Comunidad

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COMUNIDAD Entre muchos sociólogos y politólogos, la palabra comunidad ha servido para identificar, en conjuntos más o menos homogéneos, grupos de individuos, organizaciones, oficiantes y hasta naciones y estados con rasgos comunes, afinidades u objetivos compartidos. Así, merced entre otras cosas a esa uniformización lingüística, ha quedado enmascarado un ethos humano, una forma organizada de la vida con tan diversas manifestaciones como comunidades hay en todas las regiones de este planeta. En América, las comunidades son sobre todo núcleos humanos dúctiles que se reproducen materialmente en forma colectiva, aceptando como base una territorialidad, es decir, una referencia geográfica. Sobre todo en lo que es originario, es decir, que responde a las tradiciones indígenas más sólidas. Y es sobre ese usufructo colectivo de la tierra, flexible y muchas veces diferenciado en unidades domésticas, que se asienta y despliega un sistema de vida en el que se tejen estructuras productivas, culturales y de filiación. En consecuencia, esta combinación de relaciones (muchas veces superpuestas) permite que la comunidad sea también una organización social y política con un código de valores particular que, históricamente, puede repetirse según la región, la lengua o la zona donde se vive. De esta manera, aunque no necesariamente, puede forjarse una identidad más amplia (nacional) o por ejemplo una red de comunidades que, interrelacionadas, en los Andes es conocida como ayllu. En general, la forma comunidad de la política depende de las manifestaciones más estrechas de toma de decisiones (como asambleas y cabildos), ya que las relaciones entre individuos, familias o unidades domésticas son directas y continuadas, se alimentan de la cotidianidad antes mencionada. En ese caso la horizontalidad, entendida como la igualdad paritaria, se traduce como deliberación, transparencia, consenso y rotación en las responsabilidades (cargos). Los aymaras, sobre todo en Bolivia, han sostenido con sus tradiciones comunitarias rebeliones, insurrecciones y movilizaciones de diversa índole en los últimos dos siglos, como la de Tupaj Katari en 1781 o la que en octubre de 2003 terminó con el gobierno del empresario Gonzalo Sánchez de Lozada. Más recientemente, pero con fuerte raigambre en los usos y costumbres, las comunidades quechuas de Perú y Ecuador han iniciado movimientos para resistir a las industrias extractivas que atentan contra la salud de sus territorios y, por ende, contra sus formas de existencia. En esa misma línea, los mayas de Guatemala y de Chiapas han creado organizaciones militares en las últimas décadas que se han levantado sobre redes de comunidades que rebasaron la formas identitarias comunitarias más simples, como el idioma o las costumbres políticas. La más famosa de estas organizaciones con base comunitaria es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ahora, por lo mismo que se trata de un conjunto flexible, orgánico, la cohesión de una comunidad depende también de su capacidad de autonomía: en tanto sea capaz de producirse sin dependencia subordinada podrá establecer su fuero interno y relacionarse con el exterior. En otras palabras, su economía y su ejercicio de la política (o las fiestas) son rasgos que deben permanentemente estar bajo control directo de los comunarios en su conjunto.

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COMUNIDAD Entre muchos sociólogos y politólogos, la palabra comunidad ha servido para identificar, en conjuntos más o menos homogéneos, grupos de individuos, organizaciones, oficiantes y hasta naciones y estados con rasgos comunes, afinidades u objetivos compartidos. Así, merced entre otras cosas a esa uniformización lingüística, ha quedado enmascarado un ethos humano, una forma organizada de la vida con tan diversas manifestaciones como comunidades hay en todas las regiones de este planeta.

En América, las comunidades son sobre todo núcleos humanos dúctiles que se

reproducen materialmente en forma colectiva, aceptando como base una territorialidad, es decir, una referencia geográfica. Sobre todo en lo que es originario, es decir, que responde a las tradiciones indígenas más sólidas. Y es sobre ese usufructo colectivo de la tierra, flexible y muchas veces diferenciado en unidades domésticas, que se asienta y despliega un sistema de vida en el que se tejen estructuras productivas, culturales y de filiación.

