Descargar cuentos de la Pampa 2008

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S e g u n d o C o n c u r s o d e C u e n t o sS Q M y E l M e r c u r i o d e A n t o f a g a s t a

Cuentosde la Pampa

AntologíaGanadores ConcursoCUENTOS DE LA PAMPASQM – El Mercurio de Antofagasta

PRÓLOGO

La Pampa es una fuente inagotable de inspiración, qué duda cabe. La se-gunda versión del Concurso de Cuentos de la Pampa demostró que no hay límites para el recuerdo y la imaginación a la hora de contar historias sobre la vida de los pampinos, aquellos hombres, mujeres y niños que coloniza-ron el desierto más árido del mundo a punta de sueños de un mejor vivir.Los ganadores de esta versión dan cuenta de que el tema no tiene edad ni condición. Hay gente que vive y respira la Pampa a diario, hay gente joven que nunca vivió en ella, algunos que apenas la conocen y otros que saben de ella por una vida de relatos de sus padres o abuelos. Hay autores con ex-periencia y otros que recién probaban suerte. Hay periodistas, ingenieros, geólogos y estudiantes, por nombrar algunos.

La Pampa es transversal, al igual que la fascinación que produce su aridez, silencio y colores. La Pampa es inspiración sin fin, que se redescubre en cada cuento, en cada historia, obras que la ponen de manifiesto y la acer-can, que la reviven, que la difunden junto a su historia, aquella historia cargada de salitre bajo cuyo alero nació el Norte Grande y que hoy llega a las manos de muchos a través de estos Cuentos de la Pampa.

Ganadores

“LAS CARTAS SON COMO LAS AVES”................................................................................... 9Eduardo Salinas Olave

“CAMANCHACA EN CUATROTIEMPOS Y UN EPILOGO”.............................................................. 23Heriberto Crespo Ramírez

“EL BARBERO BAEZA”....................................................................... 47Patricio Oro Prieto

Mensiones Honrosas

“LA GARITA”........................................................................................... 75Rita Rivera

“IMAGINACION”................................................................................... 89Alejandro Mamani

“TIRO ECHADO”................................................................................. 127Mario Vernal Duarte

Extracto de la Novela Corta (Inédita)“LA CONTADORA DE PELICULAS”................................................................................. 149Hernán Rivera Letelier

INDICE

PRIMER LUGAR“LAS CARTAS SON COMO LAS AVES”

Eduardo Salinas Olave

Eduardo Salinas Olave, nació en 1977. Cursó sus educación básica y media en Santiago, su ciudad natal. A los 17 años emprende un viaje a Argentina para estudiar literatura, su

profesión y pasión. Cree firmemente en la conexión entre los libros y la realidad

más profunda del mundo que nos rodea y que no siempre se logra dimensionar. Esa misma conexión le inspiró para

escribir sobre la vida pampina, a pesar que reconoce aún no tener la oportunidad de conocer mayormente las ex oficinas

salitreras.En la versión anterior del Concurso de Cuentos de la Pampa

Salinas Olave obtuvo mención honrosa con su cuento “Flores de Fuego”, y el 2007 obtuvo el primer lugar del

Concurso de Cuentos de la Universidad Católica del Norte para escritores de la I a la IV región.

Humberstone, martes 17 de abril de 1937

Amor mío: Anoche sentí una voz que creí era la tuya. Me volteé a mirar y te busqué entre todos los rostros pero no estabas. Tonta de mí. Como si fuera con mis oídos con los que pudiera escuchar tu voz. Cuando volví a casa con el pedido mi mamá me retó, pensó que me había quedado pajareando en la plaza, conversando con alguien. Pero que, si desde que te marchaste no hablo con nadie por miedo a que se me salga lo mucho que te echo de menos, que siento que me estoy muriendo sin ti. Tiendo a llorar dema-

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siado. Duermo mucho por las noches y por las mañanas aún me siento cansada. El amor me ha debilitado. Lo que antes me tenía en pie ya no me acompaña; creo que eso ahora está en ti. Te lo he dado y ahora sólo me queda esperar a que vuelvas y yo pueda recuperar esa parte de mí que se fue al otro lado del mundo ¿Por qué tu padre te mandó tan lejos? Siempre me pregunto lo mismo ¿Acaso supo lo nuestro? No me parece probable. Éramos los mejores amantes furtivos de toda la oficina. Y si nos hubieran descubierto alguna vez, se habría armado un escándalo, mi mamá me hu-biese castigado. Nunca pasó eso. Quizás tu padre sólo lo intuyó, lo supo de una manera secreta. Sintió que estabas en riesgo, como si el amor fuera un peligro (quizás lo sea), y me condenó a mirar el cielo, ese cielo que, creo, es lo único que puedo ahora compartir contigo. Nada más. Yo estoy sola en un sitio donde todo es infinito y tú estás… ¿dónde estás ahora amor? ¿A que rincón del mundo te has llevado a pasear mi corazón?

***

Aquel joven, después de acabar su jornada de estudios en aquel frío día de abril, nubloso y algo húmedo, no tuvo problema es escribirle a su madre (mandándole los correspondientes saludos a su padre), relatándoles sus actividades del día, lo bien que estaba sobrellevando este nuevo perio-do y que si bien había tenido algunas diferencias con un par de condiscípu-los, éstas se habían arreglado prontamente, al modo inglés de resolver las disputas, elegante, cordial, de caballeros. Tampoco tuvo problemas en la segunda carta, dirigida a su hermana y que no era más que otro relato resu-mido de su rutina diaria más un sinfín de cortesías y saludos tradicionales, algo sin ninguna complicación y que podía hacerse por pura mecanicidad.

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En cambio, al guardar la segunda carta en un sobre se enfrentó a algo con lo que no supo, en principio, cómo lidiar. El imperativo de aquella tercera carta que debía escribir (fuerzas ocultas dentro de su corazón le impelían a aquello) y que, sin embargo, aquella estadía de tres semanas en St. Alban le habían enseñado que era algo que se parecía demasiado a un error. Al fin y al cabo, ¿él regresaría alguna vez? Faltaban años para aquello y en todo caso, ¿sería entonces capaz de reafirmar sus juramentos de amor? Había pronunciado tantas palabras dulces bajo las estrellas, pero no las que veía ahora desde su cuarto del internado. Eran otras estrellas, otras constela-ciones, un cielo distinto al del siempre nublado de Londres, y él era otro ahora y por lo tanto no había nada que escribir, y arrugó el papel que tenía enfrente (aunque aún no había escrito nada) y se prometió a sí mismo, en ese momento, olvidarla para siempre.

***

Iquique, sábado 14 de agosto de 1971

Hija mía: No sé si sabes que en las oficinas salitreras se denominaba “bu-ques” a las largas corridas de habitaciones de los obreros. A mí, de niña, me encantaba esa palabra. Le tenía afecto, podría decirse (y yo sé que soy lo suficientemente rara como para encariñarme hasta con las palabras). Qui-zás el motivo era que yo nunca había conocido el mar. Y no sabes cuánto añoraba ese otro mundo del que hablaba siempre mi papá, que rememoraba de su Talcahuano natal. Yo poseía en ese entonces (creo que aún la tengo) la ventaja de mis ensueños. Si me lo proponía podía vivir en dos mundos:

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el inmediato, seco y níveo, y aquel otro que palpitaba oculto en mi ima-ginación. Podía ser que fuese por la plaza o cuando me quedara junto a la ventana la oyera pues alguien la mencionaba al pasar y la visión se acti-vaba: dejábamos la pampa y la oficina entera quedaba instalada en medio del océano (yendo hacia alguna parte aunque nunca pensé hacia dónde), pero en movimiento; y el horizonte era igual de infinito que el de la pampa y me hallaba bajo el mismo sol y sin embargo, la idea de estar rodeada de toda esa agua me trastornaba (quizás podría llamarla mi primera emoción sensual) y cerraba los ojos y me dejaba mecer por el movimiento invisible del oleaje imaginario hasta que mi mamá una vez más me mandaba a ha-cer alguna cosa o me reprendía por estar pajareando y yo, sin ofenderme siquiera, salía de allí o iba a hacer lo que me hubiese pedido, mientras la salitrera recobraba la compostura, volvía a anclarse a la tierra, el buque encallaba y yo no estaba ni triste ni decepcionada, porque sabía que en cualquier momento alguien podría pronunciar de nuevo aquella palabra y la visión se reanudaría, todo se elevaría de nuevo y la oficina entera volve-ría a hacerse a la mar.

***

Seis meses después que el hijo se fuera a estudiar a Inglaterra, toda la familia Thompson se mudó a Valparaíso pues el padre, presionado por la nueva gerencia, decidió abrir una oficina marítima mientras que un admi-nistrador chileno tomó el mando de la oficina. Cuando los vio partir, ella acabó por aceptar que la separación que enfrentaba de su amor era irrepara-ble. Una profunda melancolía la invadió. Incompleta, ausente de sí misma vagaba por la oficina como un fantasma. Un dinamitero, Juan González,

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se fijó en ella ¿Habría podido encontrar más contratiempos ese amor? Ella despechada por un inglés, se encuentra con un obrero anodino (de nombre anodino para peor) que la sigue por las calles de la oficina a una distancia prudente (y no tan prudente) chocando a veces con ella, dándole ligeros empellones, a modo de galanteo animal, temiendo decir algo (y que ella viera que le faltaban varios dientes productos de un peñasco que le saltó a la boca disparado desde una mala explosión).

***Humberstone, jueves 11 de enero de 1938

James: Sé que ya no debería escribirte más. Las últimas cartas ya ni si-quiera las echo al correo, son cartas muertas que yacen exangües en mi cajonera. Cartas que no van a ninguna parte. Tengo la esperanza –no sé por qué– que de todos modos ellas llegan a ti, aunque no te des cuenta. Quizás alguna vez pienses con lo que ellas dicen, veas en tu mente las cosas que yo te cuento. Puede que las veas en sueños y algo de ellas reverbere en ti a la mañana siguiente. Como sea, quiero decirte esto: tengo un pretendiente. Es joven y tiene cara de asustado y cada vez que lo miro pareciera que un doctor acabara de informarle que se está muriendo. Se le nota demasiado que está enamorado de mí. Es una noción inquietante. No he hecho nada para ganarme su corazón y él, cualquier día de estos, se arrodillará frente a mí y me pedirá que sea su esposa. El amor es tan extraño. Los deseos son tan brutales. Porque, acaso… ¿él me ha pedido mi opinión de todo esto? ¿Puede –a fin de cuentas–, importar lo que una quiera? No me gusta ni su rostro, ni su aspecto ni su modo de caminar y sin embargo, puede que algún

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día me sienta tan sola que me case con él. Es como hacer un pacto con un demonio ¡El corazón es tan frágil, la voluntad es tan frágil! ¿Qué importan todos mis sueños si al final puedo irme con él?

*** Su resistencia no fue mucho más lejos. Seis meses después ella y el dinamitero paseaban por la plaza de Humberstone de la mano. Cierta tarde, toda la oficina se aglomeró en el estadio (o la cancha más bien) para ver a la selección local enfrentándose al equipo de Pampa Unión. Mientras la oficina entera chiflaba el lastimoso cometido del equipo local, los dos se apretujaban más de cuenta en un tajo del desierto, lo que, unos cuantos meses más adelante los impelió a casarse y más adelante aún, a tener una pequeña niña. Le pusieron Amelia.

***

Iquique, domingo 3 de enero de 1970

Querida hija: Ayer fue el aniversario de la muerte de tu padre. Sé que no lo recuerdas y también sé que no te gusta que te hable de él. Entiendo tu pos-tura. No sabes que hay de útil en recordar la muerte de alguien acontecida hace ya mucho. Pero pienso (y si me equivoco discúlpame por eso) que cuando olvidamos es cuando las cosas realmente desaparecen y dejan de pertenecer a este mundo. Por eso me esfuerzo tanto en recordar, para que el mundo en el que viví conserve aún el brillo de la vida. Desentiéndete del

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accidente, del dato de que muchas veces los dinamiteros se veían obligados a usar explosivos en mal estado. Eso solo logra resentirte. Debimos vivir en un ambiente adverso, pero fuimos nosotros quienes accedimos a vivir allí, a confundirnos con el paisaje. Nosotros dimos el sí a vivir bajo el cla-mor del sol. Era la única vida que en ese entonces, nos parecía posible.

***

Después de quedarse viuda y con una hija, decidió mudarse a San-ta Laura, donde una amiga de su madre le tenía un trabajo en la fuente de soda. Los vaivenes de su destino no le eran ajenos; sabía que podía quejar-se por su mala fortuna pero en vez de eso prefería disolver las tensiones a través de las cartas. Le encantaba escribir. Cierta vez, una prima de Iquique le contó que había un concurso de cuentos en la municipalidad y la exhortó a participar pero ella se negó (“sé escribir cartas solamente”, argumentó con timidez). Los años pasaron sobre ella como un gran banco de nubes. Despacio, suavemente, en silencio. No quiso volverse a casar, pero tuvo un par de amantes a los que también escribió cartas, que muchas veces ellos no podían leer porque eran analfabetos.

***Santa Laura, domingo 30 de junio de 1940

Querida mamá: Siento haber partido, haberme alejado de ti, pero tuve este impulso ahora, no pude evitarlo. Sé que muchas veces me criticas y no te gusta mi forma de ser, que crees que las decisiones que tomo son erradas o que no

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las pienso bien, pero madre, no puedo hacer otra cosa que seguir el flujo de la vida. Me ofrecen un camino y lo tomo, me ofrecen el siguiente y lo acepto, tengo que ver hacía donde va todo esto, tengo que aprender para qué sirve la vida.La Amelia está bien y el trabajo en la fuente de soda parece lo suficiente-mente bueno. Quizás con el tiempo decaiga y tengamos que irnos a otra parte, pero eso no tengo problemas en aceptarlo. Quisiera que hubieras venido conmigo pero sabes las diferencias que tengo con tu nuevo marido. ¿Por qué te volviste a casar? Yo nunca más lo volve-ré a hacer. Los hombres traen sólo las lágrimas con sus promesas, el dolor junto con las esperanzas. Es tan terrible estar condenada a ellos.

***

Ella tenía cierta predilección por los hombres iletrados recuerdo ahora, como si en verdad quisiera que nadie leyera sus cartas. Ahora me doy cuenta: los buscaba a propósito, sólo por eso; para que existiera la imposibilidad de la escritura entre ellos, para que las cartas fueran siempre secretas, solo para ella.

***

Humberstone, sábado 8 de diciembre de 1977

Es como una nueva aventura. Es media tarde, el calor arrecia y he venido a guarecerme a la estación de trenes. Hace cuarenta años que dejé Humberstone y ayer, no sé por qué tuve el impulso de volver a la oficina,

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de pasear por sus calles, de sentarme sobre una banca –igual que cuando niña– y otear el mundo. Son casi las tres. Todo es silencio a esta hora. La oficina se ve tenue, quieta, algo desgastada pero tengo la intuición de que vivirá para siempre ¿Viviré yo para siempre? Imperceptibles oscilaciones de tiempo me empujan hacia el pasado. Llevo mis cartas conmigo, todas ellas, cientos quizás, acaso miles ¿Para que las he traído conmigo? No lo sé muy bien, son meros impulsos, hilos visibles que tiran de una, llevándome de un lado a otro. Pero se está tan bien aquí, siento que valió la pena el largo viaje. Mi hija no quería dejarme venir, o quería venir conmigo, pero yo quería venir sola, ver las cosas de nuevo sola, como cuando era una niña ¿Será que ser viejo es lo mismo que ser un niño? ¿El mundo se va olvidan-do y una está obligada a descubrirlo de nuevo? Allá abajo, Humberstone reluce como una niña al sol. Una niña que se ha vestido con su vestido de domingo y va a misa de la mano de su mamá. Que va completamente de blanco, un poco temerosa, porque toma conciencia por primera vez de las cosas y no recuerda haber ido antes a la Iglesia. Siente respeto y temor y no sabe el motivo. Frunce un poco el ceño cuando su mamá la lleva ante el cura y él le da la bendición.

***

Se dedicaba a cuidar los restos de un mundo perdido. Por las ma-ñanas, cuando el sol no se elevaba por todo lo alto, recorría las calles so-litarias, vigilando el lugar, para que el pasado no fuera robado, para que viviera por siempre. Nadie lo había nombrado guardián, pero él quería que así fuera. Recorría la añosa oficina como un ángel oscuro. Había decidido quedarse después de que la cerraran. Había decidido quedarse aún cuando

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todos los demás se habían ido. Algunos rezagados lo acompañaron durante un tiempo, después vinieron los europeos, turistas extranjeros para quienes él resultaba un nativo, una interesante curiosidad. No le molestaba fotogra-fiarse con ellos. Era parte de la tarea de un guardián. Eso y recorrer cada trecho para que cuando sus ojos se toparan con la oficina perdida, ella –a través de la pureza de su mirada– recobrara algo de su vida pasada. Esa mañana particular, le llamó la atención que no vio ningún jote, el cielo estaba completamente limpio de pájaros, como si hubiesen tomado a bien desaparecer e irse “¿Me quedaré completamente solo acaso?” se pregun-tó, mientras a paso de viejo, pausado y algo cojo de la pierna izquierda, continuaba su paseo. Se ayudaba con un pequeño bastón, de lejos parecía incluso, un noble caballero. La oficina no quiso decirle nada ese día, había un raro hermetismo, como si hubiera elegido cerrarse desde dentro. No surgían los recuerdos. Era levemente extraño. Algo de lo que apenas se tiene consciencia. El sol ya se elevaba y parecía el momento de regresar a su camarote y tomar una buena siesta cuando divisó a la mujer. Iba sola subiendo por el camino que llevaba a la estación de ferrocarriles. Hacía diez años que el tren ya no pasaba, así que no había modo que esa fuese su intención. No parecía una turista, tampoco era del lugar ¿Quién era? Sin querer, más que nada empujado por la soledad de aquel día, la siguió. Demoró bastante en llegar, sus pasitos cortos de viejo le impedían hacerlo de otra manera. Cuando llegó al viejo andén, vio a la mujer recostada en el suelo apoyada en la pared de la oficina del guardavía, en una esquina del edificio. Tenía lo que parecía una caja de zapatos y sobre ella un grueso fajo de papeles que revisaba minuciosamente. A ratos la veía escribir. Él, al otro lado del solitario andén, no quiso molestarla. Encendió un cigarrillo y espero a que la mujer terminara su cometido. Después podría acercarse

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a saludar, conversar, hablar de tiempos pasados. Pasaron unos minutos. Volvió a mirar, quería hablar con ella, saber quién era, por qué andaba sola por estos parajes. La mujer ya no escribía. La cabeza apoyada sobra la pa-red parecía dormir. Aquello le inquietó y se acercó lo más rápido que pudo. Ella aún tenía el lápiz afirmado en la mano. Al acercarse él, el golpeteo del bastón sobre el piso de madera la despertó. “¿Se encuentra bien?” preguntó él. “Estoy cansada” dijo ella a modo de excusa. “El viaje la ha cansado”. “Ha sido un largo viaje”. Él la invitó a su habitación, podía ofrecerle algo de comer o beber para que se repusiera. La mujer no respondió. Parecía que de nuevo se adormecía. Él temió lo peor cuando una fuerte ráfaga de viento proveniente del este los cubrió a ambos. Los papeles que la mujer sostenía sobre su regazo tomaron el vuelo y se elevaron al fin. Ella, sobresaltada, volvió a despertarse. Vio como se iban las cartas. El viejo hizo ademán de ir a por ellas. “Déjelas” dijo la mujer y esbozó una tibia sonrisa. Eran como palomas blancas que se alejaban a toda prisa. Las car-tas volaban libres rumbo a la infinitud de la pampa.

SEGUNDO LUGAR“CAMANCHACA EN CUATRO TIEMPOS Y UN EPILOGO”

Heriberto Crespo Ramírez

Heriberto Crespo Ramírez nació en Tocopilla el 15 de septiembre de 1955. Ha estado ligado a la Pampa desde siempre, primero como

estudiante de 1° básico de la escuela de la oficina Pedro de Valdivia y luego como Geólogo de SQM, donde por más de 15 años ha recorrido la Pampa en busca de los secretos del desierto más árido del mundo.

Esta cercanía con la Pampa se arrastra de generaciones anteriores, siendo su madre oriunda de María Elena mientras su padre llegó

directamente desde su España natal a trabajar en Pedro de Valdivia en el negocio que tenía su tío paterno.

La fascinación de Crespo por la Pampa se explica por su capacidad de preservar, gracias a su sequedad, las evidencia de los grupos humanos que la han recorrido o habitado, indicios que este Geólogo ha recogido en sus incontables recorridos, lo que ha complementado con dibujos y pinturas de su autoría inspirados en el desierto, sus formas y colores.

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El desierto lentamente se teñía de una coloración parda rojiza mientras que cerros y lomajes comenzaban a tomar un fuerte aspecto tri-dimensional, gracias a los juegos de luces y sombras propias de aquellas últimas horas del día. Antonio Silva frenó la camioneta doble tracción y maquinalmente cogió su martillo de geólogo bajándose del vehículo mien-tras divisaba, muy hacia el sur, la tenue espiral de polvo que se elevaba desde el camión sondeador. Desde una pequeña conservadora ubicada en el compartimiento trasero, sacó una lata helada de bebida cola, bebiendo parte de su contenido antes de iniciar la marcha.

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Antonio se había adentrado varios kilómetros hasta los límites de aquella pampa alejada de todo lugar poblado, con el objeto de analizar las posibilidades de mineralización de caliche. Y, de hecho, parecían haberlas; una serie de piques de profundidades entre uno y dos metros se alineaban en filas reiterativas abarcando una buena parte de la pampa. Era la forma de exploración que los antiguos cateadores utilizaban para revelar el tesoro blanco del desierto de Atacama, el caliche, el mineral que arrancado del desierto más árido del mundo servía para fertilizar los suelos agrícolas de diversas partes de la Tierra. El material extraído que se acumulaba en los bordes de cada pique sobresalía en la planicie grisácea de la pampa indicando, cada algunos cen-tenares de metros, que muchos años atrás, exploradores, tal como lo hacía Antonio ahora, escudriñaron, rasgaron y catearon esta lonja de la piel salina de Atacama. En los entornos de los piques se conservaban aún las huellas de las carretas, de los mulares y de los toscos calzados de aquellos pione-ros. En la parte norte de la pampa, varios rectángulos de tierra bordeados por jirones de sacos y trozos de alambres indicaban que allí se estableció un campamento de cateadores; latas y restos de botellas se esparcían en su entorno, sobresaliendo las ruinas de una fragua cercana a donde debieron estar los corrales como lo indicaban las pircas que encerraban un recinto con guano y restos de pasto seco. El joven geólogo ansiaba terminar pronto su turno de trabajo para poder bajar con descanso hasta el puerto donde lo esperaba su novia y su pequeña hija Pepita, que con sus 6 meses era la nueva estrella que alumbra-ba su vida. Sorbió nuevamente un poco de bebida mientras en su interior surgía una angustia reiterativa, ocasionada por el hecho de poder compar-tir con su familia sólo en los días de descanso que tomaba luego de cada

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“CAMANCHACA EN CUATRO TIEMPOS Y UN EPILOGO

turno. Afortunadamente, ya sólo restaba un día para bajar a la ciudad y disfrutar de este paréntesis de vida familiar. Con algo más de tranquilidad, se pasó la mano sobre su largo cabello rizado y se acomodó nuevamente el casco para seguir caminando. Antonio siempre había estado consciente que, por su profesión, le resultaría difícil encontrar un trabajo cercano a su hogar y poder llegar todos los días a casa, pero desde que nació su niña esta dificultad se le hacía cada vez más pesada. Antonio siempre alucinaba con las extrañas formas que adquirían cerros y lomajes por el acentuamiento de las sombras a medida que el sol iba bajando hacia el horizonte y en este momento miraba con atención el paisaje del entorno. Fue entonces cuando algo le llamó la atención en unos pequeños cerros ubicados inmediatamente al norte de donde se encontra-ba, hacia allá la pampa empezaba a ascender en una suave pendiente; por ello es que decidió acercarse e inició el ascenso a pie para no enturbiar ese paisaje con las huellas de la camioneta. Hacía algo más de un año que Antonio había entrado a trabajar a la empresa y de a poco había empezado a comprender y a querer las pam-pas calicheras. A medida que las recorría empezó a captar toda la carga emocional que éstas guardaban. Los fragmentos de botellas, los tarros de conservas oxidados, los zapatos resecos y los restos de lozas, todo ello lo trasladaba a una etapa en que estas planicies fueron el hogar de muchos trabajadores que desgarraron la piel envejecida del desierto. Ellos dejaron una impronta que el desierto guardó como parte de su esencia y que era po-sible percibir en forma inexplicable cuando se recorrían sus llanuras silen-ciosas. Pero había aún vestigios más antiguos, como aquellos fragmentos de sílice que se acumulaban en pequeños montículos en medio de la nada. Hace centenares de años algunos indígenas alcanzaron esos puntos para

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extraer la materia prima que se convertiría en puntas de lanzas y de flechas para cazar guanacos y vicuñas, o en cuchillos ceremoniales. Antonio meditaba pensando que los antiguos cateadores que labra-ron los piques, habían visto casi lo mismo que él, pues al no haber vegeta-ción ni cauces de agua que pudieran modificar rápidamente el paisaje, éste sólo podría cambiar bajo la acción humana y lo único que se había añadido desde entonces era la serie de piques de cateos salitreros, el campamento y las diversas huellas de los pasos por las rutas del desierto. Además de las marcas que dejaban los vehículos actuales, estaban los innumerables surcos de carretas, las impresiones de las herraduras de los mulares o la de pisadas humanas. A veces, a la vera de las antiguas rutas, se apreciaban los huesos resecos de bueyes y mulares que cayeron en medio de esos trayectos. También era posible encontrar evidencias de recorridos aún más antiguos cuando las caravanas de llamas marcaron con sus pequeñas pezuñas largos surcos en recurrentes viajes que conectaban la costa con los pequeños valles tallados entre las planicies y con el altipla-no. La chusca que cubría las amplias llanuras del desierto era una pi-zarra gigante donde se plasmaban los desplazamientos de los hombres que lo cruzaron en diversas épocas. Atacama había sido desde siempre un des-poblado carente de vegetación pero fue recorrido por intrépidos nativos, españoles sudorosos bajo abolladas armaduras, carretas con habitantes de las nacientes repúblicas, cateadores tras algún derrotero, pampinos de di-versos oficios, soldados del 79 y modernos exploradores, muchos de los cuales hicieron de este lugar su morada. A medida que Antonio se acercaba a los lomajes se notaban for-mas más definidas, insinuándose cuerpos geométricos, animales y figuras

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humanas. El juego de sombras del atardecer le permitieron ver las formas de unos rombos escalonados, de círculos, de una caravana de llamas muy poco nítida y de una figura humana alargada y con formas rectas, todos ellos realizados al limpiar el cerro de la capa superficial más oscura de-jando ver las siluetas en material más claro. Sólo era posible apreciarlo en aquellas horas en que el contraste era mayor, pues el paso del tiempo había ido oscureciendo el interior de las siluetas. Ya en las cercanías de los geoglifos observó una tosca animita medio destruida, en cuyo travesaño de la cruz se notaban grabadas las letras E y B y una fecha, 1903. Una des-tartalada corona conservaba unas pocas flores de latón descoloridas por el paso del tiempo. Desde el oeste empezó a ascender una vaporosa camanchaca adue-ñándose de las quebradas y cubriendo lentamente la pampa. Antonio recor-dó algo que había leído hace ya un tiempo, que la camanchaca era para los antiguos habitantes del altiplano la separación entre el mundo terrenal y el mundo inferior, aquel de los muertos; era la puerta de comunicación entre ambos dominios. Por ello siempre sentía una cierta intranquilidad cuando ésta se acercaba, un miedo inexplicable de verse envuelto en la sábana húmeda y no poder escapar. Para entonces luchaban en su interior dos fuerzas contradictorias, los deseos de huir de esa niebla envolvente que ya se encontraba a algunos centenares de metros de él y de retornar a la camioneta para dirigirse al campamento y, por otro lado, una fuerza invisible que lo atraía a contem-plar más de cerca esos vestigios del pasado. Las ganas de estar disfrutando pronto de la cena para luego acostarse y acortar las horas que lo separaban del término de turno se contraponían con el deseo casi morboso de llegar hasta la base de los geoglifos.

