Desarrollo humano
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Cultura, educación, aprendizaje y desarrollo personal
M. Miras e E. Onrubia
De acuerdo con las tesis vygotskyanas, el reconocimiento del
carácter específicamente social y cultural del comportamiento
humano como elemento particular y diferenciador de nuestra
especie supone, desde nuestra perspectiva, el punto de partida
más adecuado para avanzar en la resolución del complejo
problema de las relaciones entre desarrollo personal y educación.
Parece difícilmente cuestionable, en efecto, que el medio más
importante en el desarrollo personal es el medio humano, el
medio social, y no el medio físico o material. Ello no implica que
los objetos o los estímalos físicos no sean importantes en el
comportamiento o el desarrollo humanos, sino que la relación que
los niños establecen con los objetos está en gran parte mediada
por la intervención de los adultos (a veces de manera directa,
inmediata, y a veces de manera indirecta, mediata, como cuando
los adultos deciden qué objetos van a dejar al alcance del niño y
cuáles no), intervención que tiene, en buena medida, un
componente de carácter social y cultural; así por ejemplo, los
objetos que los adultos consideran adecuados y dejan al alcance
del niño varían de unas culturas a otras y de unos momentos
históricos a otros. En este sentido, resulta plausible sostener que
el desarrollo humano tiene lugar en interacción con un medio
social y culturalmente organizado, que difícilmente cabe calificar
de “natural”.
Las prácticas educativas como contextos de desarrollo
Desde este planteamiento, la interacción del ser humano con el
medio en que se desarrolla está mediatizada por la cultura desde
el mismo momento del nacimiento, y los padres, los educadores,
los adultos y en general las personas que rodean al niño actúan
desde el principio como agentes de esta mediación. A partir de
las múltiples oportunidades que se le presentan de establecer
relaciones interpersonales con estos agentes mediadores, el ser
humano puede llegar a desarrollar los procesos psicológicos
superiores. De acuerdo en este punto con las tesis vygotskyanas,
estos procesos aparecían en primer lugar en la vida de las
personas en el ámbito interpersonal o intermental, sufriendo por
tanto las consecuencias de la mediación cultural. El crecimiento
personal es, así, el proceso mediante el cual las personas hacen
suya la cultura del grupo social al que pertenecen. El desarrollo
de las distintas capacidades psicológicas que les permiten
interpretar el medio físico y social, actuar en él y elaborar la propia
identidad personal estaría, pues, fuertemente vinculado al tipo de
patrones culturales dominante en su entorno, al tipo de prácticas
sociales en que se plasman esos patrones y al tipo de
aprendizajes específicos realizados en el marco de dichas
prácticas.
Estas afirmaciones resultan coherentes con una concepción del
desarrollo humano como un proceso esencialmente plástico y
abierto al aprendizaje; una concepción que se apoya justamente
en las capacidades y características de nuestro equipo biológico
como especie. Cuando avanzamos en la escala de complejidad
de la vida biológica (reflejada en el desarrollo cerebral), la rigidez
de la herencia se va atenuando y el código genético pasa de
determinar de manera completa y rigurosa el comportamiento a
eliminar fundamentalmente una serie de potencialidades y
posibilidades de adquisición, dejando una cada vez mayor
apertura al aprendizaje. En este sentido, el comportamiento se
hace menos estereotipado y predecible a priori, ganando en
plasticidad. En la especie humana, con un nivel considerable de
desarrollo cerebral, la plasticidad, la apertura al aprendizaje y, en
definitiva, la capacidad de adaptación al medio son las
características más sobresalientes del comportamiento y del
desarrollo.
Al mismo tiempo, las afirmaciones anteriores suponen adoptar
una posición particular (también cercana a la apuntada a este
respecto por Vygotsky) sobre las relaciones entre aprendizaje y
desarrollo. En particular, supone rechazar la idea de que existen
procesos evolutivos y procesos de aprendizaje químicamente
puros y que, por tanto, las relaciones entre unos y otros sólo
pueden entenderse en términos de subordinación de uno a otro
tipo de procesos (subordinación del aprendizaje al desarrollo o
subordinación del desarrollo al aprendizaje). Por el contrario,
desde la perspectiva en que nos situamos, es imposible concebir
un desarrollo personal correcto sin la realización de unos
determinados aprendizajes específicos, e inversamente, la
capacidad para desarrollar aprendizajes específicos depende del
nivel de desarrollo personal alcanzado. Contraponer la realización
de aprendizajes específicos a la promoción del desarrollo
personal supone, desde esta perspectiva, un error, porque los dos
aspectos están íntimamente entrelazados y son impensables el
uno sin el otro.
Esta visión de las relaciones entre aprendizaje y desarrollo lleva a
caracterizar este último como un proceso que no se agota en los
cambios universales, resultado de la maduración orgánica del
individuo y controlados más o menos directamente por los
componentes más cerrados del código genético. Implica más bien
considerar que los procesos de desarrollo incorporan diversos
tipos de cambios, en la dirección propuesta por Vygotsky a partir
de la distinción entre la línea natural y la línea social y cultural del
desarrollo.
Pese al innegable valor heurístico de esta conceptualización del
desarrollo, es cierto que, hoy por hoy, una definición y explicación
más precisa de este proceso choca con una serie de dificultades
y lagunas que conviene considerar. En nuestra opinión, por
ejemplo, la caracterización de la línea natural del desarrollo
propuesta originalmente por Vygotsky puede considerarse como
excesivamente restrictiva y debe ser revisada, incluyendo no sólo
elementos ligados a la maduración biológica y al desarrollo
neurofisiológico, sino también regularidades como las descritas
por Piaget en relación al desarrollo cognitivo, o también
determinadas preadaptaciones a la interacción social puestas de
manifiesto por los autores de inspiración ecológica y por la
psicología del procesamiento de información. De la misma
manera, y en lo referente a la linea social y cultural, estamos lejos
de disponer de una visión articulada e integrada de lo que
Vygotsky denominaba las funciones psicológicas superiores (la
tradicional escisión en la investigación psicológica entre los
aspectos cognitivos y afectivos de la conducta es un buen
ejemplo a este respecto). Igualmente, la especificación de las
relaciones entre los distintos tipos de cambios que forman el
desarrollo humano y de la interconexión e influencia mutua entre
sus respectivos factores explicativos se mantiene como uno de
los problemas pendientes más complejos en nuestra comprensión
del desarrollo, más allá de las afirmaciones generales sobre el
carácter unitario y global del desarrollo, o sobre el carácter
esencial de la interacción entre factores genéticos e influencias
ambientales en los procesos de cambio evolutivo.
