De la familia medieval

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De la familia medieval a la familia moderna

Philippe Ariés

El estudio iconográfico del capítulo precedente nos ha mostrado el nuevo lugar

que ocupa la familia en la vida sentimental de los siglos XVI y XVII. Es interesante

señalar que en esas mismas épocas se observan cambios importantes en la actitud

de la familia para con el niño. La familia se transforma profunda mente en la medida

en que modifica sus relaciones internas con el niño.

Un texto curioso de finales del siglo XV, que el historiador inglés Furnival ha

extraído de una «Relación de la isla de Inglaterra», de un italiano, nos muestra una

idea sugestiva de la familia medieval, por lo menos en Inglaterra: «La falta de sen-

timientos de los ingleses se manifiesta particularmente en su actitud para con sus

hijos. Después de haberlos conservado en el hogar hasta los siete o los nueve años

[para nuestros autores antiguos, siete años es la edad en que los niños se separan de

las mujeres para ir a la escuela o para integrarse en el mundo de los adultos], se les

coloca, tanto a los muchachos como a las muchachas, en casa de otras personas,

para el servicio ordinario, donde se quedarán unos siete o nueve años [es decir,

hasta los catorce o dieciocho años aproximadamente]. Se les llama aprendices.

Durante este tiempo, realizan todos los trabajos domésticos. Pocos hay que lo

eviten, ya que todos, cualquiera que sea su fortuna, .envían a sus hijos a casa de los

demás, mientras que reciben en sus casas a niños ajenos.» El italiano estima que

esta costumbre es cruel, lo cual significa que la misma se desconocía o se había

olvidado en su país. Insinúa que los ingleses recurrían a los hijos de otros porque

creían estar así mejor servidos que por sus propios vástagos. En realidad, la

explicación que daban los propios ingleses al observador italiano parece ser la ade-

cuada: «Para que los hijos aprendan los buenos modales».

Este tipo de vida fue probablemente común a todo el Occidente medieval. G.

Duby describe la familia de Guigonet, un caballero de Macon, en el siglo XII, según su

testamento. Este Guigonet había confiado a sus dos hijos menores al mayor de sus

tres hermanos. Más adelante, numerosos contratos de arrendamiento de niños a

amos prueban lo corriente que era el aprendizaje en familias ajenas. A veces se

especifica que el señor debe «enseñar» al niño y «mostrarle lo relativo a sus merca-

derías», o que debe «hacerle ir a la escuela y asistir a ella». Son casos particulares.

De manera general, la principal obligación del niño confiado a un señor es la de

«servirle bien y en debida forma». Cuando leemos esos contratos sin deshacemos de

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nuestros hábitos mentales contemporáneos, no podemos de" ceder si el niño ha sido

colocado como aprendiz (en el sentido moderno del término), como pupilo o como

criado. Cometeríamos un error insistiendo en ello; nuestras distinciones son

anacrónicas, y el hombre de la Edad Media no veía en esas diferencias más que los

matices de una noción esencial, la del servicio.

El único servicio que se pudo concebir durante mucho tiempo, el servicio

doméstico, no ocasionaba ninguna degradación, no despertaba ninguna repugnancia.

En el siglo XV existía toda una literatura en lengua vernácula, francesa o inglesa, que

enumeraba en forma nemotécnica versificada los preceptos de un buen servidor. Uno

de esos poemas se titula: «Régimen para todos los servidores». La equivalencia

inglesa de (servidor) es wayting servant, que ha subsistido en el inglés moderno en el

vocablo waiter, nuestro «mozo» (de café). Claro es que ese servidor tenía que saber

servir la mesa, preparar las camas, acompañar a su señor, etc. Pero ese servicio iba

acompañado de lo que nosotros llamaríamos hoy día una función de secretario, de

empleado. Nos damos cuenta de que no se consideraba como una situación definitiva,

sino como una pasantía, un período de aprendizaje:

Si tu veuIs bon serviteur estre,

Craindre dois et aimer ton maistre

Manger dois san s seoir a table1...

[Siguen luego las reglas de la buena presentación.]

Suys toujours bonne compagnie

Soit séculier ou cIerc ou prestre,

[Un letrado podía servir en casa de otro letrado.]

ll te faut pour le bien servir

Se son amour veuIz desservir

Laissier toute ta voIonté

Pour ton maistre servir a grey.

