Confesiones a la luna de Alejandro Cintado (primeras páginas)

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Confesiones a la Luna ALEJANDRO CINTADO VALERO

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Luna

ALEJANDRO CINTADO VALERO

ISBN: 978-84-16848-06-5

Rafael es un hombre normal, con un trabajo normal y una vida normal, hasta que todo da un giro de 180 grados. Denunciado por violencia de género, comienza una etapa negra en su vida, marcada por una trama de conspiración que no sabe cómo detener. Un nuevo amor llama a su puerta, con la dificultad añadida del amargo recuerdo. La trama transcurre en el periodo de espera de un juicio que aclarará su inocencia o culpabilidad, pero que dejará su vida marcada para siempre. Se trata de una novela con aires de protesta, situando el foco principal en la justicia, pero sin dejar títere con cabeza en diferentes círculos de poder de la sociedad.

Alejandro Cintado Valero (Jerez de la Frontera, 1989) comienza a escribir su primer proyecto de novela a la temprana edad de quince años. Ahora, mucho más maduro y con las ideas más claras, habla sobre temas espinosos y arriesgados en el mundo de la literatura.

Rodeado siempre de un ambiente cultural, en su familia siempre le inculcaron el valor de la lectura, la música o el cine. Se define como una persona curiosa a la hora de conocer nuevos horizontes de los que es ignorante.

Ha compuesto canciones, escrito poemas cuando las musas lo acompañaron, e incluso se sumerge por redes sociales donde crea “poesía/literatura” a diario, para el deleite de sus seguidores.

CONFESIONES A LA LUNA

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EXLIBRIC

ANTEQUERA 2016

ALEJANDRO CINTADO VALERO

CONFESIONES A LA LUNA© Alejandro Cintado ValeroDiseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2016.

Editado por: ExLibricc/ Cueva de Viera, 2, Local 3Centro Negocios CADI29200 Antequera (Málaga)Teléfono: 952 70 60 04Fax: 952 84 55 03Correo electrónico: [email protected]: www.exlibric.com

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ISBN: 978-84-16848-06-5Depósito Legal: MA-1100-2016

Impresión: PODiPrintImpreso en Andalucía – España

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

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Pasada hacia abajo para empezar, pasada hacia arriba para apurar. Así unas veinte o treinta veces hasta dejar lisa y suave la barba que intenta aflorar cada día. Un poco de after shave, desodorante y un buen pegotón de gomina para finalizar.

—Ahora sí, buenos días Rafa —me dije mientras me miraba al espejo del baño.

Me levantaba cada día a las siete de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos, me despejaba con una ducha caliente y mi afeitado rutinario. El café lo dejaba para más tarde, para no despertar a mi esposa Diana y a mi hijo Bruno, que se levantaban un poco más tarde para el colegio.

Antes de irme, en el umbral de la puerta de mi habitación, siempre visualizaba durante varios segundos a Diana, de la cual estoy totalmente enamorado. Su rostro pálido y suave, me hacía ver la dulzura personificada, un rizo de su enorme melena morena acariciándole los labios le daba un toque sensual que me llevaba a la locura, y sus ojos, aunque ahora cerra-dos, eran dos pozos verdes de cristal que reflejaban cariño, sexo y amor a partes iguales.

Ahora no pasamos por la mejor época, últimamente discutimos más de lo habitual y nuestro afecto ha descendido considerablemente. Este es el tercer año de matrimonio después de siete anteriores de noviazgo en los que éramos la pareja más feliz del mundo. Y seguimos siendo muy felices, aunque estemos pasando por este bache del que espero salir pronto y volver a ser aquellos veinteañeros que se comían a besos por cada rincón.

Mientras divagaba entre mis pensamientos mirando aquel rostro an-gelical, me di cuenta de que me estaba entreteniendo y llegaría tarde a la papelería si no salía de inmediato.

—¡Buenos días Rafael! —exclamó Clara al verme entrar por la puerta.—Buenas —respondí con una sonrisa—. Cafelito y churros para mi

dependienta favorita.Clara es la chica que tengo contratada para que me ayude en la tienda.

La papelería la heredé de mi padre, ya jubilado, cuando yo tenía 25 años.

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Él sufrió un infarto y tuvo que ser operado. Decidió dejarlo bajo consejo de los médicos y ahora descansa en casa con una pensión bastante humilde, después de haber sido uno de los mejores periodistas y escritores de este país. Creó un pequeño negocio que siempre le había ilusionado y ahora soy yo quien lo regenta.