En este marco, las reflexiones actuales sobre el concepto de
cultura y sus implicaciones en el desarrollo permiten avanzar, a
nuestro juicio, un poco más en la comprensión del impacto del
entorno en dicho proceso. Las culturas, entendidas en el sentido
amplio que los antropólogos otorgan al término, suponen, en esta
perspectiva, formas de organización específica del medio en
función de la experiencia acumulada por los diferentes grupos
sociales. Las distintas culturas se estructuran a través de
prácticas culturales, es decir, secuencias de actividades
recurrentes, orientadas hacia determinadas metas, que
comportan la utilización de ciertos tipos de tecnología, ciertos
sistemas de conocimientos y determinadas actividades
específicas. Mediante la organización de estas prácticas
culturales, las diferentes culturas modulan de manera decisiva los
procesos de desarrollo de sus miembros, estructurando,
organizando y apoyando explícitamente las acciones posibles de
los sujetos y los aprendizajes específicos que pueden realizarse.
Así, por ejemplo, las culturas promueven la aparición o no de
determinados entornos específicos de resolución de problemas
(se posibilita o no que los niños participen en actividades de caza
o en actividades de lectura, por ejemplo); organizan la frecuencia
con la que se produce una determinada clase de acontecimientos
(cuántas veces se va a cazar o cuántas veces se lee, por
ejemplo); determinan la aparición simultánea de ciertos
acontecimientos (como el uso combinado de determinados tipos
de instrumentos); regulan el nivel de dificultad de las tareas,
impidiendo o restringiendo determinados tipos de errores o fallos
(se controla y gradúa la utilización de instrumentos considerados
peligrosos como un cuchillo o un hacha, por ejemplo).
En el marco de esta estructura, las culturas ayudan
específicamente a los nuevos miembros del grupo a dominar los
saberes de todo tipo que se consideran relevantes para participar
activamente en las diversas prácticas; incluyendo la utilización de
los sistemas simbólicos de mediación. El conjunto de formas de
ayuda mediante las cuales un grupo social trata de asegurar que
sus miembros adquieran la experiencia cultural socialmente
elaborada e históricamente acumulada de dicho grupo es,
precisamente, lo que denominamos educación. Las prácticas
educativas pueden conceptualizarse, entonces, como
auténticos contextos de desarrollo personal. Por “contextos”
entendemos determinados patrones organizados de actividades,
roles y relaciones interpersonales, enmarcados habitualmente en
un cierto escenario físico, en los que participan las personas en
desarrollo (Bronfenbrenner, 1987). En tanto que contextos de
desarrollo, las prácticas educativas (en la familia, en la escuela,
en el trabajo, en el tiempo libre...) hacen posible que los niños
observen y se incorporen a patrones de actividades, roles y
relaciones progresivamente más complejos, conjuntamente o bajo
la guía directa de otros más expertos, así como que las
practiquen más adelante de manera autónoma. De este modo, los
niños y niñas pueden aprender y apropiarse de los saberes y
destrezas imprescindibles para su desarrollo.
Las prácticas educativas, por tanto, se convierten en el puente
básico entre la cultura y los procesos de aprendizaje y desarrollo:
mediante determinadas actividades y prácticas educativas, las
culturas ayudan a los individuos a adquirir nuevos aprendizajes
específicos y, a través de ellos, a acceder a determinadas
capacidades y competencias psicológicas. Con ello, la educación
se configura como una pieza clave en el proceso de desarrollo
personal, un factor determinante del mismo, sin cuya intervención
el desarrollo y el crecimiento humanos, tal como los conocemos,
no serían posibles.
De la educación al desarrollo: mecanismos sociales de ayuda para la
promoción del desarrollo en la interacción educativa
El esquema explicativo que acabamos de presentar justifica la
afirmación de que el papel de la educación es el de generar y
crear desarrollo. Sin embargo, y de acuerdo con el carácter activo
y constructivo del sujeto humano en sus procesos de aprendizaje
y desarrollo (siguiendo en este punto tanto a Vygotsky como a
Piaget, entre otros muchos), la educación sólo puede cumplir
adecuadamente este papel si se apoya en el nivel de desarrollo
previamente existente para facilitar la construcción de nuevos
aprendizajes y capacidades. Dicho en términos vygotskyanos, la
educación, para ser promotora de desarrollo, debe siempre tomar
en consideración el nivel de desarrollo efectivo en que se
encuentra la persona para crear Zonas de Desarrollo Próximo que
permitan al sujeto ir más allá de ese nivel, ya sea a través de la
interacción social directa (“cara a cara”) o una interacción de
carácter mediato (a través de formas de influencia indirectas
como la selección y disposición de las prácticas culturales y las
tareas a que nos hemos referido anteriormente).
Algunas nociones y constructos teóricos propuestos por diversos
autores permiten especificar algo más los procesos y mecanismos
a través de los que puede producirse este proceso de creación,
asistencia y avance a través de las Zonas de Desarrollo Próximo,
así como las caracteristícas de la actuación de los adultos y las
niños (en general, las personas que actúan como agentes
educativos y los sujetos en desarrollo) en tales Zonas. El punto
central de todos ellos es la consideración de la calidad de la
interacción educativa, es decir, la forma específica en que
proporciona y combina ayudas y soportes al sujeto en desarrollo
como elemento clave para posibilitar, en términos de Palacios,
Coll y Marchesi (1990, p. 376), “la transformación de la educación
en desarrollo”. Una breve referencia a dos de estas nociones,
particularmente ilustrativas, a nuestro juicio, del trío de procesos y
mecanismos sociales de ayuda que pueden permitir la promoción
del desarrollo mediante la interacción educativa, nos permitirá
profundizar algo más el esquema explicativo general sobre las
relaciones entre educación y desarrollo personal propuesto hasta
el momento.
La primera de estas nociones, ya clásica, es la metáfora del
“andamiaje”, propuesta originalmente por Wood, Bruner y Ross
(1976). Planteada inicialmente como una descripción idealizada
de las características de la actuación estratégica más eficiente de
un tutor para conseguir resolver conjuntamente una tarea
compleja con un niño pequeño en situación de interacción
diádica, la metáfora del andamiaje puede extenderse para definir
un tipo complejo de actuación de ayuda de los adultos o agentes
educativos a los niños o sujetos en desarrollo, delimitado por tres
grandes rasgos:
Permitir al niño/aprendiz insertar su propia actividad desde el inicio
mismo en el marco del conjunto global de la tarea a realizar, haciendo
que asuma algún tipo de responsabilidad al respecto, incluso si tal
responsabilidad debe ser, en un primer momento, muy reducida y parcial,
y aunque el nivel inicial de competencia y conocimiento del aprendiz en
relación a la tarea sea muy bajo; se trata, en definitiva, de aprovechar el
hecho de que el aprendiz puede participar en la situación sin necesidad
de comprenderla de manera completa, “protegido”, por así decirlo, por la
organización y la estructuración de la misma que puede hacer el
adulto/experto.
Ofrecer un conjunto de ayudas y soportes “contingentes” al nivel de
competencia del aprendiz, es decir, ayudas más importantes cualitativa y
cuantitativamente cuanto menor es el nivel de competencia del aprendiz,
y paulatinamente una menor ayuda cualitativa y cuantitativa conforme se
incrementa dicha competencia; ello implica que el adulto/tutor esté
realizando una evaluación constante del nivel de competencia del
niño/aprendiz, observando y valorando sus acciones a lo largo del
proceso.
