Catalina y el Viejo del bosque -...

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Índice

Título

Dedicatoria

El Viejo del bosque

Catalina

El pueblo

La novela

La cabaña perfecta

Rumbo a Pinos Altos

Primeras impresiones

El agua y los mosquitos

Una extraña en Pinos Altos

La amante

Si te está gustando...

Biografía de la autora

Copyright

Notas

Catalina y el Viejo delbosque

Dorothy McCougney

dorothymccougney.com

Al fantasma de Thoreau,porque su Walden me inspiró.

A todos los que alguna vezsoñaron con dejar su trabajo de

ciudad y dedicarse a plantarzanahorias.

El Viejo del bosque

En una casa en el bosque, al final deun camino dibujado por el pasofrecuente que se tuerce varias veces enzigzag por entre los troncos de lospinos, vive un hombre del que sedicen muchas cosas: que es un brujo

arrepentido, que es un fugitivo de laley, que no es tan viejo en realidad.

Las personas que saben quién es elViejo y dónde reside ya no están entrenosotros. Las otras, las vivas, las querondan la localidad de Pinos Altos,saben dónde habita (es el Viejo delbosque), pero no saben quién es.

Los niños que juegan a ser boyscouts le dedican primorososadjetivos: viejo (el obvio), piojoso,sucio, feo, boludo. «Jamás algo como“desgreñado”», piensa el Viejo,«porque el vocabulario no les da paratanto». Pero los verdaderos boy

scouts, porque los hay (él los ha vistomuchas veces), pasan con suspantaloncitos cortos, sus camisetaspolo color arena y sus corbatasrayadas marchando con la frente enalto, con los rostros bañados poralgunas gotas de sol, y lo saludan condignidad: «Buenos días». Estos quizásepan lo que es un desgreñado, perono le gritarán «boludo» ni«desgreñado», al menos no mientraslleven esas corbatas.

Al Viejo le cae sudor por la frente.Las gotas caminan sobre los lateralesde su rostro y van a morir en una

barba espesa, donde procuran avanzarentre pelos blancos y morenos.

Esta vez tuvo cuidado de usar losrestos de cultivos anteriores parapreparar el suelo; ya estándescompuestos y darán vida a nuevasgeneraciones. Con su azada, el Viejoremueve una tierra marrón y oscura,bullente de la fertilidad de los viejosdías. Lo importante es deshacerterrones y airear. Piensa que a losniños los quiere especialmente lejos(son muy preguntones). Laherramienta vuelve a bajar y remueve,desmenuza. Es temporada de

zanahorias, y por ello ruega que lastemperaturas desciendan un poco. Yaha experimentado mucho conzanahorias. Y con lechuga, y concebolla, y con pimiento, y con patata,y con guisantes, y con tomate. Detodos estos, prefiere el tomate: entredulce y ácido, perfecto.

El sol le pega en el cabelloensortijado, húmedo de transpiración,que le cae hasta media espalda, y quetiene atado en una cola de caballoarmada sin cuidado. También golpeaen la nuca que el pelo entrecano, antescastaño, no logra cubrir. Hace años

que ciertas zonas de su piel hantomado un tono más oscuro. El Viejoa veces piensa que ha olvidado elverdadero color de su piel; otras vecesse dice que no existe un verdaderocolor.

Pasado el mediodía, y después detoda una mañana de trabajo en susiembra, cruza la puerta de unahumilde cabaña de madera. Se sientafrente a una mesa basta y se dispone apreparar su almuerzo, como todos losdías. Tiene en un bol una grancantidad de guisantes que esperan suturno para ser pelados. Se dedica a

quitar las vainas una a una, sin apuro,mientras mira de costado el paquetede arroz que ha intercambiado en elpueblo con el almacenero, Gino. Lecostó unos cuantos guisantes, nadamás. Gino no abusa en el trueque. Éltampoco se lo permitiría. El Viejo esastuto, como muchos viejos.

Cuando termina de pelar losguisantes, abre la llave del grifo yllena una olla con agua. Enciende unabuena cantidad de leña, de la que estábien abastecido para toda la semana,para poner en funcionamiento la viejacocina. Este pesado objeto, con sus

molduras recargadas y esa pielrenegrida, parece y es más antiguoque quien lo usa.

Ni bien la leña toma temperatura,deja la cazuela y se dedica a leer aPedro Salinas mientras espera que elagua hierva.

Los besos que me das

son siempre redenciones:

tú besas hacia arriba

librando algo de mí,

que aún estaba sujeto

en los fondos oscuros.[1]

El agua está hirviendo. El Viejo dejacaer los guisantes en ella. Estaslegumbres tardarán más en cocinarseque ese arroz blanco, que consideraalgo soso. Le gusta más el integral,pero es más difícil de conseguir entrueque. Al rato agrega también elarroz, para que todo termine junto, ycuando, varios versos después, elarroz le parece cocido, mete unacuchara con la que saca unos cuantosgranos. Los prueba para verificar laconsistencia y se contenta con el

resultado. Entonces quita la olla delfuego. A continuación, cuela el arrozy los guisantes con un instrumentopara ello agujerado, antiguo y conalgunas abolladuras, producto deltiempo y del maltrato; no merece elnombre de colador. Otro de los tantosobjetos heredados al hacerse cargo dela cabaña, que no sabe cuántos años ocuánta historia tiene.

El Viejo agrega una pizca de sal a lapreparación, también obtenidamediante el trueque, y coloca el platosobre la mesa. Después cierra concuidado La voz a ti debida, porque

sabe que hay libros que se cierran yabren con amor, y que deben cuidarsetoda la vida, como este. Lo coloca enuna estantería de madera vieja queestá fijada con tornillos a la pared alfinal de un pasillo. Evita mirar lascaras de las personas que le sonríendesde las fotografías que duermen eneclécticos diseños de portarretratos:Tigre, Lagos de Palermo, Mar delPlata, Florianópolis. Marcos regresa yse sienta a disfrutar de su alimento enla única silla que hay en el comedor.

El Viejo prueba la comida y sesiente afortunado. Lanza un sonido

que se parece a una sucesión de emes.Considera que las palabras sobran. Nosolo introducirán aire en su estómago,lo que luego podría causarle gases,sino que no hay nadie que lo escuche.

Por la noche, amasa, deja levar ypone a cocinar el pan. Cuando estálisto, lo saca del horno y lo deja sobrela mesada de la cocina para que seenfríe; después lo envolverá con untrapo hasta la mañana siguiente.

Con un farol de querosenoencendido, digno de un gran campista,va hasta el porche y se sienta en unancho banco de hierro. Deja el farol a

un lado, como si fuera un compañerosilente transformado en luminaria poralgún hechizo. Abre La amadainmóvil en la página ciento cincuentay cinco, porque ya sabe de memoria elcontenido de cada página, y lee uno desus poemas preferidos:

Vivir sin tus caricias es muchodesamparo;

vivir sin tus palabras es muchasoledad;

vivir sin tu amoroso mirar, ingenuoy claro,

es mucha obscuridad...[2]

A la mañana siguiente se pone enpie cuando el primer rayo de sol tocala tierra. No necesita despertadores nininguno de esos objetos más o menosdesechables que usan el resto de losmortales: su reloj biológico funcionamejor que los mecanismos suizos.

Calienta el agua para su mate, loceba, y se dedica a sorber el líquido ycomer a mordiscos una porción delpan que preparó la noche anterior.

Camina hacia el fondo de lapropiedad, hasta un cuartucho de

herramientas levantado solo conalgunas maderas y una chapa. Traecon él una escalera de tijera y un cajónde plástico que se ve resistente. Abrela escalera debajo del árbol deaguacate y se sube a ella. Cosecha losfrutos que encuentra de colorrenegrido, incluso los que están másmaduros y deberían comerse en lospróximos días (guarda estos para sí).

En el dormitorio, frente al únicoespejo de pie de la cabaña, se observael aspecto demacrado, algo cansado,bastante viejo. Se dice que el apodopuede estar bastante merecido: las

canas en los últimos años han crecidocomo la mala hierba en las siembrasabandonadas, la piel de los ojos estásurcada por algunas huellas del sol ydel dolor, tanto pelo en su cabezaensombrece la posibilidad deidentificarlo como alguien que vienede algún lugar.

Con un peine de plástico de dientesfinos que saca del cajón de la mesitade noche, se peina un poco loscabellos y la barba de unos veintecentímetros.

Hoy es día de comercio. Con sucosecha lista, camina hasta la bicicleta

que lo espera en el porche. Coloca elcajón sobre la canasta y se vapedaleando hacia el centro del pueblo.

Catalina

Catalina ha pasado toda la noche sindormir y no ha podido escribir más demil palabras. Eso, aunque suene amucho, es nada para un escritor. Y esaun menos para un editor. Catalinatiene que entregar cien mil palabras

cuando termine el verano. Aunquerecién cruzan por el calendario losprimeros días de enero, el objetivoparece difícil de cumplir.

Nada volvió a ser lo mismo despuésde Voces rojas, la primera y famosanovela de Catalina Toledo. Fue tal eléxito que logró con ese salto al vacío,luego de recibirse de licenciada enletras, que decidió cortarse el cabello,algo que nunca pensó que sería capazde hacer. Y ahora así está, con tresmechones por aquí y otros tres porallá, cubriéndole apenas su cararegordeta, que considera demasiado

nutrida.

Habita en su departamentoalquilado, que da a una ruidosa callede la ciudad argentina de Córdoba.Por la ventana se cuela el primerresplandor del día. Los objetos estáncomenzando a tomar colores másclaros. Catalina siente que su menteya no da más, que pronto va acolapsar, pero todavía no lograconcluir el primer acto. No imaginacómo puede llegar al nudo sin haberresuelto el inicio. A veces se plantea sidebería comenzar a escribir el libropor el medio, como aconsejan algunos

nuevos escritores con ideas pocoortodoxas.

Catalina vuelve al escritorio dondeestá abierta su vieja computadoraportátil y deja una taza de café sobreél. Se acerca a la ventana y ve parar elmismo autobús que hace lo mismotodos los días a la misma hora, a lasseis, cuando ya está amaneciendo, yluego cada diez minutos otra vez,regularmente. La luz del sol da a losojos pardos de Catalina un brilloespecial, que hace ignorar sus ojeras,y confiere a su semblante pensativo unaire más cálido. Sus iris lucen más

verdes.

Le llega a las fosas nasales el olorinconfundible del café, su preferido.Sabe que puede tomar cuanto quieraporque no logrará quitarle el sueño.

Se sienta frente a la pantallacentelleante en blanco, donde elprograma espera que ella vuelva a lacarga. No suma ni dos palabras. Tomael café como un robot; sostiene la tazacon la mano izquierda mientras con laderecha toca la tecla de la flecha haciaabajo, con la que se desplaza por eldocumento, releyendo, mientras susojos se mantienen estáticos. Y llega al

final de lo que escribió. Y no hay nadamás. Las pocas palabras que quierenhablar parecen basura pura.

Termina de tomar el café, serevuelve el cabello y deja los brazoscruzados en la nuca. Sabe que lequedan solo treinta minutos más debatería, porque todos los días es lomismo y su cuerpo ya está dando lasseñales innegables del cansancio: elbostezo, los ojos pesados, la presiónen la frente. Debe abandonar. Hoy nologró el objetivo del día. Mañana,quizás.

* * *

Es la una de la madrugada y suenael despertador del teléfono inteligentede Catalina. Se anuncia con GeorgeMichael, porque a Catalina le gustaGeorge Michael, y sobre todoCareless whisper, porque, según ella,todos nos querríamos despertar con unmurmullo descuidado.

Algunas veces, cuando despierta ysus labios gruesos se abren en unbostezo ya no tan matutino, sino másbien vespertino, se pregunta qué

pensaría Edgar Allan Poe de que unaseguidora tan acérrima se despertaracon George Michael. Luego se diceque ella es dueña de despertar comoquiera y con quien quiera.

Catalina va hasta la heladera y sacauna caja de leche con chocolate. Sesiente fría, y se alegra, porque a estahora ya está haciendo demasiadocalor, a pesar de haber llovido el díaanterior. El líquido espeso es vertidosobre el vaso y cae con el color delagua enlodada.

Toma de la alacena uno de losbizcochos dulces que compró la tarde

anterior y le pega ya unos mordiscosantes de ubicarse frente a suescritorio, donde seguirá pensandoacerca del punto de la historia en quese quedó atascada ayer.

Continúa con la rutina: mastica ybebe a grandes sorbos, y piensa en elestancamiento. En esto más que en lahistoria.

Suena su teléfono móvil con elringtone de WhatsApp. Alguien quesabe que ella no madruga le estáescribiendo. Estira su brazo hacia elaparato mirando hacia adelante,concentrada en la nada. Lo agarra y lo

acerca. Lee. Es Claudia, comosiempre.

Hola, Caty. Viste que Juanjo ya nome da me gusta? No sé para quéquedamos de amigos, si ya cortamos.Lo debería eliminar del face, estabapensando. Vos qué creés?

Como prefieras…

(Escribiendo…)

Estás medio dormida?

Creo que sí

Con razón. Hablamos después?

Mejor

Ok. Un beso

(Emoticón de beso)

Sigue con su leche. A los cincominutos, suena otra vez el teléfono. Es

Jorge, el amigo que le envía tresmemes en promedio por día. Catalinaalza sus cejas finas y se ve graciosa.Se trata de un perro con unaametralladora que dice algunaestupidez que no le causa gracia. Queno, que no se conquista a una mujerenviándole memes. Bah, tal vez nisiquiera la quiere conquistar. No lepiensa responder; no importa que laaplicación advierta al remitente que elmensaje fue leído.

Termina la leche con chocolate yapura el trozo de bizcocho que pasademasiado seco por la garganta, sin

haber sido ni ensalivado.

Ni bien lo traga, vuelve a sonar elcelular: esta vez es el grupo decompañeros del secundario, que sequieren juntar a «tomar algo» y hablarde viejos tiempos.

Catalina silencia el teléfono y lodeja abandonado sobre la cama, dondeno lo vea brillar. Enciende su portátily espera que las musas bajen, ahondazos, si es necesario.

* * *

Han pasado cinco horas y Catalinasolo escribió una larga descripción.Ella sabe que la teoría dice que en elprimer borrador hay que apartar alcrítico interno, pero aun así este señorle asoma a veces por el hombro y lerepite que esa página descriptiva tieneresabios de páginas anteriores. Y elmaldito enano ese, como ella le llama,no para de hablar lo mismo, como situviera el discurso grabado, hasta queuno le presta atención y comienza aconvencerse de que sus logros no sontales. Por eso dicen que hay queeliminar al enano. Tienen razón.

Mira la hora en la esquina inferiorderecha de la pantalla y compruebaque ya son las seis. Debe ir a casa desu hermano, Bautista, que se fue devacaciones a Cariló y la dejó alcuidado del perro. El animal lesimpatiza mucho; su hermano, notanto. «Es un gran honor, hermanita,porque yo no dejo a mi hijo perrunoen manos de cualquiera». Ay, sí,gracias por la confianza. Tambiénpodría haberle cambiado el sistemaoperativo antes de marcharse, el muyegoísta, que ese vejestorio decomputadora portátil responde conlentitud. Menos mal que ella no

necesita mucho para escribir, peronavegar en internet ya requiere de unadosis de paciencia.

Y Tomy la espera, porque el perrotenía que llamarse Tomy. Además desu nombre, del que no tiene la culpa,tampoco tiene la culpa de tenerhambre y sed, y estar solo, así queCatalina debe ir a casa de Bautista ydar de comer a Tomy.

* * *

Son las ocho y Catalina está

entrando por la puerta deldepartamento. No la espera ningúnTomy, pero el Tomy de su hermanoestá muy bien. Le ayudó a levantar elánimo, después de todo. Le latigueó lapierna con la cola, pero no le molestó,porque lo hacía para demostrar alegríay cariño. Está muy solo Tomy, comoella, o más, porque ella no espera quenadie vuelva pronto de Cariló, y lasoledad en la espera es más ancha.

Se toma otro vaso de leche, quehace las veces de merienda, y vuelve asu lugar de trabajo.

Los hondazos no han servido para

que hoy bajen las musas. Estápensando en la chatura de suprotagonista, en lo que le estáhaciendo hacer, en que no reacciona alcien por ciento de sus posibilidades(como debería). Concluye que quizásotros piensen que es idiota. Asumeque su protagonista quizá sea idiota, yno debería, ¿o sí? Porque, si fueraidiota, debería ser un idiota congracia, un idiota interesante, y no unidiota más.

Sigue meditando sobre este asuntocuando comienza a sonar una músicainquietante que brota del

departamento adyacente. Y no es elgrito de presuntos muertos, comosuele ocurrir en sus historias, sino unruido estridente de «punchi-punchi»,como ella le llama, que le revienta lapaciencia nada más empezar a sonar.Es otra vez el pendejo de al lado; tieneque ser. Sus oídos no pueden estarequivocados, porque los mueblesestán por comenzar a vibrar. Además,lo hace siempre, Ariel. Arielito y susamigos. Claro, como ya se leterminaron los cursos y los exámenesa Arielito…

Bufa y busca en el listado telefónico

el número del administrador deledificio. Todos saben que no puedenhacer fiestas aquí, incluso Arielito.Ella cumple con las normas; que losotros hagan lo mismo. El teléfonosuena con insistencia del otro lado,pero nadie responde. Al fin, elcontestador automático dice, con lavoz gangosa del administrador, que seencuentra de vacaciones, y que paratratar cualquier asunto urgente sepuede recurrir al portero. ¡Al portero!Con razón el inútil suspendió lasreuniones de consorcio por un mes.¿Dónde andará? Y ella, aquí, mirandola pared que da al vecino, esperando

que, de un momento a otro, losobjetos comiencen a bailar, como enlas películas de Disney, ¡como enDisney!

Catalina apaga la computadoraportátil, la mete en su mochila y baja abuscar el ómnibus 120.

* * *

Llega a casa de sus padres luego desoportar las incontables vueltas deltransporte público. Aquí espera poderpasar las horas de la noche en paz. Si

algo va a interrumpirla, espera que leresulte inspirador, porque el tercerlibro de la trilogía no se escribirá solo,y no puede ser trilogía sin un tercerlibro, y ya no queda tanto del verano,y… y…

Y vuelve a encender la computadoraporque tiene que dejar de amasarse elcerebro.

Aunque las horas pasan, las frasesllegan de a poco y sin gracia, como sise tratara de una gotera después demuchas horas sin llover.

Si relee, tampoco alcanza ritmo.Algunos párrafos escritos le dan ganas

de llorar; otros, de reír. Pero de miedo,nada, ni hablar.

Las gráficas del programa queutiliza para escribir no mienten. Vocesamarillas no llega a un tercio de lacantidad de palabras que necesita. Lasvoces amarillas están muy calladas.

El pueblo

Marcos se baja de una vieja bicicletaque existe hace dos decenios.Funciona como si se la hubieranvendido ayer. La encontró entre lostrastos de la cabaña cuando se mudó,hace ya diez años. No le costó tanto

volver a ponerla en condiciones. Solonecesitaba un cambio de cubiertas.Ahora, este es el vehículo que lepermite reducir los tiempos entre lacabaña y el resto del pueblo.

Desde el centro de Pinos Altos, aunos tres kilómetros de lo que él llama«su cabaña» o, a veces, «su casa», estaapenas se ve como una manchamarrón en el horizonte. Está en unafalda, y el pueblo en un valle, por loque la vista es preciosa desdecualquiera de las dos ubicaciones.

Detiene la bicicleta en «Lo deGino». La deja amarrada con una

cadena a un poste de luz. Aunque sepiensa que la crisis de seguridadtodavía no llegó a Pinos Altos, se sabeque, al regresar la energía eléctricatras los apagones de los últimos días,algunas víctimas se vieron sin susobjetos preciados, por lo que todosdan por hecho que hay ladrones entrelos vecinos, aunque nadie sepaquiénes son.

«Lo de Gino» se ubica en unaesquina y tiene una fachada muyllamativa. El cartel con el nombre esde un rojo furioso; las paredes estánpintadas de verde esmeralda. Se trata

del almacén más importante con elque cuenta Pinos Altos. Es pocoprobable que un supermercado seasiente en el pueblo, y lo más parecidoque hay es este establecimiento.

El Viejo empuja la puerta de vidrioabatible e ingresa al interior de latienda. Allí hay de todo: heladeras conmúltiples brebajes comerciales,estanterías con víveres de todo tipo,un mostrador límpido acompañado decaramelos y cajas de cigarrillos condiferentes diseños, y Gino. Esteúltimo es una parte esencial de todoaquello que constituye «Lo de Gino».

El dueño absoluto del lugar es alto,fornido, pero no gordo. Se peina elcabello hacia atrás, valiéndose paraello del mejor gel que su negocio lepuede proveer.

A su lado, en este momento, estáLorenzo, su hermano. Es algo calvo ydecide raparse hace muchos años.Mira hacia el mostrador, con losmismos ojos celestes de cristal quetiene Gino, pero más apagados. Sumirada siempre se inclina hacia abajocuando viene a pedir algo.

Hay sobre el mostrador dos litros deleche, un kilo de carne, dos paquetes

de fideos secos y un kilo de azúcar.

Marcos observa la escena duranteun momento breve mientras loshermanos se despiden. No sabe si aLorenzo le da vergüenza vivir de lasganancias de su hermano, pero, por silas dudas, mantiene una distanciarespetuosa durante estos intercambios.Los ojos color avellana de Marcos nonecesitan más de dos segundos pararegistrar la escena. El Viejo delbosque preferiría no tener quepresenciarla.

Lorenzo lo saluda cálidamente(siempre es cálido con todo el mundo,

como debe ser la gente que dependede los demás para vivir) y se marcha.

—Hola, Gino —dice Marcos.

