Chileurbano

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7 Agradecimientos 9 Chile urbano: la ciudad en la literatura y el cine 11 Magda Sepúlveda Eriz ENTRADA PROHIBIDA: SEGREGACIONES ESPACIALES Altibajos de la sociabilidad en ensayos chilenos 35 Roberto Hozven Junk Food: lectura sentimental de Fuguet 57 Cristián Opazo Las fronteras internas en la ciudad de Santiago: Lemebel 76 Juan Poblete NIÑOS JUGANDO: BARRIOS Cuestión de clases: la escuela en Zambra y Casas 93 Rubí Carreño Bolívar Ciudades robadas y ojo mecánico: Ruiz, Lihn, Agüero 113 Valeria de los Ríos La espacialización de la memoria en Nona Fernández y Carmen Castillo 131 Bernardita Llanos TRABAJOS EN LA VÍA: FUERA DEL CAMINO Patologías urbanas y urbes patógenas en la literatura chilena. Inicios del siglo XX 151 Andrea Kottow Contenidos

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Chile urbano: la ciudad en la literatura y el cine

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Agradecimientos 9

Chile urbano: la ciudad en la literatura y el cine 11Magda Sepúlveda Eriz

ENTRADA PROHIBIDA: SEGREGACIONES ESPACIALES

Altibajos de la sociabilidad en ensayos chilenos 35 Roberto Hozven

Junk Food: lectura sentimental de Fuguet 57 Cristián Opazo

Las fronteras internas en la ciudad de Santiago: Lemebel 76 Juan Poblete

NIÑOS JUGANDO: BARRIOS

Cuestión de clases: la escuela en Zambra y Casas 93 Rubí Carreño Bolívar

Ciudades robadas y ojo mecánico: Ruiz, Lihn, Agüero 113 Valeria de los Ríos

La espacialización de la memoria en Nona Fernández y Carmen Castillo 131 Bernardita Llanos

TRABAJOS EN LA VÍA: FUERA DEL CAMINO

Patologías urbanas y urbes patógenas en la literatura chilena. Inicios del siglo XX 151 Andrea Kottow

Contenidos

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Los devenires urbanos de Carmen Berenguer 167 Marta Sierra

La ciudad ajena: subjetividades de origen mapuche en el espacio urbano 187 Lucía Guerra-Cunningham

Una ciudadanía multicultural: representaciones de Graciela Huinao 207 Allison Ramay

ESTAMOS GRABANDO: URBANIDADES DE MUJER

Ocupación de cuerpos y ciudades en Blest Gana 227 Álvaro Kaempfer

Clandestinidades de Gabriela Mistral en Los Angeles 1946-1948 244 Elizabeth Horan

Mujer y ciudad en tres escritoras chilenas: Eltit, Maturana y Fernández 263

María Inés Lagos

SITIO ERIAZO: FANTASMAGORÍAS URBANAS

Ocultando la cámara en Acta General de Chile de Miguel Littin 281

David William Foster

Embates de la memoria urbana: artistas plásticos de los 90 294 Alejandra Wolff

Memoria urbana y ciudadanías abyectas: Nona Fernández 308 Malva Marina Vásquez Biografías 325

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Agradecimientos

Este libro es posible gracias al apoyo de dos instituciones fundamentales, la Facultad de Letras de la Pontiicia Univer-sidad Católica de Chile, a través de cuyo respaldo pude via-jar a diversos congresos sobre ciudades latinoamericanas e ir conociendo allí a los distintos intelectuales que exponen aquí su visión sobre la urbanidad chilena; y a la Universidad de Ca-lifornia (Irvine) que me permitió congregar a todos ellos en una reunión cientíica que se efectuó en esa casa de estudios. Agradezco a cada uno de los autores por la conianza que depositaron en mí.

Doy mi reconocimiento además al Fondo de desarrollo para la ciencia y la tecnología (FONDECYT), cuyo aporte me permitió consolidar la investigación “Representaciones de la ciudad en la poesía de posdictadura”, a partir de la cual pude indagar en ciertos núcleos problemáticos respecto de la imaginación urbana en la poesía. Desde este punto de origen este libro se expande a la narrativa, a la pintura y el cine.

Agradezco muy especialmente a la crítica y escritora Lu-cía Guerra-Cunningham, por la generosidad que mantuvo en nuestras conversaciones sobre ciudad y la alegría que puso cuando gestionamos el encuentro en California; y a Luis Va-lenzuela, escritor y ayudante riguroso en el proceso de edi-ción de este libro.

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¿Qué puebla la imaginación del espacio de Chile? ¿Está, por ejemplo, que Santiago de Chile fue arrasado seis meses después de su fundación? ¿Pensamos que esa destrucción nos conecta con un jolgorio que no está en la fundación colonial? El 12 de febrero de 1541, el español Pedro de Valdivia man-daba a levantar el Acta de Fundación de Santiago, sin iesta, pero el 11 de septiembre del mismo año, el cacique mapuche Michimalonko dirigía entusiasmado a sus hombres contra Santiago y la quemaba. Los mapuche no tardaron mucho en darse cuenta de que la nueva urbanización era su enemiga. Las representaciones de ambas identidades dominan la ac-tual Plaza de Armas, pero siguen deiniéndose las distancias subjetivas respecto de su lugar en la urbe. Mientras Pedro de Valdivia viaja sobre su caballo sin rienda, ensoñando un nuevo lugar y sin ver lo que está debajo; la escultura indígena nos muestra un rostro inmenso, paradójicamente sostenido sobre un cuerpo pequeño y fracturado, que connota, a través de un estilo cubista, la situación quebrada y menoscababa del pueblo mapuche actual.

