Derecho en Roma

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http://www.librear.com Derecho Romano EL DERECHO EN ROMA 1 Michel Villey 1 El presente es una compilación de capítulos publicados en distintas obras de Michel Villey. Las mismas varían de acuerdo a que su publicación haya sido hecha en Francia o en Argentina. El título solo hace referencia al tema abordado por el autor. 1

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EL DERECHO EN ROMA1

Michel Villey

1 El presente es una compilación de capítulos publicados en distintas obras de Michel Villey. Las mismas varían de acuerdo a que su publicación haya sido hecha en Francia o en Argentina. El título solo hace referencia al tema abordado por el autor.

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I. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO ROMANO

Siendo tradicionalmente más juristas que historiadores, los romanistas, por mucho tiempo,

han dejado en la oscuridad los principios del derecho romano.

Hasta una época reciente, sólo parecían interesados en las soluciones (por ejemplo aquellas

que versaban sobre las obligaciones del vendedor o las condiciones de existencia del

furtum, etc.). Ellos no tenían ningún escrúpulo de transponerlas (a estas soluciones),

de plasmarlas, en la forma propia del pensamiento contemporáneo; aspecto que no

podía realizarse sin violar esas soluciones.

Así nuestros manuales (Monier, págs. 49, 73, etc.) continuamente presentaban a las leyes

(leges) como la fuente fundamental del derecho romano de la época clásica,

exactamente igual a lo que corresponde a nuestra teoría actual de las fuentes del

derecho, de manera alguna coincidente con las concepciones de los contemporáneos

de Cicerón, de Augusto o de Trajano.

Existe hoy, por ello, gran interés en conocer la filosofía de los juristas romanos, porque sólo

ella nos permite rehacer el tenor auténtico de sus soluciones y también conocer las

razones profundas de la fortuna del derecho romano en el mundo moderno. (Si el

derecho romano nos importa no es para que figure en los “programas” de estudio,

sino porque él es el derecho del mundo occidental moderno.)

Sobre esta cuestión os recomiendo especialmente el libro de Schulz (Prinzipien des

römischen Rechts, 1934, traducido al inglés) y en Francia los trabajos de Senn (De la

justice et du droit, 1927; Les origines de la notion de jurisprudence, 1923 y diversos

artículos) que han tenido el mérito de remontarse a las fuentes: la filosofía de los

griegos.

La cultura romana del período llamado clásico, es sobre todo la cultura griega, como en

nuestros días la cultura de la elite senegalesa es la cultura europea.

Graecia capta ferum victores coepit. O por lo menos, la filosofía de los romanos es la de

Grecia.

Muchas de las obras griegas han sido traducidas al latín; sobre todo las nociones de uso

común cuyas definiciones resultan del esfuerzo filosófico griego (como, por ejemplo:

las de derecho natural, equidad, ley en sentido amplio). Todo ello pasará a Roma por

el canal de la gramática y de la retórica.

Ciertas influencias de algunas doctrinas filosóficas sobre los juristas, no deben imaginarse a

modo de una copia literal; las exigencias de la práctica se oponen a que el jurista se

cierre dentro de los cuadros estrictos de un sistema filosófico particular. Los juristas

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se inspiran libremente en las filosofías, pero no de una manera escolar o realizando de

ellas una aplicación consciente.

La ciencia jurídica romana, en cuanto a los principios, nos parece ser un producto de la

cultura griega.

Pero los romanos han recibido simultáneamente la influencia de diversas escuelas: el

estoicismo, en el cual fue instruido Cicerón de manera especial, y al cual adhirieron

un buen número de jurisconsultos clásicos, razón por la que ha dejado sobre el

derecho romano una huella muy grande; y el platonismo que tampoco fue totalmente

ajeno en lo que respecta a la influencia sobre el derecho romano. Pero a nuestro

parecer, es la doctrina de Aristóteles la que al comienzo del período clásico dio al

derecho sus principios constitutivos y su valor excepcional.

El estoicismo

La falta de lugar nos impide tratar la filosofía estoica. Se encontrarán las indicaciones y una

nota bibliográfica en nuestra obra Leçons (1ª edición, Pág. 29 y 134 y sigs; 2ª

edición, Pag. 26).

El estoicismo es, a decir verdad, una doctrina moral más que política o jurídica. Los

fundadores del estoicismo no tenían de manera alguna en vista la división de intereses

en una ciudad, aspecto que es el eje del derecho, porque según su manera de ver, el

sabio se desinteresa de la ciudad y de sus convenciones.

La ley natural estoica, que es la razón universal que impera sobre el mundo y la historia, o

la parte de esa razón que se encuentra diseminada en la conciencia de cada hombre,

no tiene otro contenido que moral. Ella es imprecisa; ordena sobre todo una actitud

mental de aceptación del destino y no versa sobre actos determinados. Ella es por otra

parte, fuertemente exigente, hecha en su origen para el sabio, retirado espiritualmente

del mundo y del común de los hombres.

Es cierto que en la época romana, los maestros estoicos de los cuales Cicerón captará la

doctrina de su libro “De officiis”, han practicado la casuística y dado listas de

deberes más concretos y más accesibles: deber de respetar a cada hombre –aun al

esclavo–, la razón, la humanidad, la sinceridad, el respeto de la palabra dada, el

respeto a los dioses y la piedad en las relaciones familiares. Pero todo esto concierne

sobre todo a las disposiciones interiores más que a las actividades externas y ello es

todavía demasiado ideal…

Esta moral, debía afectar muy fuertemente el contenido del derecho romano en la época

clásica: el humanismo estoico, que subraya la dignidad superior de cada ser humano,

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deberá, más tarde, inspirar a los moralistas del cristianismo, y sobre todo jugar un

gran papel en la filosofía moral y jurídica moderna. Entrañaba la dulcificación de la

condición del esclavo y del peregrino. De la misma manera, los progresos del

consensualismo (cf. los estudios de Magdelain) en el tiempo de Cicerón están en

relación directa con el precepto estoico de la sinceridad, como lo testimonia

ampliamente el De officiis, etc…

También se produce en Roma, una cierta contaminación de la teoría general del derecho y

de sus fuentes por la filosofía moral de los estoicos. Es, por ejemplo, en su tratado

sobre la República –materia relativa al derecho, en principio– que Cicerón ha ubicado

su definición sobre la ley natural y ella es totalmente estoica: “Est quidem vera lex,

recta ratio, naturae congruens, difusa in omnes, constans, sempiterna; quae vocet ad

officum jubendo, vetando a fraude deterreat…”. Hay una ley verdadera, que es la

razón recta acorde con la naturaleza, repartida en las conciencias de cada ser humano,

constante, eterna. Por sus mandatos ella llama a cumplir sus deberes, aleja del mal

por sus prohibiciones, etc…

Igualmente, ciertas definiciones romanas del derecho natural, que hemos conservado en el

Digesto o en las Institutas de Gayo, tienen una raíz estoica y llevarán a reducir la

importancia práctica del derecho natural. El estoicismo es respetuoso de la

providencia racional que gobierna los cambios de la historia; pero le repugna postular

instituciones permanentes.

Es necesario admitir que la mayor parte de las instituciones jurídicas proceden de una

fuente histórica (ius gentium – ius civile) y no sería, en sentido estricto, derecho

natural (D. I, 1, 5).

Del mismo modo, parece que procede de una fuente estoica la definición de Ulpiano (D. I,

1, 3) que por derecho natural entiende las relaciones jurídicas comunes a todos los

seres animados (quod natura omnia animalia docuit). Pero este derecho no concierne

a las relaciones especialmente humanas (cf. sobre estos puntos nuestras Leçons, 1ª

ed., pág. 142 y sigs).

El estoicismo, sobre todo, había hecho cambiar a los juristas romanos el método del

derecho natural. El los invita a hacer más caso del texto positivo, histórico, al mismo

tiempo que a la razón subjetiva del hombre y al razonamiento deductivo.

Esta filosofía dejó ciertamente su sello sobre el método de interpretación lógica de los

jurisconsultos, pero de ninguna manera ello significa que fue a partir de allí que

fueron puestos los fundamentos de la ciencia jurídica romana.

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El platonismo

Hay también en el derecho romano, rastros de la influencia de Platón y del platonismo.

Cicerón se inspira en la República y las Leyes.

Sobre todo, a partir del siglo III D.C., la influencia de Platón es superior a la de Aristóteles

y a la de los estoicos. Ya hemos señalado dos adagios (quod principi placuit legis

habet vigorem – princeps legibus solutus est) que pueden ser debidos a la fuente

platónica.

A fin del siglo III, aparece el neoplantonismo con Plotino, Porfirio, Jámblico, Proclo y

sobre todo ciertos padres de la Iglesia cristiana (como San Agustín) que tomaron esta

línea filosófica. Ellos plasmaron en los espíritus, una visión jerárquica del mundo,

que procede totalmente de lo uno por grados descendentes, lo cual da sentido a un

derecho autoritario y de matriz legislativa.

