Casullo, Nicolas - Las Herencias
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Las Herencias
Nicolás Castillo
Revista Confines Buenos Aires, Año 1 Nº 2, Noviembre 1995
Los números entre corchetes corresponden
a la paginación de la edición impresa
[7]
Los ojos bajo nuestra frente han desaparecido.
Por el contrario, los ojos de nuestra espalda se han
vuelto inmensos (...) Si no se puede informar el por-
venir con la ayuda de una gran batalla, es menester
dejar huellas de combate. Las verdaderas victorias
solamente se logran a largo plazo y con la frente apo-
yada en la noche.
René Char, Laderas, “Dans la pluie gibayause”
I
Más que en la pertinencia de “los casos” que expone la encrucija-
da cultural, la cuestión residiría en la envergadura —es decir, el acopio
de dilemas abiertos por una historia reflexiva— con que ambiciona-
mos la tarea de pensar los sigilosos acordes de nuestra época. En un
viejo trabajo de Adorno sobre Oswald Spengler, texto conocido pero
por lo general relegado, el frankfurtiano compone un mensaje sobre
cultura y modernidad de inquietantes estridencias. Dicho escrito
contra Spengler, (“proscripto por pesimista”, “cómplice de la barba-
rie”, antimoderno que se fundamenta equívocamente en las ruinas
civilizatorias a la vista) es un texto de severa y poco misericordiosa
crítica, pero cuyo punto nodal y de partida es en realidad un reconoci-
miento a los aciertos y verdades de Spengler sobre lo que esencialmen-
te tendría importancia para el propio Adorno. Según el frankfurtiano,
la historia confirmó el diagnóstico del vilipendiado Spengler de manera
“asombrosa” y en tal medida, que no encontró “ningún contrincante a
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su altura” capaz de recoger —como hace el gestor de La Decadencia de
Occidente— “todo el poder histórico del pasado” para aventurarse en
la fisonomía de una época.
La obra de Spengler solo se topó, según Adorno, con débiles so-
físticas por parte de aquellos que desde variados artilugios teóricos
no pudieron ocultar una orfandad ideológica de fondo sustentada en
que “las cosas no están tan mal en nuestra cultura”, con lo “grandilo-
cuente” académico, con la “escapatoria del olvido” y “la fraseología
del conformista’“. Adorno, bajo pretexto de Spengler pero adentrán-
dose en su obra, en realidad demuele las argucias y límites del propio
campo de pertenencia “antispengleriano”. Golpea contra la especiali-
zación académica que desacredita la presencia siempre difusa de lo
que vale la pena. Contra la profesionalización intelectual que neutra-
liza el incordio para añejarlo como cita instrumental. Contra una
politización sesgada de la izquierda intelectual que cree más en las
verdades por detrás de las apariencias, que en la constitución mítica
del malentendido de la verdad. En ese texto. Adorno nos lleva a
preguntarnos por otra profundidad teórica para poder situar el
“asombroso” acierto de Spengler. Dicho de otra manera, nos mostra-
ría, para aquella ocasión, el lugar prescindible de una crítica progre-
sista y democrática a las circunstancias, la desconfianza con respecto
a esta reflexión, y “las razones de sobra para volver a plantear la
cuestión de la verdad o la falsedad de Spengler” como elemento
crucial para el entendimiento de lo moderno desde la pretensión de
una lectura política demitificante de la cultura.
Como otras tantas veces, Adorno se desplaza del “caso Spengler”,
4
al que recusa a lo largo de su trabajo y define como “teórico de la
extrema reacción”, [8] para deslizamos hacia un objeto de análisis
inesperado.: esa otra escena invisible fondeada en las trastiendas de
los posicionamientos, que sería la cuestión que importa en la tarea de
investigación cultural. La que amenaza invalidarla. Esa necesidad de
“investigar” por qué esa “vieja” obra escrita desde “la reacción”
resultó “ser superior a la crítica progresista”, en el encuentro de
caminos problemáticos que reúne ideología, democracia, modernidad
y barbarie. Adorno nos induce a rever las herencias que sustancian el
tema cultura capitalista, como cuestión impostergable de cada actua-
lidad. El objeto inesperado es precisamente el que interrumpe el
beneplácito investigativo y su arquitectura de ideologismos, modas,
modos y modismos, y nos propone la renovación de visitar la herencia
contra las fugitivas “tematizaciones de la cultura” y sus dispositivos
proclives a anacronizar la experiencia teórica. En este sentido el
artículo de Adorno recobra hoy validez desde sus puntos cardinales y
desde la omisión deliberativa que se hizo de ellos. Especialmente
cuando en el marco de los más drásticos interrogantes sobre la época
que vivimos, reaparece, supliendo ausencias de respuestas, la sombra
de aquella “época spengleriana” en forma de fugaces destellos de una
reflexión pendiente.
El tópico Spengler surge hoy más bien como pesimismo estetizado,
como remisión (con algo de “escándalo”) a un pasado condenado, a
diferencia del explícito examen sobre ese “pasado que nos acontece”
que propuso Adorno. Pero más allá de este “toque de época”, la preocu-
pación adorniana de décadas atrás sobre el “acierto” de aquel autor en
5
sus vaticinios, es retomada ahora por algunos analistas del presente
cultural en Occidente. Frente a la vaciedad de alternativas de la moder-
nidad en los recientes años 80, Rafael Argullol percibe que están puestos
“sobre la mesa todos aquellos síntomas de declive de la civilización a los
que alude Spengler”. Puede que efectivamente así sea, ¿pero qué se está
diciendo con esto? ¿Que hemos pasado a otro registro de lectura sobre el
proceso cultural que históricamente nos destina? ¿Que el desenlace se
resuelve a la manera de una competencia de lucideces por la interpreta-
ción “reaccionaria”? En este caso se debería reconocer simplemente el
“acierto” de un diagnóstico, desde este otro sitio, el “nuestro”, ese en el
cual, por seguir con Adorno, el materialismo dialéctico, desafiado en las
cuestiones claves, concilió mucho más con la barbarie cultural capitalis-
ta que las derechas pensantes. El filósofo Eugenio Trías nos aproxima
un poco más a la “recepción” de Spengler en el contexto de la presente
vacuidad cultural: “los últimos capítulos de La Decadencia de Occidente son estremecedores porque en los años 20’ y 30’ no tenían el valor de
diagnóstico que tienen hoy. (...) Según Spengler una cultura en su último
estadio solo subsiste como civilización material, o sea tecnología,
consumo, aldea global sin fuerzas “emancipadoras filosóficas, estéticas y
culturales que la enfrenten”. Spengler y aquella época de pensamiento
tan largamente convicto, reingresarían a nuestro actual horizonte, desde
este enfoque, en términos de sensibilidad más que de discusión crítica:
como secuela de una subjetividad cansada o de una escritura “sobre lo
cultural” demasiado distante ya de la obsesión por sus propios orígenes.
“Estremecimiento” por lo tanto, frente a ese “tener razón” del otro intelectual y enterarse un poco tarde.
