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Cuando las

mujeres matan

Carlos Maza Gómez

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© Carlos Maza Gómez, 2016

Todos los derechos reservados

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Índice

La Chirrina ……………………………. 5

El Crimen del Tierzo ………………….. 31

El Crimen de la calle Trafalgar ……….. 61

El Crimen de Cabra …………………… 95

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La Chirrina

1900

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Quiero dejar claro, desde el comienzo de mi

declaración, que no justifico en modo alguno el triste suceso

que me ha llevado a escribir estas páginas. No hay nada que

lleve a aceptar la pérdida de una vida humana de una forma

aparentemente tan caprichosa e innecesaria. Soy un abogado

humanista. Ya sé que eso es raro de encontrar a comienzos de

este siglo XX, pero entiendo que la muerte violenta nunca es

necesaria, ni siquiera en una guerra, otra forma de

confrontación de ambiciones, venganzas y resentimientos

históricos.

Aclarado esto, que ya sé que resulta impopular,

hablemos de Carmen González Iglesias, conocida como ―La

Chirrina‖. Durante su juicio recordé a mi admirada Doña

Concepción Arenal, cuando defendía que debíamos odiar el

delito pero compadecer al delincuente. Ni cuando lo dijo ni

ahora los jurados, el público y en ocasiones los jueces, tienen

en cuenta esa máxima. Los tribunales son muchas veces

escenarios de una venganza, la de la sociedad frente a quien

ha transgredido sus normas. Carmen mató por su mano, privó

a una muchacha de su vida, de lo que podría haber llegado a

ser, le robó su futuro, dejó a su madre, su hermana, en la

soledad de su ausencia. Todo eso es cierto y resulta terrible.

Pero Carmen también llevó una carga de desdichas toda su

vida, recogió el rechazo unánime de quienes la rodeaban, fue

vista desde siempre como pendenciera, una enemiga de la

sociedad en que vivía, cosechó desprecios e insultos allá por

donde iba. Por eso, al menos, merece que nos detengamos un

momento a contemplar quién fue, quién sigue siendo ahora

que está encerrada por largo tiempo, por qué se comportó así,

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si estaba en su naturaleza matar o fue un acto donde resumió

su vida entera de violencia y menosprecios.

Carmen, lo voy a decir con claridad, produce

inicialmente un sentimiento de repulsión a quien tenga una

mínima educación, que haya nacido en un buen hogar y

conocido el amor de su familia. Es grande, fuerte, nada

agraciada. Los que la ven la califican de hombruna y no seré

yo quien lo desmienta. Tiene una expresión torcida, recelosa,

capaz de actuar por venganza, odio o rencor. Ya digo que no

es agradable estar con ella, máxime cuando la encuentras

encerrada en un calabozo y su expresión pasa de lo huidizo a

la ira en cuestión de segundos.

Sin embargo, me senté con ella, pregunté, la escuché,

guardé silencio, eso la hizo hablar más. Me enteré poco a

poco de su historia. Los compañeros en los pasillos de la

Casa de Canónigos se ríen un poco de mí, no me importa. Me

consideran un extraño abogado. ―Te debías dedicar a la

literatura, Luis, me dicen‖ y yo sé que no es por hacer mala

sangre conmigo. Es que se dan cuenta de que mis intereses

son más amplios que los habituales. ―Los hechos, Sr.

Martorell‖ me interrumpen a veces los jueces, ―vaya a los

hechos‖. Porque me entretengo en contar antecedentes,

historias del pasado. Creo que permiten comprender mejor

los hechos del presente por los que juzgan a mi defendido.

Pero eso no suele interesar, por eso sonríen y me dicen los

compañeros eso de la literatura. No digo que no, a veces

tentado he estado de escribir una novela sobre mis clientes,

sus azares, la vida que han llevado, qué les condujo a

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delinquir. De algún modo, es lo que estoy haciendo con la

Chirrina.

Nació en un pueblo pequeño de Salamanca hacia

1855. Su padre era jornalero, vivían en una especie de cabaña

por cuyas junturas entraba el frío en esos inviernos

castellanos. Muchas veces no había ni qué comer porque la

cosecha terminaba y el trabajo escaseaba. Su padre, un

hombre tosco, sin educación ni posibilidades de prosperar,

marchaba entonces lejos, hacia el sur, en busca de algún

jornal que enviaba a la familia cuando podía. En ocasiones,

me dijo Carmen, no llegaba nada en un par de meses y debían

hacer todo tipo de trabajos humildes, buscar alimentos del

campo. Tanto los padres como los cinco hijos que llegaron a

tener con bastantes intervalos no eran bien vistos en el pueblo

en cuyas afueras el padre había levantado la cabaña. La

pobreza nunca genera amigos y ellos, más que pobres,

resultaban miserables.

Los dos chicos mayores trabajaban desde que eran

pequeños pero los demás, tres chicas, lavaban ropa para sus

vecinas, hacían recados y, cuando nadie las veía, robaban

algo de aquí y de allá, sobre todo para comer. Carmen

recordaba su infancia. El frío era constante, dormían todos los

miembros de la familia en un jergón y tiritaban juntándose

unos a otros para darse calor. Ése fue quizá su primer

recuerdo.

La madre estuvo enferma muchos años, tras uno de

sus partos que acabó en aborto. Estuvo a punto de morir,

luego se recuperó un poco, permaneció como una inválida

varios años. Cuando le pregunté me dijo que la recordaba

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como una mujer enjuta, casi siempre vestida de negro,

silenciosa. ―Tengo su imagen en la cabeza‖, me dijo Carmen,

―sin dientes, masticando una raíz una y otra vez hasta

ablandarla‖. En su memoria no quedaba ningún abrazo,

ningún gesto de cariño salvo el cuerpo de su hermana más

pequeña en la cama, pegándose a ella para quitarse el frío de

aquellos inviernos.

Por supuesto, no sabía leer ni escribir. Al parecer, el

cura de aquella aldea se interesó en cierta ocasión y el padre

lo despidió con cajas destempladas, diciendo que allí todos

eran necesarios para ganarse el sustento. ―No puedes dejar

que tus hijos vivan como animales‖ se atrevió a decirle el

sacerdote. No pudo continuar porque el padre cogió una

garrota que tenía detrás de la puerta y se la mostró con una

mirada feroz que lo hizo escapar. Esa mañana, me dijo mi

defendida, los hijos estaban detrás de la puerta, viendo y

escuchando. Su hermana más pequeña, la que luego ha sido

conocida por lo que le pasó a su marido, por sus hurtos, le

dijo entonces a su madre: ―¿Qué tiene de malo leer y escribir,

madre? Algunos de mis amigos saben‖. Ella no dijo nada

pero allí se perdió la oportunidad de que las cosas cambiaran

un poco.

Algo hay que hablar de esa hermana, Gloria, la

pequeña, justo la que vino después de Carmen. Ésta me decía

que era la única persona a la que ha querido. ―Ni a mi marido,

que en paz descanse, ni a Pepe, mi hombre de ahora, les he

querido nunca como a mi hermana Gloria‖ llegó a decirme,

―sólo a ella, sólo a ella. Los carceleros son unos malnacidos,

que no la dejan que venga‖. Prefería callarme porque había

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hablado con ella, con Gloria, y le había escuchado unas

palabras sobre su hermana, un desprecio a la suerte que la

esperaba… ―Merecido lo tiene‖ contestó cuando le contaba

en qué condiciones estaba. ―¿Por qué tuvo que acuchillar a

aquella muchacha? ¿No le bastaba darle un bofetón? ¿o

golpearla con un ladrillo, como hizo con su madre? No

pienso ir a verla, no insista, mi hermana como si se hubiera

muerto‖. Esta respuesta me la callaba y veía a Carmen

pesarosa, despotricando de los carceleros como si ellos

tuvieran la culpa de que nadie fuese a visitarla, de que su

hermana permaneciese lejos. Se le saltaban las lágrimas a

ella, que daba miedo verla cuando se enfadaba, con ese

aspecto imponente, enfurecido, su feo rostro crispado y allí

llorando por una hermana que le había dado la espalda.

Nunca tuve valor para decirle lo que sucedía en realidad.

La madre murió cuando Carmen tenía como nueve

años. Su hermana mayor se había escapado de casa, nunca

supieron dónde fue ni con quién lo hizo. Eso pasaba entonces

y pasa ahora con las niñas más miserables. Les llega una

vieja de esas que se lo saben todo, las engatusa hablándoles

de collares de perlas, dinero, de ir en carruajes bonitos y ellas

se escapan de casa, la vieja las entrega a unos hombres que

las conducen al barrio chino de Barcelona o a cualquier otro

lado. Allí, entre hombre y hombre, siguen soñando con llegar

a bailar en salas de fiestas, con un muchacho que se

enamorará de ellas y les regalará una vida distinta. Ya sabe lo

que es eso.

Seguramente aquello le sucedió a la hermana mayor.

El caso es que, cuando murió la madre, Carmen tuvo que

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hacerse cargo de la casa. El padre seguía marchando cada

cierto tiempo. Además, se le agrió el carácter con la ausencia

de su mujer. No se recataba de pegarles a la menor

contrariedad, beber demasiado, volver borracho apestando a

vómito y alcohol. Los hermanos mayores seguían trayendo

un mísero jornal, a veces se marchaban con el padre y

quedaban las dos niñas en casa durante semanas. ―Esos son

mis recuerdos más felices de mi pueblo, cuando todos se iban

y Gloria y yo nos quedábamos solas‖. Le pregunté si había

tenido amistades entre los chicos y chicas de allí. ―Eso

Gloria, que era la guapa de la familia, la más simpática. A mí

me insultaban, decían que era un monstruo, que les daba

asco, que era un pájaro de mal agüero. Yo les contestaba a

golpes, era tan fuerte como ellos. Casi siempre se reían de mí

pero si alcanzaba a alguno se iba bien caliente a su casa. Con

todo eso que pasaba, las vecinas empezaron a odiarme porque

sus hijos se quejaban de mí, decían que era bruta, ignorante,

empezaron a contar que tenía piojos, la rabia, yo qué sé‖.

Terminó por encerrarse en casa, pasear sola por el campo,

cazar pájaros. Por eso la apodaron la Chirrina, ya saben que

es un pájaro, el mosquitero común, uno que había en

abundancia por aquellas tierras. Los atrapaba con liga.

Algunas noches eso fue lo que permitió que cenaran algo.

Cuando le pregunté por esos chicos que la insultaban,

los mismos que eran amigos de su hermana, me dijo que los

odiaba a todos. ―Los hubiera matado, si me hubiera atrevido.

Todos estaban bien vestidos, eran guapos, comían caliente

cada día. Incluso los más pobres entre ellos eran los que más

me insultaban, como si les fuera repugnante. En ocasiones me

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miraba en un trozo de espejo que teníamos en la cabaña y me

decía que yo no tenía la culpa de haber nacido tan fea, de no

ser como mi hermana, también me daba asco la muchacha

que me miraba desde el espejo. No podía sino darles la razón

pero los odiaba a todos, alguno se llevó una buena pedrada de

mi cuenta y, si hubiera tenido más fuerzas, puede que hubiera

matado a alguno‖.

La tensión llegó a tal extremo que el cura habló de

nuevo con su padre. Éste lo amenazó con una horca. Dijo que

su hija no se iba a ninguna parte, que no le contara historias.

Luego llegaron los hombres. Su padre y su hermano mayor se

habían ausentado y estaban los tres restantes, el chico y las

dos chicas, cuando escucharon el rumor de muchas pisadas

por el camino. Observaron con temor que eran varios

hombres, llevaban antorchas porque era de noche, pensaron.

Salió el muchacho y les dijo que su padre no estaba, que allí

solo estaban ellos. Le apartaron con rudeza, hicieron que

salieran las chicas y luego prendieron fuego a la cabaña.

Carmen se recuerda abrazada a su hermana, llorando

las dos mientras veían que aquello que llamaban hogar ardía

con suma rapidez. Un hombre les dijo: ―Decidle a vuestro

padre que os vayáis y cuanto más lejos mejor. No os

queremos aquí. Si seguís aquí cuando vuelva habrá una

desgracia mayor‖. Solo eso. Luego se fueron por el camino

igual que habían llegado.

Cuando llegó el padre se vino abajo. ―Desde entonces

fue un viejo inútil‖ me dijo Carmen, ―todo lo bravo que había

sido con nosotros y con cualquiera, desapareció, no quedó

nada‖. Tomaron el camino hasta llegar a las afueras de

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Salamanca. Se cobijaron los primeros días en una cueva. Las

muchachas pidieron limosna, los chicos se ganaron la vida

haciendo pequeños trabajos. El padre dejó de comer, dejó de

hablar. Le creció la barba, el hambre. Los chicos habían

conseguido habilitar una chabola y allí vivían de mala

manera. Una mañana el padre no se levantó, se quedó sobre

la paja donde dormía, con los ojos abiertos mirando el techo

de la chabola y no se movió más. Pocos días después, sin

hablar, vaciando la vejiga así como estaba, murió.

Aquello fue la dispersión de todos. Para entonces,

Carmen tenía dieciséis años, su hermana trece, los chicos

sobrepasaban los veinte por poco. El mayor les dijo:

―Arreglaos, poneros algún vestido que no sea un harapo. Id

por las casas, ofreced vuestros servicios para ayudar en lo que

sea. En Salamanca hay muchos viejos, muchas viejas, que

necesitan ayuda en su hogar‖. Y luego terminó: ―Dentro de

poco, Sebas y yo nos iremos hacia el norte, quizá nos

embarquemos para América si conseguimos dinero para el

pasaje‖. Y así fue como se decidió el siguiente paso a dar.

Las dos muchachas se fueron presentando en distintas

casas, hablando con unos y con otros. Encontraron una pareja

de ancianos que las acogió. Tuvieron suerte por una vez. El

matrimonio vivía en un caserón grande, fruto de riquezas de

otro tiempo, pero entonces nadie lo habitaba salvo ellos. Los

hijos habían marchado lejos y se encontraban desvalidos. De

manera que, por una módica soldada, pudieron ambas

alojarse en un cuarto de la casa y atender a los viejos, que

apenas salían a la calle. A la pequeña Gloria le gustaba hablar

con ellos y ellos estaban encantados con la niña. Le daban

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dulces, la hacían comer, ―hay que alimentarse para que seas

toda una mujer‖ le decían siempre. Mientras tanto, Carmen

fregaba el piso, lavaba la ropa manchada con los pises de los

viejos, quitaba la suciedad incrustada en los muebles desde

hacía años. No le importaba hacer el trabajo duro. De hecho,

recordaba bien aquel tiempo. Es cierto que la gente era algo

desabrida con ella en el mercado porque discutía mucho y de

malos modos, amenazaba cuando creía que la estaban

engañando, era una mujer desconfiada y que gustaba de

discutir sin que la otra persona supiera si podría contenerse,

tan iracunda se volvía cuando recibía algún desprecio durante

las discusiones. Una vez se metió en un tumulto porque una

verdulera la llamó ―muerta de hambre‖. Se tiraron del moño,

se arañaron, el puesto se vino abajo, tuvieron que venir los

guardias. Desde entonces inspiró temor en todas partes, la

hacían esperar en cada puesto a ver si se iba a otro lado. Eso

sí, no se atrevían a discutir pero ella se daba cuenta de que

todo el mundo la miraba mal. Mientras tuviera dinero le

daban lo que pedía pero, si alguna vez tenía una necesidad,

nadie la ayudaría sino todo lo contrario. La historia del

pueblo se repetía exactamente igual, como si el mal no

residiera en los lugares sino que fuera con ella.

Un día murió la señora en cuya casa vivían. ―Se quedó

pajarito‖ como me dijo en el calabozo donde hablábamos.

Vinieron los hijos, un hombre y una mujer, con sus parejas.

Hubo mucha frialdad, nadie parecía sentir la muerte de

aquella señora salvo el viejo, que permanecía gimoteando en

un sillón, y Gloria, que no dejaba de llorar. La hija de la

difunta se interesó por ella. Ya tenía por entonces quince años

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y era una chica agraciada, de un carácter aparentemente

dulce. Lejos estaba el tiempo en que la echarían de casa por

robar objetos que luego revendía. Total, que la hija de la

señora se encaprichó con ella y dijo si quería ir a Madrid para

servir en su casa. Gloria se lo dijo toda entusiasmada a su

hermana. Carmen tuvo que decir que sí, que estaba bien, a

ver qué futuro podían tener las dos ahí, tal vez el viejo las

despidiera incluso. En todo caso era una gran oportunidad, le

dijo a su hermana que no debía desaprovecharla.

De manera que quedó sola con el viejo. Pasaron los

meses y la actitud de éste hacia ella cambió. Empezó a

mirarla torcido, decía ella, a buscarla por toda la casa para

estar a su lado, hablar de manera incontenible de toda su vida.

Ella lo aceptó porque no tenía más remedio pero, como me

dijo, ―maldita la gana que tenía de escuchar toda esa

monserga‖. Lo peor fue cuando el viejo empezó a rozarse al

pasar, a cogerla de la mano en cualquier circunstancia. ―Ya sé

que estaba solo pero a mí me daba asco cuando me sobaba la

mano, con la nariz goteando del catarro que siempre tenía y

esos ojos de cordero degollado‖. Una tarde la llamó desde el

dormitorio y lo encontró tirado, medio desnudo. Le dijo ―Ven

aquí, Carmencita, dame un poco de calor‖. Lo insultó, le

llamó de todo, viejo piojoso, cerdo baboso, los gritos se

escuchaban en toda la casa. Los vecinos incluso llamaron a la

puerta, a ver qué era ese escándalo.

De manera que al día siguiente se despidió y marchó

para Madrid, donde su hermana ya le había escrito dándole

una dirección donde podría alojarse. Así empezó su historia

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en la Corte, viniendo para servir, claro, aunque nunca lo hizo

en realidad.

Mientras buscaba una casa donde trabajar dio con un

muchacho, el Salamanquino que, como su propio mote

indica, era de su tierra. Era un sujeto de mala catadura y

peores antecedentes. Formaba parte de una banda con sus

amigos el Moreno, el Santander, el Patón y el Cabaña. La

otra mujer del grupo era la Sortijera, llamada así porque su

especialidad era ir pidiendo por las calles, agarrar de la mano

a las señoras y, mientras las entretenía con una historia de

pobreza, les arrebataba las sortijas con un arte que ya

quisieran para sí los grandes pintores de nuestra historia.

Fue su nueva amiga la que le enseñó a ser una

tomadora, ya saben, a hurtar. ―Nada de violencias‖, le dijo,

―distraer y tomar, ése es nuestro trabajo‖. Ciertamente, la

Sortijera era una mujer algo entrada en años pero no tenía el

aspecto hombruno e imponente de la Chirrina. ―Lo tuyo es un

problema, chica‖ comentaba meneando la cabeza, ―no pasas

desapercibida en ninguna parte. Si al menos supieras

sonreír…‖. Pero Carmen no sonreía, prefería el robo antes

que el hurto. Esperar a una mujer en un callejón por la noche,

molerla a golpes y robarle todo lo que llevaba encima. En

ocasiones, las agredidas eran meras prostitutas que buscaban

cliente nada más y protestaban de que les arrebatase lo poco

que tenían. Fue cogiendo mala fama en el submundo de

Madrid que formaba aquella sociedad donde todos, en mayor

o menor grado, se conocían.

Por eso el Moreno, con el que convivía, le dijo que

marchara a las afueras, a pueblos cercanos a Madrid,

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Carabanchel, Pozuelo, por ahí. ―En Madrid ya apestas‖ le

dijo sin contemplaciones. Luego se quedó parado un

momento y añadió: ―Tendríamos que casarnos‖. Carmen

abrió la boca de par en par, sorprendida, y dijo que sí, que

cuando quisiera. Al Moreno le gustaba esa mujer fornida y

enrabietada con la vida. Él era mucho más tranquilo pero le

gustaba su fiereza en la cama, con sus amigos presumía de

que era mucha hembra pero él sabía domarla. Los amigos se

encogían de hombros en la taberna, sin poder imaginar bien

qué le veía el Moreno a aquel mastodonte sin gracia,

perpetuamente enfadada con la vida y con todos, pendenciera

como pocas, tan dispuesta a la bronca. ―Conmigo es suave

como el terciopelo‖ añadía el Moreno, que tenía letras y hasta

cierto aliento poético. Los amigos seguían mirándolo con

marcado escepticismo. ―¿Es que hay alguien que quiera decir

otra cosa?‖ preguntaba el Moreno echándose la mano a la

cintura, donde tenía la faca. ―No, no‖ decían los demás

finalmente, ―claro que tenéis que casaros, sois tal para cual‖

añadía alguno con una cierta sorna que dejaba el insulto en el

aire.

De manera que al Moreno se le metió en la cabeza el

casarse, algo con lo que no contaba la Chirrina en modo

alguno. El matrimonio no duraría más allá de tres años hasta

que, en un golpe que se torció, al Moreno, viejo conocido de

la policía, lo frieron a tiros las fuerzas del estado sin que

pudiera decir esta boca es mía. De manera que ahí

encontramos a Carmen González, la Chirrina, viuda con los

cuarenta años que cumplió la misma semana en que mataron

a su marido.

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Desde entonces buscó otro hombre al que arrimarse.

Se daba cuenta de que necesitaba protección, que alguien la

orientara, ella sola estaba perdida. Apenas veía a su hermana,

que iba de casa en casa robando al cabo del tiempo y siendo

expulsada, no sin pasar por la cárcel más de una vez. Unía a

su encanto personal, a su belleza, una perversión y una

frialdad de carácter notables. Con todo eso, siempre había

algún palomo al que desplumar, alguna casa que limpiar tras

servir en ella un breve tiempo.

También Gloria se casó con un muchacho que

trabajaba poco y bebía mucho, que le daba palizas cuando

volvía a casa borracho, que le quitaba el dinero que ella

sustraía por ahí para jugar a las cartas en la taberna y seguir

bebiendo con los amigos. Hasta que la muchacha se hartó y

una noche en que él la golpeó de nuevo, sacó un cuchillo que

llevaba preparado y se lo clavó en el vientre. Le cayeron seis

años de presidio por aquello pero no se arrepintió nunca,

decía que se lo había merecido y las mujeres en su galería de

la cárcel le daban toda la razón. Todas habrían hecho lo

mismo en sus circunstancias.

Carmen no quiso contarme cómo conoció a su Pepe,

José Villapón García, hojalatero, con un puesto permanente

en la calle Colón desde hacía muchos años. Un día debió

entrar en la tienda, hablaron. Pepe no es un hombre

dicharachero precisamente, tiene temor de todo, sobre todo

desde que lo encarcelaron a raíz del crimen de la Chirrina. Él

no tuvo nada que ver, desde luego. En la mañana del suceso

había salido de casa a las cuatro de la mañana para hacer unas

tareas antes de abrir su puesto. De hecho, cuando la policía

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fue a detenerlo, nada sabía de lo que había pasado en el patio

de su casa. Fue el primer sorprendido al ver a los agentes allí,

pensando tal vez que lo habían pillado en alguno de los

negocios bajo cuerda que también hacía.

