Ciencia y Democracia

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CIENCIA Y DEMOCRACIA Thomas A. Brody Ciencia y democracia. . El titulo parece una contradicción. ¿Se puede acaso decidir por votación si dos y dos son cuatro? Y ser científico, en la estimación general, es una ocupación elitista. El hombre de ciencias, trabajando solitario en su laboratorio o su estudio, está alejado del mundanal ruido; sus pensamientos se mueven en esferas abstractas y no tienen que ver con las preocupaciones de la gente normal. Para unos es una figura de respeto, para otros de ridículo; para ambos el concepto de democracia -del derecho que tienen las grandes masas de que sea escuchada su voz- no tiene relación con el quehacer de la investigación científica. Mi propósito aquí es mostrar que tales ideas, por comunes que sean, están equivocadas. La actividad científica, al mirarla más de cerca, revela ser profundamente democrática -pero en un sentido que difiere de aquél trivializado que muchas veces se le atribuye al vocablo “democracia”. Esto es significativo, por un lado porque enriquece el concepto de democracia, y por el otro porque toca este problema muy mal entendido que es el papel que juega la investigación científica en el desarrollo de nuestra sociedad. I Abandonemos pues la imagen del científico creada por la prensa popular y la telenovela; acerquémonos a lo que es en realidad. Basta visitar a algunos hombres de ciencia para darse cuenta de que no son aquellos solitarios, aislados, poco aptos para la ruda vida que sufrimos y gozamos los demás. Viven en la misma sociedad que nosotros, tienen la misma vida y comparten nuestras ansias y nuestros problemas. Pero difieren en su vida profesional. Claro está, necesitan sus momentos de reflexión, de intensa concentración sobre lo que tienen entre manos, al igual que cualquier otro hombre creador. Pero mucho de su tiempo lo pasan trabajando con colaboradores, ayudantes, estudiantes; o en animadas discusiones con colegas; o buscando las opiniones criticas de otros colegas en congresos, simposios, conferencias. Toda esta interacción entre científicos les es indispensable: los resultados extraordinarios que ha logrado la investigación científica en los últimos tres siglos no son ni pueden ser el fruto de hombres, por geniales que sean, aislados cada quien en su torre de marfil. Son el fruto de la colaboración, del trabajo colectivo. Es a propósito que uso esta palabra un poco provocadora, aunque por supuesto no se trata aquí de una finca colectiva, ni mucho menos de una masa de científicos peones dominados por unos cuantos señorones de la ciencia. De hecho, no hay ninguna organización formal que imponga esta “colectivización” del trabajo científico: es colectivo por la mutua dependencia de los hombres

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ETICA DE LA CIENCIA

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CIENCIA Y DEMOCRACIA

Thomas A. Brody

Ciencia y democracia. . El titulo parece una contradicción. ¿Se puede acaso decidir por votación si

dos y dos son cuatro? Y ser científico, en la estimación general, es una ocupación elitista. El

hombre de ciencias, trabajando solitario en su laboratorio o su estudio, está alejado del mundanal

ruido; sus pensamientos se mueven en esferas abstractas y no tienen que ver con las

preocupaciones de la gente normal. Para unos es una figura de respeto, para otros de ridículo;

para ambos el concepto de democracia -del derecho que tienen las grandes masas de que sea

escuchada su voz- no tiene relación con el quehacer de la investigación científica.

Mi propósito aquí es mostrar que tales ideas, por comunes que sean, están equivocadas.

La actividad científica, al mirarla más de cerca, revela ser profundamente democrática -pero en un

sentido que difiere de aquél trivializado que muchas veces se le atribuye al vocablo “democracia”.

Esto es significativo, por un lado porque enriquece el concepto de democracia, y por el otro porque

toca este problema muy mal entendido que es el papel que juega la investigación científica en el

desarrollo de nuestra sociedad.

I

Abandonemos pues la imagen del científico creada por la prensa popular y la telenovela;

acerquémonos a lo que es en realidad. Basta visitar a algunos hombres de ciencia para darse

cuenta de que no son aquellos solitarios, aislados, poco aptos para la ruda vida que sufrimos y

gozamos los demás. Viven en la misma sociedad que nosotros, tienen la misma vida y comparten

nuestras ansias y nuestros problemas. Pero difieren en su vida profesional. Claro está, necesitan

sus momentos de reflexión, de intensa concentración sobre lo que tienen entre manos, al igual que

cualquier otro hombre creador. Pero mucho de su tiempo lo pasan trabajando con colaboradores,

ayudantes, estudiantes; o en animadas discusiones con colegas; o buscando las opiniones criticas

de otros colegas en congresos, simposios, conferencias. Toda esta interacción entre científicos les

es indispensable: los resultados extraordinarios que ha logrado la investigación científica en los

últimos tres siglos no son ni pueden ser el fruto de hombres, por geniales que sean, aislados cada

quien en su torre de marfil. Son el fruto de la colaboración, del trabajo colectivo.

