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DEL AUTOR: EN LA MISMA L I B R E R Í A

GRECIA (Nueva edición)

Un volumen en 8.°, 5.50 pías.

6 W 9

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El Modernismo La Resurrección de las Hadas :: El Colegio de Es ­tética de París :: El Teatro Popular :: El Teatro de H. Bataille :: La Parisienne :: El arte de la inter­view :: Las «Espafias» de Lorrain :: Lo bonito en las Letras :: Esplendores y miserias del periodismo Los cinco Príncipes de las Letras :: Los poetas simbolistas :: Los poetas nuevos de Francia :: Las mujeres de Zola :: El Arte de trabajar la prosa

: artística '•

N U E V A EDICIÓN C O R R E G I D A

LIBRERÍA E S P A Ñ O L A Y E X T R A N J E R A DE

F R A N C I S C O B E L T R Á N : : 16 - P R Í N C I P E - 16 : :

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TIPOGRAFÍA ARTÍSTICA Cervantes, 28 - MADRID

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Dedicatoria

Á

D. Torcuato Luca de Tena

Homenaje de E . G. C.

ora 4

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NOTA ACERCA DE ESTA

NUEVA EDICIÓN

CUANDO, hace algunos años, le llevé á Paco

Beltrán estas páginas, que se titulaban

«Modernidades», mi buen editor se puso muy

serio, y me dijo:

—- «Modernidades», no es correcto. . . Le

vamos á poner «Modernismo». . .

— Está bien — contéstele—, está bien. Pero

ya verá usted que los que no me conocen van

á creer que se trata de una obra religiosa, de

un comentario al decretro Lamentabili de la

Congregación inquisitorial ó de una glosa de

la encíclica Pascendi de Su Santidad Pío X.

— A usted — exclamó Belírán — le conoce

todo el mundo.

Como este argumento era para mí muy ha-

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lagador, y como sé lo vano que es discutir con

los señores editores, tiranos nuestros, consentí

en el cambio de título, no sin decir:

— Ya verá usted, ya verá usted. . .

Pero Paco me tapó la boca murmurando:

— Si alguien toma este libro por una obra

religiosa, le doy á usted lo que quiera.

Y debo confesar que durante mucho tiempo

nadie en el mundo se equivocó sobre la ín­

dole de mi «Modernismo» que, siendo mío,

tenía que ser muy frivolo. Mas he aquí que, el

mes pasado, mi amigo Francisco García Cal­

derón, el autor prologado por Poincaré, en­

vióme un enorme tomo alemán sobre las nue­

vas tendencias religiosas. Como yo no tengo

la suerte de saber alemán cual Ortega y Gas-

set, no leí el tomo. Pero me hice traducir unas

cuantas líneas del prólogo en las cuales vi

mi nombre. ¡Y cuál no sería mi alegría al en­

terarme de que el sapientísimo doctor tudesco

hablaba de mi «Modernismo» asegurando que

«es la única obra importante escrita en espa­

ñol sobre las tendencias actuales de la Iglesia

católica!».

— ¡He ganadoí — me dije.

Y reflexionando luego sobré lo que debía

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exigir de Paco Beltrán, pensé que lo mejor

era pedirle que hiciera una nueva edición, co­

rregida y aumentada, de este libro agotado,

al cual yo le tengo cariño por ser el primero

de los míos que tuvo algún éxito.

He aquí, pues, gracias á la seriedad de la

ciencia germánica, un «modernismo» moder­

nizado.

E. G. C.

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LA RESURRECCIÓN

DE LAS HADAS

EN las vidrieras de los libreros, durante es­tos días en que los modestos volúmenes

corrientes ceden el puesto á las alegres encua­demaciones de Navidad, no se ven sino títu­los de encanto. He aquí, en ocho enormes in­folios Las mil noches y una noches, que ya no son aquellos buenos cuentos de niños, arregla­dos por Galland, en los cuales los visires lle­vaban cuellos de encaje á lo Luis XIV y las sul­tanas se arreglaban la cabellera cual Madame de Mainíenon, sino oíros cuentos más serios, más crueles y más intensos, traducidos literal­mente por el doctor Mardrus. «Vosotros los que no habéis leído sino el antiguo arreglo — nos aseguran los entusiastas de la literalidad — no conocéis estas mágicas historias.» Pero los entusiastas de la tradición clásica contestan: «En la versión nueva hay más detalles, más

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literatura, más pecado y más lujo, es cierto. Lo que no hay es más poesía y más prodigio. Por cantar más, los árboles no cantan mejor, y por hablar con superior elocuencia, el agua no habla con mayor gracia. Todo lo estupen­do que aquí vemos, las pedrerías animadas, las rocas que oyen, las odres llenas de ladro­nes, los muros que se abren, los pájaros que dan consejos, las princesas que se transfor­man, los leones domésticos, los ídolos que se hacen invisibles, todo lo feéríque, en fin, es­taba ya en el viejo é ingenuo libro. Lo único que el doctor Mardrus ha aumentado es la par­te humana — es decir, la pasión, los refina­mientos y el dolor—. La nueva Scherezada es más artista. También es más psicóloga. Con detalles infinitos, explica las sensaciones de los mercaderes sanguinarios durante las no­ches de rapto y las locuras de los sultanes en los días de orgía. Pero no agrega un solo metro al salto del caballo de bronce, ni hace mayores las alas del águila Roe, ni da mejo­res talismanes á los príncipes amorosos, ni pone más pingües riquezas en las cavernas de la montaña. Y esto es lo que nos interesa.»

Los que hablan así, se equivocan. Las «noches» de Gallaud eran obrillas para niños. Las «noches» de Mardrus son todo un mun­do, son todo el Oriente, con sus fantasías exuberantes, con sus locuras luminosas, con

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sus orgías sanguinarias, con sus pompas in­verosímiles. . . Leyéndolas he respirado el perfume de los jazmines de Persia y de las rosas de Babilonia, mezclado con el aroma de los besos morenos. . . Leyéndolas he visto el extraño desfile de califas y de mendigos, de verdugos, de cortesanos, de bandoleros, de santos, de jorobados, de tuertos y de sul­tanes, que atraviesa las rutas asoleadas, entre trapos de mil colores, haciendo gestos inve­rosímiles. Y como si todo hubiera sido un sueño de opio, ahora me encuentro aturdido, sin poderme dar una cuenta exacta de lo que en mi mente es recuerdo de escenas admira­das en Ceylán, en Damasco, en El Cairo, en Aden, en Beirut y lo que sólo he visto entre las páginas mardrusianas. Porque es tal la naturalidad, ó, mejor dicho, la realidad de los relatos de Scherezada, que verdaderamente puede asegurarse qué no hay en la literatura del mundo entero una obra que así nos obse­sione y nos sorprenda con su vida inesperada y extraordinaria. jY pensar que al abrir el pri­mero de los ocho tomos recién publicados figúreme que iba sencillamente á encontrar­me con Las mil y una noches, de Galland, que todos conocemos, un poco más com­pletas sin duda, pero siempre con su añejo sa-borcillo de discreta galantería exótica! «Entre esta traducción nueva y la traducción clásica—

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pensé —, debe de haber la misma diferencia que entre la Biblia de San Jerónimo y la del rabino Zadock Khan, ó entre la /liada, de Her-mosilla y la de Leconte de l'Isle.» Pero apenas hube terminado el primer capítulo, comprendí que acababa de penetrar en un jardín antes nunca visto.

Al trasladar al francés los cuentos árabes, el escritor del siglo xvn no se contentó, como Racine, con poner casacones versallescos y pelucas cortesanas á los héroes del libro ori­ginal, sino que les cambió sus almas salvajes por almas elegantes. De lo que es la palpita­ción formidable de la vida, hizo unos cuantos apólogos morales. Así, puede decirse que quien no ha leído la obra del doctor Mardrus no conoce ni vagamente las historias que hi­cieron olvidar durante tres años al rey de la India sus crueles designios. El título mismo no es idéntico en las dos versiones. Y no hay que decir, como algunos críticos castizos, que al traducir literalmente Las mil noches y una noche sólo ha cometido Mardrus un pleonas­mo indigno de nuestras lenguas latinas. Ajus­tándose desde la cubierta al original, y dejan­do al rótulo exterior su carácter exótico, lo que de fijo se ha propuesto es demostrar que su repeto del texto es absoluto. ¿Que eso os choca?. . . Pues abrid la obra y comenzad la lectura. Al cabo de unas cuantas páginas, el

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filtro oriental habrá obrado en vuestras imagi­naciones, y os figuraréis que estáis oyendo á la hija del visir en persona. ¡Ah, traductores, traductores, he ahí el gran modelo, he aquí la pauta impecable de vuestro arte! Todos los detalles y todos los ritmos, todas las expre­siones características y todas las violencias de lenguaje, todos los madrigales sutiles y todos los refranes populacheros están ahí. Ahí están los seres viviendo su propia vida en su propia atmósfera. Ahí está el alma del ára­be, en fin. En un prólogo que figura al frente de la primera edición de la obra en diecisiete volúmenes, y que no sé por qué el editor no ha conservado en la reedición ilustrada, el doctor Mardrus explica poéticamente su severo mé­todo.

«Yo ofrezco — dice — todas desnudas, vír­genes, intactas, ingenuas, para mis delicias y el placer de mis amigos, estas noches árabes, vividas, soñadas y traducidas sobre la tierra natal y sobre el agua. Ellas me fueron dulces durante los vagares de las largas travesías bajo el cielo de lo lejos. Por eso las doy. In­genuas son, y sonrientes y llenas de ingenui­dad, al igual de la musulmana Scherazada, su suculenta madre, que las parió en el miste­rio, fermentando con inquietud en el seno de un príncipe sublime — lúbrico y feroz — , bajo el ojo enternecido de Alá, clemente y miseri-

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cordioso. Desde su venida fueron delicada­mente acariciadas por las manos de la lustral Doniazada, su tía, que grabó sus nombres so­bre hojas de oro coloreadas de húmedas pe­drerías y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la adolescencia dura, para es­parcirlas, voluptuosas y libres, sobre el mundo oriental, eternizado, de su sonrisa. Yo las juz­go y las doy tales en su frescor de carne y de roca. Pues.. . un método sólo existe, honrado y lógico, de traducción: «la literalidad» imper­sonal, apenas atenuado por el rápido parpadeo y el saborear largamente. . . Ella produce, su­gestiva, la más grande potencia literaria. Ella hace el placer evocatorio. Recrea indicando. Es la más segura garantía de la verdad.»

Ya lo oís. Explicando su método personal, el ilustre escritor árabe (porque Mardrus nació en Siria), viene á dar á Europa la más admi­rable y la más útil enseñanza. Pero lo malo es que, para seguir su ejemplo fecundo, no bas­ta con saber muy bien la lengua de que se tra­duce y la lengua en que se traduce. Algo más es necesario, y este algo es la maravillosa comprensión de la poesía extranjera en lo que tiene de más peculiar y de más fresco. Ade­más, es indispensable una libertad de lengua­je que no es frecuente.

«Hay en los libros de los países orientales cosas que nuestra decencia europea no admi-

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íc y que es preciso velar» — dicen los acadé­micos.

En realidad, nadie tiene derecho á escamo­tear una sola frase, por ruda que sea, á un autor exótico. ¿Que las palabras escabrosas os chocan? ¿Que no os atrevéis á llamar al pan pan y al sexo sexo? . .. Pues cerrad el li­bro y dejad en paz su poesía. En este pun­to, el buen señor Galland debe de haber te­nido sorpresas muy desagradables durante su larga labor de adaptador, porque si hay cuentos que contienen desvergüenzas—ado­rables y lozanas desvergüenzas — , son los de Las mil noches y una noche al lado de los cuales el Decameron, de Boceado, y el fieptameron, de la reina de Navarra, y has­ta las Damas galantes, de Brantóme, no son sino discreteos de señoritas libertinas. In­terrogado por un repórter cuando publicaba los primeros capítulos de su traducción en las revistas, el doctor Mardrus explicó con llane­za su manera de obrar y de pensar en tal par­ticular. He aquí sus palabras:

«Los pueblos primitivos llaman las cosas por su nombre, y no encuentran casi condena­ble lo que es natural, ni licenciosa la expresión de lo natural. (Entiendo por pueblos primitivos los que aún no tienen ninguna tara en la carne ó en el espíritu y nacidos al mundo bajo la sonrisa de la belleza. . . ) Desde luego, es to-

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talmente ignorado de la literatura árabe ese producto odioso de la vejez espiritual: la in­tención pornográfica. Los árabes ven toda cosa bajo el aspecto hilarante. Su sentido eró­tico no lleva más que á la alegría. Y ellos ríen con todas ganas de lo que al puritano parece­ría escandaloso.»

Oyendo esto, el repórter, que estaba en­terado por los profesores de la escuela de lenguas orientales de la «imposibilidad» de decir, en una literatura «culta», las enormida­des que se encuentran en los textos árabes, murmuró:

— Hay quienes apuestan que no se atreve­rá usted á conservar su literalidad hasta el fin.

—Ya lo verá usted — terminó Mardrus son­riendo.

Y, en efecto, hemos visto que, con su inge­nua valentía, ha llegado á la última página maravillosa, sin velar un solo cuadro libre, sin desteñir una sola expresión libidinosa, sin atenuar una sola situación erótica. Así, la le­yenda de que el libro, que antes se considera­ba como un entretenimiento de niños, es una obra obscena, comienza á formarse, y acaba­rá, sin duda, por impedir que la gente timora­ta lo lea. Pero esto, lejos de apenarnos á los que consideramos Las mil noches y una no­che como la mayor maravilla del ingenio hu­mano, debe regocijarnos íntimamente. Por-

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que, en realidad, un poema como este no es para todo el mundo. Desde luego, no es para la burguesía. Ni es tampoco para las señori­tas educadas en los conventos. No es, en suma, sino para aquellos que son capaces de comprender el alma del árabe.

¿Y sabéis lo que es el árabe, vosotros que lo veis en las viñetas de El último Abencerraje? El divino Madrus os lo dice en estas líneas:

«El árabe — á una música, notas de cañas y de flautas; á una queja de «katun» ó de «ud»; á un ritmo de «darabuka» profundo; á un can­to de muezin, ó de almea; á un cuento colo­reado; á un poema de aliteraciones en casca­das; á un olor sulil de jazmín; á una danza de flor, ó vuelo «buka» profundo; á un ritmo de perla de una sólida cortesana undosa, de ojos estrellados — responde, á la sordina ó con toda la voz, por un ¡Ah, ah!. . . largo, sabio, modulado, estático, arquitectural. Es que el árabe es un intuitivo; pero afinado y exquisito. Ama la línea pura y la adivina, irrealizada. Pero. . . él estrecha, sin palabras, infinita­mente.»

Ahora que ya sabéis lo que vais en él á ha­llar, abrid, poetas, el libro. . . Poetas, digo. . .

Los poetas que en Rusia, en Alemania, en Inglaterra, han abierto con amor las noches

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de Mardrus, han sacado de ellas, como de una caverna encantada, tesoros de divinas fantasías. «Los autores de Scherazada y de Sumurum — dice un crítico — son hoy los que nos proporcionan los espectáculos más bellos y más originales.»

¡Autores! ¿De qué pueden ser autores esos caballeros? Lo que han hecho es adaptar á la escena lo que ya existía. Los mismos «cosíu-miers», que tan orgullosos se muestran del éxito de sus trajes y de sus adornos, no han tenido más que hojear los ocho enormes volú­menes de la edición de Las mil noches y una noche, ilustrada con las maravillosas miniatu­ras de Persia que se hallan en las Bibliotecas nacionales y en las colecciones particulares de Europa. Todos esos jeques, todos esos eunu­cos, todos esos visires, todas esas bailarinas, todas esas sultanas, todos esos enanos y to­dos esos jorobados que nos deslumhran con sus trapos vistosos, ya los habíamos vis­to antes pasar por entre las páginas de la obra mardrusiana. Lo maravilloso es asistir al milagro que de pronto convierte nuestras visiones en realidades y hace de seres imagi­narios las más vivas criaturas humanas. Lo único que realmente demuestra un talento per­sonal, en estas feéries realistas es el arte de los decoradores. ¡Ah! ¡esos cuadros maravi­llosos, esos harems admirables, esos bazares

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soberbios, esos jardines frondosos} ¡Ahí sí, ahí sí hay genio é invención, ahí sí hay es­fuerzo, ahí sí hay creación! Realizando con colores y formas visibles lo que en los cuen­tos de Mardrus no es sino vago ensueño de magnificencias suntuarias, Baksí y Stern, Bakst sobre todo, ponen ante nuestra vista los palacios encantados tal cual hubiéramos de­seado habitarlos cuando al leer Las mil y una noches, nos sentimos con almas de sul­tanes. Y en espectáculos de esta índole no puede decirse que el decorado sea cosa de poca importancia. Viéramos una de las dos piezas que acaban de encantarnos en un cua­dro vulgar, y nuestro placer sería mucho me­nos intenso. Para saborear plenamente «Sche-razada» ó «Sumurum», la preparación de una mise en scéne perfecta es indispensable. Así, cuando en la obra alemana la acción propia­mente dicha principia, ya Stern nos ha satu­rado de orientalismo con su primera decora­ción fantásticamente realista y realmente fan­tástica. He aquí al juglar jorobado en la puerta de su casa de danzas, todo melancólico, todo inquieto. En las ventanas, los rostros de las bailadoras asoman risueños y provocantes. Enfrente abre sus puertas la tienda de sederías de Nur-al-Din, el hermano hermoso del horri­ble jorobado, «el más amado de las damas y al mismo tiempo el más desdeñoso de todos los

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amores fáciles». Cuando el drama comien­za á desenvolver sus volutas luminosas, nos enteramos de que el juglar está enamorado de una danzarina, y de que la danzarina lo des­precia y ama al mercader de sedas. También nos enteramos de que este último no corres­ponde al amor de la vecina. Un bajá pasa, y encontrando de su gusto á la bailadora quiere comprarla como esclava á precio de oro. «No — dice el dueño — no; por ningún tesoro cambiaría éste.» Un instante después la favo­rita del mismo bajá, acompañada de suntuoso séquito, penetra en la tienda de las sedas y encuentra al tendero dormido: lo admira y de­posita á sus pies el más rico de sus brazaletes. Al despertarse Nur-al-Din siente una turbación infinitamente dulce: esa joya corresponde á su sueño. Pero ¿dónde está la mujer que ahí la dejó, la mujer á quien admira con la imagina­ción tal como es en efecto? La bailadora, que lo ha visto todo, corre á describirle la escena y se acerca mucho á él. En ese momento apa­rece el jorobado, que creyendo que su hermano corresponde al amor de su esclava, la entrega al bajá, que continúa prendado de ella. Luego la acción se desarrolla con una rapidez y una abundancia prodigiosas. Cada uno de los diez cambios de decoraciones corresponde á una aventura extraordinaria. El dueño de la casa de danzas, no pudiendo consolarse de la

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pérdida de su ídolo, se ahorca. Un escla­vo lo descuelga y lo mete en un saco. Otro esclavo, que encuentra el saco macabro, lo esconde en la tienda de las sedas. Otro es­clavo, que tropieza con el bulto, lo precipita al río. La favorita del bajá vuelve á casa de Nur-al-Dir á dar una cita en el harem al mer­cader, diciéndole que lleve unas cajas de telas para enseñárselas y para que á su amo no le choque la visita. Al entrar en el harem, Nur-al-Din se encuentra con su hermano el joroba­do, á ¡quien creía muerto y que sólo estaba privado de conocimiento. El pobre viene en busca de su danzadora, cuya pérdida lo enlo­quece. En el último cuadro, cuando el bajá descubre al mercader de sedas al lado de su favorita en el gran patio del harem, el joroba­do organiza una magnífica danza, en la que toman parte todas las esclavas de la favorita, y traía así de salvar á su hermano. Pero vien­do que el bajá lo ha descubierto y va á matar­lo, se precipita sobre él y le clava un puñal en la espalda.

Claro que contada con esta rapidez, con esta falta de detalles, la historia maravillosa no tiene el encanto magnífico que los lectores de Las mil noches y una noche, traducidas por Mardrus, han saboreado en el relato original. Mas hay que darse cuenta de lo que significa en el teatro la parte de vida, de movimiento, de

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ilusión, de realidad. Aun muy fragmentada y muy recortada, la aventura de la favorita Su-murum y del bello Nur-al-Din subyuga por lo que tiene de realización plástica de un bello ensueño oriental. El placer, naturalmente, es todo de la vista. A espectáculos como éstos no se les debe pedir más de lo que son. Pero hasta tratándose, como se traía en efecto, de lo que antaño se llamaba en París un cuadro vivo, es decir, una representación sin pala­bras, más pintoresca que pasional, la música que envuelve las escenas en un velo armonio­so y que las hace desarrollarse rítmicamente en su fondo admirable de decoraciones escru­pulosas, llega á producir una fuerte sensación de vida fantástica.

En «Scherazada» la acción está asimismo sacada de Las mil y una noches. ¿Os acordáis del prólogo de la obra tal cual el doctor Mar­drus lo ha traducido? En su brevedad orien­tal es quizás la más triste y la más cruel de todas las desventuras de amor. El rey Scha-riar vive feliz en su serrallo, rodeado de escla­vas y de eunucos, de músicos y de juglares, de guardias y de magos. En su alma todo es paz. ¡Alabado sea Alá, soberano del universo, y la prez y la dicha sobre el gran señor dueño de las tierras de la India! Pero he ahí que un día se le ocurre llamar á su hermano, el prín­cipe Schahmann, de Samarcanda. Apenas

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instalado en el palacio regio, el huésped asó­mase á una ventana que da á los jardines del harem, y todas sus tristezas íntimas se des­vanecen ante el espectáculo que contempla, y murmura:

— Mi pobre hermano es más infeliz que yo. Al día siguiente, como el rey le ve alegre,

pregúntale cuál es la causa de su súbito cam­bio de carácter.

— Lo que me pasa — contéstale — es que hasta ayer yo me creía, por haber perdido el amor de mi esposa, el más infeliz de los hombres. Mas ahora sé que hay uno más in­feliz aún que yo. Sólo que Alá es más grande y más misericordioso.

— En verdad, hermano, yo deseo saber cuál es ese hombre infortunado de quien me ha­bláis.

Al cabo de mucho hacerse de rogar, el prín­cipe exclama:

— Sois vos, mi hermano. Y para probarle que no miente llévale á su

estancia y le hace asistir al espectáculo que vio la víspera.

Bailado por la «troupe» rusa que encabezan Nijinsky y Karsavine, este espectáculo es ma­ravilloso de movimiento, de alegría, de armo­nía y de magnificencia. El gran pintor Bakst, que en otras obras había ya demostrado su genio incomparable de decorador, en este

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«ballet» se muestra superior á sí mismo. No hay idea de la luminosidad, de la frescura, de la grandeza y de la magnificencia de su mise en scéne verdaderamente fabulosa. Cuatro puertas cierran el harem: la puerta de oro, la puerta de plata, la puerta de cobre y la puerta de hierro. En el centro, un jardín de ensueño canta el epitalamio de sus surtidores. Y cuan­do los personajes aparecen, alados, extraños, inquietantes, diríase, en verdad, que el libro del glorioso doctor Mardrus se ha animado en una apoteosis mágica de realidad. Todos los detalles son impecables. El grupo de las esclavas blancas, mezclándose con el grupo de los esclavos negros, forma un fondo admi­rable para que resalte la pareja principal: la reina en brazos de un horrible hotentóte.

— Eso es lo que había visto — murmura el príncipe de Samarcanda al oído del rey de la India — eso que tú ves ahora. Sólo Alá es sabio y poderoso.

Entonces es cuando el gran Schariar, des­ilusionado para siempre, decide decapitar to­dos los días á una mujer.

Después de estas obras mudas hemos visto otra, venida de Londres, que nos ha parecido más bella aún. Me refiero á Kismet, que ya no es una pantomima, sino un drama. ¡Y qué drama! Un drama de fantasmas líricos. . .

Apenas se alza el telón un recitador árabe

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como los que se ven en las terrazas de los cafés de Damasco, habla de este modo:

— ¡Alabado sea Alá, rey de los Reyes, crea­dor de todas las cosas! ¡Alabado sea Alá, que ha extendido los campos cual una alfom­bra á nuestros pies y ha colgado el firmamen­to sobre nuestras cabezas! ¡Alabado sea asi­mismo Mahoma, su profeta, entre los hom­bres, el bendecidor de los bendecidores, amén! Pero continuemos. . . En verdad os digo, los actos y las palabras de los que han venido al mundo antes que nosotros son ejemplos y amonestaciones para los mortales del día. Y de tal suerte es la historia de Hadji el mendi­go, que vivió su vida en esta apacible ciudad de Bagdad hace mil y mil años. . . Ahora es la historia de un día entre sus días lo que os voy á contar ¡oh, benévolos auditores! Poned cuidado en la enseñanza que va á daros el Destino, llamado «Kismet» por los poetas. Y notad bien las venturas y desventuras asigna­das de antemano al hombre, que se eleva y se hunde como la cuba en el pozo. Pero Alá sólo conoce todo. . . Oid. . .

Y la pieza comienza á desarrollarse, cual si fuera la continuación vivida del cuento. Des­deñando las habilidades de los dramaturgos occidentales, que tratan de convertir en frag­mentos de realidad los más bellos ensueños, el autor, que es un inglés llamado Knoblanch,

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pero un inglés que tiene alma de árabe, pre­senta la realidad cual un bello ensueño. «Re­nunciad á vuestros resabios estéticos — pare­ce decirnos — , olvidad vuestros prejuicios clásicos, no evoquéis modelos perfectos. Ved loque va á pasar con corazones de Kalifas ó de niños. Sed al mismo tiempo primitivos como seres bárbaros y refinados, como seres que están fatigados de todo». Por mi parte, así lo he hecho. Y gracias á esta superchería moral, nada de lo que les choca á los críticos graves, ni las inocencias, ni las languideces, ni las in­coherencias, nada, en fin, nada me ha causa­do mal efecto.

El mendigo Hadji aparece dormido ante la puerta de una santa mezquita. Es un hombre cano, envejecido prematuramente, pero aún robusto y activo. Su barba tiene algo de sal­vaje. Sus sonrisas son á la vez inteligentes y burlonas. Un rayo de ferocidad luce de vez en cuando en el fondo de sus pupilas negras. En el cielo comienzan á elevarse, como suaves ondas de esmalte, las claridades matutinas. Es una madrugada de Oriente con todo su encanlo de misterio. Las cúpulas se destacan á lo lejos, en la penumbra. Las pueríecillas se entreabren. La vida de la gran ciudad va á principiar. En los blancos alminares las voces, de los almuédanos cantan la gloria de Dios con trinos de una infinita dulzura. Los fieles

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acuden á la casa de Alá para orar. El mendi­go despiértase al ver que el momento de pedir las primeras limosnas del día ha llegado, y tiende la mano. Pasa un mercader y le da algo. Pasa otro y no le da nada. Al fin apa­rece un caballero soberbio que le deja caer en la diestra una bolsa llena de escudos de oro. Hadji levanta la vista y reconoce en él á su más terrible enemigo, al odiado y odioso Ja-wan, causa de todos sus males, causa de su ruina, causa de su envilecimiento. Porque antes de ser un pobre hombre, el mendigo ha­bía sido un comerciante poderoso. En su pue­blo natal tenía una familia por la cual trabaja­ba día y noche. Su mujer era la más bella de las mujeres y su hija la más divina de las hijas. Ahora sólo le queda esta última. La primera es­capóse un día con el malvado Jawan, dejándole con el alma ulcerada y sin valor para seguir trabajando. Así, al sentir el peso de la bolsa que acaba de recibir, el infeliz tiene un impulso de rebelión. Aquel oro le quema los dedos. Su alma le grita venganza. Pónese de pie y va tal vez á precipitarse contra su enemigo. Mas su instinto sutil le obliga á comprender que nada puede en aquel sitio, vestido con aquel traje, y combina un plan diabólico. «Lo primero — piensa — es convertirme en un ser de aspecto respetable.» Tranquilamente encamínase hacia el Bazar y se detiene ante dos mercaderes que

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exponen suntuosos mantos de brocado. A uno le compra una túnica y al otro un turbante.

— ¿Cuánto os debo? — pregunta. Y antes de que le contesten se aleja rápida­

mente sin pagar, porque quiere conservar el oro de su bolsa para empresas más grandes. Lo malo es que los mercaderes le persiguen y le hacen prender. El visir le condena á que le corten la mano.

— ¡ Ay! — exclama — ¡ ay, mano de mi alma!...¡ Tú, tú que habrías podido servir á este gran visir de mil maneras, vas á ser cor­tada! Habrías podido buscarle esclavas divi­nas, habrías podido defenderle contra sus ene­migos, habrías podido matar á los que le odian. No hay en Bagdad otra como tú en po­tencia y en rapidez. Sabes apoderarte de lo que te conviene y sabes golpear al primer sig­no. |Ah! jmano, mano, cuánto pierde el visir al cortarte!

Todo esto al visir Mansur no le conmueve. Pero Hadji dice:

— S é las historias fabulosas del mundo. Entonces el visir, como el rey de Schera-

zada, le perdona para que le cuente esas his­torias y le lleva á su palacio en calidad de bufón. Ya ahí, al abrigo de todas las perse­cuciones, no piensa sino en adquirir el po­der que necesita para llevar á cabo su ven­ganza y para rescatar á su hija, que vive con

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una familia humilde en los jardines del Kalifa. Un día Mansur llama aparte á Hadji y le dice: — ¿Eres capaz de todo por mí? — De todo. — Pues bien, es necesario que asesines al

Kalifa. Antes de cometer su crimen, el mendigo \ a

á ver á su hija, que tiene un novio, un novio jardinero, que no es sino el Kalifa mismo dis­frazado.

— Que Alá te proteja — dice á la dulce Mar-sinah.

Y vestido de juglar penetra en los aposen­tos del príncipe y le clava un puñal en la es­palda. Pero los príncipes árabes no mueren mieníras la Fatalidad no les ha marcado con su sello.

—¿Quién te ha pagado para asesinarme?— pregúntale.

— Mansur — contesta. — Mansur y tú pereceréis de la misma

muerte. En la mazmorra donde le encierran, Hadji

se encuentra con su enemigo Jawan, que ha sido encarcelado por un delito insignificante y que va á ser puesto en libertad algunos ins­tantes más tarde. La Providencia le proporcio­na, pues, la doble gracia de satisfacer su ven­ganza y de recobrar la libertad. Con sus ma­nos poderosas estrangula á Jawan. Luego le

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quita su túnica y se viste con ella. Y cuando los carceleros se presentan para poner en libertad á Jawan, el que sale de la mazmorra es Hadji.

¿Adonde ir? Lo lógico sería alejarse de Bagdad, huir de los cadís y de los soldados. Pero lo lógico no es del reino de las mil y una noches. Así el mendigo corre hacia la casa de Mansur, y se encuentra con que este cruel vi­sir, deseoso de vengarse del fracaso de la mi­sión criminal que le confiara, ha hecho ence­rrar á su hija Marsinah en un calabozo, y se dispone á atormentarla con todos los tormen­tos. Saca entonces el puñal que lleva siempre al cinto y mata á Mansur. Enseguida salva á su hija.

— Y ahora — piensa — nadie podrá salvar­me de la horca.

Pero justamente entonces aparece el jardi­nero, que se quita su disfraz y que dice:

— Soy el Kalifa. Ven á mí, Marsinah, ven y sé mi esposa. En cuanto á tu padre, le per­dono todos sus crímenes, pero que se aleje de ti, que se aleje de nosotros.

Y volviendo á la puerta de la mezquita, Had­ji se acuesta en la piedra santa y se duerme como el día en que recibió la bolsa de Jawan.

Los filósofos han descubierto en el fondo de este cuento delicioso muchas moralidades y muchas inmoralidades. Ese fatalismo oriental que lo arregla ó lo desarregla toda á su anto-

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jo, sin tener en cuenta ni la virtud, ni el es­fuerzo, ni la razón, ni la vida misma, les in­quieta como un elemento disolvente. En ima­ginaciones cristianas, en efecto, la fábula no terminaría tal cual termina ni se desarrollaría como se desarrolla. Pero esto, que hace cavi­lar á los hombres graves, á mí me deja sin la menor inquietud. ¿Qué me importa que Hadji merezca la horca?. . . ¿Qué más me da que la justicia resulte burlada? A lo que he asistido no es á una conferencia de moral, sino á un cuento vivido, al más bello de los cuen­tos. Y así, olvidándome de que hay una lec­ción en toda obra teatral de esta clase, no me acuerdo sino del manto de Hadji y de los ve­los flotantes de Marsinah, y de las bellas ar­mas del Kalifa, y de las actitudes maravillo­sas de Mansur. . . ¿No se trata acaso de un sueño, de un puro sueño oriental? Pues enton­ces, ¿para qué pedir algo más que la embria­guez exquisita de las imágenes fantásticas?...

Antes de estas obras admirables, sólo se veía, de tarde en tarde, en el teatro, una espe­cie de feéríe inspirada en las «noches» de Qa-lland: La montaña encantada, de Moreau. En este drama, la sultana Asitaré es enemiga del amor y de los que aman. Con una filosofía pesimista ve en las locuras seníimentales la fuente de todas las desgracias humanas, el manantial de todos los dolores del mundo. Y

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como á pesar de ser reina es piadosa, ordena que se destierre al Amor de sus dominios. Los mil decretos del Imperio de las Rosas, en efec­to, prohiben los besos. La policía no tiene más misión que la de impedir los idilios. El ejérci­to sólo se ocupa en marcar entre los sexos una desunión completa. Y así no hay nada más casío que los días del Imperio. Sólo que los días no son lo mismo que las noches. Un profeta dice á la sultana: «El amor es más fuerte que la ley, y para comprenderlo no tie­nes necesidad sino de pasar una noche en vela». Asitaré sonríe. Sabe que su pueblo la teme. Pero por tranquilizar del todo su con­ciencia, decídese á recorrer una noche su capi­tal. } Cuál no es su asombro al ver que en las calles oscuras, á la luz de la luna, los hom­bres y las mujeres se unen en parejas apasio­nadas para ir hacia la mezquita del amor! Su primer impulso la ordena correr en busca de sus tropas y organizar una matanza general. Pero en el camino un mancebo la detiene. Es un extranjero, un príncipe que viene de lejos y que le pregunta en dónde se halla el palacio de la sultana. « — ¿Para qué quieres saberlo?» — dice ella. Y él, ingenuo, confiesa: — «Para ma­tarla. Yo soy el amor». — ¡El amor! La reina lo contempla. ¡El amor! — «Entonces — mur­mura — el amor es delicioso» — y lo estrecha entre sus brazos amorosam nte.

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En cuanto á las hadas de la India, las que permiten á Vasantasena que después de muer­ta reconquiste su trono, las que obligan al gran rey Tcharudoto á enamorarse de la cortesana, las que hacen encontrarse en una montaña á la humilde Zacuníalá y al poderoso Dushanta, las hadas suaves y serenas que habitan en los pa­lacios de oro del Thibet, tienen ahora menos prestigio que sus hermanas las árabes. Desde los más lejanos días del siglo recién muerto, hasta hoy, creo que sólo una vez han apareci­do en el teatro. La obra á ellas consagrada se titula Brocelandia. El héroe es Buda. La es­cena se desarrolla en el jardín de los Bambús. Las sesenta hijas del viejo Pipaá, ambiciosas y coquetas, deciden seducir al santo hombre. Una tras otra acércanse á él y le hablan al oído con sus voces encantadoras. Esta le ofrece su alma; la otra le ofrece su vida; la de más allá le ofrece sus labios. Y así pasan, en tentador cortejo, sonriendo voluptuosamente. Y ya sólo una falta. Y Buda, que se halla á disgusto, va á levantarse de su trono de flores para huir, cuando la última, que no le dice nada, que sólo le contempla, ruborizándose y temblando, con­quista su corazón de cristal. — «¿Quién eres?» — le pregunta. — Y ella responde: «Soy la ahijada de Sorah, el hada.»

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Los poetas que todavía no han leído Las mil y una noches, de Mardrus, prefieren, para sus palacios de hechizo, florestas septentrionales. Los bordes del Rhin y las cosías de Bretaña, sobre todo, parecen haber sido siempre fecun­das en seres feéricos. Una mitología entera flo­rece ahí desde tiempos inmemoriales. Y son, vivos aún, viviendo en la imaginación del pue­blo de una vida de miedo y de entusiasmo, «vivientes» más que vivos, todos los elfos y todos los gnomos, todos los duendes y todos los koriganes. Helos aquí. He aquí á Frega, la de las lágrimas de oro, y á Sauna, protectora de amantes tristes, y á Vora, que vive bajo los pinos melancólicos. He aquí á Bibiana, más poderosa que el genio, robando á Merlín su fuego sagrado. Es la Venus de esta mitología. He aquí á Titania y á Melusina, á Oriana y á Yolanda. He aquí á la reina Mab en su carro que dos moscas de oro arrastran y que guía un insecto azul. Y detrás de estas divinas repre­sentantes del amor, del prodigio, del misterio, aparecen, sirviendo de séquito, los espíritus inferiores, gnomos, elfos, koriganes ó nixos. «Desde que la luna enciende su lámpara páli­da — dice el historiador del mundo oculto — los elfos abandonan los tilos, sus árboles fa­voritos, y se reúnen en las praderas para bailar sus bailes nocturnos.» Los más grandes ca­brían en un cascarón de nuez, y los menores

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son casi invisibles. Pero no importa. El más débil de todos puede, mejor que un cíclo­pe, transportar fragmentos de montañas para construir palacios y castillos. Recordad las historias del Bord du Rhin del viejo Dumas. En cualquiera de ellas se encuentra un galán loco de amor, á quien un margrave irónico le pone como condición para concederle la mano de su hija, que fabrique, antes que el sol ama­nezca, una ruta á través de la montaña. El ga­lán llora, pensando en precipitarse desde un alto parapeto. De pronto, tras una rosa, surge un ser minúsculo que habla: «No llores, caba­llero gentil—dice—, no te desesperes, no pienses en morir. ¿Morir tan joven? En verdad es necesario estar loco para tener tamañas ideas. . . Lo que pide el viejo margrave no es muy difícil de hacerse. Duerme, galán, y pien­sa en tu novia. . ., duerme sin zozobras. . ., duerme sin penas. . . sonríe soñando en ella.» Y el galán, que, en efecío, se duerme acarician­do soñaciones inverosímiles, despiértase antes que el día y ve la ruta terminada. Son los gno­mos y los duendes los que han hecho el tra­bajo. Otras veces los menudos espíritus, com­padecidos de las penas de una doncella tan linda como pobre á quien sólo faltan pedrerías para casarse con el príncipe azul, reúnen rayos de luna, reflejos de llama, reverberaciones de cielo, y fabrican diamantes, rubíes y zafiros

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para hacer, no un collar ni uri aderezo, sino iodo un traje que envuelva en luces el cuerpo de la desconsolada.

¡Oh, los gnomos! Sus ojos, según el anó­nimo historiador á quien cité hace un instante, tienen un brillo jamás visto fuera del mundo de las estrellas. En sus cabezas pequefiitas, cu­briendo sus bucles áureos, llevan coronas de flores púrpuras. Sus sandalias son de cristal. Por la noche, en los jardines, ríen y danzan al ritmo de una música de arpas de oro. Los ko­riganes, sus hermanos bretones, son menos elegantes y menos esbeltos en su pequenez. Visten toscos mantos color de bruma y coro­nan sus cabezas rubias con cascos de cobre. En vez de músicas, piden, para animarse, co­pas de licor. Son borrachos y caprichosos. Pero no son malos. Después de bailar en la arena de la playa oyendo silbar en los acanti­lados el viento del Norte, deciden socorrer á las vírgenes en desgracia, á los mancebos sin fortuna, á los ancianos tristes, á los niños am­biciosos. Y repartiéndose en grupos infiniíos, invaden las aldeas ó asaltan los castillos, bus­cando á quien hacer favores. Entonces, ¡ay de los que se oponen á su voluntad! Hercúleos y crueles, son capaces de estrangular á aquellos que, egoístas é insconscieníes, tratan de tira­nizar á los amantes. Sigamos al historiador de los espíriíus. Va á hacernos conocer á los ha-

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hitantes del agua — nixos, ondinas y írolls — «A veces — dice — bogan sobre las superficies de las aguas rozándolas con sus pies; á veces, corriendo rápidos bajo la forma de niños de cabellos de oro, ó atravesando á nado lagos y ríos, míranlos con ojos fascinadores. Y su voz engañadora nos promete la eterna felicidad en las profundidades de su glauco corazón.»

Las ondinas tienen los más dulces sonidos en sus arpas, y los nixos producen juegos ra­diantes de esmeralda y ópalo entre la transpa­rencia de las aguas. El encanto es irresistible, y ninguna fuerza humana puede substraerse á él. El hombre es atraído hacia este universo misterioso. La atracción va en aumento á me­dida que las apariciones se alejan. Y entonces, ¡pobre de él!. . ., ha tomado el camino certero que conduce á la comarca donde el señor de las aguas, el gran Nichus, administra justicia en el fondo de los ríos, castigando á los per­juros — si hemos de dar crédito á la vieja, á la viejísima leyenda del país renano.

Saliendo del reino de las aguas, la historia popular de los seres invisibles nos conduce á las regiones en donde viven los enanos, los coboldos y los duendes. «Antaño — dicen — la tierra nos pertenecía. Si las hadas, nues­tras protectoras, nos parecen hoy muy lejos, existen genios próximos á nosotros, que nos inspiran en todo instante, que habitan con nos-

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oíros y son nuestros dioses titulares. La tribu de los enanos es incalculable, así como un cortejo espiritual bullicioso y liliputiense de duendes y de coboldos.»

En otros tiempos los duendes se veían obli­gados á sostener terribles luchas contra sus enemigos mortales, los gigantes y los ogros; luchas, en las que perecían á millares aplasta­dos bajo el peso de un inmenso talón, ó redu­cidos á pasta por una enorme dentellada. Pero los enanos vencieron al fin en ese sangriento duelo librando á la Tierra de la tiranía brutal y mortífera de los monstruos. Contra la fuerza y la crueldad, la victoria se decidió por la suti­leza y el espíritu. Este es el símbolo que debe­mos admirar en la leyenda de los enanos. Hoy los tiempos heroicos están lejos. Los duendes, después de desertar los talleres subterráneos donde forjaban metales y joyas, vinieron á nuestra puerta y pidieron un rincón en nuestro hogar. Hicimos bien en no negárselo. Con los duendes se albergó la fortuna bajo nuestros te­chos. Su ilusión en la vida es sernos agrada­bles. ¿Y qué decir de los buenos coboldos?. . . Estos son los más admirables servidores que podéis encontrar. Cuando vuestra criada está cansada, en un santiamén os aprovisionan de agua, os cortan la leña y os suben de la cueva la cerveza. De noche recorren la casa de uno á otro extremo, armados de escobas y plume-

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ros. Barren la escalera, limpian la vajilla y la batería de cocina, y ponen los objetos en or­den. Cuando han terminado, hablan, lanzando esas sus carcajadas infantiles tan proverbiales en Alemania.

Todas las mañanas la cocinera alsaciana prepara un plato especial para los coboldos. En tanto que éstos ayudan á las criadas en sus faenas, los duendes secundan á los palafrene­ros en las caballerizas: cuidan á los caballos, los limpian y les dan agua. Las «damitas blan­cas» tienen gustos más aristocráticos: no cui­dan más que á los caballos de pura raza, á los finos y esbeltos árabes. Y mientras el palafre­nero duerme, trenzan las relucientes y largas crines de sus amigos predilectos.

Los poetas que, rejuveneciendo esta mitolo­gía, nos cuentan cuentos á la manera de Pe-rrault, son hoy más numerosos que nunca. Los Catulle Mendés y los Jean Lorrain, dejaron numerosos discípulos que realizan el ideal de Saint-Víctor, el cual deseaba ver un floreci­miento del arte magnífico é ingenuo en que los personajes, como si se escaparan de una tapi­cería, tuvieron una vida á la vez legendaria y robusta.

<Dadme á la Villis bailando con sus pies muertos en la hierba pálida del bosque — de­cía el gran crítico —; dadme á la Ondina loca y sin alma, peinando sus cabellos de oro en

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los bordes de la fuente; dadme á la mujer cisne que al llegar á la Tierra se despoja de su traje de plumas; dadme á la walkura que, con sus patines de plata, raya el ópalo sin fin de las nieves escandinavas; dadme las miríadas de duendes, cuyos solos nombres son ya como gotas de rocío brillando bajo el sol; dadme se­res minúsculos que se llamen Origán, Mar jo-laño, Flor del Lino, Grano de Mostaza; dadme, sobre todo, hadas, reinas del país de los en­sueños, jóvenes eternamente, vestidas de telas que son como arco iris; dadme hadas de to­dos tamaños, grand.es y majestuosas para do­minar en las selvas á los pueblos de los espí­ritus, ó ligeras y menudas para resbalar sobre un rayo de luna; ¡dadme hadas!» Y nuestros contemporáneos, oyendo estas palabras, dan al mundo hadas, no para niños, sino para hombres.

Si Peau d'Anne m'étaií conté

Yy prendrai un plaisir extreme

— decía Verlaine, ya viejo.

S BS ES

Pero no es sólo en el cuento, su dominio ancestral, donde las hadas reinan de nuevo. En la Pintura, Jean Veber les ha reservado una de las más bellas ínsulas para hacerlas vivir

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una vida menuda y suntuosa. Cada año, en efecto, los amateurs de arte raro se detienen en el salón ante lienzos de luz caprichosa que representan escenas de encantamiento. Y como algunos de estos lienzos son verdaderas obras maestras, los editores hacen bien en reprodu­cirlas luego para ilustrar los libros infantiles. Aquí veo, por ejemplo, sirviendo de frontispi­cio á un poema, el cuadro Le Geant et la Fée, y más allá, en una revista, encuentro La Fée et les nains. Una selva — la selva obscura en que Bibiana arrancó á Merlín su secreto má­gico — la fosforescente selva de Brocelianda, á la hora del crepúsculo, que es la hora de las aventuras feéricas. Armado de su enorme cu­chilla, el ogro gigante aparece por la rula som­bría, apartando las ramas de los árboles como si fueran hierbas y malezas. Todo en su ser co­losal es verde y gris. Su cabellera, en la pe­numbra crepuscular, se confunde con las co­pas de los robles. Sus piernas son como tron­cos nudosos. En sus manos brilla el arma, y en su rostro los ojos resplandecen. Su aliento hace temblar á los hombres, que huyen despa­voridos.

¡Inútil huir! La mano gigantesca los alcanza, y la cena comienza. El ogro necesita todo un pueblo. Ya lo tiene. Ya están allí á sus plantas, agonizando de miedo, centenares de hombres. El cuchillo se alza. Mas al instante mismo el

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hada aparece vestida de pedrerías, sonriendo mágicamente, y dice al ogro: «¡Detente!» Y el monstruo enorme, el gigante voraz, deja caer el cuchillo, y dominado por la belleza, arrodí­llase ante Oriana. Tal es Le Oeant et la Fée. En cuanto á La Fée et les nains, casi es lo contrario y casi es lo mismo. La selva, siem­pre la selva en la penumbra, ya no del crepús­culo, sino del alba, con tonos color de rosa en el ambiente y con retozones aleteos de hojas en la espesura. La ruta blanca brilla y serpen­tea hasta perderse en el horizonte. La reina de las hadas viene de su castillo, coronada de oro, con su traje de gala que dos pajes mi­núsculos sostienen. ¿En qué piensa la sobera­na? Seguramenle en un príncipe amado, pues sus labios se eníreabren en una sonrisa idí­lica. De pronto, saliendo de todas las male­zas, apareciendo entre los troncos de los ár­boles, surgiendo de entre las piedras, corren hacia ella, en racimos vocingleros, los enanos de la montaña. Todos son iguales de tamaño. En cambio, cada uno de ellos tiene una fealdad especial. Este, con cara de niño, es calvo; aquél parece una mujer con barbas; el otro es un pájaro de presa con bigotes; el de más allá ofrece el aspecto de una cicaíriz fresca; y los demás, todos los demás, á pesar de su número infinito, son característicos en sus individuales horrores. Cantando rodean á la reina Hada y

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se arrodillan para decirla que la adoran, y, lo que es peor, que la desean. ¡Qué miedo! La pobre tiembla, y los pajes se esconden bajo la cola de la falda. ¡Qué miedo! ¡Qué angustia! Con una mirada uniforme todos los enanos la contemplan ávidos. ¡Ella, alzando los ojos al cielo, implora la protección de sus amigos los espíritus.

En Inglaterra también hay un pintor que, aunque menos fantástico, produce impresiones profundas de misterio y de enigma con sus lienzos feéricos. Se llama V. Qlehn. Su obra maestra se titula ¡UEnchantement de la F6ret¿

¡ UEnchantement de la Fóret! El encanta­miento de la selva; una floresta de teatro y de feéríe, un hechizo de luces artificiales, todo lo convenido y todo lo conocido; los írucs de los maestros decoradores, la habilidad de los que pintan escenarios. Pero hasta lo más pompo­so de la obra está animado por una intensa vida interior que sugiere ideas de hechicería. Un cielo cuyo fondo es de azul mineral, de color de diamante de Hope mejor dicho, con reflejos obscuros, hlue hlacky ala de cuervo; un cielo de tempestad wagneriana cuyo tono dominante va degradándose en tintes menos profundos, en gamas variadas de azules lumi­nosos, hasta llegar á fundirse con el matiz te­rrestre en verdes claridades sobre las cuales algunos árboles gigantescos se destacan cual

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fantasmas quietos. La tierra es áurea. Las ro­cas son áureas. Todo es áureo en el suelo: los senderos que se retuercen, y la ruta que allá lejos se arrastra, y la llanura misma. El aire que arriba tiene la pesadez angustiosa de los ambientes de aquelarre, aligérase, dorándose, al acercarse al suelo.