Clara es la hija mayor de Susana, la que en su tiempo ayudaba a mi padre en la tienda, que también dejó como herencia, en su caso, su puesto de trabajo. Para nosotros son como de la familia.

Ella se encarga de abrir cada mañana mientras yo voy a buscar nuevos productos, hago pedidos, o como cada día sin falta, traigo el desayuno. Es una chica bastante guapa, alta y estilizada, tres años menor que yo y con una destreza enorme para ganarse a los clientes con su sonrisa. A sus 27 años, podría haber sido actriz o modelo y no estar en la papelería “fanta-sía” vendiendo cartulinas de colores por un sueldo que no corresponde a lo que ella merece.

—Creo que no encontraré jamás un jefe así, que me trae el desayuno todos los días —dijo piropeando.

—No lo estarás buscando ¿no? —contesté burlonamente. En ese instante, la campana que avisa que la puerta de la tienda está

abriéndose nos alertó a ambos, que inmediatamente dejamos de bromear para disponernos a servir a la persona que iba a entrar. La atención al cliente es esencial en mi negocio.

—¡Buenos días señor Orozco! —dije efusivamente al ver de quien se trataba.

—Muy buenos días familia.Francisco Orozco es uno de los abogados más prestigiosos de Jerez

de la Frontera. Su despacho se encuentra justo en la acera de enfrente y es uno de nuestros clientes habituales. A pesar de la importancia y seriedad de su trabajo, es una persona muy llana y amigable, y aunque tiene una secretaria personal para llevarle el papeleo y hacer los recados, le gusta encargarse personalmente del material de oficina y es por eso por lo que hemos cogido bastante confianza.

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—¿Ha llegado mi pedido? —preguntó ilusionado.—Llegó ayer desde Alemania, son preciosas.Fui al almacén a buscar el paquete que correspondía al señor Orozco.

Al abrirlo, ya en el mostrador de la tienda, apareció una caja negra con una abertura de cristal en la que descansaban un juego de plumas bajo una paño rojo. La cara del señor Orozco se iluminó al ver que en cada pluma, con una caligrafía exquisita, se dibujaba su nombre en un tono dorado sobre fondo negro, que personalizaba cada pluma con la elegan-cia propia de Francisco Orozco. Los detalles, también en dorado a juego con el nombre, le daban otro toque de finura y distinción que según la expresión de su comprador, le encantaba.

—Perfecto, —sentenció— no sé cómo lo haces, pero siempre en-cuentras lo que busco.

—A mandar —contesté.—Algún día te recompensaré como es debido.Un buen cheque en blanco no estaría nada mal. Pensé en un arrebato

de codicia.—No tiene porqué, con que siga siendo cliente nuestro, nos vale

—agradecí.—Bueno, me vuelvo al despacho. Que tengan un buen día.—Igualmente señor Orozco —contestó Clara mientras yo le sonreía.Llegué a casa a la hora del almuerzo después de una mañana con

bastante ajetreo, esperando encontrar a mi familia y poder disfrutar de su compañía hasta la hora del regreso al trabajo. Al entrar por la puerta, un enorme olor a pescado recién dorado inundó mis sentidos. Lenguado, si mi olfato no me falla. Al escuchar el sonido de la puerta, Bruno recorrió el pasillo que viene del salón y se abalanzó sobre mí con los brazos abiertos.

—¡Papá! —¿Qué tal campeón? —pregunté mientras me lo comía a besos.Comenzó a contarme todo lo que había hecho en el colegio con

una sonrisa que le daba la vuelta a su pequeña cabeza. Después de diez

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minutos de explicación detallada sobre el dibujo de su familia que había realizado, volvió sobre sus pasos para seguir viendo la tele.

—Buenas —anuncié mi entrada en la cocina.—Hola —contestó secamente Diana—. Siéntate a comer, que se

enfría.No me equivocaba. Un delicioso y enorme lenguado llenaba mi plato

de un extremo a otro, con su guarnición de verduras para acompañar.—Mmm tiene buena pinta.—Espero que te guste —dijo amablemente mientras me saludaba

con un beso.—¿Qué tal ha ido la mañana? —pregunté.—Aburrida, como siempre. He limpiado la casa, he ido a recoger al

niño al colegio y he hecho de comer.Se le notaba desganada, abatida, como si un huracán hubiese pasado

por sus huesos y su cara no pudiera gesticular ni un solo movimiento de alegría. Llevaba tiempo así y me preocupaba su bienestar. No soportaba verla infeliz.