―Algunas decían que era su criada‖ protestaba Carmen

en el calabozo, ―pero no es cierto. Fui su mujer para todo‖. Al

parecer, la fiereza en la cama no la había perdido y al

hojalatero, que nunca se había casado y que solo tuvo parejas

eventuales y efímeras, aquello le gustó. La Chirrina se dio

cuenta enseguida de que podía manejarlo a su antojo. ―Con el

poco carácter que tiene Pepe…‖ me decía, ―eso no se lo

puedo pedir a Pepe, que se acobarda‖ cuando le propuse que

declarara a su favor durante el juicio. Al final lo hizo pero el

presidente del tribunal, el Sr. Izquierdo, le tuvo que decir dos

veces que hablara más alto porque el pobre estaba intimidado

por el público y no le llegaba la voz al cuerpo.

De modo que aquella mujer grande, fea, dispuesta a

responder a todas las provocaciones con otras, con ganas de

pelea, se instaló en la que llaman la ―Casa de los Perros‖,

vete a saber por qué. De hecho, un perro fue el origen de la

trifulca que acabó con una muchacha en el cementerio y mi

clienta entre rejas por muchos años.

Desde el principio las cosas no fueron bien en aquel

patio de vecinas. Casi todas llevaban mucho tiempo

conviviendo e incluso trabajando juntas, sea como verduleras

en la cercana plaza de la Cebada, sea como cigarreras en la

fábrica de Tabacos. Todas se conocían y, con sus más y sus

menos, se llevaban bien o al menos sabían de qué pie cojeaba

cada una. La llegada de Carmen, mal encarada, hosca,

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dispuesta a defenderse a golpes antes incluso de que alguien

la ofendiese, bruta, porque la Chirrina lo es ¿para qué

negarlo? cayó como una bomba en aquella casa.

Las discusiones empezaron muy pronto. En vez de

congraciarse con sus nuevas vecinas, dar un poco de charla,

integrarse en alguno de los bandos que allí había (inevitables

en todo grupo humano), Carmen no hablaba con nadie y si

algo, por pequeño que fuera, la molestaba, hasta lo más

nimio, empezaba a voces y amenazas. Ciertamente, su

exterior no mueve a simpatía precisamente. Si a la

desconfianza inicial le sigue una actitud así, el conflicto

estaba servido.

Pero Carmen no se iba a arrugar porque las vecinas,

unánimemente, la trataran con desprecio y desconsideración.

Estaba acostumbrada a ello desde pequeña. Sabía también

que ese conflicto lo llevaba dentro, así me lo dijo. ―Vaya

donde vaya, siempre me pasará igual‖ me confesó un día, ―yo

no voy a cambiar. En la cárcel tendré que enfrentarme a las

demás, eso ya lo sé. Hasta que me muera, seguiré así‖

reconoció con aspecto resignado.

Vayamos a lo que sucedió los días 3 y 4 de mayo de

1900, siempre bajo la perspectiva de que los hechos descritos,

la agresión, la muerte de aquella joven, tienen un significado

y unos motivos que no se limitan a la descripción formal de

lo que sucedió en la calle Mediodía Grande número 7.

En días precedentes María Molina, la verdulera de la

plaza de la Cebada que vivía justo enfrente de donde habitaba

Carmen, dijo a todas las vecinas que le habían desaparecido

un duro y un pañuelo de seda que tenía sobre una cómoda.

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Para entonces, los ánimos contra la Chirrina estaban

caldeados desde hacía mucho tiempo. Se sabían cosas ciertas

y otras falsas que se daban por verdaderas. Por ejemplo, en la

calle Bastero, el anterior domicilio de Carmen, los vecinos se

habían considerado tan hartos de sus malos modos, de sus

trifulcas y broncas, había resultado tan agresiva con todos,

que 29 de ellos habían firmado una carta destinada al Juzgado

para obligarla a marchar de allí.

Ése era el efecto que siempre tenía Carmen allá donde

fuera o, al menos, casi siempre. Tal vez su lugar no fuera ese,

entre las mujeres honradas y bravas del viejo Madrid, como

sucedió también en la Casa de los Perros. Carmen nunca ha

sabido contenerse, frenar a tiempo. Se peleaba con todos y

para todo, cualquier motivo era bueno para ―defenderse de las

humillaciones a que la sometían‖, como me dijo. Nunca supo

tener trato social, siempre encontró desprecio, apartamiento

cuando no odio entre aquellos con los que vivía. Quizá nadie

la enseñó a convivir como nos enseñaron a nosotros de

pequeños, a aplazar o incluso anular nuestra ira a cambio del

cariño de un padre o de una madre. Ustedes me dirán: Hay

mucha gente que se educa así, por desgracia, y no van

matando a nadie ni buscando trifulca constantemente. Es

cierto, no se lo voy a negar. Algo en el carácter de la Chirrina

provocaba la repugnancia y la agresividad de los demás, es

clara su inadaptación a cualquier ambiente donde haya un

nivel mínimo de disputas. Si es así ella entrará a

protagonizarlas, conseguirá que las demás se unan contra su

persona, que deseen que se vaya y se pierda por cualquier

lado de Madrid.

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Además, también saben que las verduleras y

cigarreras de Madrid tienen la lengua muy afilada, como sus

uñas, y son capaces de enfrentarse al mozo más recio y al

hombre de peor catadura. Pues bien, era cierto lo que sucedió

en la calle Bastero pero otras cosas que se dijeron eran falsas.

Aún recuerdo a Carmen, convulsa durante el juicio,

estrujando en su mano ante el juez, cuando declaró, el

certificado de defunción de su marido, el que demostraba que

ella no había tenido nada que ver con su muerte. En la

vecindad, sin embargo, se dio por hecho que era viuda porque

había matado al marido y pasado seis años en presidio.

Alguien escuchó lo sucedido con su hermana Gloria y, sea

por ignorancia o maledicencia, se lo achacó a Carmen delante

de toda la vecindad.

Como su hermana era tomadora y ella misma había

robado, fuerza es reconocerlo, la acusaron de ladrona y, en

concreto, María Molina fue diciendo a todas que el duro y el

pañuelo de seda se lo había quitado ella. Bastaba entrar en su

casa y sustraerlos, en aquel patio nadie solía cerrar su puerta.

Carmen lo supo pero estaba acostumbrada. Además,

María Molina y ella habían discutido innumerables veces, se

las podía considerar viejas enemigas. El ambiente en aquella

vecindad era muy tenso. Le recordaba, me dijo, a aquella

tarde en que subieron los hombres hasta la cabaña familiar

para quemarla y expulsarlos del pueblo donde habían nacido.

El 3 de mayo por la mañana Carmen acudió, como

cada día, a la plaza de la Cebada a comprar. Al pasar por el

puesto de María, donde nunca se detenía, claro está, ésta se

puso con las manos en las caderas y dijo a voz en cuello para

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que la oyeran en todos los puestos: ―Sí, yo vengo aquí a

vender, para que luego haya ladronas que le quitan a una el

dinero‖. Todas las clientas, las demás verduleras, miraron con

desprecio a Carmen, que no se pudo contener. Se tiró sobre

María agarrando un ladrillo que había por allí, restos de una

obra, y estuvo a punto de golpearla. Las separaron las demás

mujeres que, a base de empujones y con la asistencia de un

guardia al que llamaron, la echaron del mercado. Pueden

imaginar cómo se sentía en ese momento la Chirrina, a punto

de explotar.

Al día siguiente, muy de mañana, serían las nueve,

sucedió la tragedia. Carmen barrió la casa y, como siempre

hacía, metió las basuras en una lata que dejó en la puerta de

su cuarto para luego llevarlas fuera. Mientras terminaba de

barrer vino un perrillo de aguas propiedad de otra vecina,

Josefa Villapol, y hocicando en la lata esparció toda la basura

por el patio.

Cuando salió Carmen armó la trifulca, como otras

veces. Josefa era una mujer algo mayor, algo apocada, y le

llovió fuego graneado por la boca de la Chirrina, insultos

donde decirle ―guarra‖ era lo más suave que escuchó.

Escenas así no eran inusuales con Carmen de protagonista

pero en aquella ocasión la vecindad estaba muy alterada.

Entonces salió una de las hijas de María Molina,

Vicenta Rodríguez, una muchacha querida por todos, rubia,

joven de 23 años, muy agraciada como bien señalaron los

periódicos. Sacando el mismo carácter de su madre salió a

defender a Josefa diciendo en voz bien alta: ―Ya podrá con

esta pobre señora, igual que insulta a mi madre‖. Cuando se

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25

enzarzaron aún le gritó a Carmen: ―Para guarra usted, que ahí

está con su hombre haciendo guarrerías y sin casarse‖;

―Claro, es usted muy valiente, la asesina de su marido‖.

Cosas por el estilo. Hay que imaginarse a esa jovencita tan

guapa, con el rostro descompuesto después de la escena

sucedida con su madre el día anterior, con las vecinas

asomadas al ruido de la disputa y gritando ―¡Ladrona! ¡Vete

de esta casa, muerta de hambre!‖, para comprender lo que

sucedió a continuación.

En ese momento llegó María Molina del puesto, vio a

su hija embravecida, las dos retándose y a punto de llegar a

las manos. ―¡Déjala!‖ se limitó a decir a su hija, ―que es muy

mala‖. Y entonces sucedió. Cuando María Molina abría la

puerta de su casa Carmen entró un momento en la suya. La

gente pensó que se daba por vencida pero volvió a salir con

una badila en la mano, ya saben, esa paleta metálica que se

utiliza para la lumbre. Fue Josefa la que gritó a Vicenta, la

muchacha que aún la miraba con aire retador: ―¡Ten cuidado!

¡Que lleva una navaja!‖.

Carmen declaró en el juicio que era la chica quien

llevaba la badila y que intentó agredirla con ella. Eso me dijo

y yo no tuve más remedio que creerla, pero las demás vecinas

afirmaron lo contrario, salvo una a quien José Villapón, en un

esfuerzo último por salvar a su compañera, le dio dos pesetas

para que declarase a su favor. Luego me lo reconocería,

contrito. ―Es que yo a Carmen la quiero ¿sabe usted?‖ me

dijo nada más y me dejó desarmado. La mujer a la que nadie

quería y ahí estaba aquel pobre hojalatero maniobrando para

salvarla.

Page 27: Cuando las-mujeres-matan

26

Tal como quedó corroborado en el juicio, Carmen

salió con la badila en la mano izquierda y la navaja bien

empuñada a su espalda. Con la primera pareció querer agredir

a Vicenta, que levantó los brazos para protegerse, pero no

golpeó con la badila sino que le clavó la navaja hasta la

empuñadura. ―¡Ay, madre, que me ha matado!‖ solo pudo

decir la chiquilla dando traspiés hacia la puerta de la casa,

donde se desplomó.

La Chirrina se refugió en su casa, segura de que si se

quedaba fuera la lincharían entre todas las vecinas.

Escuchaba el clamor, los gritos de la madre con las manos

tintas de la sangre de Vicenta, a la que abrazaba. La llevaron

en volandas hasta la Casa de Socorro de la Latina, pero fue

inútil. Aquí transcribo lo que dijo un periódico vespertino

aquel mismo día:

―La noticia de la muerte de Vicenta Rodríguez

produjo en el mercado gran indignación.

Un grupo de verduleras se dirigió a la casa del

crimen para enterarse de los detalles del suceso.

Cuando éstas llegaron ya había en la casa otro

grupo de cigarreras que esperaban la salida de la

criminal.

Poco después, Carmen apareció en la calle

rodeada de guardias de orden público. Carmen,

alardeando de serenidad y con aire de

provocación a la gente, oía impasible los insultos

de las mujeres. Su actitud excitó más los ánimos

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27

de verduleras y cigarreras, que lanzaron sobre

Carmen una lluvia de piedras.

En vista de las proporciones que adquiría el

tumulto, se ordenó que los guardias dispersaran a

las manifestantes. Estas siguieron a los guardias

que conducían a la criminal, y al llegar a la plaza

de los Carros otros grupos de mujeres que

esperaban en la puerta de la delegación a la

«Chirrina», trataron de apoderarse de ella para

ejecutar el fallo de las que desde sus puestos de la

plaza de la Cebada gritaban desaforadamente:

—¡Lincharla! ¡Lincharla!

Los grupos poco a poco fueron aumentando

frente a, la delegación, y en previsión de un serio

tumulto, Carmen fue metida en un carruaje y

conducida, sin ser vista por las verduleras, a los

calabozos del juzgado de guardia, desde donde

pasó por la larde a la cárcel‖ (El Imparcial,

5.5.1900, p.2).

El resto es más conocido porque la opinión pública

siguió con bastante atención el caso y hubo informaciones en

los periódicos. Algunos de ellos comentaban su sorpresa por

un crimen cometido con un motivo tan nimio. Mencionaban

que una mujer mata por grandes pasiones, como una

venganza, o por celos, odios y rencores, incluso por

abnegación defendiendo su honor o el de sus hijos, pero

¿porque unas vecinas te acusan de robar un pañuelo? ¿Debido

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28

a que un perro esparce las basuras frente a tu casa? ¿No era

todo un asunto pequeño, sin importancia?

Creo que no, que la importancia se la damos nosotros

y cada uno. Cuando le hablé de su víctima, por si deseaba

mostrar arrepentimiento ante el tribunal, ella me miró

desafiante: ―¿Esa muchacha? ¿Quién era ella para acusarme

de ladrona y asesina, una mujer que no ha pasado la mitad de

las desgracias que yo he soportado? ¿Porque era guapa y

joven mientras yo soy vieja y fea, se creía con derecho a

tratarme así?‖. A medida que se hacía esas preguntas miraba

hacia fuera de su celda, como observando más allá, quizá su

vida entera con una amargura infinita. Vicenta Rodríguez no

supo que sus insultos eran la última gota que hace que el vaso

se desborde, que era quien menos debía hacerlo porque había

tenido una buena vida recibiendo el cariño de su madre, de

las vecinas que la apreciaban, de los mozos que la

requebraban a menudo. Porque era joven y era bonita, algo

que siempre echó de menos Carmen, la Chirrina.

¿Qué quieren que les diga? Yo la comprendí. La

muerte de aquella muchacha no arreglaba su vida, más bien la

hacía llegar al fondo, pero comprendo que con esa puñalada

descargó sobre ella, sobre todo el mundo que la rodeaba, la

inquina, la amargura y la rabia de una vida llena de

sinsabores donde ni siquiera la belleza, como a su hermana

Gloria, la acompañó.

Aduje ante el tribunal legítima defensa, aunque

dudaba en mi fuero interno de que la historia de la badila en

manos de Vicenta fuera cierta. En su defecto, cuando vi que

todos los testimonios iban en sentido contrario, aduje

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arrebato, obcecación. El jurado dijo que no, ni siquiera eso

era admisible. Había entrado en casa por la navaja, luego

intentó ocultarla mientras llegaba la autoridad en un agujero

junto a la chimenea. No le sirvió de nada, había testigos de

todo sobradamente. El jurado respondió afirmativamente a la

pregunta de si la Chirrina había tenido intención de matarla.

Seguramente la sentencia de catorce años fuera justa a

los ojos de la Justicia, a la vista de lo que dictamina la ley.

Debemos convivir entre nosotros en una sociedad llena de

tensiones, egoísmos, ambiciones. Es necesario que haya una

ley que castigue el crimen. Pero en este escrito quisiera ir un

poco más allá. Como dijo mi ilustre maestra: ―Compadeced

al delincuente‖ y aún añadiría yo mismo: ―Comprendedlo‖.

Para que esto no se repita tantas veces, para que no haya

niños que padezcan injusticias, agresiones, que puedan

educarse dignamente en la creencia de que están protegidos

por las autoridades y no castigados por el mero hecho de

nacer.

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El crimen del Tierzo

1915

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Hace dos años me encontraba en Tierzo, pueblo de

Guadalajara, como cabo de la Benemérita. Igual que ahora.

Por entonces tenía un compañero, Benito, que fue trasladado

al año siguiente, el actual se llama Fulgencio Martínez. Puede

nombrarlo en su artículo, le gustará verse en un periódico de

la capital.

Lo primero que tiene usted que saber es que Tierzo es

un pueblo muy pequeño, ya lo ha visto en el paseo que hemos

dado. El término es grande, tiene más de 40 km2, pero el

pueblo no llega a las cincuenta personas. De manera que nos

conocemos todos. Aquí la gente es de natural pacífica, con

sus cosas, ya sabe, problemas de lindes, herencias en las que

no se ponen de acuerdo, algún encontronazo en la taberna los

sábados, pero poco más. Lo que menos uno podría esperar es

que la localidad se hiciera famosa por este crimen.

Recuerdo como si fuera ayer mismo aquel día, el 18

de enero de 1915. Nevaba con cierta intensidad. Lo había

hecho desde bastante tiempo atrás, de manera que los

caminos se encontraban casi intransitables, lo mejor que

hacían los del pueblo era quedarse en sus casas arrimándose

al brasero. Fue entonces cuando se presentó el juez municipal

trayendo un papel. ―García‖ me dijo, ―lea usted este anónimo

que me acaba de llegar‖. Mientras lo estaba leyendo añadió:

―Otro igual acaba de recibirlo el señor cura. Me ha venido a

ver. Como ve usted, dice que hay un cadáver en la

Barranquera‖.

Me abrigué, desistí en ese momento de llamar al

compañero, y me fui para allá. No era fácil que la mula fuera

sobre ese camino tan nevado, donde los cascos ni sonaban. El

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34

juez me acompañó. Marchamos los dos sin decir palabra,

resguardándonos. La Barranquera es una zona un poco

abrupta junto al Sant, el arroyo que corre por allí y que en ese

momento estaba helado. Estará como a uno o dos kilómetros

del pueblo.

Estuvimos mirando los alrededores un rato hasta que

dimos con el cuerpo. Alguien, un pastor seguramente que no

había querido meterse en líos, le había quitado la nieve de

encima, aunque empezaba a acumularse de nuevo. El

espectáculo era muy penoso. Le faltaba casi todo el lado

derecho de la cara. Las aves carniceras habían hecho su

trabajo, por lo que se podía pensar que llevaba bastantes días

en aquel lugar. Le faltaba el ojo de ese lado, la nariz casi

toda, la lengua, la oreja, ya sabe, las partes blandas. Debo

confesarle que estaba impresionado, el señor juez también.

No es habitual por aquí un espectáculo semejante.

Cuando le abrimos la chaqueta buscando alguna seña

de quién podía ser vimos enseguida las heridas de cuchillo

que presentaba en el pecho, en el vientre. La peor era la del

cuello, tenía la cabeza casi separada del tronco. Aunque los

grajos se habían dado su festín, se distinguía perfectamente la

herida sobre la yugular, el corte de la carótida. La muerte

debió ser instantánea.

No sé cómo lo identifiqué. Fue más una sospecha en

ese momento que una certeza, a la que llegaríamos más tarde,

cuando el médico examinara el cuerpo. Pero yo a ese hombre

lo conocía, era vecino del pueblo. Le había visto con esa

misma chaqueta, había hablado con él. El juez, que tantas

veces había jugado a naipes con la víctima, estuvo de

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35

acuerdo. ―Es Francisco Vicente‖ le dije. Al principio se

negaba a creerlo pero no tuvo más remedio que admitirlo

después. ―Es Pinilla, sí, no cabe duda‖. Lo cargamos entre los

dos en el carro y azuzamos la mula para volver al pueblo.

Fuimos callados, el juez es un hombre que habla poco y la

nevada arreciaba, pero íbamos pensando. Me dijo a mitad de

camino:

- ¿Qué habrá pasado? ¿Quién le habrá hecho esto?

- Ya sabe usted quién ha podido hacérselo: la Consuelo,

el Miguel ¿quién si no?

- Eso dicho entre nosotros -me respondió-. Habrá que

buscar pruebas.

- Las encontraremos, son gente descuidada. Además, el

crimen lo han debido cometer en su casa.

- ¿No le han matado donde lo encontramos? –preguntó

extrañado.

- ¿Le ve usted el calzado? –señalé-. Limpio, sin una

mancha. Si marchaba por el camino con este tiempo,

estaría todo embarrado y sucio. El cuerpo lo han

trasladado hasta allí para que nadie lo encontrara en

mucho tiempo –concluí.

Asintió en silencio y continuamos aquel triste camino.

Cuando llegamos al pueblo llevamos al pobre muchacho

hasta la casa del médico, al que habíamos avisado al salir. Lo

colocamos sobre la mesa que nos indicó y procedió a hacer

un examen completo. El cadáver, cuando lo desnudamos,

presentaba unas tremendas heridas. Una cuchillada le había

llegado a la pleura, nos dijo el doctor, otra le había atravesado

el corazón. La del vientre no era mortal si se le hubiera

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36

atendido de inmediato pero las otras sí, desde luego. La peor

era la del cuello, que aparecía seccionado.

- La primera herida parece ser ésta. Francisco Vicente

murió degollado en realidad. Lo demás fue rematarlo

con saña pero ya estaba muerto cuando lo apuñalaron

en el pecho y el vientre.

Se detuvo un momento, dio una calada al cigarrillo

que fumaba y añadió:

- Debió ser una muerte horrible. ¿Quién habrá sido el

malnacido que haya hecho esto?

- Quizá fueron varios –contesté yo-. Son muchas

puñaladas. Hay odio en ellas, no le dejaron ninguna

posibilidad.

- ¿Usted cree…?

- Tengo que ir a ver a Consuelo. Llamaré a mi

compañero e iremos para allá.

Ha pasado el tiempo. Se encontró a los culpables,

hubo un juicio, una condena, pero no me puedo olvidar de la

cara de aquella mujer cuando fui a verla. Más que de dolor

tenía cara de susto. Sabía que lo habíamos encontrado, la

noticia se había corrido por el pueblo en cuanto llegamos con

la carreta a casa del médico.

- Buenos días, Consuelo –le dije-. ¿Qué hay por aquí?

- ¡Ay, Dios mío! –fingió-. Ya sabe usted. ¡Pobre

Francisco, tan bueno como era!

Hacía gestos de consternación pero no conseguía

verter una lágrima. Eso observé, de manera que seguí

preguntando.

- ¿Cuándo salió su esposo del pueblo?

Page 38: Cuando las-mujeres-matan

37

- En la mañana del día 11 salió para Illueca, su pueblo.