Será el tiempo en que las constituciones imperiales sean la única fuente del derecho.

Pero no es en el Bajo Imperio, ni en los siglos II y III D.C. que el derecho romano recibió

sus fundamentos. Estos no son sino trasformaciones tardías y superficiales de un

sistema ya constituido en la forma clásica.

Creo que es necesario situar el momento de invención del derecho romano como sistema

científico, alrededor de la época ciceroniana.

En este momento, la influencia de Aristóteles es grande; Polibio ha transmitido las grandes

tesis de su Política, Cicerón tradujo los Tópicos dedicados al jurista Trebacio. Las

escuelas de retórica retoman nociones aristotélicas, de equidad, de ley, de derecho

natural. Igualmente, las sectas estoicas parecen haber vehiculizado esta doctrina del

derecho.

Pero los intelectuales romanos, estaban llevados hacia el eclecticismo. Ellos se instruían

sobre un poco de todo, según las materias.

Sólo Aristóteles, como vimos, había analizado realmente el derecho y sus fuentes.

La definición del derecho

La obra más arriba mencionada de Schulz, reconoce el mérito a los fundadores de la ciencia

jurídica romana, de haber colocado el estudio de las relaciones sociales objetivas,

dejando en principio, de lado en su investigación por ejemplo, el valor moral de las

intenciones; logrando también separar el derecho privado del derecho público.

Isolierung.

Me parece que el derecho romano debe esta cualidad esencial de manera más o menos

indirecta a los análisis de Aristóteles.

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Los juristas romanos conocían y han puesto de relieve la definición de la justicia y su

objeto específico explicitado por Aristóteles: la justicia es esa virtud cuyo objeto

propio es atribuir a cada uno la parte que le corresponde: jus suum cuique tribuere

(poco importa que la fórmula de Ulpiano –D. I, 1, 10– esté cargada de algunas

adiciones estoicas). Ellos han aceptado la doctrina de que el derecho deriva de la

justicia (D. 1, 1, 1), que la jurisprudencia es la ciencia de lo justo y de lo injusto –

justi atque injusti scientia D. 1, 1, 10)–. Ellos ponen seguramente de relieve, como lo

hemos dicho la distinción de dos justicias: distributiva y conmutativa.

Parecen estar en plena posesión de una filosofía que distingue lo justo de “lo honesto” (D.

50, 17, 144). Si aceptan hacer un lugar a las nociones morales estoicas de “pietas”, de

“bona fides” o de “humanitas” lo es a título subsidiario. Saben mantener, en buena

medida, fuera de la ciencia del derecho las relaciones intrafamiliares, queriendo

mantenerse por su parte, en el dikaion politikon.

Estimo que tocamos aquí uno de los caracteres específicos del derecho romano, una de las

principales razones de su fortuna en la historia.

Otras civilizaciones organizan su orden social confundiendo derecho y moral, mezclando

en el mismo arte las prescripciones relativas a la religión, a las buenas intenciones

morales, a la educación y a la estricta definición de las relaciones sociales.

Esta era la tendencia de Platón en la República, tal era el caso del derecho judío, tal será el

de la sociedad de la Alta Edad Media, inspirada por el agustinismo.

Solo el derecho romano (que nosotros hemos adoptado) ha sido la excepción, porque los

juristas del comienzo de la época clásica, a las cuales remonta la iniciativa de

constituirlo como ciencia, han dado a esta ciencia fronteras precisas, discerniendo su

autonomía; y ello gracias a Aristóteles

Las fuentes del derecho

La fuente primera del derecho, según las exposiciones que nos ofrecen los autores romanos,

de acuerdo a los manuales modernos, no es la ley, sino la naturaleza (Gayo I, 1-D. I,

1).

Y el derecho clásico es sobre todo la obra de la doctrina que busca lo justo según la

naturaleza. Más precisamente, el resultado del trabajo de los jurisprudentes; esta

palabra bien podría ser una traducción de Aristóteles.

En cuanto a los textos legislativos, ley en sentido estricto, edicto del pretor o de otros

magistrados, senadoconsultos –no jerarquizados conforme a la doctrina aristotélica–,

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ellos, por largo tiempo, no han sino provistos de sanciones precisas (determinaciones)

en el marco de lo justo natural según la misma filosofía.

El “método de la interpretación” –o mejor de elaboración del derecho– de los juristas

clásicos, en cuanto a lo esencial, es conforme a la enseñanza de Aristóteles: recurso a

los textos emanados sea de la tradición jurisprudencial (jus civile), sea del pretor, de

los comicios o del Senado. Y también tiene lugar, la corrección del texto en nombre

de la equidad. Todo ello es noción aristotélica.

Libre investigación dialéctica, confrontación de las opiniones de los grandes juristas y de

las escuelas de la jurisprudencia; atención a las circunstancias, uso de la casuística

(quaestiones – casus); investigación de las normas que manifiestan la justicia y la

coherencia de las soluciones, pero desconfianza respecto de las normas que jamás

contienen lo justo y no deben ser tomadas como el derecho.

No creemos poder sacar el derecho de la norma, pero a partir de lo justo que existe (que

está en las cosas, derecho natural) ensayamos construir normas: Ius non a regula

sumatur, sed ex jure, quod est, regula fiat (D. 50, 17. 1)

No se trata de que la lógica estoica, más deductivista, no haya contribuido a la formación

lógica de los juristas romanos. Pero lo principal viene de la dialéctica de Aristóteles.

En una conferencia pronunciada la semana última en el Instituto de Derecho Romano, el

gran romanista Max Kaser denunciaba la imagen tramposa que los modernos –desde

el siglo XVII– nos han dado del derecho romano, colocando las soluciones de los

jurisconsultos clásicos en la misma forma del derecho moderno, axiomático,

deducido de leyes, preocupado sobre todo por la coherencia, por la uniformidad.

Los juristas romanos no se preocupaban por contradecirse, ellos discutían y adaptaban las

soluciones a las circunstancias; su arte era búsqueda incesante, tanteo incesante.

En el mismo sentido el romanista italiano R. Orestano ha mostrado que la falsa creencia

sobre un derecho romano uniforme (como ha podido ser el derecho francés a partir

del Código Civil) se ha fundado en el siglo XIX –“el cofre de las interpolaciones”–

(Diritto Romano en Nov. Dig. It., 1960).

Se podrían recordar también las observaciones de Viehweg en Topik und jurisprudenz

(1953).

Todo ello no debe sorprender, especialmente a quienes han estudiado la filosofía griega

clásica del derecho y de la política, y en la cual los juristas romanos han sido

educados. Si se compara en grandes líneas el derecho romano con los otros grandes

sistemas jurídicos, aquél parece surgir en la historia como aplicación de la doctrina

aristotélica.

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Es por ello que la suerte misma del derecho romano está en juego, desde el neoplatonismo

o las nuevas visiones del mundo judeo-cristiano a las que adhiere San Agustín,

cuando nuevas filosofías han suplantado a la de Aristóteles.

Y el renacimiento del derecho romano en la Europa moderna a partir del siglo XIII estará

ligado al renacimiento de Aristóteles.

II. NOTAS SOBRE EL CONCEPTO DE PROPIEDAD

Aportaremos nuestra contribución al congreso, como jurista y como historiador de la

filosofía del derecho. Proponemos el análisis y la crítica del concepto de propiedad2.

Ninguna duda cabe que en el lenguaje jurídico, el término propiedad ocupa un lugar

esencial. A menudo, se ha definido el derecho diciendo que tiene como papel atribuir a

cada uno lo suyo –suum quique tribuere–, a cada uno su propiedad. No veo que pueda

existir el orden jurídico sin propiedad. Pero si existe un lugar donde se observa esta tensión

entre los ideales de “libertad y de igualdad” –puestos en el orden del día del congreso– es

respecto al derecho de propiedad: terreno de pruebas para nuestros conceptos sobre libertad

e igualdad.

Nos parecen muy insuficientes los análisis semánticos habitualmente propuestos respecto

del término propiedad. Pienso que deben ser conducidos con ayuda de la historia; se

requiere del filósofo saber desprenderse del lenguaje y de las opiniones de su entorno

inmediato y la capacidad de confrontarlas con otros sistemas de estructuración del mundo,

vigentes en otros tiempos.

Nos contentaremos con oponer al concepto de propiedad, generalmente en vigor en la

época moderna –pero que viene siendo sometido a crecientes dificultadas– un concepto

antiguo, descubierto en la tradición jurídica romana y probablemente menos conocido para

el lector de un “Problem paper”.

1.- Sobre el concepto moderno de propiedad

a) El derecho de propiedad moderno como bastión de la libertad

2 Ponencia presentada al Congreso de filosofía del derecho de St. Luis Missouri, agosto de 1975.

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No nos demanda ningún esfuerzo comprender hoy el concepto moderno3 de propiedad,

puesto que sigue siendo el nuestro. La simple lectura de nuestros diccionarios, incluso

filosóficos, lo confirma.