Los monumentos de la Plaza de Armas simbolizan dos de los modos culturales principales que habitan los espacios chilenos, pero hay más subjetividades en tensión, las formas de consumo, las visiones religiosas, las identidades sexo-ge-néricas y los proyectos políticos históricos, entre otras, cuyas disputas por el territorio son simbolizadas en la literatura es-crita en Chile. He titulado “Entrada prohibida: segregaciones espaciales” al primer capítulo que aborda las restricciones es-paciales literarias movilizadas por las elites de los siglo XIX y XX, y luego, las discriminaciones fomentadas a partir de

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los modos de consumo, ya entrado el siglo XXI. Las subjeti-vidades literarias críticas a la elite (Francisco Bilbao, Alfredo Jocelyn-Holt) abordan la dicotomía adentro/afuera que po-see la sociedad chilena y que ha dado origen a las expresio-nes “gente como uno”, “decente” o “de familia bien”, para indicar a quienes circulan por los mismos espacios, los mis-mos colegios, las mismas casas. A su vez, las subjetividades literarias que elaboran la discriminación por formas de con-sumo (Fuguet, Contreras, Lemebel) crean identidades donde los objetos de consumo, los gustos musicales y las formas de ocio deinen su uso del espacio. Al segundo capítulo lo he denominado “Niños jugando: Barrios”, porque los textos allí analizados imaginan una producción comunitaria del territo-rio, ya no referido al consumo, sino a la posibilidad de generar relaciones de vecindad que deciden dónde se juega, a quién se ayuda o cómo se usa la plaza (Agüero, Zambra, Castillo). Es-tos textos, como los juegos de infantes, inventan su espacio utópico e intentan suspenderlo del tiempo.

A los capítulos anteriores se agrega “Trabajos en la vía: Fuera del camino”, donde el espacio es simbolizado como medio de control y ejercicio biopolítico sobre quienes habitan en él (Edwards, Berenguer, Aniñir y Huinao). La actitud po-licial ha signiicado la expulsión y diáspora mapuche, a pesar de lo cual los nombres territoriales primeros como Mapocho (Río de los mapuche), Cerro Huelén (Santa Lucía), Manque-hue (Lugar de cóndores), Apoquindo y Tobalaba (nombres de los caciques de Santiago) retornan con fuerza en esta lite-ratura donde la etnia y la pobreza se tornan equivalentes. En esta línea he agrupado desde la escritura de los intelectuales sobre los marginales (Edwards, Berenguer) a los desplazados dando testimonio (Aniñir, Huinao). Así como ha existido la

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práctica de erradicar lo indígena, existe la noción de que las mujeres deben ser constreñidas, de ahí el título del cuarto capítulo “Estamos grabando: urbanidades de mujer”. La vi-gilancia y la acción de constreñir las acciones de las mujeres asumen su forma más radical en la violación, especialmente cuando se práctica tras la idea de que conquistar un territorio es equivalente a poseer los cuerpos femeninos (Blest Gana), hasta aquel comidillo que castiga a la que está fuera de casa, es soltera y aspira a tener una iguración pública (Mistral). A pesar de estas vicisitudes y del silencio mujeril obligado y premiado en el espacio público, los personajes de la literatura de mujeres continúan saliendo y van experimentando con el autoerotismo (Maturana) un modo de conocimiento que an-tes les estaba vedado y que se permiten ejercer puertas afuera de la casa.

El capítulo que cierra las diversas identidades que nego-cian espacios es “Sitio eriazo: fantasmagorías urbanas”, don-de se recrean subjetividades ligadas a proyectos políticos que no logran cumplirse (Littin, Eltit, Portus, Fernández) y cuya manifestación espacial es el baldío y los locos, prostitutas o cartoneros, es decir, los que trabajan con la ruina. Uso el con-cepto de fantasmagoría pensando en Benjamin y en su interés por los cartoneros (traperos), que recopilan lo que va siendo desechado y que antes formaban parte de los antiguos mo-numentos de la mercancía. En los textos analizados en este capítulo, el artista se acerca a entrevistar al cartonero y a la prostituta, y se hace uno con ellos, dejando que sus hablas de-cidan el texto. Así, el artista que junta testimonios es también un cartonero. Los sujetos y objetos ruinosos adquieren un carácter fantasmagórico porque provienen de otro tiempo, son un desecho cultural que exhibe el rápido envejecimiento

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generado por la modernidad. El progreso imparable ha ido transformando a estos sujetos y objetos en signiicantes o cáscaras vacías de aquello que se ha ido abandonando, como las galerías de caracoles o las viviendas del casco antiguo de la ciudad, muchas de las cuales son hoy solo fachadas de una ensoñación que ya pasó.

En cada uno de los capítulos de este libro, diversos in-telectuales observan los problemas de la urbanidad relativos a lugares de consumo, barrios, marginalidades, espacios en conlicto de género, y territorios vinculados a proyectos políti-cos, considerando para ello textos literarios, películas u objetos plásticos.

