Cuentos Infantiles Politicamente Correct - James Finn Garner

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Annotation

En tiempos muy lejanos, para amenizar las reuniones,era costumbre relatarse historias los unos a los otros.Aquellas narraciones orales, muchas de las cuales llegarona abrirse camino hasta formar parte del dominio público,reflejaban el modo de vida de la sociedad de entonces. Erancuentos sexistas, discriminatorios, injustos, culturalmentetendenciosos y denigrantes, para las brujas, los animales,los duendes y las hadas de este mundo.

Afortunadamente, James Finn Garner ha rescatadoaquellas narraciones clásicas (Caperucita Roja,Blancanieves y los siete enanitos, etc...), contándolas denuevo con un delicioso sentido del humor y de un modomucho más aceptable para la sociedad de nuestros días,libre por completo de tendenciosidad y limpio de lasinfluencias de un pasado culturalmente sospechoso, a añosluz de la perfección que ampara todo lo políticamentecorrecto.

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Cuentos infantilespolíticamente correctos

James Finn GarnerTraducción de Gian Castelli Gair

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Primera edición: Noviembre, 1995Primera reimpresión: Abril, 1996

Título original: «Politically correct bedtime stories»© 1994 by James Finn Garner

Publicado con autorización de Macmillan GeneralReference (Simon & Schuster Inc.)

© de la traducción: Gian Castelli Gair, 1995© de la presente edición: CIRCE Ediciones, S.A.Diagonal, 459 08036 Barcelona

ISBN: 84-7765-114-0

Depósito legal: B. 14.172-1996Derechos exclusivos de edición en español para

España.Cubierta: Diseño, Gómez & LópezIlustración: Rick Lovell

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A todos los miembros del Theater of the Bizarreincluidos Pepe, Armando, Egon, Ted, Matteo, Nick yJulietta; y también a James Ghelkins Junior, Willie, Smittyy Jocko, del Teatro de Marionetas Infantiles Teamsters, asícomo a otros muchos demasiado numerosos para incluiraquí. A Carol, por su ayuda y estímulo, y a Lies, por todo.

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INTRODUCCIÓN

o cabe duda de que, cuando fueron originalmenteescritos, los cuentos en los que se basan las siguienteshistorias cumplían con una función determinada,consistente en afianzar el patriarcado, distraer a laspersonas de sus impulsos naturales, «demonizar» el «mal»y «recompensar» el «bien» «objetivo». Por más que lodeseemos, no es justo culpar a los Hermanos Grimm de suinsensibilidad ante los problemas de la mujer, las culturasminoritarias y el entorno natural. Del mismo modo,debemos comprender que en la farisaica Copenhague deHans Christian Andersen apenas cabía esperar simpatíaalguna por los derechos inalienables de toda sirena.

Hoy en día, tenemos la oportunidad —y la obligación— de replantearnos estos cuentos «clásicos» de tal modoque reflejen la ilustración de la época en que vivimos, y talha sido mi propósito al redactar esta humilde obra. Si biensu título original —Cuentos de Hadas de la EraModerna— fue inmediatamente descartado por razones

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obvias (loor a mis editores por haber sabido señalar lotendencioso de mis perspectivas heterosexuales), creo quese trata de una colección única en su género. Sin embargo,no es más que el comienzo: ciertos cuentos, tales como«El patito que logró verse juzgado por sus propios méritosy no por su aspecto personal», se han visto eliminados pormotivos de espacio. Mi deseo sería completar aún variosvolúmenes, y confío en que este libro despierte unaimaginación progresivamente justa en otros escritores y,por supuesto, deposite una semilla indeleble en nuestroshijos.

Deseo disculparme de antemano y animar al lector apresentar cualquier sugerencia encaminada a rectificarposibles muestras —ya debidas a error u omisión— deactitudes inadvertidamente sexistas, racistas, culturalistas,nacionalistas, regionalistas, intelectualistas,socieconomistas, etnocéntricas, falocéntricas,heteropatriarcales o discriminatorias por cuestiones deedad, aspecto, capacidad física, tamaño, especie u otras nomencionadas, ya que no me cabe duda de que de mi intentopor desarrollar una literatura significativa y desprovista decualquier posible arbitrariedad y de la influencia de lasimperfecciones del pasado ha de hallarse necesariamentesujeto a errores.

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CAPERUCITA ROJA

rase una vez una persona de corta edad llamadaCaperucita Roja que vivía con su madre en la linde de unbosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta confruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero noporque lo considerara una labor propia de mujeres,atención, sino porque ello representaba un acto generosoque contribuía a afianzar la sensación de comunidad.Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba decompleta salud física y mental y era perfectamente capazde cuidar de sí misma como persona adulta y madura queera.

Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió elcamino a través del bosque. Muchas personas creían que elbosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamásse aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario,poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidadcomo para evitar verse intimidada por una imaginería tanobviamente freudiana.

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De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vioabordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en lacesta.

—Un saludable tentempié para mi abuela quien, sinduda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí mismacomo persona adulta y madura que es —respondió.

—No sé si sabes, querida —dijo el lobo—, que espeligroso para una niña pequeña recorrer sola estosbosques.

Respondió Caperucita:—Encuentro esa observación sexista y en extremo

insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tutradicional condición de proscrito social y a la perspectivaexistencial —en tu caso propia y globalmente válida— quela angustia que tal condición te produce te ha llevado adesarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar micamino.

Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Peroel lobo, liberado por su condición de segregado social deesa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propiade Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casade la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a laanciana, adoptando con ello una línea de conductacompletamente válida para cualquier carnívoro. Acontinuación, inmune a las rígidas nociones tradicionalesde lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la

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abuela y se acurrucó en el lecho.Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:—Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en

calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia ygenerosa matriarca.

—Acércate más, criatura, para que pueda verte —dijosuavemente el lobo desde el lecho.

—¡Oh! —repuso Caperucita— Había olvidado quevisualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela,¡qué ojos tan grandes tienes!

—Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.—Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!...

relativamente hablando, claro está, y a su modoindudablemente atractiva.

—Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.—Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!Respondió el lobo:—Soy feliz de ser quien soy y lo que soy —y,

saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con susgarras, dispuesto a devorarla.

Caperucita gritó; no como resultado de la aparentetendencia del lobo hacia el travestismo, sino por ladeliberada invasión que había realizado de su espaciopersonal.

Sus gritos llegaron a oídos de un operario de laindustria maderera (o técnico en combustibles vegetales,

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como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí.Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató deintervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tantoel lobo como Caperucita Roja se detuvieronsimultáneamente.

—¿Puede saberse con exactitud qué cree usted queestá haciendo? —inquirió Caperucita.

El operario maderero parpadeó e intentó responder,pero las palabras no acudían a sus labios.

—¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como unNeandertalense cualquiera y delegar su capacidad dereflexión en el arma que lleva consigo! —prosiguióCaperucita— ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar porhecho que las mujeres y los lobos no son capaces deresolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?

Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuelasaltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operariomaderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea,Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentarcierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar unaforma alternativa de comunidad basada en la cooperación yel respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosquespara siempre.

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EL TRAJE NUEVO DELEMPERADOR

ace mucho tiempo, muy lejos de aquí, vivía un sastreitinerante que un día llegó a un país desconocido. Ahorabien, los sastres que acostumbran a desplazarse de un lugara otro son personas por lo general reservadas que cuidan deno traspasar los límites de la comunidad. Aquel sastre, sinembargo, era un individuo hipergregario, además delimitado en cuanto a modestia se refiere, por lo que notardó en vérsele en la taberna local abusando del alcohol,invadiendo el espacio privado del personal femenino yrelatando ignorantes historias acerca de caldereros,recogedores de estiércol y otros comerciantes.

El tabernero se quejó a la policía, cuyos miembrosdetuvieron al sastre y le arrastraron a presencia delemperador. Como cabe esperar, toda una vida deconvencimiento acerca de la absoluta legitimidad de lamonarquía y la inherente superioridad de los varones habíanconvertido al emperador en un tirano fatuo e

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intelectualmente limitado. El sastre reconoció aquellasfacetas de su carácter y decidió utilizarlas en provechopropio.

—¿Deseas expresar alguna solicitud antes de que tedestierre de mi reino para siempre? —le preguntó elemperador.

—Tan sólo que Vuestra Majestad me conceda elhonor de confeccionar un nuevo traje real —repuso elsastre—, ya que he traído conmigo un tejido especial tanraro y delicado que sólo puede ser visto por ciertaspersonas, precisamente por aquéllas que Vos querríaistener en vuestro reino: personas políticamente correctas,moralmente nobles, intelectual— mente agudas yculturalmente tolerantes que no fuman, ni beben, niencuentran diversión en las chanzas sexistas; personas queno ven demasiada televisión, que no escuchan músicacountry y que no organizan barbacoas.

Tras un instante de reflexión, el emperador accedió asu propuesta. Se sentía halagado por el concepto —plenode fascismo y testosterona— de que el Imperio y sushabitantes existían únicamente para mejorar su imagen.Sería como estar casado con una mujer bandera ymultiplicar cien mil veces la sensación resultante.

Ni que decir tiene que el sutilísimo tejido en cuestiónno existía. Tantos años de vida fuera de los límites de unasociedad normal habían facilitado al sastre el desarrollo de

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un código moral propio que le invitaba a estafar y ahumillar al emperador en nombre de los artesanosindependientes en general. Y así, a lo largo de su diligentetarea, pudo convencer al emperador de estar cortando ycosiendo piezas de tela que, desde el más estricto sentidoobjetivo de la realidad, no existían.

Cuando el sastre anunció que había terminado, elemperador acudió a contemplar su nuevo atavío frente alespejo. Quien le hubiera visto allí, desnudo como el día enque vino al mundo, habría podido comprobar que los añosque había pasado explotando al campesinado le habíanconvertido en una repelente masa de carne fofa yblancuzca. Ni que decir tiene que el propio emperadortambién lo advirtió, si bien fingió que era perfectamentecapaz de distinguir tan hermosa y políticamente correctavestimenta. Inmediatamente, ordenó celebrar un desfile aldía siguiente para lucir su nuevo esplendor.

A la mañana siguiente, sus súbditos se congregaron enlas calles para contemplar el grandioso desfile. Paraentonces, ya se había corrido la voz acerca del nuevo trajedel emperador, visible únicamente por personas ilustradasy de sanas costumbres, y no había ciudadano que no hubieraresuelto aparentar más rectitud que cualquiera de susvecinos.

El desfile comenzó con gran algarabía. A medida queel emperador paseaba su pálida, abotargada y patriarcal

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anatomía por la calle, todos se deshacían en exclamacionesde sorpresa y admiración ante la belleza de su nuevo traje.Todos, con la excepción de un niño pequeño, que gritó:

—¡El emperador está desnudo!El desfile se detuvo. El emperador interrumpió su

avance, y sobre la multitud se abatió un silencio sepulcral,hasta que un campesino de excelentes reflejos mentalesexclamó:

—¡No, no lo está! ¡Sencillamente, ha adoptado unestilo de vida alternativo en lo que se refiere a su atuendo!

De la muchedumbre se elevó una ovación, y todos lospresentes se despojaron de sus vestiduras y se pusieron adanzar bajo la luz del sol, tal y como para ello los habíadiseñado la naturaleza. A partir de aquel día, el país pasó aadmitir aquel estilo alternativo de vestimenta, y el sastre,privado de su modo de vida, empaquetó su aguja y sus hilosy nunca más volvió a saberse de él.

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LOS TRES CERDITOS

abía una vez tres cerditos que vivían juntos en armoníay mutuo respeto con el entorno que les rodeaba.Sirviéndose de los materiales propios de la zona quehabitaban, se construyeron cada uno una hermosa casa. Uncerdito se la construyó de paja, otro de madera y el últimode ladrillos fabricados a base de estiércol, arcilla yzarcillos y posteriormente cocidos en un pequeño horno.Al terminar, los tres cerditos se sintieron satisfechos de sulabor y siguieron viviendo en paz e independencia.