En primera línea, se define la propiedad como una especie correspondiente al género

derecho subjetivo; es decir como un atributo de la persona; es una “facultad”, un “poder”

del individuo (la palabra poder se puede entender aquí a la vez en el sentido de dürfen,

tener el permiso de hacer ciertos actos con referencia a una cosa, y de mögen, disponer de

un poder físico, el permiso que se trata se encuentra garantido por el derecho).

Tal es la noción engendrada por el individualismo moderno. Sea que hayan sufrido la

influenza del nominalismo (para el cual la única realidad es el individuo), o bien de un

modo de pensar “burgués”, los autores modernos comienzan a pensar el derecho a partir y

en función del individuo, dotado de poderes por el orden jurídico.

Como en general el derecho subjetivo, la propiedad será el corolario de la libertad o el

instrumento necesario para su ejercicio. Los grandes idealistas alemanes (Kant, Fichte,

Hegel) han descripto la propiedad como la “esfera de acción libre”, realización exterior de

la libertad del individuo; pero esta conjunción de la libertad con el derecho subjetivo de

propiedad ya estaba presente en la obra de Locke y remonta a los comienzos de la filosofía

“moderna” (Gerson, Diedo, Occam y también Duns Scotto). La propiedad de los modernos

fue uno de los ingredientes del culto de la libertad del individuo.

Todos saben con qué celo el jusnaturalismo moderno cultivará esta noción, deduciendo

todas sus consecuencias, a fin de conducirla a su plenitud.

1º La escuela se empleó en preparar la lista de los poderes reconocidos a los propietarios,

con el objeto que ese derecho fuera desgajado de las cargas feudales y sostuviera

efectivamente el ejercicio de su libertad: poderes de usar, gozar y disponer –jura utendi,

fruendi et abutendi–. El propietario tiene el derecho de tomar los frutos del capital, también

de acrecentarlo indefinidamente. Se especifican los atributos y la fuerza de esos poderes:

exclusividad, carácter absoluto (Código de Napoleón, art. 544: la libertad de la que se trata

debe ser arbitraria y total) y perpetuidad…4

2º Se exaltará la independencia del poder del propietario, no sólo respecto de los

particulares, sino del mismo Estado. Con este objeto fueron elaboradas las doctrinas sobre

3 Dos observaciones preliminares:1º Entenderemos el término “moderno” en el estricto sentido que posee en Francia. Los historiadores franceses oponen a la época moderna (siglo XVI, XVII y XVIII) la época llamada contemporánea (siglos XIX y XX).2º Nos limitaremos a tratar sobre el término francés “proprieté” (o de sus parientes en las llamadas lenguas latinas). Podría ser que la palabra inglesa property haya conservado resonancias menos alejadas del sistema de pensamiento romano.4 Nota del traductor: En el Código de Vélez Sársfield la nota de exclusividad está contenida por el art. 2508. El carácter de perpetua se señala en el artículo 2510 y el modo absoluto de su ejercicio estaba dado por el art. 2513 –hoy reformado por la ley 17.711– que en su redacción originaria decía: “Es inherente a la propiedad, el derecho de poseer la cosa, de disponer o de servirse de ella, de usarla y gozarla según la voluntad del propietario. El puede desnaturalizarla, degradarlo o destruirla; tiene el derecho de accesión, de reivindicación, de constituir sobre ella derecho reales, de percibir todos sus frutos, prohibir que otra se sirva de ella, o percibir sus frutos; y de disponer de ella por actos entre vivos”.

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las fuentes “naturales” de la propiedad y sus “modos de adquisición”, llamados

“originarios”.

Para fundar la propiedad sobre bases estables, sustraídas de los peligros del poder público,

el jusnaturalismo moderno hace flechas con todo el bosque, echando mano a todo tipo de

mitos: mito de la primera ocupación, o del derecho del primer ocupante, muy cultivado por

Grocio y varios otros teóricos de la Escuela del Derecho natural moderno. Los moralistas

pusieron su grano de arena, alegando el precepto bíblico o de la moral estoica que prohíbe

el robo: si me está prohibido tocar la posesión de otro, no cabe sino concluir que él tiene

derecho sobre la cosa que ha ocupado. Hume propondrá más tarde la explicación

psicológica de la conversión natural de la situación del poseedor, en propiedad.

En torno a Locke, fue inventado el mito de la adquisición de la propiedad por el trabajo; los

fisiócratas retomarán ese tema y los economistas le agregarán la apología de los beneficios

de la propiedad; hasta que Marx venga a conmover las consecuencias de la doctrina.

Wolff y Kant justificarán la propiedad como una condición necesaria para la “perfección”

de la naturaleza del individuo o de su libertad moral.

De este modo, el derecho de propiedad figura como “derecho” del hombre. Sin duda

sancionado por el Estado pero obteniendo su existencia del “derecho natural” supra-estatal.

Derecho “inviolable”, derecho “sagrado”, dice la Declaración Francesa de 1789.

3º Esfera de aplicación. Con el objeto de extender al máximo la esfera de la libertad, el

jusnaturalismo se esfuerza por generalizar el régimen de la propiedad. La teoría saca el

máximo de consecuencias. De este modo, la lengua jurídica francesa reserva la palabra

propiedad sólo para los derechos reales referidos a las cosas. Los filósofos no respetan esos

límites: tendría por lo tanto una propiedad sobre mi mismo, sobre mi propio cuerpo, mi

libre arbitrio, etc.

Sin mirar tan alto, los juristas van a esforzarse por extender la propiedad sobre una cantidad

máxima de bienes exteriores. Va a aplicarse a lo que está por “encima” y por “debajo” de

cada terreno, y sobre casi todas las tierras: es el movimiento de enclosures y el reparto de

bienes comunales. Va a tocar un número creciente de bienes muebles o incorporales, se

inventará la propiedad literaria, artística o industrial y muchos otros derechos análogos… Y

para que en el derecho, nada escape a ese lecho de Procusto, todo habrá de estructurarse

bajo ese molde uniforme: las personas morales –sociedades, colectividades, ciudades,

departamento, Estado– van a ser llamadas “propietarios”. He aquí un monstruo lingüístico –

contradicción in adjecto–: la propiedad colectiva o la “propiedad pública”.

Se transporta esta categoría hasta en el análisis de los sistemas jurídicos no occidentales; los

etnólogos buscando los gérmenes en el derecho de los salvajes y los romanistas llenando

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con eso sus exposiciones de derecho romano. En rigor de verdad, este triunfo del concepto

moderno del derecho de propiedad superaba los límites y la crítica se hacía imprescindible.

b) Crítica

¿Osaría decir que ella interesa directamente a nuestro congreso? Pues asistiremos a la

guerra que va a surgir, inevitablemente, en el seno de la doctrina de la propiedad, entre los

dos ideales contrarios de la libertad y de igualdad.

El individualismo moderno debía segregar, luego del mito de la absoluta libertad del

individuo, la utopía igualitarista. Puesto que ha acariciado el sueño del desarrollo

hipertrofiado de la persona y de su libertad, forjado en ese sentido el concepto moderno de

la propiedad, ¿cómo no soñar de inmediato que todos los hombres se benefician con este

ideal de allí en más? La justicia del idealismo toma la forma de una aspiración a la igual

libertad de todos, a la igual propiedad de todos.

Pero, el objetivo es por definición irrealizable. Estaba en la esencia de la propiedad

moderna, con seguridad y en tanto era un principio absoluto, indefinidamente extensible,

conducir a la desigualdad. En la Francia del siglo XVIII, los fisiócratas lo han comprendido

bien; y muy lógicamente optaron por una desigualdad social, de la que harán la apología,

viendo en ella una condición para el progreso de las artes y de las letras. Pero esta opinión

no fue seguida estrictamente. La igualdad comienza a aparecer como contraria a la libertad,

como incompatible con ella; a la propiedad moderna se opondrá el ideal igualitarista.

Vemos así lanzadas al asalto de la propiedad moderna, en nombre de la justicia social,

sucesivas olas de adversarios: utopistas del siglo XVI de inspiración platónica, o bien los

Mably5 y J.J. Rousseau (“Discurso sobre la desigualdad”). Los socialistas, entre otros

Proudhom (“La propiedad es el robo”). Y el comunismo marxista, sin hablar aquí de los

cristianos social-revolucionarios que hoy colocan el Evangelio a la sombra de la bandera de

una justicia igualitaria…

En rigor de verdad, no veo que esos ataques hayan tenido conciencia respecto del concepto

de propiedad, tal como los modernos nos lo han legado. Nuestro lenguaje en su principio

permanece invariado. Al menos el eje del concepto forjado por la filosofía moderna parece

incuestionado. Concebimos la propiedad, siempre como un derecho subjetivo, corolario de

la libertad. Pero en torno de ese eje la carne está comida, como una piel tallada. Y el

concepto se va vaciando progresivamente de la mayor parte de sus aplicaciones. Aquí la

crítica se inscribe en los hechos.