Retirar las ayudas y soportes ofrecidos de forma progresiva, a medida
que (y promoviendo que) el aprendiz vaya asumiendo mayores cotas de
autonomía y control en el aprendizaje, hasta desaparecer por completo y
posibilitar la actuación independiente del aprendiz al final del proceso;
en otros términos, se trata, por parte de adulto/experto, no sólo de
asegurar la resolución de la tarea, ni siquiera únicamente la resolución
compartida, sino una forma de resolución compartida que posibilite la
progresiva autonomía del niño/aprendiz en futuras resoluciones de la
tarea.
Estos tres rasgos suponen un conjunto de formas específicas de
ayuda y apoyo por parte del adulto/tutor: atraer el interés del
niño/aprendiz hacia la actividad, simplificar la tarea en pasos y
subpasos, mantener el objetivo final a lo largo de todo el proceso
(tanto en términos cognitivos como motivacionales), ofrecer un
modelo idealizado de las acciones a realizar, señalar
discrepancias críticas entre la actuación del niño/aprendiz y ese
modelo, controlar la frustración y el riesgo en el proceso de
resolución de la tarea, etc. Pero sobre todo, implican que esas
ayudas se combinan e interrelacionan entre sí de acuerdo con
determinadas características, que son las que permiten avanzar al
niño/aprendiz más allá de su nivel de partida.
La segunda de las nociones que queremos apuntar es más
reciente, y supone proponer un mecanismo general que describa
la forma en que los adultos orientan y apoyan el aprendizaje y el
desarrollo personal en las situaciones cotidianas. Se trata de la
noción de “participación guiada”, propuesta y desarrollada por
Rogoff (1986, 1990). Para esta autora, los procesos de avance y
asistencia en las Zonas de Desarrollo Próximo que promueven el
desarrollo como procesos de participación guiada comportan
cinco características generales:
Proporcionan un puente entre las habilidades o información familiares
para el niño o aprendiz y las habilidades o informaciones necesarias para
resolver los nuevos problemas que se le plantean; los adultos o
compañeros más expertos ayudan al niño a encontrar conexiones entre lo
ya conocido y lo necesario en las nuevas situaciones, asegurando un
punto de partida básico para éstas.
Ofrecen una estructura para organizar los procesos de resolución de
problemas; los adultos o compañeros más expertos estructuran las áreas
deter-minando el problema a resolver, el objetivo, y la manera de hacerlo
subdividiéndolo en objetivos más manejables.
Implican la transferencia de responsabilidad en la gestión de la
resolución de problemas; el niño/aprendiz toma, en los procesos de
participación guiada, un rol cada vez más importante en la resolución de
los problemas, tanto en términos “microgenéticos” (en la resolución
puntual de tareas y situaciones específicas) como de manera global en el
curso general del desarrollo, hasta llegar a la resolución independiente de
las situaciones.
Suponen la participación activa tanto del niño-aprendiz como del adulto
o compañero más experto; la insistencia en la aportación conjunta de
adulto y niño y la gestión compartida del proceso es una caracteristica
específica de la noción de participación guiada.
Pueden implicar formas de instrucción no sólo explícitas sino también
tácitas, particularmente a través de la organización e interacciones
cotidianas entre niños y adultos; la guía tácita del adulto al niño puede
manifestarse a través de formas de comunicación de información y
ofrecimiento de ayuda en el contexto de situaciones prácticas de
actividad diaria -vs. situaciones explícitas de instrucción- y también en
aspectos de la relación adulto-niño que no implican interacción directa:
estructuración de situaciones para el niño, selección de actividades y
materiales con los que entrará en contacto, propuesta de modelos...
Estas cinco características, a la vez que retoman muchos de los
elementos presentes en la noción de andamiaje, apuntan algunos
rasgos adicionales que les confieren, a nuestro juicio, un
particular interés para la discusión que nos ocupa. Así por
ejemplo, a partir de su insistencia en las formas más distales y
tácitas de ayuda educativa, la noción de participación guiada
permite incorporar adecuadamente a la explicación de la manera
en que la educación genera o crea desarrollo la influencia de
situaciones que no suponen interacción social directa cara-a-cara
como, por ejemplo, los momentos en que el niño interactúa
aisladamente con los objetos, o también mecanismos como el
aprendizaje por observación o el modelado. Igualmente, la
importancia que atribuye Rogoff a la actividad del niño en el
proceso permite incorporar a su explicación muchos de los
conocimientos recientes que la psicología del procesamiento de
información o la perspectiva etológica han elaborado respecto a
las aportaciones que los niños realizan, a partir de sus “pre-
equipos” básicos, en sus procesos interactivos con los adultos.
Por último, la noción de participación guiada supone apelar
explícitamente a los procesos de comunicación y de elaboración
por parte del aprendiz de significados (representaciones sobre la
realidad) cada vez más cercanos a los que manejan los adultos o
miembros más competentes, y más cercanos a los
proporcionados por la cultura a la que pertenecen. En términos de
la propia Rogoff:
Por debajo de los procesos de participación guiada se encuentra
la intersubjetividad: la posibilidad de compartir focos de atención y
propósitos entre los niños y sus compañeros más expertos (...). A
partir de la participación guiada, que implica la comprensión
compartida y la resolución compartida de problemas, los niños se
apropian de una comprensión de los problemas cognitivos de su
comunidad y de una capacidad de enfrentarse a ellos cada vez
más avanzadas. (Rogoff. 1990, p. 8.) (La traducción es nuestra.)
Sin embargo, y pese a su indudable relevancia, nociones y
constructos como los de andamiaje y participación guiada (y otros
que se han propuesto en términos similares por parte de distintos
autores), no agotan aún la explicación de las relaciones entre
educación y desarrollo personal. En otros términos, no nos
permiten aún, pese a la información que aportan, una
comprensión completa y detallada de las formas “finas” en que los
procesos educativos crean desarrollo en las diversas situaciones
y sobre los múltiples contenidos implicados en el desarrollo. A
este respecto, dos tipos de cuestiones permanecen abiertas en
gran medida y pueden considerarse, a nuestro juicio, ámbitos
prioritarios de trabajo e investigación. Por un lado, parece
necesario ampliar nuestra comprensión de los factores
responsables de la promoción de desarrollo en la interacción
educativa, en la línea de las nociones y constructos que
acabamos de presentar. Dimensiones como la continuidad y
persistencia a lo largo del tiempo de las influencias educativas, o
un determinado tipo de implicación afectiva y emocional por parte
del niño y del adulto basada en el interés, la confianza, la
seguridad y la aceptación mutuas, y otros que probablemente nos
son aún desconocidos, deben incorporarse o integrarse al
conjunto de esa comprensión. Por último, parece necesario
profundizar en el análisis especifico de los distintos tipos de
prácticas educativas y de sus características diferenciales como
contextos de desarrollo, así como avanzar en la comprensión del
modo en que actúan los distintos factores y mecanismos en cada
uno de esos tipos de prácticas y en los distintos contenidos que
se encuentran implicados en el desarrollo personal.
