Cuentos de Monterroso y Borges
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Mster Taylor Augusto Monterroso
-Menos rara, aunque sin duda ms ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy
Taylor, cazador de cabezas en la selva amaznica.
Se sabe que en 1937 sali de Boston, Massachusetts, en donde haba pulido su espritu hasta el
extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en Amrica del Sur, en la
regin del Amazonas, conviviendo con los indgenas de una tribu cuyo nombre no hace falta
recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famlico pronto lleg a ser conocido all como "el gringo pobre", y
los nios de la escuela hasta lo sealaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su
barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afliga la humilde condicin de Mr.
Taylor porque haba ledo en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que
si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a l y a su ropa extravagante. Adems, como
tena los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones
Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y msero estaba, que cierto da se intern en la selva en busca de hierbas para
alimentarse. Haba caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por
pura casualidad vio a travs de la maleza dos ojos indgenas que lo observaban decididamente.
Un largo estremecimiento recorri la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrpido,
arrostr el peligro y sigui su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qu llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclam:
-Buy head? Money, money.
A pesar de que el ingls no poda ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sac en claro que el
indgena le ofreca en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traa en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparent
no comprender, el indio se sinti terriblemente disminuido por no hablar bien el ingls, y se la
regal pidindole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regres a su choza. Esa noche, acostado boca arriba
sobre la precaria estera de palma que le serva de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de
las moscas acaloradas que revoloteaban en torno hacindose obscenamente el amor, Mr. Taylor
contempl con deleite durante un buen rato su curiosa adquisicin. El mayor goce esttico lo
extraa de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de
-
ojillos entre irnicos que parecan sonrerle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor sola entregarse a la contemplacin; pero esta vez en
seguida se aburri de sus reflexiones filosficas y dispuso obsequiar la cabeza a un to suyo, Mr.
Rolston, residente en Nueva York, quien desde la ms tierna infancia haba revelado una fuerte
inclinacin por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos das despus el to de Mr. Taylor le pidi -previa indagacin sobre el estado de su
importante salud- que por favor lo complaciera con cinco ms. Mr. Taylor accedi gustoso al
capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qu modo- a vuelta de correo "tena mucho agrado en
satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicit otras diez. Mr. Taylor se sinti
"halagadsimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aqul le rog el envo de veinte,
Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artstica, tuvo el presentimiento
de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, as era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una
inspirada carta cuyos trminos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas
del sensible espritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometa a obtener y remitir
cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendera lo mejor
que pudiera en su pas.
Los primeros das hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr.
Taylor, que en Boston haba logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry
Silliman, se revel como poltico y obtuvo de las autoridades no slo el permiso necesario para
exportar, sino, adems, una concesin exclusiva por noventa y nueve aos. Escaso trabajo le
cost convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patritico
enriquecera en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estaran todos los sedientos
aborgenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recoleccin de
cabezas) de beber un refresco bien fro, cuya frmula mgica l mismo proporcionara.
Cuando los miembros de la Cmara, despus de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se
dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres das promulgaron un
decreto exigiendo al pueblo que acelerara la produccin de cabezas reducidas.
Contados meses ms tarde, en el pas de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad
que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias ms pudientes; pero la
democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestin de semanas pudieron adquirirlas
hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza tenase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los
coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas lleg a ser considerado
de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes
fueron perdiendo inters y ya slo por excepcin adquiran alguna, si presentaba cualquier
particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera
-
en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez
don, como de rayo, tres y medio millones de dlares para impulsar el desenvolvimiento de
aquella manifestacin cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu haba progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor
del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Da de la
Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios,
rindose, en las bicicletas que les haba obsequiado la Compaa.
Pero, que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se present la
primera escasez de cabezas.
Entonces comenz lo ms alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pblica se sinti sincero,
y una noche caliginosa, con la luz apagada, despus de acariciarle un ratito el pecho como por no
dejar, le confes a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a
los intereses de la Compaa, a lo que ella le contest que no se preocupara, que ya vera cmo
todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se
estableci la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categora de delito, penado con la horca o
el fusilamiento, segn su gravedad, hasta la falta ms nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una
conversacin banal, alguien, por puro descuido, deca "Hace mucho calor", y posteriormente
poda comprobrsele, termmetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le
cobraba un pequeo impuesto y era pasado ah mismo por las armas, correspondiendo la cabeza
a la Compaa y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislacin sobre las enfermedades gan inmediata resonancia y fue muy comentada por el
Cuerpo Diplomtico y por las Cancilleras de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislacin, a los enfermos graves se les concedan veinticuatro
horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenan suerte y lograban
contagiar a la familia, obtenan tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados.