Los troncos simétricos de una alameda plan­tada á la manera primitiva, raya de verde su­cio el fondo. Las márgenes superiores de un arroyo en el cual los colores del cielo se refle­jan, son de llama con todos los tintes ígneos, desde los más intensos de hoguera hasta los más ligeros de alcohol. De cerca parece este incendio de la tierra un hacinamiento de vi­drios que humean. De lejos el miraje es admi­rable de realismo teatral. Seis mujeres pueblan este paisaje. Helas aquí en el momento en que despiertan estirando sus miembros de nácar. Todas son iguales. Son seis Bibianas ó seis Yolandas. Sus altos talles que ondulan sin vo­luptuosidad, en cadencia desdeñosa, soportan las corolas encendidas de los rostros. V con sus cabelleras de fuego, las seis hadas hacen pensar en flores del mal, en inmensas flores de pecado y de crueldad, en flores monstruosas cuyo perfume, dilatándose en ondas de helado vicio, mancha el cielo de nubes obscuras.

s Ba ea

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En el teatro también, durante estos últimos años, las hadas han reaparecido. Sin contar los arreglos nuevos hechos por Maurice Bou-chor de los feéríes de Shakespeare, siempre se puede aplaudir, cada temporada, más de una obra de encanto. Recordemos algunas de las que más éxito han obtenido. Del poeta Ed. Diet, La araña de oro. El intrépido Ama-dís, caballero casto, parte guiado por el cuervo áureo hacia la comarca del amor maldito, con objeto de libertar de la cautividad amorosa á todos aquellos incautos que han caído en las redes del hada Oriana. Para atizar su entusias­mo, el cuervo le refiere en el camino los tor­mentos que sufren los cautivos. «Viven — le dice —, si tal cosa es vivir, ardiendo en las lla­mas cárdenas del deseo, y no tienen cada día sino un minuto de ventura, que es aquel en que ven á la divina Oriana peinar sus cabellos de luz.» Amadís llega al fin á la comarca del amor y toca su trompa de guerra. Los cautivos se estremecen llenos de esperanza. Pero Oria­na, desdeñosa, ríe; y para resistir á la espada abre su tela de araña, se coloca en el centro y comienza á peinarse la áurea cabellera. La mano guerrera tiembla. Y es en vano todo es­fuerzo, es inútil todo coraje. El caballero casto sucumbe y entra á formar parte del rebaño mal­dito que se incendia en su propio fuego. Mirka ¡a encantadora, por Boyen y Pollonnais, es la

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historia de una princesa y de un príncipe que se aman, á pesar de un rey vecino que querría casarse con ella y de una reina cercana que querría casarse con él. La guerra se hace ne­cesaria. Los reyes enemigos se unen. «¡No im­porta! — exclaman los príncipes — lucharemos hasta vencer. La juventud es favorita de la vic­toria.» Sólo que, por desgracia, las tropas re­gias son más numerosas que la tropas princi­pescas, y vencen. ¿Qué hacer? Los príncipes están á la merced de sus vencedores. «Es ne­cesario entregarse» — gimen —. Pero en aquel momento un hada aparece, y cantando cancio­nes guerreras, dispersa los reales ejércitos. El príncipe Riquet es una obra maestra del géne­ro. La princesa Rosa es linda como una rosa; pero ¡ay! es tan tonta, mientras el príncipe Ri­quet es sutil como un encantador; pero ¡ay! es tan feo. Y ella, más entusiasta del talento que de la belleza, se enamora de él. Y él, desde­ñoso de la inteligencia, pero fanático de la gra­cia, se vuelve loco por ella. Sólo que éste piensa: «¡Cómo me va á querer, ella tan linda, siendo yo tan feo!; mientras aquélla murmura: «¡Jamás un serían sabio amará á quien, como yo, encarna la ignorancia!» Y así permanece­mos largo rato, viendo pasar á los gnomos y á los elfos, hasta que un hada protectora une las manos y los labios de los príncipes. Le Chateau de Koenigsburg, de Félix Dupont, es,

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si no más grave, ya que nada es tan grave como el amor de dos príncipes, por lo menos más írisíe. Las hadas, aquí, no ríen. Son ha­das guerreras, que tienen necesidad de luchar contra los bandidos de la montaña. Natural­mente, vencen. ¡Pero al cabo de cuántas pe­nas! Los bandidos se han robado á Odetíe, la novia del caballero Rolando. Este, aunque es el más bravo de los hombres, llora cual la más débil mujer, hasta que Bibiana, en una apoteo­sis, le devuelve á su adorada Odeíte.

He recordado de memoria estas obras tea­trales, representadas en el transcurso de los últimos años; pero recurriendo á una colección cualquiera de revistas, seríame fácil encontrar la huella de otras muchas. Porque nuestra épo­ca tan prosaica, en su perpetua contradicción, se complace, más que ninguna, en oir histo­rias de encanto. «Y esto prueba que la prosa actual no es más que superficial» — dice Ana-tole France, el gran doctor en ciencias feéri­cas, el teórico de las hadas.

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jDoctor en ciencias feéricas! No creo que al maestro le disgustase este tí­

tulo, al cual le da derecho un opúsculo que acaba de editarse nuevamente, y que se titula Dialogue sur les con fes de Feés. Oid algunos fragmentos de este tratado:

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«Feé, en francés; en italiano, fata: en espa­ñol, hada; en portugués, fada; en provenzal, fade, se deriva del latín fafum, que significa destino. Las hadas resultan de la concepción más dulce y más trágica, más íntima y más universal de la vida humana. Las hadas son nuestros destinos. Un rostro de mujer sienta bien al destino, que es caprichoso, seductor lleno de encanto, de inquietud y de peligro. No lo dudéis: cada uno de nosotros tenemos como madrina una hada que deposita en nuestra cuna dones venturosos ó terribles. Contem­plad á los hombres, preguntaos por qué son felices ó infelices, y veréis que la única razón es la voluntad de las hadas. Para dar gusto á los hombres graves, convengamos en que los cuentos de hadas son absurdos é infantiles. ¿Pero acaso la Iliada, que también es infantil, no es el más bello poema que existe? La poesía más pura es la de los pueblos nuevos. Los pue­blos son como el ruiseñor, y no cantan bien sino mientras tienen el corazón alegre. Al en­vejecer se vuelven solemnes, sabios, meticulo­sos, y sus mejores poetas no son ya sino mag­níficos retóricos. La Bella del Bosque dur­miente es cosa pueril, sí; por eso se puede comparar con la Odisea.»

Ya lo oís. Y ahora, si los libros graves os interesan más que las frivolas historias de ha­das ó de gnomos, no leáis ni á Mardrus, ni

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á France, ni á ninguno de mis autores prefe­ridos. Leed á Paul Bourget, ó á Paul Adam, ó á Paul Brulat. Para todo hay Pablos. Por mi parte, voy á leer de nuevo un cuento cualquie­ra de aquel viejo risueño que se llamó Perráult ó uno de este mago moderno que se llama Mardrus.

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EL COLEGIO DE ESTÉTICA

DE PARÍS

MUY lejos del Instituto y de la Sorbona, en uno de los barrios menos universitarios

de París, funciona desde hace algunos años un Colegio de Estética.

Como ni el Gobierno lo protege, ni las da­mas millonarias asisten á sus cursos, el plan­tel vive pobremente, no envidiado, sí envi­dioso.

Pero lo esencial es que no muera, y para esto (como los discípulos no pagan) pagan los profesores. {Oh! no mucho. . . Ninguno de ellos es rico. Entre todos reúnen, cada tri­mestre, los cien duros necesarios para cubrir el alquiler y el alumbrado.

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Los profesores son seis, á saber: Saint Georges de Bouhelier, Maurice le Blond, A. de

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Rosa, Edouard Lauret, Albert Fleury y Eugé-ne Monforí.

El primero explica la estética de la vida, ciencia destinada á dirigir por el camino de la belleza la sensibilidad contemporánea, hacien­do á los hombres más aptos para concebir y ejecutar armoniosamente todos los actos de la existencia diaria. El segundo profesa la histo­ria del arte contemporáneo desde la Revolu­ción francesa hasta el simbolismo. A. de Rosa es maestro de estética musical, y Edouard Lauret de estética científica. El sumario de las lecciones de este último puede darnos una idea de lo que significa la estética científica. Helo aquí: «1.°, los prejuicios coníra la ciencia. La ciencia en sus principios como en sus aplica­ciones no es incompatible con el arte; la obra estética de los sabios modernos Claudio Ber-nard, Pasteur, Bertheloí; 2.°, las grandes in­venciones transforman la vida, la estructura armónica de las máquinas, lo sublime de las fábricas; el Germinal y La Bestia Humana, de Zola; Claude Moneí en sus paisajes de es­taciones de ferrocarril; los poemas de Emile Verhaeren; la ciudad industrial; 5.°, una teoría científica del arte; los colores y los sonidos; el gusto, el olfato, el tacto; ejemplos sacados de obras contemporáneas; 4.°, números, líneas y figuras; de Fidias á Rodin; 5.°, del mineral al hombre; la poesía de los cielos; estética del

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movimiento; y 6.°, la síntesis estética.» El curso de M. Albert Fleury se titula «El heroís­mo en el tiempo presente», y en él, según sus propias palabras, «propónese el profesor, por medio de ejemplos escogidos en el grupo de los grandes artistas de esta época, ilustrar la teoría de los hombres representativos y de los héroes, esbozada ya en obras recientes, ingle­sas y francesas». El sexto profesor, Eugéne Monífort, explica la belleza moderna.

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Seis cátedras me parece poco. Porque, ¿cómo no pensar, al salir del curso de M. Lau­ret, que además de la estética de la ciencia hay una estética de la indusíria? ¿Cómo no preguntarse por qué se enseña la evolución de los géneros musicales y no la evolución de los órdenes arquitectónicos, de las escue­las pictóricas, de las tendencias escultóricas? ¿Cómo, en fin, resignarse á no ver, junto á la cátedra en que Fleury nos habla de los héroes, otra cátedra en la cual un sutil psicólogo — Psicharis ó Jorge Vanor — nos explicase las bellezas de las cortesanas antiguas?

Se me dirá que muchos de estos puntos es­tán comprendidos en las conferencias de Bou-helier, le Blond y Montforí. Es cierto. Pero en­tonces es necesario decir que seis cátedras es demasiado, y que bastarían íres. En el suma-

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rio de las lecciones sobre «La estética de la vida», veo, entre otras cosas, un capítulo titu­lado «El sentido del heroísmo de los hom­bres», lo que, si no me equivoco, es lo mismo que explica Fleury. Por su paríe, Maurice le Blond habla de Wagner, lo cual me parece que correspondería más bien á de Rosa. Pero todo esto tiene poca importancia.

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Lo que sí la tiene grandísima, es saber si la estética es una cosa que puede ensenarse en aulas. Zola ha dirigido á los fundadores del colegio una carta en la cual íraía del asunío. Hela aquí:

«Estimados señores: »Yo no he sido nunca partidario de una en­

señanza de esíéíica, pues estoy convencido de que el genio crece sólo para lo que debe ha­cer. Pero supongo que, lejos de pretender im­poner una regla y una fórmula á las individua­lidades, vuestra ambición es únicamente sus­citar é iluminar á los artistas rodeándolos de una atmósfera de simpatía y de entusiasmo que sea favorable á su florecimiento. Por eso me uno á vosotros con toda mi fraternidad li­teraria.

»Lo que me encanta en vuestra tentativa es que encierra un símbolo de novedad en la evo­lución que hoy transforma nuestro mundo de

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las letras y de las artes. Una diana hace des­pertar á la juventud, que de hoy más se negará á encerrarse en las torres de marfil de sus pre­decesores. Un gran soplo de justicia, de vida, de energía, ha sacudido las cabelleras. Y he aquí á los adolescentes en la llanura, resueltos á obrar, resueltos á ir hacia adelante, con la seguridad de que es inútil esperar y que es in­dispensable avanzar siempre, siempre, hasta el infinito.

»¡La acción!. . . ¡La acción! Todos deben trabajar, todos comprenden que es un crimen social estarse quietos en este minuto solemne de la historia humana, en que el pasado lucha contra el porvenir. Trabajemos abriendo es­cuelas, agrupando á los jóvenes.»

En suma, pues, el maestro admirable de Me-dán, el gran apóstol del progreso moral, cree que la obra de la Blond debe ser un centro de actividad. Está bien. Pero en este caso sería inútil llamarle Colegio de Estética. El nombre barresiano de «Escuela de Energía» íe iría mejor.

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A mi entender, un colegio de estética no tie­ne nada que ver con la lucha social presente. Su misión es más frivola y menos prácíica. En vez de llenar de fe las almas, debe amueblar de visiones los cerebros.

Doctos lampadarios del arte, deben iniciar á

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los neófitos en todas las bellezas, en todas las poesías, en todas las sensibilidades. Digá­moslo francamente: debe ser un colegio de di­letantismo. ¡Oh! Yo sé que la palabra no está á la moda, y que todo literato que se respeta puede, como Huysmans, anatemaíizarla. Pero no importa. La cosa, sin el nombre, es exce­lente, no como método para educar producto­res (que éstos, ya lo dice Zola, no necesitan cátedras), sino para formar un público capaz de saborear las múltiples manifestaciones del arte.

Un verso de Virgilio reza: «El hombre se cansa de todo, menos de comprender.»

Y comprender es principiar á amar. Porque no hay que creer que el diletantismo «es la in­capacidad de amar fuertemente una cosa». No. Un diletante bien dotado reemplaza el «gene­ral desdén» del escépíico por un cariño gene­ral. Recordemos el ejemplo de Ernest Renán, que exclama: «la Naturaleza no estaría com­pleta si sólo la poblasen sectarios», y cuyo diletantismo es hijo de «una cantidad enorme de verdades». Recordemos también las si­guientes palabras de Paul Bourget: «El dile­tantismo honra grandemente al escritor, por­que prueba la permanencia en él de una sensi­bilidad que la infinidad de contemplaciones no ha podido fatigar, y que continúa vibrando al unísono de todas las bellas y nobles almas.»

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El director del Colegio de Estética me decía, poco hace, explicándome el objeto verdadero de su obra:

— Es inútil negar que existe una estética nueva, gracias á las obras de los impresionis­tas, de los realistas, de los naturistas, de to­dos los artistas enamorados de la vida. Los principios han podido ser aplicados por crea­dores de genio espontáneo; pero nadie los ha explicado aún. A las obras de los productores no han correspondido trabajos teóricos de igual mérito. En las obras de Sainte-Beuve, de Taine, de'Gautier, de los Goncourt, para no citar sino muertos, se hallan dispersas algu­nas de las doctrinas de la vasta evolución con­temporánea. Nuestro fin es descubrir, reunir, explicar, aclarar las leyes fundamentales de lo moderno.

En este programa me parece que el diletan­tismo no escasea.

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Tampoco en las lecciones del colegio. De­jando aparte las tres cátedras especiales de es­tética musical, de estética científica y de esté­tica heroica, veamos lo que en las otras tres se enseña. La de le Blond es, quizás, la más im­portante desde un punto de vista práctico. He aquí su programa:

1.° La estética revolucionaria, J. J . Rous-

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seau, Diderof. El clasicismo jacobino, Robes-pierre y Saint Jusí. La Convención y el arte cívico.

2.° El romanticismo. Desviación del espí­ritu revolucionario. Lamartine, Vícíor Hugo, Delacroix. La bancarroía de la burguesía.

5.° La ciencia. El posiíivismo francés victo­rioso de la metafísica alemana. El socialismo. Este formidable movimiento filosófico crea el naturalismo

4.° El naturalismo y el impresionismo. Gus­tavo Flaubert, Emile Zola, Maneí, Cezanne, Claude Moneí. Teoría del medio ambieníe. Grupo parnasiano.

5.° La reacción contra el naturalismo. El neoidealismo. Wagner. El simbolismo. Aban­dono de la tradición francesa, que sólo persiste en el teatro libre y en la novela. Mirbeau y oíros novelistas.

6.° Vuelta á la tradición. El renacimiento poético y los escritores nuevos. La influencia de Zola. Las letras francesas enriquecidas por la contribución de los escritores belgas. El fin del diletantismo. L a evolución de Anatole France. El naturismo en las artes. La religión de la belleza y de la vida.

El programa es vasto. Pero también las do-íes del joven profesor son vastísimas. Sin em­plear la solemnidad pomposa que á veces hace sonreír en los discursos de Bouhelier, Maurice

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le Blond habla gravemente de las almas de ayer y de las almas de hoy. Su palabra está llena de precisión y de elegancia. Su criterio libre no respeta ni á los maestros ni á los ído­los. Oidle hablar de los hombres de la genera­ción anterior á la suya: «Volvamos la vista ha­cia un pasado recientísimo. Recordemos las charlas de hace diez años, y veremos que la juventud que comenzó á florecer en 1890 fué la más lánguida y la más estéril. Saturada de sensaciones y de lecturas, era incrédula, es-cépíica, fría, y consideraba inútil todo esfuerzo enérgico. Las frecuentes siestas en los diva­nes, profundos cual tumbas, habían acabado por debilitar á aquellos chicos schopenhaue-rianos que sufrían del vértigo de sus propios vacíos.» Para las generaciones más prestigio­sas íampoco se muestra tierno. Su crítica no es halagadora. Su estética lo es menos. «Cuan­do el artista — dice — comprenda que su mi­sión no consiste en gustar á la sociedad en cuyo seno vive, y en hacer las delicias de una casta, sino en preparar, en amasar el ideal de mañana, habremos ganado una gran victoria moral.» Su sueño dorado es fundar un socia­lismo ideal entre poetas. «Porque — escribe — por más que se diga en favor del individualis­mo, y por más que Ibsen haya proclamado que el hombre más fuerte es el que más aislado vive, necesario es reconocer la importancia de

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las Cooperativas, de los Sindicatos y de las Asociaciones que se multiplican por todas par­tes en nuestra época.» Una vez estas bases es­tablecidas, es necesario preguntarse: ¿Por qué, pues, sólo los artistas han de permanecer fuera del movimiento corporativo de esta era? ¿Por qué los que sueñan profesionalmeníe no han de formar sindicatos ideales que establez­can la comunidad, no sólo de los intereses del gremio, sino también de sus simpatías, de sus esfuerzos, de sus tendencias?

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Saint Georges de Bouhelier es el verdadero poeta de la belleza humilde. Todas las artes le parecen igualmente grandes. Volviendo la fra­se de Ruskin «el artista es un obrero», excla­ma: «¡el obrero es un artista!» En sus teorías hay un gran fondo de piedad, de hermandad, de solidaridad.. Oyéndolo hablar de la hermo­sura de iodo esfuerzo, recuerda uno que, se­gún el apóstol inglés, las artes se basan en la conquista manual del mar y de la tierra, de la agricultura y de la navegación, y que en se­guida su refinamiento comienza en la habilidad del alfarero y del carpintero.

Explicándome sus teorías, decíame ayer Bouhelier:

— Es imposible aceptar una jerarquía eníre los diversos oficios que el hombre ejerce. To-

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dos son igualmente capaces de ser gloriosos, y si no todos lo son, es por una injusticia in­comprensible. Lo que impide á los artesanos hacer labor estética, es la falta de cultura. Esta ignorancia es causa de que el obrero moder­no envilezca cosas que podrían ser sublimes. Cuando un cacharro ostenta líneas armonio­sas, cuando un mueble es agradable á la vista, cuando una casa impresiona por su aspecto, puede decirse que los obreros que construyen tales objetos son artistas. Necesario, pues, es admitir que todos los trabajos son estéticos cuando se ejecutan en belleza. No hay ningu­na profesión sin estética. Me dirá usted que el carpintero, el zapatero, el herrero, no hacen obras bellas en sí mismas. Medite usted, y verá que si no son artistas estos artesanos, pueden serlo. ¿Pueden? No. Deben serlo, tie­nen obligación de serlo. Porque toda labor hu­mana sin estéíica es esíéril. En la Naíuraleza no hay nada feo. Recuerde usíed la opinión de Dideroí y de íaníos otros, según la cual, ni en los seres ni en los objetos hay vulgaridad ó mediocridad.

jNoble optimismo el de Bouhelier! Su esté­tica es consoladora. Oyéndole, los artesanos modernos recordarán que en la época más ad­mirable de la historia moderna, Ghirlandajo, maestro de Miguel Ángel, era obrero, y que, según el divino Leonardo, el trabajo manual

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da firmeza á la mano y obliga al artista á ser prudente y paciente.

Estas ideas, por lo demás, están tan genera­lizadas en nuestra época, que el joven profesor no tiene, para divulgarlas, necesidad de soste­ner lucha ninguna. Decir que «en todo obrero hay un artista», no es más que repetir una de las verdades del evangelio ruskiniano.

En lo que Bouhelier no está de acuerdo con el maestro inglés es en el método de educación necesario para lograr que las artes industriales florezcan de nuevo cual en,la Edad Media. «Hagamos — dice — de cada obrero un artis­ta, dándole cultura y ambiciones», mientras que Ruskin asegura que es necesario devolver á los artesanos su humildad de antaño para que, humildemente, hagan objetos sublimes. «Si en nuestros días — escribe — no se en­cuentra ya entre los ebanistas, eníre los alba-ñiles, entre los joyeros, entre los herreros, maestros maravillosos, es porque éstos han perdido el sentimiento de su misión. Perdien­do tal sentimiento, saliendo de sus puestos, tratando de elevarse en la escala social, dejan­do el obrador por el estudio, han llegado á confeccionar cuando debieran ejecutar.» Oyen­do repetir estas doctas palabras, Bouhelier sonríe desdeñoso.

«Enseñemos la estética á los que trabajan con las manos» — me dice.

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Y viéndole tan convencido de su misión no me atrevo á recordarle que, según otra frase célebre de Ruskin, «las escuelas dan importan­cia, dan ambiciones, dan pedantería, pero mu­tilan al genio, cortándole sus alas ingenuas».

Si le Blond es un historiador y Bouhelier un apóstol, Monífort es un soñador. Las ideas pa­recen importarle menos en sí mismas que en sus encadenamieníos de armonioso raciocinio. Sus lecciones resultan tan doctas como inúti­les. Verdad es que, según Osear Wilde, no hay nada más inútil que las rosas. Y cuando digo inútiles, quiero indicar que no contienen consejos prácticos para ejercer ningún arte, ni reglas para ejecutar ninguna clase de labor, sino que son oraciones literarias, guirnaldas de flores poéticas. Como artista de la frase, este profesor es, en la trinidad, el más galano. «Vamos hacia el porvenir — dice —, vamos sin temores, porque sabemos que la dicha nos aguarda. En ningún minuto de la historia los hombres se han sentido tan lejos como ahora del pasado. La sociedad parécenos en víspe­ras de transformarse. Algo tiembla, algo pal­pita en las entrañas del mundo. Algo va á na­cer. Vivamos, pues, en nuestra época, tratan­do de comprenderla, amándola, ayudándola. Y sobre todo no nos acojamos á las bellas

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formas del pasado.» Esta es la primera parte de todos sus discursos. La segunda, hela aquí: «Todo es bello. La belleza está en nosotros. Nosoíros formamos parte del mundo, de la be­lleza universal.» Y con estas dos ideas muy nobles, muy justas, hace deliciosas variacio­nes. Para nosotros, panteisías según él; para nosoíros, adoradores místicos de la vida, todo es hermoso. En donde hay luz, en donde hay movimiento, en donde hay existencia, hay be­lleza. Todas las cosas y todos los seres son bellos. La fealdad no existe, porque todo lo que vive es bello. Y en el Universo no hay nada muerto. La muerte misma vive. La idea es admirable. Luego dice: «Las personas que niegan la belleza de nuestra época me espan­tan. ¿Qué significa eso? ¿Qué gente es aque­lla que olvida el presente ante el pasado, que prefiere lo que no es á lo que es? Son locos, sin duda.»

No, querido Montfort, ni siquiera son lo­cos. . .

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EL TEATRO POPULAR

STAMOS en la era de las representaciones A—* populares. Los teatros oficiales france­ses ofrecen cada año al pueblo espectáculos gratuitos. Y frente á las masas vibrantes é in­genuas que penetran cual un torrente en las salas de la Comedía ó del Odeón, los críticos se preguntan con sincera inquietud si en el fon­do el pueblo no es más capaz que la burguesía de comprender las ideas y de sentir la belleza. Adolphe Brisson, el crítico de Le Teinps — un puesto que tiene la importancia de un arzobis­pado ó de una cartera —, confiesa que, en Pa­rís por lo menos, los obreros y las obreras que asisten á los espectáculos se muestran tan inteligentes como los antiguos cortesanos para quienes las obras clásicas fueron escritas. Oid:

Et tous ríaient aux mémes endroits, et ees

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eudroifs éfaienl, ríen doutez pas, exactement ceux oh Fon ríaií jadis, quand la piéce se donnail devant le roL

Ya antes de que el heredero de Sarcey se decidiera á conceder al pueblo la virtud de la comprensión, un gran escritor, que es al pro­pio tiempo una gran alma, se había propues­to probar que entre la burguesía y el popula­cho, este último no es el menos digno de que los poetas le consagren todos sus esfuerzos. «El pueblo — dice Anaíole France á quien quiere oirle — es el único público perfecto, y desde luego vale más que la éliie social, es de­cir, que las clases ricas; porque oye atento, porque dispone de reservas infinitas de emoción y de ingenuidad, porque no lleva al espectácu­lo ningún pensamiento que lo distraiga. Nos­otros, por ejemplo, ¿en qué pensamos cuando nos encontramos en la Comedia? Vemos apa­recer actores. ¿Son los personajes de una pie­za? No, desde luego. Primero son los Le Bar-gy y las Barteí; y todo lo que sabemos de ellos, bueno ó malo, acude á nuestra memo­ria, poniendo entre la obra dramática y nos­otros una cortina espesa. El pueblo no sufre de estas distracciones, pues desde el principio se identifica con el personaje. Voy muy á me­nudo á las universidades populares, donde siempre me admiro de la rapidez y de la justi­cia de las apreciaciones del público.» Ya lo

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veis. No se puede ser más categórico. El pueblo tiene derecho á alimentos estéticos tan finos como la burguesía, y si le apuramos mu­cho, el franco Anatole France nos dirá que tiene derecho á algo mejor. Un día, en efecto, durante la representación de Ingenia en un teatro popular, el maestro notó con sorpresa que el relato final de Ulises, aquel relato que fastidia á los abonados del Frangais, intere­saba muchísimo á los obreros. Y su primer impulso fué pensar que el pueblo tiene mejor gusto que la burguesía. «Sí — exclamó — tie­ne mejor gusto. ¿Por qué? ¿Porque es más in­teligente? ¡No! Porque escucha con atención.» Estas ideas, más revolucionarias de lo que á primera vista parecen, resuelven un gran pro­blema, á saber: que el teatro del pueblo — ese célebre teatro del cual se habla en toda Euro­pa desde hace veinte años — no es irrealiza­ble por falta de autores dramáticos apropia­dos, como antaño se creía, sino por culpa de los poderes públicos, que prefieren subvencio­nar con millones las Operas suntuosas, las Comedias aristocráticas, los Odeones burgue­ses, á gastar algunos millares en fabricar co­liseos plebeyos. El argumento de los enemi­gos del teatro para la masa, es el siguiente: «El pueblo no gusta sino de las obras malas. Si se le da una sala de espectáculo, será ne­cesario hacer que en ella se representen obras

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que estén á la altura de su inteligencia. Ahora bien, los Gobiernos deben, si no mejorar, por lo menos, tampoco empeorar al sentido esté­tico de las masas.»

Y han pesado tanto estas ideas falsas, que fué necesario en Francia que la Prensa habla­ra de las tentativas de arte dramático popular realizadas en el extranjero para decidir al Es­tado á no ver con completo desdén el asunto.

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Uno de los inspectores franceses de bellas artes que con más ardor estudian la cuestión del teatro popular, M. Andrieu Bernheim, se decidió á realizar, hace tiempo, un viaje con objeto de ver lo que en otros países se ha he­cho en favor de la educación estética del pue­blo. El informe que escribió á su regreso llena más de un volumen, pero puede, en rigor, compendiarse en breves líneas.

Donde ha visío las experiencias más signifi­cativas ha sido en los alrededores de Viena y de Berlín. No lejos del primer punto, á legua y media de camino de hierro, en plena región industrial, en Berndorf, un gran fabricante, M. Arthur Krupp, ha hecho consíruir un teatro para sus obreros.

El 27 de Septiembre de 1899 fué inaugura­do por el Emperador, que le concedió como gracia especial que pudiera llevar su nombre.

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El «Franz Joscph Theaíer», contiene 516 buta­cas y costó á M. Krupp la fuerte suma de 600.000 francos. La sala está decorada con lujo, la maquinaria y el alumbrado están ins­talados con arreglo á los más modernos pro­gresos. Se dan representaciones todos los viernes; los precios de entrada son sumamen­te módicos y el fraternal auditorio de obreros, contramaestres y jefes, asiste con placer á los espectáculos. Se representan dramas popula­res y obras del género cómico, pero no gro­seras ni de mal gusto.

En Berlín, el «Schiller Theaíer» cuenta ya siete años de existencia y su prosperidad au­menta cada día. Es verdaderameníe democrá-íico, hasta en su organización administrativa. Los accionistas reciben solamente un 5 por 100 de interés; el sobrante de estos beneficios no lo cobran ni los accionistas ni los directo­res: se distribuye como gratificación entre los empleados y los actores. El repertorio de este teatro comprende las obras más notables del mundo. jAh!. . . Oid los nombres: Calderón, Ibsen, Schiller, Sardou, Goldoni, Goele, Sha­kespeare, Moliere, Augier, Rosíand, Paule-ron. . . ¿Os basta?

Una vez enterado de todo esto, el Gobierno francés se decidió, no sin hacerse rogar, á adoptar, en principio, la idea de la creación de un teaíro para el pueblo. S e formó una Co-

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misión mixta, en la cual figuraban unos seis personajes ministeriales y otros tantos escri­tores de fama. Naturalmente, cada uno de los doce apóstoles tenía sus ideas personalísimas. Los proyectos sometidos no fueron, pues, dos, ni tres, sino una docena. Y el ministro, no pu-diendo leerlos todos, los hizo archivar juntos.

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Más adelante, una revista parisiense abrió un concurso para premiar tres proyecíos. Los dramaturgos más eminentes acudieron al lla­mamiento y expusieron sus ideas. Los pre­miados no fueron ni Octave Mirabeau, ni Ca-íulle Mendés, ni Anatole France, como se hu­biera creído, sino los Sres. Moreí, Allá y Pot-techer. Si os dijera que he leído los proyecíos de dichos caballeros os engañaría. Lo único que he leído — y ya es algo — es el largo es­tudio que sobre ellos escribió Bourdon. Este estudio es el que voy á analizar para que po­dáis formaros una idea de lo que el porvenir reserva al pueblo de París en maíeria de es­pectáculos. Según Pottecher, el teatro del pue­blo debe reunir en una emoción común todos los elementos de que se compone un pueblo, pues no tiene ni razón de ser ni esperanzas de prosperar sino en tanto que logra unir con fra­ternal lazo á todas las clases sociales, hacién­dolas vivir, por lo menos durante algunas ho-

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ras, una misma vida estética de sensaciones hondas y de nobles pensamientos. El simple espectáculo no puede ser educador. De lo que se trata es de establecer verdaderos festivales modernos, análogos á los que Grecia ofreció á sus ciudadanos. Por lo mismo, el coliseo nuevo no debe abrir sus puertas todas las no­ches, sino sólo en épocas determinadas, al principio de las estaciones, en los días me­morables, en casos de regocijo nacional. Para construir el edificio, los fondos debe darlos el Tesoro. ¿Para qué pensar en arreglos finan­cieros? ¿Para qué preparar planes de Socieda­des anónimas? Se írata de un servicio públi­co, tan útil cual el correo y los caminos — jel servicio de la belleza! — ¡Que pague, pues, el Estado! En cuanto al edificio, que sea como quieran los arquitectos. Poco importa. Potte-cher no es un organizador íimoraío. Un pala­cio le parece lo mismo que una tienda de cam­paña. De lo que se traía es de hacer comulgar á la ciudad entera en la misma fe artística; de unir las clases sociales en un estrecho abrazo; de realizar, en fin, por medio de las bellas imágenes, lo que las grandes campañas de­mocráticas no han conseguido. Cien mil obre­ros no son el pueblo, no; ni cien mil obreros, ni cien mil sabios, ni cien mil poetas. El pue­blo es la mezcla de todo. «Y así — dice Potíe-cher — un auditorio reducido, en el cual figu-

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ran las diferentes clases sociales, son el pue­blo, aunque haya en él más duques que car­pinteros.» Del repertorio sólo nos indica lo si­guiente: «Obras sencillas, fundadas en senti­mientos sencillos, generosos y eternos; obras capaces de conmover al mayor número de hombres de diferentes épocas y de diversos países; obras que hoy son raras, pero que an­taño fueron populares; obras que traigan de nuevo á las tablas á los héroes desterrados por las mujeres adúlteras y los gomosos; obras bellas, en fin». Tal dice el autor del pri­mer proyecto premiado.

Eugenio Morel es menos poeta que Potíe-cher. (Serlo más resultaría difícil). Lo que de­sea es que el pueblo se divierta: que al salir de la oficina ó del taller pueda gozar unas cuantas horas, reir unas cuantas horas. La teoría de los tres ochos es defectuosa en su aplicación, pues nos dice: trabajad ocho ho­ras; descansad ocho horas; gozad ocho ho­ras, y sólo nos da medios de trabajar y de descansar. El teatro para el pueblo, debe ser la diversión para el pueblo. Si además se lo­gra que las comedias sean fuentes de ense­ñanza, mejor que mejor. Pero no hay que pe­dir tanto. Con pedir un poco de goce, un poco de alegría, un poco de ideal — un poquito de ensueño para olvidar la vida — , ya es bas­tante. Allá cree lo mismo. Por lo demás, los

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proyectos Morel y Allá, no sólo en esto, sino en todo, se completan. Ambos laureados quie­ren que el Estado no dé ningún dinero ni para la construcción del edificio, ni para el sosteni­miento de la empresa, con objeto de que las ideas de los que mandan no influyan en los es­pectáculos populares. Además un teatro «para el pueblo» debe ser un teatro «del pueblo», i Que los concurrentes sean propietarios de su coliseo! Con subvenciones no se harían sino parodias del Frangais ó del Odeón. Lo único que aceptarían es el íerreno. El Municipio dará el espacio necesario; muy bien. Pero nada más. Una Sociedad en comandiía, ó de oíro modo, hará el resto. Allá habla de «bonos á lotes», pagaderos en entradas, y Morel imagi­na acciones de veinticinco francos reembolsa-bles poco á poco, y cuyo interés será una bu­taca por cada franco. En este punto Bourdón, más práctico que los demás, dice, con gran juicio, á mi ver, que si bien es posible esperar que la empresa llegue con el tiempo á bastar­se á sí misma, su esíablecimienío y sus pri­meros años de desarrollo necesitan del apoyo directo del Erario público.

En un punto en que Allá y Morel no están de acuerdo es en la forma del edificio. El pri­mero, inspirándose, sin duda, en que hoy los templos son las esíaciones de ferrocarril, las escuelas y los teatros, desea construir una

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nave como las de ciertas catedrales; mienlras el segundo, dominado por principios socialis­tas, quiere una simple sala trapezoidal, pare­cida á la de la Maison du Peuple, de Bru­selas.

Cuanto al escenario, oid: «Tendrá unos quince metros y estará arreglado de modo que pueda reducirse fácilmente para las obras que no hayan menester de tanto espacio. Las de­coraciones serán sobrias y bellas. La parte de máquinas, en cambio, será lo más complica­do que existe, aunque cueste trescientos ó cua­trocientos mil francos más de lo que en un principio se marque. Es indispensable,en efec­to, que sea cual sea la obra que se trate de representar, toda la tramoya se preste á ello. El único progreso que el arte dramático ha hecho de Esquilo á nuestros días está en las maquinarias. En punto á repertorio, todo pa­rece bueno á Morel y á Allá. «{Que se repre­sente, dicen ambos, lo antiguo y lo moderno!» Luego terminan patrocinando las conferencias y los intermedios ó acompañamientos musica­les. La conferencia, dice Morel, con tal de no ser ni pueril ni pedante, constituye una ense­ñanza vivaz y amable; siempre que sea una conversación familiar, un artículo charlado, un prólogo ligero, logrará, instruyendo al pueblo, divertirlo. Y corno todo el mundo adora la mú­sica, Allá pide una orquesta que en los entre-

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actos, ejecute las obras más nuevas y más bellas.

Esto es todo. Los tres proyectos establecen como precio

cincuenta cénlimos ó un franco, según los si­tios.

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Y con la mejor buena fe me pregunto por qué fueron estos tres los proyectos premiados y no oíros tres cualesquiera.

Los concursos son loterías sin juicio. De lo contrario, quizás Mirbeau, Calulle Mendés y Anatole France hubieran tenido más suerte que Morel, Allá y Potíecher. Oid exponer á Mir­beau sus ideas sobre el asunío:

«Preciso es que el íeaíro del pueblo se haga, y que se haga grande y bello. Grande, para que reciba á todo el mundo; bello, porque el pueblo tiene necesidad de belleza, porque la belleza es una fuerza educadora, civilizadora, belleza y libertad son las únicas razones que tenemos para amar la vida. S e buscarán ar­quitectos que realicen, en cuanto sea posible, las concepciones de los artisías, y se les pe­dirá un íeatro grande y confortable, según los modelos de los teatros antiguos, si así lo que­réis, y con localidades de un precio uniforme. AI Esíado no le pediremos nada. . . Ni tampo­co á ningún poder constituido. La participa-

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ción del Estado es la rutina; el funcionarismo, la muerte; la intervención oficial en la admi­nistración, en el repertorio y en todo, serían Leygues y todos los leygues dueños de la casa del pueblo; sería un Odeón sucursal del Odeón de que ya sufrimos. . . No, no; el íeatro del pueblo debe ser cosa del pueblo y no puede ser más que creación de iniciativas persona­les; preferiría cualquier cosa, hasta una co­mandita privada antes que una subvención ofi­cial. Los accionistas serían menos peligrosos que un minisíro. . . ¿Qué se represeníará?. . . Se represeníará iodo, á condición de que no sea político, para que ningún partido pueda entronizarse allí. Al pueblo le daremos lo que más le hace falta: obras de arte, y le enseña­remos á amar la Humanidad, la libertad, la verdad, todo lo que eleva al hombre, todo lo que le redime, todo lo que le da conciencia de su dignidad personal y moral. Las leyes y la religión no son más que instrumentos utiliza-bles en manos de los fuertes. Por el constre­ñimiento físico y por la explotación de lo des­conocido, liene siempre al hombre bajo su tu­tela; debe enseñarse que las religiones son una poesía, y que sólo el pueblo es el dueño de la ley; sí, ahí tenéis lo que el teatro debe ense­ñar por medio de obras vivientes, sencillas, que expresen ideas generales con una forma dramática.

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«Las obras no faltarán. Vendrán por sí so­las hasta el pueblo. Para comenzar, buscare­mos en el pasado. Todos los clásicos, todos los grandes trágicos griegos, y Racine, y Sha­kespeare, y Schiller y Moliere, ayudarán ácon-mover, á transportar al pueblo. Hago una sola excepción: Corneille; su estilo obscuro y su arte almidonado no tienen verdad ni humani­dad. En el repertorio de las comedias españo­las y en el francés del siglo xvm encontrare­mos obras maravillosas, como el Filósofo sin saberlo, que la Comedia Francesa no repre­senta jamás. Más cerca de nuestros tiempos te­nemos á Ibsen y también algunas obras pos­tumas de Víctor Hugo, como ¿Mangeront-ils? Hay tanto bueno que no tendremos más que el trabajo de elegir. . .

Para mí este es el más bello, el más noble proyecto. Y no es el único que me parece pre­ferible á los de Pottecher, Allá y Morel.

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No; no es el único. Otros hay que valen tanto como él.

Anatole France está seguro de que el pue­blo es capaz de comprender á los poetas me­jor que la burguesía; pero íeme que los poetas comprendan mejor á la burguesía que al pue­blo. «Hoy — dice — no tenemos sino un tea­tro de casta. Cuando se funde un teatro popu-

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lar tendremos un teatro para todos». ¿Qué se represeníará allí?, pregunían muchos. Es fá­cil coníestarles: se representarán obras huma­nas y «actuales», como las de Sófocles y de Racine, quienes, ocultando á sus personajes detrás de nombres históricos ó legendarios les daban los sentimientos de las épocas en que ellos mismos vivían.

Las ideas serán allí generales, elemeníales y universales, pues si se cae en las tesis es fácil equivocarse,, exaltando cosas malas y denigrando cosas buenas. Es preciso, en fin, que el coliseo de la masa no sea ni particula­rista ni pedante. ¡Cuidado con parecer querer sermonear! La obra es de emancipación, y por lo mismo hay que guardarse de aquellas ideas que, con aspecto respetable, no son ma­temáticamente buenas. Muy bien. Sólo que hasta ahora estas comedias, estos dramas, no han sido aún escritos. Pero ¡qué importa! Los grandes escépticos, que dudan de todo lo que existe, suelen tener una fe ciega en lo que aún no ha nacido. Así Anatole France cree que el porvenir reserva al mundo entero una admira­ble cosecha de obras maestras para el pueblo, de obras fuertes y exquisitas, sencillas y com­pletas. «¡Sí! — exclama abandonando su son­risa habitual — . ¡Sí! ¡Veremos nuevas obras y veremos nuevos actores, de acento digno de llegar al alma de la masa! Del teatro popu-

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lar depende el porvenir. Fundadlo en cualquier lugar de la tierra, y veréis un florecimiento milagroso de belleza simple y augusta.

Una frase, entre las anteriores, llamará la atención de los que han leído el estudio de Berheim sobre los coliseos del pueblo en Ale­mania y en Austria, y es la que reza: «fundad­lo en cualquier lugar de la tierra». Pero consi­derándolas desde un punto de vista rigorista, esas pocas palabras injustas contienen la más severa de las verdades. Porque si bien es cierto que en Berlín, en Viena, en Bruselas, en París mismo, existen ya salas de espec­táculos destinadas á los pobres, á los obre­ros, á los desheredados, no lo es menos que ninguna de ellas realiza por completo el ideal de los que aman el arte por encima de todas las cosas y al pueblo como á sí mismo. Ana-tole France, en este punto, es intransigente. Si se hace algo, quiere que sea una cosa per­fecta. De lo contrario, la solución del proble­ma sería muy fácil. «Con aumentar las barra­cas de las ferias bastaría», murmura riendo, sin saber, de seguro, que su compañero y amigo Caíulle Mendés se contentaría con esto.

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En efecto, para el autor de UArt au Théa-fre, el mejor medio de crear una dramaturgia verdaderamente popular, consistiría en inspi-

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rarse en las antiguas novelas picarescas y crear una formidable compañía de comedian­tes de la legua que, llevando de barrio en ba­rrio su tienda de campaña, fuese representan­do por todos los rincones del mundo las obras maestras de la universal literatura. ¡Oh, Gla-tigny; de seguro fué por ser agradable á tus manes, por lo que el maestro inventó este sis­tema pintoresco! Yo me imagino ya la nueva troupe democrática en una escena parecida á aquella muy célebre y muy antigua de la estam­pa de Peter. La dama joven, con su abanico, va en la carreta de los equipajes. Los demás có­micos, llevando escopetas, violines, cetros, coronas, caminan á pie. Y las gentes en las al­deas, en las granjas, salen á las ventanas para verlos pasar, sonriendo con un poco de piedad y un mucho de extrañeza.

Sin duda los empedernidos entusiastas del capricho pintoresco considerarán benévola­mente esíe proyecto. Pero los hombres prácti­cos no querrán ni aun tomarlo en considera­ción. Porque dar así al pueblo un espectáculo de feria, es casi inferir un insulto á la demo­cracia. ¿Acaso los obreros no tienen el mismo derecho á la belleza estable que los aristócra­tas y los burgueses? ¿Acaso reuniendo sus fondos destinados á divertirse no pueden diez mil proletarios pagar íanlo como mil capitalis­tas? De lo que se traía en el fondo es de esta-

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blecer una cooperativa poética, de conseguir el arte magnífico, uniéndose muchos. Y en este caso el sislema de Mendés, según el cual los actores trabajarían en el teatro transporta­ble casi por caridad estética, resulta inútil.

jOh, los poetas! ¡Cuan poco prácticos son!

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Si Caíulle Mendés procede como poeta por medio de soñaciones, Camille de Saint Croix, especialista en asuntos de arte democrático, prefiere proceder de un modo práctico y preci­so. Su proyecto parece un catecismo. «Pre­gunto: escritor, ¿cómo quieres que sea el teatro? — Respondo: público, el teatro debe ser. . .»

— ¿Debe el teatro ideal del pueblo pedir una subvención al Estado y al Municipio?

Y contesta: — Debe pedirla á la Cámara de Diputados,

para que la influencia ministerial sea lo menos pesada que se pueda. Que una comisión estu­die los proyectos y designe el mejor; indique á la aprobación parlamentaria la elección de un administrador que reúna las mayores con­diciones y cualidades posibles, y que el minis­tro, por pura forma, ponga dócilmente su fir­ma al pie de un decreto. Lo que impide que la Opera Cómica y el Odeón puedan ser teatros populares, es que se encuentran entre las ma-

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nos de los ministros que influyen imperiosa­mente en los contratos de los artistas y en la elección de las obras según sus caprichos, sus inclinaciones ó sus intereses personales.

— ¿Y habrá música? — Quisiera que los entreactos fuesen inter­

medios de música sinfónica, y que se pudiera ofrecer una ó dos veces por mes, sin decora­do ni trajes, audiciones de obras líricas con conferencias analíticas y comentarios críticos.

— ¿Qué obras se representarían? — Se represeníarían obras del repertorio

francés, escogidas entre aquellas que tienen un gran valor de estética y de moralidad social: Corneille, Moliere, Marivax, Beaumarchais, Regnard, Lesage, Balzac,Henry Monier Hugo, Nerval, Vigny, Musset, Banville, Villiers-de-TIsle-Adam, Leconíe de Lisie, Becque, etc., y traducciones del repertorio internacional: Aris­tófanes, Esquilo, Calderón, Schiller, Shakes­peare, Shelley, y los contemporáneos dados á conocer en París por el teatro libre y l'CEuvre.

Quisiera también Sainte Croix que, por me­dio de conferencias semanales, y en caso ne­cesario con recitaciones, se pusiese al corrien­te al pueblo de aquello que se representa y se canta en los teaíros burgueses.

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Paul Escudier, ex presidente del Concejo municipal de París y representante de los de­rechos estéticos en la Asamblea de la ciudad, es también partidario del teatro popular; pero cree, como Potíecher, que sería útil dar á la palabra «pueblo» el significado de «populus» y no de «plebs». La empresa, según él, no tendrá éxito sino estableciendo la más gene­rosa igualdad entre los espectadores. «Por­que — pregunta — ¿en dónde principia la bur­guesía? ¿En dónde acaba el pueblo?» Y como cree que nadie logrará contestarle, nos dice: «Deseo, pues, que el teatro sea para todos y que en él encuentren placer y enseñanzas lo mismo el obrero que el estudiante, lo mismo el empleado que el artista.» jBello ideal, sin duda, pero ideal al fin, y lo que es peor, ideal polí­tico! Ya en los teatros actuales, hechos todos para una misma categoría, se establecen con rapidez divisiones profundas. ¿Cómo entonces impedir que el teatro para el pueblo, que lleva en su mismo nombre un sello de especialidad, se haga cada día más peculiar, más cerrado para los que constituyen las clases superiores de la sociedad? Siguiendo los consejos de Anatole France y de Octave Mirbeau, los nue­vos coliseos no se diferenciarían, es cierío, de los ya existentes, sino por el precio de la en­trada. Serían «Comedias Francesas» baratas y «Vaudevilles» económicos. Pero esto sólo

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bastaría á darles una parroquia, si no «estre­cha» al menos «especial». Así, á mi eníender, debemos resignarnos á no ver en el teatro po­pular un terreno de reconciliación de los ele­mentos diversos que componen las democra­cias semiaristocráticas de nuestra época, sino, más sencillamente, un lugar de recreo para los proletarios. El mismo Escudier lo reconoce cuando exclama: «¡No se traía de aumentar el número de salas donde se dicen chistes inmo­rales! ¡Tampoco se traía de fundar un pulpito laico! ¡El pueblo necesita belleza y verdad, y esto es lo que se debe dar!» Muy bien. Y por lo mismo es indispensable no soñar en el «po-pulus», sino en la «plebs», en la noble plebe moderna que es la fuerza de las naciones.

Un punto importantísimo es el de las subven­ciones. ¿Debe un teatro popular solicitar apo­yos directos del Estado ó de los Municipios? Las respuestas son tan variadas como abun­dantes. Escudier dice: «Nada de subvenciones, nada de tutelas, nada de tiranías. Es indispen­sable comprender al fin que las únicas iniciati­vas poderosas son las iniciativas privadas. El sistema más práctico sería emitir acciones de valor módico, con loíes, y que se reembolsa­ran [parte en metálico y parte en billetes de teatro.»

M. Morel piensa lo mismo. Escudier termina, como Poítecher, asegu-

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rando que, para que el teatro popular sea duradero, debe inspirarse en los ejemplos griegos.