La organización social de la educación: practicas educativas
y desarrollo humano
Este capítulo supone una recapitulación de contenidos ya
trabajados pero necesarios para abordar el análisis de algunas
prácticas educativas concretas. En primer lugar, consideraremos
el carácter social y socializador de la educación en el contexto de
sus relaciones con los procesos de desarrollo y aprendizaje. A
continuación, nos centraremos en la caracterización de las
prácticas educativas, atendiendo de manera prioritaria a las que
son propias de las sociedades desarrolladas.
La naturaleza social y la función socializadora de ia educación
Tal como ha quedado establecido en la segunda parte, el
desarrollo de las personas se debe a la interacción entre el
bagaje biológico-hereditario y el bagaje cultural propio del grupo
que acoge al ser humano, cuya responsabilidad recae, en primera
instancia, en sus cuidadores más próximos y, en una dimensión
más amplia, en las instituciones, los valores y la organización
social del grupo.
La criatura humana llega al mundo con una herencia y un
calendario madurativo. Su código genético es notablemente
abierto y fija poco o muy poco lo que constituirá su
comportamiento. Los aspectos hereditarios marcan más
posibilidades y limitaciones que materializaciones concretas.
Estas dependen tanto de la oportunidad de aprender y de las
experiencias que se les presentan, como de aquellas en que se
les permite participar dentro de los márgenes en que se mueve
dicha participación.
De esta manera entendió Vygotsky (1979) el desarrollo, como la
encrucijada entre la línea natural del desarrollo (configurada por
aspectos de carácter hereditario y las regularidades en el
calendario madurativo) y la línea cultural del desarrollo, que
constituye una auténtica herencia cultural mediante la cual los
aprendizajes realizados por una generación pueden transmitirse,
ser reinterpretados y profundizados (aunque también obviados)
por la generación posterior. Para este autor, esta línea, de
evidente naturaleza social y cultural, es la responsable de la
aparición de los procesos psicológicos superiores propios de los
humanos.
De este modo, los miembros de la especie humana aprenden los
rasgos característicos de las personas: el uso del lenguaje como
medio de comunicación y herramienta de pensamiento; la
regulación y control progresivo de la conducta, los sentimientos y
las emociones; la competencia social; el sentido de individualidad
y, al mismo tiempo, de pertenencia y vinculación a diversos
sistemas y grupos sociales... y un largo etcétera. Se trata de
aprendizajes inseparables de los procesos de socialización, de
culturización social, de interacción con los otros; de aprendizajes
que se realizan en el contexto de las relaciones sociales: en la
familia, en la escuela, con el grupo de iguales, a través de los
medios de comunicación, etc.
En relación con el nuevo miembro que se integra, todos estos
grupos, instituciones, sistemas, tienen diversas finalidades
encaminadas a satisfacer determinadas necesidades básicas de
los individuos: de subsistencia, de afecto, de compañía y de
amistad, de autoestima... y cada uno prioriza unas sobre otras.
Ahora bien, todas tienen un punto en común: ayudar al individuo a
asimilar diversas parcelas de la cultura de su grupo.
A través de las experiencias educativas que posibilitan
(experiencias diversas, relativas a contenidos diversos y con
grados diferentes de sistematización, con finalidades más
delimitadas o difusas), este individuo se convierte en un miembro
activo y participativo de su grupo, a medida que va compartiendo
su cultura. Al mismo tiempo, los aprendizajes que realiza, porque
así se lo permiten las experiencias en que se ve inmerso,
constituyen el motor a través del cual se desarrolla en todas sus
capacidades (afectivo/relacionales, de equilibrio personal, de
inserción social, cognitivas y motrices). Podemos entonces
afirmar que gracias a los aprendizajes que le posibilitan las
diversas experiencias educativas, se irá configurando como una
persona que comparte con los otros determinados y
fundamentales aspectos, pero que es única e irrepetible, porque
también son únicos los contextos específicos en que vive e
idiosincrásica la manera que tiene de apropiarse de los
mecanismos culturales.
Así, como ya quedaba establecido en la segunda parte, el
concepto de desarrollo humano es inseparable del concepto de
cultura. Esta determina en buena parte lo que somos, quiénes
somos y cómo nos relacionamos. El proceso de desarrollo es el
proceso mediante el cual el ser humano hace suya, incorpora (y
se incorpora a) la cultura del grupo al que pertenece, hecho que
explica que sus capacidades, en todos los ámbitos, se concreten
de manera estrechamente vinculada a los aprendizajes
específicos que ha debido realizar, a las relaciones que ha tenido
que construir y a la imagen que, a lo largo de estas
construcciones, ha podido componer a propósito de sí mismo.
Por otro lado, lo que consideramos “desarrollo” es también una
construcción social y cultural. Como ha señalado Rogoff (1993),
sociedades más o menos tecnificadas y sofisticadas poseen ideas
diferentes respecto de lo que significa alcanzar las metas
máximas del desarrollo y, consecuentemente, estructuran y
organizan situaciones y relaciones que permiten este logro. Todas
las sociedades educan a sus miembros, en la medida en que,
los grupos sociales ayudan a sus miembros a asimilar la
experiencia culturalmente organizada y a convertirse, a su vez, en
miembros activos y en agentes de creación cultural, o lo que es lo
mismo, favorecen su desarrollo personal en el seno de la Cultura
del grupo, haciéndoles participar en un conjunto de actividades
que, globalmente consideradas, constituyen lo que llamamos
Educación. (Coll, 1987, p. 28.)
Con esta perspectiva, quedan claros las vínculos entre el
desarrollo, el aprendizaje y la cultura, apareciendo la educación
como la clave que explica estas relaciones. Es evidente la función
socializadora de la educación, que nos permite conservar,
compartir y profundizar en nuestra cultura, nos hace partícipes del
conjunto de valores, normas, estrategias y conocimientos propios
del grupo social que nos acoge. También es evidente su
naturaleza social; educar supone la participación del aprendiz y la
presencia, más o menos directa y vehiculada de diferentes
formas, de alguien que puede enseñar aquello que en un
momento dado se constituye como objeto de conocimiento que,
naturalmente, también ha de estar presente y reconocible. La
educación tiene una dimensión de relación social innegable. De la
misma manera que está capacitada para organizar e
institucionalizar, la educación es una creación social. En el
siguiente capítulo, nos referiremos más concretamente a estos
aspectos.
Prácticas educativas y ámbitos de educación en las sociedades
desarrolladas
Como acabamos de exponer, todas las sociedades educan a sus
miembros, y cada una dispone de los medios idóneos para que se
alcancen las máximas cotas en lo que se considera desarrollo.
