CUENTOS GLACIALES

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El empleado de correo En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja. Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo... A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal. Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir. Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera. El crimen Antes de comprender que tenía en frente a su asesino, el hombre vio el arma: un cuchillo. O, mejor dicho, la hoja de un cuchillo. De la hoja se desprendió un metálico reflejo que dio contra el gran espejo del armario. La víctima soltó un grito que dio contra uno de los muros de la habitación. El reflejo de la hoja del cuchillo fue del espejo a la pared. El grito fue de la pared al espejo. La pared, como corresponde, absorbió el reflejo del cuchillo y lo ahogó. Pero el grito reflejado en el espejo se amplificó y rechinó de repente, muy agudo, tan filoso como una hoja de acero. Esa punta aguda fue lo que el criminal recibió cuando menos lo esperaba, por la espalda, y de este modo, sorprendido, se desmoronó al tiempo que la víctima se enjugaba el sudor de la frente. El eco El asesino había pensado en todo. Había escogido un lugar especialmente desierto, un arma silenciosa y una víctima muy fácil de exterminar.

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El empleado de correo

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja.Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo... A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.

El crimen

Antes de comprender que tenía en frente a su asesino, el hombre vio el arma: un cuchillo.O, mejor dicho, la hoja de un cuchillo.De la hoja se desprendió un metálico reflejo que dio contra el gran espejo del armario.La víctima soltó un grito que dio contra uno de los muros de la habitación.El reflejo de la hoja del cuchillo fue del espejo a la pared.El grito fue de la pared al espejo.La pared, como corresponde, absorbió el reflejo del cuchillo y lo ahogó.Pero el grito reflejado en el espejo se amplificó y rechinó de repente, muy agudo, tan filoso como una hoja de acero.Esa punta aguda fue lo que el criminal recibió cuando menos lo esperaba, por la espalda, y de este modo, sorprendido, se desmoronó al tiempo que la víctima se enjugaba el sudor de la frente.

El eco

El asesino había pensado en todo. Había escogido un lugar especialmente desierto, un arma silenciosa y una víctima muy fácil de exterminar.Todo ocurrió a las doce de la noche, tal como él lo había previsto. La víctima dejó escapar únicamente un grito ahogado, aunque bastante espantoso.Sin embargo, mientras la víctima yacía inerte en el suelo, un eco reprodujo el grito agónico amplificándolo.El asesino se sobresaltó y estuvo un rato atento. Después nada. Nada salvo silencio. Más calmado, enterró el cadáver en un terreno baldío, tal como lo había previsto. Y se dio a la fuga.Al día siguiente, a las doce de la noche un paseante atravesaba aquel terreno baldío cuando el eco reprodujo el mismo grito espantoso del hombre asesinado en la víspera.El paseante se detuvo, aterrorizado. Alertó a otros caminantes y después a la policía.Buscaron, excavaron y por fin hallaron el cadáver e incluso el arma del crimen.Y, cuando ya habían hallado un cuerpo y un arma...

El director

Dirigía un orfanato en decadencia por falta de huérfanos.Para que prosperase su institución, cada noche se internaba en los barrios pobres y mataba a algunos padres.

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La pulcritud

Era un maniático de la pulcritud, obsesionado con el polvo. Había matado a su esposa con gran sentido de la higiene y por ese crimen lo habían condenado a muerte.Antes de meter la cabeza en la guillotina, miró de arriba abajo el artefacto con actitud desconfiada. Después, le preguntó al verdugo:-¿Al menos el filo está limpio?

La pesquisa

El inspector de policía llegó cuando ya había finalizado el banquete sangriento.Se había dirigido allí porque le habían dicho que sucedían cosas extrañas en aquella casa y, de hecho, casi todos los invitados yacían debajo de la mesa, muertos tras horrendos suplicios, al tiempo que otros agonizaban a los gritos y algunos más pasaban de la lividez al tono verdoso mientras se agarraban el vientre.-Sírvase lo que quiera- le propuso el anfitrión, que parecía rebosar amabilidad.-No quisiera molestar- balbuceó el inspector.-Usted sabe- repuso el dueño de casa-, un muerto más, un muerto menos... Ya no tiene mucha importancia.Tranquilizado por estas palabras, el inspector le dio un mordisco a una pierna de cordero mechada con arsénico. Tuvo tiempo de afirmar que la carne le parecía deliciosa. Pero no tuvo tiempo de decir que, al cabo de unos instantes, albergaba ciertas sospechas y que en realidad...

Las pruebas

Primero y principal, conviene desconfiar de los objetos. En especial de los objetos perdidos.No recoger ningún objeto tirado en la calle o en cualquier otro lugar público.En esos casos, se corre siempre el riesgo de que aparezcan los delegados, quienes al mismo tiempo hacen de testigos y ejecutores para arrastrar al sospechoso hasta las puertas de cualquier acusación.Siempre, irrevocablemente, al cabo de cinco minutos de pesquisa se prueba que el objeto recogido era la pieza clave de un crimen relacionado con cierto caso aún abierto y que las huellas digitales son, desde luego, pruebas irrefutables.El objeto encontrado se vuelve, en el acto, evidencia criminal; el sospechoso se vuelve, a su vez, culpable; la situación, desesperante.El fenómeno es de lo más arbitrario porque, de hecho, nunca hay casos policiales en la ciudad. Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás.Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”.

El teléfono

Mi amiga llevaba unos días sin darme señales de vida. Una mañana, al fin y al cabo, me inquieté. Antes de ir a la oficina, tomé el teléfono y marqué su número. Una voz cavernosa me aseguró que ya no existía ya ningún abonado con ese número. Debí de haberme equivocado; volví a marcar. La misma voz me respondió la misma cosa. Perseveré y marqué el número por tercera vez. Otra voz, menos cavernosa, pero más autoritaria, dijo a mi oído: “Se ha comunicado usted con la policía, no corte, por favor, y espere”.Los policías no tardaron ni tres minutos en llegar a las puertas de mi casa. Uno de ellos me colocó las esposas. Los otros dos necesitaron pocos segundos para hallar el cadáver de mi amiga en un armario cuya existencia había olvidado yo completamente.