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UNA TAREA URGENTE PARA LAS UNIVERSIDADES EN LAS NUEVAS SOCIEDADES DE CONOCIMIENTO Mariano CORBÌ Publicado en: MENDOZA Carlos & PATIÑO Hilda (coords.). La universidad de inspiración cristiana en tiempos de postcristiandad (México: UIA, 2007) 1. Un poco de antropología. Para fundamentar lo que voy a decir, tengo que partir de un planteo antropológico. Los animales tienen un sistema de adaptación lenta al medio. Puede durar millones de años. Su sistema de vida está determinado genéticamente. Para que se produzcan en ellos cambios de importancia en su relación con el medio, tienen que cambiar de especie. En nuestra especie, la vida inventó un procedimiento de evolución y adaptación rápida al medio. Fue una solución hábil: se dejó fijada la morfología, la condición sexuada y la condición simbiótica: los humanos, para sobrevivir lo hemos de hacer en grupo; en cambio se dejó indeterminado cómo sobrevivir en el medio, cómo organizar la relación sexual y la cría, cómo organizar la colaboración simbiótica; y se creó genéticamente un instrumento con el que concluir nuestras indeterminaciones genéticas, al paso de los cambios de las circunstancias: la lengua. La competencia ligüística es genética, las lenguas concretas son creación. Gracias a la lengua, nuestra especie sustituyó la estructura rígidamente binaria de los animales, fijada genéticamente: un sujeto de necesidades, en un medio; por una estructura ternaria: un sujeto de necesidades, en un medio donde satisfacer esas necesidades, y la lengua como intermediaria. Para los animales, el medio, “lo que hay ahí”, y “lo que significa y vale para el viviente” son lo mismo e inseparables. Para los animales, las cosas se agotan y se identifican con lo que significan, lo que valen para su supervivencia. Para nosotros los humanos, gracias a la intermediación de la lengua, “lo que hay ahí” y “lo que significa para mí” ya no se identifican, ni son inseparables. Se han separado porque las cosas ya no se agotan en lo que significan para los hombres.

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UNA TAREA URGENTE PARA LAS UNIVERSIDADES EN LAS NUEVAS SOCIEDADES DE CONOCIMIENTO

Mariano CORBÌ

Publicado en: MENDOZA Carlos & PATIÑO Hilda (coords.).

La universidad de inspiración cristiana en tiempos de postcristiandad (México: UIA, 2007)

1. Un poco de antropología.

Para fundamentar lo que voy a decir, tengo que partir de un planteo

antropológico.

Los animales tienen un sistema de adaptación lenta al medio. Puede durar

millones de años. Su sistema de vida está determinado genéticamente. Para que se

produzcan en ellos cambios de importancia en su relación con el medio, tienen que

cambiar de especie.

En nuestra especie, la vida inventó un procedimiento de evolución y adaptación

rápida al medio. Fue una solución hábil: se dejó fijada la morfología, la condición

sexuada y la condición simbiótica: los humanos, para sobrevivir lo hemos de hacer en

grupo; en cambio se dejó indeterminado cómo sobrevivir en el medio, cómo organizar

la relación sexual y la cría, cómo organizar la colaboración simbiótica; y se creó

genéticamente un instrumento con el que concluir nuestras indeterminaciones genéticas,

al paso de los cambios de las circunstancias: la lengua. La competencia ligüística es

genética, las lenguas concretas son creación.

Gracias a la lengua, nuestra especie sustituyó la estructura rígidamente binaria

de los animales, fijada genéticamente: un sujeto de necesidades, en un medio; por una

estructura ternaria: un sujeto de necesidades, en un medio donde satisfacer esas

necesidades, y la lengua como intermediaria.

Para los animales, el medio, “lo que hay ahí”, y “lo que significa y vale para el

viviente” son lo mismo e inseparables. Para los animales, las cosas se agotan y se

identifican con lo que significan, lo que valen para su supervivencia.

Para nosotros los humanos, gracias a la intermediación de la lengua, “lo que hay

ahí” y “lo que significa para mí” ya no se identifican, ni son inseparables. Se han

separado porque las cosas ya no se agotan en lo que significan para los hombres.

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La lengua usa un artificio muy sencillo para lograrlo: traslada el significado que

para nosotros tienen las cosas que nos rodean del medio a un soporte acústico. Así se

logra separar “el significado que las cosas tienen para mí” de “las cosas mismas”. Lo

que puede significar un “árbol” para nosotros se traslada del “árbol físico” al soporte

acústico “árbol”. Así puedo distinguir entre “eso que hay ahí, independiente de mí” y lo

que “eso que hay ahí, importa para mis necesidades”.

Al separar el “árbol que hay ahí” “de la utilidad que puede tener para mí”, mi

relación con el árbol no queda fijada y puedo tener una relación diferente cuando

convenga. Mi relación con el árbol puede ser alimenticia, de leñador, de fabricante de

muebles, de biólogo, etc. Los animales tendrían con el árbol una relación, más o menos

compleja, pero fijada.

El resultado de la mediación de la lengua en nuestra relación con el medio es que

podamos diferenciar “las cosas que hay ahí”, del “significado que puedan tener para

mí”. Sabemos que las cosas nos son pertinentes, tienen significados para nuestras vidas

necesitadas, pero sabemos, también, que las cosas no son ese significado, que pueden

tener otros significados. Su ser no es relativo a mí, su ser es independiente de mi

existencia o no existencia, su ser es sin relación a mí, en ese sentido es absoluto.