Tenía que hacer unos pagos por un género que había

recibido. Seguramente lo han matado por el camino –

se retorcía las manos-, para robarle o porque le tenían

mala voluntad.

- ¿Le importa que haga un registro de la casa?

- Oiga –quiso protestar- ¿es que cree…?

- Es un trámite obligado en esta diligencia. Estoy

autorizado por el juez.

- Bien, claro –cedió-. Entonces mire lo que quiera.

Fue en el dormitorio donde encontré el cinto y el

revólver.

- ¿Cómo tiene esto aquí? ¿No se lo llevaba siempre

cuando iba de viaje?

- ¡Ay, sí! Lo habrá olvidado esta vez.

- ¿Y esas manchas? –le señalé en la sala, sobre una

pared-. Parecen de sangre.

- No diga usted eso –contestó muy turbada,

retorciéndose las manos-. No sé de qué puedan ser.

Dejé al guardia, mi compañero, vigilándola y fui a

informar al juez de lo que había encontrado en mi registro. Le

dije que estaba seguro de que el crimen se había cometido

dentro de la casa. Me contestó que informaría al Juzgado de

Molina, a cuyo distrito judicial pertenecemos. Y así empezó

todo.

Mire, mi actuación no tiene particular mérito. Ya sé

que estoy propuesto para un ascenso, que tengo una mención

honorífica, pero se lo digo con sinceridad: Hay que conocer

el pueblo, hay que saber de la gente que vive en él. Todos nos

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38

conocemos aquí, sabíamos de las andanzas de Consuelo

Miñana, los amores ilícitos con su padrastro, las tensiones de

su marido con éste. Estábamos al tanto de las idas y venidas,

ya sabe, las mujeres se enteran de todo y yo me entero por

ellas, en cuanto les pregunto. Ya sé que hay que tener

métodos modernos, buscar rastros, acumular pruebas que

sirvan delante de un tribunal, pero para saber por dónde

encaminar la investigación, no hay nada como conocer a la

víctima, haber tomado unos vinos con él, saber qué estaba

sucediendo en su matrimonio como lo sabíamos todos. Nada

sucede al azar, en todo hay un motivo ¿no lo cree usted?

Pero vayamos al principio. Quiere que le cuente toda

la historia de Consuelo, Miguel y Francisco. Sepa que,

delegado por el Juzgado de Molina, viajé a Illueca, el pueblo

donde empezó todo, cuando nació esta historia que ha tenido

tan triste final. Si tiene paciencia, se lo contaré como la fui

conociendo al preguntar a las gentes de allá.

A veces es difícil encontrar el punto a partir del cual

se desarrolló una tragedia como ésta. Cualquier hecho remite

a otro anterior y éste a otro y otro. ¿Hubiera sucedido todo lo

que pasó si el marido de Manuela Galindo hubiera gozado de

mejor salud? ¿Si ella hubiera tenido otro carácter?

Seguramente no. Allí en Illueca se recordaba al Sr. Miñana,

el padre de Consuelo, como un buen hombre. Ejercía el oficio

de pañero, como casi todos los que intervienen en esta

historia. Se dedicaba a recorrer los caminos, como haría el

segundo esposo de Manuela, Miguel Aznar, como también

sucedía con Francisco Vicente Pinilla, el yerno de este último

y víctima suya. Todas las semanas de pueblo en pueblo

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39

cerrando ventas, recibiendo encargos, alternando con los

vecinos en la taberna, enterándose de las necesidades de unos

y otros, escuchando hablar del pedrisco, la sequía, las plagas

y las cosechas. El Sr. Miñana, al decir de sus vecinos, era

trabajador, bebía lo justo sin emborracharse, no molía a su

mujer a palos como otros. Todo el mundo lo recuerda como

una buena persona, tranquilo, honrado a carta cabal,

cumplidor de los encargos que le hacían, ganando su dinero

pero sin que nadie dijese de una trampa ni un engaño.

Manuela Galindo era entonces, siempre lo ha sido,

una mujer tranquila, sin demasiada personalidad. Cuidaba de

su marido, de la hija que tuvieron, Consuelo, nacida en 1888,

cuando su madre tenía 23 años. Todo iba bien en el

matrimonio, el marido llegaba cansado de sus viajes y

encontraba a una mujer servicial, muy callada, eso sí, de poco

carácter, pero a él le gustaba así. En su juventud, la Sra.

Miñana no era nada fea, me dijeron. Se enamoró de ese

pañero como podía haberlo hecho de otro de los que la

rondaban aunque éste, casi diez años mayor que ella, debía

tener un gancho especial.

El Sr. Miñana tomó como ayudante a un joven

llamado Miguel Aznar. Fue poco antes del comienzo de siglo.

Era un muchacho bien dispuesto para el trabajo, inteligente,

decidido, acostumbrado a imponerse como se vería tiempo

después. Pero de momento tuvo que tascar el freno.

Acompañaba al Sr. Miñana, que le enseñaba el oficio,

ayudaba en la casa a su señora cuando hacía falta, era

colaborador, criado, todo en una pieza. Fue precisamente en

una taberna de un pueblo lejano cuando su jefe empezó a

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40

encontrarse mal. Es cierto que había trasegado un poco más

de vino del habitual pero siempre de forma moderada. Se

acostó pronto mientras Miguel continuaba charlando con los

vecinos hasta que cerraron la taberna. Al subir a la habitación

donde dormían se acostó sin darse cuenta de que el Sr.

Miñana era ya cadáver. Lo descubriría al día siguiente,

cuando quiso despertarlo, extrañado de su inmovilidad. Le

había dado una congestión cerebral, dijo el médico.

Fue Miguel el encargado de alquilar una mula y un

carro, depositar a su jefe en él y llevarlo de vuelta a Illueca.

Más de cincuenta kilómetros por esos caminos de Dios hasta

que llegó a la puerta de la casa y llamó a voces a Manuela

para que saliese a ver a su marido. Todo el mundo me dijo

que Miguel se había comportado mejor que nadie podía

hacerlo. Tenía tan solo 19 años por entonces, pero organizó el

entierro hablando con el cura, contrató incluso un coche que

lo llevara hasta el cementerio, consoló a la viuda, cuidó de

Consuelito, por entonces una cría de doce años.

Todo fueron llantos y lágrimas y luego se volvieron a

casa y Manuela se recompuso, confusa sobre qué haría en el

futuro. Es cierto que la casa era suya, también unos huertos

junto al río que le producían lo suficiente para vivir sin

holguras, pero al menos no tendría que pedir. Al cabo de los

días el muchacho, Miguel Aznar, se plantó delante de la

viuda y le hizo una proposición: él podría seguir con el

negocio del marido tal como lo había dejado, siempre que

contara con el respaldo económico de ella. También se

encargaría de la producción de los huertos, la reparación de la

casa, que por entonces era una necesidad apremiante. Lo

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41

único que pedía a cambio era una parte de las ganancias, lo

suficiente para que todos viviesen sin necesidad.

A la viuda aquella propuesta le pareció caída del

cielo. No se sentía capaz de llevar adelante nada, ya le digo

que era floja de carácter, abúlica, sin interés en los paños ni

en las semillas ni la poda de frutales ni cualquier otra cosa. A

ella lo que le gustaba era sentarse en su mesa y ponerse a

bordar, dejar pasar las horas frente a unos manteles

espléndidos que producía y que su marido había incluido en

su negocio como uno de sus productos más valiosos. Para eso

sí servía, se sentía útil al tiempo que dejaba pasar el tiempo

sin pensar en nada, máxime en ese momento en que

empezaba su viudez a una edad relativamente joven, 35 años

cuando su marido murió.

De manera que ahí tenemos al joven Miguel entrando

y saliendo de la casa como si fuera suya, tratando de usted a

la señora, viendo crecer a la niña, ocupándose de todo,

recorriendo los mismos caminos que el Sr. Miñana,

haciéndose cargo de sus mismas compras y ventas. La gente

se acostumbró a él, a su carácter expansivo que resultaba

ideal para el negocio. Recordaban bien a su jefe pero

empezaron a no echarlo de menos cuando veían llegar a aquel

chico tan joven y bien dispuesto.

También la viuda se acostumbró a verlo cada fin de

semana, a tenerlo en casa y ponerle un plato de comida sobre

la mesa. A oírle hablar de tomates y otros productos, de

anécdotas del camino, a compartir risas y planes que tenía

aquel muchacho, a verlo jugar con su hija y establecer con

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42

ella misteriosos conciliábulos de los que salía Consuelito

batiendo palmas, feliz y contenta.

Manuela Galindo no sólo se acostumbró a él, sino que

empezó a echarlo de menos cuando tardaba, a esperar en la

ventana, olvidando su bordado sobre la mesa, cuando se hacía

tarde y él no regresaba de algún viaje. Las vecinas me

comentaron que estaba todo el día con la palabra Miguel en la

boca: Miguel le había dicho, Miguel había hecho, porque

cuando viniera Miguel… Aquellas brujas se sonreían por lo

bajo y alguna decía a la otra: ―Sólo falta que Miguel se le

meta en la cama‖.

Pues eso debió suceder relativamente pronto porque

en 1902, tras poco más de dos años de viudez, Manuela

Galindo de 37 años se casó con aquel joven de 21. Las

comadres no pararon de comentar un casamiento tan

desigual, la familia de él se opuso radicalmente pero al

muchacho le dio igual. Ocupó la casa que ya estaba ocupada,

se acomodó en el sillón del Sr. Miñana con satisfacción, se

introdujo entre las sábanas de su nueva esposa sin vergüenza

alguna sabiendo que las viejas del lugar murmuraban que ya

lo había hecho mucho antes, que aquella Manuela estaba loca

por casarse con un joven que habría de engañarla con el

tiempo.

A Manuela le daba igual todo, parecía vivir en una

nube, le importaba muy poco lo que se decía, la enemistad de

la familia de los Aznar, que de hecho fue definitiva y ni se

saludaban ni se interesaban unos por otros. La mujer revivió,

tenía 37 años pero parecía transformarse en una jovencita.

Eso sí, siguió con sus costumbres del bordado, con sus

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43

mantelerías que su nuevo marido se llevaba en la mula

cuando se ponía en camino, vendiéndolas con ganancia en

cualquier pueblo. Dos años después nació un niño, Miguelito,

que habría de tener doce años cuando se consumara la

tragedia que ya habían empezado a construir entre todos.

Por entonces Consuelito, la primera y única hija de los

Miñana, ya era una muchacha de dieciséis años, morena, de

unos ojos cautivadores, claros, atractiva como pocas. Se lo

digo porque la he conocido, era una belleza salvaje que

alteraba el ánimo de cualquier hombre que la mirara. Ya no

era la niña que apuntaba formas y maneras cuando su madre

se casó por segunda vez. Ahora había que llamarla Consuelo,

una chica que destacaba en los bailes, que provocaba que los

zagales rondaran a su alrededor buscando una oportunidad

que ella no concedía a nadie.

¿Empezó la tragedia cuando su madre se casó con

Miguel Aznar? ¿O cuando Miguel y Consuelo, que siempre

se habían llevado bien, descubrieran que sentían otra cosa

distinta del afecto filial y paternal? Que él y su hijastra se

entendían fue un rumor continuado después, no en ese

momento, pero ya debían de buscar ratos para estar juntos.

Siempre lo habían hecho y su madre, que no se enteraba de

nada, tampoco sospechó de tantas coincidencias y secretos

entre ambos. No era una mujer celosa. Resultaba incapaz de

sentir algo parecido a los celos. Vivía como en un mundo de

color, en una fantasía. Se había casado con un caballero

andante y lo esperaba cada tarde bordando junto a la ventana,

suspirando porque llegara para cenar, acostarse a su lado y

empezar a roncar mientras ella, enamorada como solo una

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44

mujer mayor podía estar, se contentaba con escuchar cada

noche su respiración. No le importaba nada más, no quería

saber más. Él venía y estaba a su lado, eso era la felicidad

para Manuela Galindo. Eso y sus bordados.

¿Qué sucedía mientras tanto entre Miguel y

Consuelo? Hablé con ambos pero no me dieron muchas

explicaciones. Insistían por separado en que lo suyo era amor.

Les escuchaba y no sabía qué pensar. ¿Usted se acuerda de lo

que casi gritó Miguel durante el juicio? ―¡Es más pura que la

Virgen del Pilar!‖. Algo que ella misma repitió cuando tuvo

que declarar: ―¡Soy más pura que la Virgen del Pilar!‖. Hubo

muchos comentarios, risas groseras al escucharlo. Entre los

dos habían organizado la muerte del pobre Pinilla ¿y

presumían que ella era una mujer pura como la Virgen?

Aquello parecía una burla y una mofa. Pero yo hablé con

ellos y no sé, me dejaron confundido. Habían sido capaces de

planear un crimen ruin y traicionero, actuaron con la mayor

crueldad con un inocente, y sin embargo hablaban el uno del

otro de una forma…, como si realmente creyeran que su amor

era ejemplar, algo extraordinario. Los escuchaba y pensaba

que ya quisieran muchos matrimonios hablar así uno del otro,

cuántas parejas hay que se odian o que conviven por

costumbre. Y allí estaban ellos, tantos años queriéndose

apasionadamente porque la palabra clave es ésa: pasión.

Hay algo obsceno en mostrar esa pasión como ellos lo

hicieron en el estrado del juicio. Las vecinas de Illueca

hablaban de otra manera, ya sabe usted: fue la lujuria lo que

movió a esas mujeres, a Manuela para casarse con el joven y

a Consuelo para robarle a su madre el amor de su marido.

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45

Meneaban la cabeza y reían sofocadamente, murmurando

refranes subidos de tono. Pero esas mujeres solo veían una

parte y la juzgaban sin misericordia alguna. Entiéndame,

ningún amor verdadero, ni siquiera una pasión justifica el

sacrificio de aquel inocente. Incluso no dudo de que entre

Consuelo y su padrastro surgió primero un buen

entendimiento, una intimidad habitual y finalmente la lujuria

de dos jóvenes en la flor de la vida. Son cosas naturales.

Incluso puedo admitir que todo ello desembocara en la pasión

y el amor entre ellos, pero ¿fue necesario llegar donde

llegaron? Ellos pensaron que sí. La sociedad ha de condenar

eso, sin duda, comprenda que yo soy un representante de esa

sociedad, pero en el fondo…, porque uno es humano también

y piensa que aquello fue una desgracia pero que ellos

vivieron algo que no es habitual, que en el fondo todos

deseamos. En fin, estoy divagando, perdóneme, que usted

desea que le cuente la historia, los hechos, y no lo que yo

pueda pensar sobre ellos.

Nunca dijeron cuándo surgió su relación, cómo se

llegó a la intimidad entre ellos. Tal vez fue poco a poco,

como un juego al principio, como una confianza compartida,

como algo sin culpa ni culpables. Vivieron con gozo el roce

de cada día, el tropezarse el uno con el otro, el interés mutuo,

un cogerse de la mano, un mirarse a los ojos

descubriéndose…, yo qué sé. Mi mujer dice que soy un

novelero y es verdad que me gusta leer novelitas cuando

estoy en el puesto y no hay avisos de nada. Me entretengo

¿qué quiere usted?

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46

Pues bien, pasaron los años. Con el tiempo Tomasa

Pinilla, una prima hermana en Illueca de Miguel Aznar, le

habló de su hijo Francisco. Debió ser como en 1909. Para

entonces Miguel tenía 28 años, su mujer 44, Consuelo 21. Su

prima Tomasa quería que su hijo entrara en el negocio de los

paños, que aprendiera el oficio para independizarse después y

ganarse la vida. Con 21 años por entonces, había andado en

unas cosas y otras sin que terminase de gustarle nada. El

muchacho se dio cuenta de que tenía que dar un salto, que ya

no era un jovencito sin responsabilidades.

Miguel estuvo de acuerdo en que lo acompañara. El

negocio, bajo su mano, había prosperado, los encargos se

multiplicaban y él casi no daba abasto para atenderlos. Una

ayuda le venía muy bien en ese momento. Al hijo de su prima

ya lo conocía, claro está. Era un muchacho sencillo, sin

malicia, dispuesto al trabajo, sin demasiados humos, no se las

daba de listo. Siempre se habían llevado bien, cada uno en su

casa, claro, pero habían congeniado. Estuvo de acuerdo en

que lo acompañara, en ir dándole alguna tarea en pueblos

limítrofes. El chico se espabiló pero también lo hizo en una

dirección inesperada para Miguel y fue fijándose en

Consuelo.

Ambos tenían la misma edad, coincidían en la casa

alguna vez, se saludaban, hablaban. A él se le iban los ojos

tras ella. De repente, empezó a acudir a los bailes a los que

Consuelo iba, bailaban juntos, él le compraba dulces y la

hacía reír con sus ocurrencias. A fin de cuentas, eran de la

familia, pensaría la muchacha ¿qué hay de malo en ello? Pero

se empieza así y se termina como se termina. A principios de

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47

1912 ambos estaban a punto de cumplir 24 años y Francisco

se había transformado en su acompañante habitual en todo

tipo de festejos, cada domingo. A Miguel aquello no le

gustaba pero era consciente de que los rumores corrían por el

pueblo y su hijastra empezaba a ser mayor, debía pensar en el

matrimonio. A regañadientes dio su consentimiento al enlace.

Consuelo lloró aquel día. Los presentes pensaron que fue por

la emoción del compromiso pero seguramente miraría a

Miguel con furia y contrariedad, él le devolvería la mirada

con firmeza, como diciéndole: ―Eres mía, siempre serás mía‖.

Algo parecido quiero imaginar y disculpe que otra vez me

imagine cosas pero es lo único que me cuadra con los hechos

posteriores. Había que acallar los rumores cada vez más

insistentes, ese matrimonio era natural entre dos jóvenes,

muchas bocas se taparían. Pero la pasión no declinaba, como

luego se vería.

De manera que a finales de ese año el enlace se

celebró en la iglesia mayor de Illueca, la de San Juan

Bautista. Luego las cosas parecieron seguir el mismo curso

que hasta entonces. Francisco quiso vivir por su cuenta para

lo que adquirió una casa que no estaba distante de la de

Miguel y Manuela, de todos modos. El arreglo satisfizo a

todos, los dos socios siguieron saliendo juntos, madre e hija

se juntaban muchas tardes para bordar, afición que la primera

había inculcado a la segunda. La vecindad vio cerrado un

capítulo y dejó de hablar pero, sin embargo, al poco tiempo

empezaron nuevas habladurías: que Miguel había

desmejorado mucho, estaba más delgado, ojeroso, sin la

simpatía habitual. Su propia mujer lo confirmaba: ―Apenas

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48

me come‖ decía, ―duerme muy mal. Debe de ser cosa de los

nervios por tanto viaje‖. Las vecinas respondían ―Sí, sí‖ pero

pensaban en otra cosa. Consuelo también había sufrido

cambios algo bruscos. Se había hecho muy callada, se le

amargó el carácter y era capaz de dar respuestas desabridas

cuando las vecinas se interesaban por su salud, cuando

inquirían por si tenía buenas noticias. Hasta entonces todo el

mundo decía que era una muchacha algo atrevida, un poco

alocada, pero de buen humor. De repente, todo eso se acabó.

La veían pasar por la calle con el ceño fruncido, sin apenas

saludar a nadie. Formal, eso sí, sin hacer las travesuras de

antaño, viendo muy poco a las amigas con las que había

tenido más confianza.

Puedo suponer qué sucedió pero, por una vez, me

contendré, aunque usted podrá imaginárselo. Al cabo de dos

años de matrimonio Francisco Vicente dijo que se

trasladaban a otro pueblo, que se iban a vivir lejos de Illueca.

Considere que esta población tiene cerca de dos mil

habitantes y él planteaba establecerse en otro pueblo,

prácticamente una aldea como Tierzo, que tiene actualmente

47 lugareños. A Consuelo se le debió caer el cielo encima.

¿Qué pasó entonces? No lo sabremos. Los protagonistas

nunca quisieron hablar del tema pero en Illueca todos me

dijeron lo mismo: Francisco quiso alejarse de Miguel, de

quien tenía unos celos bien fundados.

Para entonces los dos hombres trabajaban casi de

forma independiente, aunque conservando algunas relaciones

comunes. Al marchar a Tierzo, Francisco Vicente dijo que se

haría cargo de una zona conocida por Miguel que, sin

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49

embargo, no dejó de venir para visitar a su hijastra,

casualmente cuando el marido de ésta se encontraba de viaje.

Como comprenderá, aquello fue muy comentado en un

pueblo tan pequeño como éste. La situación, si uno lo piensa,

debía estar a punto de estallar. Las discusiones en casa de

Francisco y Consuelo eran conocidas por todos, aquí no se

pueden ocultar las rencillas mucho tiempo aunque estemos

acostumbrados a no intervenir en nada, cada uno es dueño de

su casa y su familia. Pero las habladurías crecían, yo estaba al

tanto de aquello cuando descubrimos el cadáver de Francisco

en aquel barranco.

Cuando hablé con Consuelo, al comprobar las

manchas de sangre y unirlas al hecho de que el cadáver había

sido trasladado, cuando cayó en la trampa de decirme que se

había ido de viaje sin el cinto y el revólver que lo

acompañaban siempre, llegué a la conclusión de que lo

habían matado en aquella casa y ella era cómplice en la

muerte de su marido. De Miguel Aznar no sabíamos nada,

nadie lo había visto aquellos días por allí pero resultaba

indudable que el crimen lo habían realizado uno o más

hombres, quizá por encargo suyo.

Así que mi compañero empezó a preguntar a todos los

vecinos sobre aquellos días del 10 y el 11 de enero. Algunos

se acordaron entonces de que habían visto a unos

esquiladores conocidos de Consuelo, que estuvieron en el

pueblo hasta el día 8. Otros manifestaron que los habían

encontrado volviendo a Tierzo el mismo día 10 desde el

cercano pueblo de Vallehermoso, donde habían estado

ejerciendo su oficio.

Page 51: Cuando las-mujeres-matan

50

Por fin, una vecina de Consuelo me comentó que los

había visto llegar aquella tarde. La mujer estaba en la puerta,

a pesar de que ya nevaba copiosamente, los había saludado y

los hizo entrar. No podía decirme más pero se acordaba

porque le pareció una conducta inapropiada, teniendo en

cuenta que su marido no estaba en casa. En la taberna me

aclararon quiénes eran los esquiladores: el de más autoridad

en el grupo era Mariano López, de 25 años; luego estaba

Máximo de la Mata, de 20 y Máximo Sánchez, de 27. Los

dos primeros eran de Cifuentes, a unos 58 km de nuestro

pueblo, el tercero era de otro lado pero también tenía su casa

en la localidad cifontina.

Hablé con el juez después de esas averiguaciones.