Para el filosofar de Giussepe Zarone el problema reside en lo anti-
6
cipado por Adorno: “el olvidado Spengler se venga amenazando con
‘tener razón’ en la crisis de la cultura”. Pero señala que en el tiempo de
Adorno “contra la decadencia de Occidente no se alza la cultura
resucitada, sino la utopía”: una lectura “que todavía tranquiliza”. Hoy
en cambio, entre los residuos de la esperanza utópica, “la obra de
Spengler puede convertirse en ocasión de una reflexión nueva sobre su
enigmática irracionalidad”. Nos transportaría, de acuerdo a Zarone, a
preguntarnos cómo pensar nuestra historicidad en lo moderno más
allá de sus historicismos evolutivos, para acercarnos por el contrario a
una dimensión del tiempo–cultura inspirada en Levinas: a modo de un
devenir interior y espiritual de una época en lo que hace a las formas
de “morar en dicha época”. Significaría esto otro “la difícil herencia
para los detractores de Spengler”, de asumir la exigencia de una mirada
diferente operando sobre los [9] orígenes de nuestro propio mirar,
para elucidar aquella “razón” spengleriana pero deslindándose de
cualquier “logos convencional”.
El tema Spengler sin duda debe reenviar, a través de la complica-
da trama discursiva que hoy lo “alude” o lo “elude” en sus citas, a
aquella época previa al nazismo. Una época todavía hoy inmovilizada
como campo de ideas “espectrales” que entre fiebres catastrofistas y
quiliásticas, fascinada por los textos mistéricos de un dios judío
fundador de la conciencia humana del reclamo, y a la par atiborrada de
antisemitismos por derecha y por izquierda, dejó inscripto un debate
donde se discutieron las longitudes esenciales del mapa de la moderni-
dad. Pero sobre la cual, como consideró Adorno, la cuestión decisiva es
comenzar planteando por qué el mirar un tiempo histórico en su
cultura por parte de la izquierda pensante, se desenraizó de dones que
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la privaron muchísimas veces de profundidad, envergadura y trascen-
dencia en sus propias escrituras “transparentadoras”. Hoy los ecos de
aquel tiempo spengleriano simularían brotar como un resto sofocado
de conclusiones a las que desde hace mucho se les dictó sentencia, pero
que chirrían ahora entre las ingenuidades, olvidos y analfabetismos
reflexivos de muchos estudios culturales. El crítico mexicano José Luis
Ontiveros busca dar cuenta de este desencuentro con el actual retorno
de “los exiliados” de posguerra. Habla en este caso de Ernst Jünger, el
“anarquista autoritario”, otro de los autores que “padeció un Nurem-
berg simbólico” en las comarcas del pensamiento, y al que ahora se
transforma en simple “ex–mercancía censurada” por un reciente
tiempo cultural, o se intenta la “posibilidad de una auténtica relectura
conversa y no traumatizada”. Es decir, o se compone otra historia
sobre aquella herencia interpeladora de lo moderno, donde también
tenga cabida quien, como Jünger “no renunció a las pompas del mal”
en su literatura sobre las patologías culturales.
II
Para Tzvetan Todorov, la falsa valentía de seguir condenando a
distancia a los autores anatemizados o precariamente absueltos en la
historia reciente de las ideas, devuelve un espejo con una figura
intelectual en realidad vaciada. Desde ese gesto meramente tribunalicio
se concluye, según Todorov, “frente a un auténtico enigma: el intelec-
tual y lo moderno”. Dicho de otra forma: se permanece “judicialmente”
en un simulacro del pensar que repone en gran medida solo opacidad
8
autobiográfica. Esto es: deja al desnudo ese lugar de despreocupación
por los secretos de una cultura, no ya por desconsideración “de las
cosas” sino en lo que atañe a un falaz juego de autoimagen intelectual.
“En la noche de la deconstrucción donde todos los gatos son pardos”
—argumenta Todorov— se precisa no ya “estigmatizar una vez más a
los culpables, sino interrogarnos sobre la significación de nuestro
pasado en el campo de las ideas”. Reflexión que parece extraída de los
argumentos del teórico marxista José Aricó, en cuanto “a la evidencia
reiterada de la debilidad del progresismo laico, incapaz por naturaleza
de sostener a ultranza una definición de fronteras que asigne a cada
quien su papel y que no transforme a la ‘batalla de ideas’ en esa oscura
noche donde todos los gatos son pardos”. Aricó, en este y en otros
temas y preocupaciones, pensador socialista en soledad reflexiva entre
sus pares, pretende, desde una nueva erudición a asumir por la iz-
quierda, deletrear desde una suerte de “punto cero” la crisis también
cultural del socialismo con respecto a su fragua de comprensión de lo
moderno. Examina, en 1982, la obra de Carl Schmitt sin olvidar el dato
central de su adscripción al nazismo, como tampoco “el maniqueísmo
y la capacidad aniquiladora con respecto ‘al otro pensar’, en cuanto
atributos compartidos por el progresismo y la derecha”. La importan-
cia del trabajo de Aricó es que lleva sus consideraciones a un plano
donde no solo importa señalar el maniqueísmo de un pensamiento
progresista con respecto a Schmitt y a aquella época, sino que extiende
el dilema a la necesidad de forjar otra memoria de ideas [10] para el
intérprete de la modernidad, ante la evidencia de que en perspectiva
histórica y teórica “el marxismo en definitiva, no indica la tentativa
más radical de crítica de un mundo” en crisis y descomposición
9
avanzada. Al igual que el mensaje adorniano, Aricó enfrenta la verda-
dera cuestión que trae aparejada el enmudecer un pasado para termi-
nar enfrentando un precipicio insorteable, ilusoriamente eludido por
innumerables lecturas sobre las fisonomías de lo moderno. “El nazis-
mo de Schmitt” —piensa Aricó— no debe de ningún modo liquidar “la
novedad radical de su teoría”. En este sentido, para Aricó se precisa
que el llamado o pretendido “pensamiento de la transformación”,
“sepa medirse con la gran cultura burguesa” de fondo nietzscheano,
linaje desde donde Schmitt asume una “crítica decisiva e irreversible”
tanto de la política totalitaria como de la democrática burguesa.
Ese enigma intelectual–modernidad que menciona Todorov pare-
ciera entonces quedar encerrado, de manera esencial, en lo traumático
de una encrucijada de época inconvenientemente cancelada. Es allí
donde adquiere un contorno problemático necesario de encender, para
discutir la falla de una relación en el campo político–cultural que en los
últimos dos siglos y medio se hizo consustancial al avatar de lo moder-
no: el mundo real y la palabra que la razón cuestionante instituye, pero
desde la observancia crítica de ese transcurso de la razón por parte del
propio testigo. Es precisamente este último, como figura que escarba
en la cultura, el que debe asumir —remedando la figura del poeta en la
Grecia Arcaica— “las fuentes de conocimiento” que explican una época
en lo que aparece misterioso al preguntar, y en lo que importa a la
memoria de los saberes siempre tan aventurados como incuestionables
en la historia de las ideas. Época a la que hacemos referencia, de alta
dramaticidad en su compaginación, en tanto obliga irremediablemente
a asumir otros logos comprensivos (que patentizan la complejidad y
crisis del propio proyecto histórico) para afrontar aquello que Levinas
10
radiografiara e “inmovilizara” no sin tragicidad en su apreciación de
Heidegger: profunda admiración “por su genio filosófico”, y “el horror
frente al compromiso del hombre”. Sabiendo que para Levinas “las dos
cosas son verdad.”.