Se tu sers maistre qui ayt femme

Bourgeoise, damoiselle ou dame

Son honneur doit partout garder...

1 (Si quieres ser un buen criado/ debes temer y amar a tu señor,/ debes comer sin sentarte en la mesa)

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Et se tu sers un cIerc ou prestre

Gardes ne soyes vallet maistre

S'iI est que soyes secrétaire

Tu dois toujours les secrets taire...

Se tu sers juge ou avocat

Ne rapportes nul nouveau cas

Et s'iI t'advient par adventure

A servir duc ou prince ou comte

Marquis ou baron ou vicomte,

Ou autre seigneur terrien,

Ne soyes de taille inventeur,

D'impots, de subsides; et les biens

Du peuple ne Ieur oste en rien...

Se tu sers gentilhomme en guerre

Ne vas dérobant nuIle gent...

Et toujours, en quelque maison,

Ou quelque maistre que tu serves,

Fay se tu peulz que tu desserves

La grace et l'amour de ton maistre

Afin que tu puisses maistre ester

Quand il sera temps et métier.

Mais peine a voir bon mestier

Car pour ta vie pratiquer

Tout ton coeur y dois appliquer.

En ce faisant tu pourras estre

Et devenir de vallet maistre

Eto te pourras faire servir

Et pris et honneur desservir

Et acquérir finaIement

De ton ame le sauvement2.

2 Para servirle bien te es necesario, / si quieres ganar su estima / abandonar toda tu voluntad / para

servir a tu señor a gusto. / Si sirves a un señor que tenga mujer / burguesa, señorita o dama, / su honor debes siempre guardar [...] / Y si sirves a un clérigo o a un sacerdote. / cuida de no ser lacayo señor [...] / Si debes ser secretario, / siempre deberás guardar los secretos [...] / Si sirves a un juez o a un abogado, / no les traigas nuevos casos. / Y si por ventura sirves / a un duque, príncipe o conde / marqués, barón o vizconde, / u otro señor terrateniente. / no inventes gabelas. / impuestos ni subsidios; y los bienes / del pueblo no los toques [...] / Si sirves a un hidalgo que va a la guerra, / no robes nada a la gente [...] / Y

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Así pues, el servicio doméstico se confundía con el aprendizaje, forma muy

general de la educación. El muchacho aprendía con la práctica, y esa práctica no se

limitaba a una profesión, tanto más cuanto que no había entonces, ni hubo durante mu-

cho tiempo, límites entre la profesión y la vida privada. Compartir la vida profesional

--expresión bastante anacrónica, por lo demás- suponía compartir la vida privada con

la cual se confundía. Además, a través del servicio doméstico, el amo transmitía a un

muchacho, y no precisamente al suyo, el caudal de conocimientos, la experiencia

práctica y el valor humano que se suponía debía poseer.

Toda la educación se hacía, pues, mediante el aprendizaje, y se daba a esta

noción un sentido mucho más amplio que el que tomó posteriormente. No se

conservaban los hijos en el hogar propio: se les enviaba a otras familias, con o sin

contrato, para que permanecieran y comenzaran allí su vida, o para aprender los

modales de un caballero, un oficio, o incluso para asistir a la escuela e instruirse en las

letras latinas. Hay que ver en este aprendizaje una costumbre difundida en todas las

clases sociales. Ya antes observamos una ambigüedad existente entre el criado

subalterno y el colaborador de mayor categoría, dentro de la misma noción de servicio

doméstico. Existía una ambigüedad semejante entre el niño —o el muchachito— y el

servidor.

Las compilaciones inglesas de poemas didácticos que enseñaban la cortesanía

o urbanidad a los servidores, se llamaban Babees Books. El término valet (lacayo)

significaba «mozo», y Luis XIII, de niño, dirá aún, en un impulso afectivo, que le

gustaría ser «el lacayito de papá». La palabra «mozo» designaba al mismo tiempo a un

jovencito y a un criado muy joven dentro del lenguaje de los siglos XVI y XVII; término

que hemos conservado para llamar a los camareros de café. Incluso cuando, a partir

del siglo XV o XVI, se comenzó a distinguir mejor dentro del servicio doméstico, entre

los servicios subalternos y los cargos más nobles, continuó siendo el hijo de la familia