Por consiguiente, si las circunstancias se alteran, las cosas pueden tener otros

significados. Eso significa que los humanos podemos cambiar nuestro modo de vida, si

conviene; podemos interpretar, valorar y vivir la realidad y a nosotros mismos de otra

forma, si es necesario.

2. La doble experiencia de lo real.

La consecuencia de nuestra estructura de “animales que hablan” es que

tengamos una doble experiencia de la realidad que nos rodea y de nosotros mismos: (i)

una en función de nuestras necesidades, que es una experiencia relativa; (ii) y otra sin

relación ninguna con nuestras necesidades, que es una experiencia absoluta.

Precisamente porque tenemos la experiencia de lo absoluto de la realidad,

podemos cambiar nuestro modo de vida y nuestro sistema de programación cuando

convenga. Por esta causa no tenemos una naturaleza fijada, como los restantes animales.

Nos la construimos nosotros mismos, diferente, según los modos de vida.

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Esa “doble experiencia de lo real” y “no tener una naturaleza fijada” es nuestra

cualidad específica; eso es lo que nos diferencia del resto de los vivos. Si perdiéramos

la doble experiencia de lo real y su consecuencia, no tener una naturaleza fijada,

perderíamos nuestra cualidad específica y regresaríamos a la pura condición animal.

Habrá, pues, que cultivar explícita y convenientemente la experiencia de las dos

dimensiones de la realidad, porque esa es la única manera de conservar nuestra cualidad

específica y la única manera de conservar la flexibilidad, con respecto al medio, de esa

nuestra naturaleza no-naturaleza.

Tendremos que programarnos tanto en el ámbito de nuestra experiencia

funcional y práctica de la realidad, como en el de la experiencia absoluta y gratuita.

3. La programación de las sociedades preindustriales y la aparición de la

religión.

La cultura fue el procedimiento que utilizamos los humanos para completar

nuestra indeterminación genética. Hablando entre nosotros nos construimos una

naturaleza viable.

¿Cómo operó la cultura?

En la larga etapa preindustrial de nuestra historia, se completó la

indeterminación genética mediante narraciones sagradas, mitos, símbolos y rituales.

Mediante ellos se dictaba a los colectivos cómo interpretar la realidad, cómo valorarla,

cómo organizarse y trabajar, cómo actuar y vivir. Mediante un habla constitucional, un

habla programadora, la mítica, se estructuraba de una determinada manera el pensar, el

sentir, la acción y la organización.

¿Cómo estaban construidas esas narraciones sagradas, mitos, símbolos y

rituales?

De una forma muy adecuada a nuestra condición de animales vivientes. La

acción que era central para la sobrevivencia del grupo, v. gr. matar al animar y

comerlo, en el caso de los cazadores; trocear los tubérculos o desgranar las mazorcas o

desgranar las espigas y enterrarlas para que den fruto, para los agricultores primeros;

pelear para mantener en vida a los animales, para los ganaderos, etc. se convertía en

patrón, metáfora central desde la que se interpretaba y valoraba la realidad.

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La metáfora central funcionaba a modo de patrón o paradigma desde el que se

estructuraba y valoraba toda la realidad de forma unitaria.

Las narraciones sagradas, los mitos y los símbolos hablan de los diferentes

aspectos de la realidad y de las diversas actuaciones necesarias del grupo, configurando

y estructurando todos esos aspectos desde la metáfora central.

Así se estructuraron y programaron los colectivos humanos durante la larga

etapa preindustrial.

Desde esa misma metáfora central configuradora, o paradigma, se hablaba de la

dimensión absoluta de la existencia. Según esa metáfora central se la representaba y se

la cultivaba.

Así pues, las narraciones sagradas, los mitos, los símbolos y los rituales hacían

un doble papel: (i) programaban la dimensión relativa de la vida humana, la que estaba

en función de la supervivencia y (ii) representaban y cultivaban la dimensión absoluta,

gratuita.

Este tipo de estructura cultural (una forma preindustrial de vivir, más las

narraciones sagradas, los mitos, los símbolos y los rituales) que completaba la

indeterminación genética respecto a la dimensión relativa de nuestra experiencia de la

realidad y que representaba y servía de patrón de cultivo de la dimensión absoluta de

nuestra experiencia de la realidad, es lo que se llamó religión.

Por tanto, las religiones estaban generadas a partir de una acción central del

grupo, con la que fundamentalmente se sobrevive, (matar animales y comerlos, cultivar

granos y tubérculos, cuidar animales, controlar grandes ríos mediante organizaciones

sociales autoritarias para poder cultivar), acción que siempre estaba cargada

axiológicamente.

Esa misma acción central, cargada axiológicamente, funcionaba como metáfora

central que se extendía a todos los ámbitos de la vida del grupo. También se extendía a

la experiencia absoluta de la realidad.

Por consiguiente, esta estructura estaba ligada a condiciones preindustriales de

vida. La religión, según esto, sería el modo adecuado a las condiciones preindustriales

de vida para vivir la dimensión absoluta de nuestra experiencia de la realidad.

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4. El arranque de la crisis de las religiones.

Cuando los pueblos empezaron a vivir de la industria, toda esta estructura se

desarticuló, porque la operación central con la que los grupos sobrevivían, ya no era una

operación cargada de axiología, sino una operación abstracta.

Desde una operación abstracta no se puede construir una metáfora capaz de

funcionar como patrón para construir un mundo y un modo de vida apto para un

viviente que, como tal, tiene que vivir en un entorno axiológico.

De hecho, a medida que los grupos sociales se industrializaron, se alejaron de la

religión y sustituyeron las religiones por las ideologías.