Esta ambigüedad como aproximación máxima a una idea de lo
cierto, nos lleva a otra cuestión decisiva con respecto a lo que en el
fondo están debatiendo tanto Adorno como Aricó como Todorov: no se
trataría de “evocar” aquel mundo pensante sustrayéndolo de su
condición comprometida con la historia, sino de abocarnos a la real y
explícita orfebrería de ese pasado de pertenencia, como explícita y
decisiva cuestión sobre lo moderno en nuestro tiempo. Reconocer en
este caso tal emprendimiento y distinguirse de otras operatorias de
época, como expresa Manfred Frank al señalar que también “en lo
aparentemente nuevo, llamado sin razón ‘posmoderno’, retorna algo
antiguo y ocupa el lugar que ya hace muchas décadas había ocupado la
‘decadencia de Occidente’.”. Frente a nuestra “situación espiritual” que
amortiza pretéritos desde la voracidad del mercado cultural, Frank
percibe lo imperioso de “otra relación con el pasado” que no sea una
posmoderna “ignorancia de las fuentes” o simple rechazo a los tiempos
modernos hacia atrás o hacia adelante. Con respecto a la crucifixión
que hizo de aquel período el pensamiento progresista abocado a
racionalizar su propia angustia intelectual, Frank piensa de aquellos
autores ideológica y teóricamente descalificados por un mundo cultu-
ral hegemónico, que “resulta imposible que una posición filosófica
consista exclusivamente en proposiciones falsas. Y hoy sabemos mejor
que hace un tiempo, hasta qué grado Adorno y Horkheimer, pero
también Benjamin, inspiraron su crítica mediante la lectura de Klages y
11
Spengler, Lessing y Schmitt. Pero sobre esta lectura vela un criterio
sutil que delimita la aproximación del potencial diagnóstico de tales
posiciones (con otras posmodernas emparentadas) de una toma sustancial de posición, con lo que el análisis pierde toda mordiente
crítica”, y “lo que amenaza” se torna “un gozoso positivismo afirmati-
vo de las circunstancias imperantes”. La remisión crítica al corazón de
la problematicidad de lo moderno se ve hoy confundida, con muy
pocas excepciones, por un llevar mortuoriamente a “clásico” lo evoca-
do despidiéndolo de todo fragor natal, o por una vocación terminal
sobre “el [11] pasado” en los regazos del adormecimiento filológico
con que la academia suple un especular genuino.
III
Se trata de pensar nuestro tiempo. Otorgándole a esa noción de
pensamiento la hipotética meta de constelar —reunir figuras, empa-
tias, sagas, núcleos de significados— sobre todo con respecto a aquello
que la propia época oculta tanto en su horizonte como en lo más
cercano. Entre otras cosas y como punto de partida, la pregunta sobre
si esa arrogancia humana de un tal pensar, es plausible todavía en el
abigarramiento del mundo de las massmediaciones y estéticas enuncia-
tivas en el cual sin duda ocupamos un lugar. Donde también somos
tragados para participar, las más de las veces, de la saturación y del
vacío.
Pretender pensar nuestro tiempo cultural implica hoy por lo tanto
una dificultad decisiva: la de reflexionar y rever una historia de ideas
12
acaecidas en la crisis crucial de lo moderno de nuestro siglo, el llamado
tiempo de entreguerras sobre todo en Centroeuropa, crónica de
posturas que refirieron enfáticamente en el primer tercio de nuestra
actual centuria, a la afligida condición del nombre entre la metamorfo-
sis civilizatoria y sus representaciones de valores. Implica el ingreso a la cuestión de aquel pensar, que alumbró, o llevó a penumbras, la
comprensión de una modernidad en ese entonces ya quebrada en sus
promesas. Pensar presupone fundamentalmente re–conocerse en
herencia crítica, y en la crítica de una herencia. Reabrir lo sucesorio en
cuanto a lo que vuelve a convocarnos ahora en términos de incerti-
dumbres, pérdidas, pesimismos y variables “de salidas”. Poner en
discusión no solo nuestros sitios enunciativos, también las arduas
tratativas de sus linajes más allá de lo político y lo ideológico en sus
filiaciones afirmativas. Proyectar en cambio la reflexión hacia un fondo
más definitorio y complejo: el de nuestro entender el presente también
como memoria de aquellas ideas irreductibles que denunciaron a la
historia; desde las experiencias nunca superadas de padecimiento
humano en lo espiritual y en lo social, y en tanto posibilidad, más bien
infructuosa, de no resignar las preguntas por el sentido frente a la
radicalización del nihilismo en la vida moderna, a las que aquellas
escrituras se enfrentaron o contribuyeron.
El tiempo de una cultura que hoy todavía nos constituye desde
variables y contradicciones de racionalidad moderna, expuso en las
primeras décadas del siglo XX el coágulo de sus enfermedades, el
derrumbe de la mayor parte de los postuladores sustentadores de una
marcha civilizatoria y el tránsito hacia la imprecisión de los fines
humanos. Esto no se hubiera hecho tan evidente en la ciega naturaleza
13
de las cosas, sin aquellos textos que privilegiadamente se vieron
llevados a vivenciar, a dramatizar el más drástico, traumático y bélico
deslizamiento entre vieja y nueva condición cultural capitalista que
reconoce la prosapia moderna. En dichas circunstancias efectivamente
se quebró en Europa, de manera acelerada, la “antigua” cosmovisión
de una burguesía democrática que había revolucionado los cimientos
de la historia mundial, convencida durante el siglo XIX (pese a ciertos
augurios en contrario) de perpetuar culturalmente un mítico mandato
greco–renacentista de “progreso espiritual”, para hacerse presente en
su lugar la otra cara de lo gestado. Cara que planteó la conciencia de la
debacle cultural ya sea en la crisis de los ordenamientos políticos, en la
alarma de una lógica técnico guerrera, en una categórica adhesión y a
la vez incertidumbre sobre la razón utópica y la suerte del individuo.
Por lo tanto, fue una edad de tensiones imprevisibles entre un “yo” de
reverenciada data (a rescatar de su decapitación o al menos de su
avanzado estado de ilusoriedad) y el engranaje de un mundo objetiva-
do, masificado, del que ya no se pudo dar cuenta a la usanza del
tradicional optimismo liberal ilustrado. Esto es, emergencia de un
pensar que se vio exigido, desde un mural de matrices ideológicas, a
arriesgar su reflexión y su creación, a apartarse de la invitación al
intelectual a intervenir con respecto [12] al “orden y claridad” de lo
inmediato, para abocarse en cambio al pathos de una cultura. A la
discusión política, científica, literaria, estética, ideológica, sobre el
secreto, sobre los equívocos y conglomerados de hipocresía, falsas
perspectivas y cegueras burguesas ilustradas que envolvían al proyecto
moderno.
