no estaban funcionando.

No obtuve ni la más remota semblanza a lo que un club sándwich debe saber.

Pero ya había logrado morderlo, ya estaba comprometido con el consumo; ya no había arrepentimiento posible, esa primera mordida movía la campanita de la caja registradora. Es un hecho de la vida, no hay mas, no hay escape posible.

El caso es que en medio de esta aventura cuasi gastronómica pedí a O’Malley me informara lo que había averiguado con la señora Robledo.

Trató de recoger el sobre que a medio abrir, pero sin leer, estaba sobre la mesa.

Suavemente puse mi mano encima del sobre diciéndole que no; que no leído, que lo dijera en sus propias palabras, no como quien hace un reporte, sino como en una plática amistosa.

Claramente se notaba que no estaba acostumbrado a platicar, sino a escribir reportes; acostumbrado a una impersonal manera de comunicarse.

Si íbamos a trabajar juntos, había cuatro cosas que tendría que aprender de inmediato: primero a comunicarse, segundo a caminar como gente normal, no como policía, tercero a aprender a pasar desapercibido y cuarto a pensar como lo harían otras personas.

Había otros dos o tres puntos que en mi criterio u opinión también resultaba interesante que aprendiera, pero consideré que hoy no era el momento ni el lugar par decirlo.

Sabía, que cuando se lo dijera, representaría un sacudimiento a su modo de ser y a sus convicciones y no lo conocía como para poder considerar su tolerancia y adaptabilidad a nuevas circunstancias, muy alejadas de la rigidez a que estaba acostumbrado.

Dijo que la señora Robledo le había agradecido las atenciones, que se había asustado al despertar en un hospital, y demás cosas por el estilo y al respecto.

Mis ancestros me indicaban que tendría que ejercer al máximo mi paciencia, que O’Malley no estaba acostumbrado a platicar y que no debía forzar las cosas; me recordaban además el valor imponderable que lo insignificante o intrascendente tenían en nuestra profesión, que todo detalle por nimio que pareciera podía tener significación y relevancia.

La familia Robledo provenía de una familia humilde y pobre de la sierra colombiana, cercana a Medellín.

Ahí habían trabajado en plantaciones de unos hacendados muy ricos e importantes en unas plantas que mantenían ocultas bajo unas telas de esas de camuflaje.

En alguna ocasión, a su padre y esposo los había detenido y maltratado en unas prisiones pero luego los habían soltado.

Su esposo había fallecido poco después que su hijo termino su carrera de dentista y en Medellín estuvo con otros compañeros de la escuela en unos consultorios que atendían gente pobre y cobraban poco y a veces, ni cobraban.

Un compañero había venido aquí y le estaba yendo bien, y ofreció a Juan Nepomuceno se viniera a trabajar con él.

Ese compañero trabajaba para un Hospital, de la Luz o algo parecido y ahí tenían su consultorio.

Después abrió la oficina en que lo mataron.

¡Nunca debió abrirla! sólo te trajo problemas y dificultades y luego la muerte.

A la muerte de su esposo, su hijo la había traído aquí, en donde se estuvo escondiendo un tiempo hasta que arreglaron sus papeles; después ya no había tenido que esconderse

Hacía poco estaba tendiendo a un señor muy importante que trabajaba en una fábrica de agua, y a la que tenía que ir a atender en su laboratorio porque el señor no podía salir y le pagan muy bien.

Tenía que estar algunos días en la oficina y ahí pasaban unos señores por él y lo llevaban al laboratorio y ahí había una máquina en donde ponía el ojo para que se abriera la puerta.

Había días en que esperaba y no llegaban por él.

Que el agua que fabricaban era agua muy especial no para beber o regar las plantas, y en la fábrica había muchos soldados con uniformes negros, no verdes, y algunos con esas telas de camuflaje como las que usaban en Medellín.

Su hijo no tenía amigos, ni novia, ni veía mujeres, era muy dedicado y ayudaba a mucha gente pobre.

No entendía porque le habían matado.

Según O’Malley, la señora Robledo no se había dado cuenta de que al cadáver de su hijo le faltaba el ojo izquierdo.

Interrumpí el relato y le dije, más bien, le ordené que bajo ninguna circunstancia revelara a la señora Robledo ese detalle del ojo, bajo ninguna circunstancia; y que considerara como una obligación el asegurarse de que no se enterara por ningún medio.

Después le pregunté cuales eran sus impresiones de todo este embrollo.

Comenzaba a decirlo, cuando el obsequioso y siempre inoportuno mesero interrumpió una vez más, para inquirir si deseábamos algo más.