Como se ha señalado en numerosas trabajos, en el caso de las
sociedades más o menos desarrolladas, hay una diferencia
fundamental en esta disposición. Muy a menudo, en estas
sociedades, pueblos que viven de la caza, la pesca, de
actividades artesanales, las habilidades necesarias para asegurar
la subsistencia y competencia social de las personas se aprenden
mediante la participación de los niños en las actividades de los
adultos. Esta participación toma diferentes formas: desde la
observación discreta y distante, hasta la interlocución directa con
el experto; pero, en cualquier caso, el aprendizaje no se realiza
en contextos diferenciados de aquellos en los que se da la
conducta experta, es decir, contextos reales de actuación
cotidiana.
Si nos fijamos en sociedades como la nuestra, caracterizada por
un nivel de desarrollo científico y tecnológico muy sofisticado, nos
daremos cuenta que, en ellas, las prácticas educativas han ido
adquiriendo unos rasgos muy diferentes a los que acabamos de
comentar. Desde muy pequeños, los niños comparten las
experiencias vividas en otros ámbitos con la familia, a quien nadie
niega su función formativa, pero en un sentido determinado, Se
trata de actividades que tienen lugar en contextos
específicamente creados con la finalidad de enseñar y aprender
determinadas cosas, separadas de las actividades cotidianas y
habituales. Aunque subsisten ámbitos de formación profesional
donde se adquiere la experiencia necesaria pasando por
diferentes fases: el aprendiz, el ayudante, el oficial de primera, el
maestro (para ejercer como sastre o en el ámbito de la
peluquerfa, por ejemplo). La progresiva sofisticación, los cambios
impuestos por la tecnología y la producción a gran escala, han
propiciado la creación de ámbitos educativos que sustituyen al
aprendizaje más ligado a un contexto concreto donde se ha de
mostrar el dominio, o bien lo reducen a un espacio de prácticas
en un currículum formativo que concentra buena parte de sus
esfuerzos en instituciones educativas.
Estas diferencias entre sociedades con diferentes grados de
complejidad, que se concretan también en el ámbito de las
prácticas educativas, tienen consecuencias muy importantes en
todos los órdenes: antropológico, económico, tecnológico... Las
tienen también desde el punto de vista psicológico, que es el que
nos interesa aquí. Por un lado, la separación estricta entre
actividades de adultos y actividades educativas comporta una
prolongación del período infantil o, mejor dicho, del aprendizaje
que en sociedades tecnificadas y desarrolladas como la nuestra,
tiende cada vez más a alargarse indefinidamente: aprendemos
intensamente durante un largo e importante período de nuestra
vida; de hecho, nos dedicamos básicamente a aprender. Pero la
necesidad de una formación permanente se formula, hoy en día,
con mucha intensidad para ámbitos muy diferentes.
Por otro lado, en las sociedades occidentales, la creciente
necesidad de formación para llegar a ser un miembro de pleno
derecho en el grupo social al que se pertenece, multiplica tanto
los ámbitos de formación como los esfuerzos que adultos y niños
han de emplear en la adquisición de los conceptos, de los valores
y de los procedimientos básicos de la cultura. Así se explica la
prolongación de escolaridad obligatoria en todos los paises
occidentales y la progresiva inclusión, en el currículum escolar, de
contenidos que hasta hace muy pocos años estaban ausentes
(pensemos, por ejemplo, en la informática o en la ecología). Pero
todavía un apunte más: se plantea la necesidad de establecer
vínculos y relaciones entre lo que se aprende en unos y otros
contextos, entre la escuela y la familia, por citar el caso más
obvio, así como la de “controlar” influencias educativas diversas y
más difusas, como las que nos llegan mediante los medios de
comunicación, que tanto pueden reforzar como contradecir los
valores y principios que se intentan aportar a través de las
prácticas educativas mejor establecidas.
Sin lugar a dudas, la educación es ciertamente un fenómeno
complejo y comprender su impacto en el desarrollo de la persona
obliga a tener en cuenta la globalidad de las prácticas educativas
en que ésta se halla inmersa. A continuación, nos ocuparemos de
las diversas prácticas educativas presentes en la sociedad
occidental, para pasar después a preguntamos si cualquier
escenario o ambiente en el que viven los niños y en el que se
ponen en marcha determinadas prácticas educativas puede
considerarse un contexto potencial de desarrollo.
Prácticas educativas diversas: caracterización y dimensiones de análisis
Hemos comentado que la educación, entendida en sentido
amplio, es un fenómeno difícil de aprehender y que, en ningún
caso, se reduce simplemente al efecto de escolarizar. Es un
fenómeno complejo por las finalidades que persigue (desde
nuestra óptica, cabe recordar la socialización e individualización
progresiva) como por los medios de los que se dispone para
lograrlos, medios que difieren en cada grupo social, por sus
condiciones y por aquello que se considera “persona
desarrollada” en cada uno.
Ahora bien, que sea un fenómeno complejo no impide que se
intente conceptualizarlo. De hecho, encontramos diversos
análisis, algunos de los cuales comentaremos a continuación.
Trilla (1993), en una tradición compartida por otros autores que
provienen del ámbito disciplinar de las Ciencias de la Educación,
considera que es posible establecer tres categorías diferenciadas
en lo que se denomina “universo tripartito de la
educación”: educación formal, educación no
formal y educación informal.
La educación formal designa los procesos específicamente y
diferenciadamente diseñados en función de objetivos específicos
de instrucción, dirigidos a la obtención de los grados propios del
sistema educativo reglado (lo que normalmente entendemos por
“escolarización”). El mismo autor considera que cuando se trata
de procesos también específicos y diferenciados que persiguen
unas finalidades de instrucción situadas al margen del sistema
educativo (por ejemplo, educación del tiempo libre, educación de
adultos en algunos de sus ámbitos), estamos hablando
de educación no formal. Es conveniente observar que tanto en la
educación formal como en la no formal hay una clara
intencionalidad y un proceso organizado, más o menos
planificado y sistemático que se pone al servicio de los objetivos
que se persiguen.
Trilla se refiere también a la educación informal, que incluye
aquellos procesos educativos que se producen de manera
indiferenciada, y subordinada a otros objetivos y procesos
sociales; aquellos en que la función educativa no es la dominante;
aquellos que no poseen una especificidad. Son procesos en que
la educación se produce de una manera difusa (muchos autores
utilizan indistintamente las expresiones “educación informal” y
“educación difusa”).