Pero su idílica existencia no tardó en versedesbaratada. Un día, pasó por allí un enorme lobo malo conideas expansionistas. Al ver a los cerditos, se sintiósumamente hambriento, tanto desde un punto de vista físicocomo ideológico. Cuando los cerditos vieron al lobo, serefugiaron en la casa de paja. El lobo corrió hasta ella ygolpeó la puerta con los nudillos, gritando:

—¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!Pero los cerditos respondieron:

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—Tus tácticas de bandidaje no te servirán paraamedrentar a unos cerditos empeñados en la defensa de suhogar y su cultura.

Pero el lobo se negaba a renunciar a lo queconsideraba su destino ineludible. En consecuencia, soplóy sopló hasta derribar la casa de paja. Los cerditos,atemorizados, corrieron a la casa de madera con el lobopisándoles los talones. El solar en el que se había alzado lacasa de paja fue adquirido por otros lobos para organizaruna plantación bananera.

Al llegar a la casa de madera, el lobo volvió a golpearla puerta y gritó:

—¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!Pero los cerditos gritaron a su vez:—¡Vete al infierno, condenado tirano carnívoro e

imperialista!Al oír aquello, el lobo se rió condescendientemente

para sus adentros. Pensó para sí: «Va a ser una lástima quetengan que desaparecer, pero no se puede interrumpir lamarcha del progreso.»

A continuación, sopló y sopló hasta derribar la casa demadera. Los cerditos huyeron a la casa de ladrillo con ellobo pisándoles nuevamente los talones. Al solar que habíaocupado la casa de madera acudieron otros lobos yfundaron una urbanización de recreo en multipropiedaddestinada a lobos en período de vacaciones, diseñando cada

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unidad como una reconstrucción en fibra de vidrio de laantigua casa de madera e instalando tiendas de recuerdostípicos de la localidad, clubes de submarinismo ydelfinarios.

El lobo llegó a la casa de ladrillos y, una vez más,comenzó a aporrear la puerta, gritando:

—¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!Esta vez, y a modo de respuesta, los cerditos

entonaron cánticos de solidaridad y escribieron cartas deprotesta a las Naciones Unidas.

Para entonces, al lobo comenzaba a irritarle laobcecación de los cerditos en su negativa a contemplar lasituación desde una perspectiva carnívora, por lo que soplóy resopló y volvió a soplar hasta que, de repente, se aferróel pecho con las manos y se desplomó muerto comoconsecuencia de un infarto producido por el exceso dealimentos ricos en grasas.

Los tres cerditos celebraron el triunfo de la justicia yrealizaron una breve danza en torno al cadáver del lobo. Susiguiente paso consistió en liberar sus tierras. Reunieron aun ejército de cerditos que se habían visto igualmenteexpulsados de sus propiedades y, con su nueva brigada deporcinistas, atacaron la urbanización con ametralladoras ylanzacohetes y dieron muerte a los crueles opresoreslobunos, transmitiendo con ello un mensaje inequívoco alresto del hemisferio de no entrometerse en sus asuntos

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internos. A continuación, los cerditos fundaron un modelode democracia socialista dotado de educación gratuita, unsistema universal de seguridad social y viviendas asequiblespara todos.

Nota del autor: El lobo de este relato representauna imagen metafórica. Ningún lobo real ha sufridodaño alguno durante la redacción de esta historia.

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EL ENANO SALTARÍN

ace mucho tiempo, en un reino muy lejano, vivía unmolinero afectado por una situación económicasumamente desventajosa. Aquel molinero compartía suhumilde morada con su única hija, una joven de espírituindependiente llamada Esmeralda. El caso es que, en lugarde mostrarse enfurecido contra el sistema económico quele marginaba, el molinero se sentía sumamenteavergonzado de su pobreza, y siempre estaba buscando elmodo de hacerse rico rápidamente.

—Si consiguiera casar a mi hija con un hombre rico—solía reflexionar con su actitud sexista y arcaica—, a ellano le faltaría de nada y yo no tendría que volver a trabajardurante el resto de mi vida.

Al fin, concibió una idea que le ayudaría a conseguirtan indigno objetivo. Haría correr el rumor de que su hijaera capaz de hilar la paja corriente y convertirla en oro.Mediante aquella falsedad, lograría atraer la atención denumerosos hombres acaudalados y casar a su Esmeralda.

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El rumor se propagó por el reino como un reguero depólvora, y no tardó en llegar a oídos del príncipe. Éste, tancodicioso y cándido como la mayoría de los hombres de suposición, creyó aquellas habladurías a pies juntillas e invitóa Esmeralda a su castillo para asistir a los festejoscelebrados con motivo del Primero de Mayo. Sin embargo,cuando llegó la muchacha, ordenó que la arrojaran a unamazmorra llena de paja y le ordenó que la transformara enoro.

Encerrada en aquel calabozo y temiendo por su vida,Esmeralda se sentó en el suelo y comenzó a sollozar.Nunca hasta entonces se le había revelado con tanta crudezala capacidad de explotación del sistema patriarcal. Mientraslloraba, apareció de repente en la mazmorra un hombrecillodiminuto tocado con un gorro de feria.

—¿Por qué lloras, querida? —inquirió.Esmeralda se sobresaltó, pero respondió a su

pregunta:—El príncipe me ha ordenado hilar toda esta paja

hasta convertirla en oro.—Sí, pero, ¿por qué lloras? —preguntó de nuevo.—Porque no puede hacerse. ¿Qué eres tú, un

superdotado o algo por el estilo?El hombre de estatura reducida se echó a reír y dijo:—Querida, concentras demasiado tu pensamiento en

el hemisferio cerebral izquierdo. Pero estás de suerte. Te

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enseñaré cómo llevar a cabo esa tarea, sí, pero primerodebes prometer que me darás a cambio lo que yo quiera.

Esmeralda, desprovista de elección alternativa,asintió. Para convertir la paja en oro, ambos latransportaron a una cooperativa campesina próxima, dondefue empleada para recubrir un viejo tejado. Dotados así deun hogar más seco, los granjeros vieron mejorar su salud ysu productividad, fundaron una escuela comunal ytransformaron gradualmente el reino en un modelo dedemocracia carente de cualquier forma de injusticiaeconómica o social y dotado de una ínfima tasa demortalidad infantil. El príncipe, por su parte, fue capturadopor una muchedumbre airada y ejecutado a golpes de bieldofrente a su palacio. A medida que fueron incrementándoselas inversiones extranjeras de todos los países del mundo,los campesinos recordaron la paja con que tangenerosamente les había obsequiado Esmeralda y larecompensaron con numerosas arcas llenas de oro.

Cuando todo hubo terminado, el menudo hombrecillodel gorro de feria se echó a reír y dijo:

—Así es como se consigue transformar la paja en oro.—Inmediatamente, su expresión se tornó amenazadora:—Y ahora que ya he concluido mi labor, te toca a ti cumplircon tu parte del trato. ¡Habrás de entregarme tu primerhijo!

—¡No tengo por qué negociar con alguien capaz de

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interferir en mis derechos de reproducción! —le espetóEsmeralda sin vacilar.

El hombrecillo verticalmente limitado se sintióimpresionado ante la convicción de su tono de voz, por loque decidió cambiar de táctica y dijo ladinamente:

—Muy bien, querida; te dejaré libre de cualquierobligación si eres capaz de adivinar cómo me llamo.

—De acuerdo —repuso Esmeralda. Caviló unosinstantes, golpeándose la barbilla con los dedos, y añadió—: ¿No te llamarás, acaso...? Oh, no lo sé... ¿El enanosaltarín, quizá?

—¡AAAARGHHH! —chilló el hombre de alturalimitada—. Pero, ¿cómo... cómo has podido saberlo?

Repuso Esmeralda:—Porque aparece escrito sobre el distintivo del

Seminario en pro de las Personas Pequeñas al Poder queaún llevas puesto.

El enano saltarín dejó escapar un alarido de furia, diouna patada en el suelo y, al hacerlo, se abrió la tierra y letragó entre un torbellino de humo y azufre.

Esmeralda, con su dinero, se trasladó a California yabrió una clínica de planificación familiar para enseñar aotras mujeres a no dejarse esclavizar por sus sistemasreproductores y vivió soltera el resto de sus días como unapersona concienciada y realizada.

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LAS TRES CABRASINTERDEPENDIENTES DE LAFAMILIA GRUFF

rase una vez tres cabras relacionadas entre sí por sucondición de hermanas que vivían juntas en la ladera de unahermosa montaña. Se llamaban Gruff, y formaban unafamilia sumamente unida. Durante los meses de invierno,vivían en un valle verde y exuberante, comiendo hierba yrealizando otras actividades propias de su género. Al llegarel verano, ascendían por la falda de la montaña para alcanzarpastos más dulces. De este modo, evitaban agotar lasreservas de su valle y lograban reducir al mínimo suimpacto ecológico sobre el entorno natural.

Para llegar hasta sus pastos, sin embargo, las cabrastenían que atravesar un puente que se extendía sobre unancho precipicio. Cuando llegaron los primeros días delverano, una de las cabras emprendió el camino, decidida acruzar el puente. De las tres hermanas, aquella cabra era la

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menos desarrollada cronológicamente y, por ello, era laque menos superioridad dimensional había alcanzado.Cuando llegó al puente, se puso su casco de seguridad y seaferró al pasamanos. Sin embargo, apenas había comenzadoa atravesarlo, cuando oyó un gruñido amenazador queprocedía de debajo del puente.

De repente, vio saltar sobre la barandilla y aterrizar ensu camino a un troll, una criatura peluda, higiénicamentelimitada y olfativamente sobrecargada.

—¡Yaaarrrgh! —entonó el troll—. ¡Soy el guardián deeste puente, y por más que a las cabras pueda asistirles elderecho de atravesarlo, devoraré a cualquiera que lointente!

—Pero, ¿por qué, señor Troll? —baló la cabra.—Porque soy un troll, y además, muy orgulloso de

serlo. Tengo todas las necesidades propias de cualquiertroll, y entre las mismas se incluye comer cabras, conqueharás bien en respetarlas o atenerte a las consecuencias.

La cabra estaba asustada.—Le aseguro, señor —tartamudeó—, que si el hecho

de devorarme pudiera ayudarle a convertirse en un troll másrealizado consigo mismo, nada me proporcionaría tantaalegría como complacerle. Mas lo cierto es que no puedocomprometerme con semejante curso de acción sinconsultar antes con mis hermanas. ¿Querrá perdonarme?

Y echó a correr de regreso al valle.

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A continuación, fue la segunda hermana la que llegó alpuente. Aquella cabra se encontraba más avanzadacronológicamente que la primera, por lo que disfrutaba decierta ventaja de tamaño con respecto a aquélla (por másque ello no la hiciera mejor que las demás ni merecedorade privilegio adicional alguno). Cuando ya se disponía acruzar el puente, el troll se interpuso en su camino.

—La naturaleza me ha hecho troll —dijo—, y meenorgullezco de mi condición. ¿Serías capaz de negarme elderecho a vivir como tal con tanta dignidad e integridadcomo me sea posible?

—¿Yo? ¡Jamás! —exclamó la cabra con gesto altivo.—En tal caso, permanece inmóvil donde estás

mientras yo me acerco y te como. Y no intentes salircorriendo, o habré de considerar tu actitud como unaafrenta personal —dijo, y comenzó a invadir el espacioprivado de la cabra.

—Sin embargo —balbució la cabra—, pertenezco auna familia muy unida, y sería una muestra de egoísmo pormi parte dejarme devorar sin consultar antes con el restode sus miembros. Sus sentimientos me merecen igualrespeto. Detestaría pensar que mi ausencia pudieracausarles algún desgaste emocional por no haberles avisadopreviamente de...

—¡Ve, pues! —vociferó el troll.—Regresaré aquí tan pronto como alcancemos todas

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un consenso mutuo —dijo la cabra—, ya que no sería justomantenerte en esta incertidumbre.

—Muy amable por tu parte —dijo el troll, y la cabraechó a correr en dirección al valle. A medida queaumentaba su hambre, el troll comenzó a experimentar unprofundo rencor hacia las cabras. Se hallaba decidido aacudir a las autoridades si no lograba comerse al menosuna.