—¿Por qué no buscas un trabajo? Algo a tiempo parcial, o me ayudas en la tienda.

—¡Eso ya lo hemos hablado muchas veces Rafael! —contestó alte-rando el tono de su voz—. No hay ningún trabajo que merezca la pena ahí fuera, con la crisis que hay, y la tienda sabes que no me gusta.

—A mí tampoco me gusta levantarme cada mañana Diana, pero tengo que llevar una casa para adelante y con tu ayuda tendríamos más ingresos.

—¿Qué insinúas, que yo no aporto nada? —explotó ferozmente.—Yo no he dicho eso cariño, tranquilízate —intenté calmar.—Me gustaría ver cómo te levantas cada mañana y tener que recoger

toda la mierda día tras día, sin salir de estas cuatro paredes, solo esperando a que tú llegues para poder tener un poco de compañía. Y además, ¿para qué quieres que vaya a la papelería? Al parecer te basta y te sobra con la compañía de Clara.

—¿Qué? —pregunté perplejo dejando de comer.

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—Eres un egoísta, —continuó— siempre lo has sido, solo pensando en ti sin ver que yo me estoy ahogando.

Tiró el paño con el que estaba secando los cacharros mientras dis-cutíamos y salió de la cocina a paso firme sin dejar opción a una posible respuesta, cerrando la conversación.

—¡Diana! —grité para que no se fuera, aunque el sonido se perdió sin resultado.

Me quedé mirando el plato, con el pescado a medio terminar y apoyé los codos a ambos lados.

¡Joder! Pensé mientras me agarraba los pelos con las manos empapa-das en sudor. Supongo que habrá tenido un mal día, no es normal que a la mínima se haya puesto así. Tengo que hablar con ella, a lo mejor no le dedico el tiempo que debiera, aunque tampoco lo tengo. Ahora lo mejor es que se calmen las cosas y cuando llegue esta tarde del trabajo hablaré con ella para solucionarlo. Pensé.

Unas horas más tarde, estando ya en la papelería junto con Clara mientras trabajaba en unos encargos que tenía que pedir al extranjero, seguía dándole vueltas a la discusión que había tenido con Diana. Tenía la mente dispersa y no me conseguía concentrar en lo que hacía, aunque le pusiera empeño.

—¿Te pasa algo Rafa? —preguntó Clara sacándome de mis pensa-mientos.

—No, no pasa nada, estaba concentrado.Clara sonrió sabiendo que mentía y siguió con su trabajo.—Por cierto, a ver cuándo quedamos de nuevo y retomamos lo que

dejamos a medias.—Es verdad, —contesté mientras ella me sonreía— aunque ahora

están las aguas un poco revueltas en casa y no es bueno que me ausente demasiado.

—No tengo prisa, no te preocupes, puedo esperar.Volvió a sonreírme y mi cabeza lo primero que pensó es que ojalá

Diana tuviera esa sonrisa permanente que tiene Clara cada día. Nunca se

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le ve agobiada o disgustada, en cambio mi mujer se ahoga en un vaso de agua y últimamente la tormenta que siempre la destroza suelo ser yo. Me sentí culpable inmediatamente y Clara se percató del cambio en mi mirada.

—Eso es lo que te ocurre ¿verdad?—¿Qué? —dije saliendo de mi mundo.—Por eso estás con esa cara, hay problemas en casa ¿no?—Bueno, nada que no se pueda solucionar, es solo un pequeño bache.Sin pensarlo dos veces, cogí el abrigo y me dispuse a salir.—¿Puedes cerrar sola hoy Clara?—Por supuesto, no te preocupes.—Muchas gracias.Salí corriendo con el crepúsculo de la tarde amenazando su llegada

y me dirigí a la floristería, que me cogía de camino a casa. Una buena docena de rosas rojas le alegra el día a cualquiera, pensé. Aparqué mi Re-nault Megane frente a la puerta de mi casa y me extrañó ver que no había ninguna luz en el interior. Me alisé la ropa, me pasé la mano por el pelo engominado y agarré con fuerza el ramo para entrar en casa.

La soledad me abofeteó la cara cuando puse el primer pie en el inte-rior. Bruno no corría hacia mí como cada tarde y Diana no hacía acto de presencia por ningún rincón. Me senté en una de las sillas del comedor y lejos de llamar a Diana a su móvil, preferí esperar a que llegara, allí sentado con el ramo de rosas entre mis manos y pensando el discurso perfecto para que todo volviera a ser como antes. No sé si tenía que disculparme o simplemente hablar con ella para mejorar nuestra situación, pero lo que si tenía claro es que esto no podía seguir así.