Entrada prohibida: segregaciones espaciales

Este capítulo agrupa además textos que giran alrededor de cómo las elites han creado una sociabilidad que deine en la mesa dominguera de la casa privada los destinos públicos del país, rehusando así los derechos de ciudad de la calle. Por ello, los ensayistas chilenos, observan faltas de civitas. Es decir, la sociabilidad chilena se ha ido deiniendo por el escaso re-conocimiento de estar entre iguales. De ahí el encanto por las adjetivaciones de “roto”, “piojento”, “patipelao” o “la gente como uno”. Roberto Hozven plantea que los ensayos chile-nos relexionan sobre la falta de igualdad en los derechos y por el contrario, lo que prima son los privilegios dados por el clan familiar. Es decir, el orden de las familias impide que se eleve una clase media. A esta solo le ha quedado asumir su servidumbre ante el poder, por eso aplaude tanto a unos como a otros. ¿A quién aplaude la clase media? al nuevo jefe,

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ante el cual se plantea inmediatamente cómo pertenecer a su clientela. Así no hay ciudad, pues hay una incapacidad de dis-tinguir entre el lenguaje urbano, que es público, y el lenguaje reservado a las relaciones privadas. Al contrario, se usan las redes privadas para saltarse la ley y favorecer decisiones. El espacio público es cuestionado en su existencia y se airma, por el contrario, el poder de la casa.

Otra forma de segregación espacial se produce por el con-sumo de objetos y las formas de ocio. La creación de los malls y de las comunas homogéneas en clase, forman parte del mismo ideario urbano neoliberal. Los territorios amura-llados fueron el signo del buen gusto en la época de la dicta-dura, ya fuesen shopping center o condominios cerrados. El comercio de las tiendas con vitrinas a la calle decayó, pues el nuevo modelo urbano apostaba por derrotar lo abierto y posicionar el estilo ciudadela. El Estado pinochetista puso in a un diseño de ciudad integrada, mediante la liberalización de los terrenos, lo que provocó que las comunas adquirieran un carácter de clase homogéneo. Los ediicios populares, los blocks, que habían en Las Condes, fueron demolidos y die-ron paso a urbanizaciones de otra piel social, de otro pellejo. Así, en Santiago se trazó una barrera interna, donde no era conveniente bajar —nótese el verbo— o vivir más hacia el poniente de Lyon con Providencia. La ciudad poniente se transformó en la isla de la fantasía, surgieron espacios para los jóvenes, como el ediicio Los Dos Caracoles de Provi-dencia, el Drugstore y el Apumanque (1981). Cada uno ape-laba a diversas prácticas; mientras el ediicio Los Dos Cara-coles ofrecía moda juvenil, el Drugstore se presentaba como boulevard, en el cual se podía, además de mirar ropa, tomar un café; y el Apumanque apostaba por reunir tiendas de diversos

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rubros, permitiendo el paseo y acercándose con esto a la es-tructura del mall que después se impondría con el Parque Arauco en 1982.

Los jóvenes de la cuentística de Alberto Fuguet se reúnen en el Apumanque y aines, produciendo allí, como airma Cristián Opazo, un espacio de interregno, con el que obli-teraron la experiencia de la represión y empatizaron senti-mentalmente con las fantasías generadas desde los medios de comunicación globales, donde los referentes eran los objetos de consumo proporcionados por la industria de la moda, del entretenimiento y del ocio. Este interregno era la ciudad fan-tasiosa de los extrajóvenes, tal como el nombre del programa de televisión que animaba Katherine Salosny, quien después apareció en el spot del Sí apoyando la continuación del régi-men torturador. Pero ella se retractó después y se justiicó, diciendo que no tenía idea del Chile de las cárceles secretas, es decir, airmando en deinitiva, que tal como los personajes de Fuguet vivía en la ciudad de los extra-jóvenes, donde el es-pacio urbano estaba segregado entre varias formas de habitar.

La política del consumo, en un principio de los jóvenes, ya en la Transición abarcó a la sociedad completa. Los malls se convirtieron en el paseo familiar de los ines de semana. Si antes el comercio era propio de la ciudad, ahora la venta de productos se sustrajo de la ciudad y se encerró en el mall. En estas nuevas ediicaciones el tiempo no penetra, todo in-conveniente climático y político desaparece y se experimenta siempre la misma temperatura; en algunos incluso no hay no-che ni día, siempre la misma luminosidad artiicial. Los tra-yectos que parecen libres, no lo son, los circuitos están prede-terminados, así para bajar por una escalera mecánica se debe recorrer parte importante del mall, de forma que el ojo está

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obligado a ver determinadas tiendas. Tal como analiza Juan Poblete, en las crónicas de Pedro Lemebel, los malls son un ejemplo de condiciones de frontera al interior de la ciudad, donde cruzar hacia ese territorio implica aprender formas de clasiicar los productos y ejercer la corporalidad y la vesti-menta de manera tal que el consumidor debe cuidarse de no ser visto como delincuente por los guardias del lugar. Así es-tos espacios aparentemente neutros no lo son, la limpieza, la ausencia de tiempo noche/día y los recorridos programados conforman una pedagogía del consumo.