Pero las ideologías sustituyeron sólo en parte a las religiones. No fue necesario

que lo hicieran del todo, porque en la época de vigencia de las ideologías, se vivió en

sociedades mixtas: grupos minoritarios, más o menos extensos, que vivían de la

industria, viviendo en el seno de grupos más amplios y mayoritarios que, a su vez,

vivían de la vieja forma preindustrial.

Así hemos vivido en la mayoría de los países hasta el último cuarto del siglo XX:

mayoría preindustrial, con sistema mítico, simbólico y religioso de programación

colectiva, y minoría industrial, alejada de la religión y programada con ideologías.

La generalización de la industrialización en el seno de las sociedades barre por

completo, en las sociedades desarrolladas, el modo de vida preindustrial. A esa

generalización de la industrialización le acompaña la entrada de la segunda

industrialización. En ella, los grupos sociales empiezan a vivir de la creación continua

de conocimientos y tecnologías y, a través de ellas, de la continua innovación de

productos y servicios.

Con ese nuevo tipo de sociedad, las religiones entran en una completa crisis y las

ideologías también entran en crisis, porque las ideologías correspondían a la primera

industrialización.

Entonces se forma una nueva sociedad mixta, constituida, esta vez, por una

mayoría industrial y una minoría inmersa en las sociedades de conocimiento. La

sociedad preindustrial ha desaparecido de esa nueva sociedad mixta.

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En esa nueva sociedad mixta de los países desarrollados, los factores que

generaban esa peculiar estructura cultural que llamamos “religión”, han desaparecido.

Falta la actuación central preindustrial que se convertía en metáfora central.

Las religiones están sin humus, y las gentes están desertando de ellas, no porque

las religiones carezcan de riqueza y de valor, sino porque se han convertido en

culturalmente inviables.

5. El final de la religión como sistema de creencias.

Estos tránsitos nos están creando un grave problema, porque con estos cambios,

nos hemos quedado sin el procedimiento central de cultivo de la dimensión absoluta de

la realidad.

Muchos países, los desarrollados, se están quedando sin lo que durante milenios

ha sido el procedimiento central de representación y cultivo de la dimensión absoluta de

nuestra experiencia de la realidad.

Hemos visto que la doble experiencia de lo real es nuestra cualidad específica, lo

que nos diferencia de las otras especies. Por consiguiente, para mantenernos humanos

debemos cultivar las dos dimensiones de la realidad. Si dejáramos de cultivar la

dimensión relativa, moriríamos; pero si dejáramos de cultivar la dimensión absoluta,

perderíamos o dañaríamos gravemente nuestra cualidad específica.

Ha sido esa cualidad específica la responsable de la flexibilidad de nuestra

especie, que le ha permitido adaptarse, en todo momento, a los cambios de condiciones

de vida.

Durante la larga etapa preindustrial, casi tan larga como la historia de nuestra

especie, lo que hemos llamado religión ha programado a los colectivos. Y lo ha hecho a

partir de la ocupación central con la que los grupos sobreviven, tomada como metáfora

central o paradigma. Desde ella se construyó un modo de vida viable y, a la vez, se

proporcionó una representación y forma de cultivo de lo absoluto, adecuada a las

concretas condiciones de vida.

Cuando se termina el modo de vida preindustrial, se termina la estructura

cultural “religión”; pero con ella no se termina la necesidad de cultivar la dimensión

absoluta de la realidad para preservar nuestra cualidad específica. Con el fin de la

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religión no se termina la necesidad de cultivar la dimensión absoluta de la realidad, lo

que podríamos llamar dimensión espiritual de nuestra vida. La llamamos “dimensión

espiritual”, sin referirnos a una antropología que sostiene que somos cuerpo y espíritu,

sino apuntando a esa otra dimensión que, porque es gratuita para un pobre animal

viviente, resulta sutil, inasible.

Las sociedades preindustriales eran estáticas porque vivieron durante miles de

años fundamentalmente de la misma manera. Establecían modos de vida que no debían

moverse, que evitaban el cambio, cuando menos en cuestiones fundamentales. Las

sociedades se programaban para la estabilidad y para bloquear el cambio. Y lo hacían

sosteniendo que las narraciones sagradas, los mitos, símbolos y rituales con los que se

estructuraban, procedían de los dioses y de los antepasados sagrados, eran revelación.

Por tanto, lo que decían, debía ser creído, excluyendo toda duda.

El sistema mítico sustentaba, pues, un sistema de creencias y sobre ellas se

articulaban los colectivos, tanto en su aspecto práctico y ordenado a la sobrevivencia,

como en el aspecto que se refiere a la dimensión absoluta del vivir.

Las nuevas sociedades industriales, en cambio, son sociedades que viven y

prosperan creando nuevos conocimientos y nuevas tecnologías y, a través de ellas,

nuevos productos y nuevos servicios. No son, pues, sociedades estáticas que viven

haciendo siempre fundamentalmente lo mismo, sino sociedades que viven de la

innovación y el cambio. Por tanto, no pueden articularse y estructurarse apoyándose en

narraciones sagradas que sustentan sistemas de creencias, base de maneras de interpretar

la realidad y de valorarla fijadas e intocables, que a su vez sustentan formas de

actuación y organización intocables.

6. El cultivo no religioso de la dimensión absoluta de nuestra experiencia de

la realidad.

Las nuevas sociedades industriales de innovación y cambio tienen que

articularse en torno de postulados muy amplios, como la libertad, la democracia, la

equidad, la igualdad, etc., que son como matrices vacías de concreción, pero que

apuntan en una dirección del interpretar, el valorar y la actuación.