Ésta y otras clasificaciones son, sin duda, útiles desde el punto de
vista estructural, y desde la perspectiva del estudio sistemático de
la educación, principalmente en su dimensión de fenómeno
social. Por consiguiente, como señala el mismo autor, no resulta
fácil establecer con precisión la frontera entre la educación
informal y las otras dos:
Según el primer criterio (intencionalidad del agente), todos los
procesos intencionalmente educativos quedarían del lado de lo
formal y no formal, y, consiguientemente, los no intencionales
quedarían ubicados en el sector informal. Desde luego, es claro
que la educación formal y la no formal son intencionales (...). Sin
embargo, lo que resulta mucho más cuestionable es que toda la
educación informal sea no intencional (...). El caso de la familia es
especialmente significativo. La mayor parte de autores sitúen a la
familia en el marco de la educación informal y, sin embargo, es
obvio que no cabe aducir que los padres siempre que actúan
educativamente lo hacen sin intención de educar. (Trilla, 1993,
pp. 25-2.).
En realidad, la precisión respecto a la educación que se recibe en
la familia se puede hacer extensiva a otras prácticas educativas:
en la escuela, donde se aprenden muchas más cosas de las
previstas por el currículum oficial; a través de los medios de
comunicación, que a veces contribuyen a la obtención de un título
propio del sistema educativo.
Añadiremos, además, que utilizar como criterio diferenciador de la
educación formal y no formal el hecho que se dirijan o no a la
“provisión de grados del sistema educativo reglado”, siendo
legítima y útil desde un punto de vista estructural y sociológico, es
menos pertinente desde un punto de vista psicoeducativo,
considerando que las características de los procesos que ambas
implican pueden ser muy similares. En cualquier caso, la
distinción (y la dificultad de establecerla) ayuda a mostrar el
amplio abanico de situaciones al que nos referimos cuando
hablamos de educación, así como de sus similitudes y
diferencias.
Desde la perspectiva de la psicología de la educación, y a partir
de las relaciones que hemos postulado entre cultura, aprendizaje,
educación y desarrollo, lo que nos interesa es caracterizar los
contextos en que estos constructos aparecen indisolublemente
vinculados, contextos de desarrollo porque, mediante las
experiencias educativas que proporcionan, estimulan el
aprendizaje, la apropiación personal de la cultura, que ha creado
también los propios contextos. Puede parecer un tanto complejo,
pero esta complejidad responde a la realidad de los hechos.
Scribner y Cole (1982) hablan de la “educación formal de la
escuela”, de la “educación formal en contextos no institucionales”
y de la “educación informal”, conceptos que se complementan
parcialmente con los utilizados por Trilla (1993), pero que los
autores utilizan para delimitar formas de educación que posibilitan
sistemas de aprendizaje diferentes, y que pueden tener
repercusiones cognitivas para sus destinatarios. Este trabajo, que
podemos considerar clásico, pone el dedo en la llaga del
problema de la discontinuidad que, a menudo, se establece entre
los diversos contextos educativos de los que participa el niño y
reclaman una visión amplia de la educación, que no ignore el
papel de la familia o de otros ámbitos educativos no escolares
(algunos de estos aspectos serán retomados en el cuarto
capítulo, “La educación escolar y sus relaciones con otras
prácticas educativas”).
Miras (1991), a partir de los trabajos realizados en el ámbito de la
antropología y, en el terreno psicológico, por autores que se
incluyen en la corriente de la psicología cultural (el ya comentado
de Scribner y Cole, 1982; Cole y Wakai, 1984), considera que,
aún teniendo en cuenta las importantes variaciones que existen
en la forma de organizar la educación en diferentes grupos
humanos, a las cuales ya nos hemos referido más arriba, hay
algunos puntos en común.
De manera bastante general, el proceso de desarrollo de los críos
se inicia en la familia, siendo los padres, a la vez, los primeros
cuidadores y educadores. Es el primer contexto de desarrollo, que
en todas las culturas se ve, más tarde o más temprano,
progresivamente ampliado. Los niños participan así en otros
contextos y se interaccionan con otras personas en una
diversidad de modalidades. Cole y Wakai (1984, citados por
Miras, 1991) consideran la existencia de cuatro grandes ámbitos
educativos en las sociedades desarrolladas:
La educación familiar.
La escolarización (en todos sus niveles).
La educación profesional (programas de educación profesional
suplementaria, de reciclaje laboral, etc.).
El ámbito que los autores denominan “School education”, que incluye la
formación de adultos, cursos y seminarios organizados por instituciones
diversas... (estos programas formarían parte de lo que Trilla [1993]
considera “educación no formal”, y serian asimilables a lo que, en
ocasiones, se designa como “animación sociocultural”).
Probablemente porque los autores distinguen “ámbitos
educativos” y no se ocupan de los “medias” a través de los cuales
la educación se difunde, Cole y Wakai no contemplan la influencia
educativa de los medios de comunicación. Actualmente, sin
embargo, es ampliamente aceptada la idea de que los medios de
comunicación son medios muy potentes de educación
(fundamentalmente informal pero no exclusivamente, ya que
algunos de sus programas formarían parte del universo no formal
o de otros universos, incluido el formal).
Lógicamente, no todos estos ámbitos tienen la misma naturaleza,
universalidad (dentro de un mismo grupo social), ni el mismo
impacto en la vida de las personas. No todos son igualmente
importantes desde la perspectiva de la psicología de la
educación, ni tenemos el mismo grado de conocimiento respecto
de cada uno.
Resulta evidente, por ejemplo, que en la actualidad sabemos
muchas más cosas del ámbito de la educación escolar que de los
otros; también es cierto que éste y el ámbito de la educación
familiar, por su carácter “general” en las sociedades
desarrolladas, por las finalidades que tienen atribuidas y por las
posibilidades de aprendizaje que tienen los niños mientras viven y
participan de ambos contextos, tienen una significación
psicológica diferente de los otros, y no por ello dejan de ser
menos importantes. Como veremos, la “agenda” de la psicología
de la educación, que se ha ido ampliando progresivamente,
incluye todos estos ámbitos, así como otros que no aparecen en
la descripción de Cole y Wakai. Aunque son diferentes, como
acabamos de señalar, nos interesa remarcar dos aspectos.
En primer lugar, en cada uno de los diferentes ámbitos
propuestos, la persona en desarrollo entra en contacto con
parcelas específicas de su cultura y con otras personas que, de
maneras diferentes, la ayudan a acercarse a ellas. Se
transforman, por lo tanto, en “intermediarios culturales”, cuya
responsabilidad es evidente, desde la perspectiva en que nos
situamos. Siguiendo a Bronfenbrenner (1987), podemos
considerar que cada uno de ellos configura un microsistema:
Un microsistema es un patrón de actividades, roles y relaciones
interpersonales que la persona en desarrollo experimenta en un
entorno determinado, con características y materiales
particulares.
Un entorno es un lugar en el que las personas pueden interactuar
cara a cara fácilmente, como el hogar, la guardería, el campo de
juegos y otros. Los factores de la actividad, el rol y la relación
interpersonal constituyen los elementos o componentes del
microsistema.
A continuación, veremos qué condiciones ha de cumplir un
microsistema para convertirse en un contexto de desarrollo.