A la media hora aproximadamente de mi llegada a la casa, y con el ramo entre las manos, sentado en el comedor, apareció Diana por la puerta, sin Bruno y con el rostro un tanto pensativo.

—Hola —dije elevándome de un salto, nervioso—. ¿Dónde has estado?

—Rafa tenemos que hablar —dijo tajante.

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—Sí, he salido antes y te he traído esto —le extendí las flores—. ¿Dónde está Bruno?

—Lo he dejado con mis padres.Agarró las rosas sin mucho entusiasmo y bajó el brazo en un gesto

cansado. Ni un atisbo de ilusión se reflejó en su mirada.—He estado pensando, —siguió explicando— esto no puede seguir

así. Llevamos meses discutiendo sin parar, yo me siento sola y tú supongo que tendrás tus motivos, pero yo ya no aguanto más y quiero que todo esto acabe.

—Diana, yo venía dispuesto a lo mismo, quiero que lo arreglemos ya y podamos disfrutar uno del otro como siempre.

—Creo que no me has entendido Rafael, quiero el divorcio.

***

La tarde lloraba creando charcos por cada rincón de las aceras, acom-pañando cada lágrima que lentamente acariciaba el camino hacia mis labios. En la trastienda, sentado en una caja de libros, me desahogaba mientras Clara se ocupaba de todo el trabajo. Estaba sereno, pensativo, mirando a la nada, y cada vez que me preguntaba ¿por qué?, caía una lágrima más. Sin llantos violentos ni enfados, solo sentía decepción, soledad…

—Ánimo Rafa, no soporto verte así —me decía Clara cada vez que la tienda se vaciaba—. Esto a lo mejor ha sido un arrebato y todo vuelve a solucionarse, y sino, pues hay que afrontar las cosas, ser fuerte y seguir adelante.

Yo no le decía nada, con mi mirada ella podía entender el dolor que sentía por dentro. Había pasado la noche en la papelería, no podía enfren-tarme a estar bajo su mismo techo sin tener una explicación razonable sobre la ruptura, solo un “ya no es lo mismo”. Eran muchos años de relación, tantas cosas que nos unían, recuerdos imborrables en la memoria que no paraban de repetirse en mi cabeza. Divorciarnos suponía tantas cosas negativas para mi vida que me derrumbaba cada vez que las enumeraba

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mentalmente, muchas de ellas eran innegociables para mi felicidad, como pasear juntos de la mano con nuestro pequeño.

Las cosas materiales de las que sabía que debía desprenderme tras la separación no me importaban tanto como la sensación de soledad que empezaba a notar desde que la palabra divorcio salió de su boca. Ahora debía aprender a vivir sabiendo que ella ya no volverá a besar mis labios, ni acariciaré su melena antes de dormir. La sonrisa con la que me alegraba cada día ya no sería para mí, y al pensar eso, me amenazaba el pensamiento de que otro pudiera tocarla, que otro hombre le susurrara al oído y ella le besara como me besaba a mí. Mi corazón no soportaba tanto dolor, mi mente no paraba de fabricar recuerdos, imaginaciones futuras y realidades presentes, y eso estaba destrozando las entrañas de mi corazón que pedía a gritos que dejara de pensar, pues de un momento a otro explotaría sin aviso.

Intentaba pensar que el tiempo lo cura todo, que dentro de unas semanas, quizá algunos meses, mi sonrisa volvería a lucir y que mi vida recuperaría el sentido, aunque hubiera cambiado el rumbo de ésta. Pero al cabo de medio segundo, volvía al presente y esperaba con todas mis fuerzas que Diana se arrepintiera de todo y me llamara para arreglarlo, que fuera un arrebato infantil o una confusión momentánea que le ha-bía llevado a tomar una decisión equivocada. Lloraba sin cesar, sin dejar de pensar en millones de cosas a la vez, me agarraba el pelo en señal de impotencia y metía la cabeza entre mis piernas mientras me balanceaba buscando consuelo sin éxito.

Poco después me bebía el segundo café de la tarde cuando escuché que Clara hablaba por teléfono.

—…no puedo mamá, no es un buen día. Hay mucha gente y no se lo puedo pedir…

—¿Qué pasa Clara? —pregunté pasando al mostrador—. ¿Qué te hace falta?

