Cristianismo y Democracia

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Pierre Manent Cristianismo y democracia Algunas notas sobre la historia política de la religión, o sobre la historia religiosa de la política moderna Traducción de Roberto Ranz Quien compare las relaciones que actualmente mantienen la democracia y el cristianismo - particularmente la Iglesia católica- con las que existieron durante la mayor parte de su historia común, tiene la sensación de que cada uno de los dos protagonistas ha dejado de parecerse, de que ambos se han trasformado en algo distinto de lo que eran. La democracia consiente la presencia en su seno de una masa numerosa de creyentes. A excepción de un pequeño número de «racionalistas» sin audiencia, ya no proyecta «aplastar al Infame», y la celebre proclamación de Viviani suena en la actualidad como una divertida curiosidad de la Belle Époque: «Juntos, y con un gesto magnífico, hemos apagado en el cielo estrellas que jamás volverán a brillar». Pero, como es sabido, todavía es más sorprendente si cabe el cambio operado por parte de la Iglesia católica. El cardenal Arzobispo de París, el mismo Sumo Pontífice, invitan a los cristianos a descubrir en la religión la fuente verdadera, aunque durante mucho tiempo oculta, del bien más precioso que podemos encontrar en el corazón de la democracia moderna: los derechos humanos[1] . La Iglesia católica celebra en la actualidad el carácter sagrado de la libertad religiosa, de la libertad de conciencia que antaño denunciaba con

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Pierre Manent

Cristianismo y democracia

Algunas notas sobre la historia política de la religión, o sobre la historia religiosa de la política moderna

Traducción de Roberto Ranz

Quien compare las relaciones que actualmente mantienen la democracia y el cristianismo -particularmente la Iglesia católica- con las que existieron durante la mayor parte de su historia común, tiene la sensación de que cada uno de los dos protagonistas ha dejado de parecerse, de que ambos se han trasformado en algo distinto de lo que eran. La democracia consiente la presencia en su seno de una masa numerosa de creyentes. A excepción de un pequeño número de «racionalistas» sin audiencia, ya no proyecta «aplastar al Infame», y la celebre proclamación de Viviani suena en la actualidad como una divertida curiosidad de la Belle Époque: «Juntos, y con un gesto magnífico, hemos apagado en el cielo estrellas que jamás volverán a brillar». Pero, como es sabido, todavía es más sorprendente si cabe el cambio operado por parte de la Iglesia católica. El cardenal Arzobispo de París, el mismo Sumo Pontífice, invitan a los cristianos a descubrir en la religión la fuente verdadera, aunque durante mucho tiempo oculta, del bien más precioso que podemos encontrar en el corazón de la democracia moderna: los derechos humanos[1]. La Iglesia católica celebra en la actualidad el carácter sagrado de la libertad religiosa, de la libertad de conciencia que antaño denunciaba con indignación fulgurante. En la encíclica Mirari vos (del 15 de agosto de 1832) dirigida contra Lamennais, Gregorio XVI habla de esta «causa tan fecunda de los males que afligen hoy en día tan deplorablemente a la Iglesia, a saber, el indiferentismo, esta opinión viciosa que, por la perversidad de los malvados, adquiere crédito por todas partes y según la cual la salvación del alma puede obtenerse por medio de cualquier profesión de fe independientemente de cuál sea, con tal de que las costumbres se conformen a la regla de lo justo y a la honestidad… Y de esta fuente envenenada del indiferentismo ha surgido esta opinión falsa y absurda, o más bien este delirio según el cual la libertad de conciencia de cada uno debe ser afirmada y defendida»[2]. Todavía a principios del siglo XX, San Pío X, en la encíclica Vehementer nos (de 11 de febrero de 1906) dirigida al pueblo y al clero de Francia, condenaba la separación entre Iglesia y Estado como una «suprema injusticia» hecha a Dios, y también como contraria al derecho natural y al derecho de gentes, a la fe debida a las promesas y, a fin de cuentas, a la constitución divina y a la libertad de la Iglesia[3].

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¿Qué ha pasado? ¿Cómo entender un cambio tan completo de apreciación por parte de los jefes supremos de una institución que ama subrayar la inmutabilidad secular, e incluso milenaria, de sus pensamientos y palabras? Para explicar los conflictos pasados, ¿acaso es preciso invocar, como tienden a hacer los historiadores, un enorme «malentendido» dependiente de «circunstancias históricas», de ese combate siempre dudoso en el que los partidos se dejan arrastrar de manera irresistible más allá de los límites naturales y razonables de sus opiniones? Antes de concluir de manera tan irenaica, es menester al menos precisar el contenido intelectual del debate, es decir, los motivos planteados por la Iglesia cuando condenaba las principales proposiciones de la política moderna. Si la iglesia se ha declarado en primera instancia y durante largo tiempo contra la democracia es porque ha tenido el sentimiento, o más bien la convicción, de que el movimiento democrático moderno estaba dirigido en el fondo contra ella, es decir, contra la religión verdadera y, por ende, contra el Dios verdadero. Cuando menos es imposible abordar esta gran cuestión de las relaciones entre la democracia y la Iglesia si no aclaramos de entrada este hecho central.

EL MOVIMIENTO MODERNO O LA EMANCIPACIÓN DE LA VOLUNTADEl movimiento de la Ilustración, vector de la política moderna, ha tenido como objetivo y por resultado la constitución del Estado liberal, laico, «sin opinión», particularmente sin opinión religiosa –lo que se denomina «el Estado neutro y agnóstico»-. El juicio católico dominante fue que este agnosticismo del Estado era de hecho un ateísmo de Estado. Bajo esta apreciación, el mismo magisterio romano coincidía con los escritores católicos de la llamada escuela «reaccionaria», tan influyentes al comienzo del siglo XIX[4].¿Qué hay de verdad en la afirmación católica según la cual el Estado liberal no es neutro, «agnóstico», sino más bien ateo? Helo aquí: el hecho de que el Estado liberal, en su proyecto inicial, quiere institucionalizar el carácter soberano de la voluntad humana. Dicho Estado no conoce más que individuos libres e iguales y carece de legitimidad si no se funda en su voluntad. Las instituciones de este Estado tienen como razón de ser el hecho de hacer patente dicha voluntad mediante el sufragio, y posteriormente ponerla por obra mediante un gobierno representativo. Tal proyecto no afirma ciertamente, como el «insensato» del que habla la Escritura, que «no hay Dios»; no solo no dice nada sobre Dios, sino que no dice nada, o poca cosa, sobre el mundo e incluso sobre el hombre. No obstante, puesto que el cuerpo político tiene como única regla o ley la voluntad de los individuos que lo componen, priva por ello de toda autoridad o validez política a la ley de Dios, ya se conciba esta como