14
IV
Resulta importante, como recapacitación nuestra, hacer ese pasa-
do. Vertebrar ese pensamiento “cercano–lejano”, configurado como un
arco de lecturas y expresiones que procuraron despejar la imagen del
mundo desde la alarma de sus resultantes modernas. Sobre todo porque
en aquella encrucijada de ideas sobre las formas y consecuencias
civilizatorias del capitalismo avanzado (en un contexto europeo de
Sistema–Crisis–Revolución), se delinearon y proyectaron corrientes de
pensamiento frente al “problema cultura” que luego, a lo largo del siglo
fueron inadecuadamente cosificadas en duelos binarios de “irraciona-
lismo–racionalismo” “pesimismo–optimismo”, “conservadurismo–pro-
gresismo”, “derecha e izquierda”. Es decir, en un congelamiento trau-
mático de oposiciones (vistas como “antesala del nazismo”), donde la
República de Weimar pasó a ser solo “humillación” por el Tratado de
Versailles, hiperinflación del 23’ y gran crisis del 29’, y casi nunca zona
neurálgica de una historiografía de las ideas contemporáneas.
Esta tajante polarización resultó funcional luego a una izquierda
política que “cerró” de dicha manera la cuestión, que petrificó dogmáti-
camente el examen de aquel tiempo inusualmente crítico sobre lo
moderno (desde complejas y riesgosas posiciones) desactivando desde
tal postura la diversidad de hogares filosóficos, estéticos, teóricos,
políticos y ensayísticos que habían arqueologizado la Modernidad en
clave de cultura. Décadas más tarde, en los 60’, la izquierda protestataria
y comprometida con la revolución volvió a anestesiar, para la discusión
crítica, ese pasado no tan distante que tampoco pudo ser entonces
15
tópico de “su” historia de las ideas. Optó, desde explícitas o implícitas
variables teóricas del marxismo, por posiciones doctrinarias ya estable-
cidas al respecto. La genocida y denunciada experiencia nazi a sus
espaldas, y las contradicciones de posturas o dogmatismos camuflados
frente al comunismo stalinista, jugaron en los 60’ como densos telones
de fondo para que el tiempo contestatario y de revuelta de ideas en
manos de las nuevas izquierdas, intelectualmente no asumiera ni
reabriese la conflictiva pero enriquecedora carga de una herencia leída
superficialmente como “revolución” y “reacción”: prefirió ubicarse,
anodinamente en este caso, en esa empobrecida dualidad de los linajes
de “izquierda” y de “derecha”.
Esta herencia tapiada por reducción ismos del discurso político,
nos permitiría cuestionar hoy, en lo que a esto se refiere, el papel del
intelectual en los acontecimientos, como intervención reflexiva e
impugnadora que básicamente abre “hacia adelante” los cursos argu-
mentativos, pero silencia los reales corazones oscuros de la historia:
hipostasía por lo tanto a esta última por decisión ideológica del presen-
te, para concluir “reciclando” la herencia y arrastrando acriticamente
aquellos puntos ciegos que presiente casi “irresolubles” desde un punto
de vista político. Puede decirse que tal figura intelectual trabaja sobre
todo desde la escasez, desde una visión de eslabonamiento teórico que
intenta “resolver un pasado definitivamente dado” y por ende, ya
“malogrado en su totalidad”: es decir, en tanto sustento aquietado que
posibilita “las dinámicas y soluciones” de ese pasado expuesto “en
futuro”. No reconocería, en este sentido, una memoria germinal del pasado donde la escritura se abre siempre atrás, como un vértigo que
imposibilita la intromisión del mito racionalizador y monopólico del
16
“nuevo presente cultural”, del texto progresivo que se adueña arrasado-
ramente de “lo que impera” y de “lo que concluye”. [13]
La sustracción de aquella herencia reflexiva que en los iniciales
tres decenios del siglo, y desde encontradas y confrontadoras posicio-
nes puso no sin inclemencia en tela de juicio a la Modernidad (hacién-
dose eco de diferentes y copiosas proveniencias de ideas sobre una
cultura capitalista técnico–utópica–industrial instrumentadora de lo
humano) emparentó dicha desconsideración sobre la índole de lo
moderno, con otras argumentaciones “significativas” de esa misma
izquierda intelectual. Obturaciones interpretativas, en definitiva, que
durante un vasto tiempo actuaron como borradoras de tales huellas
conflictivas, dispares, antagónicas, pero muchas veces subrepticiamen-
te filiales, “bolcheviques”, emergidas en el primer tramo del siglo.
Cerrazón de lectura que bloqueó, para las renovadas izquierdas sesen-
teras, un tramo importante de lucidez sobre las complicadas y a veces
inefables versiones teodiceicas que anidaban en lo moderno. Posterga-
ción reflexiva en todo caso, que también nos remite a otras operatorias
ideológico intelectuales distraídas del entendimiento profundo de lo
moderno: de esa cultura que había sido mirada desde hacía tiempo
como más cercana a sus catástrofes que a los futuros esplendores en
boca de las programas liberadores.
Ejemplo de esto fueron los contundentes y simplificadores enfo-
ques que caracterizaron a la izquierda de los últimos cuarenta años
sobre las causas meramente “económicas”, “imperialistas” y de “con-
tradicciones financieras interburguesas” con que interpretó el surgi-
miento y las secuelas del nazismo–fascismo. Lecturas aliviadoras de
17
conciencia en cuanto permitían seguir creyendo en la vitalidad utópica
instrumental de la razón técnico–científica–política para sus propias
causas. Lecturas secundarizadoras de una comprensión distinta
— memoria de Auschwitz— que develase otras raíces de corte tétrico
en lo moderno, como experiencia histórica con sus sofocamientos
míticos, antisemitismos de derecha y de izquierda y disvalor de lo
humano en las lógicas de masas. Estas oclusiones de la reflexión con
respecto a las condiciones de lo moderno entonces, resultan en gran
parte correlativas a aquella herencia cosificada, tapiada y rechazada en
cuanto a lo que apareció, se discutió, se arriesgó y se perfiló vastamen-
te en la edad de entreguerras en relación a las entrañas de “un espíritu
del capitalismo” y a sus problemas vertebrantes: democracia, universo
de lo político, mito de la técnica, economización de la vida, situación
de lo cultural urbano–masivo, pérdida de identidades, sentido y
sinsentido de las legalizadas racionalidades.