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Esos postulados-matriz no son revelados, sino que son postulados por las

comunidades humanas; podrán, por tanto, retocarse, ampliarse o cambiarse cuando las

circunstancias lo requieran.

Esos postulados-matriz tendrán que concretarse y trasformarse, al ritmo que

marquen las innovaciones científicas y tecnológicas y sus consecuencias en los modos

de vida, de actuación y organización. Esas concreciones, siempre dispuestas al cambio,

supondrán también cambios en los valores y sistemas de cohesión colectiva. La

concreción de los postulados-matriz son los proyectos concretos de vida.

Las nuevas sociedades industriales, que son sociedades dinámicas, deben estar

dispuestas al cambio y deben motivarlo. Por ello, tienen que excluir las creencias,

porque fijan el pensar, el sentir, la actuación y la organización. No pueden, pues,

basarse ni edificarse sobre narraciones sagradas, mitos y símbolos, ni sobre las creencias

que sustentan esas construcciones lingüísticas, sino sobre los postulados y los proyectos

colectivos que siguen y dirigen las innovaciones y el cambio.

Tampoco se podrá partir de las ideologías, porque las ideologías correspondían a

la situación de la primera industrialización, que no vivía de la innovación y el cambio,

sino de la fabricación repetitiva de productos y servicios. Eran sociedades que

cambiaban frecuentemente, pero que no vivían de la innovación y el cambio y que no se

interpretaban como sociedades de cambio.

Las sociedades de la primera industrialización ya no se basaban en narraciones

sagradas, consideradas “reveladas”, sino que se basaban en teorías filosóficas y datos

científicos que pretendían “descubrir”, “desvelar” la naturaleza misma de las cosas. No

iban a parar a creencias religiosas sino, con frecuencia, a creencias laicas.

En el pasado fueron las religiones las que concretaron las formas de

representación y cultivo de la experiencia humana de la dimensión absoluta de la

realidad. Pero lo hicieron en condiciones de vida estáticas y preindustriales. Ahora las

religiones no resultan ser procedimientos aptos para hacer ese papel en las nuevas

sociedades. Hay que buscar y crear otra manera de hacerlo. Y se tendrá que contar con

los postulados y los proyectos colectivos. Pero esos postulados y proyectos no podrán

ser usados como metáforas, como en el pasado preindustrial, para representar y cultivar

la dimensión absoluta de lo real, porque la nueva epistemología, que sabe que todo es

construcción humana, no lo permite.

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Para encontrar esas nuevas maneras de vivir y representar la dimensión absoluta

de nuestra existencia, la antropología tendrá que reconocer que nuestra especie tiene una

doble experiencia de la realidad: una experiencia relativa a nuestras necesidades y otra

experiencia no relativa, absoluta, porque no tiene nada que ver con nuestras

necesidades. Esa doble experiencia es lo que nos constituye humanos, es nuestra

“cualidad específica”.

Si es nuestra cualidad específica, debe estudiarse la manera de cultivar esas dos

dimensiones de lo real, de una manera adecuada a las sociedades de cambio y, por tanto,

sin creencias. Habrá que estudiar con detenimiento cuál deba ser la modalidad no

religiosa de cultivo y expresión de la dimensión absoluta de nuestra experiencia de la

realidad.

El cultivo de la primera dimensión de nuestra experiencia de lo real no presenta

problemas, porque la necesidad de sobrevivir que actúa en nuestra vida cotidiana, la

cultiva indefectiblemente. El cultivo de la segunda dimensión de nuestra experiencia de

lo real resulta inviable cultivarla con formas religiosas, habrá que hacerlo, pues, desde

otras formas, que tendremos que crear. Y eso no supondrá ni degradación ni

necesariamente progreso, sino simple cambio de patrones culturales.

Es necesario encontrar maneras de cultivo de la experiencia de la dimensión

absoluta de lo real que sean adecuadas a las nuevas condiciones culturales de vida. Y es

necesario para no perder nuestra cualidad específica, que es la raíz de nuestra

flexibilidad para responder a las mutaciones del medio y de las condiciones de vida.

Sin esa doble experiencia de lo real estaríamos clavados, como los restantes

animales, a un modo de vida fijado. Gracias a que tenemos esa doble experiencia de lo

real, nos liberamos de la fijación, porque siempre sabemos y sentimos, oscura o

claramente, que una cosa es la interpretación y valoración que hacemos de las realidades

en función de nuestras necesidades y otra es lo que las realidades son en sí mismas.

Sabemos que las cosas no son lo que significan para nosotros. Y ese saber es el

fundamento de que podamos interpretarlas y valorarlas de otra forma, cuando las

circunstancias lo requieren. Porque las cosas y las personas no se agotan en lo que

significan para nosotros, pueden tener otras significaciones, si las condiciones de vida lo

exigen.

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También las ciencias sociales han de tener en cuenta esta característica de

nuestra especie.

En las nuevas sociedades de innovación y cambio, también llamadas sociedades

de conocimiento (no porque tengan más conocimiento, más sabiduría que las que nos

precedieron, sino porque viven y progresan creando conocimientos y tecnologías), el

cultivo de la doble dimensión de nuestra experiencia de la realidad, es más necesaria

que nunca.

Las sociedades que progresan con la continua creación de ciencias y tecnologías

no pueden tener interpretaciones estables y fijadas de la realidad, porque las ciencias las

modifican continuamente. Las nuevas creaciones científicas son fuente de continuas

creaciones tecnológicas. Éstas, a su vez, provocan cambios continuos en las formas de

trabajar. Estos cambios exigen constantes adaptaciones de las organizaciones. Los

cambios en las organizaciones requieren de innovaciones en los sistemas de cohesión

colectiva y, consiguientemente, en los sistemas de valoración colectiva.

