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103 CONCEPCIÓN FREUDIANA DE LA SUBLIMACIÓN .He decidido reproducir un texto mal publicado en mi libro Dominación por la Educación; Liberación por el Arte, que tuvo una deficiente edición, porque lo considero básico para ilustrar la concepción freudiana de la sublimación, la cual creo que vale la pena poner en discusión En el análisis que hace Freud del caso Dora (“Análisis fragmentario de una histeria”) en 1905 aparece por primera vez el término, aunque el concepto ya estaba implícito y se mostraba necesario desde la “Interpretación de los Sueños”, la “Psicopatología de la vida cotidiana” y “El chiste y su relación con lo inconsciente”, obras fundadoras del psicoanálisis. Dice Freud en su primera definición : “Las perversiones no son bestialidades, ni degeneración, en la acepción patética de la palabra. Ellas son debidas al desarrollo de gérmenes que están contenidos todos en la disposición sexual no diferenciada del niño, gérmenes cuya supresión o derivación hacia fines sexuales superiores - la sublimación - está destinada a proporcionar las fuerzas para una gran parte de las obras de la civilización”, En pocas palabras : una revolución. La civilización y la cultura son el resultado de las mismas disposiciones que generan la perversión, son desviaciones de la libido de su fin propio hacia fines determinados socialmente. Pasarían décadas ante de que la filosofía comenzara a desarrollar todo lo que estaba implicado en este descubrimiento. Enseguida en los “Tres ensayos sobre la Teoría de Sexualidad” publicada el mismo año que el caso Dora, Freud afirma : “...la curiosidad puede transformarse en el sentido del

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CONCEPCIÓN FREUDIANA DE LA SUBLIMACIÓN .He decidido reproducir un texto mal publicado en mi libro Dominación por la Educación; Liberación por el Arte, que tuvo una deficiente edición, porque lo considero básico para ilustrar la concepción freudiana de la sublimación, la cual creo que vale la pena poner en discusión En el análisis que hace Freud del caso Dora (“Análisis fragmentario de una histeria”) en 1905 aparece por primera vez el término, aunque el concepto ya estaba implícito y se mostraba necesario desde la “Interpretación de los Sueños”, la “Psicopatología de la vida cotidiana” y “El chiste y su relación con lo inconsciente”, obras fundadoras del psicoanálisis. Dice Freud en su primera definición : “Las perversiones no son bestialidades, ni degeneración, en la acepción patética de la palabra. Ellas son debidas al desarrollo de gérmenes que están contenidos todos en la disposición sexual no diferenciada del niño, gérmenes cuya supresión o derivación hacia fines sexuales superiores - la sublimación - está destinada a proporcionar las fuerzas para una gran parte de las obras de la civilización”, En pocas palabras : una revolución. La civilización y la cultura son el resultado de las mismas disposiciones que generan la perversión, son desviaciones de la libido de su fin propio hacia fines determinados socialmente. Pasarían décadas ante de que la filosofía comenzara a desarrollar todo lo que estaba implicado en este descubrimiento. Enseguida en los “Tres ensayos sobre la Teoría de Sexualidad” publicada el mismo año que el caso Dora, Freud afirma : “...la curiosidad puede transformarse en el sentido del

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arte (sublimación) cuando el interés no está únicamente concentrado sobre las partes genitales, sino que se extiende al conjunto del cuerpo”. Es decir la sublimación es posible por la unificación de las pulsiones parciales, lo cual también es producido por el deseo amoroso concentrado en un objeto otro que el propio cuerpo. Freud planteará más tarde la tesis del “narcisismo” necesario tanto para el amor como para la creación, aunque, dialécticamente, también puede ser obstáculo. Al volver sobre el problema en un parágrafo intitulado “Formación reactiva y sublimación” Freud nos da las dos dimensiones del concepto; una sería : libido desviada de sus fines hacia otros fines, la otra sería : formación reactiva que reemplaza tendencias o pulsiones reprimidas. “Esas excitaciones sexuales provocadas harían así entrar en juego contra-fuerzas, o reacciones que, para poder reprimir eficazmente esas sensaciones desagradables, establecerían los diques psíquicos que nos son conocidos (desagrado, pudor, moral)... esta evolución condicionada por el organismo y fijada por la herencia puede a veces producirse sin ninguna intervención de la educación” 1. Existe, pues, una sublimación por “formación reactiva” y otra propiamente dicha cuyo proceso sería diferente, y lo cual sería la tercera salida posible del conflicto entre “libido” (hoy diríamos “deseo”) y “realidad” (hoy diríamos “sociedad”), a saber : satisfacción directa de la pulsión parcial supérstite (perversión), satisfacción indirecta con represión incompleta (neurosis y su cortejo de síntomas), satisfacción indirecta mediante desviación a un fin distinto (sublimación).

1 citado por Mendel G. Revue Francaise de Psychanalyse V-VI- 64; 737- 741; todas nuestras citas de Freud en esta nota son tomadas de la misma fuente, el articulo de Mendel, que no hacemos otra cosa que resumir.

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En Un Recuerdo de Leonardo Da Vinci (1919) continúa desarrollando esta última conceptualización: “El instinto sexual...(está) dotado de la facultad de sublimación, es decir capaz de abandonar su fin inmediato a favor de otros fines no sexuales y eventualmente más elevados en la estimación de los hombres”, dice Freud en este ensayo en el cual, además, precisa como se podría producir la génesis del proceso : sería después del tercer año de vida, “cuando el período de investigación sexual infantil se termina con un violento crecimiento de la represión sexual”. Nuevamente plantea la alternativa: o bien la curiosidad sexual se transforma en deseo de saber y desarrollo intelectual, o bien la curiosidad intelectual sucumbe a la represión conjuntamente con la sexual y se da la inhibición neurótica del pensamiento. Para que se de la posibilidad de sublimación la represión debe tener éxito sobre el componente sexual de la pulsión y respetar el intelectual, el cual desde el origen se establecería como una especie de pulsión investigadora, diferente de la formación sustitutiva que sería irrupción del deseo reprimido, desde el inconsciente, para producir un verdadero síntoma del pensamiento (idea obsesiva por ejemplo). Freud en realidad, a pesar de ser consciente, o precisamente por ello, de la revolución que su concepción de la sublimación introducía en el estudio de la cultura, nunca aborda de frente el problema, y aún parece que lo elude intencionalmente. Sin embargo, no deja de hacer constantes aportes como al descuido, o en tono menor, mediante alusiones y breves desarrollos. Así sucede en la “Introducción al Narcisismo” (1914) dónde dice: “Esta (la sublimación) es un proceso que concierne la libido objetal y que consiste en la orientación del instinto hacia un fin diferente y alejado de la satisfacción sexual”. Hay aquí un avance al introducir el término objetal que permite