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explícitamente revelada o únicamente inscrita en la naturaleza del hombre. Rechaza por ende toda autoridad por parte de quien por definición, de manera natural o sobrenatural, la ostenta en su más alto grado. El hombre de la Ilustración deduce o presupone que no hay Dios, o que Dios se desinteresa de los hombres, puesto que aquel rechaza, o a lo sumo considera como facultativa, «privada», la obediencia a la ley de Dios. Se podría afirmar también: si existe Dios, la voluntad humana no puede ser «autónoma» o «soberana», pero afirmar esta «autonomía» o «soberanía» no supone negar la existencia de Dios. En verdad, el ateísmo de presuposición o de implicación no equivale exactamente al ateísmo de afirmación, o al ateísmo a secas. Pocos hombres saben verdaderamente lo que piensan y quieren; muchos serán capaces de afirmar simultáneamente la ley divina y la soberanía humana. Como gusta afirmar en la época del Concilio Vaticano, muchos creerán «en Dios y en el hombre». Pero no se juzga una situación política y espiritual según la idea que de ella se hacen los miembros menos esclarecidos de la comunidad. Además, la intención, o a decir verdad, la pasión antirreligiosa de los grandes hombres que durante los siglos XVII y XVIII elaboraron las nuevas doctrinas es cosa más que probada. Como decíamos, la Iglesia juzga pues en su sabiduría desde 1791 a 1907 -desde el breve Quod aliquantum que condena la Constitución del clero, a la encíclica Pascendi que reprueba el modernismo-, que el movimiento intelectual y político moderno quería la erradicación de la verdadera religión.Conservando en mente los motivos del conflicto original, presentemos también los motivos de la ulterior reconciliación. Una vez producida toda esta insurrección, esta revuelta de la voluntad humana –para continuar utilizando el lenguaje de la Iglesia del siglo XIX-, como consecuencia de sus progresos e incluso, si se quiere, de su triunfo, va a transformarse en instituciones, hábitos, sentimientos: en «cosas humanas» en las que la naturaleza humana y la ley divina necesariamente encontrarán, en cierto modo, su acomodo. Después de todo, y si Dios existe, la naturaleza humana creada por Él, guardando conciencia de las exigencias de Su ley sin el auxilio del brazo secular, va a habitar y humanizar, es decir, a cristianizar, el Estado creado por la voluntad humana soberana o rebelde. Sean cuales fueren los éxitos de la Revolución, siempre llega el momento de una cierta Restauración. Admitamos, en efecto, que la voluntad moderna sea esencialmente rebelde contra Dios. Dios es necesariamente más fuerte que ella, y ello significa que la naturaleza del hombre es más fuerte que la voluntad humana. Desde ese momento, y al cabo de varias generaciones, el orgullo luciferino de la Ilustración debidamente humillado por la realidad da lugar al firme propósito de organizar una sociedad racional llena de solicitud para con las necesidades humanas y donde la Iglesia puede vivir, hablar y ejercer su influencia: nuestra sociedad. La Iglesia, que cuida de los

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hombres, no podría maldecir semejante sociedad, y las fulminaciones de Gregorio XVI y de San Pío X no tienen ya para ella, como para los ciudadanos no cristianos, más que un interés histórico.Las cosas han sucedido así en parte, pero solo en parte. La voluntad de la Ilustración, humillada por la realidad democrática, por la prosa burguesa, se ha revelado contra dicha humillación, contra la sociedad burguesa democrática: el espíritu revolucionario, el espíritu de soberanía, bajo la forma de socialismo y comunismo, se ha rebelado contra su primera encarnación. Estas revueltas explícitamente luciferinas –al menos en el caso del comunismo- han sido por supuesto condenadas por la Iglesia[5]. Dichas revueltas actuarán sobre ella en sendos sentidos contrarios. Por una parte, la incitarán a reconciliarse con una democracia en vías de apaciguamiento y que los revolucionarios querían de nuevo alterar por completo, una democracia con la que no obstante tenía la complicidad de no ser ambas puras entelequias. Pero por otra parte, dichas revueltas también confirmarán su hostilidad hacia la democracia moderna, una democracia que parecía originar sin cesar revueltas siempre más radicales contra la Iglesia. Así pues la encíclica Quanta cura (de 8 de diciembre de 1864) condena, precisamente en calidad de encadenamiento fatal, la siguiente serie ideológica y política: Naturalismo (nosotros diríamos: liberalismo), Socialismo, Comunismo. El paisaje histórico sería claro si no constatásemos una tercera posibilidad. Ciertos grupos de opinión católica agradecían al socialismo y al comunismo su hostilidad hacia esa democracia que, en cuanto católicos, habían aprendido a detestar. Y mientras unos se reconciliaban con la democracia para hacer frente a la amenaza comunista, otros mostraban su favor al comunismo por odio a la democracia[6]. Esta última reacción fue particularmente observable durante los veinte años siguientes al Concilio Vaticano II, un concilio que, por otra parte, y curiosamente, no renueva la condena del comunismo[7]. Quedaron consumadas de este modo todas las posibilidades del dispositivo teológico-político consecutivo a la Revolución Francesa.Tal vez se conceda a semejante presentación, por sumaria que sea, una cierta plausibilidad. Pero, se dirá, es demasiado dependiente no solo del punto de vista de la Iglesia, sino también, de manera menos excusable, de la retórica católica más intemperante. ¿Qué es eso de voluntad «luciferina» de institucionalizar el carácter soberano de la voluntad humana, de que esta sustituya a la ley de Dios o a las finalidades, conveniencias y necesidades de la naturaleza humana? ¿No es esta una forma de hablar aceptable tal vez al calor de un conflicto enardecido y de vasto alcance, pero incapaz de fundar explicación histórica alguna? Muy al contrario, creo que ahí tenemos el hilo conductor de la buena explicación o, al menos, de la exacta descripción.Tres hechos brutos deben ser aquí objeto de consideración a este respecto.

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En primer lugar, la historia de la filosofía moderna, de Maquiavelo a Nietzsche, aparece como orientada y animada por la elaboración de un concepto de la voluntad. En segundo lugar, el corazón intelectual de la democracia moderna está constituido por la noción de voluntad racional, puesta en el nudo, en el centro de esta historia por Rousseau, Kant y Hegel. En tercer y último lugar, hay que constatar que las primeras y decisivas afirmaciones de la voluntad, del hombre como voluntad, han sido concebidas y formuladas en una relación polémica explícita con la institución eclesial y la comprensión católica del mundo humano –a este respecto puede añadirse, como remate y prueba superflua, que Nietzsche, al término de esta historia espiritual, vincula la afirmación ilimitada de la voluntad humana con la polémica destapada contra el cristianismo-. Es difícil encontrar en la historia humana un recurso sintomático más riguroso.Consideremos en primer lugar el tercer punto. El proyecto moderno de fundar la legitimidad política sobre la voluntad del individuo humano se ha llevado a cabo; se ha trasformado en instituciones, costumbres y sentimientos: nuestra democracia. Esta realidad nos satisface, y no percibimos ya la audacia extraordinaria del proyecto original: sostener el mundo humano sobre la fina punta de la humana voluntad. No obstante, un hecho debería ayudarnos a experimentar el asombro indispensable para la comprensión. Esta invención no tenía nada de necesaria, ni tampoco de probable. La prueba de ello es que se puede muy bien describir el mundo humano, particularmente la existencia política, se puede muy bien concebir e institucionalizar la libertad política sin recurrir para nada a la noción de individuo libre dotado de voluntad soberana. La Política de Aristóteles lleva a cabo una descripción y un análisis de la vida política en cierto modo exhaustivos –en todo caso más completos y más finos que cualquier otra descripción o análisis posterior-. El esclarecimiento de los elementos de la ciudad, el análisis crítico e imparcial de los diferentes partidos, la exploración del problema de la justicia, de las relaciones entre libertad, naturaleza y ley: es toda una fenomenología de la vida política la que se lleva a cabo en la Política sin prejuicio ni laguna. Quien quiera orientarse en el mundo político, ya sea para actuar en él o para comprenderlo, encuentra en este libro una enseñanza completa. Solo pues un accidente histórico nos ha podido obligar a mandar a paseo a Aristóteles, y darnos así motivo para inventar la noción de voluntad soberana.Según Aristóteles, como se sabe, toda asociación humana tiene como fin un cierto bien; y toda acción humana se cumple con vistas a un cierto bien. Cuando Aristóteles estudia los elementos de los que se constituye la ciudad, no encuentra sino grupos y «bienes»: cada grupo se define por el tipo de bien que busca y puede obtener, y sobre el que ordinariamente apoya sus reivindicaciones de poder. En ningún momento aparece el individuo con su voluntad: no existe siquiera palabra alguna para