Antes, sin embargo, analicemos la segunda consideración que
habíamos anunciado: e! hecho de que el desarrollo, entendido en
su doble faceta de socialización e individualización, no se da en
uno sino en diversos micosistemas. Nos educamos, vivimos en
diferentes contextos y, en ellos, participamos de experiencias
educativas diversas. ¿Qué es lo que los hace diferentes, más allá
de lo estrictamente visible y fenoménico? Algunos datos nos
pueden ayudar a este análisis, aunque no son exhaustivos ni se
encuentran exentas de dificultad en su definición y aplicación.
En cuanto a lo que podríamos considerar como “núcleo” de cualquier
práctica educativa, es decir, el triángulo que tiene en sus respectivos
vértices el aprendiz, el intermediario cultural y la parte de la cultura a la
que, de manera más o menos intencionada, dirigen sus esfuerzos, vemos
que pueden adoptar valores diversos:
En cuanto al aprendiz, éste puede tratarse tanto de un bebé como de un
adulto experimentado, en todas las posibles variantes y fases. Esto
esboza unas características específicas (capacidades, conocimientos y
experiencias previas, intencionalidad, etc.) que influyen, sin duda, en el
aprendizaje. Por otro lado, el aprendiz puede ser fundamentalmente
aprendiz (alumno) o puede combinar este rol con otro: trabajador, madre,
etc.
En lo que respecta al intermediario cultural, algunas características
importantes pueden oscilar entre grados mínimos y máximos, pasando
por todos los estados intermedios. Ello sucede con el grado de
especialización para realizar la labor educativa (que podemos considerar
mínima en un progenitor inexperto y máxima en un maestro
experimentado); con el tipo de intervención, que puede ser muy directa o
muy indirecta; con la conciencia de intencionalidad.
En cualquier campo de la cultura que se trate, puede oscilar entre lo que
podemos denominar “cultura popular” (costumbres, formas de vida,
valores e ideologías no sistematizadas ni organizadas en corpus de
conocimiento) y los “conocimientos específicos” (disciplinares,
cientificos, académicos, profesionales, tecnológicos..,).
En lo que afecta a las relaciones que se establecen entre el aprendizaje y
el intermediario cultural en torno a la parcela de la cultura, pueden ser
fundamentalmente diádicas o fundamentalmente grupales, y estar teñidas
emocionalmente de grados e intensidad diversos,
Además de estas dimensiones de tipo interno, que afectan al núcleo o
sistema primigenio de interacción, hay otras dimensiones de carácter
más estructura/social que ayudan a distinguir las prácticas educativas en
las que participan. Entre estas dimensiones, señalaremos las siguientes:
El alcance social de la práctica (en un mismo grupo social). Oscila entre
las que pueden considerarse de alcance general (educación escolar
obligatoria) y las de alcance específico (formación en un grupo de
catequesis; formación en un grupo de boy scouts).
La organización, sistematización y control social de la práctica. Hay
prácticas educativas totalmente y explícitamente regladas y expuestas a
control público, como las propias del sistema educativo. Existen las que
se encuentran sobre todo implícitamente normativizadas y con escaso
control público, y las que se dan en la familia. Aun así, otras prácticas se
encuentran prácticamente exentas de reglamentación y control externo
(aunque puedan estar internamente muy normativizadas), como puede
suceder con un grupo de recreo.
La diferenciación respecto a otras actividades presentes en el mismo
contexto en que se da la educación. En este caso, las prácticas educativas
pueden tener carácter definitorio por el contexto, y estar específicamente
diferenciadas de otros contextos, como es el caso de la escuela, la
universidad, etc. También podemos encontrar contextos donde las
prácticas educativas se supeditan o conviven, siempre o con frecuencia,
con otras finalidades, como pasa con la familia, donde la atención, el
afecto pueden encontrarse por encima de finalidades educativas.
La institucionalización. Algunas prácticas educativas se llevan a cabo en
instituciones creadas para esta finalidad. Otras, en cambio, intervienen en
contextos cuya finalidad no es estrictamente la de educar.
El período temporal que alcanza la educación. En algunos casos es
estable y se encuentra claramente determinado. En otros casos, es
sumamente inespecífico.
Las diferentes prácticas educativas de nuestro grupo social en las
que participamos poseen, en cierta medida, estas características,
aunque a veces sea dudosa la atribución. En su conjunto, nos
permiten entender sus características, su alcance y limitaciones y
el grado en que se encuentran “participadas” socialmente. Nos
dan una visión global de aquello que potencialmente permiten
aprender y en qué condiciones. Pero, trazar los parámetros de las
oportunidades que ofrecen a los individuos para interactuar entre
ellos y la cultura, para desarrollarse, nos lleva a un análisis más
interno, que iniciaremos seguidamente.
Las prácticas educativas como contextos de desarrollo
Hasta ahora, hemos estado considerando el papel de la
educación para explicar las relaciones entre la cultura y el
desarrollo individual. Nuestras reflexiones nos han llevado a
concluir que la educación tiene múltiples formas y que éstas se
despliegan no en uno, sino en diversos contextos en los que la
persona vive y participa. Hemos podido identificar la presencia de
lo que hemos denominado “núcleo primigenio de interacción” en
las diversas prácticas educativas que recordamos a partir de la
descripción de Cole y Wakai, así como otras variables de índole
más social/estructural que nos permiten caracterizarlas. Queda
ahora la cuestión crucial: ¿cuándo y por qué podemos considerar
que el entorno en que se da una práctica educativa constituye un
contexto de desarrollo? O formulada de otra manera: ¿en qué
condiciones una práctica educativa llega a ser un contexto
potencial de desarrollo para un crío?
Desde la perspectiva que hemos adoptado, los diversos contextos
en que crecemos nos ponen al alcance, de manera más o menos
intencionada, experiencias educativas mediante las cuales
podemos ir aprendiendo elementos de la cultura popular y
científica. Estas prácticas educativas promueven el desarrollo
personal, porque el aprendizaje que realizamos es una
construcción, una apropiación personal de alguien que existe
objetivamente y que nos lleva a reestructurar el conocimiento de
que disponemos.
Pero las nuevas posibilidades que permiten disponer de nuevos
conocimientos, conceptos, procedimientos, estrategias, valores,
normas... no terminan en el nivel cognitivo. Todo lo contrario, se
amplían también las posibilidades de relacionarse con otros de
manera constructiva, de insertarse de manera satisfactoria en
grupos e instituciones sociales y contribuye, en definitiva, a verse
uno mismo como una persona competente, a tener un
autoconcepto positivo. En la medida en que el aprendizaje nos
permite representarnos el mundo y a nosotros mismos, de
manera cada vez más ajustada y compleja, en esta medida
podemos decir que el aprendizaje es el motor de nuestro
desarrollo.