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Para seguir el ascenso y olvidarse de la camanchaca. Recordó a Marcela y en su mente se formó la silueta delgada y esbelta de la mu-chacha, tal como cuando lo esperaba a su regreso del turno; dio vuelta la cabeza y observó cómo la camioneta se transformaba en un bulto rojo en la semipenumbra en que iba quedando el desierto. Volvió a subir mientras recordaba el cabello liso y pardo de su novia y los grandes ojos marro-nes de Pepita que siempre lo buscaban a su llegada del turno, intentando balbucear alguna palabra; inesperadamente se dio cuenta que estaba muy cerca de los geoglifos, en la base de éstos se apreciaban varias franjas que correspondían a las huellas caravaneras que circulaban desde el levante hacia el occidente a lo largo de una especie de escalón ubicado al final de la pendiente que había ascendido. Acumulaciones de piedras cercanas a las huellas correspondían a las apachetas con que los caravaneros rogaban por su viaje. Absorto en la contemplación de los geoglifos no se dio cuenta que la camanchaca llegó hasta donde se encontraba y de repente, se vio envuel-to en una nube grisácea.

Tiempo 2: 1903

Eliseo Segundo Barraza tomó un sorbo de agua de su cantimplora y se echó una pequeña cantidad en la cara para limpiar el polvillo que cu-bría la incipiente barba castaña producto de varios días sin afeitarse. Esta harina lítica era la marca del trabajo en los piques de cateo. Hacía cerca de cinco semanas que su grupo de cateadores había llegado hasta esta pampa alejada de la oficina para iniciar los trabajos de exploración y la chusca se-ría una asidua visitante de todas las cuadrillas. Este polvillo sería también

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la marca que se asentaría en los pulmones de muchos de sus compañeros de trabajo. Hacia el norte de la pampa, en una quebrada baja que los protegía del viento habían establecido el campamento, varias carpas de sacos de yute tensadas por gruesos alambres y afirmadas por piedras se disponían a lo largo de la quebrada. Una tosca cocinilla hecha con piedras y latones se ubicaba en la parte sur, en su cercanía varios toneles guardaban la siempre escasa agua para la alimentación y para los menesteres mínimos de aseo. Más allá, se divisaba una fragua artesanal vecina a los corrales cercados por pircados y alambres donde ya descansaban los animales que tiraban las carretas o llevaban a los jinetes. Apilados a un borde del pircado se acumu-laban fardos de pasto seco y toneles con agua para el consumo animal. Los tonos rojizos del atardecer coloreaban ya este paisaje, circundado por las siluetas de los desmontes que rodeaban los piques de cateo que empezaban a salpicar la pampa. Eliseo sacó un arrugado cigarrillo marca Faro, mientras trataba de recordar la figura baja y regordeta de su madre, Doña Arismenia, quien que-dó allá en su ranchito de piedras en un olvidado caserío al interior de Ova-lle. Sólo sus dos hermanas, Candelaria y Elvira, siguieron acompañándola, cuidando las pocas cabras y gallinas y trabajando en el huerto de frutales y hortalizas que les permitía sobrevivir. Erasmo y Aníbal, sus hermanos mayores, habían partido hacia el norte un tiempo antes que él se decidiera a hacer lo mismo; el trabajo en las salitreras, les dijeron, era rudo, pero se ganaba buen dinero. Cada cierto tiempo, recorrían los pueblos y caseríos de aquellos pequeños valles algunos futres muy bien vestidos con anillos y cadenas de oro invitando hacia el norte a quienes quisieran a ir a ganar plata a las pampas, además, ellos mismos se encargaban de embarcarlos.

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Así fue que un día, a poco de cumplir los 16 años, Eliseo decidió también iniciar la travesía hacia las pampas; con un abrazo se despidió de sus hermanas y con un gran beso de su madre, tomó sus pocas pilchas y partió hacia el norte. Mientras fumaba el cigarrillo, Eliseo caviló que de eso habían transcurrido ya siete largos y extenuantes años. Desde entonces trabajó en varias oficinas y en las más diversas ocupaciones; fue particular, arrenquín y cateador; con el tiempo, su cuerpo se fue engruesando, ya no era el muchacho flacuchento que salió de su casa, el trabajo a pleno sol con los machos y las palas fue modelando sus músculos y oscureciendo su piel. Pero la buena plata ofrecida se transformó en unas escasas fichas de ebonita que le permitían comer, y eventualmente algunas salidas a algún tugurio. A pesar de esto Eliseo intentaba cuidar sus pocos ahorros para enviarle algún dinero de vez en cuando a su querida viejita. Con sus her-manos sólo se encontraba muy a lo lejos, cuando coincidan en trabajar en oficinas cercanas. Eliseo observó nuevamente unos lomajes que se encontraban ha-cia el norte, siempre cuando se ponía el sol creía ver unas vagas siluetas, pero parecía ser que sólo él las divisaba. Cuando les preguntaba a sus com-pañeros de cuadrilla si notaban algo extraño siempre le decían que no y bromeaban que ya estaba observando espejismos. Ni el Pancho Gutiérrez, siempre sonriente y con una talla a flor de labios, ni el “Negro” Challapa con sus pequeños ojos atacameños y su rostro serio lo habían visto nunca, menos Don Reinaldo, que a sus sesenta años veía apenas lo que se en-contraba más cercano. Una vez le consultó de ello a Guillermo Rojas, el “Gringo al Horno” como le decían en el campamento, que era el capataz a cargo de los trabajos de cateo del sector. Su tez aceitunada y sus ínfulas de parecerse a los jefes ingleses de la oficina le valieron tal apelativo. El

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“Gringo al Horno”, sólo tomaba de aquel té que venía en cajitas de latón y le había dado instrucciones a sus subalternos de tratarlo de Mister cuando se dirigieran a él. Pero Mister Rojas, o Mister Red como le decían cuando querían palanquearlo, le aseguró que no había nada allí fuera de los cerros y la pampa, –Las siluetas que tú ves, Barraza, son almas en pena que se te aparecen sólo a ti, pues debes tener más de algún pecado que pagar. Esa tarde Eliseo decidió llegar hasta las cercanías de los lomajes para cerciorarse si las figuras realmente existían. Se abotonó el paletó em-polvado, se cercioró que su vieja cuchilla envuelta en un pañuelo estuviera a mano y terciándose la cantimplora emprendió la marcha. A medida que ascendía por el plano inclinado, las semisombras empezaban a adueñarse del paisaje, mientras que hacia el oeste una persistente camanchaca empe-zaba a avanzar. Eliseo apuró el paso hasta llegar a unos cincuenta metros de los geoglifos. Se sentó sobre una roca mientras contemplaba los extra-ños círculos y rombos y las figuras alargadas. Sus preocupaciones nuevamente se hicieron presentes. Hacía ya algunos meses que formaba parte de los grupos de cateadores, un trabajo duro y sacrificado. Debía extraer el material tronado de los piques, vivir en campamentos provisorios, con la mínima agua para asearse y dormir en el suelo, tapado sólo con unas viejas mantas bajo las carpas de sacos que no impedían el paso del viento y que se humedecían completamente con la camanchaca. Muchas noches se volvían interminables mientras Eliseo se daba vueltas y vueltas en su catre de chusca mientras su mente repasaba una y otra vez las escasas posibilidades de salir de aquella vida de miseria y soledades. Sólo le quedaba esperar la llegada de una carta de su amigo Ju-lián Gómez, quien había emigrado al Cantón El Toco donde se necesitaba mano de obra. Una vez instalado allí, había prometido mandarlo a buscar.

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Sujeta con un alfiler en la pared de sacos sobre la cabecera de la rústica cama de Eliseo se encontraba una descolorida imagen de la Virgen de An-dacollo, de quien era devoto desde sus años de niñez, cuando aún vivía su padre, quien alguna vez llevó a toda la familia hasta aquel poblado para que pudieran conocer a la imagen protectora de los mineros. El macizo cateador siempre recurría a ella cuando se encontraba en problemas o en tiempos difíciles de su vida, por lo que sus rogativas pasaban a ser recu-rrentes. Al poco de llegar a la zona salitrera, cuando laboraba en las ofici-nas cercanas a Pozo Almonte, algunos compañeros de trabajo lo llevaron a la fiesta de la Virgen de la Tirana; desde entonces también recurría ella por sus favores. Pero parecía ser que las peticiones que le llegaban eran demasiadas y que tenían mayor respuesta aquellas relativas a problemas de salud y al amor, que eran más urgentes, por lo que las referentes a dinero o mejores condiciones de vida, como normalmente eran las suyas, no tenían prioridad. Eliseo esperaba poder obtener un trabajo más estable para quedar-se un mayor tiempo en algún sitio y encontrar una mujer que lo acompa-ñara, al menos por un periodo prolongado. Ya estaba cansado del continuo cambio de trabajo y de lugares, sus pertenencias se reducían a una ajada maleta con unas pocas ropas, dos retratos de su familia y un fajo de pape-les. Sin darse cuenta, la niebla se fue apoderando de su entorno y de pronto las figuras dejaron de verse.

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El polvo que levantaba la caravana de llamas empezó a perderse en el recodo de la quebrada que bajaba suavemente hacia el este. Anku se sen-

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tó por un momento en un afloramiento rocoso cercano al borde de la huella. El dolor del tobillo no era fuerte pero resultaba molesto para caminar, por lo que debía descansar cada cierto tiempo. El resto de sus compañeros y la recua de llamas habían seguido para llegar al sector de la aguada antes que cayera la noche; allí podrían descansar para reemprender la marcha al día siguiente. Esperaban que Anku llegaría un rato después, ya que el camino estaba bien marcado y aún faltaba un buen rato para la puesta de sol. Anku había logrado al fin ser parte de la caravana que llegaba has-ta la costa para intercambiar productos con los rudos habitantes del lito-ral, en los camélidos bajaban lana de llama y de alpaca, maíces, semillas de tamarugo y de chañar y varias clases de tubérculos. De vuelta traían pescados y mariscos secos, conchas y aceite de lobo marino. Anku partió contento despidiéndose de su padre y de su madre en el villorrio asentado en el paisaje precordillerano y resguardado al oriente por las montañas tutelares. Su primo y amigo Tikuna, que ya había integrado una caravana anterior, siempre le contaba sobre el mar, ese inmenso salar que no tenía límites, también sobre las extrañas aves que habitaban en sus orillas y so-bre aquellos animales enormes y oscuros que saltaban sobre las aguas, de los cuales los habitantes del lugar aprovechaban sus pieles para construir embarcaciones. Además le decía que los lugareños andaban casi desnudos, que tenían la piel costrosa y que eran muy poco educados, no como ellos, los habitantes de la puna. Pero lo que más le asombraba era lo que le conta-ba sobre aquellas nubes que a veces bajaban a ras del suelo y tapaban todo. Anku recordaba que los antiguos siempre narraban historias de hombres que se habían perdido en esta neblina e incluso sobre una caravana com-pleta de la que nunca se encontraron rastros.

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Hacía algún tiempo que el joven indígena mostraba dudas sobre las creencias que le traspasaban los mayores del pueblo, las que se acen-tuaron cuando las oraciones y sacrificios no impidieron que su pequeña hermana resistiera los vómitos y fiebres que la atacaron durante todo un ciclo lunar y finalmente falleciera. Desde este triste acontecimiento había transcurrido todo un invierno y el conjunto de dudas que se acumulaba en su mente no tenía ninguna respuesta. Una vez trató de insinuar alguna pregunta a su tío Saywa, pero la cara de furia que éste puso ante tal amago de herejía lo convenció que debía ser muy cuidadoso con hacer notar sus íntimos pensamientos. Ciertamente él no era como Tikuna, quien creía y cumplía sin chis-tar todas las creencias y costumbres de su pueblo. No. Anku solía cuestio-narlas, tratando de encontrar alguna explicación lógica a cada cosa. Anku ansiaba poder salir de aquel paraje precordillerano circuns-crito a algunos pocos ayllus y conocer nuevas tierras, nuevas gentes y nue-vas costumbres, por ello había estado ansioso de integrar alguna caravana y para ello buenos contactos tenía. Su padre, Payllu, era uno de los princi-pales de la comunidad, el hermano de su padre, Saywa, era el amauta, el hombre sabio, por ello es que su familia tenía buenas relaciones, en espe-cial con el representante del Tihuantinsuyu, el Imperio que hacía algunas décadas había ocupado la región. Viajantes que habían estado en la capital del imperio, allá muy al norte, narraban las maravillas de la gran ciudad, con grandes edificaciones de piedra cubiertas por placas doradas, no como las pequeñas moradas sin mayores pretensiones que constituían su pue-blo. Así fue que un día, a inicios de primavera, Anku partió en una cara-vana desde la puna siguiendo caminos de tiempos inmemoriales, jalonados

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cada cierto tiempo por figuras realizadas en lomas y cerros por varias gene-raciones de antepasados. Como Anku no se había adentrado mucho hacia el occidente, quedó extrañado cuando el paisaje de quebradas andinas con pajonales y pequeños riachuelos dio paso paulatino a una sequedad abso-luta, a planicies salpicadas de sales, donde los remolinos de polvo y viento se paseaban por la pampa. Así pasaron llanos y serranías descansando en puntos donde podían tener acceso a escasos manantiales de agua, hasta que finalmente se adentraron por una angosta quebrada para llegar a un farellón desde donde se apreciaba la inmensidad del océano. Anku quedó impresio-nado ante lo grandioso del mar. Luego la caravana tomó un sendero que flanqueaba los cerros de la costa hasta desembocar en la planicie costera. Allí pudo ver a los camanchangos, los habitantes del litoral, cuyo aspecto no era muy grato para los cánones de belleza del altiplano, mientras que el olor que expelían tampoco les resultaba muy agradable. Mientras los en-cargados de la caravana se dedicaban a comercializar los productos, Anku, en compañía de Tikuna, se acercó a los roqueríos costeros y observó la ex-traña fauna presente. Los huajaches con sus amplios picos que se lanzaban a sacar peces, las garumas con su reiterativo graznar, las variadas especies de moluscos que se aferraban a las rocas bañadas por las olas y allá, a lo lejos, los inefables lobos marinos saltando sobre la mar. Esa noche acamparon entre las arenas litorales y al día subsiguien-te empezaron el retorno hacia el oriente, fue allí en el ascenso por el fare-llón costero cuando Anku intempestivamente rodó al trastrabillar con un resalto del camino. Su tobillo izquierdo se hinchó ligeramente y un dolor agudo se apoderó de su pierna. Lariku, el caravanero de mayor edad palpó el tobillo, sacó de su alforja una pequeña calabaza que contenía una espe-cie de aceite y con él masajeó la zona hinchada, luego se la envolvió en un

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trozo de piel y mandó traer un bastón de cactus, indicándole que caminara despacio, apoyándose en él. Anku trataba de seguir el ritmo de la caravana, pero lentamente fue quedando atrás, finalmente Tikuna, que lo acompañaba, debió seguir con la caravana pues se necesitaban brazos al llegar a la próxima aguada donde acamparían. Antes de alejarse Tikuna le prometió, que si tardaba en llegar y se hacía de noche volvería para ayudarle. Anku continuó avanzando lentamente con el apoyo del trozo de cacto, en sus pensamientos se materializaba el rostro de Naira con sus ojos muy oscuros. Naira era hija de un pariente de su madre que vivía en una ayllu cercano y desde pequeños se encontraban eventualmente durante las fiestas religiosas o de tipo social. Hacía un tiempo relativamente largo que no se veían, pero tres ciclos lunares atrás se reencontraron para las celebra-ciones del Mara T’aqa, el año nuevo andino. Naira había crecido y ahora era una muchachita bien formada de mirada dulce y dueña de una sonrisa tímida. Anku no pudo olvidar aquellos ojos oscuros y esperaba reencon-trarla pronto. Sin notarlo el paisaje fue tomando visos anaranjados, mientras que desde la quebrada occidental, empezaba a ascender una fina neblina. Al mirar hacia atrás y notar la camanchaca, Anku se estremeció, recordando las historias que circulaban sobre las personas que se perdían en ella e intentó apurar el paso, pero el dolor en el tobillo se acentuó; hacia el no-reste divisó los cerros en que se apreciaban una serie de figuras, se acercó hacia ellas y, al llegar a una apacheta, a pesar de todas sus dudas, tomó un gran guijarro y lo depositó sobre el grupo de piedras junto a unas hojas de coca que extrajo de su bolso, pidiendo ayuda a los dioses tutelares. En ese momento se vio envuelto por una masa húmeda y grisácea; Anku instinti-

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vamente empuñó la lanza que llevaba colgada en la espalda, mientras un sudor helado se apoderaba de su cuerpo.

Tiempo 4: ¿?

De pronto Antonio vio que entre la camanchaca se abría una aber-tura hacia lo que suponía era el sudeste, pues para entonces no tenía muy claro los puntos cardinales. Lentamente la niebla se fue retirando y apa-reció un paisaje que le resultaba familiar pero donde algo no encajaba; sí, era la pampa desde donde había ascendido pero estaba mucho más clara que lo que debería estar a esas horas, él calculaba que la camanchaca lo había envuelto hacía menos de media hora por lo que la noche ya debiera haberse apoderado del paisaje y no era así. La llanura salina aún presentaba colores anaranjados. Fue entonces que se dio cuenta que la camioneta roja no estaba donde la había dejado ni tampoco se apreciaba la sondeadora en el horizonte, pero lo que más lo sobresaltó fue ver la silueta de un extraño cubierto con un sombrero alón y con una cantimplora terciada sentado en una roca a menos de cincuenta metros de él. Pero entonces, la camanchaca volvió a cubrirlo nuevamente. Eliseo sólo alcanzó a notar por unos escasos minutos a aquel ra-rísimo personaje que salió repentinamente de la niebla llevando un casco blanco y un chaleco anaranjado con varios lápices en un bolsillo supe-rior. El hombre, después de recorrer con su vista el paisaje ubicado hacia el sur, lo observó con cara de sorpresa, sus miradas se encontraron por algunos segundos; Eliseo permaneció inmóvil mientras su mano derecha apretaba fuertemente el cuchillo pero repentinamente el muro húmedo avanzó, entonces, el cateador se levantó rápidamente y trató de retornar al

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campamento, pero tropezó varias veces. Un lapso de tiempo después, la niebla empezó a retirarse y pudo observar la pampa bañada por un atarde-cer amarillento, aunque no era tan tarde como pensaba. Eliseo descubrió con desesperación que el campamento y los piques ya no estaban y que la pampa se veía prácticamente virgen sin siquiera una huella. –¡Virgencita de Andacollo, ayúdame por favor!– musitó con gran angustia. A su derecha observó nuevamente al individuo del casco blanco quien lo miraba igual de extrañado, pero también notó alarmado, que un poco más arriba se encontraba un muchacho moreno, de rasgos indígenas, vestido con una especie de túnica corta y un manto al hombro. Antonio también volteó el rostro y al ver a Anku de pie sobre la huella caravanera instintivamente soltó la lata de bebida a medio consumir que aún llevaba.Nuevamente la camanchaca dejó caer su manto de filigranas en forma de finísimas perlas mientras que los tres jóvenes sentían los vellos de los bra-zos erizados y una mezcla de angustia y alerta por lo que ocurría. Finalmente la camanchaca se alejó rumbo al poniente y en la lade-ra del cerro tres jóvenes de tres épocas diferentes se observaban uno a otro con desconfianza, los tres cuerpos estaban de pie, tensos y miraban hacia los otros dos extraños y hacia el entorno. Rodrigo aferraba el martillo, Eli-seo sacaba su cuchilla, mientras que Anku preparaba la lanza. Fue entonces cuando el joven indígena dio un grito gutural seña-lando con aspaviento hacia la ladera de los geoglifos. Tanto Eliseo como Antonio voltearon las caras hacia aquel punto, no entendiendo qué indica-ba tan vehemente el muchacho indígena. En ese momento a Antonio le pareció entenderlo todo, en la ladera solo se encontraban algunos de los geoglifos, vale decir los círculos y algu-nas de las llamas, el resto había desaparecido, o mejor dicho, aún no había

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sido realizado. Incluso uno de los círculos parecía haber sido confecciona-do muy recientemente pues las sales que quedaban al extraerse la capa de guijarros superficial se veía de un tono blanco muy fuerte. El geólogo ade-más se dio cuenta que no eran ésas las últimas horas de la tarde, sino que las primeras luces del amanecer que empezaban a nacer desde el oriente, mientras que hacia el oeste la camanchaca se disipaba lentamente. Antonio miró nuevamente a sus impensables compañeros de trave-sía, ya no parecían tan a la defensiva como antes, más bien reflejaban una gran angustia y desesperación, probablemente similar a la que él también sentía en ese momento. Mientras un persistente escalofrío se apoderaba de su cuerpo, recorrió nuevamente el paisaje. Era absolutamente el mismo que había visualizado hacía tan poco, sólo que carecía de la mayor parte de los indicios de intervención humana, ya no se veía ni la camioneta ni la si-lueta de la sondeadora, tampoco se observaban las huellas de los vehículos ni las de las carretas ni las de los mulares. No existían los piques de cateos y no se conservaban indicios del campamento de los cateadores. Además se dio cuenta que las huellas caravaneras eran mucho menos profusas que las que había observado hacía tan poco tiempo ¿Tan poco tiempo? ¿Era en realidad tan poco tiempo el que había transcurrido junto a las fugaces vistas del paisaje entre los avances y retrocesos de la camanchaca? Alar-mado miró nuevamente a sus eventuales camaradas de viaje y se preguntó si realmente entendían lo que estaba pasando. Él, por su parte, aún cuando creía intuir lo que les estaba ocurriendo, se negaba a aceptar algo que no calzaba con su mente racional.

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Epílogo

El calor del sol resultaba abrasador a esas horas de la tarde. En tor-no a la camioneta roja, se acumulaban varias más y un numeroso grupo de personas recorría lomajes y llanuras del entorno. Un hombre alto con una chaqueta sin mangas de un encendido color naranja se acercó a Marcela y con cara de preocupación le dijo: –Lamento informarle señorita, que hemos rastreado toda el área y no hemos encontrado indicios de su novio, nuestro personal ha revisado incluso los piques y el resultado ha sido negativo. Los últimos rastros que hemos encontrado son las huellas que ascienden hasta ese grupo de cerros en que se ven unos geoglifos muy poco claros. La muchacha, con cara de no haber dormido hace muchas horas, miró al Jefe de Prevención de Riesgos de la empresa y sólo atinó a sentarse en el asiento de la camioneta estrechando en sus brazos el morral que An-tonio había dejado en el vehículo. –Estamos a la espera de un helicóptero que nos permitirá rastrear por el aire y tener una mejor visión. No se preocupe señorita, ya lo encon-traremos– agregó el hombre de la chaqueta naranja. Los hombres de todas las cuadrillas se reunieron en torno al “Grin-go al Horno”, quien había asumido a cabalidad su papel de mayor jerarquía en el grupo, ordenando y distribuyendo al personal en la búsqueda del trabajador desaparecido. Los hombres habían recorrido los alrededores del campamento, subiendo los cerros y no habían encontrado por ningún lado a Eliseo. –Sólo ha llevado su cantimplora– acotó el Pancho Gutiérrez, quien compartía la carpa con Eliseo. –El resto de sus cosas están ahí, incluso la

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foto de su viejita, la que no hubiera dejado por nada del mundo–. Su rostro expresaba una profunda congoja, demasiada ajena a su alegría habitual, reconocida por todas las cuadrillas de pampinos. –Por lo tanto no se ha ido a buscar pega pa’ otro lado– señaló con su voz ronca Don Reinaldo, mientras jugaba con sus amplios y blancos mostachos teñidos de un borde amarillento producto de sus largos años de fumador.Challapa, siempre tan fatalista, agregó: –El hombre se ha empampado, se lo llevó la camanchaca, si no aparece más tendremos que hacerle una animita… Tikuna subió al cerro más alto ubicado al norte de los lomajes por donde pasaba la huella caravanera, ya el amanecer avanzaba rápida-mente, mientras que la camanchaca se alejaba hacia la costa. No se veía por ningún lado la figura de su primo Anku; la tarde anterior, al no llegar éste a la aguada donde habían establecido el campamento, él y dos cara-vaneros más habían vuelto en busca del muchacho. La camanchaca aún no era muy densa por lo que habían podido seguir la huella, llamándolo a gritos pero sin resultado, hasta que la llegada de la oscuridad los obligó a devolverse. Esa mañana, antes que amaneciera, Tikuna volvió con la es-peranza de encontrarlo, pero fue inútil. No había señales de su amigo. Fue entonces cuando observó un singular recipiente color fuego botado cerca de la huella; lo miró largo rato notando extraños dibujos en su contorno. Con mucho cuidado lo tomó en sus manos tanteando su leve peso, era de un raro metal y sólo tenía una pequeña abertura arriba; seguramente era un quero sagrado enviado por los dioses a cambio del sacrificio de Anku; los incomprensibles dibujos de tan bellos colores así lo indicaban. Con mucho respeto y cuidado lo guardó en su bolsa para llevarlo hasta el amauta, él

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seguramente sabría su real significado. Como Tikuna ya no podía realizar nada más por su amigo y la caravana debía retornar de vuelta a la aldea de las estribaciones andinas, retornó cabizbajo hacia la aguada pensando que finalmente Anku había cruzado la camanchaca hasta Uku Pacha, el reino de abajo, el lugar de los muertos, representado por la serpiente en la cos-mografía andina, tal como lo señalaban los viejos de su clan. Tal vez algún día se volverían a encontrar en ese sitio. Ahora debía seguir con la caravana para llevar las mercancías que traían desde la costa para su pueblo.