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nombrarlo. El paisaje se invierte con la llegada de los fundadores de la política moderna. Un único elemento, no obstante, entra a formar parte en la composición de la ciudad legítima, aquel para el que Aristóteles no tenía nombre: el individuo soberano. Junto a la Política, el libro de la ciudad antigua, nos encontramos ahora con El contrato social, el libro de la democracia moderna. Rousseau no solo afirma cosas muy distintas a las dichas por Aristóteles, no solo le contradice con frecuencia, sino que también, y sobre todo, el tono, el movimiento, la fuerza misma del pensamiento son totalmente diferentes: algo ha pasado que sitúa el pensamiento bajo la ley de una atracción o de una repulsión inédita.Ahora bien, el análisis aristotélico de la acción y de la asociación humanas había sido recibido y ratificado por la Iglesia católica. Simplemente, y a ojos de esta última, ha aparecido una nueva comunidad entre aquellas de las que está constituido el mundo: ella misma –vera perfectaque respublica, o societas- república o sociedad perfecta, porque su objeto, su razón de ser, su fin, su autor mismo, es el Ser perfecto, el Soberano bien, Dios mismo. A las comunidades naturales se añade no obstante una comunidad sobrenatural, la Iglesia, cuya dignidad era de manera necesaria incomparablemente superior a la del resto, de igual modo que la salvación eterna y la eternidad sobrepujan incomparablemente a la salud temporal y el tiempo. A buen seguro, tal cosa planteaba algunos problemas.Aristóteles había considerado en realidad el caso de un hombre, o de un grupo, cuya virtud fuese incomparablemente superior a la del resto del cuerpo político. De ahí concluía que era menester darle a dicho hombre todo el poder, a menos que se le quisiera proscribir mediante el ostracismo[8]. A fin de cuentas la Europa medieval, en su relación con la iglesia, oscila entre estas dos posiciones. Según la primera lógica, se concedía a la Iglesia, y esta reivindicaba para sí, la «plenitud de poder» no solo en lo espiritual sino también en lo temporal. Según la segunda, se la excluía totalmente del poder temporal, de tal forma que el mundo humano se constituía como cerrado sobre sí mismo, bastándose a sí mismo bajo el poder del Emperador. Así lo quisieron Dante y Marsilio de Padua. En consecuencia, Aristóteles no valía como recurso para resolver el nuevo problema teológico-político pues no se pude decir que uno está en condiciones de resolver un problema cuando el principio de la solución puede engendrar dos soluciones estrictamente contradictorias con igual plausibilidad o legitimidad, esto es, cuando las premisas implican dos conclusiones contradictorias. Un accidente, que Aristóteles no había previsto, y que no podía prever, obligaba al hombre occidental a renunciar a la filosofía del estagirita.Para tener la suerte de encontrar la solución es menester independizarse tanto de la naturaleza como del accidente que no es natural, un accidente que Marsilio de Padua denominaba «esta causa [que] ni Aristóteles ni

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ningún otro filósofo de su época o anterior a él ha podido observar», este «milagroso efecto producido mucho tiempo después de la época de Aristóteles por la causa suprema fuera de las posibilidades de la naturaleza inferior y de la acción habitual de las causas en las cosas»[9]. Es preciso alejarse de la complejidad de los grupos y bienes, tanto naturales como sobrenaturales, descomponer la sociabilidad humana, tanto natural como sobrenatural, para posteriormente reconstruir el cuerpo político a partir del elemento que subsista al término de este esfuerzo de abstracción: la libertad del individuo. El nuevo cuerpo político, ni natural como la ciudad, ni sobrenatural como la Iglesia, es creado por la voluntad humana para dar efecto a lo que ella quiere.El movimiento de la modernidad se acompasa al ritmo de las etapas de la emancipación de la voluntad. No obstante, mientras que a lo largo de todo el siglo XIX la filosofía propiamente dicha persigue la radicalización de esta noción, uno constata, en el orden de la acción y de la teoría política, y a partir de una determinada fecha, un movimiento contrario o un contra-movimiento. La Revolución Francesa es el momento en que el movimiento de la Ilustración –podemos decir también: el liberalismo- se asusta ante los resultados de su acción. Se asusta de manera particular ante la noción de soberanía, de voluntad del pueblo, cuya acción en manos de la Convención ha ocasionado una terrible realidad. Según la fórmula tan sorprendente de Benjamin Constant, cabe decir que «hay pesos demasiado agobiantes para la mano de los hombres…»[10]. Mientras que la Iglesia católica, a consecuencia de la acción agresivamente antirreligiosa de la Revolución, iba durante el siglo XIX a explicitar y endurecer su oposición al movimiento de la política moderna, un componente de este movimiento, el componente propiamente liberal, iba a querer acercarse, si no siempre a la Iglesia, sí al menos al cristianismo o a la «religión» en general. En el momento de la Revolución francesa y como su resultado, y precisamente con relación al problema de la voluntad, se fija el dispositivo partidista sobre el que hemos vivido durante tanto tiempo.A la derecha, los conservadores o reaccionarios, como reacción precisamente a la Revolución, rechazan la voluntad[11]; ven en su ejercicio, en la reivindicación de su libre ejercicio, la fuente de todos los desórdenes. El hombre no vale sino como heredero pues recibe los bienes más preciosos de los que es capaz por herencia, o en la actitud propia del que hereda. Tal es la convicción de Burke, establecida desde el primer momento de la tempestad. En algunos, el movimiento de reacción va tan lejos que se ven obligados a sostener dos tesis extremas y perfectamente contradictorias, precisamente sobre el problema de la voluntad. Joseph de Maistre afirma por una parte: nada de lo que el hombre ha querido explícitamente puede ser bueno; y de manera simultánea plantea la existencia necesaria de una voluntad soberana para mantener unida la

