Diciembre 2010 Número 480 - Fondo de Cultura … · ¡Muero consciente! v Despierto, ¡aquí está...

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Diciembre 2010 Número 480 ISSN: 0185-3716 Fernando Pessoa Voltaire Ignacio Díaz de la Serna Daniel Rodríguez Barrón Alejandro Toledo José de la Colina Arturo G. Aldama Saúl Sosnowski Carlos Montemayor

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Diciembre 2010 Número 480

ISSN

: 018

5-37

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Fernando Pessoa ■ Voltaire ■ Ignacio Díaz de la Serna ■ Daniel Rodríguez Barrón

Alejandro Toledo ■ José de la Colina ■ Arturo G. Aldama ■ Saúl Sosnowski

Carlos Montemayor

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número 480, diciembre 2010 la Gaceta 1

SumarioEl misterio del mundo 3

Fernando PessoaEl mozo de cuerda tuerto 6

VoltaireBolívar Echeverría In Memoriam 9

Ignacio Díaz de la SernaConfi ar en la palabra 12

Daniel Rodríguez BarrónEntre la Musa y los mil y un años 14

Alejandro ToledoPoeta y mármoles susurrados 21

José de la ColinaPsicofonías 2010 23

Arturo G. AldamaVargas Llosa 26

Saúl SosnowskiMal de piedra 30

Carlos Montemayor

Ilustraciones de portada e interiores tomadas del libro Animales fabulosos y demonios de Heinz Mode, fce, México, 2010.

Ilustración de la página 10, cortesía del Centro Vlady.

Ilustración de la página 21, acervo del fce.

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La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

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i

Quiero huir del misterio ¿Hacia dónde huiré?Él es la vida y la muerte, ¡Oh dolor!, ¿a dónde me iré?

ii

El misterio de todoSe acerca tanto a mi ser,Alcanza a los ojos de mi alma tan de cerca, Que me disuelvo en tinieblas y universo… En tinieblas me espanto oscuramente.

iii

El misterio perenne que atraviesa Como un suspiro cielos y corazones…

iv

El misterio royó sobre mi alma Y la soterró… ¡Muero consciente!

v

Despierto, ¡aquí está el misterio junto a ti!Y pensando así me río amargamente,¡Para mí río como si estuviera llorando!

vi

¡Ah, todo es símbolo y analogía!El viento que pasa, la noche que enfría, Son otra cosa que la noche y el viento; Sombras de la vida y del pensamiento.

Todo lo que vemos es otra cosa. La marea vasta, la marea ansiosa, Es el hueco de otra marea que está Donde está el mundo real que hay.

Todo lo que tenemos es olvido.La noche fría, el paso del viento ido, Son sombras de manos, cuyos gestos son La ilusión madre de esta ilusión.

vii

Mundo, me contraes al existir.Te tengo horror porque te siento serY comprendo que te siento serHasta las heces de la comprensión.Bebí la copa […] del pensamientoHasta el fi n; ya que la reconocíVacía y me dio horror. Pero la bebí.Razoné hasta encontrar la verdad,La encontré y no la entiendo. Se desvanece ya

En este deseo de comprensión, Inalterablemente,En este lidiar con seres y absolutos,Lo que en mí, por sentido, me une a la vida Y me hace hombre por el pensamiento.… … … … … … … … … … … … . .… … … … … … … … … … … … . .… … … … … … … Y en este orgullo cierto Cerrado más todavía y enajenadoMe voy, del limitado y relativoMundo en que arrastro la cruz de mi pensamiento.

viii

Ciudades, con sus comercios…

Todo es permanentemente extraño, igualmente Descomunal en el pensamiento hondo;Todo es misterio, todo es trascendenteEn su enorme complejidad:Un razonamiento visionado y exterior,Una ordenada misteriosidad;Silencio interior lleno de sonido.

ix

Ya están exhaustas en míDejándome transido de terror,

El misterio del mundo*1

Fernando Pessoa

* Fernando Pessoa, El primer Fausto / Todavía más allá del otro océa-no, Traducción de Francisco Cervantes, fce, México, 2010.

1 Los puntos suspensivos entre corchetes y las líneas punteadas indican que faltan partes en el original.

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Todas las formas de pensar […]El enigma del universo. Ya lo lleguéA concebir, como refi namiento extremoDe la exhausta inteligencia, que era Dios…… … … … … … … … … … … … . .Ya llegué a aceptar como verdadLo que nos dan por ella y a admitir Una realidad no realSino soñada, [como el] Dios Cristiano.… … … … … … … … … … … … . .… Fracasados pensamientos y sistemasQue, porque fracasaron, sólo más negro vuelven El horror so poder que los trasciendeA todos, [sí], a todos.¡Oh, horror! ¡Oh misterio! ¡Oh existencia!… … … … … … … … … … … … . .

x

El secreto de la Búsqueda es lo que no se encuentra, Mundos eternos infi nitamente,Unos dentro de los otros, sin cesar recorrenInútiles: Soles, Dioses, Dios de los Dioses Intercalados en ellos y perdidosNi a nosotros mismos nos encontramos en lo infi nito. Todo es siempre diferente y siempre adelanteDe [Dios] y Dioses: ésa, la luz inciertaDe la suprema verdad.

xi

En los vastos cielos estrelladosQue están más allá de la razón, Bajo la regencia de los hados Que nadie sabe lo que son, Hay sistemas infi nitos,Soles centros de mundos suyos,

Y cada sol es un Dios.

Eternamente excluidos Uno de los otros, cada uno Es el universo.

xii

En un aturdimiento y confusión Me arde el alma, siento en mis ojosUn extraño fuego de comprensión E incomprensión urdido, enorme Agonía y ansia de existencia, Horror y dolor, [agonía] sin fi n!

xiii

Fantasmas sin lugar, que mi mente Figura en lo visible, sombras mías Del diálogo conmigo.

xiv

No, no os lo dije… La esencia inalcanzable De la profusión de las cosas, la sustancia Se hurta hasta a sí misma. Si entendisteDe este o de aquel modo lo que os dije No lo entendiste, que le falta el modo Para entenderlo.

xv

Del eterno error en el viaje eterno,Lo que más se [explica] en el alma que se atreveEs siempre nombre, siempre lenguaje, El velo y capa de alguna otra cosa.

No que conozcas de frente a DiosNi que lo eterno te dé la mano,Ve la verdad, rompe los velos, Encuentra más camino que la soledad.Todos los astros, aun los que brillan En el cielo sin fondo del mundo interno, Son los caminos que falsos trillan Eternos pasos del error eterno.

Vuelve a mi seno, que no conoce los dioses porque no los ve.

Vuelve a mis brazos, mejor olvida que todo sólo fi ngir es.

xvi

Olas de aspiración […]Sin siquiera el corazón y el alma por alcanzar De vuestro sentimiento; olas de llantoNo os puedo llorar, en mí subís,Marea inmensa, numerosa y sorda,Para morir de la playa en el límiteQue la vida impone al Ser, olas saudosas De alguna altamar donde la playa seaUn sueño inútil, o de alguna tierraMás desconocida que el eterno [amor]De eterno sufrimiento y a donde las formas De los ojos del alma no imaginadasBogan esenciales […]Olvidadas de aquello que llamamos Suspiros, lágrimas, desolación;[Olas] en las cuales no puedo adivinarNi dentro de mí, en sueños [barco] o isla, Ni esperanza transitoria, niIlusión nada de desilusión;Oh, olas sin blancuras ni asperezas,Pero redondas, como aceites y silentesEn vuestro no término, y total rumor;Oh, olas de las almas, decaed en lagoO levantad ásperas y blancasComo el susurro ácido de la esperanza…¡Elevad en tempestades mi alma!… … … … … … … … … … … … . .

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… … … … … … … . No habráMás allá de la muerte y de la inconformidad, ¿Alguna cosa mayor? Ah, debe de haber Más allá de la vida y de la muerte ser, no ser,Un innominable supertrascendente, Eterno incógnito e inconoscible?

¿Dios? Asco. ¿Cielo, infi erno? Asco, asco, ¿Para qué pensar, si ha de acabar aquí El corto vuelo del entendimiento?¿Más más allá? ¡Pensamiento, más más allá!

xvii

Me detengo a orillas de mí y me asomo… Abismo… Y en ese abismo el Universo.Con su tiempo y su espacio, es un astro y en ese Algunos hay, otros universos, otrasFormas del Ser con otros tiempos, espaciosY otras vidas diferentes de esta vida…

El espíritu es otra estrella… El Dios pensable Es un sol… y hay más Dioses, más espíritus De otras esencias de la Realidad…

Y yo me precipito en el abismo y quedo En mí… Y nunca desciendo… Y cierro los ojosY sueño; y despierto para la Naturaleza… Así yo vuelvo a mí y a la Vida…… … … … … … … … … … … … . .Dios a sí mismo no se comprende,Su origen es más divino que Él,Y Él no tiene más origen que el que las palabras; Piensan que harán pensar…… … … … … … … … … … … … . .El abstracto Ser [en su] abstracta ideaSe apagó y yo me quedé en la noche eterna. Yo y el misterio, cara a cara…

xviii

En mi abismo temeroso Se despeña calladamenteLa catarata del sueñoDel mundo eterno y presente. Formas e ideas yo bebo,y el misterio y el horror del mundo Silentemente reciboEn mi abismo profundo.

El Ser en sí mismo es el nombre De mi ser inenarrable;En mi mudo MaëlstromEl gran mundo inestableComo un suspiro se apagay un silencio más que interminado Acoge el ayudar de lo vagoQue en mí se va desvaneciendo.

Por más que el Ser, que trasciende

Creatura y Creador,Si a ese Ser nadie lo entiendeÉl a mí y a mi horrorMenos. Vida, pensamiento,Todo lo que ni se adivinaTodo es como un momentoEn una eternidad mía.… … … … … … … … … … … … . .

xix

… … … … … … … . . Me abre el sueño Hacia la locura la tenebrosa puerta.Que las tinieblas son menos negras que esta luz.

El horror me desvaría, el terror De sentirme vivir y tener el mundo Soñando con lazos de comprensión En mi alma helada.

xx

De algún modo toda oscuridadYo la soy supremo. Soy el Cristo negro.

El que no cree ni ama; el que sólo sabe El misterio convertido en carne.

Hay un orgullo tenebroso que me dice Que soy Dios haciéndome inconscientePara lo humano; soy más real que el mundo Por eso odio su existencia enorme,Su amontonamiento de cosas vistas,Como un santo devotoOdio el mundo, porque lo que yo soyy que no sé sentir que lo soy, lo conocePor no real y no de allí.Por eso lo odio;¡Sea yo el destructor! ¡Sea yo el Dios ira!

xxi

Soy la conciencia que odia al inconsciente, Soy un símbolo encarnado en dolor y odio, Fragmento de alma del posible Dios Arrojado al mundoCon la saudade pávida de la patria…… … … … … … … … … … … … . .Oh sistema mentido del universo,Estrellas nadas, soles irreales¡Oh, con qué odio carnal y aturdienteOs odia mi ser de desterrado!Yo soy el infi erno. Soy el Cristo negro Clavado en la cruz ardiente de mí mismo. Soy el saber que ignora,Soy el insomnio del dolor y del pensamiento.… … … … … … … … … … … … . . G

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Nuestros dos ojos no vuelven mejor nuestra condición; uno nos sirve para ver los bienes, y el otro los males de la vida. Mu-cha gente tiene la mala costumbre de cerrar el primero, y muy pocos cierran el segundo; por eso hay tanta gente que preferiría estar ciega a ver todo lo que ve. ¡Felices los tuertos que sólo están privados de ese mal ojo que echa a perder todo lo que mira! Mesrur1 es un ejemplo.

Habría sido preciso ser ciego para no ver que Mesrur era tuerto. Lo era de nacimiento; pero era un tuerto tan contento con su estado que nunca se le había ocurrido desear otro ojo. No eran los dones de la fortuna los que lo consolaban de los entuertos de la naturaleza, porque era un simple mozo de cuer-da2 y no tenía más tesoro que sus espaldas; mas era feliz, y de-mostraba que un ojo de más y una pena de menos contribuyen muy poco a la felicidad. El dinero y el apetito siempre le llega-ban en proporción a la tarea que hacía; trabajaba por la maña-na, comía y bebía por la tarde, dormía de noche, y miraba todos sus días como otras tantas vidas separadas, de manera que la preocupación por el futuro nunca le perturbaba el goce del pre-sente. Como pueden ver, era a un tiempo tuerto, mozo de cuer-da y fi lósofo.

Por azar, vio pasar en una brillante carroza a una gran prin-cesa que tenía un ojo más que él, cosa que no le impidió encon-trarla muy hermosa, y, como los tuertos sólo difi eren del resto de los hombres en que tienen un ojo de menos, se enamoró locamente. Tal vez alguien diga que, cuando uno es mozo de cuerda y tuerto, no debe enamorarse, y menos de una gran princesa, y, lo que es más, de una princesa que tiene dos ojos; convengo en que es muy de temer no agradar; sin embargo, como no hay amor sin esperanza, y como nuestro mozo de cuerda amaba, esperó.

Como tenía más piernas que ojos, y además eran buenas, si-guió durante cuatro leguas la carroza de su diosa, de la que ti-

1 Nombre utilizado en Las mil y una noches de la traducción de Ga lland (1704-1717); Mesrur era el jefe de los eunucos negros de Harum al Raschid.

2 Crocheteur tiene varios signifi cados, y todos pueden aplicarse al término a lo largo del cuento: “Que fuerza o abre puertas o cerradu-ras; mozo de cuerda que utiliza crochets [aparato de madera en forma de escalerilla ‘que servía a los mozos de cuerda para llevar más cómo-damente sus fardos y muebles’]; y, por extensión, gente de baja con-dición que hace cosas indignas de las gentes honestas. Sólo es propio de los crocheteurs pegar a sus mujeres” (Furetière).

raban a gran velocidad seis grandes caballos blancos. En aquel tiempo, la moda entre las damas era viajar sin lacayo ni cochero y guiar ellas mismas: los maridos querían que siempre fuesen solas, para estar más seguros de su virtud, cosa directamente opuesta a la opinión de los moralistas, que dicen que en la sole-dad no hay virtud.

Mesrur seguía corriendo junto a las ruedas de la carroza, volviendo su ojo bueno hacia la dama, sorprendida de ver a un tuerto con aquella agilidad. Mientras él demostraba así que uno es infatigable porque ama, una bestia salvaje, perseguida por unos cazadores, cruzó el camino real y espantó a los caballos que, con el bocado entre los dientes, arrastraban a la hermosa hacia un precipicio. Su nuevo enamorado, más asustado todavía que ella, aunque ella lo estuviese mucho, cortó los tiros con maravillosa destreza; los seis caballos blancos dieron solos el salto peligroso, y para la dama, que no estaba menos blanca que ellos, todo quedó en susto.

—Quien quiera que sea —le dijo—, nunca olvidaré que le debo la vida; pídame cuanto quiera; cuanto tengo es suyo.

—¡Ah!, con mayor razón puedo ofrecerle otro tanto —respon-dió Mesrur—; mas, si se lo ofreciera, siempre le ofrecería menos, porque sólo tengo un ojo y usted tiene dos; pero un ojo que la mira vale más que dos ojos que no ven los suyos.

La dama sonrió, porque las galanterías de un tuerto no dejan de ser galanterías, y las galanterías siempre hacen sonreír.

—Querría poderle dar otro ojo —le dijo—, pero sólo su ma-dre pudo hacerle ese regalo; pese a todo, sígame.

Tras estas palabras, se apea de su carruaje y prosigue el cami-no a pie; también bajó su perrillo, que caminaba junto a ella ladrando a la extraña fi gura de su escudero. Hago mal dándole el título de escudero, porque, por más que le ofreció el brazo, nunca quiso la dama aceptarlo so pretexto de que estaba dema-siado sucio, y van a ver que fue víctima de su limpieza. Tenía unos pies muy pequeños, y unos zapatos más pequeños todavía que sus pies, de modo que no estaba ni hecha ni calzada para soportar una larga caminata.