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Glosario:

Cateadores. Trabajadores encargados de los trabajos de exploración Chusca o chuca. Material sedimentario muy fino que cubre amplias zonas del desierto, en especial, las pampas.Pique de cateo: Labor minera, normalmente de 2 x 2 m y profundidades variables, de acuerdo al nivel que alcanza el caliche, Se realizaba para reconocer y muestrear el mineralEbonita: Material elaborado a partir del caucho con que se confeccionaba gran parte de las fichas salitreras.Particular: Operario pampino encargado de extraer el caliche de las can-terasArrenquín: Operario pampino que ayuda al carretero para cargar el cali-che explotado en las canterasFutre: Persona con buena presentación, bien vestido.Amautas: Hombres sabios del antiguo imperio inca.Camanchangos, Camanchacas o Changos: Nombres para denominar a los grupos indígenas que habitaron las costas del sur de Perú y norte de Chi-le.Apacheta: Montículos de piedras levantados en honor de la Paccha Mama ubicados en las rutas indígenas andinas donde se depositaban piedras y ofrendas para la protección y salud de los caminantes.Quero: Vaso ceremonial inca caracterizado por motivos geométricos de vivos colores.Uku Pacha: En la cosmovisión andina corresponde al mundo de abajo, el de los muertos, a diferencia del Hanan Pacha, el mundo de arriba y el Kay Pacha, el mundo de aquí o terrenal.Mara T’aqa: Año Nuevo andino, celebrado ceremonialmente en el sols-ticio de invierno.Ayllu: Forma de comunidad familiar extensa propia del mundo andino que trabaja en forma colectiva un territorio de propiedad común.

TERCER LUGAR“EL BARBERO BAEZA”

Patricio Oro Prieto

Patricio Oro Prieto nació el 14 de marzo de 1971. Antes de asentarse en Antofagasta vivió en varias ciudades de Chile, como Tocopilla, Talca, Punitaqui y Concepción. Fue en esta última donde cursó sus estudios universitarios de Ingeniería en Geomensura, una carrera que le permitió conocer diver-sos lugares, siendo la Pampa el que más influencia ha tenido

en su vida. En sus vastas extensiones Patricio trabaja de perito mensurador, gracias a lo cual ha tenido un contacto

cotidiano y según él “privilegiado” con la pampa en toda su extensión.

La literatura es uno de sus obvíes, en el que ha dado un paso más allá gracias a su participación en los talleres literarios

que realizó SQM con Hernán Rivera Letelier. En la primera versión del Concurso de Cuento de la Pampa, realizado el 2006, Patricio Oro obtuvo el tercer lugar con us

obra “Girasoles”.

Ni la radio local, anunciando el pronto arribo de la compañía de teatro, o el fragor de las acendraderas, perturbaban la mano del Barbero. Contra toda distracción reinante, el ducho fígaro deslizaba la navaja con agilidad y precisión milimétrica sobre el mentón puntiagudo de Teodoro Quiñones, sin trepidar un segundo en pasar el filo por las hendiduras y pliegues de aquel rostro escarpado. El Barbero rodeaba a su cliente, se inclinaba, y movía la muñeca en complicados ángulos como si tuviera la articulación dislocada. –Como te has podido dar cuenta pues Genaro, es incómodo tener deudas conmigo. Yo no suelto– concluía Quiñones, después de su incesan-te cantinela.

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El bolsillo del Barbero sangraba por una deuda de juego con Qui-ñones que no podía pagar, dadas las exiguas utilidades de su negocio en franca decadencia. Esto lo irritaba en grado sumo. Solo asentía con un “Mmm” distante, que siempre funcionaba; pero no esta vez. El engolado comerciante venido a más, chasqueó enérgicamente los dedos en la cara de su rasurador. –¡Escuchaste algo de lo que dije! Genaro Baeza, atendía el mismo discurso en cada sesión con el pulpero. Lo más sensato era complacer (prestándole oídos y afeitándolo gratis). Tuvo cierto destello macabro y quiso aligerar el ambiente; se detu-vo erguido detrás de su cliente, lo miró fijo a través del gran espejo, directo a los ojos; la hoja fría pegada a la garganta (a la altura de la yugular), y le habló con semblante tieso. –Lo he escuchado como siempre don Teo y ¿sabe?; no es bueno molestar a un barbero cuando está trabajando. Uno se pone nervioso... El local quedó en silencio por largos cuatro segundos. –¡No se me ponga pálido!– y reía socarrón por la cara del pulpero prestamista. –Yo no me molesto fácilmente, usted sabe. El flaco Teodoro trataba de reír, pero tragaba saliva con disimulo. –Unos cuantos cortes gratis más y quedamos pagados, ¿verdad, Don Teo? El rostro del pulpero se transfiguraba y aparecía la obsesión treme-bunda de un amante del dinero. –¡Ni con trescientos cortes me pagas!, ¡descarado! Mira Baeza, ya es hora que te pongas al día, ¡no puedo esperarte más! –Estamos en vacas flacas Quiñones, acuérdese ¿cómo quiere que

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pague? Además, con los intereses que cobra, y lo flojo que ha estado el negocio, no queda mucho margen, pues caballero– alegó Baeza, con cierta razón. La estricta verdad era que el Barbero no sacrificaba por completo sus alicaídas ganancias echándolas al saco roto del usurero Quiñones; así se había logrado mantener digno en tiempos difíciles. –Yo lo siento en el alma muchacho, pero anoche hablé con el Ad-ministrador Mendoza, y tú sabes que al patroncito no le gustan las cosas chuecas. Así que tienes poco tiempo para solucionar el problema antes que te haga una visita. Dicho eso, el pulpero se levantó, para admirarse de cuerpo entero en el espejo, posando como para la posteridad. Con una mueca parecida a una sonrisa, mostraba su satisfacción por el trabajo realizado. –¡Bien Genaro, bien!, ¡nada que decir! En esto te manejas como nadie. Pero para el póquer, eres un desastre ¡Ja! ¡Ja! El Barbero se sentó pesadamente en el sillón, a espaldas del vani-doso guasón, y se quedó mirando el aire hasta que el propietario de su alma desapareció tras la puerta, dejando el sonido hueco de su risa luciférica. Las cosas no iban bien para Genaro; después de cada jornada como ésta, en la que el único cliente del día resultaba ser el desalmado Quiñones, no podía evitar sentirse abatido por la mala racha. Lo peor era que a sus treinta y tres años ya comenzaba a asomar un prematuro ceño otoñal en su mirada; mal presagio, considerando el temple granítico que caracterizaba al joven Barbero. Pero el dinero escaseaba, muchas salitreras habían cerra-do –de hecho, quedaban pocas chimeneas señalando vida en el desierto– y los rostros pampinos que habían sido parte de lo cotidiano, desaparecían uno tras otro de las veredas asoleadas, la plazuela y los convites. Genaro temía que se hubieran plegado a la procesión funeraria del éxodo salitrero.

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El Barbero podía sentir el pulso de los tiempos desde su sillón, con solo escuchar a la clientela y dar un vistazo por la ventana. No era necesario ser pitoniso y vislumbrar el futuro en vapores nigromantes; bastaba detenerse y escuchar por doquier las voces cargadas de malos augurios que circula-ban por la oficina y la pampa entera: la epopeya del salitre tenía sus días contados, y se consumía como una locomotora devorada por la herrumbre. Para Genaro, esta visión del ocaso lo mantenía todo el tiempo con el esto-mago apretado, como cuando sólo queda esperar estirar la pata, tras la mala noticia del doctor. Tras un momento de inquietante calma sintió llegar un ventarrón caliente, salido de las entrañas del mismo averno, que al rato cobró fuerza y comenzó a golpear con furia los techos, las ventanas y las puertas sin al-dabas. El aliento del desierto recorría las calles levantando a su paso tanto polvo, que no se podía ver a más de diez metros. Para su suerte, Genaro respiraba un aire más gentil protegido dentro de su cubil, empero la cons-trucción toda se quejaba. Las tablas crujían bajo las calaminas batientes y los vidrios parecían a punto de estallar. Con la ventolera endemoniada, el Barbero avizoró su local vacío por el resto de la tarde, de modo que, resig-nado, comenzó a guardar los utensilios en el armario. Terminaba el ritual como cada tarde, sentado junto al ventanal, en su silla de estilo victoriano que compró en un remate, afinando con de-voción la navaja Sevillana, único recuerdo material de su padre. La había portado durante toda la travesía que hizo por Tarapacá, saltando de oficina en oficina, escapando del sello luctuoso de la meningitis, hasta que, ya he-cho un hombre, lograra detener sus calamorros en el Cantón de Nebraska, sin más pergaminos que el oficio de rasurar y cortar el pelo, dominado al dedillo de tanto mirar a su padre.

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Cada vez que acariciaba, con el filo de acero, la correa de cuero curado, recordaba a quien fuera su única familia. La navaja ejercía un ex-traño poder sobre él desde que pasó a sus manos. A menudo, se quedaba embebido en el fino grabado de la hoja, y pensaba en cómo ese objeto lo había conducido. Nada hubiera sido igual si no la hubiera tomado de la gaveta aquel negro día, partiendo después del funeral, sin rumbo fijo. Tal como una llave maestra, la navaja siempre fue capaz de rescatarlo del azote más duro del trabajo salitrero. A veces, Cuando se detenía lo suficiente en ella, recordaba la voz prístina de su padre, como si ésta, hubiera quedado atrapada en el brillo de la hoja o en la cacha de ésta. –¿Creerías hijo que esta navaja perteneció a un barbero loco?–. El pequeño, un rato atrás abatido por la monotonía, era capturado por las palabras de su padre. –¡Siii!, Un Italiano que llegó a la pampa, que de tanto asolearse, se le calentó la mollera y... ¡Se le fue el juicio no más! Terminó afeitando a los caballos y a los bueyes. Ni los perros se escaparon.El pequeño sonreía con incredulidad. –¡En serio hijo! Después lo conocí, y como le caí en gracia me la regaló. Con sus ojos de huevo frito me dijo: Tenga cuidado con esta navaja, bambino ¡Está poseída!... ¡Se mueve sola! Pero si la aprende a dominar será un gran barbero. El pequeño Genaro esperaba el desenlace totalmente absorto por la historia. Su padre lo miraba con los ojos abiertos de par en par. –¡Y el viejo tenía razón!– terminaba gritando, con la navaja empu-ñada en la mano moviéndose sin control. Lograba sacar una gran carcajada al pequeño.

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Después, acercaba a su hijo a la silla de trabajo y le hablaba al corazón. –Yo aprendí a dominarla hijo, y te enseñaré cómo. Genaro aún sonreía con eso. En su mente quedó esa pequeña sa-biduría mundana que su padre almacenó en todos los años que trató con tantos y tantos. El viento continuaba soplando, mientras Genaro daba las últimas pasadas al filo de la navaja. Sintió de pronto, la necesidad de acompañar el ocio con su brebaje favorito; gustaba mucho del buen té, por lo que se atrevía a meter a la mala, algunas cajas de Ceilán importado, comprándole a los contrabandistas o trayendo él mismo desde el puerto de Iquique. Con el licor y los cigarrillos, era lo mismo. Fue a la despensa y encontró los so-brantes de mejores tiempos. Cada vez que escudriñaba en el cuartucho de los abastos, Genaro imaginaba a Quiñones saliendo de los rincones, como un fantasma, para reclamar lo suyo, arrebatándole las pocas provisiones de las manos. ¡Quiñones, Quiñones! se le repetía todo el día cuando se echaba un mendrugo de pan a la boca, o cuando abría un paquete de cigarrillos. Bus-caba desesperado la forma de acallar esa voz y sacar de su mente aquella cara de jote al acecho. Pasó un rato mirando la ensombrecida calle, siguiendo los despo-jos arrastrados por el viento que pasaban volando hasta perderse de vis-ta. En eso estaba cuando logró ver en un breve espacio de claridad a los músicos del orfeón del pueblo, parados estoicamente en la plaza, con sus instrumentos en posición, como esperando la orden para empezar a tocar. –Pero, ¡qué brutalidad! ¿A quien se le ocurriría?– se preguntaba Genaro asombrado.

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Para su sorpresa sonaron las campanillas de la puerta, movidas por la entrada estrepitosa del mellizo Bermúdez, que era tan escandaloso como el viento. –¡Menudo vientecito maestro! ¿Eh? –Que pasa Bermúdez, ¿se te perdió la maestranza? –Disculpe don Geno; me estoy arrancando del jefe por un rato, ¡déme asilo! La palabra “asilo”, quedó instaurada entre ellos una noche, en que intempestivos golpes a la puerta levantaron al Barbero de la cama, sobre-saltado. Alguien daba gritos ahogados, casi como susurros para no desper-tar a la cuadra; con la boca pegadita a la puerta aullaba: –¡Don Geno! ¡Don Geno!, ¡déme asilo por favor!, ¡por lo que mas quiera!–. Cuando el Barbero abrió, se encontró con el mocetón ladino de Antonio Bermúdez, que estaba hecho todo un quiltro calambriento y tiri-tón, parado pilucho bajo el dintel y tapándose el rabo a dos manos. –¡Puta madre! La viuda Magdalena me descubrió y casi se acrimi-na conmigo, ño– lloriqueaba.

Los mellizos Bermúdez tenían el feo hábito de suplantarse con sus conquistas –Pero no les resultó con la viuda Mag-dalena–. La verdad, los mandingas no eran tan idénticos como parecían y la mujer, que experiencia tenía, no tardó en darse cuenta. Nada dijo durante la velada, se levantó de la cama después de dejar un beso. –Espéreme aquí mi cielo– cosquilleó en la oreja del impostor; hasta que sólo se sintió silbar el cuchillo del finado carnicero que se clavó a medio centímetro de su hombría. Los excelentes reflejos

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de Bermúdez salvaron a su futura descendencia. De ahí no más salir corriendo, entre gritos y amenazas a las cuatro de la mañana, por las calles heladas y desiertas de la oficina. El Barbero salvó el honor del sinvergüenza esa noche.

–¡Me asusté con el viento oiga! Si supiera cómo sonaban las cala-minas de la maestranza, todos pensamos que se vendría abajo. –Ya deberías saber como es la pampa pues Bermúdez, ya eres un veterano por aquí. –¿Y tu hermano Franco, no te siguió? Ese no se despega de ti. –Me está cubriendo las espaldas con el Cabeza Pacheco. Ese pája-ro todavía no nota la diferencia. –Un día los van a descubrir y de acá voy a escuchar la patada en el traste. –No sea así maestrito y convídese un cigarrito de esos importados del otro día ¡Pa’ amenizar la tarde digo yo! El Barbero y Bermúdez compartieron la tarde fumando y tomando té. El gruñido de las bisagras terminó con el momento de relajo. La fi-gura imponente de Jovino Mendoza entró y llenó el local de inmediato. Sin más preámbulo, y con su parquedad de siempre, el Administrador caminó hasta la silla giratoria, se sentó frente al espejo, y con entera confianza tomó el paño que colgaba de la gaveta, amarrándolo alrededor de su cuello. Con su voz de patrón hacendado, levantó de un salto al Barbero que miraba algo pasmado. –Córtame un poco el bigote y hazme la patilla–. No dijo nada más por un buen rato.

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El mellizo Bermúdez quiso ser invisible en ese momento pero Mendoza le lanzó una mirada que le congeló la piel. Se despidió de Genaro con un ademán escueto y desapareció como si tuviera alas. En un santiamén, la navaja diestra del Barbero, arremetía contra la barba hirsuta y polvorienta de Mendoza, dejando el piso cubierto de pelo entrecano. Genaro, todavía intrigado con la visita, dado el clima que arreciaba allá afuera, estaba cada vez más nervioso con el silencio del Ad-ministrador; recordó la advertencia de Quiñones. Para su alivio, Jovino Mendoza habló. –Hoy llega mi novia, y debo verme bien. Volvió a callar después de eso, pero esta vez con una prolongada expresión de felicidad. El secreto mejor guardado de Teodoro Quiñones tenía nombre de mujer y llegaba esa misma tarde. Pocos sabían que el pulpero tenía una hija a punto de graduarse en la escuela de derecho de Valparaíso, y que volvía después de once años. La verdad obscura era que la bella muchacha viajaba sobre un sendero ya trazado por el contubernio entre Quiñones y Jovino Mendoza, quienes arreglaron, a la antigua usanza, un torcido no-viazgo para sacar al madurón de Mendoza de su soltería. La recompensa prometida por el patrón era cuantiosa. El Pulpero se sobaba las manos de solo imaginar los dividendos de aquella transacción. En rigor, Quiñones casi le suplicó a su hija para que viajara de Valparaíso, con el fin de acompañarlo en un trance difícil. Por su parte, el Administrador Mendoza, encantado tras la confirmación del viaje, echó a volar su imaginación y comenzó frenético a preparar todo para quedar como rey ante la moza: pagó el doble para robarle unos días el espectáculo al Teatro de Iquique, y adornó la plaza como en un día de feria. Todo estaba

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bien arreglado, como un buen guiso pampino –aunque la gente no sabía qué diablos se celebraba–. Casi terminaba el Barbero de cortar, pensando en que ya no es-cucharía más de la boca de Mendoza, cuando este quebró nuevamente el silencio, y sin delicadezas largó los caballos. –Supe que le debes a Teodoro Quiñones ¿Sí? Genaro entornaba lo ojos concentrado en el bigote. Levantaba la vista solo para encontrarse con la mirada severa de Mendoza por el espejo, esperando respuesta. El silencio ausente del Barbero comenzó a molestar al Administrador, quien prosiguió con más fuerza. –¡Mala cosa pues, Baeza! En mi oficina no me gustan estas cosas, los sinvergüenzas no tienen cabida aquí. No es que apruebe las apuestas ¡No! ¡Nunca me han gustado!, pero Quiñones es un poblador respetado en esta oficina y le daré mi apoyo si es necesario. Para Mendoza estaba claro, que las apuestas eran parte del mun-do clandestino de la oficina –Más de un fiambre tuvo que levantar de los piques por malos finales entre apostadores–, pero tratándose de su futuro suegro no se molestaba en hacer vista gorda. –Pero luego pensé: éste es un muchacho joven, quitado de bulla, creo que merece otra oportunidad– cambiaba a un tono más conciliador.Genaro detuvo su mano un momento para atender, incrédulo, las extrañas palabras del Administrador. –Yo te voy a dar la chance, Baeza, sólo necesito que hagas un tra-bajito para mí. – No sé cómo pueda ayudarlo, Don Jovino. – Sé que tú conoces a medio mundo por aquí. Me doy cuenta que tu local, es un resumidero de todo lo que pasa a espaldas de la administra-

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ción, en particular con los obreros, como el que acaba de salir. Si me das cierta información, de algunos cabecillas alborotadores que están levantan-do polvareda, te pagaré bien. Sólo debes mantenerme al tanto cada semana de cualquier cosa rara que escuches, tú me entiendes. La sórdida propuesta, amargaba el corazón del Barbero, quien sin-tió el impulso de cortarle por completo el mostacho escobilludo a Men-doza. Menos mal que el lamento desafinado del orfeón, que se empezó a escuchar tras la silbatina polvorienta –que menguaba por fin–, sirvió como la campanilla de ring que necesitaba. También se escuchó el ronroneo fa-miliar de un motor. El viejo Mendoza se levantó emocionado y se acercó a la ventana. No pudo ocultar la sonrisa de satisfacción. Se dirigió luego a la salida dejando unas monedas sobre la mesa. Antes de salir, volteó y miró con ojos fulgurantes. –Me debes la respuesta Baeza, hablaremos luego. Al disiparse el polvo, se descubría el automóvil de la adminis-tración detenido galanamente a un costado de la plaza. Resultaba por lo menos curioso que el bruñido vehículo tuviera un uso tan fugaz; tan solo cubrir el trayecto desde la parada del ferrocarril hasta la plaza o el Club de Empleados. Esto parecía una ostentación y hasta un despilfarro para el buen sentido, pero así era Jovino Mendoza cuando quería impresionar. La luz anaranjada del arrebol, que emergía tras la nube de polvo, teñía la esce-na de un tono melancólico y sutil. La puerta se abrió, y el pulpero Quiñones con pinta de ilustre se apeó enérgicamente del carro, con un salto simpático se posó sobre el suelo terroso, acto seguido, miró para todos lados buscan-do a su prospecto de yerno. Este llegó de inmediato a reunirse en la plaza con él y ambos hablaron intensamente. La mirada al cielo de Mendoza y sus manos empuñadas, no presagiaban nada bueno a la distancia; Genaro

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miraba intrigado desde la ventana. Los músicos del orfeón, con tierra hasta en las orejas, dejaron de tocar y se logró escuchar el nombre de la hija au-sente en un tono más que áspero. Violeta Quiñones no venía en el auto, ni tampoco en el tren. El patrón estaba hecho una furia. Era conocido por los cercanos a Quiñones que la muchacha tenía una faceta escondida: la afición por la juerga y los círculos artísticos de Valparaíso. –¡Una deschavetada amante de la bohe-mia! ¡Nada más!– hablaban a sus espaldas. Ese era un aspecto de la vida de Violeta que a Quiñones no le gustaba comentar. Al final solo lo confor-maba el hecho que, en poco tiempo, su hija ostentaría el título de abogada; eso la redimía de cualquier falta. La razón que esgrimió el empleado, encargado de esperarla a su llegada al puerto, fue que la joven había socializado de gran manera en el barco con un grupo de actores; cuando bajó del vapor sólo dijo: –He sido invitada por estos amables señores a recorrer la ciudad de Iquique, y no puedo rechazar tal cortesía–. Chupaba con deleite un lar-go cigarrillo con boquilla, lanzando al viento marino argollas de humo de entre sus labios carmesí. Al final remató con sorna: –En unos días me reuniré con él. Dile a tu Señor que se relaje un poco–. Esto fue como ají en el traste para Quiñones que al escuchar la historia, dio media vuelta y se fue indignado del ferrocarril a dar la mala noticia a Mendoza. La caminata del desairado Mendoza, por las calles re-pletas de curiosos, con Quiñones dando mil excusas atrás de él, fue como un cuadro digno de enmarcar. Por lo menos así le pareció al Barbero, que se quedaba con la graciosa imagen del soberbio Mendoza insolado de ra-bia, pero sin lograr entender aún, el papel que jugaba Teodoro Quiñones en el asunto.

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Fue de antología y muy comentado, que Violeta llegara con toda la compañía del teatro itinerante en el vagón más bullicioso de que se tuviera recuerdo, y que compartiera con la gente encargada de dar vida al espectá-culo que organizara Jovino Mendoza en su honor. Después de bajarse del tren y despedirse de todos los actores con un “¡Hasta pronto camaradas!”, comenzó a caminar por el pueblo como cualquier pobladora, observando todo sin perder detalle a su paso y ansiosa por reencontrarse con su pasado. Su encuentro con Genaro Baeza fue providencial. Este barría como cada mañana la entrada del local, cuando escuchó a sus espaldas una voz refrescante como la brisa del mar. Sintió el vértigo de un cúmulo de imágenes atrapadas en su memoria y reconoció un timbre de voz que creía olvidado, dulce y ancestral. Volteó y allí estaba; con sus ojos de ópalo en-cajados sobre pequeñas ojeras de trasnoche, vestir desenfadado y la misma sonrisa lúdica de niña malcriada. –¡Hola Genaro! La niña que alguna vez Genaro vio correr por las calles y que se escondía a menudo en la barbería, cuando a su padre se le subían los tragos y le bajaban los instintos, regresaba convertida en toda una mujer. –¿Violeta ?... ¿Violeta Quiñones? –La misma que viste y calza. Genaro soltó la escoba y la abrazó con fuerza. –¿Cuándo creciste tanto? ¿Tu Papá te está dando salitre? ¡Me ale-gra verte! Pero Violeta estaba aún más feliz. En secreto y muchos años, amó profundamente al Barbero, quien siempre la llamó mi pecosa. Como un sueño de juventud, Violeta siempre quiso crecer con celeridad para que Genaro la mirara con otros ojos, mas éste nunca descubrió lo que se ges-

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taba en su interior. Con todas sus vivencias en la gran ciudad, Violeta no pudo arrancar a Genaro de su corazón y ahora descubría que lo que en ella anidaba, seguía siendo perenne. Fue difícil para ella separarse de Genaro cuando era niña. En un momento crucial, su tía Lila, la acomodada y bonachona hermana de su madre, la rescató de las garras de Teodoro para llevársela a Valparaíso, con la venia de toda la parentela, que conocía el corazón oscuro del pulpero Quiñones. Genaro todavía no se convencía de estar frente Violeta. Ésta quedó mirando el letrero sobre su cabeza y echó un rápido vistazo hacia el interior del local por la puerta entreabierta. –¡No puede ser!, ¡esto no ha cambiado nada! –Bueno, no es Valparaíso pero algunas novedades hay. –Se ven todos contentos como día de carnaval– hablaba Violeta dando un mirada a los tempraneros paseantes de la plazuela. –Tú sabes que la gente de acá es muy alegre, aunque a la distancia esto parezca un pueblo fantasma. –¡Cuéntame, cuéntame! ¡Cómo ha estado todo por estos lados! De ninguna manera Genaro mentiría, diciendo que la vida había sido fácil; mas para él, todos los matices dolorosos o gratos, conformaban un mundo único, entrañable, que ningún pampino que cuente como tal, estaría dispuesto a cambiar por nada. Recordaron juntos a la gente como la gran familia que era y que alumbraba las noches frías del desierto, del equipo de fútbol y sus partidos de tres horas, del orfeón mas desafinado que se pueda oír, de cómo la vida familiar era llevada a un banco de la plaza, o como la música y la fiesta inundaban el ambiente para ahuyentar la mono-tonía esteparia.