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sociedad –y, podemos suponer, para reprimir los esfuerzos de las voluntades revolucionarias-, en resumen, una voluntad soberana encargada de reprimir la voluntad humana rebelde. A la izquierda, del lado de los revolucionarios, y más tarde de los socialistas y comunistas, se continúa por contra afirmando la voluntad humana, e incluso se promete que «la próxima vez» no se dejará que quede confiscada por «Termidor». En el centro se sitúa la situación intelectual más compleja e interesante: los liberales, lo acabo de mencionar, se ven apresados entre su herencia doctrinal y su nuevo temor ante el fenómeno revolucionario que sus doctrinas han podido suscitar, o en todo caso acompañar y facilitar. Recobra entonces la religión, o más bien halla –pues nunca había aparecido verdaderamente bajo esta luz- su crédito político y moral específicamente moderno. Su defecto se convierte en mérito, y aquello por lo que antaño, e incluso no hace mucho, se la criticaba es ahora objeto de alabanza pues ella es algo que está por encima de la voluntad humana. Al evocar el ataque de la Convención contra la Iglesia, Constant escribe con reconocimiento y satisfacción: «El más pequeño de los santos, en la más sombría de las aldeas, resistía con ventaja a toda la autoridad nacional dispuesta en batalla contra él»[12]. Singular afirmación por parte de este anticlerical que, por su nacimiento, educación y convicciones pertenece al siglo XVIII y cuyos antepasados hugonotes, como en 1793 los soldados de la armada revolucionaria, golpeaban en el pórtico de las iglesias, hasta «en la mas sombría de las aldeas», las imágenes de los santos. Pero ahora debemos dirigir nuestra mirada a Tocqueville pues nadie mejor que él analiza con mayor exactitud las dificultades y contradicciones de la nueva situación política y religiosa.

DEMOCRACIA Y RELIGIÓN SEGÚN TOCQUEVILLETocqueville, como la mayor parte de los liberales del siglo XIX, tiene la sensación de que existe algo de artificial y violento, de artificialmente violento si así puede decirse, en la hostilidad que el siglo XVIII había manifestado frente al cristianismo y la Iglesia. Es por ello por lo que a su juicio es preciso volver a una situación más «natural»: «Es una especie de aberración de la inteligencia, por medio de una suerte de violencia moral ejercida sobre su propia naturaleza, lo que aleja a los hombres de las creencias religiosas, pero una inclinación invencible les conduce de nuevo a ellas. La incredulidad es un accidente; solo la fe es el estado permanente de la humanidad»[13].Tocqueville apenas procura justificar estas proposiciones de tanto calado, pero su alcance político es claro. Si la religión tiene su apoyo en la naturaleza, puede prescindir del sostén de la institución política y, por tanto, el desmantelamiento del Antiguo Régimen e incluso la separación Iglesia/Estado, contrariamente a lo que pensaban la mayor parte de los

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católicos franceses, no son en ningún caso contrarios a los intereses de la religión. Más aún, y he aquí una de las principales articulaciones de su argumentación y del liberalismo post-revolucionario en general, en la medida en que se separa del orden político es como la religión puede ejercer mejor su beneficiencia política: «La religión, que entre los americanos no se inmiscuye jamás directamente en el gobierno de la sociedad, debe, pues, ser considerada como la primera de sus instituciones políticas, pues si no da el amor a la libertad, facilita singularmente su uso»[14].¿En qué sentido la religión facilita singularmente el uso de la libertad? Pues bien, ello depende de la relación que la religión mantiene con la voluntad.La democracia moderna se funda -este tema es el hilo conductor de mi exposición- en la emancipación de la voluntad. Ahora bien, esta emancipación, que conduce a la idea de una libertad total del hombre a la hora de decidir su destino, tiene dos consecuencias opuestas pero igualmente funestas. La primera radica en el miedo ante la libertad sin límite. Bajo el imperio de este miedo, el individuo moderno tiene la tentación de renunciar a dicha libertad, a esta soberanía de la voluntad que la democracia moderna le propone, que ella le presenta como legítima e incluso como sagrada. Hay pesos demasiado agobiantes para la mano de los hombres… No solo se recula ante la nueva libertad, sino que se corre el riesgo de abandonar hasta las antiguas libertades: «Cuando no existe autoridad alguna en materia de religión ni en política, pronto se asustan los hombres ante semejante independencia sin límites. Esa perpetua agitación de todas las cosas les inquieta y fatiga. Conmovido el mundo de las inteligencias, quieren al menos los hombres que todo sea firme y estable en el orden material, y al no poder ya recuperar sus antiguas creencias se dan a sí mismos un amo»[15].La emancipación de la voluntad puede así, de manera paradójica, incitar a los hombres a consentir con más facilidad el despotismo, sobre la base de la incertidumbre intelectual y moral en la que se ven obligados a vivir. Pero la emancipación de la voluntad tiene otra consecuencia, en suma contraria, y que tal vez sea más natural. En lugar de suscitar miedo, aquella puede suscitar en los hombres la envidia de ejercer dicha voluntad en toda su nueva amplitud. El hombre democrático tiene espontáneamente el sentimiento de que la voluntad humana, en cuanto voluntad del pueblo, tiene el derecho de poderlo todo, de tal forma que aprueba gustoso esta «máxima impía» según la cual «todo está permitido en interés de la sociedad»[16]. De resultas de ello la democracia moderna suscita una pasividad y un activismo nuevos. Estas dos consecuencias contrarias de la nueva libertad forman a una y de igual modo un nuevo despotismo: los unos son incitados a convertirse en déspotas, y los otros a ceder al despotismo. Ahora bien, la religión, al fijar el orden moral, al poner orden

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en el alma, hace menos perentorio el deseo democrático del orden material, y todo ello, por supuesto, al refutar la impiedad del «todo está permitido». «Al mismo tiempo que la ley permite al pueblo americano hacerlo todo, la religión le impide concebirlo y le prohíbe intentarlo todo»[17]. Atemperando simultáneamente tanto el nuevo activismo como la nueva pasividad, la religión ayuda al hombre democrático a no perder los estribos. La moneda, no obstante, tiene su reverso.En los Estados Unidos la religión está separada del Estado, del orden político, pero posee poder de influencia y de opinión en la sociedad. Conoce por tanto los inconvenientes que implícitamente conlleva todo poder de opinión, y en particular el de poner trabas a la libertad. Tocqueville llega a escribir: «La Inquisición nunca pudo impedir que circulasen en España libros contrarios a la religión de la mayoría. El imperio de la mayoría va más lejos en los Estados Unidos, pues ha suprimido hasta la idea de publicarlos»[18].De este modo, incluso en los Estados Unidos la Iglesia no escapa a la fatalidad del poder: ya no tiene poder político, ya no es religión de Estado, pero se ha convertido en un poder social, en religión de sociedad si así puede decirse. Y parece, según opinión de Tocqueville, que la libertad no ha ganado con ello.Nos encontramos entonces ante una extraña contradicción. Tocqueville parece afirmar que en los Estados Unidos la religión facilita de manera singular el uso de la libertad al disminuir singularmente la cantidad de libertad. Este es en efecto su modo de pensar, pero es menester precisarlo inmediatamente: la religión en los Estados Unidos facilita singularmente el uso de la libertad política al disminuir de manera singular la extensión de la libertad intelectual. Entonces no existe contradicción. En efecto, comprendemos fácilmente que los peligros de la libertad política se limitan de manera decisiva cuando, a diferencia de lo que sucede, por desgracia, en Europa, los ciudadanos no sostienen «ideas revolucionarias» sobre el hombre y el mundo, sino que se contentan de manera pacífica, en lo relativo a lo esencial de su vida moral, con ideas trasmitidas por la tradición religiosa.En verdad, este poder social de la religión es más un poder social que un poder de la religión. La chocante comparación con la España de la Inquisición corre el riesgo de inducirnos al error: no se trata en este caso de fanatismo religioso. Los americanos mismos comparten en suma el análisis de Tocqueville; este no hace sino reproducir adaptándolo a nuestras costumbres lo que ellos consideran sobre sí mismos. La religión forma parte de sus hábitos sociales y, bajo esta perspectiva, estos se vinculan a aquella. Se trata de conformismo, no de fanatismo. Tocqueville escribe: «Desde este mismo punto de vista [el de la utilidad] consideran los propios habitantes de los Estados Unidos las creencias religiosas. No sé si todos los