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distinguir la idealización de la sublimación, pues la primera sería una proyección al objeto del narcisismo y la segunda una construcción de un nuevo objeto que absorbería la libido narcisista, como veremos; pero por ahora volvamos a citar a Freud : “Un hombre que ha cambiado su narcisismo por la adoración de un ideal del Yo “elevado” no necesariamente ha tenido éxito al sublimar sus instintos libidinales”, en cambio la sublimación es “una salida según la cual las exigencias del yo pueden ser satisfechas sin necesitar represión”; destaco ésto porque es básico señalar que la sublimación es una solución distinta a la que ofrece la represión, no es ni la satisfacción de la pulsión, ni la represión, ni la proyección del yo en un ideal, es otra relación entre la pulsión y la realidad en que tanto el yo como el deseo quedan realizados en la construcción o invención de un objeto, en una verdadera re-creación. De eso tratan los ensayos que reproduzco en este libro. Pero también queríamos destacar que el proceso de sublimación que pone en juego la libido objetal, debe distinguirse de lo que “la psicología del yo” (Kris, Hartman, Lowenstein) entiende por neutralización : desexualización de las pulsiones libidinales y desagresivización de las pulsiones destructivas. Aunque Freud mismo comete a veces el error de usar el término “desexualización”, no hay nada en sus textos que permita afirmar que el proceso de sublimación deje de ser “sexual”; todo lo contrario, la libido por ser sublimada no deja de estar al servicio del instinto de la vida, de Eros. Lo que pasa es que la conceptualización en término de “energía” genera muchas contradicciones que se revuelven cuando se pasa a hablar en los registros de la “identificación” y del “fantasma” o “fantasías inconscientes”; en ese momento la relación entre proceso intelectual general y sublimación se

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hace fluida y diferenciada al mismo tiempo. No son los mismos porque el proceso intelectual general es otra lógica, es otra gramática, la que rige el sistema secundario por oposición al primario y la sublimación es una posibilidad del proceso primario de expresarse con su propia lógica y su propia gramática pero en una obra que habla un lenguaje consciente, un lenguaje intelectual y tiene el intelecto como destinatario. “Es probable que debamos nuestros éxitos culturales más grandiosos a la contribución de la energía obtenida por esta vía a nuestras funciones mentales” dice Freud en “Cinco Lecciones sobre Psicoanálisis”; lo podríamos expresar con más propiedad así : es posible que debamos nuestros éxitos culturales más grandiosos a la contribución de la gramática del inconsciente al lenguaje que habla el intelecto consciente. Es de eso que habla el ensayo que pretendo rescatar de la pésima edición mencionada incluyéndolo en este libro.

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BEETHOVEN: HISTERIA Y SUBLIMACION

I.- Carencias originales y postulado de la reconciliación universal

“Soy lo que es. Soy todo: lo que es, lo que era, lo que debe ser, Ningún mortal ha levantado mi velo”. Reza una inscripción antigua que Beethoven mantenía en su habitación, divisa de su enigma y postulado de su anhelo fundamental: SER. Ese anhelo es como el hilo de Ariadna, que nos guía por el laberinto de los desconcertantemente triviales y confusos datos de su biografía hasta llegar a su obra, frente a la cual podríamos exclamar como Teseo ante Ariadna: ¡pero si tu misma eres un laberinto! Lo que el criterio corriente nombra “la vida de Beethoven” es un tejido de hechos “banales”, cuando no mezquinos, cuyas variaciones e incidencias no guardan proporción con la magnitud y la intensidad de la obra, ella si tan extraordinariamente llena de sorpresas y aventuras que los sucesos cotidianos quedan reducidos a casi nada: Amores, dolores y querellas de infancia; amores, dolores y querellas de adolescencia; un viaje el más arriesgado de su vida, de Bonn a Viena, amores, dolores y querellas de juventud; enfermedades y sordera, que si no fuera por el contraste con la riqueza de los sonidos que emergían de ella, no habría pasado a la historia; amores, dolores y querellas de la madurez; y un gran amor, lleno de contradicciones, por un sobrino a quien ese amor posesivo y despótico llevó a la desesperación y al suicidio frustrado, con lo cual le produjo el

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gran dolor final, sin parangón con las penas originadas por las “amadas inmortales”, cualesquiera que fueran. Es como si la vida se hubiera trasladado a la obra y ahí hubiese perdido la inocencia originaria: pocos músicos tan conscientes de los alcances de la obra y tan inocentes del sentido de sus actos y de sus emociones directas. Era una ingenuidad capaz de enviar una nota a María Kiene, pianista bella, joven, inteligente, esposa de un gran amigo, el violinista Bigot, invitándola a dar con él un paseo en coche para “aprovechar la mañana deliciosa y los momentos propicios”, y al día siguiente escribir al matrimonio, disgustado, sobre la “pureza y la nobleza de sus intenciones”, porque : “desde mi niñez aprendí amar la virtud y cuanto es bello y bueno”. Es evidente que su inocencia así lo creía, como creía sólo en las nobilísimas intenciones que inspiraban su persecución celosa al sobrino, persecución que consta en numerosas notas, cartas, documentos y memoriales que fueron originados en esa relación y obligaron al mismo Romain Rolland a deponer su admiración y a darle razón a la hostilidad de Carlos hacía tío sobreprotector. También es evidente que esa ausencia de malicia de Beethoven sobre si mismo y sobre sus actos no ha ayudado a sus biógrafos, quienes se enfrentan a la tarea ingrata de descifrar sus motivaciones y comportamiento sin contar con datos eficaces, cosa que, por otra parte, a él lo tenía sin cuidado porque sólo aspiraba a la “expresión” : “lo que tengo en el corazón es preciso que salga. He aquí por qué escribo”, dijo en una ocasión, prestándole su autoridad a una ingenua teoría expresiva, muy frecuente en los artistas, que se defienden de la sensación de transgresión que genera en ellos lo que hacen, utilizando preconceptos ideológicos que conducen a una concepción instrumental del lenguaje (o del arte) como medio y no como matriz de la obra. En el corazón

