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S. O. S. PADRES EN APUROS

Ejercer la autoridad como padres sin perder los nervios

BRIGITTE LANGEVIN

Cómo marcar los límites

Cómo marcar los límites

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© para la lengua española: Edebé, 2011Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Directora de Publicaciones Generales: Reina DuarteEditora: Marta SansDiseño: Hans GeelIlustración: Dawn Hudson© traducción: Raquel Solà

1.a edición, septiembre 2011

ISBN: 978-84-683-0308-6Depósito legal: B. 23914-2011Impreso en España - Printed in SpainEGS - Rosario, 2 - Barcelona

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Título original: Une discipline sans douleurAutora: Brigitte Langevin© 2010 Les Éditions de Mortagne. Todos los derechos reservados.

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A mi hija Karelle, por su amor incondicional que me anima a ser cada día mejor madre.

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Índice

INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Capítulo 1

TESTIMONIOPERSONAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Capítulo 2

ELPAPELDEPADRES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Un duro trabajo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Ser padres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

Necesidades y deseos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24

Capítulo 3

PERDERELCONTROL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

El azote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30

Se escapa una bofetada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32

Rojo de rabia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34

La negociación mal entendida . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

La injerencia de nuestros padres . . . . . . . . . . . . . . . . 42

Los abusos verbales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44

Capítulo 4

EDUCARSINDOLOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

Poner límites con firmeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

Ordenar sin culpabilizarse por ello. . . . . . . . . . . . . . . 54

Aceptar que os detesten. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58

Aceptar que el niño se frustre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60

Dejar llorar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64

Resistirse a las ganas de ceder . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

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Expresar el enfado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

Dejar que el niño se exprese . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72

Escuchar y poner nombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Animar y felicitar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

Decir te quiero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80

Perseverar con los adolescentes . . . . . . . . . . . . . . . . 82

Capítulo 5

ESTRATEGIASDEINTERVENCIÓN . . . . . . . . . . . . . . 89

Consecuencia natural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92

Consecuencia lógica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92

Refuerzo positivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94

Adaptar el entorno. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

El fuera de juego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96

¡1..., 2..., 3! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

La distracción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98

El ejemplo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

Capítulo 6

PORELFUTURODENUESTROSHIJOS . . . . . . . . . . 103

Evitar el camino a la delincuencia. . . . . . . . . . . . . . . . 103

Tener o no tener hijos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

Nunca es demasiado tarde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108

CONCLUSIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

ANEXO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

Apuntes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

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En todo niño hay una persona única y maravillosa que sencillamente espera que un adulto

tenga fe en él, le trate como un ser digno, le enseñe a comportarse bien y a desarrollarse

cuando esté en contacto con otras personas.En todo padre hay una persona

que aspira profundamente a dar lo mejor de sí mismo y a ser un modelo de realización para su hijo.

Brigitte racine

La discipline, un jeu d’enfant

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INTRODUCCIÓN

Este bebé encantador que tenemos en nuestros brazos es el amor de nuestra vida. Le brindamos todo nuestro afecto y respondemos a sus necesidades y a sus menores deseos. ¡Es tan pequeño y nos necesita tanto a nosotros, sus padres! Y luego los días pasan y esta relación padres-hijo tan ideali-zada se convierte a menudo en una pesadilla. Entonces los padres se dan cuenta de que sus expectativas no se corres-ponden con la realidad.

Varios padres me han confesado que, antes del nacimien-to de su primer hijo, se imaginaban sentados alrededor de la mesa con sus hijos, comiendo casi silenciosamente, intercam-biando impresiones tranquilamente, divirtiéndose. En lugar de esta estampa, ahora se ven obligados a lanzar órdenes: «Siéntate bien... No comas con la boca abierta... No hagas ruido con los cubiertos...». Por supuesto sí que se habían dado cuenta de que en casa de los hijos de los demás ha- bía momentos de crisis, desavenencias y comportamientos desagradables, pero se engañaban a sí mismos con la dulce ilusión de que con sus hijos no sucedería todo eso y que, para calmarles, evitarían recurrir a los gritos, las amenazas y las azotainas. En consecuencia, se sienten muy decepciona-

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dos por las artimañas de su bebé y por sus propias reac-ciones. Por otra parte, al ver el comportamiento tranquilo y respetuoso de algunos niños, se imaginan que los demás padres lo están haciendo mucho mejor que ellos.

En primer lugar, debemos aclarar un punto importante: el progenitor perfecto no existe. Sin embargo, en lo más pro-fundo de mi ser, creo que es posible que una persona se convierta en un padre excelente. La palabra perfección es aplastante, porque no deja ningún margen para el error. No obstante, aspirar a la excelencia es permitirse el derecho al error, ser al mismo tiempo responsable y hacer todo lo posi-ble para desarrollar las habilidades paternas en materia de disciplina o de educación. Por otra parte, esto es lo que pre-tendo poner de relieve con el testimonio personal que relato en el capítulo 1.