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americanos tienen fe en su religión, pues ¿quién puede leer en el fondo de los corazones? Pero estoy seguro de que la creen necesaria para el mantenimiento de las instituciones republicanas. Esta opinión no pertenece a una clase de ciudadanos o a un partido, sino a la nación entera; se la encuentra en todas las capas sociales»[19].Existe a buen seguro una gran dificultad. ¿Cómo la religión puede ser efectivamente útil si es considerada por los fieles bajo el punto de vista de la utilidad? En verdad, la concepción utilitaria de la religión es tan antigua como la política, pero supone, como sucedía en Roma a juicio de Montesquieu, la diferencia de clase entre un patriarcado incrédulo y una plebe creyente o incluso supersticiosa. Si consideramos la religión bajo el punto de vista de su utilidad, los patricios podían efectivamente utilizar las creencias sinceras de los plebeyos. ¿Pero es posible que la diferencia pase al interior del alma de cada ciudadano, que cada americano sea a la vez patricio incrédulo y plebeyo sincero? Esto es lo que supone Tocqueville. Ello solo es posible, evidentemente, si el ciudadano americano acepta dejar en la penumbra aquello que cree verdaderamente, lo que piensa de verdad. Semejante situación social y religiosa supone, como una de sus condiciones necesarias, una ausencia general de rigor intelectual.Tocqueville, como hemos recordado, había afirmado que la creencia estaba inscrita en la naturaleza del hombre y que por tanto no tenía necesidad del apoyo del Estado de tal forma que, contrariamente a lo que pensaban los católicos franceses y la Iglesia misma, la separación Iglesia/Estado era a la vez deseable y posible. ¿Pero qué sucede con esta afirmación fundamental si resulta que los hombres, que se suponía que creían «naturalmente», creen de hecho «socialmente»? La religión de los americanos se funda en principio sobre la separación rigurosa, por natural, entre fe y política; no obstante, la religión de aquellos aparece de hecho como la más política de las religiones. La separación religión/Estado produce un confusión entre religión y sociedad, en la que, si la libertad política sale ganando en este caso, la religión pierde en sinceridad, y la vida intelectual en claridad y honestidad. Vemos que las razones mismas que avanza Tocqueville para justificar y promover el acercamiento entre la religión antigua y la democracia moderna motivan a su vez el rechazo largo tiempo mantenido por parte de la Iglesia católica para prestarse a dicha reconciliación.La enseñanza más importante que podemos y debemos extraer de este examen del análisis realizado por Tocqueville, consiste en mandar a paseo definitivamente la opinión, avanzada y refutada por Tocqueville, según la cual existiría un «estado natural», por tanto, apolítico, de la religión. Esto supuesto, estamos en condiciones de afrontar la historia política del cristianismo de forma imparcial, es decir, como una sucesión de dispositivos teológico-políticos, de soluciones al problema teológico-político -un problema cuya historia nadie puede dar por cerrada debido a

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que por fin esta se desarrolla «conforme a la naturaleza de las cosas» o «conforme a la razón»-. Las soluciones se encadenan no porque la historia sea siempre más racional, sino porque cada solución acaba siempre por revelarse tan insatisfactoria como la anterior. Quisiera ensayar un esbozo de la historia de estas soluciones.

UNA BREVE HISTORIA POLÍTICA DE LA RELIGIÓNConsideremos de entrada la primera solución, la solución medieval. La Iglesia es la verdadera república, la sociedad perfecta, la asociación por excelencia en la que el hombre encuentra su fin último. El Papa, como vicario de Cristo, es el jefe terrestre de esta sociedad. Todas las otras asociaciones tienen, por así decir, un grado ontológico inferior. Están pues lógica y «naturalmente» subordinadas, en suma, a la asociación perfecta que, en la persona de su jefe, detenta la plenitud del poder (plenitido potestatis). Esta plenitud de poder puede ser concebida como directa o indirecta. La plenitud directa no es apenas practicable, y es a su vez contraria al mandamiento divino que ordena a los discípulos de Cristo dar al César lo que es del César. Además, la creación es buena en sí misma, y la naturaleza humana es capaz de organizar medianamente bien la ciudad terrestre por medio de la sola razón, como así lo prueban la política y la filosofía paganas de Grecia y Roma. De ahí que, de manera seria, solo se pueda considerar un poder indirecto que deja un espacio -subordinado pero bastante amplio- a la política humana, al Imperio. Pero entonces se arrastra una división y una incertidumbre permanente puesto que las dos lealtades dividen necesariamente el corazón de cada cristiano. Por lo demás, uno de los dos grandes protagonistas, el Imperio, no llega a cumplir su idea con un mínimo de plausibilidad. Es menester pues encontrar otra solución.La segunda solución es la de la monarquía nacional absolutista. Cada rey se ve y actúa como si fuese «emperador en su reino». Álzanse así una pluralidad de repúblicas perfectas -las monarquías nacionales- cuyos miembros, y en primer lugar sus jefes, tienen opiniones religiosas: son católicos o protestantes. La república cristiana perfecta, la túnica sin costuras -que en verdad jamás ha existido verdaderamente como tal, pero cuya idea ha influido notablemente en el espíritu de los hombres-, se desmiembra. Antes existía incoativamente la cristiandad; ahora existen religiones cristianas de Estado. El nuevo compromiso histórico es el siguiente: la religión sigue siendo un mandato, pero ese mandato es, en lo esencial, administrado por el soberano temporal: cujus regio ejus religio. Ahora bien, aquello que motivó la adopción de este sistema es también, a una, lo que lo hace intrínsecamente insostenible por contradictorio: una voluntad humana laica o profana declara ex officio y obliga a sus sujetos a reconocer que algo –la religión de Estado- es superior a toda voluntad humana. En el absolutismo, el príncipe es a la vez superior e inferior a la