El no encuentro de revisión crítica con los fardos de esa herencia
por parte del campo progresista, pesó cada vez más negativamente en
la relación crítica intelec ual-consideración de lo moderno. Asimismo, tla extensa pobreza de análisis o pseudocrítica “militante” al comunis-
mo stalinista, (ratificada su real historia ahora por la forma “desilusio-
nante” con que sobrevino la hecatombe frente a las que se apreciaban
simples “desviaciones”, y por cómo quedó realmente “superada” dicha
historia) expuso también, en cuanto a esta otra vereda “de lo hecho por
la historia”, el agotamiento antedatado de la figura del intelectual en
tanto auténtico lugar de memoria y crítica. Esto indicaría cómo tal
figura fue mostrando su creciente desmemorización del pathos moder-
no, la paulatina ausencia en sus alforjas de lo auténticamente heredita-
18
rio conflictivo, su fallida contribución al conocimiento “de los pasados
todavía inconstituidos” del presente. A esas carencias se fue reducien-
do la “función” del intelectual en relación a la siempre creciente
magnitud de crisis de sustentos y “verdades” que adquiría la historia
de este siglo en sus despojos. Podría visualizarse hoy como un viaje de
dicha criatura hacia un paulatino olvido de sensibilidades y erudicio-
nes reflexivas, y por ende a la abundancia de posturas “unidimensiona-
les” frente a un multifacético pretérito de ideas, frente a un macerado
como también tenebroso paisaje de ríos y afluentes que pensaron los
dilemas cruciales que hacen al debate sobre cultura: frente a visiones
sobre orígenes y procesos de un tiempo histórico, que largamente
habían compuesto la noción de crisis como sinfonía inaugural de lo moderno en sí, pero ya en el siglo XX crisis estallada en la diversidad
autobiográfica de sus lenguas, intensidades, disparidades, literaturas,
imágenes, equívocos, búsquedas de sentidos, nihilismos y espectros
regresantes que albergó ese primer tercio. [14]
Obra cuantiosa de hechos y deshechos, solo metereologizada y re-
cobrada por un universo de pensamiento (y los meandros de su
historia), que precisamente se aglomera en tal período y trata de dar
cuenta de ese “estallido” de una manera a la vez iluminante y patológi-
ca, defraudada y casi confesional en sus teorías. Puede decirse, es en tal
encrucijada de brutal aniquilamiento, cansancio y fuga hacia la quime-
ra, donde el pensar lo recibido y cotejar lo vivido impelió, por primera
y última vez desde la filosofía, el arte, la ciencia, lo teológico, a un
Ensayo sobre lo Moderno explícito y de fronteras abiertas en sus
lenguajes de búsqueda. Tiempo de desgarrado “ensayo final de época”
por parte de la reflexión político cultural. Idearios, algunos de ellos, y
19
no azarosamente, que se sumaron a la exasperada gestación de lo que
sería el fracaso “utópico” moderno: el holocausto vía nazismo, la
extensa falacia comunista soviética.
V
Somos, en todo caso, clara vibración de ese “hacerse cargo” con
que un “inicial” siglo XX, y desde su misma intención de abordaje
cultural por el sentido, arribó en hechos y conciencia a la extenuación
del mismo. A la evidencia brutal del nihilismo, a lo que luego para la
izquierda intelectual quedó más bien sellado como “dominios del mal”.
Dominios, en realidad, de un entramado pensante que creyó atisbar,
sin duda desde su duelo existencial y ético sobre creencias y valores
burgueses, los meollos de lo moderno a través de lecturas políticas,
teóricas y estéticas sobre esos “por y para qué” éramos relato de una historia obsesionada de “futuros”. Pero, en definitiva, rotulados más
tarde como “dominios del mal” en tanto se los situó a la manera de un
fondo demoníaco, “centroeuropeo de estigma alemán” y partero de
“ideas llevadas a práctica”: como universo reflexivo que habría, con
mucho pesimismo y reactivamente, interrumpido (desde afanes
espiritualistas, místicos, racistas, míticos, mesiánicos, heroicos, cínicos,
irracionales) una lógica genuina y positiva para los creyentes en las
bienhechoras racionalidades modernas.
Este irreconocimiento vía cosificación de un tiempo de ideas (des-
de la tesis de Bobbio del “paréntesis” que habría desviado “un curso”)
nos destinó en términos intelectuales a la repetida incomprensión de
20
nuestras recurrentes “actualidades” desde endurecidos textos “de
izquierda” sobre “la derecha”. Contra esto, precisamente, se trata ahora
de anudar una real discusión crítica postergada. Entender que lo
moderno, en lo que interesa de este concepto tantas veces huidizo,
instrumentalizable, totémico—esto es, situación en crisis de lo humano
en su propia cultura— no sería nunca en primer lugar “el nuevo objeto
problemático” que deja atrás nuestra conversación con los muertos,
sino por el contrario, las reanudadas configuraciones que adquiere,
desde nosotros, ese encuentro con los legados.
La conciencia indagadora sería entonces, sobre todo, ese lugar de
creación de un tiempo pretérito de pensamiento, contra los espejismos
compulsivos y patrocinantes de la “investigación del mundo dado”: de
lo que simplemente aparecería “dándose ya”, o de lo que aparentemen-
te “ya se dio” para siempre. Mundo proveniente y siempre des-
orientado, necesitado por el contrario de que lo generemos como
universo de donación de nuestras circunstancias. Mundo nunca
míticamente “dado”, sino recibido intelectualmente en su aflicción, en
su inaudibilidad, en su incompletud, en sus formas suicidantes, en sus
“delitos” textuales, en su fracaso de transmisión con respecto a la
plenitud de nuestra conciencia.
Adentrarse en la constelación de pensadores bajo atmósfera
centroeuropea que en un período de 30 años permite reunir a Karl
Kraus, Georg Lukács, Max Weber, Ernst Bloch, Martin Heidegger,
Oswald Spengler, Georg Simmel, Theodor Adorno, Carl Jung, Sigmund
Freud, Ernst Jünger, Thomas Mann, Carl Schmitt, Hannah Arendt,
Stefan George, Robert Musil, Henri Bergson, Karl Mannheim, [15]
21
Walter Benjamin, Franz Kafka, Gottfried Benn, Ludwig Klages, Max
Horkheimer, cobra sentido únicamente desde el propósito crítico
creativo de proponer un pasado ausente a los ojos. De pensar en una
orfebrería de la herencia que haga manifiesto los “hallazgos difíciles”
en los silencios de la cultura.
“Derechas–Izquierdas”, “Progresismo–Conservadurismo”, “Sa-
ber–Espíritu”, “Ciencia–Mística”, “Vida–Nihilismo”, “Sagrado– Profa-
no”, “Razón–Mito”, “Filosofía–Teología”, “Política–Arte”, resultan
oposiciones hoy descuajadas, manipuladas, que precisan deslizarse de
codificaciones largamente impuestas sobre una edad de ideas, para
poder discutir sus latidos de manera expresa. Para ordenar–inaugurar
un campo escénico sobre lo que hoy no se habla en los enfoques
culturales, cuando se asiste a otro redespliegue de “aplacado” tiempo
barbarizante, de utopías tecnológicas como nueva versión de moder-
nismos reaccionarios a cargo de variados intérpretes, de posmoderni-
dades aliviadas de legados, éticas posicionantes y fondos especulativos
del mundo, de “industrias” académicas de la memoria que solo fijan la
monumentistica del siglo XX como hipotético recurso de una definitiva
toma de distancia. Abundan y se esparcen en el presente apreciaciones
que invitan a resignar una conciencia sobre el pasado reflexivo (sobre
su valija de enfermedades y “curas”) como si algo definitivamente justo
se hubiese ya resuelto en la historia o estuviese en vías de hacerlo
desde sus actuales referencias. Ya sea desde un nihilismo tecnofílico
como el del filósofo alemán Norbert Bolz, para quien “Entender el
mundo significa poder simularlo en representaciones de la computa-
dora. (...) El trabajo en la computadora resulta fascinante porque no
conoce límites para la perfección. (...) Los horizontes del mundo
22
ilustrado se desmoronan. (...) La vieja cuestión europea acerca del
enigma del espíritu humano ha encontrado así una adecuada respuesta
profana: almacenar y manipular cadenas de datos”. O desde posiciones
más ilustradas, alegres y en la “línea Vattimo”, como la reivindicación
por parte del analista italiano Mario Perniola de “un mundo que ya no
tiene recuerdos sino memorias siempre disponibles... ya listas”, en el
cual “la totalidad afectiva está caracterizada por una actitud confiada...