En consecuencia, esta combinación de relaciones (muchas veces superpuestas)

permite que la comunidad sea también una organización social y política con un código de valores particular que, históricamente, puede repetirse según la región, la lengua o la zona donde se vive. De esta manera, aunque no necesariamente, puede forjarse una identidad más amplia (nacional) o por ejemplo una red de comunidades que, interrelacionadas, en los Andes es conocida como ayllu.

En general, la forma comunidad de la política depende de las manifestaciones más

estrechas de toma de decisiones (como asambleas y cabildos), ya que las relaciones entre individuos, familias o unidades domésticas son directas y continuadas, se alimentan de la cotidianidad antes mencionada. En ese caso la horizontalidad, entendida como la igualdad paritaria, se traduce como deliberación, transparencia, consenso y rotación en las responsabilidades (cargos).

Los aymaras, sobre todo en Bolivia, han sostenido con sus tradiciones

comunitarias rebeliones, insurrecciones y movilizaciones de diversa índole en los últimos dos siglos, como la de Tupaj Katari en 1781 o la que en octubre de 2003 terminó con el gobierno del empresario Gonzalo Sánchez de Lozada. Más recientemente, pero con fuerte raigambre en los usos y costumbres, las comunidades quechuas de Perú y Ecuador han iniciado movimientos para resistir a las industrias extractivas que atentan contra la salud de sus territorios y, por ende, contra sus formas de existencia.

En esa misma línea, los mayas de Guatemala y de Chiapas han creado

organizaciones militares en las últimas décadas que se han levantado sobre redes de comunidades que rebasaron la formas identitarias comunitarias más simples, como el idioma o las costumbres políticas. La más famosa de estas organizaciones con base comunitaria es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Ahora, por lo mismo que se trata de un conjunto flexible, orgánico, la cohesión de

una comunidad depende también de su capacidad de autonomía: en tanto sea capaz de producirse sin dependencia subordinada podrá establecer su fuero interno y relacionarse con el exterior. En otras palabras, su economía y su ejercicio de la política (o las fiestas) son rasgos que deben permanentemente estar bajo control directo de los comunarios en su conjunto.

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Es por ello que, en las últimas décadas del siglo pasado, el llamado modelo neoliberal tuvo un efecto devastador en las comunidades indígeno-campesinas de América Latina: al privatizar la explotación de los recursos naturales, vía la enajenación de grandes extensiones de territorio (en México, por ejemplo, con la virtual eliminación del ejido como forma de propiedad colectiva de la tierra). Las comunidades entonces vieron afectadas sus formas de subsistencia y, muchas, perdieron el control territorial, migrando a centros urbanos en busca de ingresos.

Sin embargo, en este proceso de migración comunitaria no todo fue pérdida. Al

llevarse a sí mismas a otros territorios, muchas comunidades aymaras pudieron mantener vivas sus tradiciones y aplicarlas a nuevas formas de asentamiento. Así nació El Alto, una ciudad indígena producto de migraciones y privaciones en el campo, pero también de la solidez de un ethos que, privilegiando el beneficio colectivo, se levantó en unos cuantos años.

Este despliegue urbano de las comunidades, entonces, ha permitido muchas veces

que las unidades domésticas del campo se vean fortalecidas y, pese a la marginación, que los barrios y hasta algunas instituciones públicas (sobre todo escuelas y mercados) queden bajo el mando colectivo, bajo un poder disperso pero no necesariamente desarticulado.

Comunidad, así entendida, viene a ser una forma de organización no opresiva,

aunque las formas directas de su ejercicio pueden ejercer una regulación de la conducta social muy poderosa. Es una forma, espaciotemporal, en el que la defensa del interés (y del bien) común y la particularidad son colectivos.

Luis A. Gómez Bibliografía García de León, Antonio. Resistencia y utopía (dos tomos), Ediciones Era, México, 1985. Gutiérrez, Raquel et al. Tiempos de rebelión, Comuna, La Paz, 2000. Zibechi, Raúl. Dispersar el poder, Textos rebeldes, La Paz, 2006.