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no tenemos nada, como sea una carencia que nos obliga a explorar los posibles que aún no existen, a aprender lo que no sabemos, a crear lo que no tenemos. Si Beethoven tuviera el corazón rebosante de amor, según los modelos imperantes en su época, se habría casado con alguna de las “amadas inmortales”, y la amada se habría tornado “mortal” y él no hubiese escrito música. Pero afortunadamente él de lo que padecía era de una carencia fundamental de amor y necesitaba la obra para crear en ella una nueva forma de amar. Música y amor están hechos de la misma sustancia, y Beethoven recibió preciosas lecciones sobre esa fecunda conjunción : un padre alcohólico y muy poco amoroso producía en la música las únicas formas de amor de que era capaz, le señaló, al pequeño Ludwig, la música como único objeto de su deseo, aunque el pretexto fuera explotarlo como “niño prodigio”. Oigamos a un contemporáneo (citado por Robert D´Harcourt: Une vie d’orages et passions) describir los cumpleaños de la madre de Beethoven: “muy temprano, la víspera, se le pedía irse al lecho. Todos iban llegando en el mayor silencio. Se templaban los instrumentos y se despertaba entonces a Madame Van Beethoven, rogándole que se vistiera y enseguida era conducida hacia un baldaquín donde se encontraba rodeado de flores el retrato de Ludwig Van Beethoven, el abuelo, y la hacía sentar en un sillón tapizado. En ese momento comenzaba una música magnifica que se hacía oír hasta en el vecindario. Todos los que se preparaban a dormir quedaban despiertos y animados. Cuando la música terminaba se ponía la mesa, se cenaba y se bebía. Ya las cabezas un poco perdidas y sintiendo el deseo de bailar los convidados se descalzaban para no hacer mucho ruido en la casa y danzaban hasta el amanecer”.

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Esta señora V. Beethoven, había perdido un marido y era semi–abandonada por el segundo, estaba amenazada por la tuberculosis y acumulaba duelos de hijos muertos antes y después del pequeño Ludwig; no podía tener María Magdalena, que así llamaba, mucho amor por su marido Johann Beethoven y tampoco probablemente muchas energías para dedicarle al hijo que devino primogénito por muerte del primero. Lo que después sucedió en el carácter y en el cuerpo de Beethoven nos prueba de todas maneras que quedó marcado por el signo de lo incompleto en relación con el deseo de la madre, y que a partir de lo que sucedía en el campo afectivo familiar derivó su fantasía inconsciente más irreductible: haber padecido una carencia de amor originaria que, como diría Luce Irigaray, en su “Comunicación lingüística y especular” (Cahiers pour I’analyse p. 39 y S.S.) había dejado el Él, es decir aquel de quien los padres hablan, que es lo que para el niño significa la tercera persona del singular, siempre por elaborar, siempre suspendido en sus virtudes unificantes, amenazado por exclusión del campo del deseo que le permite sostenerse; su identidad como Yo sería precaria, porque cuando ha fallado el Él, el Yo no se sostiene, suscita, además, temor y no se lo acepta sino sólo en tanto que fragmento, faceta de una unidad que queda siempre por venir. En otras palabras: Beethoven quedó inscrito en el campo de la “histeria”, palabra que en el discurso psicoanalítico no tiene el mismo sentido peyorativo de enfermedad que tiene para la medicina y la psiquiatría, porque concebimos la histeria en combinación y oposición con la obsesividad y la paranoia, como uno de los estilos de la existencia, una forma de ser, de vivir, de hablar, de crear y también de amar. Esto último es característico en Beethoven, porque en él el amor es algo que apenas alcanzó a ser vivido como experiencia fugaz, pero repetida innumerables veces y el amor no vivido plenamente

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dejó tantas señales en su espíritu como las enfermedades en su cuerpo. La vida amorosa en Beethoven transcurre en una atmósfera de indeterminación e indecisión, llena de nombres de mujeres que han flotado ahí unos pocos meses, semanas o días, e incluso a veces horas, para desaparecer en el matrimonio, en el olvido o simplemente en el anonimato. Está siempre enamorado –nunca más de siete meses de una misma mujer, según Fernando Ries, su discípulo predilecto – pero no es la mujer el objeto, sino el mismo amor, una idea del amor. Y eso es la célebre “amada inmortal”, a quién le escribió la más hermosa carta de amor no enviada, porque no había a quien enviarla. Los biógrafos se debaten en el enigma de la “amada inmortal”, e investigan detectivescamente nombres, o los inventa como suele suceder; pero nosotros sabemos que ninguno de esos nombres corresponde a la verdadera “amada inmortal”, y no vayáis a pensar que el psicoanálisis me fuerza a decir que es la madre : ella tampoco es. La “amada inmortal” es la vecina de la casa siguiente, o la muchacha de la granja que Beethoven contemplaba horas desde la puerta hasta que empezaban a burlarse de él; cualquiera puede ser, porque la “amada inmortal” es una idea del amor, en el sentido en que Kant define las ideas de la razón, que ante la tarea infinita de investigar la causa de todas las cosas, se inventa una causa de las causas, una causa general, un objeto trascendente : Dios. Así Beethoven ante la tarea infinita de lograr en el amor una identidad siempre amenazada, representa la tarea por un objeto trascendente; la vecina de al lado convertida en “amada inmortal”. Que ese objeto trascendente, ese postulado Kantiano, se hubiese transformado en obra musical, se debe no a que Beethoven poseyera previamente la música y previamente el objeto, y utilizara la una para expresar el otro, sino a una identificación fundamental con el mismo objeto

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trascendente, con la divinidad, que no es otra cosa en Beethoven que aquello en que todos los conflictos, todas la oposiciones, todas las contradicciones se reconcilian y se anulan y con la cual él, en repetidas ocasiones, se comparó, no por una manía de grandeza, sino porque sabía que en la música lograba esa reconciliación universal, que la obra es un gran esfuerzo de objetivación y no de expresión de la propia subjetividad. Ludwig fue músico porque el padre era músico y necesitaron ambos la música para poderse amar, para transmutar a través de ella el odio latente en amor. El padre le impuso al niño como objeto del deseo su propio objeto, objeto que en otros niños queda para siempre reservado al padre. Fue desde este punto de vista un padre tentador, vale decir inspirador, no un padre prohibidor, para el cual la transgresión hubiera sido que el hijo no obedeciera el mandato de identificarse con él en su objeto. La música se convirtió así en el Yo ideal y en ese campo se estableció la principal posibilidad de realizarla y al mismo tiempo de luchar contra ella, negándose a ser el “virtuoso” que el padre necesitaba, adquiriendo en cambio la potencia creadora de que el padre carecía. Eso se produjo precisamente a través de una formación, la más adecuada para lograrlo, una formación revolucionaria que no respetaba el orden clásico, que debido a las costumbres bohemias del progenitor y primer maestro se desarrollaba en las horas más irregulares, después de arrancar al niño repentinamente del lecho y del sueño; una formación que no tenia en cuenta las necesidades de salud, ni de bienestar o comodidad, que lo lanzaba a los problemas fundamentales de la música dejando como tarea del tiempo la profundización de los detalles. No era el propósito consciente del padre transformarlo en un creador sino en un “niño prodigio” que sacara a la familia de la pobreza en que la habían sumido sus hábitos alcohólicos; pero a pesar de esa