antitrágica”, y en el que “mi búsqueda está animada por la imagen de
un mundo lleno... donde todo está a disposición... en el sentido de un
pensamiento del presente, no de lo ausente”, por cuanto para la
filosofía actual “la herencia teórica o ideológica, casi todo el bagaje
filosófico y conceptual de la modernidad está perimido, es inadecua-
do”. En síntesis, un extraño bazar de operatorias absueltas de cualquier
resonancia retrospectiva sobre lo actual. Flotando como estéticas
intelectuales en el marco de una incesante derechización de políticas y
de ideologías que “nos aconsejan” las formas de la historia probable, y
entre tendencias que llevan la riqueza moderna a una plácida “tradi-
ción”, a un póstumo y equilibrado museo de citas. Curiosos e incons-
cientes latidos estos, precisamente evocadores de esa herencia que no
volvió a consultarse, de ese corazón claroscuro de una época “pasada”
(que en todo caso fue consciente en aquel momento de las alarmas que
se cernían, y a la vez inescrupulosamente temeraria en muchos de sus
textos). Herencia a la que ahora “el nuevo pensamiento” en realidad
ausentiza en el facilismo del “todo presente”. Argumentos hoy de
especialistas alemanes e italianos, a veces europeos en general, “viejos
conocidos” sin duda, que acostumbran a adecuar el intelecto tanto al
buen standard de “las democracias con computadoras”, como a
23
ensombrecerlo arquetípicamente con la misma rapidez y sin dar
mayores cuentas, cuando arriban las crisis y hasta lo socialdemocrático
se xenofobiza frente a “los otros culturales”. En ese lleno a disponibili-
dad con que hoy nos envuelve la dimensión cultural (bajo horma
massmediática del “todo comunicable y operable”), no solo no hay
distancia de discernimiento y memoria para un pensar en fractura
contra lo homogéneo y equivalente. Tampoco se distinguiría, podría
diferenciarse, el por qué desconsiderar, dar por concluido un pasado
desde esa “oferta plena” (la “irracionalidad spengleriana” para el caso),
de un hacerla reaparecer, convalidarla, darle nueva y mágica vigencia
en “quietud”, “simulacro” y “sin tragicidad” si las tendencias políticas,
sociales, ideológicas, la convirtiesen en adecuada a “los hechos”, como
pensaba Musil. [16]
VI
La pregunta sería que tipo de testigo intelectual puede reabrir au-
ténticamente la escena cultural del presente, a contrapelo de la morbi-
dez del olvido: de aquello que en el interrogarse por la cultura “no cesa
de olvidarse” como señala J.-F Lyotard. y por eso mismo, de hacerse
patógenamente evidente en el abandono de las cuestiones decisivas
sobre el espíritu del hombre y su condición en la historia. Que tipo de
testigo hoy, ante el abandono de lo que nos hace fiduciarios no de
aquella época pasada como supuestamente aurífica, auroral en pensa-
mientos, sino precisamente por su ya estar sumida en el desquicio de
razones y sinrazones de nuestro tiempo. Epoca de la que, en todo caso,
24
si aún somos algo describible ya sea como historia o al decir de moda,
“poshistoria”, seríamos ahora cabalmente su remanente. Su escuálida
versión epilogante, que en el festejo o pretensiones de “haberla dejado
atrás” a través de temáticas culturales acotadas, leves, desintensifica-
doras. “nuevas”, en realidad solo da cuenta de que hoy ni siquiera
puede enfrentarse a lo mismo de entonces.: a ese “corazón del mal” de
lo moderno al decir de George Steiner, al sinsentido de una cultura
implosiva, neorracista y maniatada a sus miedos materiales. Real
escena “posmoderna” que envuelve y anestesia.
Esta travesía a encarar por escarpados antecedentes que ahora se
presienten como testa mento “desmesurado”, equívoco, “culpable”,
“totalizante” impregnado de una aristocrática tragicidad, esta conden-
sación de “bienes” y “males” en la protohistoria callada de nuestras
reflexiones sobre la cultura que nos sitúa y nos hace ver el mundo, nos
llevaría a la necesidad de atisbar otra representación del testigo
intelectual. Un testimoniante en discrepancia con la figura típica y
clásica del intelectual contemporáneo progresista, figura que para
muchos hoy brilla por su ausencia, pero que en realidad y más allá de
la simulación de su retirada, persiste entre nosotros en tanto incapaci-
dad de contener lo que no se puede resolver del “enigma intelectual–
modernidad”.
En este sentido nuestro intelectual hoy funcionarizado, despedido
de Utopos, profesionalizado, academizado, llevado a oráculo de
mercado, no sería un personaje que “traicionó un papel” y dejó la
nostalgia de su hueco. Sino, en todo caso, el que sigue cumpliendo (no
ya con sus certezas sino ahora con sus “incertezas”) las matrices de un
25
cometido que parecería no estar llamado a abrigar, de manera reminis-
cente y profana, aquel arcano de fuentes literarias “descompaginantes”
que como herencia conjuga lo racional y lo irracional, lo inmanente y
lo trascendente, mythos y logos del saber. Y si, por el contrario, a
“siempre dejarlo atrás”.
¿Cómo postular otra silueta de conciencia que teofánicamente por
el camino del pensar (politizar) se haga cargo de ese punto ciego o de
destino donde la misión “intelectual” sustrae de la problematicidad de
lo moderno, su propio proceso fallido en lo que respecta a su extenua-
da, a su “racionalista y progresista” comprensión de dicha problemati-
cidad? Pregunta que nos lleva a concebir otra silueta del testimoniante
que especulativa y teóricamente, como expresa Adorno, no negocie ni
concierte con racionalizaciones y dispositivos disciplinarios que
devienen “escapatorias al olvido”, “conformismos” frente a “lo inape-
lable del mundo dado”, mediáticas académicas circunscriptas a lo
descriptivo, ni con aquellas Madres Ideológicas y Lógicas de Dominio,
que instituyen el rol intelectual desde un genético molde de “ingeniería
resolutiva”, o tecno–política a partir del presupuesto de que “las cosas
no están tan mal en nuestra cultura”.
Pregunta entonces que nos permitiría rescatar una extraviada fi-
gura moderna de pensar, emergiendo quizás de aquella imagen no
postrera sino iniciática de Rene Char, de su hombre “con la frente
apoyada en la noche”. Donde los ojos que vislumbran la suerte cultural
de lo humano nacen “inmensos” contra la real oscuridad: no la “del
futuro” sino la situada a nuestras espaldas. Mirada que se adhiere a la
saga del ángel benjaminiano, en tanto torsión de fondo, a emprender
26
finalmente, en lo que hace a valores y jerarquías de los recursos
intelectuales.