Pregunta que se hace con la intención, no de servir, sino de indicar que ya deseaba el pago, o mayor consumo y su propina.

El tono y la inflexión de voz con las que se acompaña esta solicitud indica claramente las intenciones: o más negocio, más consumo, o adiós.

Pregunté a O’Malley si quería algo más, su respuesta fue que no y sacó el dinero para liquidar su consumo.

Dije que yo lo pagaría y solicité la cuenta, la que, para no variar, también tardaron más de lo prudente en traer.

La revisé, como siempre, pues me molesta que pretendan cobrar lo que no hemos consumido o que agreguen el importe de la fecha, como por descuido.

Estaba correcta, la pagué, dejé unas monedas como propina, más por costumbre que porque se merecieran; ni el servicio ni la comida las justificaban; pero quizá tuviéramos que volver y no me hubiera gustado que escupieran sobre la mía, antes de servirla.

Salimos a la calle. El sobre, sin leer, se perdía entre la enorme mano de O’Malley, nunca llegué a saber que había escrito. O’Malley solo expresó que ya lo había dicho; no era necesario leer el mensaje.

Junto a O’Malley me sentía empequeñecido; cualquiera se vería pequeño.

Saqué mi pipa y mi tabaco y me propuse darme el placer que fumar me proporciona, mientras estimula mis escasas neuronas y me permite meditar y reflexionar.

O’Malley no mencionó nada y le veía tratando de caminar como gente normal.

Sugerí que imitara a los negros y tratara de deslizar los pies y no a paso marcial como le habían imbuido en la academia, como un paso de baile, deslizándose, no marchando.

Su risa fue sonora, alegre y contagiosa.

Pero más aún, su imitación de caminar como los negros.

O'Malley tenía sentido del humor y soportaba las bromas. Era un adelanto, un buen comienzo.

Mientras caminábamos dijo que él nunca había mencionado que quisiera ser detective, que le habían dicho que yo lo había mencionado.

Descubierto mi engaño, dije que seguramente en algún momento lo habría pensado o acaso deseaba ser policía uniformado toda su vida.

Volvió a reír; no dijo nada al respecto y ahora que me acuerdo, no lo volvió a mencionar nunca más.

Un punto a su favor; una vez resuelto el asunto, a otra cosa.

Dijo que había estado pensando en eso del agua, de la fábrica de agua que había mencionado la señora Robledo.

Se le ocurría que no podía ser agua potable o hielo, ni siquiera hielo seco, que tenía que ser otro tipo de agua y sólo sabía él de un agua conocida como agua pesada que se usaba para alguna cosa de tipo nuclear.

Ocultando mi sorpresa, indiqué que era muy buena observación, que tendríamos que averiguar respecto a esa fábrica de agua en la que trabajaba el señor importante.

Solicitó ser él quien siguiera esa línea de investigación, lo que me agradó, y a lo que accedí.

Estaba sorprendido porque dentro de esa mente cuadrada y simplista había iniciativa y discernimiento y una vez que se soltó a hablar no era como un reporte, sino como plática, justo lo que había pedido y esperado.

Tal vez, mencionó, esa gente importante fue la que arregló los papeles de la familia Robledo.

Ese punto ya se me había ocurrido, pero me agradó que lo sugiriera, a lo mejor había un Sherlock Holmes escondido bajo ese corpachón.

También solicitó investigar en el Hospital de la Luz, ahí alguien podría proporcionar información sobre el hijo y su incógnito compañero que a lo mejor le había relacionado con la gente de la fábrica de agua.

Otro punto de coincidencia.

La señora Robledo no había dicho si sabía el nombre de su compañero. Le preguntaría.

Sugerí que buscara a nombre de quien estaba rentada la oficina y quien había aparecido como aval del pago de la renta de la misma.

Pregunté si había averiguado la dirección en la que vivían los Robledo, dijo que no, pero la averiguaría con la señora; a la que había tomado afecto.

En alguna parte se habían fabricado y en alguna parte se vendían los uniformes negros, verdes y de camuflaje.

Ahí estaban otras posibilidades.

Ahora teníamos la ventaja y ayuda de la Internet y las computadoras.

En la División teníamos un experto que presumía ser mejor que cualquier “hacker”; habría que ponerlo a trabajar.

Cometí uno de los pecados capitales de fumar en pipa.

La vacié, volví a llenar y la volví a prender, sin haberla dejado enfriar ni reposar lo necesario o suficiente, pero estaba en un estado expansivo, había encontrado una gema en bruto, un diamante sin pulir: O’Malley.

4

Llegamos al Salón de Situación al que encontramos repleto de compañeros, pero no de nuestra División, sino de Robos que estaba discutiendo algún caso.