Éste informó al Juzgado de Molina, que era el que llevaba el

caso y mandaron un exhorto a mis compañeros de Cifuentes

para que detuviesen a los tres si aparecían por allí. En los

primeros días de febrero cayeron cuando regresaban de

Madrid, donde habían estado disfrutando al parecer de los

teatros y las tabernas de la Corte, comprándose ropa nueva y

divirtiéndose tanto como pudieron.

Lo sucedido aquella noche del 10 de enero lo supimos

por ellos. Consuelo no dijo nada relevante, se agarró a una

mentira tras otra, no le importó entrar en contradicciones o,

bueno, sí le importó porque cuando se lo hacíamos notar se

echaba a llorar, tenía crisis de histeria, gritaba, quería

golpearse contra una pared. No quedaba nada de aquella

muchacha que yo había visto por la calle, a la que había

saludado más de una vez, morena, atractiva, con una de esas

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51

actitudes decididas, algo salvajes, que te dejaban en suspenso.

Como si fuera capaz de todo ¿me entiende usted?

Supimos lo sucedido, ya le digo, por los esquiladores.

Ellos habían sido contratados por Miguel Aznar y por

Consuelo desde casi un año antes. Le habían ofrecido mil

pesetas a Mariano López y éste no dijo ni que sí ni que no, se

dejó querer argumentando los riesgos, la dificultad. Incluso,

según afirmó, les discutía el propio encargo diciéndoles: ―Ese

hombre es un inocente. No tenemos nada contra él, no nos ha

hecho nada malo‖ como si pudiera dar lecciones de moral

alguien dispuesto a matar a un semejante.

Miguel sobre todo les siguió presionando,

ofreciéndoles una cantidad mayor, argumentando que el

trabajo sería limpio, que nadie podría culparlos porque

apenas tenían relación con Francisco Vicente. ―¿Quién se va

a dar cuenta? Lo quitáis de en medio y se acabó. Ya cargará

con la culpa alguien que tuviera algo contra él, yo mismo.

Pero yo estaré a noventa kilómetros de su casa de manera

que, al final, todo se olvidará‖.

Los esquiladores no esperaban en modo alguno que la

guardia civil los estuviera esperando en Cifuentes cuando

volvieron de Madrid. Para ellos fue una sorpresa mayúscula.

Allí se habían hospedado en casa de una prima de Mariano.

Fíjese qué descuidados eran que se dejaron allí un pantalón

de pana manchado de sangre que ni lavaron ni hicieron

desaparecer. De todos modos, escribieron a un conocido suyo

de Cifuentes, Leandro Batanero, para saber noticias sobre el

crimen. Les contestó que nada se sabía, ya que por entonces

ni siquiera habíamos descubierto el cadáver. Creyeron

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52

entonces que habían salido bien librados y con varios miles

de pesetas encima.

Se investigaron sus andanzas en la Corte. El

testimonio de Luis Palafox, cuñado de Mariano, fue muy

representativo. Una tarde se presentaron los tres en la calle

Amaniel, donde vivía, y se fueron a tomar unos vinos a una

taberna de la calle Álamo. Este Palafox dijo que su cuñado

presentaba una fea herida en la mano, por lo que le preguntó

cómo se la había hecho. Él no le dio importancia, comentó

que se había clavado un tenedor por accidente. Cuando les

preguntó qué hacían en Madrid le contestaron que buscaban

comprar unas herramientas para su oficio. Cenaron alguna

cosa y marcharon juntos al teatro Cómico, donde estuvieron

hasta la una de la mañana. Así transcurrieron unos veinte

días, hasta que cansados de no hacer nada y tranquilos porque

entendían que nadie les había relacionado con el crimen,

volvieron a su pueblo natal. Allí los cogieron y, sorprendidos,

cantaron de plano.

En aquellos días se dijeron muchas falsedades, como

que la propia Consuelo había sujetado por los brazos a su

marido mientras llamaba a sus compinches con un silbido

para que lo remataran. Eso fue pura fantasía. Pero todo salía

en los diarios, ya sabe usted cómo son, deseaban mostrar a

una Consuelo como la viva imagen de la maldad. Se ve que

las mujeres o son unas santas o unas alimañas, no hay

término medio. Por eso el público del juicio se reía y

comentaba con malevolencia cuando Miguel gritaba aquello

de que era más pura que la Virgen del Pilar.

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53

¿Que qué pienso yo? Bueno, eso no tiene mucha

importancia en esta historia ¿qué más da? Yo veía a la

muchacha debatirse de miedo y angustia, decir cosas que

terminaban de incriminarla, como que no conocía a los

esquiladores cuando los habían visto entrar en su casa, lo del

cinto y el revólver, las inexplicables manchas de sangre en las

paredes. Unas vecinas me lo habían comentado y yo lo hice

con ella. Le dije: ―Consuelo ¿por qué te echaste a llorar el día

12, cuando la matanza del cerdo? Me dicen que el matarife le

clavó el cuchillo y empezaste a gritar y a llorar‖. Se retorcía

las manos. Me contestó que era muy impresionable, que le

dolía ver el sufrimiento del pobre animal. ¿Y en todas las

matanzas a las que había asistido antes? ¿Por qué la

consideración la tenía ese día y no antes? Yo la miraba y me

daba no sé qué, saber como íbamos sabiendo la forma en que

había colaborado en la muerte de su marido, en esas

puñaladas tan sangrientas ¿y me decía que era sensible al

sufrimiento del cochino? Casi me quedaba sin palabras ante

tanta mentira.

Pero si me pregunta qué sentía yo se lo diré porque

solo se lo he dicho a mi mujer, que tampoco lo comprendía.

Compasión, tristeza, un poco de piedad, si me apura. No, no

es por ser católico ni por obligación cristiana, no, es que me

salía de dentro verla debatirse así, sabiendo que le esperaba

quizá la pena de muerte y ella defendiéndose de una forma

tan burda, repleta de falsedades, todo por querer a un hombre

que no era su marido.

¿Por qué se había casado con Francisco? Mejor es que

se hubiera quedado soltera. A fin de cuentas parece que su

Page 55: Cuando las-mujeres-matan

54

madre consentía con todo, que prefería mirar a otra parte.

¿Sabe usted que la propia madre de Consuelo, Manuela

Galindo, estaba enterada de lo que planeaban? Había estado

presente en las conversaciones entre Miguel Aznar y Mariano

López, había escuchado los planes de cargárselo en

cualquiera de los caminos que seguía, cuando estaba más

desprotegido. Mariano porfiando, reclamando más dinero,

diciendo que debería contar con sus dos compañeros, que

habrían de tocar a más, diciendo finalmente que le parecía

más seguro llevar a cabo la acción criminal en la propia casa

del ahora difunto. Todo eso lo oía Manuela, les traía vino, les

llenaba los vasos, asistía impertérrita a los planes para dar

muerte a su yerno y no decía nada.

Lo que yo me pregunto es ¿qué había hecho Francisco

Vicente? ¿Cuál era su culpa? ¿Estar donde no querían los

demás que estuviera? ¿Haberse marchado del pueblo, alejado

a los dos amantes, por unos celos bien fundados? No entiendo

por qué Consuelo se casó con él. ¿Pretendían que siguiera

ciego y mudo la relación entre su mujer y el padrastro de

ella? Como Manuela ¿no? Que viera y callara, que

consintiera. Hay en todo esto un dejarse llevar por las

pasiones, una falta de previsión, incluso el crimen estuvo

muy mal hecho, si me permite decirlo así. Fueron

improvisando sobre la marcha, cometiendo un error tras otro.

Me atengo a la versión del fiscal cuando se celebró el

juicio año y medio después. Al parecer, como dijo la vecina,

los esquiladores llegaron en la tarde del día 10 a la casa de su

víctima. Aunque nevaba Consuelo los esperaba en la puerta,

señal inequívoca de que Francisco no estaba. De hecho, se

Page 56: Cuando las-mujeres-matan

55

encontraba jugando a naipes con el juez municipal y otros

vecinos en la partida que solían hacer cada tarde y a la que se

incorporaba Francisco cuando lo dejaban sus viajes.

Los hizo pasar a la cocina, les sirvió vino para que

entraran en calor. Según ella durante el juicio, los tres

hombres se animaron y empezaron a requebrarla. No fue así.

Discutieron cómo debían cometer el crimen, al parecer ni

siquiera lo tenían claro. Consuelo les dijo que se ocultaran

junto al dormitorio del matrimonio y aprovecharan cuando su

marido estuviera durmiendo tras la cena. Ellos no estuvieron

de acuerdo, tres hombres no se esconden fácilmente en una

casa como aquella, junto a una de las estancias donde estaría

Francisco.

Entonces ella se acordó de que cada noche su marido

entraba en una habitación de la planta baja donde tenían la

cebada, a fin de dar de comer a la mula. Siempre lo hacía así.

Ellos decidieron esperarlo allí, al amparo de la oscuridad.

Entonces la mujer marchó a casa del juez para decirle a

Francisco que era hora de volver a casa. Éste dejó los naipes

al momento, estaba de buen humor aquella noche, me dijo el

juez, había ganado unas pesetas. Se despidieron hasta la

próxima sin saber que no habría otra y el matrimonio marchó

a su casa bajo la nieve que caía más copiosa a cada hora que

pasaba.

Todo fue según la rutina de costumbre. Consuelo

había cocinado unas perdices. Lo que habían comido los tres

hombres que aguardaban empuñando sus navajas lo había

limpiado y no quedaba ni rastro. Así que sirvió a su marido,

que tenía hambre, y le comentaba de la partida, de su

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56

próximo viaje al día siguiente para Peralejos, donde tenía que

cumplir unos encargos. ―Espero que pueda ir por esos

caminos‖ murmuró, ―menuda la que está cayendo‖. Ella

hablaba poco, apenas le respondió. Al finalizar la cena, el

hombre se levantó y dijo simplemente: ―Ve a acostarte. Voy a

dar de comer a la mula‖. Pero ella no se movió cuando

observó a su marido bajar por la escalera.

No es cierto, pues, que peleara ella misma con él,

mucho menos que lo inmovilizara para que los otros lo

agredieran. Eso fue un invento de la prensa. Además,

Francisco no era un hombre débil, no se hubiera dejado

atrapar por una mujer. Según dijeron los esquiladores, luchó

con denuedo al ser atacado por los tres. Cuando entró y se

agachó para coger la cebada se echaron sobre él pero el

hombre empezó a repartir puñetazos. En el forcejeo a uno de

ellos se le cayó la navaja y Francisco la empuñó clavándosela

en la mano a Mariano. Fue éste, al parecer, quien le propinó

el navajazo mortal en el cuello. Algo espantoso, debió

repartirse la sangre por todas partes. La encontramos incluso

una semana después, había varios rastros a pesar de que

Consuelo había quemado parte de la cebada y limpiado el

piso y las paredes.

Tras aquella cuchillada la víctima cayó al suelo y fue

el momento en que los demás aprovecharon para coserlo a

puñaladas, las cuatro más que encontramos, casi todas

mortales, ensañándose con él que ya era hombre muerto.

Mirando a Consuelo retorcerse las manos, negando

toda implicación en el crimen, pensaba qué sentiría aquella

mujer. Nos dijo que ella no había sabido nada, que les había

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57

dicho a los esquiladores que se ocultaran en el cuarto de la

cebada porque escuchó que llegaba su marido y podía

sospechar de aquella visita. Le daba igual que el propio juez

supiera que fue ella la que lo buscó aquella noche. Seguía

afirmando su inocencia, desesperada. Me daba la sensación

de alguien que está atrapado, como una rata rodeada por e l

fuego. Que me diera lástima no es óbice para que la

considerara como una mujer desalmada, sin entrañas. ¿Quién

escucha a su marido diciendo que va a dar de comer a la

bestia cuando sabe lo que va a suceder? ¿Cuando lo ha

planeado ella misma? ¿Quién envía a un inocente, como lo

era Francisco, al matadero? ¿Quién escucha los golpes, los

ruidos provenientes del piso bajo de pie en la cocina,

esperando que se cumpla la sentencia de muerte que ella

misma ha dictado?

Luego subieron los hombres manchados de sangre.

Los ayudó a limpiarse, le hizo una primera cura a Mariano

que sangraba como un cerdo por la herida de la mano.

Discutieron sobre qué hacer con el cadáver. Ni siquiera eso lo

tenían planeado. Consuelo dijo que lo quemaran en la cocina,

a trozos. Calcule usted. Que descuartizaran al pobre para que

ella misma lo arrojara al fuego, pedazo a pedazo. Los

asesinos no estuvieron de acuerdo, uno dijo que olería mucho

a carne quemada, que los vecinos se darían cuenta.

Así que decidieron llevárselo lejos del pueblo.

Consuelo les dio un saco de arpillera y allí metieron el

cadáver que cargó Máximo Sánchez. No quedó claro en el

juicio cuál había sido la intervención de éste. Durante el

proceso se le presentó como cómplice, pero no ejecutor.

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58

Como si hubiera sido el vigilante de la acción, el dispuesto a

dar la alarma a la menor complicación externa y el que luego

cargara con el cadáver, pero no el que infligió herida alguna.

Por eso, en calidad de cómplice, le cayó una sentencia casi

benigna, 17 años de reclusión. Sin embargo, el Tribunal

Supremo, examinando el recurso de casación obligado

cuando había penas de muerte, elevó la culpa para meterle en

el mismo saco que a los demás.

Aparte de ese detalle, se puede usted imaginar el

colofón de aquella terrible noche. Los hombres cargando con

el cadáver para arrojarlo en el barranco, a poco más de un

kilómetro de la población, mientras Consuelo fregaba el piso

y trataba de limpiar los restos del crimen. ¿Y Miguel Aznar?

me preguntará. Pues en su casa de Illueca con su mujer

Manuela, con Miguelito, al que el juez le metió seis días en el

calabozo creyéndolo conocedor de toda la historia. Fíjese

usted, un muchacho de doce años, que finalmente se supo que

no entendía nada de lo que estaba pasando. Se impuso la

cordura y se le soltó, pero no a sus padres, naturalmente.

Miguel Aznar se dejó ver aquel día y aquella noche, estuvo

en la taberna, charló por los codos, gastó bromas, se quedó

allí hasta bien tarde, aunque suponía que del crimen nadie

llegaría a saber nada. Creyeron realmente que nadie les

culparía de que su yerno desapareciera. Hacía un día tan

malo, con tanta nieve. Cualquiera estaba expuesto en los

caminos a un resbalón, a caer a un barranco, a que se lo

comieran las alimañas si se llegaba a descubrir el cadáver en

primavera. Se creían impunes, como les sucede a tantos

criminales, que no piensan en nada sino en acabar con su

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59

víctima, quitarlo de en medio. Francisco era un obstáculo,

uno que de algún modo habían puesto ellos mismos y, cuando

les molestó, cuando cobró conciencia de sus derechos como

marido, se lo quisieron quitar de encima.

Las condenas, finalmente, fueron a muerte, como sabe

usted. Recuerdo a los padres de la víctima: Manuel Vicente,

un hombre fornido, derrumbado, en silencio; su madre

Tomasa Pinilla, sabiendo que su propio primo era el autor de

la muerte de su hijo, diciéndome: ―Supe siempre que algo así

podría pasar, que Consuelo no podía vivir sin su padrastro.

Yo misma le dije a mi hijo que se fuera lejos del pueblo‖ y

luego concluyó entre lágrimas: ―Pero no se fue

suficientemente lejos‖.

Aquel viernes santo, el 7 de abril de 1917, se dio a

conocer el indulto real por el que la pena de muerte se

transformaba en una cadena a perpetuidad. Es habitual. El

garrote ya no está de moda y no seré yo quien lo defienda.

Los asesinos se pudren en la cárcel de por vida, Francisco

Vicente Pinilla se pudre bajo tierra. ¿Qué se ganó con todo

esto? ¿Dónde terminan las pasiones cuando se desatan sin

medida? Para eso está la justicia. No es perfecta pero

proporciona un castigo merecido casi siempre. De todos

modos, no puedo dejar de pensar en aquella muchacha de

ojos brillantes, en aquel joven pañero que llegó a l pueblo con

su mujer dispuesto a hacer su vida allí. Tenían futuro y el

segundo al menos, tenía esperanza. Y luego estaba el amor

entre ella y su padrastro, algo abominable para cualquiera,

pero no se puede negar que fue amor, pasión desordenada,

que incurrieron en pecado por vivirlo y una culpa aún mayor

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60

por ejecutar el asesinato de aquel pobre hombre. Los seres

humanos somos así, vamos y venimos, sentimos, nos

apasionamos, a veces no sabemos vivir en sociedad, en

ocasiones transgredimos todas las normas, el respeto a la vida

ajena, a todo, con tal de vivir lo que sentimos. Aquello fue un

crimen terrible, la muerte de un inocente, pero a veces me

quedo pensando en los dos culpables y en la pasión que

sintieron el uno por el otro. Pienso y me digo: Sin sangre, sin

crimen pero ¡cuánto daría uno a veces por sentir algo así!

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61

El crimen de

la calle Trafalgar

1927

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62

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63

Mi nombre es A-R-G-Ü-E-T-A, agente de policía

Argüeta y no de Vigilancia como equivocadamente dijeron

algunos reporteros en Madrid. De igual manera, la mujer de

la víctima se llamaba Josefa Fuertes, no sé qué empeño

pusieron en llamarla Fuentes cuando no era así. Basta que el

primer reportero transcriba mal el nombre para que todos

vayan detrás.

En fin, estas cosas no son importantes, ya lo sé, pero

conviene corregirlas. Estuve con el juez Cavadas ayudándole

en todas sus actuaciones, asistí a los interrogatorios, la

reconstrucción de lo sucedido tantas veces como fue

necesario. Es verdad que tengo información de primera mano

de aquel desgraciado episodio. De manera que se lo contaré

tal como fueron sucediéndose las cosas, habrá asuntos que

están comprobados y otros que se han quedado en hipótesis

verosímiles pero para las que no se tienen pruebas. También

se los contaré.

El día 20 de diciembre de aquel año 1927 el señor

Mariano Travall salió de su piso, en el entresuelo de la calle

Trafalgar nº 76, aquí en Barcelona, muy temprano, como de

costumbre. Al bajar las escaleras vio un bulto de considerable

tamaño junto al portal. El hombre se asustó. Considere que

allí hay una garita de cristal donde se colocaba el portero,

pero no a esas horas, de manera que el portal estaba cerrado,

todo a oscuras y vio el bulto que confundió, según nos dijo,

con un perro abandonado, quizá peligroso.

Subió corriendo las escaleras y entró de nuevo en su

piso, explicándole a su mujer el motivo de su alarma. Se le

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64

ocurrió entonces asomarse a la ventana y llamar al dueño del

quiosco que se levanta frente a la puerta del edificio.

Le tiró la llave y le dijo que abriera desde fuera para

que el perro escapara. Con precaución, tal vez pensando que

el señor Travall era un poco timorato, el quiosquero abrió el

portal pero no observó movimiento alguno. La luz entraba ya

desde fuera y, gracias a ella, lo que vio fue el cuerpo de un

hombre, tirado junto a la escalera. Alarmado le dio una voz al

vecino, que bajó de nuevo, reconociendo en el caído a

Mariano García Oñoro, su vecino del entresuelo.

La noticia salió esa misma tarde en el Heraldo de

Madrid: Este señor había resbalado por las escaleras al salir

de casa, golpeándose en la cabeza y falleciendo al poco de ser

ingresado en un dispensario de urgencia. Las prisas del

reportero por dar la noticia, aunque no fuera en ese momento

especialmente importante, explicaron sus errores. Cuando el

Sr. Travall, el quiosquero y otros vecinos, entre ellos los hijos

del caído, bajaron a ver qué pasaba, Mariano García estaba

muerto y bien muerto.

Antes de que llegara el médico, al que llamaron con

urgencia, comprobaron que tenía la ropa revuelta, que le

faltaba la cartera. ―A lo mejor ha sido un robo‖ dijo alguien.

Llegó el médico: ―Tiene una contusión en la sien derecha,

parece muy magullado. Esto no ha sido un accidente. Hay

que dar aviso al juez de guardia‖.

De manera que así comenzó el caso de la calle

Trafalgar. Es un edificio de cuatro pisos con gente

acomodada junto al paseo de San Juan, una buena zona

barcelonesa. La posibilidad de una muerte por robo alteró los

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65

ánimos de los vecinos, que no se cansaban de comentar el

suceso y sus implicaciones para la seguridad de todos. Al día

siguiente, cuando se conoció el informe forense, la

preocupación fue mayor. El doctor había encontrado el golpe

contundente en la sien pero también la rotura de hasta ocho

costillas. ―Como si el criminal se hubiera puesto de rodillas

sobre el pecho de su víctima. Ésta, finalmente, murió

asfixiada, no a consecuencia del golpe‖.

Resultaba un ensañamiento inesperado en los dos o

tres ladrones que hubieran perpetrado ese hecho. El juez

Cavadas, mientras tanto, hacía su informe preliminar. Me

mandó llamar entonces, quería iniciar una investigación en

toda regla.

- Hay cosas que no encajan en modo alguno con un

robo ¿no le parece? –me dijo.

- Eso creo, señoría. Unos ladrones golpean a la víctima

en el portal, le roban y se van. No colocan el cuerpo a

cierta distancia de la puerta, junto a la escalera, como

si quisieran simular que hubiera resbalado.

- Así es. Además, hay otro detalle revelador. La llave

del portal estaba metida en la cerradura por dentro. La

puerta cerrada. El cuerpo a cierta distancia. Unos

ladrones no cierran el portal, además ¿con qué lo iban

a cerrar si la llave estaba en el interior? No colocan el

cadáver así o de otro modo, lo dejan caer donde cae.

Nos quedamos en silencio un minuto, mientras él

repasaba sus notas.

- ¿Iniciamos una investigación, señoría?

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66

- Por eso lo he llamado. Hay que empezar por la

familia. Una vecina me dijo allí mismo: ―Ha sido su

mujer, que es puro veneno‖. Tendremos que

comprobar ese extremo, registrar la casa en busca de

pruebas, interrogar a la mujer y los hijos, que creo que

tiene varios, a ver qué saben.

Así es como empezó la historia que estaría en las

páginas de los periódicos nacionales hasta los primeros días

de 1928. Hace dos años de aquello pero lo recuerdo como si

fuera ayer.