El problema lleva a discutir y alterar una fisonómica del intelec-
tual, que atañe en el presente a todo hacer teórico–reflexivo–
especulativo y práctico, [17] inspeccionante de la subjetividad en
nuestra cultura desde un punto de vista individual o colectivo. La
posibilidad de rescate de una figura de pensamiento y vigilia que
pareciera seguir vibrando en la semblanza de René Char: un vigía de
arribo imprescindible hoy para discernir e “informar el porvenir” con
su rostro de ojos desaparecidos de la frente. La imagen de Char,
narrante de un alma intelectual otra, compendia y acusa a la totalidad
de una época filosófica política después de Hitler, astillada en el mundo
de la cultura y de la palabra. En la espera de una figura forastera a esa
trama, en realidad Char lapida la absoluta inconsistencia, en nuestra
contemporaneidad, de un “percibir las cosas” que se ahorre el pasado,
que no lo entienda como el único camino hacia ellas. Nos confronta así
con el tiempo de la experiencia en cada posicionarse por respuestas
sobre el presente: los ojos de la frente estuvieron, ahora no, ahora
persisten como datos de su propia ausencia, pero reabiertos sobre la
historia, sobre la suprema vastedad de lo que dolorosamente, ahora se
sabe, siempre seguirá siendo. El poeta nos acerca los trazos a lápiz de
una figura de conciencia cultural que hace a un debate abierto en
nuestra actualidad. Esbozaría y ratificaría, en su hombre de “mirar
nocturno”, que la modernidad como “singularidad epocal” se consumó
en el espíritu de sus propios prólogos, y en las dispares, quiméricas y
ciegas secuencias que pensaron y actuaron esa coral consumación
preliminar. Pero que tal acontecer también hace de sus particulares
27
textos de despedida (atroces, melancólicos o festivos) un acto ilusorio
para aquellos que se pensaron, se percibieron, se anunciaron, o son re-
interpretados ahora en el borde barbarizado y “desprendiéndose” de
una gran escena histórica “fallida” en sus presupuestos, en sus metafí-
sicas, en sus mitos, en las “muertes de la experiencia”, en sus “Solucio-
nes Finales” y en la corrosión de sus fondos esencializadores. Todo
esto es cierto, pero también que cada uno de tales imaginarios “bor-
des” nos devela y nos transporta a esa “frente apoyada en la noche”, a
esos ojos huidos pero incalculablemente rehechos para otra distancia
conjeturadora: para un pensar regresante donde las cosas cobran
sentido–sinsentido solo cuando pasan a ser “huellas” del porvenir. Los
ojos que en verdad se precisan son aquellos en esa “siempre frontera
consumada de lo moderno”, que escudriñan el secreto en su lugar,
atrás, en lo ya apagado o penumbroso.
El poeta pareciera descifrar en las prematuras desolaciones del si-
glo XX la posibilidad de un combate a largo plazo, a partir de una
antigua tensión mnemosínica entre hombre y cultura: desde ojos que
se desplazan, que invierten el horizonte donde lo porvenir es en
realidad su “huella”. Desintegra por lo tanto una mirada operativa
ciega “a lo que acontece”, para reabrir un mirar a contraluz sobre “las
marchas de la historia” y las leyes del progreso. La imagen permite
pensar un quiebre crítico de la figura del intelectual. Distinguir dos
formas bien dispares de su alma contenciosa en la irisación nihilizante
de lo moderno. Postular, en contraposición al hombre de “la nueva
circunstancia”, un hombre de la herencia que cobraría perfil en las
cavilaciones del poetizar de René Char. El primero se “situaría” en la
escena, mientras el segundo busca un infructuoso rehacerla para
28
descubrir, en su fracaso, que solo lo que sigue callado es digno de
comprensión. Aquel dispone de la memoria, mientras el otro busca
establecerla como un religar el pasado que ninguna “consistencia de
sentido” todavía propuso. El primero concibe de cada actualidad “un
comienzo” como una orden donde todo es posible de hacer presente. El
hombre de la herencia percibiría en los signos del presente un copioso
epilogar de conjuras que solo se traslucen, fugaces, en la penuria
convocante de algunas literaturas.
VII
El heredero sería el hombre recuperado por el prevalecer del
tiempo en las representaciones. Por una idea de tiempo donde las
palabras logren decir sobre todo, sus previos espacios mudos, fijar su
inaudito pasado, un sitio sin límite que las antecede, y donde la voz, la
frase, juega siempre a convencernos por el contrario, que no debe
haber nada. Pero la obsesión del heredero no es el ayer, [18] algo que
no lo reclama como estéril regreso y que finalmente ya lo instituyó con
su seña de identidad. Sabe que su presente también ha sido, y solo
desde este pasaje a un indecible pretérito de lo que sucede, la vida
pierde esa carga embrutecedora que aparenta depositarnos “en lo
inédito”. Sintiéndose designado en la herencia, la memoria ya no es el
acto de fuga que se emparenta con “ese recuerdo” convalidador de
todos los olvidos. El heredero opta y se proyecta, pero el drama de sus
opciones le antecede. Precisamente, la historia no es esa leve referencia
que corre “entre problemáticas”, sino la primera conciencia que lo
inviste, y únicamente suya: su más inmensa región todavía en silencio.
29
El heredero entonces es el que aprende a convivir lúcidamente con esa
oscuridad de lo humano y las historias, con esa opacidad de infinitos
dibujos que persisten sin hechura. Por eso el hombre de la herencia
rompe, quiebra la inercia de la versión idiotizada y a la vista de los
legados —la vigencia formalizada, convencionalizada— y se vanguar-
diza a veces convencido que su utópica autoimagen no será otra posa
que el nunca hablado diálogo con las reales cuentas del pasado. Diálo-
go del heredero, narración siempre inaugurante con aquella sabiduría
que se salva en el moribundo, según Benjamin: en esa extraña escena
de una agonía donde cesan las cosas y el mundo y solo resta el lengua-
je, es decir la posibilidad de la escena nuevamente, la de sus reiteracio-
nes por primera vez.
La herencia es la creación de aquel secreto “ya alejado” en el
tiempo, la escenografía que jamás fue, lo que el pasado desconoce de sí
mismo porque no tuvo lugar todavía entre los lugares establecidos de
la historia. En ese duelo en la cultura, nuestro hombre descifraría que
la herencia nunca aconteció, nunca puede ser situada. Frente a los
futuros y sus abstracciones que confirmarían “la historia”, el heredero
sólo porta el legado inconcluso del “bien” y el “mal”, cielos abiertos y
tempestades que necesitan primigenia enunciación: ser pasado. El
mundo testamentado es el paisaje por hacerse que circunda inasible al
hombre de la herencia cultural. Su intención de ruptura por tanto no es
el superficial deseo de “lo nuevo”: sabe que tal cita sería la astucia de lo
antiguo, su inercia enmascarada, cosmética reparadora, olvido final. Es
el encuentro con “lo viejo” lo que en el heredero atesora el quiebre. Es
aquel diálogo la posibilidad efectiva de percibir lo que no alcanzó
nunca a vislumbrarse, de escuchar lo indecible nuevo del pasado: de
30
ser más que la herencia. Lugar este último que siempre imagina
deshabitado de preguntas, sin historia acontecida, partes rumorosas de
literaturas “en desperdicio” a las cuales se arriba invirtiendo las
valorizaciones de los lenguajes del conocimiento. Para el hombre de la
herencia es en los usos del lenguaje donde la memoria deposita la clave
de la representación de la historia, donde rompe con el dato inanimado
que señalaría “aquello” como otros tiempos, donde embiste contra el
“pautado memorialístico” que hoy pone en escena los dispositivos de
clausura del pasado como información cultural, especialización
académica o simple trámite político.