—No, no pasa nada es una tontería.—¿Es tu madre? Déjame el teléfono anda.Puso cara de resignación y me tendió el móvil.

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—¿Qué tal Susana? —intenté alegrar el tono de voz—. No te preo-cupes que en diez minutos la tienes en casa. De nada, hasta luego.

Clara me lanzó una mirada de odio y agradecimiento a la vez.—Ve y lleva a tu madre al aeropuerto.—No es necesario Rafa, puede coger un taxi, no quiero dejarte aquí

solo. —No te he preguntado Clara. Quiero que la lleves, y tardes lo que

tardes, no vuelvas. Yo ya me encargo de cerrar.—Bueno, atiendo a esta clienta y me voy —dijo mirando a una mujer

que hacía aparición en la tienda.—No —contesté secamente, limpiándome un resto de lágrima que

aun se albergaba en el ojo derecho —. Ya me encargo yo, dame las gracias y nos vemos mañana.

—Gracias —contestó sonriendo.Clara se marchaba recogiendo su abrigo y su paraguas mientras la

nueva clienta sacaba de su chaqueta un papel doblado con lo que imagi-naba sería el pedido.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté sabiendo que era yo quien necesitaba ayuda.

Terminó de desdoblar el folio y empezó a explicarme lo que nece-sitaba. Era bastante amplio, algunos libros, trabajos manuales, material de oficina…

Tenía una voz muy dulce y mientras me hablaba, me perdía en los recuerdos que estuve almacenando durante todo el día de los momentos que pasábamos Diana y yo, los momentos felices. Ella era muy guapa, he de reconocerlo, supongo que por eso mi cabeza se trasladaba al bello rostro de mi mujer. Cuando estuve comprobando algunos datos del pedido en el ordenador, ella se dejó caer sobre sus brazos que apoyó en el mostrador inclinando su cuerpo hacia delante.

—Da gusto ver cómo trata a sus empleados, ya quisiera que mi jefe me tratara igual —dijo inesperadamente.

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—Bueno… —contesté sonrojándome mientras levantaba la cabeza en busca de su mirada—. Solo intentaba ser amable con ella, no hace falta que sea mi empleada para ser generoso con una persona.

Saqué mi lado más profundo, con el día que llevaba, mis palabras sonaban todas como un soneto de García Lorca. Ella sonrió y yo me sentí tremendamente incómodo.

—Tendrá que esperar un poco.—¿Perdón? —preguntó sorprendida.—El pedido, —dije señalando el ordenador— tendrá que esperar para

poder tenerlo al completo —cambié de tema rápidamente. —Ah, perfecto. No es problema, le dejo mi teléfono y usted me avisa

cuando esté listo, ¿no?— Sí, quedamos entonces en eso señorita…— Andrea, Andrea Castillo.Salió de la tienda con un andar exquisito y se perdió entre la lluvia

bajo un bonito paraguas rojo. En ese mismo instante mi cuerpo sintió un inmenso peso sobre los hombros que de inmediato se trasladó a cada extremidad y me hizo volver a la realidad. Esa mujer había entretenido mis sentidos, llegando a distraer los sentimientos de dolor que sufría por Diana.

Pero ahora volvía a la más absoluta soledad que me desgarraba cada centímetro de mi corazón. Dos lágrimas volvieron a surgir y caer len-tamente mientras iba apagando el ordenador, disponiéndome a cerrar la papelería.

—Sabía que no debería haberme ido —escuché frente a mí.—¿Qué haces aquí Clara?—Vete a casa Rafa, yo cierro. Ya he llevado a mi madre y no tengo

nada importante que hacer.—Estoy bien —mentí.—No, no estás bien. Y como no empieces a estarlo pronto me cabrearé.—Gracias Clara.Me acerqué a ella y la abracé con fuerza rompiendo el llanto. Nece-

sitaba un abrazo, alguien que me consolara.

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***

La imagen se repetía. Aparcaba frente a la puerta de mi casa sin ver ninguna luz encendida en el interior. Esta vez no sabía qué podía en-contrarme dentro. Mis dedos no atinaban, nerviosos, a encontrar la llave que abriera la puerta que me separaba de una esperada soledad que me fundiría el corazón.