5 Nota del traductor: El abad Gabriel Bonnot de Mably nació en Grenoble en 1709, hermano de Condillac. Escritor político e historiador se considera uno de los precursores de la Revolución Francesa. Fallecido en 1785, entre sus principales obras se encuentran los “Principes de morale”, aparecida el año antes de su muerte.

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1º Contenido de los poderes del propietario

Es un lugar común: ¿qué queda en realidad de ese pleno goce de la cosa y de ese poder de

disponer de ella (jura utendi et abutendi) que acordaba el texto de nuestro Código Civil al

propietario? En la Francia de post-guerra, hoja a hoja se ha despojado de sus atributos a un

gran número de propietarios. Algunos han llegado a decir que al propietario de una granja,

no le quedaba más que el derecho de pagar los impuestos; al propietario de un inmueble de

uso habitacional, nada más que el derecho a proceder a las reparaciones; a los accionistas

teóricamente propietarios de una empresa, nada más que un pedazo de papel. ¡No iremos

hasta allí! Mas, queda en pie el hecho que ese derecho, en otros tiempos total, ha perdido

claramente su plenitud.

2º Fuentes de la propiedad

Al jusnaturalismo moderno ha sucedido el positivismo; surgido del sistema de Hobbes,

retomado por Rousseau y por el segundo Fichte, hoy ha triunfado. Un trazo de la pluma del

legislador es suficiente para finiquitar los poderes del propietario ¡ha caído a merced de un

New Deal, y entre nosotros de un cambio de la mayoría electoral!

3º Esfera de aplicación

Transformación del régimen de la producción, venida a ser cada vez más colectiva. Número

cada vez mayor de cosas sustraídas a los poderes de los particulares. Proyectos de

nacionalización de empresas y de tierras; desarrollo de espacios verdes, de parques de

interés nacional, etc.

La “propiedad” no ha perdido nada, se nos dice, ha venido a ser “pública”. No se deja de

argumentar la fortuna, el presupuesto del Estado, cuyas migajas son distribuidas a los

particulares de manera más o menos precaria, bajo forma de subsidios o de reintegros. Pero

la “propiedad pública” no es más que una ficción, una contradicción en los términos. Y

ciertamente que ella no sirve más a ninguna libertad.

¿Nos extrañaremos si el concepto mismo de propiedad viene a tornarse problemático? En

Francia Duguit, el cuestionador, quiere hacer de la propiedad una “función”, no un poder.

Los realistas escandinavos suponen que ella no significa nada. Los esfuerzos intentados por

Hartmann, Reinach y J.L. Gardies de definir la propiedad, hoy parecen sufrir un impase.

Pero nuestra época no tiene la fuerza de cambiar su lenguaje ordinario. Señalamos, no

obstante, que la noción liberal individualista moderna de la propiedad, enferma, vacía de

sustancia, no deja de ceder terreno a su contraria, el comunismo; es que ella está mordida

por todas partes por la igualdad que es su negación. Ese proceso tendrá con qué satisfacer a

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los dialécticos, preparados para ver a la antítesis reemplazar la tesis; pero no se ve que

exista en nuestro universo conceptual una verdadera síntesis entre esos dos principios

opuestos.

En lo que hace a nosotros, nos resignamos mal a esta distorsión manifiesta entre un

pensamiento, que perpetúa la idea de propiedad moderna, y la realidad presente. Menos aún

nos regocijamos si verdaderamente toda libertad debe ser inmolada al Moloch de la

“justicia” igualitaria. Nada se ganaría con pasar de Caribde a Scylla. En ello presiona

nuestro lenguaje. Parece no dejarnos otra elección que entre estas dos indeseables

soluciones: la propiedad como instrumento de una libertad absoluta o la justicia igualitaria

que lentamente irá produciendo la destrucción progresiva de aquella.

2. Acerca de un viejo concepto de la propiedad

Se nos perdonará salir de la actualidad. Es en este punto que la filosofía puede recurrir a la

historia. Si nuestro aparato conceptual, producto del pensamiento moderno, parece ser hoy

deficiente, es menester buscar un sistema lingüístico mejor debiendo descubrirlo en el

pasado.

Personalmente no creo en el mito del progreso, en lo atinente al campo de la filosofía. De

este modo, tomemos por tema de esta segunda parte el lenguaje del derecho romano

clásico. Recordemos que fue también, durante largo tiempo, el lenguaje de Europa.

a) Sobre la “proprietas” romana

Si bien es cierto que aún no ha sido puesta de manifiesto de manera demasiado ostensible

en nuestros manuales de derecho romano (porque ellos se proponen exponer las soluciones

jurídicas romanas generalmente en términos de lenguaje moderno, y porque transcriben el

derecho romano en la clave del lenguaje jurídico moderno) no hay nada que difiera más del

concepto moderno de propiedad que la proprietas romana.

Se puede objetar que nuestro concepto moderno de propiedad resulta de una mezcla híbrida

entre muchas nociones romanas; ha tomado de hecho, muchos elementos prestados a la

noción de dominium. Pero es necesario hacer una comparación sobre todo con el término

proprietas, de donde la palabra propiedad deriva etimológicamente.

El término proprietas, en rigor de verdad, era de un uso extremadamente raro en los textos

jurídicos romanos. En su sentido más estricto designa el objeto de lo que hoy se llama nuda

propiedad: en esa hipótesis muy particular donde el beneficio de una cosa está dividido

entre dos personas, el usufructuario y por otra parte el “propietario” (fit ut apud alium usus

fructus, apud alium proprietas sit, Gaius, II, 33)

13

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No obstante en la acepción más amplia, es la cualidad que tiene una cosa de pertenecer a

alguien de manera privada. Como la salubritas de una tierra es su cualidad de ser sana, su

bonitas lo que ella tiene de buena, la palabra proprietas denota la cualidad que tiene de ser

propio6 de algún ciudadano en particular. De esta manera, vemos que la propiedad para los

romanos no es el atributo de una persona, sino que se dice respecto de una cosa.

Henos aquí totalmente desorientados, transportados a otro lenguaje, a otro universo de

significaciones. La ciencia jurídica romana no está, como la de los tiempos modernos,

estructurada en torno al individuo; no mira la situación de Robinson, solo en su isla,

tratando de definir sus libertades y poderes. El derecho se consideraba como concerniente a

las relaciones entre una pluralidad de personas; un lenguaje erigido en torno al individuo (la

noción de derecho subjetivo) no podría convenirle y no originaría allí otra cosa que

confusión. Es en las cosas (bienes o cargas) en tanto que ellas se encuentran repartidas

entre los miembros del grupo social, lugar de la relación jurídica interpersonal, donde se

sitúa –para los romanos– el objeto central de la ciencia jurídica. Es por ello que el jurista

tiene los ojos puestos sobre ellas.

Esto aún os parece oscuro; nada más duro que abrirse a otro sistema lingüístico.

Prosigamos la comparación entre la noción romana y el concepto de propiedad actual, de

origen moderno.

1º En cuanto a la esencia del poder del propietario, la ciencia jurídica romana no se ha

ocupado de definirlo; no era algo que le fuera exigido. El papel de la jurisprudencia era sólo

decir que cosas o fracciones de cosas, beneficios o utilidades (D. 50.1686), o por el

contrario inconvenientes, cargas y servidumbres (son esos valores o esas cargas, incluidas

en una cosa las que llevan en Roma especialmente el nombre de jura) deben ser atribuidos

a cada uno; lo que será propio de tal o cual.

Ella no tenía por misión prescribir lo que se tiene permiso de hacer. Sin hablar de

proprietas (que nada expresa a este respecto) consideremos la palabra dominium. Con ella

se significaba ante todo esta carga: el gobierno del domus (Senn), más tarde la jefatura de

los padres de familia sobre las cosas llamadas “corporales” (esclavo, bestia, tierra, casa o

muebles) contenidas en el patrimonio familiar (según R. Monier); a menudo también sobre

las cosas llamadas incorporales (dominium, ususfructus – D. 7.6.3, etc.). Pero sin que

entrara en el programa de la ciencia jurídica romana, analizar el contenido de esta jefatura.

Nuestra famosa definición del “contenido” de la propiedad (jura utendi, fruendi et

abutendi), se sabe hoy perfectamente, fue una invención de los modernos; no se encuentra

6 En ese sentido, la palabra proprius es muy frecuente: res propriae principis (D. 43.2.2.4). De la misma manera un usufructo será “propio” del usufructuario: usufructus qui tuus proprius est (D.7.9.10)

14

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en los textos romanos. Quien es propietario –propietarius– en el más estricto sentido de la

palabra, precisamente no tenía el jus utendi, puesto que ese derecho, por el contrario,

beneficia al usufructuario. Pero el lenguaje romano también tiene repugnancia en atribuir el

jus utendi al dominus. Este goce, que constituye la sustancia de la propiedad moderna, no

entra en el concepto romano ni de dominium, ni de proprietas; a tal punto que Santo

Tomás, fiel a esta tradición clásica, podrá enseñar que sólo es susceptible de ser apropiada,

la gestión por cada uno respecto de la cosa propia, no el usus que debería permanecer en

principio común. (IIa-IIae q. 66 art. 2).