La víctima era un buen hombre de 68 años. Había

trabajado en la Colonial de Chocolates toda su vida, primero

como viajante de comercio, luego regentando una sucursal en

Barcelona. Todos los vecinos nos comentaron que era

educado, formal, que no levantaba la voz a nadie aunque

parecía bastante reservado respecto de su vida familiar, que

debía ser desastrosa. ―Dieciséis años hace que lo veo salir de

casa‖ nos dijo el quiosquero que descubrió su cuerpo, ―y ni

una vez me saludó ni me compró un periódico‖. Así pues, no

parecía un hombre extrovertido, simpático, como lo sería

alguno de sus hijos, sino callado, algo triste afirmaron, como

si el mundo no existiera para él. ―Con lo que tenía en casa,

tampoco es que me extrañe‖ nos dijo una vecina. ―Su mujer

es puro veneno‖ insistió otra, ―le gusta sacar cuestiones de

todo, discutir por lo más mínimo. Fíjese que a veces

coincidimos tendiendo en la azotea y termino cuanto antes,

con tal de no estar a su lado porque te puede caer cualquier

comentario, una provocación‖.

Page 68: Cuando las-mujeres-matan

67

Alguna fue más explícita. Recuerdo a una con cara de

susto que nos dijo, bajando la voz: ―Si alguien lo ha matado,

miren por su mujer, que le hacía vivir aparte de la familia‖.

De manera que interrogamos a la mujer, a los hijos, unas

preguntas iniciales nada más sobre las condiciones en que

vivía el tal Mariano García. No podían ser más penosas. Lo

habían destinado o escogió la única habitación sin ventanas

que tenía el piso. Con decirle que había alumbrado eléctrico

en todas menos esa, de manera que el hombre tenía que

iluminar la estancia con lamparillas de aceite.

Nadie le lavaba la ropa, lo tenía que hacer por su

cuenta. Su mujer, con la que casi no hablaba, no le daba de

comer. Él mismo se preparaba unos bocadillos o cualquier

cosa y se iba a comerlos al monte de Montjuich tras dar un

paseo a mediodía. Vamos, ni sábanas ni almohadas le daba,

tenía que dormir echándose mantas encima, el abrigo si hacía

frío como aquel invierno y sin almohada.

Las pocas veces que hablaban todo eran discusiones y

enfrentamientos. La única baza que el hombre tenía era que el

piso se había adquirido a su nombre, por lo que, cuando su

mujer le decía que se fuera de casa, él respondía que él no se

movía de allí porque el piso era suyo. Así vivía. Sus hijos

incluso hablaban mal de él, al parecer tomaron partido por la

madre desde pequeños, y eso que ella los castigaba mucho,

según sostenían las vecinas. Una de las hijas reconoció que

siempre escucharon discusiones en casa, que la madre les

decía que su padre era un mal bicho desde que ella recordara.

―Creo que la maltrataba cuando estaban solos‖ me dijo una

de ellas. Aquello no cuadraba con el hombre que los demás

Page 69: Cuando las-mujeres-matan

68

decían que era, tan formal y educado, incapaz de discusión

alguna, siempre triste e introvertido, pero cualquiera sabe…

Junto al cuerpo se encontraron dos paquetes de libros

y revistas de pequeño formato, todo de materia taurina.

Preguntamos por qué y resultó que el hombre, tras su

jubilación, mejoraba un poco la pensión de 165 pesetas

mensuales, gracias a la compra venta de ese tipo de

publicaciones.

Un amigo al que visitaba con frecuencia vino a

vernos. Había escuchado que se hablaba mal de él, que

trataba a golpes a su familia o punto menos. ―Eso no puede

ser‖ nos dijo muy enérgico, ―Mariano era un hombre como

pocos, cabal, formal en sus gestiones, cortés con todos. Ni

una sola vez le escuché hablar mal de su familia, aunque me

habían llegado comentarios‖. Resultó que era aficionado a la

tauromaquia desde que era joven. Se sabía todas sus historias,

había coleccionado fotos con algunos diestros que se las

dedicaron, compró libros, revistas a lo largo de mucho

tiempo. Cuando se jubiló su mayor placer era adquirir otras

de estas producciones en mercadillos y libros de viejo para

ofrecérselas a distintos aficionados y amigos coleccionistas,

con lo que redondeaba unas magras ganancias pero, sobre

todo, le permitían pasar el tiempo hablando de su tema

preferido lejos de su familia.

El juez Cavadas dijo al día siguiente de encontrar el

cuerpo que había que registrar el piso, de manera que fuimos.

Nos centramos en aquella ocasión en la habitación del

fallecido. Efectivamente, no tenía ventanas y era pequeña,

podría haber servido como cuarto de una muchacha de

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69

servicio tal vez, pero no para el que se suponía que era el

dueño de la casa. Miramos todo. Encontramos la cartera que

se suponía robada encima de la mesilla de noche. Así pues,

no había sido un robo, como suponíamos. Fue extraño que

apareciera otra llave del portal en un cajoncillo. ¿Es que tenía

dos? La mujer, a la que preguntamos ese detalle, se puso

nerviosa. La llave que se halló en la cerradura abajo era la

suya, no podía explicar por qué su marido la había cogido,

por qué no había tomado la suya que estaba en aquel cajón.

Ella no notó su ausencia, añadió, y eso que había salido y

entrado de la casa el día anterior. Fue un detalle muy extraño

que dejó al juez pensativo. Ni siquiera intercambiamos

impresiones sobre ello porque enseguida observamos otro

asunto, que resultó capital en la investigación.

La cama del fallecido, como ya suponíamos, no

presentaba sábanas ni almohada. Se cubría, como dije, con

mantas y el abrigo que llevaba encima al morir. Sin embargo,

la tela del colchón estaba recién planchada hasta el extremo

de que se notaba algún resto de quemadura causado por la

plancha. Un hombre que se levanta para irse a vender revistas

taurinas no plancha su colchón antes de salir. En ese

momento estábamos en la pequeña habitación el juez, el

secretario del Juzgado y yo mismo. El Sr. Cavadas se inclinó

sobre el colchón y puso la mano encima, no sé con qué

propósito exactamente, pero quedamos sorprendidos de lo

que ocurrió. De repente, una mancha oscura se fue

extendiendo bajo la palma del juez, que apartó la mano, algo

sorprendido pese a que yo creo que buscaba algo como eso.

- ¿Eso es sangre? –pregunté yo.

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70

- Eso parece –respondió el juez.

Nos quedamos en silencio apenas unos segundos.

- Entonces… -dije.

- Mande detener a la madre y a los hijos, a todos. El

crimen se ha debido cometer aquí.

Dirigiéndose al secretario, le dictó:

- Que vengan los peritos para abrir el colchón y

examinar su contenido.

- Sí, señoría.

- Vamos, andando –conminó-. Tenemos mucho trabajo

por delante.

Así fue cómo empezó el caso de verdad, el que

llevaría a una versión de los hechos muy diferente del

accidente, del robo. Aquello era un crimen familiar pero

quién fuera el responsable y por qué, eso habría que

dilucidarlo en los interrogatorios y careos que nos esperaban.

¿Los antecedentes del crimen? ¿La historia de aquel

matrimonio? Bueno, sí supimos, llegamos a saber bastante,

aunque eso no justifica en modo alguno lo que allí pasó.

Nuestra labor consistía en conocer lo sucedido, determinar el

culpable y ponerlo en manos de la justicia. Lo demás, si el

matrimonio era desgraciado o no, si peleaban más o menos,

no era cosa nuestra aunque es verdad que algo podía influir

en la participación de los hijos en el acto criminal. El juez sí

era más sensible que yo a esos argumentos y por eso me

mandó que averiguara todo lo que pudiera del comienzo de

esa historia, como él decía. Incluso tuve que trasladarme a

Zaragoza, la ciudad donde se conocieron Mariano García y

Josefa Fuertes treinta y cinco años atrás.

Page 72: Cuando las-mujeres-matan

71

Allá por 1892 Josefa era una muchacha de 23 años en

la localidad zaragozana de Azuera, de donde era natural. Por

entonces, muchas jóvenes se buscaban la vida fuera de su

pueblo como chicas de servicio. Ella se colocó, gracias a

unos contactos familiares que la recomendaron como

camarera en la fonda de Elías Zequel, un lugar bastante

conocido y frecuentado por viajantes de comercio que

acudían a la capital de la provincia.

La chica era atractiva, según me dijeron allí, tenía

muchos pretendientes que la rondaban pero los padres, desde

el pueblo, eran bastante estrictos. Sabían los peligros de la

ciudad, temían que una hija tan bonita terminara

encaprichándose de cualquier hombre que se dejaría

mantener por ella, cuando no la llevara a una mala vida que

no deseaban. Por ello reaccionaron bien cuando supieron que

uno de esos viajantes llamado Mariano García, de 33 años, le

había propuesto relaciones formales.

La chica lo rechazó una y dos veces pero el hombre

volvía repetidamente por la fonda porque el circuito entre

Barcelona y Zaragoza era suyo en representación de su

compañía de chocolates. De manera que siguió insistiendo y,

muy atrevidamente, al enterarse de dónde era la chica ni corto

ni perezoso se plantó en Azuera y fue a visitar a los padres,

presentándose. Claro, ya sabían de él pero lo que menos se

esperaban es que se les plantara en la puerta el pretendiente

de su hija con un ramo de flores y unos bombones, que de

chocolates entendía mucho ese hombre. Total, que le hicieron

pasar y se llevaron la mejor impresión de él cuando lo vieron

haciendo planes de boda, garantizándoles un sueldo de por

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72

vida, una buena posición social en Barcelona nada menos.

Entre bombones y promesas se los ganó por completo.

Ahí empezó el acoso de los padres a la hija, ya se

puede imaginar, que si este chico tiene futuro, que te

garantiza la mejor posición en Barcelona, que tienes que

pensar en el mañana, que se ve que te quiere mucho, que

haría cualquier cosa que le pidieras. Josefa, que en el fondo lo

que deseaba era que la dejara en paz, no tenía alternativa. Los

muchachos que la pretendían eran unos chulos o muy

humildes, camareros, mecánicos, cosas así, nada que oponer

seriamente a un viajante de comercio en una empresa de

postín. De modo que terminó cediendo.

Vivieron inicialmente en Zaragoza, pero cuando le

ofrecieron a Mariano regentar una sucursal de la compañía en

Barcelona, se trasladaron a la ciudad condal en 1911. El piso

que buscó Mariano en la calle Trafalgar reunía todas las

cualidades de su posición social, su sueldo garantizaba que el

crecido número de hijos que iba teniendo la pareja pudieran

estudiar y tuvieran un futuro. De hecho, las tres hijas que

vivían fuera en el momento de los hechos, en Portugal,

Francia y Palma de Mallorca, felizmente casadas, regentaban

una tienda de sombreros una y las otras no me acuerdo, pero

también se ganaban su sueldo. De las tres chicas de casa, dos

ejercían de mecanógrafas, los dos chicos eran mecánicos.

Todos habían crecido, como ve, algunas se habían

independizado, los demás ya eran mayores, ganaban un

sueldo que mejoraba el pecunio familiar. Podía ser la historia

de un matrimonio bien avenido, económicamente estable,

típica casa de la nueva burguesía catalana. Un hombre muy

Page 74: Cuando las-mujeres-matan

73

respetado en el trabajo, cumplidor, despedido en su jubilación

con una de esas reuniones donde hay brindis, abrazos, una

pluma con su nombre grabado, todas esas cosas. ¿Qué más

puede pedir un hombre, una familia, que terminar con esa

placidez, sin necesidades, sin apuros económicos, con todos

los hijos bien colocados?

Pues no, aquella casa era un infierno y lo fue durante

muchos años. Los hijos no me supieron decir cuándo las

cosas se torcieron entre sus padres. Tal vez nunca hubo una

buena avenencia entre ellos, pese a tantos hijos como

vinieron. Porque ya sabe que una cosa es cumplir con el

tálamo y otra llevarse bien.

¿Que qué pienso yo? Pues resulta muy difícil dar una

opinión cierta. Cuando preguntaba me encontraba de todo,

uno nunca sabe dónde está la verdad. Yo creo que ella nunca

lo quiso. Él inicialmente sería lo que todo el mundo hablaba

cuando estaba fuera de su casa: bonachón, serio, cumplidor,

formal, nada amigo de discutir, discreto, reservado. Ella en

cambio se contendría al principio de su matrimonio pero en

algún momento dejó de hacerlo, tal vez por tener demasiados

hijos, muchas obligaciones, por estar en desacuerdo con ir a

Barcelona. Dicen incluso que Mariano tuvo una aventura de

la que nació un hijo, aunque no pude comprobarlo. Por unas

cosas u otras, a ella se le agrió el carácter y salió el que

realmente tenía: vehemente, con arrebatos de furia,

rencorosa, vengativa, dispuesta a la disputa constantemente,

sacando cualquier motivo para echarle en cara a su marido su

forma de tratarla, agravios reales o imaginados.

Page 75: Cuando las-mujeres-matan

74

Quiero imaginar que al principio él tendría paciencia,

esperaría que se calmara, las mujeres a veces pasan épocas

con el ánimo alterado y luego se conforman con lo que

tienen, no sé si fue así. Encajaría con lo que me dijeron. Él

estaba en el trabajo todo el día, llegaría tarde y discutirían de

cualquier cosa. Desde el principio, con esas ausencias del

padre, los hijos se criaron a la vera de la madre, absorbiendo

sus palabras y críticas a ese padre al que no veían y del que

ella afirmaba que la maltrataba, que la odiaba, que era un ser

vil y cobarde, quisquilloso, entrometido. Todo eso se lo

escuché a los hijos, no me lo estoy inventando. Desde el

primero al último, todos afirmaban lo mismo. Ellos no

intervenían en las disputas familiares, ahora ya dispuestos a

vivir su vida pero calificaban así a su padre. Para ellos, su

madre era el centro de la casa y de sus vidas durante toda su

niñez y juventud.

El carácter retraído de Mariano García quizá

condujera a ceder en las discusiones, donde su mujer se

crecía, a escapar paulatinamente de casa, olvidarse de lo que

allí encontraba, volver cada vez más tarde, aguantar el

sermón y empezar a refugiarse en la habitación que menos

querían todos. Con tal de tener un poco de paz en su propia

casa, estaba dispuesto a renunciar a la habitación

matrimonial, desde luego al lecho común. El desprecio de

ella, la indiferencia de los hijos, lo fue arrinconando en un

espacio pequeño pero que consideraba suyo. Al ver que nadie

lavaba su ropa empezó a lavársela él mismo. Cuando

comprobó que nadie le hacía la cama renunció a sábanas y

almohada para tenderse cada noche y poder descansar un

Page 76: Cuando las-mujeres-matan

75

poco. Cuando su mujer ya ni le preparaba la comida empezó

a preparársela él mismo y a vivir como vivía en el momento

de su muerte, alejado de todos en su familia, sin más

consuelo tras la jubilación que pasear cada día buscando

productos de tauromaquia que además le daba la excusa de

visitar a otros amigos aficionados, tomarse un café con ellos,

charlar de tiempos mejores. Ése fue su refugio, el mundo que

construyó para no desesperarse cada vez que volvía a casa.

Sí, ya sé que tomo partido por él sin demasiados

datos, pero estuve delante de su mujer ¿sabe? La vi mintiendo

descaradamente. Me acuerdo cuando fue llevada a testificar y

el juez le dijo que se quitara los guantes. Ella al principio era

renuente. Dijo que se había quemado las manos friendo

tomate pero cuando finalmente se vio obligada a quitárselos

lo que vimos y después los médicos confirmaron, fueron

arañazos en el dorso de las manos.

La escuché insultando a su marido, que estaba muerto,

dirigiéndole todos los improperios que se le ocurrían, prefiero

no reproducirlos ahora. No tuvo compasión alguna con el

padre de sus hijos, ni el más mínimo respeto. Estábamos

sorprendidos de la acidez con la que se expresaba cuando el

juez le iba preguntando por qué dormía en una habitación

aparte, por qué no comía en casa, todo eso. A fin de cuentas,

era su marido y estaba muerto, por amor de Dios ¿quién se

expresa así sino alguien vengativo, miserable y ruin?

Lo que la contrarió por completo fue la detención de

sus hijos. Cuando a los cuatro días de interrogatorios el juez

le preguntó por ellos, dónde estaban el día anterior, qué

hacían, ella se quedó conmovida. Para entonces ya sabíamos

Page 77: Cuando las-mujeres-matan

76

la hora de la muerte. Según el vecino que descubrió el

cadáver, que vivía en el entresuelo y precisamente compartía

pared medianera con la habitación de Mariano García, hacia

las ocho de la tarde del día 19 se escuchó un golpe tremendo

y luego lo que parecieron gemidos que enseguida se

apagaron. De manera que, bajo el supuesto de que el crimen

se había cometido en la casa a esa hora, el juez la interrogaba

sobre dónde estaba cada uno a esa hora. Entonces, ella

suspiró y dijo sin darse cuenta: ―¡Pobrecitos!... Si cuando

llegaron a casa, ya estaba todo listo‖.

Ni se dio cuenta de lo que había dicho pero el juez, el

secretario y yo nos miramos. Era la admisión de que la

muerte había sucedido en el piso antes de la llegada de los

hijos a cenar. Al día siguiente confesó de plano haberlo

matado aunque lo que admitió y lo que sucedió en realidad

pudieron ser cosas diferentes, como luego le contaré. Antes,

quiero decirle una anécdota que casi nadie supo entonces. Me

la contó una vecina ya anciana que vivía en el segundo piso.

Dos años antes de que la familia García se mudara al

entresuelo de aquella casa, en el piso bajo había una

carpintería que regentaba un matrimonio. Bueno, la llevaba el

marido, claro, pero ella recogía pedidos y llevaba las cuentas.

Parecían llevarse de maravilla. Una mañana se presentó la

mujer en la comisaría de policía con un martillo en la mano:

―He matado a mi marido esta noche con este martillo‖ dijo

nada más. Los agentes fueron a comprobar, encontraron al

hombre en la cama, la cabeza ensangrentada. Estaba muerto

desde horas antes. Parece que la mujer lo asesinó y luego, sin

inmutarse, se acostó a su lado y se quedó dormida. No había

Page 78: Cuando las-mujeres-matan

77

motivos para ese crimen, ni ella pudo explicarlo ni nadie que

los conocía. Eran una pareja normal, sin problemas,

trabajadores. Pero así es la vida, oiga, la gente pierde la

cabeza, en sentido literal. La mujer terminaría en el

manicomio, desde luego, aún estará ahí, sin que haya

explicado nunca por qué mató a su marido de esa forma. De

manera que me preguntaba ¿hay una desgracia asociada a esa

casa? El juez pensaba entonces que Josefa había golpeado a

su marido en la cama mientras dormía, como en el caso que

le he mencionado. Por eso el colchón, como luego se

comprobaría al abrirlo, tenía todo el interior empapado en

sangre. Aunque lo habían lavado con lejía y planchado, la

borra de la lana tenía cuajarones de sangre. El caso es que los

golpes no lo mataron aunque fueran los que escuchara el

vecino Travall desde el otro lado de la pared. De ahí los

gemidos. En vista de que no moría, la mujer o algún hijo se le

había subido encima hasta romperle las costillas y lo había

asfixiado tapándole la nariz y la boca quizá. ―Lo más

probable‖ nos confesó el Sr. Cavada, ―es que la madre

actuara ayudada por alguno de sus hijos, uno o más, eso

habrá que verlo‖. Al día siguiente Josefa fue llamada de

nuevo para ser interrogada. Se ve que había pensado mucho

sobre las pruebas existentes, que la condenaban, y el destino

de sus hijos. Así que confesó de plano, pero no en la forma

que esperábamos, porque trazó un escenario distinto.

―Serían las siete y media de la tarde y había encendido

la lumbre para preparar la cena de mis hijos. Entonces llegó

ese hombre‖ empezó diciendo. ―Ese hombre‖ era su marido,

claro, pero nunca lo denominó así, cuando no lo insultaba sin

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78

medida. Pero aquel día se ve que lo había pensado mucho y

no quería perder los nervios sino soltar toda su historia. Al

parecer, llegó Mariano García y se quejó de que llenaba de

humo toda la casa por tener la ventana cerrada.

- Estoy resfriada, así que la ventana se cierra. No pienso

coger frío porque a ti te moleste.

Eso afirma que dijo. Pudo ser un comentario más

provocador, mediar algún insulto de paso. Normalmente, el

hombre debía encogerse ante ello, dar la vuelta y encerrarse

en su habitación. Según ella, no hizo tal aquella tarde. Se

acercó furioso y le dio una patada en las piernas. A partir de

ahí mediaron las imprecaciones entre ellos, manotazos y

empujones. No era. la primera vez, sostuvo, que llegaban a

las manos.

La escena podía ser tan cotidiana como en otros

matrimonios, por desgracia, pero escuchaba su voz monótona

y sin matices, como si aquello no fuera con ella, como si lo

hubiera ensayado a lo largo de la noche, y a mí me sonaba a

falso. Al menos, como veremos, evitaba todas las

incoherencias en que había caído hasta ese momento,

conseguía que los datos conocidos encajaran.

De los manotazos, alguna bofetada, se pasó a los

puñetazos y agresiones entre ambos. Para defenderse, según

aclaró con énfasis, cogió una botella de cerveza y le golpeó

fuertemente en la cabeza. Él se tambaleó agarrándola todavía

y cayendo los dos al suelo.

- Entonces me mordió en el dedo con fuerza, me arañó

y, para conseguir que me soltara cogí una toalla que

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79

andaba por allí y se la metí en la boca, subiéndome

encima de él.

- ¿Le tapó también la nariz? –preguntó el juez.

- No sé –respondió ella-, le puse la toalla en la boca y le

tapé la cara con ella, no quería que me mirara. Quería

matarlo para que dejara de morderme.

Nos quedamos en suspenso, al escuchar esa

declaración tan contundente.

- Luego seguí golpeándolo con la botella hasta que ésta

se rompió en pedazos y los cristales cayeron por toda

la cocina. Quedé un rato así hasta que me convencí de

que había dejado de existir.

El juez, claro está, no se conformaba con esta

declaración. Quería todos los detalles para hacer la

reconstrucción al día siguiente en el piso. Le extrañaba, como

a todos, que una mujer sola, por fuerte que fuera, consiguiera

llevar el cadáver de un lado a otro y ocultárselo a sus hijos,

que iban a cenar poco después.

Al parecer arrastró el cadáver hasta el dormitorio de

él.

- Me costó subirlo a la cama. Coloqué primero la

cabeza sobre la silla y lo cogí de las piernas, pero en

ese momento la cabeza cayó de donde estaba y golpeó

el suelo. Seguramente, fue ése el ruido que escuchó el

vecino.

Pensé: ―Lo tiene todo pensado para que los hechos

encajen‖.

- Cuando conseguí meterlo en la cama, lo tapé con las

mantas y su abrigo, tal como dormía habitualmente.

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80

Por eso mis hijos vinieron y no notaron nada. De

hecho, una de mis hijas se asomó a ver a su padre y

comentó que ya dormía.