Prácticamente ya habían terminado, cuando de casualidad oí que se mencionaba plutonio.

Los ancestros irlandeses se alborotaron y me indicaron que el agua pesada y el plutonio, de alguna forma se utilizan en cosas nucleares, bombas y otras aplicaciones.

Picaron mi curiosidad y pregunté de qué se trataba este rollo.

Mi viejo amigo y compañero en la División de Robos, Dick, me dijo que habían robado una carga de plutonio y que se temía hubieran sido terroristas.

Que “los malditos” habían logrado penetrar el sofisticado sistema de seguridad, de última moda que incluía un lector de retina y que aparentemente, no había destrozado nada, burlando el sistema como si se tratara de brincar una simple barda.

Solicité hablar con él un poco más tarde, pues los ancestros irlandeses a su vez estaban siendo presionados por sus ancestros celtas que les indicaban que había relación con nuestro caso de la fábrica de agua y el robo del plutonio, tal vez por lo del lector de retina. He aprendido a hacerle caso a esas voces ancestrales.

Dick me dijo que me costaría una cerveza, pero que más tarde estaría en disposición de platicar y quedamos de vernos en un barecito bastante agradable, muy cerca de la División.

O’Malley y yo nos pusimos a decorar el Salón de Situación con las fotos que teníamos, y a escribir nuestras anotaciones y teorías como nos habían instruido hacerlo.

La Biblia no se había modificado, solamente se había agregado el nombre de O’Malley en la sección correspondiente a oficial de enlace.

Una vez terminado nuestro trabajo nos dispusimos a revisarlo cuando el Jefe Mc Dermont se apersonó y detalladamente, en conjunto, lo revisamos, contestando las preguntas que nos hacía.

Hizo algunas observaciones, mencionando la necesidad de profundizar aquí y allá en la información expuesta, despidiéndose con el comentario que era necesario terminar con este caso lo más pronto posible, pues no tenía prioridad y que temía que el robo del plutonio, tuviera repercusiones mayores de lo que esperaba.

Este comentario, me indicaba la importancia del robo del plutonio y su relación con el terrorismo y la paranoia desencadenada tras los infortunados acontecimientos del 11 de Septiembre.

Temí, por un momento, que nuestro caso fuese relegado o lo que fuera aún peor, que estuviera relacionado con el robo del plutonio, pues el asunto del ojo arrancado a Juan Nepomuceno no estaba ni aclarado, ni resuelto, era un enigma total envuelto dentro de otro, y en este caso del robo Dick había mencionado un lector de retina burlado por los ladrones.

¿Habría alguna relación entre ese lector de retina y el ojo arrancado a Juan Nepomuceno?

Me propuse averiguarlo.

Y dentro de todo esto, todavía hacia falta mucho mas trabajo para poder establecer una hipótesis plausible y poder intentar la reconstrucción de lo ocurrido.

No habíamos encontrado aún ningún móvil, ningún motivo aparente u oculto que hubiera ocasionado la muerte del dentista colombiano, mucho menos la pérdida del ojo.

O’Malley quedó a cargo de ir al Hospital de la Luz para averiguar lo relativo a las actividades profesionales de nuestro ahora occiso Juan Nepomuceno y las del desconocido amigo y protector.

Yo decidí pasar a mi casa a hacer un cambio de ropa, regodearme lujuriosamente en la regadera por un buen rato, y reunirme después con Dick en el Pub, como quedamos.

Encontré en la contestadora un único y breve mensaje.

Era la voz de Maggie, profesional, tranquila, hasta podría parecer fría, voz que me pedía me pusiera en contacto con ella.

Los ancestros irlandeses igual que yo, se alborotaron con la voz de Maggie y tuve muchas dificultades en lograr acallar sus voces exaltadas.

Llame a su número y después de algunos clics y ruidos desconocidos, contestó su voz profesional, fría, eficiente, sin emoción alguna; cuando me hube identificado, prosiguió su voz personal, cálida, hasta insinuante, pero ansiosa.

Comentaba que Olga no se había presentado a trabajar, que Shirley tuvo que cubrir ambos turnos y que había algo que no le parecía correcto, sin poder precisar de qué se trataba.

Que si podía mañana pasar al mostrador para platicar del asunto.

Los ancestros irlandeses, y los ancestros celtas y yo mismo, de inmediato nos dijimos a nosotros mismos que así lo haríamos, sería la primera actividad que haría en la mañana.

Independientemente del gusto que me dio la llamada, del gusto de volver oír esa melodiosa voz, del gusto de percibir el cambio de su voz profesional a la ansiedad de su voz personal, me gustaba el hecho de que me hubiera llamado a mi casa.