Unos pies bonitos consuelan de tener malas piernas cuando se pasa uno la vida en una tumbona en medio de un tropel de petimetres; pero ¿para qué sirven unos zapatos bordados de lentejuelas en un camino de piedras donde únicamente pue-de verlos un mozo de cuerda, y encima un mozo de cuerda que sólo tiene un ojo?

Melinade (éste es el nombre de la dama; mis razones he te-nido para no decirlo hasta ahora, porque aún no estaba inven-tado) avanzaba como podía, maldiciendo a su zapatero, desga-rrando sus zapatos, desollándose los pies y haciéndose esguin-

El mozo de cuerda tuerto*(Le crocheteur borgne, 1714-1716)

Voltaire

* Cuentos y relatos libertinos, Traducción de Mauro Armiño, fce, México, 2010.

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ces a cada paso. Hacía hora y media poco más o menos que caminaba al paso de las grandes damas; es decir, que ya había hecho cerca de un cuarto de legua, cuando cayó rendida de fatiga.

El Mesrur, cuya ayuda había rechazado mientras estaba de pie, dudaba en ofrecérsela por temor a ensuciarla si la tocaba: sabía que no estaba limpio, la dama se lo había dado a entender con sufi ciente claridad, y la comparación que durante el cami-no había hecho entre él y su amada se lo había demostrado más abiertamente todavía. Llevaba ella un vestido de un ligero teji-

do de plata, sembrado de guirnaldas de fl ores, que hacía res-plandecer la belleza de su talle, y él, un blusón pardo manchado en mil puntos, agujereado y remendado de modo que los re-miendos estaban al lado de las roturas, y no encima, donde, sin embargo, habrían estado más en su sitio. Había comparado sus manos nerviosas y cubiertas de callosidades con aquellas otras dos manitas más blancas y delicadas que los lirios. Había visto, por último, los hermosos cabellos rubios de Melinade, que es-capaban a través de un ligero velo de gasa, realzados unos en trenza y otros en rizos; a su lado, él sólo podía poner unas cri-

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nes negras, erizadas y crespas, que por único adorno sólo te-nían un turbante destrozado.

Mientras tanto, Melinade intenta levantarse, mas no tarda en volver a caer, y con tan mala fortuna que lo que enseñó a Mesrur privó a éste de la poca razón que la vista del rostro de la princesa había podido dejarle. Olvidó que era mozo de cuerda, que era tuerto, y únicamente pensó en la distancia que la fortu-na había puesto entre Melinade y él, y no recordó siquiera que era un enamorado, porque faltó a la delicadeza que dicen inse-parable de todo verdadero amor, y que a veces constituye su encanto y en la mayoría de las ocasiones su hastío; se sirvió de los derechos que a la brutalidad le daba su estado de mozo de cuerda, fue brutal y feliz.3 Sin duda, la princesa se hallaba en-tonces desvanecida, o gemía lamentando su destino; pero, como era justa, a buen seguro bendecía al destino, según el cual todo infortunio lleva consigo su consuelo.

La noche había extendido sus velos sobre el horizonte y ocultaba con su sombra la verdadera dicha de Mesrur y las pre-suntas desgracias de Melinade;4 Mesrur saboreaba los placeres de los perfectos amantes, y los saboreaba como mozo de cuer-da; es decir (para vergüenza de la humanidad), de la forma más perfecta; los desmayos de Melinade la ganaban a cada instante, y a cada instante su amante recuperaba fuerzas. “Poderoso Ma-homa —dijo una vez como hombre fuera de sí, pero como mal católico— a mi felicidad sólo le falta que la sienta también quien la causa; mientras estoy en tu paraíso, divino profeta, concédeme otro favor, ser a los ojos de Melinade lo que ella sería a mi ojo si fuera de día.” Acabó de rezar, y siguió gozando. La Aurora, siempre demasiado diligente para los amantes, sor-prendió a Mesrur y a Melinade en la actitud en que ella misma habría podido ser sorprendida, un momento antes, con Títo-no.5 Mas ¡cuál no sería el asombro de Melinade cuando, al abrir los ojos con los primeros rayos de la aurora, se vio en un lugar encantado con un joven de noble porte y rostro que se parecía al astro cuyo retorno esperaba la Tierra! Tenía mejillas de color rosa y labios de coral; sus grandes ojos, tiernos y vivos a un tiempo, expresaban e inspiraban la voluptuosidad; su aljaba de oro, adornada de pedrerías, colgaba de sus hombros, y sólo el placer hacía resonar sus fl echas; su larga cabellera, retenida por un lazo de diamantes, fl otaba libre sobre sus caderas, y un paño transparente, bordado de perlas, le servía de indumentaria sin ocultar nada de la belleza de su cuerpo.

—¿Dónde estoy, y quién eres tú? —exclamó Melinade en el colmo de su sorpresa.

3 Véase la nota anterior, y el signifi cado por extensión de croche-teur.

4 En el plano onírico del cuento, Voltaire entroniza ahora las alusio-nes a la corte de Sceaux y a su anfi triona, la duquesa du Maine, con la que coinciden tanto la descripción física —su baja estatura (“la de un niño de diez años”, según la princesa Palatina; véase la nota 27 a Temidoro, en la p. 729), su pelo rubio, sus pequeñas manos, el peinado, la carroza e inclu-so su perro Jonquille—, como las ceremonias de la vida del castillo con sus invitados; el radical latino de Melinade, mellin, signifi ca “del color de la miel”; y la duquesa presidía la “Orden de la Mosca en la Miel”; algunas de sus fi estas se celebraban en el pabellón de la Aurora; en la ceremonia de su admisión en la orden de la Mouche à Miel los caballeros prestaban de rodillas un juramento y se les entregaba una medalla con la efi gie de la duquesa.

5 Títono es un héroe mítico del ciclo troyano, hijo de Laomedonte, de gran belleza. La Aurora, enamorada de él, lo raptó, llegando a pedir a Zeus la inmortalidad para su amado; terminaría transformándolo en ciga-rra, porque Títono envejecía mientras ella gozaba de la juventud eterna.

—Está —respondió él— con el miserable que ha tenido la dicha de salvarle la vida, y que se ha cobrado sobradamente su esfuerzo.

Tan asombrada como encantada, Melinade lamentó que la metamorfosis de Mesrur no hubiera empezado antes. Se acerca a un brillante palacio que hería su vista y lee esta inscripción sobre la puerta: “Alejénse, profanos; estas puertas sólo se abri-rán para el dueño del anillo”.6 Mesrur se acerca a su vez para leer la misma inscripción, pero vio otros caracteres y leyó estas palabras: “Llama sin temor”. Llamó, y al punto las puertas se abrieron por sí mismas con gran estrépito. Los dos amantes entraron, al son de mil voces y mil instrumentos, en un vestíbu-lo de mármol de Paros; de allí pasaron a una sala magnífi ca, donde los aguardaba un delicioso festín desde hacía mil doscien-tos cincuenta años sin que ninguno de los platos se hubiera enfriado todavía; se sentaron a la mesa, y cada uno fue servido por mil esclavos de la mayor hermosura; la comida estuvo acompañada de conciertos y danzas, y cuando hubo acabado, todos los genios acudieron con el mayor orden, repartidos en diferentes grupos, con atavíos tan magnífi cos como singulares, a prestar juramento de fi delidad al dueño del anillo, y a besar el dedo sagrado de quien lo llevaba.

Había, sin embargo, en Bagdad un musulmán muy devoto que, como no podía ir a lavarse a la mezquita, se hacía traer a casa el agua de la mezquita a cambio de una pequeña retribu-ción que pagaba al sacerdote. Acababa de hacer la quinta ablu-ción, para disponerse a la quinta plegaria, cuando su criada, joven aturdida muy poco devota, se desembarazó del agua sa-grada arrojándola por la ventana. Fue a caer encima de un des-graciado profundamente dormido sobre la esquina de un mo-jón que le servía de cabecera. Fue inundado, y se despertó. Era el pobre Mesrur, quien, de regreso de su morada encantada, había extraviado en su viaje el anillo de Salomón. Habían des-aparecido sus ricas vestiduras y llevaba puesto el blusón; su her-mosa aljaba de oro se había trocado en la escalerilla de madera, y, para colmo de desgracias, había perdido uno de sus ojos en el camino. Volvió a recordar entonces que la víspera había bebido gran cantidad de aguardiente que había abotargado sus senti-dos y calentado su imaginación. Hasta entonces, había aprecia-do ese licor por gusto; ahora empezó a amarlo por gratitud, y volvió alegremente a su trabajo, muy decidido a gastarse el jor-nal en comprar los medios para encontrar de nuevo a su queri-da Melinade. Cualquier otro se hubiera afl igido por ser un mal-dito tuerto después de haber tenido dos hermosos ojos, por sufrir el rechazo de las barrenderas de palacio después de haber gozado los favores de una princesa más hermosa que las amadas del califa, y por estar al servicio de todos los habitantes de Bag-dad después de haber reinado sobre todos los genios; pero Mesrur no tenía el ojo que ve el lado malo de las cosas. G

6 Voltaire aprovecha el nivel metafórico del anillo —un topos literario casi tan antiguo como la literatura— para incrustar este elemento que puede proceder tanto de Las mil y una noches (las leyendas del Islam y una nota de Galland a su traducción aseguran que el rey Salomón era dueño de un anillo mágico con el que podía dominar a ángeles y demonios), como del Ariosto (el que posee Angélica, y que da la felicidad y la omni-potencia); es fácil suponer el signifi cado erótico de ese anillo.

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Bolívar Echeverría nació en Riobamba, Ecuador, y murió en la Ciu-dad de México el pasado 5 de junio. Obtuvo el título de Magister ar-tium en Filosofía en la Freie Universität Berlin. Realizó una Maes-tría en Economía y el Doctorado en Filosofía en la UNAM. Desde 1973 fue docente e investigador en nuestra Universidad. Editó varias revis-tas, entre las que se encuentran Cuadernos Políticos y Theoria. Recibió los siguientes premios: Premio Universidad Nacional a la Do-cencia (1997), Premio Pío Jaramillo Alvarado (FLACSO-Quito, 2004) y Premio Libertador al Pensamiento Crítico (Caracas, 2007). Autor de numerosos libros, sus principales campos temáticos de inves-tigación fueron una reelectura crítica de El Capital de Marx, la Teo-ría Crítica de Frankfurt, teoría de la cultura, defi nición de la Moder-nidad y la interpretación del barroco latinoamericano. En 2009 fue nombrado Profesor Emérito de la Facultad de Filosofía y Letras. Co-ordinó el Seminario Universitario “La Modernidad: versiones y di-mensiones” en Nuestra Casa de Estudios hasta su muerte.

Bolívar es una de las cuatro personas con quienes he reído más en mi vida.

En 1976 o 1977, estando yo en el tercer o cuarto semestre de la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras, me inscribí en una materia optativa que llevaba por nombre “Economía Polí-tica”. No tenía idea que de qué se trataba. Menos idea tenía de quién era el profesor que la impartía: Bolívar Echeverría.

Después de tanto tiempo, aún recuerdo a la perfección cier-tas sensaciones relacionadas con ese curso. El profesor era in-creíblemente tímido. No siempre entendía yo lo que decía ni el asunto del que hablaba. Los alumnos casi no participábamos ni preguntábamos en clase. No era porque el profesor lo impidie-ra. No; atendíamos sus explicaciones con cierto arrobo. Más que ideas, al menos para mí, y a eso era receptivo, Bolívar transmitía una suerte de pasión contenida. A leguas se sentía que lo que enseñaba lo apasionaba. Por fortuna, su timidez ter-minaba siendo vencida por su pasión.

Diré algo más sobre su timidez. Resultaba inevitable que me pareciera tímido, ya que en ese mismo semestre tomaba un cur-so sobre Descartes con aquel torbellino maravilloso, dichara-chero, irreverente, que se llamaba Elia Nathan. Elia nos ense-ñaba un Descartes con cierto ropaje analítico, eso sí, en medio de las groserías, chistes y expresiones irreverentes que la carac-terizaban y que hacían de ella aquel ser delicioso que fue. Mien-tras que Elia me enseñaba una manera insólita de encarar la pesantez de la fi losofía, Bolívar, yo sin saberlo, estaba ensenán-dome la solidez y la pasión, modos complementarios de asumir la ligereza.

Hay otras dos cosas que recuerdo del profesor de “Econo-

mía Política”. Una, vestía raro. Con esto quiero decir que tenía un aspecto distinto al resto de mis profesores. Años después comprendí en qué residía esa diferencia. Bolívar tenía a la sa-zón poco tiempo de haber regresado de Berlín. Su ropa era de allá. La segunda; ese profesor nos daba la mayor parte de la bibliografía en alemán. También comprendí después. No era por pedantería. Simplemente era lo que conocía, con lo que estaba familiarizado, tras sus años de formación en Alemania.

En ese tiempo, aún no reíamos juntos.Hace muchos años hubo un mítico congreso de fi losofía en

Jalapa; uno de los primeros de la Asociación Filosófi ca de Méxi-co, cuando dicho congreso tenía una escala humana y ofrecía la oportunidad de una genuina convivencia. Una noche, como ocurre con las buenas improvisaciones de jazz, de manera ines-perada coincidimos en una mesa varios individuos. Había un par de españoles invitados, Marifl or Aguilar y Marina Fe, entre otros. A mi lado estaba Bolívar. O yo estaba a su lado; da lo mismo. En cierto momento, comencé a platicar con él. Le re-cordé que había tomado su curso de “Economía Política” en tal año. Le conté mis impresiones que renglones arriba he referi-do. Fue cuando me contó que en esa época hacía poco que ha-bía vuelto de Berlín, etcétera, etcétera.

Aquella noche, todos los de esa mesa echamos relajo como niños de un orfanatorio a quienes de pronto se les abre la puer-ta y salen en estampida a la calle a disfrutar del mundo después de un encierro que ha durado siglos. No paramos de reír. Una y otra vez nos ahogábamos a carcajadas. Se hablaba de todo y de nada, y reíamos y reíamos.

Ahí fue cuando comencé a reír con él.En otros dos congresos posteriores sucedió algo parecido.

Para mí, Bolívar, los congresos de fi losofía y morir a carcajadas constituían una suerte de trinidad: los tres eran diferentes, pero al mismo tiempo uno solo.

Sin embargo, entre congreso y congreso, casi nunca me en-contraba a Bolívar. Era obvio que nuestros horarios de pasillo por esta Facultad eran opuestos.

Pasaron los años. Un buen día busqué a Bolívar para pedirle que fuera uno de los siete sinodales en mi examen de Doctora-do. Aceptó de inmediato. Su lectura de la tesis fue rápida y atenta. Me consta por los comentarios posteriores que me hizo.

Llegó la fecha del examen. El primer sinodal que intervino fue un insigne miembro del Instituto de Investigaciones Filoló-gicas, quien monopolizó el escenario durante 45 minutos para demostrar públicamente que poco o nada entendía de Bataille, y sobre todo, que no había leído la tesis, o peor aún, si la había leído, nada había comprendido de lo que ahí se hablaba. Al

Bolívar Echeverría In MemoriamIgnacio Díaz de la Serna

para Raquel, Alberto, Carlos y Andrés

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cabo de esos 45 minutos, Bolívar lo reprendió por su actitud abusiva. En efecto, era un asunto de aritmética elemental. Si cada sinodal tardaba esa cantidad de tiempo, las preguntas y respuestas se habrían prolongado hasta el día siguiente. Por suerte, el resto del examen transcurrió con normalidad. Siguie-ron Marifl or, Oscar y Carlos Pereda. Al fi nal, como presidente del sínodo, intervino Bolívar. Se limitó a una única pregunta: en mi opinión, cuál era el rasgo más distintivo del pensamiento de Bataille.