Del mismo modo, decir que un romano tiene la propiedad de una cosa, no significa que

tenga el poder de destruirla o de “abusar” de ella. Cuando el juez decide que el esclavo

Sticus es de Aulus Agerius, ello no concierne más que a las relaciones de Aulus Agerius

con otros ciudadanos libres que también lo han reivindicado o podrían hacerlo; pero no nos

dice nada concerniente al tipo de relaciones entre el dueño y el esclavo. Está fuera de la

esfera del derecho determinar el comportamiento del propietario sobre su cosa7. Eso surge

de otras formas de control social.

Con seguridad que ni el concepto romano de proprietas, ni el de dominium implican un

poder “absoluto”, lo arbitrario de la voluntad brutal (una Willensmacht, como se ha dicho

del derecho subjetivo de los modernos). De hecho y si bien la estructura de la ciudad

romana dejaba, en principio a cada familia con señorío de sus bienes, nuestro romanistas

han reconocido que los poderes del jefe de familia (dominus) estaban limitados por las

costumbres, la religión y las leyes. El derecho en sí mismo, no decía nada.

2º No menos extraño al espíritu de los juristas romanos es la preocupación, de la que

estarán tentados más tarde los juristas modernos, a fin de reforzar la propiedad, de fundarla

sobre títulos “originarios” surgidos del “derecho natural”. Una sólida tradición romana, sin

duda de coloración estoica y que San Agustín transmitirá al pensamiento europeo, quiere

que el reparto de los bienes no surja del “derecho natural”. Por el contrario, es justamente

función de la justicia y del derecho realizar ese reparto de bienes en un grupo político dado:

Suum cuique tribuere; no como dirán los modernos, reddere, devolver, asegurar a cada uno

su cosa (como si la parte de cada uno estuviera determinada de antemano)8.

No se trata de afirmar que ese reparto fue el efecto solo de la voluntad del juez o de la

potestad legislativa. Nada hay más alejado de la mentalidad romana que el “positivismo

7 Ofrezco una botella de champagne a quien me haga conocer un texto jurídico romano donde sea mencionado el famoso “jus vitae necisque” que pretendidamente tendría el dueño romano sobre el esclavo, extremo en el que cree nuestra literatura. Espero que me demuestren dónde ese poder de hecho (que desgraciadamente ha podido existir) está calificado de jus.8 De ste modo, no se encuentran en Roma, como lo ha mostrado A.J. Arnaud, teorías generales sobre el derecho del primer ocupante (los textos romanos alegados con ese propósito por los modernos, no corresponden más que a sectores muy particulares como es el caso de la captura de bestias salvajes, la caza y la pesca). Nada hay sobre una teoría general de la adquisición por medio del trabajo (que se ha querido fundar torcidamente mediante el uso de ciertos textos romanos relativos a la obra del artista: la especificación).

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jurídico”. Ante todo el principio ha sido bien establecido por Aristóteles polemizando

contra el Platón de la República, al decir que la utopía comunista es “contra natura”; es

adecuado y conforme a las exigencias de la naturaleza que una distribución de cosas tenga

lugar entre particulares. Los romanos no han tenido dudas y Santo Tomás retomará esta

demostración (loc. cit.). Sobre todo, no es según los caprichos del soberano que el jurista

atribuye “a cada uno lo suyo”. Su deber está en seguir las máximas de la “justicia

distributiva”, que exige una buena proporción entre las partes atribuidas a los miembros del

grupo y las calidades respectivas, méritos o necesidades de cada uno; y de la “justicia

correctiva” o “conmutativa”, que en los cambios, preservará el equilibrio de los

patrimonios. El reparto tiende a retomar un equilibrio natural, se regula sobre la naturaleza

de las cosas.

Guiada por esas normas de justicia o por la “utilidad pública”, puede ser pujante la

iniciativa del legislador. Los repartos ratifícales de los lotes de tierra entre colonos no son,

en manera alguna, desconocidos en la antigüedad greco-romana; Roma por su parte ha

conocido leyes agrarias. A fin de preservar la armonización del cuerpo político, interviene

la potestad pública. La extensión del derecho de cada uno no es un dato previo, fijo desde el

comienzo, “inviolable”, del modo que querrán postularlo Locke y los juristas liberales. Sino

que depende de circunstancias concretas de la vida social. Determinarla es propio de la

misión del jurista.

3º Campo de aplicación

Igualmente, fue desconocida en Roma la extraña necesidad que han sentido los juristas

modernos de universalizar el régimen de la propiedad; de expandir sobre todo el campo del

derecho (comprendido el derecho público) un concepto formado desde un punto de vista

estrechamente individualista.

Abramos el manual de Gaius, en el libro II que trata sobre las cosas. Leeremos allí, para

comenzar, que existe gran diversidad entre las cosas sobre las que trata del derecho. Ante

todo, las “cosas de derecho divino” o cosas religiosas (como los templos o las tumbas);

enseguida las cosas “comunes”, que tienen su importancia –el aire que respiramos, la

ciencia, la cultura– y también las cosas públicas cuyo número es considerable ya que las

tierras tomadas al enemigo, en particular, fueron por largo tiempo tratadas como públicas.

¡Evidentemente las cosas “públicas” no son propiedades! Ellas no presentan la cualidad

que tienen las otras cosas, la proprietas.

No hay más que una fracción de cosas que son apropiables en Roma (privati juris).

Tampoco será cuestión de someterlas a todas al mismo molde. Las prerrogativas del

16

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propietario estaban sutilmente modeladas conforme las cualidades de las cosas.

Ciertamente que disponía respecto de todas (al menos de todas las que podía decirse

dominus) de la acción reivindicatoria, por medio de la cual hace reconocer simplemente que

la cosa es suya, que le es atribuible como propia. Pero en cuanto al resto, usará y dispondrá

de manera diferente según que la cosa sea corporal o incorporal, mancipi o nec mancipi,

gravada o no con tal servidumbre o separada de su usufructo, etc. Tantas especies de cosas

propias y tantos regímenes jurídicos.

No creo que se encuentren en los textos jurídicos romanos esas figuras del lenguaje

moderno: la propiedad sobre sí mismo, o sobre su “propio cuerpo”, o sobre sus libres

actividades; esas cosas no son repartidas (no se habían inventado los injertos de órganos).

El derecho romano se ocupa solamente del reparto de bienes exteriores (“res exteriores”).

Conclusión: puede que se comience a advertir que el derecho romano tenía su propio

sistema lingüístico, diferente del nuestro. No constituido conforme a los sueños del

idealismo y centrado sobre el individuo a fin de hipertrofiar su libertad, su poder de hacer;

era más realista. Se daba como fin propio escoger, no la potestad del individuo, sino una

realidad social, las relaciones que interesan al derecho, el reparto de bienes en el grupo.

El concepto de propiedad tiene allí un lugar más restringido que en el sistema jurídico

moderno; dice mucho menos; no decide sobre la consistencia del poder del propietario, no

afirma en modo alguno que sea “absoluto”. No prejuzga sobre la medida de los bienes de

cada uno, deja el problema en suspenso y a la propiedad sometida a las sentencias del

derecho positivo; no afirma que sea “inviolable”. Era mucho más modesto.

¿Pero ese lenguaje no ofrece interés más que para los historiadores del derecho?

b) Crítica

Osaremos sugerir lo contrario. Pese a que el lenguaje romano está alejado de nuestro uso y

que para nosotros es de difícil acceso, lo estimamos más capaz que el “moderno” de dar

razón de las realidades de hoy. Sobre todo hoy, que la institución real de la propiedad ha

perdido, sin duda, mucho de su absolutismo y de su universalidad.

Y como están escritas en nuestro orden del día los dos temas: el de la libertad y el de la

igualdad, diremos que ese concepto responde a esas dos exigencias, a condición de que

éstas sean rectificadas.

1º Libertad

Es cierto que la propiedad de las cosas exteriores es condición de la libertad y del desarrollo

de la persona humana, del modo como lo explicaba Locke y el idealismo alemán. De ello

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ya se tenía conciencia en la Antigüedad ¿Cuál es en Roma el fin del derecho? Que cada uno

tenga lo suyo, summ cuique, su parte propia bien determinada. ¡Sí, es este el bastión de la

libertad!

Pero la torpeza de los pensadores modernos ha sido haber hecho abstracción de la

dimensión social del hombre. Puesto que somos “con los otros” –según Heidegger– que el

hombre es zóon politikón –decía Aristóteles– es necesario que el derecho, constituyendo

propiedades, les trace límites, las erija como relativamente estables, pero no “inviolables”.

Lo que es admirable en el pensamiento jurídico romano, es el no haber caído en el exceso,

puesto que a la libertad del hombre le asigna su justa medida. La verdadera libertad no

podría ser esa pretensión ilimitada, esa exacerbación de lo arbitrario del individuo que han

soñado los idealistas y que perpetúan hoy nuestras tramposas “Declaraciones de los

derechos del hombre”. Nuestra auténtica libertad no es “absoluta”.