—Hola, Viejo. ¿Cómo va lo tuyo?

—Bien. ¿Tu negocio?

Gino está limpiando una vez más elmostrador. Es un obsesivo de lalimpieza, pero parece empeorarcuando su hermano acaba de pasar poraquí. Suele insistir con la gamuzasobre el mostrador como si el diablomismo hubiera dejado su huella deazufre y él tuviera que restregarla conagua bendita. Hubo ocasiones,

incluso, en que el Viejo lo vio esparcirdesodorante de ambientes ni bienLorenzo abandonó el negocio. Podrádecirse que Gino usa mucho eldesodorante de ambientes, perotambién es cierto que la tasa de usoaumenta de modo significativo trasuna partida de su hermano.

—No me puedo quejar —dice Ginomientras pone una cara de medianoasco y continúa su accionar con lagamuza.

La respuesta y el rostro parecen nocoincidir, como sucede tantas vecescon Gino. Mueve la mano con

lentitud, como si estuviese acariciandoen lugar de limpiar.

Marcos lo considera una personacalma, pero Gino a veces le traereminiscencias de ciertas plantascarnívoras. Ese tipo de movimientospodría ser el paso previo de un bruscocerrarse de hojas, como brazosasfixiantes.

Una motocicleta grita sobre elvolumen del último cantante pop queestá pasando la radio. Gino siempreescucha la radio a un volumen que nomoleste a los clientes. A él tampoco legusta que lo aturdan. El hijo del

almacenero y su banda de amigosavanzan rápidamente, ruedasdelanteras en el aire, por la avenidaLugones. El sonido de lasmotocicletas se va callando de a poco.

Gino permanece callado. Solomueve la cabeza hacia los lados.

—¿Me trajiste arroz integral? —pregunta el Viejo.

—Solo para vos —le contesta elotro, con la calma que lo caracteriza, yubica con humildad el trapo que acabade «ensuciar» en un estante interiordel mostrador donde nadie podrásaber sobre la mugre.

Marcos lleva el arroz integral hastael mostrador y paga a Gino con elimporte justo.

—Gracias —dice el comerciante.

—A usted —dice el Viejo, y lesonríe apenas bajo su barba tupida.

En ese momento ingresa Emilio, elúnico hijo de Gino. Levanta la puntadel mentón para saludar al Viejo. Antetanta falta de educación, Marcos noestá dispuesto a mostrarse másamable, y responde con el mismogesto. Por lo general, esa es la actitudque toma con Emilio: la imitación o laindiferencia (o ambas).

El hijo, de apariencia impresionantecomo el padre, con su cabello rapadoen parte, largo y libre al medio, comosi fuera una planta que creciera sobreel meridiano de Greenwich de lacabeza, no suele pasar desapercibido.Tampoco parece buscarlo.

Gino niega otra vez con la cabeza ytoma el crucifijo del rosario negro quesiempre lleva colgándole del pecho,«por una promesa», según le contóuna vez al Viejo.

Marcos no puede evitar mirar elgesto sobre el pecho sin pelo que semuestra hasta la mitad, allí donde no

lo cubre esa camisa color pastel (todoslos días de la semana el color varía:verde, rosa, amarillo, gris…).

El Viejo toma su paquete de arroz yrechaza la bolsa de plástico que Ginole ofrece; el comerciante pareceolvidar que obtuvo el mismo resultadoen muchas ocasiones anteriores.Marcos guarda el cereal en una bolsade tela que tiene dibujada la silueta deuna ciudad.

Sale de nuevo a la calle y desata labicicleta para emprender camino consu móvil hasta la siguiente parada: laverdulería.

* * *

El Viejo lleva el arroz en la canastade la bicicleta junto con una pesadaprovisión de aguacates. Estacionadetrás de la camioneta Fiat blanca deTito, el verdulero. El Viejo se bajacon los frutos en la mano.

Lo primero que siente Marcos antesde ingresar en la verdulería es elaroma inconfundible del perfumeespeso de Tito. En las otrasverdulerías hay olor a cebolla,manzana y apio, pero no en este caso.

Este amable hombre parece querercompetir a nivel olfativo con losproductos que vende.

Luego de su perfume, viene él. Titolo recibe con el bolígrafo en la oreja(como es costumbre) y se apresura atomar el cajoncito con aguacates.

—Hola, Marquitos. Ya las esperaba.¿Cuánto?

—Hola, Tito. Son cinco kilos. Te lodejo en trescientos.

El pequeño hombre va hasta la cajay trae el monto necesario para cerrarel trato comercial. Tres billetes

morados. Los aguacates del Viejovalen eso y mucho más. Entrega eldinero a Marcos y este lo guarda en unbolsillo de tantos que tiene supantalón informal color caqui.

—Tomá esto también —le dice elverdulero, y le da dos manzanas.

—Gracias, Tito.

El hombre asiente con la cabeza,alegre de haber hecho sonreír a suamigo. Lo que los demás piensen delViejo, a él lo tiene sin cuidado. Es lapersona más fiable con la que hatratado y hacen muy buenos negocios.Si le dice que en tres días trae tal cosa,

trae tal cosa. Si le dice que es deprimera calidad, es de primera.

—Siempre te quise preguntar cómote hiciste esa cicatriz en la ceja —diceMarcos, con un acento porteño sindesgaste, mientras deja los antebrazossobre el mostrador en actitudamistosa.

El verdulero le mira las manos rudasdurante un momento. Marcos se dacuenta. Procurando que no resulteobvio, oculta la mano derecha.

—Cómo laburás, ¿eh?

—Y… sí.

Tito parece acordarse de la recientepregunta del Viejo.

—¿La cicatriz, me decís? Bueno,eso tiene su historia. Mirá, te la cuentorápido. No sé si era despierto o no,pero yo siempre fui muy activo dechico. Y había una nena que nosgustaba casi a todos. Era una pelirrojacon unas pecas preciosas. Lamirábamos como a una muñeca, quése yo, no como se mira a las mujeresmás tarde, no pienses mal. Y la nenaesta, más allá de ser pelirroja, vestirsecomo una damita y usar dos coletas alos costados de la cabeza, era un poco

rara. Le gustaban las ranas. Yo no sé,no conocí a otra nena a la que legustaran los reptiles. Era rara. Y laencontré un día junto al río, mirando auna que croaba como loca y seescondía en un agujero que habíahecho el agua en una piedra gris. Medijo que la quería, y bueno, yo no tuvemejor idea que hacerme el héroe e ir ajorobar a la pobre rana. Así que medescalcé, cosa que nunca se debehacer para entrar a un río de lechopedregoso, y comencé a caminar sobrelas piedras con musgo. ¿Qué pasó?Que a los tres pasos me resbalé sobreese jabón verde que había en el fondo,

y antes de llegar a la rana casi merompí la cabeza. Por suerte no mequedé idiota (creo, no sé) ni perdí elconocimiento, pero la cabeza me dolióun poco durante unas horas y sangrécomo loco por el tajo que me habíahecho sobre la ceja —dice Tito,señalando al tiempo la marca porarriba del ojo izquierdo que le dejó lavivencia relatada.

—Ah, es como una cicatrizamorosa.

Tito sonríe satisfecho y el pechoancho de pollo se le hincha de orgullo.

—Algo así —cierra Tito mientras

sacude también un poco los hombros—. Y hablando del amor… Medijeron que andás saliendo con laViviana vos…

—No salgo con ella, en realidad —dice el Viejo, y acomoda su peso aldoblar la pierna tensa.

—¿Tema de cama nomás?

El Viejo no contesta.

—Ya sé que sos reservado, pero yasabés que yo no le cuento a nadie. Yome entero de esto porque todos mevienen a chusmear, pero yo soyreceptor, no emisor. Además, hace

años que tratamos. Vos sos un pocomás joven que yo, haceme caso, no tejodas la vida. Toda la fiesta quequieras, pero con cuidado.

—Por supuesto, Tito.

—Es que ya viste cómo me fue amí.

—No te fue tan mal. Tu mujer terespeta mucho y tenés una hijamaravillosa.

—Es muy chica para vos —advierteTito, apretando la panza contra elmostrador, mientras lo señala con undedo.

—Sí, efectivamente. Tiene edadpara ser mi hija. No lo digo en esesentido, Tito —aclara Marcos, comouna obviedad, mientras niega con lacabeza.

—Ah, entonces perfecto. Sí, esmaravillosa. Pero por ese benditoembarazo… —comienza con fricciónTito, como tragándose las palabras,con la boca cerrada y los labios entensión—. Ya te deben habercontado…

—En realidad, no. Ya sabés que vossos uno de los pocos con los que hablo—le dice el Viejo mientras se acoda

en el mostrador, porque intuye queTito quiere relatar algo que esimportante para él.

—Y… fue por el embarazo de Rosaque nos casamos, Marquitos. —Titose saca el bolígrafo BIC de la oreja ylo coloca en uno de los bolsillos de sudeslucida camisa a cuadros—. Flor esmaravillosa, como vos decís, no te loniego, pero con Rosa no nos quisimosnunca, y me temo que eso ya no tienesolución.

—Te entiendo, Tito. Debe ser duro.

—Yo de lo tuyo ya sé, y sé que debeser más duro todavía perder a alguien

que querés. No quise traerte malosrecuerdos.

—No te preocupés. No pensés quehay una manera de hacer que alguienrecuerde u olvide algo como lo queme pasó. No se recuerda ni se olvida.Es algo que se lleva con uno nomás —dice el Viejo mientras se acomoda loscabellos hacia atrás, aunque no tieneninguna mecha suelta.

Tito baja la mirada y asiente.

—¿Ya fuiste a la biblioteca ainscribirte? —le pregunta Tito,intentando hacer que el otro salga dela cueva, con un tono demasiado

animado para la conversación queacaban de tener.

—No, todavía no fui. Ahora me voya ir a inscribir.

—Tené cuidado con ese tipo —ledice el verdulero mientras lo señalacon el bolígrafo.

—No lo bancás, ¿no? —le preguntaMarcos.

—No, qué lo voy a bancar. No losoporto para nada.

—Ahora que recuerdo, fue por esoque empezamos a hacernos amigos.

—Sí, dicen que siempre ayuda un

enemigo en común.

—¿Sigue diciendo que le robás?

Tito se cruza de brazos sobre elmostrador y deja caer todo el peso desu pecho y de su frustración.

—Sí, insiste con lo mismo —contesta el verdulero mientras mirauna pared desierta de la tienda,probablemente sumido en susrecuerdos—. Desde que puse elnegocio que salió con eso de que lamitad de mis verduras eran de suscampos.

—Es una estupidez.

—Y sí… pero el tipo se imaginacosas… es un perseguido. No sé…Me parece que con la mujer le pasó lomismo. El tipo tenía la idea fija de queera carnero. ¡Nada que ver! Si todosconocíamos a la mujer por aquí. Esode meter los cuernos nunca sale bienen Pinos Altos… es demasiadochico… Por eso será que nadie haceeso aquí, y no porque seamos todosunos santitos —dice Tito mientras seríe con algo de sorna.

Marcos se contagia de la risa. Lasinceridad de Tito le resultareconfortante.

—Contra mí también tiene algo —continúa Marcos.

—Es un idiota. Es porque no soscheto.

—Sí, me imagino que pasa por lafacha. Bueno, Tito, te voy dejando.Voy a ver si el idiota me quiereinscribir —le dice Marcos mientras leextiende la mano.

El otro se la estrecha.

—Chau, Marquitos. Ya sabés que tepodés venir a hablar nomás cuandovos quieras.

—Sí. Nos estamos viendo, Tito.

El verdulero le regala unasentimiento con la cabeza y el Viejose vuelve a montar en su bicicleta.Separa uno de los billetes obtenidosen el intercambio y pone en marcha sumóvil.

* * *

Marcos arriba a la biblioteca. Eledificio es una vieja casa de estiloneocolonial, recientemente pintada decolor rosado.

El Viejo aparca su bicicleta en la

entrada y la deja atada a la puerta.Respira hondo antes de ingresar. Sabeque se va a encontrar con DanielAguirre, quien se cree el virrey de laregión.

Al frente está el escritorio de este, elbibliotecario de la tarde, con su nariztorcida que el poseedor considerabonita porque es igual a la de supadre, adinerado como él. «Pero, enrealidad, es solo una nariz torcida», sedice Marcos, mientras le mira sucamiseta Polo, parecida a las queusaba él en otros tiempos, enencuentros familiares o amistosos de

fin de semana.

El bibliotecario está analizando unregistro con mucha dedicación,señalando los renglones con la puntade un bolígrafo de pluma. Los ojosverdes del hombre barren las hojas dearriba abajo.

—Hola, buenas tardes —diceMarcos para llamar la atención,aunque supone que el bibliotecario yaadvirtió su presencia y lo estuvoignorando.

Daniel eleva la cabeza con desgana.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo

ayudarlo?

—El otro día vine a preguntar porlibros de horticultura. Me dijo elbibliotecario de la mañana que noestaba muy seguro de que hubiera.

—No hay libros de horticultura.Aquí la mayoría de lo que hay esliteratura. Además, necesitaría sersocio para llevarse los libros —diceDaniel mientras le mira las zapatillasviejas con restos de tierra.

No es que pensara que era otro peónmás. Ya llevaba mucho tiempoviviendo en Pinos Altos y Marcossabía que todos estaban enterados de

que él era «el Viejo del bosque» o «elViejo de la cabaña».

—Estoy dispuesto a asociarme. Decualquier modo, me interesa laliteratura. El encargado de la mañaname dijo que solo necesitaba eldocumento y veinte pesos para sersocio.

—Sí, pero ya subió. Ahora sonveinticinco —le dice Daniel, y lo miracon cara de suponer que el Viejo nopodrá pagar veinticinco pesos.

—Está bien. No hay problema. ¿Mepuede asociar?

Daniel golpetea el escritorio tresveces con la cabeza de su bonitobolígrafo.

—Deberá esperarme un momento.

—De acuerdo —responde Marcosde manera seca, y se sienta en unamesa lateral sin esperar a ser invitado.

Daniel se toma todo el tiemponecesario para terminar de revisar losregistros. Parece estar anotandonombres. Quizá se trata de laspersonas que le deben libros. La listadebe tener al menos diez integrantes.«O quizá se trata de todos losverduleros de Córdoba que, según

supone, se dedican a robar verdura desus campos», piensa Marcos, y sonríe,y esto no es bueno, porque en esemomento Daniel lo mira y se dacuenta de que está resultandodivertido para el extraño reciénllegado.

El bibliotecario, con una vozmonocorde y seca, le pide uno a unotodos los datos, que Marcos vaproveyendo conforme le van siendosolicitados. Daniel se va con eldocumento, le saca una fotocopia,vuelve y entrega el original. Mira lafotografía del hombre que tiene en la

copia. Mira a Marcos.

—Soy yo —asegura el Viejo,mientras asiente.

—Está muy cambiado —le dice elotro, y el matiz no parece dar aentender que se trate de un cambiopara bien; no suena como uncumplido.

—Todos cambiamos —respondeMarcos, cuando el otro le estáindicando con la punta del dedo índicedónde debe poner la firma en elformulario de afiliación.

Marcos prefiere no mirarlo, no

medir su respuesta, y se dedica afirmar. El otro parece asombrado porla buena caligrafía del Viejo.

«Oh, este zafio sabe trazarmayúsculas», se dice para sí Marcos,y se ríe otra vez. Daniel lo observanuevamente y el rostro se le tiñe derojo.

—Puede tener en su poder cualquierlibro mientras no sea de estudio, queesos se reservan para los chicosdurante temporada de clases. Debetenerlo durante un máximo de quincedías y devolverlo. Luego, cuando lodevuelva, puede llevarse un nuevo

libro.

—Entendido —dice Marcos—. ¿Yasoy socio?

—Sí, ya le voy a entregar sucredencial —contesta Daniel, antes dedesaparecer por un pasillo que loconduce a la parte trasera de labiblioteca.

Mientras tanto, el Viejo revisa loslibros de la sección de botánica. Porallí, cerca, encuentra algo sobre elsembrado de legumbres. Toma el libroen la mano y lo lleva hasta elescritorio del bibliotecario.

El otro vuelve y le entrega lacredencial.

—Gracias. Mire, sí hay algo dehorticultura.

Daniel mira el libro de reojo. No legusta el gozo que transparenta la vozde Marcos.

—Ah, sí, puede ser que haya unoscuantos libros al respecto.

—¿Me lo puedo llevar?

—Sí —le contesta Daniel mientraslo mira a los ojos, que lo atraviesanmás que analizarlo.

El bibliotecario registra el préstamo

y entrega el libro.

—Quince días —aclara Daniel.

—Sí, tengo una inteligenciapromedio y entiendo las cosas a laprimera vez. Gracias.

El bibliotecario abre más sus ojos,como si no pudiera creer que estehombre de aspecto humilde se hayaatrevido a contestarle de esa manera.

El Viejo sale de la biblioteca ysonríe. Hace calor; el verano llegótambién a Pinos Altos. La casa delfrente, beis, simula una banderacompuesta por dos triángulos, porque

la parte donde el sol impacta inclinadoparece amarilla.

Costó algo de molestia y sudor, perotiene en sus manos el libro sobrelegumbres.

Daniel no lo sabía, pero el Viejo yahabía dedicado media mañana arevisar el contenido de los estantes dela biblioteca, y tenía una idea bastantecertera de los libros con los quecontaba.

* * *

Un hombre y una mujer yacendesnudos sobre una cama de maderavieja. Una sábana amarilla se derramasobre el suelo.

Ella no hace ningún esfuerzo portaparse. Él tiene las manos cruzadassobre el pecho y los ojos fijos en elcielorraso, como si hubiera muerto.Ella está levemente girada hacia él.Las uñas femeninas largas, de unesmalte azul descascarillado en lasorillas, se arrastran con suavidad sobrela superficie del brazo derecho delhombre. Él no da muestras de agradoni de disgusto.

La mujer mira hacia el antiguoespejo de pie que ha colocado tantasveces en su dormitorio en unaposición planificada para poderobservar el encuentro desde un ánguloexterior, por si quisieran mirar comoespías y no como participantes. Lasuperficie del espejo refleja la escenacomo todos los espejos de sus años:con algunas manchas negras. Los piesde él se ven muy grandes, así comolas piernas. El resto del cuerpo se vaachicando y el mentón barbudo no ledice nada. No encuentra en esaimagen las respuestas que busca.

Atascada en una situación desilencio y alejamiento en la que nosabe qué hacer, decide que se apretaráa él. Ubica los dos pechos, maduros yllenos, sobre un hombro del Viejo.Marcos, por toda respuesta, mueve unpoco el brazo y coloca una manosobre el hombro de ella, pero la posaapenas. Ya no la agarra. Ya no laaprieta. Ya no la quiere cerca.

Ella espera un poco más. Suponeque él está contando los segundosprudenciales en su mente, lossegundos que formarán minutos queestablecerán un cierto momento del

buen gusto para marcharse: ese que nopuede ser ni demasiado temprano(apenas concluido el acto sexual) nidemasiado tarde (cuando ya llevenmucho tiempo sin tener idea de quéhacer juntos).

—Viviana, me tengo que ir.

—Mmmm —dice ella, comolamentándolo—. Algún díadeberíamos darnos una noche para losdos.

—¿No será mucho una noche? —pregunta él con el tono de un erudito,mientras la mira en la espera de queella despegue el cuerpo caliente y

sudoroso de su propia piel, que está enlas mismas condiciones.

Después de un largo instante, ellacomprende y se aleja. Por suerte, lohace antes de que él tenga que sacarlela mano del hombro. Esto le ahorramalestar.

Mientras Marcos recoge del suelo sucalzoncillo y sus pantalones, y se loscoloca, ella se sienta sobre la cama yse tapa los pechos con un trozoarrugado de sábana. Mira el espejo, yla pared del fondo, con esa pinturahorrible que le gusta a su madre, verdeazulado, descascarada en algunas

partes, oscurecida por el polvo y lafricción en otras.

—Viviana, ¿sabés dónde está micamisa?

Ella sostiene la sábana con unamano y con la otra señala una silla demadera vieja que se ubica junto a lacama, del lado en que él estabaacostado.

Marcos se coloca con rapidez sucamisa de un azul pulcro.

Viviana mira los tres objetos quesiempre se ubican sobre su mesa denoche en el mismo orden estricto

cuando está en presencia de Marcos:lápiz labial, caja de condones,cigarrillos. El orden de uso de losobjetos es riguroso. Ya atravesaron elcamino de los dos primeros; solo lequeda el vicio. Un ejército de anillosobserva la disposición a ciertadistancia. Marcos siempre le pide quese los quite. Quizás en alguna ocasiónle rayó la espalda.

Con movimientos bruscos, la mujerextrae un cigarrillo de la caja decartón que los guarda y lo prende conun encendedor, que luego va a caersobre la mesa de noche con un golpe

seco.

A Marcos no se le pasa por alto estesonido, que grita incluso sobre elruido blanco perpetuo del ventiladorde pie que les brinda su vientoartificial. La sorpresa le haceinterrumpir el proceso de subir lacremallera del cierre de su pantalón devestir negro. El Viejo mira a Viviana.

La mujer tiene los brazos cruzadossobre el pecho. Este apriete sostienebien la sábana, que le ayuda a cubrirsus partes más púdicas. Aprieta elcodo del brazo del cigarrillo contra elotro codo, y solo mueve el antebrazo

de manera regular para acercar yalejar el cigarro a los labios.

* * *

Marcos termina de subir lacremallera mientras se pregunta cómopuede despedirse. Lamenta muchoestos momentos de tensión.

Hubo tiempos mejores. Cuandocomenzaron, todo era como debía ser.Él había sido transparente: le habíadicho, antes del primer encuentro, quepodían ser buenos compañeros

sexuales, pero que no habría contactosentimental. Ella había aceptado lasreglas de ese juego con ciertocontento, como si buscase lo mismo.