—y no los servidores mercenarios— quien debía servir a la mesa. Para parecer bien

educado, no era suficiente saber comportarse en la mesa, como hoy día; era preciso

además saber servirla. El servicio de mesa ocupa hasta el siglo XVIII un espacio

considerable en los manuales de urbanidad o los tratados de cortesanía o buenos

modales, y ocupa todo un capítulo de La Civilité chréüenne de Juan Bautista de La

Salle, uno de los libros más populares del siglo XVIII. Se trata de una supervivencia de

la época en que toda clase de trabajos domésticos eran realizados indistintamente por

niños, a quienes llamaremos aprendices, y por mercenarios, probablemente muy

siempre, en cualquier casa, / o a cualquier señor que sirvas, / haz de manera que ganes / el favor y la estima de tu señor, / con el ¡in de que tú puedas ser señor / cuando llegue la hora y tomes oficio. / Pero esfuérzate en aprender un buen oficio, / pues para practicar en tu vida / todo tu corazón debes aplicar. / Haciendo eso, podrás ser / y convertirte de lacayo en señor, / y podrás hacerte servir. / adquirir honores / y lograr finalmente / la salvación de tu alma.]

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jóvenes también, y la distinción entre ambas categorías se hacía muy progresivamente.

El servidor era un niño, un muchacho, que o bien estaba colocado en la casa por un

período limitado con el fin de compartir la vida de familia e iniciarse así a su vida de

hombre, o estaba colocado sin esperanza de pasar algún día «de lacayo a señor»,

debido a la oscuridad de su origen.

En esta transmisión del aprendizaje directo de generación en generación no

había espacio para la escuela. En realidad, la escuela, la escuela latina que se dirigía

únicamente a los clérigos, a los que hablaban latín, se presentaba como un caso

aislado, reservado a una categoría muy particular. La escuela era una excepción, y nos

equivocaríamos (porque más tarde se extendió como mancha de aceite por toda la

sociedad) si describiéramos a través de ella a toda la sociedad medieval, ya que eso

sería hacer una regla de la excepción. El aprendizaje era la norma común. Incluso los

clérigos enviados a la escuela estaban frecuentemente confiados, de pupilos como los

demás aprendices, a un clérigo, a un sacerdote, a veces a un prelado, a quien servían.

El servicio del clérigo era tan instructivo como la escuela. Dicho servicio fue sustituido,

en el caso de los estudiantes demasiado pobres, por las becas de un colegio, y ya

vimos cómo esas fundaciones fueron el origen de los colegios del Antiguo Régimen.

Es posible que haya habido casos en los que el aprendizaje saliera de su

empirismo y cobrase una forma más pedagógica. El Manuel du Veneur [Manual del

montero] muestra un caso curioso de enseñanza técnica que proviene del aprendizaje

tradicional. Se describen en el mismo verdaderas escuelas de montería, en la corte de

Gastón Phoebus, donde se enseñaban «los modales y las condiciones exigidas de

aquel que desee aprender a ser buen montero».

Este manuscrito del siglo XV está ilustrado con miniaturas hermosísimas. Una

de ellas representa una verdadera clase: el maestro, un noble, a juzgar por su traje,

tiene la mano derecha en alto y el índice extendido: es el gesto que subraya el

discurso. Con su mano izquierda agita un bastón, signo indudable de la autoridad

docente, instrumento de la corrección. Tres alumnos, jovencitos de corta estatura

todavía, señalan los enormes rollos que sujetan con sus manos y que tienen que

aprender de memoria: es una escuela como otra cualquiera. Al fondo, unos cazadores

viejos miran. Otra escena análoga representa la lección de trompa: «Cómo se debe

ojear y cómo tocar la trompa.» Esas eran cosas que se aprendían practicándolas,

como la equitación, el manejo de las armas y los modales caballerescos. Es probable

que algunas disciplinas técnicas, como la de la escritura, procedan de un aprendizaje

ya organizado y escolarizado. Sin embargo, esos casos siguieron siendo

excepcionales. En general, la transmisión de generación en generación estaba

asegurada por la participación familiar de los niños en la vida de los adultos.

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Así se explica esa combinación de niños y adultos que hemos observado tan

frecuentemente a lo largo de este análisis, y eso hasta en las clases de los colegios,

donde uno se esperaba, por el contrario, encontrar una distribución de edades más

homogénea. Pero a nadie se le hubiera ocurrido entonces esta segregación de los

niños a la que nosotros estamos tan acostumbrados.