Las vctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecan el desprecio de la
patria y, en la calle, cualquiera poda escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue
reconocida la importancia de los mdicos (hubo varios candidatos al premio Nbel) que no
curaban a nadie. Fallecer se convirti en ejemplo del ms exaltado patriotismo, no slo en el
orden nacional, sino en el ms glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de atades, en primer trmino, que
floreci con la asistencia tcnica de la Compaa) el pas entr, como se dice, en un periodo de
-
gran auge econmico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita
florida, por la que paseaban, envueltas en la melancola de las doradas tardes de otoo, las
seoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decan que s, que s, que todo estaba bien,
cuando algn periodista solcito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacndose el
sombrero.
Al margen recordar que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasin emiti un lluvioso
estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredn de fusilamiento.
Slo despus de su abnegado fin los acadmicos de la lengua reconocieron que ese periodista era
una de las ms grandes cabezas del pas; pero una vez reducida qued tan bien que ni siquiera se
notaba la diferencia.
Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya haba sido designado consejero particular del Presidente
Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles
por miles; mas esto no le quitaba el sueo porque haba ledo en el ltimo tomo de las Obras
completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con sta ser la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la
prosperidad del negocio lleg un momento en que del vecindario slo iban quedando ya las
autoridades y sus seoras y los periodistas y sus seoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr.
Taylor discurri que el nico remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. Por
qu no? El progreso.
Con la ayuda de unos caoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres
meses. Mr. Taylor sabore la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; despus la
tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendi con tanta rapidez que lleg la hora en que,
por ms esfuerzos que realizaron los tcnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes
hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Slo de vez en cuando se vea transitar por ellas a alguna
seora, a algn poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoder de las
dos, haciendo difcil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las
bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de atades estaba ms triste y fnebre que nunca. Y todos sentan como si acabaran
de recordar de un grato sueo, de ese sueo formidable en que t te encuentras una bolsa repleta
de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al da siguiente muy
temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vaco.
Sin embargo, penosamente, el negocio segua sostenindose. Pero ya se dorma con dificultad,
por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecan
nuevos inventos, pero en el fondo nadie crea en ellos y todos exigan las cabecitas
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hispanoamericanas.
Fue para la ltima crisis. Mr. Rolston, desesperado, peda y peda ms cabezas. A pesar de que
las acciones de la Compaa sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de
que su sobrino hara algo que lo sacara de aquella situacin.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas
de nio, de seoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes spero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido an por la gritera y por el lamentable
espectculo de pnico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidi a saltar por la ventana (en
vez de usar el revlver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del
correo se encontr con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonrea desde lejos, desde el fiero
Amazonas, con una sonrisa falsa de nio que pareca decir: "Perdn, perdn, no lo vuelvo a
hacer."
FIN
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El eclipse Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolom Arrazola se sinti perdido acept que ya nada podra salvarlo. La selva
poderosa de Guatemala lo haba apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia
topogrfica se sent con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir all, sin ninguna
esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la Espaa distante, particularmente en el convento
de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle
que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontr rodeado por un grupo de indgenas de rostro impasible que se disponan
a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolom le pareci como el lecho en que descansara,
al fin, de sus temores, de su destino, de s mismo.
Tres aos en el pas le haban conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intent algo.
Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreci en l una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su
arduo conocimiento de Aristteles. Record que para ese da se esperaba un eclipse total de sol.
Y dispuso, en lo ms ntimo, valerse de aquel conocimiento para engaar a sus opresores y salvar
la vida.
-Si me matis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indgenas lo miraron fijamente y Bartolom sorprendi la incredulidad en sus ojos. Vio que
se produjo un pequeo consejo, y esper confiado, no sin cierto desdn.