Es a propósito que uso esta palabra un poco provocadora, aunque por supuesto no se trata

aquí de una finca colectiva, ni mucho menos de una masa de científicos peones dominados por

unos cuantos señorones de la ciencia. De hecho, no hay ninguna organización formal que imponga

esta “colectivización” del trabajo científico: es colectivo por la mutua dependencia de los hombres

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de ciencia. Isaac Newton, sin duda el físico más notable de muchos siglos, escribió: “Si parezco

grande, es porque he podido subirme a los hombros de gigantes.” No era solamente la modestia

que le hizo hablar así, no tenía esa falsa modestia que frisa en la hipocresía; es fácil documentar

que así eran las cosas. Ni han cambiado desde su tiempo: como científico yo dependo de mis

colegas —y ellos de mi— en tres formas: el punto de partida de mi trabajo es lo que ellos hicieron,

sus resultados, problemas, dudas, dificultades; yo realizo mi trabajo, muchas veces en directa

colaboración con algunos de ellos, de manera que sirva de punto de partida para ellos, y su critica,

tanto positiva como negativa, me es indispensable para eliminar errores y para estimularme hacia

nuevos esfuerzos.

Cabe notar aquí que para muchos científicos estas tres necesidades entran directamente

como factores sicológicos en sus métodos de trabajo. No es raro incluso que una nueva idea

fundamental surja en medio de apasionadas discusiones de café, sin que después sea posible

decir exactamente quién de entre los participantes en la discusión deba recibir el crédito por esta

idea. Hay otros que prefieren un modo de trabajo más individual. Pero sea como sea la preferencia

personal, los tres factores que he mencionado siguen siendo condicionantes esenciales del

crecimiento de la ciencia; aun el que se encierra en su cubículo lo hace para allí leer lo que han

publicado otros, y escribe trabajos para que otros los lean. Entre las costumbres preciadas de la

vida científica figura el seminario: una exposición informal, interrumpida por preguntas y

discusiones, de un trabajo del que habla. No hay institución científica que no tenga sus seminarios

regulares, algunos de ellos de larga tradición; la física en México, por ejemplo, cuenta con un

seminario iniciado por Don Manuel Sandoval Vallarta en el año 1947 y que ha sesionado

semanalmente desde entonces.

En ciertas áreas de la investigación (por ejemplo, en los grandes experimentos sobre

partículas elementales que se hacen en laboratorios que más bien parecen fábricas con miles de

obreros-científicos) se necesita una organización más formal de la colaboración: hay entonces

jefes, hay jerarquías, se planea con extraordinario detalle la labor de investigación. Pero se nota

que entre estos grupos formalmente estructurados los que registran los mayores éxitos son los que

tienen una estructura flexible: donde todo el mundo participa en las discusiones, donde la

estructura puede cambiar rápidamente según se necesite, donde la estrategia del trabajo se adapta

continuamente a lo que poco a poco se revela. Aquí ya aparece una primera faceta de democracia:

una organización en donde algunos mandan, pero se escucha a todos, y las formas y modalidades

del trabajo continuamente se revisan para que correspondan a cómo evolucionan las necesidades.

¿Hay votos en estas organizaciones? Ocasionalmente, para decidir cuestiones secundarias, de

poco momento. Lo esencial se discute, e incluso se experimenta, hasta que se haya convencido

todo el mundo que cierta manera de proceder es la que más promete. ¿Y cuando algo no sale

como se esperaba? En la democracia política se clamaría por la destitución de los jefes

responsables. Aquí no. Aquí se trata de aprender, los jefes al igual que los demás. No es meter la

pata lo que constituye el crimen imperdonable: es no querer aprender de la metida de pata.