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Iglesia que entroniza, cosa que provoca incómodas extravagancias como en el caso de Isabel de Inglaterra que, aunque jefe –Head- de la Iglesia anglicana, es doblemente incapaz, en cuanto laica y mujer, para distribuir los sacramentos, es decir, para cumplir los actos que constituyen la vida de la Iglesia. Este es el tipo de dificultad, o de contradicción, que caracteriza en cada caso la historia nacional. Se suponía que la monarquía nacional superaba la dualidad medieval entre sacerdote e imperio, que «reunía las dos cabezas del águila», de tal modo que los sujetos cristianos dejaban de «ver doble». Pero sucede todo lo contrario: la identidad del cuerpo político se enturbia por una parte, mientras que por otra, y de manera simultánea, la identidad del jefe teológico-político, el príncipe, se desdobla siempre cada vez más -siempre más absoluto, y por ende «más superior» a la Iglesia, para ser siempre más cristiano-. La escalada, evidentemente, no puede proseguirse de manera indefinida. El caso más interesante en este contexto es sin duda el de Luis XIV, pues la Revocación del edicto de Nantes revela de consuno la sublimidad y precariedad de su posición. Ciertamente, la fe del monarca es la primera causa de aquel, pero se trata más de un acto monárquico que católico. Luis XIV, que lo celebra como si de un nuevo Constantino o Teodosio se tratase, se encuentra años más tarde al borde del cisma con el papado, y por lo demás Inocencio XI hará sentir que la Revocación apenas le place. Este episodio contribuyó al choque de rechazo de la Gloriosa revolución inglesa, e hizo absoluta y definitiva la oposición de la opinión europea ilustrada al sistema del absolutismo. El soberano de la era absolutista da prueba de su soberanía dando mandatos religiosos, pero subordinándose más y más a la religión debilita cada vez más el motivo y el resorte de su soberanía. Es menester pues encontrar otra solución.Se pueden distinguir tres fórmulas de salida del absolutismo.La solución inglesa es por completo singular. Se trata de una versión a la vez caricaturesca y afable del absolutismo, razón por la cual, sin duda, se la denomina «liberal». Tras la Gloriosa Revolución y la subsiguiente Acta de Establecimiento, la aristocracia inglesa impone al Rey y al pueblo una religión de Estado, o más bien, quizás, de nación, que garantizaba que Inglaterra no retornaría al catolicismo así como tampoco se adheriría a una versión demasiado ardiente del protestantismo. La fuerza del Estado se pone tras la religión más débil. Digo: la religión más débil, porque de todas las variantes del cristianismo que se dividían y se dividen Europa, la única que era con todo rigor «increíble» era a buen seguro el anglicanismo ya que, si hacemos caso al epigrama de Joseph de Maistre, según él Dios se encarnó exclusivamente para los ingleses. Bien entendida, esta fórmula deja insatisfechos tanto a los que permanecían siendo católicos como a los protestantes fervorosos. Estos últimos recurrieron voluntariamente a la solución americana.

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Los protestantes ingleses, descontentos con la religión de Estado, cogieron el hábito, desde comienzos de los años 20 del siglo XVII, de emigrar lejos del Viejo Mundo para fundar en el Nuevo comunidades que se gobernasen a sí mismas y fuesen homogéneas en materia de religión, las townships de la Nueva Inglaterra puritana. El puritanismo se caracteriza por un cierto tipo de confusión entre lo religioso y lo político. Tocqueville señala: «El puritanismo no solo era una doctrina religiosa, sino que en muchos puntos se confundía todavía con las teorías democráticas y republicanas más absolutas»[20]. Cuando el absolutismo tendía, sin poder conseguirlo, a la afirmación exclusiva del mandato político utilizando el mandato religioso como materia, ocasión o pretexto para ejercitar aquel, el puritanismo –que lo fue- no reconocía otros mandatos legítimos que los religiosos, y únicamente la comunidad por entero estaba habilitada para hacerlos respetar. Este dispositivo es particularmente ambiguo. En efecto, si en la América puritana la religión regula todos los detalles de la vida social e incluso personal, y en la medida en que este poder es ejercido «democráticamente» por todos los miembros del cuerpo sobre cada uno y por cada uno sobre todos, entonces se puede describir este poder no como el de la religión sobre la sociedad, sino como aquel que la sociedad ejerce sobre sí misma por medio de la religión. Este equívoco, esta indeterminación, contiene la historia ulterior de América. Cada día trae consigo ocasiones en las que la sociedad se gobierna a sí misma, en las que la democracia trabaja por razones distintas a la puesta por obra de mandatos religiosos. Progresivamente, los americanos experimentaron que su sociedad asegura su fragua sobre sí misma, que ella actúa sobre y por sí misma. Permanecen sinceramente religiosos, pero los mandatos religiosos, que al principio constituían, por así decir, el todo de la vida, ocupan un lugar cada vez más restringido. No se quiere abandonarlos, son considerados todavía como algo digno de respeto, útil, pero el centro de gravedad de la vida social es sin embargo ya otro: la democracia, como trabajo de la sociedad sobre sí misma, se basta a sí misma. Puede entonces separarse por completo la religión de la política, y esta es la situación que observa y aprecia Tocqueville, y que he comentado más arriba.Ahora bien, durante todo este tiempo, ¿qué sucede en la Europa continental? El absolutismo, en base a la contradicción que he señalado antes, exaspera y pone trabas a la búsqueda de una soberanía absoluta del orden político sobre el religioso. Esta búsqueda da su filo político al movimiento continental de la Ilustración que, tras la expulsión general de los jesuitas, tan cargada de significado, culminará en la Constitución civil del clero. Con esta última concluye un ciclo teológico-político. Ha nacido la nación; ella ha tomado en suma todos los atributos de la Iglesia, ella es la vera perfectaque res publica por fin encontrada. Ciertamente, la forma-Nación no pone fin a los conflictos político-religiosos. Muy al contrario,

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suscita otros nuevos, y el primero, el más grande, precisamente a resultas de la Constitución civil del clero. Pensamos también en el Kulturkampf en la Alemania bismarkiana, en el combismo y en la expulsión de las congregaciones en Francia. Pero la Nación ejerce, además de su poder propiamente político, semejante poder espiritual que llega a ser -mucho más de lo que jamás han podido llegar a ser las monarquías incluso nacionales- a la vez Imperio e Iglesia. Es la Nación, eventualmente anticlerical, la que, más que el Rey-muy-cristiano, «reúne las dos cabezas del águila»: en agosto de 1914, los católicos franceses, jesuitas incluidos, se lanzarán con fervor para morir con gozo por esta Francia cuyo régimen republicano, algunos años antes, les había perseguido con bastante mala fe. La Nación suscita por toda Europa sacrificios que ningún rey ni ninguna Iglesia han obtenido ciertamente jamás.Desde el siglo XIX, por lo demás, los historiadores y filósofos de cada país verán en la construcción y desarrollo de las naciones, en cada caso de su nación, el sentido de la historia europea, de suerte que el problema teológico-político no aparece sino envuelto en el contexto nacional, antes como problema francés o alemán que como problema universal, como el problema teológico-político. La nación era la asociación humana por excelencia, la única res publica verdadera. Pero en Europa existían varias naciones, de tal modo que agosto de 1914 marca la fecha del comienzo del fin de la nación. Las guerras del siglo XX han agotado los encantos de la sacra nación. La nación, que ha triunfado sobre la Iglesia en cuanto república perfecta, está actualmente en Europa a su vez en trance de desaparición.Estamos por tanto al final de un ciclo. La situación parece más bien satisfactoria en Europa occidental, en todo caso apaciguada. Los protagonistas están débiles y cansados. La Iglesia ha sido completamente domesticada por la nación; la nación, por su parte, está agotada. Su desaparición se inscribe en un doble desarrollo a propósito del cual las voces autorizadas subrayan a porfía su carácter irresistible: por una parte, la emigración masiva de poblaciones no cristianas y, por otra, la construcción de una Europa que se dice supranacional. El instrumento y el marco de solución del problema teológico-político occidental, esta forma-Nación que parecía desde hace tiempo el horizonte político y espiritual último, no tiene ya futuro. De ahí que podamos conjeturar la reviviscencia del problema bajo formas inéditas. La legitimidad democrática se basta hoy en día ciertamente a sí misma por toda Europa, y la «privatización» de la religión, ampliamente extendida, ha suprimido casi todas las ocasiones de conflicto. Pero puesto que el marco de ejercicio de la democracia, a saber, la nación, está en vías de extenuación, vendrá rápidamente a primer plano el problema de la definición de un nuevo marco. La democracia como autonomía de los individuos y de los grupos no puede ser suficiente para