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meta equivocada y de la violencia de los procedimientos iniciales, probablemente no habrá mejor método para templar una voluntad creativa que ese de verse inmediatamente enfrentado a lo más complejo, que ese irrespeto por las normas de la seguridad y la salud derivadas de la protección materna, que ese desorden que desobedece las prescripciones escolares tradicionales, que piden ir de lo más sencillo y que es simplemente lo anodino, a lo complejo que es lo fundamental, a lo que no se llega nunca porque nos hemos perdido antes en los innumerables escalones que pretenden graduar el conocimiento; es la formación ordenada que siguieron sus coterráneos, hijos de buenos y puritanos padres que no produjeron ningún Beethoven. Abandonemos pues para siempre las concepciones biográficas compasivas que nos hablan del pobre niño acosado por un mal padre borracho, arruinado y violento; eso no tiene importancia sino para la explicación de algunos aspectos de la psicopatología de la vida cotidiana de Beethoven; en esa psicopatología y su conocimiento Beethoven se queda en el umbral y nosotros podríamos penetrar en las profundidades, pero en cambio nosotros no lo podemos seguir a las profundidades o a las alturas de una obra a la que él conscientemente llega. Ante la obra nuestras preguntas apenas se esbozan, ante la vida él ni siquiera llega a la pregunta, porque, para él, ser y parecer son inseparables en las manifestaciones directas de la vida; pero en las de la música sabe que su existencia, siempre incompleta, despliega su terror al ser, y su insatisfacción esencial con lo que ya es; cuando al cabo de muchos ruegos aceptaba sentarse a un piano no era para ejecutar las obras ya acabadas sino para buscar en la variación de los temas la promesa indefinida de llegar a ser.

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Sin tener en cuenta lo que pensaran sus contemporáneos y sus críticos, para Berethoven la obra que estaba forjando era mejor que la ya aplaudida y aún mejor la que sólo era un proyecto fragmentario en sus pensamientos. Esta manera de crear es precisamente lo que nosotros denominamos una manera histérica, como lo es la aspiración permanente a que el Yo y el universo entren fusión; no le importa la diferencia entre el uno y el otro; tanto menos cuanto sabía que incluso su propio Yo era una mascara, y le importaba más producirse que pensarse a sí mismo en términos de esencia. Se sabe filósofo que reflexiona en sonidos, sonidos que representan en el orden de lo sensible las emociones humanas en su variación; pero no hace depender la vida de modelos metafísicos, sino que se atiene más bien a modelos trágicos en el sentido griego, a las adversidades cotidianas, las mismas que padecen millones de hombres que no son impulsados, sin embargo, por un ímpetu creador, él les da la dimensión del Destino.

II.- Obra y realidad Es un destino que no quiere entender y resolver sino vencer; su vida se transforma en paradigma de la obra, pero en verdad es la obra la que ilumina la vida, la que le presta todas sus significaciones a las peripecias sin importancia intrínseca de la llamada vida real; y decimos la “llamada vida real”, porque ¿dónde está la realidad? : ¿en las vicisitudes domésticas con los criados? ¿en las mezquinas luchas con su cuñada a quién él engrandece, a pesar suyo, denominándola “Reina de la Noche”? ¿en los contratiempos con el sobrino idealizado, reservado sólo en su cabeza a los más altos hechos? ¿en las molestas negociaciones perpetuas con los editores para conseguir un menos que mediano vivir? ¿en las relaciones ambivalentes con la, por él mismo llamada, “canalla principesca”? ¿en los noviazgos ilusorios y

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anticipadamente fracasados? ¿en las parrandas ocasionales con los amigos? ¿en su constante preocupación por una salud desfalleciente, por un organismo minado desde la infancia por factores probablemente nutricionales, que iban a desencadenar la cirrosis? ¿en su deambular apasionado por la campiña de los alrededores de Viena? o ¿en las transiciones bruscas y enérgicas de la inhibición a la exaltación, de la debilidad a la fuerza, que aparecen en la sonata para piano en la bemol Opus 110, o en adagio del cuarteto en la menor Opus 132? o ¿en la vigorosa lucha entre el deseo y la resistencia, que aparece en tantas de sus sonatas para uno o varios instrumentos? o ¿en la alternativa “entre el ensueño triste y la decisión enérgica” de casi todas sus primeras obras? En vano, para tratar de entender esas obras, buscamos un suceso notable, un trauma; estamos lejos de la época en que un adagio, por ejemplo el del cuarteto en mi menor, segundo del Opus 59 y octavo de toda la serie, se puede pensar como causado por una negativa de una señorita presumida, solamente porque coincidieron en el tiempo la negativa y el adagio. No, en Beethoven en vez de un suceso encontramos un estado permanente de dificultad, convertida en enigma para sus biógrafos, que se preguntan: ¿hasta dónde padecía la pobreza y hasta donde la exageraba? ¿cuáles son los verdaderos motivos de sus querellas? ¿hasta dónde llegan sus relaciones? ¿cuál es la verdadera dimensión de sus renunciamientos? (A. Kern Un homme tourmenté). No hay acuerdo, porque llega un momento en que las dificultades se revelan tan simbólicas como las que experimentaba para dar forma a la fuga de la “Misa Solemnis”, dificultades que por otra parte se tradujeron en una pelea con sus domésticas que lo dejó sin servicio y en ayunas durante varios días. No es su existencia la clave, sino la dificultad profunda de existir, de ser, que simboliza tanto en su música como en las enfermedades que lo llevaron ala tumba prematuramente y con la cabeza llena de grandiosos