Así que los hijos empezaron a venir de sus trabajos, se

sentaron a la cocina a cenar, como habitualmente, incluso

mandó a Paquita a la farmacia por agua de azahar debido a l

dolor de cabeza que se le había puesto. El último en llegar fue

José a las doce y cuarto de la noche. Luego se hizo el silencio

en la casa mientras ella velaba pensando en qué hacer con el

cadáver.

Entonces se le ocurrió simular un accidente, pero eso

suponía esperar una hora más tardía y trasladar de nuevo el

cadáver. De manera que se sentó, primero en la oscuridad y

luego con una palmatoria. Fue cuidadosa. Incluso para

encender el fósforo se fue a una habitación alejada del lugar

donde dormían sus hijos e incluso tapó con trapos las rendijas

de sus puertas para que no se despertaran con la luz.

Permaneció sentada junto al cadáver desde las dos a

las cuatro y media de la madrugada, cuando se aseguró que el

último trasnochador de la casa había regresado al hogar y

todos los vecinos dormían. Yo empezaba a tener dudas de

algunas cosas pero me imaginaba a la mujer, que ahora

miraba para abajo sin mostrar emoción alguna, dos horas y

media junto al cuerpo sin vida de su marido, casi en la

oscuridad, y se me ponían los pelos de punta. ¿Qué habría

pensado en todo ese tiempo? ¿Se sentiría agotada?

Probablemente. ¿Pensaría en toda su vida con él, en los

tiempos felices en que llegaron a Barcelona? Porque los

vecinos así lo afirmaban, que aquellos fueron buenos

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81

tiempos. ¿Le insultaría una vez más en voz baja? ¿Haría una

lista de agravios? No sé, pero lo más importante para ella era

no hacer ruido y no dormirse, según afirmó.

Luego vino la parte más difícil de explicar: Cómo

trasladar aquel cadáver pesado –ya sabe usted cómo pesan los

muertos-, desde su cama hasta el lugar donde dijo que lo

había colocado, al final de las escaleras, en el zaguán. Según

dijo se ayudó con una de las mantas, que se rompería en la

parte final, y una esterilla que puso bajo el cadáver para que

no hiciera ruido al hacerlo descender los escalones.

El juez apenas tenía que intervenir. Ella lo contaba

todo con el mayor detalle. Pero yo sabía que no terminaba de

creerla. ¿Subirlo a la cama ya había originado un ruido

estrepitoso que oyó el vecino y, haciendo todo ese trayecto,

no la escuchó nadie? Así que le preguntó detalles de la forma

de transportarlo. Fue entonces cuando comentó lo de la

esterilla, que inicialmente no había mencionado. ¿Era

verosímil que ella sola hubiera podido hacer todo eso? Podría

ser, imposible no resultaba, pero probable no era. Tal vez

tuvo ayuda, pero era difícil de probar.

Fue terminando. Concluyó que después subió al piso,

cuya puerta había dejado abierta sin darse cuenta de que

había equivocado las llaves y dejado abajo la suya propia, se

acostó e hizo que dormía para cuando algún vecino lo

encontrara a primera hora de la mañana. Dijo incluso que

dormitó un buen rato después de aquello.

El juez, naturalmente, la hizo volver a prisión

formalmente acusada del asesinato de su marido y se vio

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82

obligado, por el momento, a decretar la libertad de sus hijos,

pero no antes de hacer un careo de la madre con ellos.

De todos modos, antes quiero referirme a un

comentario que hizo el Sr. Cavadas cuando los guardias se

llevaron a Josefa Fuertes. El secretario, que había estado

tomando nota de todo lo dicho, que incluso se lo había dado a

firmar a la acusada, le preguntó:

- ¿Habrá sucedido así? –también él tenía sus dudas,

pensé.

El juez no respondió de momento. Parecía pensativo.

- Creo que no –dijo finalmente para luego añadir algo

en lo que yo no había caído-. El colchón está

empapado en sangre y ¿no hay apenas ningún rastro

desde el pasillo o la cocina donde terminó de

golpearlo hasta la cama?

- Pudo haberlo limpiado –tercié yo-, lo mismo que

intentó limpiar el colchón sin conseguirlo.

El juez meneó la cabeza.

- ¿Y ese traslado, semejante movimiento por parte de

una mujer sola, y no hizo el más mínimo ruido?

Ahí nos quedamos callados un momento porque

ninguno lo había podido creer por completo.

- Habrá que ver si recibió ayuda –continuó-. Lo primero

es confrontarla con sus hijos, a ver qué sucede.

Primero estuvimos con las tres hijas. El careo no fue

muy extenso porque fue imposible preguntar nada. Al

escuchar las tres, Paquita, Sagrario y Felisa, que su madre era

culpable de haber matado a su padre, prorrumpieron en un

llanto histérico. Gritaban: ―¡Eres un monstruo!‖, ―¡Nos has

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83

deshonrado a todas!‖. La madre les imploraba perdón, llegó a

arrodillarse delante de la mayor, Sagrario, que ocultó la cara

entre las manos mientras lloraba abundantemente. No

podíamos saber si aquello era verdadero como parecía o puro

teatro. Yo ya creo muy pocas cosas del género humano y

menos cuando te rondan años de cárcel y hasta una posible

condena a muerte.

Con los hijos Pepe y Guillermo sucedió algo parecido

aunque ellos se portaron con alguna serenidad más. Yo había

tenido que trasladarme a Zaragoza para traer al segundo, que

había marchado desde el día siguiente del crimen y del que

no se sabía si estaba huyendo o no. Luego explicó que la

madre, cuando supo que se sospechaba de ella, le mandó

dirigirse a un abogado de la Audiencia en aquella ciudad,

marido de una de las hijas de aquel Zequel en cuya fonda

trabajó cuando era joven. Quería que la asesorase sobre qué

hacer, tal vez que interviniera ante el juez de Barcelona. El

abogado se limitó a decir que, en suceso tan grave, lo que

tenía que hacer Guillermo era colaborar con la justicia y

ayudar a su madre para que los cargos se levantaran.

Lo que no comprendía, cuando llegué a la ciudad del

Ebro, es por qué no había vuelto tras varios días de estancia.

Él se defendió confusamente, dijo que esperaba por si el

abogado cambiaba de opinión, que le había insistido en que

interviniera y él había dicho que no, pero que aún así

esperaba que lo hiciera si volvía a insistir… En todo caso,

cuando ingresó en prisión junto a su hermano Pepe, el juez se

contentó con esa declaración de intenciones sin considerar

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84

que se estuviera escondiendo. A fin de cuentas tanto su madre

como sus hermanos señalaron dónde estaba.

Pues con su madre se portaron igual, execrando de

ella, diciéndole que no tenía corazón, sin explicarse cómo

había cometido tal crimen. Yo les miraba y pensaba si

estaban diciendo la verdad, si la indignación era fingida. No

había forma de saberlo, pero hubo una frase de la madre que

me quedó impresa en la memoria y que luego repetí al juez

palabra por palabra. Él dijo que se había dado cuenta pero

anotó la frase textualmente en un cuadernillo que llevaba al

efecto. Fue que la madre, cuando ellos se lamentaban de la

desgracia, les dijo: ―¡Hijos míos! Fijaos bien que, aunque

vaya camino del patíbulo, siempre diré que la que mató a

vuestro padre fui yo‖.

La frase, entre tanta discusión y algún grito

extemporáneo, casi se perdió pero a mí me pareció muy

relevante. ¿Les estaba dando instrucciones de que no

confesaran participación alguna en el asesinato? ¿Que

prefería asumir toda la culpa y no implicar a nadie? A mí me

parecía evidente, al Sr. Cavadas también.

Por ello mandó reconstruir de nuevo el crimen al día

siguiente, revisar a fondo la vivienda, encontrar alguna pista

más. Pensaba que alguno de los hijos pudo estar implicado,

Pepe o Guillermo, o ambos. Tampoco descartaba que alguna

de las hijas lo hubiera hecho pero las tres trabajaban, ya

habían declarado que no llegaron de su trabajo de

mecanógrafas hasta las nueve de la noche. Se las podía

descartar como cómplices del crimen, tal vez no de

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85

encubrimiento, pero sería difícil de probar si la madre y ellas

estaban de acuerdo en la declaración que hizo la primera.

De manera que fuimos al piso con Josefa Fuertes a la

mañana siguiente. Ya imaginará la expectación que había en

el barrio. Algunas vecinas de la calle la insultaron y ella se

revolvió como una fiera, tuvimos que sujetarla bien. Lo

primero fue registrar toda la casa, algo que aún no se había

hecho.

La sorpresa la tuvimos en el dormitorio de los hijos.

Encontramos manchas de sangre, un cristal de la ventana

roto, trozos de cristal esparcidos y manchados también de

sangre. ¿Qué había sucedido allí? Las explicaciones de Josefa

fueron muy confusas, dijo que no recordaba bien donde había

terminado la lucha con su marido, tal vez desde la cocina

hubieran llegado hasta el dormitorio. Lo del cristal no supo

explicarlo, supuso que se había roto por el viento que hizo

aquellos días. ¿Y nadie se dio cuenta? Preguntó el juez. ¿Sus

hijos se fueron a dormir con ese agujero en la ventana sin que

a nadie se le ocurriera ni siquiera taparlo? Ella estaba

temblorosa y decía todo el rato ―No sé, no sé, debió ser el

viento, no puedo saberlo‖.

Cuando el Sr. Cavadas hizo que la enviaran de nuevo

a la Cárcel de Mujeres estaba de mal humor. Imaginaba la

causa de su enfado. Suponíamos que los hijos, al menos uno,

había intervenido en el crimen, siquiera para transportar el

cadáver, puede que sujetando a su padre mientras su madre lo

asfixiaba. Pero ¿cómo probarlo? Los indicios señalaban en

esa dirección, del mismo modo que existía la posibilidad de

que Mariano García, al sentirse agredido en su propia cama,

Page 87: Cuando las-mujeres-matan

86

se levantase trastabillando hasta el dormitorio de los hijos,

donde rompió el cristal en el forcejeo, antes de ser reducido

por la madre y tal vez, por uno de sus hijos.

Al día siguiente fue llamado el dueño del garaje El

Parque, en el paseo de San Juan, donde trabajaban los dos

hijos. Era un hombre honrado, colaborador, algo nervioso por

sentarse frente a un juez, pero eso es natural.

- ¿En qué trabaja José García? –preguntó el Sr.

Cavadas.

- ¿Pepe? Es un buen chico…

- No le he preguntado eso –cortó tajante.

- Perdón, Sr. Juez. José García trabaja como encargado

de la venta de gasolina.

- El día 10 de diciembre ¿a qué hora terminó?

- Pues liquidó la caja y se iría sobre las diez de la

noche. Dijo que iba al cine, eso le escuché.

Desde luego, ese testimonio cuadraba con lo

manifestado por la madre de que había tenido que esperarlo

hasta las doce y cuarto de la noche.

- ¿Y Guillermo García? ¿Qué hace para usted?

- Bueno, él es chofer de un vehículo de mi empresa. El

día 10 –dijo adelantándose a la pregunta del juez-,

tuvo que llevar a una familia regresando al garaje

sobre las siete de la tarde.

- ¿Y luego?

- A esa hora se fue.

Los sentidos del Sr. Cavadas se agudizaron.

- ¿Está usted seguro de que fue a las siete?

- Sí, señor –respondió el hombre, nervioso.

Page 88: Cuando las-mujeres-matan

87

Cuando se fue de allí pareció suspirar aliviado,

aunque algo confuso. En todo caso el Sr. Cavadas tenía una

presa.

- Argüeta –me dijo- tráigame a Guillermo para declarar

esta tarde a las cuatro.

- Sí, señoría.

Era curioso el contraste entre los dos hermanos.

Mientras Pepe, el encargado de surtir gasolina a los coches,

era guapo, atildado y elegante, Guillermo, que actuaba como

chófer, era casi todo lo contrario, una cara asustadiza,

apocado, con poco mundo, vestía de forma descuidada. Me

presenté en el domicilio de su amigo, que había dado como

lugar de residencia temporal mientras el piso familiar estaba

precintado. Me siguió sumisamente, como resignado a su

suerte, fuera ésta cual fuera.

Ante el juez no hacía más que agarrar su sombrero,

darle vueltas, hasta que el Sr. Cavadas se hartó y le dijo que

lo dejara sobre una estantería pero casi fue peor porque ahora

lo que se agarraba era una mano con la otra, estrujándose los

dedos. Yo pensé: ―Se siente culpable, atrapado‖.

- ¿A qué hora salió del trabajo el día 10 de diciembre,

Guillermo? –le interpeló.

- Sobre las siete.

- ¿Fue a su casa entonces?

- Sí.

- ¿Estaban su padre y su madre allí?

- Andaban discutiendo y por eso me fui.

- ¿Discutían a menudo?

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88

- ¡Oh, sí! Y por las cosas más pequeñas –Entonces

mencionó una escena que nos dejó estupefactos-. Un

día se enzarzaron porque mi madre, que estaba

resfriada, había cerrado la ventana de la cocina y la

casa se había llenado de humo.

- Esa discusión ¿no fue la que usted presenció aquella

tarde, cuando llegó a casa?

- No, señor, eso fue por otra tontería que no recuerdo.

Yo pensaba a toda velocidad. ¿Qué significaba

aquello? Lo de la ventana cerrada de la cocina ¿cuándo había

sucedido? ¿Fue días antes, como afirmaba Guillermo, y su

madre lo había tomado como excusa para inventar una

muerte casi en legítima defensa? ¿Fue ese mismo día y

Guillermo presenció y hasta intervino en la muerte de su

padre?

- ¿Qué hizo después de ver que discutían?

- Me marché a buscar a un amigo, el mismo con el que

ahora vivo. Nos fuimos a un café, no sé, serían las

nueve de la noche o algo más cuando volví a casa.

- ¿Está usted seguro de que hizo eso?

El muchacho sudaba y eso que era pleno invierno y la

habitación no estaba muy caldeada.

- Sí…, sí, señor.

- Esa noche, cuando fue a acostarse, su hermano Pepe

aún no había vuelto ¿no es cierto?

- No, creo que llegó más tarde.

- ¿Y no se dio cuenta de que uno de los cristales de la

ventana estaba roto?

Page 90: Cuando las-mujeres-matan

89

- Estaba muy cansado, señor, hacía frío, eso sí, pero me

acosté y no me enteré de nada. Tal vez se rompiera al

día siguiente, yo no me di cuenta de nada.

- ¿Y de las manchas de sangre de su dormitorio?

- No…, no señor –me estaba poniendo nervioso porque

hasta los nudillos le crujían.

Se hizo un silencio. El juez preguntó si tenía algo más

que decir, si estaba seguro de todo lo que había declarado. Él

se agitaba nervioso, inquieto. Dijo que sí.

- Hasta que compruebe algunos términos de su

declaración va a volver a prisión, Guillermo. Ya se

verá después.

- Lo que usted diga –balbuceó, claramente asustado.

Cuando se lo hubieron llevado, nos preguntó: ―¿Qué

piensan ustedes?‖. Yo dije: ―O miente la madre o miente el

hijo‖. El secretario afirmó: ―La madre quiere encubrirlo a

toda costa‖. El Sr. Cavadas tabaleó con los dedos sobre la

mesa. No solía ser propicio a confidencias sobre lo que

pensaba, así que estábamos expectantes. ―Creo lo mismo‖

concluyó, ―pero si no podemos probar que Guillermo

estuviera allí y presenciara o participara, esa mujer va a

conseguir lo que quiere, exculparlo‖.

De modo que mandamos llamar al amigo con el que

vivía el muchacho, un tal José Martí. Cuando el juez le

preguntó si se habían visto en la tarde de aquel día 10, el

chico manifestó que no se acordaba. Eso nos dejó en la duda.

¿Se vieron de siete a nueve aproximadamente o no se vieron?

El juez era partidario de dejar a Guillermo en prisión varios

días, solo, a ver si se ablandaba y llegaba a confesar.

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90

Pero dos días después volvió a aparecer el amigo.

Dijo que había hecho memoria, sí, que aquella tarde, sobre

las siete y media, se habían ido a un café y estuvieron juntos

al menos hasta las nueve, si no más. Incluso precisó que

tomaron unas ostras. El juez le preguntó que cómo es que

recordaba tan bien ahora lo que no recordaba dos días antes.

El muchacho, que parecía serio y formal aunque un poco

deslenguado, dijo que así le funcionaba la memoria, que a

veces se acordaba de algunas cosas y otras se le olvidaban.

No pudimos sacarlo de ahí.

De manera que, renuente, el juez ordenó que

Guillermo saliera de prisión. Todos teníamos la sospecha de

que había participado en el crimen, que había llegado a

sujetar a su padre mientras su madre lo asfixiaba después de

golpearlo. Seguramente, también ayudó a Josefa a trasladar el

cadáver por la noche. Pero tenía coartada, el amigo lo había

salvado con su declaración. Ahí el juez se rindió. No podía

probar la complicidad de ninguno de los hijos. El tremendo

golpe y los gemidos que escuchó su vecino Mariano Travall

entre las siete y media y las ocho, señalaban el momento de la

agresión, tal como también ratificó la criminal. Si no se podía

probar que alguno de sus hijos estuviera presente, resultaba

imposible implicarlos en el acto criminal. Sobre el traslado

del cadáver, ahí no hubo testigos ni nada que los delatara

como cómplices. De modo que no quedaba sino resignarse y

obtener la condena merecida para Josefa Fuertes. Pero ahí

intervinieron sus abogados y la cosa se dilató.

En efecto, cuando el Sr. Cavadas estaba dispuesto a

cerrar el sumario y remitirlo a la Audiencia, uno de sus dos

Page 92: Cuando las-mujeres-matan

91

abogados presentó una petición para que se examinara el

estado psiquiátrico de la acusada. Cuando lo leía, el juez

suspiró. Ya se lo esperaba por conversaciones informales.

Frustrado por aquella investigación, deseaba cerrar el

sumario cuanto antes y olvidarse del tema, pero él era un fiel

cumplidor de las leyes, así que se dirigió al secretario para

que recabara nombres de médicos forenses y especialistas en

psiquiatría. Si quiere le leo sus nombres, los he preparado

para contárselos: los forenses doctores Bravo y Coroleu y los

especialistas señores Vives, Zamora, Sola y Vilanova, Como

ve, conservo las notas de aquel caso.

Respecto al informe que dieron un mes después. ¡Ah!

¿Que dispone de él? Mejor, porque yo no lo conservo. Desde

luego, era un informe exculpatorio que nadie que la hubiera

tratado se podía creer. A ver, déjeme leerlo…

―Josefa Fuertes tiene 58 años, es analfabeta

completa, es caprichosa y versátil: indiferente en

sus creencias religiosas; con exageración en sus

sentimientos maternales; padece de una

perversión de las facultades afectivas y de los

instintos; es incapaz de sentir estética y

moralmente, de desarrollar su carácter en el

sentido de lo bueno, de lo justo y gobernar sus

actos en conformidad con esas nociones; es decir,

que tiene una «locura moral, instintiva o de

actos»; sin delirio intelectual; los trastornos

intelectuales apenas se hallan bosquejados, pero

es evidente que su locura moral influye en sus

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92

contumaces opiniones, costumbres y descarriada

conducta y los actos surgen dominantes y

avasalladores, arrastrándola en pos de sus

pasiones‖.

Sí, así era como empezaba. Luego seguía dándole

vueltas a la locura moral, locura impulsiva, instintiva, y que

aquello no tenía relación con nada físico y por ello no se

apreciaba a la vista. Fíjese en esto que dice al final:

―Esto implicaría una mayor eficacia de la locura

moral en la inteligencia de la acusada al tiempo

de faltar a la ley. Las imperfecciones del sentido

ético que sufre Josefa la ocultan la conciencia

moral de los actos que ejecuta; semejantes

imperfecciones no permiten a la acusada la acción

moderadora de sus tendencias egoístas más

poderosas que sus deseos y la asemejan al

vehículo sin freno, o a la nave sin timón; en

suma, es una enferma que su sentido moral está

atrofiado y la mayoría de sus aptitudes sociales se

encuentran pervertidas‖.

Pero esto ya lo habían dicho todos sus vecinos: Que

era una mujer que discutía con todos y por todo, que era un

veneno, que era mala, eso sí, dicho en palabras finas, de

médico. Cuando el juicio, el tribunal preguntó a los peritos

médicos si eso implicaba que no entendía la diferencia entre

el bien y el mal. Hubo muchas discusiones sobre eso. La

Page 94: Cuando las-mujeres-matan

93

defensa se agarraba a este informe, el fiscal trajo otros peritos

que declararon lo contrario, que esa atrofia del sentido moral

no significaba irresponsabilidad penal en un crimen. El

jurado se decantó por los segundos y apreció la completa

culpabilidad de la procesada. Fue condenada a 25 años de

prisión. Al menos eludió la muerte, su marido no tuvo tanta

suerte. ¿Ha visto dónde puede llegar un matrimonio

desgraciado? Si yo le contara todo lo que he visto a lo largo

de los años…

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94

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95

El crimen de Cabra

1927

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No hay figura más engañosa que un triángulo

isósceles. Fíjese usted bien, desde determinado punto de

observación hasta parecería con los tres lados iguales pero,

naturalmente, no lo es. Visto correctamente tiene dos lados

casi iguales, aunque en distinta posición, y un tercero que es

un verso suelto, que se siente diferente por completo pero

está unido indisolublemente a los otros dos… No, no le estoy

dando una lección de geometría, le estoy resumiendo aquel

crimen ocurrido en la localidad cordobesa de Cabra hace

años, cuando yo era médico en ella y no el jubilado que se

dedica a pasear por su pueblo natal matando el rato cada tarde

en la taberna.

Si quiere que le cuente, yo le contaré, conservo

perfectamente la cabeza, es de lo poco que se mantiene en su

sitio. De los demás achaques, ni le cuento. Estaría tentado de

callarme después de lo que pasó en el juicio, con aquel

médico venido de la ciudad, hablando de que mi informe de

la autopsia era insuficiente, que debían haberse hecho

contrapruebas, diagnóstico de enfermedades evitables…

¡Incluso se atrevió a dudar de que hubiera observado el

himen intacto! Citó a no sé qué profesor alemán que afirmaba

que ese elemento puede quedar intacto en una relación íntima

hasta en el veinte por ciento de los casos. ¡Vaya tontería!

Será que las muchachas alemanas tienen otra constitución

que las andaluzas. En esta tierra, el himen desgarrado es señal

de ausencia de virginidad y cuando se mantiene intacto, como

en el caso de Dulcenombre, es que la joven no ha consumado

la relación. Ahora van a venir mediquillos citando libros

alemanes, hay que ver. Aquello me sentó muy mal cuando lo

Page 99: Cuando las-mujeres-matan

98

supe. No asistí al juicio pero me lo contaron todo y leí el

―Diario de Córdoba‖, que daba un reportaje muy completo

cada día.