Ya veis, pues, que no faltan partidarios ar­dientes de la fundación de un coliseo para la masa. Desde Anatole France hasta Camille de Sainíe Croix, todos, ó casi todos los escrito­res, dicen: «Dad belleza á la multitud! ¡Fundad salas de espectáculos!»

Pero estos escritores son diletantes en la materia. El único profesional es M. Couyba, diputado, especialista en asuntos aríísíico-ad-ministraíivos y encargado de elaborar, no un proyecto, sino una ley sobre el arte popular. Analicemos, pues, con atención sus doctas Memorias, y tratemos de condensar en el me­nor número de líneas posible sus mejores ar­gumentos y sus más nobles ideas.

Comienza M. Couyba recordándonos que ya Michelet había asignado á la democracia el deber de constituirse un teatro. Y en seguida nos dice que antes de discuíir es necesario de­finir, por lo cual precisa que no se ignore que «íeaíro del pueblo» y «teatro popular» son dos cosas que no tienen de común más que la apa­riencia. No se traía, según él, de procurar al pueblo ni diversiones económicas ni espec-íáculos violeníos ó groseros en los que, con la

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ingenuidad de su emoción, encuentra fácil pre­texto de dudas.

Este trabajo está ya terminado. En París los teatros llamados populares, y en provincias in­numerables representaciones cotidianas, pro­porcionan al pueblo la pitanza que le destinan sus proveedores de belleza económica.

«Pero la mercancía de que hoy disponen — agrega — no es la que hemos soñado para el pueblo: son generalmente sangrientos melo­dramas y operetas grotescas, en las que se mezclan las más arbitrarias invenciones ro­mánticas á todas las falsedades de un arte in­ferior.»

Lo que Couyba desea para el pueblo es algo más noble y más hondo. Desea que el placer y la enseñanza vayan unidos. ¡Pero cuidado con la pedantería! Los promotores de la educación estéíica de la masa aborrecen lo que parece rancio, y cuando hablan de enseñar, desean que sus palabras sean tomadas en un sentido moderno y libre. «El teatro nuestro — dicen — no será utilitario, porque en tal caso dejaría en el acto de ser un templo de arte; pero tendrá, eso sí, su utilidad social y aun su misión hu­mana como todo el arte. Será la distracción, será el recreo de la multitud poco adinerada. No se propondrá dar consejos, ni reformar errores, ni impedir abusos, ni hacer, en suma, más de lo que hacen en favor de la cultura pú-

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blica las divinas Venus de los museos. Pero ¿acaso no es esto bastante?» S í ; sí lo es. Y no hay duda de que en un país en donde los orga­nizadores oficiales de espectáculos hablan así, es un pueblo de artistas. Para dar mejor á comprender su pensamiento, el diputado poeta concluye diciendo: «No se temerá, sin embar­go, el familiarizar al pueblo con los gran­des problemas sociales, morales y religiosos, puesto que todo esío es materia artística. Pero se prohibirá lo doctrinario. El día en que el íeaíro del pueblo se hiciera el órgano de un paríido, por grande y noble que fuere, ó el pa­ladín de una docírina, se arruinaría.» Se íraía, pues, de desperíar á la inteligencia del pueblo, y no de trazarla caminos. Lo que más importa es poner á la masa en posesión de su plena conciencia, darle el sentimienío y el respeío de su propia dignidad, el amor á la liberíad, ha­ciéndola paríícipe de las alegrías más desinte­resadas de la vida. El teatro no cumplirá toda esa misión; pero puede ayudar á que se cumpla.

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Después de oir á todos estos apóstoles de la popularización de la dramática, lo primero que se nos ocurre es preguntar:

¿Cómo no hay aún empresarios que se de­cidan á fundar un teatro tan necesario?

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Sí , los hay; son pocos, son obscuros; pero existen. De los de Alemania y de los de Aus­tria ya tenéis una idea vaga por el informe de M. Bernheim, inspector de Bellas Artes. De lo que en Francia se ha hecho, nos habla en un artículo, por desgracia demasiado breve, M. Georges Bourdon. La primera íeníaíiva data de 1892. S e írataba, según parece, de festejar el centenario de la República en una ciudad de tercer orden qua se llama Bussang. El Sr. Pottecher tuvo la idea de una represen­tación para el pueblo en un jardín público. Sólo que los únicos actores disponibles no co­nocían sino algunas obras de Moliere, y Mo­liere es un clásico. . . Poííecher, irrespetuoso como todos los poetas, modernizó una de esas obras, transportando la acción á nuestra época é introduciendo en el diálogo los modis­mos del pueblo de la Mosela. El éxito fué in­menso. El público, entusiasmado, exigió al empresario malgré lui que diera cada año al­gunas representaciones. Así nació el teatro en Bussang. «Ese teatro — dice Bourdon — es el verdadero teatro del pueblo; pone en escena las costumbres populares; se compone de afi­cionados, que son campesinos, obreros y es­tudiantes; se dirige á las muchedumbres re­unidas, á todas las clases sociales confundi­das en una fraternal emoción, á todo el pueblo hirvieníe, que ríe y Hora, como reía y lloraba

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el pueblo de Atenas cuando la gran musa he­roica cubría con el ruido de sus versos los le­janos latidos del mar Egeo. Realiza é ilusíra los votos de Michelet, y alimenta al pueblo con el alma del pueblo». Otro teatro popular de Francia, el de Gerardmer, en los Vosgos, na­ció de un modo análogo, con una representa­ción clásica organizada por M. Ghein. En vez de estar establecido en un jardín, como el de Bussang, se halla enclavado en una roca, cual los primitivos coliseos griegos. En cuanto á los teatros de Nancy y de Lille, son creaciones estudiantiles, no populares.

De los teatros de Poiíou y de Bretaña, nos dice M. Bourdon: «La casualidad de una fiesta organizada en honor de un poeta en los bor­des del Sévre, en las ruinas de Salbart, pro­porcionó á M. Pierre Corneille, descendiente de su ilustre homónimo, la ocasión de escribir una carta pastoral, que fué representada por gente del pueblo. Esto ocurrió en 1897. El éxito fué tan inmenso, que M. Pierre Corneille concibió la idea de dar una segunda represen­tación un día cualquiera. Entonces escribió La leyenda de Cambrílle, cuento poético saca­do de una historieta local, y la hizo interpre­tar por primera vez una noche en el parque de la villa de Saint-Maixent, en Puy d'Enfer, delante de cuatro mil espectadores apiñados en los flancos de la colina.» Con el éxito creció la

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justa ambición de M. Corneille, y en 1898 dio en La Mothe una tragedia de corte clásico, Erínna, Prétesse d'Hessus, repetida al año si­guiente en Fontenay y en Vendéa. Desde en­tonces el dichoso émulo de M. Poítecher con­tinúa cada estío la campaña tan bien comenza­da, trabajando por constituir un teatro popular. Tiene como colaboradores á los actores de una compañía de ardientes aficionados, y por público á una multitud atenta. Ha hecho tam­bién aplaudir Par la Clemence, Au temps de Charles VII y Richelieu. «He visto fotografías del escenario de M. Corneille é ingeniosísimas decoraciones en pleno campo de La Mothe, quedando verdaderamente sorprendido de los resultados que la buena voluntad, el talento y la fe de los iniciadores han obtenido», termina diciendo Bourdon.

En Bretaña, el amor al teaíro es ían aníiguo como la raza misma. Primero con el apoyo del clero; más íarde, á pesar del clero, se repre­sentaron largos y abundantes misterios. Estas representaciones duraban tres días. Las «ilus-íres jornadas» de Treguier ó de Goelo fue­ron célebres en la Armórica. Pasada la Edad Media, compañías andariegas de aficionados circulaban por todas partes, dirigidas por em­presarios improvisados que suspendían para aquellas rápidas expediciones su trabajo habi­tual. M. Le Groffic nos dice, sin embargo, que

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la mayor parte de tales compañías se han dis­persado en estos últimos años, y que es nece­sario ir á buscar la musa del teatro bretón en las írasíiendas de las íabernas, en las granjas y en las bodegas.

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Uno de los problemas que se trata de resol­ver antes de realizar el teatro del pueblo, es el de saber si el drama debe ser un espectáculo ó una escuela.

— ¿Qué influencia tiene ó debe tener el aríe dramáíico en el pueblo, en las costumbres, en las ideas? — pregunta la crítica.

Y contestan unos autores dramáticos: — El único teatro digno de respeto, de ad­

miración, de apoyo, es aquel en que la belleza y la enseñanza se confunden íntimamente has­ta el punto de ser inseparables. No olvidéis que una madre «encanta» y «alimenta» á su hijo. Así el arte, que es lección y sonrisa, llama y espejo. La Antígona9 de Sófocles, suavizó las docírinas bárbaras de los aíenienses sobre la ciudad; el Mariage de Fígaro, de Beaumar-chais, encendió la divina chispa de la revolu­ción que libertó al universo; el Enemigo del pueblo, de Ibsen, es la vanguardia de las ideas nuevas. Todo lo que es grande en la escena es porque moraliza. No hay pulpito lan noble como el de las tablas. Recordad nombres flus-

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tres y veréis que sólo os emocionan aquellos que representan virtudes enseñadas ó ideas generalizadas.

Y en seguida responden otros: — jQué cosas se os ocurren, por Dios san-

to! ¿Ideas? ¿Doctrinas? ¿Virtudes? La única virtud es la belleza, como lo indicó el dulce Renán. En lo que á la moral atañe, todo es moral, hasta las rosas y los besos. Pero en verdad que nos pondríais en gran apuro si fue­se indispensable decidir si el arte dramático moraliza. Lo que sí declaramos, es que nadie le obliga á ello. Busquemos, en efecto, las vir­tudes enseñadas por Shakespeare, Lope, Mo­liere, Beaumarchais, y las ideas generalizadas por Hugo, Musset, Schiller, Zorrilla. . . Des­pués de buscar, tendremos que declarar que el arte no es sencillamente sino un arte, sencilla­mente y magníficamente. En cuanto á nos-oíros, ni al preparar ni al escribir una pieza hemos experimentado el más mínimo deseo de fundar una religión ó de defender un principio. Sin duda hemos hecho mal como ciudadanos. Pero hemos cumplido nuesíro deber como poetas.

Estas dos opiniones son toda la opinión. Vais á exclamar que en dos breves discursos

no puede caber una vasta consulta transcenden­tal, y que tanto lo que aseguran aquéllos como lo que insinúan éstos son cosas muy antiguas.

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Os oigo murmurar. «Un estudio de esta naturaleza llenaría mu­

chos volúmenes.» La historia de los hombres también llenaría

infinitos tomos, y, sin embargo, cabe en la fra­se célebre del rey que decía: «Nacieron, su­frieron, murieron.»

S B9 S

Nuestros contemporáneos se empeñan en saber si el teatro puede ser moralizador.

Nuestros abuelos, lo único que deseaban, era que el teatro no fuera una escuela de co­rrupción.

«¿Qué madre cristiana — exclama Bossueí — no preferiría ver á su hija en la íumba antes que en el teatro?» Y con una crueldad ardiente nos hace considerar el arte dramático cual un arte diabólico. Según las Máximas y reflexio­nes, el teatro enseña «el amor, que no es sino la odiosa concupiscencia de la carne». El mis­mísimo Cid, de Corneille* es impuro, pues en­seña á amar á Jimena. Las comedias de Mo­liere son infames, por hablar sin escándalo del adulterio. Basándose en textos antiguos el águila de Meaux, maldice de las tablas, sitio de inútiles gracias, de prodigiosa disipación, de malos ejemplos, de fuertes pasiones, de va­nidades y de lujo. Por último recordando que Santo Tomás autoriza el teatro honesto, ex-

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clama que «esto es lo mismo que prohibirlo siempre, pues no puede haber teatro honesto».

Otro gran enemigo del teatro es Juan Jacobo, quien, sin pensar en doctrinas religiosas, cree que los hombres acaban por adquirir gran des­precio de lo real, deleitándose en espectáculos ideales. Según él, lo malo del drama no es que inspire pasiones criminales, sino que predis­ponga el alma á sentimientos por demás tier­nos, sentimientos que luego es indispensable satisfacer á despecho de los más estrictos de­beres. Las dulces emociones que se experi­mentan en una sala de espectáculo, no son en sí mismas pecaminosas; pero lo son, y mu­cho, en sus consecuencias. No dan amor, como cree Bossuet. Lo que hacen es preparar­nos para sentirlo, ó, mejor dicho, para com­partirlo.

Estas opiniones de antaño y otras menos añosas, pero no menos violentas, sirven á al­gunos para asegurar que, cuando el teatro del pueblo se realice, será ante todo necesario dar mayor prestigio y más amplia autoridad á la censura previa. Y es en vano protestar en nombre de la libertad.

— En todos los países de Europa — nos dice M. Marcel Fouquier — existe la censura y debe existir.

— ¡Alto ahí! — le contesto —; la censura, por lo pronto, no existe en España. En Portu-

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gal es facultativa; de modo que un director ó un autor «pueden acudir» á ella para estar se­guros de que la obra que estrenan no será lue­go suprimida por la autoridad; pero no «tienen el deber» de someter sus manuscritos, cual en Francia, antes de darlos á estudiar á los cómi­cos. En Bélgica no hay tampoco censura. La policía de los teatros es comunal ó municipal y depende de funcionarios que no están obli­gados á sostener prejuicios de casta ó ideas dinásticas. Así, lo único que en Bruselas temen los dramaturgos, es la sanción del público, del público que es soberano, que puede silbar, que puede gritar, que puede suspender un es­pectáculo. La autoridad no se mete en el arte. Ved, si no, con cuanta frecuencia obras que en París prohibe la policía se representan en país flamenco. El último ejemplo es reciente: Les A varíes, de Brieux.

Pero no hay duda de que en el fondo la ase­veración de Fouquier resulta exacta, y que Eu­ropa, la Europa libre, la Europa que se procla­ma respetuosa de todas las opiniones, conser­va aún en las esferas legisladoras y gubernati­vas el sentimiento autoritario de que la censura previa es indispensable para el teatro. En Fran­cia, por más que se lucha contra ella, su supre­sión es un mito. Los ministros necesitan, se­gún parece, tal freno, y así lo proclaman en plena Cámara, haciendo ver que no se trata

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de una institución para defender la moral pú­blica, sino de una égida contra los ataques políticos. Diríase que el recuerdo del Fígaro, de Beaumarchais, inquieía sin cesar á los que mandan.

Los franceses, no obstante, se consuelan pensando que en Inglaterra, no sólo hay cen­sura, sino que aún subsiste la legislación anti­gua, según la cual un teatro es un privilegio que la autoridad puede retirar con la misma li­gereza con que en Rusia se suprime un perió­dico. En estos últimos años, en efecto, varios coliseos londinenses han sufrido multas por haberse permitido ciertas libertades artísticas, y uno de ellos, ha poco, esíuvo á punió de ser cerrado sólo por haber puesto en ensayo una obra prohibida que se titula nada menos que Monna Vanna, y cuyo autor se llama Maurice Maeterlinck, como quien no dice nada. . .

Y si los franceses se consuelan contemplan­do á los ingleses, los ingleses pueden conso­larse fijándose en los yanquis. Porque en ver­dad os digo no hay un pueblo donde con más facilidad se suprima ó se suspenda un espec­táculo que los Estados Unidos. En el Herald fué justamente donde, un año hace, leí la noti­cia de que, habiendo un teatro organizado una representación del drama del Calvario tal cual aún se acostumbra en Oberammergau, una so­ciedad de jóvenes cristianos se quejó á la poli-

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cía de Filadelfia ó de Chicago, diciendo que aquello ofendía sus creencias, y obtuvo en el acto una orden de suspensión. Ya antes Olga Netersole había sido condenada á una fuerte multa después de representar en un teatro de Nueva York una traducción de la Sapho, de Daudet, sólo porque un club de padres de fa­milia declaró ante un juez purilano que la obra parecía inmoral.

En cuanto á Rusia, nada tiene que envidiar á Turquía. . .

Pero lo extraordinario no es que estas leyes, que estas prácticas existan, sino que existan autores dramáticos que las defiendan y críticos que las proclamen necesarias no ya tan sólo para nuestra auíorilaria y burguesa época, sino para esa mañana libre y luminoso en que el arte será popular y universal.

— El teatro — dicen los partidarios de la censura — no parece ya tener por objeto sino copiar de modo brillante y tentador las más malas costumbres. El único objeto de las co­medias nuevas es la glorificación de las malas pasiones, la excusa y aun el elogio del adulte­rio, el respeto de los peores pecados, la sim­patía de las malas vidas. ¿Qué vemos, en efecto, en las tablas, sino los expedientes, los ardides, las mentiras que emplea el marido

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para engañar á su mujer, la mujer para enga­ñar al marido, la madre para ocultarse de su hija, la hija para burlar la vigilancia de su ma­dre? El examen del alma de las solteras es en especial cruelísimo. Antes bastaba la mujer. Hoy los autores nos pintan también á la vir­gen. ¡Y con qué colores! Coquetas comprome­tiéndose conscientemente y no aspirando — ¡con cuánta afectación! — al matrimonio más que para escaparse de toda obediencia filial, para vivir á sus anchas una vida de placeres y de fiestas, en lo cual la fortuna de muchos hombres no sería suficiente. ¿Este es el objeto del teatro?. . . Tal vez para ciertas clases de la sociedad, extenuadas y escépticas, que no. tie­nen ningún interés por la suerte de la raza y se esfuerzan en salir de la realidad dolorosa por cualquier remedio violento ó por cualquier pla­to bien salpicado de especias. Pero esos exte­nuados y esos escépticos, esos hombres y esas mujeres neuróticas, siempre en busca de sensaciones nuevas, no componen la sociedad entera. Según la frase de Dumas hijo, hay me­nos mujeres honradas de lo que se dice; pero hay más de las que se cree. Y, gracias á Dios, hay todavía muchas jóvenes que conservan el lilial candor de vírgenes. El especíáculo co­rruptor de las calles no es bastante á.desmora­lizarlas; para éstas, ¿es preciso que el teatro sea el iniciador de la caída?

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Así hablan los pesimisías, los que sólo quie­ren ver el lado escabroso del arte; los que se deíienen ante iodos los espectáculos malsanos del bulevar, y pasan luego sin pararse por los sitios menos suntuosos, pero no menos bellos, en donde florecen las obras nuevas destinadas al pueblo con una lujuriante vida de ideas sa­nas y de imágenes vigorosas.

Así hablan, y luego dicen: — jLa inmoralidad mata al teaírot

{Ojalá fuera esto cierto! Los partidarios del teatro popular no pueden

menos que desear la muerte del teatro actual, aristocrático y burgués, de cuyas cenizas sur­girá el arte intenso y sencillo del porvenir.

¡El teatro se muere! Y según un escritor muy serio, M. Blavi-

nhac, esto es una cuestión de pocos años ó tal vez de pocos meses. La agonía ha principiado ya. Pero si bien es cierto que entre sus males uno es la inmoralidad, también lo es que sufre de oíros no menos graves, no menos mortales, como las exigencias de la mise en scéne, la cuestión de los sueldos y la crisis de la réda­me. Esta última enfermedad es en París la más aguda de íodas, y bastaría á maíar ya no sólo el teatro, sino toda la literatura. Rosíand lo dice en una carta que ha publicado el Gil Blas,

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y que termina así: «Pienso que lo que más daño ha causado á Chérubin es el ruido que se metió antes de su estreno. ¿Cuándo se de­cidirá la prensa á no hablar de una obra sino después de verla? Los elogios anticipados pue­den hacer imposible un triunfo.» ¡Bravo!. . . Sólo que me parecería más justo que el autor de Cyrano se dirigiera á sus compañeros y no á los periodistas. Porque en esío de la rédame los diarios son más víctimas que culpables. Los sueltos, los artículos, las siluetas y las in­discreciones sobre las actrices, sobre los ado­res, sobre los dramaturgos y sobre las obras de ensayo, aparecen sin cesar, es cierto. Pero ¿quién los lleva? No son los reporters, no, ni menos aún los redactores, sino esos «secreta­rios encargados de la publicidad» que existen aun en los más ínfimos conciertos de Francia. «Desde el director hasta el portero — dice M. Blavinhac — pasando por los comparsas y los maquinistas, todos los que trabajan en un teatro, tienen almas de charlatanes y gastan la mitad de lo que ganan en comprar elogios.» Esto nos explica que ciertos periódicos, en los cuales jamás se habla de un libro nuevo ni de una nueva obra de arte, consagren cotidiana­mente dos ó tres columnas á lo que se llama, por lo general, «Courrier des theaíres», y que es una verdadera gacela ínfima del glorioso mundo de las tablas. He aquí un diario de esta

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mañana. De lo que hacen el presidente y los ministros, ni una palabra nos dice. En cambio nos entera de que Abel Tarride, «el actor exi­mio», vive en la rué de Moscú; de que Cecilia Sorel, la «divina actriz del Francés», se en­cuentra veraneando en su chalet de Orry-la Ville; de que Delmás, el «eminente» cantor de la Opera, estudia su papel de Enrique VIII; de que Alfred Bruneaud, el compositor, va á diri­gir la orquesta de la Opera Cómica una de es­tas noches; de que la rubia Lili estrenará un traje soberbio» en la próxima revista de Tria-nón; de que Polaire prepara una creación «es­tupenda», etc. Y mañana este mismo periódico y otros muchos nos dirán algo más de cada uno de estos «eximios» y de estas «divinas». El mecanismo de toda buena reclame está en insistir. Un solo artículo firmado por Emile Fagueí ó por Caíulle Mendés, sirve menos que veinte notas anónimas bien escalonadas. «Un mes antes del estreno — dice Blavinhac— los sueltos tendenciosos hacen su aparición en los periódicos. Estos empiezan por las in­discreciones. Así sabemos que la encantadora señorita X. . . ha conseguido una magnífica contrata para poder crear el soberbio papel de ingenua en la preciosa obra de nuestro emi­nente colega K. . . Al día siguiente se nos in­formará de que decididamente es un gran éxi­to el que se prepara. Los intérpretes están en-

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cantados; el director ha hecho locuras. Se habla hasta de la comida de la centésima re­presentación.» Después llega el turno á las

.anécdotas y á los recuerdos; los periodistas irán entonces al domicilio de los artistas y no perdonarán ni aun los detalles del mobiliario. Por supuesto, el actor (generalmente es actriz) se muestra encantado de la creación que va á hacer. «Ah, ya veréis, señor, la hermosa esce­na del tercer acto!. . . Parece escrita para mí.» Y el periodista nos servirá, en la sección que le está encomendada, una serie de cálculos profundos sobre el éxito que la «exquisita» ó la «deliciosa» señorita X. . . obtendrá, acom­pañado, como es consiguiente, de algunos deíalles de la vida íntima y de algunas confi­dencias retrospectivas que completarán la in­teresante infervieu. . . Estas costumbres que cada día son más generales y menos discreías amargaron los últimos momentos del pobre gran crítico que acaba de morir.

En efecto, parece ser que Laurroumeí, en su lecho de muerte, hablaba con tristeza á sus amigos de la corriente de reclame que ha ma­tado ya á la crítica y que está matando al tea­tro mismo.

— Sería necesario — decía — que vinieran á salvarnos del charlatanismo unos cuantos autores desdeñosos de los triunfos fáciles, res­petuosos de los juicios desinteresados, amigos

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del arte y enemigos de la notoriedad bullicio­sa. . . Dos ó tres nos bastarían. Pero yo no los veo en lontananza. . .

Los apóstoles del teatro popular, en cam­bio, los ven. Por eso esperan.

Y por eso, ante la podredumbre de la vida teatral bulevardera, lejos de llorar, cantan himnos de resurrección. Sobre las ruinas de lo que hoy se derrumba, altas torres van á al­zarse.

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EL TEATRO DE HENRY BATAILLE

LA PRIMERA ÉPOCA

UN gran dramaturgo, el más grande tal vez de la fecunda Francia contemporánea,

acaba de revelarse. La crítica de los periódi­cos — y esa otra crítica menos docta, pero no menos sincera, que vuela de labio en labio por las tertulias — lo han saludado con sorpresa. Y es que para casi todos este hombre, hoy po­pular, no existía ayer; de tal modo la notorie­dad de los artistas raros es vana.

Henry Bataille, en efecto, antes de su triun­fo ruidoso había ya producido una de las más nobles obras de esta época. Como poeta es de los más dignos de estudio. Cada una de sus estrofas es una novedad. Abrid cualquie­ra de sus libros. Entre páginas de penumbra, calladamente, el alma de las cosas canta un

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himno balbuciente. Son poemas para muñe­cas, para muñecas de corazones centenarios:

«O ma lampe, 6 ma pauvre amie,

Le temps n'esl plus oü s o u s tes yeus

S o u s ton froid regard de momie,

Les poetes dévoíieux.

Avec leurs muses d'élégie

Sanglolaient des sanglo ís frileux. . .

Triste nuit, de leur s a n g rougie,

Toi , pále Muse aux doux yeux bleus,

Qui chantáis á la pleine Iune,

Tout est passé , c o m m e le cri

D'un o isseau blessé dans la hune. . .

T a pauvre robe a défleuri,

Filie des ames solitaires. . .

Temps des romances , temps naifs

Quand les amants aux cimetiéres

S'en allaienl pleurer s o u s les ifs. . .»

Mas no sólo poemas misteriosos había ya escrito Henry Bataille. También había produ­cido obras dramáticas que fueron representa­das raras noches, ante poca gente. ¡Cómo me acuerdo de aquella velada, ya lejana, en que la Compañía improvisada de la Comedie Pa-risienne se aírevió á poner en escena, junto con un acto de Rachilde, las tres jornadas de La Leprosa! Los simbolistas mismos parecían exírañar que Baíaille, el íntimo, el suave, el silencioso lírico, traíase de alcanzar ruidosos

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éxitos de escenario. Y á medida que la acción se desarrollaba, lenta y grave, entre lejanías azuladas, bajo cielos legendarios, la impre­sión de que aquello no era sino un cuento de­licioso, escrito en versos raros, acentuábase.

Ernoanik está enamorado. Quiere casarse. Su novia es la más linda muchacha de la al­dea. Pero su madre le dice:

— ¡No, en verdad, no te casarás con ella; no, en verdad!

— Madre — contesta el enamorado — , es justo que te escuche, te debo obediencia; pero si no me permites casarme, adiós alegrías de este mundo, adiós goces de la vida, y jamás, jamás, tomaré esposa; y verás perecer, ¡oh! madre mía, verás perecer el corazón que tú misma creaste.

La madre, á pesar de todo, concluye: — ¡No te casarás! Y es porque la novia de Ernoanik, la linda

Aliete, es una leprosa, hija de la leprosa Tili, que ha infestado al país entero con sus besos, pero el enamorado se echa á reir: ¿cómo va á estar enferma su amada siendo tan bella, siendo tan joven, siendo tan fresca? No, no lo está. Y abandonando á su familia, se marcha con ella á la cabana de Tili. Allí se desarrolla la escena capital del drama.

— ¡Dame tus labios! —suspira Ernoanik. Mas la novia, que se sabe leprosa, y que

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está segura de que un beso suyo envenenará á su adorado, le rehusa la menor caricia. No le da sus labios, porque no quiere darle su mal. No, no quiere; no quiere. Mil veces se jura que no se los dará. Sólo que, ¡ay!, la pa­sión es más fuerte que la bondad y más pode­rosa que las razones.

«Mais je ne peux plus mainlenant.

Ma bouche á beaux serrer les denís;

Je sens mon coeur qui s'en va de moi,

Mes baisers soríent, les baisers crient;

Le premier baiser veut sorí ir .

Je le sens la au bord de ma bouche,

Au bord de la sienne:

Je ne puis le reteñir la,

Ayez pitie de moi. Marie

Mere du ciel, mere des Anges ,

Mere du rosa ire , mere chérie!»

Los besos salen de sus labios en cascadas de fuego. Y el amante, ya leproso y feliz, vuel­ve á la aldea, en donde la autoridad le pone el capuchón negro de los apestados y lo en­cierra en la casa maldita. Al desaparecer, sus postreras palabras son un himno de adoración sin reproches:

Le coeur que tu m'avais donné á garder ,

Ma bien-aimée, je ne Tai perdu ni disírait.

Le coeur que tu m'avais donné, ma douce belle.

Je Tai melé avec la mien.

Quel esi le tien? Quel esí le mien?»

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Estos mismos sentimientos de pasión inten­sa animan la segunda obra dramática de Ba-taille, Ton Sang, que se desarrolla también en una atmósfera de leyenda, pero ya no de le­yenda lejana, casi primitiva, sino de leyenda moderna y aun modernísima. En casa de los Sres. David vive una chica ciega, muy iníeli-gente y muy linda. Uno de los dos hijos de la casa, muchacho robusto y sensual, la seduce y la hace su querida en secreto. La pobre se deja amar pasivamente. El otro chico, que es enfermizo, encuentra en ella la más dulce de las hermanas. «Es — dice Bataille — como si Marta tuviese dos dueños: uno, Máximo, á quien da su voluptuosidad, y otro, Daniel, á quien da su piedad.» Este segundo sentimien­to la lleva hasta el sacrificio. La clorosis de Daniel exige que se le haga la operación de la transfusión de la sangre. Se necesita un ser joven, fuerte, sano, que quiera dar su savia. Ella se ofrece. Entonces, por un milagro, el que recibe aquella limosna viva necesita po­seer á la que tan piadosa ha sido, y le ofrece su débil mano, asegurando que de no casarse se muere. «¡Tu sangre — exclama — ¡tengo tu sangre!. . . Tú no puedes verla correr por mis venas. . . ; pero, ¡es tan extraordinario contenerla. . . ., tan extraordinario, y tan dul­ce, y tan absurdo!. . . No sé qué frescura me invade. Hay como una primavera que circula

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en mí. . . Toca mi mano. . . Yo soy algo tú... jAh, íu vida, la vida de íu carne esíá en mi carne!. . . Esía sangre me trae un poco de íu eternidad, de tu pasado, de tu presente, de tu porvenir!» Marta, para salvar á su amigo, acepta su mano. Van á casarse. Ya Máximo ha sido prevenido de que todo queda conclui­do entre la que fué su querida y va á ser su cufiada. Por la noche, en el jardín familiar, han de firmarse los contratos. Las luces mul­ticoloras parpadean entre los árboles. Los vio-lines cantan. Ella está allí, más bella que nun­ca. Está sola. Máximo se acerca y le dice algo en que hay cosas pasadas. Entonces Daniel, que escuchaba escondido, comprende el adul­terio «anterior», y loco de celos se abre las venas. Quiere expulsar la sangre de engaño y de dolor que circula por su carne, quiere de­volver el regalo trágico, quiere limpiarse. . . ¿No se devuelven las cartas cuando se rom­pe? ¿No se devuelven las joyas?. . . Es indis­pensable, pues, devolver también la sangre. Y gota á gota la savia se escapa, la savia aje­na con la vida propia.

ES S B3

S e puede, en rigor, decir que ni Ton Sang, ni Le Lepreuse, son obras «teatrales». Lo que no se puede es negar que sean obras «dramá­ticas». En una y otra hay una fuerza de emo-

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ción, una intensidad trágica que sólo Maeter-link había logrado antes producir con iguales medios de suprema sencillez.

Pero, después de Ton Sang, el poeta pare­ce abandonar sus gustos legendarios para acercarse á la realidad actual.

En UEnchantement, obra que anuncia ya un deseo de modernizar para la escena su fac­tura y su fantasía, Bataille nos cuenta la aven­tura extraña é inquietante de una chiquilla que se enamora locamente del marido de su her­mana, y que, furiosa por no poder pertenecer-le, intenta suicidarse la misma noche de la boda. Salvada á tiempo, su hermana tiene la original idea dé llevarse al domicilio conyugal á la niña histérica.

Bien pronto este menage a trois se con­vierte en un infierno: los esposos, para amar­se, tienen que esconderse, pero la jovenciía, enloquecida, no retrocede ante nada, y sus continuos ruegos amorosos consiguen hacer perderla cabeza al cuñado, que termina por besarla.; como ella se lo pedía, aun á riesgo de perder para siempre á su querida mujer, cuyo corazón empiezan á lacerar terribles ce­los. Afortunadamente el hombre vuelve en sí, y por medio de un oportuno viaje, que aleja á la niña neurótica, la terrible historia termina,. haciéndole adorar más á su mujer.

Después de UEnchantement, Bataille escri-

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bió Le Masque, obra fuerte, clara, humana, que merecía más éxito del que tuvo. Esta vez la acción se desarrolla en un medio familiar al autor. El héroe es un escritor, André, que en­gaña á su mitad, la deliciosa y melancólica Genoveva, con todas las mujeres que encuen­tra en su triunfal carrera de hombre á la moda. Genoveva, indignada al fin, se decide á rom­per su trisíe cadena, y para que su marido no íenga remordimientos, decide hacerle creer que ella también ha sido infiel.

« Así — piensa — no me llorará nunca.» Ante la falsa revelación, André se encoleriza contra la mujer admirable que él trata de gueuse. Sin encontrar las palabras sinceras que pudieran haber impedido la mentira heroi­ca, insulta al que le parece ser el cómplice de su mujer, al leal Félix. Luego viene el remor­dimiento. Luego la tristeza. Ella, con el alma muerta, se va, y André, humillado, se queda. Al cabo de cuatro meses encuéníranse de nue­vo en Niza. Entonces, ante la austera existen­cia de Genoveva, una duda deliciosa invade la mente del esposo. . . ¡Si no fuera cierto! Y así como oíros exigen la prueba de que no han sido engañados, éste exige la prueba con­traria. ¿Cómo hacer? Genoveva se decide á llamar á Félix y le dice: «Sírveme de cómplice en apariencia; ven esta noche al saloncito.» Félix va en busca de André, le explica la si-

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íuación y le aconseja que acuda en su lugar á la cita. En esta escena final, en que el marido contrito se arrodilla ante su esposa purísima y amantísima, hay una poesía infinita.

Si Le Lepreuse podía hacer pensar en Mae-terlinck; ya el Masque no tiene analogía, sino con las obras muy humanas de los Donnay, de los Hervieu. Es la vida misma, cruel y complicada, pero siempre vista por un poeta.

Los que conocen estas obras no pueden ex­trañar el último triunfo obtenido por Bataille. La nueva comedia es la continuación de las comedias anteriores. Toda la emoción, toda la gracia, toda la fuerza, todo el encanto de Maman Colibrí, existía en La Lepreuse, en Ton Sang, en UEnchantement, en Le Mas­que. Pero como estas producciones eran ig­noradas, la nueva ha sido una revelación. «{Un gran poeta dramático ha nacido!» — ex­claman los críticos — . En realidad lo único que ha hecho el gran poeta es mostrarse en plena luz, después de haber vivido largos años en la penumbra propicia á las más admirables soñaciones.

¡Mamá Colibrí! El nombre sólo tiene ya algo de ligero y algo de melancólico. Hay en él alas de pájaro y gravedades de maternidad. ¡Mamá Colibrí! Y desde el principio la vemos

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tal cual la habíamos adivinado, frivola sin vi­cio, sentimental sinceramente, y tan femenina que sería imposible serlo más. Con sus trein­ta y nueve años sonados, parece apenas la hermana mayor de su hijo Ricardo.

— ¡ Es una chiquilla ! — murmuran sus amigos.

Lo es, en efecto. Ocupada durante toda su existencia conyugal en cuidar á sus «herede­ros», conserva su alma virgen de todo amor. Al contrario de la pálida Antigona, «niña con corazón de madre», ésta es una madre con corazón de virgen. Su marido ha sido un de­ber. En cuanto al amor. . . ¿Qué es eso? Y por un cruel azar, el que le hace sentir lo que es eso es un mozalbete imberbe compañero de su hijo, el peíit Georges. Sin lucha interior se entrega á él, ¡tan lindo! Y apenas si, son­riendo, se dice á sí misma de vez en cuando que hay entre ellos toda una existencia. . . Pero ¿qué es una existencia, qué es la vida misma, qué es el universo entero, cuando se traía de amar? Ella ama, ciega, loca, dispues­ta á todo. Su marido no se ocupa sino en ga­nar millones. No hay, pues, por ese lado te­mor ninguno. La confianza es completa. Sólo que lo que el padre no ve, lo ve el hijo. La es­cena en la cual Richard se alza justiciero ante su madre es de un atrevimiento dramático des­conocido.

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— Yo no tengo derecho á juzgarte — dice Ricardo—. No; un hijo no juzga á su madre... Nada tengo que ver en íu vida íntima. . . jPero advertirte... ¡Hace un mes entero que tengo ese secreto sobre el pecho como una piedra! Y te juro que no saldrá de aquí, que mi padre. . . , mi pobre padre, no lo conocerá nunca. . ., no, nunca. . . .; no puede conocerlo. . . ¡Adiós!

La culpable, conmovida, pero noble, no miente. Llorando dice:

— Puesto que la suerte te ha reservado á ti y no á íu padre el terrible choque, ¿por qué huirnos hipócritameníe?. . . Las explicaciones te las debo dar á ti. . .

— Ya sé, mamá, que mi padre no ha sido siempre un modelo de esposos. . . , que ha sido indiferente. . . y que ha tenido aventuras que hasta cierto punto podrían excusar. . .

— No, no. . . Una mujer no necesiía excu­sas. . . Yo no soy una niña. . . ¡Pero la vida vuela tan vertiginosa!. . . Me parece que tú naciste ayer. . . Uno no sabe nada. . . Aún te veo niño, con tus bucles rubios sobre los hom­bros. . . No, no sabe nada uno. Yo no sé cómo ha caído en medio de mi vida eso ían terrible. . . Me casaron muy joven. . . Perdó­name si te escandalizo, pero es la verdad. . . Mi primavera atrasa. . . Soy como esos pája­ros que fabrican su nido cuando están cerca de la muerte. . . Cierra los ojos si no quieres

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ver esto. . . Ya yo sé. . . Aquí tengo un meda­llón, en el cual hay cabellos de mi madre, ca­bellos rubios, rizados y deliciosos, de cuando ella tenía veinte años. . .; me han chocado, me han ofendido siempre, porque creo sentir en ellos como un perfume de besos. . , Pero hay circunstancias. . .

— No, no; yo no tengo nada que excusar... Mi respeto es siempre el mismo. . . Mi madre es mi madre. . . Lo único que me ofende es el insulto á mi padre. . .; la traición del otro. . . No es posible de hoy más que yo soporte su presencia. . .

— No se trata de eso. . . Después de esta conversación no te impondré nunca la presen­cia de. . . de Jorge. . ., á menos que las cir­cunstancias sociales. . ., y esto sólo para no despertar en tu padre sospecha ninguna. . . Yo voy á buscar valor. . ., fuerza. . .

— Tu vida íntima no me importa. . . Lo úni­co que me corresponde, como hombre, es vengar. . .; no. . ., no hay venganza. . ., justi­cia. . . jSere el justiciero!. . .

— Justiciero!. . . {Qué gran palabra!. . . jLa juventud se embriaga con ella como con un filtro!. . . Escúchame: la situación es bastante penosa para que evitemos las frases vacías y vanas. Busquemos, por el conírario, en el fon­do de nuesíros seres todo lo que hay de ra­zonable.

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El diálogo continúa así algún tiempo. De pronto, ante la convicción de que Ricardo quiere batirse, la madre, hablando como aman­te y no como madre, exclama:

— jSi lo matas eres un criminal! Y Ricardo responde, triste: — Ya veo que en este duelo lo que te in­

quieta no es mi vida. . . No, en efecto. La que ama de amor volup­

tuoso, la que ama de locura, es más fuerte que la que ama malernalmente.

— ¡Piedad! — exclama llorando—¡piedad!... ¡es la única pasión de mi vida!

Luego, ante el espanto filial, murmura: — No trates de comprender. . . No puede

comprenderse cómo una mujer llega á extra­viarse hasta el punto de dejar escapar gritos cual el mío ante su propio hijo. . . Hay algo que es una llama. . ., que es un incendio. . . huye, huye. . ., déjame consumirme sola. . .

En este momento el marido, el padre, apa­rece. Lo ha oído todo ó ha oído algo. Basta. La escena, menos inquieta, es más neía. La esposa reclama su libertad. Abandona familia, hogar, sociedad, patria. S e aleja con su amante.

Y hela ahí viviendo en una ciudad de África con Jorge. ¡Cuan dichosa es! ¡Pero cuan poco dura su dicha! Cada día ahonda una arruga en el rostro de la mujer madura y enciende un

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nuevo ideal en el pecho del adolescente. AI fin, una noche en una fiesta, viendo un flirt en el cual Jorge estrecha la mano de una americana, su ventura se derrumba. Es una ruina senti­mental. La pobre amorosa la acepta sin la­mentos, agradecida siempre de los minutos de dicha intensa que ha recibido, mas dispuesta á no continuar un idilio roto. Con el alma ves­tida de luto, vuelve á París, no en busca de un marido, que no fué nunca un amaníe — no en busca de un hijo, que no fué jamás un niño — sino para recibir en sus brazos arrepeníidos de abuela prematura al nieto que acaba de na­cer, y que es el único que en el mundo no la desprecia.

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„LA PARISIENNE"

PONGAMOS una piedra blanca. Por primera vez el bulevar ha comprendido Le Parí-

sienne; por primera vez los actores franceses han «expresado» Le Parísienne. Y si Henry Becque viviera aún, este triunfo definitivo le sería más grato que las fiestas oficiales que para honrar su genio organizara el comité for­mado por el actor Aníoine. «Nunca la obra maestra del maestro—dice Noziére—despertó tanío entusiasmo como ahora; jamás sentimos tan hondamente la belleza de la comedia.» Además de la palabra «Belleza» hay que es­cribir la palabra «Verdad». Porque lo que ha­cía falta no era nuevos elogios, ni nuevos aplausos, sino una imagen más conforme á la realidad del personaje de Clotilde. Y esta ima­gen, Réjane nos la ha dado al fin. Nadie me­jor que ella podía hacerlo. ¡Cuántas veces al

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ver á la heroína de Becque moverse en su casa de muñeca, hemos evocado la figura de la ilustre acíriz, esa figura que simboliza y en­carna los sentimientos más variados y más contradictorios! Sus mejores creaciones han sido aquellas que la han permitido mostrar mejor su felina y multiforme fantasía amorosa. Lo que hay de ligero en las comedias de Meil-hac, lo que hay de irónico en los diálogos de Donnay* lo que hay de cruel en los dramas de Guiñón, lo que hay de coqueto en las obras de Lavedan, lo que hay de misterioso en los idi­lios de Porto Riche, lo que hay de hondo en los poemas de Ibsen; todo lo que la ha apasio­nado y todo lo que la ha enternecido: el engaño y el sacrificio, el capricho y la gravedad, la mentira y la pasión, el pecado y la sencillez, la voluptuosidad y la prudencia, la ironía y la piedad, la codicia y la lealtad; — lo que en otras mujeres de oíros países marca fronteras morales y que en la parisiense se mezcla, se confunde y se combina; lo que no es sino de aquí en tan delicadas proporciones; — lo que es vicio y no choca, lo que se acerca á la tra­gedia y no grita, lo que jamás abandona el campo de los matices y de las sonrisas, lo que pasa, sin quemarse las alas, por espacios de fuego, lo que llora sin borrar el colorete de las mejillas, lo que lucha y no se arruga el traje, lo parisiense en su fluida y desconcertaníe ex-

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presión, en fin, lo tiene Réjane, como lo tiene Clotilde.

Lo que más habría gustado á Becque es la seriedad de sus admiradores actuales. Sin cambio ninguno, diríase que la obra no es la misma. Aquella «enormidad de la situación cómica» de que hablaba Lemaítre á raíz del estreno de 1885 se ha desvanecido, ó, mejor dicho, se ha cambiado en una perpetua preocu­pación, y hasta en una constante angustia. En cuanto se levanta el telón y aparece Clo­tilde, nerviosa, voluntariosa y caprichosa, se­guida de Lafont, tan solemne, se ve que algo grave va á pasar. La ironía y la emoción se unen desde el principio. Al hombre feroz en sus celos, la mujer, segura de su fuerza, le dice:

— Quisiera que te vieras en este momen­to. {Qué cara pones, Dios santo!. . . No, no estás guapo así, y en verdad íe digo que me gustas más en tu estado ordinario. . . ¿Adonde vamos á parar? Pierdes así toda me­dida, sólo porque supones que una carta, de la que no has visto ni el sobre, puede venir de un hombre. . .

'El tono es ligero, ya lo veis. Pero no así el fondo, no así la siíuación. Y los que ríen vien­do que Lafoní, después de amenazar y de gri­tar, se pone suave cual un niño ante una frase

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enérgica de Clotilde, son seres superficiales incapaces de sentir toda la tragedia de las al­mas que aman.

— ¿Volverás á mostrarte celoso? — No. . . — Bueno. . . — (Clotilde!. . . — ¿Qué quieres? — Saber si me amas. . . — S í . . . pero menos que ayer. — Clotilde... Piensa en mí y piensa en í i . . .

No dejes de repetirte que una imprudencia se comete con facilidad y no se repara jamás. . . No te dejes arrastrar por ese soplo de aventu­ras que hoy hace tantas vícíimas. . . Resisíe, Clotilde, resiste. . . Permaneciendo fiel para conmigo, serás siempre digna y honorable.. .

En labios de un marido estas frases serían naturales y íristes, más que cómicas. En labios de Lafont, chocan. «Ese hombre — dice la razón — habla como un esposo, y no es sino el amante.» Verdad es. Pero esío mismo sirve para indicarnos, desde el principio, que Lafoní, en realidad, no es un ave de paso en el nido ajeno, sino algo muy duradero, un segundo marido, por decirlo así. Y es inútil hablar de la inmoralidad de la situación. En donde no hay conciencia no hay pecado. Para esos dos seres jóvenes nada es tan natural como la vida que llevan. Decidles que engañan á otro y os

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contestarán: «Pero si le queremos muchísimo.» Y no sólo lo dirán á los demás, sino á sí mis­mos: «Me parece que no hablas con bastante cariño de du Mesnil» — exclama ella; á lo que él responde: «Es mi más querido amigo.» Ja­más una broma sobre el menage a frois. La frivola mondaine que desconoce los escrúpu­los morales, está, en cambio, llena de prejui­cios sociales y sufre de un respeto supersticio­so de las convenances.

La religión, en lo que tiene de exterior, le parece una necesidad, y no se explica que un hombre «bien educado» pueda «entenderse» con una dama que no va á misa.

¿Sonreís? Muy bien. Las mil complicacio­nes de esía mujer deben provocar sonrisas renanianas, de las que no sólo perdonan sino que halagan. Sonreíd ante sus inconscien­cias, ante sus cambios, ante sus caprichos, ante sus niñerías, ante sus locuras, ante sus faltas de lógica aparente; pero que vuestras sonrisas no carezcan ni de emoción ni de sim­patía. En el momento en que la conocemos, so­bre todo, sus más insignificantes gestos indi­can una inquietud infinita. Su alma va á des­pertarse al amor. Un brillante clubman la hace olvidar á Lafont.

—Me parece—dice éste con melancolía—, me parece que nuestro amor ya no te interesa tanto como antes... que deseas algo nuevo...

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que tal vez lo has encontrado.., En todo caso siento que hemos llegado á ese momento in­evitable en que principian las mentiras, los en­gaños, las infamias menudas.

Ella no contesta nada. Hace una mueca. Luego, serenamente, habla de otra cosa. . . Y es natural que así sea, pues en su carácter la mentira completa es fan incomprensible cual la franqueza completa. Decir «te quiero lo mis­mo que siempre», y jurar como una mujer de cualquier otro país, le parece indigno. En cuanto á confesar que, en efecto, ya no existe en su alma la lealtad, tampoco se le antoja aceptable. Lo único que se le ocurre, al fin de mil frases vagas, es contestar:

— Ese joven con quien me ves ser amable es un hombre muy influyente. Gracias á él, mi marido conseguirá el puesto que ambiciona. Es lo único que me interesa en él. Te digo la verdad.

Y en efecto, dice la verdad al asegurar que du Mesnil conseguirá lo que desea gracias á «ese joven». Pero no dice toda la verdad cuan­do asegura que «sólo» eso la interesa. Algo más la interesa: algo que es muy tiránico, y que, si no puede llamarse amor, tal vez mere­ce el nombre de pasión. Y notad que hago constar que no dice «toda» la verdad, lo que significa que tampoco todo lo que dice es men­tira. Algo hay, sin duda, del deseo de que su

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marido obtenga el empleo que quiere. La ambi­ción de familia es uno de los resortes que no se rompen jamás en la parisiense. Engañando á uno con otro, todavía piensa en que el primero se aprovecha de su falta, y, sin confesárselo á sí misma, sin insistir siquiera en ello, siente confusamente que el provecho material debe hacerla menos culpable ante su marido.

¡Ese pobre marido! Lleno de bondad, de ingenuidad y de confianza, jamás ve su hori­zonte sentimental empañado por la menor nu­bécula. Adora á su mujer. La adora sencilla­mente, y cree en ella. De la presencia cons­tante de Lafont, ninguna malicia ocúrresele pensar. A Simpson, el nuevo amigo, lo ve como á un joven que va á serle útil. Las ausencias de Clotilde se las explica siem­pre. Y á pesar de toda esta candidez, su figura no tiene nada de ridicula. Es un íipo de hombre honrado. Es , además, entre todos los que lo engañan, el único que vive dichoso, puesto que lo ignora todo. Y esta bienaventu­ranza tiene algo de moral y de consoladora. El mismo Lafoní, «amante legal», lo reconoce en sus momentos de celos dolorosos. «Ante su desvío — exclama — no sé qué hacer. ¡Ah! si Adolfo esíuviera aquí, por lo menos habríamos podido pasar la tarde juntos!... S í . . . Cuando mi pobre corazón desmaya, cuando Clotilde me enloquece, lo único que me consuela es la

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amistad de su marido. . . Con él siento cerca algo que es ella... Además, la situación de du Mesnil me consuela de la mía, pues si Clotilde es mala para conmigo, es aún peor para con él».