Cuando la tercera cabra acudió al puente, el trolldescubrió que casi le doblaba en tamaño, y que se hallabadotada de cuernos grandes y afilados y de duras y pesadaspezuñas. El troll advirtió que sus propias prerrogativas deintimidación física iban desvaneciéndose rápidamente.Sintiendo que el miedo le devoraba las entrañas, se hincóde rodillas y suplicó:

—¡Oh, por favor, por favor, perdóname! He estadoutilizándoos a ti y a tus hermanas para mis propios finesegoístas. Ignoro qué ha sido lo que me ha impulsado ahacerlo, pero reconozco lo equivocado de mi conducta.

La cabra se postró a su vez sobre lo que en una cabrapodrían considerarse las rodillas y dijo:

—Vamos, vamos, no te eches toda la culpa a ti mismo.Ha sido nuestra presencia y nuestra condición de criaturasnotablemente comestibles lo que te ha llevado a estasituación. Tanto mis hermanas como yo estamosprofundamente apenadas. Por favor, eres tú quien debe

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perdonarnos a nosotras.El troll comenzó a sollozar.—No, no, todo ha sido culpa mía. Os he amenazado e

intimidado a todas, simplemente en beneficio de mi propiasupervivencia. ¡Cómo he podido ser tan egoísta!

Pero la cabra no estaba dispuesta a dar su extremidad atorcer.

—Nosotras hemos sido las egoístas. Tan sólobuscábamos salvar nuestro propio pellejo y hemosdesatendido por completo tus necesidades. ¡Te lo ruego,devórame ahora!

—No —dijo el troll—; eres tú quien debe arrojarmede este puente a topetazos por egocéntrico e insensible.

—No tengo la menor intención de hacer semejantecosa —dijo la cabra—, ya que fuimos nosotras las que tetentamos desde un principio. Vamos, pégame un mordisco.Adelante.

—Te digo —insistió el troll, incorporándose— queaquí el único culpable soy yo. ¡Así que tírame del puente, ydeprisa!

—Escucha —dijo la cabra, alzándose cuan alta era—,no pienso permitir que nadie cargue con mis culpas en esteasunto, ni siquiera tú, así que haz el favor de comermeantes de que te sacuda en la nariz.

—¡No se te ocurra jugar conmigo a ver quién es másculpable, cabeza de cuerno!

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—¿Yo cabeza de cuerno, especie de bola peluda ymaloliente? ¡Ahora te enseñaré quién tiene la culpa y quiénno! —y, diciendo esto, comenzaron a luchar, a morderse, agolpearse y a propinarse patadas en su común intento decargar con todo el peso de la culpa.

Las otras dos cabras se aproximaron al puente yprocedieron a evaluar la situación de la batalla. Sintiéndoseculpables por no haber asumido suficiente proporción deculpa, se unieron ambas a la refriega, formando con losotros contendientes un torbellino de pelo, pezuñas, cuernosy dientes. Pero la endeble estructura del puente no estabadiseñada para soportar tanto peso, por lo que comenzó aestremecerse y a oscilar hasta que, finalmente, cedió,arrojando al troll y a las tres cabras interdependientes alprecipicio. Mientras caían, todos experimentaron el aliviode saber que por fin iban a recibir su merecido, con elaliciente adicional de otra pequeña porción de culpa por suresponsabilidad en el destino de los demás.

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RAPUNZEL

rase una vez un calderero económicamentedesfavorecido que vivía con su mujer. Su falta de bienestarmaterial no debe dar a entender que el conjunto de loscaldereros formen un grupo económicamente marginado,ni que, de ser así, merezcan sufrir dicha condición. Por másque en los cuentos infantiles clásicos el caldererorepresente el arquetipo de víctima propiciatoria, esteindividuo en particular era calderero de profesión y,sencillamente, se encontraba en una posición de desventajaeconómica.

El calderero y su mujer vivían en una diminuta casuchapróxima a la modesta finca de una de las brujas de lalocalidad. Desde su ventana, podían admirar el jardín de labruja, que ésta cuidaba meticulosamente en un repugnanteintento por imponer sobre la Naturaleza nuestras nocioneshumanas de orden.

La mujer del calderero estaba embarazada y, mientrasobservaba el jardín de la bruja, comenzó a experimentar un

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apetito irresistible por las lechugas que ésta cultivaba.Suplicó al calderero que saltara la valla y le trajera algunas,y su esposo terminó por ceder a sus deseos: al caer lanoche, saltó la valla y se apropió de unas cuantas lechugas.Sin embargo, antes de que pudiera regresar a su hogar, sevio sorprendido por la bruja.

Ahora bien, la bruja en cuestión era una persona deamabilidad sumamente limitada. (No pretendemos afirmarcon ello que todas las brujas —ni siquiera algunas— losean, ni despojar a esta bruja en cuestión de su derecho aexpresar su carácter natural, sea éste cual fuere. Antes bien,nos inclinamos por reconocer que dicho carácter se debía,sin duda, a numerosas circunstancias relacionadas con sueducación y su entorno social que aquí, desgraciadamente,habremos de omitir por necesidades de espacio.)

Pero, como decíamos, la bruja era una persona deamabilidad notablemente limitada, por lo que el caldereroexperimentó un agudo temor cuando ella, asiéndole por elcuello, le preguntó:

—¿Adonde vas con mis lechugas?El calderero podría acaso haber discutido con ella los

conceptos de la propiedad y haber argumentado que laslechugas «pertenecían» en buena ley a cualquiera quetuviera el hambre y el coraje suficientes como paraapropiarse de ellas. Sin embargo, imploró piedad, sinimportarle el degradante espectáculo que ofrecía con ello.

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—Ha sido culpa de mi mujer —gimió, de un modocaracterísticamente machista—. Está embarazada y se haencaprichado con sus espléndidas lechugas. Le ruego queme perdone la vida. Por más que el concepto de hogarregentado por un progenitor único resulta totalmenteaceptable, le ruego que no me mate, pues con ellodespojaría a mi retoño de una estructura familiar establebasada en el cuidado de ambos cónyuges.

La bruja caviló unos instantes y, a continuación, soltóal calderero y desapareció sin pronunciar palabra. Elhombre recogió sus lechugas y regresó a su hogar conenorme alivio. Pocos meses después, y tras terriblessufrimientos que los hombres nunca podrán apreciardebidamente, la mujer del calderero dio a luz a unahermosísima y saludable mujer de corta edad, a la quellamaron Rapunzel como referencia a un conocido génerode lechugas.

Poco después, la bruja se presentó en el umbral de supuerta exigiendo que le fuera entregada la recién nacida acambio de haber perdonado la vida del calderero cuandoéste se introdujo en su jardín. ¿Qué podían hacer? Lasituación vital de impotencia que padecían siempre leshabía dejado a merced de cualquier forma de explotación, yen aquel momento no vieron otra alternativa posible.Entregaron a Rapunzel a la bruja y ésta se alejó a toda prisa.

La bruja llevó a la pequeña al corazón del bosque y la

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encerró en una elevada torre de evidente representaciónsimbólica. Allí creció Rapunzel hasta convertirse en unamujer adulta. La torre carecía de puertas o escaleras, y tansólo tenía una ventana en su parte superior. El único modode acceder a la ventana era trepando por la larga yvoluminosa cabellera de Rapunzel (una vez más, elsimbolismo de todo ello debería resultar obvio).

La bruja era la única visitante de Rapunzel. Solíadetenerse al pie de la torre y gritar:

«Rapunzel, Rapunzel, descuelga tu cabellera para quepor ella ascienda, cual por dorada escalera.»

Y Rapunzel, obedientemente, dejaba caer su trenza. Deeste modo, y durante años, permitió que se explotara sucuerpo para satisfacer las necesidades de desplazamientode otra persona. A la bruja le gustaba la música, y enseñó aRapunzel a cantar. Juntas, pasaban largas horas cantando enla torre.

Pero un día, un príncipe pasó cerca de la torre y oyó elcanto de Rapunzel. No obstante, al aproximarse a la fuentede aquel delicioso sonido avistó a la bruja y se ocultó entrelos árboles junto con su equino acompañante. Desde suescondrijo, pudo ver cómo la bruja llamaba a Rapunzel,cómo ésta dejaba caer su trenza y cómo la bruja trepaba porella. Y, nuevamente, llegó a sus oídos aquel cantohermosísimo. Finalmente, cuando la bruja abandonó latorre y desapareció en la distancia, el príncipe salió de los

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bosques y dijo:«Rapunzel, Rapunzel, descuelga tu cabellera para que

por ella ascienda, cual por dorada escalera.»Inmediatamente, Rapunzel descolgó su trenza por la

ventana y el príncipe trepó por ella.Cuando el príncipe vio a Rapunzel, el atractivo físico

de ésta —muy superior a la media— y sus cabellos largos yabundantes le llevaron a presumir (de un modo típicamentesexista) que su personalidad sería igualmente atrayente.(No pretendemos, con ello, sugerir que todos los príncipesjuzguen a las personas únicamente por su aspecto, ninegarle a éste en particular su derecho a realizar talespresunciones. Remítase el lector a otras aclaracionesexpresadas en párrafos anteriores.)

Y dijo el príncipe:—¡Oh, hermosa doncella! He oído vuestro canto

mientras cabalgaba por las cercanías. Cantad de nuevo paramí, os lo ruego.

Rapunzel no sabía muy bien qué actitud adoptar anteaquella persona, ya que hasta entonces nunca había visto unhombre de cerca. Pensó que era una extraña criatura: degrandes dimensiones, rostro velludo y dotada de unpoderoso olor acre. De algún modo inexplicable, Rapunzelse sintió extrañamente atraída por aquella mezcla y abrió laboca dispuesta a cantar.

—¡Detente inmediatamente! —exclamó una voz

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procedente de la ventana.¡La bruja había regresado!—¿Cómo... cómo habéis podido subir? —inquirió

Rapunzel.—Ordené fabricar una segunda trenza para emplearla

en caso de apuro —dijo la bruja con tono desenfadado—, yparece que tal es el caso. ¡Escúchame, príncipe! Construíesta torre para mantener a Rapunzel alejada de hombrescomo tú. Fui yo quien la enseñó a cantar y llevo añoseducando su voz. Se quedará aquí y no cantará para nadiemás que para mí, ya que soy la única persona que realmentela ama.

—Podemos discutir vuestros problemas deinterdependencia más tarde —dijo el príncipe—. Antesquisiera oír a... ¿Rapunzel, se llama?... Querría oír cantar aRapunzel.

—¡NO! —chilló la bruja—. ¡Voy a arrojarte por laventana sobre las zarzas que crecen bajo ella y así susespinas te arrancarán los ojos y tendrás que vagar por lacampiña maldiciendo tu mala suerte durante el resto de tusdías!

—Quizá te interese reconsiderar esa decisión —dijoel príncipe—. Verás, tengo en la industria discográficabuenos amigos a los que quizá les interesaría oír a...¿Rapunzel, te llamabas? Tiene un estilo diferente...pegadizo, diría yo.

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—¡Lo sabía! ¡Quieres apartarla de mí!—No, no. Quiero que sigas adiestrándola, que la

eduques... en calidad de representante —dijo el príncipe—. Luego, en su momento, digamos al cabo de una o dossemanas, podrás revelar su talento al mundo y nosembolsaremos la pasta.

La bruja vaciló unos instantes mientras sopesaba lapropuesta, y su actitud se apaciguó visiblemente. Acontinuación, el príncipe y ella comenzaron a discutircontratos discográficos y derechos de vídeo, así comoposibles ideas de comercialización, entre las que seincluían muñecas «Rapunzel»© de tamaño naturalequipadas con sus propias Columnas Melódicas©estereofónicas en miniatura.

Mientras les observaba, Rapunzel veía transformarsesus sospechas en una sensación de repugnancia. Duranteaños, sus cabellos se habían visto explotados parasatisfacer las necesidades de desplazamiento de terceros, yahora querían explotar también sus dotes vocales. «Demodo que la avaricia es un vicio común a ambos sexos»,pensó con un suspiro.

Rapunzel fue acercándose lentamente a la ventana sinser vista y, una vez allí, se descolgó a lo largo de la segundatrenza hasta donde aguardaba el caballo del príncipe. Acontinuación, desenganchó la trenza y partió con ella algalope dejando que la bruja y el príncipe siguieran

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discutiendo sus derechos y porcentajes en el fálicotorreón.