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II

Esto, sin embargo, no es más que una faceta. Un aspecto más importante de la naturaleza

esencialmente democrática de la ciencia está en el hecho de que el “sistema” de la investigación

científica en realidad no es tal: es un gran número de individuos, un sinfín de grupos, pequeños,

medianos y grandes, una larga lista de diferentes organismos dedicados a los diversos aspectos de

la investigación, muchos lazos de amistad y colaboración ocasional; pero no hay en la cúpula un

grupo dominante, una jefatura, que sé yo, de gobierno. De hecho ni hay cúpula. El “sistema” es una

aglomeración de elementos distintos, a veces peleados entre si, muchas veces bajo presiones

importantes de afuera (a las cuales volveré), pero básicamente unidos por el interés común debido

al hecho de que los unos dependen de los otros.

El manejo del sistema parece a primera vista acercarse al caos. Hay instituciones como los

centros de investigación, los grupos y departamentos universitarios, en donde se realiza el trabajo

de investigación. Los resultados se dan a conocer mediante artículos publicados en unas cien mil

revistas científicas, o en congresos organizados por una larga serie de sociedades profesionales.

La información que necesita el doctor X le llega en buena parte a través de un curioso sistema,

completamente informal, de recibir copias de los trabajos de otras gentes que saben que él

comparte sus intereses particulares; y a su vez, él envía los llamados “sobretiros” a una lista de

investigadores en otros lados. En años recientes se ha desarrollado otra red, igualmente informal,

de “correos electrónicos” que interconectan las computadoras a las que tienen acceso los

investigadores. Hay una importante diferencia entre la publicación de un artículo en una revista

científica y los otros métodos de comunicación entre científicos: para que sea aceptado un artículo

debe pasar por la criba de uno o varios árbitros, que generalmente quedan anónimos para estar en

libertad de expresar su opinión.

Los árbitros, por supuesto, no son los mismos para todas las revistas científicas; un

trabajo que no se acepta en una revista, muy posiblemente lo publica otra. Por lo tanto hay un

cierto porcentaje de trabajos poco defendibles que sin embargo se publican; un buen número que

para no ofender a nadie calificaremos de pedestres; unos cuantos que sobresalen, cuya calidad

innovadora a veces requiere años para penetrar; y —debemos aceptarlo— ocasiones en que un

trabajo de extraordinaria calidad no llega a publicarse por no haberse comprendido.

Debo aclarar que la función más esencial del dictamen no es tanto eliminar la franja de

charlatanes, ilusos y locos pintorescos que el éxito de la ciencia y su prestigio en la sociedad

moderna ha generado. Su objeto es más bien ayudar a los científicos serios en mantener el

equilibrio entre dos tendencias que se contraponen y que ambas se necesitan para que la empresa

investigativa pueda alcanzar sus metas. Por un lado, el científico debe creer profunda y

apasionadamente en lo que está haciendo; debe tener ideas preconcebidas de los resultados que

van a salir de su trabajo. Porque si no fuera así, nunca se metería a la enorme talacha que

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generalmente se requiere para ver si tiene razón o no; lo que es más, si no tuviera ya una idea bien

definida de cómo probablemente son las cosas, ¿cómo sabría por dónde buscar? ¿Como

seleccionaría entre la infinitud de diversos experimentos precisamente aquel que lo lleva a verificar

sus preconcepciones? Lo que es más, dado que al comienzo en general no tiene éxito, debe

defender sus nociones con insistencia, con terquedad, contra todas las dudas de sus colegas (las

cuales probablemente comparte...). Pero por el otro lado, tiene que someter lo que acaba de hacer

a una severa critica, para cerciorarse de que no se le escapó algún punto esencial que deshace

todo el edificio de sus razonamientos. Debe ver si no hay una explicación mucho más sencilla de lo

que revelaron sus experimentos. Debe estar preparado para abandonar sus prejuicios más

queridos si es que se presenta evidencia en contra.

Solamente que esta evidencia contraria también necesita que se la analice en el mismo

espíritu crítico... Guardar un sano equilibrio entre la opinión preconcebida y apasionadamente

defendida, por un lado, y la crítica dura y exhaustiva, por otro, no es cosa fácil. Y es aquí donde

puede ayudar el árbitro anónimo, ante cuyos comentarios uno no está en posición de enojarse.

Aunque el sistema de arbitraje dista mucho de ser perfecto, principalmente debido a que

los árbitros también son humanos, no cabe duda de que cumple con su cometido: discriminar entre

los manuscritos que representan una contribución original y seria y aquellos que son solamente

repetición de lo que ya se sabe o —peor— simple mafufada; para desgracia del género humano, el

número de estas últimas es grande. . .

Se ve que no podemos realmente hablar de un “sistema” de la intercomunicación científica:

se trata más bien de una aglomeración que de algo concientemente organizado.