Esto me indicaba que quería establecer su preocupación por Olga a nivel personal, no utilizando los canales oficiales a su disposición.

Además, algo le intranquilizaba; se detectaba en la ansiedad de su voz y lo había expresado específicamente, “algo no le parecía correcto”, esas habían sido sus palabras exactas.

Sin embargo, no había urgencia, lo que fuera podría esperar hasta la mañana siguiente, a mí era a quien había provocado ansiedad la llamada.

No podía olvidar que todas las llamadas a Emergencias y posiblemente la de salida también, eran grabadas automáticamente y que incluso eran aceptadas por los jueces como evidencia, por lo que era procedimiento usual grabarlas y conservarlas por un tiempo.

Los ruidos raros y los clicks sucesivos podrían indicar intervención telefónica, podrían indicar que alguien escuchaba las conversaciones.

En mis días, había hecho suficientes intervenciones telefónicas como para reconocer las tenues y débiles señales y ruidos indicativos de que el teléfono “no estaba limpio”.

Estas consideraciones creaban en mí una ansiedad desconocida.

¿Acaso estaba intervenido el conmutador de Emergencias?

Con esas dudas en mente y repasando una y otra vez lo que sabíamos, lo que asumíamos y lo que nos faltaba por conocer respecto al caso Robledo, encaminé mis pasos al Pub en el que me encontraría con Dick.

El bar estaba medio lleno, con una agradable atmósfera y pude apreciar que, como de costumbre, la mayoría de los parroquianos eran policías fuera de uniforme o policías que no usaban uniforme.

Localicé a Dick en una esquina del bar, desde donde me asaltaban sus enormes y blanquísimos dientes en perenne sonrisa que cual anuncio de crema dental mantenía como una expresión predeterminada; me acerqué hacia él deteniéndome a saludar por aquí y por allá a muchos conocidos, antiguos compañeros y elementos nuevos con los que a diario convivía.

Algunos genuinamente los apreciaba y me sentía apreciado por ellos, a unos pocos hubiera confiado mi vida y de hecho con uno o dos de los ahí presentes habíamos hecho precisamente eso, confiar la vida.

No soy un fanático de las armas, pero a lo mejor por eso es que las cuido, conservo y respeto con la mayor seriedad; he sabido de casos en que han fallado en el momento menos indicado, generalmente por estar sucias y desatendidas, o porque se les trata como objetos para jugar, lo que no son, y otros en que gracias a su buen estado y funcionamiento han salvado la vida de algunos compañeros, y la mía.

Dick tenía dos grandes vasos de espumante cerveza y me hacía señas de dirigirnos hacia un rincón en el que supuse, habría una mesita apartado o disponible.

Así resultó, en un rincón, en la semi oscuridad había una mesita pequeña e incómoda pero con dos silloncitos bastante cómodos.

Ahí nos aposentamos y después de las manifestaciones de rigor, inmediatamente comentó que estaban envueltos en un condenado embrollo con el robo de “tú sabes qué”, porque tenía muchas complicaciones y que los científicos están haciendo una enorme cantidad de especulaciones pues puede usarse de muchas maneras, todas muy destructivas.

Es una de las sustancias más tóxicas conocidas y en este caso la cantidad robada es considerable.

Explicó que “el material ese” se rodea de explosivos convencionales para comprimirlo reduciendo su tamaño como al de una pelota de golf que se coloca dentro de una esfera hueca con lo que se tiene una bomba con enorme capacidad destructiva, mayor a la que tuvo la que arrasó con Hiroshima.

Pero que como eso es difícil y muy caro de hacer, los terroristas han decido hacer “la bomba sucia”, esto es, una bomba que no hace uso de la energía nuclear, pero si utiliza elementos radioactivos, no es un arma nuclear, pero como si lo fuera.

En este caso, con el material robado, se puede hacer un artefacto que provoque mucho daño, por la combinación de material radioactivo y explosivos comunes.

Y por la cantidad robada se podrían fabricar muchos de esos artefactos.

Hice nota mental de poner a O’Malley a buscar con nuestro “hacker” información al respecto; hoy día, en Internet puedes obtener información valiosa sobre casi cualquier cosa.

Pregunté en donde había ocurrido el robo y me indicó que extrañamente en una planta productora de amoniaco en donde nada tenía que hacer “el material ese” y que aunque trataron de encubrirlo la radiactividad los había delatado.

Todas estas cuestiones químicas eran como si estuvieran en chino para mi, realmente no las entendía; O’Malley tendría que familiarizarse con esos aspectos.