Los primeros encuentros eran soloeso: caricias, besos preparados paralograr un cierto efecto, fuegosartificiales y orgasmos. Besos debuenos amigos a la hora de separarse,sonrisa de ella, batiendo la manodesde la cama, desnuda todavía,cuando él se iba. Una sensación finalde estar desfogado y de que la cosaiba bien.

Pero en los últimos meses, el fin de

las relaciones entre ellos suele sersiempre el mismo. Viviana no dicenada que le haga pensar que estáenojada, pero hay en el movimientode su pie una cierta inquietud, en elhecho de taparse con la sábana lo queél ha visto tantas veces una ciertaréplica, una expulsión («no sos deaquí»), y en la manera de aferrarse alcigarrillo y expeler el aire hacia laderecha con la boca torcida un ciertohartazgo que busca expresarse.

—Si no te gusto, Viviana, esto no esuna obligación. No nos debemos nada.No hay compromisos. Yo no te doy

nada ni vos me das nada aparte deestos encuentros. No nos necesitamos.Especialmente vos. Sabés que podéstener a muchos hombres, y quizás lostengas… no es mi asunto. Lo que nome gustaría es sentir que estoyhaciendo daño.

—No te preocupes… —dice ellamientras da dos golpecitos en elcigarrillo para que las cenizas seasienten en el cenicero—. Si no fuerasbueno en lo que hacés, ya habríamoscortado.

Marcos no sonríe. Acaba deabrochar la camisa y la despide con un

beso en la mejilla. Ella permanecesentada y saluda a su «chau» amistosocon un «chau» más escueto y soso.

Mientras Marcos recorre un pasillotan estrecho que le obliga a guardarlos brazos bien pegados al cuerpo, sedice que, después de todo, quizá seamuy mal amante, pero, si es así, ¿porqué ella vuelve a aceptarlo una y otravez?

Sale a la calle y llena los pulmonesde aire fresco. Cierra la puerta consuavidad, como si fuera un ladrón deobras de arte.

El olor de los cuerpos y de esa vela

aromática de falso jazmín que Vivianaenciende en cada encuentro se disipa.Marcos espera que lo mismo le ocurraa esa emoción pesada, innombrable,que carga con él.

La novela

Querida Catalina:

Recordá que necesitamos el primerborrador para el día 4 de abril.Nuestro corrector no podrá trabajarmás rápido. Ya lo estamos exigiendodemasiado. ¡Pobre hombre!

Estoy ansiosa por leer los primeroscapítulos de tu novela. Sobre elsubtítulo, aquí todavía estamosdecidiendo. En cuanto tengás algo,enviámelo, por favor.

Saludos.

Marta Gassman.

Hola, Marta.

Te enviaré la introducción de lahistoria en cuanto pueda terminarla.Creo que los personajes todavía nohan madurado lo suficiente en mimente, pero estoy en pleno proceso de

escritura.

Me comunicaré con vos en cuantotenga un avance digno de ser visto.

Saludos.

Catalina.

La pantalla de la vieja computadoraportátil lanza luz sobre el rostro de laescritora. Catalina muerde lo que restade goma rosada en la punta del lápiznegro, mientras recorre con la vista laspocas palabras que piensa dirigir a sueditora. Cree que la puntuación escorrecta y las ideas bastante claras. La

respuesta no suena agresiva, peroprocura evitar que Marta continúepresionándola.

Marta Gassman es muy buena en loque hace. Parte del éxito de su primeranovela, debe asumir, se lo debe a sueditora. Esto sin contar que Marta fuela que decidió dar una oportunidad asu borrador, rescatado de entre tantosque le llenaban el correo electrónicotodas las mañanas.

Pero Marta es como un huracán:arrasa todo por donde pasa. Las cosassiempre tienen que estar listas paraayer. Todo tiene que estar planificado

y en orden. Nada puede escapar de sucontrol. Las fechas de entrega debencumplirse incluso con anterioridad. Silos empleados se muerden las uñas ytararean diez veces la misma canción,es porque Marta ya pasó por allí.

Las tres novelas pactadas con lafirma editorial, de las cuales Catalinadebe escribir la tercera, la obligan aentregar el trabajo al terminar elverano, ese verano que no ha hechomás que comenzar, pero que siemprecuenta solo con tres meses.

Marta es puntillosa, exigente, algosoberbia y muy nerd. Todas estas

cualidades le encantaron al principio,cuando recién la conocía y la cola decaballo que se hacía en ese cabellolacio perfecto, seguramente planchadopor la mañana, parecía refulgir. Lasfacetas de su personalidad le parecíanmaravillosas en una editora. Ahoraque siente que su aliento virtual lerespira tan cerca, esos aspectos no leagradan tanto.

Un autobús de la línea 10 se detienefrente a la ventana del departamentode Catalina, haciendo un ruido queprueba que los frenos no están en sumejor estado.

Catalina deja al costado el lápiz conla punta babeada y cliquea en el botóncon la leyenda «Enviar». Listo. Elcorreo ya salió.

Pero la introducción de la historia,no; eso no salió. Y aunque le dijo aMarta que estaba en pleno proceso deescritura, esto no es cierto. No hahecho más que bosquejar a grandesrasgos una historia que no le convenceen introducción, nudo ni desenlace. Yasí está, aquí, con la mente agotada,después de dormir seis horas todos losdías, cuando sabe muy bien quenecesita al menos ocho para sentirse

fresca, pensando qué le ha pasadodesde aquel tiempo en que, reciénrecibida de Letras, escupió Vocesrojas en tres meses, como si fueraalgo que tuviera que gritar.

A las ganas de gritar, a las ganas demirar, a las ganas de ordenar lasoraciones de la manera más bellaposible, ¿qué les pasó? Bloqueo deescritor. Una maldición. Antes decomenzar a publicar, no pensó que esoexistiera. Creía que era una especie deexcusa para la vagancia de esos jipismedio aislacionistas que los escritoreseran en su mente. Necesarios pero

extraños, claro.

Porque ella iba a ser profesora, noescritora. Si no fuera por Vocesrojas…

¿Es escritora o se hace pasar porescritora?

Vuelve a Scrivener, el programa queusa para organizar, escribir yversionar sus historias. Observa elpalito vertical titilando sobre la «hoja»blanca, esperando que llegue a sumente alguna mínima idea que lepermita comenzar a hilar.

Pero la primera imagen no llega.

Parece que la historia todavía nopuede ser contada.

La cabaña perfecta

Es domingo. Como tantas otrasveces, Catalina se siente extrañamentemuerta. Gira en la cama. Sabe que esmediodía (revisó el celular de reojo),pero no sabe cómo hacer para dejarlas sábanas. Siente que es prisionera

de ese objeto para gente en posiciónhorizontal que ayuda a alejarsedurante una buena cantidad de horasde la realidad del mundo paraabsorberse en fantasías agradables osiestas placenteras. Aunque para ellano llega hace mucho tiempo el sueñoreparador. Tampoco aquí encontrarála evasión que busca.

Se levanta de la cama condemasiada brusquedad, tanta queacaba mareada. Se mira el pijamadescolorido, sucio, el de las calaveras,que no se cambia hace dos días. Sehuele. No le gusta el resultado de la

revisión. Ingresa al baño, se ducha ysale más fresca, más despejada.

Se toma su leche con chocolate fríacon su bizcocho de dulce demembrillo mientras lee el diariodigital de hoy. El domingo es el únicodía en el que se da el lujo de leer eldiario; el resto debe ser dedicado a laescritura y la lectura.

Todo va de mal en peor. La grieta seabre más, la gente se odia más.Ambos bandos acusan al otro de ser elculpable de todo lo malo que ocurreen el país. Se prevén cortes de luz porlas altas temperaturas. Será un verano

especialmente caliente. Calentamientoglobal, más evidente cada vez.Asesinó a su novia por celos. DonaldTrump quiere ser presidente de losEstados Unidos. Etcétera.

Catalina suspira.

—¡Qué desastre!

Se pregunta si debería seguirleyendo esto. Después de todo, ¿lesirve para algo? ¿No se estánalimentando de sus peores emociones?

En el costado de la página web bailaun gif animado de una casa que semueve como si tuviera vida propia. Se

trata de la nueva sección de inmueblesdel diario. Anuncia que cuenta con unexcelente buscador e invita a hacerclic. Catalina obedece; hace clic.Quizás unas cortas vacaciones, dossemanas nada más, en algún lugaralejado. En las sierras, sí, puede ser.Calamuchita no, es muy caro; en otraparte. ¿Allá donde están los quemeditan, en el Uritorco? No estásegura. ¿Habrá naves espaciales deverdad entrando y saliendo de allí?¡Qué tontería!

En el buscador de la aplicación deInmuebles del diario, selecciona

cabañas o bungalows, porque noquiere pagar nada costoso. Presiona elbotón con la leyenda «buscar». Elsistema le devuelve una lista demuchísimos anuncios; son diezpáginas de resultados. Nuncaterminará de leerlos. Hay una opciónde «Ordenar por». Selecciona«precio». Después de todo, losahorros son escasos. Se actualizan losresultados. Los dos primeros parecendemasiado baratos para ser habitables(cuestan menos de un tercio de lo queella paga por su departamento actual).El tercero, en los bosques de PinosAltos, llama su atención. Hace clic

donde dice «más».

El anuncio cuenta con dos fotos.Una cabaña de madera oscura con unporche bonito, de esos que a vecessalen en las postales, con un bancopara disfrutar la vista. Y un lago, unlago que está muy cerca. Siempresoñó con pasar unos días cerca de unlago. El precio es muy asequible. ¿Porqué será? Se aclara que la cabañatiene sus años, pero dice que cuentacon paneles solares para cumplir conlos mínimos requerimientos deenergía. Ella solo necesita eso. Paz yalejamiento. Con la luz de los paneles,

puede leer durante las últimas horasdel día. Ya buscará dónde cargar sunotebook. Pero la alquilan por mes.Dos mil pesos el mes. No está nadamal, es casi un regalo. Si se tratara deuna historia de ultratumba, este lugartendría que tener fantasmas. Pero no,esto es el mundo real. La cabaña debeestar muy alejada (dice que a treskilómetros del centro) y no debe estaren las mejores condiciones. «Pero noimporta mucho, porque no me tira ellujo. Puedo pasar allí dos meses, sí. Aver, aquí hay otra foto del lago. Quélindo lugar. Estas coníferas deben serun poco espeluznantes por la noche.

Habrá allí muchos animales, ytambién, es de esperar, muchosilencio. No hay Arielitos allí. No memolestarán. Ay, qué lindo sería… Sitengo ahorros, sí puedo». Catalinasuspira. «Sí, puedo y debo».

Catalina abre su agenda y busca unahoja en blanco. Con su bolígrafoParker más querido, regalo de supadre en su graduación, escribe todoslos datos que figuran en la página,incluida la cantidad de metroscuadrados cubiertos, que es de apenassetenta.

Decidida, se siente despierta de

repente. La modorra se ha marchado.Apura el vaso de leche chocolateada,que cae como lluvia en su garganta.Queda sucio y vacío sobre elescritorio. Se incorpora con la agendaen una mano y el teléfono móvil en laotra.

—Hola. Buenos días. Hablo por elanuncio de la cabaña en Pinos Altos.

—Sí, está disponible todavía. ¿Leinteresa?

—Sí, ¿podría alquilarla por dosmeses?

—Sí, claro. ¿Es mayor de edad?

—Sí, lo soy. Tengo treinta y cinco.—Catalina se muerde los labios; lavoz no la ayuda, pero ya es mayor deedad hace mucho tiempo—. Querríaretirarme un poco, porque necesitotrabajar en un lugar apartado. Mecuesta mucho en Córdoba Capital.

Del otro lado de la línea se escuchael sonido de una ambulancia que pasadejando su grito molesto.

—¡No sabe cuánto la entiendo! Yotambién me voy seguro. ¿Tambiénvive usted aquí?

—Sí.

—Mañana voy a estar toda la tardeen mi estudio, soy abogada. ¿Puedepasar por allí, así hacemos los arreglospertinentes?

—Sí, puedo.

—¿Tiene con qué anotar?

—Sí.

Catalina toma los datos del estudioen su agenda, debajo de aquellos queapuntó para la cabaña. Lacomunicación termina con unadespedida amable. Catalina cierra laagenda, triunfante.

«Solo cuatro mil pesos y dos meses

de retiro idílico para poder dedicarmea escribir y comer y dormir y nadamás. Ojalá nadie me gane de mano. Sila dueña es abogada, seguro que esmás rápida que las liebres; no estarádispuesta a perder ningún inquilino,incluso podría querer negociar ycobrar un poco más. Bueno, no hayque pensar ahora en todas esas cosasmalas».

Rumbo a Pinos Altos

Llegó el gran día del viaje. Es elprimero que hará sola por motivos deesparcimiento, a sus más de treinta. Sesiente extasiada. ¿Cómo será PinosAltos? ¿Habrá mucha paz en lacabaña? Ya puede disfrutar la vista del

lago, que imagina con todos losalicientes que no podría lograr ni elmejor filtro de Photoshop (laimaginación de un escritor casi notiene límites).

Se peina con esmero sus pocasmechas, guarda todos los instrumentosde higiene en su mochila Wilsonrecién comprada (la eligió la tardeanterior, con mucha ilusión; se habíallevado incluso un metro paraasegurarse de que cupiera sucomputadora portátil).

Guarda su computadora en lamochila y suma el cargador. Y

después mete la leche con chocolate ylos emparedados de jamón y queso, unrecurso rápido para matar el hambre.Si en el ómnibus le dan algo (hechoque considera improbable), de seguroserá el alfajor más pequeño, soso ybarato que puedan conseguir.

Cierra la llave del gas y, por si lasdudas, la del agua. Se acuerda de esagente que se olvidó durante unatemporada de Navidad las canillasabiertas y dejó a todo el edificio sinagua en aquellas fiestas. El consorcioacabó multándolos, por supuesto.

El pobre Tomy no morirá, porque su

hermano acaba de volver de Cariló.Todo es perfecto. Su vida parece estaren camino de acomodarse. Los planesestán trazados y parece muy probableque los objetivos puedan cumplirse.Se toca un bolsillo trasero del jean.No, no está ahí. El pasaje está en elbolsillo lateral de la mochila Wilson.

Catalina toma un taxi hasta laestación de ómnibus de Córdoba conla ilusión palpitándole en los ojos.

La central de ómnibus bulle degente. Parece un hormiguero deinsectos turistas. Todos van y vienenen diferentes direcciones. Las dos

partes de esta estación podríanconfundir a cualquiera. Los pasillosson amplios, pero laberínticos. Todosson similares: están llenos de cartelesluminosos de diferentes empresas detransportes, cuyos nombres ylogotipos parecen repetirse. Pararomper el paisaje, solo algunacafetería o quiosco de revistas, comooasis, como punto de referencia. Peroal fin logra encontrar su plataforma yespera la llegada del ómnibus.

Deja el bolso de mano en elmaletero porque prefiere quedarse conla mochila. En la mochila está la

computadora. En la computadora estála novela, que es lo más importante entérminos materiales en su vida en estemomento.

Se sube al ómnibus y sonríe a losdos o tres turistas que se encuentranesparcidos en la planta alta deltransporte. Uno de ellos, un hombrecon anteojos negros, le devuelve lasonrisa. Habría preferido que fuerauna de las otras dos chicas, pero noimporta. Tiene el asiento númerotreinta y dos, y eso es muy lejos delhombre sonriente.

Se sienta del lado de la ventanilla,

tal como pidió al comprar el boleto.Suspira. Qué bien se siente el aireacondicionado cuando afuera secalienta el ambiente. Apoya lamochila sobre las rodillas y mira elpavimento de la terminal.

Al poco tiempo, se escucha lapresión que hace el aire para cerrar lapuerta del ómnibus. Es hora de irse, yel transporte emprende su lentamarcha atrás. Luego de eso, el caminoes solo hacia delante.

Se relaja, como todos los demás,cuando ya están en ruta. A su lado,solo césped y más césped, hierba y

más hierba, soja y más soja.

Acciona la palanca para inclinar unpoco el asiento. Su espalda acompañael movimiento. Muy bien. Son doshoras, es un viaje corto. Mientrastanto, como el camino se ve un tantouniforme, prefiere revisar sus notas deescritura en el cuaderno de lascalaveras rojas, ese que tenía que traercon ella.

* * *

—Pinos Altos —anuncia el hombre

al que ella se refiere como «el chofernúmero dos», con vos de grito.

Catalina guarda la libreta y se ponede pie. Espera que pasen todos antesque ella. No le gusta tener gentepisándole los talones, mucho menosese hombre de anteojos negros, quevuelve a sonreírle. Quizá se equivocó.Quizá pensó que ella le sonreía solo aél, cuando en realidad lo hacía contodos los que había en ese momentoen esa planta del colectivo. Mejoresperar que baje también.

Luego de unos segundos de esperadel autoconsiderado galán, este se da

cuenta de que Catalina aguarda a queél salga primero, así que toma subolso de mano del estante sobre sucabeza y emprende la retirada. Estavez, las sonrisas no bastaron.

Ella baja en Pinos Altos y siente unsofoco repentino.

El ómnibus se va, dejando unaestela de polvo cuando muerde laspiedras y la tierra de la calle parareinsertarse en el camino. Adiós,chofer uno y dos. Adiós, resto depasajeros que van hacia otros destinosmás distantes.

Y ella está aquí, detenida en el

medio de la nada, en una llamada«terminal», con un cartel que dice«Terminal de Pinos Altos» a la que lesobra mucho el nombre. Es solo unapequeña construcción de cuatroparedes, un techo y una puerta, másdos plataformas para la llegada de losómnibus.

Preguntará a esa mujer que lee unarevista de venta de cosméticos. Quizásella pueda darle la informaciónnecesaria.

—Buenos días. Disculpe. Es laprimera vez que estoy en Pinos Altos,y me gustaría saber cómo hacer para

llegar a la cabaña del bosque.

La mujer levanta la vista de larevista y la mira de arriba abajo.Catalina se analiza también. Su jeanholgado y sus sandalias chatas noparecen tener nada de anormal, nitampoco su remera.

—¿Qué cabaña?

Catalina sonríe con algo desatisfacción interior. Tiene lasimpresiones de las fotos de lapublicación que hiciera la señoraBuenavista en el diario de aqueldomingo en que decidió fusionar unaparte de su historia con Pinos Altos.

—Esta —le contesta Catalina,mientras le señala la foto.

—Ah, sí, está en el bosque. Pero esoestá muy alejado —advierte la mujer,algo mayor, y con cierto tonomaternal—. ¿Viene sola?

—Sí. La alquilé por dos meses. ¿Mepuede indicar en qué dirección debocaminar? —contesta Catalina, con unacento cordobés mucho más marcadoque el de su interlocutora.

La mujer levanta el brazo y le señalala calle de tierra que conduce a sudestino.

—Es por ahí. ¿Trae gorro? El solestá que mata.

—Sí, traigo —contesta Catalina,luego de pensarlo un poco—. ¿Seránunos tres kilómetros, como decía lapublicación?

—¿Hasta la cabaña? Sí, tal vez. ¿Vacaminando?

—¿Puedo tomar un taxi? —preguntaCatalina, porque ve improbable quesus piernas sedentarias puedansoportar tanto.

—No hay taxis aquí. Remises. Ahíestá la parada —le señala la mujer,

con su piel cenicienta y algo arrugada.

—No veo ninguno.

—Deben estar con viajes. En algúnmomento van a volver.

—¿En algún momento? —preguntaCatalina, molesta, mientras se quita elsudor de la frente con un pañuelo quepor fortuna decidió guardar en lamochila.

—Sí —contesta la otra mientras seacoda en el mostrador—. Puedentardar.

—Mejor camino. Puede ser queencuentre algo por el pueblo…

—Va a estar difícil…

—Bueno. Gracias por los datos.Adiós —dice Catalina mientraslevanta su bolso de mano del suelo.

—Ah, una cosa más —agrega lamujer, cuando Catalina ya le da laespalda.

—¿Sí?

—Tenga cuidado con el Viejo delbosque.

—¿Qué viejo? —pregunta Catalina,y siente que la sangre se le asienta enla cabeza de una sola vez.

—Hay un hombre que vive cerca de

ahí, según me contaron. No se sabemuy bien a qué se dedica. Es medioroñoso. No vive en las calles, perotiene mala pinta. Lo reconocerá alverlo, seguro. Pocas veces se lo vepeinado.

—¿Es malo?

La mujer cierra los ojos y eleva lascejas. Luego inclina la cabeza y miraal mostrador, en actitud de «se sabe loque se sabe».

—No podemos estar muy seguros.Llegó aquí hace apenas diez años.

—Apenas…

—Sí, aquí todos somos de viejostiempos, menos él.

—Uy… me dio miedo.

—No se sabe que haya hecho dañonunca. Los boy scouts suelen pasarcerca de él. A veces, hasta lo saludan.¡Pero tenga cuidado! Es raro el tipo.Tenga cuidado nomás.

—Bueno —dice Catalina, dispuestaa seguir su camino.

—Tome, el número de lamotorizada. Mi hijo es policía, trabajaahí —le dice la mujer mientras escribeen el dorso de un folleto publicitario

de la empresa de transporte un númeroque parece ser de teléfono móvil—. Sila cosa se pone fea y tiene señal, losllama. —La mujer estira la tarjetaimprovisada.

Catalina la toma y la guarda en elbolsillo del pantalón. Emprende elviaje a pie por la calle de tierra.

* * *

Avanza esquivando pozos ybaldosas flojas. Observa muchas casasbajas de diseño similar. Agradece

cuando pasa bajo un árbol. Casi nohay gente en las calles. Solo vio a ungrupo de cuatro adolescentes. Laventana de una casa expone ruido decubiertos y olor a salsa criolla.Catalina saliva y su estómago ruge.