La urbanización del mall se prolonga simbólicamente, según la literatura, a toda la urbe. La ciudad construida por proyectos comunes se ha retirado y los lazos sociales son de otro carácter. El supermercado parece haberse tragado to-dos los demás lugares. En cada espacio se actúa como si la única dinámica posible fuera “yo soy el cliente” o “yo soy la mercancía” y no hubiese más roles intercambiables. Se exige desde un argumento posicional “yo cliente” y ya no más por adscripción a un proyecto colectivo, como el que producía la huelga. Los clientes molestos pueden incluso actuar como una turba, pero su despliegue opositor es momentáneo y no estratégico. La sociabilidad del mall es la desaparición de la civitas de la negociación verbal y su cambio por la lógica del escaparate. Pero al transformar la subjetividad en una mer-cancía, el yo vive como una cosa, donde toda humanidad es vista como asquerosa. Incluso los líquidos producidos natu-ralmente por nuestras glándulas, como el sudor, parecen re-pugnantes. Sin olor, sin canas, sin arrugas, sin vejez, sin enfer-medad, trata de verte reluciente como una manzana, es decir, evita lo acuoso y lo luido que impide el orden de lo seriado. En esta literatura, nuestra humanidad es nuestra abyección,

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pues pone en escena que somos humanos en un mundo don-de debemos ser cosa.

En la urbanidad del mall el sujeto ya no se identiica por las relaciones y afectividades interpersonales, sino por una fantasía que él elabora sobre sí mismo. No hay relaciones de dominio y de servidumbre, el sujeto se sostiene ensoñándo-se. Aunque el jefe le hable, él parece estar, con los audífonos colocados, conectado a su sitio personal. El sujeto habita en su fantasía que lo torna evanescente. Los habitantes de ex-clusivos condominios cerrados viven histéricamente el con-tacto con los otros que los paraliza y los intima. Por ello, su gozo está en las nuevas autopistas urbanas que separan, cortan, que alzan muros que impiden que entre el polvo de las poblaciones a ensuciar los vidrios. Al otro lado, no hay inanciamiento para el riego, pues tras la municipalización de los servicios estatales, cada comuna ocupa sus propios fon-dos, es decir, algunas se tratan suavemente mientras otras se rascan con sus propias uñas, las denominadas “rascas”, por cierto. Las comunas coordilleranas recreadas sin nombrarlas en esta literatura, Vitacura principalmente, se pueblan de edi-icios blancos inmaculados, con puertas de madera y conserje en el recibidor. Conserje obligado a ejercer de guardia, a no dejar pasar a ningún rasca. Este aislamiento buscado, vivir en los faldeos cordilleranos, como el cerro Manquehue, es tam-bién un mapa mental donde la vida acontece murallas aden-tro, en un juego imaginario solitario y sin memoria, como la no-ciudad. El opuesto moderno de estas ultra ciudadelas es la vida de los barrios.

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Niños jugando: barrios

El barrio es, en la literatura chilena, casi siempre una ideo-logía, más que un modo de urbanización. Es decir, el barrio es la atribución imaginaria de propiedades a un espacio. En-soñar un barrio es ver a un cierto grupo como vecindad, y llamar al contiguo vecino. Imaginar un barrio es trazar un territorio que se recorre a pie y que posee relaciones de inter-cambio entre varios grupos, el almacenero, el transportista, el cantante, y el profesor. Cuando en Santiago literario deci-mos barrios estamos nombrando fundamentalmente al Ba-rrio Franklin, al Barrio Patronato o al Barrio Yungay, y no en la denominación turística de Barrio Lastarria. Estos barrios otorgan desde su diseño urbano la posibilidad de relación y por ello, la literatura los imagina como sitios de convivencia social.

La Población Huemul (1911) cercana a la calle Franklin, inaugurada por el presidente de la República Ramón Barros Luco, contaba con 157 casas, más una plaza, una escuela, un establecimiento de asistencia médica y una capilla, lugares que facilitan el conocimiento de los vecinos, por eso es un barrio. Allí, en la calle Waldo Silva N° 2132 vivió Gabriela Mistral. En 1968, el gobierno de Frei inauguró la Remodelación San Borja, bajo la idea de reconstruir un espacio depreciado de la ciudad y hacerlo habitable, con negocios y parques. En la misma línea, un caso memorable es la Remodelación Paica-ví de Concepción, cuyas áreas de esparcimiento continúan abiertas hacia la ciudad hoy en día. Con las urbanizaciones de remodelación, se trataba de evitar el crecimiento periféri-co de la ciudad y se proponía, como solución, la densidad y el otorgamiento de equipamiento urbano que promoviera la

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convivencia del espacio, a través de plazas, asientos y espa-cios comunitarios. Igual lógica siguieron, en los años 70, la Villa Francia y la Villa Frei. Los barrios comenzaron a morir cuando se alzaron las villas impulsadas por la dictadura. Las villas diirieron del concepto de poblar el centro de la ciudad y al contrario fueron ubicadas en los suburbios. Algunas queda-ron tan lejos que se les llamó ciudades dormitorios. Cuando el barrio comenzó a morir, se transformó en un objeto artístico.