Dick que era un viejo zorro, sin preguntarme directamente estaba ansioso por saber el porqué de mi interés.Comenté a Dick que en la plática que habían tenido en el Salón de Situación, habían mencionado algo sobre un lector de retina, lo que despertó mi interés porque al occiso que estaba investigando le habían arrancado el ojo izquierdo.

Dijo que probablemente no tendría ninguna conexión, que probablemente eran actos separados, pero pude leer en el fondo de sus ojos que ni él mismo creía en esa explicación.

Como dije, era un viejo zorro, y tampoco creía en coincidencias, el ojo arrancado del que se estaba enterando por mí, sería investigado desde otro ángulo; de momento para mí era suficiente.

Ya volveríamos sobre el tema en otra ocasión.

Seguimos con la charla intrascendente y cómoda que efectúan dos amigos que tiempo hace no platican, y tuve que pararme por otras dos cervezas heladas que había aprendido a apreciar.

Todavía no entiendo porque a los irlandeses e ingleses gusta tanto la cerveza tibia, o a temperatura ambiente, cuando la misma cerveza, fría, helada, tiene un efecto mucho más refrescante.

Regresando hacia la mesa en que Dick me esperaba, me pareció ver a Maggie en otra mesita, en animada conversación con otras personas, que no reconocí, porque estaban frente a ella, de espalda a mí; un hombre y una mujer la acompañaban.

No conocía los celos, no sabía que era eso, nunca los había experimentado, pero el verla acompañada por un hombre, despertó en mí ese conocimiento; ese sufrir inexplicable, esa sensación de angustia, ese sentir indefinible.

Muy confundido entregué el vaso a Dick y le pedí me disculpara un momento.

Me acerqué a la mesa; en cuanto Maggie me vio, se iluminó su rostro con una sonrisa hechizante y se sonrojó, haciendo que sus acompañantes voltearan hacia sus espaldas a ver que era lo que había provocado esas sonrisa y esa sonrojada expresión.

Eran dos desconocidos para mí.

Saludé torpemente y Maggie expresó alegría porque hubiera llegado temprano; me indicó que tan pronto terminara iría a mi mesa y entonces podríamos ir a casa.

Totalmente sorprendido dije que OK; hice una reverencia que quería ser saludo y despedida al mismo tiempo; me regresé a la mesa que compartía con Dick sumido en total confusión.

No habíamos quedado de vernos, no sabía siquiera que estaba allí, fue un encuentro totalmente casual, inesperado; sin embargo, había dado la impresión que me esperaba, que habíamos quedado que la acompañara a casa, había asumido que no la iba a contradecir, y se había comportado conmigo como si nos conociéramos de toda la vida, con una familiaridad desconcertante.

¿Que había detrás de todo esto?

Solamente presentía que sería algo que cambiaría mi vida, y los ancestros, esos ancestros que tanto intervenían en mis acciones y pensamientos, estaban jubilosos.

¿Qué sabían ellos que no me comunicaban?

Transcurrido un momento durante el cual los dichos ancestros revoloteaban a mi alrededor, sin decir nada, en opresivo silencio, Dick comentó algo sobre una “dama de hielo”, o una “viuda de hielo”; no lo entendí, pero no pude menos que notar la sonrisa socarrona y lujuriosa que Dick colocó en su expresión.

¿Cuánto tiempo estuve perdido para el mundo?

No lo sé, sólo recuerdo que en un momento más, Maggie estaba parada frente a Dick; a mi lado, rozando con su muslo mi hombro y brazo.

Ese contacto sutil me devolvió a la realidad.

Maggie saludó a Dick, a quien por el gesto y expresión supuse conocía, Dick respondió el saludo y nos despedimos con la seña inconfundible que significa nos hablaremos después.

Como si fuéramos viejos conocidos, casi más que amigos, metió su brazo bajo el mío y suavemente me condujo hacia la salida, sorteando la cantidad de personas que ahí se habían reunido, saludando aquí y allá a quien sabe quien.

Una vez que habíamos traspuesto el umbral de la puerta, me pidió la disculpara por la confianza, pretendiendo retirar su brazo.

Rápidamente le dije que no, que como precio por esa confianza, le dejaría sacarlo hasta que llegáramos a casa.

Sonrió, no dijo nada; pero colocó el brazo en mejor y más cómoda posición.

No sabia ni a donde ir, ni tenía palabras; aunque los ancestros me sugerían mil cosas que decirle; sin embargo, permanecí en silencio, caminado quién sabe hacia adonde, ella igualmente, en silencio.

Caminando junto a mí, la veía menuda, frágil, vulnerable; hermosa.