Por desgracia, «hacer» un hijo no nos da automáticamen-te la sabiduría ni la eficacia necesarias para el arte de ser pa-dres. Cuando los padres tienen «buenos» hijos se sienten competentes, pero cuando estos se resisten a su autoridad, se cuestionan sus actuaciones y dudan entonces de su com-petencia. El capítulo 2 aborda la función crucial y exigente de los padres y la importancia de diferenciar bien las «necesida-des» de los «deseos» de los hijos.

Cuando los hijos desafían la autoridad de los padres y transgreden los límites impuestos, en un momento u otro, todos los padres corren el riesgo de reaccionar respecto a la educación de sus hijos con más intensidad de la deseable. Las amenazas, los gritos, los abusos verbales, los arrebatos de cólera, etc. pueden escapársenos de las manos. El capítu-lo 3 describe estas actitudes, estas palabras y estos gestos que distan mucho de basarse en el amor y la compasión, y que es preciso evitar. El azote y la negociación también constan en el banco de los acusados para suscitar con ello una reflexión respecto a su uso.

Pero tranquilos, puesto que una educación sin dolor es

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INTRODUCCIÓN

posible, aunque es preciso saber cómo aplicarla. El capítu- lo 4 detalla los principios esenciales para lograrlo. En el lugar de honor se encuentra un gran sentido común. Tal vez inclu-so os reconoceréis y os confirmará en vuestra manera de ser y de actuar.

Para apoyaros en vuestra manera de actuar, el capítulo 5 presenta un abanico de eficaces estrategias tanto con los jó-venes como con los más pequeños.

Tanto si sois padres desde hace poco o desde hace ya varios años o estáis a punto de serlo, este libro va dirigido a vosotros e igualmente a cualquier adulto interesado por los progresos realizados en educación.

Si vuestros motivos para convertiros en padres o en tener otro hijo se basan en el placer de tener un bebé en vues- tros brazos o en la esperanza de salvar vuestra relación de pareja o para no sentiros tan solos, el capítulo 6 os proporcio-nará una reflexión contundente acerca de la inmensa respon-sabilidad que incumbe a todo padre y educador respecto a los niños.

Con mucha frecuencia se cree que la educación de los hijos es demasiado compleja. Además, la mayoría de los li-bros que tratan del tema transmiten esta impresión debido al número exagerado de páginas que contienen. Al escribir este libro, he querido hacerlo eminentemente práctico y con-ciso para que los padres encuentren rápidamente las res-puestas a sus preguntas. Por otra parte, en los apuntes del anexo encontraréis una serie de enunciados que os servirán de recordatorio. Podéis colgarlos con un imán en la nevera. Igual que los niños, ¡los adultos también necesitamos recor-datorios!

Para terminar, este libro, como todos los que tratan del tema de la educación, no pretende ser más que una obra general en relación a vuestro hijo. Un padre conoce mejor a su hijo que nadie. Por esta razón, si leéis algunos fragmentos que chocan con vuestros sentimientos de padre o madre,

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olvidaos de lo que dice este libro y seguid vuestro instinto. En ocasiones, algunos padres han superado una etapa difícil en la educación de sus hijos luchando contra viento y marea con unos resultados extraordinarios y por ello merecen toda nuestra admiración.

Ojalá que la lectura de este libro marque la diferencia en el seno de vuestra familia, en vuestras relaciones y en vuestra vida.

Nota: Cuando escribo «el hijo», «el niño» o «el bebé» me refiero tanto al niño como a la niña. Cuando escribo «el pa-dre», «los padres» me dirijo tanto a la madre como al padre. Incluso si los dos padres difieren en materia de autoridad, me parece evidente que esta reflexión les concierne por igual.

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TESTIMONIOPERSONAL

Soy la hija mayor de una familia de tres hijos. Mi hermana solo es once meses menor que yo y el benjamín llegó ocho años después de mi nacimiento. En mi familia, para educar a los hijos lo normal era pegar.

La costumbre mandaba que fuese el padre quien, al re-gresar del trabajo, pegase a los hijos, después de que la ma-dre hubiese explicado las «faltas atroces» cometidas por estos a lo largo del día. Durante la cena y alzando mucho el tono, mi padre enumeraba las acciones que merecían un cas-tigo y después de bajarnos los pantalones nos administraba por turno una zurra.

De vez en cuando, mi madre también ponía algo de su parte durante el día. Sin embargo, su función se limitaba a propinarnos un pellizco, a darnos un golpe con el matamos-cas o a castigarnos arrodillándonos en un rincón. En aquellos momentos, no solo no me sentía querida, sino que aque- lla forma de administrar disciplina me hacía creer que mi pa-dre era un ser malvado y sin corazón. Por otra parte, de niña,

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no quería desempeñar el papel de madre cuando fuese ma-yor, ya que no me parecía tan interesante como el de padre.

Ya desde una edad muy temprana, hacia los cuatro o cin-co años, entendía que estos métodos de educación eran in-justos y sobre todo humillantes. Puesto que mis padres me daban mucho miedo, me era imposible expresarles lo que sentía y, aún menos, hablar de ello a cualquier otra persona. Durante toda mi infancia acepté los bofetones y los castigos sin protestar jamás, y lloraba en silencio.