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proyectos : una décima sinfonía coral, el Fausto con el cual soñó siempre y nunca realizó, oratorios que emularan con Bach y con Handel. Esa dificultad de ser, histérica y característica, es la que establece la identidad entre la vida y la obra; en ella consiste su patetismo; lo patético no es una sonata, es todo lo que constituye el punto de partida en Beethoven, su música y sus amores; por eso le dice a la amada : “Mi ángel, mi todo, mi yo”; y unas líneas después de ese encabezamiento: “¿puede sostenerse nuestro amor por medio del desprendimiento, de no exigirlo todo?”: y, más adelante: “o vivo totalmente contigo, o no vivo”; “El amor lo exige todo y con toda razón”; y también, en la misma carta, la superación de la ambivalencia original frente al destino, un anticipo del “muss es sein?” (“¿así debe ser?”), de su última música: “mira la hermosa naturaleza y reconcilia tu espíritu con lo inevitable”, “lo que debe y tiene que ser de nosotros es cuestión de los dioses”. En esta carta, como en toda su obra, se reconoce la tensión en que vive permanentemente, obteniendo luz de la oscuridad y extrayendo fuerza de la debilidad. Pero oscuridad y luz, debilidad y fuerza, son inaprehensibles como significaciones simples de estados de ánimo únicos, son elementos preñados de múltiples sentidos, que solo se definen en el combate, en la lucha, en que el Destino y él mismo llegarán a confundirse al final de su vida y de su obra porque ¿qué pueden querer los dioses que no corresponda a las más profundas apetencias de su ser? Cuando se trata de “vencer a sí mismo”, la lucha es el fin y no el medio, la vida y escritura se tornan tensas y anhelantes; tensión de objetivación y anhelo de expresión, tránsito de la oscuridad a la luz, de lo inconsciente a lo consciente; de lo dionisiaco a lo apolíneo, del Ello al Yo.

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Tránsito que nunca culmina y que alimenta una aspiración eterna a la libertad: libertad que se traduce en necesidad de existir y se identifica con la Revolución Francesa, en la cual Beethoven, como el poeta Hölderlin, su contemporáneo absoluto, reconoce sus propios ideales de confraternidad universal, confraternidad que haga posible la voluntad de vivir y de amar, única patria que los dos podían admitir : nueva Grecia sin esclavos. Cuando, en la escena del mundo, rodó la cabeza de Robespierre, cercenada por la guillotina, y con ella se derrumbaron los sueños jacobinos de un gran pueblo, unido en una fiesta de alegría que celebrara la fraternidad, y fueron remplazados por los sueños de dominación de la burguesía, encarnados en Napoleón coronado emperador, Hölderlin se hundió poco a poco en una locura, a pesar del amor de Suzette Gontard, la maravillosa mujer de un banquero bueno y culto que supo, no digamos perdonar, que no tiene sentido, sino aprobar unos amores puros que dieron las más bellas páginas de la poesía alemana; Beethoven pudo contentarse con romper una dedicatoria a Bonaparte, héroe revolucionario, y vivir el canto fúnebre de su tercera sinfonía como el homenaje póstumo a sus ideales políticos, porque sus circunstancias personales específicas, probablemente vínculos más fuertes con el padre, le permitieron en su pensamiento darle la palabra a lo inevitable y lentamente ir transformando en su música la concepción clásica de oposición del héroe y el destino; convirtió aquello que no se puede dominar en una fuerza propia y, sobre todo, por ejemplo en la segunda parte del primer movimiento de la novena sinfonía, convirtió el azar, que es el encuentro no premeditado por una intencionalidad, en una modalidad de su última obra; esto le permite construir un mensaje sin sujeto, que refuta anticipadamente la temática romántica en la que se perdieron otros desengañados de la Revolución Francesa menos afortunados que Hólderlin y Beethoven. Por supuesto que siguió luchando en su música contra lo ya establecido,

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siempre vivido por él como una coerción imposible de soportar. Sentado al piano, no puede ir sino adelante en la improvisación y la variación; sus propias obras lo remiten a un pasado que ya es la no existencia. Nunca volvió a Bonn, nunca retornó al Rhin, por más que lo añorara; nunca dejo de considerar provisional su instalación en Viena, aunque nunca viajara más lejos de Karlsbad: siempre mantuvo el proyecto de un cambio, de un nacimiento, diríamos freudianamente, y a la falta del gran viaje, en el que pensaba aún en vísperas del desfallecimiento final, cambiaba con inusitada frecuencia de domicilio, tanto como de criados, cocineros y amigos íntimos, que terminaban convertidos en criados espirituales, avasallados por una voluntad de potencia que no podía tener en cuenta la subjetividad de nadie, ni aún la suya propia; “Sois locos, los artistas no lloran, los artistas son de fuego”, les gritaba a los amigos que se dejaban enternecer por su música. Es una rebelión ante las lágrimas y la sensiblería que siempre mantuvo, inflexible. En un cursillo sobre la forma sonata me hicieron esta difícil pregunta: “¿por qué Beethoven odiaba que lloraran en sus conciertos?” En esa ocasión contesté que el llanto, como todas las manifestaciones que se nos rebelan dominadas por un estado de ánimo, indica que hemos salido del tiempo, porque se considera lo actual como un emblema de lo pasado y como un anuncio de repetición eterna, dolorosa o feliz, de lo vivido. Beethoven, enemigo jurado de toda esclavitud, así sea la de los estados de ánimo, pelea con ellos y traslada esa pelea a la música, en ella triunfa sobre lo subjetivo, en este caso el llanto. Así, si su música contiene al mismo tiempo el llanto y el triunfo sobre el llanto en sublimada condensación, unos ojos llorosos los vivía como una mutilación que anula la victoria sobre el síntoma y sobre el dolor; por lo tanto era inevitable la protesta contra esa parcialización del sentido de