Tampoco universal. Diremos, sin tener en cuenta a Hegel, que la libertad no es “para todos”

–al menos aquella que cae bajo el marco de preocupación del derecho, posesión propia de

bienes exteriores–. Nadie jamás ha cuestionado –incluso al esclavo– el “libre arbitrio”; y

hay todavía otras formas de libertades acordadas a todos. Pero un niño no tiene necesidad

de esta libertad jurídica que es una propiedad distinta; tampoco tal o cual miembro africano

de una comunidad tribal. Es bueno que existan también comunidades, cosas “comunes”,

cosas “publicas”; que el régimen de la propiedad no sea generalizado.

2º Igualdad

Es todo muy claro. El pensamiento jurídico romano está estructurado sobre la igualdad; ella

es una búsqueda de la justicia, que es una suerte de igualdad entre los miembros de una

ciudad. Pero no se trata de ningún modo de igualdad absoluta, propia de los idealistas

modernos.

Ciertamente que existen ámbitos donde todos son enteramente iguales, “aritméticamente”

iguales. Somos todos iguales ante Dios, en nuestra vida espiritual, es decir en cuanto a lo

esencial. Pero no en la propiedad de los bienes exteriores. La igualdad del derecho romano

(aquella sobre la que Aristóteles había realizado su análisis en la Ética) es proporcional, o

“geométrica”. Atribuye a cada uno lo suyo en proporción a sus méritos o a sus necesidades

o a la función que ocupe en la sociedad, o teniendo en cuenta otros factores. No nivela. Uno

de los temas de las doctrinas políticas antiguas es el de prevenir una desproporción excesiva

entre las fortunas de los ciudadanos, dentro de la ciudad; pero no obstante se acepta que

existan ricos y pobres. La igualdad así comprendida admite perfectamente bien que el

hombre trabajador se enriquezca más rápido que el borracho. Tiene en cuenta las

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diferencias que existen naturalmente entre los hombres dentro de un organismo social. Si

no se respetan esas diferencias no puede existir propiedad. Sólo este tipo de igualdad, que

es proporcional, se concilia con la libertad. Las dos nociones, siempre rivales, dejan de ser

incompatibles.

Esperamos que el modelo del pensamiento jurídico romano –el examen del concepto

romano de propiedad y las desgraciadas desviaciones que ha sufrido en la época

contemporánea– pueda ser de alguna utilidad para la filosofía. En efecto, la filosofía no

tiene por misión buscar nuevas técnicas para promover nuestros ideales de libertad y de

igualdad, pero sí reformar nuestros conceptos sobre la libertad y la igualdad.

III. SOBRE LA HISTORIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS

Me ocuparé de esta obra desde el punto de vista de la filosofía del derecho, que no es el

suyo. Se trata, sobre todo, de una historia parcial de las fuentes del derecho romano y

versa sobre el método de los jurisconsultos. Y, si bien de una manera muy laxa, el

libro especialmente gira en torno a la historia de la formación de las normas o reglas

de jurisprudencia, su fin principal parecería ser determinar la naturaleza, las

funciones, y el papel histórico de esas famosas regulae, productos de la

jurisprudencia, de las que el último título del Digesto (50/17), quiere constituir una

recopilación. Sobre este tema y sobre algunos otros, los romanistas encontrarán allí

numerosas indicaciones de detalle, precisas, claramente expuestas, dando prueba del

sentido histórico, de la riqueza de información y de la fineza del autor. Todo ello,

escapa a nuestro objetivo.

Pero la historia de las fuentes del derecho, ofrece materiales útiles a las reflexiones de la

filosofía jurídica, porque nos permite confrontar nuestra propia concepción del

derecho y de sus fuentes, con otros ejemplos históricos; nos ayuda a cuestionarla y a

oponerle otra cosa. No ha dejado de ser verdadero que la más fructífera de la

experiencias jurídicas sigue siendo el derecho romano; de todas, seguramente la más

investigada y sin duda la más rica en valor y diversidad. Y no se crea a los romanistas

incapaces de aportar todavía algo nuevo: su ciencia está en este momento en vías de

profunda transformación, en trance de venir a ser verdaderamente histórica, de

desembarazarse del pandectismo. Nuestra filosofía del derecho tiene hoy, más que

nunca, mucho que tomar de los trabajos de los historiadores del derecho romano.

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El derecho es corrientemente definido como un “conjunto de normas”9. ¿Tomaremos esta

definición como algo recibido desde toda la eternidad, universal, indiscutible?

¡Cuántos caminos ha sido necesario recorrer para llegar allí! Una de las etapas de esta

historia es la constitución, en Roma, de las regulae de jurisprudencia. El Sr. Stein

describe su nacimiento desde su aparición histórica en la época romana clásica, hasta

el siglo XVI; y nuestro autor tiene el mérito de no tratar –como tantos otros– por

preterición, al derecho romano del medioevo y del Renacimiento.

I. En los orígenes del derecho romano, lejos de existir normas expresas, el derecho es algo

inexpresado. Se encuentran con un fondo de costumbres, “las costumbres de los

antepasados”, en principio conservadas inmutables. Se “dice el derecho” en cada

proceso bajo la forma de sentencias particulares, sin que sea preferentemente

revestido de forma de normas generales. Una parte solamente de ese derecho viene a

ser, a menudo, declarado oficialmente: es el oficio de la ley. Según el Sr. Stein, la

palabra lex provendría, sin duda, de legere: la lex sería leída por el magistrado ante la

asamblea popular. Teniendo en cuenta el conservatismo que durante largo tiempo

dominó Roma, ella no constituía –en principio– un instrumento de innovación sino

que tenía por fin (al menos confesado y consciente) declarar una parte del derecho

existente; una parte por otro lado mínima, porque las leyes son poco numerosas, muy

especiales en cuanto a su objeto y no contemplan más que un pequeño sector del

derecho. El lenguaje de los romanos distingue el ámbito de las leyes y el jus que

siempre sigue siendo más amplio. Este capítulo preliminar sobre la vieja concepción

romana del derecho y de la ley, no nos permite tomar conocimiento todavía de las

regulae juris, en el sentido originario de la palabra.

Estas nacerán en el seno de la jurisprudencia. Los juristas, como todos lo saben, han tallado

la parte mayor en la formación del edificio de los textos jurídicos romanos. Puesto

que el derecho está sobre un fondo oscuro de costumbres; es menester de los sabios

para lograr su expresión, para interpretarlo. Este oficio, fue ante todo resorte del

colegio de pontífices, más tarde –desvinculados de ese colegio– de los jurisconsultos

laicos. De este modo –señala el Sr. Stein– las opiniones de los jurisconsultos

aparecerán más discutibles, puesto que son dadas de manera individual, por lo tanto

susceptibles de contradecirse; de allí que ellas darán motivo al ejercicio de la

controversia. Entonces también se multiplicarán las recopilaciones de sentencias de

los jurisconsultos, y algunas de esas sentencias debiendo servir de precedentes, se 9 Fórmula que, desde el punto de vista de la historia de la filosofía del derecho, por mi parte he tomado como blanco en “Une définition du droit” (Archives de Philosophie du droit, 1959, pág 47); “Droit et règles” (A.P.D., 1962, pág. 259); “Questions de logique juridique” (Logique et analyse, 1964, pág. 11), etc.

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esforzarán por concentrar bajo una fórmula breve, una verdad de derecho, común a

una pluralidad de casos. Hay eclosión de normas jurídicas, como se lo ha visto desde

hace mucho tiempo, en la primera generación de grandes jurisconsultos romanos,

contemporáneos de Cicerón o un poco anteriores.

El Sr. Stein subraya el papel determinante que ha tenido en este fenómeno, de manera

evidente, la invasión de Roma por la filosofía griega, acaecida justo en este momento.

Marca sobre todo dos influencias: primeramente la de la doctrina de la ciencia

aristotélica, apoyándose sobre todo en textos sacados de la Metafísica. Retengamos

sobre todo que la ciencia, según la enseñanza de Aristóteles, debe descubrir sus

principios por inducción (epagogué), desde lo bajo a lo alto, a partir de la

experiencia, y de experiencias singulares, pero elevándose desde la experiencia

inicial de los prácticos al conocimiento teórico y exclusivamente científico de las

causas; y que esta investigación desemboca en el enunciado de proposiciones entre

las cuales están los oroi, o definiciones10. (Quintus Scevola habría de escribir un libro

de oroi). Los juristas parecen haber seguido literalmente este método.