Llevábamos casi tres horas de examen.Su pregunta me emocionó porque me daba la oportunidad

de subrayar un punto acerca de la obra de Bataille que me pa-recía crucial, defi nitorio. Le respondí que, a la par de la re-fl exión de Bataille en torno a temas como la transgresión o el sacrifi cio, había en él algunas intuiciones extraordinarias acerca del problema de la escritura y la comunicación de la experien-cia. Dije a continuación que leería un pasaje, la cita textual de un pasaje que Bataille había incluido como nota a pie de página en su libro Lo imposible, donde afi rmaba algo terrible, algo que muy pocos se atreverían a confesar. Lo transcribo: “Reconozco

sin ambages mis abusos, mis mentiras. Lo que acabo de escri-bir, ajeno a mí, es falso en un cierto sentido: era la marioneta de una superchería. En otro sentido, estaba inspirado, padeciendo lo que escribía. En el momento de escribir me sofocaba, no tenía salida, encerrado en mí mismo como en una prisión, un ser al que le faltaba el coraje de pensar lo que pensaba. En aquella desazón, como un náufrago que se aferra a lo primero que encuentra, seguía las reglas de la retórica, buscando produ-cir un efecto. Yo encarnaba la galería (los que escuchan), el de-seo que tiene de ser conmocionada.”

Añadí que mucho más que una confesión, ese comentario, casi imperceptible entre miles de páginas impresas, constituía la médula de lo que Bataille había elaborado como pensador y escritor. Para él —proseguí hilando—, pensar era sinónimo de dramatizar; poner en escena las ambigüedades, las paradojas, los deseos equívocos que desgarran al que piensa y escribe. El individuo no es el núcleo del que irradian imágenes, pensa-mientos, ideas o palabras; es el escenario donde se expresa eso que padece y eso —la galería— que se conmueve, simultánea-mente. Así, el autor se ofrece como un drama palpitante que

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logra herir a los que escuchan. Cuanto más se expone, drama-tizando la “intimidad” de lo que vive, de lo que lo desgarra, su experiencia particular adquiere una proporción insólita. Por empatía, los otros acaban siendo eso que padece, no ya eso que sólo escucha.

Terminé mi respuesta con la siguiente frase: “Y eso está ca-brón”. Me nació de las entrañas expresarlo así. Jamás olvidaré la reacción de Bolívar. Me lanzó una mirada muy peculiar. Contra lo que pudiera esperarse, no era reprobatoria. Se trata-ba, por una parte, de un recordatorio para que tuviera presente dónde estábamos y las convenciones que regían en una situa-ción similar. Pero al mismo tiempo, con esa mirada me dejó ver hasta qué grado comprendía lo que yo había dicho. Acto segui-do, dio por fi nalizado el examen.

Bolívar apareció en ese instante como un cómplice.Con momentos parecidos, a veces llenos de una complicidad

jocosa, irían tejiéndose nuestros encuentros.Más tarde, cuando salió publicada una travesura mía, ese li-

bro de Bataille que no es de Bataille y es bastante mío, cuyo título es La oscuridad no miente, pedí a Bolívar ser uno de los presentadores. Aceptó sin rechistar. Ahí estuvo puntual, junto a David Huerta, Philippe Ollé-Laprune y Nicolás Cabral. En esa ocasión fue generoso, pero no incondicional.

Como también generoso se portó cuando le pregunté a co-mienzos del año pasado si podía hacerle una entrevista para Norteamérica, la revista del cisan. Sin dudarlo, me respondió que sí. Acordamos que le enviaría las preguntas por correo electrónico y fi jé un plazo máximo de entrega para que la pro-ducción del número no se retrasara. En todo estuvo de acuer-do. Cuando se acercaba la fecha establecida, le mandé un men-saje recordándole su compromiso. Ignoraba que estaba fuera de México. Me contestó desde Ecuador, diciéndome que su pa-dre estaba enfermo, pero que se atendría a lo pactado. De he-cho, su padre estaba moribundo. Prometió enviarme en una semana sus respuestas, cosa que cumplió a rajatabla.

Pasó el tiempo. Un día Raquel me llamó por teléfono. Me contó brevemente sobre el seminario que dirigía Bolívar sobre la Modernidad. Me preguntó si me interesaba asistir. Acepté de inmediato.

Desde entonces, esa ha sido una experiencia muy importan-te para mí. Y después de cada sesión, nos lanzábamos unos a otros esta pregunta: ¿dónde comemos?

En estos últimos años, los primeros lunes de cada mes se han convertido en un auténtico día de fi esta. Durante esas comidas-tertulia, recuperamos la sana costumbre de comportarnos como niños escandalosos. Los que asistimos, los fi jos y los fl o-tantes, hablamos de todo y de nada y, por supuesto, reímos como desaforados. Hay una ocasión que recuerdo especial-mente. Fuimos a un nuevo restorán que Ramón había propues-

to. Raquel, Maricarmen, Ramón, Bolívar y yo comimos a duras penas. Por varias horas, los cinco reímos sin parar hasta las lá-grimas.

Después vino la boda de Raquel y Bolívar. Para los que estu-vimos con ellos y con Alberto y Carlos, sus hijos, en casa de Nora y Eligio, eso tuvo ya visos de una reunión de familia.

Tiempo después, festejamos el cumpleaños sorpresa de Ra-quel con idénticos y renovados visos.

A pesar de todo lo anterior, Bolívar y yo solíamos también hablar en serio. Nunca dejaba de sorprenderme. Él, germanó-fi lo irredento, y yo, francófi lo irredento, nos entendíamos a las mil maravillas. Debo confesar que su conocimiento de la fi loso-fía francesa, de los escritores franceses, y de la historia francesa, superaba con creces mi conocimiento de la fi losofía alemana, de los escritores alemanes y de la historia alemana. Tarde o temprano, intentaba traerlo a mis dominios, creyendo inge-nuamente que eso me otorgaría una cierta ventaja. Cada vez me equivocaba de cabo a rabo.

Un día conversábamos sobre el materialismo. Erróneamen-te, supuse que su conocimiento de la tradición materialista se limitaba al decoroso papel de constituir un antecedente para Marx. Me dejó boquiabierto. Platicamos de Holbach y de Offray de la Mettrie largo y tendido. Al fi nal, le dije que me parecía muy signifi cativo el hecho de que esa tradición de la primera mitad del siglo xviii no hubiera prosperado, pues erra-dicaba por completo la posibilidad de aferrarnos a algo que pu-diera ser llamado “espíritu”, noción que continuaba siendo me-dular en nuestra cultura, aun antes y después de Hegel, y por más que la Modernidad hubiese emprendido la secularización de nuestro mundo. Al obligarnos a una sed perpetua de “espí-ritu”, por eso el materialismo había sido el gran proscrito del pensamiento moderno y contemporáneo. Bolívar respondió a mis palabras con la misma mirada de mi examen de Doctorado. Tenía en él un cómplice de lo que había dicho.

En otra ocasión, a raíz de un comentario sobre Chateau-briand que había hecho durante el seminario, propicié una conversación sobre ese escritor. Cualquiera imaginaría que nada existía más alejado de los intereses de Bolívar que Cha-teaubriand, el conservador Chateaubriand, y su obra. Como de costumbre, me fui de espaldas. Charlamos del Genio del cristia-nismo, de esos momentos líricos en Chateaubriand que son úni-cos en la historia de la literatura…

La última vez que vi a Bolívar fue en el centro comercial de San Jerónimo. Nos topamos por casualidad. Él acababa de comprar pan y yo iba a la panadería. Platicamos unos minutos de todo y de nada. Y reímos, faltaba más. Nos despedimos, di-ciendo que ya nos veríamos en la próxima sesión del seminario. Bolívar no acudió a la cita. Murió dos días antes.

Ahora, ¿con quién voy a reír? G

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450 millones de personas en el mundo hablan español. Se con-sidera que es la segunda lengua con más hablantes del planeta; y las proyecciones para el futuro son halagüeñas, para el año 2050, la cifra de hablantes ascenderá a 550 millones de perso-nas.

Ignacio Ramírez, el Nigromante, profetizó, al término de la guerra del 1847 con Estados Unidos, que los territorios perdi-dos en la Alta California y en Texas serían recuperados “sin violencia ni guerra”, sino a través de una suerte de revancha demográfi ca, pues al cabo de los años “serán tantos los nuestros que difícilmente podrían confi narlos a todos”, así que “mexica-nos, paciencia, paciencia y a procrear”. En cierto modo, su pro-fecía se ha cumplido, 50 millones de las personas que viven en Estados Unidos hablan español, desde luego no son sólo mexi-canos sino también puertorriqueños, chilenos, cubanos, argen-tinos… y este idioma es ya la segunda lengua de ese país. Oba-ma se convirtió en el primer presidente en lanzar un breve lla-mado en español que comienza, “compartimos un sueño”…

Según la Real Academia Española, nuestro idioma tiene 150 mil palabras (pocas si se compara con las 350 mil del inglés, según el Diccionario Histórico Oxford), pero con este puñado de palabras declaramos nuestra desesperanza, enamoramos a nuestras parejas, insultamos, y damos nombre a esos extraños fenómenos como la lluvia o el frío. Entre nosotros, pocos hom-bres han estado tan interesados por el origen, el de desarrollo y el uso de esas palabras como el maestro Antonio Alatorre.

Antonio Alatorre (1922-2010), es “uno de los mejores lecto-res que ha tenido México”, dice Juan José Arreola en sus me-morias contadas a Orso Arreola. Fallecido este octubre, Alato-rre fue fundador de revistas, maestro de varias generaciones y experto en los Siglos de Oro; desde 1951 formó parte del Co-legio de México donde dirigió el Centro de Estudios Filológi-cos, y fue autor de una veintena de libros, varios de ellos im-prescindibles para cualquiera que desee conocer su propio idio-ma, como Los 1001 de la lengua española; su conocimiento sobre la obra Juana Inés de la Cruz rivalizaba con el de los expertos en México y en el mundo.

Alatorre y Arreola fueron fundadores de la revista Pan, pu-blicada en Guadalajara en 1945, donde colaboraron autores como Juan Rulfo. Más tarde, Alatorre ayudó a Arreola a entrar a la casa editorial —“me hizo pasar por fi lólogo y gramático”, contaría años después el propio Arreola. Y durante la época en que trabajaron juntos en el Fondo de Cultura Económica, Juan José Arreola y Antonio Alatorre publicaron, entre muchos otros libros, los cuentos de Juan Rulfo. Arreola recuerda —en las memorias contadas a Fernando del Paso— que “con los

cuentos no hubo mucho problema, pero en cambio no se ani-maba nunca a entregarnos Pedro Páramo”, fi nalmente después de mucho tiempo, lo convencieron y, en “tres días, viernes, sá-bado y domingo”, lo ayudaron a editar el material “y el lunes ya estaba el libro en fce”.

La crítica transparenteSi oyes decir “metonimia”, “metáfora”, “alegoría”

y otros términos gramaticales similares, ¿no parecen referirse a alguna forma de lenguaje raro y

peregrino? Se trata de títulos que atañen a la charla de tu criada.

La vanidad de las palabras, Michel de Montaigne

Recuerdo las clases de Historia de la Filosofía con el maestro Ramón Xirau; no sé si se trate de un lugar común entre sus alumnos, pero el maestro mantenía durante las clases un gran sentido del humor, y entre las cosas tan sensatas que decía, y que jamás puedo olvidar cuando me enfrento a un texto fi losó-fi co, estaba lo siguiente: “Si Hegel no sirve para entender por-qué la muchacha que vende las tortillas piensa como piensa, entonces Hegel no sirve para nada”.

Antonio Alatorre, con quien jamás tomé clase, (lo tomo como una pérdida personal), tenía el mismo talante y descon-fi aba de la “crítica universitaria que parece nutrirse exclusiva-mente (y por lo común a través de traducciones no muy esme-radas) de eso que Guattari llama productos de la metrópoli, sin abandonar por ello su condición burda”. Cada vez que pudo, se mofó de los pasos y los métodos que se siguen para el análisis “dizque científi co” del relato. Y ponía el ejemplo de un estu-diante que debía entregar un ensayo sobre Pedro Páramo con la obligación de citar a la menor provocación a Todorov, a Gold-mann y a Julia Kristeva, con el resultado de que el “estudiante estrella, es el que más íntimamente se ha identifi cado con esa clase de sustitutos de la experiencia literaria”.

“Me maravilla”, aseguraba con ironía en el texto “Lingüísti-ca y literatura” de 1987, “la seriedad de este afán de afi rmar sobre bloques de ciencia lingüística, en lenguaje muy poco ameno y con gran despliegue de autoridades, lo que cualquier lector sabe por simple sentido común”.

Pero, si entonces, la crítica literaria no es ese galimatías que nos enseñaban (y seguro aún enseñan) en la Facultad de Filosofía y Letras y que nos hacía creer tan importantes, entonces, ¿qué es? La sabiduría franca del maestro Alatorre, diáfana y casi diría pueblerina (como elogio de sencillez, desde luego, y para contra-ponerlo a los productos “de la metrópoli” que señalaba Guattari)

Confi ar en la palabraDaniel Rodríguez Barrón

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hacía de la crítica “un aumento de conocimiento intuitivo”. Como el tropismo vegetal o el desarrollo biológico de los anima-les, la crítica “es un aumento de vida”. Es buscar el goce del texto —tal como lo quería Barthes—, y evitar en la medida de lo posible cualquier sustituto de la experiencia literaria.

Desde luego, estas ideas no implicaban que cualquiera pu-diera ser un crítico, siguiendo sólo su intuición. Porque así como Alatorre deploraba la crítica “neo-académica” y su ho-cuspocus, también señalaba los errores más comunes en la crí-tica: el “dilettantismo”, (creer que leer un solo libro —como sucede a veces con los que sólo leen la Biblia o el Corán— o sólo una tradición literaria nos hace cultos); el “nebulismo” (la imprecisión); el “doctrinarismo” que consiste en encontrar y subrayar el contenido social, religioso o político de una obra que se debe sólo y exclusivamente a la mayor intensidad de “valores creativos y expresivos”.

Cada generación, cuando se sienta obligada a reajuste de sus clásicos, tendrá que recurrir a Alatorre para encontrar luz y guía, y desconfi ar de los recursos, a veces meros tics nerviosos,

de la academia; si algo vamos a extrañar de Alatorre es esa fran-queza, esa maniobra envolvente, que absorbe todas las posibili-dades de lectura y de análisis, para hacer de cada texto un mun-do rico en referencias, en relaciones con otros artistas, con la época en la que vivió el autor, para que un solo soneto, se con-vierta en ejemplo de literatura absoluta irreductible a un solo método o sentido, a una sola lectura o escuela crítica o literaria.

En este sentido, el vacío, la desesperanza eran imposibles, en Alatorre había una confi anza en el español (ironizaba sobre los puristas que todo el tiempo veían al inglés como una amenaza, y decía que las lenguas se defi enden solas), en la literatura, y de paso en la realidad, en un Coloquio de 1986 sobre el “Naciona-lismo en México” señaló: “Los males de México me duelen más que lo males de cualquier otro país. Pero soy optimista. El ins-tinto de conservación y el instinto de progreso individual son naturales, no necesitan ser manipulados”.

Epicuro del lenguaje, Alatorre ensayaba un conocimiento sin alardes, festejando la materia de la que está hecha la litera-tura, y acaso la vida, en su utilidad, esplendor y precariedad. G

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La gran historia de la lengua española

La lengua española goza de buena salud. El ideal de un caste-llano derecho, “o sea equilibrado, seguro de su masa estable o patrimonial, y atento a la vez a esa izquierda y esa derecha que son el habla del ‘vulgo’ y el habla de los ‘exquisitos’ ”, parece ser el impulso más alto de Los 1,001 años de la lengua española (1990), de Antonio Alatorre. No obstante, esta magna obra es hasta ahora el único libro publicado por Alatorre, quien es autor de numerosos artículos, ensayos y reseñas todavía no reunidos en volumen.