En efecto. Pero la diferencia está en que «él» no sabe nada. La honradez inocente alcanza así su recompensa. ¡Y cuan grande es esta inocencia! En cierto momento del drama, Adolfo teme que un rival suyo logre el puesto que él ambiciona. Su mujer le pregunta:

— ¿Es casado ese rival tuyo? — ¿Qué interés tiene eso? — Respóndeme. — S í ; es casado. — ¿Con una mujer joven? — Como tú. . . — ¿Bonita? — Como tú. . . — ¿Ligera? — Dicen que sí. . . — ¡Ah! Entonces lo comprendo. Sólo que

aún hay tiempo. — ¿De qué? — De que yo escriba á Lolotíe. — ¿Y quién es Lolotíe? — Una amiga mía. . . — ¡Ah! — S í . . . Y ella logrará lo que fú deseas. — ¡Pero si mi lío, que es académico, no lo

ha logrado!. . .

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— No importa. — Bueno. . . Pues si Lolotíe lo consigue,

me alegraré por mí, pero lo seníiré por el país. — Deja íranquilo al país. El no se mefe con­

tigo; no te meías tú con él. . . Y en efecto, el marido deja tranquilo al país,

como deja íranquila á su mujer. Su confianza es universal.

¡Si el pobre Lafoní fuera igualmeníe sage! Pero no. Esíe es razonador, hábil, prudente, listo. «¡A mí no me engañan!» — dice. ¡Y no le engañan, no! Cuando se empeña le dicen la verdad, ó, por lo menos, una paríe de la verdad.

— ¡Es cierto que tengo un amante! — ex­clama Clotilde.

— ¡Soy yo! — dice Lafont. — ¡No!. . . otro. . . ¡aquel!. . . el de que me

hablas. Entonces la fuerza, la energía, todo se des­

vanece, y el fantoche amoroso, el pantin tris­tísimo y sagrado, llora, gimiendo:

— Acabas de matar á mi desgraciado cora­zón. . . ¿Qué has hecho?. . . Habrías podido engañarme delicadamente. . . sin que yo lo notara. . . sin decírmelo. . .

Si hubiera alguna enseñanza en La Parí-sienne, sería una muy triste, á saber: que toda

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pasión es dolorosa. ¿Quién, en efecto, no su­fre en esta obra? Lafont, cuando pierde el amor de Clotilde, llora sin consuelo, y Clotil­de, más tarde, abandonada por Simpson, sien­te su pobre alma de muñeca sensitiva desga­rrarse. Los únicos que se salvan del dolor son los que viven en la indiferencia ó los que se re­fugian en el egoísmo. Pero los que constituyen el fondo de la obra no son éstos, sino los oíros, los que aman, los que lloran, los que gritan. Dedidme que el asunto no es nuevo y os con­testaré: «No, no es nuevo; es más que nuevo; es eterno.» Y su eternidad no teme nada. Es la única indestrucíible, puesío que encarna el amor y el dolor, el engaño y la tristeza, la co­bardía y la inquietud, lo más humano, lo más insondable y lo más sencillo: el alma del alma de los hombres.

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EL ARTE DE LA «INTERVIEW"

ANTIGUAMENTE los gramáticos sutiles com­placíanse en «criticar á los críticos».

Hoy ya no hay críticos. Ni hay crítica tampo­co. Pero hay, para quien busca doctos juegos retóricos, algo mejor y más sabroso, que es «interviewar á los iníerviewadores».

— Usted que se pasa la vida escudriñando cerebros ajenos, usted que es gran interroga­dor, usted, diablo cojuelo del espíritu, permí­tame, por todos los santos, que le interrogue y le escudriñe. Quiero preguntarle muchas co­sas, y primero, ¿qué piensa usted de su oficio?

La respuesta es general: — ¡Adoro mi oficio! Razonando sin apasionarse y sin forjarse

ilusiones, todos los reporters parisienses se sienten felices y orgullosos de ejercer de con­fesores mundanos. Uno de ellos se ha compa-

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rado á sí mismo con Homero, asegurando que «la Odisea no es sino una serie de interviews en verso». Olro ha dicho: «Nuestro padre es Froissarí.» Los demás, aun sin tan añejas ideas de abolengo, sienten vagamente que hay, en el ejercicio de sus profesiones, algo superior á la tarea diaria del periodista. Oid á mi amigo Paul Acker:

— No hay nada tan agradable — díceme — como sorprender al hombre del día en su mar­co familiar. El interés de los discursos íntimos no reside en las palabras mismas, sino en la manera de pronunciarlas y en el gesto que las acompaña. Este gran hombre es solemne, aquel es alegre, el otro es triste. Uno se colo­ca ante nosotros cual ante un objetivo fotográ­fico; el segundo se abandona como un niño; el siguiente tiembla lleno de inquietud. El retrato, tal como se ejecuta y se publica por lo gene­ral, es frío, es abstracto y no presenta sino fisonomías muertas: hace pensar en esas imá­genes que nos muestran á nuestros antepasa­dos en actitudes nobles y teatrales, dignas de recibir el homenaje respetuoso de varias gene­raciones. En estos retratos, el artista debe huir de la naturalidad como de una monstruosidad. En las interviews, por el contrario, lo primero es pintar con detalles característicos, con re­peticiones peculiares, procediendo como los actores que imitan ó como los poetas que pa-

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rodian. Un gesto, cogido al vuelo, da mejoría idea de un alma que las más cuidadosas y pro­lijas pinceladas. Es preciso, en fin, que el lec­tor, al oir las palabras del interrogado, le vea gesticular, andar, sentarse, sonreír. Y con esto y con mucha buena fe, no hay temor de que los modelos se quejen de nuestras obrillas efí­meras.

— ¿Cree usíed de veras — pregunío á Acker — que puede uno ser sincero, ser aríista, ser verídico, hablar de todo y de todos, copiar las actitudes y reproducir las palabras, no ocultar nada, no embellecer nada y estar seguro de que nuestros interviewados no se enfadarán jamás contra nosotros?

— Lo creo — me coníesía.

GS s sa

Esfo me hace recordar una anécdota, que no sé si he referido ya á mis buenos lecfores. Por encargo de un editor tuve que escribir an­taño una serie de interviews. Fui, en eso como en todo, sincero. Dije lo que vi. Pero apenas había aparecido el volumen cuando todos mis interrogados me escribieron quejándose de algo. A éste le parecía que mis palabras no re­producían con fidelidad las suyas; al otro se le antojaba que hacía yo mal en describir su des­pacho; al de más allá chocábale mi modo fa­miliar de pintar su rostro. . . Y como yo en ton-

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ccs era novel y asustadizo, me fui derecho á un maestro en el arte reporteril, al interviewer de Le Temps; le expliqué mi caso, y le pre­gunté si no le parecía singularísima tanta sus­ceptibilidad en tan ilusíres hombres.

— No — respondióme —, no me parece ex-írafia, porque estoy acostumbrado á ser su víc­tima. He visitado á casi iodos los hombres que íienen alguna fama; sobre cada uno de ellos he escriío un artículo, en general elogioso; todo lo que ellos me han dicho, lo he publicado, dándole una forma agradable. . . Y todos, sin embargo, todos, desde Daudet hasía Félix Po­lín, han encontrado algo de qué quejarse, algo que les ha hecho creer que tenían derecho á hacer una reclamación, ó, por lo menos, á de­cirme á mí mismo una broma cualquiera. Y lo más curioso es que los hombres que ven con indiferencia un ataque violento en un artículo crílico sobre uno de sus libros, no pueden to­lerar el más inocente de los reparos en una in­terview, porque se figuran que un periodista que va á visitarlos debe admirarles incondicio-nalmenfe, y que no puede nunca hacerles una censura en el capítulo consagrado á relatar su visita. Naturalmente, nadie es bastante simple para quejarse de las observaciones literarias; pero muchos se vengan de nosotros asegu­rando que hemos «comprendido mal y repe­tido peor» sus frases. Yo conozco perfecta-

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mente la estenografía, y en ocasiones me he servido de ella, queriendo evitar la menor re­clamación; jah!, tampoco este medio me ha dado un resultado completo. Las frases contra las cuales más cartas rectificativas he recibido, son, tal vez, aquellas que, contra mi costum­bre, he transcripto literalmente. El oficio de re­pórter, cuando quien lo ejerce es un verdadero literato que no quiere contentarse con un relato en estilo de notario, es el más difícil de los oficios.

Uno de los reportera de El Eco de París, á quien lambién visité, me refirió una aventura más típica aún.

Un hombre ilusíre, Leconíe de Lisie, según creo, le había recibido en su cuarío de trabajo, mal vestido, con gafas y gorro de dormir. AI comentar una frase suya cualquiera, el repór­ter decía: «Leconíe de Lisie hablaba grave­mente, acentuando cada sílaba con un movi­miento de cabeza que imprimía á sus gafas una titilación rítmica.»

— Pues, ¿lo creerá usted? (asegurábame mi amigo) el gran hombre no quiso estrecharme la mano cuando, tres días más tarde, nos en­contramos en una sala de redacción. Estaba furioso, verdaderamente furioso: y ¿por qué, dirá usted? ¿Por haber dicho que sus poemas no valían gran cosa? No; estaba furioso por­que, según parece, lo que á mí se me figuró ser

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«unas gafas», era un «monóculo». ¡Y mi ilustre poeta no podía permitir que se confundiese su elegante lente de cíclope con un modesfo par de anteojos í

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Sí ; no hay duda: el oficio de interviewador resulía difícil y delicado, suíil y espinoso. Para ejercerlo, es necesario renunciar á ciería paríe de amor propio y armarse de íoda la pa­ciencia humana. Además es indispensable son­reír siempre: sonreír al portero que nos dice en qué piso vive el hombre á quien buscamos; sonreír al lacayo que nos abre la puerta y que coge de mala gana nuestra tarjeta; sonreír al adusto secretario que defiende la enírada como un cerbero. . .

— ¡Ah! — me decía anoche Edouard Coníe — ¡Si yo hubiera sabido sonreír!

Y en efecío, si lo hubiera sabido sería hoy el primer repórter del mundo, en vez de ser un sombrío luchador.

Lo fenía iodo para íriunfar. Su esíilo conci­so y brillanfe, piníaba y esculpía. Su memoria prodigiosa permitíale recordar, palabra por palabra, los discursos oídos. Pero, ¡ay! no sa­bía sonreír. . . Era intransigente. Ofendíase cuando lo recibían con frialdad, y al leer car­tas injustas de grandes hombres quejosos, montaba en los caballos de la ira. Al fin, los

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directores de los diarios importantes acabaron por decirle que escribiese cualquier cosa me­nos interviews.

— ¡Si hubiera sabido sonreír! La frase es nostálgica, porque en este bra­

vio polemista, en este áspero moralizador, hay una gran simpatía por el repórter muerto.

— ¡Es verdad! — me decía — ¡Es verdad! Yo hubiera sido un eterno interviewer si en vez de encontrarme con hombres vanidosos y falsos me hubiese hallado, en mis cinco años de labor periodística, con seres serios y sinceros. No hay nada tan ridículo como el señor que se deja interrogar, cuando no es un señor sencillo. La psicología del repórter está hecha por varios escritores. La del ínter-viewado sólo Hallays la intentó. Es una psi­cología siniestramente cómica. Llama usted á la puerta. El caballero, que sabe á lo que va usted, le recibe con gusto, porque ve una oca­sión de hacerse un poco de reclame. Drama­turgos y poetas, hombres de bien y hombres de mal, grandes damas y horizontales, actri­ces y costureras, políticos y toreros, obispos y generales, todos y todas sienten un ligero sentimiento de orgullo al pensar que un perió­dico va á reproducir sus palabras. Los locos mismos experimentan esta sensación. «Yo — dice Hallays — interrogué antaño á un loco que comenzó por responderme de mala gana,

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pero que al saber que era para Le Fígaro se puso contento como un cuerdo.» Además, la interview es lo que con más curiosidad lee el público de nuestra época. . . El snobismo por una parte, y el deseo de saber cosas íntimas por otra, dominan á nuestros contemporáneos. Uno de mis amigos cree que un diario que no publicara sino interviews se vendería como pan. «Porque, asegura, todo el mundo encuen­tra en la manera familiar de reproducir las pa­labras de las personas algo de más vivo y de más movido que en los artículos y en las car­tas. Parece como que, por el acto mismo de no tomar una pluma, se es más sincero... S í , el repórter es el rey de París. . . jEs lástima que no haya yo servido para eso!»

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¡Servir para repórter! ¿Habéis leído la Psychologie de Vinterview,

de Brisson? Es un estudio tan verídico y doc­to, que yo desearía publicarlo en castellano con el título de Manual del perfecto repórter. Pero ya que traducirlo entero me es hoy impo­sible, voy á analizarlo rápidamente, emendó­me lo más que pueda al ameno texto. Princi­pia así: «El repórter ideal debe tener más de veinticinco años y menos de cincuenta. Es preciso desconfiar de la extrema juventud y de la madurez completa. Muy joven, tendría opi-

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niones violentas y mal razonadas; se fiaría de las apariencias y comunicaría sus primeras impresiones sin preocuparse de modificarlas por una fría reflexión; demasiado viejo, se contentaría con informes aproximados para evitarse el trabajo de buscar otros más preci­sos. Además, el oficio exige gran actividad y gran rapidez de ejecución, que cuadran mal con la vejez. Para las cabelleras blancas, el trabajo sedentario y reflexivo; para las cabe­lleras negras ó rubias, el trabajo acíivo, aven­turero. Pasando de los sesenta, los intervie-wadores quedarían reducidos á desempeñar el mismo oficio que los generales reíirados: á contarnos hechos de armas, que ciertamente ya no podrían ejecuíar.» En seguida el Ma-' nual nos habla de las virtudes esenciales del repórter, que son dos: 1. a, una facilidad de asimilación que le permita apoderarse instan­táneamente de las ideas de su interlocutor, aun no siéndole familiares. (No le perjudicaría en verdad — pero no es indispensable — íener conocimieníos enciclopédicos. Le será sufi­ciente penetrarse pronto y bien de lo que le ex­ponen y íener condiciones para contarlo con exactitud.) Y 2. a , que esté dotado de ciería de­licadeza y de discreción bastante para com­prender hasta dónde puede ir correcta y hon­radamente por el camino de las revelaciones. Si recibió de la Naturaleza el espíriíu de pru-

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dencia y la agilidad de comprensión, puede estar seguro de llegar á ocupar un puesto de honor en la falange de la interview. Y se atre­ve á asegurarnos el autor del Manual, que se nace repórter, lo mismo que, según opinaban nuestros abuelos, se nace cocinero y poeta.

Las dos condiciones expresadas, bastan para ser un repórter aceptable. Para serlo su­perior, hay necesidad de algo más. «En efecto, dice la Psychologie de ¡Interview, no se trata únicamente de reproducir las palabras. Lo que constituye la buena interview son los dones es­peciales. Pero la interview brillante supone otras más variadas y más raras.» No se trata sólo, agrega, de recordar las palabras oídas, sino de reflejar, de evocar al que habló, de dar la impresión de su voz, de sus maneras, de su fisonomía, de su ser, y de adivinar aquello que se nos emitió á medias, de sorprender el se­creto de los pensamientos. La interview á ve­ces se convierte en una especie de duelo, en el que los dos adversarios se miden, se observan, buscando la manera de engañarse por medios de hábiles subterfugios. Raro es que el repór­ter se presente tal y como es, quiero deciros, con franqueza. . . Por eso se le ve siempre en la escena desempeñando su papel. El lo sabe y procura encontrar la sinceridad en las actitu­des. «Yo quisiera—dice el autor de la Psycho­logie de Finterview — poder definir el estado

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de alma de cada uno de los dos personajes.» Y termina diciendo: «El repórter debe siempre informarse, ante

todo, del centro en que vive su héroe. Si se traía de un poeta, retendrá en su memoria los íítulos de sus mejores obras y algunos de sus más notables versos: una ciía á tiempo satis­face la vanidad del paciente, aunque sea muy ilustre. Si se traía de un filósofo ó de un his­toriador, se iniciará en sus doctrinas para lle­var la conversación por ese rumbo. Si el inte­rrogado es un novelista, citad las polémicas que sus obras suscitaron, íeniendo, aníe iodo, cuidado de saber quiénes son sus amigos ó sus enemigos, para no correr el riesgo de ha­blar de uno solo de ésíos en el curso de la con­versación. No hay inconvenieníe en hablar algo mal de aquellos á quienes ellos quieren. En resumen: el repórter íomará las mismas precauciones que el hombre de mundo para no cometer faltas de educación en una sala.»

Tal es, en sus líneas esenciales, la retórica de la interview, escriía por un interviewador.

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LAS „ESPAÑAS" DE JEAN

LORRAÍN

AS Españas, de Jean Lorrain, que tantas * indignaciones provocaron en la prensa

madrileña cuando, capítulo por capítulo, iban apareciendo en los diarios de París, no me pa­recen hoy, reunidas en volumen, ni muy acer­bas ni muy mal iníencionadas. Son, como casi todas las obras modernas de viajes, brillantes fantasías con más color que realismo y con me­nos justicia que originalidad. Son lienzos cual los de Gauíier, lienzos de majas y de navajas, de frailes y de bailes, de toreros, de alguaci­les, de rejas, de guitarras. . . Sólo que en vez de estar pintados á la manera de Foríuny, con fondos áureos, entre macetas floridas, lo es­tán al modo de Goya, sombría y caricatures­camente, con muecas que contraen, bajo las maníillas, los rostros morenos; con manchas de putrefacción que, en pleno día, en pleno

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sol, llenan de miasmas las calles ardientes y tristes. Procediendo á la manera de los viejos maestros españoles, el viajero se complace en copiar lo ¡feo, lo deforme, lo miserable; pero como lo hace sin caridad cristiana, sin pensar que ante Dios «tanto vale un cardenal cual un^piojoso»;¡como lo hace con un alma que no esjajruda y¡noble de Valdés Leal, ni la fogosa y mística del Greco, ni la suave y pia­dosa de Murillo, sino un alma irónica de artis­ta moderno, más llena de curiosidades que de entusiasmos, sus cuadriíos carecen de la sere­na^ dulzura de los lienzos aníiguos. Ved sus mendigos, por ejemplo, mendigos de Valen­cia, de Barcelona y de Murcia, con sus ros­tros sinieslros, en losjjcuales hay algo de fú­nebre burla. «Estamos en la iglesia — dice — y;\o primero que¡encontramos son unas cua-tro|ó cinco pobreslque, cómodamente senta­das en sus sillas, charlan, rezan y dan de ma­mar á¡sus cachorros. Cualquiera diría que aquí se va á pedir limosna como en París se va[á tomar aire á los jardines públicos. La mendicidad,debe servla¡ocupación de ciertas horas del día, el fíve oclockáz las mujeres de obreros.» Comparad estas páginas con los admirables capííulos de Misericordia, en los cuales^Galdós^pinta una escena igual, y nota­réis en favor del] escritor español una mayor piedad, una mayor comprensión de la miseria.

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Pero ya que estamos en una iglesia, dejemos penetrar en ella al viajero. Entre el murmullo monótono de las beatas que rezan, murmullo sólo interrumpido por el ruido seeo de la tos, adelántase hasta el coro. Los canónigos oran largamente, uniformemente, con una pachorra mecánica, con algo de fantasmagórico en las actitudes. «Una gran masa violeta y oro, en­vuelta en nubes de encajes, álzase y viene, paso á paso, á arrodillarse ante un misal. Dos bultos rojos lo siguen.

«La masa violeta tiene un cuello de toro y puños musculosos y peludos. Su rostro gor­do, de una palidez verde, su rostro pequeño, de labios delgadísimos, hace pensar en un monseñor del crimen, en un galeote vestido de cardenal.» No es este el único sacerdote que le parece horrible. En el mismo capííulo, á la luz vacilante de los cirios, descubre caras de bestialidad, de violencia, de vicio, de delito. «¡Oh! ¡Esas máscaras fatales — exclama — , esas máscaras íerrorizantes!» Y obsesionado por visiones románticas de frailes diabólicos, de canónigos escapados de las novelas de Huysmans, evoca, de pie en medio de la igle­sia, sus recuerdos de magia negra. A su de­rredor el pueblo ora con pereza y sin esperan­za, sumiéndose en la sombra, acurrucándose contra los fríos muros, amoníonándose en ra­cimos humanos á la puería de las capillas mi-

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lagrosas. En ese espectáculo de postración, de pena, de penumbra y de miseria, revive, con su fe resignada, el alma árabe y judía de la raza. «Es — dice Lorrain — un cuadro úni­co, que no se encuentra sino en Argelia, en las mezquitas, donde los árabes devotos tienen la misma actiíud, la misma inmovilidad.» Pero esíos cuadros de sombra y de silencio no in-feresan mucho al viajero, que busca luz, co­lor, capricho. Lo que más lo atrae en la vasta catedral valenciana son las puertas, pobladas de mendigos. A ellas vuelve. Y son, en legio­nes mal olieníes, en grupos abigarrados, to­das las miserias, todas las imperfecciones, todas las enfermedades, todas las llagas de la tierra; son bocas innobles que oran y supli­can y maldicen; bocas sin dientes, bocas de encías podridas; son brazos sin manos que tienden sus cosíurones, que se agiían, que amenazan; son troncos sin piernas y sin bra­zos, que ruedan, que resbalan como larvas; son órbitas vacías, son pupilas muerfas, son narices carcomidas. . . Y iodo esío se amon­tona eníre harapos multicolores, y gesticula en plena luz. . . Es la realización, en literatura, de las más crueles visiones de Goya

Al salir de la iglesia, al lograr escaparse de los mendigos, de los canónigos, de los sacris-

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lañes, Jean Lorrain se decide á pasearse por las calles. ¡Tanto mejor! Porque en Valencia la calle es una perpetua fiesta de luz, de gra­cia, de alegría. Las mujeres, asomadas á sus balcones, entre tiestos de claveles, respiran voluptuosamente el aire cargado de emanacio­nes de azahar que viene de la huerta. En el horizonte, los más suntuosos azules prestan á las grandes alamedas un fondo de esmalte. Pero, ¡ay!, el viajero parisiense no quiere ver nada de esto. Lo bello no le atrae. Ha venido para ver horrores y aun para ver con horror lo hermoso. Valencia, Valencia del Cid, es para él «una desilusión». La encuentra baja, confusa, dispersa, como un pueblo de cartón plantado por un niño sin gusto en una mesa enorme. Oid: «Es una ciudad sin nada pinto­resco, sin monumentos casi, y muy diferente de lo que uno se imagina después de leer los romances y las crónicas. La catedral carece de estilo: su arquitectura es híbrida, mitad ro­mana, mitad jesuítica. Las otras iglesias, nu­merosas, están deshonradas por los adornos de extraño mal gusto que espanta en toda Es­paña. En cuanto á las casas, son infames con sus fachadas estrechas (dos ventanas apenas por fachada), sus balcones en cada piso, sus techos de tejas carcomidas por el sol, con sus colores amarillo canario, azul, jabón, rosa Pompadour y verde de agua, con sus festones

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pintarrajeados en lo alto.» Ya veis cuan injus­to se muestra. Pero no creáis que esto le bas­ta. Por no dejar nada á la ciudad de los na­ranjos, hasta el sol le quita. «Sobre toda esa miseria — escribe — , sobre toda esa fealdad, no resplandece sino un cielo despreciable, ra­yado de blanco y azul, un cielo infinitamente triste, que ilumina el más frío sol de invierno.» En verdad, se necesita mala suerte para en­contrar una Valencia así. Yo, que la he visila-do en lo más crudo de la mala estación y que la he contemplado con ojos tristes de conva­leciente, no he notado jamás tal palidez celes­te. ¡No! A lo más, en los crueles eneros de los años muy fríos vese suavizarse el zafiro de su cielo y blanquear con tonos de perla su hori­zonte en una luz siempre franca, siempre áu­rea, nunca helada, nunca lívida.

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¿Y Barcelona? Con sus ramblas admirables y su arquitectura general, suntuosa y artística; con su vida, con su movimiento, con su ri­queza, con su comercio, con el lujo de sus ca­fés, con sus teatros numerosos, con su plétora de vida moderna, en fin, Barcelona debe gustar á quien es de París. ¿No es cierto? He aquí jus­tamente á Lorrain en plena Rambla de las Flo­res. «Es, dice, una avenida de 1.500 metros, con una calzada de árboles en medio, árboles

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maravillosos, gigantescos árboles apenas ma­tizados de amarillo por el otoño, y bajo los cuales, de las siete de la noche á las dos de la madrugada, paséase toda Barcelona, toda Cataluña, todo Aragón.» ¡Muy bien! Esta vez, con la inmensa calle llena de aragoneses y catalanes, hemos encontrado un espectáculo de vida, de animación, de alegría.

Las mujeres tienen allí fama de belleza. Re­cordemos los versos de Musset y los cuentos de Richepin.

Avez vous vu dans Barcelone?...

Pero Jean Lorrain no tiene suerte. Los cata­lanes, para recibirle, se ponen tan tristes cual el cielo valenciano. Bajo los árboles de las ramblas, esa gente, que se pasea toda la no­che, no habla, no ríe, no saluda. Es una mul­titud de cuento de Poe, silenciosa y solemne, metódica y uniforme.

Los que suben, van por la acera de la de­recha, y los que bajan, por la de la izquierda. Jamás un encuentro, jamás un piropo, jamás un guiño de ojos, jamás una de esas señas que en todas partes indican la simpatía en­tre los desconocidos. A uno y otro lado de la amplia avenida álzanse las casas de seis pi­sos, con sus miradores y sus terrazas. El via­jero parisiense las encuentra dun rococó fe­roce. Tañías fachadas monumentales, lo des-

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conciertan. Tantos grandes hoteles, tantos res­taurante, tantas confiterías, tantas peluquerías, lo inquietan.

Pero nada le choca más que la abundancia de teatros y de conciertos, de music-halls y de circos. Se le figuran centenares. «Este pue­blo — exclama — no parece vivir sino para el espectáculo, para el peluquero y para el con­fitero.» Luego se pregunta:

«¿Qué come esta ciudad? ¡Misíerio! En mis peregrinaciones no he descubierto sino una carnicería en una callejuela del barrio de los cuarteles.» En cambio, ve en cada casa una agencia de lotería, una rulefa, un juego de monfe. «El domingo — dice — toda Barcelo­na, toda Cataluña, se precipita hacia esos ga­ritos: blusas y capas, chales floridos de cam­pesinas y trajes parisienses de señoras, todo se mezcla. En semana, el sereno está allí al amanecer, con sus llaves, lo mismo que el le­chero.» ¿Queréis saber ahora cómo son esos caballeros y esas señoras que pasean silencio­samente por las ramblas y que juegan al mon­te con el sereno? Pues oid: «Las mujeres van vestidas á la francesa de un modo horrible. Los hombres llevan una boina colorada, y con eso y sus ojos hundidos, y sus caras afeiíadas, y sus palideces verdes, y sus perfiles romos, tienen, á fe mía, un aspecío de escapados de presidio.» En cuanío á la belleza buscada,

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imposible dar con ella. Verdad es que resulta algo exigente el señor viajero. «La andaluza, que buscamos por toda Barcelona, entre el dé­dalo de sus tranvías, de sus líneas de telégra­fos y de sus calles llenas de cafés — escribe —, no la encontramos, y esíábamos más ricos de color local en París, duranfe la Exposición, que aquí.» Ya lo oís,.

Y ahora, ¿cómo no comprender la desilu­sión de este romántico atrasado que, corrien­do en pos de escenas gitanas, de españole­rías de Monímarfre, de fiesías semimorunas, de ferias de cromo, hállase de pronto en una ciudad igual á todas las grandes ciudades mo­dernas?

Sin esperanzas, el viajero va á abandonar la ciudad condal, no llevando más que visio­nes tristes de fealdad moderna, cuando en una esquina de barrio bajo surge ante sus ojos una mágica aparición. Permitidme que la co­pie:

«Orgullosameníe erguida cual una estatua, veo á una adorable barcelonesa. Catorce años apenas. Y es sin duda una vendedora de na­ranjas y de almendras, pues á sus pies, cual un zócalo, vese un cesto de frutos oro y ver­de. Vestida de indiana y de percal florido, muéstrase maestra en la elección de los colo­res, con su falda blanca rameada de violeta,

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su corpino rosa de dibujos amarillos y un to­cado luciente en sus cabellos negros. ¡Pobre vendedora! En toda la calle no hay un alma viva que pueda comprarle una sola naranja. Pero ella parece no notarlo. Y de pie, hacien­do ver sus juveniles paníorrillas, envueltas en medias de seda roja, inmovilízase bajo el sol.»

¿Verdad que la aparición es encanfadora? Por desgracia, es la única. En efecío, este poeta, que sabe mejor que nadie pintar ros­tros morenos, y que en París, ante las gracias serpentinas de las Oteros, de ¡as Guerreros, de las Tortajadas, se muestra adorador faná­tico de la belleza española, no encuentra en España misma ninguna hermosura completa. En Barcelona, la vendedora de naranjas es la única que le gusta, y en Valencia, donde tan­tos divinos rostros hay, no ve con entusiasmo sino á una chiquilla apenas púber, pálida, con sonrisa de Joconda misteriosa é ingenua, que entorna los párpados echada en un puesto del mercado, mientras su madre le saca los pio­jos cantándole coplas tristes y monótonas. En el resto de la Península no ve nada más. Ni siquiera ve, como hemos visío iodos, esbeltas morenas de grandes ojos. Para no parecerse á nadie, hasta encuentra infinidad de españo­las rubias.

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«Sol y flores, una atmósfera de caricia sua­ve y cálida.» — Es Murcia... Y allí, en un ho­rizonte de montes azules, el viajero se siente, al fin, penetrado de la belleza intensa de la España -meridional. «Flores y sol, sol y flo­res!»—exclama. Por todas partes los jacintos, los claveles, las rosas, manchan con sus co­lores el oro de la atmósfera. Las muchachas, morenas — esta vez tiene que confesar que hay morenas — , van cargadas de cestos flo­ridos. El aire huele á jardín. Las muías que íiran de las tartanas llevan en la frente rami­lletes encarnados. En los balconcillos lucen las manchas verdes de las plantas. Es el mi­lagro de las flores. ¡Qué alegría! ¡Qué movi­miento! Ya la mulíiíud no es silenciosa, como en aquella exíraña rambla que vimos antes. Abigarrada y vocinglera, llena las calles, y grita, y gesticula, y fraíerniza. Aquí hay una venta. En mesitas limpias vense confundidas las aceitunas de profundos íonos verdes y los claros melones que se arrugan, con los toma­tes sangrientos, con las mandarinas color de bronce y con los higos reventones cuyas he­ridas ríen en la púrpura de su carne. Del otro lado hay una feria de caballos, de mulos, de burros; y es de ver, gritando, alzando las frenfes al cielo, invocando el nombre de todos los santos, á los giíanos ceírinos.

El viajero se siente al fin feliz, y en su en-

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tusiasmo, en su ebriedad de luz, de perfume, de ruido y de colores, exclama: «Esto ya no es España. Es el Oriente. En Argelia misma no he sentido tan intensa la sensación africa­na. Es el Oriente con sus cipreses, con sus casas bajas, con sus minaretes, con su cielo de incendio. Los moros están ocultos tras aquellas montañas, dispuestos á reconquistar su ciudad. Oid. . . Es el almuédano. . .»

Esta página es la excusa de todas las injus­ticias anteriores, pues nos hace ver que si el poeta encontraba horrible á Barcelona y horri­ble á Valencia, es porque no deseaba aquello, sino esto, porque no había salido de su París enorme en busca de grandes ciudades, sino en busca de villas de feria, de pueblos de flo­res, de paisajes extraños. Por eso dije al prin­cipiar á escribir estas notas que, en conjunto, las Españas, de Lorrain, no me parecían ni muy crueles ni muy acerbas.

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LO BONITO EN LAS LETRAS

A terminó la ceremonia. El eco de los dis ¿ cursos oficiales perdióse en el espacio,

y los cortejos solemnes se dispersaron. París piensa en oíra cosa, prepara otras glorificacio­nes, busca oíros hombres. Y en la penumbra violeta del crepúsculo, en el gran silencio del parque, el blanco monumento parece cubierto de nieve. Las esbeltas figuras de mármol que se alzan para coronar la cabeza cana, son al­bos fantasmas. El poeta, sin embargo, les sonríe, seguro de que para él hasta las som­bras serán clementes. ¿Acaso no es el niño mimado de la fortuna? ¿Acaso no simboliza, con su barba de padre eterno y sus labios be­névolos, la amenidad venturosa?

Los hombres le abandonan hoy, después de haberle dicho palabras muy vulgares y muy suntuosas. No importa. Otros hombres ven-

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drán mañana, que, sin exlrafíeza, (sin pensar que Moréas está olvidado) depositarán á sus pies coronas de recuerdos. Sus exigencias de inmortalidad, además, no ¡son enormes. No quiere, como Hugo — su amigo Hugo — la ve­neración ardiente de las razas, ni pide como su compañero Musseí la emoción de las almas que aman, ni espera, como Vigny, la reveren­cia filial de los poetas.

No, no, no. Con el saludo afectuoso de las señoras que vienen de paseo y el bonjour fa­miliar de los viejos compañeros, le basta. Es , más'que otra cosa, un testigo de la gran época romántica. La posteridad, dice: «¡Eh! Este tu­teaba á Gauí ier . . . ; éste era confidente de Jorge Sand. . .; éste conoció en la intimidad á Liseíte, la de Béranger!. . .»

En cuanto á sus propias obras, nadie las re­cuerda. ¿No fué acaso un cuentista ameno, un poeta elegante, un agradable historiador? S í que lo fué. Pero fué, más que todo eso, un homme du monde que supo, en las tertulias, entre marquesas y banqueros, referir las aven­turas de sus ilustres amigos.

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Era el hombre que lo sabía todo. Sabía por qué Víctor Hugo habíase enamorado de Juliet-te. Sabía los secretos de Jorge Sand y de La­martine, de Musseí y de Gauíier. Había visto

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morir á Chopín y nacer á CaíuIIe Mendés. Co­nocía, en fin, la vida íntima del parnaso todo y de toda Citerea. Las señoras le decían: «Con-tadnos algo»; y él, siempre afable, contaba. . . Sus Memorias escritas no son nada, si se com­paran con sus Memorias habladas. Su gesto inmortal es el del conversador. Por eso el es­tatuario le ha eternizado, en este busto, con los labios entreabiertos y la expresión maliciosa. Está contándonos anécdotas del tiempo viejo.

Con un empeño casi infantil, Arsenio Hous-saye busca todas las ocasiones de ser llamado poeta.

—- Si el rey me pregunta quién eres — le dice un amigo suyo, chambelán de palacio — ¿qué debo decirle?

— Dile que soy un cazador de rimas. Y cuidado con contradecirle, ¿Acaso Víctor

Hugo no le ha dado el título de gran poeta? Hablándole de un soneto suyo, el maestro le ha escrito: «Vuestro soneto vale un volumen. Vuestro volumen vale una biblioteca. Sois el hijo de Teócriío y de Virgilio. Os leo. Os amo. — V. H.». Y como esta carta podría pa­recer hiperbólica, el «titular» hace que Teófilo Gautier se la confirme. En medio de un ban­quete de buen tono Theo, siempre amable, le dice:

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— Tus versos han desencadenado en Hugo una tempestad de poesía.

Lo malo es que un momento más tarde, tal vez sin malicia, otro escritor cuenta lo que sigue:

Una tarde, en Guernesey, Víctor Hugo nos había invitado á comer. Todos llegamos á la hora en punto. La familia nos dijo que el maestro no había vuelto aún de su paseo. Como el tiempo estaba borrascoso, salimos á buscarle. Cuando, al cabo de diez minutos, lo encontramos, alzó los brazos al cielo y nos dijo: «He descubierto una maravilla. . ., una roca inmensa, babélica, que con su vértice hiende las nubes. . .; id á verla. , . á sus pies, como homenaje, he clavado mi bastón. . .» Al día siguiente fuimos á dar un paseo por la costa; y encontramos el garrote del padre Hugo plantado junto á una peña de tres metros de altura. El pobre gran hombre íiene ojos de aumenío.

Houssaye no se dio por entendido; é hizo bien, porque una herida en su olímpico amor propio, habría agriado su carácfer ameno y crispado sus labios sonrientes.

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¿Os figuráis al manso padre eterno de Cite-rea, colérico? Yo no. Él aspecto risueño es ne­cesario á su rostro, como la ligereza amable

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es inseparable de sus obras. Lo sublime no tiene nada que ver con él. Lo bello mismo, lo bello impecable, lo bello grande, no le intere­sa. Su musa es la que encarna lo bonito. Todo, al pasar por su imaginación y por su pluma, todo, hasta lo grave, hasta lo innoble, hasta lo trágico, se envuelve en un velo vapo­roso de frivolidad elegante. Traduciendo á Shakespeare, habría puesto á Ótelo una peluca perfumada y habría vestido de gasas celestes á los fantasmas de Macbeth. Su alma á lo Luis XV, lo hace todo Jolí, bonito. El ejemplo más típico es la historia del coronel Aíripeguy que vivió hace setenta años. S e trata de un idilio lúgubre. Una mujer está enamorada, lo­camente enamorada del militar, pero no quiere entregársele sino después de casarse. Cuando se convence de que es inútil insistir, dice á su amigo: «Ven esta noche á mi alcoba. . .; aquí tienes la llave. . .; me encontrarás en mi lecho, esperándote. . .» El militar llega, abre la puerta y lanza un grito viendo á la que ama muerta entre cuatro cirios. Pues bien, Arsenio Hous-saye cuenta esta aventura real como una anéc­dota de la Regencia, con fraseciías cortas que saltan, que hacen piruetas, que se enternecen entre risas y rosas. En oirá circunstancia emo­cionante, su frivola joliese aparece más ligera aún. El fundador de Le Fígaro, Latouche, aca­ba de morir, rogando en la locura de la ago-

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nía, á su amante, que no lo abandone ni aun en la tumba. «Te lo juro» — ha contestado la célebre Paulina—. Una vez los ojos del poeta cerrados, los amigos temen que la amada se suicide. Ella los tranquiliza, di-ciéndoles: «No. . .; soy católica. . .; esperaré que Dios me llame. . .; pero á su lado. . .» Y, en efecto, hace edificar un mausoleo, en el cual, junto al sepulcro mismo, en una capilla ardiente, hay un banco de mármol, amplio cual un diván. Los reglamentos del cementerio la prohiben dormir allí. Por eso se contenta en cuanto salía el sol, con llegar y sentarse en su banco, al lado del adorado muerto, para leerle, cual antes, el número de Le Fígaro, y para contarle lo que sucede, para continuar, en fin, la vida de antaño. [Qué drama á lo Maeíerlinck! ¡Qué tragedia sin sangre, sin ges­tos, casi sin ruido, tan grande cual la más enorme! Pero para Arsenio Houssaye esta es una historia que debe contarse como se trenza una guirnalda, con floridos adjetivos y suaves reflexiones. Un hombre tan dichoso no puede ver todo lo que hay en el dolor. Y, sin embar­go, el destino habíale proporcionado oportuni­dades extraordinarias para ver sufrir. ¿No fué él quien recibió en sus brazos al poeta que se mató por madama de Girardin? ¿No fué él quien vio llorar á Víctor Hugo? ¿No fué él quien sirvió de confidente á Jorge Sand? ¿No

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fué él quien cerró los ojos á Chopin?. . . ;Ah! En esta última circunstancia, sobre todo, su incurable amor de las frases bonitas (no be­llas), bonitas, finas, coquetas, aparece maca­bramente. El gran músico va á morir. A su cabecera, la condesa de Aguí llora mesándose los divinos cabellos de oro. «No querría irme — murmura Chopin — sin refrescar mis labios con tus lágrimas. . .» Y luego, ante las pala­bras de resignación: «No, no. . ., no quiero morirme. . ., hay días. . s í ; hay. . . en que tengo un miedo espantoso de la muerte. . .» Al fin la intrusa. . . ¿Y sabéis lo que se le ocu­rre á Arsenio Houssaye? Decir: «La muerte es el silencio, por eso un músico no puede verla venir sin espanto.» jOh juegos alados de las palabras, cuan mal venidos sois en los instan­tes solemnes!

E E S

— Para Arsenio — dice alguien — todo es color de rosa; hasta las trufas.

En efecto, lo negro no existe para él. Ni lo negro, ni lo obscuro. Y cuando por deber de historiógrafo se detiene ante la muerte, ante el dolor, ante la miseria, es con una sonrisa dis­creta de pésame aristocrático, sin nada de hondo, ni de desgarrador. El consuelo viene pronto por cualquier lado, con cualquier pre­texto. Ante el cadáver de Chopin, lo primero

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que se le ocurre es exclamar: «¡No, este artis­ta no ha muerto; vive y vivirá siempre en sus obras, en sus preludios, en sus conciertos, en sus valses.» Prefiere ser vulgar á sentir. Eso es: el rey ha muerto, ¡viva el rey, viva la vida! Y no os figuréis que este modo de ser literario indica falta de generosidad ó de clemencia. Al contrario. El alma del hombre es piadosa y benévola. El escritor es el que no quiere, por una filosofía bastante práctica, detenerse ante los espectáculos lamentables, sobre todo cuan­do no tienen remedio. ¿A qué llorar — parece decirse — puesto, que, según el evangelio de nuestro Sr . Rabelais, el reír es más propio del hombre? ¿Para qué Henar de imágenes de duelo los libros que se llaman «de entreteni­miento»? La amargura es antisocial, y el pesi­mismo no puede estar de moda en los salones aristocráticos. Con estos principios, necesario es preferir el vuelo luminoso de las bailarinas de ópera á los cortejos graves de la vida vul­gar. Houssaye los prefiere. Prefiere lo vistoso á lo gris, aunque aquello sea vacío y esíó esté lleno de emoción. Su optimismo le viene de nacimiento. «En el colegio — dice — mi único ideal era ser militar.» Es natural, porque para él ser soldado no significaba ir á la guerra, ver la muerte, sentir la fatiga, sufrir y sentir sufrir, sino vestirse de azul y rojo, ponerse galones de oro, arrastrar un sonoro sable y

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conquistar modistillas. La poesía misma es algo por el estilo para él; algo que, traducién­dose en madrigales, en epitalamios, en ele­gías, en odas, sirve para celebrar con elegan­cia el amor que las bellas damas nos inspiran, para cantar en los banquetes los desposorios de los magnates, para llorar con discreción la muerte de los amigos ilustres, para exaltar la gloria de los maestros.

ES B9 G9

No hay nada tan inclemente como la impa­sibilidad con que Houssaye revela las miserias íntimas del poeta de Eloa. Oid; «Vigny quería parecer un conde millonario. A menudo dába­se aires de dios del Olimpo. Nadie le vio hu­mano, ni en sus amores, ni en sus obras, pues metamorfoseaba á su mujer y á sus queridas en divinidades. Jamás la aristocracia de raza y la aristocracia literaria se elevaron tan alto. Verdad es que el conde vivía en un sexto piso, casi en el séptimo cielo. Yo iba á verlo á me­nudo, cuando tenía á mi cargo la dirección del teatro Francés. Conmigo, como con todo el mundo, hacíase el gran señor por un orgullo bastante inútil. No tenía á su servicio sino una cocinera de tercer orden, que parecía aleccio­nada teaíralmeníe. Cuando llamaban á la puer­ta, una voz muy fuerte decía en el interior: «¡Juan, abre la puerta!» Era el poeta. Pero

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como no existía el tal Juan, era él mismo quien tenía que venir á abrir; murmurando: «Este ayuda de cámara no está nunca en su pues­to. . ., casi merece que lo despida. . . ¡qué gente!. . .» Luego, muy solemnemente, hacía­me los honores de su minúscula sala. Ya para irme, oíale de nuevo gritar: «¡Juan. . ., Juan. . . acompaña al señor. . .! Sólo que el Juan no aparecía nunca.» Y Arsenio Houssaye, con su barba florida de apóstol de la frivolidad, ríe de esta miseria blasonada, mil veces más emo­cionante, en su orgullo noble, que la miseria lloriqueante de los bohemios de la misma época. Recordad, para daros cuenta de la di­ferencia, la página palpitante de ternura y de melancolía en que Anaíole France evoca la figura de otro orgulloso pobre, Barbey d'Au-revilly que, no teniendo muebles, decía á los amigos que iban á verle: «Ya usted ve. . ., todo lo he mandado á mi castillo. . .»; y que por las noches, al volver del teatro, en el co­che de un admirador, le gritaba á su vieja por­tera: «¡Eh, lacayos. . ., encended las antor­chas!» La inclemencia de Arsenio Houssaye no se contenta con demoler la leyenda de gran­deza que rodea á los poetas, sino que va más lejos; entra en las alcobas y destruye la fábu­la de los nidos amorosos, sólo por hacer bro­mas bonitas, ligeritas, facilitas. A la pobre Li-

sette de Béranger, á la musa modesta, á la que 1 1

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se corona de rosas en las idílicas fardes de la primavera parisiense, á la Lisefte hermana de Mimí Pinson y de Femí, á la exquisita grise­ta que encarna en nuestras imaginaciones el amor juvenil, nos la presenta, ya entrada en años, viviendo al lado del viejo poeta. Con po­cas líneas la desprestigia. «La aseguré — dice — que era la musa del gran cancionero, y ella me contestó: «La musa no, sino el diccio­nario de rimas.» La verdad es que era algo más que todo esto: era su cocinera.» — Ya lo veis: por ser gracioso siempre, el amigo de todos los románticos, es, á veces, cruel.

B9 ES ES

Es cruel para la poesía, para la ternura, para la emoción. Es cruel para la humildad. No lo es para la moda, para el lujo, para la aristocracia. Ved sus retratos de grandes da­mas, desde aquellas—admirables y adorables — cortesanas reales, que fueron contemporá­neas de Waíteau, hasta las marquesas con cri­nolina del segundo imperio. Entre sus retra­tos los hay deliciosos de pueril y perfumada poesía. «En mi tiempo — dice — el espíritu de París estaba dominado por mujeres incompa­rables: la condesa de Castellane, la princesa Matilde, la condesa Le Hon, madame de Gi-rardin, mademoiselle Rachel.» Cuando dice el espíritu de París, quiere decir su espíritu per-

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sonal. ¡Con cuánto entusiasmo enumera los nombres de los que asistían á cada fiesta! «Veíanse allí — escribe — á las infantas de España, á la duquesa de las Blacas, al prínci­pe de Broglie, al duque de Casírier, á la prin­cesa de Chimay, á la duquesa de Gramonl, etcétera.» En cuanto á los literatos, buscadlos al final, después de los vizcondes y barones, entre los simples mortales: «Por fin — dice — veíanse los hombres políticos y literarios de más influencia: los dos Dumas, Víctor Hugo, Musseí, Gauíier, Jules Janin, el duque de Mor-ny, Eduardo Houssaye, Alberic Second, Eu-gene Delacroix, Roberí Fleury y M. Aubert.»

Todas sus flores de retórica son para las marquesas. «Ningún artista — exclama — tie­ne tanto tálenlo como la condesa H.» O «en toda Europa no se encuentra una voz más ad­mirable que la de la princesa X.» Después del monde, del gran mundo, su medio ambiente soñado es el demi monde, pero el alto demi, el de las bailarinas de la Opera, el de las ac­trices del Vaudeville, el de las reinas de Cite-rea, el de las aventureras infernacionales que se coronan de diamantes auténticos. En esta sociedad brillante y loca, su alma de lujo y de frivolidad está contenta. Sus madrigales van, volando cual mariposas, de cabellera en cabe­llera. Su prosa se hace más que nunca azuca­rada y sonriente. Nada de color. El cuadro

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mismo, con sus manchas violentas; el cuadro y sus tipos extraños, y sus luces crudas, no lo atrae. Eso se queda para Teófilo Gautier, que es pintor. Arsenio Houssaye se contenta con reproducir las anécdotas, los diálogos, las fra­ses de esprif, los perfiles, los dibujos de los trajes. Es un testigo, un historiógrafo. Es un «galante hombre» que escribe por afición. Sus amigos le llaman, hacia el final de su vida, el patriarca de Ciíerea.

Sus amigos son Hugo, Gautier, Banville, Vigny, grandes poetas que le estiman frater­nalmente, pero que no creen en su genio.

¡Oh, no! Y es seguro que si una noche, en medio de

la tertulia, alguien, viendo en el porvenir, hu­biera dicho: «Dentro de veinte años París eri­girá un monumento de mármol blanco al autor del Roí Voltaire», Hugo se habría puesto se­rio; Vigny se hubiera puesto triste, y Gautier habría reído.