Los siguientes diez minutos alcostado de la carretera se siententodavía más calientes. Tal vez Dalípensó en Pinos Altos cuando pintórelojes derretidos. La ridícula gorradeportiva con olor a tela nueva noparece ayudar.

Catalina mira hacia atrás, algoarrepentida, por si pudiera divisar

algún remís. No pasa nada. Tampocoha visto a otro ser humano además dela mujer que «la recibió» en «laterminal».

Por la ruta, cada tanto, ve ir o veniralgún auto particular. También vepasar un ómnibus de alguna empresade transporte desconocida.

Camina mirando hacia los piesporque el sol pega en el pavimento yrebota, para destrozarle los ojos.Debió haber pensado antes en quenecesitaba unos anteojos de sol, delmismo modo que el señor sonriente,pero eran demasiadas cosas en qué

pensar y nunca le gustó usar anteojosde sol.

Cuando llega a lo que parece ser unpequeño bosque, extrae el mapa de sumochila, también impreso a partir delos datos de la publicación del diario.Según sus cálculos, le falta todavía unkilómetro por entre los árboles, y lacabaña tiene que estar hacia allá,cruzando la ruta.

Agradece que la carretera no tengacurvas en ese lugar. Se siente másseguro. Mira hacia ambos lados ycruza. Se interna en el bosque.

La recibe la sombra. Este bosque

parece zona de tregua con el sol, peroaún no considera pertinente quitarse lagorra. Hay claros por acá y allá dondeel sol no encuentra barrera.

Respira, esperando encontrar algúnaroma especial, como esos que unoimagina en las publicidades de losperfumes, pero huele a tierra y a sapo.

Sigue caminando por un senderitomarcado solo porque la tierra allí esdiferente, más fina, tiene otro color,está más hundida. El sendero semueve hacia un lado y el otro, no esrecto, y esto le da un poco dedivertimento a un camino que por lo

restante no sería tan agradable.

En un momento, cree distinguir a suizquierda cierto resplandor exagerado.Parece ser más que un claro delbosque. Esquivando escarabajos quepueblan el suelo, pero sin salirsedemasiado del camino, se acerca allugar. Se detiene. ¡Es el lago! No esmuy grande, pero el agua siempreaquieta un poco el espíritu.

Debe volver al camino. Debe llegara la cabaña. Debe encontrar una camadonde caer. Hoy no escribirá.Imposible. Y no se detendrá más,porque cuando se detiene puede sentir

las piernas de verdad (cómo laten,cómo duelen), y volver a moverlasincrementa el dolor.

Continúa durante veinte minutosmás, caminando tan rápido comopuede, consumida ya por la emoción.

Es tarde. Algunos deben estar en elpueblo, si es que hay restaurantes,almorzando, pero ella no estádispuesta a caminar todos esoskilómetros de regreso para llegar hastaun restaurante que le procure unalmuerzo. Ya no tiene emparedados;se los ha comido todos. ¿Habrádelivery? Casi imposible.

Tras dos kilómetros y medio decaminata, el miedo al Viejo sedesvanece. El torrente de las molestiasdiversas lo arrastró con él.

Finalmente, parece que el bosque vaa terminar, o que hay un claro mayor.El sendero se ensancha. Se ve algomás allá. Siente la ansiedadanticipatoria en las sienes: parece serla cabaña.

El camino termina por fin y ella sedetiene. Levanta el brazo izquierdo yse apoya en un pino. Tiene larespiración algo agitada.

Observa la cabaña. Es pequeña y la

madera luce vieja. La puerta estáentreabierta, lo que detona una alertainstintiva.

Ingresa a su campo visual unhombre de estatura media y aspectodescuidado que camina llevando algoen la mano.

Los pulmones de Catalina se inflan.

La manera resuelta en que se mueveel hombre, que todavía no sabe de supresencia, exuda tranquilidad yfamiliaridad. «Posesión» es la palabraque viene a la mente de la escritora.«Quizás es un okupa».

Está buscando las palabrasadecuadas para dirigirse a él, pero nopuede dejar de estimar el tiempo quehace que ese hombre no se afeita. Conuna barba de esa extensión, tiene quehacer por lo menos dos años.

Antes de que Catalina puedaterminar de ensayar una gran frase depresentación, él descubre la nuevapresencia. Quizá cierto brillo coloridode la ropa femenina llamó su atención.La camiseta cargada de lunaresamarillos puede haber tenido algo quever.

El hombre se detiene en el sitio y se

gira hacia ella. La mira con seriedad,pero no luce amenazante, lo que nopuede dejar de sorprender a Catalina.Su piel es algo oscura, como si sehubiera excedido en el tostado, y susojos grandes, calmos, contrastan contodo el resto de la persona y la mirancon enorme extrañeza.

—Disculpe… —comienza Catalina,porque siente durante unos segundosque es ella la que está donde nodebería. Se le cuela la convicción deque este espacio es muy privado y nole corresponde invadirlo.

El Viejo deja la leña en el suelo.

—Sí —dice el hombre con tonoseco.

—¿Estaba por ingresar en esacabaña?

—Sí, vivo ahí. —El hombre seca latranspiración de su frente con unamano sucia de tierra.

Catalina mira en todas lasdirecciones.

—¿Sabe si esta es la única cabañaen el bosque?

—Sí, es la única… ¿Qué necesita?

Catalina se aferra a las tiras de sumochila Wilson.

—Necesito la cabaña. La healquilado durante buena parte delverano —informa ella, con unvolumen de voz menor al que lehubiera gustado conseguir.

—¿Qué?

—La pagué. Tengo el contrato en lamochila —dice Catalina, señalandohacia su objeto transportador con olora plástico nuevo.

Marcos patea uno de los trozos demadera a sus pies. La rama vuela ycae a un metro de él.

—¡Mierda!

Primeras impresiones

El Viejo pone los brazos en jarra ymira hacia el camino que condujo a laintrusa.

—¿Quién le firmó el contrato? ¿Lopuedo ver?

—La dueña. Sí, claro.

Marcos no puede entender qué haceesa mujer con aspecto de linda patitafrente a él. Parece salida de otradimensión. Los ojos pardos de laextraña lo miran en un análisisexhaustivo.

Catalina se quita la mochila, con eltípico sonido de roce de poliéster querecuerda a la escuela, y la coloca en elsuelo, entre sus pies. La abre y extraeel escrito, protegido por una carpetade plástico transparente. Extiende elcontenedor al hombre.

El Viejo toma la carpeta y busca elnombre de la firma. Pamela de

Buenavista. No entiende cómo esposible.

—Espere un momento, por favor.

Catalina se muestra algo confusa,pero luego asiente con la cabeza.

El hombre sale de la cabaña con unantiguo teléfono celular en su mano.Es un Nokia 1100. Comienza a ir,venir y trazar círculos con el aparatoen alto en un brazo, mientras mira lapantalla verde fluorescente.

Cuando logra obtener al menos treslíneas en el icono indicativo de señal,selecciona uno de los dos únicos

nombres que tiene en el directorio ypresiona el botón verde de llamar. Seacerca el teléfono móvil al oído yespera respuesta.

—¿Sí?

—¿Hola?

—Sí, ¿quién habla? —pregunta unavoz femenina al otro lado del teléfono.

—Soy Marcos. Quería hablar conRodrigo.

—Ah, hola, Marcos. ¿Cómo estás?

—No muy bien.

—Lo lamento. Yo tampoco.

Rodrigo falleció hace un mes.

Hay un largo silencio del otro lado.

—No…

—Qué lástima que no te enterases.Así fue.

—¿Qué le pasó?

—Tuvo un infarto luego de perderun juicio. Ya sabés cómo era con esascosas. Se debe haber puesto mal.

El Viejo se queda un momento ensilencio.

—¿Marcos? ¿Estás ahí?

—No estaba enterado.

—Claro.

—Lo siento mucho.

—Muchas gracias.

—Tengo que hacerte una preguntaurgente, aunque pueda parecerdesubicada.

—¿Sí…?

—¿Alquilaste la cabaña del bosque?

—Sí, ¿por qué? ¿La querías alquilarvos?

—No. Yo vivo aquí desde hace diezaños.

Se escucha a la viuda suspirar.

—No lo sabía.

—Imagino que no.

Marcos hace silencio y dice acontinuación:

—Me la había regalado…

—Tampoco sabía eso. ¿Hay algúnpapel?

—No. Ninguno.

—Entonces…. No sé… Es parte dela herencia.

—¿No llegaron a divorciarse? —pregunta el Viejo, con un tono máselevado.

—No. Ni siquiera comenzamos lostrámites —contesta la voz del otrolado, que comienza a secarse.

—Supongo que te vas a mantener entu idea de quedarte con la cabaña.

—Así es. La necesito. Es más: yaestá alquilada por los siguientes dosmeses. Si la querés, puedo alquilártelapor algún tiempo…

—Bueno, Pamela. Eso era todo.Chau. —El Viejo corta lacomunicación sin permitir que lamujer se despida.

El hombre guarda el celular en su

pantalón ancho de varios bolsillos,algo militar, y se acerca a Catalina. Secorre algunos pelos de la frente parapoder empezar lo que él considera«una negociación cara a cara».

—¿Cuál es su nombre?

—Catalina —responde ella, y semueve inquieta, como si no supierabien con qué gestos debe acompañaraquella frase.

—Catalina, soy Marcos.

Ella asiente. Quizás está pensando sidecir «mucho gusto», porque no ledebe dar mucho gusto encontrarse a

un zaparrastroso aquí.

—Hay un problema.

—Algo escuché —añade ella.

Él asiente.

—¿Entiende el enredo?

—Parece ser que su hermano oamigo le había cedido la cabaña, perono de manera legal, y tuvo la malasuerte de que muriera. Algo me habíadicho esta mujer cuando firmamos.Me dijo que era viuda.

El Viejo mueve otra vez la cabezaen señal afirmativa.

—El problema es que la casa estáocupada. Está ocupada por mí. Y notengo a dónde ir. Y no me quiero ir.Pero usted tiene el derecho legal apermanecer aquí, y yo entiendo esoperfectamente.

Catalina lo mira con los ojosredondos agrandados, sin parpadear.

—Está bien como resumen. Almenos suena sensato.

—Que no la engañe mi apariencia.Ni soy un bruto ni soy un insensato.

—No quise ofender…

Marcos mueve la cabeza en gesto

diplomático.

—Podemos negociar.

—Lo escucho.

—Tengo pocos objetos en la casa.La mayoría son anteriores a miestadía. No son míos en el sentido máspuro de la palabra. Hay dosdormitorios. Uno de ellos no se usahace mucho tiempo, pero lo puedolimpiar para usted. Podemos conviviren una especie de hotel. Se la ve muycitadina —dice él, concentrado en ellogotipo de la mochila Wilson—, yestos son lugares duros. Necesitarácaminar o pedalear para conseguir

alimentos y leña, además de ocuparsede tareas como cocinar y limpiar —continúa, señalando la leña que acabade cargar—, etcétera. Puedo hacer esetrabajo por usted.

Catalina parece dudar mucho másde lo que él desea, mucho más de loesperado. Siente inseguridad, porprimera vez, sobre sus capacidades denegociación.

—No se asuste por mí. Soyrespetuoso y fui bien criado. Lostomates absorben mi atención y meparecen más interesantes que lasmujeres. —Señala su media hectárea

de plantación de tomates.

Catalina lo mira de arriba abajo,analizándolo.

—Ya sé que no luzco bien, peroimagine que no recibo a nadie aquí.Llevo una vida sencilla, muy sencilla,y no me meto con nadie. Solo quieroseguir cuidando de mis plantas ycontinuar con esta vida sencilla. Todoeso que ve allá —el Viejo señala lasextensiones de plantíos— es trabajomío, solo mío, de varios meses.

Catalina se lleva las manos a lafrente y sacude la cabeza.

—Ya sé que es muy desagradablepara usted. También lo es para mí.

Catalina le sonríe por primera vez.

—Es el linyera más empático que heconocido en el último tiempo.

—No soy un linyera. Ni vagabundeoni nada parecido.

—Disculpe.

Él asiente.

—Quisiera aclarar algunas cosas —comienza Catalina.

Él la mira con afabilidad; ve cómola muralla se desmenuza.

—La escucho.

—Sin música, sin bebida, sinamigachos y sin mujeres —explicaella.

—Suena como la vida de un monje.Muy parecida a la que llevo.

—Yo escribiré. Usted se ocupará delas tareas domésticas, inclusive de lacomida.

Marcos observa sus plantaciones ycomienza a emerger de sus labios unasonrisa pícara. Luego la atraviesa conlos ojos. Alza una ceja.

—Está bien, aunque no sé si le va a

gustar mucho mi estilo gourmet.

—Me acomodaré —concede ella.

—Vamos a verlo.

—¿Hay trato? —pregunta Catalina,extendiendo la mano blanca ypequeña hacia él.

—Hay trato —contesta Marcos,apretándole los dedos con firmeza, sinexcederse, con la presión en su puntojusto. Cuando la suelta, Catalina sequeda con el recuerdo tibio ypolvoriento del clásico acto selladorde contratos.

—Perdón —le dice él, al darse

cuenta de que su mano no estaba deltodo limpia.

* * *

Catalina lo observa con atenciónmientras él empuja la puerta de lacabaña y extiende el brazo parainvitarla a pasar.

—No, ingrese usted, por favor —dice ella, tomando distancia con algode temor, y agarrándose nuevamente alas tiras de su mochila, como si lepudieran dar seguridad.

—Debe ser tremendo ser mujer —comenta él mientras entra—. Siemprepensando que cualquiera la va aquerer violar.

—Así es. Para qué mentir.

Catalina ingresa y deja su mochilasobre la mesa del vestíbulo-cocina-comedor.

El Viejo se sirve agua en un vaso.La bebe con tanta rapidez que algunasgotas se deslizan por sus labiosgruesos hacia su mentón barbudo.

Se apoya contra la mesada de lacocina y cruza las piernas, mientras

ella se sienta a la mesa.

—¿Quiere agua? —pregunta elhombre.

—Sí, gracias.

Él saca de una mesada un vaso devidrio verde que parece ser de otrotiempo y le sirve agua de la mismajarra.

—Tome.

Ella se levanta y va hasta el vaso.

—Gracias.

—Por nada. ¿La acosan mucho?

—Algo. —Catalina se encoge de

hombros—. Como a todas. Supongoque la pinta de nerd no me salva.

—No, nada la va a salvar de lospiropeadores y perseguidores. Pobreshombres inseguros de sumasculinidad. Son patéticos ylamentables.

—Me gustan sus ideas feministas —dice ella, dedicándole otra de sussonrisas bonitas en que su bocapequeña toma forma de triánguloinvertido.

Marcos bebe con ansias otro vaso deagua, como si no pudiera saciarse.

—Con el tiempo se dará cuenta deque no soy lo que parezco, y dejará detemerme. Pero entiendo que esollevará su tiempo, porque la confianzano se regala, se conquista.

—Tiene razón —contesta Catalina,mientras se quita la gorra con viserarosada, bastante transpirada, y lacoloca sobre la única mesa del recinto.

Entonces se relaja sobre la silla y sepermite sentir su verdadero cansancio.No solo el viaje fue largo, sino quesus pies no están acostumbrados aesas largas distancias. Ha dejado elgimnasio hace más de un año y los

músculos están flácidos. No se sienteatlética y puede entender por qué.

Mira a los ojos al Viejo mientraseste la observa en silencio, bajo elespesor de sus cejas castañas. Sienteque puede bajar un poco las barrerasdefensivas; se dedica a estudiar lahabitación.

Dos ventanas de doble hoja, detamaño mediano, con persianasamericanas del año de Matusalén. Unamesada gris de falso mármol con unapileta. Arriba, una esponja amarilla yun líquido extraño, quizá detergentebarato, en una botella ancha que en

algún tiempo contuvo puré detomates; debajo, una alacena. Laalacena fue blanca en otro tiempo,pero ya no lo es más. Para terminar,una abertura sin puerta que conduce alo que parece ser un pasillo.

Catalina se acerca hasta el agujero yasoma la cabeza hacia el otro lado,con las manos apoyadas en las paredesdel comedor.

—Es un pasillo… —comienza ella.

—Sí, da al baño y a lashabitaciones. Y no hay más.

Catalina sigue hasta el fondo del

corredor, desapareciendo de la vistade Marcos.

Él se va tras ella. Encuentra a larecién llegada observando la repisa alfin del pasillo.

—Esta debe ser la familiaBuenavista. Mire qué sonrientes lostres —dice, señalando a una fotografíaen la que aparece una pareja joven conlo que parece ser su pequeño hijo,sentados sobre el césped de un parque.

—Le pido por favor que no toquenada de eso —le dice una voz a suespalda, y ella se gira de repente,porque no le gusta tenerlo detrás en un

ambiente tan estrecho.

—No lo haré.

Pasa al costado del Viejoprocurando no rozarlo y retrocedemás.

El Viejo se apoya en la pared ysuspira, mientras observa de reojo losretratos de diferentes tamaños ymarcos, apoyados uno junto a otro enla misma repisa.

Catalina mira al Viejo y al hombrede las fotos, pero le es imposibleasociarlos como la misma persona.Sin embargo, alberga algunas dudas.

—¿El estante de abajo tiene libros?—pregunta la mujer.

—Sí.

—¿Son suyos?

Él comienza a caminar hacia el otroextremo del pasillo.

—¿Qué le hace pensar que leo? —dice al pasar a su lado.

Catalina se asombra de no sentir malolor en el hombre, dado el aspecto quetiene, que parece oler por sí mismo,como esas fotos de tortas en lasrevistas de pastelería que se venden enlos quioscos, pero en un sentido

menos positivo.

—No ha lanzado ningúnbarbarismo.

El Viejo abre una puerta y entra enuna habitación. Sale de allí con unasilla de madera, compuesta portablones toscos, y un trapo algo sucio.

—Barbarismo. Ja. Qué nerd —seburla él, antes de seguir camino haciael comedor. Catalina lo sigue.

Observa, parada en la abertura,cómo limpia la silla, muy similar a laque vio al llegar, pero no idéntica.

—No use sus mejores galas aquí.

Las superficies no están bien pulidas yla ropa se le va a hacer ovillos.

—Entiendo. De todas formas, notraje mis mejores galas si es que tengoen el ropero algo así.

Catalina inclina la cabeza sobre elmarco y se cruza de brazos. Vuelve asonreír.

—Todo esto es rarísimo. Lasituación, el emplazamiento, todo. Yusted es más raro que perro verde.

El hombre termina de limpiar lasilla, algo que ella no pensó que sepudiera lograr con un trapo en dudoso

estado.

—Esta podrá ser su silla, o la otra,como prefiera.

El Viejo indica la ubicación de lajarra de agua con el dedo índice.

—Ahí tiene más agua si desea. Meimagino que el camino fue costosopara una mujer de ciudad.

—Gracias. Imagina bien.

—Comida fresca no hay, porque nohay electricidad y se cocina lo justopara no desperdiciar alimentos. Odiodesperdiciar alimentos. Me cuestansudor. Por lo tanto, si es de las que

piden una pizza en su restaurante decomida rápida preferido y se come lamitad y después tira la otra, me haráenojar. Hay algunas conservas en laalacena. Si tiene hambre, puede comereso. Me voy a limpiar su futurodormitorio.

Catalina se pone algo roja.

—¿Qué le pasa? —pregunta elViejo al leer la sorpresa en el rostro dela patita-mujer.

Catalina piensa en su vieja portátil yen dónde diablos la conectará. ¿Cómotendrán agua fresca? ¿Cómoconservarán los alimentos? Ahora los

problemas se ven más grandes que enla metrópolis, quizá porque seobservan de cerca. Ahora comienza acomprender lo que es la vida sinenergía eléctrica.

—Me dijo la dueña que habíapaneles solares.

—Eso fue en el pasado, pero serompieron y no los pude hacerarreglar. La «dueña» no tiene idea denada. Ni siquiera debería ser la dueña.—El Viejo hace una pausa y continúa—: Solo tenemos un pequeñogenerador en el cuarto de lasherramientas. Se usa para alimentar la

bomba que llena el tanque de agua.

—¿No hay electricidad en el restode la casa? —pregunta Catalina, comosi no pudiera ser cierto.

—No, no la hay. Ni la habrá. Amenos que usted quiera invertir veintemil pesos en sus dos meses de estadía,sumado a lo que ya pagó.

—Ni aunque quisiera, no lostengo… —le dice ella, como uncontraataque inseguro.

—Lo lamento. Yo no fui quien lemintió. No se la agarre conmigo. —Sus palabras se escuchan apagadas

por la distancia. Está en el cuarto queserá su nuevo dormitorio.

* * *

En el dormitorio que ha sido cuartode cacharros desde antes de sullegada, el Viejo se pregunta cómopodría transformar esa cueva en unlugar habitable.

Mira a su alrededor: toallas viejasbien dobladas, apiladas y cubiertas detierra, que ya no servirían para secarnada; cestos de mimbre que no usa

desde hace mucho tiempo; cajones demanzana que consiguió en el pueblopara los tomates que están próximos aser cosechados; una mesita de nochecubierta por papeles olvidados; y allá,lejos, tras varias sillas que le impidenel paso, la cama que tendrá que ocuparla recién llegada.

Decide que la única opción serádeshacerse de unas cuantas cosas queya no usa.

Vuelve a humedecer un trapo en lacocina, no sin antes mirar de soslayo ala nueva ocupante. La señorita tiene lacabeza reposando sobre los brazos y

parece bufar o dormir sobre la mesa.Marcos les quita el polvo y trasladacasi todas las sillas del dormitorioolvidado al comedor. Deja una dondeestaba, por si le fuera útil a la patita.