Rapunzel se dirigió a la ciudad y alquiló una habitaciónen un edificio provisto de escaleras como es debido.Posteriormente, creó una Fundación no lucrativa para elfomento de la Libre Proliferación de la Música, se cortó lacabellera y la donó a una subasta destinada a la recogida defondos. Durante el resto de sus días, cantó gratuitamente encafés y galerías de arte, negándose sistemáticamente aexplotar, a cambio de dinero, el deseo de oírla cantar quepudieran experimentar otras personas.

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LA CENICIENTA

rase una vez una joven llamada Cenicienta cuya madrenatural había muerto siendo ella muy niña. Pocos añosdespués, su padre había contraído matrimonio con unaviuda que tenía dos hijas mayores. La madre política deCenicienta la trataba con notable crueldad, y sus hermanaspolíticas le hacían la vida sumamente dura, como si en ellatuvieran a una empleada personal sin derecho a salario.

Un día, les llegó una invitación. El príncipe proyectabacelebrar un baile de disfraces para conmemorar laexplotación a la que sometía a los desposeídos y alcampesinado marginal. A las hermanas políticas deCenicienta les emocionó considerablemente verseinvitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costososatavíos que habrían de emplear para alterar y esclavizar susimágenes corporales naturales con vistas a emular modelosirreales de belleza femenina. (Especialmente irreales en sucaso, dado que desde el punto de vista estético se hallabanlo bastante limitadas como para parar un tren.) La madre

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política de Cenicienta también planeaba asistir al baile, porlo que Cenicienta se vio obligada a trabajar como un perro(metáfora tan apropiada como desafortunadamentedenigratoria de la especie canina).

Cuando llegó el día del baile, Cenicienta ayudó a sumadre y hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Setrataba de una tarea formidable: era como intentarapelmazar cuatro kilos y medio de carne animal no humanaen un pellejo con capacidad para contener apenas la mitad.A continuación, vino la colosal intensificación cosmética,proceso que resulta preferible no describir aquí enabsoluto. Al caer la tarde, la madre y hermanas políticas deCenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir suslabores caseras. Cenicienta se sintió apenada, pero secontentó con la idea de poder escuchar sus discos decanción protesta.

Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicientapudo ver frente a ella a un hombre ataviado con holgadasprendas de algodón y un sombrero de ala ancha. Alprincipio, pensó que se trataba de un abogado del Sur o deun director de banda, pero el recién llegado no tardó ensacarla de su error.

—Hola, Cenicienta, soy el responsable de tupadrinazgo en el reino de las hadas o, si lo prefieres, turepresentante sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistiral baile, no es cierto? ¿Y ceñirte, con ello, al concepto

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masculino de belleza? ¿Apretujarte en un estrecho vestidoque no hará sino cortarte la circulación? ¿Embutir los piesen unos zapatos de tacón alto que echarán a perder tuestructura ósea? ¿Pintarte el rostro con cosméticos yproductos químicos de efectos previamente ensayados enanimales no humanos?

—Oh, sí, ya lo creo —repuso ella al instante.Su representante sobrenatural dejó escapar un

profundo suspiro y decidió aplazar la educación política dela joven para otro día. Recurriendo a su magia, la envolvióde una hermosa y brillante luz y la transportó hasta elpalacio.

Frente a sus puertas, podía verse aquella noche unainterminable hilera de carruajes: aparentemente, a nadie sele había ocurrido compartir su vehículo con otras personas.Y llegó Cenicienta en un pesado carruaje dorado quearrastraba con enorme esfuerzo un tiro de esclavosequinos. La joven iba vestida con una ajustada túnicafabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y llevabalos cabellos adornados con perlas producto del saqueo delaboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgadoque ello pueda parecer, llevaba unos zapatos labrados enfino cristal.

Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas lascabezas se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron ycodiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había

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sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que unos yotros aplicaban a su concepto de atractivo femenino. Lasmujeres, por su parte, adiestradas desde su más tierna edaden el desprecio de sus propios cuerpos, contemplaron aCenicienta con envidia y rencor. Ni siquiera su propiamadre y hermanas políticas, consumidas por los celos,fueron capaces de reconocerla.

Cenicienta no tardó en captar la mirada errante delpríncipe, quien se encontraba en aquel momento ocupadodiscutiendo acerca de torneos y peleas de osos con susamigotes. Al verla, el príncipe se sintió temporalmenteincapaz de hablar con la misma libertad que la generalidadde la población. «He aquí —pensó—, una mujer a la quepodría convertir en mi princesa e impregnar con laprogenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría enla envidia del resto de los príncipes en varios kilómetros ala redonda. ¡Y encima es rubia!»

El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile endirección a su presa. Sus amigos siguieron sus pasos en posde Cenicienta, y todos aquellos varones presentes en la salaque contaban menos de setenta años de edad y no estabanocupados sirviendo copas hicieron lo propio.

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estabacausando, avanzaba con la cabeza alta, adoptando el portepropio de una mujer de elevada condición social. Pronto,sin embargo, resultó evidente que dicha conmoción se

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estaba convirtiendo en algo desagradable o, al menos,susceptible de producir disfunción social.

El príncipe había declarado de modo inequívoco a susamigos que tenía intención de «poseer» a aquella jovenmujer. Su determinación, no obstante, había irritado a suscompañeros, ya que también ellos la codiciaban ypretendían poseerla. Los hombres comenzaron a gritarse yempujarse unos a otros. El mejor amigo del príncipe, unduque tan robusto como cerebralmente constreñido, ledetuvo a medio camino de la pista de baile e insistió en queél sería quien consiguiera a Cenicienta. La respuesta delpríncipe consistió en un rápido puntapié en la ingle, lo quedejó al duque temporalmente inactivo. El príncipe, sinembargo, se vio inmovilizado por otros varonessexualmente enloquecidos y desapareció bajo una montañade animales humanos.

Las mujeres contemplaban la escena, espantadas anteaquella depravada exhibición de testosterona, pero, por másque lo intentaron, se vieron incapaces de separar a loscombatientes. A sus ojos, parecía que no era otra queCenicienta la causa del problema, por lo que la rodearondando muestras de una nada fraternal hostilidad. Ella tratóde escapar, pero sus incómodos zapatos de cristal lo hacíancasi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna de susrivales había acudido mejor calzada.

El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó

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que el reloj de la torre estaba dando las doce. Al sonar laúltima campanada, la hermosa túnica y los zapatos deCenicienta se esfumaron y la joven se vio nuevamenteataviada con sus viejos harapos de campesina. Su madre yhermanas políticas la reconocieron de inmediato, peroguardaron silencio para evitar una situación embarazosa.

Ante aquella mágica transformación, todas las mujeresenmudecieron. Liberada del estorbo de su túnica y de suszapatos, Cenicienta suspiró, se estiró y se rascó loscostados. A continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo:

—Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lodeseáis, pero al menos moriré contenta.

Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentaruna sensación de envidia, pero esta vez enfocaron lasituación desde una perspectiva diferente: en lugar deperseguir venganza, comenzaron desprenderse de loscorpiños, corsés, zapatos y demás prendas que laslimitaban. Inmediatamente, empezaron a bailar a saltar y agritar de alegría, pues se sentían al fin cómodas con suprendas interiores y sus pies descalzos.

De haber distraído los varones la mirada de sumachista orgía de destrucción, habrían podido ver anumerosas mujeres ataviadas tal y como normalmenteacuden al tocador. Sin embargo, no cesaron de golpearse,aporrearse, patearse y arañarse hasta perecer todos, desdeel primero hasta el último.

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Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentarremordimiento alguno. El palacio y el reino habían pasadoa ser suyos. Su primer acto oficial consistió en vestir a loshombres con sus propios vestidos y afirmar ante losmedios de comunicación que los disturbios habían surgidocuando algunas personas amenazaron con revelar latendencia del príncipe y de sus amigos al travestismo. Elsegundo fue fundar una cooperativa textil destinadaúnicamente a la producción de prendas femeninasconfortables y prácticas. A continuación, colgaron uncartel en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas(pues así se denominaba la nueva línea de vestido) y,gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles sistemasde comercialización, todas —incluidas la madre yhermanas políticas de Cenicienta— vivieron felices parasiempre.

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RICITOS DE ORO

n las profundidades de la espesura, más allá del río, enel mismo corazón del bosque, habitaba una familia de ososcompuesta por Papá Oso, Mamá Osa y el Pequeño Osito.Vivían todos una existencia antropomórfica diseñada comofamilia nuclear y enmarcada en el espacio de una diminutacabaña. Ni que decir tiene que todos lamentabanprofundamente esta circunstancia, ya que,tradicionalmente, la familia establecida en torno a unnúcleo no ha servido para otra cosa que para esclavizar a lasmujeres, inculcar una moral farisaica en sus miembros einfundir en las generaciones subsiguientes rígidas nocionesen lo que se refiere a los respectivos papelesheterosexuales de sus miembros. Así y todo, intentabanvivir felices y procuraban adoptar las medidas necesariaspara evitar tales peligros (entre otras, habían optado pordirigirse a su retoño como «criatura», en tanto quedenominación desprovista de género específico).

Una mañana, se sentaron todos a desayunar en su

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pequeña cabaña antropomórfica. Papá Oso había preparadograndes cuencos de gachas naturales y desprovistas deingredientes artificiales. Las gachas, sin embargo, acababande ser retiradas del fogón y aún se encontraban demasiadosobrecargadas desde el punto de vista térmico como parapoder consumirse. Así pues, decidieron aguardar a que suscuencos se enfriaran y salieron a dar un paseo y a visitar asus vecinos del reino animal.

Apenas hubieron partido, surgió de entre los arbustosuna joven mujer cutáneamente empobrecida en melaninaque se deslizó hasta el interior de la cabaña. Se llamabaRicitos de Oro, y llevaba varios días observando a los osos.Se trataba, dicho sea de paso, de una bióloga especializadaen el estudio de osos antropomórficos. En otro tiempo,había ejercido como profesora, pero su agresiva ymasculina actitud frente a la ciencia (era aficionada adesgarrar los tenues velos de la Naturaleza, exponiendo sussecretos, invadiendo su esencia y empleándola en beneficiode sus propios y egocéntricos propósitos para luegoalardear de tales violaciones a través de colaboraciones endiversas revistas) la había llevado a su cese.

La vil bióloga en cuestión llevaba ya algún tiempoobservando la cabaña. Su intención era implantarradiotransmisores en los osos y controlar posteriormentesus desplazamientos migratorios y vitales con totaldesprecio de su intimidad personal (o, mejor dicho,

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animal). Guiada únicamente por sus propósitos deespionaje científico, Ricitos de Oro allanó la cabaña de lososos. Tras penetrar en la cocina, aderezó sus cuencos degachas con un sedante. A continuación, irrumpió en eldormitorio y dispuso trampas en las camas. Su planconsistía en drogar a los osos y aprovechar el momento enque se dispusieran a tenderse en sus respectivos lechospara atenazar lazos radiotransmisores en torno a suscuellos tan pronto como depositaran la cabeza sobre laalmohada.

Ricitos de Oro se rió entre dientes y pensó: «¡Estososos han de ser mi pasaporte hacia la fama! Ya les enseñaréyo a esos mentecatos de la universidad los arrestos quehacen falta para realizar una investigación como Diosmanda!» A continuación, se agazapó en una esquina deldormitorio y esperó. Y siguió esperando, y esperó aún unrato más. Pero los osos tardaban tanto en regresar de supaseo que se quedó dormida.

Cuando los osos regresaron por fin, se sentaron,dispuestos a consumir su desayuno, pero inmediatamentese detuvieron.

—¿No te da la sensación de que estas gachas estánalgo pasadas, Mamá? —preguntó Papá Oso.

—Sí —repuso Mamá Osa—, así es. ¿Y las tuyas,Criatura? ¿Te huelen como si estuvieran pasadas?

