CUENTOS PARAGUAYOS

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DEL MIEDO DE MARIO HALLEY MORA Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera

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DEL MIEDO DE MARIO HALLEY MORA

Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir, porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá

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jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia -de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento el agradable frío del metal...

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CENTRO Nº 46 EDUCACION MEDIA PARA PERSONAS JOVENES Y ADULTOS.

Tema: Cuentos Paraguayos.

“DEL MIEDO DE MARIO HALLEY MORA”

Responsable:

Analia Candía Valdovinos

PROFE: Ramón Zeballos.NIVEL: 4º

AÑO 2015

LA ROSA DE RAFAEL BARRETT

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La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando. Aquella en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.

Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe. En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.

Esta rosa, más bella aún al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso. Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dio la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.

Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que importa, porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye.

El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.

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CENTRO Nº 46 EDUCACION MEDIA PARA PERSONAS JOVENES Y ADULTOS.

Tema: Cuentos Paraguayos.

“LA ROSA DE RAFAEL BARRET”

Responsable:

ZALLI ROMINA VILLALBA

PROFE: Ramón Zeballos.NIVEL: 4º

AÑO 2015