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la obra, que es al mismo tiempo aprobación y reconciliación con el pasado, afirmación del presente. profecía y deseo del futuro, como eterno retorno de la vida; profecía a la cual se opone la fijación en el instante subjetivo del estado de ánimo. Para Beethoven el “instante es fugaz y el minuto huidero”, y sólo tiene valor lo que objetiva el tiempo y el Yo como una gran totalidad que contenga todas las múltiples direcciones de lo posible. En esta posición también rebasa el romanticismo antes que el romanticismo diera lo que era capaz de dar : la intensificación y rehabilitación de lo subjetivo, pero también se desprende de lo clásico por lo que tiene de coerción formal que obstaculiza la libre expresión de todas las tendencias de la personalidad. Con esas dos refutaciones renuncia a un público como sólo después de él lo harán, forzados por el deterioro cultural de la sociedad moderna, los músicos contemporáneos, que propiamente hablando no han renunciado sino que han sido excluidos y adelantan en este momento obras fundamentales en la soledad más absoluta. En la época de Beethoven había un público para quién quisiera hacer concesiones, como Wagner que no supo despojarse del público y se inventaba comunidades ficticias para conservarlo, atrayéndose con ello el desprecio final de Nietzsche. Beethoven no hizo concesiones; nunca las hacía aunque el mismo Goethe se lo propusiera a través del ejemplo de su buena educación. En ese no hacer concesiones se refugia y toma desquite la inevitable subjetividad, una subjetividad que no se afirma en el sentimentalismo sino en la autonomía del Yo, que no espera nada de nadie, ni siquiera de Dios; porque la divinidad, para Beethoven, según se puede deducir de su música, cuando expresamente se refiere a ella, como en las misas o como en el adagio del cuarteto en la menor, definido por él como “un

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canto de gracias a la divinidad por la curación”, no es otra cosa, ya lo dijimos, que el objeto en el que todos los conflictos se reconcilian. Así también lo analizaba brillantemente Alldous Huxley, en el final de su novela “Contrapunto”. En ese final, un personaje radicalizado en la lucha política hasta aceptar el asesinato por motivos ideológicos, es invadido por un deseo de reparación y conciliación con sus más terribles enemigos, a quienes les había matado el jefe y a los cuales ofrece su propia vida en expiación, después de escuchar repetida y apasionadamente la música de ese adagio que consideraba la única prueba valedera de la existencia de Dios. Tal adagio es la última aparición, en la música de Beethoven, del postulado histérico de la reconciliación absoluta de todas las oposiciones de todas las contradicciones a partir de las fundamentales entre el Yo y los otros. Entre masculino y femenino, entre alegría y tristeza, entre lo individual y lo universal. Para nosotros es claro que si Rousseau pretendía realizar la reconciliación absoluta con el pasado, Beethoven la proyecta en el futuro, en la naturaleza y en el cosmos. Frente a la naturaleza y frente al cosmos, son conocidos sus repetidos rasgos de entusiasmo que lo llevan a exclamar, por ejemplo: “cuando en la noche contemplo, admirado, el cielo y el ejército de cuerpos luminosos, llamados soles o tierras, que gravitan eternamente en su órbita, MI ESPIRITU SE IMPULSA hacia las estrellas alejadas por tantos millones de lenguas, hacia la fuente primera de donde NACERAN ETERNAMENTE NUEVAS CRIATURAS”. No se necesita ser un lince para ver en estos entusiasmos cósmicos la proyección de su necesidad de renacimiento continuo. Pero lo mismo podemos ver en su música, cuando descubre campos de acción, casi tan ilimitados como los tiempos futuros en las variaciones en que se resuelve con tanta frecuencia sus temas; en esas variaciones, asiste permanentemente a su

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propia génesis proyectada en el tiempo. Así, el tema de la arietta de la sonata No. 32 Opus 111, se resuelve en infinitas variaciones, de las cuales dice Thomas Mann, en Doctor Faustus, que la idílica “inocencia” del tema “no hace presentir las aventuras y sobresaltos a que está destinado, y la cantidad de cosas que se sucederán antes de llegar al final, a una despedida en la cual la melodía alcanza algo infinitamente emocionante y tiernamente consolador,... como si una mano amorosa nos acariciara el cabello o las mejillas, como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupilas… como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas...se cree estar oyendo palabras que dicen: “Olvida el tormento, Dios es grande en nosotros”. Ese final, esa despedida es una eterna reconciliación, proyectada después de las dificultades, Beethoven la buscaba con insistencia en muchas de sus obras, por ejemplo en el gran abrazo universal del final de la 9ª. Sinfonía, el final de la 6ª “después de la tormenta”, y el gran final jubiloso e inigualable de la séptima sinfonía. Sólo en los últimos cuartetos renuncia a tales finales y llega a proyectar otros que aterran a sus amigos como la gran Fuga, para el cuarteto trece, la cual le obligaron a cambiar por algo más convencional; pero se reasume en su tesis en el 14, cuyo final es tan tormentoso como el comienzo y en el cual los adagios son sucesiones de “lívidos fantasmas”, y los scherzos “irónicos” y llenos de “románticas carcajadas macabras”, según la interpretación de León de Greiff; en estos últimos cuartetos de la necesidad de escapar al destino no es tan imperiosa; se acepta la lucha como destino y se deja que ella determine la existencia: ahí rompe con la alternativa de víctima o amo de la contradicción y se convierte en el animador del combate; deja de jugar al Prometeo encadenado y se dedica a avivar la llama, sin temer y sin desafiar a los dioses. Canta el Muss Es Sein? Del cuarteto 16, la última gran música que compuso, en la que ya lo

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patético cede ampliamente ante la risa provocada por ese humor, que siempre estuvo presente en sus obras, como sorpresa provocada por una respuesta repentina y una solución inesperada, cuando todos creíamos conocer de antemano la solución. Ya no rompe páginas de dedicatorias al héroe, y aún, como ya lo expresamos, el sujeto, desaparece de la música. Cuando no hay héroe la tensión ya no es suscitada por la lucha contra el destino, sino por las dificultades del estilo, que se opone a la creación de nuevas formas, a partir de renovaciones o combinaciones de las existentes, como la sonata y la fuga, o la combinación y oposición de lo homofónico y lo polifónico; son investigaciones que se proyectan a través de un siglo, directamente a los tiempos más modernos de la creación de la musica. Las dificultades de investigación quedan inscritas en la obra, Beethoven no las borra, sus contemporáneos se desconciertan, él ríe a carcajadas de ese desconcierto que no concibe una obra sin maquillaje, sin afeites de diva otoñal que quiere hacer zalameras reverencias al publico.