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ESPLENDORES Y MISERIAS

DEL PERIODISMO

ISERIAS sobre iodo — miserias espanto-1 1 sas, miserias lamentables, siniestras miserias, que se visten de levita, que llevan chistera y que traían de sonreír — ; miserias vergonzantes y ambiciosas, sin resignación, sin mansedumbre, sin esperanza. . . «Para seiscientos empleos en la prensa — dice Paul Poítier — hay 5.000 periodistas.» El resultado es que en París más de las tres cuartas partes de nuestros compañeros no comen. ¡Y si los oíros comieran bien! Si fuese cierto lo que en Madrid y Buenos Aires se cuenta con envidia en las salas de redacción! ¡Si todos estos journalistes del bulevar, cuyo ingenio es uno de los encantos de la vida francesa, cobraran, en efecto, sueldos que les permitieran vivir como se vive en las novelas galantes, entre encajes y sonrisas! ¡Si la leyenda de los ar-

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íículos de á mil francos fuera algo más que una leyenda!. . . Pero es que ¡ay! entre los que trabajan y los que no trabajan, la dife­rencia de miserias no es sino relativa. El tér­mino medio de los salarios periodísticos es de 500 francos mensuales. La labor, en cam­bio, es, en la prensa, mucho más penosa que en ningún otro campo de la actividad hu­mana. Oid á Poul Poííier, cuyo estudio so­bre El Proletariado de la prensa quiero ana­lizar rápidamente: «Un jefe de información tie­ne 500, 600 ó 1.000 francos de sueldo. Hasta en Le Temps, cuyo servicio de reportaje es el mejor organizado, el jefe no disfruta de mayor prebenda. Cualquier prefecto teniendo menos responsabilidad, más descanso y una situa­ción tal vez más segura, está mejor paga­do por su patrón, el Gobierno, aun cuando lo traiciona. Pero, en fin, en su modestia, un jefe de información puede sostener una familia, en tanto que sus subordinados no deben ni aun soñar en ese lujo. Sus sueldos varían entre 250 y 500 francos. ¿Su obligación? La de trabajar durante trece ó catorce horas diarias, reparti­das en esta forma cuando se traía de un pe­riódico de la mañana: entrada á la redacción, á las doce; lectura de periódicos, distribución de trabajos. A la una y media: salida; almuer­zo, preparación del trabajo exterior — infor­mes, pesquisas, interviews^ tomar datos, et-

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celera. — A las cinco y media: regreso á la redacción: noticias del servicio ejecutado, pre­paración del original. A las ocho y media: co­mida. A las diez: vuelta á la redacción; co­rrección de pruebas, trabajo complementario de información. El redactor queda á merced de las eventualidades. Regularmente á la una de la mañana el servicio ha terminado, salvo sucesos imprevistos. De una á dos de la ma­drugada, servicio «de guardia» en previsión de acontecimientos extraordinarios.— Este servi­cio se hace, en general, por turno entre los re­dactores, y en ciertos periódicos, como en L'EcIair,se prolonga hasta las cuatro de la ma­ñana. En los periódicos de la tarde el trabajo es menos penoso. Se comienza a las nueve de la mañana, para terminar á las seis de la tarde. La hora de almorzar, como la de comer, en estos periódicos, depende de los sucesos. La irregularidad de esa vida, no exenta de sobre­saltos ni de agitaciones, produce, al cabo de cierto tiempo, enfermedades de los nervios y del estómago, que se complican generalmente con otras.» Y, sin embargo, por penosa y poco productiva que os parezca, esta labor anónima es muy solicitada. Así, vemos que el número de periodistas en servicio es infinita­mente inferior al de los que se encuentran sin trabajo. Y éstos no son sino una parte del proletariado intelectual. ¡Pobres cesantes de

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la prensa, sin pan que llevarse á la boca, ni vestidos que ponerse! ¡Pobres seres que viven de la esperanza, del azar poco probable de una colaboración siempre quimérica! En los periódicos en que no se dan sueldos fijos á los redactores, se cobra á tanto por línea, y de aquí resulta que el trabajo tiene una retribución que depende de las fluctuaciones de la actualidad, y así el periodista no sabe nunca cuál es exac­tamente el sueldo de que disfruía. A esto que dice Pottier podría objetarse que existen mu­chas profesiones en que ocurre lo mismo. Los representantes de comercio, los corredores, y en general, todos los «intermediarios», no co­bran sino un tanto por comisión. Pero el mis­mo Pottier nos contesta que tal objeción no es exacta; estas profesiones ofrecen, casi siem­pre, una regularidad de operaciones que per­mite calcular la cantidad que se puede ganar al año. La clientela de un representante de co­mercio no varía apenas de un año á otro; pero la actualidad es muy diferente.

Los periódicos de París y de Bruselas han adoptado la tarifa uniforme de 15 céntimos por línea. Pero hay que hacer cuatro excepciones: Le Temps9 que paga 50; Le Fígaro, 25; Le Gaulois y Gil Blas, 20. En Le Temps casi to­dos los redactores están pagados á la línea, aunque tienen una indemnización fija de 100 francos mensuales por el servicio de Le Petif

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Temps. Esc servicio lo constituye una «guar­dia» de dos horas. La tarifa de 30 céntimos por línea sólo se paga cuando el suceso que se reíala es inédito. Si al día siguieníe se am­plía ó se comenía con nuevas informaciones, esía segunda redacción sobre el mismo asunto se paga por la tarifa núm. 2, que es de 15 cén­timos. Un repórter de Le Temps gana de 350 á 600 francos mensuales, cobrados por quin­cenas. Esa diferencia entre el mínimo y el máximo del salario, se explica por la variedad de secciones.

Todo esto es el esplendor. Nos encontramos entre gente que pena, pero que come; que no duerme, pero que tiene cama; que visíe mal, pero que no íiene frío. Continuemos por el mismo camino. Nuestro Virgilio, que parece conocer el infierno del periodismo en todos sus detalles, nos guiará siempre. El redactor más importante de un periódico, según nos lo asegura Poítier, es el encargado del compte rendu del Congreso, que al mismo tiempo hace los editoriales polííicos. En los grandes diarios cobra 1.000 ó 1.500 francos mensua­les: en los menos «grandes», 500; en los «chi­cos», 500. El que hace el compte rendu del Senado gana menos. Los especialistas en Tribunales tienen en general 500 francos, sal-

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vo en Le Fígaro, que paga al suyo 1.500 fran­cos al mes. Los encargados de la rubrique militar, tienen 250 á 400 francos de sueldo, pero trabajan en varios periódicos al mismo tiempo. Los courrieristes teatrales, que anta­ño ganaban muchísimo, han venido muy á menos. Le Fígaro mismo, que es el que me­jor conserva sus precios, no da hoy á Serge Basseí, por su revista cuotidiana, sino 1.500 francos, en vez de los 2.000 que daba antaño á Hureí. Hablo del que hace las noticias tea­trales, no del crítico. Este, en algunos perió­dicos, conserva siempre gran importancia, y cobra, como Catulle Mendés en Le Journal, 50.000 francos anuales, pero crítica y courrier, todo lo que pueda ser rédame, tiende á des­aparecer de las redacciones para pasar á las administraciones. Ya hoy la «crónica de los li­bros», en todos los periódicos de París (salvo en Le Temps), forma parte de los anuncios. El que quiere un elogio lo paga á tanto la línea. En las contadurías y en las agencias, sin mis­terio, se ponen á la disposición de todo el que las pide, las tarifas de la publicité littéraire. «En los periódicos de poca tirada — dice Pot­tier — para economizar el sueldo del revistero de teatros se confía esta misión á un amateur cualquiera, que se considera bien pagado con billetes para asistir á los espectáculos. En los grandes periódicos es de temerse que el día

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menos pensado una innovación cualquiera haga desaparecer esa sección (como ha des­aparecido ya la crítica del libro), y se susíiíu-ya por artículos de reclamo que harán los mismos direcíores de teatros para atraer al público.» (1)

Los redactores de la sección financiera no deben considerarse como verdaderos periodis­tas. Son negociantes. Los hombres de nego­cios traían con el periódico de dos maneras: alquilando la sección ó exploíándola en bene­ficio propio ó de intermediarios. En este últi­mo caso, sus servicios se remuneran con una comisión sobre los negocios realizados. La colaboración de estos negocianíes es una ayu­da eficaz para el periódico. Por eso es más buscada que la de un buen escritor ó la de un periodista eminente. En cuanío á los redacto­res de sport, el periodismo no es para ellos más que un auxiliar. Su misión es fácil. Con­siste en relatar, en cuarenta líneas, vicíorias ó derroías de campeones, y en dar los pronós­ticos para el día siguiente.

Pasemos ahora á la íercera plana. Esos po-

( t ) Después de publicado este artículo, se ha notado un renacimiento de la crítica literaria y teatral en todos los periódicos . También puede decirse de un modo ge ­neral que los sueldos son cada día mejores en la P r e n s a .

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bres hombres que corren sin cesar buscando la huella de un acontecimiento cualquiera, esos lívidos cazadores de escándalos, esos tristes viajantes en menudas curiosidades, son los noticieros. En todas partes los reciben mal. La gente teme sus indiscreciones. Al verlos venir, las puertas se cierran. Pero no importa. Como duendes se cuelan por las cerraduras, lo oyen todo y lo ven todo. Son los diablos cojuelos de la actualidad. La policía misma recurre á ellos para averiguar mil y un miste­rios de la vida criminal. Muy á menudo los que han ganado la lotería, los que han sido acusados de un delito, los héroes de la actua­lidad, en fin, no conocen sus dichas ó sus des­dichas sino por el noticiero que llega de maña­nita á pedir detalles.

¿Y sabéis por cuanto hacen todo esto? Por 50 ó 60 duros de paga al mes. No creáis que el noticiero es, en el diario

parisiense, un personaje sin importancia. Se ha notado siempre que mientras mayor núme­ro de noticias da un diario, mas lectores tiene. El pueblo adora los relatos breves y trágicos. Un ataque nocturno referido en estilo de Pon-son du Terrail, es el más exquisito plato lite­rario para un buen concierge. «Ese oficio — dice Pottier — despierta en el hombre que lo ejerce la curiosidad del novelista, excita el ol­fato reporteril, y hasta tendría sus encantos si

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un sueldo regular compensara los trabajos y las penalidades que en su desempeño se su­fren. Pero el apogeo, el colmo del repórter de fait divers y de sucesos callejeros, es llegar á tener 500 francos mensuales, pues en general no ganan más de 250 á 300. Ante tan mezqui­nas retribuciones, los noticieros se valen de mil tretas para mejorar algo su situación. La más lucrativa es ésta: se ponen de acuerdo con los abogados sin pleitos, y cuando en­cuentran en una comisaría algún preso por robo ó estafa, á quien suponen con algunos recursos, le ofrecen, como pueden, los servi­cios de un abogado, dándole al mismo tiempo la tarjeta. Si el procesado acepta aquellos ser­vicios, puede contar el periodista con una co­misión; pero esta clase de negocios tan pro­blemáticos sólo produce, como máximum, unos 100 francos al mes. Por otra parte, los faits-divers, como se les llama en el argot pe­riodístico, para hacer menos penosas sus ta­reas, han creado la Bolsa del fait-divers esta­blecida en un cafetín entre la rué Richer y el faubourg Poissonniére. Allí se reúnen á las cinco de la tarde todos los noticieros de los grandes periódicos, se distribuyen el trabajo á razón de cinco ó seis comisarías por barba, y al día siguiente en la nueva reunión, antes de entrar en las respectivas redacciones, veri­fican un canje de noticias. De ese modo ase-

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gura una buena información con un trabajo re­lativamente pequeño. De esa «Bolsa de no­ticias» es de donde también salen á veces los más estupendos canard. Algunos días la batida de París por las comisarías no ha sido fecunda. No ha proporcionado ni accidente, ni crimen, ni incidente cómico. Sólo un alba-ñil que se cayó de un tejado, un caballo que se desbocó, un niño atropellado por un coche, asuntos que no tienen interés. El público, ha­bituado al bluff, necesita leer cada mañana una hermosa batalla de apaches ó las nuevas hazañas de las Sirenas de Menilmontant.»

He citado íntegra esta página, porque me parece contener uno de los más curiosos ca­pítulos de los misterios del periodismo pari­siense.

sa Ba Ba

Otro capítulo curiosísimo del estudio de Pottier es el que podría titularse: El arte de fundar un periódico con mil francos de capi­tal. En las grandes imprentas — dice — se re­cogen, como en benéfico hospital, todos los periódicos heridos de muerte en las pasadas batallas. Un periódico en la agonía no muere jamás. El impresor que tiene veinte, treinta, cuarenta periódicos, aprovecha la misma com­posición tipográfica para todos, cambiando solamente los títulos. Una docena ó dos de

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ejemplares bien distribuidos en las casas de banca, en las compañías de caminos de hierro, en los teatros y en las grandes industrias, con los números de ley enviados á la prefectura para conservar la propiedad del título y acredi­tar que el periódico no ha muerto, son suficien­tes para producir ciertas utilidades. Los en­cargados de distribuir la publicidad financiera, á quienes no preocupa el valor de ciertos pe­riódicos, conceden siempre una pequeña sub­vención; los ferrocarriles y los teatros dan, los unos permisos de circulación, los otros bille­tes de favor, que siempre son negociables.

El repórter que tiene 1.000 francos puede, pues, ir en busca del gran impresor, que por diez francos diarios pondrá á su disposición el título del periódico moribundo que mejor le convenga, y le permitirá escribir un «suelfo» personal, un editorial que será la llave de sus maquinaciones. «En París — dice Poítier — es una excelente situación la de director de un periódico que no aparece ó que apenas apare­ce. Armado de pluma, el noticiero se introduce en las casas de banca exigiendo la bolsa ó la vida. Los financieros generalmente abando­nan en manos de esta clase de periodistas con más facilidad la bolsa que la vida. Y así es como con un minúsculo periódico de diez fran­cos al día, el repórter, transformado en direc­tor, obtiene el dinero de la banca, del comer-

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ció y de la industria.» ¿Cómo? — pregunta­réis — . De un modo muy fácil que Pottier nos explica, á saber: los grandes Bancos le asig­narán una subvención mensual, por lo menos, de 200 francos, para que no publique lo que «piensa» acerca de sus operaciones: las nue­vas emisiones le producirán de 100 á 500 fran­cos; los industriales se creen muy honrados después de leer sus biografías en un periódi­co; los comerciantes también darán algunos francos por algunos anuncios baratos, y tal vez hasta el Ministerio del Interior concluirá por dar una pequeña subvención que corone el éxito. Entre los que dirigen esta clase de periódicos sin lectores, los hay que no son po­bres noticieros, sino notables hombres políti­cos. Uno de ellos, el más célebre en los ana­les de la vida parisiense, fué Magnier, sena­dor, que poseyó durante largos años UEve-nemenf, y que, decía á sus redactores: «¿Qué prefieren ustedes? ¿Que les asigne 500 fran­cos por mes y que no se los pague, ó que les asigne 250 para pagárselos?» Una ú otra pro­posición aceptada, el redactor nunca recibía más que una pequeña parte de su sueldo. El mejor medio para obtener dinero en este pe­riódico, era conseguir del director que cediera á cuenta de sueldos una parte de la plana de anuncios. El redactor podía negociarla con los comerciantes y cobrar el precio convenido.

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Pero aun así, tenía que andar muy lisio, pues se daban casos en que el director se anticipa­ba, cobrando antes que nadie. Aurelien Scholl, siendo colaborador de M. Magnier, tuvo con éste más de una dificultad, que siempre dege­neraba en pelea cómica. El cronista contaba que un día, no pudiendo cobrar cierta cantidad que le debía UBvenement, vio en la calle el coche del director, corrió hacia él, desengan­chó los caballos, los llevó al Tatterssall y los vendió. Esta es la única nota pintoresca del estudio de Poííier.

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En cuanto á la nota dorada, hela aquí. Generalmente en los periódicos parisienses

un «articulista» recibe 1.500 á 2.000 francos por mes. Harduin, de Le Mafin, cobraba 2.500 francos, con la obligación de escribir todos los días un minúsculo aríículo. Los grandes cronistas reciben 1.000 á 1.200 por un artículo semanal. F . Sarcey no cobró sino 1.000 fran­cos al mes en Le Temps. Le Fígaro era antes el periódico que mejor pagaba á sus redacto­res. El Secretario de la redacción tenía una asignación de 50.000 francos, y los sueldos de 20.000, 15.000 y 12.000 francos abundaban. Pero estamos en una época en que los Conse­jos de administración creen conveniente dismi-

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nuir los sueldos, y si M. Chevassu cobra aún 5.000 francos mensuales, la mayor parte de los redactores son menos bien pagados.

La situación de los redactores jefes de los periódicos de polémica, es excepcional. Los periodistas que presiden sus destinos son al mismo tiempo los propietarios de los diarios, y participan de la buena ó mala fortuna del ne­gocio.

En el reportaje Armado, las situaciones me­jores están en Le Fígaro, y las disfrutan Emi-le Berr y Jules Hureí, que llegan á cobrar de 50 á 60.000 francos al año.

En Le Matin, Le Journal y los demás perió­dicos, el término medio de los honorarios casi nunca pasa de 1.000 francos mensuales.

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Un gran diario, cuyo capital es de 50 millo­nes de francos, Le Journal, es el que ha dado el ejemplo de la disminución de los precios. Sus propietarios, convencidos sin duda de que el «público grande», el que hizo la fortuna de Le Petit Journal, el que compra ahora millón y medio de ejemplares del Petit Parisién, no ve siquiera las firmas, se han decidido á des­hacerse de sus colaboradores muy caros. «Úl­timamente — dice Pottier — Octave Mirbeau y Severine, que disfrutaban de importantes ho­norarios, no pudieron hacerse renovar sus

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contratos. Los cuentos que Fernand Xau, fun­dador del periódico, pagaba á 400, 500 y 250 francos, no valen hoy más que 100.»

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Pero si es triste pensar en los que por 100 francos tienen que escribir una novela corta, más triste aún es acordarse de aquellos que no ganan nada, Y, por desgracia, como os lo dije al principiar, éstos son los más numerosos.

«Existen en París — dice Pottier — quinien­tas ó seiscientas plazas regulares para cada 5.000 periodistas, y como es consiguiente, la mayor parte de éstos vegetan en estado de perpeíua cesantía.»

¿A qué ocupación podrá dedicarse un perio­dista sin empleo? Si tiene algún talento, le queda, según Pottier, el recurso de escribir ar­tículos para revistas, difíciles siempre de co­locar. Por olra parte, escribir artículos de re­vista no debe considerarse como un medio de ganarse la vida; todo lo más puede ser un auxiliar para vivir, dada la exigua cantidad de 200 francos á que se pagan. «Además, las resvistas, por la pequeña cantidad de núme­ros que publican al año, se ven obligadas á cambiar constantemente de firmas. Un escri­tor, aun suponiendo que tenga la buena suer­te de ser preferido, no ve su firma en la mis-

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ma revista más de una ó dos veces al año.» Y si admitimos que apenas existen en Fran­

cia unas siete ú ocho revistas literarias acce­sibles á todos los talentos y susceptibles de remunerar el trabajo, veremos que un escritor no puede llegar á ganar aproximadamente más de 1.400 francos al año por una labor consi­derable. Algunos periodistas, provistos de tí­tulos académicos, se dedican á dar lecciones de Derecho y otros entran como preceptores en las grandes casas. «Además—termina dicien­do Pottier—el temperamento del periodista se acomoda mal con esa especie de servidumbre y casi todos se refugian en la Biblioteca Nacio­nal, donde existe un registro en el que pueden inscribirse los hombres de letras pobres que solicitan trabajo de investigación ó de recopi­lación. {Trabajo sin seguridad, sin porvenir! Y así en esta miseria viven, ó, mejor dicho, mue­ren los periodistas. Los enérgicos esperan. Los otros, los menos, afortunadamente, se convierten en escrocs ó prueban fortuna en los negocios de publicidad. Los períodos electo­rales proporcionan á los periodistas cesantes ocasión para ganar unos centenares de fran­cos, como secretarios de un candidato ó re­dactores de los periódicos electorales. Ese tra­bajo puede durar tres meses; se repite cada cuatro años y puede llegar á producir 300 ó 500 francos mensuales.»

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En otro tiempo las provincias servían tam­bién de refugio á los periodistas de París. Hoy la prensa departamental es tan importante como la de la metrópoli. La venta de los pe­riódicos de París, según iodos dicen, baja constantemente, y llegará un día en que no pasará de la zona de los arrabales, Lenía y progresivamente, los periódicos de provin­cia se preparan á la suprema lucha que debe asegurarles la victoria definitiva. Tomad como ejemplo la Depeche, de Toulouse. Este pe­riódico circula por varios departamentos y tira 550.000 ejemplares. Se gobierna bajo la acción de un capital restringido, que sólo pro­duce á sus accionistas modestos dividendos, pues la mayor parte de los beneficios se des­tinan á aumentar el capiíal, en íanto que los periódicos parisienses luchan con las exigen­cias de los grandes capitales.

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LOS CINCO PRÍNCIPES DE LAS LETRAS

CUÁNTO príncipe para una república! S í ; sin duda.

Pero más vale esto que lo que pasa del otro lado del Atlántico, en el país del hierro. Más vale ofrecer coronas ideales á dulces pastores de quimeras que brindar cetros á los que aca­paran el petróleo. Allá, en los Estados Unidos, hay reyes del acero, del azúcar, del aceite, de los diamantes, del algodón. . . Aquí los prín­cipes son del ensueño, del ritmo, de la imagen. Dejémosles pasar y echemos rosas desde nuestras ventanas.

León Dierx (1) es el tercer monarca de la poesía francesa. La dinastía fué fundada hace

(1 ) Al morir , hace p o c o s meses , León Dierx, fué ele­

gido príncipe Paul Fort , un poeta joven de quien se

habla en otro capítulo de esta obra ,

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unos diez años por el divino vagabundo que se llamó Paul Verlaine — ¡Pablo Primero —. A la muerte de este conquistador, los nobles porteurs de lyde, congregados, coronaron á un orgulloso duque, cuya torre de marfil era antro de cabalísticas prácticas y de maravillo­sas experiencias. Luego, cuando el falleci­miento de Mallarmé dejó por segunda vez va­cío el trono, los sufragios favorecieron á Dierx.

¿Dierx?. . . ¡León Dierx!. . . Nadie le cono­cía. El ministro de Bellas Artes, que fué lla­mado á presidir el banquete del coronamiento, tuvo que recurrir á los recuerdos de Catulle Mendés para averiguar quién era aquel poeta tan grande y tan obscuro.

— Este poeta — coníeslóle Mendés — , este poeta ignorado es sencillamente el más puro, el más noble espíriíu de nuestra época. No creo que haya habido nunca un hombre más poeta en el mundo. La poesía es la función natural de su alma, y el verso es el único len­guaje posible para expresar sus ideas. Vive en un ensueño eterno de belleza y de amor. Las realidades bajas pasan á sus pies sin que él las vea. Todo lo bello, en cambio, todo lo que es noble, se agranda ante sus ojos. La melan­colía altanera de los vencidos, el candor de las vírgenes, la serenidad de los héroes, el azul de los mares, la dulzura de las selvas y la blancura de la luna, lo impresionan incesan-

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femente, penetrándolo de líricos goces. Si fue­se posible penetrar en el misterio de los pen­samientos ajenos, lo que veríamos en el cere­bro de este poeta es, entre languideces cre­pusculares, ensueños vestidos de blanco, uni­dos en parejas y diciéndose al oído dulces pa­labras mientras una campana suena á lo lejos con melancolía.

Esto fué lo que dijo Caíulle Mendés y lo que el señor ministro repitió luego en prosa pom­posa.

Nacido en los trópicos, León Dierx tiene en el acento poético una melancolía de desterra­do. Los mares azules, que le hacen recordar sus playas originales, llenan su garganta de sollozos. El mismo se llama «hijo nostálgico de radiantes soles». El otoño friolento le ins­pira infinito miedo. Viéndolo aproximarse, murmura:

Voici l'automne! Adieu, le splendide encensoir

Des prés en fleurs fumaní dans le chaud crépuscule.

Dans I'or du crépuscule, adieu les yeus ba issés ,

Les couples chuchaíanís doní le coeur bal eí brüle,

Qui voní, la joue en feu, les bras entrelaces,

Les bras entrelaces quand le soleil decline. . .

Adieu la ronde ardente eí les rires d'enfanls,

E t les v ierges , la Iong du sentier qui chemine.

Révant d'amour lout b a s s o u s les cieux étouffants.

Y más adelante, ya en la estación húmeda, ante los soles pálidos de París, bajo los árbo-

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les sin hojas, la nostalgia se acentúa, la vi­sión de la patria luminosa crece, y la tristeza hace que sus estrofas lloren amargamente:

. . . Ecoute en toi frémir encor ,

Avec ees tintemens douloureux et s a n s íréves,

Frémir depuis longtemps I'automne dans les revés

Dans les revés lombés des Ieur premier e s s o r .

Tandis que l'homme va , le front bas , toi, son ame,

Ecoule le pas sé qui gémií dans les bois ,

Ecoute , écoute en toi s o u s leur cendre et s a n s flamme

T o u s tes chers souvenirs tressaillir á la fois,

Avec le g las moürant de la c loche lointaine!

No hay una sola estrofa de este poeta que no esté impregnada de melancólica suavi­dad. Las palabras mismas parecen, entre sus versos, desfallecer como pétalos marchitos, como sedas antiguas. Un murmullo de hojas secas, arrastradas por el viento del crepúscu­lo, llena sus poemas. Sus imágenes son que­jumbrosas y vagas. Por sus nobles paisajes, altas siluetas de mujeres pasan, silenciosas, vestidas de blanco, cubiertas de joyas anti­guas, confundiendo sus almas eternas con el alma joven de las rosas. El agua de los surti­dores cae en las fuentes de mármol y canta una monótona melopea. A lo lejos aparecen mansiones señoriales, cuyas ventanas, ilumi­nándose, parpadean en la sombra.

Comparando á los tres grandes parnasianos con los tres mosqueteros, Qustave Kahn dice:

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«Glatigny es cTArlagnan; Coppée es Ara mis, y Dierx, Athos». Es , en efecto, el más aristo­crático, el más altivo, el más desdeñoso de los poetas actuales.

Los reporters que van á interrogarle no re­ciben, como respuesta, sino sonrisas. Sus propios amigos no saben de su vida ninguna intimidad, y apenas pueden decir: «Es un mo­delo de virtud, de regularidad y de modestia.» Para vivir, ejerce en una oficina pública un empleo que le produce lo estrictamente nece­sario. Todas las mañanas, á las diez en pun­to, sale de su casa camino del bureau, y todas las tardes, á las cinco, vuelve á encerrarse. Hace treinta años que ocupa el mismo cuarto y que lleva el mismo sombrero. En cuanto á su vida íntima, nadie la conoce.

Pero, ¿qué de extraño tiene esto, si ni si­quiera conocemos sus ideas estéticas? «Yo hago lo que puedo como puedo — dijo un día á un crítico. Eso es todo. Coppée asegura que allá, á fines del Imperio, cuando los par­nasianos se reunían en la redacción de la Re-vue Fanfaisiste, Dierx parecía ya un anciano, de tal manera era de grave y reposado. Su rostro macilento no se animaba, según pare­ce, sino cuando alguien, abandonando la char­la en prosa, recitaba un poema.

En este punto no ha cambiado. Durante el banquete de la coronación mostróse silencio-

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so, reservado, casi triste. Y en vano M. León Bourgeois, ministro, le dirigía en nombre del Gobierno sus flores de retórica oficial; y en vano Carrére le traía el eníusiasmo de la Pro-venza; y en vano Bouhelier le saludaba en re­presentación de los jóvenes; y en vano Sully Prud'homme decíale que el Parnaso vivía or­gulloso de él. . . Su fisonomía revelaba más fasíidio que goce. Pero de pronío, cuando la divina Cora Laparcerie, de pie, líricameníe despeinada, comenzó á recitar, á cantar mejor dicho, las estrofas de un poema, el príncipe se animó. Sus labios palpitaron sonriendo, y en sus pupilas brillaron las luces de la alegría.

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Si Dierx — príncipe de los poeías — es ene­migo de toda confidencia, France, príncipe de los prosadores, adora confesarse. En todas sus obras hay algo suyo, muy personal, muy íntimo, un secreío de su alma. Y no creáis que esíe lirismo es inconscieníe. «El arte objeti­vo — dice — no existe, y los que se jactan de poner algo más que sus propios seres en sus obras son vícíimas de falaces ilusiones. La verdad es que no salimos nunca de nosoíros mismos. Esto constituye tal vez nuestra más grande miseria. ¡Qué no daríamos por poder ver duraníe un minuío con los ojos de una mosca y por comprender la Naíuraleza con el

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cerebro rudo de un orangután! Pero es impo­sible. No podemos, como Tirsias, ser hom­bres y acordarnos de que fuimos mujeres. Es­tamos encerrados en nuestras personalidades cual en una prisión perpetua. Y lo mejor que podemos hacer es aceptar de buen grado esta horrible condición y confesar que cuando no tenemos la fuerza necesaria para callar, habla­mos de nosotros mismos. Para ser franco, el literato debe decir: Señores, voy á hablar de mí, á propósito de Racine, de Shakespeare, de Pascal, de Goethe.»

Estas ideas explican la unidad original de las obras de Anatole France. En todas ellas se ve, en efecto, una inquietud de pagano mo­derno, enemigo de la moral católica, pero no de la pompa eclesiástica ni de la dulzura con­ventual. Así, contestando al senador Hebrard, que le llamó benedictino burlón, escribe: Real­mente, me produzco el efecto de un fraile filó­sofo. Pertenezco de corazón á la abadía de Théleme, cuyas reglas dulces son fáciles de obedecer, y en la cual quizás no hay mucha fe, pero sí hay mucha bondad.» La bondad es la base de su evangelio. De su bondad infini­ta, todo misericordiosa y llena de gracias, se deriva su filosofía. Por bondad, por amor de los pobres, odia á los ricos; por bondad desea la supresión de la sociedad actual; por bondad, en fin, sueña en ver suprimidos los Gobiernos

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y las leyes. Porque no hay duda: el adorable maestro de las letras francesas es un anarquis­ta, ó mejor dicho, un nihilista sin violencia. Lo que existe le parece odioso. Natural es, pues, que trate de destruirlo. Y donde los otros ponen bombas, ó discursos, ó proyectos de ley, él coloca sonrisas.

La sonrisa es su égida y su lanza. . . Para defenderse, sonríe. Sonríe también para ata­car. Y sonríe, sonríe asimismo, sobre todo, para ocultar sus lágrimas. Recordad las frases de fuego del Lirio Rojo (aquella novela que, según Lemaitre, es la flor suprema del genio de la raza), y decidme si no hay, escondiendo la animalidad furiosa de los amantes, escon­diendo el dolor inmenso de los hombres, es­condiendo las lágrimas, y las angustias, y los malos instintos, una sonrisa y mil sonrisas. ¡Sí! Y también hay sonrisas, coronas de son­risas, para ocultar, en otros cuentos, los cuer­nos del Fauno. Y hay sonrisas, sonrisas, son­risas, tapando el odio inmenso del abate Coi-gnard contra el mundo. Oid hablar á este buen sacerdote. Su palabra, llena de unción, es amena y recogida. Cualquier cosa le inspira frases de bondad. El robo, el asesinato, la lujuria, la gula, todo le parece perdonable. Porque el hombre no es dueño de sus pasio­nes. En cambio es dueño de sus principios, de sus ideas, y esto hace que el piadoso aba-

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le se yerga, indignado, contra el Ejército, con­tra la Magistratura, contra los Cuerpos consti­tuidos. Tan amargo es en el fondo este análisis que muchos jóvenes poetas han pensado, ter­minando el libro, que quizás «sólo los nihilis­tas tienen razón.» Pero el dulce maestro, son­riendo siempre, les contesta: «No. La organi­zación no tiene importancia. Todo lo malo de la sociedad está en la Naturaleza humana-Desíruyamos y haremos bien. Pero en cuanto querramos reconstruir, caeremos en defectos más grandes que los anteriores. Lo mejor es seguir viviendo sin examen. La ignorancia es la condición necesaria de la dicha. Si lo su­piéramos todo, no podríamos soportar un ins­tante más la existencia. Los seníimieníos que nos la hacen dulce, nacen de meníiras y se ali­mentan de ilusiones.» Este nihilismo melodio­so anima toda la filosofía del hijo de Tolsíoi, de Rousseau y de Dickens. Su pirronismo le impide mosírarse viólenlo, pues, según su propia expresión, «un excépíico no se rebela contra las leyes, porque jamás creyó que pu­dieran ser buenas». La sencillez indocta paré-cele un bálsamo para los dolores del mundo. En cuanto á los sabios, que sólo han sacado el dolor del estudio, lo único que pueden ha­cer es continuar leyendo. «¡Amemos los li­bros— exclama — como la amorosa del poeta amaba su mal!» Los libros matan; no importa;

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es necesario adorarlos. Los libros son inúti­les, y los hombres no hicieron grandes cosas sino en épocas en que nadie sabía leer; esto tampoco importa, es indispensable idolatrar­los. La enfermedad de leer no tiene remedio. Leyendo aprendió el abate Coignard su anar­quismo sin acritud, ante el cual sólo una cosa es sagrada: el amor. «Las verdades descubier­tas por la inteligencia — dice — son estériles. Sólo la pasión es capaz de fecundar sus en­sueños.»

Aunque parezca mentira, la obra toda de este benedictino burlón, de este irónico nihi­lista, de este docto pirroniano, es un himno de amor, de goce y de vida. La novela de Thais, en la cual algunos moralistas han que­rido ver una lección contra el orgullo, no es, en realidad, sino una suprema glorificación del amor. El solitario Pafnucio vence, como San Antonio, á todas las tentaciones y vence al vicio de la ciudad pecadora. Y vence en el alma de la cortesana los instintos de voluptuo­sidad, de lujo, de riqueza. Sólo al amor no puede vencerlo, y víctima suya se precipita á los pies de Tahis muerta. En el Crimen de Silvestre Bonnard el amor va más lejos aún. El sabio académico, que se cree libre de todo movimiento de violencia, ve un día en un co­legio á la hija de una mujer de quien antaño estuvo enamorado. La ternura lo ciega. Y ol-

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vidando las leyes contra el rapto, «las venera­bles leyes promulgadas por el rey Childerico en el año 595, esconde en su austera casa á la chiquilla y se consagra á amarla castamen­te, como un padre que fuese un novio. En cuanto al Lirio Rojo es un florecimiento mara­villoso de flores, de amor y de llanto, de flores locas de inmensas flores palpitantes. Todo^es amor en sus páginas. Todas sus frases áon caricias.

Inclinándose mucho al borde de estas almas ardientes que aman y sufren, se ve siempre un problema moral, á saber: la lucha entre los elementos paganos y los elementos católicos de la Humanidad. El entusiasmo físico, la ale­gría carnal, el fanaíismo de la belleza plásíica y el anhelo de goces que palpiían en nuesíros corazones, chocan á cada insíante con el odio de la voluptuosidad, de la alegría y de la in­dependencia que nos ha impregnado el catoli­cismo. Por eso en su última obra, en su dra­ma titulado: Les noces corinthiennes, Anato-le France nos habla de un modo directo del conflicto sangriento que constituye la mezcla de cristianismo y de paganismo en las almas occidentales.

¡Ehí pero este drama esíá escriío en verso, y yo no debo referirme hoy sino al príncipe de los prosadores.

¡De los prosadores!

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. . . Y, sin embargo, casi no hay nadie tan poeta como él. Oid:

Les femmes oní seníi passer dans leurs poiírines

Le moite embrassement d'un souffle oriental.

Une sainte épouvante a gonfle leus narines

S o u s des cieux apparus loin de leur ciel natal.

Elle les voit si beaux! S o n ame avide eí tendré.

Que le siécle brutal fatigua s a n s retour,

Cherche entre ees esprits indulgenís á qui tendré

L'ardente et lourde fleur de son dernier amour . . .

San Juan, que fué el más pagano de los apóstoles, dijo: «El poder del pecado es la ley del mundo.» Esta frase compendia la inspira­ción de Anaíole France.

El principado de las canciones es de crea­ción novísima. Teniendo ya un soberano de la poesía, París no se mostraba impaciente por coronar á un cancionero. Porque si la canción no es poesía no es nada. Pero, en fin, el prín­cipe existe.

Entre los que allá, en los cafés de la colina sagrada de Monímaríre, cantan por oficio, Privas es, si no el primero, por lo menos uno de los primeros. Su elección, empero, no ha dejado de provocar protestas. Muchos hay que hubieran querido ver la corona ciñendo las sienes de Bruaní, el épico cantor de la cana-

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Ha; el que, en estrofas de una nitidez de ace­ro, ha dicho la odisea de las rameras del arro­yo, de los asesinos, de los ladrones, de los mendigos, de todos los condenados del infier­no del vicio, en fin. Otros aseguran que el úni­co merecedor del cetro es Gabriel Montoya, el melifluo Montoya, el cantor de las grisetas, el que glorifica los ojos azules, los labios ro­jos, los cabellos rubios, el poeta erótico por excelencia, el amante eterno de la eterna chi­ca del Barrio Latino. Hay personas, en fin, que aseguran que el único sin rival entre sus compañeros es Dominique Bonnaud, cuyas canciones representan el ingenio, la gracia pi­caresca, el esprit endiablado del bulevar.

La verdad es que al escoger á Xavier Pri­vas, los electores quisieron, ante todo, esta­blecer la supremacía de la «canción monímar-íresa» sobre la «canción boulevardiera». En el bulevar las Oíero y las Guerrero eníusiasman á los parisienses con sus joías y sus petene­ras, con sus lascivos meneos, con sus sonri­sas, con las contorsiones de sus cuellos mo­renos, con sus miradas de espasmo, con las crispaduras simétricas de sus brazos desnu­dos. . . — La Cavalieri, fluida y fina cual las princesas de Clouet, hace aplaudir frenética­mente á la Italia legendaria de los crótalos, de los tamboriles, de la caballerosidad rústica, de la alegre tarantela; á la Italia dorada, ligera,

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perezosa, algo pagana aún y siempre muy instintiva y muy mimosa, cuya alma palpita en los versos del pueblo de Ñapóles. ¡Oh, la Ca-valieri, y sus ojos de diamantes negros, y su talle flexible, y su boca, su divina boca, hecha para los besos y para las canciones!. . . Y no son únicamente los pueblos latinos y meridio­nales hermanos de Francia por la sangre y la tradición los que cantan y encantan. También las naciones del Norte están aquí representa­das por artistas que evocan, cantando, brumo­sos paisajes de ensueño, eternos crepúsculos invernales y lentas aventuras de pajes muy ru­bios, de princesas de ojos glaucos y de crue­les y tardos reyes de inmensas barbas flu­viales.

Pero esta canción no tiene príncipe. Lo que Privas gobierna es el arte de Monímartre, el arte original y tierno, loco y galante del «ca­baret» artístico, hijo del antiguo Chat-Noir.

Es un príncipe tabernero, como Salis fué un gentilhombre tabernero. El café en el cual to­das las noches salmodia sus poemas es pro­piedad suya y de tres ó cuatro de sus compa­ñeros. Los bohemios de nuestra época, lejos de ser deudores, son acreedores. No por eso tienen menos talento ni peor humor. Entrad de pronto á las tres de la madrugada en los restaurants donde se reúnen, después de ha­ber cantado, y os convenceréis, oyéndoles

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reir, de que la carcajada gala goza aún de buena salud, á pesar de los filósofos pesimis­tas que tantas veces la dieron por muerta.

Privas, á primera vista, parece un gendar­me. Su estatura es imponente y sus bigotes terribles. Sus ojos, en cambio, son muy tier­nos. Canta sin ver al público, sin hacer ade­manes, apoyándose en la caja del piano ó fro­tándose las manos. Canta Los Turiferarios, que son la nota ruda, y luego canta el Testa­mento de Pierrot, la nota sensitiva. Su lirismo es sobrio. Su gracia es original.

« C e s t nuil de décembre,

Pierrot dans s a chambre ,

E s t íransi de froid,

C a r en maint endroit,

De s a souquenille,

Le pále bon drille,

Peut passer le doigt.

Avant la dinée

S o u s la cheminée

Met d'un air devot

Ton petit sabot

Que Noel y vienne,

P o s e r c o m m e étrenne

Le coeur de Pierrot» .

Sin duda, esto no enseña nada, ni significa nada, ni dice nada. Pero es encantador de sen­cillez, de suavidad y de ligereza. Es la com-pía inte de un Pierrot algo anticuado, que no

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lleva frac, como el de Severin, que no ha ase­sinado, como el de Caíulle Mendés, que no hace gestos de arte mayor, como el de Riche-pin, y que ni siquiera tiene idea de que se pue­da matar á Colombina haciéndole cosquillas en las plantas de los pies, cual el de Paul Mar-guerite. Es la complainfe de un Pierrot banvi-Ilesco, sentimental, amoroso y humilde. Por eso conserva siempre su encanto frivolo.

Pero Privas prefiere á las canciones pierro-íescas otras canciones más fuertes. Le gusta quejarse de la vida en versos secos, y le en­tusiasma proclamar su pesimismo en estrofas sonoras. La obra que con más placer canta es Los Turiferarios, la áspera canción de los desheredados, de los tristes, de los pobres, de los enfermos; la canción de la Humanidad pal­pitante, de la Humanidad gimiente, de la Hu­manidad sollozante — la canción zarabanda — la canción epopeya.

B m es

Después de haber elegido solemnemente á un príncipe de los cancioneros, París quiso coronar á un soberano del teatro. Todos los literatos que vivimos en Francia, en efecto, he­mos recibido una circular, en que se nos invita á ir á votar por nuestro dramaturgo preferido al palacio del OH Blas. Personalmente, yo escribí en el acto en mi boletín el nombre de

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Georges de Porto Riche. Mas á decir verdad, temí que el carácter apartado y hosco del ma­ravilloso autor del Vieil Nomine, alejara de su séquito á muchos de los llamados á elegirlo. ¡Hay tantos otros que, con menos talento, ob­tienen mayores triunfos! En esto de la escena, como en todo, los éxitos van á los que los sa­ben buscar, no á los que los merecen. Y me dije: «Será Capus, el hombre simpático, ó Bernsíein, el hombre ruidoso, ó Rosíand, el hombre afortunado». Pero luego he visto que, si no todos los votantes, por lo menos los más ilustres de entre ellos, están por mi candidato. ¡Es tan evidente su superioridad! Aun los que le quieren mal, no le censuran sino su pereza. «No basta haber compuesto esas tres obras que se titulan Amoreuse, Flnfídéle y el Vieil Homme para obtener una corona», escribe un cronista malhumorado. Algo más ha escrito, se le podría contestar. Pero aunque sólo esas tres piezas compusieran su repertorio, bien merecería un principado ideal su autor. Por­que son las tres obras maestras del feaíro con­temporáneo.

Los héroes del Vieil Homme, Teresa y su marido Michel, son dos seres que parecen de razas distintas. Michel es el hombre de todos los egoísmos y de íodas las fanlasías. No es malo. Es ligero. Ver que los demás padecen á su derredor, antójasele el peor de los supli-

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cios. Por eso no quiere detenerse nunca jun­to á los que le parecen infelices. Su tempera­mento de guapo mozo necesita de perpetuos halagos. Así, no es de extrañar que el yugo conyugal le pese. En todas las circunstancias es el mismo hombre, bondadoso, risueño, in­capaz de apreciar la profundidad de las gran­des almas, incapaz de darse cuenta de su pro­pio egoísmo, incapaz, sobre todo, de com­prender lo patético de ciertas miradas. En el momento en que comienza la acción del dra­ma, sabemos que, huyendo de París, se ha re­fugiado en una aldea lejana, donde vive con la triste Teresa y con su hijo el ardiente Agustín. Una amiga de la familia, joven, alegre, linda, elegante, ha ido á pasar algunos días con ellos, y su carácter travieso ha cambiado el aspecto de la casa. Teresa nota, desde luego, que la traición ha entrado en su hogar. ¡Ah! ¡Y ella que para huir de las tentaciones, que en otro tiempo le robaron el amor de su marido, ha huido de la gran ciudad! ¡Ella, que se creía al abrigo de nuevas torturas, de nuevas humi­llaciones! ¡Ella, que viendo á su hijo Agustín hecho ya un hombrecito, comenzaba á sabo­rear la dulzura de vivir tranquilamente, de ol­vidar sus penas pasadas!. . . Y de pronto, sólo porque una mujer coqueta ha sonreído, todo recomienza. . . La existencia del perpetuo en­gaño va á reanudarse. Los celos van á tortu-

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rarla día y noche. Cuando piensa en lo que pa­deció antes en casos análogos, no se siente con la fuerza de soportar de nuevo la desleal-íad. Y es en vano que todos traten de calmar sus inquietudes. Con su clarividencia de espo­sa enamorada, nota desde luego que su endia­blado petit mari, á pesar de los cuarenta años sonados y de los propósitos de enmienda, esíá dispuesto á hacer cualquier locura por la primorosa Mme. Allain. Pero lo que no ve, lo que no puede ver, es que su hijo Agustín, que apenas cuenta diecisiete abriles, también está enamorado de la misma mujer. ¡Cómo va á íener ojos para todo, la pobreeiía! Además, ¿quién puede creer que un adolesceníe se pren­de de una donna de treinta años? El propio Agustín no descubre el secreto de su alma, sino cuando, en un momento terrible, sorpren­de los celos de su madre.

La escena es de una grandeza sublime. Llena de ira Teresa expresa en alta voz su vo­luntad de expulsar de su casa á la intrusa. Al oir esto, Agustín palidece, y con acento no de niño sino de hombre, de hombre anamorado, grita su amor al mismo tiempo que sus celos. Porque confusamente, vagamente, el infeliz ha adivinado que si su madre sufre, es porque su padre ama. Es tal la bondad maternal, que ol­vidando todos sus dolores, Teresa asegura que no ha pensado jamás seriamente en alejar

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á la linda amiga. Ello tranquiliza un momento á Agustín. Pero ¿qué es un momento en dra­mas como éste? La fatalidad ha marcado des­de un principio á sus víctimas, y por más que traten de escapar á sus designios, tendrán que sucumbir.

Noblemente, Teresa dice á su marido la ver­dad de lo que pasa, asegurándole que sólo un medio existe de evitar una catástrofe.

— ¿Qué medio? — Que tú hagas un viaje para alejarte de

esta casa. Naturalmente, el egoísta Michel, enamorado

hasta donde puede estar enamorado un ser como él, rechaza tal idea. ¿Alejarse de mada-me Allain, cuando apenas ha tenido tiempo de amarla? No, en verdad.

— Mira que se trata de tu hijo. — Locuras. . . Locuras. . . Para él, en efecto, su chico, su Agustín,

recién salido de la infancia, no puede tener pasiones ningunas. Lo que Mme. Allain le inspira es simple simpatía! ¡Es tan alegre la tal madame! Pero amor, eso nunca.

Teresa no insiste. En su noble deseo de po­ner su pasión maternal por encima de su pa­sión conyugal, decídese á dar un paso heroico, y va en busca de su rival para explicarle con franqueza la que pasa. La bella intrusa com­prende.

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— ¿Qué debo hacer? —pregunta. — Lograr que mi marido se aleje durante al­

gunos días y evitar que los celos de Agustín crezcan.

— Trataré de conseguirlo. En efecto, le habla con lealtad, haciéndole

ver que el pobre Agustín es capaz de matarse, si averigua la verdad de lo que pasa.

— ¡Fantasías! — exlama Michel. Sin embargo, por pura galantería, consiente

en alejarse durante una semana. — Mas antes — dice — necesito una cita.

Esta tarde espéreme usted en el jardín de al lado.

La loca Mme. Allain acepta la cita. ¿Cómo se entera Agustín de esto? El autor

no nos lo dice muy claramente. Pero no im­porta. Para el final del drama, lo indispensa­ble es que el niño enamorado adquiera la se­guridad de que su ídolo tiene amores con su padre. Una serie de detalles le da esa seguri­dad. Entonces, tranquilo, como quien va á cumplir un deber ineludible, se precipita en brazos de la muerte.

El drama no termina aquí. Hay aún algo más fuerte que la muerte. Es el amor. Cuando Teresa ve hasta donde ha llegado en sus con­secuencias la ligereza de su marido, le dice:

— Te odio. . . te detesto. . . borro tu nom­bre de mi memoria. . . Tú no eres sino un ex-

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íraño para mí. . . Eres un asesino, el asesino de íu hijo. . .

— Es cierío — coníesía Michel, contemplan­do el cadáver de Agustín — es cierío. . . ¡Adiós! Teresa, adiós, ¡nunca más oirás ha­blar de mí!. . .

Eníonces, la mujer, sobreponiéndose á la madre, la mujer que ama, la mujer que no es sino una pobre y sublime bestia, murmura:

— No te vayas. . . No podría vivir sin ti. . . En rinfidéle nos encontramos de nuevo aníe

una mujer apasionada, y un hombre ligero. En el momenío en que principia la acción dra-máíica, Vanina ha descubierío que Renato la engaña, y para reconquistarlo se decide á ati­zar sus celos. «La venganza es mejor», la dice Lázaro, ofreciéndose en calidad de cóm­plice. Y como ella, franca y risueña, le con­fiesa que su boca no la tienía, él improvisa un largo poema coníra Renaío y todos los de­más egoístas que, en brazos de sus mujeres, no sueñan más que en vanidosos triunfos li­terarios. «Esos hombres — exclama — no pien­san en vosotras sino para buscar rimas en vuesíros ojos. Vuestros brazos no son para ellos sino asuntos de sonetos. Vuestros suspi­ros no les hacen suspirar.» Todo está muy bien y todo es muy justo. Pero Vanina, más seria^que otras — ó más egoísta — no se en­trega al amigo íntimo. No. Su alma, como

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su traje, tiene una pureza romántica. Su inge­nio es de los que no se estrellan contra la rea­lidad. Así, mientras Lázaro llora haciendo como que ríe, ella se mete en su casa, se viste de hombre, se pone un antifaz y espera que la noche invada las plazas y los canales. A la hora de las serenatas abre la puerta y se pone, bajo su propio balcón, á cantar coplas de amor. Entonces aparece Renato, acompañado por Lázaro. «¡Eh! — dícele éste — ¡un galán junto á la reja de tu amada! Los vecinos van á reírse de ti.» Renato saca la espada y, diri­giéndose al trovador, le asegura que, aunque la dama le importa poco, va á castigar su osa­día. Este insulto llena de cólera el alma de Vanina, que se precipita contra la espada de su amante y cae muerta, gritando: «¡Adiós, amor mío!»