En este nuevo tipo de sociedades industriales, todo se mueve continuamente,

todo cambia.

Eso implica que no podamos adherirnos a modos de vida fijados. Nuestras

maneras de vivir son continuamente alteradas. Los hombres de las nuevas sociedades no

pueden apoyarse establemente en nada: ni en sistemas de interpretación, ni en sistemas

de valoración, ni en formas de trabajo y organización, ni en sistemas de cohesión y

valoración colectiva. Tienen que estar siempre dispuestos al cambio. Es más, deben

fomentarlo.

Las sociedades preindustriales que nos precedieron bloquearon el cambio con

creencias religiosas, que proclamaban ser proyectos de vida revelados por Dios. Las

sociedades de la primera industrialización creyeron que las ciencias y la filosofía les

proporcionaban unos conocimientos sólidamente anclados en la naturaleza misma de la

persona, de la sociedad, de la economía, etc., que les permitía estabilidad en esos

ámbitos. Las nuevas sociedades tienen que excluir todo lo que bloquee o dificulte los

cambios y tienen que estar preparadas, dispuestas y programadas para el cambio.

Los hombres de las nuevas sociedades no tienen puntos de apoyo sólidos que les

proporcionen estabilidad psíquica, emocional, personal o laboral. No pueden apoyarse

en las tierras movedizas de las ciencias y las tecnologías, ni en las organizaciones

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sociales, ni siquiera en la estabilidad en el trabajo o en la familia. Todo se ha vuelto

inestable.

Se ven forzados a tener que construir, a propio riesgo, todos los niveles de la

vida, individual y colectivamente. Tienen que tomar continuamente en sus manos el

propio destino y tienen que asumir que también el destino colectivo está en sus manos.

Somos conscientes que no recibimos ningún proyecto de vida bajado de los

cielos, revelado; ni tampoco nos lo proporciona la naturaleza de las cosas.

No podemos someternos a un proyecto de vida recibido de Dios, porque como

miembros de las sociedades de innovación y cambio, no podemos aceptar creencias,

porque las creencias fijan la interpretación, la valoración, la acción, la organización y

los modos de vida.

Además, los que se dicen proyectos revelados, son proyectos para sociedades

preindustriales, estáticas, patriarcales, jerarquizadas, sacrales, y las nuevas sociedades

son plenamente industrializadas, sin restos de vida preindustrial en los países

desarrolladas, dinámicas, no patriarcales, tendentes a hacer las organizaciones sociales

cada vez más planas, con una concepción de la autoridad funcional, no sagrada.

Por esta doble razón, no podemos aceptar los proyectos de vida heredados de

nuestros antepasados. Al no poder heredarlos, hemos perdido la garantía de la larga

tradición y la garantía divina.

Tampoco podemos aceptar las pretensiones de las ideologías, apoyadas en una

interpretación de las ciencias y del saber filosófico que creía conocer la naturaleza

misma de las cosas y poder deducir de ese saber, cómo debemos organizarnos y vivir.

Ni las viejas religiones nos proporcionan un proyecto de vida bajado de los

cielos y con garantía divina, ni la naturaleza nos proporciona un proyecto de vida con

garantía externa a nuestra propia fragilidad.

Nuestro saber no nos proporciona ese fundamento sólido porque sólo parte de

postulados y teorías que nos permiten manejarnos mejor con lo que nos rodea. Ni la

epistemología de las sociedades preindustriales, ni la de las ideologías, son las propias

de sociedades que viven de la creación continua de conocimientos a propio riesgo.

Estamos forzados a tomar en nuestras manos todos los aspectos de nuestra vida

individual y colectiva, tanto en los niveles intelectuales, tecnológicos y valorales, como

en los niveles de organización social e incluso familiar o en los niveles estrictamente

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axiológicos. Nada nos es dado. Todo tenemos que construírnoslo, apoyados únicamente

en nuestra propia calidad como individuos y como grupos.

7. La urgente necesidad de calidad humana en las sociedades de

conocimiento.

Tenemos que construirnos nuestros propios postulados, no sólo en ámbito de las

ciencias, sino también en el ámbito axiológico. Desde esos postulados (sólo eso son los

derechos humanos) tendremos que construir nuestros proyectos de vida individual y

colectiva. Y tanto postulados como proyectos tendrán que seguir el ritmo acelerado de

nuestras construcciones científicas y tecnológicas, con sus repercusiones en los modos

de organización y de vida.

Puesto que hemos de vivir así, y no parece razonable esperar una vuelta atrás,

hay que preocuparse seriamente de la calidad de los constructores. Hemos de construir

nuestros postulados y los proyectos de vida que dirigirán nuestras investigaciones

científicas e innovaciones tecnológicas: ciencias y técnicas que mediatizarán nuestra

supervivencia y la supervivencia de la vida en el planeta. Por consiguiente, será

necesario ocuparse seriamente de dotar a esos hombres, forzados constructores del

destino de sus vidas y del destino del planeta, de medios para que puedan adquirir una

profunda calidad humana.

Estamos en una situación diferente de todas las de nuestros antepasados.

Nuestros antepasados cultivaban la calidad humana partiendo de la religión.