—Sí, es cierto —dijo el Pequeño Osito— Huelen a

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producto químico.Recelosos, se levantaron de la mesa y acudieron a la

sala de estar. Papá Osó olfateó el aire y preguntó:—¿Hueles algo, Mamá?—Sí —afirmó Mamá Osa—. Sí huelo. ¿Hueles tú

algo, Criatura?—Sí —dijo el Pequeño Osito—. Sí huelo. Huelo un

aroma acre, sudoroso y en absoluto limpio.Cada vez más alarmados, se dirigieron al dormitorio, y

Papá Oso preguntó:—¿No es un lazo y un collar radiotransmisor lo que

distingo bajo mi almohada, Mamá?—En efecto —repuso Mamá Osa—. ¿Hay un lazo y un

collar radiotransmisor bajo la mía, Criatura?—¡Sí que los hay! —exclamó el Pequeño Osito—. ¡Y,

además, puedo ver al ser humano que los ha puesto ahí!Diciendo esto, el Pequeño Osito señaló el rincón en

el que dormía Ricitos de Oro. Los tres comenzaron agruñir, y Ricitos de Oro se despertó sobresaltada.Poniéndose en pie de un brinco, trató de escapar, pero PapáOso obstaculizó su huida de un zarpazo, y Mamá Osa hizolo propio. Reducida así Ricitos de Oro a una situación deincapacidad motora, Papá y Mamá Osos se abalanzaronsobre ella con uñas y dientes. Inmediatamente, laengulleron y, al cabo de unos instantes, no quedaban de larebelde bióloga otros vestigios que un mechón de cabellos

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rubios y su cuaderno de apuntes.El Pequeño Osito contempló la escena estupefacto y,

cuando todo hubo concluido, preguntó:—Mamá, Papá, ¿qué habéis hecho? Pensaba que

éramos todos vegetarianos.—Y lo somos —eructó Papá Oso—, pero siempre

estamos dispuestos a probar cosas nuevas. La flexibilidadno es sino una más de las muchas ventajas que encierratodo sistema de vida pluricultural.

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BLANCANIEVES Y LOS SIETEENANITOS

rase una vez una joven princesa en absolutodesagradable desde el punto de vista estético que, además,se hallaba dotada de un temperamento mucho máscautivador que el de la mayoría de sus conciudadanos. Eraconocida con el apodo de Blancanieves, denominación querefleja la discriminación implícita en el hecho de asociarcualidades agradables o atractivas con la luz y otras másantipáticas o repelentes con la oscuridad. Así, y desde sumás tierna edad, Blancanieves era ya una víctimainconsciente —si bien privilegiada— de esta clase declasificaciones cromáticas.

Cuando Blancanieves era aún muy joven, su madrecayó repentinamente enferma, vio luego acrecentada sufalta de salud y terminó por caer en estado terminal. Supadre, el rey, la lloró durante lo que podríamos considerarcomo un período de tiempo aceptable y, por fin, requirió aotra mujer para ocupar el puesto de reina. Blancanieves

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hizo cuanto estuvo en su mano para agradar a su nuevamadre política, pero no pudo evitar que entre ambas seestableciera una relación de frialdad y distancia.

La más preciada posesión de la reina era un espejomágico que tenía la virtud de responder con veracidad acualquier pregunta que se le formulara. Sin embargo, suslargos años de condicionamiento social bajo una dictadurajerárquica masculina habían convertido a la reina en unamujer considerablemente insegura acerca de sus propiosméritos. La belleza física había llegado a convertirse en elúnico valor que por entonces la preocupaba, y se habíaacostumbrado a autodefinirse basándose únicamente en suaspecto personal. Así pues, todas las mañanas, la reinapreguntaba a su espejo:

«Espejito mágico, que todo lo ves, la más hermosa,dime, ¿quién es?»

Y el espejo contestaba:«Permitidme —oh, mi reina— ser sincero: sois sin

duda la más bella que existe en el mundo entero.»Aquel diálogo fue sucediéndose a diario con

regularidad hasta un día en que la reina se despertósintiendo que no tenía bien el pelo y, ávida de apoyoexterno, formuló la pregunta de costumbre. El espejo, sinembargo, repuso:

«Tal valor a la belleza no debes darle, ricura, puestiempo ha que Blancanieves te supera en hermosura.»

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Al oír aquello, la reina montó en cólera. Cualquieroportunidad de colaborar con Blancanieves en pos de unsólido lazo de hermandad era algo que ya pertenecía alpasado. Por el contrario, la reina se dejó llevar por unacceso transitorio de prepotencia masculina y ordenó alreal maestro talador que se llevara a Blancanieves al bosquey la matara. Asimismo (y posiblemente para impresionar alos varones de la corte real), añadió una bárbara exigencia:debía arrancar el corazón a la joven y llevarloposteriormente a su presencia.

El maestro talador aceptó entristecido aquellasórdenes y condujo a la muchacha, que de hecho era ya unamujer incipiente, hasta el corazón del bosque. Sin embargo,su relación con la tierra y con las estaciones naturales delaño habían hecho de él una persona bondadosa, y no pudosoportar la idea de hacer daño a la joven. Así, puso aBlancanieves al corriente de la opresiva e insolidaria ordende la reina y la exhortó a partir a la carrera y a internarsecuanto pudiera en el bosque.

La atemorizada Blancanieves hizo lo que le ordenaban.El maestro talador, temeroso de la ira de la reina por másque hubiera rehusado a poner fin a otra vida con el simplefin de complacerla, acudió al poblado y pidió al pasteleroque le fabricara un corazón de mazapán. A continuación, selo entregó a la reina, quien lo devoró ávidamente,ofreciendo con ello un repugnante espectáculo de pseudo-

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canibalismo.Entretanto, Blancanieves seguía corriendo entre la

espesura. Y justamente cuando ya creía haberse alejado lomás posible de la civilización y de sus peligrosos efectos,tropezó con una cabaña. En su interior, pudo distinguir unahilera de siete camas diminutas sin hacer. Vio asimismosiete platos apilados en el fregadero y siete butaconesanatómicos emplazados frente a otros tantos televisorescon control remoto. Supuso que la cabaña debía pertenecerbien a siete hombres de pequeño tamaño o bien a algúnnumerólogo desaseado. Las camas mostraban un aspectotan tentador que la fatigada joven se acurrucó sobre una deellas e, inmediatamente, se quedó dormida.

Cuando despertó, varias horas más tarde, vio ante sílos rostros de siete hombres barbudos y verticalmentelimitados que la contemplaban inmóviles alrededor de lacama y se incorporó, sobresaltada. Uno de los hombresdijo:

—¿Habéis visto eso? Típico de las mujeres frívolas:tan pronto descansan pacíficamente como se incorporan yse ponen a chillar.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo otro—.Esta mujer desbaratará nuestros potentes vínculos dehermandad y creará entre nosotros una situación derivalidad en la persecución de sus afectos. Yo voto porarrojarla al río en un saco lleno de piedras.

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—Yo también opino que deberíamos deshacernos deella —dijo un tercero— pero, ¿por qué degradar el medioambiente? ¿Por qué no arrojarla a los osos o algo por elestilo? Así, pasaría a formar parte de la cadena alimenticia.

—¡Bravo, bravo!—Bien pensado, hermano.Cuando Blancanieves recuperó por fin la consciencia,

suplicó:—Por favor, por favor, no me matéis. No pretendía

causar daño alguno al acostarme en vuestra cama. Penséque nadie lo advertiría.

—¿Lo veis? —dijo uno de los hombres— Yaempiezan a aflorar las clásicas inquietudes femeninas.Ahora protesta porque no hemos hecho las camas.

—¡Matadla! ¡Matadla!—¡No, por favor! —gimió la joven—. Si me he

internado tanto en estos bosques es debido a que mi madrepolítica, la reina, ordenó que me mataran.

—¿Habéis oído? ¡He ahí la mutua vengatividadfemenina!

—¡No pretendas hacerte la víctima con nosotros,guapa!

—¡SILENCIO! —retumbó uno de ellos, dotado de unaflamígera cabellera roja cubierta por la piel de una especieanimal no humana. Blancanieves advirtió que era el jefe delgrupo, y que de él dependía su suerte—. Explícate. ¿Cómo

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te llamas y cuál es el motivo real de tu presencia aquí?—Me llamo Blancanieves —comenzó ella—, y ya os

he explicado el motivo: mi madre política, la reina, ordenóa un maestro talador que me llevara al bosque y me matara,pero él se compadeció de mí y me dijo que echara a correrpor el bosque y que me alejara todo lo posible.

—Típico de las mujeres —gruñó uno de los miembrosdel grupo para sus adentros—: se buscan a un hombre paraque les haga el trabajo sucio.

El jefe alzó la mano exigiendo silencio y dijo:—Muy bien, Blancanieves. Si esa es tu historia,

imagino que tendremos que creerte.Blancanieves comenzaba a sentirse molesta por el

trato que estaba recibiendo, pero intentó no mostrarlo.—En cualquier caso, ¿puede saberse quiénes sois

vosotros? —inquirió.—Se nos conoce con el nombre de los Siete Gigantes

Colosales —repuso el jefe. A Blancanieves se le escapóuna risita que no pasó desapercibida, pero el líder continuó—: Somos colosales en espíritu, y por lo tanto, gigantesentre los habitantes del bosque. Antes, solíamos ganarnosla vida explotando nuestras minas, pero llegamos a ladecisión de que tal despojamiento de los recursos delplaneta resultaba tan inmoral como inconsciente a largoplazo (y, por si fuera poco, el mercado de metales está bajomínimos). Así pues, nos hemos convertido en abnegados

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custodios de la tierra y vivimos aquí en completa armoníacon la naturaleza. Y, para llegar a fin de mes, organizamosasimismo retiros destinados a aquellos jóvenes quenecesitan entrar en contacto con sus primitivas identidadesmasculinas.

—¿Ah, sí? ¿Y en qué consiste eso, aparte de dedicarsea beber leche directamente del envase? —preguntóBlancanieves.

—Yo en tu lugar no emplearía ese sarcasmo —advirtió el jefe de los Siete Gigantes Colosales—. Miscompañeros quieren desembarazarse de ti porqueconsideran corruptora cualquier presencia femenina, ypodría suceder que no me fuera posible detenerles,¿comprendes? ¡Camaradas, debemos hablar con sinceridady franqueza! ¡Retirémonos a nuestro refugio!

Los siete hombrecillos abandonaron atropelladamentela estancia, gritando y despojándose de sus vestiduras, yBlancanieves esperó su regreso sin saber qué hacer.Temerosa de pisar cualquier cosa que pudiera andararrastrándose entre la suciedad que alfombraba el suelo,decidió no moverse de la cama, y de hecho logró esperarhasta su regreso sin moverse.

A sus oídos llegó un fuerte estrépito acompañado degritos y, al poco rato, los Siete Gigantes Colosalespenetraron de nuevo en la cabaña. Iban todos ataviados consendos taparrabos y, por fortuna, no olían tan mal como

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hubiera cabido esperar.—¡Agggh! ¡Mirad lo que ha hecho con mi cama!

¡Cambio mi voto! ¡Quiero que desaparezca de aquí!—Cálmate, hermano —dijo el jefe—. ¿Es que no te

das cuenta? De esto es precisamente de lo que se trata: decontrastar. Nos será tanto más fácil comprobar nuestrosprogresos como verdaderos hombres si contamos con lapresencia de una hembra con la que poder compararnos.

Los hombres comenzaron a refunfuñar, poniendo enduda lo acertado de su decisión, pero Blancanieves yaestaba harta:

—¡Me niego a seguir aquí en calidad de objeto, sinotra función que la de vara de medir de vuestrosrespectivos egos y penes!

—De acuerdo, pues —dijo el líder del grupo—. Ereslibre de buscar tú misma el camino de regreso a través delbosque. No olvides darle recuerdos a la reina.

—Bueno, también es cierto que puedo quedarme algúntiempo, hasta que se me ocurra otro plan —repuso ella.

—Perfectamente —dijo el jefe—, pero deberásatenerte a ciertas normas básicas. Nada de quitar el polvo,nada de ordenar la casa y nada de andar lavando la ropainterior en el fregadero.

—Y nada de fisgar en el refugio.—Y no te acerques a nuestras cosas.Entretanto, en el castillo, la reina se felicitaba de la

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desaparición de su única rival en hermosura, y andabaentretenida en su gabinete leyendo el Elle y Glamour ypermitiéndose consumir tres onzas enteras de chocolate(sin purgarse a continuación, como solía hacer paraconservar la línea). Al poco rato, se dirigió con airedecidido hacia su espejo mágico y le planteó la mismapregunta amarga de siempre:

«Espejito mágico, que todo lo ves, la más hermosa,dime, ¿quién es?»