En Amoureuse el conflicto es de la misma índole, aunque no llega á la tragedia. Germai-ne, que tiene diez y ocho años, ama locamen­te á Esteban que, ya cerca de los cuarenta, no es capaz de grandes amores románticos y sólo sueña en su paz. Cuando la esposa se da cuen­ta exacta de tal situación, el conflicto estalla.

Ella dice: — ¡Amor, amor, amor! En cambio, él murmura: — Paz, paz, paz. «El caso — escribe Lemaítre — de puro co-

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rrieníe, es vulgar. En París, cual en la China, el hombre llega al matrimonio como á un puerío tranquilo, en el que quiere vivir al abri­go de toda tempestad sentimental. Y en la Chi­na, cual en París, la mujer que sale del seno de su familia para caer entre los brazos de un hombre, lleva un corazón pesado de ilusiones. La vida, se encarga luego de exigir poco á poco á cada uno de los cónyuges el sacrifi­cio de una parte de sus ideales opuestos.» Es cierto. Sólo que en Amoureuse, las convic­ciones son demasiado profundas para que la existencia logre suavizarlas. El contrasíe de los dos egoísmos es implacable. «La sociedad — exclama Germaine — debiera decir á las mujeres, que el amor y el himeneo son dos cosas distintas que casi nunca van juntas. Así, antes de casarse las niñas podrían tener pa­siones, cual los hombres. . . ¡Ah. ¡Buenos son los hombres í. . . Ellos comprenden el amor como una aventura, como un placer, como un lujo. . . mas en el matrimonio, en esta vida pacífica hecha para cuidarse, para calcular, se ocupan de sus intereses, de sus labores, de sus carreras, y consideran que el amor, la pasión, es una cosa insoportable.» Todas las trisíezas y todas las desilusiones de la mujer están en esas frases. Con su franque­za orgullosa, Germaine encarna la rebelión activa, novelesca y heroica.

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En cuanto á Esteban, se contenta con de­fenderse. «Es cierto — la dice — es cierto... Yo soy tu marido y debiera inclinarme... Te pertenezco en cuerpo y alma. . . Tienes de­recho á, examinar mi existencia, á analizar mis menores gestos, á espiar mis actos. . . Tienes derecho á registrar mi cerebro como se registra un cajón. . . Tienes derecho á sentarte en mi mesa de trabajo, á seguirme de habita­ción en habitación, á imponerme tu presencia á todas horas. . . Tienes derecho.» Defendién­dose, empero, ó mejor dicho, defendiéndola libertad de su vida, el pobre marido, tierno, pero no apasionado, llega, casi sin notarlo, á convertirse en el más injusto, en el más duro de los hombres. Por negar, hasta un beso nie­ga. Y es en vano que Qermaine, la insinuante Germaine, se empeñe en animar el alma ene­miga. El más tierno signo de interés parece al marido una tortura. «¡Cuando pienso — excla­ma — que debo esconderme hasta para respi­rar!» Su vida, en efecto, no tiene más objeto que huir de la mujer que lo ama, y que lo ob­sesiona, y que, con una lógica invencible, le dice: «¿Por qué te casaste conmigo, puesto que sabías que te amaba?» Hay frases terri­bles, hay diálogos trágicos en la obra, que aparentemente no es sino una comedia bur­guesa.

Poco á poco, Germaine comienza á sentir

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la tentación diabólica de la venganza. Un ami­go de su marido está ahí que la corteja. La cólera y los celos son malos consejeros. Pero esta mujer es de las que no saben pecar. Ape­nas ha aceptado los homenajes de Pascual, corre á su marido y le confiesa su culpa.

Esteban, enírisíecido, la dice: — Está bien, hay que separarnos. — Sí — coníesta ella — sí, pues mi falía

amargaría nuestra vida... Y, sin embargo, te adoro...

— Adiós. — No te marches... ¡mira que serás muy

desgraciado!... — ¡Qué importa! Así termina la obra,« así, írisfemeníe, mise­

rablemente, humillando el orgullo de los que soñaron en grandes acciones, negando la be­lleza de la muerte á los amantes que hubieran podido elevarse hasta el martirio, convirliendo en palabras sin fuerza los gritos del instante supremo... Y así es grande esa tragedia sin sangre, así es inmensa esa obra sin aullidos. Es la vida, es la miserable, la dolorosa, la in­feliz vida, tal cual la vemos todos, con su for­midable cobardía, con su intensidad de pasio­nes que no gritan y de heridas que no san­gran. . .

Y porque Porte Riche sabe, con tan genial maestría, hacer vibrar las fibras más delicadas

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de nuestra alma, porque es el verdadero poeta del alma apasionada, yo lo proclamo no sólo príncipe de los dramaturgos franceses, sino rey del teatro universal.

ES E9 ®

París tiene, además de estos cuatro, un nue­vo príncipe, el príncipe de la crítica. Con esto los principados aumentan sin completarse, pues, como dice muy bien un descontentadizo, ¿por qué ha de haber un príncipe de la canción y no uno de la oda y otro del soneto?... ¿Por qué ha de haber un príncipe de la crítica y no uno de la novela, y uno de la crónica?... En otro tiempo, los dominios literarios con cetro eran dos: el del verso y el de la prosa. De pronto, los habitantes de Montmartre decidie­ron rebelarse contra la unidad poética, y pro­baron, con sutiles razones absurdas, que la canción representa un dominio aparte como los cancioneros constituyen una raza especial. En el acto, el pueblo cancionero, congregado en una taberna, escogió á un príncipe, y Xa­vier Privas, el dulce amigo de Pierrot, fué co­ronado.

Entonces los críticos dijeron: — Tras este principado bastardo, vendrán

otros diez, oíros veinte. Todos los grupos que­rrán un poríaceíro. Y veremos un príncipe de la prosa rítmica, un príncipe de la prosa clási-

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ca, un príncipe de la comedia, un príncipe del diálogo, un príncipe de la balada, un príncipe de la gacetilla...

En realidad, nada de eso hemos visto aún, y los únicos que se han decidido á imitar á los locos cantores de Montmaríre, son los glorio­sos dramaturgos y los graves directores espi­rituales de la conciencia literaria.

Faguet ha sido proclamado príncipe de la crítica.

Y no digáis. — Son bromas de gente joven. — No; no lo digáis. Los primeros que acu­

dieron á votar cuando se abrió el escrutinio, fueron los más ilustres, los más austeros, los más populares magisters. Entre los que enca­bezaron la votación, en efecto, figuran Catulle Mendés, Adolphe Brisson, Jean Richepin, No-ziére y Emmanuel Arene.

La elección de Faguet no extrañó sino á un hombre en París.

Ese hombre es el mismo Faguet. Yo tuve el gusto de verlo al día siguiente de

su triunfo y me pareció que al contestar á mis felicitaciones se ponía colorado como un cole­gial que acaba de ganar un premio.

— Es inaudito — me dijo —, así como sue­na, inaudito. . . Yo no soy digno de llevar co­rona ninguna. . . Mendés tiene un prestigio mil veces superior al mío como crítico de íea-

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tros. . . Además, ahí está Lemaííre, que aun no tomando parte en la lucha diaria, es el pri­mero entre los primeros. . . Yo, verdadera­mente, no tengo más que un mérito muy rela­tivo, y es el de no ser sino crííico. . .

Fagueí, en efecto, es el único crítico que no es más que crííico. Los demás son algo y ade­más críticos. Pero crííico sin algo más, sólo Fagueí. Ved, por ejemplo, á Caíulle Mendés. Su crítica es un oficio accesorio. Cuando se cansa de componer dramas ó de rimar poe­mas, coge la pluma magistral y corrige las obras ajenas. Lo mismo que Mendés, Riche-pin es crítico de ocasión y no lo analiza sino después de cantar ó después de rugir. Lemaí­íre escribe con más gusto una comedia de amor y de melancolía que un libro sobre Ra-cine ó sobre Rousseau. Anatole France es poeta aun en sus crííicas, y poeta siempre. Ernest Lajeunesse, cuyo folletín teatral comien­za á íener gran importancia, no critica más que por diletantismo, y guarda para el arte puro su pasión absolula. Noziére entre dos ar­tículos del Gil Blas arregla una piececilla pica­resca ó escribe un diálogo galante. El mismo Brisson, en fin, el popular crííico del Temps, el heredero del oncle Sarcey, suele abando­nar á veces su amable férula para contarnos la odisea de alguna obrerita parisiense.

Sólo Fagueí no es más que crííico, sólo Fa-

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guel no escribe sino críticas, sólo Faguet no abandona jamás la crítica.

En su modesto gabinete de- estudio, allá muy arriba, muy arriba, en un quinto piso del barrio latino, el maestro me decía:

— Cuando realizo mi examen de conciencia y me pregunto lo que he hecho durante los se­senta años que llevo en el mundo, no puedo ni aun contestarme como aquel revolucionario que decía con orgullo: «he vivido». . . No. . . Yo no he vivido... Yo no he hecho más que criticar. Desde que cogí por primera vez la pluma, fué para hacer crítica. Pero digo mal... Antes de escribir critiqué. Hablando fui crítico, jEs espantoso! No hay año de mi existencia en que no haya producido, desde que tengo uso de razón, cuatro ó cinco volúmenes de críticas, de toda clase de críticas, críticas de costumbres, críticas políticas, críticas litera­rias, críticas filosóficas... Algunos me llaman el ilustre profesor... Sólo que, en realidad, un profesor no es más que un crítico... Un profesor de literatura quiero decir... Yo, por lo menos, en mi cátedra, no hago más que una crítica hablada de los autores clásicos... Por­que hay espíritus que nacieron para la crítica como otros nacieron para la pintura, para la poesía, para el amor... Así, Volíaire no hizo en toda su vida sino crítica — crítica histórica, religiosa, literaria ó social —. Me dirá usted:

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¿y los cuentos?... ¿y las tragedias?... ¿y los versos?. . . Los cuentos son críticas sociales y filosóficas... Cándido, por ejemplo... ¿qué es Cándido? . . una crítica contra Leibnitz... ¿Y Zadig?... una crííica coníra la escuela de la lógica.. . En cuanío á las tragedias, son también obras no de crííico, si no de crítico, pues están hechas como ejercicios para pro­bar á los autores que la perfección se obtiene trabajando de cierto modo... Pero claro que yo no pretendo compararme con Voltaire... Yo no aspiro sino á ser un crííico fal cual lo pintó el único poeta que no fué cruel para con nos-oíros, el buen Vigée. . . ¿No lo conoce us­ted?. . . No . . . claro.. . Es un viejo poeta olvi­dado. . . Yo, sin embargo, no lo olvido nun­ca. . . Aquí en mi mesa tengo sus versos como un Evangelio... sus versos sobre la crítica... ¿Qu' <e usted verlos?

Sin esperar mi respuesta, el maestro se le­vantó penosamente de la butaca en que se ha­bía hundido y fué hasía una mesita llena de papeles, de libros, de revisfas.

— Por aquí anda — murmuraba revolviendo aquél fárrago —, por aquí anda...

Yo lo veía inclinarse y acariciar con sus manos blancas y gordas de buen abad de an­taño, las encuademaciones modestas de los libros preferidos... lo veía hojear los papeles amoníonados y deíenerse inconscienfemeníe

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en cada página... lo veía distraerse entre las revistas amontonadas cuyos sumarios atraían sus miradas... Y en todos sus gestos, en to­dos sus ademanes, veía al hombre de letras, al hombre de estudio, al hombre verdadera­mente docto, para el cual toda la vida, toda la alegría y toda la voluptuosidad de la vida, está en el papel impreso.

— Aquí lo tiene usted — me dijo al fin, vol­viendo á hundirse en su butaca — aquí lo t iene. . .

Y con su voz clara, leyó:

II esí une critique obligeante, polie, Je dirai méme affable en s a sévérité, Qui pour guide et íoujours choisit la vérité, Ba lance d un écrit la forcé et la faiblesse, Et gémit en secret du défaut qui la blesse, Blámant avec reserve, approuvant s a n s effort, Du P a r n a s s e au jeune homme elle aplanit l'abord; Avertit l'écrivain müri par les années , Qu'il est temps de remplir s e s hautes deslinées; Au vieillart dont la plume erre presque au hasard , Conseil le la retraite avant qu'il soií trop tard; Ne sert aucun parti, ne vend aucun suffrage, Ne voit jamáis 1'auteur, ne voit que son ouvrage , Et par un juste égard, pour le mieux corr iger , S e refuse au bon mol qui pourrait l'affliger.

Después de leer, volvió hacia mí sus ojillos penetrantes y maliciosos.

— Ese crítico sí merecería ser proclamado

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príncipe — murmuró — ese s í . . . ese que es jusío, corfés, incapaz de pasiones...

Luego, sonriendo con una ironía diabó­lica:

—Solo que ese crííico no exisíe.. . Uno de los mériíos de Fagueí que más es­

tima la gente, es la independencia de espíriíu y la libertad individual. Para él, en efecto, no existe el autor. Lo único que exisíe es la obra. Y poco imporía que la obra sea de un desco­nocido, poco importa que sea de un extran­jero. Yo puedo, en este punió, ser un testigo de calidad, puesto que le debo, como otros muchos, el éxito de un libro. Mi Alma Japone­sa había aparecido traducida al francés por Baríhez, y en seis meses el editor apenas había vendido unos cuantos ejemplares. Tres ó cuatro aríistas, como Paul Margueritíe, como Caíulle Mendés, como Anaíole France, me feliciíaban al enconírarme en el bulevar. Pero los críticos de los grandes periódicos ni siquiera decían el fílulo del fomo. «No pode­mos hablar de libros exfranjeros — confesóme uno de ellos — porque los auíores franceses preíenden, no sin razón, que ante todo están ellos.»

Ya no tenía, pues, ninguna esperanza de ver mi pobre libro íriunfaníe, cuando una mañana, al abrir Les Annales, me enconíré con un ar­tículo de seis columnas firmado por Fagueí y

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consagrado á mi labor literaria (1). ;Y qué ar­tículo! Hablando de ciertas páginas, decía: «Loti no haría nada mejor.» Una semana des­pués, la primera edición habíase agotado y los demás críticos parisienses comenzaban á ha­blar de mí. Yo no había visto jamás á Faguet, sin embargo.

Si evoco, confuso y ruboroso, este recuerdo halagador, es para hacer comprender lo poco que en general se preocupa el maestro de las personalidades. Ne voit jamáis íauleur, ne voit que son ouvrage...

Pero lo más extraordinario en este hombre extraordinario, es que, siendo crítico y siendo crítico exclusivamente, no cree en la crítica. Lo mismo que Lemaííre, lo mismo que Ana-tole France, dice: «La crítica no tiene objeto.» Y como es un espíritu metódico, después de decirlo, trata de probarlo.

La semana pasada, nada menos, cuando fui á felicitarlo por su principado, me dijo:

— Lo malo es que me encuentro en la situa­ción de esos príncipes austríacos que no creen en la monarquía. . . Si lo hubieran sabido mis compañeros, es probable que habrían votado

( 1 ) Después de escrito este estudio, el ilustre Faguet

ha c o n s a g r a d o á las o b r a s de Gómez Carri l lo traduci­

d a s al francés nuevos artículos en el Journal des De­

báis de 14 de Septiembre de 1909 y en Les Anuales del

mes de A g o s t o de 1915. — (Nota del Editor.)

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por otro. . . Aunque á decir verdad, nunca he ocultado mi escepticismo. «La crítica, le con­testé un día á un repórter, la crííica no exisíe.» Era una exageración, no hay duda. . . Pero aun exisíiendo en sí misma, la crííica no exisíe en su finalidad. A cada momento les repito á mis discípulos: «Metámonos bien en la cabe­za, que el «público» no es el «pueblo». El pú­blico, en realidad, aun el público sin importan­cia, es una élite, es un grupo diminuto de es­cogidos y no cree haber menester de guías, ni de consejeros. Cada «persona» que va al tea­tro, por ejemplo, se cree con la inteligencia necesaria para «juzgar por sí misma». Esa persona tiene influencia entre sus amigos, como sus amigos tienen influencia en ella, y así se forma lo que se llama la opinión pú­blica, en la cual, íriste es decirlo, nosotros «los pontífices», influimos poco ó nada. Ha­ble usted con un tendero parisiense de una co­media nueva. Dígale: «Brisson la encueníra admirable.» En el acío el tendero le contesta­rá: «Sí . . . pero mi amigo el sastre, que la vio, dice que no vale la pena.» Y contra esa opi­nión amistosa, nadie puede nada. Antes de que los folletines del Temps y de los Debates aparezcan, ya la gente sabe lo que debe pen­sar del estreno del vaudeviUe ó del Gymlia­se. . . Los anuncios valen más que los artícu­los. . . La reclame bien organizada, puede in-

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fluir en el éxito de la obra. La crítica, no. Y así, no tiene usted que ver sino una cosa, y es que la literatura no es más que un género de producción como otro cualquiera. AI lado de la literatura están los licores, los vestidos, los zapatos, los manjares... Pues bien: ¿existe una crítica de cocina, una crítica de bebidas, una crítica de calzado? No.. . Y sin embargo, ya ve usted que la gente no se equivoca y sabe muy bien distinguir entre un buen plato y un plato detestable. . . Lo único que ha podido crear una crítica literaria y artística es la pedantería de nuestro oficio. Viviendo entre libros, cree­mos que sólo nosotros somos capaces de dar­nos cuenta de lo que es bueno y de lo que es malo. . . ¡Oh! ingenua ilusión. . . Lo mismo que uno de mis compañeros de la Academia Francesa, cualquier hortera es capaz de saber si la novela del autor tal, es agradable ó des­agradable. . . Porque al fin y al cabo, lo único que le importa á la gente es que una lectura le agrade. Vaya usted á decir á un burgués «Este libro fastidioso es muy bello», y le con­testará: «Pues fastidíese usted» — y hará muy bien, después de todo. . . En cuanto á la in­fluencia que la crítica pueda tener en los auto­res, es menor aún, si cabe. Me acuerdo de que Dumas (hijo) decía hablando de Sarcey: «El buen fío cree saber mejor que yo mi oficio, y la verdad es que yo sé el suyo mejor que él.»

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Esta frase es significativa. No hay poeta, no­velista ó dramaturgo, que no se crea capaz de ser crítico. Así, cuando uno les dice: «Tal cosa es bella», ellos responden: «Ya lo sé.» Y cuando uno agrega: «Pero en íal oíra cosa se ha equivocado usíed — ellos griían: «¡Qué sabe usíed de eso!» Nosoíros no sabemos nada. . . Somos los eíernos eunucos de que habló Gauíier. . . Ahora bien, ¡vaya usted á ser príncipe de íal pueblo! . . .

Oyendo hablar al maestro, yo no podía me­nos de preguntarme mentalmente:

— ¿Cómo puede este hombre que no es más que crííico, que es crííico por esencia, que es como si dijéramos la encarnación misma de la crííica, negarse así á sí mismo?

Cual si hubiera adivinado mi pregunía, el maestro exclamó:

— Cuando aseguro que no existe la crííica, lo que quiero decir es que no exisíe la crííica hecha por los crííicos. No existe «nuestra crííica». El público no nos hace caso, ni si­quiera nos consulía para leer una novela ó para ir al íeaíro. Al día siguieníe de un estre­no, en efecto, cada tendero, cada burgués, cada aristócrata se dirige á un amigo cual­quiera y le pregunta si vale la pena de ir á ver la obra nueva. Si el amigo le dice que no vale la pena, ya podemos nosoíros gritar en todos los tonos que se traía de una obra

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maestra, no por eso irá nadie á aplaudirla. — Pero entonces — pregúntele — ¿no se leen

acaso las obras de los críticos, las de usted, especialmente?

— Sí , cada vez más. Y, entre paréntesis, sin hacer gala de un desinterés ridículo, y dicién-dolo simplemente porque lo creo cierto, decla­ro que á mí no me satisface mucho esa afición creciente del público francés á leer á los críti­cos. Esto es insubstancial; es una costumbre un poco bizantina. Preferiría que se leyera más á los autores mismos. En fin, es un hecho que se nos lee, y cada vez más. ¿Prueba eso que se nos lee para consultarnos? ¿Prueba que se nos lee para saber qué hay que pensar de las obras? De ninguna manera. Se nos lee, como se lee á los autores, porque somos inte­resantes. La crítica es un género literario como cualquier otro; y nada más. S e nos lee como se lee una novela, un poema ó un libro de filosofía. ¿Qué busca el público en los libros y en los diarios? Una continuación de su pro­pia vida, su vida pensada y expresada por otros. Ahora bien: el público sueña, hace cas­tillos en el aire, filosofa sobre la naturaleza de las cosas y sobre el destino, conversa de las piezas teatrales que ha visto y de los libros que ha leído. Cuando lee, quiere volver á so­ñar, á seguir la evolución de aventuras curio­sas, á filosofar sobre la naturaleza de las co-

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sas y á conversar de las piezas teatrales y de los libros que conoce. Por lo tanto, necesita poemas, novelas, libros de filosofía, críticas literarias y críticas dramáticas. Y lee todo eso de la misma manera, sin someterse más á unos escritores que á otros. Y cuando lee á un crííico, lo lee por sí mismo, para ver qué pien­sa y cómo piensa; lo lee como filósofo, y de ningún modo para consulíarlo sobre lo que hay que ir á ver ó sobre lo que hay que leer.

¡Alabado sea Dios! Porque esía explicación va á quiíar un peso del alma á más de un crí­íico que no podía pensar nunca en el escepíi-cismo de Fagueí sin seníirse humillado é in­quieto. Muerto como juez, y más muerto aún como director espiriíual de la mulíiíud, el crííi­co puede enorgullecerse de esíar siempre vivo como artista. Ya Anaíole France lo había di­cho en uno de los prólogos de su Vie Htteraíre. Pero no había íenido ni la franqueza ni el or­gullo del buen Fagueí. No se había aírevido á decir: «Se leen nuesíras obras como ideológi­cas, y más vale así.» No. Con algo de melan­colía, había declarado la incapacidad de los hombres para juzgar. En cambio, Fagueí se yergue fierameníe y dice, en resumen:

— La crííica prácíica la hacen los señores que charlan en los salones ó en los cafés. Esos son los que influyen. En cuanto á nos-oíros, artistas ó filósofos, esíamos por encima

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de toda acción inmediata. Nosotros somos simples sugeridores de bellos ensueños ó de nobles ideas. Y más vale así, pues no hay, en el fondo, nada tan desagradable como pensar que una frase nuestra pueda quitarle á un com­pañero el pan de cada día.

¡Cuánta razón tiene el gran escritor! ¡Y cuánto orgullo hay en ese escepticismo del crítico á quien yo creía lleno de modestia! . . .

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Así, pues, aun careciendo de fe en la in­fluencia de la crítica, el maestro Faguet será un príncipe admirable. Sin tratar de dar leyes nuevas á su pueblo, seguirá reinando por su propio prestigio personal. Será el soberano ciudadano, el rey con paraguas, el monarca burgués. No llevará ni cetro, ni corona. No tratará nunca de tiranizar á sus subditos. Y si un día estalla la terrible revolución que, según los vaticinios de Anatole France, ha de con­vertir en una república anárquica el gran impe­rio de las Letras, él será el primero en gritar: ¡Viva la revolución!

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LOS POETAS NUEVOS

DE FRANCIA

PRIMERA ANTOLOGÍA

HE aquí, al fin, una antología de poetas nue­vos (1). He aquí trenzado por las manos

de dos meleagros adolescentes la corona de la musa joven. Todos los que comenzaron á cantar después del año 1880 figuran en estas páginas. Él primero se llama Henry Barbusse. Sus biógrafos nos dicen que está casado con una hija de Catulle Mendés, llamada Heliona. Nos dicen también que ha compuesto un poe­ma litulado El pescado seco. ¡Cuánto más, empero, podría escribirse sobre este admira­ble y tierno espíritu! Una de sus novelas es una obra maestra. Sólo que hoy no se traía

(1 ) Publicada por el Mercure de France.

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de novelas. . . Después de Barbusse, por or­den alfabético, viene Bataille. Se llama Enri­que. Su poesía tiene un encanto indefinido. Cada uno de sus versos es una sorpresa.

Entre luces mortecinas silenciosamente el alma de las cosas canta su himno balbucien­te. Son poemas para muñecas. Pero para mu­ñecas de corazones centenarios.

Lo mismo que Maeterlinck y Rodembach, Bataille cree en la belleza suprema del silen­cio y en la tragedia inmóvil de las cosas. Todo le parece admirable. Todo menos las guerras, los heroísmos, las bellezas antiguas, las pa­siones locas y las locas aventuras. El leñador mudo que lentamente vuelve á su choza; los árboles inmóviles al borde de la ruta; los mue­bles que son viejos sin ser antiguos, y las es­tampas desteñidas, y las telas que vistieron cuerpos que ya no existen, iodo lo que es páli­do, en fin, la clorosis del Universo, lo que no brilla, lo que no griía, lo que apenas se mueve, constituye el bosque en donde caza sus imáge­nes y sus visiones. Las palabras metálicas, las soberbias palabras con faceta y con penacho, le son completameníe inútiles. Ni las conoce ni las usa. ¿Para qué buscar sílabas sonoras, si sus poemas apenas tienen rimas?

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André Fon tainas es belga. Los versos que de él nos ofrece la «antología» son de un cor­te parnasiano puro. De simbolista no tiene sino la adoración del giro malarmeano. Remy de Gourmont ve en él á un artista que «da al ver­so libre el aspecto que antes había dado al alejandrino clásico, haciéndolo lento, tranqui­lo, algo solemne y muy serio y muy severo.»

Paul Fort viene después de Foníainas. Pero ¿es acaso poeta Paul Fort? Sus baladas están impresas como la prosa. Verdad es que tienen rimas. Tienen también su ritmo. Oidle: «La tarde cae. Los faunos fatigados han dejado en las fuentes, subiendo las corrientes, á las ná­yades fluidas que se hunden en la arena, han dejado escapar de sus brazos los divinos cuer­pos fugitivos. . . El sátiro ha callado y el pá­jaro sólo se lamenta. Luego ni un ruido. Las náyades saltaron fuera del agua, tan sutilmen­te que ningún fauno oyólas. Y corren. ¿Quién canta en la llanura? Pan respira á su alrede­dor el agradable vapor que se extiende en el bosque exhalándose de tantas desnudeces, Y Pan sigue la huella del olor de Galaíea. Al fin ve que corretea.» Los poetas clásicos, como Moréas y La Taillhade, aseguran que esto no es verso. Los prosadores serios juran que tam­poco es prosa. Es algo como el alma de Ga-ribay, pues. Pero es algo muy exquisito, muy musical y muy plástico. Son sucesiones de

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menudos relieves. Son teorías de figulinas. Son series de paisajes en miniaíura. Y son, casi siempre, cosas muy sabrosas de leerse en los insíaníes de suave fasíidio durante los cuales percibimos todas las suíiles gracias de lo nuevo, sin que lo singular nos choque.

He aquí á Rene Ghil. Es la sombra. Es , en una masa espesa de palabras, una imagen mi­núscula que se estira, y se encoge, y se re­tuerce, y al fin se pierde sin hacerse ver. Oid:

«¡Pero sus vientres esíallido de la noche de los íruenos! — desuso de un gran choque de primerizos cielos — una aurora perdiendo el sentido de cantos hímnicos — aírae sonriendo la vanidad de los ojos — . . . Y por el velo de­masiado onduloso esas mujeres — amorosas del sólo parecer de epitalamios — van á irra­diar lejos de un sol teníador.»

¡Y es la locura! Pero es una locura que ra­zona. En un folleío de cien páginas, Ghil ha explicado su poéíica, que Paul Leautaud, iro-nisía, resume así: «Este poeta procede, más que como literaío, como compositor, y es ne­cesario comprenderle cual al músico verbal de un gran drama, en el que se hace con sólo pa­labras, á las cuales las da una significación orquestal, la síníesis á la vez biológica, histó­rica y filosófica del Hombre desde sus orí­genes.»

Gracias al orden alfabéíico, al salir del caos 15

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de Ghil nos encontramos en el ameno y noble parque de Gregh. Sin duda vais á decirme que ya en otra parte visteis las mismas flores en iguales platabandas. Es cierto. Y fué en el país de Verlaine donde las visteis, en el dulce país del Verlaine de las Fiestas galantes. El minué, por ejemplo, es una imitación exacta. Pero no por eso es menos lindo. «La tristeza del minué — hace cantar mis mudos deseos — y lloro — oyendo vibrar esa voz—que viene de lejos, de antaño, — y que se queja. — Can­ción frágil del clavicordio, — notas ligeras y aladas — que se esfuman — sois un pastel de otro tiempo — que se anima, ríe un instante — y se borra, — ¡oh canto turbado por secretos lloros! — Tristeza que se ignora, — pudor tier­no, — lamentos que se esconden al partir — y que no osan mostrarse por orgullo galan­te, — ¡ah! ¡cómo atormentáis los corazones! — con vuestros aires bonitos y burlones, — ¡y tan tristes! — Minués apenas oídos, — quejas ligeras, risas fundidas, — besos llorosos!» — Tan verleniano es este delicioso minué, en efecto, que M. Gastón Deschamps, el grave crítico de Le Temps, lo publica en uno de sus libros atribuyéndolo al maestro. Otras muchas obras de Gregh hubieran podido correr igual suerte, pues no sólo tienen, de las Fiestas ga­lantes, la gracia exterior risueña, algo altane­ra y muy sensitiva, sino también la ingenui-

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dad sensual del fondo. Ya antes, otro poeta joven había buscado en esta nota un filón poé­tico: Reynaud. . . Pero de él no podemos ha­blar antes de llegar á la R.

Ahora veamos á Quérin (Charles), que na­ció en 1875 en un pueblo de la frontera ale­mana, donde vive tranquilo, no envidiado, y supongo que tampoco envidioso. Porque ¿qué puede envidiar quien sólo ama la paz del cam­po, la frescura de la brisa, el beso del sol, la caricia del agua, el esplendor de los árboles? Los títulos de sus -libros hacen ver un poco de su alma. Uno se llama Goces grises y otro El corazón solitario. Ambos respiran resigna­da dulzura. Y esta dulzura resignada llena lue­go con su manso aliento los versos. El poeta se complace en dirigir á otros poefas rúsíicos epísíolas largas, en las cuales les pinfa la descansada vida del que huye el mundanal ruido. . .

Ferdinand Herold, «crííico de poemas» del Mercure de France, y director del Buropeen, hace versos como M. Bougueraud hace ma-donas. Todo para él es «blondo», «luminoso», «rosado», «celeste». Hay colores de cromo alemán en sus Caballerías sentimentales y sus Intermedios pastorales tienen frescos tonos de litografías para caríeles. Permiíidme que os íraduzca un soneto de este almibarado cantor: «En la terraza umbrosa do su carne

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extasía — y que enguirnaldan las viñas de ru­bios racimos — entre los cardenales y los du­ques, primos suyos — yace sentada, medio desnuda, y risueña, Marocia. — Ante su trono danza una compañía escogida — de esclavas hijas de emires sarracenos — y de poetas que murmuran canciones, — cuyo ritmo mecedor encanta su fantasía; — el ala ruda, jamás de ninguna ave nocturna — rozó su frente juve­nil en su vuelo negro, — y jamás el desprecio de un amante la puso febril: — el Papa daría por ella tesoros — , y doctores y reyes mori­rían, cantando, por una mirada amiga de sus ojos cubiertos de oro.»

¿No es cierto que el cromo es completo? En el primer plan la rosa humana mostrando la pulpa blanca de su piel. A su derredor, para que los trajes hagan manchas variadas, duques, reyes, papas. En el fondo, moviéndose en giro voluptuoso de rubios serpenteos, las esclavas que bailan. Y arriba, muy arriba, para que nada falte, el vuelo negro del ave que huye.

A Dios gracias, he aquí á un grande, á un noble, á un verdadero poeta. Se llama Francis James. Nació en 1868. Es hijo de un criollo de La Guadalupe. Sus primeros poemas los compuso en un estudio de notario, donde es­taba empleado. Su poesía es silenciosa, bal­buceante y como sorda. En la composición reina una fresca gaucherie que hace pensar

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en los cuadros de los primitivos alemanes. La ejecución es aparentemente antiartística, pues carece de brillo, de color, de sonoridad y está ¡lena de repeticiones y de inocencias. Es una cosa crepuscular.

Su estética no dice sino lo siguiente: «Ser sencillo, más que sencillo, ser simple en el sentido absoluto de la palabra.» Y su obra es sencillísima. ¡Pero qué sencillez tan exírañal

Oid: «¿Por qué pensamos? ¿Por qué hablamos?

Es chisíoso. — Nuestras lágrimas y nuestros besos no hablan. — Y, sin embargo, los com­prendemos; y los pasos — de un amigo son más dulces palabras — ; hemos bautizado á las estrellas sin saber, — que no íienen nece­sidad de nombre, y que las cifras, — que prue­ban que los bellos comeías pasarán — en la sombra, no los obligarán á pasar.»

Todo esío dicho con pocas rimas y en un riímo casi impercepíible para los que están educados en las sonoras escuelas románticas ó parnasianas. Melodía, ninguna. Los simbo­listas suprimieron para siempre este modo de orquestación verbal y lo reemplazaron con la armonía wagneriana, más amplia, más libre y más variada. Nada de clásico íampoco. Todo raro, misíerioso, como fantasmal, como ago­nizante, como mudo, palabras de sombra, mú­sica de silencio, seres de bruma.

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En manos de artistas admirables, este mé­todo, como todos, da los frutos de belleza im­pecable. Pero mañana, cuando todos se pon­gan á ser silenciosos, como antes fueron de­cadentes, lo que es gracia rara en James se convertirá en clisé borroso en sus discípulos.

M. Gusíave Kahn es uno de los cerebros más robustos y más activos de nuestra época. Apto para todas las labores intelectuales, ha hecho con maestría obra de filósofo, obra de historiador, obra de crílico y obra de artista. Su bagaje Iitteraire, importantísimo, consta de unos quince volúmenes. Verdad es que su juventud es relativa. Nació en 1859. Hizo re­cios estudios en la escuela de Charíres y en la de Lenguas orientales. Viajó luego por Oriente durante más de un lustro, y al volver en 1885 á París fundó una revista que fué el heraldo de la revolución literaria.

Recordando aquella época, Kahn dice en un estudio reciente: «Dos buenos escritores, Jean Moréas y Paul Adam, juzgaron que había lle­gado el día de llevar á los grandes diarios la noticia de nuestra literatura. Las tendencias nuestras se vulgarizaban: formábanse grupos y subgrupos. Moréas y Adam se fueron, pues, derechos al Fígaro y obtuvieron que Marcade les insertase un manifiesto, en el cual pinta­ban á su manera el movimiento simbolista, asumiendo por sí y ante sí la jefatura de la

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escuela. Al principio se los censuró. Luego sonreímos. . . Laforgue esíaba entonces en Berlín sirviendo de lector á la Emperatriz Au­gusta, puesto que le había conseguido Bour-gef.»

No pudiendo coníar con el autor de Mora­ntes legendaires para oponer un nombre de jefe de escuela á los nombres de Adam y Mo-reas, el director de la Vogue pidióle permiso á Mallarmé para proclamarle maestro absolu­to; y cuando lo hubo obtenido comenzó su cruzada en pro del gran cantor de la Siesta del Fauno. Pero en aquellos mismos días un poefa prematuramente envejecido volvía, na­die sabe de dónde, írayendo divinos poemas de amor de Dios. Los jóvenes que le oyeron escogiéronle como único maesíro. Era el maestro Verlaine. Y así, apenas nacido, el simbolismo comenzó por no íener un gobier­no serio. Analizando profundameníe las obras de la generación, podría probarse sin dificul­tad que el simbolismo fué múltiple y que hubo un simbolismo «malarmeano», otro «verlenia-no», otro «moreasino», oíro «laforguesco», et­cétera. Pero yo no quiero hoy entrar en las teorías, sino apuntar nada más los nombres de los poetas. Gusta ve Kahn fué uno de los que más exageraron la nota. Sus poemas con­tienen variaciones singulares de ritmos y brus­cos cambios de metros. Además son preme-

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diíadámente obscuros. He aquí una estrofa ca­racterística: «¡Basta! Deja expirar la canción. Mi corazón llora; — una negrura sube alrede­dor de las claridades. Solemne — el silencio ha subido lentamente y amedrenta — los rui­dos familiares de lo vago perenne. — Aban­dona — ¡que sonidos y perfumes se callen! — Ritmo melancólico é intenso... — ¡oh dolor! — todo es sordo y gris, y se va. — Paréntesis -— ¿abres tú el infinito de una eterna desgracia?»

Obscuro, sí; extraño, sí. Pero siempre inte­resante. En lo más nimio se nota la mano del artista que sabe ser impecable aun en las som­bras intrincadas de la jerigonza de aquellos días durante los cuales un soplo de ebriedad verbal enturbió el canto de los poetas.

Raymond de La Taillhade, que hoy vegeta olvidado en un empleo público, fué célebre en su adolescencia. Jules Tellier decíale en una oda célebre:

«Raymundo, dinos poemas divinos». Y Ray-mundo, á los diez y ocho años, los dijo. Dijo, en estrofas de púrpura y de oro, entre el es­trépito de clarines victoriosos, bajo el vuelo de señeras triunfales, la entrada de Heliogá-balo, el de los suaves rizos, en la ciudad se­ñora del mundo. Dijo las soberbias crueldades que divierten con ensueños de sangre el sue­ño de los reyes. Dijo el poder sin límites del amor, la gracia de los cuerpos jóvenes, la

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alegría de los besos francos. Luego, á la mueríe de Tellier, herido en lo más profundo de su alma, lanzó un admirable gemido en un poema que será inmoríal. Cuando ya conso­lado quiso caníar de nuevo, algo sonó seca-meníe. Era la misma lira, sin duda; era, en una lengua perfecta, la misma esbelíez de fra­ses, segurameníe. Pero no era la misma alma. Había menos corazón. Y en seguida, á los íreinta años, el silencio. E inmediaíameníe el olvido.

Después de La Taillhade enconíramos al exquisiío Pierre Louys. Los auíores de «La Aníología» nos dicen que nació en París en 1870. Luego nos cuenían la hisíoria de «Afro-diía». Esta célebre novela, que en un año se reimprimió cien veces y se tradujo á todas las lenguas, llamóse en un principio La esclavi­tud, y tuvo, como muchas otras, la suerte de no encontrar editor. En la Pevue Blanche, el encargado de leer los «envíos» la rechazó por enconírarla «poco amena». En el Echo de París, el secreíario de la Redacción la hojeó, y luego la devolvió con desdén al joven poeta, que, recomendado por Jean Lorrain, se la ofre­cía para el folletín. Oíros grandes ediíores no quisieron, en su examen, pasar del primer ca­pítulo. Y lo curioso es que todos esos señores no discutían el mériío de arte de la obra, sino sus cualidades comerciales. «Es muy bella,

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decían, pero al público no le gustan estas co­sas.» También sobre las Canciones de Bilitis nos refieren una curiosa anécdota nuestros meleagros. El poeta Louys publicó este libro diciendo que era traducción literaria de una obra griega. Un profesor alemán escribió un artículo que comenzaba diciendo: «Nosotros, los que hemos tenido el placer de leer en el texto heleno las Canciones de Bilitis no pode­mos menos de felicitar. . . », etc.

Pero hoy lo que nos interesa no es ni el no­velista, exquisitamente sensual, ni el ardiente falsificador de idilios griegos, sino el poeta francés. Y, digámoslo con franqueza, éste es inferior á los otros. Sus sonetos de Asiarlé son elegantes é impersonales imitaciones de los parnasianos. Un helenismo pomposo y frío anima, sin darles vida, esos cuadros rima­dos. Es Pegaso, que con sus herraduras de oro hace salir chispas al galopar por las ru­tas; es el Efebo, el eterno, el divino Efebo, que ofrenda su flauta á Foibos; es el apacible pastor, que contempla el jugueteo de sus blan­cas ovejas trenzando guirnaldas de iris para coronar al caprípede amoroso; es el Sátiro, que no pudiendo vencer á la ninfa, la clava con furioso cuerno en el agepian bisuizo; es Hamadriade, que mira la luna reflejarse en sus ojos y que entrega al viento sus ramosas ma­nos; son los silvanos, las bacantes, los faunos;

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es todo lo vistoso, todo lo sensual, todo lo místico del paganismo. Y es tan frágil esto, que alguien ha llamado á Pierre Louys «un Leconíe de L'lsle para cocoías».

Maurice Magre no íiene aún veiníicinco años. Su biógrafo lo dice y su opíimismo lo prueba. El prefacio de sus poesías íermina así: «He puesto en este libro mi fe en la vida y en la bondad de los hombres. Ojalá caiga entre las manos de iodos aquellos que buscan, como yo, los caminos de la exisíencia fuíura. No hay nada ían dulce como llevar á un cora­zón sencillo el bálsamo de la belleza.» Lo malo es que luego, en sus bellos poemas, complácese en hacernos recordar, con acen­tos de piedad verleniana, que la vida es un valle de lágrimas. «La vida, ¡oh, Jesús!, dice, es áspera y malvada para los pobres de los caminos que carecen de hogar». En otras poesías, muy íníimas, muy íiernas, la langui­dez de melancolías vagas, de idílicas írisíe-zas sin causa, hacen pensar en un Francis James sonoro.

Mauclair (Camille), aníes de ser crítico fué poeía. En ligeras composiciones nos habló de sus rubios amores, y nos dijo, conmovido, lo que sieníen los labios «de sangre y de cre­púsculo» cuando oíros labios «de crepúsculo y de sangre» se posan en ellos. Pero en el poeía juvenil veíase al filósofo y al hisíoria-

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dor de arte. Ante ciertos espectáculos, lo que le interesa es el juego de las luces. «Las ma­nos lentas bajo la lámpara, dice, eníretiénense con los reflejos, trenzando invisibles guirnal­das de soñaciones. . . » Luego habla el filóso­fo, y, aun en los momentos de idílico goce, se pregunta: «¿Qué importa el destino?. . . ¿Y cómo no podemos escoger nuestra vida?» Todo muy hábil, muy artístico. Pero, en ver­dad os digo, que el gran poeta Mauclair no es el que escribe en verso, sino el que escribe en prosa.

Stuar Merrill es yanqui. Nació en Long-Is-land en 1865. Su primera obra fué una antolo­gía de poemas en prosa, franceses, traduci­dos al inglés. Luego se consagró por comple­to á la poesía y escribió, en la lengua de Ma-Ilarmé, abundantes composiciones de una so­noridad y de un colorido admirables.

He aquí un soneto literalmente traducido:

En c a s c o s de cristal de azur, las bailarinas, — c u y o s

p a s o s , medidos por las cuerdas de los kinores , —sue­

nan bajo los tejidos de tules cubierto de o r o — y lo lle­

nan todo con sus o jos pálidos de paladinas. — Cabelle­

r a s bien peinadas, — lab iosencarnados , — brazos llenos

de brazaletes bárbaros ; en vuelos — que tienden hacia

la luz lunar de l a s decorac iones , — ellas murmuran en

malévolos cuchicheos: «Nosotros s o m o s , ¡oh moríales!

bailarinas del Deseo, — S a l o m é s , c u y o s cuerpos retorci­

dos por el placer, — atraen vuestras h o r a s de amor ha-

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cia nuestros perversos a r c a n o s . — P r o s t e r n a o s y cele­

bradnos es tas noches , — porque, surgiendo en a u r o ­

r a s de incensarios , — sobre nuestros c ímbanos hare­

m o s s o n a r vues tros c r á n e o s .

Como los parnasianos sus maestros, Me­rrill observa el culto de las palabras que sue­nan y que brillan. Las frases, á su entender, no tienen necesidad de significar nada. Sólo deben, si quieren ser inmortales, tener una be­lleza exterior intachable.

Moniesquiou piensa lo propio. En su último libro Les Paons amontona, en letanías extra-fias, los nombres de todas las piedras precio­sas conocidas. Y sus poemas son himijos á las gemas. Son catálogos de joyero aríisía, rimados y medidos. Son singulares antífonas de una religión de suntuosidades. Permitidme que os traduzca algunas eslrofas:

E l jaspe es de verde co lor , — el zafiro tiene el azul del

cielo; — la calcedonia es c o m o el fuego. — L a esmeral ­

da verde y luminosa — es o leaginosa; — tricolor es el

sardonis ; — la s a r d o es púrpura de tonos . — E l crisóli­

to es cual un b r a s e r o — que nada puede apagar ; — el

beril es en su bruma — un sol que se mira en el agua;

el jacinto es de un tierno azul.

Cuando se dirige á una mujer, á la eterna amada de todo poeta, no la habla de amor, ni

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de penas, ni de belleza, sino que le pregunta lo que las piedras le han dicho:

¿ Q u é te han contado los g iraso les

y las bellas turmalinas,

las paranitas , c u y o s cuellos

se adornan entre las malinas ,

las marcas i tas los circous,

culebrinas y serpentinas?

Luego, largamente, en suntuosos versos de arte mayor, describe los ideales cortejos de las gemas:

Entonces la turquesa apareció primero;

luego vinieron el topacio y la amatista con

el zafiro y el diamante de mirada seca ,

y el rubí y la e s m e r a l d a . . .

Un crítico ha contado en el volumen más de cien versos sobre las amatistas. Dos de ellos, en todo caso, son exquisitos. Dicen:

La amatista

co lor de los o jos de S a n Juan Bautista .

Y en esta proporción están en la obra de Moníesquiou todas las bellezas. Cada cien estrofas hay una bella.

B3 tS B9

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Jean Moréas es griego. Lo es de nacimien­to y lo es de alma. Con un austero y sobrio lirismo, ha cantado la gloria eterna de los dio­ses y las gracias inmarcesibles de las ninfas. Ha orado olímpicamente ante las divinidades de sus abuelos. Se ha enternecido recordando sus playas natales, en cuya arena dorada cre­cen los blancos lirios. Pero al mismo tiempo ha sido muy francés, por creer, sin duda, que hoy Atenas está en París y el monte Parnaso en la colina de Montmartre.

A Minerva le dice:

«Diosa que tienes ojos de azur; Minerva g lor iosa , —

Triíogenia, P a l a s púdica, ingeniosa - - ; protectora ate­

niense que hoy habitas —- en donde mi Sena , al flotar

su c a r r e r a precipita. — Haz que la íntegra voz que en

mi lira suena, — después de haber vencido al Tiempo,

de edad en edad proporcione — á las mujeres dulzura,

y á los hombres pureza de corazón . — Así y o te saludo

|oh virgen c u y o s o jos son de azur!»

Esta Triíogenia púdica é ingeniosa ya no es la Atena implacable que atraviesa los can­tos de la ¡liada llevando en la diestra una lan­za trágica y en la siniestra una «égida tan grande que podría resistir al propio Zeus», sino la dulce virgen que fué considerada en Alejandría como protectora de los hombres, por haber descubierto, en beneficio de Mar-cias, la flauta que llora y que ríe.

Tampoco el alma de Moréas es, cual las de

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los poetas helenos de la antigüedad, una alma toda luz, toda mármol. Al aclimatarse en este París de brumosos inviernos y de angustiosos otoños, ha adquirido cierta gravedad melan­cólica. Sus últimas poesías (sobre iodo sus divinas Estancias) son otoñales y quejumbro­samente líricas á la manera de los grandes poemas bárbaros. Oid:

«Rompiendo de pronto el duelo de es tos días pluvio­

s o s , — sobre los altos c a s t a ñ o s que pierden s u s c o r o ­

nas , —• sobre el a g u a ; sobre el tardío terreno y sobre

mis o jos — d e r r a m a s íu dulzura, oh pálido sol de

otoño.»

Ya en el Pelerin Passioné se preveía esía melancolía.

A su amigo Emilio le dice el poeta:

«Emilio, el árbol deja el verde co lor , y los lustros

destiñen — las r o s a s de mi faz; — para los ruiseñores

de las altas viviendas, —-Amor y a no hila las h o r a s . . .—

jAh, y el estío declina sobre mi cabeza!»

Luego el sentimiento de la madurez cercana se acentúa más aún y le hace exclamar:

«jUn leñador taciturno y loco golpea — con su hacha

en la floresta de mi alma!»

O bien:

«Aunque tú subas al cielo, dulce y brillante, joh luna!

y a esta no es la primavera, s ino el o toño importuno.

E l v i g o r o s o estío y la primavera floreciente — se llevan

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cons igo mi amor , que languidece. — E l follaje ha ca í ­

do, la golondrina s e ha ido; — ;ah! ven m á s cerca de

mí, Rodopa , te lo ruego; — un céfiro a m o r o s o que bro­

te de tus labios — me hará recordar los bellos días e s ­

tivales; — as í podré engañar al tiempo y á la tristeza —

admirando tus s enos , que la juventud realza.»

Pero cuando Rodopa se acerca, sonriendo con sus labios inmortales, el poeta ya no ve en ella al Amor, sino á la Belleza, y después de decir en varias silvas elegiacas que sólo las sombras de las antiguas enamoradas po­dían despertar en su ser los deseos carnales, acaba por refugiarse definitivamente entre los brazos puros de la diosa Poesía, y canta su epílogo triunfal:

«El Himno y la Partenia , en mi alma serena — serán

los c a r r o s vencedores que corren en la arena — y y o

haré que la Canción — suspire un indefinible son — pa­

recido al de la paloma silvestre cuando la estación la

enardece, — pues g r a c i a s al rito que c o n o z c o , — de

nuevas flores, las abejas de Grec ia — s a c a r á n una miel

francesa.»