En segundo lugar, y de manera más particular, la obra de los juristas romanos habría tenido

sobre todo por modelo, la ciencia griega del lenguaje (punto ya señalado por Schanz

en el siglo XIX). Recordemos que la gramática ocupaba, en esta época, el primer

lugar en la educación de los romanos, y que debía realizarse antes el estudio de la

retórica y de las doctrinas filosóficas. La escuela llamada “analogista” tenía entonces

la ambición de inducir, a partir de ejemplos del lenguaje hablado o escrito, ciertas

constantes y de extraer los “cánones” del lenguaje correcto; el gramático Pansa,

algunos años antes de nuestra era, utilizaba en ese sentido la palabra regula. Es cierto

que los “anomalistas” dudaban del valor de esos cánones y por encima de éstos

ponían a la costumbre; la costumbre, a su juicio, llenaba de infracciones a esas

pretendidas regularidades del lenguaje, de efectivas “anomalías”.

Es en este contexto, que eclosionan las normas de la jurisprudencia romana, en tiempos del

jurista Catón (hijo de Catón el Antiguo), de Quintus Mucius Scaevola; de Servius

Sulpicius, más tarde de Labeón. Sustancialmente, la primera norma célebre

remontaría al jurista Catón y se la habría llamado sententia catoniana. Labeón,

especialmente formado en el estudio de la gramática, podría haber sido el introductor

del término en el sentido preciso de texto breve, portador de una solución jurídica

10 Sobre las definiciones romanas (que a menudo han sido confundidas con las reglas, pero que tomadas en sentido propio se las distingue), señalaremos tres obras italianas recientes: Careaterra, Le definizioni dei giuristi romani, 1966; R. Martin, Le definizionidei giuristi romani, 1966; Albaneese, Definitio periculosa (studi in onore de G. Scaduto, 1967). No se ha terminado de descubrir la parte de la lógica, y especialmente de la lógica griega de Aristóteles, en la génesis del derecho romano.

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general. Pero lo importante es definir el modo de factura, el grado de generalidad y la

autoridad de esas reglas.

Vienen de abajo, son surgidas de la experiencia de casos singulares, inductivamente, según

el consejo de Aristóteles. Expresan la lección general que se puede sacar del análisis

de uno o muchos precedentes jurisprudenciales. En ese sentido, ellas dicen la

“razón”, la “causa” sobre el modo de la ciencia, pero sin pretender ser innovadoras.

Se contentan con describir, con traducir, el derecho existente. La vieja idea sobrevive

aún (incluso aunque se mimetice con ella), es que el fondo consuetudinario del

derecho permanece, en principio, inmutable y que toda la tarea del jurista consiste

sólo en darnos la expresión más fiel de él. De allí se explica el rigor de los

razonamientos de los juristas en ese primer tiempo de la historia de la jurisprudencia

romana, y puesto que se trata de la parte “declarada” del derecho (particularmente de

leyes), su tendencia a la exégesis estricta.

Esas reglas de derecho no tienen aún más que una débil generalidad: el tipo está en la

“regla catoniana” que versa sobre las condiciones de validez de los testamentos. No

se podría decir (si bien, seducido por el modelo de las ciencias griegas, Cicerón

concebió el proyecto de poner el derecho en orden científico, y que él atribuye a

Quintus Mucius Scaevola el mérito de haber realizado esta obra) que el derecho

romano en esta época haya revestido la forma de un tejido de “normas”. A menudo,

se ha exagerado el número y la importancia de esas normas producidas por la

jurisprudencia romana a fines de la República. En realidad poco numerosas,

esparcidas y exclusivamente relativas a cuestiones particulares, las normas estuvieron

lejos de abrazar el conjunto del sistema jurídico.

En cuanto a la autoridad de las reglas, el Sr. Peter Stein postula la existencia de una

divergencia simétrica a la que, en el ámbito de los gramáticos, oponía a la escuela de

los “analogistas” con la de los “anomalistas”. Labeón sería analogista y habría

transmitido esta tendencia a toda la escuela proculeyana; puesto que la norma

contiene la “ratio”, la causa de una solución jurídica –que la tarea científica del jurista

está llamada a discernir– es menester, en principio, reconocerle un valor normativo

cierto. Más escéptico sería Sabinus, que se ubicaría con sus discípulos en el campo de

los anomalistas. Texto de Sabinus citado por Paulo en D. 50.17.1: “Non ex regula

jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat”, etc… Tenemos el derecho de

conjeturar que estimando inoportuno, en una especie judicial concreta, la aplicación

de la norma catoniana (a la cual se refería probablemente el texto originario), Sabinus

encuentra la ocasión para cuestionar, en general, la fuerza normativa de las reglas:

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ellas no hacen más que describir científicamente, más o menos bien, el derecho en

vigor; no tienen autoridad propia. Queda libre, en la controversia jurídica, proponer la

solución inversa. Por mi parte, amo citar este texto, que me parece ser un buen

testimonio del espíritu del derecho romano clásico y en general de las tendencias del

“derecho natural” de ese tiempo; si debiéramos creer al Sr. Stein, sólo representaría la

tesis de la escuela sabiniana; los proculeyanos no lo habrían suscripto en modo

alguno. Cualquiera sea la respuesta sobre este punto, en este momento de la

evolución del derecho romano en que nace la regula juris, no existe problema –ni

para una ni para otra escuela– de confundir el derecho y las normas, de hacer del

derecho un cuerpo de normas

II. ¿De qué manera las normas han venido a crecer hasta el punto de identificarse con el

derecho? El libro del Sr. Stein nos ayuda a seguir, al menos, una primera etapa de ese

proceso, a lo largo de la segunda mitad de este libro que expone su fortuna histórica

(soy yo quien distingue dos partes; esta puesta en orden repugnaría al empirismo del

autor).

1º Ante todo, nuevas oleadas de normas no han dejado de producirse y de agregarse las

unas a las otras durante toda la época clásica. Es errado lo que algunos pretenden, en

el sentido de que sería menester esperar al Bajo Imperio para asistir a nueva

formación de regulae juris; el IIº y el IIIº siglo son, en este sentido, una época de

notable fecundidad. Entonces, el emperador comienza a tener un lugar mayor en la

vida jurídica romana, por su justicia, sus rescriptos, sus constituciones; y la opinión

se libera lentamente de la vieja creencia sobre la inmutabilidad del derecho. Se

admite que, sobre ciertos puntos, la ley innova. Todavía el ámbito de la lex continúa

sin abarcar más que un pequeño sector del jus. También se tiene necesidad de

regulae juris.

El Sr. Peter Stein subraya que es partir de los siglos II y III después de Cristo, que surgen

las obras de regulae, comenzando por la recopilación de Neratius, jurista de Adriano,

como por la de Paulo y de Ulpiano (hay también libros de normas de Pomponius, de

Gaius, y más tarde de Marciano y Modestino). Esta producción parece responder, al

menos para la mayor parte de entre ellas, a circunstancias y necesidades nuevas.

Muchas emanan de jurisconsultos a quienes el emperador ha delegado una autoridad

oficial: así Neratius formaba parte del Consejo del emperador Adriano y lo mismo

sucederá con Paulo y Ulpiano. Por debajo de estos jurisconsultos hay un buen

número de funcionarios que hacen carrera en las oficinas de la administración

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imperial y que libran rescriptos en nombre del emperador; a ellos es menester agregar

los jueces de provincia. La norma que queda como un resumen lapidario de ciertos

puntos de derecho, ha debido servir para guiar la obra de esos agentes inferiores; ella

sigue siendo obra de prácticos, destinada a prácticos, relativa a casos concretos y

reacia a excesos de abstracción; pero –al menos en lo que hace a ese tipo de

destinatarios– todo lleva a creer que estaban obligados rigurosamente a obedecerla.

La norma tiende a asemejarse a las leyes.

Subrayamos, no obstante, que este análisis del autor no es válido para las “reglas” de Gaius,

ni de Pomponius, de Marciano o de Modestino. Ellas guardan verosímilmente un

carácter científico, pueden –en la ocasión– tener una generalidad mayor y nada

prueba que su autoridad fuera sustraída a la controversia.

2º Pero enseguida observamos la longevidad de las normas, su capacidad de supervivencia.

Es una parte del derecho romano, que mejor que otras, ha resistido el efecto de la

decadencia. Entre los bárbaros del Occidente, se las conserva con preferencia a textos

más circunstanciados, a causa de su forma simple y breve; se las rodea de la

autoridad que se vincula al pasado romano. Se las mezcla con las leyes, las dos

palabras vienen a constituirse casi sinónimas. El éxito de las normas en el origen de

la historia de la Europa medioeval, es el corolario de la incultura.

En el imperio de Oriente, donde se perpetúa la enseñanza teórica del derecho, deberá a

otras razones su predilección por las normas. Justiniano les ha consagrado el último

título del Digesto: 50-17, De diversis regulis juris antiqui. Recopilación mal hecha;

desordenada y heterogénea, lo que no impedirá su fortuna.