Pero usted quiere que se lo cuente en detalle. Toda mi

vida he sido un médico respetado en Cabra. Ahí llegué de

joven con mi título bajo el brazo, en el pueblo me casé, tuve

dos hijos, enviudé y seguí trabajando hasta que me llegó la

edad del retiro, cuando vine a mi pueblo natal, a la casa

familiar donde vivo ahora, echando de menos a mi mujer, a

mis hijos que están lejos, a mis padres, con los que viví aquí.

Pero en Cabra conocía a todos, me llamaban de los cortijos

que rodean el pueblo, también del Cerro Moreno, en el

camino a Nueva Carteya.

Allí había ocho cortijos, el más importante era el de

Francisco Gálvez Espinosa, de 41 años. Estaba en lo alto de

un cerro, no crea que era fácil llegar hasta él cuando venía

desde Cabra para atender a algún enfermo o herido en el

trabajo del campo. Sin embargo, entre tierra calma y de olivar

aquello es una tierra muy feraz. Lo de los olivos fue idea

suya, hasta entonces todo se lo llevaba el cereal, pero

Francisco siempre fue un hombre muy trabajador, ahorró

bastante, su familia le ayudó para adquirir ese cortijo. Tuvo la

idea de plantar olivos y los demás lo siguieron, el negocio les

salió bien y, para cuando sucedieron los hechos, no tenía

problema económico alguno.

Francisco Gálvez era uno de los lados más largos del

triángulo isósceles. La base era su mujer, Isabel Moreno

Castillo, entonces de 34 años, una mujer fuerte, guapa, aún

me acuerdo, ¡qué ojos negros los suyos! La asistí en dos de

Page 100: Cuando las-mujeres-matan

99

sus partos. Le fue bien conmigo en el primero y por eso me

hizo llamar en el siguiente, no era lo habitual habiendo

mujeres en los cortijos cercanos, su amiga Carmen Púa le

asistió en el último, al que yo no pude acudir.

Hablé con ella en la cárcel, el juez José Pérez, viejo

conocido mío (¡cuántas partidas hemos echado juntos en su

casa!), me pidió que fuera a verla, que charlara con ella a ver

si había base para pedir un informe psiquiátrico. Era cuando

Isabel no soltaba prenda de por qué había hecho lo que hizo y

nadie podía imaginar qué le había pasado por la cabeza para

acuchillar así a Dulcenombre, si había enloquecido o qué.

Debido a esa petición acudí a la cárcel de Cabra varias tardes,

me sentaba con ella en el calabozo mientras ella cosía algo,

miraba por el ventanuco.

Le costó hablar pero finalmente lo hizo, me contó su

versión de los hechos, algo diferente de lo que dijo en el

juicio, seguramente a instancias de su abogado. Pero creo que

conmigo fue sincera, una vez vencida su natural

desconfianza. Un médico mayor, como yo era entonces,

alguien a quien se había confiado en sus partos, no le

generaba agresividad. Entonces los periódicos la pintaban

como una asesina cínica, fría, sin sentimientos, pero yo la vi

llorar, incluso balbucear que se arrepentía de lo hecho y luego

volver a derramar lágrimas y lamentarse por la suerte de sus

hijos, su gran preocupación, una vez que el furor y el arrebato

de la muerte se fueron desvaneciendo.

Me limité a escucharla, indagar por qué lo hizo, qué

había detrás de ese crimen incomprensible. Me fue difícil. He

visto muchas cosas: torceduras, rotura de huesos, cortes en

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100

brazos y piernas, recuerdo a aquel jornalero que trabajando

en una era se clavó una horca en un pie, mujeres que

murieron por sobreparto, auténticas chiquillas aún. Pero las

heridas que vi en Dulcenombre no eran fáciles de olvidar: las

cuchilladas en brazos y piernas, en la espalda y, sobre todo,

esa tan tremenda que casi le separó la cabeza del cuerpo,

seccionando la carótida, la yugular.

Y ahí estaba yo hablando con la asesina, dándole

noticias de sus hijos (esos hijos que ni les dejaban ni querían

ir a verla allí donde estaba), viéndola llorar inquieta por el

futuro de ellos, como si el suyo no se acercara al patíbulo en

ese momento. La verdad es que me fue difícil pero yo mismo

me imponía el deber de comprenderla, de saber la causa de su

crimen, sólo ella podía saberlo. El juez me preguntaba cada

noche ¿qué te parece, eh, Manuel? ¿Está loca o no está loca?

Le decía que, si estar loco es obrar sin razón ni motivo, Isabel

no estaba loca. Tenía razón y motivo, otra cosa es que fueran

fruto de su imaginación, o quizá no, no era yo capaz de

averiguar qué había de verdad y de fantasía en sus

declaraciones. El juez meneaba la cabeza mientras iba

examinando los naipes que le tocaron en suerte. ―Ojalá

hubiera enloquecido‖ murmuraba, ―así sería más fácil de

admitir lo que ha hecho‖.

Por entonces, todo eran murmuraciones en el pueblo.

Los primeros días de su detención fueron difíciles. Además,

su madre iba comentando por ahí que ojalá también hubiera

matado a su marido y la gente no se lo perdonó. Recuerdo

aquel sábado, vi un tumulto que se dirigía a la cárcel y lo

seguí, alarmado. Iban gritando contra Isabel, empezaron a

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101

arremolinarse en torno a su madre, que le llevaba el almuerzo

al calabozo. Hubo insultos, empujones. La anciana estaba

lívida. Algunos intentamos calmar a la gente pero fue inútil.

¡Asesinas! gritaban exaltados. Hasta que no intervino la

guardia municipal aquello parecía que iba a terminar mal para

la pobre señora que lloraba sin rebozo, despeinada, la cesta y

la comida que llevaba a su hija por el suelo.

Fueron días difíciles, sí, días en que estuve con Isabel,

me constituí sin quererlo en su ancla, en la persona a la que

pedir información de lo que sucedía fuera, qué se decía, cómo

estaban sus hijos. A cambio fue desgranándome su historia

poco a poco, de manera fragmentada. Había tardes en que

pasábamos bastante rato callados y luego se arrancaba a

hablar, siempre repitiendo lo mismo, que ella no tenía toda la

culpa, que su marido lo había provocado todo, que sus hijos

ahora crecerían sin ella. Yo esperaba el milagro de que

sintiera lástima de su víctima, tan joven, tan bonita, su vida

acabada con apenas 19 años. No llegué a conocerla porque

apenas estuvo con ellos cuatro meses, pero todo el mundo

hablaba bien de su alegría, que era gustosa de jarana, que

cantaba a menudo, una muchacha de gran hermosura, eso

comprobé también frente a su cadáver. ―María era buena,

alegre, cariñosa‖ me dijo Francisco, que la llamaba por su

primer nombre, ―cantando era un pájaro suelto de estos

campos‖ concluyó en un arranque poético que me dejó

sorprendido cuando hablé con él. Ya ve, el otro lado del

triángulo isósceles, un lado largo, bello pero efímero.

Me va a disculpar. A medida que me hago viejo

tiendo a hablar y hablar sin medida, tengo pocas

Page 103: Cuando las-mujeres-matan

102

oportunidades para hacerlo y ha sido usted tan amable de

escucharme sin interrumpirme… No es justo, me pidió toda

la historia que yo conociera y le estoy contando las cosas de

manera desordenada. Eso es porque en mi cabeza ya todo se

confunde: lo pasado antes y después, el crimen y los partos

de Isabel, lo que me contaron de Francisco y lo que sucedió.

Todo forma parte de todo pero intentaré no divagar más,

narraré la historia tal como empezó, en el momento en que el

crimen que habría de suceder veinte años después era algo

inimaginable.

Francisco Gálvez nació en 1886 en Montilla,

provincia de Córdoba. Fue un joven trabajador, inteligente,

también amante de fiestas, emborracharse de vez en cuando,

bailar en las verbenas, ir con los amigos. Le gustaron mucho

las mujeres y él le gustaba a ellas por su desparpajo, su

simpatía. Conmigo, cuando acudía a la zona, siempre fue

campechano, dispuesto a tomar un vino, agradecido por mi

ayuda en traer al mundo a sus hijos. Cuando hablé con él

después del crimen, era una sombra, miraba al suelo todo el

rato, murmuraba más que hablaba, de manera que tuve que

hacerle repetir algunas de las cosas que me dijo. De repente

se irritaba y no había manera de sacarle nada más. Estuvo a

punto de pegarme en cierta ocasión, cuando me atreví a

preguntarle: ―¿Crees tener alguna culpa en todo lo que ha

pasado?‖. Me miró con encono, se levantó airado y se metió

para dentro de la casa. No volví a hablar con él.

Conoció a una muchacha, Juana Parrado Rodríguez,

menor de edad por entonces, unos dieciséis años. Empezaron

a verlos juntos y así estuvieron casi un año. Hubo algunas

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103

desavenencias pero no fueron importantes, todos los novios

se enfadan en alguna ocasión. A las pocas semanas de

separarse ya se les veía bailando bien agarrados en alguna

fiesta de un pueblo cercano o paseando juntos por los

caminos del pueblo de ella, Castro del Río, donde el

muchacho acudía a menudo.

Los amigos de Francisco empezaron a contarle cosas:

que la habían visto con otros, que alguien la había

sorprendido en una era por la tarde. Ella negaba, le decía que

todo eran murmuraciones de gente envidiosa, enemigas que

estaban fastidiadas al saber que tenía novio, ese atractivo

muchacho que gustaba a tantas. Francisco no estaba

convencido. Discutieron. Quizá le dijera: ―Júrame que no

haces con otros lo que conmigo‖ y ella lloraría y juraría, vete

a saber, sin conseguir quitarle de la cabeza esos negros

pensamientos.

Algunos dicen que fueron los consejos de los amigos,

otros que Francisco se espantó cuando ella le comunicó que

estaba preñada, yo no puedo saberlo. Lo cierto es que se

separaron y ocho meses después Juana dio a luz una niña a la

que llamaría María del Dulcenombre Rodríguez Parrado. La

coincidencia de apellidos con su madre, como sabe, indica

que no tuvo nunca un padre reconocido.

Sea que diera pábulo a las habladurías o que huyera

de sus responsabilidades, el caso es que Francisco Gálvez no

quiso reconocerla. Ya sabe lo que es eso en estos pueblos: esa

chica estaba marcada de por vida, no podía aspirar a un

casamiento honroso ni a un muchacho de cierta valía. Se

quedaría con ella algún gañán inculto y bruto que le haría

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104

hijos sin cuento y la maltrataría a lo largo de su vida. No sería

la primera vez.

De ahí la obsesión de su madre porque Francisco la

reconociera. Yo creo, por lo que demostró después, que éste

sabía perfectamente que aquella niña era hija suya, lo de las

murmuraciones no fue sino una excusa. Lo sabía pero no

quiso ser honrado con la muchacha que, además de madre

soltera, tenía que cargar con una hija tan deshonrada como

ella. Juana incluso le demandó por estupro, relación con una

menor, y él tuvo que sentarse en el banquillo durante el juicio

para allí afirmar con rotundidad que la niña no era hija suya

ni podía serlo. No quería cargar con ella ni con su madre.

Después de aquello la vida de ambos tomó rumbos

distintos. Ella terminaría casándose, a pesar de sus

condiciones, y tendría otros hijos aunque Dulcenombre

siempre fue su favorita, la niña de sus ojos. Por su parte,

Francisco se casaría en su pueblo natal, Montilla, pero su

mujer moriría joven, de sobreparto tras tener a un niño

llamado José, que nació en 1914.

Entonces este hombre se acordaría de aquel primer

amor que tuvo, ya ve usted. No podía plantear nada con Juana

porque ella ya estaba casada y además habían terminado

bastante mal, pero resolvió visitar alguna vez a la que sabía

que era su hija, por entonces una niña de poco más de siete

años. Le llevaba regalitos, algún vestido apropiado. Juana

consentía porque no era una mujer rencorosa, ahora que había

rehecho su vida, y además seguía deseando que Francisco le

diera a la cría sus apellidos. En ella era una auténtica

obsesión que justificaría gran parte de lo que sucedió

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105

después. De manera que a veces he pensado que si Francisco

la hubiera reconocido a tiempo, si Juana no sintiera la

necesidad constante de liberarla de ese estigma que la

acompañaba, quizá las cosas hubieran sido bien diferentes.

Al cabo de poco tiempo, Francisco entabló relación

con una muchacha de Zambra, una aldea casi perdida. Isabel

Moreno era atractiva, a pesar de que resultaba alta, grande,

fuerte y enérgica. He visto fotos suyas de cuando se casaron

en 1917, cuando él contaba 31 años y ella 22. No hay que

hacerle mucho caso a su marido tras la tragedia. Hay una

frase que dijo ante el juez y que éste me refirió. Me parece

una de las claves para entender el crimen. La frase fue,

hablando de su hija Dulcenombre: ―Mi mujer no sabía

comprenderla. No podían entenderse. Mi hija se había

educado en Castro del Río. Mi mujer era muy distinta, casi

varonil. Siempre lo fue. Y ahora, en presencia de mi hija, lo

parecía más‖.

No hay frase que mejor resuma la situación, la

tensión, el origen de las cuchilladas. Isabel no le parecía

―varonil‖ cuando se casó con ella. Por entonces, era una

muchacha hermosa, femenina. Lo que sucede es que no

cantaba como un pájaro en los campos egabrenses, ni sabía

recitar coplillas, ni sonreía con picardía ni gustaba de la

jarana y la alegría, como sí le sucedía a la hija de Francisco.

Isabel era de Zambra, una aldea que no llega a los cien

habitantes ni de lejos, Castro del Río, en cambio, es toda una

ciudad con miles de habitantes. Lo que estaba diciendo

Francisco con su frase es que su mujer era una inculta frente

a la hija del primero, educada y amable. Eso le hacía parecer

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106

a Isabel rústica, descuidada, zafia y algo bruta, dominante

como lo son algunas mujeres de campo. A eso lo llamaba

Francisco ―varonil‖, pero con ella, a fin de cuentas, se había

casado ¿no? Y a su hija ni siquiera la había reconocido.

Pasó el tiempo. Francisco ya había adquirido el cortijo

de Cerro Moreno, empezaba a plantar olivos con buen

resultado y le empezaron a nacer hijos: Antonio en 1918,

María del Dulcenombre en 1921 ¡observe la querencia con

este nombre para la primera niña que tuvo con Isabel!,

Remedios en 1923 y Natividad en 1926, un año antes del

suceso. Yo asistí al parto de la primera y segunda niñas, el

primero por auténtica casualidad, ya que andaba atendiendo a

un mulero en la zona, y la segunda por la confianza que me

tuvo tras el parto anterior.

¿Cuándo supo Isabel que su marido tenía una hija no

reconocida en Castro del Río? Tenga en cuenta que Cabra

dista de esta población algo menos de 40 km, aunque los

caminos no son buenos. Con Montilla a una distancia de unos

20 km y Montilla de Castro a otro tanto ¿qué le sale? Casi un

triángulo isósceles, ahí lo tenemos de nuevo.

Isabel mintió en el juicio, estoy convencido. A mí me

dijo cosas bien distintas cuando hablamos en la cárcel, sin

abogados ni jueces delante, recién sucedido el crimen. Un

año después y bien asesorada por aquel figurín de su

abogado, ese tal Ricardo Belmonte ¿qué se podía esperar?

Los hechos cambiaron, la situación era distinta, allí afirmó

desconocer por completo la existencia de esa hija de su

marido hasta que la tuvo en casa.

Page 108: Cuando las-mujeres-matan

107

La madre Juana Parrado afirmó todo lo contrario.

Según ella, tanto Francisco como la propia Isabel estuvieron

varias veces en su casa ofreciéndole muchas cosas para que

consintiera en que Dulcenombre fuera a vivir con ellos:

dinero, darle finalmente los apellidos que creía merecer,

incluso buscarle un casamiento ventajoso. Juana, que no

había deseado otra cosa durante casi veinte años, acogió la

iniciativa algo desconfiada pero finalmente, de manera

favorable. Incluso afirmó que, cuando la chica estuvo cerca

de Cerro Moreno en la recogida de la aceituna, el año

anterior, la propia Isabel la había visitado llevándole comida

y algunos regalos.

No sé quién llevaba razón en esto. Isabel me dijo otra

cosa, algo intermedio. Desde luego, supo por su marido que

existía esa hija ya mayorcita y las circunstancias en que la

tuvo. No es que le sentara muy bien pero se dejó convencer

cuando su marido le propuso que fuera a vivir con ellos como

una hija más, ―para ayudar en la casa y con los hijos

pequeños‖. Supongo que pensó que no le vendría mal esa

ayuda cuando acababa de tener a su cuarto hijo, más José

Gálvez, el que tuvo su marido con su primera mujer. De

manera que dijo que sí pero que deseaba ver a la chica

primero, de manera que fueron a Castro del Río. Según me

dijo, no vio a su madre, que prefirió ausentarse, pero que

Dulcenombre le pareció bien, con una apariencia modosa y

discreta que luego sería desmentida en su vida cotidiana. Tal

vez la chica quería dar buena impresión, a mí no me cabe

duda. Cuando fue a verla a la recogida de aceituna Isabel vio

además a la chica trabajadora que no le hacía ascos a

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108

remangarse y sudar la gota gorda bajo el sol de la tierra. De

manera que dio su consentimiento y por ello el 24 de junio de

1927, creo recordar, la chica se mudó con ellos.

¿Qué sucedió en ese tiempo, cuatro meses apenas,

para que se desencadenara la tragedia, una de tal magnitud

que vino referida en todos los diarios de ámbito nacional? Yo

se lo voy a decir. No fue una cosa sino muchas las que

sucedieron porque cada uno de los tres lados del triángulo

vivió la situación de un modo diametralmente diferente y si

dos lados se parecían y estaban destinados a entenderse, el

otro se sentiría apartado del centro de la casa, que hasta

entonces había ocupado legítimamente.

Luego le contaré cómo debió suceder el acto luctuoso

aquel, el enfrentamiento, las cuchilladas, todo el escándalo

que se produjo hasta el juicio. Lo que ahora me interesa que

comprenda son los motivos, lo que estaba en el aire

inmediatamente después del crimen, cuando nadie sabía

explicar qué había pasado por la mente de Isabel para

cometer esa agresión inesperada para todos los que la

rodeaban. No fue un acto de locura, no fue un arrebato como

quiso sostener el defensor, empeñado en reducir a una

obcecación momentánea lo que fue un acto desesperado de

liberación de sus fantasmas. Voy a tratar de explicar cómo

vivieron las tres personas, los elementos del triángulo,

aquellos meses de convivencia progresivamente deteriorada.

Empezaré por la criminal, por Isabel Moreno. Hay

una frase que dijo durante el juicio y a la que el fiscal dio la

importancia que merecía: ―Yo era un cero a la izquierda en

mi propia casa. Mi marido estaba enchulao con ella. Yo no la

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109

quería en mi casa porque era dueña de todo, ella iba a ser la

señora y yo la criada‖.

El fiscal afirmó que el motivo del crimen fueron los

celos por envidia, no por otros motivos que también se

deslizaron durante el juicio. El Sr. León Muñoz quiso

diferenciar unos celos de otros, teniendo en cuenta que la

existencia de posibles relaciones íntimas entre padre e hija,

descubiertas por Isabel, podría ser motivo de una lenidad en

la condena. No, él habló solo de la envidia, de la constancia

que tenía Isabel de que aquella muchacha la estaba apartando

de su marido, sus deseos se iban convirtiendo en el centro de

su propio hogar, donde ella quedaba apartada de toda

atención o gesto de cariño. Recuerde lo que afirmó Francisco:

su carácter varonil, dominante, su velada mención a que, de

algún modo, a su mujer se le veía el pelo de la dehesa, usted

ya me entiende, y más desde que una educada y dulce niña

había llegado a la casa.

¿Quiere más? Lo hubo. Se discutió mucho sobre eso,

creo que equivocadamente y además, por desgracia, mi

informe fue fundamental para proporcionar una orientación

equivocada al debate. Isabel afirmó que durante distintas

noches, su marido se levantaba inesperadamente y

desaparecía un rato. Las primeras veces no dio importancia a

esa costumbre inusual en él, que dormía como un bendito del

ocaso al alba. Cuando comprobó que el hecho se repetía con

cierta continuidad le preguntó qué le pasaba. Él le dijo que

iba al retrete.

Ella quedó muy extrañada porque nunca había hecho

tal cosa en mitad de la noche ni tardado tanto. Cuando le

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110

preguntaron en el juicio por esa rara costumbre de los últimos

tiempos, Francisco dijo que iba a ver a las bestias. ¿Por qué

cambiar la versión? ¿Ya no había necesitado ir al retrete? La

mujer no tenía por qué inventar esa respuesta si existía otra

verdadera e igualmente justificable.

El desencadenante de todo lo que sucedió al día

siguiente tuvo lugar en la noche del 26 de octubre. Como

otras veces, su marido se levantó más temprano que de

habitual y desapareció por la puerta. Por motivos que más

tarde le contaré, ella estaba al borde de los nervios. De hecho,

no durmió gran parte de la noche, contrariada por las palabras

de su marido la noche anterior. De manera que se levantó y lo

siguió por la casa hasta dar con él en el dormitorio de su hija.

Según la versión que a mí mismo me dio en el calabozo,

estaban acostados juntos pero espere, eso no quería decir que

estuvieran desnudos o hubiera coyunda entre ellos, no. Se

dijo que ella lo acusaba de incesto pero no es verdad, a mí lo

que me dijo es que los encontró acostados juntos y que él

abrazaba a su hija en la cama.

Desde la puerta, iracunda, les dijo que no tenían

vergüenza. Él se lo tomó a mal y empezaron a voces. La hija

pequeña, la cría de 11 meses que dormía en la misma

habitación que su hermanastra, comenzó a llorar. Ya se puede

imaginar la escena, los reproches, insultos, toda la

desavenencia de los últimos meses estallando de repente ante

esa escena que Isabel vivió como el insulto final. ¿Qué más le

quedaba por soportar? ¿cuántas humillaciones, cuántos

insultos de su marido y esa mala pécora que había metido en

casa y que su marido no consentía que se fuera?