Dos horas despus el corazn de fray Bartolom Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre
la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los
indgenas recitaba sin ninguna inflexin de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que
se produciran eclipses solares y lunares, que los astrnomos de la comunidad maya haban
previsto y anotado en sus cdices sin la valiosa ayuda de Aristteles.
FIN
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El sur Jorge Luis Borges
El hombre que desembarc en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor
de la Iglesia evanglica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una
biblioteca municipal en la calle Crdoba y se senta hondamente argentino. Su abuelo materno
haba sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantera de lnea, que muri en la frontera de
Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann
(tal vez a impulso de la sangre germnica) eligi el de ese antepasado romntico, o de muerte
romntica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja
espada, la dicha y el coraje de ciertas msicas, el hbito de estrofas del Martn Fierro, los aos, el
desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa
de algunas privaciones, Dahlmann haba logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que
fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos
balsmicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmes. Las tareas y acaso la indolencia
lo retenan en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesin y con
la certidumbre de que su casa estaba esperndolo, en un sitio preciso de la llanura. En los ltimos
das de febrero de 1939, algo le aconteci.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mnimas distracciones. Dahlmann
haba conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; vido
de examinar ese hallazgo, no esper que bajara el ascensor y subi con apuro las escaleras; algo
en la oscuridad le roz la frente, un murcilago, un pjaro? En la cara de la mujer que le abri la
puerta vio grabado el horror, y la mano que se pas por la frente sali roja de sangre. La arista de
un batiente recin pintado que alguien se olvid de cerrar le habra hecho esa herida. Dahlmann
logr dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las
cosas fue atroz. La fiebre lo gast y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para
decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetan que lo
hallaban muy bien. Dahlmann los oa con una especie de dbil estupor y le maravillaba que no
supieran que estaba en el infierno. Ocho das pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el mdico
habitual se present con un mdico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador,
porque era indispensable sacarle una radiografa. Dahlmann, en el coche de plaza que los llev,
pens que en una habitacin que no fuera la suya podra, al fin, dormir. Se sinti feliz y
conversador; en cuanto lleg, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una
camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vrtigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le
clav una aguja en el brazo. Se despert con nuseas, vendado, en una celda que tena algo de
pozo y, en los das y noches que siguieron a la operacin pudo entender que apenas haba estado,
hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de
frescura. En esos das, Dahlmann minuciosamente se odi; odi su identidad, sus necesidades
corporales, su humillacin, la barba que le erizaba la cara. Sufri con estoicismo las curaciones,
que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que haba estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se ech a llorar, condolido de su destino. Las miserias fsicas y la
incesante previsin de las malas noches no le haban dejado pensar en algo tan abstracto como la
muerte. Otro da, el cirujano le dijo que estaba reponindose y que, muy pronto, podra ir a
convalecer a la estancia. Increblemente, el da prometido lleg.
-
A la realidad le gustan las simetras y los leves anacronismos; Dahlmann haba llegado al
sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitucin. La primera
frescura del otoo, despus de la opresin del verano, era como un smbolo natural de su destino
rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la maana, no haba perdido ese aire
de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como
patios. Dahlmann la reconoca con felicidad y con un principio de vrtigo; unos segundos antes
de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de
Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo da, todas las cosas regresaban a l.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann sola repetir que ello no
es una convencin y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo ms antiguo y ms firme.
Desde el coche buscaba entre la nueva edificacin, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la
puerta, el zagun, el ntimo patio.
En el hall de la estacin advirti que faltaban treinta minutos. Record bruscamente que en un
caf de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) haba un enorme gato que se
dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeosa. Entr. Ah estaba el gato, dormido.
Pidi una taza de caf, la endulz lentamente, la prob (ese placer le haba sido vedado en la
clnica) y pens, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban
como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesin, y el mgico
animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penltimo andn el tren esperaba. Dahlmann recorri los vagones y dio con uno
casi vaco. Acomod en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abri y sac, tras
alguna vacilacin, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado
a la historia de su desdicha, era una afirmacin de que esa desdicha haba sido anulada y un
desafo alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visin y luego la de jardines y
quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann ley poco; la montaa
de piedra imn y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quin lo niega, maravillosos,
pero no mucho ms que la maana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraa de Shahrazad y
de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos
de la niez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Maana me despertar en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el
que avanzaba por el da otoal y por la geografa de la patria, y el otro, encarcelado en un
sanatorio y sujeto a metdicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y
largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y
lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecan de mrmol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueos de la llanura. Tambin crey reconocer rboles y sembrados que no
hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaa era harto inferior a su
conocimiento nostlgico y literario.