3º ¿Es la continuación de este pasado próximo, o de nuevo la consecuencia de un estilo de

vida jurídica escolar? El derecho culto del medioevo constituye un terreno de cultura

favorable a las reglas. Van a florecer numerosos comentarios y las Summas sobre el

Digesto 50-17 contendrán interpretaciones ricas y diversas del primer texto, el de

Paulo y de Sabinus, sobre la autoridad de la regla. Y los glosadores no han hecho más

que discutir hasta el infinito las normas del Digesto romano; ellos han producido

otras nuevas, a menudo bajo el nombre de brocardos. Las compilaciones de las

Decretales importan, a la manera del Digesto, una recopilación de normas; es sobre

todo el caso del Sexto, que concluye con un rico conjunto de normas de origen

romano, a su turno también objeto de comentarios.

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Las reglas vienen a ser el instrumento esencial de la vida jurídica. Son la materia primera,

el punto de contacto, el trampolín del razonamiento jurídico, cuya técnica es llevada

al paroxismo; la ciencia jurisprudencial, una vez más, domina del derecho. El

derecho, dicen los glosadores no surge más que de la ética, pero también de la lógica.

El derecho se encuentra en cada caso al precio de una sabia controversia, pero la

controversia se efectúa a partir de reglas; sobre las reglas que aporta cada parte a

favor o en contra (puede ser que éste sea el primitivo significado de la palabra

“brocard”). Las reglas de derecho son como los lugares comunes de la retórica.

También el jurista debe conocer las reglas, aprenderlas de memoria. Así se explica la

atracción de los romanistas del medioevo por el último título del Digesto, por la

colección del Sexto y por la creación de nuevas reglas. Todo el derecho viene a estar

envuelto en una trama de normas, sin que por ello se sueñe todavía en confundir las

reglas con el derecho.

4º Terminación: el éxito de las reglas no desaparece en el siglo XVI: lo prueba el lenguaje

del juez Bridoison, en Pantagruel, que está tejido de reglas, o por otra parte los

nuevos comentarios sabios al último libro del Digesto, como será el de Godefroy.

Hay una tendencia a dar a ciertas exposiciones jurídicas la forma de una recopilación

de reglas. Ejemplos en el derecho inglés: Littleton, Edward Coke, Bacon. Se hubiera

podido citar a Loisel para el derecho “coutumier” francés.

Pero entonces se bosqueja un giro, porque una nueva filosofía general de las fuentes del

derecho está en vías de invadir la plaza. Filosofía racionalista que querría que el

derecho fuera deducido de preceptos racionales. Desde entonces hemos tenido a

menudo, más que reglas de derecho en el sentido originario de la palabra (frutos de la

experiencia casuística y de limitada envergadura) máximas más generales. La palabra

viene también de la lógica: en la lógica deductiva, ha servido para designar las

proposiciones primeras, y las más generales de todas. Se recogen las máximas de

derecho y según un orden lógico se afectará deducir de ellas las normas más

particulares. Ya una obra jurídica como la de Litlleton está compuesta bajo esta

forma, y es hacia ella que tienden también los sistemas franceses.

Viene el ejemplo donde se definirá al derecho como un “conjunto de normas”, pero en rigor

de verdad, en un sentido muy amplio y que ha perdido ya su antiguo sabor. La

“regula” cambia de carácter, pierde su diferencia específica. Al lado de las antiguas

regulae juris –legado de jurisprudencia romana o de la del medioevo– vienen a

confluir con este “conjunto”, a mezclarse en este océano: las máximas o principios de

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derecho, muy a menudo extraídos de la filosofía moral, y por otra parte una masa de

leyes, que se supone tienen su origen en la disposición del príncipe. Todo ello,

esforzándose por lograr orden en una construcción lógica. Las reglas encontrarán

asilo en los códigos legislativos; las leyes pretendidamente estatales recopilan las

reglas de jurisprudencia. En nada impide que ese conglomerado no pueda ser

realizable, como sí lo era –en cambio– la obra de los jurisprudentes productores de

las regulae juris en el antiguo sentido restringido de la palabra, ni que éstas hayan

proveído lo más claro de sus materiales.

Espero no haber deformado el propósito del Sr. Peter Stein, aunque haya mechado

explicaciones de las que el autor no es responsable. No es su manera más cara, poner

demasiado sus ideas en orden y, lo supongo muy a gusto con la filosofía.

Pero precisamente, si alguna cosa habría que reprochar a este libro, sería su exceso de

prudencia, la estrechez voluntaria de sus perspectivas. La mayor parte de los

romanistas han creído proceder bien manteniéndose, en principio, en los textos

latinos; ellos desconfían de las fuentes griegas, aunque las doctrinas de los griegos

hayan sido el nutrimento de los latinos; olvidan aún más la filosofía, cuando la

cultura de la élite romana de la época clásica estaba, seguramente, impregnada de

ella.

Creo especialmente que el Sr. Stein hubiera podido sacar más iluminación de la filosofía de

Aristóteles. Nota bien la correspondencia entre el método romano de elaboración de

las reglas y la teoría general de la ciencia aristotélica. Pero es un poco tímido: ¿no

hay en Aristóteles más que una teoría de la ciencia? Más aún, allí se encuentra –bien

completa, coherente y juiciosa– una filosofía del derecho y de las fuentes del derecho.

¿No habrá podido ejercer ella, sobre las fuentes del derecho romano, tanto o más

influencia que la filosofía general y que la ciencia del lenguaje?

En efecto, la opinión romana se fue progresivamente desprendiendo de su conservatismo

inicial (de la creencia que el derecho tiene un fondo de costumbres, inmutable, y que

allí no cabe innovación alguna), y hay una enseñanza de Aristóteles, que

aparentemente no se ha señalado para nada: que una parte del derecho es positivo, lo

que surge de la ley: es el dikaion nomikon. En cuanto al derecho en general (que no

tiene sólo su fuente en la ley, sino en la naturaleza) y en lo que hace al papel de la

norma de derecho, leemos en la Ética a Nicómaco, su definición –por otra parte

reproducida en el Digesto– del derecho como lo justo, to dikaion, id quod justum est;

lo justo a buscar en cada caso, como un valor trascendente cuya fórmula no podría ser

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dada por anticipado. Sin duda el descubrimiento del derecho pasa por las reglas, se

sirve de las normas como de un trampolín con la controversia dialéctica que conduce

hacia la solución. Pero el derecho no podría por lo tanto, coincidir con la norma, está

más allá de la regla, no debe sacarse de la norma: jus non a regula sumatur, del modo

que precisamente lo expresa el texto de Paulo y de Sabinus. Esta filosofía del derecho

es la adecuada para explicar el método de los fundadores de la jurisprudencia clásica,

menos sujetos a la costumbre, menos llevados a la exégesis estricta y que se abren

más libremente a la discusión de lo justo que los juristas de la Roma antigua. Más

aún, las concepciones del derecho culto del medioevo permanecerían siéndonos

impenetrables si hiciéramos abstracción del aristotelismo.

A continuación, la gran revolución que se opera en los tiempos modernos y que transforma

la naturaleza de las normas, es una nueva filosofía del derecho la que nos permite

comprenderla: filosofía racionalista, o voluntarista, que de todas maneras hará del

derecho el producto surgido del espíritu humano, bajo la forma de reglas, en el

sentido ampliado de la palabra.

De este modo se esclarece el lugar cambiante de las reglas, entre las fuentes del derecho. Se

quiera o no, toda teoría general de las fuentes del derecho nace de la filosofía. No me

parece que se puede retrazar la historia tan compleja de los sentidos de las palabras

ley, derecho, norma, principio de derecho, sin pasar ante todo por la historia de la

filosofía del derecho, que es la puerta necesaria de todo ello. Solamente la puerta, os

quedara seguramente por verificar todavía, en los textos jurídicos, si realmente, en

qué medida en qué fecha precisa, el modo de pensar de Aristóteles se ha ejercitado

allí de manera efectiva. ¿Pero cómo podréis resolver la dificultad por la negativa

cuando habéis resuelto ignorar esta filosofía? Objetaréis que este método comporta el

riesgo de no ver al derecho romano más que con las anteojeras de Aristóteles. Pero

respondo: ¿ha existido alguna vez un historiador que nos describa una teoría de las

fuentes del derecho si no es a través de las categorías de origen filosófico? Todo el

problema consiste en saber qué categorías permiten mejor el acceso al derecho

romano clásico; o las categorías modernas del normativismo de hoy, de las que se

sirven de hecho la mayor parte de nuestros historiadores del derecho, aunque los

romanos las ignorasen, o bien las del único filósofo de la antigüedad grecorromana

que explícitamente ha producido una filosofía del derecho…

Más la historia de la filosofía habría permitido darnos sobre la historia de las “regulae” una

imagen mejor ordenada y llenar en esta obra un cierto número de lagunas. Pero sobre

ello no tenemos, de manera tan simple, el acuerdo de los romanistas.

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Estas observaciones no nos impiden admirar la solidez, la elegancia sobria, la claridad y la

precisión minuciosa del trabajo del Sr. Peter Stein, y también confesar que este tipo

de estudio históricos desprendidos de todo sistema, y más que otros desvinculados de

presupuestos filosóficos, provee a los filósofos del derecho de sus materiales más

seguros.

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