Quita todos los cajones de manzanasy los apila en el fondo. De todosmodos, no se esperan lluvias para lospróximos días. Quizá la cosechallegue antes que la lluvia. Las cestasde mimbre van a parar a su habitación,donde ella no puede verlas, niquejarse tampoco.

Al observar el ambiente más limpio,la línea visual más clara, se satisface.

No abrirá la ventana, porque el aire aesta hora del día, pasadas ya las doce,es muy caliente. Es mejor conservar ellugar lo más fresco que se pueda.

Se va hasta una pequeña puerta enuno de los extremos del pasillo y sacade allí una escoba, con la que hace enlos veinte minutos siguientes eltrabajo suficiente para que el cuartoluzca decente.

Saca el cubrecamas de un pequeñoarmario ropero y lo cuelga de unasoga en el fondo, donde lo golpea paraquitarle la tierra. Lo cubre el polvo ygana algo de calor en un día

sofocante. Le vuelven a nacer gotas desudor en las sienes.

Se lleva el cubrecamas con él ycamina hasta su dormitorio, de dondesaca unas sábanas propias que se diceque le vendrán bien a la nueva hastaque pueda lavar las otras, las de lafamilia Buenavista, como ella lesllama. «Ja, ja, la familia».

Coloca las sábanas limpias y lasdobla como si fuera el más excelsoexperto de un hotel de lujo. Hay quedar una buena primera impresión.Luego ubica el cubrecamas y se alejaun poco.

Se siente satisfecho por lo logrado:el dormitorio parece ahora lo que es.

Alza la parte baja de su camiseta yseca la transpiración de su frente.Camina hasta la cocina.

—¡Catalina! —exclama el Viejo,luego de haber intentado llamar suatención parándose muy cerca de ella.

La mujer alza la cabeza de repente,sobresaltada, haciendo un ruidoprimitivo que parece indicar duda.

—¿La desperté?

—Puede ser —responde ella,mientras se tapa la boca para no

ofrecer al Viejo la apariencia demaleducada que bosteza con la bocaabierta—. No importa.

—Su habitación ya está lista. Puedeir a descansar.

Catalina da un resoplido, se paracon pocas ganas y se va hacia lo quele indicaron como su habitación.

—Gracias —añade Catalina, ydesaparece por el agujero que da alpasillo.

—No hay de qué. La llamaré para elalmuerzo.

* * *

El almuerzo está listo a las tres,aunque él acostumbra comenzar acocinar al mediodía y almorzar cercade las una. Esta vez, por ella, hizo unaexcepción.

Se ata mejor el cabello y su rostroqueda despejado. No le gusta comercon todos los pelos sobre la cara. Otracosa que odia, a pesar de llevar diezaños ya con esa vida, son las moscas,pero la casa está bien cerrada, no entrael aire caliente al interior y, para su

fortuna, en este día no lograroncolarse esos demonios con alas.

Sirve la ensalada de tomate,guisantes, zanahoria y arroz. Estapreparación cuenta con másingredientes que las anteriores. Vahasta la habitación de Catalina ygolpea la puerta con un solo «toc»:

—Ya está listo el almuerzo.

Marcos considera a Catalinainformada y deja el pasillo.

Él ya está a mitad de su platocuando ella se deja ver en el comedor.Lleva el cabello muy despeinado.

Catalina camina en silencio hasta lamesa y mira el plato que se hallafrente a ella, y luego a él. Los ojos nose acostumbran todavía al sol que secuela por la persiana americanaubicada junto a la mesa, rayando elmantel con finos haces de luz.

Marcos atiende sin querer a laslunas y estrellas esparcidas por la telade un pijama tan ancho y extraño quesería capaz de congelar a losdanzantes de un bacanal.

—¿Solo vamos a comer ensalada?

—Así es.

Catalina agarra la cuchara condesgana y lleva algo de alimento a suboca.

—Está bien —dice ella.

—En el trato no se estableció que yodebía preparar algún tipo de comidaespecial.

Catalina tuerce la boca.

—No.

Marcos sonríe.

—¿Está desilusionada?

Ella se encoge de hombros y haceun sonido gutural.

Él sonríe con ganas mientrastermina su ensalada.

—Para ser una escritora, es algoparca de palabras.

—Estoy cansada y, como acaba dedecirlo, desilusionada. Lo cierto esque esperaba otra cosa. Es muy rarotodo aquí.

—Claro, especialmente yo, pero essutil al decirlo.

—No me refería a eso —dice ella,antes de sumar otra prenda al baúl desu boca.

—¿Qué come usted?

—Está muy bien que pregunte quécomo y no con qué me alimento,porque tiene otro matiz.

Marcos frunce el ceño, pero luegoasiente.

—Como salchichas, fideos consalsas que vienen en sachets,hamburguesas, bifes, quizás algunavez unos ravioles, casi nuncaensalada… —Sigue mirando su platosin demasiado interés, algo abstraída—. Me gusta la comida exótica…oriental sobre todo… —Pero lainclinación de la voz no señala a suplato como comida exótica.

—Toda una nueva experiencia,entonces.

—Podemos llamarle así…

—Si sigue con esa dieta, se va amorir.

—Sí, todos vamos a morir.

—Sí, pero usted antes. Yo la voy asobrevivir, y eso que me dicen elViejo.

Catalina deja la cuchara sobre elplato y lo mira. Sus ojos se abren entoda su magnitud por primera vezdesde que apareció en el comedor.

—¿Usted es el Viejo?

—Sí, así me dicen —contesta élmientras se lleva una servilleta decuadros verdes y rojos a la boca.

—Me dijeron que me cuidara deusted —informa ella, inquieta, yespera que el otro se defienda, quevuelva a convencerla de que es unhombre honrado.

El Viejo sonríe.

—¿En el pueblo?

—Sí.

—Sí, me tienen por un raro, y ya viocómo es… se teme lo que se ignora.

—Entonces… —Catalina lo invita a

continuar.

—Me tienen miedo. No le voy ahacer nada, ya se lo dije.

—¿No hay que tenerle miedo? —pregunta ella, mirándolo a los ojos,porque sabe que tiene facilidad paradetectar el lenguaje no verbal, y casisiempre puede discernir si unapersona está mintiendo.

—No, no tiene por qué —dice él,mirándola también a los ojos.

Ella asiente y sigue comiendo condesgana.

—¿Tiene más sal?

El Viejo le alza una ceja y le tuercela boca.

—Antes de ser el Viejo aquí, ¿eranutricionista?

—No —contesta él, y se va rumbo ala mesada.

Extrae del mueble un gran frasco,que en otra vida quizás hayacontenido café. Las etiquetasoriginales son un borrón.

Marcos regresa a la mesa. Deja elfrasco frente a los ojos de Catalina.

—Ahí tiene.

Ella desenrosca la tapa del frasco y

saca una buena pizca de sal, que va allover sobre su comida como nieve.

—¿Qué hacía antes? ¿O siemprevivió aquí como el Viejo?

—Inmiscuirse en el pasado del otrono estaba dentro del trato —contestaél, con tanta calma que no se escuchaagresivo.

—No, no estaba —concede ella.

El agua y los mosquitos

El hambre es tal que come ese platocompleto de lo que ella consideradespectivamente «una ensalada».Cuando termina de almorzar, deja losdos cubiertos con mango de plásticonaranja cruzados sobre el utensilio y

se cruza ella, asimismo, de brazos.

Observa en silencio cómo el Viejorecoge los platos y los vasos, y loslleva hasta la pileta, para proceder alavarlos después con el agua queemerge del grifo. El hombre,cuidadoso, no olvidó colocarse antessu delantal con dibujos coloridos defrutillas y peras.

A esa contemplación de las manosquemadas y callosas, quizá bonitas enotro tiempo, se dedica durante losquince siguientes minutos. Uno de losdedos luce extraño, como si tuviera unsector de piel nacido en otra época.

Pronto abandona el tema. Ahora sepregunta si la negativa del hombre ahablar de su vida pasada se debe a queno ha logrado simpatizar con él, trazarun lazo empático, o si el hombrequiere olvidar todo lo que dejó atrás.Quizás haya sido un delincuente conun largo prontuario… Es posible…Tiene aspecto de… También puedehaber sido un asesino con su condenacumplida (¡o sin cumplir!) y estarhuyendo del mundo para encontrar allíalgo de refugio y poder transformarsepara mejor. Sin embargo, todas estasideas no acaban de cuajarle en lacabeza.

El Viejo termina de lavar y se quitael delantal. Su aspecto pierde lasimpatía que ganó con la prenda. Seva entonces caminando hasta sucuarto, en silencio.

Ella no sabe qué hacer, pero decideesperar. A los pocos minutos, elhombre reaparece con una toalla verdecolgada del hombro.

Pasa junto a ella, pero ni siquiera lamira. Es evidente que se cambió deropa, porque ahora lleva unaschancletas y un short que no le vioantes. Además, pueden vérsele conclaridad las pantorrillas. Catalina se

pierde por un momento en lasdemarcadas líneas masculinas de laspiernas del Viejo.

«La persiana americana permitemirar a través si una mete los dedos ysepara los paneles», piensa ella.Entonces se pone de pie y lo vealejarse en la distancia.

El Viejo lleva el paso calmo. Sumodo de mover las piernas al caminar,que no es femenino, sí es delicado yelegante. Aquello le resulta confuso.Tiene que aceptar que el tipo, comopersonaje, le gusta. Pero eso nosignifica que le guste como persona.

No siempre nos van a gustar en elmundo real, encarnados, aquellospersonajes que nos encantan en loslibros. No, de ninguna manera. Nohay más que pensar en Heathcliff deCumbres borrascosas.

El hombre al fin desaparece de suvista tras un pequeño bosque de pinos.Catalina suspira. ¿Será que el Viejo serefresca por las tardes en algunapiscina? ¿O en el lago quizá? No creeque con la mugre que trae lo dejenentrar en ninguna piscina.

Catalina sale a buscarlo con apuro.Recorre el mismo camino que él

siguió antes, y se dice que tiene queencontrarlo con ese plan.

Llega al bosque de pinos y laenvuelve una brisa caliente que leparece sofocante. Cierto resplandor lehiere los ojos. Siguiendo el hilo de lamolestia, acaba asomando la cabezaentre los árboles.

Al frente, a unos treinta metros, sedivisa medio cuerpo del Viejo:cabello, espalda, glúteos. Las ondas deagua verde lo envuelven como si setratara de un hado protector de losbosques.

Catalina esconde mejor el cuerpo,

pero sigue mirando. Si pudieraquitarle los ojos de encima, quizávería la toalla verde colgada de unarama cerca de ella, pero no es tal elcaso.

Con los ojos muy abiertos y la bocaen una expresión de asombro,parpadea cada tanto y respira demanera artificial, entrecortada,intentando ser silenciosa. Porque él noquiere ser visto, es evidente, por esobuscó un lugar alejado de la cabaña,cuando podría haber salido de la casa,caminado veinte pasos y caído en ellago sin problema.

El Viejo no es tan oscuro comocreyó. En aquellos lugares queestuvieron protegidos del sol, es decir,la espalda, las nalgas y la parte alta delos muslos, el cuerpo tiene otro color.La mitad de los brazos presenta untono teñido por la hostilidad de losrayos ultravioletas, pero los hombrosno. Así, parado, moviendo los brazos,echándose agua sobre los hombros ylas axilas, pasándose las manos sobreel pecho, parece una bandera con eldibujo de una hoja de arce queondeara al viento.

De repente, las manos del hombre

desaparecen bajo el agua. Catalina nopuede determinar qué están haciendo,aunque lo imagina, o lo sobreimagina.Es probable que solo esté limpiandosus partes íntimas; no hay por quépensar nada más.

Al momento sale del agua, tandesnudo como entró. Ella pierde elaliento al observar la longitud de sucabello, que ahora parece acrecentada,chorreando agua hacia la parte inferiordel cuerpo, donde el líquido se deslizapor y entre sus piernas delgadas delíneas firmes.

Se dice a sí misma que ya ha sido

demasiada temeridad, que las cosas noestán bien con el Viejo (bienconservado Viejo) y que es hora devolver a la cabaña u ocultarse enalgún sitio. Pero no puede resistir latentación y mira hasta que el hombrese gira, y entonces lo puede apreciarde frente.

El vello del pecho es especialmenteoscuro, más que su cabello, ycontrasta con los pectorales blancos.Los músculos no están marcadoscomo en las fotos retocadas de lasrevistas y las «necesarias» aparicionessin ropa en las películas de

Hollywood, pero tiene el Viejo flacouna gracia particular que grita desdecada poro: este soy yo. El resto de loque ve no le asombra, porque es loque cualquiera puede esperar en unmacho de la especie humana.

Catalina se tapa la boca y sonríe,pero la sonrisa le dura poco, porquedescubre que el Viejo camina haciaella, con ese paso lento que le espropio, sí, pero pronto acabará poralcanzarla.

Entonces se mueve entre los árboles,intentando no hacer ruido,comprobando que es imposible, y se

esconde lo mejor que puede. Ya estarde para volver a la cabaña y fingirque siempre ha estado ahí.

El Viejo llega hasta un lugar a unoscinco metros del avistamiento y tomade allí su toalla. Se seca con rapideztodo el cuerpo, en un recorrido dearriba abajo. Luego se escurre con lasmanos la humedad del cabello,oscurecido por el agua. Acaba desecarlo con la toalla. Después latransforma en una falda, atándolaalrededor de la cintura.

Catalina no puede apreciar ya nadade esto. Oculta su cuerpo lo mejor

posible tras el árbol de tronco másgrueso que puede encontrar.

El Viejo abandona aquel lugar delbosque y regresa a la cabaña.

Catalina se sienta unos treintaminutos sobre la raíz sobresaliente deuno de los pinos y mira hacia lasuperficie refulgente de la masa deagua. Tendrá que esperar media hora,al menos, antes de regresar, de modoque su atrevimiento no sea tan obvio.

Y eso hace: deja pasar el tiempo,mientras reinventa las imágenes quesus pupilas acaban de captar.

Pasada esa cantidad de minutos, o loque a ella le parece esa cantidad deminutos (porque hace tiempo que nousa reloj pulsera y no ha traído elcelular con ella), regresa también a lacabaña.

Cuando ingresa a la casa, la invadeuna frescura y sombra interior queencuentra reconfortante.

Lo halla con un libro entre lasmanos, sentado a la mesa. Tiene ahorael cabello suelto, y le cae en ondassobre los hombros, al costado de lassienes, junto a las orejas.

El Viejo levanta la mirada del libro.

Sus ojos, que parecen negros en lasombra apacible y cansada de lasiesta, se clavan en Catalina.

—¿Ha salido de paseo?

Ella mira su lenguaje corporal y sesiente hincada. Las piernas del Viejoestán demasiado separadas una de laotra. Se ve algo amenazante.

—Sí —responde ella.

—Hace mucho calor para pasear.Aquí está más fresco.

Catalina suspira y se apoya en lapuerta de algarrobo de la entrada de lacabaña.

—Eso descubrí.

—Tardó mucho en enterarse.

—No lo entiendo… —le diceCatalina, mientras se seca con la manoel mador que le nació en la frente y elbozo durante su aventura en elexterior.

El hombre apoya el codo sobre lamesa, y luego, con lentitud, unamejilla sobre los nudillos. Su gestocambia de modo sutil, pero ella nopuede asegurar si eso que asoma a losarcos de sus labios es una sonrisa ono.

—¿Me estuvo mirando mientras mebañaba?

Ella traga saliva y esconde loslabios.

—No, claro que no.

—Ah, no, OK. Seguramente se tapólos ojos.

—No está tan bueno como ustedcree.

Él se ríe y hace un ruido depalmoteo con el paladar. Luegocontesta:

—Es verdad. Tuve tiempos mejores.

El Viejo junta un poco las piernas,lo que tranquiliza a Catalina. Tomaotra vez el libro entre sus manos, unejemplar de tapa dura que pareceforrado con tela. Catalina se acerca unpoco más, sin disimulo, y descubreque el título es La voz a ti debida.

—Es usted un tanto desvergonzada—asegura él.

—Los artistas lo somos. Tenemosque serlo.

—Recuerde que usted tambiéndeberá bañarse alguna vez —le diceMarcos, sin levantar la mirada dellibro.

Ella se cruza de brazos y le analizael semblante; luce decidido. Despuéscamina hasta su habitación y seencierra en ella.

* * *

Que lo mirase o no lo mirase no leimporta demasiado.

La noche cayó y Marcos pretendeno pasar mucho tiempo pensando enla nueva residente.

La patita tiene ganas deentrometerse en todo, por lo visto, y ni

hablar de que ya está dando muestrasde ser bastante pretenciosa.

Él enciende el fuego en la cocinapara preparar la cena, que en este casoserá un guiso muy básico de lentejas.Ella aparece detrás de él, dándosegolpes en los brazos.

—No soporto los mosquitos.

Él sigue con su tarea. ¿Quéesperaba?

—No puedo hacer nada. Mantengala puerta de la cabaña cerrada elmayor tiempo posible. Todas lasventanas tienen tela mosquitera.

—No son suficientes.

—Ja. No sabe lo que sería sin ellas.

—¿Podría comprarme espirales?

El hombre la mira y le sonríe. Ellase acerca un poco más.

—Mañana voy al pueblo. Puedocomprárselos. Se tendrá que movercon ellos a donde vaya.

—Sí, pero no veo otra opción. Lasmoscas y los mosquitos me vuelvenloca.

—A mí también me desesperan lasmoscas; a los mosquitos ya los tengoasumidos.

Ella se mantiene detrás de él, de pie.

El fuego abraza la madera como unamante ansioso. Marcos es envueltopor el primer humo que,lamentablemente, volverá a dejarlocon un olor extraño a viejo que viveen la casa del bosque.

—Se está llenando de humo —informa ella.

—Ya lo sé.

—¿Qué vamos a comer? —preguntaCatalina, en actitud de querer charlar.

—Lo que hay.

—¿Qué hay?

—Lentejas.

—¿De qué vive aquí?

—Agricultura y trueque.

—¿No tiene un empleo?

—La palabra empleo es horrible,¿no le parece?

—Sí. La verdad es que nadiepensaría que yo tengo un empleo.¿Cuánto tardará la cena?

—Una hora. Aquí todo tarda sutiempo. La vida corre a otra velocidad.No es como en su Córdoba Capital.

—Sí, es cierto. ¿Me perdonará?

—¿Cómo?

—Por lo de haberlo mirado. Noquería… solo me intrigaba qué podríaestar haciendo. A mí también mehacía calor… quizás hubiera unapiscina.

—Oh, sí, una piscina, y mozospeinados con gel y vestidos de negro,con moñito, para hacerla completa.

—Bueno…

El Viejo suspira; se muestra máscansado de lo que está. También tieneganas de divertirse.

—¿Teme la venganza? —pregunta

él.

Catalina carraspea.

—Sí.

—Pues debe temerla.

—Pero si le estoy pidiendoperdón…

—¿Y usted cree que eso serásuficiente? Es como esa gente quereza el padrenuestro y cree que coneso todos sus pecados serán olvidados.

—¿No me perdonará?

—Quizá después de la venganza —contesta él, mientras atiza el fuego.

—Ay, no. Hemos comenzado con elpie izquierdo.

—Mírele el lado bueno. Siempre mevengo en función de lo que mehicieron. Como el daño no fue grave,la venganza tampoco lo será.

El Viejo mira las llamas y estas semezclan con algunos recuerdos,imágenes de un edificio que ardía afuego lento… Las llamas lamiendo laspuertas, las ventanas, el techo, lascortinas en el interior…

—No me tranquiliza para nada.¿Cómo se vengará?

—Le haré pagar con la mismamoneda.

—Pero usted no sabía que lo mirabamientras lo miraba.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que su molestia psicológica fueinferior a la que usted me quierecausar a mí.

—Bueno, la venganza siempre llevaun plus de pimienta, porque el otro hadado el primer golpe; por eso esvenganza. Pero, de todas formas,procuraré que no sepa usted que yo laestoy mirando.

Catalina se envuelve en sus brazos.

—¿Tiene jabón?

—No. Hay detergente.

—No me bañaré con detergente delavar los platos. Se me va a caer lapiel en tiras.

—Tiene razón, por eso yo me bañosolo con agua.

—No huele tan mal, para ser lahigiene básica que tiene.

—Uso desodorante.

El Viejo le señala un plato conensalada de aguacate que reposa sobre

la mesada, por si quiere probar.

—No, gracias. Volviendo al tema…—Catalina busca los ojos de Marcos—. ¿Se va a vengar?, ¿en serio?

—Sí —le dice él, de modo resuelto.

—Pero…

—Por cada golpe, yo doy un golpe.

—Pero Gandhi dijo que «ojo porojo, y el mundo acabará ciego».

—Sí, y está muerto.

Catalina comprende al fin ladeterminación del hombre.

—¿Nunca perdona?

—Siempre perdono, cuando se saldala deuda —contesta él.

—¿Y qué tipo de perdón es ese?

—Ese es mi perdón —dice él,mientras cierra la puerta de la viejacocina a leña.

Ambos se alejan para escapar delcalor.

—Es usted un perro lanudo ytestarudo.

—Sí, así es.

* * *

Catalina vuelve a su habitación apensar cómo se sacará de encima losmosquitos y la transpiración que traede todo el viaje. Le parece una locura,después de todas las declaraciones quehizo el Viejo, pedirle que le calienteagua para bañarse. Es casi comoentregarse. El agua del lago a lamadrugada estará muy fría, aun paralas altas temperaturas que estánhaciendo por aquí. No se resigna a laidea.

Y la computadora se ha quedado sinbatería, para peor. Al teléfono móville falta poco para terminar en la

misma condición. Tendrá que pedir alViejo que se la cargue en alguna parte,o encargarse ella misma de hacerlo.