¿Cuánto tiempo caminamos en silencio? No lo sé, sólo recuerdo que fueron los momentos más felices de mi vida, fue la fusión total e incondicional con el universo.

Nuca hubiera pensado que una mujer pudiera representar todo eso al mismo tiempo y en tan solo unos instantes.

Pero era real, era lo más real que me había ocurrido en toda mi vida.

De repente, de la nada, los ancestros irlandeses, jubilosos, susurraba entre sí que era la indicada, que ella era, extrañamente no se estaba dirigiendo a mí, hablaban y comentaban entre ellos, sin importarles si les oía o no.

Maggie preguntó con suavidad: “Errol, ¿Qué pasa? ¿Que tienes?”

“No lo sé, es como si alguien hubiera abierto una gran puerta, como si estuviera al borde de lo desconocido; me aterra y me atrae al mismo tiempo; oigo voces que no entiendo, percibo significados que nada significan”.

Fue lo único que hablamos en mucho, mucho, tiempo, ella tres palabras, yo volqué mis pensamientos íntimos.

Apretó su mano contra mi brazo y la inquietud desapareció.

Seguimos caminado, en silencio, juntos, como uno solo, automáticamente habíamos sincronizado el paso, habíamos encontrado nuestro propio ritmo; ya no éramos más ella y yo, éramos nosotros, creando un mundo diferente, un mundo nuestro.

Como Adán y Eva en el Paraíso, antes de que apareciera la serpiente y transformara todo.

Empero; yo me sentía decidido a que ninguna serpiente transformara nada.

Dejamos las pacíficas y tranquilas callecitas por las que circulábamos sin saber el destino inmediato de nuestros pasos, para sumergirnos, a la vuelta de una esquina, en la intensa y poblada, inhóspita jungla de asfalto.

No por eso, cesó el encanto, no por eso terminó el hechizo, solamente enfatizó la existencia de dos mundos diferentes; uno, el exterior, otro el interior, el nuestro.

Y así, en una invisible burbuja personal, proseguimos caminando, lejos del alcance de las iniquidades de la ciudad, de la maldad del mundo.

Los ancestros, en respetuoso silencio, nos seguían a prudente distancia.

Sin embargo, su actitud y continente había cambiado, ahora los percibía en estado de vigilancia, con determinación nueva, protectores.

Llegamos frente a un viejo edificio, sólido, de gran presencia, con ladrillos rojizos, pero anónimo, sin ostentación.

Maggie sacó una complicada llave de seguridad y entramos, todavía en silenciosa intimidad.

Recuerdo haber llegado a un espacioso departamento, recuerdo vagamente una salita confortable, recuerdo a Maggie dirigirse hacia la contestadora y apagar el aparato.

Recuerdo muchas cosas más.

Son recuerdos míos y de Maggie.

Me encontré con O’Malley en el Salón de Situación, informó que había localizado el consultorio del Doctor Robledo, el que había revisado minuciosamente no encontrando nada fuera de lo ordinario, salvo quizá que no había colgado su Título, ni alguna copia del mismo, aunque tenía diplomas de diferentes cursos y seminarios a los que había asistido.

No había registro de citas, ni calendario de compromisos, ni tenía secretaria fija; tenía una ayudante, una enfermera, que solamente acudía por las tardes y eso, no todos los días

O’Malley ya tenía la información referente a esta enfermera y la entrevistaría al día siguiente.

Nadie conocía a las dos o tres personas que en ocasiones iban a recogerlo en un enorme automóvil con cristales oscuros, y en el que lo regresaban después de una hora u hora y media.

Nadie sabía a donde iban.

Siempre subían a recogerlo y siempre lo dejaban a la entrada del Hospital.

El acompañante del chofer era siempre el mismo, un tipo alto, muy fornido, de apariencia extranjero, con cabello rubio cortado muy cerca al cráneo, corte de tipo militar; jugaba constantemente con una moneda, dándole vuelta entre los dedos de la mano izquierda, la mano derecha, permanecía rígida a su lado, escasamente la movía.

El chofer no era el mismo en cada ocasión, algunas veces los choferes iban en uniforme negro, tipo paramilitar, otras veces con el uniforme azul marino característico de los choferes.

Aparte de esto, el Dr. Robledo recibía y atendía todo tipo de pacientes, principalmente gente humilde, gente de escasos recursos; el Hospital La Luz está ubicado en uno de los barrios más pobres de la ciudad, cercano a una zona industrial.