Cuando empecé la escuela no entendía por qué los de-más niños eran tan descarados. ¿Cómo se atrevían a discutir las directrices de un adulto o, lo que era aún peor, a desobe-decerles? ¿No les daba miedo que les zurrasen? Por otra parte, veía a padres tan cariñosos con sus hijos, ¡que me ha-bría gustado ser su hija! ¡Llegué hasta el punto de creer que me habían adoptado!

Con el tiempo, tuve que rendirme ante la evidencia: ver-daderamente era su hija. Mi parecido físico con uno de mis padres me lo recordaba cada día. Por consiguiente, me hice la promesa de no actuar de aquella forma si algún día me convertía en madre.

Al cabo de los años me hice funcionaria en un municipio, conocí a un hombre, me casé y, cinco años después, me quedé embarazada. Entonces tenía 25 años.

Consciente de que iba a ser madre, me invadió un senti-miento de angustia. Empecé a tartamudear y perdí la con-fianza en mis capacidades. Llevar a cabo tareas sencillas se convertía en un desafío cada vez más difícil de superar. Los únicos momentos de regocijo de mi embarazo fueron cuan-do me enteré de que estaba embarazada y lo comuniqué a todo el mundo y cuando di a luz, es decir, cuando constaté que un ser tan pequeño y tan perfecto había podido ser crea-do en mi interior y salir sano y salvo.

Así, a los nueve meses me convertí en mamá. Incapaz de afrontar esta realidad, me inscribí a cursos en un cégep (cen-

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tro de formación técnica y preuniversitaria quebequés) para huir de mi papel de madre y, sobre todo, para salir de casa, aunque mi hija solamente tenía un mes y yo estaba de baja por maternidad. Mis padres la cuidaban durante el día y su padre o yo la íbamos a buscar por la tarde. Cuando empezó a pronunciar sus primeras palabras, ella nos llamaba papá a su padre y a mí; para ella no había mamá en su familia.

Seguro que lo adivinaréis enseguida: empecé a educar- la como me educaron a mí. Cachete en el pompis, pellizco, tirones del brazo, castigos de rodillas en un rincón también formaron parte de la vida cotidiana de mi hija hasta el día que, irritada por la afrenta que la niña acababa de cometer al contestarme, le di un bofetón en toda la cara. Mi hija tenía poco más de 4 años. Este gesto inaceptable fue uno de los desencadenantes que me impulsaron a consultar a una psi-cóloga. Por suerte, todavía me quedaba un poco de cons-ciencia y, sin lugar a dudas, mucho amor por mi hija.

Seis meses después tomé una firme decisión: nunca ja-más se utilizaría la violencia ni en mi vida ni en la vida de mi familia. Entonces me separé, no porque el padre de mi hija fuese alguien amenazador, sino porque me había casado con él por motivos equivocados, es decir, para abandonar la tira-nía de mi entorno familiar. Recha-zar la violencia me obligaba tam-bién a elegir. También impliqué a mi hija en esta nueva evolución informándola de que, de ahora en adelante, me prohibía a mí misma pegarla, castigarla e incluso gritarle. Entonces ella se me quedó mirando desde la altura de sus cinco años, con los brazos en jarras y me dijo: «¿Y entonces qué vas a hacer?». A su edad ella ya había comprendido que mis estrategias educativas solo tenían por objetivo demostrar mi poder para recuperar el control de una situación. ¡Me quedé sorprendi-da! Entonces le expliqué que si se comportaba de manera

Seismesesdespuéstoméunafirme decisión: nunca jamásseutilizaríalaviolencianienmi vida ni en la vida de mifamilia.

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censurable habría consecuencias para ella, pero también consecuencias relacionadas directamente con su falta. Mi hija asintió con la cabeza: lo había comprendido. Ahora solo me quedaba poner mi decisión en práctica.

En el momento de escribir estas líneas, mi hija ya tiene casi 17 años. Aún me emociono cuando pienso en sus pri-meros años de vida. Desde entonces, una certeza se ha in-crustado en mi cabeza y en mi corazón: no todo está decidi-do antes de los cinco años, siempre es posible subsanar los errores. Si yo no me hubiese esforzado con tanta intensidad para modificar mi actitud, mi comportamiento y mi manera de pensar, es muy probable que mi hija, que tiene una fuerte personalidad, hoy fuese una delincuente desenganchada, sin duda luchando contra alguna dependencia (drogas, al-cohol o sexo).

Este trabajo, muy exigente en las primeras etapas (¡no lo vamos a ocultar!), me requirió una enorme dosis de valor, paciencia y tolerancia. Sin embargo, el amor que siento por mi hija me ha dado, día tras día, la fuerza para perseverar. La recompensa es grandiosa, puesto que cada vez que escucho que me llama mamá, me invade un sentimiento de orgullo y de éxito. Finalmente me he convertido en esta mamá, esta mamá que todo hijo aspira tener. ¡Os deseo sinceramente que podáis vivir esta profunda felicidad!

Ahora, pasad a la siguiente página y veréis cómo voso-tros también podéis actuar.