—¡Papá! —escuché por la escalera, era mi hijo Bruno.Corriendo como si le fuera la vida en ello, bajaba peldaño a peldaño,

con sus pequeñas piernas y yo, de rodillas, lo esperaba al final de la escalera.—¿Qué tal estás cariño?—¿Dónde has estado, papi?—Tenía mucho trabajo cielo, pero ya voy a estar contigo ¿dónde está

mamá? —pregunté intrigado.—En el salón.—Bien, sube y ponte a jugar con los muñecos, ahora voy para arriba

y nos bañamos juntos, ¿vale?Le di un beso enorme en la frente y contemplé como su cuerpo

diminuto se esfumaba entre mis brazos para volver a subir las escaleras. La casa estaba a oscuras, tan solo un pequeño reflejo de luz se dejaba ver sobre el rellano de la escalera, proveniente de la lámpara del cuarto de Bruno. Avancé por el pasillo hasta llegar a la puerta del salón, donde vi a Diana sentada en el sofá, tapada hasta la cintura con su manta favorita y secándose las últimas lágrimas que aun tenía en sus ojos verdes.

—Hola —dije tímidamente— ¿cómo estás?—Bien, ¿vienes a por tus cosas? —contestó muy seria.—No… —dije extrañado, frunciendo el ceño—. Vengo a estar con

mi hijo, en mi casa, dormir…—No puedes estar aquí Rafael, tienes que marcharte.—¿Qué? No puedo irme Diana, no tengo dónde quedarme.

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—¿Y qué pretendes, dormir en mi cama y luego desayunar todos juntos como si no pasara nada? —dijo alterando su tono de voz, indignada.

—Bueno, podría quedarme en el sofá. Soy consciente de lo que pasa, pero no puedo quedarme en la calle como comprenderás.— Empecé a notarme incomprendido y extrañado por su comportamiento.

—Rafael, no podemos vivir bajo el mismo techo, vamos a divorciar-nos, asúmelo.

Su cara, angelical como siempre, en ese momento me parecía in-fernal. Era como si la maldad se hubiera instalado en sus ojos y quisiera hundirme en la miseria.

—Exacto, vamos a divorciarnos, pero aún no lo estamos —planté cara al asunto—. Así que ante la ley estamos felizmente casados, la casa es de los dos y no pienso abandonarla por mucho que quieras.

Nos miramos durante varios segundos. Ella ya estaba de pie frente a mí y no daba crédito a lo que oía.

—Está bien, haz lo que quieras… —contestó finalmente, como decepcionada.

Subió las escaleras con paso lento y me dejó con la palabra en la boca. Furioso y alterado, sin saber qué hacer, salí de casa para que se me pasara el enfado y Bruno no me viera así. Me tranquilizaré y volveré a mi hogar para acostar a mi hijo, pensé. Así que me fui andando, mojándome de arriba a abajo por la incesante lluvia hasta el bar más cercano, donde esperaba encontrar alivio a mis problemas.

—Vodka con hielo, por favor.Entrecrucé los dedos de las manos con los antebrazos apoyados en el

borde de la barra y miré al frente. Entre una botella de JB y otra de Jack Daniels, vi reflejado mi rostro en el espejo del fondo de la repisa. Mojado, cansado, triste… Sé que he cometido muchos errores y no todo lo que he hecho en mi vida es perfecto, pero ¿cómo he llegado a esta situación? Creo que soy un buen padre ¿perderé a Bruno?

A lo mejor Diana tiene razón y no les he prestado la atención que merecen, me he volcado en el trabajo tantas horas por darles la mejor vida,

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que me he descentrado del objetivo y ahora es tarde. Me bebí el último trago que quedaba ahogando los cubitos de hielo.

—Otro vodka, por favor.Aquí no me alivio de nada, pensé. Lo único que hago es darle más

vueltas al asunto, los problemas no se olvidan con alcohol, hay que afron-tarlo. El segundo vaso cayó casi de un trago.

—Otro.En mi vida, nunca he tenido problemas con Diana, siempre ha sido

buena madre, seguí analizando la situación. Joder, estoy perdiéndolos por inútil. Pasaba el dedo índice por el exudado de mi vaso, pensativo. A mi alrededor casi no había nadie, el camarero me miraba con cara de com-pasión mientras terminaba de repasar algunos vasos con un paño.

Mi cara me reflejaba la sensación de angustia y pena que muchas veces he visto en otras personas y no terminaba de comprender, pero ¿me lo merezco? ¿he sido malo o no he hecho las cosas como debía para acabar así? Agarré de nuevo mi vaso y volví a apurarlo. Lo alcé mirando al camarero pidiendo más.