Page 112: Cuando las-mujeres-matan

111

Retrocedamos unos pocos días para comprender

mejor la situación aquella noche. Isabel para entonces estaba

harta de las atenciones de su marido hacia Dulcenombre y del

descaro de la muchacha a la que juzgaba, según me dijo,

―muy echá p’alante‖. Entiéndase, la hija se veía contemplada

por su padre, consentida en sus caprichos, satisfechos sus

deseos mientras los de Isabel iban quedando olvidados ante

su marido. La casa ya no se organizaba como ésta tenía por

costumbre, no. Ahora había que comer lo que la niña quería,

fregar cuando ella tenía a bien, ir a comprar lo que deseaba.

Le decía a su padre que necesitaba un nuevo vestido y allí iba

Francisco, arrastrando a su mujer, para comprarle el vestido

que deseaba. Al tiempo, Dulcenombre respondía con risas y

suficiencia a los reproches de Isabel, a sus vanos intentos de

reconducir la autoridad de la casa. La muchacha sabía que su

padre era el que mandaba y ella lo tenía en un puño.

Cuando Isabel llegó a sentirse desesperada y sin

salida, habló con su marido, que no le hizo ningún caso. Solo

tenía ojos para su hija que, de ser casi olvidada y nunca

reconocida, de repente había pasado a ser una bonita

muchacha, toda gracias y hermosura, que alegraba la vista a

su padre. De manera que Isabel marchó a Montilla por su

cuenta, sin decir nada a nadie. Fue a visitar a su suegra, la

madre de Francisco.

Le explicó cuál era la situación. Explotó, entre la

queja y la amenaza, con que o se iba la niña o se iba ella de la

casa. Le pidió a su suegra que acogiera a Dulcenombre para

alejarla de su hogar. La mujer se sintió en principio

escandalizada con la idea: acoger a la chica y despacharla a

Page 113: Cuando las-mujeres-matan

112

los cuatro meses. Por otra parte, estaba de acuerdo con que en

el hogar la que manda debe ser la mujer.

De manera que, sin que Isabel dijera palabra a su

marido, su suegra mandó recado a su hijo para que viniera a

visitarla. Así lo hizo el 26 de octubre, miércoles. Isabel

esperaba ansiosamente que volviera con una respuesta

positiva que le garantizara recuperar las riendas de la casa y

la atención de su marido. Pero éste llegó con el ceño

fruncido, muy irritado por la visita de su mujer a escondidas.

Le espetó sin contemplaciones: ―¡A callar y a vivir juntas!‖.

Aquella noche, insomne, desesperada, siguió a su marido

para encontrarlo en el lecho de su hija. Él se defendió

afirmando que había entrado a interesarse por su salud porque

Dulcenombre se había acostado con dolor de cabeza. Esas

excusas no le sirvieron a Isabel. Una idea se le metió en la

cabeza desde ese momento: ―Ella o yo, ella o yo‖. Eso me

dijo que había pensado al contemplar la bochornosa escena

que culminaba todos los temores, creo que bien fundados, de

desatención por parte de su esposo.

Usted mismo podrá juzgar el comportamiento de

Francisco Gálvez. En los pocos años que mediaron hasta mi

jubilación y alejamiento de Cabra, sé que mudó de carácter.

Se hizo más serio, alejado de fiestas y verbenas que hasta

entonces, siguiendo la costumbre juvenil, había frecuentado.

Tal vez lo llevaran a recordar a aquella muchacha con la que

había bailado tanto rato una noche de años atrás. Ni una sola

vez bailó con su mujer, que contemplaba la escena muda de

rabia, como me reconoció. ―Como si yo no existiera‖ me dijo

entre lágrimas, ―no recordaba una humillación como ésa‖.

Page 114: Cuando las-mujeres-matan

113

Desde luego, no volví a hablar con él, tan solo lo vi alguna

vez comprando alguna cosa en el pueblo o entrando en la

taberna. Me dijeron que hablaba poco, se tomaba algún vino

en ocasiones sin compañía, pagaba y luego se iba. Trabajó

mucho, supongo que seguirá haciéndolo, sus hijos e hijas le

ayudarán, imagino. Pero su mujer está en la cárcel y su hija

bajo tierra y sigo convencido de que sabe, en el fondo de su

alma, que él colaboró mucho para que fuera así.

El lado más desconocido, del que nunca sabremos, es

el de María del Dulcenombre. Sobre eso puede hacer las

hipótesis que quiera, yo tengo las mías. La mayoría de las

opiniones la ponían como un ángel, algunas como una

muchacha que aprovechaba su belleza y simpatía para

desunir al matrimonio, para apropiarse de su padre

recuperado. Me inclino por esta última con matices. No creo

que fuera una chica artera, ladina, que enredara a propósito la

madeja de aquel matrimonio. Simplemente, había vivido casi

veinte años con la obsesión de su madre por conseguir que

aquel hombre la reconociera. Pasó toda su niñez y

adolescencia apartada, cuando no insultada en su condición

de bastarda. Se dio cuenta de que, a pesar de la bondad que

pudiera mostrar, tenía una marca infamante y ajena a su

comportamiento y que esa marca la acompañaría de por vida.

De repente, aquel hombre, aquel padre con el que

había soñado tantas veces, la reclama a su lado. Ella está

encantada, salta de felicidad, se siente ―enamorada‖

(entiéndame usted) de ese hombre anhelado que constituye su

salvación, que le quitará esa marca repugnante y hará de ella

una mujer que vivirá con la frente bien alta, capaz de contraer

Page 115: Cuando las-mujeres-matan

114

un buen matrimonio y olvidar tantas ofensas vividas en su

niñez. Ella se ―entregó‖ a ese padre deseado, no como mujer,

aunque los límites a veces es difícil precisarlos, pero sí como

hija amante. Y si quería a ese padre recobrado después de

veinte años, de toda una vida esperándolo, lo quería todo para

ella, que él viviera pendiente de su hija, que la contemplara,

la mimara, la abrazara. ¿Entiende la situación? Ella vivía un

amor arrebatado, posesivo. Su padre era suyo y aquella mujer

de rostro malhumorado, con la boca llena de reproches, era

un obstáculo. Yo creo que fue así como lo sintieron esas dos

mujeres de manera que, al final, con un Francisco que se

decantaba por ser padre antes que marido, tenía razón Isabel:

―O ella o yo‖.

No crea que me fue fácil llegar a estas conclusiones.

Durante un par de días Isabel, en la cárcel, no hacía más que

preguntar por sus hijos, llorar y hacer gestos de furia cuando

se le mencionaba a su víctima. Al tiempo, corría toda clase de

rumores que la culpaban de adulterio. En un caso se trataba

de que estaba enamorada precisamente del novio de la

muchacha. Sí fue cierto que un joven, Francisco Arroyo,

había estado trabajando cuarenta días en el cortijo abriendo

un pozo. En ese tiempo había iniciado conversaciones con

Dulcenombre pero ésta le había dejado claro que no habría

nada más entre ellos y él, simplemente, se resignó. Es posible

que la muchacha por entonces soñara con matrimonios

mucho mejores. Pero este Arroyo no tuvo nada que ver con

Isabel.

También se dijo que esta última mantenía relaciones

ilícitas con un mulero del cortijo, Francisco Sevillano, que la

Page 116: Cuando las-mujeres-matan

115

chica lo había descubierto y amenazaba a la adúltera con

contárselo a su padre. No hubo nada de esto. Sevillano era un

buen hombre, yo lo conocí aquellos días, andaba confundido

por esos rumores que no sabía de dónde salían. El caso es que

el pueblo quería una explicación y, si no se la daban, la

inventaba, eso sí, culpando por completo a Isabel, de quien

construyeron entre los periódicos y los egabrenses, un retrato

malévolo y ruin que no correspondía a la realidad. Esos

rumores fueron una de mis bazas también para que ella se

franqueara conmigo: le dije que si decía la verdad, dejaría

que esa animadversión decayera.

En lo que mintió reiteradamente, a mi entender, fue en

describir la escena del crimen. Lo hizo conmigo, por el afán

instintivo de rebajar su culpa, y desde luego volvió a hacerlo

ante el tribunal. Pero había testigos y los inútiles intentos de

su propio padre por disminuir la culpa de su hija no fueron

bastantes para crear duda alguna en el jurado. Su hijastro

José, por el contrario, fue implacable.

Las cosas debieron suceder del modo que le contaré.

Llegó la mañana después de aquella noche nefasta. El viaje a

Montilla tanto suyo como el de su marido, habían sido

inútiles. Era su último cartucho para remediar una situación

que se le iba de las manos, tras observar la estrecha alianza

entre su marido y la joven. La noche, el encontrar a éste en el

lecho de la hija, abrazándola, la había conducido a una gran

excitación, cuando se atrevió a enfrentarse con ellos. La

actitud de su marido, intentando justificar lo que ella

consideraba injustificable, la ausencia de solución, le hizo

concebir el plan de eliminar a la que entendía era su rival. El

Page 117: Cuando las-mujeres-matan

116

odio hacia la muchacha la cegó por completo. El sentirse

atrapada, desesperada, en esa situación de subalterna de los

caprichos de Dulcenombre, hizo el resto.

Ella afirmó repetidamente que nada de esto fue

planeado, que respondió incluso a una provocación de la

muchacha, que se puso a cantar unas coplillas satíricas en las

que ella se vio reflejada. Insistió repetidamente durante el

juicio que la muchacha fue la primera en agredirla, que se

pelearon ―cara a cara‖, que ella se ofuscó y manejó con

profusión el cuchillo sin saber lo que hacía, por rabia y

obcecación. No hubo nada de esto, todos los testimonios

mostraron que aquel día hizo cosas excepcionales para

preparar el golpe definitivo que eliminara a su rival.

En primer lugar, tras desayunar, Francisco Gálvez

bajó a un cortijo vecino para traer una carga de carbón con la

mula. La distancia no es larga pero tampoco corta, habría de

tardar en regresar su buena hora al menos. Como otras

mañanas llegó entonces su amiga Carmen Púa desde un

cortijo vecino. Isabel le pidió que se llevara a sus hijos, según

ella, como hacía habitualmente.

Carmen manifestó que era cierto que solía llevarse a

Antonio, el chico de nueve años, para que jugara con los

suyos, pero que Isabel nunca le había pedido que hiciera otro

tanto con las niñas de seis y tres años. De manera que lo que

ésta quería mostrar como algo habitual, no lo era. Carmen,

que probablemente rechazara la actuación de la que era su

mejor amiga en aquel entorno de cortijos, se limitó a

constatar un hecho ante el tribunal que mostraba la

premeditación con que actuó la procesada.

Page 118: Cuando las-mujeres-matan

117

Quedaron entonces en casa las dos protagonistas del

suceso junto a José Gálvez, el hijastro de trece años, y el

padre de Isabel, José Moreno, que pasaba unos días con ellos.

Le constaba que el matrimonio no pasaba por sus mejores

momentos pero él no deseaba meterse en nada de ello, eso era

cosa de su hija y su yerno. Aquel día, tras desayunar se metió

en el cuarto donde dormía, de manera que solo quedaron tres

personas en aquella sala junto a la niña chiquitina que, con

menos de un año, debía dormir en la cama.

El hijastro estaba partiendo cocos, afirmó durante el

juicio. Isabel, que intentó dirigirse a él cuando entró en la sala

de la Audiencia, recibió una mirada de desprecio por parte

del chico y una negativa a corresponderla. El testimonio ya

podía preverse como tormentoso. Sostuvo que partía cocos

con el cuchillo grande que enseguida se iba a utilizar en el

crimen, que Isabel le había dicho que se lo cambiara para

poder pelar patatas. ―Entonces cogió el cuchillo‖ declaró, ―y

se lo escondió debajo del delantal‖.

Este testimonio fue algo confuso. El cambio de

cuchillo debió suceder antes incluso de que el marido

finalmente saliera por el carbón porque Francisco declaró

que, cuando salió, su mujer estaba pelando patatas para el

almuerzo. Lo que sucede es que no pudo precisar con qué

cuchillo lo hacía. ¿Era otro más pequeño y el cambio con el

grande se hizo posteriormente? Es muy probable. La

diferencia era sustancial: si se guardó el cuchillo era señal de

premeditación en su crimen, si no fuera así quedaba la duda

de si lo utilizó contra la chica en un arrebato.

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118

La procesada insistió en que ella estaba pelando esas

patatas con el cuchillo grande, que lo había pedido

precisamente con ese objetivo. Negó haberlo guardado bajo

el delantal, como afirmaba su hijastro, pero la declaración del

chico fue bastante negativa para ella.

José Gálvez se distrajo con otra tarea, Isabel pelaba

patatas en la sala, no se sabe con qué cuchillo, y

Dulcenombre salió a sentarse en un poyete junto a la puerta

para desplumar pajaritos que comerían en el almuerzo.

Cuando su padre marchó por el carbón la dejó allí, supongo

que confiando en que, tras la borrascosa escena nocturna, los

ánimos se aquietaran y todo volviera al cauce que él deseaba.

Hubo polémica también sobre lo que hacía

exactamente la muchacha: ¿desplumaba los pajaritos con las

manos o los destripaba? Porque si era así necesitaba una

navaja con la que Isabel manifestó que la atacó antes de que

ella se defendiera tan contundentemente. Nadie se puso de

acuerdo y el tema de la navaja flotó en el ambiente de manera

imprecisa durante el primer día del juicio.

José Moreno, el padre de Isabel que salió de su cuarto

al escuchar el alboroto y sujetó a la muchacha que expiró en

sus brazos exclamando ―¡Ay, abuelo, me ha matado!‖, dijo

ante el tribunal que él había visto tirada en el suelo una

navaja con unas inscripciones que entendía que eran letras,

aunque no supiera distinguirlas por ser analfabeto. El fiscal le

recordó que en sus primeras manifestaciones ante el juez de

instrucción no había mencionado la navaja. El hombre quedó

confundido, dijo que lo decía en ese momento porque había

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119

hecho memoria, que en su primera declaración todavía estaba

impresionado por lo contemplado en el cortijo.

Nadie más vio esa navaja, nadie la recogió en caso de

haber existido. Ni el hermanastro que se precipitó sobre

Isabel recibiendo accidentalmente un corte, ni sobre todo el

mulero que acudió corriendo al lugar, junto a otros

trabajadores, y tomó a Dulcenombre, prácticamente cadáver,

para introducirla en la casa, vio navaja alguna. Todo hacía

indicar que la muchacha desplumaba los pajaritos

simplemente y no contaba con ningún arma para repeler la

agresión ni para amenazar a nadie. El torpe intento del padre

de disculpar a su hija y apoyarla en su argumento, quedó en

nada.

De manera que si Isabel mentía por la acción de su

víctima podía mentir en todos los extremos de su descripción

sobre lo que allí había pasado. José Gálvez y José Moreno,

los dos testigos, aunque éste indirectamente, confirmaron que

Dulcenombre cantaba unas coplillas para acompañar su tarea,

algo muy natural en ella por otra parte. Siempre estaba

cantando, según afirmaron todos. Los testigos manifestaron

que no recordaban qué coplas eran pero desde luego no

resultaban ofensivas para nadie. Incluso el padre tuvo que

sostener lo mismo.

Sí es más creíble, en mi opinión, otra de las

manifestaciones de Isabel. Que sea creíble no quiere decir

que sucediera así pero yo lo veo probable. Creo que ella riñó

a la muchacha conminándola a que callara, tal vez buscando

el enfrentamiento. Luego continuó deseando en voz alta que

se fuera de la casa. No sé si fue cierta la respuesta descarada

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120

de la muchacha, podría ser dado el clima de enfrentamiento

entre ellas: ―¡Pues váyase usted de esta casa!‖ dice Isabel que

le espetó sin contemplaciones.

Según continuó diciendo, de ahí pasaron a enfrentarse

como gallitos de pelea, luego a darse de manotazos, la chica

con la navaja, la procesada con el cuchillo con que pelaba

patatas. ―Cara a cara‖ insistió en el estrado. Todo lo demás

fue fruto de la rabia y la obcecación, afirmó bien asesorada

por su abogado.

Pero no fue tal. Si existió la mala respuesta de la

víctima nadie puede saberlo, uno de los testigos estaba en su

cuarto, el otro realizaba otra tarea distraído y sin atender una

nueva discusión entre las mujeres, que no resultaba la

primera. Lo que sí es cierto es que Isabel salió a la puerta de

la casa cuchillo en mano y allí apuñaló repetidamente pero de

manera no mortal a la muchacha. Ante el ruido y los gritos de

ambas, el padre de la procesada salió del cuarto y se llevó un

serio empujón de su propia hija. El intento de José Gálvez de

detener el brazo asesino también fue inútil. Isabel era una

mujer fuerte, llena de ira en ese momento, de manera que el

chico también fue despedido hacia un lado llevándose de

paso un corte en la mano.

Para entonces Isabel tenía en el suelo, boca abajo, a su

víctima, a la que retenía con brazo poderoso en esa postura.

Al decir de los horrorizados testigos, en un segundo cogió a

Dulcenombre del pelo tirando su cabeza hacia atrás mientras

su mano descendía de manera brutal para darle una tremenda

cuchillada en el cuello. El crimen estaba cometido y ya no

había vuelta atrás.

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121

Sobre lo que sucedió después sí hubo acuerdo entre la

asesina y los testigos, salvo en un detalle que no terminé de

entender. Los trabajadores que andaban en una era cercana

acudían ya a los gritos de la muchacha, que al parecer fueron

desgarradores durante la pelea, cuando Isabel se volvió, subió

al piso superior, se cambió las ropas ensangrentadas por

otras, tomó algunas joyas (unos pendientes, un anillo), algo

de dinero, y descendió con toda tranquilidad para dirigirse al

cortijo de su amiga Carmen Púa.

Según ella, ya había guardado el cuchillo en su sitio.

La amiga manifestó por el contrario que su marido Antonio y

ella la vieron bajar con el cuchillo en la mano y cerraron la

puerta no dejándola pasar. Tal vez estuviera confundida

porque el cuchillo se encontró donde la asesina dijo que lo

había depositado. Sin embargo, el cortijo de Antonio

Almansa y Carmen Púa no está lejos, seguramente

percibieron lo que había sucedido, les llegaron los gritos. En

resumen, no la dejaron pasar, de manera que Isabel se dirigió

al cortijo vecino ―El Chaparral‖, propiedad de Manuel ―el

Cohetero‖ que, ignorante de lo sucedido, contempló

estupefacto cómo Isabel entraba como una exhalación hasta

un dormitorio del primer piso.

Cuando fue a pedirle explicaciones ella le dijo

escuetamente qué había sucedido. Habría que imaginar la

cara que puso el hombre. Luego Isabel le dio tres pesetas y le

pidió que cogiera el coche de Nueva Carteya y se desplazara

a Cabra para informar a las autoridades. El hombre así lo

hizo, llegando hasta el cuartelillo de la guardia civil antes de

que las caballerías de los muleros alcanzaran la localidad con

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122

la misma noticia. Cuando estos últimos llegaron, el juez ya

había sido avisado y, junto a varios números de la guardia

civil, se disponían a recorrer los doce kilómetros que les

separaban del cortijo del ―Cerro Moreno‖.

Se habló en aquellos días de la frialdad de Isabel, de

su altanería y desprecio hacia su víctima, del hecho de no

arrepentirse de su crimen en ningún momento. Yo le digo mi

impresión. Ella consideraba que no había tenido más remedio

que hacer lo que hizo. No hablaba mal de la muchacha, con

ella era curiosamente objetiva, reconocía sus buenas

cualidades salvo por calificarla como ―echá p’alante‖, un

término ambiguo. Tampoco criticaba a su marido, solo

veladamente cuando insistía en que no le había dado otra

opción que hacer lo que hizo.

Ella estaba conforme con su proceder, no lamentaba

haber cometido el crimen salvo por el hecho de no poder ver

ni cuidar de sus hijos. Pero yo achaco su aparente frialdad en

los primeros días a la calma que sigue a una acción que creía

necesaria e irremediable. De algún modo se decía: ―Ya está

terminado, el odio, la desesperación, el sentirme atrapada, ya

todo acabó‖. Luego vino el lamento por sus hijos pero ese

arrepentimiento por el crimen y la muerte de Dulcenombre

que mostró ante el tribunal, era impostado, falso. Creo que

nunca se arrepintió del dolor causado en Juana, la madre de a

víctima, en su propio marido, por responsable que fuera de lo

sucedido. De haber segado una vida joven y prometedora.

No, de todo eso creo que no se arrepintió nunca.

¿Qué quiere que le cuente más? El juicio duró dos

días, tuvo lugar en julio de 1928, algo menos de un año

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123

después del crimen. Para entonces los diarios nacionales

habían casi olvidado la noticia pero en Córdoba, en cuya

Audiencia tuvo lugar, se siguió con gran expectación. Temí

por un tiempo que me llamaran a declarar pero no lo hicieron,

ni siquiera como médico que hizo la autopsia de la víctima.

Al menos me libré de discutir con esos médicos jovenzuelos

que solo saben de los enfermos por los libros que leen en

idiomas ajenos. Toda la preocupación durante varios días era

saber si la muchacha murió doncella o no, si la acusación de

Isabel de que ambos habían yacido juntos era cierta. Esa

acusación de incesto fue muy comentada, tenía un regusto

morboso y de escándalo que atraía la atención de las

comadres.

Pero yo vi lo que vi: aquella muchacha estaba intacta.

Eso calmó muchas habladurías y se cargó en la cuenta de

Isabel. Yo me preguntaba: ¿y si la muchacha hubiera tenido

relaciones antes con aquel cavapozos que la pretendió, por

ejemplo? O antes de llegar al cortijo. Entonces ¿Isabel se

hubiera visto disculpada ante la opinión pública? El pueblo es

ignorante a veces, se queda en la superficie de las cosas. Para

mí Francisco sí pudo tener una actitud incestuosa sin que

mediaran relaciones íntimas entre ellos. Además, quién sabe

dónde hubieran llegado las cosas con el tiempo, si ya se

permitía abrazar a su hija de noche y en su propio lecho. Ya

sé que todo eso son puras especulaciones pero ¿qué quiere?

Me hace usted hablar y yo solo soy un viejo médico que pasa

el tiempo de casa a la taberna y vuelta a casa. Mi vida es

ahora monótona, tranquila. Tal vez aquellos días en que me

senté en el calabozo con Isabel, la que ahora purga los

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124

diecisiete años de condena en Alcalá de Henares, fueron de

los más intensos de mi vida. Le aseguro que, ahora que todo

esto me la recuerda de nuevo, aún veo sus ojos como

carbones encendidos, tenía una mirada que atrapaba, como si

bajo ellos latiera una pasión que yo nunca he conocido en

toda mi vida, un fuego que devoró a esa muchacha, a su

marido, a todo ese cortijo y sus vecinos, hasta que el incendio

llegara a Cabra y la hiciera tristemente famosa durante

algunas semanas. Incluso ahora, que viene usted a

preguntarme por aquel caso que allí nadie olvida, que quizá

no se olvide nunca.

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