Antonio Alatorre entra a la historia de la literatura mexicana en 1945, cuando edita con Juan José Arreola en la ciudad de Guadalajara la revista Pan (son los primeros en dar a la impren-ta, por ejemplo, “Macario” y “Nos han dado la tierra”, de Juan Rulfo, o “El converso” y “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, del propio Arreola). Alatorre ahí se presen-ta, primero, como traductor después, como poeta y, fi nalmen-te, como reseñista. Puede situarse, siguiendo las clasifi caciones académicas, entre el “telúrico” Rulfo y el “cosmopolita” Arreo-la.

La espera a publicar no ha implicado desgarramientos. Ala-torre siguió la carrera académica y ha resguardado la escritura en un largo ejercicio de paciencia. La prosa de Los 1,001 años sorprende por su apertura; al igual que en los escritos de José Luis Martínez, el camino de la frase es múltiple y corre como un hilo de mar. Hay en ambos la búsqueda de un “lector co-mún” (el no especializado): “un poco de interés, un poco de curiosidad es sufi ciente”, escribe Alatorre. Lo que recuerda a Juan de Valdés: “El estilo que tengo me es natural, y sin afecta-ción ninguna escrivo [sic y siguientes] como hablo; solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifi quen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es posible porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afecta-ción”.

Entrevistado en su casa de Las Águilas, Antonio Alatorre persigue esa historia personal que dio origen a sus mil y un años de la lengua española.

Tejer un idioma

—¿Cuál ha sido su relación con el lenguaje?—La pregunta encierra muchas cosas. Mi encuentro con el

lenguaje se inicia, claro, cuando niño y los diferentes círculos por los que vamos viajando: la madre, la familia, los compañe-ros, el pueblo… En mi Autlán de la Grana, Jalisco, la manera

normal de conjugar el verbo “quebrar”, era por ejemplo, “yo quebro”, “tú quebras”, etcétera. Hasta mucho tiempo después me vine a dar cuenta de que estaba cometiendo un horrible error gramatical. En el Autlán de mis tiempos ésa era la norma culta. En la infancia también aprende uno a amar la lengua. El interés por cómo estaban hechos los versos tiene que venir de dentro. Pongo el ejemplo siguiente: “Luna, luna, dame una tuna / la que me diste se fue a la laguna”, que mi madre me decía cuando niño. Ahí hay lenguaje, hay fantasía, gusto por el ritmo. Yo diría que esa adquisición del lenguaje en el niño es su entrada a la humanidad. Muy pronto me acerqué no sólo al español, sino además al griego, al latín y al francés. Esto no porque me sintiera llamado a seguir una carrera de fi lólogo; fueron circunstancias muy particulares. Mi padre era un co-merciante de mediana actividad en el pueblo; la crisis del 33 lo afectó grandemente hasta dejarlo casi en la ruina. Terminaba yo la primaria y mi padre se enfrentó a mí para decirme que él estaba muy pobre y no podría sostenerme la secundaria. En-tonces pensó meterme a un seminario, para decirlo brevemen-te, ya que la educación ahí era gratis. Fui de mala gana y los estudios me hicieron dudar de que yo tuviera vocación de cura. Pero el griego, el latín y el francés fueron grandes hallazgos que luego apreciaría. Quien sabe latín y francés, además del español, puede entrar con facilidad al italiano y al portugués. Esas lenguas entran naturalmente en cualquier momento. Mi paso por el seminario fue cuando tenía doce, trece, catorce años, y creo que fue un momento adecuado. Hice traducción y composición en griego y latín, siguiendo los ejercicios comu-nes de una escuela religiosa. Al entrar al griego recuerdo el placer que sentía de escribir esas otras letras, el dominio del alfabeto: era una satisfacción, pues, de orden estético.

—Pero el amor por esas lenguas venía de una actitud religiosa.—Nunca tuve la meta de llegar a ser “religioso”; en cierto

modo dejé de creer y fue para mí una época muy amarga, pues sin creer lo único que me sostenía era el estudio, el gusto por estudiar que ahí adquirí y por lo cual les estoy muy agradecido.

—¿Hacia dónde lo encaminó el rompimiento con el seminario?—Justamente después de salir de esa orden religiosa llegué a

Guadalajara, donde conocí a Juan José Arreola, a quien consi-dero como mi primer maestro. Arreola es cuatro años mayor que yo; en ese momento en edad real me superaba como veinte años. La historia de este encuentro ya la he contado en otra ocasión, en el texto introductorio a la edición facsimilar de Pan, la revista que hicimos ambos en 1945.

Entre la Musa y los mil y un añosAntonio Alatorre (1922-2010)

Alejandro Toledo

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En el citado estudio introductorio, escribe Alatorre: “Arreo-la trabajaba de planta en el periódico El Occidental (el de enton-ces, sin relación con el que hoy lleva ese nombre). Allí lo cono-cí. Yo era colaborador externo: me encargaba, cosa curiosa, de llenar la ‘Página del agricultor’ (los martes) a base de tijeras y engrudo, que era el método con que Arreola hacía la ‘Página literaria’ (los domingos)”. Luego añade: “Lo que más clara-mente me sedujo de Arreola […] fue su exaltado amor a las palabras, su gusto por ellas, su regocijo, sus celebraciones. Ha-bía palabras que le llenaban la boca y lo dejaban casi en éxtasis. Así la palabra Fuensanta. Así la palabra Orso. Así la palabra

magenta. […] Y así centenares y centenares de palabras, de ver-sos, de pasajes de prosa purpúrea y fl orida o de prosa acerada y concisa. […] Con esto queda sufi cientemente explicado cómo el sentirme ‘al unísono’ con él convirtió mi primer año de fi lo-logía (fi lología es ‘amor a la palabra’) en una fi esta continua. […] Arreola fue para mí más, mucho más que un guía literario”.

Aquella edición facsimilar publicada en 1985 por el Fondo de Cultura Económica, contiene también las siguientes confe-siones: “Así, pues, el año que precedió al primer número de Pan estuvo dedicado, full-time, a mi desembrutecimiento, a mi dé-niaisement. Fue ‘el año del banquete’. Mi organismo interior

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comenzó, con la voracidad del hambriento crónico, a llenar sus inmensos vacíos y a asimilar platillo tras platillo, en la alegría más desvergonzada, y sin indigestión alguna. Y todo, o casi todo, fue regalo de Arreola. Siempre he dicho que Arreola me sacó de Egipto”.

En Pan, Alatorre publicó traducciones del francés, reseñas (una reseña dedicada a Los hombres del alba, de Efraín Huerta) y poesía. El poema “Al unísono” refi ere su encuentro con Arreo-la: “Sobre un tiempo gemelo fi ncamos / un nido de momentos. […] Hay que ver ciertos lados, / ciertos ángulos sin aristas, in-visibles, de ciertos asuntos. / Y hay que ponerse de acuerdo en qué matices, / en qué color de la risa. / Si un sonido raro de un libro, / si el tono de fl auta o de viola / de una pequeña pala-bra…”. Para, luego de cuatro estrofas, concluir: “Entonces, ¡qué dulce: / paladear un poema, una tarde, una brizna! / Con perlas redondas tejer un idioma. / Gustar el silencio, y lenta-mente, / lentamente, en silencio, hojear la vida”.

Dice ahora Antonio Alatorre: “Yo creo que Arreola es el ser que lleva más a fl or de piel el amor al lenguaje, el deleite de la palabra, esa manera que tiene de estar soltando frases simple mente buscando la armonía, sin querer decir nada, sólo por deleitarse, ese modo tan sensual de recitar a Carlos Pellicer o a Ramón López Velarde”.

—Este periodo de sus vidas fi naliza con el viaje que hace Arreola a Francia, becado por Louis Jouvet.

—Él vive unos meses en París y yo me instalo en la ciudad de México para estudiar con Raimundo Lida, que es mi otro maes-tro, tan enamorado del lenguaje como Arreola pero no a lo lí-rico sino a lo académico, un academicismo lleno de entusiasmo.

Respecto a este personaje, apunta Alatorre en Los 1,001 años de la lengua española: “Pero el hombre que más me ha enseñado a mí es Raimundo Lida (1908-1979), de quien fui discípulo en México (él lo fue a su vez de Amado Alonso en Buenos Aires, y Amado Alonso lo fue de Ramón Menéndez Pidal en Madrid). Entre muchas otras cosas, de él me viene la convicción profun-da de que el estudio verdadero de la literatura no puede destra-barse del estudio de la lengua, y viceversa. Estudiar en sus cla-ses la historia de la lengua en los siglos xii y xiii era lo mismo que enseñarse a amar el Cantar de mio Cid o los poemas de Gonzalo de Berceo. Las páginas que siguen están, por eso, de-dicadas a su memoria”.

Esa cadena de eminentes fi lólogos que comienza con Me-néndez Pidal y termina con Lida tiene su luz en el presente; quizás en cuanto a la infl uencia de este último podamos hablar de dos continuadores: el propio Alatorre y Tomás Segovia, au-tor del monumental estudio Poética y profética.

“Entiendo por fi lología”, dice Alatorre en la entrevista, “un interés por todo aquello que se refi ere a la lengua española, lo cual nos hace ir inmediatamente hacia Cataluña y Portugal, y el parentesco del español con las otras lenguas hijas del latín, es decir el estudio de la fi lología románica, y además un interés por las cosas que se fueron creando. No sólo es la explicación de las palabras del Mio Cid sino también la comprensión de la hermosura de ese poema. La fi lología es el interés por todo lo que se relaciona con el lenguaje, y la expresión más concreta y más elevada del lenguaje es la literatura. Otra defi nición famo-sa de fi lología dice que ‘es la ciencia de lo que se conoce’. He ahí el mayor reto.”

Academia y creación

—Las fi guras de Juan José Arreola y Raimundo Lida parecen contra-poner las actitudes de creador y académico, ¿estas instancias han riva-lizado en usted?

—Uno de los resultados de mi trato con Arreola fue que de pronto yo estaba haciendo versos. Es normal que los adolescen-tes escriban versos a los quince y dieciséis años, pero a mí ese impulso me vino tardíamente pues estaba muy atrasado. A los veintidós años escribí esos poemas que están en la revista Pan; Arreola, claro, los apreció y yo seguí escribiendo pero sin publi-car. Luego asistí a las clases de Lida en el Colegio de México y ahí realmente lo que importaba era lo que sabía hacer Lida y no esos versitos que imitaban un poco a Pablo Neruda. Desde el punto de vista de Arreola, mi carrera de creador literario quedó trunca. Aunque mi punto de vista es muy distinto: yo hice esos versos bajo un impulso adolescente y muy pronto entendí que esos juegos no eran nada comparados con lo otro. Entonces me puse a escribir cosas relacionadas con la investigación. Lo pri-mero fue un extenso prólogo a las Heroidas de Ovidio, traduci-das por mí, en el que explicaba quién era el autor, cómo se desa-rrolló su vida, etcétera. Ejercí una prosa que podríamos llamar erudita, principalmente en la Revista de fi lología hispánica. También en cuanto a estos trabajos no he sido un escritor muy fecundo pues me obsesionaba la recolección de fi chas; decía: déjenme completar mis fi chas, la escritura vendrá después.

—A la prosa erudita le ha acompañado otra más llana, con intere-ses de divulgación.

—Sí. Cuando me llegaba una invitación para colaborar en una revista no especializada, automáticamente cambiaba yo de tono, explicaba un poco más… Quería escribir para la gente. Escribir para la gente signifi ca tener cuidado de cómo dice uno las cosas. Siento que ahí es más visible la huella de Arreola; él es un hombre que cuida todas sus frases. Algo en lo que Arreo-la puede fallar es en que por la seducción de la frase a veces olvida un poco la lógica: pone una coma donde no debe ir… Esa manera, digamos, de pensar lógicamente. Si yo le presen-taba un texto a Raimundo Lida él lo leía en mi presencia; sus comentarios eran más o menos de este modo: “Fíjese, aquí hay este que seguido de otro. Debería quitar uno de ellos. ¿Qué le parece si acomodamos esta frase así?” ¿Cuál es el sentido de esta corrección? ¿La coquetería? No. Sirve para que el lector no tenga esa piedrita en el camino, para que la frase sea fl uida, lo que en resumidas cuentas nos puede llevar a una hermosura del lenguaje.

Sigue: “Los intereses erudito y didáctico no tienen por qué rivalizar. He llegado a un momento en que prefi ero no distin-guir. Mi prosa quiere ser igual de legible y clara cuando escribo un artículo técnico, con notas a pie de página, abreviaturas, et-cétera, que cuando busco un público más amplio. En Los 1,001 años de la lengua española intento dialogar con los expertos y con los simplemente interesados. Me importa saber qué tan legible soy, qué tan bien he contado mi historia; además, si lo que digo es técnicamente cierto o no, si cometo algunas fallas. La res-puesta a todo ello está en los lectores”.

—¿La disociación entre una lengua culta y una vulgar es un pro-ceso continuo? En el caso preciso del latín, el modo como era hablado por el pueblo dio origen a las lenguas modernas.

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—Esa disociación, digamos, existe más o menos siempre. Pienso en la novela más realista de José Agustín, en la que uno puede reconocer la lengua de los adolescentes y por lo que se diría que está muy cerca del lenguaje “real”; uno se dará cuenta también de que ahí hay una organización, que todo ha sido preparado artifi ciosamente. Artifi cio y naturaleza son los dos platillos de la balanza. En la antinomia latín clásico/latín vulgar estos platillos estaban muy desequilibrados; un grupo cultural-mente fuerte quería mantener una tradición. La distancia entre lo que decían los profesores y lo que se decía en la calle era enorme. Por eso le tengo una gran simpatía irónica a Probo,

defensor en el siglo iii de las formas correctas de expresión, modelo de gramático empeñado en que todo mundo hable bien, correctamente, según esquemas anacrónicos. Probo hace una lista de las cosas que la gente dice y de cómo se tienen que decir: no digas de esta forma, di de esta otra. Lo que él sistemá-ticamente castiga es lo que gana; su apéndice nos acerca de modo involuntario a los primeros balbuceos de las lenguas que siglos más tarde lograrían su esplendor.

—Entonces lo que llamamos una expresión incorrecta no es tal: escapa del canon académico, pero en sus leyes es válida.

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—Lo diría de otra manera: el habla común es el modo como la gente da expresión a eso que se llama “la lengua”. No es que sean las incorrecciones las que hacen la lengua, son los hablan-tes los que la modelan a su manera. Los conservadores quieren que la lengua sea siempre exactamente igual. El concepto de incorrección estorba. Podemos decir “incorrección” cuando nos colocamos en el punto de vista del gramático, del conserva-dor, o del que dice: “Bueno, hasta ahora la lengua ha sido así, este giro me perturba. Según mi idea de la lengua la voy a lla-mar incorrección”. ¿Por qué hacemos eso? Bueno, porque nos damos cuenta de la ventaja de hablar una sola lengua. Avergon-zarse de que en mi casa se diga “yo cabo” es como avergonzar-se de que mis hijos ya grandes no sepan usar el tenedor para comer, porque es algo que implica una educación. En algo tan íntimo como la lengua, el resultado de este deseo de quedar bien no sería sino la cohesión de la lengua, lo que se llama la norma culta: la lengua que constantemente vemos escrita.