La religión permitía cultivar una dimensión de nuestro existir que fomentaba y

provocaba interés por los demás y por toda la realidad. El interés que se fomentaba

tendía a ser completo, incondicional, aunque pocos llegaran a esos niveles. Se

fomentaba también el distanciamiento y el desapego de los deseos y proyectos

personales y de las situaciones concretas. Se cultivaba ese desapego para interesarse

más auténticamente por las realidades. Y se cultivaba el silenciamiento interior, es

decir, la capacidad de acercarse a las realidades habiendo silenciado los propios deseos,

intereses y expectativas. Sólo así era posible la distancia que permite el auténtico interés

por personas y cosas.

Este procedimiento de adquisición de la calidad, estaba apoyado en creencias.

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Las ideologías sustituyeron, en parte, a las religiones en ese papel de

proporcionar motivaciones para adquirir la calidad. Motivaron el interés por la realidad,

el distanciamiento y la imparcialidad interior. Digo que sustituyeron sólo en parte a las

religiones porque las religiones continuaron ejerciendo su función en las sociedades de

la primera industrialización.

Las sociedades de la primera industrialización, que duraron más de 150 años,

fueron sociedades mixtas. La mayor parte de la sociedad vivía de forma preindustrial,

con las religiones como sistema de programación colectiva, y minorías, más o menos

importantes, vivían de la industria. Estos grupos se regían por las ideologías.

Por tanto, las ideologías operaron siempre amparadas por un contexto

mayoritario religioso.

Y esa división social era también, en gran medida, una división en el interior de

la persona misma. Durante este período, para muchos la ciencia, la tecnología, la

economía y la política estaban regidas por la ideología, y la vida familiar, moral y

religiosa, estaban regidas por la religión.

El pacto logrado entre la religión y la ideología, después de largos

enfrentamientos, en no pocas ocasiones armados, se concluyó después de la segunda

guerra mundial y vino representado por la democracia cristiana.

En la Europa desarrollada, a partir de los años ochenta del pasado siglo, fueron

desapareciendo rápidamente los restos de las sociedades preindustriales. La

industrialización invadió todo. Con ello, la religión, como programa colectivo y como

modo de vivir la dimensión espiritual o dimensión absoluta de nuestra experiencia de la

realidad, perdió pie, no tuvo donde apoyarse.

8. La búsqueda de la calidad para los constructores.

En los primeros años del siglo XXI experimentamos, ya no la crisis de la

religión, sino su colapso. En Cataluña sólo el 3% de la juventud es practicante y sólo un

17% se dice católico no practicante, los demás se declaran agnósticos o ateos.

Con la irrupción vigorosa de la sociedad de innovación, las ideologías han

entrado en crisis y, con ellas, han entrado en crisis todas las instituciones propias de la

sociedad de la primera industrialización, como partidos políticos, sindicatos, etc.

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Ya no podemos, como nuestros antepasados, heredar criterios religiosos de

cultivo de la calidad. Ni podemos heredar formas de vida acreditadas por Dios.

Tampoco podemos heredar, de nuestros antepasados más próximos, procedimientos y

criterios ideológicos para el cultivo de la calidad. Tenemos que construírnoslos nosotros

mismos.

Tenemos que construir postulados y proyectos de calidad. Pero ¿cómo los

construiremos, si carecemos de calidad? Sin calidad no podemos hacer construcciones

de calidad. Si los hombres y mujeres que tienen que construir los postulados y proyectos

que han de dirigir el desarrollo de nuestras ciencias y tecnologías y las continuas

creaciones de nuevos productos y servicios, no tienen calidad, pueden llevar a la especie

y a la vida en el planeta a la ruina. A veces tiene uno la sospecha que vamos camino de

esa ruina.

Esta visión de la situación, ya no religiosa ni ideológica, no es cosa sólo de las

elites sociales; las gentes de las nuevas sociedades, sin formulárselo explícitamente,

llegan a la misma conclusión.

Hay un sentimiento general de que nada nos viene del cielo, que todo tenemos

que construirlo nosotros. Hay una conciencia general, más o menos explícita, de que

tampoco nada nos viene da la naturaleza de las cosas; de que todo cambia rápidamente;

de que hay que estar dispuestos a cambiar en todo, porque de lo contrario se puede

quedar marginado de la marcha de la sociedad.

Hay un sentimiento general de que nada es seguro. Ni el trabajo, ni el amor, ni la

familia.

Las gentes no pueden creer ni a los hombres religiosos ni a los políticos. Se

sienten abandonados a sus propios tanteos y errores.

9. El papel de las universidades en esta situación.

Todo esto es un grave problema que la universidad debiera abordar directamente

y no lo está haciendo con toda claridad.

Precisamos poder cultivar la calidad humana sin tenernos que apoyar ni en

creencias religiosas, ni en creencias laicas. Tenemos que elaborar procedimientos de

cultivo de la calidad humana que no tenga que partir de un proyecto de vida revelado

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por Dios o apoyado en la naturaleza de las cosas, pretendidamente descubierto por las

ciencias y por la filosofía.

¿Qué entenderíamos por esa “calidad humana” no apoyada en ningún tipo de

creencias?

Poder cultivar la doble experiencia de lo real que nos es propia: la relativa a

nuestras necesidades de viviente, y la dimensión absoluta, gratuita de lo real.

Esa posibilidad es lo que nos diferencia como especie. Esa dimensión de nuestra

experiencia de lo real se cultivó en el pasado mediante la religión y, en mucha menor

medida, mediante las ideologías. Ahora, habrá que cultivarla sin religión y sin

ideologías. Y tendrá que hacerse como fundamento de lo que tendrán que ser nuestras

creaciones de postulados axiológicos y de nuestros proyectos de vida.