Las escenas de la vida cotidiana reunían constantemente a los niños con los

adultos en los oficios: por ejemplo, el joven aprendiz que prepara los colores del pintor

6; la serie grabada de los oficios, de Stradan, nos muestra esta presencia de los niños

en los talleres, junto a compañeros mucho mayores. Lo mismo sucedía en los ejércitos.

Sabemos de soldados ¡de catorce años! Y el pajecillo que lleva el guantelete del duque

de Ledisguieres, los que llevan el casco de Adolf de Wignacourt, en el Caravaggio del

Louvre, o del general del Vastone en el gran Ticiano del Prado, no son mayores, pues

su cabeza no llega a los hombros de sus señores. En resumen, en todos los sitios

donde se trabajaba, y en todos los lugares donde la gente se divertía, incluso en las ta-

bernas de mala fama, los niños estaban siempre entre los adultos. Así aprendían a

vivir por el contacto cotidiano.

Las agrupaciones sociales correspondían a encasillados verticales, que reunían

a clases de edad diferente, como podemos ver en esos conciertos de cámara, que

sirven tanto de retratos de familia como de alegorías de las edades de la vida, porque

reunían al mismo tiempo a niños, adultos y ancianos. En esas condiciones, el niño se

desgajaba pronto de su propia familia, aunque luego regresara a ella, convertido en

adulto, cosa que no ocurría siempre. La familia no podía, pues, sustentar un

sentimiento existencial profundo entre padres e hijos. Lo cual no significa que los

padres no quisieran a sus hijos, sino que se ocupaban de ellos, más en virtud de la

cooperación de esos niños a la obra común, al establecimiento de la familia, que por

ellos mismos, por el afecto que les tenían. La familia era una realidad moral y social,

más que sentimental. En las familias muy pobres, sólo correspondía a la instalación

material de la pareja en el seno de un entorno más amplio, la aldea, la hacienda, el

patio (cour), la «casa» de los amos y los señores donde esos pobres vivían durante

más tiempo y más frecuentemente que en sus propias casas, siempre que no

carecieran de ella, como los vagabundos sin hogar y los pordioseros. En otros casos,

la familia se confundía con la prosperidad del patrimonio, el honor del apellido. La

familia no existía casi, desde el punto de vista de los sentimientos, entre los pobres, y

cuando había bienes y ambiciones, el sentimiento se inspiraba en el que habían

originado las antiguas relaciones de linaje.

A partir del siglo XV se transformarán las realidades y los sentimientos de la

familia. Revolución profunda y lenta, mal percibida tanto por los contemporáneos como

por los historiadores, y difícil de reconocer. No obstante, el hecho esencial es muy

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aparente: la extensión de la frecuentación escolar. Ya vimos que durante la Edad

Media la educación de los niños estaba asegurada por el aprendizaje al lado de los

adultos, y que los niños, a partir de los siete años, vivían fuera de sus familias, en

familias ajenas. En adelante, por el contrario, la educación se realizó cada vez más en

la escuela. La escuela dejó de estar reservada a los clérigos para convertirse en el ins-

trumento normal de iniciación social, de paso del estado infantil al estado adulto. Ya

vimos de qué manera. Ello respondía a una necesidad nueva de rigor moral por parte

de los educadores, a un interés en aislar a esta juventud del mundo contaminado de

los adultos, para mantenerla en la inocencia original, con el propósito de formarla para

que resistiera mejor a las tentaciones de los adultos. Pero ello correspondía

igualmente a] interés de los padres en vigilar más de cerca a sus hijos, estar más cerca

de ellos, y no entregarlos, ni siquiera temporalmente, a los cuidados de otra familia. La

sustitución del aprendizaje por la escuela expresa igualmente un acercamiento entre la

familia y los hijos, entre el sentimiento de la familia y el de la infancia, antaño

separados. La familia se concentra alrededor del niño.

Éste no se queda todavía en la casa de sus padres; los abandonará para asistir

a la escuela lejana, aunque en el siglo XVII se discute acerca de la oportunidad de

enviarlo al colegio, así como de la mayor eficacia de la educación en el hogar, con un

preceptor. Sin embargo, el alejamiento del escolar no significa lo mismo y no dura tanto

como la separación del aprendiz. Generalmente, el niño no está interno en el colegio.