Sor Juana en tiempo presente

—¿Cómo fue su encuentro con la obra de Sor Juana?—Podría decir que estaba predispuesto, ya que desde hace

bastante tiempo me dedico a la poesía española del Siglo de Oro. Mientras leía por vez primera a los poetas de este periodo, muchas veces me apartaba de la fi nalidad de la investigación y tomaba apuntes sobre otras cosas: la técnica, el verso… Vaya-mos a Sor Juana. Tenía cierta prevención en contra pues me desagradan las expresiones: “la gran poetisa nuestra” o “el or-gullo de México”. Pensaba que si me metía a estudiar a Sor Juana por ser mexicana y para subrayar nuestro orgullito nacio-nal no estaba haciendo algo bueno. Me disgustan ciertos entu-siasmos. El de Alfonso Méndez Plancarte, a quien respeto, me choca en ciertos superlativos, igual que el de Francisco de la Maza. Me asomaba, sí, por la obra de Sor Juana; hay ciertos sonetos que naturalmente han estado cerca de mí… Para en-trarle a un autor, sobre todo para quien pertenece a la tribu académica, ayuda dar un curso, pero yo era profesor de teoría literaria en la unam. En la Universidad de Princeton, en cam-bio, me especializaba en poesía del Siglo de Oro. Alguna vez, en 1970, creo, me pidieron un curso sobre literatura colonial, y me dio cierta fl ojera pues hay que poner cosas tan distintas como el Inca Garcilaso con Sigüenza y Góngora… Y me dije: qué tal si agarro sólo a Sor Juana. Tuve todo el tiempo para leerla, y fue descubrimiento tras descubrimiento. Había una cantidad de cosas que no conocía, como los romances, los vi-llancicos… Fue una admiración constante, qué gracia, qué ma-nejo de las palabras. Y del Primero sueño tenía una idea pero nunca me había puesto a leerlo. ¡Qué poema inmenso! De ma-nera que había allí una alegría muy especial de decir: he llegado a Sor Juana por caminos completamente ajenos del entusiasmo patriotero. ¡Qué gran poeta es! Y sobre todo aquí entra otro elemento que me parece importante: mi conocimiento de la tradición poética española me hacía poner a Sor Juana con toda naturalidad en el ambiente en que vivió, ella estaba compitien-do con lo mejor que se hacía en esos momentos. Y a partir de entonces tengo un montón de cosas que decir sobre una obra que me ha llamado poderosamente la atención. Yo sé que no voy a escribir todo lo que pienso escribir, pero lo que escriba lo voy a escribir con calma.

Lavar pañales nunca le entró en la cabeza

Antes de este encuentro defi nitivo, hacia 1956 Antonio Alato-rre había publicado un primer ensayo sobre la obra de Sor Jua-na en la revista El Rehilete. “Hay un poeta latino tardío que se llama Ausonio; él tiene varios epigramas con el juego de ‘yo quiero a Fulana, pero ella no me quiere, en cambio Zutana anda loca por mí y yo la rechazo’, lo mismo que desarrolla Sor Juana en tres sonetos. Varios poetas anteriores a Sor Juana, uno de ellos Lope de Vega, habían aprovechado el tema ingenioso. Me llamaba la atención que Méndez Plancarte descubriera en esos sonetos de Sor Juana un tono marcadamente autobiográfi -co, cuando lo que yo encontraba era el deseo de Sor Juana de entrarle al juego, de contribuir con su parte a un juego pura-mente poético. Ese primer artículo era en contra de la manera de pensar de Méndez Plancarte. ¡Qué autobiográfi co ni qué nada! Ese es un residuo de la manía de inventarle una novela a Sor Juana, amores o amoríos… Sor Juana dice claramente que ella se metió de monja por otras razones. Es claro que la idea de lavar pañales nunca le entró en la cabeza. Si quieren inventar, que inventen.”

—¿Qué es para usted lo sorprendente de la obra de Sor Juana?—Los pintores trabajan con colores, los escultores con már-

mol o piedra, los músicos con sonidos y los poetas con lengua-je. Sor Juana manejó maravillosamente su instrumento, es una maestra en el empleo del lenguaje, con todo lo que hay de in-genio, de musicalidad, de asociaciones… De su obra prefi ero el Primero sueño, que es un poema absolutamente excepcional.

Descubrimientos

Entre los materiales desconocidos de Sor Juana dados a cono-cer por Antonio Alatorre está un soneto (inédito hasta 1984) y los Enigmas (El Colegio de México, 1993). Explica: “Los ‘enig-mas’ no los encontré yo, los encontró un español que los publi-có en 1968. Lo que hice, en vista de que nadie los conocía, fue volverlos a publicar en una edición mejor porque me basé en cuatro manuscritos y el español había conocido sólo dos; pero no fue descubrimiento mío. Se puede hablar más de descubri-miento en el soneto que publiqué en 1984, cuando cumplió Octavio Paz setenta años, porque ese poema nadie lo había dado a conocer. Fray Luis Tineo hizo el prólogo de la Inunda-ción Castálida defendiendo a Sor Juana, para evitar el escánda-lo de los lectores que podían decir: ‘pero ¡cómo! una monja no debería estar escribiendo versos mundanos’; se trataba de de-fenderla. Y Sor Juana le mandó un soneto, seguramente en agradecimiento, en estilo juguetón. Se conoce por los papeles del fraile; él copió el soneto y puso además en seguida su res-puesta en el mismo estilo, que era un juego muy de la época, ‘contestar por los mesmos consonantes’. Esa es la historia.”

—¿No hay duda de que el soneto pertenezca a Sor Juana?—No consta el nombre; sólo se dice que es de una cierta

señora Décima Musa. El término “décima musa” era de cajón, Sor Juana fue una de tantas décimas musas. Pero es la única “décima musa” que estuvo en relación con Fray Luis Tineo.

—Y son textos que están ahí, en algún lugar. Sólo el que sepa ver-los los dará a conocer.

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—Generalmente son accidentes, casi siempre lo son. Esa es la realidad en estos campos. En cuanto a Sor Juana, pueden aparecer más cosas.

El 11 de junio de 1990 el semanario Proceso anunció en por-tada: “Tres siglos de misterio: encuentran La Celestina de Sor Juana”. En páginas interiores se documentaba el hallazgo por distintos caminos de La gran Comedia de la Segunda Celestina que en 1675 dejó inconclusa Agustín de Salazar y Torres, con una terminación que se atribuía a Sor Juana. Los “descubrido-res” eran Antonio Alatorre y Guillermo Schmidhuber. En las páginas del semanario Alatorre y Schmidhuber se percataron de dos cosas: primero, de sus hallazgos paralelos; y segundo, de las diferencias sustanciales en las cronologías con las que docu-mentaban la posibilidad de que en el texto encontrado estuvie-ra la mano de Sor Juana. Muy pronto para Alatorre fue claro, atendiendo a la fechas de escritura e impresión de la pieza pre-sentadas por el otro descubridor, que el fi nal de la comedia no podía ser el escrito por la poeta. Para entonces la Editorial Vuelta ya había impreso y distribuido La Segunda Celestina (1990) hallada por Schmidhuber, con el crédito de Sor Juana Inés de la Cruz y Agustín de Salazar y Torres, y un prólogo de Octavio Paz. La polémica continuó por varios meses (en Proce-so, Vuelta y La Jornada Semanal, sobre todo), con la interven-ción de otros sorjuanistas, sin que al parecer se llegara a un punto de acuerdo.

Dice ahora Alatorre:“Esto yo lo veo muy claro. La terminación publicada por

Guillermo Schmidhuber no puede ser de Sor Juana puesto que se publicó en 1676. La fecha sencillamente no casa. Segundo: el manuscrito de lo que hizo Sor Juana estaba inédito en 1700 en poder de Francisco de las Heras, que fue el editor de la Inundación Castálida. Él no encontró manera de meter esa obra porque más de las dos terceras partes no son de Sor Juana. La terminación se quedó ahí y Castorena platica con el exsecre-tario de la condesa de Paredes, que le dice: ‘Sí, aquí yo tengo esa terminación’. Como es un momento de efervescencia de Sor Juana, Castorena dice que se va a imprimir porque se va a representar. Eso es lo último que sabemos. ¿Qué pasó con la terminación de Sor Juana? No se sabe.”

La Décima Musa y sus críticos

De los libros que se han escrito sobre Sor Juana “se salvan po-quísimos”, asegura Alatorre. “Hay mucha palabrería. Uno que se salva es el de Ezequiel A. Chávez, que se publicó en 1931, en Barcelona. Este crítico fue el primero en detenerse en el con-fl icto entre Sor Juana y su confesor; ese solo dato lo hace ya valioso, pero tiene muchas otras cosas más. El libro de Amado Nervo es bonito. En el prólogo que hice a la reedición de esa Juana de Asbaje (1910) subrayo el estado de postración en que había caído la crítica sobre Sor Juana en el siglo xix. Nervo dice: hay que leerla, Sor Juana es mucho más de lo que piensa la crítica perezosa. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982) es un libro que dice mucho sobre los vericuetos inte-riores de Octavio Paz . Un capítulo que debería ser, según yo, el más importante de un libro sobre Sor Juana es el del Primero sueño, y lo que Paz dice de este poema me parece decepcionan-te, y además da una idea equivocada. Esto lo trato de explicar en mi ‘Lectura del Primero sueño’, que le envié a Paz antes de que se publicara. Puede ser que mi formación fi lológica me im-

pida ver la importancia que pueden tener los vuelos imaginati-vos de otros, pero… Muchas de las cosas que se escriben sobre Sor Juana son sólo vuelos imaginativos.”

—¿Así califi ca incluso Las trampas de la fe?—No digo que sea un puro vuelo imaginativo. Muchas par-

tes son buenas y sólidas (me gustaría haberlas escrito yo), pero lo que dice del Primero sueño me parece equivocado.

—¿No hay entonces para usted un gran ensayo sobre la fi gura de Sor Juana?

—Yo leo mucho a Sor Juana, pero poco a los sorjuanistas. Cuando comienzo a leer algo, muy pronto me digo “ya sé por dónde va”, y abandono la lectura. Me quedo con pocas cosas. Del siglo xix están los trabajos de Juan María Gutiérrez, argen-tino, y de Juan León Mera, ecuatoriano, que no fueron leídos en México. El xix mexicano no tiene, en cuanto crítica sobre Sor Juana, nada que sirva. El primer libro es el de Nervo, que apareció en 1910. Después pondría el de Ezequiel A. Chávez. Luego habría que saltar a Ermilo Abreu Gómez, aunque me parece muy disparatado; él hacía las cosas mal. Es un mal guía. Lo que quiso hacer Abreu Gómez lo hizo bien Méndez Plan-carte. Lo más sólido del siglo xx fue Méndez Plancarte, con todas sus fallas, sus prejuicios eclesiásticos… Él piensa como sacerdote de Cristo, pero es notable la apertura que tuvo, no le pidamos más. El Primero sueño no se comenzó a leer en serio sino después de 1951, gracias a la edición de Méndez Plancarte. El libro de Francisco de la Maza está hecho con las patas, pero recopila textos de lo que se ha dicho sobre Sor Juana desde el comienzo hasta el siglo xix, y a mí me ha servido mucho. Esos textos cuentan la historia de cómo fue aplaudida Sor Juana, y cómo cayó luego en el olvido. De otros libros posteriores sobre Sor Juana no señalaría ninguno fuera del de Octavio Paz.

—Ahora estamos llenos de especialistas: Sergio Fernández, José Pascual Buxó, Margo Glantz y otros, que mantienen el interés en la escritura de Sor Juana.

—Sí, esto está bien dicho: “mantienen el interés”. Pero los caminos que ellos siguen son distintos del que yo sigo, más o menos veo por dónde van, pero no me iluminan.

La rareza de Sor Juana

Sigue Alatorre: “La mejor manera de conocer a Sor Juana es leerla directamente. Es además una escritora que abunda en confesiones personales, no sólo en la carta al padre Núñez y en la respuesta a Sor Filotea sino en muchas poesías, pero hay que irlas descubriendo. Esa correspondencia que parece frívola, cortesana, con la condesa de Paredes, está llena de confesiones. Esa es la mejor manera de conocerla. Qué sentía como mujer, como monja, qué sentía del mundo: todo eso está ahí dicho por Sor Juana.”

—Aunque puede ser equívoca esa forma de leer los poemas como confesiones.

—Vayamos al ejemplo de los sonetos amorosos, aquellos de que “quiero a Zutano pero él ama a Mengana”, etcétera. Una persona inteligente como Méndez Plancarte, dice: esto es auto-biografía. Y un discípulo de Méndez Plancarte, Alberto G. Sal-ceda, lleva esto al extremo y escribe toda una novela, un dra-

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món terrible. Esas son tonterías, aunque cualquiera tiene dere-cho a inventar un cuento. El hecho es que Sor Juana, muy ami-ga de lucirse, y en competencia con otros poetas, escribe tres sonetos de amor siguiendo ese juego retórico. Claro, es curioso que haya estado tan obsesionada con el tema amoroso. Ahí en-tramos al terreno de la especulación. Y no son sólo esos tres sonetos. En muchas otras poesías y en el teatro hay referencias a esos confl ictos del corazón humano. Obviamente a Sor Juana le interesaban los procesos psicológicos, las pasiones humanas. Me parece que sería un buen tema de investigación reunir todo esos textos y mostrar esa obsesión general de Sor Juana por las pasiones: el amor no correspondido, la ausencia, los celos… Estamos en el núcleo de las preocupaciones de Sor Juana. Los sonetos aquellos de las encontradas correspondencias podrían tener un doble aspecto. Uno: se mostraba al corriente de los juegos poéticos. Dos: iban muy de acuerdo con las ruedas de su inteligencia, con su preocupación por lo humano.

—Paz en Las trampas de la fe habla del amor-amistad platóni-co entre Sor Juana y María Luisa Manrique de Lara, aunque dice que esa lectura no excluye (ni incluye) la existencia de ten-dencias sáfi cas en las dos amigas. Cierra: “Lo único que se pue-de afi rmar es que su relación, aunque apasionada, fue casta”.

—Son especulaciones legítimas. Nadie ha tomado en cuenta la seriedad con que Sor Juana habla de la total negación que siempre tuvo al matrimonio, o algo así. ¿Por qué no conceder-le seriedad a eso? Ella decidió ser independiente y, sí, en la época esto era raro: justamente esa es la rareza de Sor Juana. Era sumamente raro que una mujer se dedicara a los libros; para ella la literatura fue un deslumbramiento. Está en la corte ganando un sueldito de criada, es una muchacha que sabe mu-cho, que ha leído mucho y lo retiene todo en la cabeza… Lo que quiero decir es que ella está viviendo ese mundo del cono-cimiento y no alternando en sociedad. Le reconocen que sabe mucho, y que lo que sabe lo retiene. Eso y su total negación al matrimonio: Sor Juana tenía en qué entretenerse, y no andaba al tú por tú con los riquillos del momento, aunque viviera como criada en el palacio. Lo importante es cual especulación es más

coherente. En el siglo xix hay, sobre esto, cuentos impresio-nantes. En ellos por lo general el querido de su corazón muere trágicamente, y ella decide meterse monja. Puros cuentos…

—¿Pero cuál es el cuadro sentimental más coherente?—El de la mujer dedicada a los libros, que nace con esa vo-

cación. Lo más coherente para ella es meterse en un convento, no porque quisiera ser esposa de Jesucristo sino porque las monjas tienen tiempo, ocio. Todo eso está perfectamente dicho por ella.

—Paz no excluye (ni incluye) la existencia de tendencias sáfi cas…—Cada quien es libre de pensar lo que quiera. En algún mo-

mento de su libro Octavio Paz me hace un reconocimiento muy honroso, comenta que Antonio Alatorre ha levantado el velo de la pudibundez o la gazmoñería, pues digo que el “Re-trato de Lísida” es un poema erótico, y no es el único. A veces Méndez Plancarte se escandaliza de las expresiones demasiado ardientes. Es notable que Francisco de las Heras, el secretario, testigo de la relación de Sor Juana y la virreina, haya creído necesario poner una notita para explicar esa relación extrechí-sima. Faltaría también un poco de fantasía para imaginar una relación en que Sor Juana, virgen de amor humano, experi-menta por primera vez un amor humano a través de esta rela-ción. Lo único que falta es perderle el horror a la palabra “les-biano” y desde luego eliminar fantasías de que la virreina se colaba en el convento para acostarse con Sor Juana, lo cual es ridículo. ¿Acaso son una rareza las amistades entre mujeres? Pongámonos en la realidad como la conocemos. Primero: nada más normal que una muchacha que ama los libros rechace el matrimonio. Segundo: que hubiera una relación así entre las dos amigas me parece perfectamente natural.