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Al terminar, Violeta cerraba los ojos y quedaba en silencio, recor-dando la paz exquisita que prodigaba sólo la quietud del desierto. Genaro se quedaba obnubilado en su bello rostro de mujer. De pronto, reparaba en las miradas vigilantes de las chismosas de siempre, que salían a la calle a recoger noticias frescas. No era común que una seño-rita joven y bella fuera tan suelta de cuerpo y hablara entre risas coquetas con un hombre mayor en plena vía pública. Para Violeta eso nunca fue un problema. Siempre había odiado los convencionalismos a ultranza que la sociedad siempre trataba de imponer, hasta en el último rincón de la tierra. Su espíritu rebelde se mantenía intacto. –Ahora te toca, ¡cuéntame de tu nueva vida en el gran Valparaí-so!– preguntaba entusiasmado Genaro. –¡Ah! Esa historia da para una botella. Necesitamos más tiempo, tengo mucho que contarte–. Hubo algo de melancolía en sus ojos. Un silencio angélico se estacionó un instante entre sus miradas, hasta que el Barbero pestañeó. –Puedo ofrecerte un té o una taza de café quizás, y te seguiré con-tando de este hermoso lugar aburrido.Violeta reía. –Gracias, quizás te acepte un trago de coñac uno de estos días, pero ahora debo reunirme con mi padre. En unos minutos tendré que escu-char un sermón nada entretenido, créeme. –¿Coñac? ¡Mmm! ¡Estamos grandes! –Las cosas han cambiado Genaro. Ya no soy esa niña que cono-ciste–. Los ojos de Violeta chispeaban cada vez más electrizantes; ahora el niño era Genaro. Besó en la mejilla al Barbero con cariño, cogió su maleta y se alejó por las callejuelas como una pañoleta mecida en la brisa.

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No es común, que a un hombre se le muestre el destino tan claro en un solo momento, pero esa mañana Genaro conoció el suyo sin lugar a dudas. Antes de entrar a la barbería siguió con sus ojos a la garbosa mujer, hasta que su silueta se perdió entre la gente. Era extraño, nunca en su vida el Barbero había dudado un segundo con la navaja en su mano, y menos si se trataba de alguna maniobra arriesgada, pero esta vez, sentía que no era dueño de sus movimientos; permanecía agarrotado, aunque todo su ser clamara por ir tras Violeta Quiñones. Por interminables dos días, la imagen del reencuentro con Violeta quedo embalsamada en la mente del Barbero. Éste no hallaba las horas de volver a verla, pero ella no asomaba su nariz por las cercanías a ninguna hora del día. No pudo esperar más; se acicaló como para el día de san Lo-renzo y se fue al teatro. Pensó que de seguro, allí la encontraría. La primera función de la primavera comenzó en la noche, con sai-netes pampinos y zarzuela para el disfrute de la población obrera. También hubo cantos y mandolinas amenizando números livianos de humor. Todo se concertaba en el magnífico teatro, y Genaro, desde la penumbra de la última fila, trataba de distinguir el rostro de Violeta en la platea. Sólo avis-taba a Jovino Mendoza junto a Teodoro Quiñones situados en la fila pre-ferencial. Mendoza se mostraba inquieto y volteaba a cada rato mirando a nadie; sólo dirigía su mirada hacia un vacío en el pasillo que esperaba fuera ocupado por Violeta buscando su lugar en la platea, a su lado, pero nada de eso ocurría. Sacó un pañuelo y se secó la frente mojada de pura ansiedad. La primera parte del espectáculo pasó y dejó al público encantado. En el descanso, Genaro aprovechaba de mirar al público asistente; estaban los mellizos Bermúdez, uno a cada lado de la Teresa Cienfuegos, que coque-teaba melindrosa con los dos; la viuda Magdalena a corta distancia no les

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quitaba el ojo; el Pulpero Quiñones se tocaba la punta de la barba y lue-go sacaba ampulosamente, de un bolsillo de su vestón, su conocido reloj de oro; parecía calmado mirando la hora, pero estaba tan nervioso como Mendoza. Genaro recorría el teatro entero, pero éste no daba luces de la presencia de Violeta. Se sentía tan intranquilo y expectante, que ni siquiera recordaba el show que había visto hace sólo un momento. Poco a poco iba perdiendo las esperanzas de verla. Sin querer, encontró la mirada del Pulpero Quiñones, quien le hizo a la distancia, el ademán de sobarse los dedos, tan típico en él como inopor-tuno. Señalaba con eso sólo dos cosas: el Dinero y la Deuda –los ejes del mundo para él–. Genaro sólo movió la cabeza desaprobando el mensaje. Pero todavía resultaba un enigma para el Barbero, el repentino apego del Pulpero Quiñones con el Administrador Mendoza. Recordó la escena de la plaza. Las luces se apagaron y quedó solo un foco apuntando el centro del escenario. Desde la oscuridad, apareció un hombre alto y barrigón, de grandes ojos, que se posó bajo la luz y con voz de predicador habló a capela hasta el último rincón del teatro. –¡Amigos pampinos! ¡Ahora! ¡El plato fuerte de la noche! Tene-mos el agrado de presentarles una obra que ha sido aplaudida en todo Chi-le. Hace unos días, ovacionada en el Teatro de Iquique ¡Además!, para el orgullo de esta Oficina, estará en este escenario, ¡una hija de la pampa! ¡Una de ustedes! ¡La señorita Violeta Quiñones! La artista más regalona de este humilde grupo de actores. Teodoro Quiñones parecía tragado por el asiento y no se atrevió a mover un solo músculo de la cara. Al percibir a su lado que blanqueaban los ojos de Jovino Mendoza como faroles, sólo pudo asentir levemente con

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la cabeza hacia el presentador y guardar silencio. –¡No los aburro más! ¡Para todos ustedes! ¡”Tartufo” de Jean Bap-tiste Moliere! Y atronaron los aplausos. Con un piano sublime salido desde los surcos del acetato la obra comenzó, ahogando el barullo molesto del entremés. Violeta apareció en el segundo acto y bastó un instante para deslumbrar en el papel de Mariana. Con su candor y talento dejó una estela imborrable grabada en el corazón de los asistentes esa noche. Para el Barbero, verla parada en el escenario, con la luz iluminando su rostro fue un viaje hacia lo más alto, experimen-tando la vida, el dolor y la muerte, para renacer perdido en algo completa-mente nuevo. Para Violeta, por su parte, fue la dulce venganza que le tenía re-servada a su padre. Su carrera ya terminada en la escuela de teatro, con la complicidad de su madre y de su tía, fue un dardo envenado que recibió Quiñones esa noche. Contra toda su frustración, este tuvo que aplaudir a su hija al finalizar el último acto, como todos los demás y recibir las fe-licitaciones de los asistentes de butacas vecinas, en medio de la bulla del público, que aclamaba al grupo de actores a rabiar. Apretando los dientes, Quiñones aplaudía, pero sus manos sólo querían estrangular a la traidora. El Barbero esperó hasta que el teatro se encontrara vacío. Con un destello en sus ojos miraba hacia las bambalinas por si aparecía el rostro de Violeta. Sólo logró ver a Jovino Mendoza discutiendo acalorado con Quiñones que soportaba a duras penas la reacción encendida del Administrador. Quisie-ron después entrar los dos a empujones para hablar con la actriz en los camarines, pero ella no estaba. Genaro, que presenciaba la escena, sentía el impulso casi irrefre-

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nable de ir tras Violeta, para protegerla de los viejos iracundos, y estuvo a punto de hacerlo, cuando sintió que alguien lo agarró del brazo. –¡Ayúdame, Genaro! ¡Escóndeme!Genaro, sorprendido, miró para todos lados y tomó a Violeta para salir a toda prisa del teatro. –Iremos a la barbería, nadie te buscará allí ¡Toma mi sombrero!, ¡póntelo! No es bueno que te vean conmigo en la calle. –Gracias– y apretaba su mano con fuerza. –¡No estoy entendiendo nada!– le susurraba Genaro a la prófuga, confundido y angustiado, mientras caminaban mirando al suelo. –Dame tiempo, ya te explicaré. Pasada la medianoche, las callejuelas estaban desiertas y una luna resplandeciente iluminaba cada relieve de la oficina, encendiendo el suelo pálido de las calles. En el silencio, los pasos desesperados de Quiñones y Mendoza con un grupo de hombres, se escuchaban como un tropel reco-rriendo cada rincón en búsqueda de la rebelde desaparecida. Dentro de la barbería, amparados por la luz de una vela, las cosas estaban más calmadas. Genaro preparaba un té y se esmeraba para que Violeta se sintiera protegida y tranquila. –¿Qué estás haciendo Violeta?, ¿por qué te escondes de tu padre? Ella se sentaba en la carcomida alfombra de centro y apoyaba sus espaldas en el sillón. –Ya te contaré Genaro, primero creo que me haría bien un trago, ¿me ofreces? –Por supuesto– y buscaba en algún rincón dentro de las cajas ca-mufladas.

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–Creo que me extralimité esta noche, sí; pero hace mucho tiempo que quería hacer esto. –¿Hacer qué?– preguntaba Genaro desde el cuarto de abastos. –Vengarme del viejo malandroso de mi padre ¡Eso! –Genaro descorría la cortina y se sentaba junto a ella. –Violeta alzaba su mirada para encontrarse con los ojos contur-bados de Genaro. Este no podía entender la satisfacción de la mujer que destellaba de sus pupilas abiertas. –¿Sabes lo que me tenía preparado el viejo? ¡Este celestino me que-ría emparejar con Jovino Mendoza!, ¿lo puedes creer?– y reía a carcajadas. –Y pensar que me convenció que viniera con una sarta de mentiras. Ese viejo es muy retorcido. Pero gracias a Dios, mi madre se dio cuenta a tiempo y me previno en una carta. Ella siempre ha estado conmigo; es lo que mi padre no sabe. Genaro quedó boquiabierto ante la revelación; todo calzaba ahora: Quiñones, Mendoza, toda la faramalla montada. –Mi padre creyó a pie juntilla, hasta esta noche, que yo era una le-guleya, pero la verdad es que nunca puse un pie en la Escuela de Derecho. Cuando conocí el teatro hace años, me dije: ¡Listo! ¡Es lo mío! ¡Nada que pensar!... Y he sido inmensamente feliz. –Estás bien loquita, Violeta, ¿lo sabías? Pero creo que Quiñones se lo tenía merecido ¿Qué vas a hacer ahora? –Largarme de aquí cuanto antes. –¿Regresarás a Valparaíso? –Creo que vagaré un tiempo con la compañía itinerante. Mañana partiremos de regreso a Iquique. Genaro lamentaba escuchar eso.

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–El mundo está loco, Genaro. Eso lo aprendí hace mucho tiempo. No queda más que contagiarse y subirse a él. –Estuviste magnifica esta noche– rompió Genaro con una copa servida en la mano y la botella en la otra. –Muchas gracias– sonrió ella y tomó la botella con la prisa de un minero en zona seca, dándole enseguida un sorbo sin arrugar el ceño; Ge-naro quedó de una pieza con la copa servida en la mano. –Disculpa, ésta no es mi faceta más femenina– habló Violeta, casi trapicándose y limpiando después su boca con la manga. –Debo aprender a tomar parece– respondió Genaro. Luego, Violeta comenzaba a caer en la quietud. Abrazaba sus ro-dillas igual que de niña, cuando se quedaba por horas mirando a Genaro trabajar en la barbería. Luego apoyaba su cabeza sobre sus brazos, rindién-dose a la luz hipnótica de la vela. –Mi padre no es precisamente un bizcocho de amor, ¿verdad?– rió Violeta, con un dejo de tristeza. Genaro trataba de decir algo acertado, pero en el fondo, no podía refutar nada de lo que Violeta dijera acerca del Pulpero. –Creo que no puedo pensar en pedirte que regreses a tu casa– concluyó. –Esta vela alumbra más que todas las farolas de mi casa ¡Déjame estar aquí! No molestaré. Violeta estaba de nuevo en su refugio; el eterno refugio de su ino-cencia. El Barbero buscó un par de frazadas y se sentó al lado de la mujer cubriéndola con una de ellas. Con su brazo la rodeó y acercó hacia sí. Los dos callaron por un largo rato.

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Un perro aulló en la calle haciendo palpable el silencio. –Ven conmigo, Genaro– habló Violeta sin rodeos. El ofrecimiento descolocó al Barbero, que hasta ese momento, la admiraba desde una vereda muy distante. –¿Qué dices? –Ven conmigo, deja todo esto y acompáñame. Por favor. –¿Acompañarte a dónde, Violeta? –Puedes ser mi estilista personal, sería bueno tener uno cuando vaya de gira con la compañía. –Yo no hago peinados. Sólo corto el pelo y la barba. –¡Anímate Genaro! A ti siempre te gustó la aventura y ¡allá afuera está el mundo! –¡Allá afuera está tu novio buscándote! Y con cara de pocos ami-gos–. Genaro no pudo contener la risa. A Violeta no le gustó la broma; esperó la respuesta, con sus gran-des ojos, mirando fijo. Genaro trató de explicar sus razones. –Sabes que he recorrido mucho para tener lo mío; éste es mi mun-do ahora y no quiero seguir caminando eternamente. Violeta agotaba los recursos y muy a su pesar habló de lo que na-die quería hablar en la Pampa. –Sabes lo que dicen de las salitreras, ¿verdad?–. Genaro odiaba que le enrostraran esa innegable realidad. –Me temo que sí– respondía con aspereza. –Es cosa de tiempo para que todo esto termine y desmantelen este lugar como a un barco viejo ¡Hasta tu barbería será desarmada tabla por tabla! –¡Lo siento Violeta! Pero, si eso es lo que ha de pasar, ¡que pase!

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Yo aquí estaré como todos los días. –¡Pero que porfiado te has vuelto! Genaro reflotaba su corazón pampino, sumergido en la embria-guez que provocaba Violeta Quiñones. –Quiero que mis huesos queden aquí en el desierto, como los de mi padre. –Tu padre era un buscavidas al igual que tú. Sólo es que a ti se te ha olvidado– Violeta revelaba con vehemencia su anhelo recobrado, sin calcular ya las palabras, dispuesta a mostrar su corazón tal y como estaba.Estaba claro que para Violeta, la sustancia de la vida era mucho más ligera, casi etérea. No conocía del trabajo duro ni la escasez, y Genaro bien lo sabía. Aunque éste se sentía halagado por la proposición, sus razones para quedarse seguían siendo poderosas. Guardó un cauto silencio y fijó su mi-rada en el mueble del espejo. Advirtió en el borde la silueta de su navaja animada por la luz. Por el metal se deslizaba el tenue brillo de la vela, cuya llama parecía extinguirse, para luego recobrar el vigor haciendo danzar a todas las sombras en la penumbra. Emergía del objeto, nuevamente, la voz del hombre que lo había anclado a esa tierra. Sus palabras, más vivas que nunca, se apoderaban del momento y llenaban su mente de confusión y ecos del pasado; Genaro estaba en su encrucijada. Se daba cuenta que en su vasto recorrido por la pampa, nunca habitó la pasión que recorría ahora sus venas. Se quedó una eternidad en el rostro casi dormido de la mujer. Violeta, conquistada por el ser claro y tibio de Genaro, abrió los ojos y se encontró con su mirada. Sabía que el hombre había sido templado a fuego por la pampa y nunca sentiría el resquemor por una vida menos cómoda o pequeñas dificultades de burgués. Acarició suavemente su cara y volcó todos los años de espera en un beso sin fin.

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Nadie en el pueblo salitrero supo a ciencia cierta cómo desapareció la hija del Pulpero Quiñones, en la brillante noche de “Tartufo”. Tampoco los asistentes a la función teatral supieron contestar las coléricas preguntas de su padre a la mañana siguiente. Genaro pudo ser la respuesta, pero todo se desvaneció al salir el sol. Al despertar se encontró en la barbería com-pletamente solo. Se levantó angustiado y corrió a la calle; sólo vio a los obreros caminando a sus puestos de trabajo, mirando el suelo, sumidos en la modorra. De una manera muy diferente recibió el despertar letárgico de la salitrera ese día. El sosiego sideral que observaba todas las mañanas lo sintió por primera vez insoportable, como un animal que devoraba el espí-ritu de aquellos hombres, de todos los hombres del mundo. Genaro no se conformaba; comprendió que Violeta había sido el torbellino que esperaba, el más impetuoso que necesitaba su corazón anquilosado. El mellizo Antonio Bermúdez se acercaba haciendo malabares con tres naranjas en el aire. –¡Mire, don Geno, la que hago! ¡Ah! ¿Esta no la conocía verdad?– y se las embolsaba una tras otra después de lanzarlas bien alto. El mellizo Franco bostezaba caminando atrás de él. –¿Qué le pasa don Geno? Lo noto preocupado, ¿quiere una naran-jita? –Gracias Antonio, pero no. –¡Vaya a la maestranza, hermano! Luego lo alcanzo– habló Anto-nio Bermúdez al otro mellizo que siguió su curso como sonámbulo. –Bien grande la que se armó anoche con lo de la hija del viejo Quiñones. Todavía la andan buscando. Dicen que se la tragó la pampa. –La compañía de teatro... ¿Ya se fue?– preguntó Genaro entre fuertes palpitaciones.

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“EL BARBERO BAEZA”

–Así parece amigo; hace un rato se subieron al Pat’e Fierro rumbo a La Noria. Bermúdez no alcanzaba a comprender el ánimo del Barbero, que se veía descompuesto, como nunca lo había visto antes y con la mente en otro lugar. Quiso hablarle tal como en un día cualquiera. –¿Le quedan de esos importados maestrito, pa’ amenizar la maña-na digo yo? Genaro volvió en sí. –Claro, claro Bermúdez, entremos un rato. Genaro sacó el último paquete de cigarrillos y se lo regaló al me-llizo, que no cabía en el pellejo de contento. Luego se alejó unos pasos de su amigo, que trataba de leer en un precario inglés la inscripción en el pa-quete. Contempló su pequeño mundo; la sencillez del cuarto, que superaba infinitamente a la pobreza franciscana del cuartucho del Mellizo Bermú-dez; las paredes regadas de fotos, las descoloridas cortinas, los muebles de tercera. Cerró los ojos y empuñó sus manos, para luego coger su bien mas preciado. –Quiero que me hagas un favor Antonio. –Lo que quiera maestro– contestaba el mellizo con el cigarrillo en la boca sin lograr entender. Genaro Baeza trató de envolver, con sus dos manos, la enorme mano curtida y cálida de Antonio Bermúdez, depositando en ella su navaja de Barbero. –Pertenece a la pampa, mi amigo... Cuida que aquí se quede.

PRIMERA MENCION HONROSA“LA GARITA”

Rita Rivera

Rita Elena Rivera Rivera, nació el 6 de Noviembre de 1985 en Antofagasta. Parte de su infancia, vivió en la ex oficina

salitrera Pedro de Valdivia, desde donde se trasladó a Anto-fagasta, ciudad en la que actualmente estudia Periodismo.

Rita ha participado en cuatro concursos literarios, contando éste, obteniendo importantes lugares en cada uno de éstos.

En la actualidad tiene dos cuentos publicados, quedándole en el tintero una novela y un libro de cuentos que espera

publicar próximamente.

¿Puede la partida de un hombre impregnar de pena los muros de la habitación donde trabajó feliz los últimos años de su vida? ¿Puede el polvo tapar las lágrimas de dolor de aquel que las dejó allí para no irse completo? ¿Podré olvidar un día sus ojos tristes diciendo?: “el adiós no exis-te, aunque sea como fantasma, volveré…” Hoy logré entender buena parte de ello. Han pasado más de 12 años de su partida y una pequeña luz de claridad asomó en mi cabeza y aunque siempre estuvo allí, no logré jamás percibir, como hoy, que bastaba recorrer los recuerdos de cada momento que compartimos, de cuánto me tocó vivir junto a él, para entender el por qué se marchó cuando no era aún el tiempo de partir… Todo su mundo estaba ahí, donde permanecía el tiempo completo que se hallaba despierto, ese diminuto espacio que atendía sin prisa los

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requerimientos de su modesta canasta de peticiones, el marco sencillo que bordeaba perfecto el cuadro de su primitiva y modesta vida. Reducido cu-bículo de 2 x 2 que ofrecía cobijo suficiente a cuanto su espíritu exigía… La pequeña garita de vigilancia del pasaje Ossa. Antigua construcción, cu-yos muros no habían conocido la importancia de una plomada que demos-trara la verticalidad del mundo, llenos de sexagenarias sales que vivían clamando por salir hacia el exterior que le era negado por gruesas y suce-sivas capas de pintura. Piso de buena madera –“pino Oregón ponían los gringos”– mantenido a trapero y petróleo, que prolongaban por más días su singular concepto de limpieza; una ampolleta colgando desde el cuasi blanco cielo de latón, pintado mitad óleo brillante con pecas de moscas, restos fúnebres e indicativos señuelos de desgracia para sus pares, aplasta-dos por dar mal destino a sus ociosas piruetas aéreas; una pequeña ventana lateral, estratégicamente ubicada frente a la puerta y portón principal, le permitía saber quien entraba o salía en aquel corral donde convivían las más singulares personalidades, aquellas que perennes han vuelto a cobrar vida en hojas de libros que transitan por el mundo en manos de atraídos lectores. La mayor parte de su exigua vida transcurría en ese espacio di-minuto, que aceptaba sin reclamos la precariedad de sus emociones y su insuficiente capacidad de aventurarse tras nuevas sensaciones. Tenía para sí, como parte del inventario personal –y orgulloso lo hacía saber– la com-pañía de una mesa hechiza y una antigua silla de madera, artefactos que exhibían vistosos las imperfecciones de su autor, cual sello indeleble que el aprendiz de carpintero, más minero que carpintero, sin querer dejó para las críticas eternas; un rojo sillón de raído tevinil que alguna vez alguien botó y que en su garita cobró segunda vida para la placidez de sus visitas, butaca que guardaba siempre frescas, grasosas manchas y abollones en recuerdo de cuantos llegaron a poner sobre él sus empampados glúteos, visitas que

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pretendían acortar el turno que creían aburrido para el vigilante, descono-ciendo que para él jamás lo fue, por el contrario, cada turno formaba parte de esos simples hechos que habían llegado a ser lo mejor y la razón de su vida. Cada día, esperaba ansioso la hora de entrada y cuando se acercaba la hora de ponerle fin a su escrutadora labor, cuando comenzaba a sentir el sinsabor del retiro, era embargado por una misteriosa pena, como esas que sentimos cuando van a terminar las vacaciones, pena que de tanto avanzar y quedarse silenciosamente en su interior, le hacía reconocer la importan-cia que tenía en su vida esa poderosa pasión. Sobre la hechiza mesa, refunfuñaba de tanto en tanto con su es-candaloso ringrineo, el vetusto y cuarentón teléfono negro, cómplice de cuanto mensaje entraba y salía y que atendía con solemnidad: “Pasaje Ossa, habla el vigilante ¿en que le que puedo servirle?”. El sucio mango, guardaba muestras de las muchas manos que le habían acariciado, apeteci-ble presa que sufría las lascivas miradas y las ansias de ser robada para ir a adornar la casa de uno de los tantos arqueólogos de corto plazo que mero-deaban buscando esas preciadas joyas salitreras. Todos ellos, sus pasivos y silentes compañeros, colaboradores asistentes de la delicada y copuchenta función que le competía ejercer, conformaban la pasión de su vida. Colgado de un clavo, ocultando con su rectangular presencia la iracunda y persistente lluvia de sílices que día y noche desde el molino re-cibía el empolvado muro, colgaba un cuadro con una hermosa y romántica imagen, cuyo texto rezaba: “Sutil encanto de las mariposas que vuelan felices sobre las amapolas… su cercanía recuerda el espacio entre tus la-bios y mis ansias” texto absolutamente ajeno a su pampina realidad: No conocía las amapolas y jamás había visto en vida una mariposa como la del cuadro, además no tenía, y nunca tuvo, una novia que mereciera ser

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propietaria de tan excitante deseo y que, además, mereciera el esfuerzo de estrechar espacios entre ansias y labios. Lo mejor de su trabajo, cuando más le gustaba cumplir con su avizoradora labor, ocurría durante los días de suple y pago, esos días que desde la mañana a la noche eran bellos, cuando todo el mundo llevaba en sus rostros una sonrisa y muy pocos cargaban alguna mueca que reflejara un saldo al rojo en la liquidación. Esos días que terminaban con buena par-te del solteraje borracho y los dueños de boliches soñando qué hacer con el dinero ganado, cuando el comercio complotaba invadiendo cada espacio del pampino campamento con necesidades inventadas y pagaderas a treinta o más días, mediante un batallón de vendedores que ofrecían, en la puerta de la casa, desde lechugas regadas con aguas servidas hasta lamparitas para el velador. Eran esos sus mejores días. Las mujeres de la ciudad llegaban has-ta la salitrera para vender a precio de minorista sus servicios al desesperado público mayorista, que incluso –dependiendo la performance de la mere-triz– hacían colas para descargar allí el torrente pasional acumulado por quince o más días. Sin duda se consideraba algo así como un jefe de aduana de ese transitado pasillo por el cual circulaban solteros, jóvenes, casados y viudos y hasta mujeres casadas con ganas de ser solteras, lucrativa vitrina para sementales ansiosos y carteras con dinero esperando cambiar de dueño mediante vibrantes y cadenciosos meneos pélvicos de placer. A él le correspondía, en su calidad de Ministro del Interior de aquel pasaje, revisar los carné de salud de todas aquellas féminas que acudían para ofrecer sus servicios de carcajadas a chistes malos y adulaciones con simulado placer. Cuando le correspondía cumplir con esta delicada función revisora, no escrita u obligada en su contrato de trabajo, cuando con celosa

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actitud verificaba si el carné contenía los timbres de salud que se exigían, asumía una manipulada y fingida actitud de autoridad y soberbia, posición que permitía exaltar su figura otorgándole una manifiesta aureola de poder, la cual acompañaba de un inventado y repetido discurso de exigencias. Con este consabido truco obligaba, especialmente a aquella dama que resultaba ser de su agrado, a ofrecer regalías y favores sexuales que facilitarán su ingreso hacia el interior. De esta singular forma lograba hacerse de caricias y frases de amor sin pagar peso alguno. Siempre comentó lo divertido que le resultaban las imaginativas formas que los jóvenes del campamento inventaban para ingresar al pasaje. Para muchos, el paso hacia su interior significaba enfrentar públicamente su primera experiencia sexual. Se agrupaban y organizaban para llegar has-ta alguna de las piezas –amablemente cedida por su ocupante a la dama de turno– y donde se incluía, además de la mujer, lavatorio y agua para lavar lo estrictamente necesario, y jamás para beberla, como le había ocurrido a más de alguno que, obedeciendo silencioso la instrucción de la dama que le señaló el agua y el lavatorio, procedió a beberla despertando la carca-jada de la mujer y de cuantos hacían fila afuera y oteaban por el hoyo que permitía la pintura raspada de la ventana, en espera de su turno para ser atendidos por ese minimarket de pasión disfrazada, oteando por el hoyo que permitía la pintura raspada de la ventana. El pasaje Ossa, donde se ubicaba su garita, tenía para los jóvenes del campamento una sibilina aureola. Ellos, carentes de la variada expe-riencia que permite la vida en la ciudad, sólo podían imaginar cuanto ocu-rría tras su portal de gruesa madera y sus altos muros, los que no dejaban espacio para ver siquiera una sombra. Todo esto, contribuía a aumentar la incipiente cartera de imágenes, acrecentada al escuchar los cuentos de algún joven mayor ya incorporado a las huestes de descastados, que hacían