En cuanto a puestos en los laboratorios e institutos de investigación, en cuanto a fondos

para cubrir los múltiples y a veces enormes gastos asociados con la investigación, en cuanto a

todos los demás aspectos complicados de lo que se requiere para que haya investigación de

calidad, en todos estos asuntos la situación es parecida: una multitud de diferentes instancias,

paralelas y poco relacionadas una con otra, pero operando según criterios que sin ser uniformes

tienden en la misma dirección. Otra vez no tenemos aquí un sistema propiamente dicho.

La consecuencia de esta falta de sistema en todo lo que atañe a la investigación es, por

supuesto, una cierta ineficiencia. Se pierde tiempo y esfuerzo; a veces la gente se impacienta; no

siempre el avance de las investigaciones se logra al ritmo que sería posible y deseable; incluso -

crimen capital en nuestra sociedad que tanto valora los centavitos- se llegan a malgastar sumas no

despreciables.

¿Sería entonces mejor que hubiera una organización formal de la empresa investigadora?

¿Un organismo internacional, con una gran comisión de puros premios Nobel a la cabeza, y una

serie de subcomisiones a nivel nacional? Decididamente no. La aparente desorganización, los

esfuerzos perdidos y los dineros tirados por la ventana, los errores cometidos y las constantes

rectificaciones, todo esto es simplemente el precio que se paga por la realización de una idea

fundamental: En la ciencia no se vale el principio de autoridad. Con esto no quiero decir, por

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supuesto, que no hay autoridades científicas; pero no se aceptan como verdades sus

pronunciamientos porque sean autoridades; al contrario, son autoridades porque tienen razón más

veces que otra gente. Desde luego, se pueden equivocar; no por eso dejan de ser autoridades, ni

se les prohíbe a los demás corregir estos errores. Al contrario. Hace unos años (para citar un

ejemplo de mi propia experiencia) envié, junto con unos colegas, un artículo en el cual exhibimos,

analizamos y rectificamos un error cometido por Einstein. Nadie podrá negar que las ideas de

Einstein forman autoridad en la física; sin embargo, los árbitros de la revista a la que se mandó no

vacilaron ni un segundo en recomendar que se publicara.

Esta ausencia del principio de autoridad, esta posibilidad que tiene cualquier científico de

que se le escuche —con tal de que tenga argumentos sólidos que adelantar— constituye

probablemente la parte central de la explicación de los extraordinarios logros, de las exultantes

victorias sobre nuestra ignorancia y sobre la naturaleza que de vez en cuando conseguimos.

Y se trata aquí de otro aspecto democrático de la ciencia. En la ciencia no hay democracia

en el sentido de que todo el mundo tenga el derecho de participar en las votaciones. De hecho no

hay votaciones. Pero si hay democracia en un sentido que para mi sentir es más profundo: no

existe poder político, ni militar, ni económico; lo que a la larga prevalece es la razón, y cualquiera,

por humilde que sea, puede tener razón. Basta que lo demuestre.

A mis colegas les puede parecer un tanto utópico el cuadro que pinto. En un mundo

hendido y dividido por un sinnúmero de luchas internas, en el cual generalmente uno adelanta al

precio de perjudicar al vecino, lo que estoy exponiendo ha de ser inalcanzable. Cierto. No voy a

pretender que en la comunidad científica no hay más que puros santitos; hay cantidad de

escándalos porque Fulano abusó de su posición, porque Mengano falsificó datos experimentales,

porque Zutano se atribuyó créditos que no le correspondían. Pero son la excepción, precisamente:

el hecho de que provocan escándalo, de que la gente protesta y les aplica sanciones de diversos

tipos, lo demuestra. Por supuesto, las cosas podrían estar mejor; en una sociedad tan

fundamentalmente conflictiva como la nuestra no se puede esperar otra cosa, e importa por lo tanto

que se mantenga constante vigilancia.

Hay sobre todo un factor que milita en contra de la situación ideal, y “milita” es

precisamente la palabra: el armamentismo, con sus presiones y sus secretos militares, distorsiona

la estructura de la comunidad científica. Impone metas falsas a los investigadores, y al mismo

tiempo les impide la libre comunicación entre sí que normalmente corregiría estas desviaciones.