—¿Sor Juana conoció las pasiones humanas o las vivió?—Ella supo de las pasiones a través de la lectura, y un verda-

dero lector vive lo que lee. G

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El domingo recién pasado, en el Palacio de las Bellas Artes y durante el luctuoso homenaje de muchos a Alí Chumacero, dije antes de leer un poema de éste: “No te lo perdono, Alí, tú que eras un gran bromista, acabas de hacernos tu única broma mala”. Al fi nal de la ceremonia un elegante señor sesentón se acercó a decirme aproximadamente esto: “¿Cómo habla usted así del gran poeta? ¿No respeta usted a los muertos ilustres? Dígame ¿cuál es la obra mala de Chumacero?”, y, sin darme tiempo a responderle, el hombre se me perdió entre la multitud que descendía la escalinata hacia la salida. Me quedé descon-

certado, preguntándome si no habría yo cometido un lapsus lin-guae diciendo “obra mala” en lugar de “broma mala”, pero ami-gos me aseguraron que no, y que quizá aquel señor me habría oído mal. Sólo más tarde, ya en casa, me acordé de una anécdo-ta transcrita por Jean Cocteau en ocasión de otro duelo por un gran poeta: “Pienso en Odilon Redon que me narraba el entie-rro de Mallarmé en Valvins. Algunos [poetas y artistas] habían terminado bebiendo y riendo mucho en un bar. Un tonto se levantó indignado: ‘¡Señores, más respeto! ¡Venimos de ente-rrar a Stéphane Mallarmé!’ A lo cual Auguste Renoir replicó:

Poeta y mármoles susurradosJosé de la Colina

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‘¡Precisamente! ¡No es cosa de todos los días enterrar a un Stéphane Mallarmé!’ Y continuó la fi esta.”

¿Es inconcebible que un poeta, como cualquier hombre, sea uno y además otro sin que haya dualidad sino diferentes y a veces dizque opuestas maneras de ser? Me remito a dos indis-cutibles testimonios. En 1945 el jalisciense José Luis Martínez, ensayista y viejo amigo de Alí, ya advertía en el poeta nayarita “un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tie-rra”, más el acatamiento del “deber de la obra literaria de orga-nizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa”. Y en 2003 el poeta y crítico Marco Antonio Campos, discípulo de Alí, decía en el prólogo a la Antología personal de Chumacero para ediciones Colibrí (en cuya portada se ve a Alí sostener un bastón de impresionante empuñadura de plata, propiedad de otro admirable poeta: Rubén Bonifaz Nuño): “El Alí Chumacero cordial, de una inventiva prodigiosa y de un humor fulgurante, poco o nada se parece a ese poeta que ha dejado una de las obras más pesimistas de la poesía mexicana.”

Mármoles susurrados

Tuve mi primer intenso contacto con esa poesía de voluntario tono crepuscular, pero cruzada por fulgores de alba a veces tris-te y a veces celebratoria, cuando a la mitad del poema “Vacacio-nes del soltero” me desconcertó este verso: “La mano al des-cender con la navaja ahuyenta…” . Supuse que se trataría de un degüello, pero un parpadeo después el poema hablaba de un asunto inocente, cotidiano y aun vulgar que yo, en mis veintiún años, suponía “no poetizable”: un hombre que se rasura como cualquier hijo de vecino. Dicen versos sagazmente encabalga-dos: “La mano al descender con la navaja ahuyenta/ el mal del rostro, vence/ edades y palabras y destruye/ la huella sudorosa del alquilado amor:/ oh, la mujer que al lado/ está balanceándo-se en la hamaca.”

Descubrí así una poesía que suele alíar lo abstracto y lo con-creto, que explora un Páramo de sueños (1944), que no prodiga metáforas lujosas sino Imágenes desterradas (1948) y, en lugar de

fi estas verbales, ofrece austeras Palabras en reposo (títulos de li-bros de 1944, de 1948 y, último, de 1956). Poeta de terca exi-gencia formal, capaz de pergeñar para un solo poema cien bo-rradores como destilaciones cada vez más rigurosas, Chumace-ro, gran alquimista, logró objetos poéticos perfectos, inmarce-sibles y cristalinos con vetas de opacidad. Los títulos de muchos de sus poemas (“Vencidos”, “Monólogo del viudo”, “Responso del peregrino”, “Elegía del marino”, “Elegía del regreso”, “Laurel caído”, “Losa del desconocido”, “Cuerpo entre som-bras”) cercan un íntimo ámbito en el que fl uye una de las voces más señoriales de la literatura mexicana. Una voz que se impri-me en una escritura de mármol trabajada desde la inteligencia y la vigilancia de la forma estética y susurra el deseo, la inquie-tud y en ocasiones la angustia. Una voz en la que se puede re-conocer la ascendencia de de Baudelaire: “Desnuda, mi funesta amante/ de piel vencida y casta como deshabitada,/ sacudes so-bre el lecho voces/ y ternura contrarias a mis manos,/ y un cre-púsculo escucho entre tu cuerpo/ cuando al caer en ti agonizo/ en un nacer marchito, sin el duelo/ comparable al temor de tu agonía.” Y, en ese libro fi nal que, aunque se supone escrito con palabras “en reposo”, es el más lleno de vida de su autor, no falta la quemante o fantasmal sensualidad de un hombre deseo-so o hastiado en la ciudad gris y rumorosa, en un ordinario horizonte de calles y ofi cinas, de penumbrosos salones de baile, de “rostros y trajes y humedad”, de frías soledades en algún cuarto de exasperado soltero o de insomne viudo que copula cada noche con mujeres carnales o afantasmadas, sea en el goce momentáneo o sea en el soñar o en el recuerdo.

Chumacero, como Omar Khayan, como Borges, como Vi-llaurrutia y muchos otros, ha compartido la Rosa universal, la de todos, la de uno y la de nadie:

“Cae la rosa, cae/ atravesando el agua,/ lenta por el cristal de sombra/ en que su tallo ahoga;/ desciende imperceptible,/ cla-ra, ingrávida, pura/ y las olas la cubren, la desnudan,/ la vuelven a su aroma…”

Y perduran ése y otros fantasmas fi jados en los mármoles susurrados de un gran poeta nacido en la pequeña Acaponeta de Nayarit el 9 de julio de 1918 y fallecido en la enorme Ciudad de México el 22 de octubre de 2010. G

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¿Quién se suicida de un balazo en el corazón? Es decir, suena demasiado a novela romántica barata para que ocurra en la rea-lidad. Sin embargo la mañana del 7 de marzo de este año con esa noticia nos levantamos, que el día anterior Mark Linkous, de 47 años, así se había quitado la vida. Bajo el sobrenombre de Sparklehorse grababa discos que te cautivaban como artefactos de misterio, huevos de fabergé mecánicos o salamandras neón, ensamblajes de sonidos chatarra en canciones vulnerables y desesperadas. La tarde anterior había visitado a un amigo. Cuentan que le metió fuerte al chupe, unos mensajes en el ce-lular lo pusieron de malas, se despidió, y en el prado de la casa, camino al coche, tronó el plomazo. Ya había tenido una proba-dita de abismo en 1996, estando de gira con Radiohead un menjurje de antidepresivos y otras alquimias le hizo corto cir-cuito en la conciencia. Con el agravante de haberse quedado en una postura que requirió 14 horas de quirófano para desenre-

darle las piernas. “Buenos días araña” (Good Morning Spider, 1999), le puso al disco que sacó tres años después. Preparaba nuevo álbum y había concluido The Dark Night of the Soul con el productor Danger Mouse y una serie de cantantes invitados, música que debió aparecer el año pasado con un libro de foto-grafías del cineasta David Lynch; problemas entre casas edito-ras acabaron convirtiéndolo en un lanzamiento póstumo.

Exactamente diez días después, Alex Chilton, de 59 años, estaba por subirse a un avión en Nueva Orleans para participar en el festival South by Southwest de Austin cuando se sintió mal. De emergencia al hospital y ya no volvió a salir. A los 16 años acarició el éxito con “The Letter”, tocando la guitarra y cantando para los Box Tops, un grupo de chavitos blancos más o menos de su edad poseídos por un hechizo de soul negrísimo. Después formó Big Star. Piensen bien el nombre que le dan a su banda, no vayan a tentar la paciencia del destino. A Big Star

Psicofonías 2010Arturo G. Aldama

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no le esperaba el máximo estrellato sino un estrepitoso fracaso que dejó a Chilton en un naufragio de alcohol y drogas con discos que cada vez le interesaban a menos gente. Instalado en Nueva Orléans, ya sobrio, trabajó de jardinero, experiencia que defi nía como “un empleo magnífi co”. R.E.M., This Mortal Coil, Teenage Fanclub, una oleada de bandas de los 90 rescata-ron del olvido a Big Star provocando su regreso con una alinea-ción reformada. Cuando golpeó el huracán Katrina, Chilton estuvo desaparecido unos días, se esperaba lo peor. De repente fue apareciendo por ahí, tan quitado de la pena, cruzando la puerta de la dimensión a la que se fue de vacaciones en lo que aquí poníamos un poco de orden. El rocanrol nunca le otorgó más recompensa que la de un obrero. Interrogado sobre la in-diferencia a la que sobrevivió, contestaba en estrictos paráme-tros laborales: “Lo ideal sería ganar un montón de dinero y que tú no le importaras a nadie. La fama trae mucho equipaje que cargar.” Los Replacements, una banda de los 80 con una carre-ra igual de accidentada que la de Big Star, le dedicaron una canción, “Alex Chilton”: “un hombre invisible de voz muy visi-ble”. En ese festival de Austin al que no llegó, le dedicaron una conferencia y un concierto en tributo donde participó el Andy Hummell, bajista de los Big Star originales. Pasarían tres me-ses, el 19 de julio Alex y Andy tocaban de nuevo juntos.

Geniecillo avant-garde o embustero ilustre del siglo xx. Las opiniones oscilan de un extremo a otro alrededor de Malcolm McLaren. No deberían estar tan divididas. Cualquier elemento de genialidad que podamos atribuirle a su personalidad parte de un robo, y lejos de disminuir sus méritos, los enfatiza. Su visión de un futuro perteneciente a los cuatreros superó la de Warhol, que haciéndola de mecenas del séquito de friquis en La Factoría sólo obtuvo arte de calidad variable. McLaren se proponía incendiar el mundo y comprendió que la forma expe-dita de conseguirlo era restregando el peor lado de la gente en su cara, la angustia no les dejaría de otra: o se revolcaban en ella o perecían en el ingenuo empeño de la cordura. No era un bo-hemio, era un empresario. Por lo menos un publicista extraor-dinario, profesional de la agitación, afi nado receptor y amplifi -cador de vibraciones. De hecho, fue desde una tienda de ropa y artículos sadomasoquistas, SEX, en el King’s Road londinense, que instigó la formación de los Sex Pistols creando lo que ni Warhol ni los Beatles: un auténtico producto cultural. A los Beatles los admirabas, en los Pistols no había nada que admirar porque cualquiera podía ser uno de ellos. No vendían música. Vendían un paquete para construirte una personalidad. Y como los bytes que llenan nuestros iPods, todo era robado: del situa-cionismo, de los New York Dolls, de los Ramones, en especial de Richard Hell. Pero McLaren tuvo la claridad sufi ciente para articular su motín en este concepto mediático, “el punk”, que hasta en prestigiadas pasarelas del diseño de modas pasa por alegoría rebelde. Hay que dedicarle al pirata ideal, Malcolm McLaren, la admiración que reservamos para los grandes ma-nipuladores. El ocho de abril, a los 63 años, murió en la cama de un hospital de Suecia devastado por mesoteliosis, un cáncer de agresividad punqueta.

Blandía voz fl amígera en honor y gloria del Señor, Solomon Burke era un hombre de iglesia, galante con las damas, majes-tuosa personalidad, un titán. A principios de milenio el prodi-gio fue desenterrado para muchas orejas gracias a Anti-, un sello de iconoclastas y hasta blasfemos orígenes punk (fi lial de Epitaph, que fundó el guitarrista de una banda hard-core lla-

mada nada menos que Bad Religion). Sinuosas jugadas de la realidad. Picó piedra con Aretha Franklin, Sam Cooke, Otis Redding en los años dorados del soul, aunque se le negó el ni-vel de popularidad de ellos, su primer sencillo, “Just Out of Reach (of My Two Open Arms)”, de 1961, un éxito en estacio-nes de música country, le alcanzó para que lo invitaran a ame-nizar una reunión del Ku Klux Klan. Erizados pelos traspasa-ron las siniestras capuchas cuando la montaña de ébano del rey del rock’n’soul fue haciendo acto de presencia. Más que la des-treza vocal para ganarle a los blancos en su propio juego, era la convicción del fraseo, cada palabra cayendo con el peso bíblico que le fue impuesto en la pila bautismal. Música de creyentes. Y si no crees en algo, prepárate, porque vas a creer en lo prime-ro que tengas a mano. Esta música que supera, no estás prepa-rado para manejarla sin supervisión de un adulto, te urgen las pinzas de un ser supremo para no quemarte los deditos. Con fortuna tal vez encuentres que lo único para agarrarte en la marejada eres tú mismo y empieces a creer en ti. Pero yo que tú no me fi aba. Solomon tenía en Dios el anclaje que lo protegía de perecer consumido por los poderes implicados en su ofi cio. ¿Qué Dios? En Don’t Give Up On Me, ese disco que publicó Anti- en 2002, Dios es un viento que evita el incendio de las brasas. Desde los primeros acordes remite a la calidez ideal de una cabaña para quien se perdió en la nieve. Removida de las orondas secciones de metales con las que creció acostumbrada, en el marco rústico de un grupo compacto de raíz folk con re-gusto por el blues, la voz de Solomon Burke prende antorcha en la oscuridad. Dios es la fogata. Bob Dylan, Brian Wilson, Tom Waits, Van Morrison y hortelanos de estatura similar mandaron frutos escogidos en tributo al emperador ancestral. Ejerciendo de chamán, él desmembraba las canciones para re-vivirlas en cuerpos fortalecidos, testimonios ambulantes, autos sacramentales que precisan de tinieblas para la invocación de la luz, carne para el fl orecimiento del espíritu y desamor en atisbo de la eternidad. Grabar para Anti- quizá resultaba el peldaño lógico, unir las puntas de un mismo lazo, serpiente mordiéndo-se la cola, el último acto punk posible. El 21 de marzo los cam-pos reverdeciendo despertaron al gigante que besó un botón de rosa recién abierto en agradecimiento al Señor por los 70 años que cumplía. Sería la última primavera. El 10 de octubre sus numerosos aliados en las alturas lo reclamaron, en el avión que aterrizó en Amsterdam sólo reposaba el cuerpo del gigante. Las minas del rey Salomón permanecen hirvientes de oro. Don’t you feel like cryyyyyyying?