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ostentación de su condición de hombre con experiencia en el cuerpo o más bien, bajo el cierre de su pantalón, despertándose en ellos las más podero-sas ansias de vulnerar la férrea voluntad y sagaz actitud del vigilante. Para traspasar la humana barrera, no había mentira capaz de evitar, por si sola, el deseo de arriesgarse al menos a decirla. Eran estos artilugios juveniles, las primeras formas de iniciarse en la senda de creativos y engañosos pre-textos, los que serían después empleados en fallar al trabajo o cuando, ya casados, se llegara tarde al hogar. “A dónde vas, mocoso e’ mierda…”, la más rápida y consabida respuesta era: “a buscar a mi padrino” o también “me mandaron de la pen-sión a dejar un recado”, formas recurrentes de intentar engañar al atento vigilante que, adivinando las ocultas intenciones del rapaz postulante a varón, se prestaba al diálogo enriqueciendo las dificultades que termina-rían haciendo sentir al joven, una vez conseguido el pase, más sabrosa la preciada presa de sus intentos. Dentro del pasaje, lo cierto es que la vida transcurría de modo singular: Cercanos a la garita y fuera de una sala con un televisor que muy pocos veían, un grupo de hombres se entretenía jugando dominó o cartas de naipe, acompañados de una o más mujeres de coloridos cabellos, con predilección por los tonos rojizos. Resultaba fácil identificar la dueña de un cuerpo dispuesto a negociarlo. Esta forma constituía quizá una singular ma-nera de identificarse públicamente, reconociendo mediante esa vistosidad capilar, su condición de mujer expuesta y dispuesta al amor, por chauchas más o chauchas menos. Más allá, sobre ese amorfo pasillo de tierra endu-recida a costa de persistentes gotas de agua salada y como anticipándose a las futuras concepciones del reciclaje, estos aventajados precursores de la re-ingeniería, fabricaban banquetas de cajones en desuso que instalaban a un costado de su pieza dormitorio, en los deslindes del endurecido pasillo,

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las que usaban, cada vez que volvían del trabajo, para sentarse a lavar sus pies dentro de enlozados lavatorios blancos con borde azul. Otros, para afeitarse colgaban en la rama de algún árbol o en la rejilla bizcocho que protegía la ventana, pequeños espejos con marcos metálicos, grandes pica-portes se juraban amor eterno con gruesas puertas, sobre ellos sellaban la unión candado y aldaba, de dimensiones tales que en metafórico mensaje, señalaban al pasajero transitorio que esa propiedad y los contenidos de su interior tenían dueño y que seguían teniéndolo cuando éste trabajaba o se hallaba ausente. El robo, entre los habitantes de ese transitorio pasaje de solteros, era una forma habitual y cariñosa de despedirse cuando el contra-to de trabajo cesaba y una forma de continuar presente, especialmente en el recuerdo del afectado, aún después de un tiempo, cuando los pasos del ladrón transitaban seguros por las calles de su pueblo de origen. Hombres y mujeres, en su tránsito del dormitorio al baño común, acostumbraban a pasear cubiertos sólo con una toalla. Las mujeres de co-brizos cabellos veían en esto una original forma de marketing gratuito para sus atributos, sin considerar lo agradable que resultaba para el espíritu an-dar en pelotas en esos acalorados parajes. A pesar de la evidente exhibición de presas, en el ambiente se percibía un especial y cauteloso sentido de respeto mutuo; nadie era agredido u ofendido con tallas alusivas a determi-nada imperfección, o perfección, física. Era la garita el centro y las orillas de su vida, allí estaba todo cuan-to conoció y amó, su mundo. No entendía su mente otra concepción de vida donde no estuvieran presentes los elementos que en ella encontró. Por eso, cuando se enteró por los forzosos comentarios de sus vecinos que el campamento cerraría y que todos tendrían que desalojar piezas y casas para partir a otro lugar, sintió que la muerte daba el primer golpe en la puerta que protegía el final del pasillo de su vida, la primera cuchillada

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que lograba penetrar lo más valioso de sí y de cuanto había construido, el puntapié inicial al cortejo de la despedida, la bandera que daba la partida a la rendición del su cuerpo ante la omnímoda muerte. Su abierta y honesta creencia en la humanidad no lograba enten-der que de arrebato, así de golpe y con toda la violencia que encierran los mensajes fúnebres, le quitaran toda su existencia que así, con violencia y sorpresa de un impacto imprevisto determinaran la durabilidad de su vida y la de sus raquíticos bienes, resolviendo trasladarlos del lugar que le acomodaba; asignarle otras funciones, otros horarios, otras gentes y otras costumbres. Acaso, ¿no era posible entender que toda su vida, que todo cuanto le conformó estaba allí y que era su derecho y privilegio personal la decisión de llegar a ponerle fin alguna vez? Quizá esperaba un final pro-gramado, que coincidiera con el final de su vida y no ahora, cuando aún no cumplía los cincuenta años de edad ¿Qué sería de todos aquellos vínculos desarrollados durante su rutinaria existencia?, los muros y el techo de su dormitorio, los sacos de arpillera en la entrada, enemigos acérrimos del tierral adherido a sus bototos y fieles compañeros del piso de tablas de su dormitorio; los cajones vacíos de explosivo que hacían de cómodas y ro-peros y que cada vez que abrían sus enormes bocas era para decir siempre lo mismo; las fotos de sus gráficas y quietas amantes extraídas del diario La Cuarta y pegadas con ordenada predilección a la pared, estáticas mu-jeres que incólumes, mantenían su eterna sonrisa y que fueron musas de sus silentes y masturbatorios momentos de solitario placer ¿Qué sería de todo eso?, del árbol que al costado de la ventana le brindaba ese minúsculo aroma a campo y reducida pero valiosa porción de sombra. Le regaba a diario, lavando amorosamente su tronco y hojas como quien baña a un hijo, logrando hacerle crecer saludable como el que más dentro del paisaje. Empezó a aterrarse ante la idea de abandonar su garita y todos

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esos artefactos que había llegado a conocer de forma tal que sabía, con una rápida mirada, cuánto había ocurrido durante su ausencia apenas entraba a la sala, del teléfono negro, preciada presa que al fin adornaría la casa de un fatídico coleccionista de objetos ajenos… Por eso, cuando empezó a enten-der lo que en verdad ocurría, no aceptó abandonar su preciado mundo. Se llenó de un sentimiento superior que le hacía llorar cada vez que pensaba que tendría que dejar todo aquello que había logrado hacerle sentir parte de un universo maravilloso. A sus cincuenta años no recordaba lo que todos por lo general recordamos: los juegos de la infancia, los grandes amigos, los primeros amores, pero sí recordaba todo lo vinculado a su garita y el pasaje que le cobijo desde que fuera trasladado de la mina a ese nuevo trabajo. Un día supe la razón de su traslado y que él nos había ocultado por años, avergonzado. Operaba por entonces en la mina, en su primera juventud y recién llegado a la pampa, una máquina de procedencia inglesa que tenía a un costado del volante y sobre el tablero principal, un colorido letrero con instrucciones también en inglés. Su jefe, para facilitar la labor de operaciones de la sofisticada máquina, decidió traducir el letrero al cas-tellano, cambiando los “ON” por “ENCENDIDO”, los “OFF” por “APA-GADO” y así, todo el letrero. Al instalarlo nuevamente sobre el tablero de la máquina, con sus textos en español, le comenta el jefe con soberbio orgullo, que ahora su función sería más fácil pues entendería lo que decían las instrucciones del fabricante, recibiendo como respuesta: “No importa, jefecito, si a mí me da lo mismo, no ve que yo no sé leer”. Nunca se supo si fueron las carcajadas de los demás trabajadores, la sorpresa de enterarse así que el trabajador a cargo de tan preciada máquina no sabía leer o la insólita e inesperada respuesta lo que más molestó al experimentado jefe minero, lo concreto es que se resolvió mandarle a aprender a leer a la es-cuela nocturna y trasladarlo a otra parte donde su analfabeta presencia no

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llegase a ocasionar una desgracia mayúscula. Así fue como le destinaron como vigilante a la garita del pasaje Ossa. Era lo mejor de su vida, por eso de la noche al día comenzó a sufrir la estocada que habían propinado. Todo su cuerpo se remeció por el tre-mendo sablazo que le golpeó violento, azotándole contra el muro que cer-caba su vida… rompiéndole, desmoronando todo lo construido. Sentirse mal fue tan usual como abandonarse al letargo. Dejó de comer, abandonó su cuerpo en lo más profundo del pozo del malestar, comenzó a morir de pena, pidió permiso con responsable respeto a sus amados bienes, miró hacia el cielo y luego besó en silencio la garita. Fuera de su pieza, posó sus manos en su arbóreo hijo y consultó si le daba el derecho a terminar con su dolor. Las albas paredes de la garita, que habían acumulado el calor por más de sesenta años, empezaron a enfriarse al igual que el techo y el suelo, los gigantescos árboles del pasillo de tierra salada opacaron su verde y hasta el sol ya no se sintió brillar igual. El hielo de la noche dejó de ser tal, el polvo que lucían con orgullo todos los cuadros, muros y ropas, ahora simulaban ser lágrimas en preámbulo funerario clamando un por qué y respondiéndole que su dolor era el de todos. Cuando su cuerpo y semblante indicaban visiblemente que se ha-llaba enfermo, sus conocidos moradores del pasaje, aquellos a los cuales diariamente había vigilado sus entradas y salidas, pidieron llevarlo hasta el hospital del campamento. Allí, después de un diagnóstico médico que sólo evaluó su condición física, se determinó alejarlo más de su universo querido trasladándolo a Tocopilla. Ahí terminó de morir, no alcanzó a ver de vuelta todos sus preciados objetos, ahora abandonados para ser cubier-tos por una manta de polvo procedente de los molinos y esperando la ola implacable de ripio que avanza rauda y poderosa. Nunca nos dijo adiós, se negó a ver destrozados sus sueños y todo cuanto era su vida, murió pensan-

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do que era sólo un berrinche o comentario mal intencionado que, se decía, asumía la empresa para castigar a sus trabajadores por votar por tal o cual candidato. Murió creyendo que todo sería como siempre fue. No volvió jamás a ver lo que quedó, no alcanzó a volver… Su intencionalmente debilitado cuerpo y su deseo de prolongar la felicidad lo impidió, no supo de la destrucción que atacó su rojo sillón de tevinil ni qué pasó con el vetusto teléfono negro, silente grabador de excusas, de frases de amor y citas; la silla, alba posadera que jamás le negó descanso, arrin-conada e inválida, quedó adornando con surrealismo un rincón de la que fue la sala de televisión. El polvo disperso y silente, en inquietos remolinos juega permanentes rondas de adiós. Su pieza, abierta a la soledad, espera ansiosa por la despedida que nunca llegará, acurrucando los muebles de cajones con empolvada protección. Algún día, un coleccionista de recuer-dos y de historias desconocidas, los retirará para terminar de despedazar su ahora abandonado reino, disgregándoles quién sabe por cuántas partes de nuestra circular humanidad. Sus pasos por esta vida quedaron pegados en esos mágicos momentos, los recuerdos de cuanto le tocó vivir quedaron para siempre, con la puerta y ventanas abiertas, dentro de su inconsolable garita.

SEGUNDA MENCION HONROSA“IMAGINACION”Alejandro Mamani

Alejandro Rachid Mamani Gasep, licenciado en química, nació en Calama el 20 de agosto de 1978. Como una

necesidad creativa practica la escritura hace dos años. Entre sus intereses cuenta la filosofía, historia del arte y la música, los cuales se ven reflejados en el presente

cuento. Imaginación parte de un homenaje al padre de la química moderna, Antoine-Laurent de Lavoisier, creador

de la Ley de conservación de la masa e injustamente condenado a la pena de muerte en 1794.

Actualmente reside en la ciudad de Antofagas-ta, en donde escribe su primera novela. Sus escritores

favoritos son: Thomas Mann, Yukio Mishima, Raymond Carver y Ernesto Sabato. La síntesis de su obra parte de

la premisa: «Escribe lo que te gustaría leer».

Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, Dios y héroe, aquel que creaba conociendo!

THOMAS MANN

Nueve años son insuficientes para razonar. Nueve míseros años no te alcanzan para dilucidar el amplio mapa de realidades que se extiende ante tus infantes ojos. Todo lo que puedas contar con tus dedos carece de la credibilidad que entrega la cantidad. Por esto, antes del decenio, antes aún de cumplir ese período que raya en la pubertad, tus emociones, tu pensamiento, tu existir, no es más que un tumulto de inseguridades que se protegen con esa aura fantasiosa de los sueños. De modo que, entre muchas otras cosas que me sucedieron en la infancia, hoy alejada y corrompida por el murmullo inestable de mis recuerdos, el primer mensaje que se avecina en ella, en esta memoria que me falla cual engranaje desgastado por un mecanismo corrompido por los años, es el siguiente: «La imaginación no se crea ni se destruye, sólo se transforma». Entonces: ¿de dónde proviene la imaginación?...***

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El calendario rasgaba los primeros días del verano de 1924, cada uno de ellos, intenso e ineludible como una irradiación de volcanes activos en un pueblo sitiado. En aquel tiempo era merecedor de toda clase de pa-ciencias y regalías propias de un hijo de la jefatura. Tomado de la mano de mi padre no tan sólo ostentaba lujos y vanidades, sino que era merecedor de una especie de pase gratuito a todas las localidades de la oficina. La gran mayoría me conocía, sabían de mí, de mi influencia aberrante que me permitía juzgar y jugar con todo y con todos sin premiar jamás una queja. Esta libertad fue la causa de grandes alegrías y desgracias propias de la elección y su consecuencia: «La libertad es la condena», expresaría un filósofo varias décadas después. Era de madrugada. Los pasajes de la Oficina Francisco Puelma na-cían empolvados y dolientes de noche. Acostumbrado a deambular desde temprano, salí del chalet en donde nos hospedábamos y emprendí el rumbo hacia las afueras. Ya había conocido el teatro, el edificio de la filarmónica y el de bienestar, los galpones industriales, incluyendo la casa de fuerza, las calderas y el taller de maestranza; el último lugar que me faltaba conocer era la botica. Allí descubrí al personaje que moldeó mi personalidad infrin-giendo en ella esa amalgama que broncearía por siempre mi semblante. El maquillador, el protagonista del retrato que decoró el reflejo de mis edades fue: Jeannot Gramín Notté, más conocido como el «virtuoso Jeannot», quí-mico y boticario. Es dificultoso precisar aquellas imágenes cuando le exiges a tu memoria desentrañarlas mediante la escritura; asimismo, en la mayoría de las oportunidades se falla cuando intentas trasmitir las sensaciones exactas que predominaron en el instante, más aún cuando la génesis que gatilla la historia es un acontecimiento que te duele con el tiempo. Actualmente

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sigo pensando que el destino me condujo hacía él y no cuestiono nada, la templanza de la vejez vigila el océano de mis letras de la misma manera que un capitán timonea su nave: el pulso, el vaivén y el rumor del oleaje adjetivarán los derroteros de mi imaginación hasta definir los recuerdos, ya que el uno sin el otro derivan: «Imagina y nunca olvidarás», decía mi amigo. Cuando llegué a la botica estaba cerrada por lo que decidí rodearla y encontrar una puerta opcional. Allí lo encontré, iba saliendo. Estaba ves-tido de manera poco convencional, sin embargo, lo que llamaba la atención en él era lo que llevaba consigo. Para los ojos de un niño cualquier objeto que emita más de un destello o un color extravagante se convierte inme-diatamente en una señal sensible. Eso me ocurrió en ese momento, toda mi curiosidad se desvió al matraz que llevaba en su mano derecha, era de un intenso color amarillo que absorbía y reflejaba los emergentes rayos del sol bañando sus pasos con un fulgor indescriptible. Antes de pensar lo que estaba haciendo, ya lo había seguido la mitad del camino que nos conducía al Laboratorio Secreto Lavoisier. El Laboratorio estaba oculto en el sótano de una bodega de reci-claje en el área industrial, abandonando el campamento. Cuando ingresó, esperé media hora afuera para entrar. Luego descendí guiándome por una tenue luz que se filtraba desde una claraboya en el techo. Al llegar al piso prácticamente no había luz, sólo se entreveía un destello que abanicaba una antorcha al final del túnel. Cuando encontré la puerta golpeé dos veces regulando el pulso de mis nudillos con mesura. Nada ocurrió. Después repetí el proceso impactando una piedra que rebotó en mi rodilla izquierda produciéndome un fuerte dolor. Finalmente, la puerta se abrió desplegando

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uno de los lugares más increíble que he visto en toda mi vida.

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Si uno pudiera elegir un recuerdo y transformarlo en presente, si existiera ese deseo de volver a vivir un momento en el espacio engañando al tiempo, elegiría volver allí; no obstante, cuando envejeces todo eso se hace sueño, en algunos casos pesadillas que nunca te abandonan refregán-dote tu senilidad… ¿Por qué no se cree en los ancianos? ¿Es de maniáticos querer utilizar nuestros últimos suspiros en aleccionar? Contradiciendo lo que muchos piensan, lo que entrega la vejez no son quejas y frustraciones, sino una fe renovada frente al instigo de la muerte que no pretende ame-drentar ni empalagar, más bien intenta sugerir por medio de la experiencia a que otros no recurran al ayer como último recurso para sentirse vivos. Pero, ¿cómo prescindir de aquellos recuerdos?... Tomaré prestada una de las últimas anotaciones del diario de Jeannot (que traduje al español) para responder a ésta pregunta:

La vaguedad del sueño debe infundir respeto, cuando ten-demos a creer sólo lo que ven nuestros ojos las ilusiones huyen de sus metas, tal como un maratonista ansia irrum-pir en su propia marca, el artista debe transgredir su rea-lidad por más que ésta escueza y le doblegue. La historia del arte no ha demostrado ser otra cosa más que una suma de adversidades frente a la eclosión del talento, que no

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siempre se unifica en una obra, sino que emerge desde su cultura representando una de las voluntades más básicas del hombre, la creación: vivir para el arte es morir gestan-do un largo sueño.

Lo que queda en el ocaso no es la familia, tampoco los bienes, sino la capacidad de admirar y alegrarse por ello. El laboratorio estaba iluminado por lámparas de queroseno ubi-cadas en los vértices y en el mesón central. Allí, un sinfín de tubos de en-sayo, destiladores, mecheros y matraces se mezclaban con ramas y flores que emitían agradables aromas. Muchos de los objetos que existían en el laboratorio escapaban a mi comprensión por lo que no los pude identificar, sólo sé que toda esa maraña concluía en las extensas investigaciones que ejecutaban para sintetizar y producir los insumos que necesitaban. Arriba de la puerta que daba al siguiente salón, encuadrado en madera lacada, destacaba el TRAITÉ ÉLEMÉNTAIRE DE CHIMIE

1 del químico francés Antoine Laurent de Lavoisier. Esta vez no golpeé, sólo abrí la puerta y me encontré con él; estaba pintando un retrato. Vestía un delantal blanco salpicado de manchas; en su cabeza, un singular sombrero de copa alargada y alas diminutas cubría su mayor vergüenza; sus ojos eran saltones, de cejas débiles y agrietadas; sus mejillas palidecían hacia los costados en donde sus orejas se separaban exorbitantemente de su diminuta cabeza; el mentón afilado concertaba con una nariz aguileña que evidenciaba rasgos de exótica proveniencia; medía cerca de metro noventa, encorvado y de extremidades enclenques; su edad debía promediarse en las cuatro décadas. Por increíble que parezca no de-tectó mi presencia de inmediato, sólo cuando le hablé reaccionó:

1 Tratado elemental de química.

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—¿Quién es usted? —le pregunté tímidamente sujetando la puerta. El salón era una mezcla de pinacoteca, biblioteca y conservato-rio. A los costados había cinco pupitres con sus respectivas sillas. En los últimos espacios de la galería, colindando con otra habitación se exhibían variados instrumentos musicales entre los que destacaba una guitarra, una mandolina, una flauta traversa y un xilófono. La habitación del fondo co-rrespondía a su dormitorio. —¿Qué haces acá? No te conozco, ¿cómo has llegado? —inquirió soltando sus herramientas y abalanzándose sobre mí. Me sujetó de los bra-zos y los apretó con fuerza. Sus ojos destellaban un aura amenazadora, en el tono de su voz distinguí un marcado acento francés. —¿Sabes lo que le pasa a los intrusos que ingresan aquí sin permiso?... ¡Los colgamos de ésas paredes hasta que se sequen!– sentenció apretando aún más mis brazos, su aliento bañaba mi rostro con un vaho desagradable. Estaba asustado, mi respiración se desbordaba y mi estomago se contraía de nervios. Traté de elucubrar algo, una respuesta satisfactoria; sin embargo me albergué en la misma premisa que exponía ante todos a la hora de justificar mis travesu-ras. —Mi papá es uno de los dueños de la compañía. ¡Suélteme o lo voy a acusar! —le amenacé. —¡J’en ai rien à foutre! 2 Tu papá puede ser el mismísimo presi-dente de la tierra y no entrarías aquí, sólo los miembros pueden ingresar. Así que lo mejor será acabar con esto de inmediato— dijo levantándose del suelo y soltando mis brazos. Al hacer esto, su sombrero se zafó de su cabe-za dispersando su calvicie y no pude evitar arrojar una sonrisa. —¿De qué te ríes? a ti te puede pasar lo mismo— advirtió tapándose ridículamente la cabeza con las palmas de sus manos.

2 Me importa un carajo.

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—¡Por favor no me haga daño, le prometo que no le diré a nadie lo que he visto acá!— rogué. Se agachó a recoger su sombrero y se lo calzó con rapidez, luego me observó, incrustando su mentón en el pecho, al instante sus despobla-das cejas se enarcaron y su mirada se ablandó. Aquella actitud circunspecta me relajó un poco, por lo que empecé a desplazarme entre los libreros hasta llegar al centro de la galería. En lo alto, muy alejado de mi vista había un letrero, traté de leerlo pero mis resultados fueron inútiles ya que estaba escrito a máquina. —¿Curieux? 3 Quieres saber lo que dice ése letrero ¿no?...— pre-guntó desde el otro extremo del salón con voz insidiosa. —Lo que ves arriba es el reglamento del Laboratorio Lavoisier, todo el que entra aquí debe cumplirlo o no lo dejamos salir. A continuación comenzó a sonar una melosa melodía proveniente de la flauta traversa. —Bueno, ¿y qué dice ahí? —añadí, buscándolo. Cuando lo encontré estaba al costado de su pieza y llevaba en la cabeza un gorro de bufón. Tenía la pierna derecha doblada a la altura de su rodilla izquierda e intentaba mantener el equilibrio a la vez que seguía tocando. Después se puso a danzar igual que el Flautista de Hamelín, yo lo seguía cojeando y apoyándolo con aplausos. Dimos dos vueltas por la galería y luego se detuvo dejando la flauta en la vitrina. —No tienes idea de la cantidad de ratas que pretendo llevarme de aquí una vez que afine la melodía— declaró enfadado. En seguida me tomó de la cintura y me llevó hasta el letrero en donde decía lo siguiente:REGLAMENTO DEL LABORATORIO LAVOISIER1. Para ingresar al laboratorio debes liberar tu imaginación.

3 ¿Curioso?

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2. Nadie podrá abandonar una sesión a menos que haya demostrado un avance en su obra y dejado limpio su lugar de trabajo.3. Si eres nuevo debes aportar un objeto que contribuya al bienestar de la comunidad.4. Está estrictamente prohibido venir acompañado o emitir comentarios que revelen la actividad o la posición del laboratorio: los integrantes nue-vos deberán ser evaluados.5. OBEDECER SIN NINGUNA OBJECIÓN LA SIGUIENTE LEY: La imaginación no se crea ni se destruye, sólo se transforma. —Mon petite monsieur 5 , ¿le queda claro ahora por qué no lo pue-do dejar salir o no?...— consultó después de bajarme. Al elevarse encorvó su cabeza y cruzó sus brazos mirándome fijamente. Desde mi posición pa-recía un gigante examinando a su presa dispuesto a dejarla correr para en-tretenerse en su caza. En seguida agregó —Bueno, ¿y tú qué sabes hacer? —La verdad, nada señor. Sólo soy un niño curioso— contesté avergonzado restregando la vista y el pie derecho en el piso. —Entonces no puedes salir, ya leíste el reglamento— aclaró sa-cando una silla de los pupitres y sentándose en ella con dificultad. —Pero, aunque suene pretencioso de mí parte, yo sé descubrir el talento en las personas. Para ello hay que obedecer a la conservación de la imaginación. Una ley diseñada por un colega en el siglo XVII (de otra forma, eso sí) y que hoy principia y gobierna todas las acciones de éste laboratorio expe-rimental; que, en honor y a modo de represalia en contra de la estupidez humana que le sesgó la vida. Hoy, humildemente lleva su apellido. Terminó de hablar enorgullecido y agitado, sus ojos venteaban los deseos de su alma con tanto ímpetu que era imposible no influenciarse en aquellas ensoñaciones que impactaban mi infantil ingenuidad.