Para no citar sino un caso, en Estados Unidos el Pentágono está presionando desde hace un par

de años para impedir el acceso a las computadoras grandes de científicos provenientes de países

socialistas; se le objeta que tales medidas a la larga dañan más a la ciencia americana que a la

tecnología soviética; pero tales argumentos no penetran en la mentalidad militar, por mucho que

las experiencias del pasado hayan demostrado su validez. No se puede estimar cuánto se retrasó

la victoria en la segunda Guerra Mundial —y cuántos millones murieron a consecuencia— por los

frenos al intercambio científico que se les impusieron a los especialistas que desarrollaban las

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armas empleadas contra el nazismo. Fue típico el caso de un trabajo fundamental que hizo E. P.

Wigner, físico connotado, posterior ganador del premio Nobel; unos días después de haberlo

entregado, Wigner se dio cuenta de un error importante; pero el trabajo se había clasificado como

“ultrasecreto”, y Wigner no estaba en la lista de los que tenían acceso a material tan secreto. De

modo que la corrección se tuvo que esperar...

Existen otras influencias que más sutilmente deforman el funcionamiento de la

investigación científica. De éstas la más significativa y la menos entendida es lo que se puede

llamar el clima intelectual del momento. En los siglos XVI y XVII Europa empezaba a liberarse de

las estructuras ya obsoletas de la sociedad feudal; en esta lucha las nuevas luces que echaban los

primeros brotes de la investigación científica eran útiles y deseadas, y la nueva clase burguesa la

recibía con los brazos abiertos. Y no era solamente que de ella se esperaban grandes beneficios

para la navegación, la agricultura y la incipiente producción fabril; existía una verdadera ansia de

saber, un hambre intelectual por nuevas ideas liberadoras de la estrechez del mundo medieval.

Pero pasaron los años, la burguesía violenta o pacíficamente llegó a dominar los nuevos estados

que había amoldado a sus necesidades, para satisfacer sus necesidades estaba creando un

aparato institucionalizado de la investigación científica y convirtiendo a los científicos mismos en

profesionales que contra sueldos y salarios se avocaban a la tarea de conocer a la naturaleza; y en

eso se les presentaba un peligro inesperado.

Porque esa ciencia, que tan eficazmente les había ayudado a romper los lazos de las ideas

feudales envejecidas, seguía produciendo nuevos descubrimientos y nuevas ideas, y ni su modo

de funcionar ni estas nuevas ideas querían acomodarse a las condiciones que la burguesía como

nueva clase dominante sentía la necesidad de imponer. Hay que reconocerlo: la ciencia, la

investigación científica, es irremediablemente revolucionaria. No en el sentido, obviamente, de que

hacer ciencia lo inclina a uno a meterse en actividades subversivas; las opiniones políticas de los

científicos cubren un abanico tan amplio, desde un extremo al otro, como las de cualquier otro

sector. Pero sí lo es en el sentido de que el producto de la actividad científica, los nuevos

conocimientos, piden a gritos que se les aplique, y estas aplicaciones, quiérase o no, provocan

constantes cambios sociales; y hasta las ideas mismas que subyacen a estos conocimientos se

revelan siempre un poco rebeldes respecto a las opiniones recibidas del momento. Esto hace que

la ciencia sea, sin voluntad deliberada alguna, una fuerza que empuja a la constante

transformación social.

Fue necesario, pues, contener la ciencia para evitar los “peligros” que presentaba, pero sin

restringirla excesivamente: los frutos que daba eran demasiado importantes. El camino que se

encontró fue ingenioso porque se podía argüir que el propio desarrollo intempestivo de la ciencia lo

necesitaba: fue el de la especialización, la subdivisión de la ciencia en un número cada vez mayor

de campo más o menos aislados unos de otros; así se logró aislar a los científicos e impedir que

sus ideas se generalizasen indebidamente.

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Este mecanismo opera tan eficazmente hoy como hace doscientos años; pero ya no es

suficiente. Para reforzarlo se han desarrollado otros mecanismos, y entre ellos el de las

preconcepciones filosóficas. Antaño el neopositivismo, bajo la pretensión de ser la verdadera

filosofía científica, se encargaba de quitarle todo significado ulterior a los descubrimientos de la

ciencia; hoy en día reina supremo el formalismo, la concepción de que basta encontrar una manera

de escribir expresiones puramente simbólicas (lógicas o matemáticas) y manipularlas según reglas

formales para obtener una teoría científica; poco importa si estas expresiones y reglas tengan o no

una interpretación. Recientemente lo comentó muy adecuadamente un matemático conocido: “El

formalismo es el opio de las masas pensantes.”