La Gaceta me encomendó un recuento de los músicos falle-cidos en este 2010. Fracasé. Muchos más son los que se fueron: Lena Horne, sirena del Cotton Club; Steve Reid, cosmonauta de la batería; Roberto Cantoral, trovador y Caimán Mayor del SUTM; a Ronnie James Dio una noche lo vi en la tele expli-cando que los cuernitos con las manos simbólos del metal pro-vienen de una seña que hacía su abuela para ahuyentar el mal de ojo y al día siguiente, ¡paf!, ya no estaba. Pero lo que más cons-ternó el ánimo colectivo por la cantidad de seguidores que ganó con Soda Stereo fue lo de Cerati, abrazado el 15 de mayo por un sueño del que no despierta. Y con un muerto, bueno, pasan las exequias, un espacio de resignación, cerrar un ciclo, la vida continúa. Pero ¿qué haces con un enfermo así? Con el perpetuo recordatorio del abismo que sustenta las nociones elementales de eso que crees que eres. El horror de las ciencias naturales. El cerebro como fl or… “una fl or, otra fl or”, cantaba

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Gustavo Cerati, “fl orecer mirándote a los ojos”. La fl or trozada del tallo. La impotencia que colapsa la mente. Perturba tanto que ridículos nos afanamos en soluciones defi nitivas. Los fans en Internet no han parado de discutir la conveniencia o no de la eutanasia con una frivolidad ofensiva para la familia, pero comprensible: en una hora yerma de rituales en la historia, esta clase de eventos nos devuelven al espejo de la incertidumbre cernida en la cabeza de cada uno ¿Qué signifi ca esta recolec-

ción de fechas, lugares, nombres, anécdotas leídas en revistas? Esos datos ni siquiera sirven para apreciar mejor lo que hicie-ron. No puedo decir que me entristece la muerte de esas perso-nas sin sonrojarme de falsedad. No conoces a alguien por más que te guste su canción o su disco (o su desplante genial). Me justifi co en una tirada de caracoles o cartas de Tarot. Esto es un simulacro. Y el recordatorio de que cualquier año es bueno para morirte. G

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La primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1963), le granjeó el éxito internacional y el elogio de la crítica. Desde entonces, la anticipada publicación de cada una de sus obras ha sido marcada por la excitación propia de un evento literario. Esta anticipación responde —no por obvio conviene olvidar-lo— a mecanismos publicitarios; pero también a la organiza-ción y al cultivo necesarios de círculos de críticos y lectores. Al igual que otros escritores de la época, Vargas Llosa también ha refl exionado sobre su propia obra (v. gr. en una conferencia sobre La casa verde, cuya publicación como Historia secreta de una novela, 1971, le dedicara a Carlos Fuentes); se ha manteni-do activo en la cotidianidad del periodismo cultural y político —así lo revelan las páginas de Contra viento y marea (1983, 1986, 1990)— y ha dado a conocer su visión crítica de obras que consideró ejemplares. Bajo este último rubro cabe citar García Márquez: Historia de un deicidio (1971), y particularmen-te su análisis de Flaubert, La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary” (1975), también sus refl exiones en torno a la polémica de los intelectuales franceses en Entre Sartre y Camus (1981). Estos textos, así como la participación de Vargas Llosa en diálogos y discusiones nacionales e internacionales —dejo de lado las generadas por su candidatura a la presidencia del Perú—, permiten componer un cuadro singular de la trayectoria de la intelectualidad latinoamericana desde la década de 1960. Son útiles para ello su diálogo con García Márquez, La novela en América Latina: diálogo (1968); su participación con Julio Cor-tázar y Óscar Collazos en Literatura en la revolución y revolución en la literatura (1970) y la polémica con Ángel Rama publicada bajo el título García Márquez y la problemática de la novela (1973). Las décadas de 1960 y 1970 fueron pródigas en afi rmaciones absolutas y categóricas, propias de la fe en la capacidad de transformar mundos. Como lo hemos venido estudiando, tam-bién de proyectos cuya ambición era la nada modesta construc-ción de “la novela total”. En el caso de Vargas Llosa, el anhelo de totalidad se reconoce en novelas como La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), pero sobre todo en La guerra del fi n del mundo (1981).

Una serie de episodios históricos y autobiográfi cos (éstos úl-timos de modo notable en La tía Julia y el escribidor, 1977) han informado la producción de Vargas Llosa como elemento inelu-dible de su mundo narrativo. Resulta llamativo, entonces, que, habiendo operado siempre en una latitud andina, algunos de los

ejes de su obra —el militarismo, la fascinación por el fanatismo, los cruces del poder— aparezcan en su más vasta complejidad en torno a la rebelión de Canudos, acaecida en 1896-1897, y que tuvieron como fi gura protagónica a “O fanatico Antonio Conselheiro”, cuya representación encabeza y modifi ca la vero-similitud de la novela. Frente a la segmentación peruana de toda su obra anterior y posterior, Vargas Llosa cruza fronteras políti-cas y culturales para adentrarse en una franja del Brasil que lo obligará reiteradamente a buscar otros accesos para revelar el sentido de una rebelión, del discurso milenarista, de la consoli-dación del poder civil sobre la base de acciones militares y de masacres sancionadas. Dicho lo cual, se vuelve evidente cómo La guerra del fi n del mundo se inscribe en la red que organiza la obra y el desempeño político de Vargas Llosa.

Tras los hechos narrados en La guerra del fi n del mundo estalla la pugna —literaria e histórica— de las mutantes acepciones de “civilización y barbarie”, de su derivación positivista en “or-den y progreso” (aún visibles en la bandera brasileña) y las consiguientes cuotas de violencia y muerte necesarias para el afianzamiento de la república. Definir el conflicto en es-tos términos condiciona el informe y su asimilación por par-te de los lectores; también realza el hecho de que desde el punto de vista de los yagunzos la guerra hubiera sido plan-teada en términos del enfrentamiento eterno entre el bien y el mal, entre los hijos de la luz y los herederos de las som-bras. Este conflicto pone en juego una vez más la noción ya elaborada en otro contexto por Alejo Carpentier (cf. Los pa-sos perdidos, 1953) en cuanto a que la realidad americana se caracteriza por la coexistencia simultánea de diferentes es-tratos históricos. En este caso se trata de un Canudos me-dieval y de la república que emerge del orden colonial, de la monarquía y de la reciente abolición de la esclavitud, así como de la multiplicidad de historias que suman “Canudos” y de la historia única que consolida el poder de la república.

La guerra del fi n del mundo pudo haber acabado con el guión que jamás llegó a ser realizado por el cineasta Ruy Guerra. Que se haya transformado en una de las novelas mayores de Vargas Llosa revela no sólo que la abrumadora documentación que obtuviera en la preparación del guión no merecía ser descarta-da, sino su primordial sintonía con algunas de las preocupaciones del autor. Tampoco era un elemento desdeñable que una de las mayores fuentes de información proviniera de las crónicas perio-dísticas de Euclides da Cunha, testigo presencial de la campaña que fi nalmente destruyó el reino de Canudos, y autor de la no-vela Os sertões (1902), con la que La guerra del fi n del mundo está en constante diálogo e interpelación.

Vargas Llosa*Saúl Sosnowski

* Dario Puccini / Saúl Yurkievich, Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica, Traducción de Juan Carlos Rodríguez Aguilar, Eliane Cazenave, Beatriz González Casanova, fce, México, 2010.

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Historia de lo histórico y literatura de lo literaturizado —así como vaticinio de algunos episodios que tendrían lugar en el Perú—, lo acaecido en Canudos incitaba al manejo del reperto-rio de recursos literarios (e ideológicos) explicitados por Vargas Llosa en otras ocasiones. Permitía, asimismo, recuperar las di-mensiones de las fuerzas de la naturaleza para asimilar el diseño y los propósitos de una revolución ajena a la racionalidad de las maniobras políticas. Para producir este texto, y siguiendo expe-riencias análogas en novelas como La casa verde, Vargas Llosa introdujo toques de excentricidad y dosis moderadas de asom-bro tendientes a subrayar los límites de lo verosímil en un mun-do en el que el predominio de la razón cedía su hegemonía a la fe del creyente. Con sólo articular ciudad y campo, razón y fa-natismo religioso, la relación Bahía-Canudos —o, mejor aún, Río de Janeiro y São Paulo frente a Canudos—, república y monarquía, este sistema de oposiciones remite a confl ictos aná-logos en toda la historia americana. Quizá no sea del todo pa-radójico que “Dios-Patria-Familia” sea una fórmula conocida y

utilizada en décadas posteriores por los defensores de la pro-piedad privada y de doctrinas que ellos asocian a las “fuerzas vivas” de sus países. Amparados en el dogma de una fe mal aprendida, esas fuerzas han contribuido a la fractura moral e institucional de más de una nación americana. Reducida a los matices más simples de una iglesia primigenia, pero exacerbada por el rechazo de los edictos de una fl amante república, la pré-dica de Antonio Consejero no deja de evocar las solícitas de-mandas de los pobres y desheredados que una vez más se ven proscritos o marginados por quienes detentan el recién funda-do gobierno.

En la nueva geografía del poder brasileño, Canudos sigue es-tando en el fi n del mundo. En esa bárbara distancia, basta un fenómeno natural como la sequía para que un predicador anun-cie el fi n del mundo y para que sus feligreses perciban la inmi-nencia del apocalipsis. De este modo el texto acerca las dimen-siones espaciales y temporales, acepciones de la marginación y de lo condenado a la desaparición en una guerra que se da en el

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fi n del mundo y que es el fi n de un mundo. De ese choque po-drán sobrevivir las fuerzas victoriosas y los testigos, así como el ideario de una revolución permanente encarnada en la visión anarquista del escocés Galileo Gall. No es casual que desde di-ferentes ángulos La guerra del fi n del mundo —título que también evoca (y parodia) fi lmes de guerras intergalácticas— muestra cómo se construye y cómo se mitifi ca la historia; cómo se selec-ciona una versión de los hechos y cómo se ofi cializan los rumo-res para propagar una doctrina nacional.

En cada instancia de la guerra se enfrentan ideologías y creencias trasplantadas al territorio americano, proceso inicia-do en el instante mismo del arribo de Colón a las costas ameri-canas. Si bien sería exagerado ver en la rebelión de Antonio Consejero una vindicación del mundo americano frente al eu-ropeo, algunos componentes de su prédica sirven para evocar el choque provocado por visiones de mundo incompatibles. Uno de ellos se expresa en la oralidad. En el espacio acotado de Canudos, las voces que se corren hacen posible que se conozcan tanto los milagros como el estado de la guerra contra el anti-

cristo que se ha alzado para gobernar al Brasil. Por ello tampo-co es casual que el periodismo, la palabra escrita y, en tanto tal, verifi cada, ocupe un lugar predominante en la novela. De las aventuras en las novelas de caballería, a las crónicas de un mun-do inconcebible desde la metrópoli, al sustituto del bardo en la transmisión de noticias, Canudos convoca la multiplicidad de voces que se hacen necesarias para captar un mundo ajeno a un solo canal de recepción y comprensión. En algunos de los futu-ros que los yagunzos no podrían anticipar, la escritura, otra de las armas de su enemigo, les otorgaría la irrealidad de la que sólo son capaces la novela y la crónica. O esa otra realidad, la “objetiva”, que siempre montan los vencedores.

El periodista miope, el barón de Cañabrava, el estudiante de medicina —es decir, quienes representan de algún modo el le-gado de la cultura letrada, la ecuanimidad de la aristocracia y la inobjetable verdad de la ciencia—, son algunos de los pocos capacitados para deslindar el empaque de la retórica de la ver-dad objetiva. Son, asimismo, productores de sus propias verda-des, de las que garantizan su propia centralidad en la reordena-

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ción de un mundo que, entre otros logros, ha logrado opacar las distancias entre patriotismo y negociados. En este medio, para generar una verdad e imponerla al público es imprescindi-ble “producir escritura”. Dado el lugar que el escritor latino-americano ha ocupado en la esfera pública, y particularmente su puesta en escena en múltiples debates en los que, como ya se señalara, Vargas Llosa sigue ocupando un sitial de importancia, era fácil anticipar la exaltación de la palabra escrita. En este aspecto se puede observar una comprensible homologación en-tre los pronunciamientos de Vargas Llosa sobre el lugar que el escritor debe ocupar frente al poder y la distancia o margina-ción de los personajes que detentan el poder de la palabra. Esta correspondencia se verifi ca tanto en el caso del León de Natu-ba, quien transcribe ávidamente las palabras del Consejero, como en la precisión que caracteriza a Galileo Gall y, muy es-pecialmente, en el manejo del idioma del periodista miope que en una transparente homologación diseña para el mundo —como lo harían Euclides da Cunha y Mario Vargas Llosa— la memoria de Canudos.

Si la literatura ha de tener una función moral —y Vargas Llosa así lo sugiere— ésta es develar la verdad que se oculta en la maraña ideológica de este siglo, revelar y enmendar la per-versión en la manipulación de la lengua y del mundo que enun-cia, y orientar al hombre en su travesía por esa jungla que es la historia contemporánea. Por lo tanto, parece decirnos, el lector necesita que la literatura constituya, amén de sus in-trínsecos propósitos, un sistema ético o que, por lo menos, apunte en esa dirección. Para Vargas Llosa, el intelectual que cree en el poder del verbo no sólo para inventar realidades sino para ordenar el mundanal ruido que la precede, es inevitable la construcción de una “novela total” que en algunos de sus re-cónditos propósitos aliente la modesta ambición de reemplazar el caos de la historia y los fracasos de la izquierda por la armo-nía de una crónica política con fi nal feliz. El caso de Vargas Llosa, entonces, es una muestra de la coherencia entre su fi c-ción y la historia que ha ordenado su credo político.

Cuando se aproximan los términos “novela total” e “histo-ria”, es legítimo suponer que se está apostando más al poder de la novela que a los tránsitos de la historia. En ésta, nada puede ser “total”; en la fi cción, pocos textos pueden dejar de aspirar a cifrar el todo en la escrupulosa precisión de la palabra exacta. Por otra parte, yuxtaponer “historia” y “fi cción” no implica conciliarlas en una totalidad sino, en una primera instancia, conjugar diferentes modos de conocimiento de esa realidad bajo el amparo de una textualización. Ello involucra que se aca-

te la ausencia de dogmas y que se eviten prescripciones norma-tivas sobre modos de producción disímiles.

Las novelas de Fernando del Paso, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos y Mario Vargas Llosa conforman su propio tapiz de retazos ‘mal cosidos’. No utilizo esta imagen como crítica ne-gativa sino al contrario, precisamente para señalar que cada costura es la cicatriz que marca el diseño y el encuentro de mundos narrados y para subrayar que al margen de cualquier ambición totalizadora jamás se deja de urdir personajes de pa-pel contra un escenario tan frágil como la memoria plural de los lectores. La suma de estas ambiciosas obras, por otra parte, señala la desmesurada necesidad de ser que las atraviesa. El acto de imponer sueños a la realidad puede simular un pálido gesto divino —así nos lo enseñan algunas de las parábolas que encierran las fi cciones y los poemas de Borges: la invención de un mundo singularmente historiado en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, o entre tantas memoriosas páginas, el universo un tanto más “metafísico” que subyace a “Las ruinas circulares” y a los poemas “Ajedrez” y “El Golem”. También pueden insistir en lo inevitable; es decir, en que nada ni nadie puede huir de su historia, del terreno acotado al tamaño de la piel sobre el que se dirimen el olvido y la memoria, la marca de lo perecedero y el ansia de inmortalidad que se deslinda de la re-escritura de lo que ya fue. La práctica de la “novela total” también puede ser comprendida a partir de la molesta inquietud que conduce a algunos novelistas a imaginar una historia de lo posible, de lo que ellos hubieran hecho (y hacen) posible a través de sus tex-tos. Después de todo, para quien ha entrevisto (o soñado que ha entrevisto) el universo sólo resta imponerlo a la realidad: palabra por vana y sagrada palabra. O cambiar de estrategia y aceptar que la “novela total” es sólo una entelequia, una fórmu-la más para describir la desmesura, el desafío babélico de nues-tra empobrecida actualidad contra el dominio de la historia.