Vive de pupilo en casa de un hospedero o de un regente. Se le envían dinero y

provisiones los días de mercado. Se ha estrechado el lazo entre el escolar y su familia,

e incluso se llega, según los diálogos de Cordier, a que los maestros intervengan para

evitar las visitas demasiado frecuentes de la familia, visitas planeadas gracias a la

complicidad de las madres. Algunos, más afortunados, no se van solos, sino

acompañados de un preceptor, que es un escolar de más edad, o de un criado,

frecuentemente hermano suyo de leche. Los libros de educación del siglo XVII insisten

en los deberes de los padres con respecto a la elección del colegio, del preceptor..., en

la vigilancia de los estudios, el repaso de las lecciones cuando el niño regresa a dormir

a su casa. El clima afectivo es en lo sucesivo muy diferente y se asemeja al nuestro,

como si la familia moderna naciese al mismo tiempo que la escuela o, por lo menos,

que la costumbre general de educar a 'los niños en la escuela.

Por lo demás, pronto serán incapaces los padres de soportar el alejamiento

inevitable producido por la escasez de colegios. Una prueba excelente es el esfuerzo

de los padres, ayudados por los magistrados urbanos, por multiplicar las escuelas con

el fin de acercarlas a los hogares. A principios del siglo XVII se creó, como lo ha

demostrado el P. de Dainville, una red sumamente densa de instituciones escolares de

diversa importancia. Alrededor de un colegio de ciclo completo, que contenía todos los

cursos, se establecía un sistema concéntrico de algunos colegios de Humanidades

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(sin Filosofía), de regencias latinas más numerosas (varios cursos de gramática). Las

regencias preparaban a los alumnos para los cursos superiores de los colegios de

Humanidades y los de ciclo completo. Los contemporáneos manifestaron

preocupación por esta proliferación escolar, que respondía, a la vez, a la necesidad de

educación teórica (que sustituía a las antiguas formas prácticas de aprendizaje) y

también a la necesidad de no alejar demasiado a los niños, de conservarlos lo más

cerca y el mayor tiempo posible. Fenómeno éste que manifiesta una transformación

considerable de la familia, que se repliega sobre el niño y que se caracteriza por unas

relaciones más afectivas entre padres e hijos. A nadie puede extrañarle el que este

fenómeno se sitúe durante el mismo período en el que vimos surgir y desarrollarse una

iconografía de la familia alrededor de la pareja y de los niños. Claro es que esta

escolarización, tan grávida de consecuencias para la formación del sentimiento

familiar, no se generalizó inmediatamente, ni mucho menos, y no afectó a gran parte

de la población infantil, que continuó educándose según las antiguas prácticas del

aprendizaje. En primer lugar, a todas las muchachas. Dejando aparte algunas de ellas,

a quienes se enviaba a las «escuelas menores» o a los conventos, la mayoría se

formaba en el hogar o, igualmente, en hogares ajenos, de una pariente o de una vecina.

La extensión de la escolaridad a las muchachas no se difundió hasta el siglo XVIII y

principios del XIX. Algunos esfuerzos en este sentido, como los de Mme. de Maintenon

y de Fénelon, tendrán un valor ejemplar.

Durante mucho tiempo, las chicas serán educadas por la práctica y la cos-

tumbre más que por la escuela, y frecuentemente en casa ajena. En lo que se refiere

a los muchachos, la escolarización se extendió primeramente a las categorías

intermedias de la jerarquía de las condiciones sociales; la alta nobleza y la artesanía

mecánica permanecieron fieles al antiguo aprendizaje: los pajes de los grandes

señores y los aprendices de los artesanos. Entre los artesanos y los obreros, el

aprendizaje subsistirá hasta nuestros días. Los viajes a Italia y Alemania de los

jóvenes nobles al final de sus estudios procedían igualmente de esta mentalidad; los

jóvenes iban a las cortes o vivían en casas nobles extranjeras, donde aprendían los

idiomas, los buenos modales, los deportes caballerescos; pero, en el siglo XVIII, la

costumbre cayó en desuso y la sustituyeron por las Academias militares; éste es otro

ejemplo de esta sustitución de la formación práctica por una instrucción más

especializada y teórica. Las supervivencias del antiguo aprendizaje en ambos extre-

mos de la escala social no impidieron su decadencia: la escuela acabó por conseguir

la autoridad moral, mediante el incremento del alumnado y el aumento de las

unidades escolares. Nuestra civilización moderna, de base escolar, quedó entonces

definitivamente fundada, y el tiempo la ha ido consolidando, al prolongar y ampliar la

escolaridad.