El Estado pinochetista otorgó subsidios a la clase media para adquirir casas en las ciudades dormitorios. En ellas, la in-clusión de escuelas, farmacias o almacenes, como fueron los conjuntos habitacionales de los años 60, desapareció. Esto incide en que ahora esos grupos deban desplazarse horas para conseguir servicios educacionales o médicos o concurrir a sus trabajos. Por eso, en estricto rigor no son ciudades, son solo dormitorios. Sobre estas ciudades dormitorios donde se adormece al ciudadano habla Rubí Carreño, descubrien-do que el Maipú de Alejandro Zambra está codiicado como metáfora de una parte del país, aquella donde el pater familia logró el ascenso, no vía matrimonio como el romance nacio-nal, sino por el crédito que le permitió adquirir objetos que eran antiguamente de otra clase y pagar la educación de su hijo. Con orgullo, el padre pondrá el título universitario del hijo en un lugar destacado de la casa, pero este, que apren-dió otros gustos, sentirá vergüenza. Esa clase media baja vivió creyendo que la vida era tan fantasiosa como los nom-bres de los pasajes donde se ubicaba su propiedad. Habitar en el Pasaje Aladino era frotar la lámpara del pequeño micro empresario, quizás pequeño, pequeñísimo, pero que experi-mentó la posibilidad de tener un auto y enviar a sus hijos a la

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universidad. Esa familia habitó feliz en los pasajes de la villa, sin darse cuenta que no eran calles.

Así como las villas de Maipú designan el sueño micro em-presarial de la dictadura, la comuna de Ñuñoa se identiica con el ideario de los gobiernos que han apelado a las clases medias ilustradas. Un ícono de Ñuñoa, el Liceo Manuel de Salas, fue fundado en 1932 y deinió que el territorio era habi-tado por profesionales que no destruían el concepto de cha-cra que poseía el lugar desde la Colonia. Pero esto comenzó a modiicarse a ines de los años 90. Un ilm de Ignacio Agüero exhibe el in del barrio donde todavía se aprecia algo de cha-cra con árboles frutales y pajarillos anunciando la mañana. Valeria de los Ríos analiza el ilm de Agüero, proponiendo el funcionamiento del cine como reemplazo de la memoria, en tanto es el montaje lo que permite recordar el antes en opo-sición a la cámara que sigue la acción de una retroexcavadora en su misión de botar muros. Así, el lenguaje del cine intenta recuperar el objeto perdido y el país extraviado en la proli-feración de ediicios. La devastación de parte de la ciudad, funciona como sinécdoque de la nación.

La destrucción de los barrios corre paralela al interés por recuperarlos e incluso imaginarlos allí donde no los había. La cineasta Carmen Castillo elabora un documental donde ella retorna a la casa donde fue herida de muerte, para entender que Manuel, su vecino, le salvó la vida. Castillo crea así la idea de barrio en un sector de la Comuna de San Miguel y presenta el documental bajo esa ideología. Incluso quiere comprar la casa donde vivió para convertirla en museo, lo que produce un conlicto en el ilm. Tal como analiza Bernardita Llanos, el conlicto en el ilm nace de la falta de reconocimiento que sufre la sujeto, pues debe negociar su inscripción en

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la memoria material que el sitio provee. Los muchachos jó-venes no están de acuerdo con la idea de casa-museo. Ellos no desean la construcción de un monumento, escultura, casa museo o parroquia, que permita un reconocimiento ideoló-gico de los que allí vivieron, pues participan de la idea que el tiempo del barrio ya pasó y que las comunidades ya no se fundan espacialmente, sino que por bienes transterritoriales, como la música.

El barrio es imaginado justamente por quienes sospechan que el Estado nada puede hacer por ellos, de manera que es mejor arreglárselas entre ellos, ya sea a través de una junta de vecinos, una parroquia o cualquier organización no guberna-mental. Los que crean los barrios no sitúan su soberanía en peligro, como sí lo hacen aquellos que están amenazados en sus territorios.

Trabajos en la vía: fuera del camino

Una parte de gobernar ha sido administrar el peligro. Edi-po tenía que controlar la peste; los señores medievales, a los bárbaros invasores; y, los mandatarios del libre mercado, a aquellos que no se les puede prometer la propiedad privada. La adquisición de bienes no cabe para los que por una u otras razones no están integrados a la política de mercado. Por ello, los gobiernos dicen cuidado con ellos, no se sabe qué desean dado que no pueden o no quieren acumular capital. La lite-ratura chilena los ha conigurado como parte de su mundo narrado, muchas veces presentándolos como otredades que poseen otras reglas de convivencia, diferentes a las enseñadas por el centro. La marginalidad ha sido hablada por artistas de

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la elite o por quienes han estado en el lugar del subalterno: Joaquín Edwards y Alfredo Gómez Morel, respectivamente. Pero esto ha comenzado a cambiar.

Joaquín Edwards toma en una de sus novelas a un habi-tante de la Estación Central, un muchacho que da título a la novela, el roto, y describe su entorno desde la lógica de la carencia. Andrea Kottow airma que, mientras el Bildungsro-man construye la aventura de un sujeto burgués que aprende a controlar su interioridad a través de interacciones sociales; la formación del roto pareciera obedecer a un destino inver-so, el afuera es interiorizado, la libertad y los desafíos de la calle son ahora los suyos propios, de tal forma que el roto convierte a la ciudad en su único punto de referencia. La ca-lle como educación recuerda una forma lingüística del Chile actual: “tú no tení calle”, indicando con ello la falta de co-nocimiento de las formas de vida que están allí donde la ley burguesa se acaba. O en su versión actual juvenil, la que mi hija me dice, que “erí terrible de pollo” o “cuándo bajaí a la pobla”. La calle es entonces una instancia pedagógica para los excluidos de la propiedad. La calle y no la escuela.