Ninguna de las novelas que hemos comentado surge de la derrota; se constituyen, más bien, en una exaltación del po-der de la ficción. De este modo se enfrentan a uno de los mayores desafíos que han debido superar los escritores que hurgan en los archivos de la memoria: re-crear y transfor-mar la arqueología que emana de ellos y que se ha transfor-mado en un nuevo saber. En un nuevo saber que es corona-ción del texto, de quien lo enuncia y, en el mejor (o peor) de los casos, registro de una contemporaneidad que ha llegado a creer en la facultad de salvación que posee la letra cuando ésta transita la historia hacia su porvenir. G

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Mi hermano1

(4 de mayo de 1955)

Veo a mi hermano Antonio tendido sobre el suelo, amortajado en una sábana para las primeras oraciones. El sol de la mañana ilumi-na la puerta como una tierra que Antonio hubiera mirado conmi-go, como también la miró mi abuelo al morir, hace más de veinte años. Los hijos de Julia mueven las sillas afuera, en el corral. Oigo la voz de mi cuñado. Me duelen los ojos. Hay mucha luz, Anto-nio, mucho calor. Necesito dinero, necesito cobrar. Deben pagar-me pronto. Mi cuñado me mira. Las mujeres siguen rezando. Es molesto que tantas cosas me impidan pensar en ti, hermano, como yo quisiera. Pero los años lo hacen a uno distinto; lo hacen a uno pensar en otras cosas, en muchas, y eso aparta. Está uno más atareado. Pero un hermano duele porque un remordimiento aparece siempre al pensar en él. Con el amigo se siente lo mismo, pero con el hermano hay más cosas. Me acostumbré a fumar toda la tarde, a pensar sólo en mí. Antes de que muriera, estando junto a él, durante las tardes, sentí el remordimiento, el rencor de que sólo hayamos vivido así; de tener prisa, deudas, de no tener tiempo. Uno cambia, sí. Cuando por estar callado tardes enteras llega a pensarse en uno mismo, uno cambia. Yo quería salir de la casa, dejar a Antonio aquí, inútil, enfermo como antes estuvieron mi abuelo y mi padre, un minero inservible, viejo. Pero me acos-tumbré a estar con él, es cierto, aunque arrepintiéndome de estar aquí, de perderme a su lado, de tener que sujetarme a él. Cuando hice los viajes a ciudad Chihuahua, en la carretera, en las noches, sin darme cuenta, yo mismo me apartaba para pensar, y lo recor-daba. Pero lo recordaba con desagrado, con un arrepentimiento conmigo mismo; sentía la fuerza de un vicio que al dejarlo me llevaba a otro, a otra nece sidad. Me sentía libre y también venga-tivo; una venganza inútil, una venganza de pensar que Antonio tendría que estar solo en la casa.

Mi hermano2

—El servicio incluye todo —me dice—. Féretro, ceras, pedes-tal, candeleros y carroza. Vea, venga por acá. Éste no es de doble tapa, pero se mantiene el cuerpo en buen estado, mejor que en uno de madera. Está acolchonado, sí, el forro es de una sola pieza… En cajas de madera tenemos éstas, la de Cortinas o la Dolorosa… Sí, ésta es la Dolorosa, cubierta con tela… Tiene aserrín debajo del forro, para acolchonar… O aquella, sólo es la madera pintada de negro. Bandolón, se llama. …Mire la de Cortinas… Como ésta, sólo que el tamaño varía, porque será de adulto, sí. Como ésta… —Miro la caja que me indica. Es un ataúd pequeño, para niños. La tela que lo cubre está ya amarillenta. En una esquina está rasgada. Veo los listo-nes que penden a los lados. Levanto la tapa y alcanzo a ver las tachuelas y una desgarradura en la base. Sí, Antonio, aquí vas a estar, sí, en esto, en esto. Oigo el ruido que hace a mis espal-das, buscando papeles. Observo que estoy pensando en nada, que estoy en blanco, que comienzo otra vez a sentir caliente la cabeza. Necesito dinero esta se mana. También iré a cobrar a la mina, a ver si se les antoja pagarnos. Es distinto que alguien ya no esté, nada más eso, que ya no esté, Antonio. Siento hambre otra vez; debí comer algo antes de venir. Pero con Antonio ahí. No, no debían estar los niños. Aunque mi padre decía que todo es lo mismo, que daba igual ver esto de niño que de viejo… Necesito cobrar; el dinero retrasado es doble deuda. Veo en las paredes los anaqueles de féretros. Siento la boca seca. Debo encontrar a Gregorio, o a alguno de los otros. Veré en el “Cua-tro Rosas”. En los billares, sí, buscaré también allí. Al lado del escritorio están varias bases para cirios, de cilindros rojos. Me estoy avergonzando, lo siento en la cara. Como si Antonio fue-ra otro, no mi hermano, no el que murió esta mañana, sino otra cosa—. El color cambia —me dice—. La de adulto es negra. Los de niños son siempre blancos… Dentro del forro no hay aserrín, sino periódicos recortados en tiras… Nosotros haremos el resto, sí… Enseguida llevaremos el equipo de vela-ción y mañana pasaremos a la hora que nos indique… —Es mi hermano, sí, mi hermano. Perdóname, Antonio, pero estoy muy mal, no se puede otra cosa. El tiempo es malo, para todos. Para ti y para nosotros. Me arden los ojos. Siento como un estallido de sal en los ojos, arde la garganta. Tengo sueño. Ten-go que esperar, tengo que esperar.

—Con permiso, señor, sí, gracias, gracias, con permiso.

Mal de piedraCarlos Montemayor*

* Carlos Montemayor, Obras reunidas 2, fce, México, 2010.

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Mi hermano3

Siento el golpe del calor al salir a la calle. El sol es pesado, caliente. Me arden los ojos de sueño, necesito descansar y comer algo. Debí haber aceptado el trabajo en el tráiler, era lo mejor. No debí hacer caso al trabajo de esa mina. Pero fue por la insisten-cia de Alfredo. Todo sale mal con él. Conviene más que vaya hoy con Pérez; puedo probar. Gregorio debe estar ya aquí. Siento el olor encerrado, acre. Francisco está en la barra. Me saluda. Atravieso por entre las mesas. Allá está Gregorio. Siento tristeza. No sé por qué comienza la tristeza. Siento el calor, la sed, el humo y las voces. Los calendarios recortados de muje-res desnudas siguen sobre la sinfonola; veo también el calenda-rio de un río donde están pescando dos niños. Gregorio me ha visto; está con el hermano de Manuel y con Alfredo Montene-gro. Sonríe siempre así, enorme, gordo. Me acerco a Gregorio. Está sudando. Pega fuerte, un manotazo le duele a uno. Me sien-to a la mesa con ellos. De pronto me parece que hay mucha gente en la cantina. Chepo deja ante mí una cerveza y regresa a la barra. Alfredo pide otra para él. Ya están borrachos, hablan entrecortado. Alfredo tiene la cara enrojecida. Gregorio está sudando. La cerveza está fría. Siento lo amargo en la boca.

—¿Qué viajes tienes ahora? —le digo—. Necesito irme en uno, mañana mismo, Gregorio… O tú, Alfredo… ¿Hay tra-bajo en los camiones de Robles?

—Tengo un viaje de los Vázquez —dice Gregorio—. Puedes venir conmigo. Pero tenemos que salir mañana.

Bebo la cerveza. Tomo un poco de sal. Siento mucha hambre, comeré algo en el camino, cuando salga.

—Iré a ver a Pérez —vuelvo a decirles—. Quizá pueda aceptarme de chofer en al- gún tráiler. Debo probar. Le diré que era amigo de Héctor, que íbamos a trabajar juntos.

—¿El de la Ahumada? —pregunta Alfredo—. Tiene poco trabajo. No paga bien y ahora sólo hace viajes en el estado…

—Pensaba ir en la noche a tu casa —me dice Gregorio—. Pero si necesitas algo, puedo ir antes.

—Está bien así, en la noche está bien, Gregorio. —Veo la madera sucia de la mesa, los vasos, las colillas de cigarros. Oigo la música que empieza a sonar y las voces de las otras mesas—. Y los de la mina de Ocampo, ¿te pagaron, Grego-rio, te pagaron todo?… Deberíamos impedirles que contra-ten más viajes. A mí me deben los dos meses que les trabajé. Vamos juntos, Gregorio, vamos así, hasta que paguen.

Alfredo se ríe. Luego le grita a Chepo, diciendo que no le ha traído la cerve za. Toma los cigarrillos de la mesa y nos ofre-ce. El hermano de Manuel me da lum bre. Encendemos los cigarrillos. No le pregunté por Manuel, es cierto. Está en Santa

Bárbara, en la mina, como todos. Alfredo me invita otra cerve-za. Pronto será mediodía. Hay mucha gente. Gregorio me mira. Saca dinero y me entrega un billete de cien pesos.

—A cuenta del viaje —le digo mientras guardo el bille-te—. A cuenta de este viaje, Gregorio. Descuéntamelo ya.

Buscaré a Pérez. Siento la cabeza en blanco. Pero estoy triste. Siento la urgencia de irme, de encontrar trabajo, de dor-mir toda la tarde. Les digo que mañana a las diez enterraremos a Antonio. Siento calor. La cerveza está helada. Es mejor levantarme de la mesa. Quiero cobrar hoy. Alfredo vuelve a hablar de Durango, de la mina de Robles. Miro sólo sus manos blancas, gruesas. Sigo sintiendo prisa, Antonio, prisa por irme, como cuando se acaba el día y uno sigue trabajando. Iré otra vez a Triplay; es bueno insistir. También veré en los transpor-tes de Santa Bárbara, quizá metan nuevos carros; ojalá, así podría esperarme, aunque sea cansado el trabajo. Pero sigo sintiendo prisa, Antonio, porque un hermano siempre duele, aunque haya cosas más necesarias en qué pensar, o de qué arre-pentirse. En estos días sentí lo que hicimos, lo que vimos de niños, lo que hablabas de las minas, de Villa Escobedo, de las mujeres, lo que vuelvo a escuchar cuando recuerdo. También la envidia que sentí de que salieras a Villa Escobedo, o de que ya tuvieras mujer cuando yo tenía que hacerme puñetas pen-sando en lo que contabas y deseando a Ofelia, que veía todas las mañanas frente a nuestra casa subirse la falda para lavar el piso. Pero fue envidia de hermano, no de hombre, Antonio. Era envidia y orgullo porque ya tenías mujer, ya sabías como tenerla. Y cuando salíamos juntos a los cerros, veía yo lo que hacías, cómo desprendías el cascabel de las víboras y cómo reíamos cuando los conejos saltaban como piedras blancas y esponjosas respirando rápidamente, pero era que corrían, que ya no los íbamos a alcanzar. Pensé mucho estos días en el abue-lo Re fugio, en su muerte, cuando yo iba todas las mañanas al camposanto, de niño. La misma sequía, la misma pobreza, la misma molestia del calor, el cansancio, este sueño. Antonio, cuando te hallé borracho quise golpearte, por eso, porque yo me arrepentí de no haberlo hecho antes, porque me enojé por reconocer que estaba bien lo que habías hecho, y te asustaste sin saber lo que te decía, sin oírme, con una risa sin pensa-miento, de mezcal, de mucho sueño. Antonio, hermano, estos pocos días te traje el mezcal y te miré emborracharte, tomar la botella, mirar el cielo sin mirarlo. Otra prisa me apareció, la prisa de que no hubieran pasado los días, de que estuviéramos antes de esto, antes del calor, de las tormentas, de la sangre que te manchaba y te dejaba con los ojos tristes, como de mujer o de animal, y que me hacían hablar, hablar mucho, de tonterías, o de recuerdos que ya no son míos. Es la prisa, hermano, la prisa de ser hermano, la prisa de tener que conocernos aquí, en esta vida, de tener que aferrarnos a ella, de tener que dejarla.

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32 la Gaceta número 480, diciembre 2010

Los santos óleos 1

Por esta santa unción y su piadosísima misericordia te perdone el Señor todo lo que has pecado con la vista, la vida que en tus ojos entró hasta separarte de Él, las llanuras áridas que te hicieron maldecir el cielo, que es la obra de Dios, y la tierra, que es la obra de sus manos, Dios te perdone porque con tus ojos viste los días, el tiempo que Dios te dio para vivir, y a tu mujer y a tus hijos y el suelo donde amabas y dormías, Dios te perdone el carburo oloroso que te guió en la tierra por den-tro, sin ver, para excavar en el túnel de las minas y cerrar los ojos cuando en el interior de tu mujer, o en cualquier mujer, sentías que la vida se acumulaba en tu cuerpo, que brotaba poderosa y te golpeaba el aliento, y cerrabas los ojos porque la vida estallaba dentro de esa mujer, porque la vida acumulada se despedazaba como tu conciencia, y sólo quedaron sueños para ungirte la pobreza y la vejez y los ojos y nunca otro arrepentimiento que no fuera el de vivir aquí, el de la mina, el de la sangre, el de la ceguera corrosiva donde encontrabas un pan pequeño donde sólo había sitio para morder el arrepentimiento de Dios, el de saber que pecaste contra Dios porque Él es misericordioso y los ojos que lo buscan lo ven cuando son humildes, aunque sean tan ciegos, tan hambrientos, tan abandonados y enfermos como los tuyos. G

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202,

esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa,

delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.

Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139

y 5276-2547.

Alí Chumacero

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 2, Ambulatorio de Llegadas,Locales 38 y 39, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C.P. 15620. Teléfono: (01-55) 2598- [email protected]

Alfonso Reyes

Ciudad de México. Carretera Picacho-Ajusco 227, colonia Bosques del Pedregal, delegación Tlalpan, C. P. 14738. Teléfonos: (01-55) 5227-4681 y 5227-4682. Fax: (01-55) 5227-4682. [email protected]

Daniel Cosío Villegas

Ciudad de México. Avenida Universidad 985, colonia Del Valle, delegación Benito Juárez, C. P. 03100. Teléfonos: (01-55) 5524-8933 y 5524-1261. [email protected]

Elsa Cecilia Frost

Ciudad de México. Allende 418, entre Juárez y Madero, colonia Tlalpan Centro, delegación Tlalpan, C. P. 14000.Teléfonos: (01-55) 5485-8432 y [email protected]

IPN

Ciudad de México. Avenida Instituto Politécnico Nacional s/n ,esquina Wilfrido Massieu, Zacatenco, colonia Lindavista, delegación Gustavo A. Madero, C. P. 07738.Teléfonos: (01-55) 5119-2829 y 5119-1192. [email protected]

Juan José Arreola Ciudad de México. Eje Central Lázaro Cárdenas 24, esquina Venustiano Carranza, colonia Centro, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06300.Teléfonos: (01-55) 5518-3231, 5518-3225 y 5518-3242. Fax [email protected]

Octavio Paz

Ciudad de México. Avenida Miguel Ángel de Quevedo 115, colonia Chimalistac, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01070. Teléfonos: (01-55) 5480-1801, 5480-1803, 5480-1805 y 5480-1806. Fax: [email protected]

Salvador Elizondo

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 1, sala D, local A-95, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C. P. 15620.Teléfonos: (01-55) 2599-0911 y [email protected]

Trinidad Martínez Tarragó

Ciudad de México. CIDE. Carretera México-Toluca km 3655,colonia Lomas de Santa Fe, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01210.Teléfono: (01-55) 5727-9800, extensiones 2906 y 2910. Fax: [email protected]

Un Paseo por los Libros

Ciudad de México. Pasaje metro Zócalo-Pino Suárez, local 4, colonia Centro Histórico, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06060. Teléfonos: (01-55) 5522-3078 y 5522-3016. [email protected]

Víctor L. Urquidi

Ciudad de México. El Colegio de México. Camino al Ajusco 20, colonia Pedregal de Santa Teresa, delegación Tlalpan, C. P. 10740. Teléfono: (01-55) 5449-3000, extensión 1001.

Antonio Estrada

Durango, Durango. Aquiles Serdán 702, colonia Centro Histórico, C. P. 34000. Teléfonos: (01-618) 825-1787 y 825-3156. Fax: (01-618) 128-6030.

Efraín Huerta

León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

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Saltillo, Coahuila. Victoria 234, zona Centro, C. P. 25000. Teléfono: (01-844) 414-9544. Fax: (01-844) [email protected]

Luis González y González

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ARGENTINA

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