Y el espejo repuso:«Tienes un peso perfecto para tu figura y talla pero, en

LO QUE HAY QUE TENER, comparada a Blancanieves nopasas de ser morralla.»

Al oír aquello, la reina apretó los puños y dejó escaparun alarido con toda la fuerza de sus pulmones. Sus propiasinseguridades llevaban años consumiéndola, hasta el puntode acabar por apartarla moralmente de la norma.Recurriendo a toda su astucia y malicia, comenzó aproyectar un plan mediante el cual asegurar la inviabilidadde su hija política.

Pocos días después, Blancanieves —quien porsupuesto se había abstenido de tocar u ordenar nada—, sehallaba sentada en el suelo de la cabaña, meditando. Depronto, oyó que llamaban a la puerta. Blancanieves acudió aabrir y descubrió ante sí a una mujer notablemente dotadadesde el punto de vista cronológico que portaba una cesta

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al brazo. A juzgar por sus vestidos, parecía hallarse libre delas limitaciones de un empleo regular.

—Ayuda a una mujer de ingresos inciertos, querida —dijo—, y compra una de mis manzanas.

Blancanieves reflexionó unos instantes.Personalmente, tenía como norma no adquirir alimentos deintermediarios, ya que lo consideraba una forma deprotesta contra los consorcios comerciales agrarios. Sucorazón, sin embargo, se había enternecido ante aquellamujer económicamente marginada, por lo que dijo que sí.Lo que Blancanieves ignoraba era que en realidad se tratabade la reina, oculta tras un disfraz, y que la manzana habíasido alterada química y genéticamente de tal modo quecualquiera que la mordiera estaría condenado a dormir parasiempre.

Cualquiera pensaría que al recibir el dinerocorrespondiente al pago de la manzana, la reina se habríasentido eufórica de comprobar que su plan de venganzaestaba funcionando. Sin embargo, al contemplar la hermosacomplexión y la tersa figura de Blancanieves se sintiósucesivamente asaltada por oleadas de envidia yautodesprecio. Por fin, rompió en lágrimas.

—¿Qué ocurre? ¿Qué le sucede? —preguntóBlancanieves.

—Eres tan joven y tan hermosa —sollozó la reinadisfrazada— mientras que yo resulto repelente a la vista y

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empeoro con cada día que pasa.—No debería usted decir eso. Después de todo, la

belleza reside en el interior de las personas.—Hace años que me lo repito a mí misma —repuso la

reina—, pero aún no alcanzo a creérmelo. ¿Cómo lograsmantenerte en una forma tan espléndida?

—Bueno... medito mucho, hago tres horas de aerobictodos los días y cada vez que me ponen un plato delanteprocuro no consumir más que la mitad. ¿Querría usted quela enseñara?

—Oh, sí, sí, por favor —dijo la reina. Así pues,comenzaron con una simple sesión de treinta minutos demeditación hatha yoga y, a continuación, practicaronaerobic durante una hora. Luego, mientras descansaban,Blancanieves partió la manzana por la mitad y entregó unode los trozos a la reina. Ésta, sin pensar, lo mordió, y ambascayeron en un profundo sueño.

Ya avanzado el día, los Siete Gigantes Colosalesregresaron de un refugio que poseían en el bosque,cuidadosamente guarnecido con barro, plumas y pielesanimales. Les acompañaba el príncipe de un reino vecinoque había acudido a aquel retiro masculino con la esperanzade hallar una cura para su impotencia (o, como él preferíadenominarla, su involuntaria suspensión de actividadfalocéntrica). Venían todos riendo y entrechocando laspalmas con gran camaradería, pero se detuvieron al ver los

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dos cuerpos tendidos.—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el príncipe.—Aparentemente, nuestra invitada y esta otra mujer

han debido de enzarzarse en una refriega y se han liquidadola una a la otra —sugirió uno de los gigantes.

—Si pensaban que de este modo iban a hacernos caerpresa de nuestros sentimientos más débiles, se equivocande medio a medio —bufó otro.

—Bueno, ya que tenemos que desembarazarnos deellas, ¿por qué no poner en práctica uno de esos funeralesvikingos acerca de los que tanto hemos leído?

—¿Sabéis? —dijo el príncipe—, quizá juzguéis que loque voy a decir resulta ligeramente depravado, pero tengoconfianza en vosotros. Encuentro atractiva a la más joven.Sumamente atractiva. ¿Os importaría, muchachos..., esto...,esperar fuera mientras yo...?

—¡Detente ahora mismo! —dijo el jefe de losgigantes—. Esos trozos de manzana a medio comer... eseatuendo repugnante... esto tiene toda la pinta de tratarse dealguna clase de sortilegio. No están ni mucho menosmuertas.

—Buf... —suspiró el príncipe—, no sabéis cuánto mealegro. Bueno, chicos, ¿podríais, pues, levantar el vuelo ydejarme que...?

—Alto ahí, príncipe —dijo el jefe—. ¿AcasoBlancanieves ha logrado que vuelvas a sentirte hombre?

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—Desde luego que sí. Y ahora, ¿os importaría...?—¡No la toques! No la toques o romperás el hechizo

—dijo el líder. A continuación, caviló unos segundos y dijo—: Hermanos, creo adivinar ciertas posibilidadeseconómicas en todo esto. Si conservamos a Blancanievesen esta comarca, podríamos anunciar nuestros retiroscomo centros de tratamiento contra la impotencia.

Los gigantes mostraron su aprobación asintiendo conla cabeza, pero el príncipe les interrumpió:

—¿Y qué hay de mí? Yo ya he pagado mi inscripción.¿Cuándo me tocará... esto... hacer la cura?

—No te enrolles, Príncipe —dijo el jefe—. Se vepero no se toca. De otro modo, romperás el hechizo. Ahorabien, te diré qué puedes hacer: puedes montártelo con laotra.

—No quisiera parecer clasista —dijo el príncipe—,pero no tiene el calibre necesario para mí.

—Eso me suena a farol viniendo de alguien quesiempre falla el blanco —dijo uno de los gigantes, y todos,menos el príncipe, rompieron en carcajadas.

Dijo el jefe:—Vamos, hermanos, recojamos a estas dos y veamos

cómo exhibirlas del modo más eficaz posible.Hicieron falta tres gigantes para alzar a cada una de las

mujeres, pero al fin consiguieron transportar los doscuerpos. Apenas lo habían hecho, sin embargo, cuando los

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trozos de manzana envenenada se desprendieron de loslabios de Blancanieves y de la reina y ambas despertaron desu sueño.

—¿Qué os habéis creído que estáis haciendo?¡Dejadnos en el suelo! —gritaron.

Los gigantes se sobresaltaron hasta tal punto que pocoles faltó para dejarlas caer.

—¡No he escuchado nada tan repugnante en toda mivida! —vociferó la reina—. ¡Ofrecernos al público como sifuéramos objetos!

—Y tú —dijo Blancanieves dirigiéndose al príncipe—, intentando hacértelo con una chica que está en coma.¡Puaj!

—Oye, a mí no me eches la culpa —dijo el príncipe—. Ten en cuenta que se trata de un problema de salud.

—No empecéis a echarnos las culpas a nosotros —dijo el líder de los gigantes—. Al fin y al cabo, fuisteisvosotras quienes invadisteis nuestra propiedad. ¡Puedollamar a la policía!

—Ni se te ocurra, Napoleón —dijo la reina—. Estosbosques son propiedad de la corona. Vosotros sois losintrusos.

Aquella réplica despertó una notable agitación entrelos presentes, pero nada comparable al revuelo que causósu siguiente advertencia:

—Y, otra cosa: mientras estábamos paralizadas y

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todos vosotros os dedicabais a divagar desde vuestraperspectiva machista, tuve ocasión de experimentar unarevelación personal. De ahora en adelante, pienso dedicarmi vida a eliminar el abismo que se abre entre el cuerpo yel espíritu de las mujeres. Proyecto enseñar a todas ellas aaceptar su imagen física natural y a superar sudesintegración. Blancanieves y yo vamos a fundar un centrode conferencias y un balneario femenino en este precisolugar, un sitio donde podamos celebrar retiros, reuniones yconferencias para todas las hermanas del planeta.

Inmediatamente, se desató una enorme algarabía degritos e insultos, pero la reina terminó por salirse con lasuya.

No obstante, antes de que pudieran ser desahuciadosde su residencia, los Siete Gigantes Colosales lograronorganizar el traslado de su refugio a otro lugar aún másinternado en las profundidades del bosque. El príncipepermaneció en el balneario en calidad de elegante —peroinofensivo— profesor de tenis. Y Blancanieves y la reinase convirtieron en buenas amigas y llegaron a hacersemundialmente famosas por sus contribuciones a la causa dela hermandad femenina. En cuanto a los gigantes, nuncamás volvió a saberse de ellos, salvo por las diminutashuellas que de vez en cuando aparecían por las mañanasbajo las ventanas de los vestuarios del balneario.

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EL POLLITO CHIQUITITO

l Pollito Chiquitito vivía en un tortuoso senderocampestre rodeado por altos robles. (Conviene señalar aquíque el nombre «Chiquitito» es simplemente un apellido, yno un apodo despreciativo derivado del tamaño delindividuo. El hecho de que El Pollito Chiquitito poseyera,efectivamente, un tamaño inferior a la media no obedecesino a una simple casualidad.) Un día, El Pollito Chiquititoestaba jugando en la carretera cuando entre los árbolessopló una ráfaga de viento que hizo que una bellota sedesprendiera y le golpeara de lleno en la cabeza.

Ahora bien, por más que El Pollito Chiquititoposeyera, efectivamente, un cerebro de tamaño reducidodesde el punto de vista fisiológico, también es cierto quesabía aprovechar al máximo sus posibilidades. Así pues,cuando chilló «¡Se cae el cielo, se cae el cielo!», no estaballegando a una conclusión errónea, estúpida o absurda, sinosimplemente limitada desde un aspecto lógico.

El Pollito Chiquitito echó a correr carretera abajo

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hasta llegar a casa de su vecina, la Gallina Catalina, quien seencontraba a la sazón ocupada en arreglar su jardín. No setrataba de una tarea complicada, ya que para ello noempleaba insecticidas, herbicidas ni fertilizantes y, además,permitía que plantas silvestres autóctonas no comestiblesde toda clase (conocidas a veces como «hierbajos») semezclaran con sus cosechas alimenticias. Así pues,semioculta entre el follaje, la Gallina Catalina oyó la vozdel Pollito Chiquitito mucho antes de verle.

—¡Se cae el cielo, se cae el cielo!La Gallina Catalina asomó la cabeza por encima de la

fronda del jardín y dijo:—¡Pollito Chiquitito! ¿Por qué gritas de ese modo?Repuso el Pollito Chiquitito:—Porque estaba jugando en la carretera cuando un

trozo de cielo enorme se cayó y me golpeó en la cabeza.Mira, ¿lo ves? Este chichón lo demuestra.

—Sólo podemos hacer una cosa —dijo la GallinaCatalina.

—¿Y qué es? —inquirió el Pollito Chiquitito.—¡Demandar a esos canallas! —dijo la Gallina

Catalina.—¿Demandarlos por qué? —preguntó, el Pollito

Chiquitito, desconcertado.—Por daños personales, discriminación, provocación

deliberada de angustia emocional, provocación negligente

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de angustia emocional, agresión dolosa, ofensas, agravios...todo lo que se te ocurra. Los demandaremos.

—¡Dios mío! —dijo el Pollito Chiquitito—. ¿Y quéganaremos con ello?

—Podemos obtener una compensación económica enconcepto de dolor y padecimientos, daños y perjuicios,daños punitivos, invalidez y desfiguración, recuperación alargo plazo, angustia mental, menoscabo de tu estimapersonal y capacidad laboral...

—¡Persona, qué buena idea! —exclamó alegrementeel Pollito Chiquitito—. ¿Y a quién demandaremos?

—Bueno, no creo que el cielo se encuentrereconocido per se como entidad procesable por parte delEstado —dijo la Gallina Catalina.

—Opino que deberíamos ir a buscar un abogado quenos dijera a quién podemos demandar —dijo el PollitoChiquitito, esforzando al máximo su diminuto cerebro.