Quillard (Pierre) es también griego, pero sólo de inspiración. Es un griego de Oriente, un griego enamorado de las pompas de Asia. Las islas del Archipiélago son, para su musa, «las islas de púrpura». Las contempla desde el puente de su galera cargada de esclavas. Por la noche se refugia en golfos acariciados por claros de luna fantásticos.

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«Y entonces (dice) — de las profundidades de las ti­

nieblas santas — c o m o un sol joven — blanca, dejando

caer hasta las c a d e r a s — sus cabel los trenzados de pá­

lidos jacintos — una mujer surge» .

Es la quimera. Entre sus brazos el capitán pirata, el rey del espacio, el rudo, el soberbio, el indomable, hácese más sumiso que sus ne­gros. Se embriaga recitándole letanías de ado­ración. Pero ella, jusía, le dice:

«Yo no s o y sino una invención luya.—Tú eres quien

me embelleces. S o y tu obra .»

Remy de Gourmoní le define del modo si­guiente:

«Diletante de especie superior, cuando haya agotado

el g o c e de las navegaciones , cuando h a y a e scog ido un

hogar , c e r c a sin duda de una fuente s a g r a d a , será

dueño de un jardín regio y será señor de un pueblo de

flores.»

Si no fuese tan personal, tan ínfimamente personal, Henry de Regnier podría ser consi­derado cual el íipo más perfecío de la genera­ción íransiíoria que floreció entre el Parnaso y el simbolismo. Tan cerca está, en efecío, de Teodoro de Banville como de Stephane Ma-llarmé. Sus poemas suenan cual los de Here-dia, y son misteriosos como los de Gusíave

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Khan. Sus primeros poemas, quiero decir. He aquí uno de ellos:

L a tierra do lorosa ha bebido la s a n g r e de los ensue­

ños , — el vuelo desvanecido de las a las ha pasado —

y el flujo del mar ha borrado esta noche el misterio de

los p a s o s en la arena de las playas; — en el Delta, lle­

nando de matanzas su onda, — piedra por piedra han

caído el templo y la ciudad, — y bajo la corriente brilla

un re lámpago irritado — de o r o bárbaro , luciendo en la

frente de un s imulacro; — junto á la selva nefasta vibra

un grito de muerte; — en la sombra — donde su p a s o

ha gemido, suena aún — la desaparición de una horda

terrible, — y la m á s c a r a de la Esfinge muda, en la cual

nadie explica — el enigma que cr ispa la línea de la boca ,

ríe entre la púrpura co lor de s a n g r e del poniente trá­

g ico .»

Esta unión poélica de frases, perfectamente musicales y de imágenes exóticas ó brumosas, ha hecho decir á algunos periodistas que Hen-ry de Regnier, no sólo anda muy lejos de bus­car el goce íntimo de la producción individual, sino que trata de hacerse simpático á los vie­jos y á los jóvenes por medio de un arte lleno de timidez y de inseguridad. El resultado de su labor, sin embargo, proclama lo contrario. Sus últimas obras tienen un acento tan indivi­dual que no se confunden con las de ningún otro poeta. Sin duda la retórica sigue siendo idéntica. Pero la expresión, el alma de la poe­sía, ha cambiado. Una suave y sensual me-

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lancolía enternece las estrofas. Las sonrisas lloran y en el llanto hay voluptuosidades.

«Si he a m a d o de gran a m o r (dice) , — de gran a m o r

triste ó alegre — son tus o jos , — si he a m a d o de gran

a m o r , — fué tu b o c a grave y dulce - - fué tu boca; — si

he a m a d o , si 'he a m a d o — fué tu carne tibia y tus m a ­

nos frescas — y lo que busco es íu s o m b r a . »

ES ta ES

Sobre Adolfo Reítée permitidme que repita lo que dije hace diez años. El no ha cambia­do; mi opinión tampoco.

Enemigo del arte clásico, aléjase de las is­las del mar divino para buscar el agua turbia de las castalias bárbaras. Los niebelungos le parecen superiores á la Iliada, y la canción de Thor á la canción de Rolando. Su paraíso so-fiado no es el Olimpo majesíuoso de los grie­gos, en cuyo santuario florecen los laureles inmortales, sino al Walhala escandinavo, en donde los seres de elección se desgarran en­tre sí los miembros robustos para saborear la suprema volupluosidad del dolor y de la lu­cha. Las pasiones hemorrágicas de Waina-moinen le parecen bellas y trágicas; y nada le seduce tanto como los ensueños vagos, in­comprensibles é ignotos de las almas germá­nicas que viven como sombras entre las pági­nas de los poemas wagnerianos.

Su primer libro de versos, Cloches en la

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nuit, es un concierto de armonías agonizantes que exaltan la maravilla de lo obscuro y de lo pálido en epitalamios líricos y monótonos, cu­yas bellezas no están al alcance de los pobres de espíritu.

He aquí las estrofas más claras de ese libro:

« L a g o de las T r e s Purezas , en el cual resbala con

lentitud, — entre el temblor blanco de umbelas delica­

d a s — y la s o m b r a g lauca y el o r o de las ondas adula­

d o r a s — y la serenidad glacial de Hécate — la b a r c a

sencilla y c a n d o r o s a . — B a r c a que s u r c a muy lenta­

mente el agua musical , — b a r c a que mece el olvido de

las ebriedades brutales. — (Gran ensueño, bello piloto,

orienta tus velas — hacia el cielo, donde florece una in­

fancia de estrel las) . — L a g o de silencio y de sueño,

lago radiante, — ¡oh mansedumbre de tus votos!»

Sus libros posteriores han sido idénticos al primero. Las campanas han seguido sonando en la noche. El poeta usa indistintamente del verso y de la prosa para vestir sus evoca­ciones líricas. A su novia fantasmagórica la dice, en alejandrinos, la leyenda del amor ex­tático y perverso. A los pobres de la historia los retraía en líneas rítmicas y les pone trajes de oro y seda para que puedan entrar en la Torre Ebúrnea del arte sin perder el alma hu­milde y sin manchar los tapices ideales. A los hijos del opio y del humo que flotan en la at­mósfera pesada de sus noches fecundas, los acaricia, los llama, los adora, les pide besos

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carnales, les habla de místicos consorcios y les aconseja que pequen moríalmeníe para de­jar de ser los írisíes peregrinos de la Nada.

La idea del Pecado afraviesa las creaciones de Reítée como una divinidad ideal y benéfica. A veces toma la forma de un cisne corruptor, cuyas alas ofrecen tibiezas de sábanas á las vírgenes pensativas; á veces se disfraza de monstruo ligero y nervioso; siempre lleva en las pupilas una promesa voluptuosa y tierna.

He aquí á Laurení Taillhade. El orden al­fabético lo coloca al final casi. Su puesto, sin embargo, está al lado del sitial de los maes­tros. Sus admiradores, antaño, llamáronle Laurení le Manifique (Lorenzo el Magnífico). Y así esíaba bien nombrado. Porque no hay naturaleza más profunda, más íntima, más ín-fegrameníe poéíica que la suya. Todo aníe sus ojos se agranda; lo bello, como lo feo; lo no­ble, como lo innoble. Así sus caníos son de un lirismo compleío que va de la mística oración hasta la diatriba implacable.

Escuchad un canto de admiración de la be­lleza:

«Tu cuello surge del seno c o m o una torre de marfil, —

|oh Efebo!; los bucles o b s c u r o s de tus cabel los , — flo­

tan sobre tu palidez, líquidos y m á s azules — que la no ­

che de ojos de o r o con su traje de^seda. — Entre las

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vestiduras negras , tus flancos puros y nerviosos , — de

los mármoles c o n s a g r a d o s eternizan la gloria, — y tu

boca sangrienta es la libia píxide — en donde revive el

perfume de las c r e m a s fabulosas . — E m p e r o tu lindo

cuerpo de líneas rítmicas — no c a l m a r á nunca el a m o r

de las prometidas; — tus grandes o jos , semejantes á

go tas de mar , — no bajarán nunca de s u s cielos poéti­

c o s , — en los cuales sueñan, fraternalmente los efebos

antiguos — con Narc i so , gran corazón que murió de

a m a r s e . »

Pero el poeta, el admirable poeta que así canta, ha muerto en Taillhade desde hace años. Su temperamento de fogosa generosidad le ha obligado á abandonar el arte puro para lan­zarse á la lucha encarnizada de los partidos de vanguardia. Quimérico siempre, siempre vi­sionario, corre, par le chemin ou croit repine affreuse en pos de la santa igualdad.

Valery (Paúl) es un matemático. Es un ma­temático que hace versos. Los hace primero y luego los desdeña. jSon tan poca cosa al lado de las cifras!. . .

Y he aquí, para terminar estas notas sobre los simbolistas franceses vivos, á Francis Vielé Griffln, nacido, como Merrill, en los Es­tados Unidos.

Los críticos están de acuerdo para decla­rarlo el cantor del goce. «Es el poeta de la alegría» — dice Remy de Gourmoní—. Y An-dré Beaunier escribe; «No hay canción más regocijante que la suya.»

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Confieso, empero, que yo no he sentido tal dicha al leer sus obras; más bien he visto una monotonía resignada, brumosa y dulce,

« E s a s h o r a s (dice) fueron buenas, — c o m o p iadosas

hermanas; — h o r a s dulces y uniformes, — pálidas y

nebulosas , — con pálidos velos de monja. — ¿ Y a c a s o

no valían tanto c o m o la r i sa — e s a s s o n r i s a s sin a m a r ­

gura — hacia el pesado pasado á do fuimos? — ¡Ah

querida, hay h o r a s peores — que e s a s h o r a s con velos

de bruma. — P a s a b a n sonriendo, — c o m o las monjas

van orando , — bañadas de luces opal inas, — las dulces

h o r a s res ignadas .»

¿Encontráis aquí la dicha, la alegría, el re­gocijo? Yo no. Ni aquí ni en el resío. Pero, eso sí, en todos los poemas del mismo autor, la fatalidad halla una amable resignación para aceptar sus dictados. La dulzura de las horas con velos de niebla se esparce por el Univer­so entero. Todo es penoso íal vez. No impor­ta. No pudiendo modificarlo, es mejor incli­narse y sonreír. La lucha es estéril. Los la­mentos son vanos. Conteníémonos con los días que pasan, algo obscuros, cual monjas por el corredor del monasíerio.

Casi todos los cuadros de Griffin tienen un fondo de otoño friolento. Sin embargo, el conjunto se titula: La claridad de vida.

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LOS POETAS NUEVOS

DE FRANCIA

SEGUNDA ANTOLOGÍA

EL primer poeta de la nueva antología del Mercure de France, es una dama, bella y

joven, cuyos cuentos tienen fama y cuyos ojos son célebres. Me refiero á madame Lucie De-larue Mardrus. La noticia biográfica que pre­cede sus composiciones escogidas, nos hace saber que nació en Normandía, en una playa helada y verde. Para mí este dato no sólo es sorprendente sino hasta increíble. ¿Normanda la poetisa ardiente y nostálgica que ha cantado los magníficos mirajes del desierto y que tiene por la existencia nómada una adoración in­finita?

Yo la creía hija de algún guerrero argelino ó de algún sabio de Túnez. . . Pero, puesto

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que es europea, y europea de la húmeda Nor-mandía, hay que pensar que, sin duda, períe-fenece á una familia de antiguos corsarios, en­negrecidos entre las aventuras trágicas de los bravos mares lejanos. . . Ella misma confiesa sus nostalgias de alma errante, cuando dice:

« . . . He querido tener el destino de las figuras de

proa — Que temprano abandonan el puerto y que r e ­

gresan tarde — E s t o y ce losa de la partida y del retor­

no — Y de los cora les húmedos que adornan s u s g a r ­

g a n t a s — Y o afrontaré los tristes gr ises y los incen­

diantes azules — Del mar figurado y del m a r real —

Puesto que, del fondo del Pel igro, s e vuelve m á s be­

lla — Trayendo un ros tro ardiente y fabuloso.»

Fabulosa y ardiente es la musa de esta dama, en efecto. Es fabulosa con sus alucina­ciones de pueblos extraños, con sus quiméri­cos anhelos, con sus extrañas evocaciones. Y es ardiente como si hubiera nacido en una isla de sol y de fiebres, allá, muy lejos, muy lejos, en aquellos parajes adonde sólo llega el barco ebrio del divino Rimbaud.

Emile Despas no tenía sino quince años cuando apareció la primera antología del Mer­curio. ¡Dichoso él que á los veiníicinco apenas cumplidos, puede ya verse eníre los escogi­dos! Para explicar tal favor, los colectores del ramillete famoso, dicen: «Esta es la verdadera

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imagen del poeta en plena juventud, sensible y soñador, tierno y melancólico.» ¡Cierto, cier­to!. . . Y también hubieran podido esos seño­res agregar: ingenuo, pues lo que más llama la atención — y lo que más seduce — en estas estrofas que parecen rosas cortadas prematu­ramente, es la ingenuidad voluptuosa de AI-bert Samain, con algo, además, de la ingenui­dad voluntaria de Francis James.

«Sueño — dice —- en una tarde de encanto grave . L o s

valles — Son azules bajo el co lor violeta de las coli­

nas — L a s pa lomas vienen hacia las glicinas.»

. . . Y esto es como un rinconcillo modesto del Jardín de la infanta.

Pero luego cambia el paisaje. Nos encon­tramos en un interior:

«¡Oh! c a r o huésped de una noche, ¡oh! Dicha, eres

tú, ve — He aquí la tinta, he aquí los l ibros, los cua­

dernos: — Ve aquí los v e r s o s que para ella escribí — Y

tú que te entristeces oyendo un canto de paloma, — Lee

es tas estrofas que son, á veces , — Dulces y que están

heridas; — P e r o esta noche escr ibo lo que tú me dic­

tas — Habíame, c a r a Dicha.»

. . . Y esta es una estancia de la casa que habita en la falda de los Pirineos el buen Francis James.

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Max EIskamp no tiene mas jardín que el suyo, ni más casa que la suya. ¡Ah, no es una linda vivienda llena de rosales, no, ni un mag­nífico palacio de mármol á la sombra de un ciprés helénico! Pero es suya, enteramente suya. El la ha construido. El ha puesto los la­drillos uno por uno. El ha abierto las ventanas sobre ese paisaje de marina flamenca, dulce y emocionante. El, en fin, vive ahí solo, oyendo las campanas de los carrillones que dicen todas las fardes su monótona Avemaria. ... ¡Cuánía dicha en esta modestia de poeta! Los metros mismos que escoge son, por lo gene­ral, humildes. ¡Nada de pomposos alejandri­nos! Siete ú ocho sílabas bastan. . . En cuan­to á las palabras, con tal que sean expresivas, lo mismo da que no sean nobles, ni siquiera bellas.

«María lee un evangelio — con sus dos m a n o s sobre

el pecho — María lee un evangelio — en la pradera flo­

r ida .»

Eso es todo, pero no hay que sonreír, pues eso suena como las campanas del campanario vecino. . . Eso es suave y dulce y monótono, cual un carrillón en la penumbra. «Es lo que tengo» — dice el poeta.

Y cuando alguien le pide más, da más, pero no da otra cosa. Los versos humildes pueden ser numerosos; orgullosos no.

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«María, destrenza tus cabel los — v e aquí reír á los

ángeles azules — y en tus brazos á Jesús que se mue­

ve — con sus pies y sus m a n o s ro jas — y luego á los

ángeles rubios — tocando sus violines. — A h o r a bien,

puesto que es de mañanita — y los c a m p o s están ver­

des — María, contempla la vida — jcuán infinitamente

dulce es — desde los árboles hasta los estanques! —

dulce c o m o los niños, — con s u s c a m p a n a s que pro ­

claman — la paz de los evangelios — desde lo alto de

los campanar ios .»

Ya lo oís. . . Las campanas, siempre las campanas que suenan con uniforme alegría, sin tratar de complicar sus notas. . . Las cam­panas primitivas, diciendo, al desgranar sus campanadas, la alegría simple de vivir, la pena de morir ó la beatitud de creer—. Las campa­nas en la niebla tibia, acompañando la exis­tencia con sus canillones venturosos. . .

Siguiendo el orden alfabético que el Mercu­rio adopta, el cuarto poeta nuevo que encon­tramos es Guerin (Charles). ¡Bello encuentro! Porque si existe verdaderamente entre los ar­tistas de las últimas generaciones, uno que merezca la admiración emocionada del mundo entero, es el suave, el melancólico cantor de Las ñores de nieve y del Sembrador de ceni­zas. Como un presagio amargo, hay en sus poemas algo que sugiere la idea de la muerte absurda, y se diría que el pobre poeta, á pesar

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de su juventud y á pesar de su robustez, sintió desde la adolescencia que había de morir muy joven. ¡Y tan joven! Ahora mismo, en este brumoso Diciembre de 1908, cumpliría los treinta y cinco años, y sus amigos celebrarían el principio de su bella madurez. Pero, ¡ay!, lo que van á celebrar, deníro de pocos días, es el segundo aniversario de su mueríe. Para po­nerle una lápida en su tumba, algunos poetas han reunido sus esfuerzos pecuniarios. Un es­cultor pondrá en ese mármol alguna alegoría y Francis James algún epitafio. Bien está la alegoría que un Baríholomé debiera encargar­se de ejecutar con cinceles emocionados. Mas el epitafio me parece demás, pues ya existe, compuesto por el mismo Guerin, y reza:

«¡Oh, cuan horrible el ruido de la vida! — Mejor se ­

ría dormir — En la tierra donde las piedras gimen —

C u a n d o el sepulturero las hiere con su azada — El sol

no me inspira s ino odio — E s t o y fatigado de ver — S u

claridad cotidiana — Reírse de mi desesperanza. — ¡Ah,

poder, al fin tenderme — E n el so lo lecho en que estaré

só lo! ¡Y en la s o m b r a atenta oir — A los g u s a n o s que

descosan mi sudario! — Y cuando en mí el ser que

piense — E s t é disuelío, entonces — En el corazón del

eterno silencio — S e r un muerto, nada m á s , entre los

muertos.»

Cuando se piensa que estos versos los sen­tía un muchacho de veinticinco años, á quien las hadas parecían haber colmado de dones y de preseníes, no puede uno dejar de pregun-

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íarse si en el fondo de cada ser existe real­mente un anunciador secreto de las tempesta­des. . . Porque Guerin, cuando escribía sus poesías, era rico, libre, bello, halagado. La fama del Barrio Latino y de las revistas jóve­nes no bastaba á su ambición. Sus poemas publicábanse, cual los de los señores acadé­micos, en La Revista de Ambos Mundos. Los compositores de moda ponían armoniosos co­mentarios á composiciones suyas que se reci­taban en los salones. Y si su notoriedad era envidiable, su existencia lo era más. Errante por los bellos países de arte y leyendas, pau­

saba seis ú ocho meses cada año en las ciu­dades que le parecían dignas de ser vistas, y luego volvía á París en donde su casa era como un nido suntuoso. Pero ¡ay!, mien­tras sus compañeros decían contemplándolo: «¡cuan envidiable vida» — él, triste sin saber por qué, no pensaba sino en la muerte. . .

B9 ES tS

Girad d'Houville es, más que como poeta, conocida como novelista, y más que como no­velista, como hija de Heredia y como esposa de Henry de Regnier. Porque este nombre no es sino el pseudónimo de aquella linda Helena, con cara de criolla, que en los salones del can­tor de Los conquistadores sorprendía desde la infancia por su ingenio malicioso.

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Los autores de la Antología del Mercure, que son personas bien educadas, no nos dicen en qué año nació. En cambio nos aseguran que es parisiense «de la Avenue de Breíeuil». Y puesto que ellos lo aseguran, verdad será... Pero no importa. Aun nacida en París, la linda señora sigue siendo del trópico. Su cabellera encrespada, sus labios encendidos y sus ojos negros, son de Cuba. Su alma también suele serlo, cuando evoca, en la soledad y en el si­lencio, las imágenes de su pasado familiar.

«Hace ca lor — dice — y me hallo so la y sueño .—

Pienso en v o s o t r a s — en voso tras , de quienes no s é

nada, ;oh! mis abuelas — las de los o jos dulces. —

Abuelas muertas tan ingenuas — de brazos tan fres­

c o s — jóvenes y tiernas y que y o no he conoc ido — ni

por los retratos; — que vivían antaño, siendo niñas, —

niñas de larga cabellera, — en un trapiche, en un rin­

cón de las Antillas — voluptuoso. — E l ca lor muy a r ­

diente entreabría las batistas — sobre sus s enos blan­

c o s . — Y ellas se mecían, perezosas y tristes, — aba­

nicándose . — S u s ojos se reposaban de la luz viva —

alegres de ver — el ros tro hocicudo de una esc lava fur­

tiva, — luciente y negra. — L o s buenos mulatos r isue­

ños , danzaban noches enteras — sus bambulás — ó

bien cantaban cantos entre los cafetales — m i m o s o s y

lentos.»

Los cantos de Gerard d'Houville, á pesar de ser escritos entre las acacias parisienses, tie­nen algo de aquellas tonadas criollas que oye­ron sus abuelas. Son cantos de una sensibili-

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dad exquisita; cantos algo frivolos y algo frá­giles; cantos en que se distingue la voz de la mujer con todas sus suavidades, con todos sus sobresaltos y con toda su languidez; delicio­sos cantos, mimosos y lentos. . .

Leo Larguier ha llegado á la Antología del Mercare pasando, no por las veladas de La Pluma, ni por las matines del Ermitage, como sus compañeros, sino por los salones acadé­micos. A la edad en que Moréas y Gourmont, Regnier y Maeíerlinck, abominaban de todo lo que representa la tradición, el autor de Los Aislamientos obtenía un premio en uno de los concursos anuales de la Academia Francesa.

Y gracias á esto, y gracias sobre todo á los elogios que la prensa bulevardera le tributara desde el principio, sus amigos le han hecho una fama de terrible arrivista y de feroz ambi­cioso.

En un soneto que cita la Antología, un poe­ta anónimo lo pinta de este modo:

«Adora á Cicerón y será diputado — c o n o c e r á , en

fin, la popularidad — y vivirá mil a ñ o s y tendrá ge­

nio, — pues es emperador y pues es menestral, —

miembro de un orfeón y de una academia — y José , y

Prudhomme. . . Ubú — Leo y Larguier . . . »

Así versificado, el joven poeta tiene el tran­quilo orgullo de los que se creen predestina-

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dos, y habla de Ronsard como de un abuelo, y de];Alfredo de Musset como de un hermano. Su libro más conocido se llama La casa del poeta. Y el poeía, el poeta por excelencia, es él. El se canta á sí mismo. El se adora sobre todas las cosas. El se coníempla con extrañe-za, como si se espantara al verse tan grande. Cada composición suya tiene algo de aufoglo-rificación. En una dice: «He cerrado mi puerta á la tempestad — pues llueve sobre los árboles verdes. Me siento un alma de justo — y nada es tan bello cual los bellos versos.» En otra: «Cuando yo sea viejo, y que, ilustre poeía —, marchando lentamente, incline mi frente — no soñando sino con mis versos que me acompa­ñarán — como un enjambre de oro. . .» En otra: «Me dices que te han señalado con el dedo —. ¡Deja! No te ocupes de ese gesto }oh! adorada —, pues quiere decir: He aquí la que ahora —lleva el manto de púrpura noble y amplio — del poeta desterrado en su labor. . .»

Pero si este perpetuo canto á sí mismo pue­de hacer menos simpática la figura del poeta, no por eso hay que negar sus dones de gran­de y fuerte y armonioso creador de imágenes. Su poesía no tiene nada de decadente, ni de simbolista. Habiendo nacido cuando Mallar-mé había ya pasado de moda, y cuando Le­coníe de Lisie había ya dejado de cantar, su musa pudo, alzando el vuelo por encima del

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Parnaso, ir á posarse en las cimas del monte de Lamartine y de Víctor Hugo, en pleno país de Romanticismo. Por eso su violencia choca á los verlenianos. Pero por eso, también, el buen pueblo, adorador de sonoras pompas, lo prefiere á casi todos sus compañeros de la misma edad.

Sebastián Charles Leconte no es un poeta joven. Según la Antología, nació en 1865. ¿Por qué; entonces, no haber reservado algu­nas páginas á su obra en el tomo de hace diez años?. . . «Porque — nos contesta Paúl Leau-taud — este poeta es un parnasiano puro.»

En efecto, es un parnasiano á la manera so­lemne y marmórea de Leconte de Lisie, un par­nasiano enamorado de la belleza de las pala­bras que suenan como monedas antiguas y que lucen como corazas legendarias; un parnasia­no de aquellos para los cuales toda materia poética tiene algo de epopeya y de himno. . . Su libro más conocido se titula El escudo de Ares. En ese escudo, como en el de Heracles que Esiodo cantó, los más nobles relieves su­gieren magníficas visiones. Es Safo enamora­da, que se lanza á lo infinito de la muerte por huir de lo infinito de la pasión; es Orfeo can­tando su último canto; es el cortejo de los dio­ses que huyen hacia la selva; es el Ensueño que abre sus amplias alas azules para proteger

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al Verbo. . . Y todo esto pasa en bellos y ar­moniosos y ricos desfiles, entre ruido magní­fico de armaduras y rumor divino de liras y murmullo ameno de maníos que se arras­tran. . .

BS E3 ES

Como Sebastián Charles Leconte, Louis le Cardonnel está ya cerca de los cincuenta años. Pero á éste no es por parnasiano por lo que se le desterró de la primera Antología del Mercu-re. Es por respeto. El se había callado des­pués de cantar y había buscado en el seno de la religión un refugio supremo. Sus poesías profanas le parecían odiosas. De íoda su vida de juveníud, de bohemia, de eníusiasmo y de trabajo, no le quedaba sino un horror invenci­ble. Sus mismos amigos antojábansele deíes-fables. . . ¿Cómo, pues, inmortalizar contra su voluntad algunas estrofas suyas en un libro perdurable?

«Esperemos que cante de nuevo» — se dije­ron los meleagros piadosos. Y hoy, al fin, he aquí sus nuevos cantos firmados, ya no como los otros, pecadores y ardientes, Louis le Cor-donnel, sino el abate le Cardonnel. . . Porque mi compañero del Barrio Latino, mi amigo de las cervecerías nocíurnas, mi meníor de los cafetines misíeriosos de la moníaña Sania Ge­noveva, es hoy vicario en una iglesia de Roma y vive cultivando sus visiones celestes á la

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sombra de una torre carcomida por los siglos. ¡Ah, pobre, grande, rubio amigo! ¡Cómo me acuerdo de la época aquella en que yo, apenas adolescente, oía la voz grave de tus treinta años decirme los misterios bohemios de Pa­rís!. . . ¡Cómo me acuerdo de las tardes en que venías á sentarte á mi lado, suave y son­riente, para callar largas horas!. . . ¡Cómo me acuerdo de las madrugadas en que, refugiados en algún café nocturno, me recitabas con tu voz lenta, suave, velada y grave, tus magnífi­cas oraciones de Belleza!. . .

Hoy, en las páginas nuevas de la Antología, la propia voz me parece que recita las estrofas recién nacidas, pues á pesar de su misticismo, la musa de mi amigo es siempre la misma.

« L o s verdaderos , los únieos vivientes, los buenos,

los santos , los fuertes — no tienen sino un día para

sembrar la inmortal semilla — ¡Un dial . . . Luego se

van, bienaventurados muertos — conquistadores de la

paz inmensa. . . — P e r o que o tros allá lejos, o lv idados

bajo las cruces Giman, volviendo contra s í m i s m o s

sus rabias insac iadas — No importa; noso tros e s t a m o s

muertos — Hemos derrochado la vida.»

Muerto, en efecto, muerto el amigo, muerto el buen bohemio afectuoso, muerto el pálido compañero de tanto soñador que aún vive. . . Pero ¡qué importa, puesto que el poeta no ha sucumbido con el pecador y puesto que la

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musa, purificada por el agua bendita, abre de nuevo sus divinos labios y entona el dulce cántico!

ES ES ES

Alberto Mockel nació en Lieja, en 1866. Su nombre, en la época de las grandes luchas simbolistas, era pronunciado muy á menudo y su fama es ya antigua. Pero esa fama, á decir verdad, no la debe á sus versos, ni á sus pro­sas, sino á su calidad de director de revista. Desde el año 1884 hasta el año 1892, en efec­to, la Wallonia fué una de las tribunas más eminentes de los defensores de la nueva poe­sía. Y la Wallonia era la obra exclusiva de Mockel. Los mismos autores de la noticia bio­gráfica que figura en la Antología, confiesan que, como periodista literario, el autor de CIarfes vale más que como poeta. «Se ha dis-íinguido, sobre todo, como crííico», dicen. Lo que no les impide agregar, que su crííica es algo «especiosa» y más apegada al deíalle que al conjunto. . . En todo caso su labor poé­tica es considerable. En 1886, publicó Los poemas minúsculos; en 1887, El vuelo del ensueño; en 1891, Chantefable un peu naive; en 1902, Las claridades; en 1908, La llama inmortal. Este último libro es, según la opi­nión unánime de los amigos del autor, el más bello de todos y el que más perfección contie­ne. A mí, sin embargo, uno anterior me parece

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preferible por su rareza, por su acento y por su música: Chanfefable un peu naive. La llama inmortal, de que sólo conozco fragmen­tos, podría ser obra de cualquier poeta de Pa­rís, mientras Chanfefable tiene un sabor de le­yenda antigua y lejana muy agradable.

Oid estas estrofas:

«Mujer infiel, me h a s olvidado. — Y o fui quien le en­

señé á besar , — y por curar tu larga pena, abandoné

los nobles dominios — donde los vientos duermen en

paz. — P o r tus besos atravesé — la larga y triste y lar­

g a llanura — ¡Ah, h e r m o s o señor! — Y de pronto su

d a g a levantó contra mí; presto me escapé corriendo —

por los prados , junto á la fuente: — A él lo vi sacudido

por sus so l lozos — lo vi l lorando y maldiciendo la lar­

g a llanura. —- Y y o lo a m a b a á él que me enseñó á be­

s a r . — jAy! él vio en el fondo de la fuente, — un día

que mataba los días p a s a d o s — vio su imagen a d o r a ­

da — su imagen detestada — y d a g a en m a n o ahí s e

echó , — para matar al amante preferido. — i A h ! me

pareció larga , larga la pradera — cuando so la volví por

ella, sin besos ! — É l s e a h o g ó en la fuente.»

Vais á decirme que así traducidos, literal­mente, estos versos son obscuros. Es cierto. Pero en el original también lo son. La obscu­ridad fué, allá en la época en que Mallarmé tenía discípulos, una de las virtudes de los jó­venes poetas. Aun los Regnier y los Moréas, cuyas almas fueron luego como transparentes cristales, esforzábanse entonces por parecer in­comprensibles. jY ¡ay! de quien se quejaba de

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no comprender! . . . Hoy, mientras los demás se han alejado de la selva obscura, Mockel si­gue siendo un mallarmista absoluto. En sus nuevos poemas de La llama inmortal, lo inin­teligible abunda tanto como en la Chantefable ingenua. Lo que ya no abunda es la inge­nuidad. . .

La condesa de Noailles figura en la Antolo­gía entre Moréas, que es siempre un aíeniense impecable, y Quillard, cuya musa es oriental. El sitio, marcado por el orden alfabético, pa­rece haber sido escogido de iníento, pues en efecto, hay algo en la divina autora de Coeur innombrable que hace pensar á la vez en Ate­nas y en Constantinopla, algo de bacante y algo de dama velada, algo de muy exótico y algo de muy puro. . . Su origen mismo es casi griego y casi oriental. Su abuelo, Jorge Bibes-co, fué Hospodar de Valaquia á mediados del siglo pasado, y se casó con una princesa mol­dava de origen helénico. Su padre se llamó Musurus bajá, y fué embajador otomano en Londres. Pero en todo caso, ya la considere­mos cual una oriental helenizada ó cual una aíeniense trasplaníada, hay que reconocerle una gracia parisiense deliciosamente impeca­ble. Como Henry de Regnier, adora los jardi­nes armoniosos de Versalles y no vive á gusto sino en los paisajes señoriales del centro de

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Francia, en donde, según su expresión: «cree uno que va á ver la sombra de La Foníaine — en los caminos encantadores, marchando jun­to á la de Perrault — de tal modo el día está lleno de gracia mortecina y lejana—, bajo el cielo tan ligero, tan sensible y tan alto.»

}Es extraordinario el poder que tiene el cielo de París y de la isla de Francia en las almas le­janas! Los orientales, que en España misma, en aquella atmósfera azul, se sienten desterrados, en los campos franceses del centro encuentran una nueva patria. Moréas, en una de sus «Es­tancias» dice: «Oh, cielo de París, igual á mi cielo de Atenas!» Y yo conozco árabes, tur­cos, levantinos de toda especie, que viven aquí sin nostalgia, sin suspiros, sin melancolías.

— Eso consiste — me decía hace años aquel pobre y gran armenio Irgate Tigrane —, eso consiste en que este país es como un jardín y en un jardín siempre está uno bien.

Pero la condesa de Noailles me da hoy, en sus estrofas más recientes, una razón mejor, que es la razón de la armonía.

«Todo — dice — es orden, armonía , feliz regocijo . —

T o d o es exacto , indolente y bendito. — Y parece que el

corazón de mi isla de F r a n c i a — está sometido á las

leyes que rigen lo infinito. — jOh! suave ventura de un

azul que s e levanta. — E n donde los ramilletes de á r ­

boles s e pintan tan dulcemente — que no se podría, sin

turbar un ensueño —• mover la r a m a de un pino.»

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Esto es, en efecto, lo que á todos nos sedu­ce en París: esta armonía, este orden en la be­lleza, esta gracia en la poesía. Y esto, tal vez nosotros, los extranjeros del Sur, lo sentimos mejor que los franceses mismos.

«Ni las reinas de Franc ia — exc lama la condesa de

Noailles — ni las reinas de Franc ia en los jardines de

Versal les — ni Ronsard que nació en el c laro Vendo-

mois — Vieron de este bello país que hace temblar á

mi alma, — los secretos que proporciona el goce .»

El origen lejano, en efecto, es lo que da á poetas como Chenier, como Moréas, como la condesa de Noailles, esa sensibilidad exqui­sita.

H ® S

Ernest Raynaud es un verleniano puro. Cuando el maestro murió, unos heredaron el ardor místico de Sagene y oíros la malicia sentimental de Las fiestas galantes. Pero sólo uno supo, mezclando ambos legados, hacer una quinta esencia, que es, á la par, galante cual una fiesta, é intensa como una plegaria. Aquel fué Raynaud. ¿Por qué, sin embargo, él, menos que oíros muchos, ha logrado la glo­ria? ¿Por qué teniendo ya más de cuarenta y cinco años, sólo ahora logra verse consagra­do por las antologías?

— Porque es comisario de policía — me coníesta un amigo.

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Y aunque eso parezca broma ó mentira, ver­dad es. . . En este París, que no tiene muchos prejuicios, hay, en todo caso, uno que consiste en creer que un hombre cuyo oficio consiste en guardar el orden en un barrio, no puede ser un gran poeía, ni siquiera un poeía en serio. El número de chanzas sobre el polizonte verle-ni ano, es infinito. Los caricaturistas lo repre­sentan vestido de gendarme y montado en un pegaso percherón, ó bien blandiendo un sable contra un crííico que no lo ha elogiado. . .

-— Lo cual — vais á decirme — es absurdo. — Lo cual — os contesto — es tan absurdo

como real. En todo caso, si la gente no se cansa de

reir, el poeta no se cansa de desdeñar á los que ríen. Con una tenacidad serena, aumenta cada año su tesoro personal, publicando algu­nos poemas nuevos. Sus libros son numero­sos. El primero, que data de 1887, se titula Le Signe. El último, escrito hace apenas dos años, es La Couronne des Jours.

He aquí un soneío sobre Versalles:

«El aire es tibio. Una alegre claridad — Juega entre

los antiguos árboles de c o p a s inclinadas. — La diosa

contempla en s u s s e n o s desnudos — Un encaje de o r o

y de s o m b r a que se muere. — S o b r e sus hombros han

l lorado tantos inviernos — Que por trechos su mármol

está roto — S u pierna lucha en vano contra unas hier­

b a s obst inadas , — y su guirnalda ha caído en pedazos

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sobre el verde césped. — M a s las flores que el viento

mezcla con su cabellera, — El murmullo de los nidos,

el fresco perfume de las plantas, — El sol , la canción

del agua en la arena. — T o d o contribuye á hacer las

olvidar su tristeza. — Y c o m o para rendirle un sensi­

ble homenaje — Dos palorr a s a m o r o s a s s e besan en

su zócalo .»

ES t§ ®

Paul Napoleón Roinard no es un gran poe­ta. Apenas es un poeta, un pobre poeta. . . Pero los autores de la Antología han querido, llamándolo á figurar entre los nuevos inmorta­les glorificar en él al último bohemio. Por eso no consagrando sino tres páginas á sus obras escogidas, dan á su biografía una extensión que Verlaine mismo envidiaría.

Nació, según parece, el Sr . Roinard, una de esas noches en que la tierra se encuentra do­minada por la siniestra influencia de Saturno. Su madre quiso consagrarlo á la pintura y hacer de él un artista admirado y seductor. Pero el papá, más práctico, pensó que era me­jor darle una carrera burguesa y lo envió á la Escuela de Medicina. Paul Napoleón comenzó por obedecer á su padre. Al cabo de algún tiempo, empero, cansado de oir hablar de ana­tomía, abandonó el anfiteatro y corrió hacia la Escuela de Bellas Artes. A los veinte años, no teniendo ya ni padre ni madre, fatigóse tam­bién de copiar modelos académicos y se de-

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dicó á hacer versos libremente. Su primer de­seo fué colaborar en La Revista de Ambos Mundos y hacer representar uno de sus dra­mas en la Comedia Francesa. Ni Claretie ni Buloz comprendieron su genio. Por fortuna, cierto fabricante de aleluyas lo tomó á su ser­vicio y le pagó sus dísticos á razón de diez céntimos cada uno. Trabajando con la irregu­laridad con que trabajan los bohemios, es de comprender que aquella labor no le daba lo ne­cesario para poner casa. Así, una íarde en que el apeíiío atormentábalo más que de costum­bre, pensó en aprovechar sus íaleníos pictóri­cos y ejecutó un lienzo naíuralisía, por el cual un amateur le eníregó la suma faníásíica de cien francos. Con íamaña fortuna creyóse rico. Durante todo el día no dio un paso á pie, ni be­bió más que vinos finos. Mas llegó el día si­guiente y despertó sin un céntimo. «¡Vaya! — di jóse — otro cuadriío y adelaníe.» Lo malo fué que el otro cuadriío nadie se lo quiso com­prar ni por un franco.

«Voy á darte una idea — le escribió un ami­g o - y es que, en vez de tratar de vender íu obra maestra, hagas con ella una exposición. Probablemeníe irá todo París á verla, de modo que si pones á un franco la enírada, ganarás tres millones.

— jEs cierto! — exclamó el genio descono­cido.

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Y se puso á buscar un local para exhibir su lienzo.

Pero en aquella misma época, el gobierno dispuso llevar ante los tribunales á un grupo de intelectuales anarquistas. Los periódicos anunciaron el arresto de Jean Grave, de Se­bastián Faure, de Adolphe Retíée. En una cer­vecería un bromista dijo á Roinard:

— Creo que tú también estás comprometido en este asunto.

— Es cierto — contestóle el bohemio —, ¿qué hacer?. . .

— Huir. . . refugiarte en Londres ó en Bru­selas. . .

— Yo preferiría Londres, pero hasta allí no puedo ir á pie. . . Me voy á Bruselas.

— Vamos á hacer una suscripción nacional en tu favor. . . Espera un momento. . .

El bohemio esperó una hora. . . esperó dos horas. . . esperó tres horas. Y ya comenzaba á desesperar, cuando el amigo volvió, y dán­dole siete francos y medio, en monedas de co­bre, di jóle al oído.

— Aquí esíá lo que dan para ti los intelec­tuales. Ahora es preciso huir.

Roinard hizo el viaje de Bélgica á pie. En Bruselas los poetas de café lo recibieron como una víctima. Y pasaron los meses y los años. Y cada vez que alguien hablaba de procesos, Roinard exclamaba:

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— Yo soy una víctima. . . Yo he sido conde­nado á diez años de presidio como anar­quista. . .

Su situación inspiraba íanta pena, que un grupo de periodisías decidió iníervenir en fa­vor suyo y escribió al ministro de Francia pi­diéndole que solicitase el indulto de aquella pena. El grave diplomático prometió escribir á su gobierno, y así lo hizo. A vuelfa de co­rreo el procurador general le contestó, que ja­más había sido el señor Roinard condenado á nada. Al recibir la noticia, el buen poeta tomó de nuevo, á pie, el camino de París, adonde llegó más rico de lo que esíaba al irse; se había marchado, en efecío, con siete francos y medio y volvió con siete francos ochenía cén-íimos.

Desde eníonces su exisíencia no ha cambia­do. De café en café va reciíando sus versos. Y cuando alguien le pregunía:

— ¿Qué haces ahora? Coníésíale: — Ahora preparo un drama para la Come­

dia Francesa. . . . Pero si todo esto es eníernecedor y de­

licioso, no así las poesías del señor bohemio, por lo cual, sin citar un solo hemistiquio suyo, paso á otro poeta.

B9 sa ta

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A otro muy diferente . . A un grande, á un verdadero poeta, que se llama Fernand Seve-rin. «Este — parecen decir los autores de la Antología, que apenas le consagran unas bre­ves líneas — éste no tiene historia.» Si la tie­ne, en efecto, es una historia íntima. En cuan­to á su vida exterior, es como un apacible lago. Nació, estudió, trabajó. . . Nada más.. . Pero ¿qué más?. . .

He aquí uno de sus poemas:

«Si verdaderamente la tristeza es una prueba de los

buenos. — Y o he comprendido mal la divina lección. —

Pues no s o y malo, s ino cuando estoy triste. — M a s

que un r a y o de alegría luzca en mi noche. — Y e s o b a s ­

ta, Dios lo sabe, para que el a m o r de los demás . — P e ­

netre en mi corazón egoísta, ensanchándolo . — V o s

que fuisteis para mí una Dama de Piedad. — jAh! no

abandonéis mi obra hecha á medias: — L o mejor de

mí mismo está en vuestra sonr i sa . — Y o camino . . . A

c a d a paso , el cielo paréceme m á s c laro . — E n otro

tiempo, es cierto, dudé, s u f r í . . . E s o no es n a d a . . . e s o

es una nube que pasa . . . — Mi corazón está confundi­

do por lo que ahora entrevé. — ¡Oh\ hermana y es el

a m o r quien o s guía hacia mí — Porque el a m o r es her­

mano de la Grac ia .»

ES ES E3

Después de Severin, he aquí á Spiere (Hen-ry). Este es abogado y poeta, y abogado hasta cuando hace versos, puesto que su obra más conocida se titula Rimas de audiencia.

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¿Queréis una de estas rimas? Os la ofrezco como curiosidad:

«Entre los a b o g a d o s graves — bil iosos c o m o Juan

Calvino — cuando prestó el oído en vano para respon­

der en las c a u s a s , de atolondrado por el ruido — de

los que perduran ó charlan — me digo: i qué extraña

c o s a — Verhperen era a b o g a d o ! — E n la silla en que

me c a n s o — desde las nueve de la mañana , — para oir

cual un estribillo, — lo que s e dice, sin m á s resultado

— que complicar mi neurosis , — y o suspiro: jno todo

e s co lor de R o s a — Rodembach era abogado! — Y

cuando redactó en p r o s a — un alegato que creo im­

portante — aunque iay! debe estar lleno — de nulida­

des que me oponen, — me consuelo de los disgustos —

del oficio que mi suerte me impone, pensando que antes

de su metamorfosis —- Maeíerlink era abogado ,»

Por fin, hemos llegado á la última página de la Antología. Es una página en la cual hay una cruz. «Charles Van Leberghe — dice — murió en 1907.» Murió como Guerin, otro poeta jo­ven, cuando más le sonreía la existencia, cuando más hubiera querido vivir, cuando mejor sentía el gozo infinito de amar y de ser amado. Ni siquiera pensaba que la muerte pudiera llamar á su puerta. Su salud era ad­mirable. Un ataque absurdo de apoplejía le mató en unas cuanías horas.

Sus amigos dicen: «Era el más admirable aríista que ha producido.la generación nueva.»

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Sin ir tan lejos, hay que confesar en toda jus­ticia, que era una alma exquisitamente prepa­rada para sentir. Su poesía es toda de senti­mientos, toda de misterio, toda de estremeci­mientos. Sus estrofas tienen vibraciones ex­trañas y á veces se oye un ligero rumor de olas entre sus versos.

«Yo lo he matado — dice — y o lo he matado — ¡ C a e !

— E s c u c h a , pues una voz en la noche ha gritado, —

Ante el mal obscuro , que y o lo he matado. — ¿ C ó m o

lo he matado, Dios mío, con es tas m a n o s blancas , —

Que no habrían herido á una paloma, — Ni ases inado

una flor?»

Este mismo acento de íntima inquietud, de ansiosa melancolía, se oye en cada pági­na de sus libros. Es un acento delicioso. Pero hay sin duda en él, á la larga, algo de monó­tono, y, oyéndolo, suspira uno por algo más fuerte, por algo más sonoro, por algo más franco.

Oid:

«Mi hermana la lluvia — L a bella y libia lluvia de e s ­

tío. — Dulcemente vuela y dulcemente huye — A través

del aire mojado — T o d o su collar de b lancas perlas, —-

E n el cielo se ha fundido. — ¡Cantad mirlos! ¡Danzad

u r r a c a s ! — Entre las r a m a s que hace inclinarse — B a i ­

lad flores, cantad nidos. — T o d o lo que viene del cielo

es bendito.»

¿No es esto nada, verdad?. . . Es , sin em-

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bargo, algo que deja una sensación durable, algo, ligero cual una canción y absesionante como una queja. Es algo en que la risa llora y el llanto se burla de sí mismo, y es todo van Leberghe.

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LAS MUJERES DE ZOLA

A primera mujer que me sonríe al penetrar A—*' en el vasto universo creado por el maes­tro, es Angélica, la bien llamada. Me sonríe con sus pálidos labios, que se entreabren en la blancura espectral de un rostro ado­lescente. Sus ojos color de violeta, cargados de visiones amorosas y de vagas imágenes mísíicas], parecen haber olvidado, contem­plando las vidrieras de la capilla Hautecoeurí, el lejano espectáculo de su niñez. Y sin em­bargo, nada hay tan inolvidable como aque­lla noche de invierno, en la cual, huyendo de los Rabier, refugióse en la Catedral y dur­mió á los pies de la Virgen, mientras las san­tas de piedra que ornan la fachada, se vestían de nieve. ¡Y la mañaniía siguieníe, cuando los

i ANGÉLICA

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Hubert la recogieron muerta de frío y se la lle­varon para quererla como hija!. . . Pero todo eso parece muy remoto á la orgullosa soñado­ra que se yergue cual un lirio, en el esplendor de sus quince años, con el deseo de contem­plar á Feliciano. «Ya es — dice el maestro — una admirable bordadora que presta vida á las flores y alienta con fe los símbolos. Posee el don del dibujo, y sus vírgenes, parecidas á las ingenuas figuras de los primitivos, causan asombro.» En el fondo del pecho de la obrera, un corazón de iluminada palpita. Las vidas de los santos envuelven á la pobre Angélica en una atmósfera de milagro. Su origen, por otra parte, la predispone á las pasionales compli­caciones fisiológicas.

¡Su origen! ¡Qué cosa tan obscura! Su ma­dre es la lamentable Sidonia, que encarna la codicia de los Rougon, y que, después de ha­ber tratado de ganar honradamente algún oro vendiendo frutas provenzales en una clara íiendecilla de la calle de Saint-Honoré, esta­blece una secreta casa de intrigas galantes en el Faubourg Poissoniére. En cuanto á su pa­dre, nadie lo conoce, ni aun su madre.

De tales herencias un carácter complicado surge, obscuramente al principio, con miste­riosos sobresaltos y singulares caprichos; en seguida, con ardores místicos que la hacen desear una muerte igual á la de la de las vír-

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genes mártires; luego, con vagos instintos eróticos que llenan sus labios de hormigueos, y, por último, con un ideal preciso, en el cual la suprema castidad y la suprema pasión se confunden. Su imaginación, caldeada por los ensueños y las lecturas, ve en un noble veci­no, hijo de los Hautecoeurt, su futuro compa­ñero de inefables felicidades. «Parécete — dice Zola — que la boda se verificará inmediata­mente, pues está acostumbrada á los milagros leídos en las Vidas de los Santos. Y cuando Huberíina le hace ver la realidad diciéndole que el sobrino de un poderoso obispo no pue­de casarse con una pobrecilla, precipítala en un abismo de humillaciones. Pero, aun hundi­da allí, su mente le hace creer que un milagro se realizará.» Como una virgen de miniatura de breviario, Angélica se ve á sí misma, en sueños, salvada de la obscuridad de su condi­ción por el príncipe rubio. Toda su alma, iodo su cerebro, todos sus sentidos, toda su locura, todo lo que en ella hay de misterioso y de so­brehumano, toda su naturaleza de iluminada, en fin, enciéndese en llamas de imposible de­seo. Y por una serie inverosímil de circuns-íancias, las locas imaginaciones de la virgen amorosa conviértense en realidades. El obis­po Hautecoeurt, cuya divisa legendaria reza «si Dios quiere, yo también», inclínase ante los amores de su sobrino y de la bordadora.