5 Mi querido señor.

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—¡Dígame cuál es mi talento entonces!— exclamé, entrelazando mis dedos en forma de súplica. —Tranquille, petit 6 , a su tiempo maduran las brevas. Antes debes jurarme que jamás le dirás a nadie lo que has visto acá. Sobre todo a tu papá, que es más peligroso que la tuberculosis ¿Me lo juras? Asentí con la cabeza. —No. Para jurar debes decir: je le jure . —Je le jure 7 —repetí. —Bien, muy bien. Para empezar te enseñaré el lugar— dijo, levan-tándose. En seguida se sacó el gorro de bufón para después colocarse un sombrero que estaba sobre un estante. Éste era muy distinto al del principio ya que la copa concordaba en plenitud con las alas y su color negro mate le confería un aspecto sobrio pero deslucido. Cuando se lo puso bromeó —Me encantan los sombreros, al cambiármelos siento que me cambio de peinado. La exhibición comenzó por los óleos. En las telas predominaban naturalezas muertas junto a una serie de autorretratos con diferentes paisa-jes y motivos como fondo; también me enseñó pinturas vanguardistas que no entendí en lo absoluto. Más tarde declamó poemas de sus amigos y re-flexiones de su diario. Al final sacó dificultosamente (tomando el armazón con ambas manos) una máquina de escribir Remington situada debajo de la vitrina de los instrumentos musicales y la instaló sobre uno de los pupitres. Desenvainó una hoja de una resma que tenía en los compartimientos bajos del librero y la enhebró en el aparato. Se sentó, (incomodo, de nuevo) tam-borileó sus dedos en las rodillas y balanceó su cabeza en los hombros (al hacerlo se oyó un chasquido de su cuello). Al concluir ese ritual me propu-so, tal como si fuese un mago a punto de sacar un conejo de su sombrero, lo siguiente:

6 Tranquilo pequeño.7 Lo juro.

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—Dime el primer objeto que te venga a la mente. —¡Una piedra! —aventuré yo al sentir el dolor de mi rodilla. —¡Una pierre 8 para el señorito, todo se iniciará con una pierre! —vociferó imitando la actitud jovial de un presentador de circo. Dicho esto comenzó a escribir. La impoluta blancura del papel menguó en un par de minutos, sus dedos repiqueteaban las teclas a una ve-locidad asombrosa. Escribió un poema y lo tituló «Piedras». Lo sacó de la máquina y me lo entregó para leerlo (para ser consecuentes con la verdad, no entendí los versos, sólo con el pasar de los años les encontré un sentido y clasificación). —Bueno, ce poème est à toi 9 , te lo regalo. Ahora vamos a escu-char el sonido de una pierre—dijo y me instó a seguirle. Se detuvo en la vitrina de instrumentos y realizó otro ritual: hundió y restregó sus dedos índices en las orejas, luego los puso en sus sienes y cerró los ojos, sus párpados trepidaban como si fuesen telones impidiendo el avance de un tifón. Mientras se concentraba me di cuenta que tenía varios periódicos en el piso a modo de hemeroteca. Muchos ejemplares estaban separados y sus titulares subrayados, sobre todo los diarios El Industrial, El Mercurio y un semanario titulado La Semana. Éstos daban cuenta de los movimientos obreros e industriales en las oficinas aledañas en décadas pasadas. Más ac-tuales eran los titulares del diario El Abecé y La Opinión que contribuían a informar el movimiento nacional y extranjero haciendo hincapié en la cri-sis que se avecinaba para el oro blanco, y, en específico a la innovación del nuevo sistema modificado Shanks con que hacía gala la recién inaugurada Oficina Chacabuco. También conservaba cartas y postales con matasellos extranjeros y nacionales, éstos en su mayoría provenían de Santiago. Sólo

8 Piedra.9 El poema es tuyo.

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alcancé a leer un remitente, era el pintor César Soto Moraga. —Ya sé qué voy a utilizar, a pesar de que me falta un piano y otros instrumentos: haré lo que se pueda con lo que se tiene—. Ofreció para ini-ciar su espectáculo. Comenzó tocando la guitarra, luego la mandolina y finalmente el xilófono. Era una melodía contagiosa, que progresaba en volumen y so-nidos de instrumento en instrumento hasta lograr una breve composición sinfónica. Una vez que terminó me puse a aplaudir. Él me miraba elaborando bufonescas reverencias sin quitarse el sombrero. Estaba agitado pero muy alegre, le costaba hablar y me hizo señas para que lo esperara un momento mientras iba a su habitación. Unos minutos más tarde apareció con un som-brero de paja que tenía envuelta una cinta roja en la copa, además de un vaso con agua turbia en donde se enjuagaban varios pinceles y una tela de más o menos 70 x 90 centímetros. Posteriormente se fue al lugar en donde lo vi por primera vez y la encajó en un atril. —Ve al Laboratoire 10 y tráeme el rojo carmesí —ordenó— mien-tras yo bosquejo en mi cabeza el retrato. Como no sabía en dónde estaban las pinturas tuve que buscarlas en tres estantes: en el primero había diversas soluciones separadas meticu-losamente; en el segundo, material de vidrio y sales diversas; en el tercero, como producto final se albergaban las pinturas en una especie de tubos dentífricos en cuyo lomo aparecía el color que contenían. Cuando encontré el rojo carmesí y volví a entregárselo ya había comenzado a pintar, por lo que me perdí su ritual previo. —Ahora te mostraré cómo se ve no una, sino muchas piedras—se jactó.

10 Laboratorio.

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De todo lo que me enseñó aquel día lo único que había visto con anterioridad era a un pintor. Mi padre era aficionado a la pintura. Por eso pensaba que no me iba a sorprender lo que hiciese y de hecho fue así, ya que no entendía lo que estaba haciendo. A diferencia de cuando veía a mi padre retratando sus inútiles obsesiones con largas y finas pinceladas, respetando la tela como si fuese un devoto ante una imagen sagrada. Con Jeannot todo era distinto: en su pinacoteca se profanaba totalmente la rea-lidad. Para empezar me dijo: «aquí está la primera y diminuta pierre». E hizo un pequeño punto gris en la tela con un pincel de cerdas muy finas en un toque que apenas percibí, posteriormente multiplicó el movimiento in-tegrando más tonalidades. Yo me alejaba y acercaba con el fin de distinguir alguna imagen, sin embargo era imposible adivinar un ápice que delatara su objetivo. En su paleta de colores predominaba el blanco con el amarillo y sus posibles combinaciones; el rojo carmesí que le entregué quedó unta-do en el vértice opuesto a un azul de Prusia que permanecía intacto. —Bien, c’est fini pour aujourd’hui 11. Supongo que debes tener hambre y quieres ir a merendar tu opíparo almuerzo a tu mansión— se burló sin desviar la cabeza de la tela. —Si gustas, puedes venir mañana y te mostraré el resultado…. —¡Pero no me ha dicho cuál es mi talento!— le regañé tirando su delantal. —Tranquilo mozalbete, la paciencia es la madre de la ciencia. Pri-mero debemos evaluarte y votar para tu ingreso. Éste lugar es muy impor-tante para muchas personas y ante todo, yo me debo a ellas. Si el día de mañana aparece alguien equivocado estamos perdidos, mort ou vif 12 nos enterrarán aquí. Vuelve mañana y recuerda el reglamento. Por sobre todo

11 Es todo por hoy.12 Muerto o vivo.

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reflexiona la ley, hoy te he enseñado cómo funciona. —No me ha dicho su nombre —le dije mientras me acompañaba a la salida. —Aquí los nombres no importan, lo único que interesa es el arte y la ciencia. Pero si nos quieres distinguir, inventa seudónimos— terminó de decir, cerrando la compuerta. Todo era demasiado distinto afuera. Afuera no había fantasía, sólo realidad: Afuera estaba mi padre.

***

Desierto ¿Qué entiendo por desierto?... Cuando era niño y estaba rodeado de lujos absurdos en el viejo continente pensaba que desierto significaba INERTE. En “mi condi-ción”, atribuía la inhóspita soledad de la tierra, la adver-sidad del clima, a esa palabra: inerte.Hoy, que vivo aquí (en una nueva oficina llamada Carmen Alto) y mi infancia ha traspasado la frontera del recuerdo, pienso que la palabra inerte ha permutado a INJUSTO; no obstante, hay una vía que une a ambos adjetivos, inclusive los podría homologar haciendo una breve relación: iner-te significa sin movimiento e injusto sin justicia; luego, la justicia es la virtud del equilibrio y el equilibrio se alcan-za cuando cesa o se estabiliza el movimiento de fuerzas opuestas. Todo este galimatías puede parecer inútil (y en esencia así lo es) para quien no haya trabajado en el DE-SIERTO DE ATACAMA. Ya que es evidente que aquí, la

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inercia y la injusticia son las que mantienen la aridez que le caracteriza. Por ejemplo: En un lado está la despiadada ambición del extranjero que no se mueve con nada y por el otro las tropelías del gobierno que camina a ciegas exten-diendo su mano. Ambas sendas convergen y se dispersan a conveniencia para desestabilizar a la única fuerza oposi-tora: El pampino.Debo aliviar el dolor y la monotonía de estos seres huma-nos, debo demostrar que no todos los extranjeros venimos a invadir y usurpar. Debo ayudarlos, idear un equilibrio, alejarlos temporalmente de su realidad.Equilibrio. Equilibrio. Equilibrio.

Primera nota (traducida del francés) del diario de Jeannot corres-pondiente al 18 de febrero de 1908. Llegué al campamento pasado el mediodía. En las calles, el cenit solar abrazaba las intimidades de los cuerpos invitándolos a atrapar las esquivas sombras aportadas por maderos y calaminas que sobresalían a modo de cornisas desde las casas. Algunos obreros ingresaban apurados llamando a viva voz a sus esposas para almorzar; mientras que otros se daban un tiempo para estar con sus hijos en el frontis a la espera de que se iniciara el horario de almuerzo en la fonda. Mientras pasaba por allí era imposible no incomodarse cuando se volteaban a mirarme con aversión poco disimulada. Esa sensación era persistente cada vez que visitábamos una oficina con mi familia, no podía pasar desapercibido, naturalmente por mi fisonomía, pero por sobre todo por la actitud de mi padre. Él era ingeniero e inspector operacional. Su función era verificar

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que la mano de obra y las maquinarias funcionaran a la perfección. Esto lo lograba ya sea reparando o ideando dispositivos tecnológicos de bajo consumo energético y amplia capacidad productiva (que consecuentemen-te disminuían la masa proletaria) En un principio logró aumentar la pro-ducción en varios puntos estratégicos para la compañía; sin embargo, la visita que nos atañía en ésa oportunidad era verificar la puesta en marcha de las nuevas transformaciones concernientes a la sección de fundición y calderería (con el aumento de cachuchos), así como la incorporación de nuevos tornos mecánicos, grúas y bombas centrifugas. Todo esto lo hacía en compañía de un adusto alemán cuyo nombre no recuerdo. Aún hoy me duele y avergüenza describir la actitud de mi padre. Quizás en aquella oportunidad, en que la oficina estaba parcialmente des-poblada debido a la remodelación de las faenas. El personal, que en su mayoría laboraba en la maestranza, estuvo ajeno o poco vinculado a su despótica e inconsciente tiranía. No obstante, su fama era ampliamente reconocida en el Cantón Central debido a sus desmedidas y humillantes demostraciones de poder que él denominaba simplemente: «incentivo la-boral». Recuerdo con claridad la primera vez que lo acompañé a una ins-pección de terreno en la Oficina Aconcagua, fuimos al sector en donde trabajaban los derripiadores. Su oficio era uno de los más extenuantes de la pampa. Trabajaban con el torso desnudo y una pala desgastada acarreando un barro hirviente que se depositaba en el fondo de unos contenedores llamados cachuchos. Su musculatura y coordinación era lo único que les impedía no caer vencidos al finalizar el turno. A ése lugar me llevó para demostrar que «siempre se puede exigir más de un asalariado», para en-tender que «siempre existe una manera de sacarles más provecho y aumen-

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tar la producción», para refregar en mis ingenuos ojos toda la realidad que debía filtrarse en mi memoria para ser como él. Para insensibilizarme e imitarlo, para ser inhumano… para teñir por siempre mi infancia con una mácula imborrable. Aquella mañana llegamos a la entrada y me detuvo haciendo una señal de alto con su mano derecha, en seguida ingresó a la faena sacando su libreta y su reloj de bolsillo para posteriormente adentrarse a la con-fusión de pasillos, columnas y empalmes de morfología imposible. De-terminó rápidamente los tiempos de fondada de cada cachucho en base a sus consabidos cálculos que comprobaba con rigurosidad cada vez que podía. Examinó al personal y posteriormente me llamó y me dijo con tono vengativo: «te voy a enseñar a adiestrar a éstos imbéciles». Yo no quería entrar pero lo tuve que seguir ya que me amenazó. En lo alto, una cinta ele-vaba los cachuchos hasta la techumbre esférica y vidriosa del galpón que los iluminaba como si fuesen buques traspasando una nube gelatinosa. A medida que nos acercábamos la temperatura aumentaba exponencialmente tornando el ambiente irrespirable. Al llegar se anunció entre el vapor y me dejó a un costado guiñándome un ojo, después se cruzó de brazos y con-tinuó observándolos. Indudablemente nuestra presencia los amedrentó y se pusieron nerviosos. Cuando llegó el siguiente cachucho proveniente de la fondada el calor era sofocante, la camisa de mi padre estaba empapada y el pelo húmedo se le pegaba en la frente que adquiría una extraña mi-metización en su piel albina. Los obreros ingresaron a palear los desechos mientras él se desabotonaba la camisa. En el suelo había una pala rectan-gular con el mango quebrado junto a largos fierros, una carretilla y varias botellas con agua. Tomó la pala y llamó a uno de ellos. Lo miró de pies a cabeza con ademán repulsivo y le dijo que se sacara los calamorros. El

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pecho y su rostro exhibían amplias cicatrices de quemaduras confiriéndole un aspecto turbador. El hombre lo miraba desconcertado cuando se ponía sus calamorros y luego envolvía sus piernas con callapo. Cuando se instaló en su puesto, con la pala empuñada en sus manos como si fuera una exten-sión de ellos, su silueta se distinguía claramente en contraste con la de los otros que le dirigían su atención esperando instrucciones. No tardó mucho tiempo en hablarles. —¡Qué están mirando, a trabajar…! —les gritó haciendo gala de su poderoso acento inglés que sacaba a relucir siempre con el mismo ob-jetivo: demostrar su superioridad. El hombre caminaba descalzo escogiendo el suelo mientras sus compañeros paleaban los escombros a una velocidad que igualara a la de mi padre. Desde mi distancia alcanzaba a percibir como se tensaban sus músculos y se flexionaban sus espaldas en cada duplicación del procedi-miento consabido. Yo no podía entender por qué hacia eso, quizás en ése momento pensaba que era para enseñarles, inclusive, ilusamente pensaba que era para ayudarlos. Permaneció con ellos cerca de media hora sin decir ninguna palabra, sólo paleaba y paleaba impulsándose con sus caderas para penetrar con mayor profundidad en el sólido y así acarrear mayor cantidad de material. Cuando terminaron, se vistió y les dijo a todos que lo acompa-ñaran afuera. Salimos. El exterior era refrescante, nuestro sudor se secó con ra-pidez. Ellos tomaban agua mientras mi padre sacaba su libreta y les pedía sus nombres. Cuando le tocó el turno al hombre de las cicatrices le pre-guntó qué le había pasado, si había sufrido un accidente trabajando. Él le contestó que no y le dijo que años atrás se había incendiado su casa cuando trabajaba en la Oficina Sargento Aldea. Que rescatando a su familia y los

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escasos bienes que poseía casi muere devorado por las llamas. Esta argu-mentación no concientizó su decisión y le dijo que no servía para el traba-jo, que era muy lento y retrasaba a los demás por lo que estaba despedido. A continuación comenzó a criticarlos. —Ustedes trabajan demasiado lento ocasionando pérdidas para la compañía. El tiempo es oro aquí…— confirmó apuntando con el dedo ín-dice el suelo. —Voy a tener que tomar medidas… —Con todo respeto don…—le interrumpió uno de ellos. —No-sotros trabajamos lo más rápido que podemos. Es injusto que nos venga a amenazar y a… —¡En primer lugar no me interrumpa!— sentenció alzando la voz y acercándose a él hasta quedar en frente suyo. El hombre clavó sus ojos en los suyos a la espera de que continuase en una actitud desafiante. Mi padre, ignorándolo prosiguió y le gritó más fuerte. —¡En segundo lugar aquí mando yo y ustedes son una tropa de idiotas que no sirven ni para tirar pala! —¿Me puede decir en qué se basa para decir eso?— le preguntó el hombre, levantando su mentón. Su hostilidad era evidente, al ver sus manos pude ver como sus puños se contraían enclaustrando la furia y la impotencia. El cáliz de la injusticia que cometió al despedir a su amigo era común para todos pero parecía concentrarse en él. —Me baso en que cuando estuve con ustedes nos demoramos la mitad del tiempo que cuando trabajan solos— argumentó leyendo su libre-ta. —¿No cree que usted que eso sea un motivo suficiente?... —Es muy distinto venir a tirar pala media hora a estar aquí todo el día… ¿Acaso cree que somos máquinas? —¡Si no le gusta se va!... No, mejor ándate con tu amigo. Yo ne-

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cesito gente con ganas de trabajar, no insolentes que me vengan a cuestio-nar— vociferó. Luego se dirigió a los otros y les insinuó —Y ustedes, ¿qué esperan?... Quieren unirse a los cesantes… ¡A trabajar! Nueve años son insuficientes para razonar pero no para sentir. Afortunadamente, gran parte de las emociones son renunciables en la me-moria, las restantes las invocamos en soledad, al igual que un actor de tea-tro a quien le está prohibido decir sus emociones, nosotros las revelamos en una colección de imágenes que exhibimos en la clandestina galería de nuestro arrepentimiento. La condición humana está hecha para eso porque la mayoría de las decisiones que nos conciben son irrenunciables: Toda elección es una pérdida. Por eso, muchas veces nos preguntamos, ¿qué hu-biese pasado si…? Y, en la mayoría de las oportunidades el origen de éste cuestionamiento es una contrición. Siempre me he arrepentido de no haber sido más valiente u oportuno en el momento preciso. Para mí la precisión se acababa en su filosa mirada, en sus puños envueltos en inmunidad y odio, en su liderato mentado en la arrogancia y deshonestidad.UNO DE LOS MOTIVOS QUE ME IMPULSA A TERMINAR ESTA HISTORIA ES UNA PROFUNDA CULPA Y VERGÜENZA AJENA QUE SE HIZO PROPIA CON EL TIEMPO. Todavía recuerdo lo que sentí esa lejana mañana. La mirada triun-fal de mi padre adosándose en las espaldas de los obreros que reingresaban cabizbajos a la faena. Los dos hombres despedidos recogiendo sus per-tenencias que me observaban con rencor y repugnancia. Sentía pena por ellos, sentía vergüenza por mi padre, sentía lástima por mí… ¿Qué puedo decir hoy? ¿Cómo puedo explicar lo inexplicable? ¿Era tan difícil para él hacer las cosas de otro modo? ¿Por qué siempre se comportaba como un crítico idiota?... ¿Acaso sabe más el crítico porque escribe una reseña que

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el escritor que envejece hilvanando cada palabra? ¿Sabe más porque dibu-ja una manzana que el pintor que deja en el lienzo una imagen que vivirá más que los dos? ¿Sabe más porque toca una campana al compositor que transfigura las notas en sinfónicas emociones? ¿Sabía mi padre criticar con fundamento cuando esos hombres morían con cada palada sólo porque es-tuvo media hora con ellos? ¡No! Criticar es muy fácil cuando estás al otro lado de la tormenta. La lástima que sentía por mí era justificada por la vergüenza de ser el hijo de un idiota ¿Dónde puede buscar un niño la imagen que forjará su desarrollo cuando levanta la vista y ve a un hombre así? La tendencia natural es buscar otros espejos que desvelen los principios que deberán permanecer por siempre despiertos en su interior. Evidentemente, ese espejo para mí, era Jeannot.

***

¡Cuán contradictorio puede llegar a ser el pensamiento frente a la infinidad del sueño! ¿Acaso son más creíbles los de un anciano erudito que los de un niño inculto?, ¿se dife-rencian cuando el cuerpo se convierte en un inútil depósito que descansa realidades?… ¿Sueña mejor el que vive más —y sabe, aunque no es una regla—? O, dicho de otra for-ma: ¿atribuye el conocimiento algún grado de credibilidad a toda esa oquedad en donde se suspende la conciencia?:El sueño anula la realidad con imaginación, pero el des-pertar no anula la imaginación con realidad: la imagina-ción es una constante.

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Según este aforismo, existirá siempre una forma para es-capar de la realidad… Mi misión será descubrirla y com-partirla.

Otra de las anotaciones del diario de Jeannot correspondientes al 23 de marzo de 1910. La mañana siguiente me levanté más temprano. Huelga decir que pasé toda la noche analizando la ley de conservación de la imaginación sin encontrarle ningún sentido; por otro lado, ya había elegido el objeto que aportaría a la comunidad del Laboratorio Lavoisier. Lo saqué a mediano-che, cuando todos dormían. Después busqué una carretilla en el patio y lo dejé allí cubierto por una manta y me fui a dormir un poco. Como aún no amanecía me costó encontrar el camino y me perdí varias veces, además de que mi avance era muy lento debido a que la carga que trasportaba era relativamente pesada; inclusive, al bajar la cuesta del campamento (pues estaba segregado por una cota) casi me caigo con carretilla y todo al tratar de retenerla. Al llegar a la bodega levanté la compuerta y bajé por el pasillo dejando mi regalo arriba. La puerta del laboratorio estaba entreabierta. Esta vez Jeannot no estaba solo. En el laboratorio había un hom-bre canoso de mediana estatura agitando un par de matraces. Me detuvo y llamó a viva voz a los demás. Entraron rápidamente cuatro personas desde la galería pegando un portazo que hizo temblar el estante de los reactivos. Eran tres hombres y una mujer; entre ellos había un adolescente que soste-nía en su mano una novela de Charles Dickens que me observó con curio-sidad, los otros dos me identificaron de inmediato analizándome de pies a cabeza a la vez que emitían comentarios entre ellos. La mujer (de avanzada edad) tenía un aspecto bondadoso y no se turbó en lo más mínimo, al con-

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trario, se acercó a mí y me acarició el pelo. Posteriormente, el que estaba agitando los matraces fue a despertar a Jeannot. Apareció a los cinco minutos, visiblemente agotado y molesto. Llevaba un singular pijama multicolor coronado por una gorra de lana de alpaca. No se tomó el tiempo para saludarme, sólo nos indicó que nos reuniésemos en la galería para efectuar la votación. Nos formamos reali-zando un semicírculo a su alrededor. Atrás de él, vi difusamente la pintura que había iniciado el día anterior: parecía estar terminada. Tras una larga disputa la votación fue favorable, obtuve cuatro de los seis votos. Después le dije al adolescente que me acompañara a buscar el regalo que les había traído: era un gramófono portátil. Mi abuelo paterno me lo había regalado cuando cumplí los ocho años en Santiago. Sólo pude llevar un disco que contenía la sonata para piano N° 14 en do menor opus 27/2 de Beethoven, que mi amigo instaló en el disco posando la aguja del brazo con sutileza. Al instante el sonido se expandió desde el amplificador tiñendo la galería con el matiz invisible de la música. Jeannot volvió a dormir y los demás se reincorporaron a sus res-pectivas tareas: el adolescente que le gustaba que le dijesen Oliver leía con fruición su novela sentado en uno de los pupitres; al lado, la señora que se presentó con el seudónimo de Jane Austen corregía y contaba las silabas de un poema de amor titulado «Soledad en Compañía»; los otros dos hom-bres (que fallaron en mi contra en la votación) discutían sobre cómo y cuál pincel utilizar para lograr determinada perspectiva, qué color utilizar para matizar con mayor profundidad el fondo, si debían estructurar el cuadro con más o menos objetos decorativos… en fin, un conjunto de sandeces para disimular sus inseguridades; en tanto que el químico (apodado Ceferino) irrumpía cada cierto tiempo para compartir un café con la señora Jane.

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Toda esa mañana la pasé observándolos y buscando una utilidad para mi curiosidad. Jeannot despertó al mediodía y me enseñó la pintura que había iniciado el día anterior, en efecto estaba terminada, se titulaba: «Creación». Le dije que no la entendía. —Cualquier cosa se ve estúpida en los ojos equivocados. No bus-ques una imagen, siempre debes entender que es la memoria la que funcio-na con imágenes. Si quisiera pintar la realidad tal como es, mejor saco una fotografía. El artista debe retratar la realidad eludiendo al orbe. Dejando que su impresión se talle en la obra no con una primera y última visualiza-ción que olvidaras a la mañana siguiente, sino con la incesante búsqueda del sentimiento primigenio que le inspiró para que te preguntes cada vez que la veas «¿qué quiso decir?»: Si la obra es realmente buena, no lo des-cubrirás nunca— argumentó, defendiendo su pintura. —¿¡Qué!? —No entendía absolutamente nada de lo que decía. Los otros dos pintores se acercaron a calibrar sus miradas en el retrato. —Se refiere a la imaginación muchacho… ¿No es verdad, maes-tro? —preguntó uno de ellos que le gustaba que le dijeran Cézanne. —En efecto. Ça dépend de quel point de vue on se place 13: así debe ser la imaginación. No creen ustedes que es maravilloso que exista sólo una palabra para describir todo lo que puede hacer la mente sin mover el cuerpo… Dime hijo, ¿qué hubiese pasado si en vez de decirme una pie-rre me hubieras dicho vent 14? —Me preguntó con voz dulce. —Ufff, le está enseñando la ley. Pasaría…— adivinó el otro pintor cuyo apodo era Manet. —¡Silencio! Quiero que él conteste —le calló Jeannot. De cerca el retrato parecía un puñado de luciérnagas liberadas

13 Depende del punto de vista del que lo mires.14 Viento.

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en un túnel. Me alejé unos metros para dilucidar el motivo. Lo que en un inicio supuse como luciérnagas, de lejos se transformó en una infinidad de haces de luz emergiendo desde una ventana en un lóbrego cuarto. Abajo había un bufón abatido; sentado miraba un papel arrugado entre sus pies. A su costado estaba una llave y una pluma estilográfica. Atrás suyo colgaba desde el techo una jaula con la puerta abierta en donde emprendía el vuelo una paloma. —Hubiese sido lo mismo —contesté dubitativo. Jeannot no corroboró ni desacreditó mi respuesta. Cézanne y Mo-net me miraron asombrados y posteriormente se dirigieron al laboratorio. Al preguntarle cuál era mi talento, él simplemente contestó: obser-var. El verano de 1924 fue el mejor de mi vida. Conocí a muchos per-sonajes inolvidables que visitaron el Laboratorio Lavoisier en busca de consuelo y escape de su realidad. Con ellos descubrí el respeto a la perse-verancia, la sencillez de la rutina y la fortaleza de la humildad. Conocí otra virtud de los pampinos: su capacidad para crear. Volví a visitarlos cada verano hasta que cumplí los catorce años. Crecí con ellos. Descubrí sus sueños e ilusiones que se materializaban en facciosas pinceladas, en sinfonías inconclusas acabadas en oídos ajenos, en cada instante en que empuñaban su lápiz contra un papel que en cierta me-dida debía de ser yo. La ley, la conservación de la imaginación, su premisa en contra del olvido del tiempo que como una metáfora incomprendida vo-laba hacia el olvido retornaba en centenares de fénix que atacaban la razón ¿Olvidamos lo que somos cuando negamos el pasado?... Sí. Pero el pasado no relega, se tatúa en nuestro rostro, cicatriza la memoria, inmortaliza vo-luntades. No importa que hoy sólo queden ruinas ya que nosotros mismos

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seremos ruinas, osamentas que se absorberán en la tierra y la nutrirán de pasado. Caminamos sobre nosotros, levantamos árboles de recuerdos que maduran frutos para el niño que fuimos. El niño que se perdió en el espejo y querrá siempre imaginar, palpar los juguetes de su infancia, morder los frutos que sembró, escupir las semillas para su linaje ¿Lloverá? ¡Sí, lloverá la nostalgia en cada anciano que coseche la palabra intransigente!, que es firme en sus recuerdos envuelto en un cuerpo consumido. El tiempo es infinito al igual que sus sueños, sin memoria, sólo queda de ellos lo que al hombre queda del hombre: la creación. Esto es lo que trataba de expli-carme mi amigo, todo es un ciclo, nada se olvida. Olvidar es desconocer lo que nos hace gente, personas enclaustradas en un mundo que no es más humano que lo humano que debe ser imaginar. Imagina y nunca olvidarás. Imagina y conserva al mundo.