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definir el espacio público. La religión está necesariamente interesada en el problema cada vez más urgente de la «definición de sí» de Europa. Por lo demás, al final de este ciclo, la incertidumbre es también propiamente religiosa. La disminución muy visible de la práctica religiosa no debe conducirnos a afirmar dogmáticamente que esta tendencia está destinada a proseguir tal cual de manera indefinida. Bossuet ha formulado perfectamente uno de los dos motivos de nuestra incertidumbre a este respecto: «Los sentimientos de la religión son la última cosa que se desvanece en el hombre, y la primera que el hombre tiene en cuenta…». Suceda lo que suceda en un futuro, podemos al menos intentar analizar de manera más precisa la situación presente.

LA SITUACIÓN PRESENTELo que define a la Iglesia como actor en el mundo humano, como «masa espiritual», es que ella atesora un pensamiento propio: ella dice algo sobre el hombre. Por ello mismo, como señalaba Tocqueville, limita el arbitrio de la voluntad democrática, de la soberanía democrática, haciéndole caer en la cuenta que no es posible hacer del hombre cualquier cosa. Simultáneamente, el pensamiento de la Iglesia envuelve mandatos que está en la naturaleza misma de la Iglesia, y en suma en su deber, que los quiera hacer respetar. La Iglesia tiende por ello necesariamente a usurpar la única instancia de mandato legítimo en democracia: el gobierno.Se dirá que este problema ha sido resuelto precisamente por la separación Iglesia/Estado, única solución viable del problema teológico-político. En realidad, cuando se considera la cuestión del gobierno, o del mandato, uno constata en qué medida la separación, lejos de ser una solución estable que dejaría a los dos protagonistas en condición pareja, es un proceso sin término que supone la domesticación indefinidamente creciente de la Iglesia.El fundamento político, jurídico y moral de la separación es que la religión es una cosa privada. Ahora bien, esta idea, polémicamente decisiva en el proceso de desestabilización de la Iglesia, es mucho menos consistente de lo que se piensa en general. Pretende afirmar que tengo derecho a celebrar o no la Pascua, como tengo derecho a terminar mi comida tomando queso o un postre: Privat-sache. Se nos escapa entonces la cuestión decisiva: ¿tiene o no la Iglesia el derecho de mandarme? La respuesta liberal, y por ende razonable, será: sí, si usted ha consentido previamente a su mandato; no, en caso contrario. Sea, pero la cuestión entonces es esta: ¿Cómo se organizan e institucionalizan la búsqueda y la obtención de dicho consentimiento? No se puede hablar del consentimiento como si fuese un dato existente por sí mismo y simplemente disponible o no: dicho consentimiento no aparece sino por medio de una institución que lo hace manifiesto, y algunas veces lo produce. ¿Cómo la Iglesia puede hacer que aparezca el consentimiento a

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sus mandatos? ¿Qué facilidades, qué obstáculos encuentra para obtenerlo? Después de todo, un gobierno democráticamente elegido, fundado pues él también, en principio, sobre el consentimiento, y que exige obediencia a aquellos mismos que no lo han votado, ¿debe acaso odiarlos como Voltaire odiaba a la Iglesia? ¿Tendría la Iglesia el derecho de invocar un consentimiento de este género? Brevemente, la separación Iglesia/Estado, de lo privado y lo público, se funda en una desigualdad esencial de los consentimientos que da una ventaja decisiva a la institución pública sobre la «privada». La desigualdad de los consentimientos exigidos traduce, en el régimen de separación, la superioridad esencial del Estado sobre la Iglesia.En este marco extremadamente desventajoso, la Iglesia, la institución religiosa, tiene en suma que elegir entre dos opciones. Puede tomar a la letra el régimen de la separación, hacer como que parece que cree en la Privatsache; ella busca entonces gobernar a los hombres en tanto en cuanto puede tal cosa, en el marco bien seguro y dentro de los límites de lo que le es permitido por el régimen de la separación. Es poco a poco lo que intenta hacer en Francia la Iglesia católica entre la adhesión a la República y el Concilio Vaticano II. Pero gobernar significa gobernar. Gobernar en la sociedad civil no es tan diferente como gobernar en el Estado. Dado que la realidad del gobierno echa a perder la convención constitutiva del régimen de separación, la marcha de la Iglesia es muy dificultosa: en primer lugar en la práctica, pues el Estado es necesariamente hostil, o al menos poco complaciente; y en segundo lugar moralmente, pues la Iglesia es entonces estructuralmente hipócrita. Ella no puede jugar todo su papel en la sociedad civil más que al ejercer una «energía de gobierno» que le da necesariamente un papel cuasi, o para-político, en verdad un papel político, realidad necesaria que ella necesariamente debe negar. Tengo la tentación de afirmar: solo cuando lo acepta mal, puede la Iglesia desempeñar bien el papel exclusivamente privado que se le concede bajo el régimen de la separación. Esta situación es tan incómoda, está expuesta a tantos desengaños, que la Iglesia abraza con alivio la segunda opción, esto es, la de Iglesia post-conciliar. Ella deja de presentarse como el gobierno más necesario y salvífico, haciendo todo lo posible en una situación política contraria al bien de la almas; realiza simplemente la crítica de todos los gobiernos, incluido en este caso el que a lo largo de los siglos fue el gobierno de la Iglesia; se hace «bella alma» colectiva, se presenta a los hombres como «portadora de ideales y valores». Un «ideal» o «los valores», a diferencia de una ley, es algo que no puede ser mandado; es algo que solo se deja a la libre iniciativa, a la «creatividad» de cada uno –pues el hombre es «creador de valores»-. La Iglesia escapa a lo incómodo de su situación política al trasformar sustancialmente el carácter de lo que anuncia. Desde hace una generación, las Iglesias proponen los «valores cristianos», a los cuales, a diferencia no solo del viejo decálogo sino