III

Pese a estas presiones externas, pese a los problemas internos del “sistema” científico, pese a las

restricciones que le impone la crisis económica, la ciencia sigue activa y logra avances; la

comunidad científica conserva sorprendentemente viva su idea de democracia como el derecho e

incluso la necesidad de que cada quien tenga acceso a todo lo que producen los demás, para

formar libremente su opinión y razonar sus conclusiones y comunicarlas a su vez a todos los

colegas. Las implicaciones son obvias: democracia, como concepto que debe guiar las actividades

de una comunidad, no se puede identificar con el voto (ni mucho menos, por supuesto, con la

noción simplista que reina en ciertos círculos de que hay democracia si hay dos partidos); la

democracia puede, en ocasiones apropiadas, valerse del voto como método de tomar una decisión,

pero lo que hace la democracia es que los miembros de la comunidad puedan obtener toda la

información que se necesita para formular ideas que no sean meras opiniones sino tengan base y

justificación, que puedan discutirlas y revisarlas sin traba alguna: en fin, que lo único que puede

justificar una idea es que está basada en hechos confirmables. De estos hechos el más

significativo es que la idea funciona; que se la puede aplicar con éxito. Esto implica a su vez que si

una idea no funciona, entonces se busca otra; pero tal estrategia necesita que se evalúe lo que

hacemos, para abandonar a tiempo lo que no da los resultados deseados; noción que podría con

gran provecho aplicarse al funcionamiento de una universidad también. Finalmente, todas estas

cosas son realizables en la ciencia precisamente en la medida que rige el principio autoritario: a

nadie se le hace caso porque sea autoridad, sino solamente porque tiene razón.

Para que se cumpla con este principio se necesita constantemente examinar las razones y

argumentos que se proporcionan. Dicho en otros términos, la crítica mutua es indispensable para el

bienestar de la ciencia. Aquí el término de crítica no se debe entender en el sentido vulgar de

crítica meramente destructiva, m tampoco en el sentido de la crítica literaria, del que critica pero no

participa. La crítica es evaluación, positiva o negativa según se necesite, pero siempre a través del

intento de hacer funcionar lo que se critica. Fulano propone una teoría: yo la critico al tratar de

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aplicarla, ya sea para explicar algún fenómeno ya conocido, ya sea para predecir un efecto nuevo.

Y aun si no encuentro este efecto, no concluyo que Fulano no sabe de qué está hablando, sino

muy posiblemente formulo una nueva versión de su teoría que si se aplique al caso. Mi critica es,

pues, constructiva y hace avanzar el conocimiento científico. Mencionó arriba los muchos

seminarios que constantemente organizan los científicos: una de sus funciones centrales es ofrecer

la oportunidad para las primeras etapas de este tipo de crítica. En México, hay que admitirlo, la

inmadurez del ambiente científico se puede estimar por la escasez de la crítica científica; nuestras

sociedades científicas todavía tienden más a ser grupos de alabanzas mutuas que círculos de

crítica mutua. Es cierto, las cosas están mejorando, y el panorama es menos desolador que hace

veinte años; pero ¡qué lentamente avanzamos!

La ciencia, pues, es democrática por necesidad; no podría funcionar en otras

circunstancias. Como he tratado de indicar, la cosa va un poco más allá del mero hecho: la ciencia

también clarifica y enriquece el concepto de democracia.

Algo más resulta de la discusión en la sección anterior: la ciencia necesita la democracia

—en un sentido más habitual— alrededor de ella. En un ambiente en donde las autoridades son

autoridades (“¡mi jefe, que tenga razón o no!”) puede costar mucho trabajo mantener un espíritu

solidamente antiautoritario. En un ambiente que no favorece la libre discusión es difícil lograr la

crítica constructiva y consecuente que requiere la investigación. En un ambiente donde reina el

dedazo, ¿cómo justificar los gastos de la investigación científica cuando no se conforma con las

preconcepciones del propietario de ese dedo?

Pero cabe notarlo: la ciencia se desarrolla y fructifica allí donde hay una democracia real;

los formalismos externos del juego democrático no son ni necesarios ni suficientes. Y el ejercicio

de la investigación científica a su vez fortalece lo que puede haber de democrático en una

sociedad, ya que requiere de sus practicantes dos cosas aparentemente incompatibles:

apasionarse por lo que uno hace, al punto de la obsesión con lo que uno está tratando de lograr, y

al mismo tiempo mantenerse critico e independiente frente al resultado del propio trabajo. El día

que esta actitud, la de no aceptar las medias razones, la de querer comprender, penetre a la

política, la democracia ya no estará en peligro.