III.- Renuncia al postulado de la reconciliación y nuevo concepto de obra

Beethoven es consciente de que en sus últimas sonatas, en sus últimos cinco cuartetos y en la Gran Fuga, designada como cuarteto 17, ha cambiado el concepto tradicional de la obra. La tradición a la que se atenían sus contemporáneos quería seguir considerando la obra como un resultado de la inspiración, que pone orden a un mundo de conceptos y sentimientos previamente existentes, los cuales, con más o menos trabajo y fortuna, son despojados de toda señal de

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esfuerzos, de sudor, de angustia, de dolor, señales de parto que pretenden ser eliminadas por una cirugía plástica, que como en las mujeres borraría los residuos de su trabajo de hembras afectadas por la maternidad. Siempre se ha considerado una obra tanto más perfecta cuando menos huellas de su elaboración dificultosa transmita a aquel a quién está destinada; en otras palabras : a la escultura, a la pintura a la literatura, a la música se les ha hecho la misma exigencia que a la obra arquitectónica: dar la impresión que no ha imperado nunca el desorden, el ajetreo, la basura del proceso de construcción. Pero si en las obras del arquitecto es fácil retirar los escombros sobrantes, porque sus materiales, además de las concepciones sobre proporciones, espacio y volúmenes, y además de las necesidades del destinatario y de las exigencias del terreno y del clima, son puramente físicos, y se pueden recoger los sobrantes una vez se ha marchado el ultimo obrero, no sucede lo mismo a medida que cambiamos de materia y esa labor se hace más ardua porque hay menos restos físicos que huellas espirituales que señalan el esfuerzo de la creación. La escultura y la pintura, como formas que plasman los mitos, los recuerdos, las emociones, o simplemente las ideas, en el volumen y en el espacio, con materiales que todavía gozan de las cualidades de lo sólido, pueden dar una impresión final de acabado y limpieza(•) que exigen del espectador una penetrante capacidad de interpretación para poder leer en los planos los relieves, las depresiones y colores, en combinación y oposición, los dramas que inspiraron al creador, las angustias de la gestación y los dolores del parto. En la literatura es más difícil borrar, porque la buena literatura se escribe con sangre, aún la humorística, digo mal: no aún, sino esa más que todas, y la sangre, propia o ajena, • Aunque Picasso consideraba que toda verdadera creación en pintura revelaba cierto grado de fealdad, porque el esfuerzo de creación podía ser borrado. En ese sentido serían más acabadas las obras de de los imitadores.

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es muy difícil de borrar; la poesía y la música se construyen con gritos modulados de alegría y de dolor; todavía resuenan en nuestros oídos los sollozos desgarrados que el anciano Goethe transforma en las armoniosas frases de la Elegía de Marienbad, después de que la imposibilidad de la cristalización de su amor por Ulrika adolescente ya no fue negada más por el experimentado amador, que acrecentaba la potencia del deseo y de la expresión amorosa de amada en amada, pero que no pudo borrar con su pasión poderosa los atributos de la vejez, motivo del rechazo final a sus pretensiones matrimoniales. Pero si se oyen en poesías los gritos que generaron, la música tiende no solamente a hacerlos oír sino a generarlos, porque por medio del ritmo, del tiempo, de la melodía, el objeto sonoro y la vivencia afectiva se vuelven la misma cosa; por eso el que no está enamorado, ya sea en fase de duelo o de exaltación, ya sea consciente o no de su amor o de su objeto, no puede oír música por que su espíritu no está dispuesto a permitir que se generen en él tales vivencias afectivas. En la música de Beethoven, la serenidad es su amor compartido plenamente – divino o profano, ideal o real - no es el resultado de la extirpación de angustias y dolores; a ella no se puede llegar borrando ni trasponiendo, porque su música es, por su estructura y por sus procedimientos, comparable a la naturaleza en sus procesos creadores, como ella puede matar o eliminar sus criaturas, o hacerlas vivir, pero no maquillarlas una vez salidas de su seno; la música anterior a él, como la poesía, había encontrado una manera, si no de borrar, sí de esconder sus intensidades y desórdenes originarios, obligándolos a someterse a formas clásicas trabajadas durante centurias por la colectividad de los creadores. En la medida en que esas formas adquieren universalidad, los dramas individuales que a ella se acogen encuentran un disfraz que a veces nos hace muy difícil a los

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auditores penetrar en los conflictos, duelos, tristezas y alegrías particulares, porque la estructura formal rígida universalizada les da una apariencias de ecuanimidad y de abstracción a la que nuestras resistencias prefieren acogerse. Bach, Handel, Haydn, llevan esas formas a tal grado de sublimidad que nos sentimos terriblemente disminuidos ante ellas y tentados a vivirlas como totalidades que brotan del pensamiento divino de los compositores, como Minerva, de la cabeza de Zeus: grande, sabia, virgen y sin manchas. Lo sublime genera tal desproporción entre quién lo recibe y quién lo produce, sea la naturaleza o sea Bach, que difícilmente podemos evitar, como receptores, la inhibición contemplativa que nos obliga a prosternarnos, como ante un Dios que escapa a todo examen de las sustancias que lo constituyen. Así es la música que placía a un Goethe y la que place a todos aquellos que, amenazados por su propia sensibilidad, aspiran a sumirse en la insensibilidad de lo cósmico y lo histórico, que tranquiliza al demostrarnos la pequeñez individual de nuestras pasiones y dolores. Era inevitable que Beethoven se acogiera a esos moldes clásicos, pero su personalidad y la fusión de sus aspiraciones con las de la época revolucionaria que le tocó vivir, que introdujo en el mundo el desorden de acontecimientos fundamentales que no ahorraban la angustia del cambio permanente, hacía también inevitable que las relaciones calculadas y bajo enérgico control de las formas clásicas y barrocas, fueran cediendo a una voluntad que busca efectos incalculables, a partir de los cuales se puede encontrar nuevas soluciones que ya no aceptan el peso de lo preestablecido. Su personalidad se objetiva en la obra cada vez más, y así como la personalidad carece de autor, la obra puede llegar a confesarse sin autor, como antes de él nunca jamás se atrevió a hacerlo.

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Nadie mejor que Franz Liszt, con la profundidad filosófica que es patrimonio de todo gran creador, ha descrito este proceso en Beethoven; en carta al señor Von Lenz, uno de los críticos partidarios de la teoría de “los tres estilos”, dice: para nosotros los músicos, la obra de Beethoven es como la columna de humo y juego que guiaba a los israelitas a través del desierto; columna de humo para guiarnos de día y de fuego para guiarnos de noche, a fin de que caminemos noche y día. Su oscuridad y su luz nos trazan igualmente el camino el camino que debemos seguir; una y otra son un perpetuo mandamiento y una infalible revelación. Si yo hubiera de clasificar los diferentes aspectos del pensamiento del gran maestro, manifestados en sus sonatas, sus sinfonías y sus cuartetos, de seguro que no me atendría mucho a la división en tres estilos, demasiado generalizada actualmente y que usted ha seguido, antes bien, tomando acta de los problemas presentados hasta hoy, yo plantearía con decisión el gran problema que es eje de la critica y de la estética musical desde el punto al cual nos ha llevado Beethoven, a saber : ¿en qué grado es necesariamente determinante del organismo del pensamiento la forma tradicional y convencional? La solución a este problema, tal como ella se desprende de la obra misma de Beethoven, nos llevaría a dividir dicha obra, no en tres estilos o periodos (las palabras estilos o periodos no pueden ser aquí otra cosa que términos reducidos, subordinados, de significación vaga y equivoca). Sino en dos categorías : la primera, aquella en que la fórmula convencional y convenida contiene y gobierna al pensamiento del Maestro; y la segunda, aquella en que el pensamiento del Maestro extiende, rompe, vuelve a crear y a formar, a medida de sus necesidades y de sus inspiraciones, la forma y el estilo. Sin duda que procediendo así, llegamos derechamente a los incesantes problemas de la autoridad y de la libertad. Pero, ¿por qué habrían estos de asustarnos?