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también del gobierno de la democracia, es imposible tanto obedecer como desobedecer. La Iglesia repite, de forma más enfática, lo que la democracia dice de sí misma. Bajo esta rúbrica de los «valores», solo se puede esperar que se escuche, o al menos se oiga, el «mensaje evangélico» al practicar una emulación humanitarista e igualitarista. Suponiendo que la democracia, según Tocqueville, tenga necesidad de un freno que facilite el buen uso de la libertad, la religión, una vez que ha alcanzado este estado verdaderamente «ideal», no puede ser ciertamente quien lo suministre: ella acompaña simplemente a la democracia tanto en su marcha razonable como en su curso alocado.¿Debemos entonces concluir tras este largo recorrido que las primeras reacciones fuertemente negativas de la Iglesia frente a la democracia estaban en suma bien fundadas puesto que tras dos siglos de una historia confusa, y a menudo conflictiva, la democracia, como institucionalización de la soberanía humana, parece haber sometido por completo a las Iglesias cristianas, e incluso a la Iglesia católica, durante largo tiempo la más rebelde? La conclusión sería temeraria. Como ya he indicado al considerar el destino de la nación, la soberanía humana, fundamento de la democracia moderna, no es el autor inmediato del marco en el que ella se ejerce. No puede serlo. Se ejerce en el marco de la ciudad, de la nación, del imperio, de la Tierra misma, ella misma no decide de manera inmediata sobre él: esta decisión no está contenida en los principios de la democracia. La inscripción política, y en primer término territorial, de la democracia es esencialmente indeterminada. Depende de la herencia histórica, de la acción de grandes hombres sin mandato, del simple azar. La realización de la soberanía humana manifiesta al mismo tiempo la impotencia y la ignorancia humanas, la desproporción entre las voluntades democráticamente inscritas o registradas y la suma de las voluntades. La democracia aparece entonces como una figura parcial y contingente, aunque brillantemente esclarecida, recortada en la tela de la humanidad total que comprende tanto a los muertos como a los vivos y a los que van a nacer. Esta Humanidad total, sin inscripción política posible, que hace surgir necesariamente la democracia como la sombra de su luz, ¿dónde está? ¿En qué registros se inscribe? ¿En el de la naturaleza? Pero precisamente la humanidad moderna se pretende soberana de la naturaleza y de su propia naturaleza. Al afirmar su soberanía indeterminada sobre ella misma, la humanidad democrática declara en suma que se quiere pero se ignora. La Iglesia de ayer denunciaba con indignación la impiedad de esta voluntad; la de hoy en día, en sus representantes más sagaces, remarca, con una benevolencia teñida de ironía, el alcance de esta ignorancia. La sumisión política de la Iglesia a la democracia es quizás, finalmente, acertada. La Iglesia, por las buenas o por las malas, se ha plegado a todas las demandas de la democracia. Esta última, de buena fe, no tiene reproche

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esencial ninguno que hacerle, ni reivindicación esencial que presentarle. No obstante, puede escuchar la cuestión que la Iglesia plantea y que es la única en hacerlo, la cuestión quid sit homo -¿qué es el hombre?-. Pero la democracia no puede ni quiere de ningún modo responder a esta cuestión. A la democracia, la soberanía política y la impotencia dialéctica; a la Iglesia, la sumisión política y la ventaja dialéctica. La relación que engrana el movimiento de la Ilustración se ha invertido en suma hoy en día. Nadie sabe lo que pasará cuando la democracia y la Iglesia se aperciban de ello.

Texto publicado en la obra colectiva L’Individu, le Citoyen, le Croyant, junto con Pierre Collin, Pierre Maraval, Michaël Löwy, Jean-Marc Ferry y Jacques Rollet, Publications des facultés universitaires Saint-Louis, Bruselas, 1993. Reeditado en Manent, P. (2007), Enquête sur la démocratie, París, Gallimard.

Notas[1] Lustiger, J. M. (1987), «La dimension spirituelle de l’Europe», en Commentaire, nº 39.[2] Denzinger, H., Enchiridion symbolorum et definitionum, 13ª ed., Friburgo, 1920, pp. 428–9.[3] Ibid., p. 536.[4] Todavía en 1907, la notable exposición doctrinal que es la encíclica Pascendi sitúa el «agnosticismo» como el fundamento filosófico del «modernismo».[5] Cf. las encíclicas Quanta cura (de 8 de diciembre de 1864) y Divini Redemptoris (de 19 de marzo de 1937).[6] Besançon, A. (1978), La Confusion des langues, París, Calmann-Lévy.[7] Garrigues, J. M. (1984), L’Église, la Société libre et le Communisme, París, Julliard.[8] Cf. Aristóteles, Política, Libro III, capítulo XI.[9] Marsilio de Padua (1989), El defensor de la paz, I, 1, § 3, (trad. de L. Martínez Gómez), Madrid, Tecnos.[10] Constant, B., Principios de política, capítulo I. Este es el párrafo completo en el que se enmarcan las palabras de Constant: «Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimitada, se crea y se lanza al azar en la sociedad humana un grado de poder demasiado grande en sí mismo, y que es un mal cualesquiera sean las manos en que se le coloque. Confiadle a uno solo, a varios, a todos, e igualmente seguirá siendo un mal. Podéis atacar a los depositarios de ese poder, y según las circunstancias, acusaréis por turno a la monarquía, la aristocracia, la democracia, los gobiernos mixtos, el sistema representativo. Cometeréis un error: es el grado de fuerza y no los depositarios de esta fuerza lo que debe ser denunciado. Es contra el arma y no contra el brazo que hay que obrar con severidad. Hay

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pesos demasiado agobiantes para la mano de los hombres. El error de aquellos que de buena fe, en su amor por la libertad, han acordado un poder sin límites a la soberanía del pueblo, viene del modo como se han formado sus ideas en política. Han visto en la historia una minoría de hombres o incluso a uno solo en posesión de un inmenso poder que hacía mucho daño; pero sus iras se dirigieron contra los poseedores del poder y no contra el poder mismo. En lugar de destruirle, no han aspirado sino a desplazarle. Era una plaga, ellos lo han considerado como una conquista. Lo traspasaron a la sociedad entera. Pasó de ésta a la mayoría, de la mayoría a las manos de algunos hombres, y a menudo a uno solo. Ha hecho tanto mal como antes, y se han multiplicado los ejemplos, las objeciones y los argumentos contra todas las instituciones políticas». [N. del T.][11] Rials, S. (1985), «La droite ou l’horreur de la volunté», Le Débat, nº 33.[12] De l’esprit de conquête et de l’usurpation, II, 7, p. 216 en Constant, B., Écrits politiques, textos elegidos, anotados y presentados por Gauchet, M. (1997), París, Gallimard.[13] Tocqueville, A. (2006), La democracia en América (trad. de Dolores Sánchez), T. I, 2.ª parte, cap. IX, Madrid, Alianza Editorial, pp. 426–7. (N. del T.: Traducción sustancialmente modificada por nosotros.)[14] Ibid., p. 421.[15] Ibid., T. II, 1.ª parte, cap. V, p. 34. (N. del T.: Traducción parcialmente modificada por nosotros.)[16] Ibid., T. I, 2.ª parte, cap. IX, p. 421.[17] Ibid.[18] Ibid., T. I, 2.ª parte, cap. VII, p. 371.[19] Ibid., T. I, 2.ª parte, cap. IX, p. 421.

[20] Ibid., T. I, parte 1.ª, cap. II, p. 67. [N. del T.: Traducción parcialmente modificada por nosotros.]