Durante una temporada estuvieron yendo con relativa frecuencia, después dejaron de ir y hacía tiempo que nadie había visto el automóvil negro y sus ocupantes, y que casualmente desde entonces, el doctor Robledo acudía con menor frecuencia al hospital.

Comenté que no había casualidades en nuestro negocio; O’Malley hizo una anotación.

Prosiguió su relato comentando que los entrevistados demostraban tener al doctor Robledo en muy buena opinión; era apreciado por todos.

Respecto a su protector y amigo, este es el doctor Julián Céspedes, también de Medellín, Colombia, Médico Cirujano sin especialización, también muy estimado y de buena fama, co fundador del Hospital La Luz.

El Dr. Céspedes está casado con una descendiente de alemanes refugiados después de la II Guerra, hija de familia muy rica; se dice que hicieron su riqueza con dinero nazi.

Ambos doctores y todo el personal del Hospital La Luz están involucrados en muchas obras de caridad y beneficio, y se dice que pronto el gobierno les donará un gran terreno para su crecimiento.

Están en plena campaña para recaudar fondos para la construcción de unas ampliaciones que les hacen falta.

La esposa del Dr. Céspedes, Helga Hinkel es la presidenta del comité de recaudación.

El apellido Hinkel alborotó a los ancestros.

Hay que checar el apellido y su posible o probable relación con nazi y neo nazi.

O’Malley tomó debida nota. No hay duda el muchacho aprende rápido.

Procedimos a hacer las anotaciones en el pizarrón correspondiente.

Poco a poco se reunía la información, poco a poco las piezas encajaban en su lugar.

O’Malley tenía que reunirse con nuestro experto en computadoras en una hora, por lo que sugerí saliéramos pues había algo de lo que quería hablar con él.

Le pedí que observara si alguien seguía mis pasos, después le explicaría, pero que procurase no ser visto observando.

Salí primero y me encaminé hacia el Pub al que ya he hecho referencia.

Intempestivamente, me detuve para sacar mi pipa, llenarla y todas las demás ceremonias necesarias; en parte porque así debe hacerse, con ceremonia, sin apresuramiento: un placer de prisa ya no es placer; y en parte para desconcertar a mi o mis seguidores, en caso de que los tuviera, y dar la oportunidad a O’Malley de advertirlo.

Llegué al bar, casi vacío a estas horas, pedí una cerveza helada, por supuesto, y esperé la llegada de O’Malley.

Como un fantasma, silencioso, de pronto apareció a mi lado, solicitando si podría pedir algo para comer, pues no había desayunado y no tenía dinero.

Accedí, sorprendido por la solicitud y por lo silencioso de su acercamiento, ya no caminaba con los pasos rígidos y pesados de un policía, ahora se deslizaba como en una pista de baile.

Sonreía internamente, de las cuatro cosas que le había solicitado al inicio de nuestra asociación, dos ya las había cumplido, ya había aprendido a comunicarse y a caminar, faltaba ver si podía pasar desapercibido y podía pensar como pensarían otros.

Regresó con su cerveza y me dijo que nadie salió atrás de mi, nadie me siguió, aparentemente, nadie me esperaba y que él había sido sorprendido por mi sorpresivo e inesperado detenerme a prender mi pipa.

Calificaba esto como una maniobra efectiva para descontrolar a alguien en seguimiento.

Siguiendo el viejo procedimiento de ablandar al adversario primero, antes de golpearlo, dije que había notado sus progresos en las dos áreas de comunicación y caminado, que como pensaba lograr pasar desapercibido con ese corpachón.

Para mi sorpresa dijo que tenía una disposición natural para alterar su apariencia, que nada podía hacer para disimular o disminuir su tamaño, pero que había aprendido a modificar su aspecto para que los demás notaran otras características olvidándose del tamaño.

No sé como hará para lograrlo, pero de cualquier manera, ya estaba impresionado por su facilidad de adaptación, por su rapidez en asimilar los cambios.

Dije que después me lo demostraría.

Comentó que le estaba costando trabajo aprender a pensar como otros, pues no era muy buen psicólogo y estaba acostumbrado a pensar de una cierta manera, dentro de reglas rígidas, pero que estaba aprendiendo.

Poniéndome serio, dije que faltaban otros dos requisitos muy importantes para mí: el primero era que tenía que aprender a olvidar las jerarquías, que si entendía lo que quería decirle.

Dijo que tenía idea, pero que le aclarara el sentido de esa expresión.

Todos somos personas, comencé, todos somos humanos, con cualidades y defectos y cada quien tiene un papel, un rol que desempeñar en su profesión o actividad.