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jPero esperad! El cuento azul termina trágica­mente. «Se casa con la fortuna — dice el maes­tro —, se casa con la gentileza, con el poder, con la juventud: y blanquísima en su traje blanco adornado de encajes y de perlas, blan­quísima en la cima de la dicha, muere besan­do con sus labios febriles los labios de Feli­ciano.»

II

DENISA

La dulce Denisa, envuelta en su inmensa ca­bellera rubia, sonríe modestamente, y su son­risa entre los agujerillos de las mejillas y de la barba, ilumina todo su rostro, aviva todo su ser. Cuidando á sus dos hermanos con solici­tud admirable, siente, á los veinte años, pal­pitar en su pecho tranquilo un corazón de ma­dre. Sin curiosidad y sin deseo de vivir una existencia mejor, guiada sólo por el cariño fraternal, abandona el pueblo donde nació y toma el camino de París. Su prima Genoveva le da hospitalidad en el obscuro, y sucio, y frío cuarío que ocupa en la calle de la Michodiére. Con lo que gana en el «Bonheur des Dames» mantiene á su Juan y á su Pepe, y como es muy poco, muy poco, lo que produce el traba­jo de las vendedoras, los tres huérfanos de

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Valognes sufren de la más espantosa miseria. Pero Denisa sabe sufrir con valentía. Su natu­raleza serena contempla tranquilameníe el por­venir. Algo le dice que más tarde podrá sabo­rear los goces en que sueña, y que consisten en ver gozar á los demás. Porque para sí mis­ma ella nada quiere. Su propia juveníud, llena de savia amorosa, parécele una cosa inútil, puesto que jamás podrá entregarla al hombre á quien ama en secreto. ¡Está tan alio en la escala socialí Su alma loca, en efecto, no se ha prendado de uno de sus compañeros de la tienda, sino del amo mismo, del poderoso Oc­tavio Moureí. «Los ojos del patrón — dice Zola — llenáronla de amor desde el primer día. Aquel encueníro fué decisivo. Pero en tanto amor había una gran ignorancia medro­sa, algo como un susto de sí misma.» En la tienda inmensa donde se amontonan todas las tentaciones de la mujer, donde hasta en el aire hay un perfume penetrante de coquetería, don­de todo respira lujo, elegancia, chic, la humil­de muchacha va afinándose poco á poco. Al contacto frecuente de las sederías, su piel blanca se saíina; y sus gestos cobran volup­tuosa molicie en el calor perpetuo de los salo­nes de modas. Mouret no parece ni verla. Do­minado por la fiebre del comercio, agranda cada día su íienda y aumenta los surtidos de artículos femeninos, seguro de que la parisién-

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se, alucinada por tantas cosas bonitas, llegará hasta el vició, hasta el crimen, para poder comprarlas. «Para traficar mejor con los de­seos de la mujer — dice Zola — Mouret la em­briaga de atenciones: establece elevadores ca-piíonados, distribuye ramilletes de violetas, hace una sala de lectura que facilita las citas galantes, y á la formidable publicidad de los carteles, de los periódicos, de los catálogos, agrega las primas á los niños, las estampas, los juguetes, los globos de goma que, deteni­dos por un hilo, llenan á París de letreros anunciadores. Pero el comerciante, dominador del bello sexo, experimenta de pronto una de­bilidad y se siente dominado por una fuerza superior. . .» La fuerza superior es el amor, el amor de Denisa.

S í ; el poderoso amo del «Bonheur des Da-mes» está enamorado de su empleadilla, de la pálida muchacha de inmensos cabellos, de la más seria, de la menos seductora de las «ven-deuses». Porque no hay duda: entre las mil chicas que sirven en la tienda, las hay á cente­nares más bonitas, más provocativas y más jóvenes. Octavio Mouret lo sabe. Sabe tam­bién, por instinto, que la conquista de Denisa le será más difícil que la de cualquier otra mu­jer. Y á pesar de todo, vencido, emprende la campaña con promesas y galanteos, apasio­nadamente. Pero todo es en vano. La mucha-

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cha, tranquila y sana, resiste al amor. Con una dulzura inexorable responde á todas las palabras de su amo: no. Al fin Mouret le ofrece su mano. Denisa acepta con sencillez, como si fuese una cosa muy natural en el mundo que una modistilla buena y bonita se case con un millonario.

III

CRISTINA

Esta es la falsa musa. Se llama Cristina. Su tez de primavera, su seno naciente, sus cabellos negros, enloquecen, en Claudio Lau-íier, al artista y al hombre. Pero al principio el único que habla es el artista. Con un entusias­mo goloso el pintor copia la juvenil garganta, se extasía ante el talle frágil, admira los re­dondos brazos. ¡Nada más! Ella ve con exíra-ñeza á aquel chico guapo que, enconírándose solo con ella en el misíerio de su esíudio, no le pide sino que se quede quieta. Por eso pien­sa luego en él con cariño. Por eso vuelve á menudo. «Alta — dice el maesíro —, alia y bella con su pesada cabellera, tiene un aspec­to de tranquila decisión. La parte superior del rostro es de una inmensa bondad, de una in­mensa dulzura, con la frente límpida cual un espejo y la naricilla nerviosa. La sonrisa de

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los ojos ilumina el conjunto. Pero la parte in­ferior de la cara aleja la idea de ternura: la mandíbula es dura, la boca es una flor de san­gre, los dientes son fuertes. Es una planta de pasión, en la cual la savia amorosa palpita». El retrato es admirable, ¿verdad? El maestro parece complacerse de una manera muy espe­cial en presentar á sus más queridas heroínas en el instante en que los sentidos empiezan á despertarse, y en verlas ir, paso á paso, con incertidumbres ingenuas y locos aleteos, hacia la hoguera de las pasiones.

Durante largos días, Cristina, virgen, sirve de modelo para un cuadro desnudo á su ami­go, y no siente rugir en su pecho el amor por el hombre sino cuando, en la Exposición de Bellas Artes, contempla la obra del artista es­carnecida poruña hostil multitud. ¡Oh, aquella tarde! Queriendo consolarlo de la burla de los demás, corre hacia él con los brazos abiertos, y en la penumbra perfumada del crepúsculo besa ardientemente los labios amados.

Al sentirse mujer, Cristina, con su carácter franco, comprende que no puede continuar vi­viendo en casa de madama Vanzade, donde la tienen por una niña. No, no puede; no quie­re. Claro que no le sería difícil ni esconder sus amores ni hacérselos perdonar confesán­dolos. Pero no. Su frente se enturbia á la sola idea de una humillación ó de una mentira. Con

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su pintor huye, pues, á Benencourt para ado­rarlo en el tibio secreto del campo.

He dicho mal. No es el pintor, sino el hom­bre, el que huye. En la puerta de la alcoba ha muerto el artista. Y la mala musa, la mujer egoistamente amorosa, siente un inmenso or­gullo al convencerse de ello. La pintura le pa­recía una rival. Sin genio y sin ensueños, Claudio aníójasela más «suyo». Su egoísmo eróíico es tan grande como su amor, su amor proceloso, su encrespado amor de océano, ante el cual todo se borra de su alma, hasta el sentimiento de la maternidad. Porque Crisíina no es madre sino de una manera maíerial. En el fondo no es más que amante.

Claudio, en cambio, después de la embria­guez de los sentidos, vuelve á amar su arte. Los celos femeninos nacen entonces. «En el alma de ella — dice Zola — el insaciable amor ruge siempre. Ella no deja de ser la carne de pasión, el deleite de los labios rojos y san­grientos.»

El despego de Claudio la hace sufrir tortu­ras casi físicas. En su desesperanza llega á odiar el arte, hasta el punto de decirse que preferiría tener como rival á una mujer.

Para consolarla, Claudio se casa con ella; pero el consuelo es pálido, y la fogosa aman­te siente, al volver de la alcaldía, la sensación de regresar de un eníierro — el eníierro de su

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amor, de su juventud, de su goce. Y con un alma doliente, vive sufriendo en la monotonía del olvido, hasta que, una mañana, el suicidio de su marido la sacude con violencia trágica.

IV

N A N A

Hela aquí. El fru frú de sus ira jes de seda y el perfume de sus cabellos, anuncian desde le­jos su llegada. Es la flor del rosal cárdeno. Es la mosca de oro. «La crónica de Fauchery — dice Zola — era la historia de una mujer, hija de cuatro ó cinco generaciones de borrachos, de sangre corrompida por largas herencias de miseria y vino, y que se transformaban en ella en un desarreglo nervioso sexual. Arro­jada al arroyo parisiense, alta, bella, de her­mosas carnes, cual planta del estercolero, pa­recía hecha para vengar á los miserables de los cuales procedía. Con ella, la podredum­bre que fermenta en el pueblo subía hasta la aristocracia para encanallarla. Sin quererlo, sin saberlo, llegaba á ser un elemento, una fuerza de la Naturaleza, un fermento de des­trucción, corrompiendo y desorganizándolo todo. Al fin del artículo hallábase la compara­ción de la mosca; una mosca del color del

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sol, escapada de la inmundicia; una mosca que chupaba la muerte de las carnes podridas y abandonadas en los caminos, y que des­pués, volando, con sus reflejos de pedrería, envenenaba á los hombres sólo con posarse en ellos.» Fauchery era un moralista. Si hu­biese sido un pintor, en vez de un símbolo ho­rrible habría visto en ella una imagen seduc­tora, con su cabellera de oro, su piel de raso, su naricilla picaresca y sus ojos fosforescen­tes. Si hubiera sido escultor, lo que en ella le hubiese llamado la atención habría sido la es­belta estatua viva. Si hubiera sido poeta, en fin, poeta y amante, habríase dejado alucinar por todo lo que en su vida, en su alma, en su cerebro, es capricho, fiebre, locura, voluptuo­sidad, tristeza, gracia, coquetería, vicio, inde­pendencia, instinto libre é inconsciente inge­nuidad. Porque no hay ceguera más grande que aquella del moralista que sólo ve en la cor­tesana moderna un ser de cálculo y de lujo.

Nana es el símbolo de la corrupción áurea. A los veiníe años, después de haber vivido con unos cuantos protectores cosmopolitas, aparece una noche vestida de su blancura, coronada de sus cabellos, y triunfa en el esce­nario de Variedades, sin talento y sin voz, sólo con el prestigio dominador dé su belleza rubia y de su sonrisa provocante. Una jauría de hombres sigue sus huellas, y ella, segura

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del porvenir, comprende entonces que podrá escoger, y ser exigente, y ser desdeñosa, y ser cruel — y también, á veces, ser buena, sonreír, acariciar y morirse de amor en un beso sin precio. — «Siempre convencida de su superioridad sobre las gentes honradas que la aburren — dice Zola —, hace daño con la más perfecta inconsciencia.» Jorge Hugon la gusta, como la gusta luego su hermano Fe­lipe Hugon. Que de ese doble amorcillo pue­da surgir un drama fraternal, ni siquiera se lo imagina. No es ella, pues, sino la vida mis­ma, la que es cruel. En sus relaciones con Fontan, que la maltrata, muéstrase apasiona­da sin interés. El mismo maestro, más ade­lante dice: «Nana es, ante todo, una buena muchacha. Las tristezas á su derredor la ha­cen llorar, y cuando cree que ha sido dura con sus criados, les pide perdón.» Su maldad tiene algo de rencor evangélico. Es mala con los ricos, con los nobles, con los que le pare­cen opresores del pueblo. Es mala con Muf-fat; es mala con Vaudenures; es mala con Síeiner; es mala con los que la compran como un objeto de lujo ó como un veneno indis­pensable para sus vicios. Pero no lo es con Saíin ni con sus demás beguins.

Después de dominar á París, de tener pala­cios, de devorar fortunas, de precipitar fami­lias enteras en la ruina y en la desesperación,

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una noche, de repente, cae enferma. La página de su muerte es espantosa. «Va á morir como una bestia putrefacta» — dice Zola —. Después de una ruidosa exhibición en el teatro de la Gaité, en el papel de Melusina, después de un viaje por Oriente, cae enferma en un cuarto del hotel y sucumbe, sola, entre pústulas he­diondas.

V

CLORINDA

No creo que Clorinda tenga, entre los lecto­res del maestro, un gran número de admirado­res. Su figura, en medio de tantas otras tan brillantes, parece pálida. Empero es quizás la más bella de todas, la más bella de un modo plástico por lo menos. «No tiene defectos», dice alguien hablando de su físico. Lo malo es que carece de chic. Se viste sin la ciencia consumada de las parisienses y bajo los ár­boles del bosque, en las tardes primaverales, sus trajes, algo ridículos, hacen de ella una imagen á la vez divina y ridicula. ¿Qué no es noble en ella? Su generosidad de unos días es tan grande como su avaricia de oíros; su mis­ticismo camina á la par de su insíinto libertino; su ambición, en fin, es tan enorme como su modestia. Mas de todo resulta necesario su-

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primir lo pálido, lo honrado, lo humilde, que no es sino máscara para dejar lo otro, que es lo real. Y no hay duda: lo otro es grandioso. En una época de orden, parece una hija de la leyenda aventurera de siglos más pintorescos, venida de Italia para conquistar, como Maza­rme, el supremo poder en Francia. Con moda­les singulares, pareciendo alocada, chocando, seduciendo, inquietando, sigue por encima de todo escrúpulo, la línea que su voluntad se tra­za con objeto de llegar á un rico matrimonio. Su excelencia Eugenio Rougon parécela una presa digna de los halcones de su deseo. jCómo no ha de enloquecerlo, siendo tan bella! ¡Cómo no ha de conquistarlo, siendo tan hábil! ¡Oh! Pero él lo es más. ¿Lo es más ó lo es menos? Lo es más, porque escapa á la seductora diabólica y la obliga á casarse con un pobre hombre sin talento. Lo es menos, porque no adivina que aquella mujer es capaz, teniendo un marido, de hacerlo triunfar á pe­sar de todo. ¡Y cuánta elegancia en la vengan­za! Allí se ve la sangre florentina que corre por sus venas azules bajo el alba seda de su epi­dermis. Sus intrigas hacen que el Emperador dé el gobierno á su enemigo. Viéndole en el poder, se acerca á él y le dice: «Te he hecho subir para precipitarte en seguida al abismo.» Al día siguiente cambia el Ministerio, en efec­to, y reemplaza á su excelencia Eugenio Rou-

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gon, el marido de Clorinda. «Ya ves que no es más pobre que tú» — termina diciendo. Y des­pués de tres años de intrigas llama de nuevo al poder, sonriendo divinamente, á su excelen­cia Eugenio Rougon.

VI

CLOTILDE

¿Os recordáis de aquella chiquilla á quien Angela Sicardoí no quiere abandonar, y que después de un viaje por el Mediodía va á vivir en casa de su tío? En «La Curé» la dejamos casi en pañales. En el «Docteur Pascal» la en­contramos luego creciendo libremente, como una planta silvestre. «A la edad ingrata — dice el maestro —de los doce á los dieciocho años, parece demasiado alta. Sin esbeltez, trepa á los árboles cual un muchacho.» Pero de pron­to, por obra de hechicería, comienza el cuerpo á adelgazarse, se afina la cintura y surge, poco á poco^del bloque sin cultura de mármol co­lor de rosa, la más seductora estatua de vo­luptuosidad. Oid cómo la describe Zola: «Tie­ne la cabellera rubia, cortada hasta la nuca, un perfil exquisito y serio; la frente recta, los ojos azul celeste, la barbilla carnosa y la nariz de­licada. Su cuello es de una blancura de leche

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entre el oro loco de los cabellos que revolo­tean á su alrededor.»

. . . Ya tiene veinticinco años. jPero es tan ignorante! Lo único que sabe es leer y escri­bir. Sólo que en esto, como en el desarrollo plástico, una sorpresa nos espera. De pronto comienza á saber, á saber mucho, á estudiar, á meditar, y cuando menos se piensa, ya está ayudando á su sabio tío, el doctor Pascal, en sus labores científicas.

¡Qué admirable es el cuadro que nos hace ver, uno frente á otro, á estos dos seres uni­dos por el destino, á pesar de sus edades! Ella, la niña cristiana que se acuerda con ínti­ma ternura de las oraciones que le enseñó su nodriza Martina, querría conquistar para el Señor Jesucristo, el alma incrédula de su tío. «Sueña — dice Zola — en desfruir el pensa­miento de su maestro, en aniquilar las obras que hieren su fe católica y se hace cómplice de los cobardes designios de su abuela Felici­té. Pero sorprendida por el doctor en el mo­mento en que pilla sus manuscritos, se siente dominada, domada, por la voluntad viril y se arroja en brazos de los hechos, de la verdad desnuda, de la execrable realidad que revolu­cionara todo su ser y la diera una formidable lección de vida.»

La reconquista del alma de Clotilde es de una belleza simbólica inolvidable. La antigua

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enemiga se hace sumisa discípula. En las no­ches estudiosas, bajo la luz de la lámpara, ante los libros de ciencia, las dos cabezas se aproximan y los cabellos blancos del sabio se confunden con los cabellos rubios de la con­vertida. Luego los labios también se acercan, temblorosos, en un beso fecundo.

VII

MATILDE JABOUILLE

Un retrato goyesco. «Tiene treinta anos, es morena; su rostro chato aparece flaquísimo, con sus ojos de pasión y sus párpados azula­dos. Su reir enseña huecos negros de la boca, en los cuales faltan dientes. Es inquietante de fealdad. Un perfume fuerte emana de ella: perfume que impregna su cabellera, su falda, todo su ser. Diríase que su aliento es de men­ta y de pimienta. Dicen que fueron los curas los que la casaron con Jabouille el herborista; y, en efecto, suelen verse vagas sombras de sotanas en el misterio de su tienda, do reina una discreta penumbra de claustro y un silen­cio de sacristía, donde las devotas hablan quedo, cual en el confesonario, haciendo sus compras, que meten en el fondo de sus sacos, bajando la cabeza.»

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¿Verdad que es un capricho? Pero oid las otras dos partes, pues cual una trágica come­dia ó cual una pintura mural, esta historia gro­tesca se divide en tres panneaux.

Jabouille, extenuado, muere. La viuda, in­consolable, lo reemplaza, sin ir á la Vicaría, con sus dos empleados, Mahondeau y Chaine. Un día, sin embargo, un hombre la seduce. Es jory, que parece «una gallina gorda», y que tiene «una nariz rosada y oleaginosa». Con él se escapa la herborista, ya rica.

Después de seis meses de idilio ilícito, la viuda de Jabouille consiente casarse con su raptor.

Tercer cuadro: «Desde entonces una esposa autoritaria, hambrienta de respeto, devorada por la ambición, reemplaza en ella á la an­tigua impúdica; ni siquiera engaña á su nuevo marido. Una virtud agria la domina. Está gor­da, es redonda; parece una salchicha.»

VIII

FELICITÉ

Felicité, la viejecita seca y morena que re­corre á pasos rápidos las calles de Plassans y en la cual nadie para mientes, es una lección de energía. Durante veinticinco años lucha

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por la riqueza en el comercio. La suerte la vence. No importa. Su ideal es ser rica, ser po­derosa, ser respetada, ser temida, ser temible. «¡Lo seré!» — dice —. Y no hay que reírsele ella. A pesar de que su marido es un persona­je nulo, incapaz de conquistar la fortuna; á pe­sar de que sólo le quedan unos 2,000 francos de renta anuales; á pesar de todo y todos, está segura de que logrará ser poderosa. Para con­seguirlo tiene la voluntad.

Con paciencia ve crecer á sus hijos, bus­cando entre ellos el instrumento de su ambi­ción. Desde luego, Pascal, el doctor, no le sirve. Es un idealista loco, que cree en la Ciencia y en la Humanidad. ¡Bueno! Pero que­dan otros dos: un abogado y un funcionario, ambos «utilizables». Y pasan los años, los años, los años. . ., y nada llega. No importa. Felicité no envejece; con sus ojos feroces con­templa las ventanas suntuosas de la casa del agente fiscal. «¡Ah! ¡Reemplazarlo!» Estalla la Revolución del 48. ¿No habrá algo? No. . . nada. Mas he aquí el golpe de Estado de Na­poleón III, los fusilamientos, los motines, la resistencia, la lucha por la libertad. Todo lo noble perece. De las ruinas surge, al fin, la fortuna de la viejecita, que supo esperar con avidez. La agencia fiscal es de ella, de su fa­milia. Desde entonces cada día ve crecer su prestigio.

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A la tía, que con su idiotez entristece la casa, la encierra en un manicomio. A Francis­co Muset, el amigo del «pueblo canalla», lo precipita en la locura y lo hace suprimir en un arrebato; y entre tanto su hijo allá en París, sube hasta el Ministerio. A los ochenta años es la más poderosa y la más elegante mujer de la ciudad. La guerra y los desastres au­mentan su riqueza. Ella sabe entonces renun­ciar á la lucha y retirarse lo mismo que la Emperatriz Eugenia, haciendo gestos de due­lo. Sólo una pasión subsiste en su alma, y es el deseo de destruir los papeles, en los cuales, con paciencia de coleccionista, su hijo, el doc­tor Pascal, ha reunido durante veinte años de trabajo, todos los documentos fisiológicos so­bre la familia de los Rougon. Una criada la ayuda. Y así, viendo, al fin, arder en una in­mensa llama los manuscritos de su hijo el sa­bio, siente, ya en las puertas de la muerte, la suprema dicha de salvar á su familia de la ver dad cruel de la historia científica.

IX

CATALINA

Catalina no merece el horror con que se la considera. Es la mujer inconsciente, apacible,

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que recibe los golpes y las caricias de su due­ño con igual serenidad. A la pobre la gusta Lautier, pero como el que la llama es otro, se resigna. «Es mi hombre» — dice — . Y su «hombre», su Chaval, le da todos los días su ración de patadas; la hace trabajar para po­der beber; la deja enflaquecer de hambre. jEs su hombre! Por eso lo defiende arriesgando su propia vida el día del motín de los mineros. Por eso pena y suda llevando carbón para maníenerlo. ¡Oh! Y esía no es una robusta hija de las montañas negras. «Delgadilla á los quince años -— dice el maestro — , tiene el pelo rojizo, la boca algo grande, los dientes admirables, la tez pálida.» Su cuerpo es blan­quísimo. Vestida de minera, con su calzón y su gorro, parece un pobre hombrecito melan­cólico y suave.

X

GERVASIA

Una figura de infierno: Gervasia. «Concebi­da en la borrachera — dice Zola —, tiene la pierna derecha enferma; es flacucha, muy páli­da, y su madre, que adora los licores, la sónde­te al régimen del aguardiente. Ya grande, si­gue siendo delgada y frágil, con un delicioso rostro de muñeca, un rostro redondo y pálido

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de una exquisita delicadeza. Su cojera es casi una gracia: su talle se inclina hacia un lado á cadapaso con unsuave vaivén.» Esta debilidad física no la impide ser precoz en todo, ganar su vida á los doce años, tener un hijo á los ca­torce. Después de éste vienen otros dos frutos de su amor. Hela aquí á los veintidós años tres veces madre, abandonada por su amante y dispuesta á no volverse á emborrachar. Lo único que desea es trabajar para comer — ¡oh! ¡nada más que un mendrugo! — y para dar de comer á sus chiquillos. La Sra. Fauconier, lavandera, la emplea, y Coupeau se casa con ella, no porque sea guapo, ni trabajador, ni nada, sino porque la pobre no sabe decir «no». ¡Otro hijo! Pero Gervasia, para que nada falte, lava durante doce horas diarias, mientras su marido, por su parte, es un modelo de obre­ros. Un día Coupeau se rompe una pierna, abandona el trabajo, comienza á beber. Ger­vasia pone, gracias á lo que un admirador cas­to la presta, una tienda de planchadora. ¡Con cuantas ilusiones se instala! Pagará poco á poco, dando un luis cada mes, y economizará algo, y educará bien á los chicos. . . Pero, ¡ay!, la realidad es una cruel contradictora. La vida horrible de degeneración, de lento decli­ve comienza. El drama es de una monótona tristeza. El marido se emborracha. Ella lucha. Al fin se emborracha también. Vuelve á ser

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obrera. Sólo que es tarde. ¡Ya ni eso pue­de! Y después de lavar el suelo en una casa, después de dormir entre las inmundicias de una caballeriza, después de apurar lo invero­símil de la ignominia, se va á la fosa común, llevada por Bazouge, el eníerrador que tanto miedo la inspirara en su niñez.

XI

TANTE DIDE

Esta desdeñada es la madre de todas. Es la primera. Por eso, en nuestras imaginaciones, resulta la última.

¡Tante Dide! De ella salen todas las ramas del árbol. Es la abuela de la familia, la fuente de todas esas vidas de Rougons y de Mac-quarís, el antro obscuro de donde se lanzan en vuelo misterioso, para llenar el siglo, los más exíraños, los más locos, los más estupendos personajes de la vida imaginativa. Es el viejo tronco del árbol. Y así, rugosa como un tron­co, vieja como un roble, la vemos en El doc­tor Pascal, á la edad de ciento cuatro años, olvidada cual una cosa inútil en un rincón de la vida, ya sin juicio ni voluntad, pudiendo pa­sar horas y horas quieta, momificada, pare­ciendo una muerta que aún funciona, siendo

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un organismo del cual ya se ha ido iodo, todo (el alma, la sangre, la memoria), y que, sin embargo, aún digiere y se mueve y ve con ojos fijos.

Pero si ella yace inanimada esperando el choque que va á devolverla un día la razón durante algunos minutos para hacerla morir contemplando el pasado trágico; si nada en ella se mueve, en cambio, ¡cuántas vidas pal­pitan en el mundo que no son sino ramificacio­nes de su vida! Los Rougons son sus hijos le­gítimos. Los Macquarís son sus bastardos. Aquellos fueron engendrados por un robusto y plácido jardinero. Estos tienen como padre á un contrabandista alcohólico. Pero ahora, en la vida, unos y otros se mezclan y se confun­den, habiendo pasado por ella, por Tante Dide, por la yema simbólica, por el crisol de feminidad triunfante.

¡Y quién hubiera dicho que iba á durar tan­to! A los cuarenta años, en efecto, ya parecía decrépita. Sus nervios la hacían víctima de los ataques más espantosos. Pedro Macquarí, para precipitar su fin, la despoja de su fortu­na, y Pierre Rougon la bruíaliza con el mis­mo objeto. Pero ella no se quiere ir. Y cuando ya casi todos sus nietos han desaparecido, continúa en su butaca, inmóvil, grave, triste, como un testigo de las más grandes ignomi­nias humanas.

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EL ARTE DE TRABAJAR

LA PROSA ARTÍSTICA

LA publicación de un libro de Valle Inclán hace hablar en estos momentos del arte

de trabajar la prosa con amoroso cariño de artífice. Unos dicen: — «¡Labor inútil!» — Y estos son los más. Pero, afortunadamenfe, hay ya otros que responden: — «Labor fecun­da entre todas.» Y estos, que sin duda no constituyen en nuestra literatura perezosa sino una ínfima minoría, tienen la ventaja de repre­sentar el porvenir.

El arte literario, en efecto, lejos de acer­carse cada día más á las ideas, corre hacia la forma. Es un aríe, quizás, el aríe por exce­lencia, el único, en todo caso, que dispo­ne de la línea, del color y del riímo. Es el arte emocional y sugesíivo. Todo lo abarca. Contiene la substancia entera del Universo.

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Pero la contiene en belleza y esto es lo que no quieren comprender esos espíritus grose­ros que sólo piden al literato que «diga cosas», que «tenga ideas», como si el arte tuviese algo más que su propia gracia y su propia di­vinidad.

Me diréis: — La teoría del arte por el arte está des­

acreditada. Es cierto. ¿Y sabéis por qué?, por ser una

teoría. El arte debe ser el arte sin teorías como la

belleza es la belleza; como el amor es el amor; como la vida es la vida.

Pero esto, ¡ohí Baroja, no lo podéis com­prender vosotros los pesados cultivadores de la rutina; vosotros lps que creéis que se escri­be para decir algo, vosotros los que ignoráis que una página bella no tiene más deberes que una bella rosa; vosotros los que sólo conside­ráis la frase como un vehículo; vosotros los lamentables irreligiosos de la gran religión del ritmo.

Y á vosotros nada os digo.

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Para vosotros los artistas, los que traba­jáis la frase con meticuloso cariño de orfebres y que conocéis, por experiencia, el exqui­sito dolor de escribir, tengo una confesión

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conmovedora. El penitente se llama Camille Lemonnier. Y ese hombre tan fuerte, ese tan sano, tan lozano estilista, ese robusto literato cuya prosa corre en rápidos caudales, no es, en el fondo, sino un atormentado del mal de escribir. Cada línea suya surge, con lento giro, de un penoso trabajo. Su varonil fecun­didad, la «altiva y rústica frescura» que tanto se elogia en sus novelas, es el producto de ímprobos esfuerzos. Oid lo que él mismo dice: «Escribo de pie, ante un alto pupitre, trituran­do cada frase, congestionado, sudoroso, dan­do patadas de desesperación ante las palabras que huyen. Porque para decir una cosa no hay dos voces. Sólo hay una. Yo desconfío del que, cambiando de asunto, es incapaz de cambiar los signos representaíivos. Si se tra­ta del verano las palabras serán claras, lige­ras. Pero eso es inútil para describir los silen­cios helados del invierno. El estilo es un ritmo y ese ritmo es el movimiento mismo de mi alma en correspondencia con el universo.» Para conseguir esta riqueza de vocabulario, Lemonnier nos aconseja que leamos mucho, pero no ya los libros clásicos de nuestra len­gua, sino los áridos Diccionarios. «Para mí, confiesa, esta lectura diaria ha sido siempre un manantial exquisito de goces, un constante renuevo de mis recursos de sensibilidad, el te­soro inagotable de la elocuencia humana.»

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Este amor del estudio minucioso de la lengua, que en España parece nimio, inútil y aun ri­dículo, es quizás el principio de todas las per­fecciones del arte literario de los franceses. Cultivando de un modo estético y no gramati­cal los materiales de la construcción del esti­lo, los han afinado; y sirviéndose de todas las palabras han impedido la formación del in­menso lago muerto que, entre nosotros, for­man los vocablos anticuados. Luego las exi­gencias de la expresión han ido ampliando las significaciones y los empleos. «Las vo­ces — dice Remy de Gourmont — son signos aptos para todo: uno mismo, es ya verbo, ya adverbio; ahora sustantivo, luego adjetivo.» Eso en Francia, se entiende. En España, no. En América, tampoco. Nuestros gramáticos, siendo poco artistas, han secado la fuente viva de nuestra lengua literaria, obligándonos á no salir de moldes tradicionales. Por eso somos nosotros en el mundo los únicos que no pode­mos decir que «el idioma es como un bosque donde, al lado de lo definido, hay lo que cre­ce, lo que se forma, lo que viene con la nue­va savia.» No; nosotros no podemos decir­lo. Nuestros tiranos (los Cejador, los Balart, los Cuervo), han empleado su ciencia en dis­minuir el tesoro heredado, suprimiendo las hojas secas á pesar de sus lindos matices des­fallecientes, y en impedir la formación de nue-

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vos tesoros, poniendo vallas para que lo nue­vo no pueda entrar. Y si esto han hecho con el vocabulario, peor aún se han portado con la forma, con la plástica, con el ritmo. La úni­ca música por ellos aceptada es la del amplio período clásico. En cuanto á las modernas y caprichosas maneras harmónicas, prohibidas. La frase corta, nerviosa y desarticulada, la frase que salta, y ríe, y goza, prohibida. Y prohibidas también la frase mármol á lo Saint-Víctor, la frase color á lo Flaubert, la frase orquesta á lo d'Annuzio. Todo eso es «deca­dente», «exótico» ó «afectado». Lo único cas­tizo, según nuestros maestros, es la tibia y larga frase llena de incidentes y de eslabones. «Es el estilo gramatical», dicen. S í ; está bien. Pero con estilos así es imposible llegar á pro­ducir obras cual las del divino Loti, para quien «la palabra más pura es la más harmónica» y que sabe proclamar «que la gramática y la belleza son enemigas»

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Muchas veces, entrisíecido por la ruíina del estilo castellano, he pensado en publicar un li-brito con el título de Imitación de Nuestro Se­ñor Flaubert. En él referiría, sin orden ni mé­todo, las anécdotas sobre la manera de escri­bir del autor de Sal ambo, sirviéndome lo más posible de sus propias confidencias. Los que

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elogian la facilidad como un mérito y se incli­nan ante el estilo fácil cual ante una vir­tud, verían en esa obrilla que el más grande de los escritores del siglo xix fué un mártir del trabajo.

No hay idea, en efecto, de las penas que pasaba el maestro para dar vida á una página. Su más íntimo amigo asegura haberle visto á menudo «leer cinco ó seis volúmenes para es­cribir una frase». Antes de comenzar la leyen­da de San Julián el Hospitalario, estudió to­das las obras de montería que pudo encontrar. «Yo mismo le envié, dice du Camp, desde los tomos de Gastón Phoebus hasta el Diccionario de la caza, de Baudrillard.» Y nada es esto si se compara con lo que para preparar la Ten­tación de San Antonio, tuvo que hacer. «Lle­vo años, escribe él mismo, leyendo á los Pa­dres de la Iglesia, compulsando colecciones de actas de concilios y estudiando escolásti­cos.» A Guy de Maupassant, que se espantaba de tal paciencia, le decía: «Has olvidado que, según el mismo Chateaubriand, el talento no es sino una larga paciencia.» jGrandísima era la suya! Para escribir las treinta páginas de Herodiade, empleó novecientas horas. Más meticuloso que todos sus compañeros, creía que no existe para cada cosa sino una palabra que la exprese, un adjetivo que la ca­lifique, un verbo que la anime. Y era inútil

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tratar de probarle lo contrario. «Cuando escri­bía, hacíalo lentamente, dice Maupassant, de­teniéndose sin cesar, recomenzando mil ve­ces, borrando, corrigiendo, llenando de notas los márgenes, poniendo palabras sobre las pa­labras, ennegreciendo cincuenta cuartillas an­tes de terminar una; y en esta labor juraba y sudaba como un herrero.» El mismo Flaubert, en una carta á los Goncourí, les dice: «Me levanto á las doce del día y me acuesto á las tres de la madrugada. Apenas si veo la luz del cielo, cosa odiosa en invierno. Yo no sé dis­tinguir los días de la semana. Desde hace un mes he leído y analizado la Retirada de los Diez Mil, seis tratados de Plutarco y el gran himno de Ceres en el texto griego de las poe­sías homéricas. Además para distraerme, leo Taharin al acostarme. El capííulo primero me ha ocupado dos meses y hoy lo he roto, por­que no lo hallé perfecto.» ¿De qué libro se tra­ta? Lo mismo da. Todos fueron escritos con igual cuidado de la belleza plástica y musical, musical sobre todo, pues, según lo confiesa en una carta, Flaubert hacía sus frases para ser recitadas en alta voz. «Para probar la pá­gina ya hecha, dice, me la grito. Si está mal, no aguanta el ensayo; me oprime el pecho, me aumenta los latidos del corazón y se pone fuera de las condiciones necesarias para vi­vir.» Así analizadas, sus cuartillas iban más á

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menudo al cesto que á la imprenta. Todas te­nían algún defecío. Era menester hacerlas de nuevo. Y cuando estaban rehechas, aún te­nían que ser corregidas, limadas, expurgadas. Con tal método, no es nada extraño que el maestro escribiese un día á su amigo Máxime du Camp: «Estoy pereciendo de cansancio. Este mes he escrito veinte páginas, lo que es enorme para mí.» En su adoración por las palabras, llegaba á pensar que cada una de ellas tiene un alma, una belleza, un sis­tema nervioso. Unas le parecían rubias, otras morenas, estas flacas, aquellas robustas, las de aquí alegres, las de allá tristes. La teoría del color de las vocales, ya la adivina­ba él cuando, al describir espectáculos de claridad, de pureza, quejábase de lo negro que son ciertos sonidos. Los auxiliares, pare­cíanle cosas inútiles y molestas. Los «que», los «por», los «estar», los «ser», todo lo que tiene que repetirse mucho, sacábale de sus ca­sillas. Su ensueño consistía en encontrar una lengua que fuese todo de gemas y de gamas. Buscándola murió de un ataque de congestión cerebral, una mañana de primavera, después de haber trabajado seis horas seguidas.

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Otro de los maestros que, desde este punto de vista merecen ser señalados como ejemplos

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á los jóvenes artistas de nuestra lengua, es Baudelaire.

Con un entusiasmo inquebrantable, este ma­ravilloso poeía proclamó siempre la suprema­cía del arte literario sobre los demás aríes, asegurando que es más rico en ritmos que la música, más abundante en matices que la pin­tura y más dueño de las líneas que la estatua­ria. Dando consejos á Cladel joven, decíale:

— El escritor es el hombre por excelencia, el gran obrero. Al escribir dibuja, pinta, graba, burila, esmalta, pule, esculpe, ama, odia, lo hace todo, no haciendo sino una cosa, llena sus diversas funciones ejerciendo una sola. Es lo universal. Es Pan. Es , en fin, entre los ar­tistas, el Rey.

Luego le recomendaba que, para llegar á ser grande en ese arte superior, estudiase el Diccionario y leyese catálogos de Aríes y Oficios.

En aquella época de romanticismo y de grandilocuencia, tal recomendación resulta­ba extraña. Hoy, por el contrario, parece muy juiciosa. En su Estética de la lengua france­sa, Remy de Qourmont asegura que «el estu­dio de la lengua de los oficios podría reempla­zar el del griego»; y José María de Heredia dice que «nunca los Tres Mosqueteros, le in­teresaron tanto como la lectura de un vocabu­lario de piedras preciosas ó de metales.»

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En 1868, Teófilo Gautier se quejaba de que su lengua tan bella en las obras de alta elo­cuencia, fuese inapta para expresar los deta­lles de la vida moderna. Algo más tarde los Goncourí, los Flaubert, los Baudelaire lleva­ron á su último límite la perfección de la frase. Este último creó el «poema en prosa», la prosa rítmica, la que hoy emplean Maeterlinck y d'Annunzio, la prosa musical, pero sin rima, bastante flexible para adaptarse á los movi­mientos líricos del alma, á las ondulaciones de las soñaciones, á los sobresalíos del amor. En estos poemas sin verso, es donde el maes­tro empleó con más frecuencia las palabras polisilábicas y amplias que tanto gustaban á Gautier, y que le hacían pensar en sentimien­tos expresados con rubíes, zafiros ó esmeral­das. Con un arfe infinito hacía entrar las ali­teraciones, antes reservadas á la poesía, en tales obras.

Las imágenes se desprenden de los «como», de los «parece», de los «diríase», de todo lo que en los períodos comunes hace más pesa­do su vuelo. En cuadros diminutos cual un so­neto, los más raros paisajes aparecen embal­samados por perfumes penetrantes y anima­dos por músicas lejanas. Viéndolos se com­prende que su creador haya tenido la convic­ción de que la literatura es un arte que los compendia todos.

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Tanto Baudelaire como Flaubert, dejaron una obra reducida después de haber trabajado muchos años. Es natural y es fatal. Lo so­brenatural es pensar que Balzac, de quien te­nemos cien volúmenes, Renán, cuya produc­ción fué enorme, Taine, que llena un estante de biblioteca, y los Goncourí que ofrecen un catálogo nutridísimo, hayan tenido en alto gra­do la preocupación de corregir sus frases con una meticulosidad casi enfermiza. De Balzac el mejor testimonio son las pruebas de sus li­bros. ¡Pobres cajistas! En una sola página de Louis Lambert que tengo á la vista, cuento la mitad de las palabras cambiadas. Y esta pági­na, según parece, no es una de las más co­rregidas. Gauíier describe otras pruebas del gran novelista, como sigue: «Líneas, líneas, líneas que paríen de todas las palabras hacia las márgenes á derecha é izquierda, arriba y abajo, conduciendo intercalaciones, incisos, cambios, supresiones, aumentos. Al cabo de unas cuantas horas de trabajo. Diríase un fue­go de artificio pintado por un niño. Del texto salen cohetes que estallan en palabras manus­critas. Y son cruces y sobrecruces, y estrellas, y soles y cifras árabes ó romanas, y letras griegas y toda clase de signos. Como las márgenes no bastan, pega pedazos de papel con obleas, sigue corrigiendo, corrigiendo.»

Y, sin embargo, puede decirse, la prosa de

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Balzac no tiene nada de artística. S í . Pero por lo mismo preciso es temblar pensando que el genial novelista pudo haber sido, como tantos en su época, poco amigo de corregir.

En cuanto á Renán, ya se nota en sus libros que aquella deliciosa lengua no está escrita con facilidad. |Es tan perfecta! Por sus ma­nuscritos, que Veuillot nos presenta, vemos que corregía sin cesar, cambiando hasta diez ó doce veces cada línea, cada frase. Nada parecíale definitivo. Apenas había escrito una palabra, otra, más propia, más harmónica, presentábase á su memoria. Tras esta venía una tercera. Y una vez las tres allí, la lucha principiaba. El gusto refinadísimo del gran escritor hacía que triunfase la más bella. Por­que Renán, aunque por orgullo de sabio lo ocultara, tenía, como Flaubert, como Baude-laire, como Mallarmé, el más supersticioso amor de las palabras en sí mismas, por sus sonoridades peculiares, por el brillo evocador de sus sílabas, por su estructura plástica. Esas delicadezas de matiz que en sus obras admiramos, vienen de allí. De allí, también las gracias, las esbelteces, las ondulaciones de sus párrafos esculturales.

Taine, que no fué tal vez un gran filósofo, pero que fué, en cambio, un mago de la prosa, dijo: «Un escritor necesita quince años de tra­bajo ímprobo antes de llegar á escribir, no

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digo con genio, pues esto no se aprende, sino con claridad y pureza. Necesario es, en efec­to, sondar y profundizar diez ó doce mil pala­bras y expresiones diversas, anotando sus orígenes, su filiación, sus alianzas.» Esto hace pensar en que, según Fagueí, «Víctor Hugo no íuvo genio sino á los cuarenía años». En todo caso lo cierto es que Taine mismo no tuvo es­tilo sino ya muy entrado en años. Al principio de su vida lo único que pareció interesarle era el fondo. El buen Sarcey, que le conoció en la Escuela Normal, siendo ambos esíudianíes de Retórica, dice que «escribía por medio de sig­nos algebraicos para expresar lo más seca-meníe sus ideas». Luego, comprendiendo que no es posible influir en las almas, si no se se­duce la imaginación por medio del estilo, de­cidióse á tener uno. ¡Ah! Y lo tuvo admirable, probando así que Flaubert no emitía una sim­ple paradoja al decir que hasta el genio es cuestión de paciencia.

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Pero si todos estos y otros muchos escrito­res de los cuales habla doctamente en su libro sobre los prosistas el crííico G. Abell han ira-bajado con un arte extremado la lengua, nadie tanfo como los Goncourí que vivieron por el aríe y para el arte. Porque Flaubert mismo te­nía odios, pasiones, perezas, desesperanzas,

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Los Goncourt, no. Casi no fueron hombres. Fueron literatos. No adoraron sino las letras. Escribieron siempre con el mismo ardor, con la misma paciencia. Y lo que no fué literatura, belleza escrita, impresión estética, no les inte­resó nunca. Las pasiones más fuertes y los más grandes espectáculos, el amor y el mar, una agonía de tísico y una puesta de sol, las flores, las sonrisas, las palideces, los claros de luna, la luz, las lágrimas, las miradas, todo, en fin, todo lo humano y todo lo divino, se redujo para ellos á temas literarios. «Es preciso — dijeron al principio de su carre­ra — abstraerse de las tristezas, de los fasti­dios, de las tribulaciones y de las angustias de la existencia para llegar á la serenidad ce­rebral propicia á la labor.» Cuvier había dicho que el genio no es sino el esfuerzo de una in­teligencia clara, y Sfhendal había asegurado que no hay más que desearlo para ser genial. Los Goncourt lo probaron. Huyendo de la imaginación y de la fantasía, ejecutaron un trabajo de benedictinos. En sus obras se ve el triunfo del detalle. Uno de ellos dijo al pintar la labor del otro: «Aun le veo leyendo las cuartillas escritas en común y que al principio no nos habían satisfecho; le veo limarlas, pu­lirlas durante días eníeros con una paciencia irritable, cambiando aquí un epíteto, allá una frase mal rimada, más allá un giro seco; le

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veo fatigándose y usándose el cerebro en bus­ca de esa perfección tan difícil, tan imposible de alcanzar con nuestra lengua francesa en la expresión de sensaciones y de cosas moder­nas. Después de tal labor quedábase como muerto en un sofá. Sólo tenía vida para fu­mar. Cuando escribíamos pasábamos hasía una semana sin salir, sin ver á nadie. Ese es el único medio de hacer algo bueno.» Luego, en muchas páginas de su Journal enconga­mos la huella de la consíante, de la obsesio­nante, de la enfermiza pasión de la frase per­fecta y cincelada, de la frase nueva, de la fra­se pintoresca, sonora, sin pompa, sin color, pero llena de matices, de la frase precisa y preciosa. Para realizar este ideal de plastici­dad escrita, no dudaron ni un solo instante en burlarse de la gramática. «Nosoíros — dije­ron — tenemos una gramática que no es la de los gramálicos.» En efecto: emplearon todos los neologismos bellos, hicieron substantivos de los adjetivos, fabricaron verbos, desarticu­laron la frase para hacerla más apta á la pin-íura y olvidaron los preceptos «por sistema». En España, en América, esto les habría aca­rreado el desprecio general, y en nombre de reglas más ó menos absurdas, los críticos có­mico-profesionales hubiéranles desmenuzado analizando sus divinas obras línea por línea. En Francia, en París mejor dicho, el público

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sabe por instinto que lo bello es siempre per­fecto, y la lengua de los Goncourt fué saborea­da desde luego. Algunos catedráticos, alar­mados, fueron los únicos que, en nombre de la tradición — de la tradición que no es sino la máscara noble de la rutina — se atrevie­ron á protestar de una manera respetuosa. Pero los Goncourt, sin desconcertarse, con­testaron: «¡Cómo! ¿Nosotros, los obreros de la lengua, los novelistas actuales, nosotros hemos de perder la ambición de escribir un francés capaz de reproducir nuestras sensa­ciones personales, para contentarnos con el francés ómnibus, hecho de clichés, que se en­seña en las escuelas? No. No, porque el día que deje de existir en el literato el esfuerzo originalísimo, el esfuerzo raro, el arte de las letras habrá muerto.»

Es cierto. Pero, por lo mismo, en París no hay femor de que muera. Genios, grandes ce­rebros, espíritus superiores, llegarán quizás á faltar. Artistas, no. El amor de la belleza está en la sangre de este pueblo. Lo harmonioso, lo fino, lo elegante es aquí un artículo de pri­mera necesidad. Todo chico, en los escaños del colegio, se atormenta la cabeza buscando formas originales para escribir sus cartas de amor ó sus temas de retórica. Los repórteres del bulevar liman sus anónimas columnas de actualidades, trabajando más en esta labor de

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arte que une Pío Baroja en sus novelas. En los noveladores, el íormento del estilo llega al paroxismo. Los más fecundos, los que parecen escribir como los pájaros cantan, pe­nan y sudan sobre las cuartillas. Leed esía caria de Paul Adam, liíerato que á los treinía y cinco años de edad había publicado íreinta y cinco volúmenes. «Para escribir el Mistere des Foules, puse un año, y otro año para escribir La Forcé. Digo para escribir, sin hablar del trabajo de la composición anterior. Los que dicen que voy muy de prisa, no me conocen. La verdad es que yo no vivo y todo mi tiempo desde que me levanto hasta que me acuesto, lo consagro espontáneameníe al trabajo. Ni visito, ni voy al teaíro, ni gusío de sports, ni me paseo. No acepto el descanso. El trabajo escriío es mi existencia. No concluyo un pá­rrafo sino cuando lo hallo satisfactorio. Antes de terminar una página, muchas van al cesto.»

En un temperamento nervioso se va pronto, por este camino, á la neurastenia. Flaubert llegó á ser epiléptico. Uno de los Goncourt murió de exceso de trabajo. El superviviente, amedrentado y írisíe, quiso abandonar las le-íras. Pero no pudo. El aríe, la locura de es­cribir, fué más fuerte que su voluntad y que su angusíia. Solo, publicó aún diez volúmenes. Y ya hacia el fin de su exisíencia se preguntó: «¿Será necesario que haya, para producir las

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fantasías raras, las deliciosas melancolías, las exquisiías originalidades de la obra, algo de enfermo en el autor? ¿Será indispensable ser, como Enrique Heine, el cristo de su lite­ratura, un crucificado psíquico?

FIN

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Í N D I C E Páginas

Anteportada 1

Pe í autor . . 2

P o r t a d a 5

Propiedad 4

Dedicatoria 5

Nota sobre esta edición 7

LA R E S U R R E C C I Ó N D E L A S H A D A S . . . . 11

E L C O L E G I O D E E S T É T I C A D E P A R Í S . . 52

E L T E A T R Q P O P U L A R 66

E L T E A T R O D E H E N R Y B A T A I L L E . . . . . 105

«LA PARISIENNE» 119

E L A R T E D E LA «INTERVIEW» 129

L A S « E S P A Ñ A S » D E JEAN LORRAIN . . . . 140

L O B O N I T O E N L A S L E T R A S 152

E S P L E N D O R E S Y M I S E R I A S D E L P E R I O ­

DISMO 165

L O S C I N C O P R Í N C I P E S D E L A S L E T R A S . 182

L O S P O E T A S N U E V O S D E FRANCIA:

Pr imera Antología 222

Segunda Antología 249

L A S M U J E R E S D E Z O L A . 276

E L A R T E D E T R A B A J A R LA P R O S A A R T Í S ­

T I C A . 500

índice , 219

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