El cultivo de esa dimensión absoluta nos abre a un interés por lo real no regido

exclusivamente por nuestros intereses de animales depredadores. Nos abre a un interés

gratuito por las realidades; nos da un punto de distancia de todos nuestros quereres y

apegos, y nos proporciona la posibilidad de acercarnos a todas las realidades, habiendo

silenciado todos nuestros deseos, miedos, proyectos y recuerdos.

Sólo una experiencia sólida, asentada y fuerte de la dimensión absoluta de lo

real, puede ser base para el cultivo de la calidad humana que requerimos para regir

nuestros destinos.

¿Es preciso ser creyente para cultivar esa dimensión, que es constitutiva de

nuestra especie? No puede ser así, porque eso supondría que nuestra especie no puede

vivir adecuadamente sus rasgos constitutivos más que en sociedades preindustriales.

¿Por qué las universidades, por lo que yo sé, no han entrado todavía con decisión

en el estudio de este grave problema?

Por inercia, esas son cosas de los creyentes, son cosas de la religión. Y nunca las

religiones, en la Europa desarrollada, han tenido menos credibilidad cultural y menos

prestigio, incluso religioso. Se opina, generalmente, que las religiones no merecen

interés, no tienen ningún legado que ofrecer a los que no pueden creer; que sólo tienen

interés histórico, por las ideas e instituciones que sustentaron, por su arte; o que tienen

interés cultural, porque están en la raíz de las diferentes culturas. No es así; las

religiones del pasado pueden ofrecernos un gran legado de sabiduría, de calidad

humana.

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Ya hay en Europa algunas facultades de ciencias de la religión que estudian estas

cuestiones. En España ha sido imposible, por la oposición de la Iglesia católica. La

misma Iglesia ha llamado a sus facultades de teología, sin alterar casi nada su programa,

facultades de ciencias de la religión. A pesar del cambio de nombre, no son más que

facultades de teología católica.

Las universidades no han respondido a estos desafíos también por cierto

cientismo trasnochado. Se continúa pensando que sólo las ciencias tienen algo que decir

en la resolución de los problemas que surgen con el colapso de la religión y la gran

crisis de las ideologías.

No saben qué hacer con estas profundas crisis axiológicas. Sin embargo,

tendrían que tomar como suyas estas tareas. Sino se les encuentra solución, y lo antes

posible, las nuevas ciencias y tecnologías estarán en manos de hombres y de colectivos

que no saben cómo cultivar su calidad humana, esa que reside en el cultivo de la

dimensión absoluta de nuestra experiencia de la realidad, pero que ya no puede apoyarse

en principios intocables, ni en creencias.

Sin el cultivo de esa cualidad, las sociedades humanas podrían convertirse en

pandas de depredadores desconsiderados, con un terrible poder científico y tecnológico,

que crece cada día que pasa.

Además, como que esa dimensión absoluta de nuestra experiencia de la realidad

es constitutiva de nuestra especie y es la cualidad que nos diferencia de las restantes

especies animales, si no se la cultiva colectivamente y sabiamente, sale por donde

puede, salvaje, en forma de grupos sectarios o movimientos integristas que pretenden

resolver el problema volviendo la vista atrás.

El pasado es irrecuperable y nadie puede frenar el movimiento en todos los

niveles de la vida humana, provocado por el nuevo tipo de sociedades.

Sólo algunas empresas de elite y algunas escuelas de negocios han detectado el

problema que supone cohesionar y motivar equipos de innovación en los que cada

miembro del equipo tiene un tipo de saber exclusivo. Se necesita que esos equipos se

coordinen y esa coordinación no puede hacerse a la manera tradicional, por

subordinación, porque ninguna autoridad puede hacerse con el saber exclusivo de todos

los miembros del equipo para tomar las determinaciones convenientes.

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Lo único que se puede hacer con este tipo de formaciones sociales es motivar a

sus miembros a cooperar voluntariamente, por adhesión libre a un proyecto, que es

asumido por todos los miembros del equipo. Nadie entrega la totalidad de su capacidad

de creación científica y tecnológica, sometido a una autoridad.

Los innovadores científicos y tecnológicos no se mueven y se coordinan por

sumisión o por un sueldo. Los individuos dotados de saberes exclusivos se coordinan y

entregan todo su saber y toda su capacidad creativa a otros especialistas y a una tarea, si

el proyecto es bueno para el crecimiento de su saber, si se les proporciona la ocasión de

investigar y una tarea que merezca su dedicación completa a esa tarea en colaboración

con otros, cada uno de ellos dotado con un saber exclusivo.

Los gerentes de este tipo de organizaciones sólo son facilitadores del trabajo y

de la comunicación, motivadores de tareas, que los especialistas asumen libremente

como suyas.

Esta es la dinámica de los equipos de creadores de conocimientos y tecnologías,

de los que se podrán deducir nuevos productos y servicios. La coordinación y cohesión

de este tipo de formaciones sociales no puede ser autoritaria, por sumisión, sino

voluntaria, por motivación.

Se comienza a entender, también, que se precisa un punto de apoyo para la

estabilidad psíquica y para la calidad, y se comprende que ese punto de apoyo no se

encuentra en ningún lugar peculiar de la vida colectiva, porque todo se mueve, en este

tipo de sociedades.

Ese punto de estabilidad, para las sociedades de movimiento, no puede ser más

que la dimensión absoluta de nuestra experiencia de la realidad. Para que eso sea

realizable, hay que desligar esa experiencia y su cultivo, de formas fijadas por las

creencias, de las formas que le dio en el pasado la religión, y, en mucha menor medida,

de las formas que le dio la ideología.