-
Alguna vez durmi y en sus sueos estaba el mpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las
doce del da era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardara en ser rojo. Tambin el
coche era distinto; no era el que fue en Constitucin, al dejar el andn: la llanura y las horas lo
haban atravesado y transfigurado. Afuera la mvil sombra del vagn se alargaba hacia el
horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era
vasto, pero al mismo tiempo era ntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a
veces no haba otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo
sospechar que viajaba al pasado y no slo al Sur. De esa conjetura fantstica lo distrajo el
inspector, que al ver su boleto, le advirti que el tren no lo dejara en la estacin de siempre sino
en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre aadi una explicacin
que Dahlmann no trat de entender ni siquiera de or, porque el mecanismo de los hechos no le
importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vas quedaba la
estacin, que era poco ms que un andn con un cobertizo. Ningn vehculo tenan, pero el jefe
opin que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indic a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann acept la caminata como una pequea aventura. Ya se haba hundido el sol, pero un
esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para
no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave
felicidad el olor del trbol.
El almacn, alguna vez, haba sido punz, pero los aos haban mitigado para su bien ese color
violento. Algo en su pobre arquitectura le record un grabado en acero, acaso de una vieja
edicin de Pablo y Virginia. Atados al palenque haba unos caballos. Dahlmam, adentro, crey
reconocer al patrn; luego comprendi que lo haba engaado su parecido con uno de los
empleados del sanatorio. El hombre, odo el caso, dijo que le hara atar la jardinera; para agregar
otro hecho a aquel da y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvi comer en el almacn.
En una mesa coman y beban ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al
principio, no se fij. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmvil como una
cosa, un hombre muy viejo. Los muchos aos lo haban reducido y pulido como las aguas a una
piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba
como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registr con satisfaccin la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chirip y la bota de potro y se dijo, rememorando intiles discusiones
con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de sos ya no quedan ms
que en el Sur.
Dahlmann se acomod junto a la ventana. La oscuridad fue quedndose con el campo, pero su
olor y sus rumores an le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrn le trajo sardinas y
despus carne asada; Dahlmann las empuj con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el
spero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soolienta. La lmpara de kerosn
penda de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecan peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, beba con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto,
sinti un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del
mantel, haba una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la haba tirado.
-
Los de la otra mesa parecan ajenos a l. Dalhman, perplejo, decidi que nada haba ocurrido y
abri el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanz a
los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado,
pero que sera un disparate que l, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una
pelea confusa. Resolvi salir; ya estaba de pie cuando el patrn se le acerc y lo exhort con voz
alarmada:
-Seor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que estn medio alegres.
Dahlmann no se extra de que el otro, ahora, lo conociera, pero sinti que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situacin. Antes, la provocacin de los peones era a una
cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra l y contra su nombre y lo sabran los vecinos.
Dahlmann hizo a un lado al patrn, se enfrent con los peones y les pregunt qu andaban
buscando.
El compadrito de la cara achinada se par, tambalendose. A un paso de Juan Dahlmann, lo
injuri a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageracin
era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tir al aire un largo cuchillo,
lo sigui con los ojos, lo baraj e invit a Dahlmann a pelear. El patrn objet con trmula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurri.
Desde un rincn el viejo gaucho esttico, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que
era suyo), le tir una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto
que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclin a recoger la daga y sinti dos cosas. La
primera, que ese acto casi instintivo lo comprometa a pelear.
La segunda, que el arma, en su mano torpe, no servira para defenderlo, sino para justificar que
lo mataran. Alguna vez haba jugado con un pual, como todos los hombres, pero su esgrima no
pasaba de una nocin de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No
hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pens.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no haba esperanza, tampoco haba temor. Sinti, al atravesar el
umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una
liberacin para l, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le
clavaron la aguja. Sinti que si l, entonces, hubiera podido elegir o soar su muerte, sta es la
muerte que hubiera elegido o soado.
Dahlmann empua con firmeza el cuchillo, que acaso no sabr manejar, y sale a la llanura.
FIN