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En la región de las artes liberales no entrañan felizmente, ninguno de los peligros y desastres que sus oscilaciones ocasionan en el mundo practico y social; porque en el dominio de lo bello, solamente el genio tiene autoridad y por, lo tanto, desapareciendo el dualismo, las nociones de autoridad y libertad quedan reducidas a su identidad primitiva”. La libertad como bien señala Lizst, es una conquista progresiva y no una ruptura brusca en un momento dado, Beethoven sabe muy bien para qué la conquista. El es como Zaratustra, que no se pregunta de qué se libera, sino para qué se libera. Él la conquista para refutar en su propia obra el postulado histérico de la reconciliación absoluta; es una curación que lo lleva a reconocer la fecundidad del desgarramiento, la creatividad del conflicto, la productividad de la contradicción; no en vano llega a constituirse en un maestro del manejo estético de las disonancias, “las ásperas disonancias del dolor hermanas”, e hijas de la negación, función de la muerte en el lenguaje y partera de la lógica. No podemos pues reducir la obra de Beethoven a una expresión unívoca, la ambivalencia original deviene pluralidad de sentidos, la aspiración a la totalidad deviene utilización de la multiformidad conflictiva; escapa a la situación dramática particular, inscribiéndola en grandes conjuntos de fuerzas y tendencias que colaboran y se contraponen con extremada variabilidad a partir de temas generalmente intensos pero sencillos; la determinación musical deviene animada, accidentada y tanto más cuanto que, entre las epopeyas iniciales y esta libertad difícil de conquistar, subsiste de todas maneras un vínculo casi físico, un devenir continuo de lo épico a lo lírico-reflexivo, lirismo antirromántico pero lirismo al fin. Es al mismo tiempo un proceso de humanización y de irreductibilidad que lo lleva a no intentar resolver nada, a dejar

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los interrogantes abiertos; proceso de objetivación que sólo es posible a partir de las más terrible subjetividad; así la música llega a ocupar el lugar del Yo, del rostro, de la piel pero no nos revela más que su propio rostro, porque su finalidad no es revelarse sino manifestarse, con empecinamiento, hasta ser percibido como hermetismo y confesión, como sometido a la necesidad del “Es Muss Sein” y como libre. Beethoven es un enamorado que se retrae y se aleja de su propia piel, para dar lo más profundo. Es un proceso que ya no puede recuperar para si ningún héroe que se enfrenta bravamente al destino: la vida y la obra pertenecen ya al destino, al “así debe ser”. Ese amor a los hechos genera en Beethoven un si a la vida, a pesar de que no pueda ser justificada. Sigue aprobando la vida aunque termine por despojarla de todo fin trascendente, aunque sea trágica en su constitución misma, y no porque una vida meritoria se derrumbe ante los golpes de la adversidad. Es el máximo logro : no caer en la justificación trascendental ante el dolor y el sufrimiento, la tentación es grande, sino aprobar la vida con esos dolores porque sin ellos no sería probablemente posible la felicidad. El dolor no promete nada, como quiere el cristianismo, sólo es el necesario contraste, el “bajo ostinato” sobre el que se destaca la purísima melodía de las grandes sublimaciones. El dolor no es sino el fondo de duelos permanentes, en que se contrastan las realizaciones humanas. Toda realización implica duelos, porque ninguna realización deja intactas las identificaciones logradas en el conjunto de relaciones que movilizan la libido del Yo a los objetos y de los objetos al Yo; en la medida en que algo fundamental se logra, quedan amenazadas las relaciones que a ellos condujeron, pues se transforman necesariamente; desde posiciones rígidas de relaciones y de identificaciones

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no se logra nada fundamental; se conservan, pero no enriquecen, sino que empobrecen. En la sublimación artística, lúcidamente nos lo ha explicado Estanislao Zuleta en sus conferencias sobre el Yo y el Ello, hay siempre un trabajo de reconstrucción de un contexto a través del cual se puede reinscribir el objeto y en relación con él, encontrar nuevas identidades. Ese carácter mutable intrínseco y necesario de objeto e identidades, que los seres excepcionalmente felices logran mantener dentro de una misma relación, impone un trabajo de elaboración que podríamos definir principalmente como elaboración de un nuevo código, a su turno inestable porque mucha estabilidad sería imposibilidad de toda transformación futura, sería el dominio absoluto del código. Inestabilidad del código e inestabilidad del objeto son correlativas del contexto en que se inscriben las identidades necesarias para la creación artísticas. Artista es pues todo aquel para quien toda relación con un objeto es una propuesta de una nueva forma de existencia y de nuevas significaciones de la existencia que se vive. Artista es el que aspira a las bodas del pensamiento y de la vida, y por lo tanto puede cantar como Zaratustra en la canción del “Si y el amén”: “oh, cómo no he de sentir anhelos de eternidad y del anillo nupcial de los anillos: el anillo del eterno retorno!”. Es una canción que Zaratustra canta después de haber ascendido de “la profunda media noche” del dolor hacia la gran fiesta del mediodía, y de haber descubierto que si el dolor es profundo, “más profunda es la alegría”, porque ella es la que “quiere eternidad” y retorno de la vida, permanencia de la vida en la tierra y no justificación trascendental; quiere la primacía de lo posible sobre lo ya determinado y la conversión de los objetos y los sucesos en poderes del pensamiento; ella es la que nos permite sintetizar la totalidad

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de la obra de Beethoven con un gran pensamiento de Freud: “Quién ha logrado valorar por encima de todo los procesos mismos de la producción artística, escapará, al destino”; de la repetición, agregaríamos nosotros. Cali, mayo de 1977