***

He estudiado constantemente. La química orgánica es más compleja de lo que pensaba, sin embargo las reacciones de síntesis parecen dar resultado. […] Ya encontré el lugar en donde construiré el laboratorio, su diseño está terminado. Mis influencias me permitirán adquirir los insumos que ne-cesito en Antofagasta para iniciar su construcción. …Las investigaciones han progresado, he logrado sinteti-zar variados oleos. Sólo falta que lleguen los reactivos y el material de vidrio que necesito para producirlos: tuve que encargarlos a Santiago. ...Aún espero la encomienda desde Francia: echo de menos

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mis libros y mi máquina de escribir.…Estoy convencido de que puedo ayudar a estas personas. He encontrado un gran aliado: Ceferino. Su disposición y voluntad no tienen parangón en esta pampa (me ha ayuda-do mucho con el idioma español). Juntos hemos ampliado el laboratorio: quiero usar ésa sala como galería.…Ha llegado nuestro primer miembro. Lo hemos cele-brado con una botella de champán que ha llegado en mi encomienda. Mi hermana me regaló un óleo de un pintor llamado Paul Gauguin, su frescura y originalidad me ha fascinado. Quizás traduzca algunos poemas de Charles Baudelaire en mi amada máquina.

Notas correspondientes al diario de Jeannot entre los años 1912 y 1918. Ayer cumplí los 75 años. A pesar de lo que dice mi señora sé que será el último, la he escuchado hablar con el doctor a mis espaldas. Estoy enfermo, postrado en ésta cama que me inunda con recuerdos ¡Que inclasificable es la memoria, tan tardía y puntual, tan educada e inculta, tan impredecible! A medida que leo las anotaciones de mi amigo (con su prosa metódica, combinando la simbología y los aforismos como si de elementos químicos se tratase) las verdades llegan a mí con total lucidez. Salvo éste cuaderno que palpita en mis manos y el breve testimonio que transcribo en éstas hojas, hoy no queda nada más. La voz de Jeannot y la de mis amigos se apagaron en aquella primavera de 1929, cuando mi padre descubrió el laboratorio. Llegamos a Antofagasta en octubre. Las calles estaban atestadas de obreros cesantes que emigraban de oficina en oficina o simplemente se

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devolvían al sur. Recuerdo que había una manifestación en la calle Prat en donde se exhibían pancartas en contra del gobierno alusivas al arribo de nuevos enganchados. La situación era caótica en la zona, la incertidumbre de los desempleados había comenzado a fraguar un estigma en contra del futuro del salitre y su desigual competitividad en el mercado internacional. Que, a pesar de los infructuosos intentos de la prensa por elogiar el nuevo método de elaboración Guggenheim instaurado en la Oficina María Elena (antes llamada Coya Norte) no calmaban los ánimos ni disminuían la des-confianza. Nos dirigimos inmediatamente a la Oficina, mi padre iba condu-ciendo con orgullo su Ford T. En aquella oportunidad sólo viajé yo, mi ma-dre se había quedado en Santiago. El objetivo de su visita era claro: recupe-rar toda la maquinaria que se pudiera vender o reutilizar antes de cerrar la oficina; despedir a la mayor cantidad de obreros sin alterar la producción. La crisis salitrera estaba en su mayor apogeo, las ventas habían dejado de ser redituables hace mucho tiempo y era hora de emigrar del país. Quería regresar a Norteamérica a final del año, nos lo había dicho varios meses atrás. Yo no me quería ir sin antes despedirme de ellos y por eso le acompa-ñé. Les debía todo, el adolescente en que me había convertido era el fruto de sus enseñanzas, un niño que creció deseando ser como ellos ignorando a un padre egoísta y manipulador, a un villano que le avergonzaba y odiaba en secreto. El laboratorio estaba muy cambiado desde mi primera visita. Año tras año los miembros (que en ese año superaban la veintena) lo habían ido adaptando a sus necesidades científicas y artísticas. Instalaron luz artificial colgándose directamente de la casa de fuerza. Remodelaron el laboratorio adquiriendo placas calefactoras, un destilador de agua y una campana de

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extracción que construyeron especialmente para manipular los reactivos tóxicos. En la galería los instrumentos musicales se habían diversificado, destacaba una serie de campanas tubulares y un arpa; la biblioteca era mu-cho más variada, abundaban los libros de filosofía y ciencias básicas, ade-más de una multitud de ensayos y compendios de poesía extranjera. La pinacoteca, más vasta que antes, evidenciaba que no tan sólo habían adqui-rido técnicas impresionistas sino que mucha de sus obras empezaban a ra-yar netamente en el modernismo. Constantemente recibían material desde Francia en donde se instruían en las últimas pinceladas vanguardistas, ade-más de recibir filosofía del primer corte existencialista a cargo del danés Søren Kierkegaard, que traducían y estudiaban en grupo. Con el pasar de los años incluso habían recibido con honor a variadas personalidades del medio artístico regional. Uno de ellos fue el pintor César Soto Moraga que los visitó en dos ocasiones quedando maravillado ante el talento y el coraje de sus interpretaciones. Organizaron tertulias poéticas, el próximo mes los visitaría un soñador e inquieto joven que se topó con Jeannot en una de las oficinas mientras él pernoctaba para empamparse y sentir en carne viva el fulgor de la pampa. Ese joven que años después se convertiría en uno de los más grandes escritores del norte: Andrés Sabella, que —comentaba Jeannot— había quedado fascinado al oír la poesía simbolista de Charles Baudelaire que le regaló, entregándole él un saquito que contenía salitre. La primera semana mi padre despidió con agrado a cincuenta obreros haciendo uso de sus conocidas técnicas clasistas y crueles que al paso, encontró a muchos subordinados. Debido a esto, la semana siguiente continuó su tarea acompañado de tres hombres robustos que le protegían a modo de guardaespaldas. Otros obreros simplemente se dieron el gusto (bien merecido) de insultarlos y escupirlos después de dirimir voluntaria-

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mente dirigiendo sus rumbos hacia la costa. Por todos lo sectores de la oficina se respiraba la cesantía y el laboratorio no fue la excepción. El ideal de Jeannot era trasladar el Laboratorio Lavoisier a un lu-gar más seguro, de preferencia en Antofagasta. Se habían conseguido una bodega para proteger sus bienes y sólo faltaba empezar el embalaje. Ya tenían los contactos para financiar el terreno y empezar la construcción el año siguiente. Por eso, ese sería el último año de vida del laboratorio en la pampa, el sueño de los miembros era fundar una sociedad pública que recibiera a todos los artistas en un sólo lugar sin tener que esconderse ni depender de factores ajenos. Esa semana estuvimos hablando sobre los preparativos del trasla-do. Jeannot me preguntaba constantemente acerca del motivo de mi inespe-rada visita. Yo le mentí argumentando que había pedido un par de semanas en el colegio y tenía ganas de visitarlos, en particular para que me ayudaran con un poemario que tenía casi listo y no me atrevía a enviarles por correo. Aquella argucia fue aceptada con desconfianza por su parte, sobre todo al comprobar la limitada calidad de mi trabajo. Mi plan era despedirme de ellos el último día, debíamos abandonar la oficina a más tardar el viernes 25 de octubre por lo que me dediqué exclusivamente a pasar mi estadía con ellos. Fue una semana en que compartimos risas, lágrimas, sueños y desilusiones: compartimos el arte. Para el día sábado habíamos programado una maratón de lectura. Debíamos leer por turno toda la noche a los escritores que más nos habían inspirado, a los que eran un reflejo de nosotros y mediante sus palabras disociaban el cuerpo hasta separarlo de ese bien inmaterial e irrenunciable que llamábamos alma. Cada uno de los socios debía seleccionar un párrafo o un poema y revivirlo con su voz para contagiar al oyente con el cariz

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del lenguaje, que ya sea en verso o en prosa vendría a significar lo mismo: palabras sobrepuestas en la palabra belleza. Jeannot siempre decía: «pue-des estar escribiendo acerca de la mierda (o como la mierda), pero siempre habrá un sinónimo más agradable al oído, en éste caso: boñiga. Que al final viene siendo la misma boñiga con distinto sonido».

***Nos quejamos del sol y del frío, nos quejamos del gobierno y las empresas, nos quejamos del hambre y la maldad. Vivi-mos adorando las quejas como si ellas fueran una respues-ta por sí mismas. La solución no existirá de este modo, las pérdidas debemos afrontarlas desde el lado más optimista, ingenuamente optimista, ya que el futuro no cumplirá nues-tras expectativas: LA ESPERANZA ES AHORA. Lo que de-bemos hacer es vivir el momento, integrar los segundos a un sólo minutero para que nuestro reloj avance ajeno a su felicidad. Ellos sacrifican nuestras vidas a costa de su bienestar, ¡sacrifiquemos entonces estas quejas amparán-donos en nuestro arte! Quien vence el tortuoso respiro que valga una mirada trasciende, hiende la imperceptibilidad del tiempo, perpetúa emociones que valen más que todo lo que ellos puedan hacer en un millón de vidas.

Fragmento fechado el 20 de agosto de 1926, correspondiente a un discurso conmemorativo del octavo aniversario del Laboratorio Lavoi-sier. Ocurrió esa misma noche. Uno de los espías y guardaespaldas de

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mi padre me siguió al Laboratorio sin darme cuenta, pasaba demasiado tiempo allí. Habíamos iniciado la lectura a las nueve. Comenzó la señora Jane, evidentemente leyó su novela favorita: Orgullo y Prejuicio. Debido a la extensión de la obra y la ferviente pasión con que la leía nos tomó un buen tiempo separarla del libro, después de su lectura (más de una hora y media) prefijamos los tiempos para que todos pudiésemos leer y no agotar la paciencia. El adolescente que le gustaba que le dijesen Oliver (ya adulto) ahora se llamaba Philip Pirrip (que abreviaba en Pip) leyó fragmentos de Grandes Esperanzas. Monet y Cézanne formaron un debate leyendo pasa-jes intercalados de la filosofía racionalista de René Descartes y la empirista de John Locke en donde Jeannot (luciendo un sombrero de copa) hacia el papel de Immanuel Kant, el árbitro. En fin, se leyó poesía, narrativa y filosofía. Ya pasadas las cinco de la madrugada, nos dimos un respiro y compartimos un café. El siguiente en leer debía ser yo. Para eso le propu-se a Jeannot que sacara mi viejo disco de baquelita (que ya tenía muchos vecinos, en especial óperas italianas y sinfonías de Mozart), perteneciente a la sonata para piano de Beethoven, para iniciar mi lectura. Él sacó una aguja nueva y la instaló en el brazo del aparato con la misma experticia de siempre, al instante comenzó a sonar el primer movimiento: Adagio Sos-tenuto. Para esa parte tenía reservado uno de mis poemas favoritos: If (Sí) de Rudyard Kipling. Los últimos versos eran los siguientes: «Si puedes re-llenar un implacable minuto con sesenta segundos de combate bravío/ tuya es la tierra y sus codiciados frutos/ y lo que es más…/ Serás un hombre, hijo mío». Les dediqué a todos el poema, les di la mano y los abracé, lloré. Para el segundo movimiento de la sonata tenía reservado un breve poema que les había escrito, no alcancé a declamar el primer verso. Los intrusos ingresaron arrasando con todo.

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Nunca olvidaré su mirada cruel, como se reía mientras sus hombres vol-teaban los libreros y rompían las guitarras en el piso. Jeannot salió al paso insultándolos en francés hasta que uno de ellos le cogió por la espalda y le torció el brazo, otro le quitó el sombrero de copa y le golpeó la cara. Éramos siete personas las que había en el laboratorio, todos tratamos de impedir a que destruyesen nuestros sueños, protegíamos lo que nos había costado el mundo. Mi padre escupía las pinturas, las descalificaba argu-mentando que eran obscenas y revolucionarias. Las sacó de las paredes y las empezó a apilar en el suelo, quería quemarlas. En eso Cézanne y Monet golpearon a uno de los guardias y lo inmovilizaron. Como respuesta mi padre sacó una pistola y la apuntó hacia el pecho de la señora Jane. Me dijo que saliera, que él iba a arreglar eso, que sólo quería conversar con ellos. Yo me negué y golpeé en el estómago al hombre que sujetaba a Jeannot, no le hice el menor daño. En seguida, mi padre se acercó a mí y me abofeteó. Nos amenazó y nos dijo que debíamos salir, que ése lugar le pertenecía a la compañía y él debía tomar medidas al respecto. En una acto reflejo, nos negamos y permanecimos en nuestros puestos. El primer disparo erró en la vitrina de los instrumentos, el segundo acertó extinguiendo una vida. Al culminar el tercer movimiento de la sonata, concordando con nuestra salida de la galería comenzó el terremoto. Eran aproximadamente las seis de la madrugada. Los destiladores caían en el suelo derramando su viscoso contenido en las suelas de nuestros zapatos. En la campana de extracción cayó un frasco que contenía ácido clorhídrico emanando un fuerte olor tóxico que tornó el ambiente irrespirable. Las gradillas con los tubos de ensayo caían desde los mesones impregnando el suelo de colores indefinibles. El techo comenzó a ceder desprendiéndose rocas y pilares. Los guardaespaldas salieron primero, mi padre me agarró del brazo con

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fuerza a la vez que los seguía apuntado con la pistola para que no salieran. Yo trataba de zafarme y le gritaba llorando que no los podíamos dejar allí, que ese lugar se iba a derrumbar. Antes que cerrara la compuerta, Jeannot alcanzó a entregarme su diario y me dijo tosiendo que no era culpa mía. El resto de mis amigos volvió a la galería a esperar la muerte en el único lugar que les había dado vida. Recuerdo que afuera le arrebaté el revólver y le apunté sin atre-verme a disparar. Uno de sus hombres me agarró del cuello y el gatillo se activó impactando en su propio cuerpo. Estaba asustado y corrí, corrí con todas mis fuerzas tragándome la rabia y la tristeza que me perseguirían por siempre. La conciencia me sofoca en el respiro, convierte en salada el agua que bebo, indigesta los alimentos que consumo, hace patente mi des-encanto con mí mismo. La pesadilla de vivir en un momento que no pude cambiar, que se anuda con los años en un imperdonable lazo de arrepenti-miento es la condena para mi cobardía. Huí escondiéndome en las oficinas aledañas. El terremoto se había hecho sentir en todas ellas pero azotó con mayor fuerza a Pampa Unión. Del Laboratorio y de los cuerpos nunca más se supo. Cuando los fui a denunciar y me entregué, ya había huido del país, el cadáver del hom-bre que había matado no apareció. Me dejaron en libertad. La masacre ocu-rrida aquella madrugada del sábado 19 de octubre quedó impune, al igual que tantas otras que sangraron esa tierra absorbiéndose en el anonimato del tiempo. La Oficina Francisco Puelma cerró sus puertas en el año 1932. Cuando mi padre regresó a New York ya había estallado la crisis del 29. Por eso «astutamente» aprovechó ese momento para invertir sus bienes a modo de préstamos, que, si bien es cierto en los primeros meses le trajo suculentos beneficios, a la larga, las secuelas interminables de la

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crisis terminaron por hundirlo. Se suicidó un verano de 1936 dejando a mi madre en la miseria. Ella regresó a Chile ése mismo año, me reuní con ella en Santiago. Volví al norte una tarde de enero de 1956. Visité lo que podría haber sido el sueño de mis amigos: La sociedad de bellas artes de Antofa-gasta (fundada el 28 de diciembre de 1942). Compartí con los pintores y literatos tragándome mi angustioso pasado. Vi es sus ojos la misma pasión de Jeannot. La imaginación había encontrado el camino, se había transfor-mado produciendo el único fruto que puede dar: una imagen maleable, que es ambiciosa y pretenciosa, incomprendida muchas veces pero sobre todo un motivo, el motivo para creer que a pesar de toda la maldad del mundo, el arte sólo vive para el arte. Hoy me han venido a visitar mis nietos. Los veo alegres revolo-teando alrededor de mi cama. Ellos siempre me han visto como un mo-delo a seguir, un hombre intachable que les inculca valores que el mismo necesitó. Mi señora no sabe nada, ésta carta vendrá a ser mi despedida de éste mundo. Un tributo a aquellos hombres que entregaron su vida en esa pampa a favor del arte. Un homenaje a la adversidad y el coraje que les permitió vivir de sus sueños. Un recuerdo a los caídos del Laboratorio Lavoisier. Ahora puedo morir, creo que con un poco de paz.

***Estimado Donald:Confío ante todo que al leer éste diario te encuentres bien. Por mí parte, como debes de intuir, la realización de mis objetivos se ha desarrollado de manera favorable. He pen-

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sado mucho en ustedes, en los miembros de nuestra humil-de cofradía, a veces creo que les exijo demasiado... ¡Cuán lejos deben llegar los sueños de los hombres hasta poder atraparlos! ¿Se impugna acaso una ley el querer hacer de ellos una realidad?... No lo sé. Nunca lo sabré. A pesar de tus explicaciones entiendo el motivo de tu ines-perada visita: te vienes a despedir. Sé cuánto dolor te cau-sa tu padre pero debes entender que hasta el hombre más desgraciado carga consigo una familia. Nuestras vidas están unidas en el mismo aciago destino. Te entiendo per-fectamente, cuando huí de Francia fue por el mismo motivo que tú lo harás tarde o temprano de tu progenitor. Sólo te pido que nos recuerdes con el mismo cariño que nosotros lo haremos. Muchas veces te he dicho que debemos forta-lecer nuestros recuerdos, visitarlos como si fueran la pieza más preciada de un coleccionista. Allí te estaremos espe-rando empuñando un pincel, arrojando palabras al viento, ordenado el caos del sonido: sonriendo para ti. Estoy enamorado de éste desierto. Aquí aprendí a ser hu-mano observando a las verdaderos humanos. Estas mara-villosas personas que me han enseñado mediante su lucha y esfuerzo el significado de la palabra amor. Los he visto su-frir innumerables atrocidades, injusticias que sólo pueden ser percibidas cuando las ves desde el pequeño intersticio que deja la vanidad. La humildad y la sonrisa fácil, irradia en ellos el amanecer que siempre he anhelado para termi-nar mis noches. La pasión que imprimen en cada desafío

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que se proponen ha corroborado la ley: La imaginación no se crea ni se destruye, sólo se transforma. La materia es la misma al inicio y al final de una reacción pero también de la creación. Lo diferente, lo que diferencia a un papel de sus cenizas es lo que transforma al hombre en su cadá-ver: el fuego de la vida. El que termina su vida sin haber dejado un recuerdo no es más que un papel en blanco que nunca se consumirá. Estas pampinos se entregan al fuego, se extinguen en las llamas de un sol que no les da tregua: CONSTRUYEN UN PASADO. Espero que algún día nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Si no es así, imagina, imagina que existimos, imagina y conserva al mundo, imagina y nunca nos olvidarás. Con afecto tu amigo Jeannot.

TERCERA MENCION HONROSA“TIRO ECHADO”Mario Vernal Duarte

Mario Antonio Vernal Duarte, nació en Iquique el año 1959, interesándose desde siempre por la literatura y la música.

Como escritor ha oficiado de cuentista, poeta, dramaturgo y ensayista. En ese contexto sobresalen la creación de muchos de los textos del Grupo Musical

Punahue y su libro de cuentos nortinos “Con el sol en la sangre y el viento en la piel”, hoy en etapa de edición.

Vernal ha obtenido diversos reconocimientos por sus obras, destacando en 1980 el 1er. lugar en el “Concurso de cuentos para estudiantes”, organizado por la

Universidad de Chile Sede Antofagasta y en 1990 el 1er. lugar en el “Concurso literario sobre Grecia”, organizado por la Municipalidad de Antofagasta.

Vernal Duarte, paralelamente ha desarrollado una amplia formación profesio-nal, siendo en la actualidad Ingeniero Civil Industrial, Ingeniero en Electrici-dad, Magíster en Gestión y Candidato a Doctor en Minería, Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable, donde, por cierto, las temáticas de sus trabajos siempre

se relacionan con su gran pasión, su querida cultura nortina chilena.

La tierra entrega su saviay los hombres, cual plaga desenfrenada,

llegan para saciarse con ella. Cuando finalmente acaban con la riqueza

se retiran,dejando huellas de dolor

y cicatrices indelebles en su superficie.Pero algunas veces,

la tierra hastiada,cobra su justo precio de sangre.

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Abrió los ojos de repente. Las cinco menos cuarto. Su reloj bioló-gico funcionaba puntualmente, como siempre. Tiró la abrigadora manta aymará hacia atrás y de un salto, tocó la tierra con sus pies pelados. Aprendió a hacerlo así desde niño. Un solo minuto bajo las frazadas, traía para él el inminente riesgo de volverse a dormir y llegar tarde. La voz de su madre volvió del recuerdo: –¡Levántate, flojo! –Es que hace mucho frío, mamita, y tengo mucho sueño. –¡Qué frío ni qué ocho cuartos! ¿No ves que justamente el frío te va a despertar? Sonrió tristemente. Su casa, si es que se puede llamar así, era una más entre veinte iguales, todas pegadas una al lado de la otra formando una “corrida”. Cua-tro de esas “corridas” formaban todo el campamento. Ese habitáculo sólo se componía de dos piezas, una delantera de tres por tres metros que daba a la calle y que las oficiaba de living comedor. Tenía una ventana de un metro cuadrado con una tapa batiente de madera y a su lado una rústica puerta, también de madera, que dejaba colar la caman-chaca y el duro frío pampino por debajo de ella como si no hubiese nada. La otra pieza, la trasera, tenía las mismas dimensiones que la ante-rior pero sin ventanas; sólo dos puertas, una que comunicaba con la pieza delantera y la otra que daba a un pequeño patio de tres por cuatro metros, donde se encontraba una palangana que tenía la doble función de aseo per-sonal y lavadero de “pilchas”.

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Al fondo de este minúsculo patio, otra puerta comunicaba directa-mente con el “patio mayor” y “baño”, es decir, la ancha pampa. Ningún adorno, ninguna gracia, ni el más mínimo sentido estético tenían esas paupérrimas moradas; era como si algún perverso constructor se hubiera encargado de tornar más miserable aún la vida por esos lados, haciendo edificaciones tan simétricamente monótonas. El frontis de toda la “corrida” estaba pintado con blanca cal, de la mitad para arriba y negro carbón de la mitad hacia abajo. Incluso, si se abrían todas las puertas de una morada al mismo tiempo, alguien parado en la calle, podía ver la pampa a través de la casa, pues todas ellas estaban alineadas a la misma altura. El piso del recinto era de tierra apisonada, mientras que el techo y las paredes, de oxidada calamina, por lo que el inclemente clima zaran-deaba esas viviendas a su completo antojo, o sea, por las noches, el frío del desierto de Atacama calaba hasta los tuétanos, mientras en el día, el calor cocinaba vivos a sus moradores. Pero Raimundo podía considerarse, incluso, afortunado, pues vi-vía en un “hogar” de casados y no en un “cuartucho” de soltero, compuesto por una pieza y nada más. La razón de este “privilegio”, era que los dueños de la Oficina ha-bían dispuesto que los cargadores de tiros, debían contar con una vivienda mejorcita, “de familia”, en comparación al resto de los “solteros comunes”, para que se sintieran más “cómodos” con sus “importantes” actividades laborales, aspecto que la administración, por cierto, se afanaba gentilmente por cumplir. Precisamente, esa casa fue una herencia del cargador de tiros ante-rior, que hacía un año que ya no estaba en este mundo.

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Al saltar del camastro, se encontró, como siempre, de pie en un cuarto completamente oscuro. A tientas y aún medio dormido, salió en calzoncillos al pequeño patio; la noche estaba completamente negra, como algunas conciencias que rondaban por esos lugares, pero no como la de él, pues era un hombre limpio de corazón y razón. “De memoria” se aproximó a una palangana que le esperaba sobre un mesón de madera; sin más, la equilibró en lo alto y se echó un baldazo de agua helada en su mollera, mojándose medio cuerpo. Este ramalazo he-lado le hizo sentir su piel como un acérico; fue un bofetón que lo despertó por completo. Extrañamente, sintió casi con placer o gratitud, ese golpe de corriente que le remeció hasta el alma, pero que lo dejaba completamente lúcido y alerta para el trabajo que desempeñaba. Con brío, se jabonó, se mojó de nuevo y se secó atolondradamente; se afeitó, también de memoria, y saltando para mantener los músculos en actividad y no congelarse, volvió a la pieza rápidamente. Raimundo estaba feliz; hoy, después de seis años de un largo tra-bajo que lo curtió duramente transformándolo en un pampino hecho y de-recho, salía de la oficina salitrera con un permiso que, a regañadientes, la administración le había otorgado luego de solicitarlo por más de un año. –Que ahora no, Raimundo, no es el momento. –Que debemos cumplir con lo planificado y nos haces falta. –Que necesitamos del compromiso de todos. –Que las cosas no están bien en la oficina. –Que no tenemos reemplazante. –Que no le aseguramos trabajo cuando vuelva, etc, etc. Había logrado ahorrar, chaucha tras chaucha, una pequeña fortuna,

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que mantenía oculta en un orificio hecho en su gastado y sucio jergón. Algo heroico atendiendo a su escuálida remuneración, pero que ya le alcanzaba para cumplir su sueño dorado: comprarse unos pocos metros cuadrados de terreno al interior de Ovalle, para construir allí una chacrita y vivir en ella con su amada a quien había dejado por esos alrededores. Seis años de espantosas privaciones, de espartana abstinencia, nin-gún cigarrito, menos una cerveza, ni pensar en ir al biógrafo; nada de ami-gos, “niñas” y jaranas. Todos los vicios quedaron suspendidos en el mismo momento en que llegó a las “Tres Marías”. Por supuesto, eso lo fue aislando, lo cual unido a su condición de cargador de tiros, lo fue mostrando, al murmurar de muchos, como un bi-cho raro. Pero la idea fija no sólo estaba en su mente sino, más bien, en el corazón y de allí su fortaleza. El proyecto comenzó el mismo día en que don Salomón lo abofe-teó tratándolo de “muerto de hambre”. Comenzó cuando entre lágrimas sintió la humillación y desprecio de esa familia, por ser un don nadie, ni tener nada. Comenzó el mismo día en que entre gallos y media noche, se mar-chó del pueblo jurando volver con las manos llenas desde el Norte, porque, como decía su tío Ricardo, allí estaba la riqueza botada en el suelo, espe-rando por cualquiera que fuera a tomarla. Prendió el fogón, puso un choquero y calentó el té. De pronto, sonó un pitazo largo seguido de dos cortos. Era la faena que terminaba para otros; sabía que a partir de allí tenía dieciocho minutos contados para abordar la jaba. Instintivamente, echó mano a su bien más

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preciado, un bonito reloj colgante de plata que pendía siempre de su cuello; lo abrió; eran las cinco con doce minutos; miró el lado izquierdo del apara-to y vio la foto de su futura esposa esperándolo; la acarició con sus dedos y por unos segundos imaginó con alegría cómo sería su cercano encuentro. De pronto, el agua hirviendo que sonaba en el choquero lo despertó de su trance y se apresuró a sacarlo del fuego. Se afirmó el enchallapado y se anudó fuertemente los calamorros. El té le quemaba los labios, pero se lo engulló, como siempre, de un sorbo. Terminó de mordisquear un trozo de pan recalentado y salió al descampado.