Tal como el roto, los sujetos desplazados trazan sus pro-pios trayectos. En la poesía de Carmen Berenguer esos tra-yectos son recuperados. Por ello, los lugares que no aparecen en los mapas, tales como los bares del barrio Chino de Valpa-raíso, donde se juntan los poetas; los lenocinios populares de cada región de Chile, siguiendo el viaje de una prostituta; y las diversas cárceles secretas y públicas, donde son trasladadas las mujeres revolucionarias; son los sitios que conforman los territorios en la textualidad de Berenguer. Tal como señala Marta Sierra, esta poesía pone en conlicto la formación de una espacialidad y una subjetividad moderna caracterizada

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como racional, masculina y blanca; para mostrar recorridos del entremedio con un lenguaje que se erige contra el relato de la ilusión ocular de la modernidad, y explora la ciudad oída, olfateada y palpada. Las diferentes casas, el burdel, el centro de torturas, la cárcel —la casa inmóvil, la llama Beren-guer—, la casa de la locura, desafían la asociación entre casa y familia heterosexual y permiten escuchar el testimonio de otras subjetividades. De esta forma, Berenguer otorga prota-gonismo y registro a voces femeninas apenas audibles en la multitud de Santiago.

La ciudad, que se plantea blanca y macha, deja a los suje-tos de origen mapuche en los bordes, oiciando de panaderos y empleadas domésticas y envía a sus hijos a la escuela donde aprenden un idioma y un imaginario que los aleja del amor por sí mismos. Gran parte de la literatura de origen mapuche recobra la ternura hacia la naturaleza y hacia la comunidad. Lucía Guerra airma que estas escrituras rechazan la ciudad para posicionar la cultura mapuche o criticar el fragmento de la periferia urbana que habitan y que degrada lo propio. En la primera línea, L. Guerra analiza textos de Elicura Chihuailaf donde la ciudad es un obstáculo para el enlace identitario, dado que se fractura la relación entre sujeto, tierra y universo, es decir, se pierden las gradas del rewe que une de manera vertical a la comunidad con el cosmos. Mirando la ciudad, el poeta de este grupo recobra su memoria ancestral. En la otra línea se sitúan los textos escritos por mapuche cuya vin-culación campesina es ya de segunda o tercera generación, como sucede en los textos de David Aniñir, quien, airma L. Guerra, crea un hablante en un principio enajenado, mirando hacia ningún lado, parado, esperando cualquier cosa, coni-gurándose como el contratexto del lâneur burgués que pasea

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por el centro de la ciudad. Al contrario del lâneur que mira los ojos de los pobres, este hablante es un pobre y convive con lo desechado, vómitos, olores a alcantarilla y eructos. Por ello, su textualidad es tan violenta como la descolonización y decide inalmente tomar venganza de raíz contra la ciudad.

Los prostíbulos son parte de los espacios marginales. Ellos han tenido larga tradición en las ciudades literarias chi-lenas porque muestran el otro lado donde lo reprimido se maniiesta y toma sitio. A la larga tradición chilena, desde Martín Rivas, Juana Lucero, o Julio comienza en Julio, se suma en el 2010, la narrativa de Graciela Huinao creando un prostíbulo en la época de la llamada Paciicación de la Araucanía. En la novela, el prostíbulo es otra forma de entrar en la ciudad, cuando lo militar fracasó. Para Allison Ramay, la remolienda “La trompa de pato” crea un espacio donde se mantiene el mapudungún, las comidas, los sabores, y la música de iesta con piiltra, aspectos que afuera se prohíben. De esta manera, la casa de putas es un foco de resistencia, donde el orden de lo prohibido y permitido está invertido, por ejemplo a “La trompa de pato” solo pueden entrar mapuche, la clientela wuinka (no mapuche) está prohibida. La narrativa de Huinao exhibe el mantenimiento de las identidades mapuche aun en las condiciones más adversas, tal como lo hace una parte im-portante de la literatura de origen mapuche.

La literatura mapuche, que tenía un acceso restringido a la escena literaria, se posiciona hoy día como uno de los mo-vimientos más renovadores del campo estético. Junto con la literatura mapuche, las voces de las mujeres siguen motivan-do una lectura atenta, quizás porque ambos grupos ocupan todavía un sitio menoscabado en el reconocimiento de sus derechos.

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Estamos grabando: urbanidades de mujer

Las mujeres hemos recorrido, de manera diferente a los hombres, los espacios públicos. Nosotras no podemos tran-sitar por todos los sitios o mirar detenidamente a un varón sin poner en riesgo nuestra integridad corporal. Las mujeres somos lo mirado y también lo vigilado. De ahí el título que asigné a este capítulo. La vigilancia se debe a que sobre nues-tros cuerpos se inscriben los pactos de iliación, esto es, entre los varones que comparten por distintas vías una mujer, ya sea el padre, el esposo o el hermano, se generan relaciones de intercambio y reciprocidad. Esto transforma el cuerpo feme-nino en un bien codiciado, pues su toma de posesión regula o inaugura órdenes sociales. De esta forma, las asociaciones de clase o étnicas se plasman en quién tiene derecho a tomar especíicas mujeres. En otras palabras, la ley de la polis está grabada en nuestros cuerpos, de forma que vestirnos de tal o cual manera equivale a proclamar ideologías o a declamar la presencia o ausencia de dueño.