Por lo tanto, conviene rechazar la idea de que cualquier contexto
o cualquier práctica educativa que en él se ponga en
funcionamiento tiene el mismo potencial de desarrollo para un
crío; o que la misma práctica redundará en el mismo beneficio
para dos críos diferentes. La importancia que damos a las
experiencias que los otros ofrecen no nos ha de confundir, toda
vez que el intermediario último del aprendizaje es el propio
aprendiz. Su disposición, el interés que le despierta determinada
propuesta, los medios que ha aprendido para apropiarse de
nuevos conocimientos y para superar los retos que se le
presentan, su autoestima.. son variables que intervienen de
manera decisiva en aquello que podrá aprender y resolver, y en
cómo interpretará los resultados de su actuación.
Así, no hemos de esperar una respuesta automática y
preestablecida por una propuesta, sino, mejor dicho, una
respuesta personal, fruto tanto de la propuesta como de la
interpretación que de ella se puede hacer mediante las
experiencias, disposiciones y conocimiento con que se aborda.
Dicho esto, que nos recuerda el importantísimo papel del
aprendiz, podemos detenemos ahora a considerar las
características de la propuesta, de la experiencia educativa que
ofrecemos para que tenga potencial de desarrollo.
Bronfenbrenner (1985) considera que los diversos ambientes en
que vive el niño (el autor habla en el artículo de referencia de la
familia y de la escuela) han de cumplir dos condiciones
complementarias para poder ser considerados contextos de
desarrollo:
Posibilitar que el niño observe y pueda incorporarse a patrones de
actividad progresivamente más compleja, con la ayuda y la guía de
alguien más experto.
Posibilitar que el niño pueda implicarse en las actividades que ha
aprendido con la ayuda de los otros pero, ahora ya, de forma
independiente.
Únicamente cuando se dan estas condiciones, el microsistema
funciona como contexto de desarrollo. Condiciones que, de otro
lado, se corresponden perfectamente con el concepto de
actuación en la Zona de Desarrollo Próximo, que ya ha sido
revisado en la segunda parte, y que hace énfasis en cómo la
interacción social o la relación intrasubjetiva permite la
reestructuración a nivel intrasubjetivo y, por lo tanto, el progreso
en la etapa de desarrollo. Bronfenbrenner otorga gran
importancia, como vemos, a la actuación independiente y
autónoma, que no supone la repetición mecánica de lo que se ha
hecho anteriormente con ayuda de otros, sino, más bien, la
comprensión profunda del proceso seguido y la posibilidad de
contextualizarlo en nuevas situaciones.
Nos interesa remarcar que las condiciones de que habla
Bronfenbrenner no se asimilan a una manen exclusiva y única de
actuar. Al contrario, en nuestra opinión, una característica positiva
de esta descripción radica en el hecho que permite introducir la
diversidad de caminos a través de los cuales las personas
aprendemos: lo hacemos porque nos implican con otros más
expertos en la resolución práctica o en la negociación; porque nos
ajustamos y, progresivamente, comprendemos las normas que
regulan la vida y las relaciones. A veces, porque se nos aplican
sanciones; porque somos capaces de explorar autónomamente
objetos y situaciones; porque observamos e imitamos el
comportamiento de otras personas. Además, frecuentemente todo
esto aparece integrado: pensemos, por ejemplo, en la madre y el
hijo que se disponen a hacer una tortilla juntos, o a ordenar una
habitación, o a escribir en el ordenador, y veremos como a lo
largo de la secuencia todas estas posibilidades aparecen, y son
responsables de la progresiva competencia que demuestra el
aprendiz.
De este modo, los contextos de desarrollo no se caracterizan por
su rigidez, sino por su plasticidad; por la capacidad que tienen de
dar entrada a las capacidades de los críos y significación a sus
realizaciones, por el hecho que pueden poner los medios para
“estirarlas” y favorecer la actuación autónoma. En esta
perspectiva, el constructo de “participación guiada”, acuñado
por Rogoff (1993), adquiere todo el sentido para explicar la
actuación compartida, que puede tomar formas diferentes, pero
que se orienta al desarrollo del niño en el sentido marcado por la
cultura:
La participación guiada se presenta como un proceso en el que
los papeles que desempeñan el niño y su cuidador están
entrelazados, de tal mantra que las interacciones rutinarias entre
ellos y la forma en que habitualmente se organiza la actividad
proporcionan al niño oportunidades de aprendizaje tanto
implícitas como explícitas. (p. 97.)
(...) es posible que la participación guiada esté ampliamente
extendida por todo el mundo. Aunque existen diferencias
culturales en relación con la forma en que se organizan las
actividades de tos niños y la comunicación con ellos. Dichas
diferencias se relacionan, sobre todo, con las metas del desarrollo
—qué lecciones se deben aprender— y los medios que están al
alcance de los niños, bien para observar y participar en
actividades que tienen especial valor en esa cultura, bien para
recibir enseñanza fuera del contexto específico de las actividades
que exigen poner en práctica destrezas específicas (p. l49).
En definitiva, entonces, la potencialidad de las prácticas
educativas que se estructuran en los diferentes contextos de
desarrollo de los niños dependen del grado en que le faciliten el
aprendizaje y el dominio autónomo de aquellos elementos de la
cultura a que se refieren. Como ha señalado también
Bronfenbrenner (1987), el desarrollo de una persona no depende
sólo de las propiedades intrínsecas de los diferentes
microsistemas en que este proceso toma cuerpo; depende en
buena medida de las relaciones y los acuerdos que entre ellos
pueden establecerse (debemos pensar, por ejemplo, en el caso
de la familia y la escuela). Aunque los contextos educativos
varían, la persona y su proceso de desarrollo son únicos. De aquí
la importancia no únicamente de los microsistemas, sino también
del mesosistema, que define las interrelaciones entre dos
contextos en que el crío vive y participa activamente.
Ahora bien, tomar en consideración los contextos para explicar el
desarrollo obliga, además, a tener en cuenta no únicamente
aquellos entornos o contextos de los cuales se participa
directamente, sino también aquellos en que se producen hechos
que afectan al entorno más directo de participación.
Bronfenbrenner habla del exosistema para referirse a estas
fuerzas que afectan a lo que sucede en los microsistemas
primarios (por ejemplo, el lugar y la naturaleza del trabajo de los
progenitores; las relaciones que mantiene su maestro con el resto
de miembros del claustro, etc.). Naturalmente, a un nivel más
externo y estructural, los contextos de desarrollo de un niño se
ven influenciados por el macrosistema, que se refiere ya a
condiciones sociales, culturales y estructurales que determinan en
cada cultura los rasgos generales de las instituciones, los
contextos y que establecen unas características comunes entre
ellos y diferentes de las que se pueden observar por las mismas
instituciones en otras culturas.
Comprender el desarrollo, en una perspectiva ecológica, supone
prestar atención a estos diferentes niveles que constituyen el
“ambiente ecológico” en que las personas crecemos y nos
hacemos miembros activos de nuestro grupo social. Por nuestra
parte, estos contractos y otros a los que nos hemos referido
anteriormente nos llevan a estudiar un poco más profundamente
las características de las prácticas educativas que se ponen en
marcha en determinados contextos y las de la educación que se
conduce a través de medios específicos