—¿Un mal día? —dijo con voz ronca, acercándose lentamente.—Algo así.—¿No cree que debería calmarse? A este ritmo se beberá el Guadalete.—Tiene razón, debería de volver a casa. Venga, la última y a casa,

tómesela conmigo.Dos horas después, y unas cuantas copas más, salí por la puerta del bar

verificando que ya no llovía. Era tarde, no me encontraba bien. El dueño del bar salía conmigo y después de ayudarlo a cerrar la baraja de la puerta, se fue en un bonito coche que no logré identificar por mi alto porcentaje de alcohol en sangre. No estaba acostumbrado a beber.

***

Un dolor intenso y agudo se hospedaba en mi sien cuando desperté. No estaba en mi cama, ni en el sofá. Me levanté y después de limpiarme

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un poco los ojos con el refriego de los dedos, pude ver que estaba en el pasillo de la entrada de mi casa. ¿Qué hago aquí? Llevaba la ropa del día anterior y una resaca más grande que yo. Alcé el brazo y contemplé el reloj durante un rato hasta que pude descifrar que eran las 12:10. ¡Las 12:10! Tengo que irme.

Sin cambiarme de ropa ni asearme, salí corriendo hacia la papelería esperando que Clara no estuviera muy agobiada de trabajo. Al entrar en la tienda, vi que dos policías estaban frente al mostrador hablando con ella.

—Buenos días —dije mientras entraba en el local.—Buenas tardes —contestó uno de los agentes bastante serio, gi-

rándose.—¿Ocurre algo agentes?—Ya lo creo —contestó el otro policía—. ¿Rafael Castro? —asentí—

Está usted detenido por agresión y malos tratos. Su mujer, Diana Medina, lo demandó esta mañana y tiene que acompañarnos a comisaría.

Se me paralizó todo el cuerpo y mis gestos faciales parecían congelados ante las palabras de ese señor. Me quedé inmóvil mirando a Clara que se llevó las manos a la boca en señal de sorpresa y sus lágrimas caían descon-soladas chocando contra sus dedos igual que golpea la marea contra la roca.

—Pero… —pude articular.—Confío en no tener que esposarle y que colabore con nosotros.

Todo se aclarará en comisaría.—Por supuesto. Clara, no llames a mis padres, no les digas nada. Se

arreglará, todo esto es un error.—Vale —esbozó un sollozo.En el camino a comisaría, apoyé la cabeza en la ventanilla lateral de

la parte trasera del coche patrulla y le di mil vueltas al asunto. ¿Por qué me ha denunciado? ¿Qué busca con todo esto? No lograba compren-derlo. Dejé la mente en blanco unos minutos mientras veía pasar la gente por la calle, felices, en pareja o solos, pero cada persona que veía parecía tener una sonrisa permanente en la cara. Mis lágrimas hicieron acto de

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presencia y comenzaron a resbalar carrillos abajo, no entendía nada de lo que me estaba pasando.

—¿Por qué te han detenido? —escuché frente a mí.—¿Qué? —salí de dentro de mí mismo.—¿Por qué te han traído?Miré a mi alrededor y observé aquellas paredes húmedas y frías, un

lugar oscuro y lúgubre donde no me gustaba estar. Me encontraba en los calabozos de la comisaría y casi no me había enterado del camino hasta aquí.

—Alfonso Martínez —dijo extendiéndome la mano.—Encantado, Rafael Castro.—Yo llevo toda la noche aquí y no me acostumbro, no te preocupes.

Por lo visto ha habido un error en el papeleo y el juez no vendrá hasta mañana.

—Ah, qué mala suerte ¿no? —no sabía qué decir.—Sí, ¿por qué te han detenido a ti? —preguntó por tercera vez, y

antes de que pudiera decir media palabra, me contó su historia sin que yo siquiera me interesara, era una persona muy nerviosa y me estaba poniendo nervioso a mí—. Yo salí de fiesta con unos amigos y llegué a casa con un par de copas de más. Yo no debería estar aquí encerrado, esa zorra empezó a chillarme y a insultarme y yo empecé a perder el control y le di una bofetada en la cara para que se callara. Ella salió corriendo y en menos de dos horas la policía me estaba deteniendo. Yo solo quería divertirme con mis amigos y ella me provocó hasta que caí…

Sus palabras estaban llenas de arrepentimiento, aunque eso no le salvaba de culpa. De pronto, escuchando sus palabras, caí en la cuenta de que anoche cerré el bar que está cerca de casa y que aun llevaba la misma ropa. Igual que mi compañero de fatigas en ese momento, yo también llegué a casa bastante perjudicado por el alcohol y no lograba recordar qué pasó, solo que me desperté en medio del pasillo de entrada con la misma ropa del día anterior y un olor que haría caer al mayor de los gigantes.