—Buena idea. Y, ya que estamos, aprovecharé paraque me digan a quién puedo demandar por estas ridículaspatitas huesudas que tengo. Durante toda la vida no me hancausado otra cosa que angustia y vergüenza, y alguiendebería compensarme de algún modo por ello.

Dicho esto, siguieron corriendo por el sendero hastallegar a la casa de su vecino, el Ganso Manso. El GansoManso estaba ocupado enseñando a su compañera animalcanina a comer hierba con objeto de poder así librarse de

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los sentimientos de culpa que experimentaba trasalimentarla con cadáveres animales procesados y enlatados.

—¡Se cae el cielo, se cae el cielo!—¡Demandemos a esos canallas, demandemos a esos

canallas!El Ganso Manso se asomó por encima de la valla y

dijo:—¡Por todos los diablos! ¿Por qué gritáis de ese

modo?—Porque estaba jugando en la carretera y se me cayó

un trozo de cielo en la cabeza —explicó el PollitoChiquitito.

—Así que vamos en busca de un abogado que nos digaa quién podemos demandar tanto por sus lesiones comopor mis patas huesudas.

—¡Qué bien! ¿Os importa que os acompañe parademandar a alguien por este cuello tan flaco y tanlarguirucho? No sé, no encuentro nada que le siente bien,hasta el punto de que he llegado a convencerme de queexiste en la industria de la moda una conspiración contralas aves acuáticas de cuello prolongado.

Y los tres echaron a correr por la carretera en buscade asistencia legal.

—¡Se cae el cielo, se cae el cielo!—¡Demandemos a esos canallas, demandemos a esos

canallas!

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—¡Acabemos con la conspiración, acabemos con laconspiración!

Algo más adelante, se encontraron con el ZorroListorro, que iba ataviado con un traje azul y portaba unmaletín. Al verles, levantó una pata para detener a lacomitiva.

—¿Puede saberse adonde os dirigís en un día tanhermoso? —dijo el Zorro Listorro.

—¡Buscamos a alguien a quien poder demandar! —gritaron los tres al unísono.

—¿Qué cargos os proponéis presentar? ¿Lesionespersonales? ¿Discriminación? ¿Provocación deliberada deangustia emocional? ¿Provocación negligente de angustiaemocional? ¿Agresión dolosa? ¿Ofensas y agravios?

—¡Oh, sí, sí! —exclamaron los tres con enormeexcitación—. ¡Todo eso y más!

—Bien, pues en ese caso estáis de suerte —dijo elZorro Listorro—. Precisamente tengo la agendarelativamente descargada, por lo que podré representarosen todos cuantos litigios queráis presentar.

Los tres miembros del trío prorrumpieron en vítores ybatieron sus alas, y el Pollito Chiquitito preguntó:

—Pero, ¿a quién vamos a demandar?El Zorro Listorro, sin inmutarse, dijo:—¿A quién no vamos a demandar? Ante tres víctimas

indefensas como vosotros podemos encontrar más

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responsables de los que caben en una sala de tribunal.Vayamos todos a mi despacho para discutir la cuestión enprofundidad.

El Zorro Listorro se encaminó hacia una pequeñapuerta de metal negro emplazada en la ladera de una lomacercana.

—Adelante. Entrad aquí —dijo, descorriendo elcerrojo. Pero la puerta negra se negaba a abrirse. El ZorroListorro la manipuló con una pata, y luego con la otra, perola puerta seguía cerrada. El zorro tiraba y empujabaviolentamente, profiriendo maldiciones que incluían tanto ala puerta en sí como a su capacidad mental e historialsexual.

Pero al fin, ésta se abrió de par en par y de ella surgióuna enorme bola de fuego. ¡En realidad, se trataba de lapuerta que daba acceso al horno del Zorro Listorro! Pero,desgraciadamente para él, la bola de fuego le envolvió lacabeza, le quemó hasta el último de sus cabellos y bigotesy le dejó totalmente catatónico. En cuanto al PollitoChiquitito, la Gallina Catalina y el Ganso Manso, salierontodos huyendo y felicitándose de no haber resultadodevorados.

No obstante, los familiares del Zorro Listorro seapresuraron a arreglar cuentas con ellos. Además dedemandar al fabricante de la puerta del horno en nombre desu pariente, presentaron una querella contra las tres aves de

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corral anteriormente mencionadas por aprisionamiento,imprudencia temeraria y fraude, exigiendo compensacioneseconómicas en concepto de dolor y padecimientos, daños yperjuicios, daños punitivos, invalidez y desfiguración,recuperación a largo plazo, angustia mental, menoscabo decapacidad laboral y estima personal y pérdida de una buenacena. Las tres aves apelaron posteriormente y, hasta lafecha, siguen todos batallando en los tribunales.

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EL PRÍNCIPE RANA

rase una vez una joven princesa de la que cuentan que,cada vez que se cansaba de partirse la cabeza contra laestructura masculina de poder reinante en su castillo, solíarelajarse paseando por los bosques y sentándose junto a unpequeño estanque. Allí, se entretenía lanzando al aire supelota dorada preferida y cavilando acerca del papel de lasluchadoras eco-feministas en su época.

Un día, mientras se recreaba imaginando la utopía enque podría convertirse su reino de ocupar las mujeres loscírculos de poder, dejó caer la pelota, y ésta rodó hasta elestanque. El estanque era tan profundo y lóbrego que laprincesa no lograba ver dónde había ido a parar. Ni quedecir tiene que no lloró, si bien sí anotó mentalmente quedebería tener más cuidado en el futuro.

Súbitamente, oyó una voz que le decía:—Princesa, yo podría devolveros vuestra pelota.Miró a su alrededor y vio la cabeza de una rana que

asomaba sobre la superficie del estanque.

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—No, no —dijo—, jamás esclavizaría a un miembrode otra especie animal obligándolo a trabajar en beneficiode mis egoístas intereses.

—Bien, ¿que os parece entonces si llegamos a unacuerdo basado en estas circunstancias concretas?Recuperaré vuestra pelota si a cambio me hacéis un favor.

La princesa accedió de buen grado a tan cabalpropuesta. La rana se sumergió bajo el agua y, a los pocosinstantes, emergió portando en la boca la pelota dorada.Tras escupirla sobre la orilla, dijo:

—Y ahora que yo os he hecho un favor, querríasondear vuestra opinión acerca de la atracción física entreespecies distintas.

La princesa no lograba imaginar de qué podía estarhablando la rana, pero ésta continuó:

—Veréis... lo cierto es que no soy ni mucho menosuna rana. En realidad, soy un hombre, al que un malvadobrujo hizo víctima de un hechizo. Por más que mi formaanfibia no sea ni mejor ni peor que mi forma humana —sino únicamente diferente—, me encantaría rodearme denuevo de la compañía de las personas. Y lo único que puederomper este hechizo es el beso de una princesa.

La princesa reflexionó un momento acerca de lasposibilidades de acoso sexual entre especies distintas, perolos argumentos de la rana habían ablandado su corazón. Seinclinó y depositó un beso sobre la frente la rana. Y allí

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mismo, sobre el mismo estanque en el que habíadescubierto al animal, apareció ante sus ojos un hombreataviado con una camisa de golf y unos pantalones acuadros francamente chillones: se trataba de un individuode mediana edad, verticalmente limitado y ligeramenteescaso de cabello en su zona superior.

La princesa se quedó estupefacta.—Lamento mucho si lo que voy a decir suena algo

clasista —tartamudeó—, pero... en fin, quiero decir que...tenía entendido que los brujos solían aplicar sus hechizos apríncipes.

—Por lo general, sí —dijo él—, pero esta vez lavíctima resultó ser un hombre de negocios normal ycorriente. El caso es que trabajo en una compañía depromoción inmobiliaria, y el brujo pensó que pretendíaengañarle en un litigio de lindes. Sea como fuere, me invitóa jugar al golf y, justamente cuando me disponía a dar elprimer golpe me transformó. Sin embargo, no quisiera quepensara que he perdido el tiempo durante el período que hepasado convertido en rana. He tenido ocasión de conocercada centímetro cuadrado de estos bosques y pienso que setrata de una zona ideal para construir un complejo deoficinas, urbanizaciones y apartamentos en multipropiedad.¡Está magníficamente situado, y las cifras encajan a laperfección! El banco no hubiera aprobado ningún préstamotratándose su cliente de una rana, pero ahora que he

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recuperado mi forma humana, vendrán a comerme de lamano. ¿Os imagináis? ¡Qué maravilla! Y, os lo aseguro:hablo de un proyecto ambicioso. Basta con desecar elestanque, talar el ochenta por ciento de los árboles ycontratar mano de obra para...

El promotor-rana vio interrumpido su discurso: laprincesa le había embutido la pelota dorada entre losdientes. A continuación, la joven volvió a sumergirle bajoel agua y le sujetó allí con fuerza hasta que dejó dedebatirse. Mientras regresaba caminando hacia el castillo,no pudo por menos de asombrarse ante el número debuenas acciones que puede llevar a cabo una persona en unasola mañana. Y, aunque pudo haber quien echara de menos ala rana, nadie volvió a acordarse jamás del promotorinmobiliario.

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JUAN Y LAS HABICHUELASMÁGICAS

rase una vez una pequeña granja en la que habitaban unniño llamado Juan y su madre. Ambos vivían excluidos delos círculos normales de actividad económica, y aquellacruel realidad los mantenía en situación de grave apurohasta que, un día, la madre dijo a Juan que fuera al mercadocon la única vaca que poseían y que la vendiera al mejorprecio posible.

¡Ni por un momento pensaron en los miles de litrosde leche que le habían robado! ¡Ni en las horas de placerque habían obtenido de la compañía de su bovina amiga!¡Por no hablar del estiércol que se habían apropiado paraabonar su jardín! La vaca, de repente, había pasado a ser unobjeto de su propiedad como cualquier otro. Juan, aúninconsciente de que los animales no humanos poseen losmismos derechos que los humanos —si no más—obedeció las órdenes de su madre.

De camino al pueblo, Juan se cruzó con un viejo brujo

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vegetariano, quien le previno acerca de los peligros queentraña el consumo de carnes y productos lácteos.

—Oh, no tengo ninguna intención de comerme estavaca —dijo Juan—. La llevo al pueblo para venderla.

—Sí, pero al hacerlo no lograrás sino perpetuar elmito cultural de la carne de vacuno, descuidando así elimpacto negativo que la industria cárnica ejerce sobrenuestra ecología y los problemas sanitarios y socialesresultantes de la consumición de carne. Sin embargo,jovencito, creo que aún eres demasiado torpe paradesarrollar tales razonamientos. Te diré lo que haremos: teofrezco cambiarte la vaca por estas tres habichuelasmágicas, que contienen tantas proteínas como el animalentero y, en cambio, se hallan desprovistas de grasa ysodio.

Juan aceptó el trato de buen grado y regresó a casacon sus tres habichuelas. Cuando detalló a su madre lascondiciones del intercambio, ésta se puso furiosa. Hastaentonces, había considerado a su hijo como un ser máscercano al conceptualismo que al pensamiento lineal, peroal oír aquello no le cupo duda de que se trataba claramentede una persona de dotes diferenciadas. Indignada, cogió lastres habichuelas, las arrojó por la ventana y, ese mismo día,asistió a una primera reunión de apoyo en el centro deMadres de Protagonistas de Cuentos Infantiles.

A la mañana siguiente, Juan asomó la cabeza por la

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ventana para comprobar si el sol había vuelto efectivamentea salir por el Este (comenzaba a detectar cierta regularidaden aquel hecho). Advirtió, sin embargo, que las habichuelashabían desarrollado un formidable tallo que se elevabahasta atravesar las nubes. Dado que ya no había en la casavaca alguna que ordeñar, Juan decidió trepar hasta el cielosiguiendo el curso del tallo.

Al llegar a la cumbre, más allá de la capa de nubes,descubrió un enorme castillo. No sólo era éste de grantamaño, sino que había sido construido en escala superior ala media, cual si se tratara del domicilio de alguienaquejado de gigantismo. Tan pronto como penetró en elcastillo, Juan oyó una música deliciosa que inundaba elambiente y fue siguiendo su sonido hasta localizar la fuentedel mismo: un arpa de oro que sonaba sin que nadie latocara. Junto a aquella arpa autosuficiente pudo ver unagallina sentada sobre un montón de huevos de oro.