Las mujeres hemos sido la supericie donde se inscribe la ley, por ello, el arte ha problematizado la equivalencia entre ocupar ciudades y ocupar cuerpos. Un ejército invasor viola, penetra cuerpos. Álvaro Kaempfer airma que la narrativa de Blest Gana reelabora la Reconquista española desde las lógi-cas de ocupación de territorios, cuerpos y afectividades, po-niendo a la mujer criolla en el centro del problema de los in-tercambios, principalmente como el objeto y excusa que sirve para atraer al rival, el verdadero objeto. La mujer, presentada como bien que transita, va a estar jironeada y en peligro de ser destrozada por las luchas políticas. Asimismo, sobre su cuerpo se negocian tipos de masculinidades y feminidades, al

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punto de crear un imaginario amoroso y erótico, vinculado a ideologías políticas. Blest Gana impone un nuevo erotismo que rompe el patrón colonial de admirar/desear al invasor(a), construyendo una hombría exaltada para los patriotas, la que sin embargo fracasa, pues esa virilidad es mortífera, implica la exclusión funeraria de la mujer del espacio.

La mujer como objeto eliminado del espacio la sufre el personaje femenino creado por Blest Gana, pero también Mistral, quien vivió durante su estadía en California, entre-medio de engañosas afectividades. También a ella querían ex-pulsarla. El trabajo de triangulación que presenta Elizabeth Horan al informarse por diversas fuentes, permite concluir que Mistral no era paranoica cuando se sentía amenazada, al contrario, estaba efectivamente siendo vigilada y considerada sospechosa especialmente por la red de vínculos que había creado. ¿Qué la hace amenazante?, pues el acto de autode-inición que ella emprende; esto es, Mistral logra levantarse como igura pública de cónsul, aunque era solo cónsul ho-noraria. A pesar de las diferencias entre los reconocimien-tos a un hombre, como Neruda, y el trato dado a Mistral en términos de legitimaciones laborales, y que se traducen en la falta de apoyo institucional para la poeta, ella, que era reina de nada, lucía como la reina en la escena pública.

La situación amenazante para la mujer en el espacio pú-blico, ¿es diferente en la célula revolucionaria que en la casa? La narrativa de Eltit pone un lente de aumento en estos esce-narios. María Inés Lagos descubre cómo el proyecto de Eltit crea una estética de lo obsceno para mostrar lo naturalizado que está el exigir, como deber ser de las mujeres, el cuidado de los enfermos. Así, la mujer no solo debe hacerse cargo de su esposo enfermo y postrado, sino también de la madre

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anciana y moribunda. Ambos amenazan con extenuarla hasta el exterminio. Mientras el cuidado de los enfermos familiares no le reporta ningún beneicio, su trabajo remunerado en una casa de adultos mayores es apreciado con muestras de agra-decimiento y reconocimiento económico, lo que le permite entender que su actividad de cuidar tiene un valor exigible. Por ello, la casa parece ser un terreno más duro que la ciudad para la valorización de la mujer.

Sitio eriazo: fantasmagorías urbanas

La modernidad va generando una ruina que el artista, al modo de un coleccionador, transforma en objetos para su proyecto estético. Con esos objetos, el intelectual fabrica imá-genes de doble faz, por un lado son elementos desechados, pero por otro, remiten a un pasado esplendoroso en donde fueron el sueño colectivo de un bienestar moderno. Un ejem-plo de pasado esplendoroso y presente ruinoso son las gale-rías (pasajes), que van a ser tomadas como referentes artísti-cos, pues si ayer fueron el sueño colectivo del neoliberalismo chileno, del microempresario de la ropa o del entretenimien-to; hoy son lugares con tiendas vacías o reapropiadas por gru-pos de inmigrantes que instalan allí ciber cafés o centros de llamadas. Ahora, entonces, las galerías son visitadas por los sectores que no tienen la estabilidad y solvencia económica para contratar servicios de telefonía, que implican tener inter-net en casa, fono domiciliario y plan de móvil, lo que cuesta un tercio del sueldo mínimo chileno. Por tanto, las galerías son hoy la ruina del sueño neoliberal microempresarial.

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Los sueños colectivos están materializados en construc-ciones urbanas, tales como las que se muestran en el docu-mental Acta general de Chile (1986) de Miguel Littin, donde los ascensores de Valparaíso y el Paseo Bulnes de Santiago hablan de un antiguo esplendor. Cuando Miguel Littin ingre-sa clandestino a Chile en 1985 y recorre Valparaíso, graba innumerables viajes de los ascensores porteños, bajando y subiendo, los que en la película aparecen en diálogo con la pobreza de las zonas más elevadas de la ciudad. Del pasado esplendoroso de los ascensores solo queda, como vestigio, el funicular mismo. La antigua élite europea, principalmente británica desagradada por los “carros de sangre”, transporte a base de tracción animal, impulsó la creación de funiculares, que fueron un medio de locomoción para la clase acomodada de la época, pero que en el ilm movilizan a una población pobre y hambrienta.

El Paseo Bulnes aparece en el ilm de Littin también como fantasmagoría de otra época, cuando se creía en la concep-ción republicana del Estado, ideario que tiene su inal en el período de Allende. David Foster explica que la recurrencia de los entrevistados a la igura de Allende crea una base que permite el recuerdo de otro tiempo y que les permite luchar por el retorno de la democracia. De forma que la llama de la libertad, instalada por la dictadura en el Paseo Bulnes y ilma-da por Littin, es un simulacro de la concepción republicana con que fue creado ese espacio. El arquitecto Karl Brunner, contratado por el Estado en 1929, elaboró un diseño que abría espacios en la ciudad. Brunner diseñó para Chile el mo-delo de las avenidas que había aprendido de Haussmann. Su idea principal fue la Avenida Sur, hoy llamada Paseo Bulnes, la ciudad se abría desde Plaza Almagro hasta La Moneda,

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para dar realce a esta última mediante una Avenida que debía ser franqueada por ediicios de valor arquitectónico. Es lo antiguo abierto contra lo presente custodiado de la llama de libertad, por tanto, Acta, elabora el espacio republicano como una fantasmagoría.