Las dudas comenzaban a hacerse hueco en mi cabeza, preguntas sin respuestas, recuerdos borrosos. ¿Qué pasó? ¿Realmente le pegué? ¡No!

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Es imposible, jamás haría eso. Pasé gran parte del tiempo que estuve en-cerrado intentando recordar cada detalle de la noche anterior, pero sin muchos resultados.

A la mañana siguiente, uno de los policías, acompañado por un señor trajeado, nos sacó a ambos para llevarnos ante el juez. Otro policía se llevó a Alfonso y el señor de traje, que suponía sería su abogado, lo siguió de cerca.

—¿Tiene usted abogado? —preguntó el policía.—No —contesté tímidamente.—Vale, se le asignará uno de oficio, ahora llamarán al colegio de

abogados y pedirán que nos espere en el juzgado.—Gracias.Aquel policía usaba un tono serio y seco hacia mí, incluso despectivo.

Supongo que aunque profesionalmente me debía tratar con respeto, en su mente anidaban pensamientos despreciables contra un hombre que ha pegado a una mujer.

Al llegar a los juzgados, vi que en la puerta esperaba un hombre de estatura más bien baja, con traje beige y camisa blanca.

—Hola, soy Alberto Durán, seré su abogado.—Señor Durán —extendí la mano para estrechársela.Mis palabras no generaban la confianza habitual en mí. Salían de mi

boca temblorosas y dubitativas, con miedo. No estaba siendo la mejor semana de mi vida y mi estado físico y emocional lo empezaban a notar. Después de una breve charla con el señor Durán, nos dispusimos a la declaración ante el juez. Mis palabras, aconsejados por el señor Durán, fueron sinceras y sin dejar detalle de lo ocurrido desde aquella noche hasta el momento en que la policía me detuvo. Realmente, aunque escuchando mi declaración el juez pudiera pensar claramente que pegué a Diana, en mi historia no había ninguna prueba que pudiera culpabilizarme. Sin em-bargo, hasta yo mismo empezaba a dudar de lo que pudiera haber pasado.

En comisaría, la policía me había informado que Diana había pre-sentado un parte de lesiones del hospital, y que la misma policía le había fotografiado los moratones que presentaba por diversas partes del cuerpo.

CONFESIONES A LA LUNA

25

No me dejaron ver la denuncia, ni el parte médico, ni las fotos, pero dentro de mi lógica y mi razón, no cabía la posibilidad de hacerle ni una de las marcas que tenía. Mi mundo cada vez se oscurecía más y se derrumbaba a cada segundo que duraba la pesadilla en la que me había visto involucrado, sin saber si quiera si era merecido aquel castigo mental.

Finalmente, después de prestar declaración, el juez fijó el día de juicio rápido por violencia de género y dictaminó como medida cautelar, el abandono del domicilio familiar. Al no tener antecedentes ni existir lesio-nes graves, el juez optó por no dictar una orden de alejamiento, cosa que agradecí enormemente. Tenía que hablar con ella. A la salida del juzgado me esperaba Clara con rostro preocupado y abrigada de arriba a abajo resguardándose del frío.

—¡Rafa! —gritó acercándose a mí—. ¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado?— Hola Clara —me abracé a ella con fuerza y no dije ni una palabra

más. Media hora después estábamos sentados en una cafetería cercana a

la papelería y yo no paraba de llorar, con el corazón en un puño y sin consuelo.

—Diana me ha denunciado por malos tratos —murmuré entre so-llozos.

—¿Qué? ¡Pero eso es mentira! ¿No? —dijo escandalizada.—No lo sé Clara…—¿Cómo que no lo sabes? Rafael…Me miraba con sus ojos impenetrables, serios y decididos, buscando

una respuesta que pudiera despejar dudas, aunque nunca perdía la pose de comprensión y cariño que me transmitía cada segundo.

—Esa noche bebí —comencé a explicar— y de estar bebiéndome una copa con el camarero pasé a despertarme en mitad del pasillo de mi casa, con resaca y la misma ropa que la noche anterior.

Mis lágrimas no paraban de rodar mientras hablaba despacio, sin ganas. Clara esperaba sin prisas que mis palabras le aclarasen el motivo de lo ocurrido.

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