A la hora, escucha un golpe seco enla puerta, seguido de una voz calmaque le anuncia:

—La cena.

Catalina se sienta frente a él. Comoen la ocasión anterior, el Viejo ya estácomiendo.

Ahora las ventanas están abiertas yel aire silba al colarse por la rendija dela puerta. El mismo viento trae hastaella el olor de la cebolla, destacando

entre los otros pocos ingredientes delguiso.

Catalina comienza a juguetear conla cuchara.

—¿Qué hace? —pregunta el Viejo.

—Espero que se enfríe un poco.

—OK.

—Su guiso, ¿qué tiene?

—Eso no importa mucho; no hayotro guiso. Esto no es como elmercado del matrimonio.

Catalina se da cuenta de pronto delanillo que el hombre lleva en la mano

izquierda.

—¿Su anillo es una alianza?

—Ya le dije que no tengo intenciónde hablar de mi pasado —le contestaél mientras se lleva un vaso de agua ala boca.

—Es muy reticente.

—Sí, así es. ¡Qué linda palabra! —Le sonríe con algo de sorna.

—A usted deben gustarle laspalabras lindas, porque lee poesía.

—Ajá.

—¿Le gusta mucho la poesía?

—No quiero hablar de la poesía.

—¿De qué se puede hablar conusted?

—De cualquier intelectualidad quese le ocurra a una nerd como usted.Pero no de poesía.

—La poesía es algo muy intelectual.

—Lo es, pero también es algo muysentimental. No voy a hablar de nadaque pueda implicar lo emocional conusted. Queda claro desde esta misma,primera cena, así ya no hay másintercambios innecesarios de palabras,que imagino que serán molestos para

usted. No es agradable encontrarsecon alguien que le dice a cada pasoque no quiere hablar de eso.

—Entiendo. No quiere una amistad—dice ella, mientras lleva la primeracucharada de guisado a la boca. Noestá tan mal como ella supuso. Aunasí, sigue muy lejos de susexpectativas.

—No, no la quiero. No quieroninguna relación que implique algo deemoción. Quiero seguir siendo unanacoreta.

—Está bien. Haré lo posible por nosacarlo de su mundo.

Marcos asiente con la cabeza.

—¿Qué escribe usted?

—Novelas de terror y misterio.

Marcos vuelve a asentir con lacabeza.

—¿Por qué le gusta eso?

—No lo sé del todo… Me permiteexplorar mis rincones oscuros,supongo yo. Y a veces esos rinconesse parecen a los rincones de losdemás.

—Claro que sí. ¿Y por qué estáaquí? De vacaciones, no parece,porque estaba muy preocupada por

poder escribir.

—No estoy de vacaciones. Estoy enuna especie de retiro. Necesitoencontrar algo de inspiración. Pareceque se me ha secado el cerebro. —Catalina se lleva las manos a lassienes, cierra los ojos y se masajea unrato la cabeza.

—¿Y piensa encontrar todo esoaquí?

—Eso pensaba. Imaginaba que lacabaña en este bosque sería algo mástétrico, pero no, no lo es para nada.Incluso usted, que en un principiopodría haberse considerado como un

personaje que daba miedo, dio solomiedo los primeros diez minutos,después ya no. Ni sus venganzas, pormolestas que sean, me dan miedo.

—Deberían darle…

—Bueno, suponga que susvenganzas me dan miedo… Más mevan a causar irritación que otra cosa.

—Todo depende del daño —dice elViejo, mientras pasa un trozo de panpor el fondo vacío de su plato, con elque levanta los últimos restosmarrones de guiso.

—No le voy a hacer mucho daño —

asegura ella.

El Viejo asiente con la cabeza.

—Eso parece. Espero que así sea.Después de todo, tenemos muchotiempo para convivir. Y no va a sernada fácil para ninguno si intentamoshacérsela difícil al otro.

—Así es.

—Entonces, ¿está desilusionada dellugar?

—Sí. Mucho.

—Y de mí, que no asusto losuficiente.

—Bueno, eso no sé. Lo de usted lodije como una broma.

—Todas las bromas que me haga noimpedirán la venganza —confirma elViejo, mientras deja los cubiertossobre el plato casi limpio por el pan.

—Ya lo sé. Ya lo entendí.

El Viejo se cruza de brazos y leanaliza el rostro con detenimiento.

—¿Cuándo se piensa bañar?

—No lo sé. Pero, si lo supiera,tampoco se lo diría. Es obvio, ¿no?

Asoma a los ojos de Marcos unasonrisa maligna.

—De acuerdo.

Se mantiene de brazos cruzados,mirándola en silencio, ya sin lasonrisa, hasta que ella termina decomer. Cuando ocurre esto, el Viejose levanta de la mesa, y se va acumplir con su misión de lavar y dejartodo ordenado.

—Gracias por la cena. Buenasnoches.

—¡Buenas noches! —contesta él,con un tono demasiado divertido,mientras sus manos callosas acaricianla superficie del plato que enjuagan.Debe disfrutar por adelantado la idea

de vengarse.

Catalina regresa a su habitación.

* * *

Han pasado varias horas desde quela cabaña se silenciara. Es la mitad dela noche y solo se escucha a las avesnocturnas hacer ruidos ululantes en elbosque. Algunos de ellos la estánasustando un poco. Incrementar estaemoción quizás espolee suimaginación.

Catalina se desliza por la puerta

envuelta en una toalla con dibujos detucanes. Este detalle solo es sabidopor ella, porque no puede verse casinada.

Encuentra en el exterior un campoazul bañado de luz de luna. El satélite,blanco y puro en el cielo, juega acausar brillos en las puntas de losárboles, en algunas hojas del césped,en las piedras blancas.

Catalina llega al lago casi corriendo,imitando el camino que tomó el Viejoa la tarde. No cree que la puedaescuchar ya. De todos modos, no estádesnuda. Tiene puesto un biquini que

no usa hace demasiados años.

Deja la toalla más cerca de lo que lohizo el Viejo, mientras mira en todaslas direcciones, por si pudiesedistinguir algún movimiento anormal.Para ella, en ese lugar desconocido,todo es anormal.

Las puntas de los pinos se muevencon suavidad, mecidas al ritmo de unabrisa cálida. Las olas del lago, apenasactivas, dibujan pequeñas sonrisas conbrillos nacarados de luna.

Se convence de que todo está bien yse quita el sostén, que deja junto a latoalla, tendidos ambos sobre una gran

piedra que hay en la orilla, donde latierra ya comienza a ser barrosa yrecibe los besos húmedos del lago.

Ingresa con lentitud. La piel se leeriza por el frío. Lo esperaba. El aguadel lago no puede estar tibia a esahora. «A ninguna hora», se corrige.

Mientras camina hacia el interior, veel bamboleo de sus senos, del que noes consciente hace tiempo. Ha perdidoalgo de contacto con su cuerpo. No losrecordaba tan grandes, tan redondos nitan libres. Puede tocarse, enmarcar losglobos, pesarlos, rodear las areolascon los dedos, como lo desea, pero,

¿si el Viejo anduviera por ahí? Esaescena podría ser el principio de undesastre.

A pesar de que la carne se le hapuesto de gallina, sigue caminandohacia el interior del lago hasta que elagua le cubre los pechos. Sientemucho frío y no hay ni causa ni modode disimularlo. Se pasa las manos porla cara, y tiembla al hacerlo. Luego sedispone a juntar fuerzas para hundirse,porque tiene que mojarse el cabello dealgún modo.

Toma aire como si estuviera porbucear y se hunde. Al momento,

emerge y se coloca de espaldas,dejándose flotar sobre el lago.

El cielo es inmenso. Si alguna vez lovio en toda su extensión azul, no lorecuerda. Tantas estrellas de diversostamaños, salpicadas aquí y allá. Laluna lanzándole su luz de ceniza,marcándole el contorno curvilíneo delcuerpo, algo melancólica, parecida alrecuerdo de los muertos y de lossuspiros entre besos que se han idopara siempre.

Catalina bate los brazos como unamariposa, pero con más lentitud, ycierra los ojos. La brisa le comienza a

secar el rostro, pero no las lágrimasque asoman.

Una primera vez a escondidas, bajouna luna parecida. Una primera vezalgo dolorosa, precipitada, húmeda.Un hombre que ya no ama; que no seperdona haber amado con la locura tanirremediable y tan inapelable de lostiempos adolescentes.

Sus pensamientos se hunden en elpasado y le hacen olvidar unavenganza anunciada.

* * *

Inocente treintañera que no sabe queél conoce cada uno de los sonidos delbosque, y que, además, lee hasta lamedianoche. ¿Tan inocente como paradesconocer que la está mirando? No locree.

Después de todo, ahora está flotandocon media humanidad de cara a laluna porque quiere tener una fuente deluz para que él la puede apreciarmejor. ¿No? Como los fotógrafos, sí,ella tiene que ser así. Siemprepensando en las fuentes de luz. Nopuede ser casualidad. Además, esartista.

Desde su buen refugio entre dosarbustos, donde incluso tuvo tiempode plantar un buen pedazo de maderaque le diera comodidad y le impidieramojarse el trasero, Marcos mira condetenimiento. La patita se debe estarmuriendo de frío, pero él no.

Coloca las palmas sobre el maderopara poder tenderse mejor y se sientacon más comodidad, extendiendo laspiernas hacia delante.

Desde allí se dibuja con claridadcada curva. Él tiene una vista de lejosprodigiosa. Para ver de cerca requiereesos enormes anteojos de marcos

negros, tan setentones, como le decíanantes, pero de lejos sus ojos puedendisfrutar cualquier espectáculo.

Puede contar incluso los valles queforman las curvas del perfil femenino.Uno: la cuenca del ojo. Dos: la bocaentreabierta. Tres: entre pechos ybarriga. Cuatro: pubis. Cinco: entrerodilla y pierna. Seis: entre pierna yempeine. La imagen es excelente; nopuede negarlo.

Quizá sea esta, después de todo, lamejor venganza que ha tenido en suvida. La más dulce, porque todas lasotras no lo fueron tanto.

La ninfa del lago se pone de pie. Elcuerpo se hunde en el líquido negrohasta el cuello. Juega con los dedos ahacer espirales con el agua, y luegochapotea un poco. Sale caminandocomo un bonito ejemplar de pato; laspiernas se afinan mucho por debajo delas nalgas. Mientras avanza, se frotalos ojos con las yemas de los dedos.Cuando la escucha suspirar con algode melancolía, se pregunta si estarábien.

Catalina llega hasta la toalla que hadejado no muy lejos de él y Marcos nopuede evitar lamerse el labio.

El Viejo está a punto de alzar lamano y gritar un saludo cuando ella sepasa la toalla entre las piernas. Éldecide no delatarse porque, despuésde todo, ella no se regodeó. Al menosno con él, quizá sí en soledad.

La dama azulada se seca sus grandesglúteos y pechos. Marcos recuerdaaquellas antiguas estatuas de lafertilidad. El pensamiento loincomoda, pero se dice que todo loque está haciendo aquí es incómodo.Se repite que lo hace solo paraeducarla; nada más.

Catalina termina de secarse el

cabello, sacude la toalla con descuidoy se vuelve a colocar el corpiño, paramolestia del espectador.

No se ha quitado en ningúnmomento la parte inferior del traje debaño, así que no sabe si la venganzasaldó la cuenta completa, porque,hasta donde él imagina, ella lo vio aplena luz de la siesta sin un solo trapo.

Catalina se aleja corriendo. Ya no sela distingue bien. Solo es una manchaque se mueve en la noche.

Marcos espera un tiempo prudente yregresa a su habitación. Como conocede memoria cada marco y cada gozne

de cada puerta, él sí sabe cómo debeentrar y salir de las habitaciones ensilencio. Y así lo hace, como si llevaseuna vida desarrollando la técnica, porlo que Catalina no puede haberse dadocuenta de la venganza.

Marcos se sienta en la cama yextiende las piernas. Usa el respaldo,de hierro forjado con figurascirculares, para apoyar la espalda.Cierra los ojos y se dedica a recordarlas imágenes. En su boca se vaformando una especie de sonrisa.

Se dice que un informe verbal de loacaecido sería demasiado, como tomar

más de lo prestado, pero que puededibujarla sin que ella se entere.

Toca una pequeña lámpara quefunciona a pilas. El objeto entrega suluz al instante. Marcos enciende elfarol de queroseno con un fósforo yregula la intensidad de la luz con laperilla. Entonces vuelve a tocar lamoderna lámpara y esta descansa otravez.

El Viejo saca del cajón de su mesade luz un bloc de dibujo, un lápiznegro 2B y una goma de borrar.Vuelve a cerrar el cajón.

Pasa las hojas utilizadas. Todas

tienen dibujos paisajísticos o denaturaleza muerta. Invirtió horas en lamayoría de estas obras, aunque sabemuy bien que es un dibujante naíf.

Comienza a trazar las líneas delboceto de la imagen que más loimpresionó esta noche: la de aquellamujer de espaldas al lago y depezones al cielo, flotando sobre elcalmo espejo de agua, como si ya sehubiera muerto o la vida pudiera írseleallí.

Dibuja líneas veloces y bruscas,algo toscas. Intenta recordar condetalle las luces y las sombras; insiste

con el lápiz para crear las sombras yborra en algunos sectores para lograrlas luces. No se olvida de la luna, sinla cual nada en esa escena podríahaber sido igual. Tampoco de lassierras a lo lejos, que él tiene yamarcadas en la retina de tantomirarlas, como si las hubierafotografiado muchas veces.

Se siente satisfecho solo cuando laimagen mental le parece bien volcadasobre el papel. Cierra el bloc. Ubica ellápiz y la goma sobre él. Consulta sureloj pulsera. Ya son más de las unade la mañana. Debería estar

durmiendo.

Una extraña en Pinos Altos

La computadora portátil estámuerta. No hay modo de resucitarlasin electricidad.

Catalina se dice que no podráescribir demasiado en su pequeñocuaderno con dibujos de calaveras

rojas. Lo trajo para registrar ideascortas. Cuenta solo con cuarenta yocho hojas rayadas que, a lo sumo,podrían contener un capítulo de lahistoria. Además, le gusta tener esecuaderno para las notas; no quiereensuciarlo con las cuestiones espesas.

Toman un desayuno un tanto básicopara la costumbre de la escritora.Consiste en un té de mala calidad conun trozo de pan casero.

El tiempo pasa con demasiadalentitud. Él se niega a mirarla y estámuy callado. Ella teme hacerpreguntas, avanzar. Hay algún temor

secreto que la impulsa a callar, aunquealgunos murmullos le roen la cabeza.

En cuanto termina de empujar eltrozo de pan, vuelve a encerrarse en suhabitación. Las horas transcurren allíen un abrir y cerrar de su cuaderno denotas y su libreta, en un subir y bajarla cabeza de su bolígrafo azul Parker,en la absoluta ausencia de ideas.

La luz del sol, que antes intentóatravesar la cortina como un leveresplandor, ahora presiona furiosa,iluminándola como si del otro ladohubiese una gran pantalla, y llenandoel interior de una luminosidad

anaranjada y opaca. El ambiente setiñe entonces de colores y calores conremembranzas de siestas, aunquetodavía no llega esa hora.

Cuando suena el golpe de costumbreen la puerta, procedido por la frase«El almuerzo», Catalina no hace ni elintento de arreglarse un poco elcabello desordenado que volvió locodurante las horas de dar vueltas a lacabeza.

Aparece en el comedor con supijama de cuadros negros y lenguasrojas. Le parece que Marcos sonríe alverla con la misma ropa de la mañana,

pero no está segura.

«Otra vez sopa», dirían en otrascasas, pero en esta es «otra vezensalada». Tomate, lentejas y maíz,esta vez. «Bueno, quizás unos kilosmenos me vendrán bien», piensa. Ycome en callada resignación.

Cada tanto, Catalina levanta los ojospara encontrarse con los de él, que lamira con algo de cansancio, paraluego bajar la vista y seguir con losuyo. El cabello del Viejo está malrecogido y algo mojado, por lo que deseguro estuvo trabajando en susplantaciones.

—Necesito electricidad —diceCatalina, sorprendiendo un poco aMarcos, ya que lo saca del letargoparecido a una duermevela en que seencuentra. El hombre cabecea.

—Puede ir al pueblo.

—¿Hay algún bar donde puedaconseguir internet?

—¿También necesita internet?

—Sí. Tengo que documentarmesobre Reikiavik.

Marcos alza las cejas.

—Es la localización de mi próximanovela.

—Claro. Hay bares con internet,pero quizá no sea la mejor opción. Laconexión es lenta.

Catalina se quita el sudor de lafrente y se lleva el cabello hacia atrás,empeorando su apariencia.

Marcos sonríe, pero no dice nada.

—Bueno. ¿Qué otro lugar podríaser? Que tenga aire acondicionado sies posible, porque no sé si voy a poderconcentrarme en estas condiciones.

—Creo que el único lugar con unaconexión decente a internet queademás tiene aire acondicionado es la

biblioteca. Está abierta en horariocorrido, hasta las nueve de la noche.

—¿De verdad hay una biblioteca enPinos Altos? —pregunta Catalinacomo si le hubieran descubierto uncofre enterrado.

Marcos asiente con la cabeza.

—Gracias por la información. ¡Es laprimera buena noticia desde quellegué!

Marcos no sonríe.

—No hay de qué.

* * *

Catalina recién ha caminado hasta lamitad del bosque y ya se arrepiente.Siente que los dedos de los pies lehierven. El sol, cuando logra colarseentre las hojas de los árboles y pegarleen la mejilla o en el hombro, parecegolpearla. En esos momentos, envidiaa los sauces llorones que ve aquí y alláal pasar, tan tranquilos ellos, vertidoshacia la ribera del río, inclinados,como bebiendo el agua fresca; loúnico fresco en muchos metros a laredonda.

Cuando deja el bosque, sienteacercarse a la hoguera central del

infierno. Ya no tiene la sombra depinos, cedros y eucaliptos que tantaayuda le proveyeron sin que ella losupiera. Ahora, que tiene que caminarlo que recuerda que son doskilómetros por la ruta y los barrios, lavalora. El pavimento parece echarhumo.

Si alza la vista, luchando contra elreflejo de la luz solar que le golpea losojos, un espejismo le hace ver lagosde asfalto allá donde la ruta se vuelvemás larga y lejana.

Llega con el cabello empapadohasta la puerta de la verdulería de

Tito. Odia sudar tanto por la cabeza ylos pies. Más por previsión yautoconocimiento que por suerte,lleva sandalias, por lo que sus piestambién pueden respirar, pero sienteque la atmósfera a esta temperatura yano le permite disipar calor.

Encuentra a Tito, al que describepara sus adentros como «unhombrecito simpático y barrigón»,limpiando la entrada de la verduleríacon una escoba. Barre hacia uncostado restos de lechuga mustia ycáscaras de cebolla.

Se dice que quizá no encontrará

nada fresco en ningún otro lugar, querecién son las cinco de la tarde, que esmuy temprano, que todo el mundoparece haber sido abducido porextraterrestres o estar metido en algúnbunker antibombas, que en labiblioteca no puede haber undispenser con bebidas, y muchas otrasfrases similares. Su mente se dirige auna inevitable autocompasión y lehace visualizar una deshidratacióncomo único resultado posible.

Ingresa en el local sin poder creerque haga más calor adentro queafuera. La chapa sobre sus cabezas,

sin ningún tipo de aislamiento, entregasin tregua su calor al interior.

El hombre camina con prisa y secoloca detrás del mostrador.

—Hola, señorita. Sea ustedbienvenida. —Los ojos marrones lamiran con un cariño que podría serpaternal o no.

Catalina no puede dejar deasombrarse por la cicatriz blanquecinasobre la ceja izquierda.

—Buenas tardes y gracias. Estababuscando algo fresco para tomar.¿Vende bebidas?

—Solo de fabricación propia —diceel hombre, cruzando las manos conelegancia sobre el mostrador.

—¿Cuáles son? —preguntaCatalina, algo atemorizada, sin poderdejar de pensar que el cabello delhombre es demasiado negro.

Señala con el brazo hacia laheladera, donde descansan lasescarolas, las coles, los brócolis yotras verduras verdes; todas juntas enreunión de consorcio. También hayallí dos grandes bidones que contienenalgo desconocido para ella.

—Limonada. ¿Le gusta la

limonada? —pregunta el verdulero,inclinando un poco la cabeza.

—Sí, creo que sí.

—¿Quiere probar antes de comprar?

Catalina asiente con la cabeza.

Tito agarra un vaso que se encuentraboca abajo, de esos marrones feos delos que se venden a razón de seis porochenta pesos. Camina hasta elrefrigerador. Vuelca el líquido hastallenar la mitad del vaso.

—Pruebe —le dice cuando vuelvecon ella.

Catalina toma el vaso y prueba. Si

estuviera sola, lo escupiría. Los ojosestán por salírsele y siente que lalengua le duele, especialmente en laparte trasera. ¡Este jugo tienedemasiada azúcar! Incluso para ella,adicta a la leche chocolatada concantidades insalubres de azúcar, esemejunje es una exageración. Catalinase dice que debe buscar una maneraamable de informar que no lecomprará la bebida.

—Está muy buena —dice Catalina,y deja el vaso sobre el mostrador trasel primer sorbo—. Pero necesito agua.Busco agua mineral.

Tito asiente con galantería mientrasle sonríe.

—Entiendo… Hay personas así, alas que les gusta el agua pura, eso estámuy bien. —El hombre sale alexterior del local y ella lo sigue.Extiende su brazo hacia adelante ycontinúa—: Esta es la avenidaLugones, la principal de la ciudad. —Él siempre llama ciudad al pueblo—.Si usted camina dos cuadras más poraquí, se encontrará con el almacén deGino. Seguro que ya está abierto aesta hora. Ahí encontrará lo quebusca.