Los artistas plásticos de los 90 crearon también sus pro-pias fantasmagorías. Carolina Illanes se interesó por la rui-na en que iban quedando las casonas del centro de Santiago, Leonardo Portus por el deterioro que iban presentando las viviendas sociales creadas en los años 60 y Carlos Silva por el abandono de las galerías de caracoles. Illanes elabora con papel cortado y plegado la fachada continua de viviendas po-pulares, similares a las que se pueden encontrar en calle Bu-calemu con General Jofré en el casco histórico de Santiago centro. Este tipo de urbanización, propia de la Caja de Habi-tación Popular (1936-1952), organismo estatal, recibe hoy el sol como líneas de un papel plegado, dada la verticalidad neo-liberal que ha empezado a primar en esa parte de la ciudad, sin establecer las distancias de la sana convivencia. También interesado en la vivienda social, Portus elabora maquetas de proyectos sociales masivos como la Villa Portales (1966) o fo-tografía artefactos confeccionados por cartoneros para aca-rrear los desechos recolectados. Alejandra Wolff destaca que en el soporte maqueta se visibiliza el aspecto de fachada, de revestimiento vulgar, que adquieren las promesas incumpli-das hacia los sectores populares en los tiempos concertacio-nistas y construye con la foto un patrimonio de aquello que es precario y está a merced de lo fugaz. La oferta inmobiliaria del Santiago centro oscurece, pero no borra los vestigios del hombre de la carretela que recuerda un pasado próximo. El ángel de la modernidad no sopla tan fuerte en las ciudades

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chilenas que se construyen mediante la convivencia entre nuestras prácticas campesinas y nuestras prácticas urbanas.

El Paseo Bulnes, la plaza pública o la vivienda social, todos son fantasmagorizados en recuerdo de su antiguo esplendor; pero un espacio parece solo atenerse a lo ominoso, es el Río Mapocho. Nona Fernández le da al río la función de lugar de memoria colectiva, pues la historia de Chile está ligada a las riveras del curso luvial. La creación de lugares de memoria unidos a historias familiares es una práctica fundamental en los narradores que publicaron en los años 90 como Alejan-dro Zambra, Andrea Jeftanovic, Cynthia Rimsky y Alejandra Costamagna. Malva Vásquez denomina el cronotopo del ho-rror al río Mapocho, por ser un espacio tiempo que condensa distintos tipos de holocaustos políticos que han ocurrido en la ciudad de Santiago. Desde el Mapocho habla una protagonis-ta muerta. Así, la narrativa, tal como la poesía de los 90, está habitada por la igura del testigo imposible, este es el muerto que habla, presencia espectral que deambula en el escenario de la Transición para señalar la discontinuidad de nuestro tiempo que avanza retrocediendo y de esta manera nos obliga a dete-nernos para airmar y validar su borrada historia.

Hemos recorrido un Chile urbano acompañados por la li-teratura, cuya mirada nos ha invitado a detenernos en las in-comodidades que se sufren al habitar este territorio. El arte nos ha mostrado las sillas con clavos. La primera diicultad iccionalizada dice relación con subjetividades incómodas en los lugares de consumo o tan autistas como los condominios exclusivos que habitan. Estos textos polemizan la segregación espacial que se vive en Chile, uno de los países que tiene, des-de los años 90, la distancia más brutal de ingresos entre los más ricos y los más pobres. La segunda diicultad encontrada

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corresponde a las subjetividades abandonadas por el Estado y que toman la decisión artística de iccionalizar un barrio. Estas subjetividades crean textos que ponen en cuestión la idea neo-liberal: “desconfía de tu vecino y de tu colega porque quieren lo mismo que tú”; y elaboran la idea de un barrio donde no importa llegar primero, sino llegar juntos. La tercera diicul-tad colegida corresponde a subjetividades amenazadas biopo-líticamente y que describen lo que signiica vivir en espacios donde prima la razón de Estado por sobre el derecho de los habitantes. En mi país, eso no solo sucede con los sectores más populares, sino muy especialmente con los mapuche que han generado importantes proyectos estéticos que abordan ese punto. La cuarta diicultad considera la situación de las mu-jeres en espacios públicos, donde me asombro que escritos del siglo XIX hasta textos del siglo XXI planteen que existe un deseo de expulsión del cuerpo femenino de los territorios. Y inalmente, una última diicultad la experimentan subjeti-vidades cuya historia ha sido fracturada, de forma tal que su esfuerzo de relato consiste en construir lugares antropológi-cos de memoria. Estos textos trazan historias que se remiten a un antes que no es solo el Golpe militar del 73, sino toda una historia de derrotas que viaja desde la Colonia. Mirando de conjunto, podemos airmar que la urbe chilena imaginada nos invita a restañar heridas para poder convivir y a gozar con ciudadanías diversas, en la esperanza de que nos queramos en nuestros múltiples y simultáneos movimientos.

Magda Sepúlveda ErizPontiicia Universidad Católica de Chile