Ahora bien, hay que considerar que la perspectiva delenriquecimiento fácil y de la distracción fútil constituía unpoderoso reclamo para los aspectos más aburguesados dela sensibilidad de Juan y, así, éste se apropió del arpa y dela gallina y echó a correr en dirección a la puerta.Inmediatamente, oyó unas pisadas atronadoras y una voztonante que decía:

«FEE, FIE, FOE, FUM, ¡Huelo a sangre de inglés!¡Querría conocer su cultura y su estilo de vida! ¡Y

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compartir con él mis propias perspectivas desde un puntode vista abierto y generoso!»

Juan, por desgracia, se hallaba demasiado cegado porla codicia para aceptar el intercambio cultural que leofrecía el gigante. «No es más que un truco —pensó—, y,además, ¿para qué iba a querer un gigante objetos tan finosy delicados? Sin duda, se los habrá apropiado de alguien,por lo que me asiste todo el derecho del mundo aarrebatárselos.» Sus desesperadas justificaciones —notables en alguien de tan escasos recursos mentales comoél— revelaban una terrible falta de sensibilidad hacia losderechos personales del gigante. Aparentemente, Juan eraun terrible dimensionista, convencido de que todos losgigantes eran seres torpes, explotables y de perspicacialimitada.

Cuando el gigante vio que Juan se había apropiado delarpa mágica y de la gallina, le preguntó:

—¿Por qué te llevas lo que me pertenece?Juan sabía que no podía correr más deprisa que el

gigante, por lo que se vio obligado a pensarapresuradamente.

—No me lo llevo, amigo mío —farfulló—.Simplemente, someto estos objetos a mi tutela de modoque puedan ser administrados correctamente, yaprovechadas al máximo sus posibilidades. Espero quesepáis perdonarme, pero vosotros, los gigantes, poseéis un

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intelecto demasiado rudimentario e ignoráis cómoadministrar vuestros recursos como es debido. Me limito adefender vuestros propios intereses. Ya tendréis tiempo deagradecérmelo.

Dicho esto, Juan contuvo el aliento y aguardó para versi aquel farol le salvaba el pellejo. El gigante dejó escaparun profundo suspiro y dijo:

—Sí, tienes razón. Es cierto que los gigantesempleamos nuestros recursos de modo alocado. ¡Condecirte que cada vez que descubrimos una nueva mata dehabichuelas nos entusiasmamos tanto que la arrancamos delsuelo!

Juan sintió que se le caía el alma a los pies. Girandosobre sus talones, asomó la cabeza por la puerta delcastillo: efectivamente, el gigante había arrancado lostallos de sus habichuelas. Atemorizado, gritó:

—¡Ahora me encuentro atrapado con vos en estasnubes para siempre!

El gigante dijo:—No te preocupes, amiguito. Aquí, somos todos unos

estrictos vegetarianos, y siempre hay habichuelas enabundancia para comer. Además, no estarás solo. Hay otrostrece hombrecillos de tu tamaño que ya han trepado pormatas de habichuelas para visitarnos y se han quedado connosotros.

Y así, Juan se resignó a su suerte como nuevo

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miembro de la nubosa comunidad del gigante. No echódemasiado de menos a su madre y a la granja, ya que en elcielo había menos trabajo, y comida más que suficiente. Y,gradualmente, fue aprendiendo a no juzgar nunca más a laspersonas por su tamaño, con excepción de aquellas queeran más reducidas que él.

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EL FLAUTISTA DE HAMELÍN

l pintoresco pueblecito de Hamelín poseía todocuanto una comunidad puede desear: industrias nopolucionantes, un tráfico ordenado y una amplia yequilibrada diversidad etnorreligiosa. De hecho, susautoridades habían logrado ilegalizar o proscribir todosaquellos elementos que podrían haber impedido a susciudadanos el desarrollo de una existencia gratificante yconfortable. Todos, esto es, menos el depósito decaravanas y remolques.

El depósito de caravanas emplazado en las lindes deHamelín era una vergüenza para la comunidad. No sóloconstituía un espectáculo horroroso, con sus camionetasenmohecidas y sus patios llenos de montones de chatarra,sino que albergaba a algunos de los ciudadanos másirreformables e irrecuperables que cabe imaginar: asesinosde animales silvestres, antiguos huéspedes del sistemacorreccional y conductores de motocicletas todoterreno.Sus adornos de plástico para el jardín, el ensordecedor

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volumen de su música y las alcoholizadas disputas quelibraban cada fin de semana bastaban para estremecer acualquier ciudadano respetable.

Un día, como consecuencia de un rally especialmenteescandaloso, las autoridades del poblado celebraron unaasamblea. Tras un acalorado debate, decidieron que, de unmodo u otro, tenían que erradicar la presencia de aquellalacra. Sin embargo, a nadie se le ocurría el modo delograrlo sin violar ni infringir los derechos de las personasque allí habitaban. Finalmente, tras interminables sesionesde oratoria, y considerando que bastante ocupados estabanya con cuestiones de mayor importancia —tales como ladepreciación de la propiedad inmobiliaria— decidierondescargar aquella tarea en terceras personas. Enconsecuencia, optaron por anunciarse públicamente parareclamar ayuda externa a la solución sus problemas.

Apenas hubieron publicado su anuncio, llegó alpoblado un forastero. Se trataba de un individuoverticalmente privilegiado y de peso inferior a la mediacorrespondiente a su estatura. Su vestimenta se componíade prendas combinadas de un modo jamás visto oimaginado anteriormente, y tanto sus modales como elagudo tono de su voz resultaban decididamente únicos. Sibien parecía provenir de algún mundo ajeno (pero nodemasiado diferente) del nuestro, no tardó en ganarse laconfianza de los desesperados líderes de la población.

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—Me comprometo a librar al pueblo de los habitantesdel depósito de caravanas —dijo aquel forastero tannotablemente peculiar—, pero debéis prometer que merecompensaréis con cien monedas de oro.

Las autoridades del pueblo no veían el momento desolucionar tan desagradable asunto, por lo que aceptaron debuen grado. Cuanto antes desapareciera el depósito decaravanas, antes podrían todos volver a concentrar laatención en sus propias, abiertas y progresistasconciencias.

Y así, aquel sujeto de tan inhabituales característicaspuso manos a la obra. De su ajada mochila extrajo unapequeña grabadora de avanzadas posibilidades. Cuantos lerodeaban le observaron atentamente mientras insertabaunas cuantas cintas magnetofónicas, ajustaba los diales ycomprobaba los niveles de sonido. A continuación,comenzó a mascullar algo frente al micrófono incorporadoal aparato. Nadie alcanzó a oír con exactitud sus palabras,pero todos creyeron percibir cierta falta de coherencia enellas. Súbitamente, cesó en sus murmullos, se puso en pie ycomunicó a las altas jerarquías del poblado que necesitaríaun camión equipado con un sistema de comunicaciónpública.

Las autoridades se apresuraron a satisfacer aquellaextraña exigencia. Lograron localizar un camión de lascaracterísticas necesarias en el Departamento de

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Biodiversidad Pública y le entregaron las llaves a aquelhombre de tan singular naturaleza. Éste subió al vehículo,insertó la cinta magnetofónica en el equipo de sonido, pusoel motor en marcha y se encaminó al depósito deremolques seguido por todos los presentes.

El camión avanzaba lentamente. Al poco rato,comenzó a surgir música de sus altavoces. Se tratabafundamentalmente de tonadas al estilo country, alternadascon algunos clásicos tales como La balada de los boinasverdes y Los jinetes fantasmas del cielo. Las autoridadesdel poblado no pudieron por menos de sentirse extrañadas,hasta que advirtieron que los habitantes del depósitocomenzaban a abandonar sus remolques, cobertizos ytabernas con expresión vidriosa y echaban a andar con pasoincierto y expresión vidriosa sin dejar de hablar entre ellos.

—Voy a ver si consigo un empleo —decía uno deellos—. Tengo entendido que en la feria necesitan gente.

—Yo intentaré ingresar en el círculo de tractoristasprofesionales —dijo otro.

—¿Creéis que podría ganarme la vida ofreciéndomecomo voluntario para experimentos médicos? —inquirióun tercero.

Los residentes del depósito de remolques continuaronsu camino en pos del camión a medida que éste avanzabalentamente hacia las afueras del pueblo. Al poco rato, lacomitiva desapareció sobre el horizonte, y todas las

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autoridades prorrumpieron en vítores.Al cabo de una hora aproximadamente, regresó el

camión, ya en solitario.—Los he conducido a todos hasta la autopista —

declaró el forastero de sobresaliente peculiaridad mientrasdescendía del vehículo—. Allí están, intentando que alguienles lleve a cualquier sitio que no sea Hamelín. Puedenconsiderar el depósito a su disposición para cualquier cosaque deseen hacer con él.

—¡Magnífico! —dijo una de las personalidades de lapoblación en calidad de portavoz—. Ahora que se hanmarchado, podemos implementar nuestros planes para elestablecimiento de un Centro de Reorientación deRefugiados del Tercer Mundo. Gracias, gracias.

—Y ahora, si son tan amables de abonarme las cienmonedas de oro acordadas, seguiré mi camino.

—Bien... esto... el caso es que Hamelín es una ciudadque apuesta por el establecimiento de una economía basadaen el capital humano y no en la mera explotación de losrecursos físicos. En consecuencia, querríamos sugerirleque aceptara esta cartilla de cupones, que le permitiránbeneficiarse en Hamelín de servicios tales como masajesgratuitos y cursillos encaminados a la liberación de suinconsciente infantil.

El hombre de peculiares características aguzó lamirada.

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—Prometieron pagarme cien monedas de oro —dijo,gradual y visiblemente irritado—. Páguenme lo acordado ohabrán de sufrir las consecuencias.

—Si prefiere renunciar a su parte de responsabilidad ala hora de convertir el mundo en un lugar más igualitario —gorjeó el portavoz—, así sea. Se le hará entrega de unpagaré oficial de Hamelín, intercambiable por unasignificativa porción de su valor nominal en numerosasoficinas de cambio y tiendas de licores de las poblacionescircundantes.

El hombre de singular naturaleza vaciló y, por fin, dejóescapar una risita enigmática y volvió a encaramarse alcamión. Antes de que nadie pudiera detenerle, recorrió unopor uno todos los barrios de Hamelín. A medida queavanzaba, los altavoces iban entonando una música extraña yaguda que nadie alcanzó a reconocer. Inmediatamente, losniños de Hamelín comenzaron a abandonar sus hogares ysus terrenos de juego. Con mirada vidriosa, se agruparon enlas calles intercambiando solemnes comentarios que noescaparon a los oídos de las autoridades del poblado.

—El mercado libre es el único medio seguro paraproporcionar a la gente incentivos personales encaminadosa la construcción de una sociedad mejor —comentaba unniño.

—Debemos respetar el derecho de los ciudadanos apreservar la pureza étnica de sus vecindarios —afirmaba

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otro.—Nuestra única obligación como sociedad es

asegurarnos de que todos sus componentes cuentan conigualdad de oportunidades —declaró un tercero.

A medida que los pequeños iban formandoasociaciones de desobediencia fiscal y grupos de miliciasarmadas, las autoridades del pueblo fueron advirtiendo conpesar que todos sus años de cuidadosa planificación socialno tardarían en convertirse en humo. Al día siguiente,descubrieron el camión de propaganda estacionado en lasafueras de la población, pero no hallaron rastro alguno delmisterioso individuo al que habían intentado estafar.

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Table of ContentsINTRODUCCIÓNCAPERUCITA ROJAEL TRAJE NUEVO DEL EMPERADORLOS TRES CERDITOSEL ENANO SALTARÍNLAS TRES CABRAS INTERDEPENDIENTES DE LA

FAMILIA GRUFFRAPUNZELLA CENICIENTARICITOS DE OROBLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOSEL POLLITO CHIQUITITOEL PRÍNCIPE RANAJUAN Y LAS HABICHUELAS MÁGICASEL FLAUTISTA DE HAMELÍN