—Gracias, señor.

—Me dicen Tito.

Él inclina la cabeza y ella asiente.

Catalina se marcha lo más rápidoque puede, no porque Tito le démiedo, sino porque siente que el sol leestá quemando las puntas de los dedosque asoman por sus sandalias.

Camina hasta el almacén de Ginocasi corriendo, aunque no quieresumar más calor a su cuerpo;mantiene un paso aeróbico.

Cuando llega, abre la puerta eingresa en el lugar, por fortuna

acondicionado, como si la persiguiesela policía.

Un hombre muy grande y muyserio, que identifica como Gino, lamira sentado, desde el otro lado delmostrador, y le entrega un seco:

—Buenas tardes.

Como Catalina es gustosa de losdetalles, no puede evitar pensar en losojos celestes y el cabello rubio congel, tan propio de un guapo delnovecientos, y lo extraño que resultapensar en un tanguero rubio. Se diceque esto quizá se deba a la icónicaimagen de Gardel, pero no logra llegar

a una conclusión firme. Todo estomientras camina hacia la heladera delas bebidas.

No se le pasa por alto, tampoco, queel hombre la está mirando sinparpadear.

Catalina llega hasta el mostradorcon la caja de leche chocolateada deun litro. De un litro, sí, porque hayque sobrevivir toda esta tarde. La cajale quema la mano con su frío y elsudor del material le moja más unapiel ya muy sudada.

De un dispositivo ubicado aespaldas del dueño del lugar, emerge

la voz de Ricardo Montaner cantandolos últimos versos de Nostalgias:«desde mi triste soledad veré caer lasrosas muertas de mi juventud».Después de lo que acaba de pensar, eimaginando a Montaner como otroguapo tan raro, no puede evitar reírse.

Esto no cae bien a Gino, que noinclina la cabeza ni hace ningún gestode asentimiento o simpatía, y quequizá comienza ya a perseguirse conideas paranoicas sobre por qué esaextraña se ríe de él en su cara.

—Son veinte pesos —le dice elhombre, como lo podría haber dicho

un robot.

Ella saca un pequeño monederonegro con dibujos de lenguas, porquele gustan el negro y las lenguas, y deallí extrae la cantidad justa. Le entregaun billete rosado a Gino.

El hombre toma el dinero conlentitud y lo introduce en su cajaregistradora con la misma calma,como si él y su radio, solo ellos dos yno su moderno almacén lleno deheladeras luminosas, se hubieranquedado perdidos en otro tiempo, máslento y dubitativo que el actual.

—¿Tendría un vasito? —le pregunta

Catalina con algo de miedo, temiendohaber ofendido al hombre que puedetener extrañas ideas o costumbres queella no llega a dilucidar.

Gino gira el torso en noventagrados, demostrando más agilidad dela que se puede esperar en uncincuentón de su gran tamaño. Quitael último vaso de una gran torre quevigila los expositores carameleros.

—Aquí tiene —le dice sin más.

Ella toma el vaso, le agradece y saleotra vez a la vereda, al infierno, a unbrillo que no puede evocar momentosmuy agradables. No en su vida; tal vez

sí en la de alguien que haya tenido ungran amor bajo el sol más rutilante dealgún verano pasado. No sabe qué espeor, si la mirada de hielo de ese rarode Gino o el sofoco acuciante delexterior.

Los aleros de algunas casas de sulado de la calle producen sombrasestrechas por las que un flaco quizápudiera caminar confiado, pero noella, con su trasero de considerabletamaño, lo que lamenta. De todosmodos, sin estar dispuesta aenfrentarse al sol cabeza a cara, hacetodo lo posible por caminar pegada a

los muros de las casas con aleros,robando la sombra que estos le puedandar, temiendo por su brazo izquierdosi alguna de esas casas tiene un perroy por la salud de su piel si losacabados del revoque exterior songroseros y puntiagudos y ella semueve un centímetro más de lacuenta.

Con esa táctica, llega a su destinofinal, más o menos sana y con la lechecon chocolate a medio calentarse.

* * *

Por fin. La biblioteca. La sola visiónde esta arquitectura la llena de placer,porque gusta de las antigüedades, que,para ella, siempre guardan fantasmasen la memoria, pero imaginarla llenade libros, además, le acelera loslatidos del corazón.

Primero abre la puerta de rejaantigua, creada con hierros finos ybien trabajados. Los goznes gimen asu paso. La vuelve a cerrar. Caminapor un breve sendero recto deadoquines. Abre una de las hojas de laalta puerta de madera que hay en laentrada e ingresa.

Un aire ártico la envuelve. Tambiénun aroma denso a libro de hojasamarillas que flota por todas partes.

Al frente de ella se encuentra unescritorio antiguo y pesado. Suponeque corresponde al bibliotecarioencargado, que tiene que ser elhombre que lo está utilizando. Este esun personaje con anteojos sin marco,unos vivaces ojos verdes y el mentónhundido. El cabello, pulcro y corto,quizá fue castaño claro en otrotiempo, antes de encanecer. Esperaque esté un poco menos loco que elresto de los pobladores de Pinos Altos

que ha conocido.

El hombre alza la cabeza hacia ellay le sonríe.

—¡Hola! ¿Puedo ayudarla en algo?

Catalina le corresponde al gesto y daun paso hacia delante.

—¡Buenas tardes! El solo hecho dedejarme estar aquí ya es una ayuda.No se puede soportar el calor que haceafuera.

—Es verdad. Los veranos son durospor aquí. Córdoba Capital, ¿no?

Catalina sonríe, segura de que suacento la delató.

—¿Es una vecina nueva? —pregunta el hombre, invitándola asentarse frente a él.

Ella toma asiento.

—No precisamente. Estoy aquí solodurante la temporada de verano.

—Vacaciones…

—Algo así.

No quiere decirle a este hombre, consu remera Polo impecable y susanteojos de patillas doradas, que ellaes Catalina Toledo, la autora de Vocesrojas. Sería una vergüenza inenarrableque le respondiera que nunca escuchó

nada acerca de su libro; pero, peoraun, que la mirase con ciertodesprecio por escribir novela degénero, de ese tipo que las personascomo él consideran del vulgo.

—¿Puedo usar internet? —preguntaella.

—Sí, claro. —El hombre señala alas mesas largas de algarrobo quepueblan la amplia estancia, haciéndolaparecer mucho más pequeña de lo quees en realidad—. En las mesas hayatriles. Todos tienen una hoja coninformación sobre nuestra red wifi.

—Magnífico. Muchas gracias.

—Por nada —dice él, mostrándoleuna sonrisa con dientes en ordenriguroso.

—Ah, otra cosa. ¿Podría conectarmi notebook a la toma eléctrica? Estámuerta.

—Claro, sí. No hay ningúnproblema.

Catalina va hasta la toma eléctricamás cercana que encuentra y coloca sucomputadora portátil sobre una de lasmesas grandes. Acerca un atril haciaella mientras la computadora seenciende.

Su cuerpo comienza a enfriarse. Yano siente ese ardor insoportable entoda la piel, esa sensación de estarsufriendo una quemadura bajo el sol.

Se conecta a la wifi, se relaja ydedica las siguientes horas a buscarinformación sobre Reikiavik. Guardalos archivos para poder accederloscuando esté en la cabaña.

Respeta rigurosamente las reglasque están escritas en la misma hojaque tiene la contraseña de la red wifi:mantenga la voz baja, sea respetuoso,cuide la limpieza del lugar, trate a loslibros con amor.

Cada tanto, entra alguna personaque pide un libro y se marcha. Aveces el bibliotecario se pone de pie yva por algún volumen. La primera vezque lo hace, Catalina descubre que elhombre es menos alto de lo que surostro alargado le hizo suponer, peroestá bien proporcionado. Ella tampocoes muy alta, después de todo.

A veces, cuando levanta la miradamientras una página web se guarda ose carga, se encuentra con los ojosverdes del encargado de la biblioteca,pero el contacto dura un segundo, nomás. El hombre parece modesto;

quizás haya alguien modesto en PinosAltos.

Catalina lleva cinco horassintiéndose en un oasis, pero todocambia de repente. La luz se apaga alas nueve de la noche. Todos lospresentes, que son tres más elbibliotecario, es decir, cuatro en total,quedan sumidos en la oscuridad. Estoes hasta que, dos segundos después,con un clic apenas perceptible, seencienden las luces de emergencia.

Esas luces blancas mortecinas dan allugar una apariencia más vetusta yfantasmagórica, que, si no fuera

porque la biblioteca está por cerrar, legustaría mucho usar como fuente deinspiración. Pero prefiere marcharse aser echada, por lo que apaga sucomputadora y la guarda.

* * *

Gino le pidió que lo ayudara areparar el generador de energíaeléctrica. Sabe que sin él puede perdertoda la mercadería, porque ya leocurrió varias veces. Marcos le dijoque sí, que lo intentaría. Gino yaimaginaba que con esa ola de calor

pronto le cortarían la energía eléctricay sus heladeras necesitarían de otrafuente para salvaguardar su capital.Marcos entiende su desesperación.

El Viejo posee fuerza y algo deconocimientos. Gino tiene la otraparte de conocimientos y muchísimaactitud positiva.

En el depósito del almacén de Ginohace un calor difícil de soportar. Lalosa sin material aislante entrega laenergía que recibe del sol sin sentirpena por los dos hombres que, debajo,analizan el artefacto.

A pesar de la incomodidad, Marcos

se siente gustoso de ayudar. Gino loha hecho muchas veces con él, sobretodo en los tiempos de malascosechas, que llegan cada tanto.

—¿Me decís que ya no volvió aarrancar? —pregunta Marcos.

—Exacto, viejito. Está comomuerto.

Marcos verifica la carga decombustible del generador y laencuentra correcta. Luego verifica quela llave de paso de combustible estéen modo «ON». Realiza la mismainspección respecto a la palanca deinicio. Tira de la cuerda para encender

el aparato. No sucede nada.

—Puede ser que le falte aceite.

Marcos utiliza la varilla de controlpara verificar el nivel de aceite. Gino,también agachado, sigue la mirada delViejo.

—Lo había chequeado, pero estácasi lleno.

—Quizá necesita un nivel completo.¿Tenés más aceite?

—Sí, ya te traigo.

Gino vuelve con un embudo y unrecipiente negro con letras blancas.Marcos gira la tapa del contenedor, la

quita y vierte el aceite en él. Coloca latapa otra vez. El Viejo vuelve a tirarde la cuerda, pero el generador siguemuerto.

—Quizá tengamos que purgar elsistema. ¿Te molesta si cae un poco denafta en el suelo?

—No, para nada —le dice Gino, queestá gustoso de limpiar cualquier cosay lo único que desea es obtener prontoun respaldo del débil sistema eléctricode la provincia.

El Viejo toma una llave del suelo ydesajusta un tornillo. Luego activa unapalanca y la máquina comienza a

escupir combustible con burbujas. Elolor penetrante y químico de lagasolina se le mete por las fosasnasales. Cuando el líquido comienza afluir sin aire, Marcos ajusta el perno ytira nuevamente de la cuerda.

La máquina comienza a ronronear.Ambos golpean el suelo con lasmanos. El sudor deja marcadas lashuellas en el piso de cemento sinrevestimiento.

Ya son las ocho y está comenzandoa anochecer. Cargan la máquina concombustible, por si necesitasen usarlaen cualquier momento, y dejan el

depósito.

Tanto Gino como Marcos serefrescan las cabezas en el baño, de auno por vez, lanzándose agua a la caracomo si la tuvieran llena de barro.

Entonces ingresa por la puerta deldepósito Emilio, con su caminardemasiado pendular y su cresta de airerebelde, a preguntar a su padre cómole está yendo. Se para con el pechofirme y las manos en las caderas, unarodilla adelantada sobre la otra, conun desparpajo característico de él.

—Aquí está el vago de mi hijo. Hayjóvenes que laburan y jóvenes que no,

no hay con qué darle. Este chico solopiensa en las minitas.

Marcos y Emilio intercambian unamirada de pocos amigos.

Al volver al almacén, donde el aireestá acondicionado, se dan cuenta delverdadero calor de aquel día. Marcosintuye que en cualquier momento elpueblo quedará a oscuras.

El Viejo se queda en la caja,charlando con Gino mientras estecobra, hasta que ocurre el apagón. Elalmacenero pide a Marcos que le hagael favor de poner en funcionamiento elgenerador.

Mientras se aboca e ello, escucha enla lejanía el sonido de la voz deLorenzo, el hermano de Gino, queviene a acompañarlo para sumarpresencia masculina «por siaparecieran los malditos choros». Eltamaño de Lorenzo pretende disuadira los ladrones potenciales. Aunque nopuede correr una cuadra sin perder elaire, su altura impresiona.

Marcos pone en funcionamiento elgenerador y regresa con los hermanosRosendi.

Gino apaga el aire acondicionado,porque el generador no podrá soportar

tanto.

Lorenzo saluda con afecto a Marcos,y casi le parte la mano alestrechársela. La hija adolescente deLorenzo, aún vestida con su delantaldel colegio, se une al grupo. El padrele envió un SMS diciéndole que sedetuviera aquí, que no siguiera solahasta casa. Temía por ella.

En ese momento, Marcos piensa porprimera vez en los peligros queentraña para una mujer cruzar unaciudad a oscuras. Entonces, elrecuerdo de Catalina vuelve a él. Esverdad, la mujer no es muy simpática,

pero es pequeña y está un tantoindefensa, a no ser que lleve unmartillo en esa mochila Wilson, lo quea él no le consta.

—Me tengo que ir, Gino.

—Chau, campeón.

Los dos hombres le dan la mano, laadolescente lo mira con atenciónpenetrante y Marcos abandona elalmacén.

* * *

Las otras dos personas parecen ser

jóvenes en busca de libros de consultapara sus trabajos universitarios.Devuelven los libros al bibliotecario yse marchan. Ya no es posibleconsultar nada, porque las luces deemergencia bastan apenas para mirarpor dónde se camina.

«Y si me acercara con un libro hastala fuente de la luz, ¿podría leer?»,piensa Catalina, porque siempre se leocurren ese tipo de cosas, la sucesióninterminable de los «y si…»,preguntas extrañas o impensadas quenadie más se haría, a no ser unescritor, porque piensa que los

escritores tienen que ser todos raros,como ella.

El bibliotecario tiene cuatro tomospesados sobre el escritorio. Catalinamira los libros como si estuviera algodrogada.

—¿Le interesa alguno? Son librosde texto sobre geografía argentina. Nosé si estará buscando eso…

—No, no es eso. ¿Puedo ojearalguno dos minutos?

—Sí. —El hombre agarra el librosuperior y se lo entrega; toma en susbrazos los otros tres volúmenes.

Catalina va hasta la fuente de luzmás cercana y abre el libro. Es unmapa de Córdoba. Pasa las páginashasta llegar a una que tenga texto.Entonces pone toda su atención enintentar determinar si puede leeraquello; y sí, con dificultad. «Por loque, si aquí estuviera escrito unsecreto o una pista que unprotagonista tuviera que desvelar,podría hacerlo». Su curiosidad estásaciada.

—Perdone, ¿cómo se llama?

—Catalina Toledo —dice ella,volviéndose hacia él.

—Catalina. Lindo nombre.

—¿Y usted?

—Oh, no soy tan viejo. ¿Podemostutearnos? Me llamo Daniel.

—Bien, Daniel. Sí, podemos.

—¿Qué estabas haciendo?

—Comprobando si se podía leeralgo en esta habitación.

—Creo que no.

—Con esfuerzo y atención, puedelograrse.

La luz es suficiente para determinarque le sonríe.

El hombre se marcha por un pasilloa lo que parece ser una habitacióntrasera.

Como se ha quedado con el libro enla mano, se va en busca del hombre.No lo encuentra. Asoma la cabeza poraquí y allá, sin atreverse a dejar elrecinto delantero, porque el espaciorestante luce más sombrío. Ni siquieraes capaz de asegurar si la otrahabitación, porque es evidente quehay otra, tiene luces de emergenciatambién.

—¿Me estás buscando?

—Sí… Tengo aquí el otro libro…

—dice ella, dirigiendo la voz al lugarde donde parece provenir la de él yalzando el libro en la mano como sialguien pudiera verla.

—Vení, por favor, pasá a la salasiguiente. Con cuidado, por el pasillo.

Catalina va tanteando por el caminoindicado y encuentra el destino porqueal hombre parece salirle luz de lamano derecha. La mano se ve muyalta, por lo que él debe estar subido enuna escalera pequeña.

—La luz de emergencia de esta salano ha funcionado. La voy a cambiarmañana mismo, porque esto de los

cortes de luz es muy común en elpueblo.

—¿Siempre?

—No. Durante las olas de calor delverano.

El hombre está terminando deacomodar un volumen en la estantería.

Catalina se dice que este señor tieneque ser muy ordenado para ponerse eneste trabajo bajo las condicionesactuales, en lugar de esperar a poderhacerlo con la luz del día, a la mañanasiguiente.

—Este es el de Geografía de

Córdoba —le dice Catalina.

La luz apunta hacia los pies delhombre, por lo que ella puede ver eldestello de las hebillas de sus zapatosmocasines.

Daniel le dirige la luz a la cara.Catalina oculta el rostro.

—Perdón. No sabía que estabas tancerca.

—No te aflijas —le contesta ella.

El hombre toma con suavidad ellibro de la mano de Catalina y lo miracon atención.

—Este va en la otra sala.

Catalina decide seguirlo, por puracuriosidad. Le llama la atención elmodo en que la circunferencia de luzse desplaza por los tomos, como elcírculo blanco del helicóptero quebusca al fugitivo en la noche.Espacios fugitivos, en este caso.

Se ubica muy cerca de Daniel, sinsaber cuán cerca está hasta que unaespecie de relámpago le golpea losojos.

* * *

Pero no es un relámpago. Las lucesen las paredes y el techo centelleantres veces mientras Marcos ingresa enla biblioteca.

El bibliotecario se gira y casi da ungolpe con la mano en el rostro aCatalina.

Catalina hace un paso hacia atrás.Marcos los mira con un gesto deconfusión, para luego desvanecerselos tres otra vez en la oscuridad.

—Perdón… No sabía que estabasahí… —Daniel emite el sonido de unarisa nerviosa.

Marcos piensa que la frase estuvocalculada para dar la impresión de quela cercanía había sido casual.

«Qué estupidez… estas cosas entregente grande», se dice el Viejo.

—¿Marcos? —pregunta la voz deCatalina.

—Sí, aquí estoy. Vine porque estátodo oscuro y pensé que quizás iba atener miedo de volver sola.

Catalina tarda un tanto en responder.

—No lo había pensado, pero sí.

El bibliotecario se las arregla parasusurrar al oído de Catalina:

—¿Es su novio?

—¡No!

—¿Está segura con él?

—Creo que sí.

—Bueno —dice Daniel con algo dedesgana.

—¿Nos vamos? —pregunta Marcos.

—¿Puedo volver mañana? —diceCatalina.

—Sí, claro —contesta Daniel—. Esbienvenida.

Marcos piensa que es demasiadoestúpido preguntar si puede regresar a

una biblioteca pública. Para eso espública. Puro coqueteo y nada más.

—Hasta mañana, Daniel.

—Hasta mañana, Catalina.

«Hola, don Pepito. Hola, don José»,canta el Viejo en su mente.

Salen de la biblioteca, cuya entradatambién tiene luz de emergencia, yquedan sumergidos en las sombras.

—Conozco las veredas en mejorescondiciones, así que usted camine ami lado, por favor —solicita el Viejo.

—Bueno.

Se escuchan risas de niños yjóvenes, y pisadas que corren enciertas casas. Algunos vecinos sacan ala vereda tumbonas y tambiénpequeñas mesas plásticas circulares dejardín, donde colocan una o dos velasque les iluminan los rostros de maneratétrica.

Uno que otro vecino se puedepercibir solo por los contornos quedeja adivinar la luz de luna. ACatalina le parece que una mujerañosa está moviendo un abanico paraluchar contra el sofoco.

—¿Pudo avanzar con su trabajo? —

pregunta Marcos, para romper lo queen ningún caso puede sentirse comohielo.

—Sí, avancé con la documentación.

—Me alegra. ¿Y ya hizo buenasmigas con Aguirre?

—¿Quién es Aguirre?

—El encargado de la biblioteca porlas tardes, al que usted le estabasoplando en la nuca para darle algo defrescor.

—¡No le estaba soplando en lanuca!

Los dos se quedan en silencio.

—¿Y le cayó bien?

—Sí, es muy amable. Fue una muybuena primera impresión.

—Dígale que sea amable tambiéncon sus empleados, los que tienelaburando bajo el sol, y les pague enblanco.

—Uy.

—¿Qué significa uy?

—Que veo que tiene ciertaenemistad con el hombre.

—O él la tiene conmigo… Esmutuo. ¿Le gustan ese tipo dehombres?

—¿A qué se refiere?

—A esos dominantes de museo conaires de superioridad.

—Así planteado, sería difícil decirque me gustan. ¿Le tiene rencor porser un intelectual?

—No, le tengo rencor por ser unexplotador.

—Ah, bueno, porque a mí megustan los hombres intelectuales yprofundos. No los otros, loselementales, salvajes de pelo largo alviento volando sobre la ruta a todavelocidad en sus motos poderosas.

Tienen unas motos que valen más delo que puedan guardar en su cabeza, yno son capaces de hilar dos frases ensucesión. Soy sapiosexual, creo.

Catalina se acerca más a él sin darsecuenta, al torcer levemente su caminohacia la izquierda, y le toca el codo.Se aleja como si el contacto laquemara y se raspa el hombro con elrevoque grueso y burdo del exterior deuna casa junto a la que pasan.

—Perdón.