***

“Tres Marías”, era una pequeña oficina salitrera, que quedaba en-tre la “Valparaíso” y “Primitiva”, casi 30 kilómetros al sur del afamado pueblo-estación de Huara; tenía la importancia de ser el punto donde el ferrocarril de Agua Santa, que venía desde el puerto salitrero de Caleta Buena, se bifurcaba de norte a sur uniendo todas las oficinas del sector. En un golpe de fortuna, el Jefe del Rajo, luego de un intenso cateo, había descubierto una veta de buena ley justo en los límites de sus terrenos; no había tiempo que perder y antes que llegaran los dueños de las salitreras vecinas a reclamar lo suyo, debían precipitarse a abrir los rajos. La presencia de Raimundo tomaba muchísima importancia, puesto que en su función de cargador de tiros, tenía la delicada misión de armar los explosivos. Era un verdadero arte hacerlos detonar en la medida justa, en una sinfonía de ruidos, piedras y tierra, dejando al descubierto el rico caliche, para su posterior explotación.

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Era una faena en extremo riesgosa y por lo mismo no había mu-chos pampinos dispuestos a asumirla. La enorme cantidad de vidas truncadas, tejieron una leyenda negra en torno a ese trabajo. Se decía que la pampa cobraba su precio fatal en vidas humanas a todos quienes osaban sacarle de sus entrañas el salitre, asunto que los trabajadores creían sin chistar y asumían con un dejo de fatalidad. Era lógico, entonces, pensar que se trataba de una de las faenas mejor pagadas, donde sus ejecutores eran rodeados de un aura especial; de sentimientos encontrados, en que se mezclaba la compasión, el respeto, la admiración, la tristeza, etc. En resumen, los vestían con ropajes de ¡verda-deros héroes anónimos! Raimundo, sin hacer caso de esos mitos, ni de pensar en su segu-ridad, sólo vio la posibilidad de acopiar algunos pesos más rápidamente, por lo que sin titubear, tomó el único trabajo donde había vacantes dispo-nibles. Entró como segundo ayudante de cargador de tiros, es decir, aprendiz. Con la muerte del cargador principal, pronto asumió como pri-mer ayudante y tras el accidente de este último, quedó como tirador oficial teniendo el “privilegio”, además, de heredar su vivienda, en una rápida y singular “carrera funcionaria”. Despuntando la mañana se descolgó, sobre la marcha, del vagón de la jaba en el punto donde lo esperaban las mulas que lo llevarían a su lugar de trabajo. –Raimundo, ¡por fin!, lo estaba esperando, pensé que no se presen-taría, exclamó en tono nervioso el Jefe. Raimundo lo miró algo sorprendido.

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–¿Que no me presentaría? ¿Acaso le he fallado alguna vez, don Alberto? –Es que,... como sale hoy con permiso, pensé que a lo mejor…. No alcanzó a terminar y Raimundo le interrumpió con tranquili-dad. –No se preocupe don Alberto, estoy aquí,…. como siempre. –¿Las perforaciones están hechas?– agregó, cambiando de tema. –Por supuesto que sí. Los barreteros trabajaron toda la noche per-forando. Son ocho hoyos y están hechos justito donde usted los marcó ayer– dijo don Alberto.

***

El Caliche –materia prima con que se elabora el salitre– se encon-traba siempre bajo una costra de tierra, que era necesario voltear para sa-carlo a la superficie. Luego el terreno removido se dividía en pequeñas sec-ciones –las calicheras– cada una a cargo de un particular –la representación más fiel del trabajador pampino– que debía extraer de ellas el material útil, para después de ser medida su cantidad y valorada su calidad, “venderlo” a la compañía. Esta forma de extracción era en esencia perversa y partía del viejo sistema de “más sacas, más ganas”. Claro que sacarlo era cosa de titanes; a punta de barreta y un macho o combo de 25 libras. El particu-lar debía, además, acopiar este material, es decir, cubicarlo (ordenarlo en forma de cubo) para que se le calculara el volumen de lo extraído, previo visto bueno del mechador, un funcionario encargado de verificar su ley casi al ojo, catalogando y valorizando prácticamente en forma arbitraria, el resultado de una jornada de trabajo agobiante.

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Si para desgracia del particular, el mechador no aprobaba el mate-rial acopiado, veía toda su jornada laboral irremediablemente perdida y por supuesto quedaba sin jornal. Una cadena de calicheras, ubicadas normalmente en forma lineal, siguiendo la veta, conformaba un rajo, a cargo del jefe de rajo. A la vez, el conjunto de estos rajos, estaba bajo la supervisión del jefe de pampa, el cargo operativo más alto en la función extractiva de toda oficina salitrera del desierto chileno de Atacama. En este panorama, el cargador de tiros se transformaba en un ente estratégico para el desarrollo de la industria salitrera: la tarea de abrir nue-vos rajos con dinamita permitía acceder más prontamente a la savia mine-ral, razón de ser de ese negocio.

***

–¿Tiene el material? –Sí, la pólvora, los fulminantes, las guías y, por supuesto, la dina-mita– dijo en tono monótono don Alberto, como leyendo una lista imagi-naria. –¿Y los magnetos? –Traje uno de repuesto, por si alguno falla– respondió en tono su-ficiente. –¿Y el alambre? –Ocho rollos de quinientos metros cada uno. –Bien, entonces, ¡manos a la obra! El sol comenzaba a salir por el oriente, justo sobre las montañas lejanas de la Cordillera de los Andes, bañando con sus rayos la amplia lla-

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nura de la pampa salitrera, que se extendía entre esa cadena y la de la Cos-ta. A lo lejos se veía la camanchaca que escapaba muy baja retrocediendo sigilosa entre las quebradas. El amplio escenario se iluminaba para testificar una nueva jornada de lucha entre el hombre y la naturaleza.

***

Por todas partes, se advertían los humos de las distintas oficinas salitreras próximas que estaban en plena producción: San Jorge, Rosario de Huara al sur, Maroucia, Elena, Slavia al Norte y, a lo lejos, Puntunchara, fuera de las cercanas Valparaíso y Primitiva. Se sentía en el aire la febril actividad del hombre por sacar de las entrañas de la tierra, las riquezas que este territorio generoso y seco les brindaba. –No veo a Pedro, dijo Raimundo. –Aquí estoy, gritó el aludido. –Hola, negrito, ¿trajiste los alicates y los cortantes? –Sí, don Raimundo, traje todo. –¿Y la vara de bambú con la cucharilla? –Sí, allí está. –Bien, “Perucho”, dijo cambiando a un tono paternal. Pedro era su joven ayudante; estaba nervioso y orgulloso, porque a partir de hoy quedaría reemplazando a Raimundo, una vez que éste saliera de la oficina con su soñado permiso. Raimundo sentía verdadero cariño por este muchacho inexperto, que le recordaba a él mismo cuando llegó seis años atrás a la pampa; cari-ño mezclado con pena, ya que secretamente había jurado que una vez en

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el sur, olvidaría para siempre el sufrido transitar por el desierto más árido del planeta, o cuando mucho, lo recordaría como una anécdota más en su vida. Pedro quedaría de seguro como tirador oficial y bien sabía el fatal destino que esperaba a los que se quedaban demasiado tiempo en esa fun-ción. Miró al joven de reojo y pensó: “¡Como ha crecido este muchacho! Pensar que hacía un par de años atrás era tan sólo un llampero. Así se denominaba a aquellos inocentes niños de trabajo, que re-cogían los pequeños pedazos de caliche, una vez que el particular ya había hecho los acopios a puro ñeque. Pero él estaba salvado, ya que hoy era su último día de trabajo. Sentía que le había doblado la mano al destino y a la pampa; hoy saldría vivo de allí burlando el designio de los agoreros fatalistas, que lo daban como muerto en vida sólo por ser cargador de tiros. Miró el reloj y calculó que si trabajaba de prisa podría volver a su casa, vestirse rápidamente, sacar la maleta que tenía preparada de ante-mano debajo de la cama, echar adentro sus ahorros, darle un portazo para siempre a su casa y correr de prisa a la estación, para alcanzar sobre la marcha el tren que lo llevaría a la felicidad, cerrando su pasado reciente. Pronto se vio en medio de la pampa armando los tiros; los demás, muy lejos, protegidos detrás de unas lomas cercanas y sólo Pedro junto a él. El muchacho le alargó la vara de bambú de casi cuatro metros, la tomó, la inspeccionó rápidamente y baqueteó con ella el agujero que tenía a sus pies. No era más que un pequeño orificio de no más de dos pulgadas de diámetro, pero que alcanzaba, a lo menos, unos tres metros de profundidad.

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Estaba limpiamente hecho en la tierra. Con mano experta sacó la vara, la que en su extremo llevaba una especie de cucharilla doblada. En ella traía algunas piedrecillas y tierra que habían caído en su interior durante la noche. –Ahora sí que está limpio y perfecto, dijo para sí. Sin vacilar, se dispuso a armar el peligroso conjunto, recitando en voz alta para que el chiquillo aprendiera la peligrosa letanía. –Primero el cartucho de dinamita. –Ahora lo amarro a la guía, (que era una especie de mecha rápi-da). –Ahora amarro la guía al fulminante, (el cual la encendía). –Y finalmente, le conecto el alambre. Revisó todo de nuevo y comenzó a deslizarlo por el estrecho agu-jero. Cuando sintió que la dinamita tocó fondo, comenzó a verter en el hoyo la pólvora negra. –¡Pedro! –Mande, Don Raimundo– contestó Pedro, que lo observaba como hipnotizado en aquellos manejos. –Desenrolla el alambre hasta la loma, pero no lo conectes. –Bien, Don Raimundo– dijo obediente Pedro. De esa misma forma cargó los otros tiros, uno tras otro, hasta com-pletar los ocho programados; sintió que los había armado más a prisa que de costumbre, debido al apremio inconsciente de su viaje. Perturbadora sensación que nunca antes había sentido. Después de largos momentos de solitario trabajo, Raimundo entró finalmente al refugio improvisado donde se encontraba el resto de la gente

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esperando. Llevaba arrastrando detrás de sí la última línea de cables que conectaría el tiro ocho. De esta forma quedaría unido cada tiro con su magneto, el cual enviaría el pulso eléctrico al fulminante que produciría la chispa vital para hacerlo explotar. –¿Todo bien, don Raimundo?– preguntó el Jefe de Pampa. –Sí todo bien– dijo Raimundo en tono seguro. –Falta sólo conectar los magnetos y estamos listos. Cuando conectó el último, bajo la atenta mirada de Pedro, la ner-viosa ansiedad del Jefe de Pampa y la curiosa expresión del Jefe de Rajo, que recién había llegado al lugar, exclamó: –¡Listos los tiros, Don Alberto! Un fuerte pitazo se escuchó por el rajo y se fue repitiendo en todos los grupos de trabajo cercanos, como un eco, hasta llegar al último rincón de la pampa perteneciente a la oficina “Tres Marías”. Después del pitazo, el Jefe de Rajo, encaramado sobre el montí-culo que los protegía, se puso las manos en forma de corneta y gritó recia y lentamente: “¡TIRO GRANDE Y CON FUEGOOOOO!” repitiendo casi de inmediato “¡TIRO GRANDE Y CON FUEGOOOOO!” Este ritual era la advertencia de que se aproximaba una explosión, que se debía estar atento y ponerse a buen resguardo. Por cierto que esto provocaba siempre un ligero cosquilleo de nerviosismo entre los particula-res, mechadores, barreteros y el resto de los trabajadores que se encontraba en el sector. Todos miraron a Don Alberto, quién, con un gesto solemne, dio su visto bueno inclinando la cabeza. Raimundo respondió con otro movimiento similar y procedió.

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Giró la manilla del primer magneto e instantáneamente el suelo se estre-meció a sus pies, la tierra vibró y se levantó como un volcán que vomitaba arena, rocas y caliche. Más tarde, llegó el fuerte y ronco ruido, junto a la onda expansiva que les golpeó la cara con un soplido caliente. Apenas disipado el humo y polvo, el Jefe de Rajo dijo –¡Tiro uno, listo! –Va el tiro dos– contestó Raimundo. Giró el magneto número dos y de nuevo sobrevino la fuerte explo-sión. La pampa parecía cobrar vida como un gigantesco dragón herido, que se estremecía, se quejaba y bramaba lanzando granizadas de mineral en lugar de fuego. Se sucedió el mismo ritual con los tiros siguientes: el tres, cuatro, cinco, seis y siete. –¡Tiro siete listo! –Va el tiro ocho. Giró el magneto; todos se agazaparon instintivamente para sentir la explosión final, pero… nada. Raimundo, rápidamente, devolvió atrás la palanca del magneto y volvió a girarla con fuerza, pero… nada. Sólo el silencio de la pampa se hizo presente. Todos se miraron nerviosos, menos Raimundo. –¡Pedro! – levantó la voz sin darse cuenta. –Pásame uno de los magnetos de reserva. –Aquí está. Con prisa volvió a desconectar el anterior y conectar el nuevo. Giró y nada.

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Don Alberto, miró al Jefe de Rajo con terror en sus ojos. Pedro estaba pálido. Nadie decía nada. No era necesario decirlo, todos sabían el paso siguiente. Raimundo se quedó quieto por un momento, absorto, como dormi-do. De pronto, de un salto, se incorporó, tal como lo hacía al despertar por la mañana y dijo simplemente “iré a ver”. El Jefe de Rajo se incorporó atolondradamente sobre la lomita y gritó: –¡Atención, atención! ¡Tiro echado, tiro echado! ¡Que nadie se mueva! Pero, como en un teatro griego, se asomaron las cabezas de los obreros por entre los calichales. Todos querían ver lo que ocurría y partici-par estremecidos del drama que se precipitaba ante sus ojos.

***

Allí estaba Raimundo, en medio de la calurosa pampa, caminando lentamente hacia el tiro echado. Parecía el actor principal en un iluminado escenario, solitario representando una terrible tragedia, observado por un público impaciente. Pensó que perfectamente podría darse media vuelta y salir de allí, como si nada; tal vez perdería el trabajo; pero eso qué importaba, si tenía previsto no volver a la pampa nunca más. Tal vez sería mirado como un cobarde por algunos, pero qué im-portaba; había demostrado siempre que no lo era; además, en unas horas más saldría de la oficina y su pasado estaría archivado.

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De pronto, se detuvo y los cuellos de los mirones parecieron esti-rarse para ver mejor. La expectación general aumentó. –¡Se va a devolver, se va a devolver– musitó el Jefe de Pampa. –Apuesto a que no– replicó inmediatamente Pedro, con miedo y resignación. –Lo conozco– agregó. Detenido allí, Raimundo se tocó el pecho, buscó bajo su camisa y sacó su reloj colgante, el único bien que tenía, lo abrió y vio al lado izquier-do la foto de su amada, la observó un largo rato y la acarició. Ante la mirada expectante de la improvisada galería, volvió a echar a andar lentamente. Después de segundos eternos, cubrió la distancia que lo separaba del tiro número ocho. Podía sentir perfectamente su corazón latiendo en el silencio pam-pino. Llegó, finalmente, donde los cables se sumergían en la tierra. Demorando algunos segundos eternos, se hincó, e instintivamente, miró a su alrededor. Todo se veía normal. Los pampinos suspiraron al unísono y contuvieron la respiración. Tomó los cables con suavidad. Dio dos tirones con sumo cuidado. Una extraña calma lo invadió completamente. ¡Sí, era un verdadero héroe porque en ese instante supremo no sintió miedo! Comenzó, entonces, a subir lentamente los cables que sujetaban el fulminante; el momento era tenso; sólo seguía escuchando el sonido de su propio corazón golpeando en las sienes; sus manos fuertes, levemente temblaron, cuando la imagen de su Ovalle querido y su bien amada se

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agolparon de pronto en su mente. Sacudió la cabeza para apartar estas visiones y siguió tirando len-tamente. Por fin, asomó el fulminante; cortó los cables que lo unían al mag-neto y lo dejó a un costado. Respiró profundo, aliviado, las gotas de sudor le bañaban la cara. Como era su costumbre, se incorporó de un salto, dio media vuelta y agitó su pañuelo blanco. Era la conocida señal que el peligro había pasa-do. Los trabajadores que miraban tensos este drama repentino, pare-cieron relajarse de pronto. Algunos se aprestaron a volver a sus labores con una sonrisa de alivio solidario y otros, aprovecharon para hacer un “aro”, bebiendo un sorbo de agua desde sus botellas cubiertas con género de saco harinero. Don Alberto suspiró profundamente, se sentó y se aprestó a liar un cigarrillo. El Jefe de Rajo, se dispuso a hacer sonar su silbato, para avisar que ya el peligro había pasado.

***

De pronto, la tierra se estremeció. Ante ellos, las piedras, el caliche y las entrañas de Raimundo se mezclaban en una horrorosa sinfonía de muerte. El desierto nuevamente cobraba su cuota. Raimundo se fusionaba así con la propia pampa que había jurado abandonar.

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Al disiparse la cortina de polvo, sólo su reloj quedaba abierto so-bre la arena; en él, la foto de Adelina esperando. A lo lejos, las salitreras trabajaban en febril actividad. El sol, como siempre, quemaba y quemaba. Mientras, una lágrima brotaba en los ojos de Pedro, desde ahora el cargador de tiros oficial de las “Tres Marías”.

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Pedro entra a su nueva casa. Un saco papero con sus escasas pertenencias lleva bajo el brazo y lo deja caer en el centro de la pieza delantera. Todo está como lo ha dejado su habitante anterior: el fogón apaga-do, el choquero con restos de té, una rústica mesa y dos cajas de dinamita vacías a modo de sillas. En el dormitorio, un camastro y, sobre él, una abrigadora manta aymará. Salió al patio y vio la palangana de agua vacía, el jabón de lavar ropa y una navaja de afeitar esperando otra mañana para ser usada. Con una mezcla de temor y orgullo, se sentó en el camastro, como tomando posesión del triste lugar. Era tarde y la penumbra de aquel cuartucho lo hizo buscar el “chonchón” que sin duda debería estar por allí. Lo encontró bajo la cama, lo sacó y se dispuso a encenderlo, mien-tras su mente trabajaba en febril actividad agolpando atropelladamente las imágenes del día.

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Se recostó en el camastro y recordó a su madre que estaba en Iqui-que enferma. Siendo niño se había ido a la pampa buscando hacerse hombre para liberarla así de las penurias de la terrible depresión económica que asoló al país en los años 20, algo difícil de enfrentar para una mujer viuda. Le juró volver algún día, para llevarla a una casita decente que tenía vista en el barrio portuario de El Morro, junto al mar, en Iquique. Absorto estaba en esos pensamientos cuando sonó una sirena le-jana, que le recordó que debía dormir, porque tenía que levantarse muy temprano a asumir sus nuevos e “importantes” deberes. Cuando estaba a punto de ser vencido por el sueño, se acordó que debía voltear el jergón, tal como era costumbre en la pampa cuando el usuario anterior había muerto. Se incorporó y de un tirón lo dio media vuelta dejándolo al revés. Le llamó la atención un remiendo en el costado, por donde asoma-ba algo colorido. Acercó el chonchón para ver mejor y distinguió un papel sobresa-liente. Lo tiró y se encontró de pronto con un manoseado billete de veinte pesos. Con curiosidad, rasgó la costura y se encontró con un fajo de bille-tes; metió el brazo y ubicó otros fajos más. Era la pequeña y dolorosa fortuna de Raimundo. Los sueldos intactos de sus seis años de sueños y duro trabajo.

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EPILOGO

–¡Maldito cobarde!, gritaba pateando la tierra el Jefe de Pampa, ante la mirada temerosa de sus subordinados. –¡Cómo voy a responder ahora! – decía. –¡Sabía que no vendría, lo sabía, lo sabía! –¡Le dimos hasta una casa nueva y con muebles!– replicó el Jefe de Rajo. –¡Infeliz! ¡Mal agradecido!, después de todo lo que la oficina le ha dado.

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Al mismo tiempo, un niño, ahora hecho hombre, bajaba en tren de la pampa con una maleta bien aferrada bajo su brazo jurando no volver nunca más. En Iquique, una madre y una nueva vida en El Morro lo esperaba. Mientras, a lo lejos, las salitreras trabajaban en febril actividad. Y el sol, como siempre, quemaba y quemaba.

EXTRACTO DE LA NOVELA CORTA (INEDITA)“LA CONTADORA DE PELICULAS”

Hernán Rivera Letelier

Hernán Rivera Letelier nació en Talca en 1950. Vivió hasta los 11 años en la oficina salitrera Algorta. Al finalizar ésta, se trasladó a Antofagasta. Allí trabajó de suplementero y en un taller eléctrico, pero su afán aventurero lo envió a reco-rrer, por tres años, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y Argenti-na. Regresó en 1973 a Antofagasta e ingresó a trabajar en

una minera de la zona para luego partir a Pedro de Valdivia, otra oficina salitrera. Su primera obra fue “Poemas y Poma-

das” (1988), a la que siguieron varias otras, entre las que destacan “La Reina Isabel Cantaba Rancheras”, “Fatamor-gana de Amor con Banda de Música” y “Santa María de las Flores Negras”. Rivera Letelier fue uno de los artífices del Concurso de Cuentos de la Pampa, y presidió el jurado del mismo. Al igual que en el concurso anterior, Hernán Rivera nos entrega parte de una obra inédita para complementar

las obras ganadoras en este libro de cuentos.

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Uno de los problemas del cine de la Oficina era que continuamente se cortaba la película. Cuando eso ocurría quedaba la trifulca en la sala. El público, silbando, zapateando, provocando un ruido estrepitoso, culpaba al anciano operador, y este, conocido por lo insolente y cascarrabias, le cargaba las tintas a lo antigua que era la maquinaria. “¡Vayan a reclamarle al Coño, manga de idiotas!”, gritaba enfure-cido por las ventanillas de la sala de proyección. El Coño era el concesio-nario del cine, un español que además tenía una tienda de ropa y adminis-traba el camal. Al final los únicos que perdíamos éramos los espectadores, pues siempre, al reponerse la película, le habían escamoteado varias escenas.

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Aunque eso para mí era lo de menos. En casa no tenía ningún problema en imaginar o inventar los actos que le habían birlado. Solía ocurrir asimismo que al Cojo Peliculero, como le decían al operador, se le confundieran los rollos –sobre todo cuando el hombrecito andaba caído a las copas- y viéramos el final por la mitad de la película. O el principio al final. O el medio por el principio. Entonces todo se volvía una majamama y nadie entendía un carajo. En estos percances, aunque un tanto más complicada, tampoco me era muy difícil ordenar la historia en mi mente y contarla después de prin-cipio a fin, como correspondía. Creo que en el fondo yo tenía alma de conventillera.

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Pero mi talento no se sustentaba sólo en la loca imaginación de la que era dueña. Ni en mi buena memoria. Ni en las palabras que usaba, aprendidas de mi madre y de los roncos narradores de los radioteatros (Por ejemplo, en vez de decir: “la besó en la boca”, yo me regodeaba un poquito más: “Entonces apagó el cigarrillo, la miró a los ojos, la rodeó con sus brazos fornidos y posó sus labios en los de ella”). Nada de eso importaba tanto como la concentración. Lo principal era la concentración. Yo tenía un poder de concentración a prueba de todo. A prueba de la gente que iba al cine a conversar. A prueba de los gritos de los más pe-queños. A prueba de los chirlitos en la cabeza que repartían desde atrás los barrabases más grandes. Pero sobre todo a prueba de esos niños licenciosos

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y un tanto mayores que iban al cine no a ver la película sino a atracarle el bote a las niñas. Para ellos era como un deporte. Si una no se dejaba la insultaban bajito y se iban donde otra. Se sentaban junto a la que estuviera sola y de a poco le tomaban la mano. Luego trataban de abrazarla. De besarla. Alentadas por las niñas más resueltas, o más medrosas, algunos llegaban a la osadía de estrujar los senos. O de meter las manos entre las piernas. (Una vez un barrabas de los más grandes –decían que por una apuesta- le sacó los calzones rosados a una niña los hizo girar triunfalmente por sobre las cabezas y los lanzó al aire, y como la película estaba aburridísima, los espectadores, con gran alborozo, comenzaron a lanzárselo unos a otros) Yo no me dejaba. Aunque dijeran que me hacía la mosquita muerta. Me importaba un comino. Verdad era que a mis cortos años ya había jugado varios juegos de papá y mamá con los amigos de mis hermanos. Pero al cine yo iba a ver la película. Por ningún motivo podía desconcentrarme.

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Sin embargo, lo que sí me provocaba inconvenientes eran las pelí-culas con escenas de infidelidad conyugal. Ahí tenía que echar mano a todo mi poder de fabulación y cambiar el argumento para no causarle dolor a mi padre. Aunque había pasado un par de años desde la fuga de mi mamá, aún la herida goteaba sangre, como decía él, cuando se emborrachaba. Por lo mismo nosotros, además de no nombrarla, teníamos que evitar decir o

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hacer cualquier cosa que le trajera el recuerdo de ella, pues si esto ocurría el pobre terminaba el día encerrado en el dormitorio, llorando amargamen-te en silencio. Como sucedió un día en que, después de ver una película española, y para representar a una bailarina de flamenco, no se me ocurrió nada me-jor que ponerme uno de los vestidos que mamá había dejado en casa. Era uno a lunares rojos, con vuelitos, que a ella le gustaba mucho y que no se llevó seguramente porque mi padre se lo había escondido. Mi padre siempre se lo escondía para que no se lo pusiera. El vestido, que era perfecto para representar a la bailaora, con sólo un par de alfileres me quedó casi armado de talle. Como pasaba con la mayoría de las niñas pampinas, aunque recién iba a cumplir los once años, tenía un cuerpo demasiado desarrollado para la edad. Algunos hombres decían, con un brillo lúbrico en la mirada, que lo que hacía madurar antes de tiempo a las niñas pampinas era el salitre, elogiado en todas las latitudes como el mejor abono natural del mundo. Esa noche, al verme con el vestido de mamá, mi padre se puso lívido, lanzó el vaso de vino contra la pared (el único vaso que quedaba en casa) y me mandó cuspeando a quitármelo. La narración de la película por supuesto que se suspendió y él estuvo tres días amurrado en el dormitorio bebiendo, ahora con un jarro de porcelana. No quería ni que lo sacáramos a la puerta.