Algunos lo hacen bien, otros no, hay grados de perfección, algunos son buenos, otros medianamente buenos en lo que hacen, algunos destacan otros nunca; otros son malos, también con diferentes grados

Las jerarquías establecen diferencias, establecen límites y establecen responsabilidades, pero no hacen mejores personas o mejores seres humanos; hay superiores jerárquicos que son una porquería como seres humanos, hay otros que se engrandecen con su posición jerárquica; hay de todo.

El respeto no se obtiene por la jerarquía sino por como se maneje la persona que tiene esa jerarquía, por lo tanto, para mí la jerarquía no significa nada; es la persona y sus cualidades o defectos a la que se respeta, a la que se estima, no el nombramiento, no la jerarquía por si misma.

O’Malley dijo que lo entendía, que nunca lo había considerado así, pero que su padre en alguna ocasión se lo había mencionado, pero en ese entonces no lo comprendió, ahora si.

Le dije que si en el transcurso de algún caso tuviera que investigar algún superior ¿tendría alguna dificultad para hacerlo?

De inmediato respondió que no, que si tuviera que investigar a alguno de sus Jefes lo tendría que hacer, pero que no sabía cómo hacerlo; si algún problema o dificultad tuviera sería por falta de diplomacia, de procedimientos adecuados, pero que si era necesario, lo haría; ya aprendería cómo.

Satisfecho con su respuesta y disposición, dije que en seguida regresaríamos a este punto que ahora lo que más me importaba era saber si podía confiar mi vida en sus manos.

Iba a responder, pero se lo impedí, le dije que me permitiera explicar primero.

Dije que en la vida de un Detective llegan momentos en que está desprotegido, vulnerable, expuesto, con la vida en riesgo, o arriesgando la vida; que solamente su pareja, su compañero puede intervenir en su salvación, a veces, incluso a costa de la vida de otra persona, no siempre un malhechor o maleante, en ocasiones, un o una persona inocente, incluso un niño, mujer o anciano.

En esos momentos la vida del Detective depende exclusivamente de la reacción inmediata de su compañero, de su pareja, la que no puede ni debe detenerse a pensar, debe actuar de inmediato, debe, tal vez, matar a quien represente peligro para el Detective. ¿Podría yo confiar, podría yo estar seguro que O’Malley no se detendría a pensar, y que dispararía, de inmediato, automáticamente?

Con franqueza, dijo que no lo sabía, que tendría que pensarlo.

Le dije que tenía 5 minutos para pensarlo, que esta era una situación de esas, solamente 5 minutos cuando los malhechores no te otorgan ni un segundo.

De inmediato dijo que sí, que lo haría, que tendría que hacerlo.

Se mostraba visiblemente incómodo, el golpe había sido duro; lo había recibido, lo había en cierta forma asimilado, pero había tocado fibras muy sensibles de su moral, de sus creencias, de sus hábitos.

Pregunté cuál era su calificación en el polígono de tiro; dijo que superior a lo normal, y que sabía que yo estaba catalogado como sobresaliente.

Nada dije y prometió que él sería sobresaliente aunque tuviese que ir todas las noches.

Asentí diciéndole que además, procurara aprender a disparar con la otra mano, que hay ocasiones en que la mano de disparar esta impedida para hacerlo, y tiene que hacerlo con la otra.

Tenía que ser excelente en ambas, y ya que estaba en esas, debía practicar en disparos a las piernas.

Sus ojos de interrogación me hicieron añadir: el ser humano se mueve con las piernas, si quieres inmovilizarlo, inmoviliza sus piernas, no tienes que matarlo, inmovilízalo; dispara a matar solamente como último recurso, no como objetivo, no como opción.

Inmovilizar al adversario produce mejores resultados, y acarrea mucho menos papeleo, menos burocracia.

Igual sucede con los autos, con los vehículos: dispara a las llantas; inmoviliza, no aniquiles.

Practica, practica y nunca dejes de practicar.

¿Quieres ser buen tirador? Practica. ¿Quieres ser excelente? Practica, practica, no dejes de practicar.

Me pidió un momento, haciendo señal de que necesitaba ir al baño.

Terminé mi cerveza, pedí otra y me entretuve haciendo nada, esperando que O’Malley regresara porque todavía quedan dos o tres cosas que quería decirle.

Percibí que alguien se acercaba.

Levante la vista y un desconocido caminaba lentamente, con una cojera visible hacia mí.

Era un hombre grande, casi tan grande como O’Malley, sin saco, con la camisa arremangada que dejaba ver brazos y antebrazos de impresionante musculatura.

Los hombros desalineados; un brazo parecía ser mucho más largo que el otro; la cara deforme, como la de un boxeador después de una pelea; hinchado, deformado por los gol