Es muy probable que este tipo de formaciones sociales sea el laboratorio en el

que se están ensayando nuevas maneras de sociedad, adecuadas a una industrialización

plenamente, controlada por las sociedades de conocimiento.

Tampoco los políticos están sabiendo salir al paso de este grave problema de las

nuevas sociedades. Y no lo hacen también por un doble motivo.

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Primero porque temen a las Iglesias. Evitan indisponerse con ellas, por las

repercusiones que pudieran tener en los votantes. A mi juicio, creo que les temen más

de lo que debieran, porque para la gran mayoría de la población, las Iglesias han perdido

su prestigio, tanto cultural como religioso. Una prueba de esta pérdida de prestigio

podemos verla en el hecho de que incluso los que están inquietos espiritualmente, en su

mayoría, en su búsqueda, raramente acuden a las Iglesias. Acuden al Yoga, al budismo,

al vedanta hindú o al sufismo. No obstante, la Iglesia todavía tiene un cierto poder

político que hace que los políticos la tengan en cuenta.

La segunda razón es la inercia y la ley del mercado de votos. Los proyectos que

los partidos políticos proponen, todavía están apoyados en las ideologías clásicas del

siglo XIX y XX: socialismo, liberalismo.

Los partidos responden a las demandas, y la nueva situación axiológica sólo se

manifiesta como desorientación, carencia, y los políticos no saben responder a este tipo

de demandas, en gran parte porque las universidades continúan sin estudiar

decididamente estos problemas y buscarles solución.

Cuando las universidades aclaren estas cuestiones, los partidos políticos podrán

proponer sus proyectos colectivos para solucionarlas.

Esta es la situación: las Iglesias se oponen con todos sus medios a que estas

cuestiones se estudien y solventen de forma laica, y las universidades y políticos, en su

gran mayoría, se oponen a esa pretensión de las Iglesias, pero todavía apoyados en

actitudes de los siglos XIX y XX que vienen a decir: el problema de la religión se

solventa con ilustración, con conocimientos científicos y filosóficos.

Ahora muchos ya no se atreverán a hacer estas afirmaciones, pero continúan

manteniéndolas en su fuero interno y, sobre todo, en la práctica.

¿Por qué se empeñan unos y otros en esta actitud, que es en el fondo la misma,

sólo que unos en positivo y los otros en negativo? Ni unos ni otros se hacen cargo

plenamente de la nueva situación. Ni los hombres de Iglesia, ni los de las universidades

o los políticos conciben que se pueda separar la experiencia de la dimensión absoluta de

lo real y su cultivo, de las formas que le dio, en su tiempo, la religión.

Es posible hacer esa separación y es necesario hacerla.

Las religiones son la forma que adoptó el cultivo de esa peculiar dimensión

humana en su relación con la realidad, -en su doble dimensión-, en las condiciones de

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las sociedades preindustriales, programadas mediante narraciones sagradas, mitos,

símbolos y articuladas en torno de creencias proporcionadas por esas mismas

narraciones sagradas, mitos y símbolos.

Cuando los restos de las sociedades preindustriales han desaparecido, casi por

completo en un par de décadas, de las sociedades plenamente industrializadas, es lógico

que las religiones entren en colapso. Y no hay razón alguna para empeñarse en

mantenerlas en las funciones que ejercieron en el pasado.

Sin embargo, las religiones son el lugar donde nuestros antepasados

desarrollaron formas de expresar esa peculiar dimensión de la realidad, donde

desarrollaron procedimientos para cultivarla, donde dejaron advertencias y

orientaciones sabias para hacerlo adecuadamente, aunque, evidentemente lo hicieron

con las categorías de su tiempo y en formas religiosas.

Toda esa sabiduría acumulada durante miles de años es lo que hemos de heredar,

pero dejando en los anaqueles de la historia las formas con las que se hizo, las

organizaciones con las que se cultivó.

Es posible heredar la riqueza de expresiones y procedimientos de cultivo, sin

tenerse que someter a las formas del pasado. En otros campos ya hemos hecho eso

desde hace mucho tiempo. Hemos heredado toda la belleza y la riqueza de la poesía, de

la literatura, de la música, de las artes, sin que eso tenga que suponer sometimiento a las

maneras de pensar, sentir, actuar, organizarse y vivir de nuestros antepasados.

Hay que rescatar, en las nuevas sociedades industriales, que son globales, toda la

herencia de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, pero libres de sistemas

de creencias y comportamientos, para ponerla a disposición de las sociedades de

conocimiento.

Hay que hacer posible el cultivo de la dimensión absoluta de la realidad,

recuperando toda la riqueza del pasado, sin que eso tenga que suponer hacernos

hombres creyentes y religiosos.

Tenemos que aprender a heredar toda esa riqueza, que es el legado de sabiduría

de toda la humanidad, pero sin los moldes de creencias en que vino vertida. Esta actitud

no es una banalidad ni una infidelidad. No tenemos otra posibilidad; y en las

circunstancias en que nos ha tocado vivir, esa es la única fidelidad viable.

Para esta tarea, el papel de las universidades es central, pero está por hacer.

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Además de este cultivo de la experiencia de la dimensión absoluta de la realidad,

necesario para salvar nuestra cualidad específica y la flexibilidad que es su

consecuencia, hay que abrir la posibilidad de adentrarse hondamente en esa experiencia

absoluta. Como el arte se adentra en la belleza, el cultivo intensivo de la espiritualidad

se adentra en la sabiduría de la que las religiones hablaron en su tiempo. Eso es también

la experiencia mística. Esa es la verdad, que ya no es una formulación.