Aunque no quiere que lo vean conella, Marcos no encuentra manera deevitar el almacén de Gino, por lo que

tienen que caminar sobre esta vereda.

—Hasta mañana —dice Marcos aGino, que ya está cerrando el local.

—¡Hola, vecina! —saluda Emilio aCatalina, arrastrando las palabras demanera insinuante.

El hombre está montado sobre unamotocicleta enorme. El depósito degasolina y el guardabarros relucen conla poca luz que les llega desde elalmacén. No tiene el cabello largo,sino peinado en una cresta. Y luce unpantalón jean y una camiseta sinmangas con el nombre de un equipode básquet estadounidense. Imposible

que no llame la atención: parece tenerdos barrotes verdes en el pecho, efectode la poca luz que rebota en suprenda.

—¡Hola, vecino! —le dice ella, sinningún acento más que su comúntonada cordobesa.

Cuando ya han caminado unoscincuenta metros y nadie más puedeescucharlos, Marcos continúa:

—Si me pudiera ver la cara ahora…

—La estoy imaginando —dice ella.

—Recuerde que el pez muere por laboca.

La amante

La cena es «otra vez sopa» a la luzde una vela. El farol de queroseno,según se le explicó, se usa para todaactividad que no se relacione coningesta de alimentos. Por el olor, leaclaró. Marcos no dice nada más, pero

se muestra apurado y especialmentecallado.

Catalina piensa que es raro que ellosvivan sin electricidad «como si nada»,sobre todo el Viejo, mientras que losotros en el pueblo se revuelven comohormigas con el hormiguero pateadocuando se quedan sin luz durante unashoras. «Ah, civilizados», se dice paraella, con un poco de sorna, mientrasuna gota de transpiración le está porcaer desde la frente hasta los tresfideos hervidos que todavía tiene en elplato. Eso de poner los líquidos deuno en la comida le recuerda a Como

agua para chocolate. Su situaciónpodría titularse como Sudor para tusfideos. Algo horrible, pésimo, cómico.

Termina de cenar. Él levanta losplatos para realizar las tareas de aseode siempre. Ella se va hasta elexterior, a beneficiarse de esa brisa unpoco más fresca que momentos antesse filtró en el comedor por la ventanaabierta, esa que amenazó con apagarla vela mientras comían.

Mientras cruza el portal, escuchaque el Viejo lanza un soplido.Seguramente apagó la vela.Ahorrativo, el señor.

Se sienta sobre el banco de maderay mira las estrellas. El cielo se veprístino, como si le hubieranderramado pintura azul marino. Estosignifica que al día siguiente tambiénhará mucho calor.

Cierra los ojos y procura pensar encascadas y mares fríos, no tan fríoscomo el agua que rodeaba al Titaniccuando se hundió, pero sí bastantefríos para bajarle la temperatura a suspechos que parecen encenderse y a suespalda que transpira contra el metaldel banco.

El Viejo sale de la casa con la toalla

sobre el hombro y la mira. Le deja elfarol en el suelo. Coloca un dedoíndice debajo de su párpado inferior yse lo estira, haciendo el famoso gestode «ojito». Supone Catalina que comouna advertencia. Le parece raro que elViejo se bañe dos veces en el mismodía. Eso es un despliegue de extremahigiene que ni ella se permite. Dehecho, una de las cosas que lemolestan de vivir aquí es sentirse todoel tiempo pegajosa y sucia, llena demosquitos y de tierra. El hombre siguesu camino y ella continúa disfrutandode la brisa intermitente.

«No está tan bueno como cree», sedice Catalina para sí, recordando lafrase que le lanzó el mismo día que seconocieron.

El Viejo regresa a los cincominutos, mojado, haciendo un ruidogracioso de chapoteo en suschancletas. Víctima del peso del agua,el cabello le vuelve a parecer máslargo y más lacio.

Ingresa en la casa sin mirarla,dejando huellas húmedas. Catalina nopuede evitar girarse con la intenciónde verle el trasero, algo que no pudoobservar bien durante su osado

avistamiento, pero, más allá de las doscurvas interesantes que parecenasomar bajo la toalla, no hay nada quever.

El Viejo aparece a los pocosminutos con el cabello más seco, másordenado, casi se diría que le cae encapas, como a las mujeres cuandoacaban de salir de hacerse un lindocorte en la peluquería. Trae unpantalón negro de vestir y una camisade una tela lisa que luce suave.Abandona de momento esas camisas acuadros de leñador que le ha vistoantes. Para su sorpresa máxima,

también ha dejado las Nike y las hacambiado por mocasines, que puedenser de cualquier color, porque no sedistingue tanto con la frágil luz delfarol.

—¿Es usted? —pregunta Catalina.

—Sí, eso creo.

—¿Tiene una amada, como su PedroSalinas?

El hombre la mira durante un largorato con un rostro que no dice nada,quizá sumido en sus propiospensamientos.

—Volveré mañana temprano, para

el desayuno. Buenas noches.

—Buenas noches —le contesta ellapor reflejo, algo confundida.

Se dice que aquellas ropasacompañan mejor su andar, un tantomedido y elegante, que las otras quelleva, pero después sus ideascomienzan a mezclarse y se vuelvenmás difusas. Comienza a imaginarescenas, mujeres, que a ratos sevuelven concretas: prostitutas, y él ensu normal brutalidad de arado, en sudía a día intentando leer poesía paraver si se vuelve más amigable o máshumano, pero sin lograrlo, y se dice

que la ropa y el andar son una ilusión,que la verdad es lo otro, e intentaforzarse a encajarlo en el molde de eseestereotipo de salvaje que han creadopara él.

* * *

Catalina se despierta a las siete,como todos los días cuando suena elgolpe del Viejo en la puerta. Esta vez,son el canto de un gallo cercano y sureloj biológico los que la empujanfuera del mundo de los sueños, delotro lado del espejo.

Abandona el dormitorio con supijama de lenguas y no encuentra aMarcos en los alrededores. No habíaescuchado su llegada, pero supuso quehabía ocurrido mientras ella dormía.

Va hasta el otro dormitorio ygolpea, por si pudiera estar enfermo.Vuelve a golpear con más fuerza, peronadie le responde.

—¿Puedo pasar? —grita.

Pero todo sigue en silencio.Entonces decide que debe entrar yabre la puerta.

La habitación está ordenada, mucho

más de lo que ella habría esperado,mucho más que la suya. Se ven pocosmuebles y la cama está tendida.

Da una vuelta alrededor paracomprobar si es de verdad tan pulcroo está guardando toda la mugre y eldesorden en algún lugar bien cubierto,pero no puede descubrir ningúnengaño. Lo más descuidado queencuentra es el cesto enorme de laropa sucia; tiene encima prendas deinvierno que probablemente no usahace meses. La sola visión de unpullover gris con dibujos de hongos lahace transpirar.

Catalina da un paso más hacia elcesto. Dibujos de hongos rojos; eso lovio antes, aunque no recuerda dónde.Se sienta en la cama a pensar. Tieneque ser en la cabaña.

Avanza hasta el extremo del pasillo,donde aguarda el sector de losrecuerdos, y presta atención al hombrede la foto. Tiene que ser él. El cabelloestá muy corto, por lo que no seaprecian las ondas. Su piel lucíamenos oscura en aquel tiempo. Peroese pullover que pocas personas sepondrían, con dibujos de hongosrojos, que quizá le haya regalado la

esposa… y esta tenía que ser uno deesos seres dulces que gustan de lapastelería y los hongos. Ese pulloversolo lo podía llevar él. Es él. Catalinase dice que quizás el hombreabandonó a su familia para llevar unavida de soltero allí. Esta presunciónaumenta su furia. Odia a los hombresque toman compromisos para luegono cumplirlos; le recuerdan demasiadoa su primer novio, el que la engañabacon la chica popular.

Memoriza la posición de los hongosy regresa a la habitación de Marcos.Va hasta el cesto y extrae la prenda.

La extiende frente a sus ojos: es de él.Deja caer la prenda al cesto, como siquemara.

Le llama la atención un triángulo depapel que sale del cajón de la mesitade noche, como si fuera una lenguaque se burlara (porque ella siempre velenguas).

Va hasta el cajón y lo abre. Almomento, comprueba que se trata dela tapa de un bloc de hojas. La tapaanuncia que se trata de material dedibujo e indica que las hojas son deciento ochenta gramos. Hay un bebéhecho a grafito a modo demostrativo.

Hojea las primeras páginas. Estánllenas de formas extrañas, no muyrealistas, de diversos lugares ysituaciones que pueden ser de PinosAltos. Le sube la temperatura al rostrocuando encuentra la última, la de unamujer de cara al cielo sobre unasuperficie que puede ser tierra o agua,desnuda. La mujer se percibe rellena,por si le hubiera podido quedar algunaduda. Lanza el bloc con violencia alfondo del cajón. Luego cierra esteúltimo con más fuerza de la requeridapara la tarea.

Al fin se vengó, el muy bajo.

Pretende divertirse con ella,haciéndole la vida difícil, pero eso esimposible si ella no se lo permite.Tiene que ser cierto; lo ha leído enmuchos libros de autoayuda.

Se va hasta el comedor y se dice queno lo esperará. Mira la frutera demimbre y encuentra que hay allímanzanas, bananas y naranjas. Sacauna manzana y una banana, porquecomer naranjas es más complicado(requieren ser peladas) y se sienta adisfrutar de ellas.

«Espero que las haya lavado», sedice para sí, aunque su mente apunta a

otra persona.

Pero las horas van pasando y elcalor vuelve a ascender, y su malsueño de la noche anterior, seguidodel olor de su propio cuerpo, que ya leresulta desagradable, y ladesprotección que siente al bañarsesola en ese lago, y ese extrañosentimiento de incomodidad por nosaber qué fue del Viejo, como sipudiera haberle pasado algo y a ella leimportara…

Marcos llega a las once de lamañana con dos manchas de humedadbajo las axilas. Su rostro brilla como

si le hubiesen dado una capa debarniz. La temperatura a esta hora yaresulta insoportable.

Catalina está en el comedor,esperándolo, aunque no se sientecapaz de asumirlo. Lo mira con elceño fruncido.

Él se sienta con cansancio en lasilla, dando la espalda a la pared,orientado hacia la alacena, como siella no mereciera ni siquiera unamirada, y le dice:

—Me dormí.

—¿Se durmió? —pregunta ella,

molesta.

—Sí, soy un ser humano, y a vecesme duermo.

—Se suponía que usted haría eldesayuno.

Él suspira.

—Perdón. Me dormí.

Se quita el mador de la frente y elbozo con la mano. Sonríe.

—¿De qué se ríe? —preguntaCatalina con la voz más alta.

—De nada.

—¿Estuvo tomando?

—No, yo no tomo —dice él, contono frío y resuelto, cambiando elestado anterior de su rostro.

—Necesitaba de usted. Ya es casimediodía. No he podido avanzarporque me quedé sin batería en lanotebook y necesitaba hojas paraescribir.

—Podría haberlas comprado en elpueblo.

—Me duelen las piernas. Quedamuy lejos el pueblo. Y dijo que meayudaría usted. Ese fue el trato.

—Sí, lo sé, por eso me disculpo.

¿Desayunó ya?

—¿Qué le parece?

—Me parece que me voy a trabajar.¿Qué necesita que le compre?

—Una resma de hojas A4.

Ella saca dinero de su monedero ylo estampa contra la mesa.

—¡Qué carácter!

Catalina se queda de brazoscruzados, apoyada la espalda en lapared, batiendo el pie en el suelo.

Se atrevió a sonreír; de seguro pasóuna noche de lujuria sin fin, mientras

ella no podía ni dormir en ese calordel infierno. Y su novela con cada vezmenos probabilidades de ser entregadaa tiempo, gracias a él y al complot detodo el universo en su contra. «Que eluniverso conspira a tu favor, diceCoelho. Bah. Vende mucho porqueeso les gusta creer».

Catalina aprovecha que Marcos semarcha al centro del pueblo pararealizar su inmersión diaria en el lago.

* * *

Mientras Marcos camina por elbosque, esquivando las espadas de solque se cuelan entre las hojas de losárboles, rememora algo de la nocheanterior.

Viviana en sus brazos, gimiendocomo siempre, deseosa como siempre,dispuesta como siempre. Él tambiénmuy dispuesto, muy cuidadoso, algomás perfumado. A ella le gustabasuave, a él también. Placentero, comotodas las otras noches, pero, ¿por quétenía que haberse puesto a pensar enla maldita pregunta de la patita? ¿Quéle importaba si él tenía una amante en

el sentido amoroso o una amante en elsentido erótico? ¿Y por qué ese tonoirónico, un poco hiriente, en lapregunta? Casi como si él no pudieraamar, como si le estuviera negado aun «salvaje», como ella seguramentelo ve, amar, como si esta fuera unacapacidad que solo poseen losespíritus elevados como ella.

Y no, no es así. Viviana lo ama a sumodo, a su pesar, porque él no quiereque ella lo ame, y le dijo en repetidasocasiones que no habría amor, y sueleexplicar que el placer entre los dos esmaravilloso, pero que no se enamorará

de ella, y lleva diez mesescumpliendo. Pero Viviana, que no hahecho ninguna promesa, quizá sí se haenamorado un poco. Y por ahí llegaráa su fin la relación entre los dos.

«Así que todos pueden amar, ytambién yo, maldita sea, aunque lapatita piense que no. Lo que pasa esque no quiero».

* * *

Marcos vuelve al mediodía con laresma. Catalina se asombra al abrir el

envoltorio.

—¿Por qué es oscuro el papel?

—Es papel reciclado.

—Es un jipi usted. —Catalina secruza de brazos mientras él comienzaa reunir los ingredientes del almuerzo—. ¿Con cuántas mujeres a la vezduerme usted?

El hombre lanza una carcajada.

—Con cinco. Una de cada color, enescala. Las tengo de todos los tamañosy pesos. Tengo dos brazos, dospiernas y un miembro masculino, asíque con cinco; si no, no me siento

satisfecho.

Catalina produce un sonido de duda,toma su resma y se va hacia suhabitación.

Almuerzan con rapidez, luego deque el Viejo venga a golpear la puertade su dormitorio, como siempre.

Él cambia la rutina de la tarde,porque necesita trabajar un poco másel campo. Le dice que tiene que quitarla mala hierba, se pone unos guantesque hay en un cuartito de herramientasy la deja en el comedor.

Ella separa cincuenta hojas de la

resma, saca su bolígrafo Parker y hacetodo lo posible por concentrarse enavanzar en su historia. Luego juntará,quizás en la biblioteca, lo que hay enla computadora con lo que está porescribir a mano. Aunque no le gustatener las cosas desorganizadas, se diceque sus piernas no soportarán este díael camino hasta el centro del pueblo.«Quizás mañana».

Pero las frases no llegan. Caencomo gotas en esas tormentaseléctricas en que todo es trueno yrayo. La presión psicológica a la quese somete y las aseveraciones que se

dedica son los truenos y los rayos,pero no se vierte el frescor húmedodel agua en abundancia.

Y, para peor, le llega desde elexterior el canto extraño del Viejo.Hace popurrí con canciones del rocknacional.

—«Y yo estoy aquí, borracho yloco. Y mi corazón idiota siemprebrillará. Nena, no te peines en lacama, que los viajantes se van aatrasar»[3].

Transcurre un momento en silencio,quizá juntando aire y saliva, y siguecon partes aleatorias de la canción:

—«Me quieren agitar, me incitan agritar…»[3].

Luego, mezcla con otras canciones:

—«Y el mal, que siempre existió, nosoportó ver tanta felicidad entre dosseres. Y, con su odio, atacó hasta queel hada cayó en ese sueño fatal de nosentir»[4].

* * *

Marcos nota a Catalina más calladaque de costumbre durante la cena.Luego de lavar los platos, se sienta

junto a ella en el banco.

—Si no reprime un poco su amorpor el rock nacional, voy a tener quevolver a la biblioteca.

—¿Canto tan mal?

—No lo hace tan mal, realmente. Elproblema es que necesitoconcentrarme, y no puedo.

—Intentaré ser más silencioso.

—Gracias. —Ella toma un sorbo deagua.

—¿Le gusta el rock nacional?

—Algo.

—¿Y qué le gusta mucho? —Marcos extiende los pies y se arrellanaen el banco.

—George Michael.

—Careless whisper na na na na —acota cantando el Viejo.

—Exacto. En mi departamentodespierto con Careless whisper.

—De acuerdo. ¿Y no le gusta eltema de Catalina?

—¿Cuál? ¿La que espera al maridomuerto en guerra?

—No, no sé cuál es ese.

—Es un tema entre patético yridículo —comenta ella.

—El que cuenta la historia conCatalina. «Catalina dijo que me amabay para mí fue suficiente. Con alfileresy con tinta china nos tatuamos parasiempre».

—Es buena.

—«Y el amor sobre la hierba hizomágica la siesta».

Él percibe sus ganas de huir y susmovimientos nerviosos. También quese desliza sobre el banco, alejándosede él.

—¿Sabe qué? Jamás he forzado auna mujer a nada. Ni lo haría. Y estoyintentando que podamos convivir. Esmuy recelosa. No pretendoenamorarla.

—Ja. Ya lo sé.

—Busco la paz.

—Está bien.

—No cantaré más delante de usted.

Ella asiente. El Viejo infiere quesigue resentida con él, aunque leparece que lo sucedido no es tan malocomo para haber tomado tamañasproporciones.

—¿Por qué está tan enojadaconmigo?

—Porque me dejó sola.

El Viejo estira el brazo sobre elrespaldo del banco, acercándose aella, y coloca el mentón sobre él.

—¿No puedo dejarla sola? ¿Es muypequeña?

—Lo necesitaba.

Esa frase le incendia algún lugarbajo el corazón. Después de todo, y sise pone a pensar, en años dematrimonio su esposa nunca le dijoalgo así. Él lo sabía, sí, pero ella no se

lo dijo. Tarda en llegar a su mente unbuen amasijo de palabras que valgancomo respuesta.

—Espero que me perdone.

Catalina extiende también laspiernas. Los músculos no puedenadivinarse bajo esos pantalones tananchos de tela fina con estampados deflores.

—¿Sabe qué? Me preocupé un pocopor usted. Pensé que podía haberlepasado algo malo.

Marcos suaviza el gesto en su rostroy le muestra un atisbo de sonrisa.

—Y me molestó mucho quesonriera al llegar, como si se burlarade mí.

—Pero no sonreí porque me burlarade usted.

—¿Y por qué sonrió? ¿Por lo buenaque había estado la noche?

—No. No sé…

Marcos suspira y su mirada va aparar al bosque.

—Quizá me reí porque me parecióque estaba celosa.

—¿Por qué estaría celosa?

—Quizás el acuerdo al que llegamoshizo que me considerara de supropiedad… Si fuera usted muyposesiva…

—No lo soy y las personas no mepertenecen.

—Perfecto. Entonces… espero queme sepa perdonar.

—Está bien.

Él ya se está acomodando paralevantarse cuando ella le pregunta:

—¿La pasó bien con sus cincomujeres?

—Es solo una. Y no es mía. Sí, la

pasé bien —responde Marcos,mientras se coloca las manos en lacintura y endereza la espalda.

El Viejo ve la boca torcida deCatalina, aunque es obvio que intentadisimular su disgusto.

—Quizás usted también necesite unamante. Quizá no son celos, sinoenvidia. Pero búsquese algo mejor queese Aguirre; hasta Emilio estaríamejor. Solo cuídese mucho con élporque anda con medio pueblo. Novaya a terminar enferma.

* * *

Catalina abre los ojos con horror. Lallena de espanto la manera en la quehabla el Viejo, como si ella se fuera aacostar con cualquiera, cuando es casivirgen, si se puede ser casi virgen.Cuando lleva como dieciocho años sinsexo con otra persona, desarrollandoel arte de la autosatisfacción.

—Qué confundido está. ¡A estebombón gordito no se lo comecualquiera!

El Viejo se ríe, y a continuacióndice:

—¡Perdón, perdón! Mejor ya no laembarro más. Buenas noches.

Ella no le responde, pero él ya no loespera, porque cayó en la cuenta de suerror.

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Notas

[1]. Fragmento de un poemaextraído del libro La voz a ti debida dePedro Salinas. (‹Volver)

[2]. Poema extraído del libro Laamada inmóvil de AmadoNervo. (‹Volver)

[3]. Fragmento extraído de la letra

de la canción «Lamento boliviano» deEnanitos Verdes. La canción es unclásico del rock nacionalargentino. (‹Volver)

[4]. Fragmento extraído de la letrade la canción «La leyenda del hada yel mago» de Rata Blanca. La canciónes un clásico del rock nacionalargentino. (‹Volver)

Biografía de la autora

Dorothy McCougney es el nombrede pluma de una escritora argentinaque imagina el paraíso como unabiblioteca, y vive en una provinciacon forma de corazón junto a sumarido y su gato negro.

Fue ganadora del Concurso derelatos del II Encuentro de NovelaRomántica en Tarifa, España.

Ha publicado diversos relatos ynovelas.

Lejos del sector más clásico delgénero, en sus historias habitanpersonajes heterogéneos y se abordantemas como la búsqueda de laverdadera identidad o el poder de losactos para definirnos como personas.

Su principal pasión en la actualidades la creación de novelas románticas,con interés especial en el período de laRegencia inglesa.

Puedes conocer más sobre ella y leeralgunas de sus obras de modo gratuitoen su sitioweb: http://dorothymccougney.com.

Si quieres estar al tanto de suspublicaciones y otras novedades, nodudes en seguirlaen Twiter, Facebook o Google+.

Catalina y el Viejo del bosque

1ª Edición: julio de 2018.

© 2018 Dorothy McCougney

Todos los derechos reservados.Prohibida la reproducción total oparcial de este libro sin elconsentimiento de la autora.

Diseño de portada: DorothyMcCougney ©.

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