El heredero aspira a un pensar reflexivo hermanable con la idea
que tiene Robert Musil con respecto al ensayo, esa escritura política
teorizante entre ética y estética que “elabora la historia del movimiento
del alma”. Que ordena “las ideas que viven y mueren” (como diría
Rilke, en el momento “del cambio”). Ordenamiento para Musil que
solo compete a la palabra que ensaya, y para la cual “la verosimilitud es
más que una aproximación a la verdad objetiva”, “porque es el hilo de
un pensamiento, el que arranca de su sitio a todos los demás”, y reúne,
en cada ocasión, “las ideas de las generaciones” como una insólita
“nueva relación entre los hombres”. Desde este mirador, no habría
nadie más cercano a lo que ciertamente aguarda en la cultura que el
hombre de la herencia. Frente a cada artefacto explicativo que restable-
ce “el equilibrio del espíritu”, su distracción, el heredero solo alcanza a
resucitar la verdadera trama de marcas en abismo. Una herencia
cuanto más destinal más inasible, fugitiva, hipotética, más ensayo. Más
pasado infinitamente inventado. Solo el hombre de la herencia sabe de
la utópica necesidad de inventarlo, de que éste finalmente suceda como
31
pasado para conocer lo que nunca fue. [19]
32
La quimera ilustrada de tono cartesiano se cumple de manera
paradojal en el hombre de la herencia: aquel “todo ha quedado atrás”
donde el futuro pasó a ser el punto cero de un vacío brillante y
prometeico. El heredero es la escritura irónica, desvencijada, que
también se anuncia en aquel dato arrasador. Es el que buscaría el
lugar donde finalmente quedaron las cosas desde ahora. Es Marcel
Proust una noche por una callejuela de Venecia: “entonces me paré en
medio del empedrado desigual, un objeto más importante me ataba,
aún no sabía cual, pero en el fondo sentía estremecerse un pasado que
no conocía... junto a ese pasado las verdades de la inteligencia se nos
antojan bien poco reales.” Pero si remontamos hacia el primer huma-
nismo renacentista italiano, en realidad se puede inferir que es el
fondo de una época, una línea atrás puesta en escena — en este caso
una herencia intelectualmente elegida— lo que permitió abrir otro
curso subjetivo de representación de la historia. Fue esa opción en
ruptura, deslizándose hacia un “mundo antiguo”, lo que fundó la
conciencia renacentista sustancialmente como una problemática de
heredades, de tiempos en espejo donde pudo alucinar sentidos en
tanto drama especular que disolvía y regresaba imágenes, obras,
voces: ideas de rastros y de “dejar atrás”. La dignidad del hombre para
Pico della Mirándola, la utopía a llevar a cabo, fue un inmenso linaje
de orígenes y memorias “nuevas”, de comarcas angélicas que devolví-
an, como un pretérito titilante, los secretos del bien y del mal en la
tierra, y transformaban los pasados en lo inmediato (imaginado) al
horizonte de la marcha.
Sin embargo lo que otorga cabal fisonomía moderna a ese hom-
bre de la herencia, es más bien el desasosiego de Hamlet en la nocturna
explanada de un palacio. La silueta del héroe ya bebió el fin de la
quimera renacentista y desde la nueva locura y simulacro de los
tiempos precisa componer la memoria del presente desde su soledad
intransferible. “¿Para qué conservo la memoria?” se pregunta Hamlet
en su monólogo inicial, revelando el desguarnecimiento y el destino
incierto de lo rememorativo en una historia que desintegró relaciones
entre naturaleza y cultura y también el milenario idilio entre micro y
macrocosmos que fundamentaba de dónde adviene el infinito mundo.
Hamlet es la absoluta interiorización de un pensarse entre los engrana-
jes enceguecedores del tiempo: arrastra la angustia de “no poder
confesar” aquello que lo antecede y lo destina en la vorágine del
presente. Hamlet es tragicidad moderna de la memoria como experien-
cia definitivamente separada de un todo sagrado, poético o filosófico
de la vida. Busca aquella “sombra” precedente y desconsolada por el
crimen y la sangre, su identidad es una escisión que sin sosiego le exige
interrogarse por la memoria: añorarla, desconocerla, buscarla como
algo ya extrañado de las figuraciones míticas del hombre. Hamlet
precisa “la sombra” de la memoria que rompa la condena a mutismo
de lo fenecido. Precisa del pasado su dramático hacerse presente en el
más profundo sentido del verbo hacedor.
El hamletiano hombre de la herencia debe acometer su propia
obra de la memoria, de esa sombra que le exige enfaticamente “ser
mirada” por primera vez, que en su desvanecerse cobra contorno y en
su aparecer se desmembra. Parusía agotadora, padre moribundo pero
33
silenciado que le anuncia vedarle todos “los secretos” de su ser ya
pasado. El pretérito es por lo tanto una “muerte que duerme” como
piensa Hamlet. Un tiempo que ya cerró sus ojos y su voz “para siempre”,
y fuerza al príncipe a una violencia crítica, a un anamnésico proceso que
despierte, para su propia historia, ese relato de sombra, ese mundo
“onírico” de escenas en letargo. La sombra re–memorante es entonces
diálogo fallido y a la vez decisivo, que fluye hacia atrás y hacia adelante
en la vida de Hamlet: es pura herencia, crimen que reilumina todos sus
pasos y que el legatario diagrama, solitario, en la precariedad del
lenguaje. Hamlet es subjetividad moderna exuberante: debe actorizarse
a sí mismo, debe re–vestirse con máscaras de la verdad. Debe represen-tar la historia que no existe. Inventar su escena. Esa “que tenga seme-
janza con la muerte” (del padre) del pasado. Esa “obra que nunca se ha
representado”, ni antes ni ahora, como le solicita Hamlet al grupo de
cómicos teatrales. Una penuria in fabula de la memoria. Una represen-
tación de la historia exactamente en las afueras de toda “reproducción
del pasado”. El pasado es fantasma literario. Es Hamlet relatando una
sombra, ese lugar que “quiere ver”, [20] ese lugar con respecto al cual le
advierte su madre: “posas la vista donde no hay nada.” Donde nunca
hubo nada todavía. Donde solo persiste el cavilar de Hamlet hilvanando
su vida y su muerte, en herencia.
VIII
“En torno a 1900 se trataba de fe en el progreso. (...) Más tarde nos
vimos enfrentados a la cuestión de si existe alguna clase de progreso
espiritual”, apunta Robert Musil en un ensayo escrito en 1923: “El
34
proletariado es burgués o antiburgués, no ha producido una dirección
espiritual nueva. (...) Échese un vistazo al camino de la desesperanza
que se extiende desde 1890 al presente. (...) Junto al racionalismo
estaba el irracionalismo, Nietzsche y el socialismo, la concepción
materialista de la historia y los anexos del idealismo. Humanismo y
antisemitismo. (...) Lírica de la gran ciudad e iglesia católica. (...) Sería
concebible que los hombres ahora se deshabitúen del alma y lleguen a
tener una constitución más adecuada a este estado caótico de cosas.
(...) Se dice que la filosofía se ha quedado rezagada respecto de los
hechos y esto confunde y lleva a la creencia de que los hechos son
antifilosóficos. (...) El hombre actual solo es hombre de hechos (frente
a lo cual.) se reúnen todos los intentos de nuestra forzada nostalgia que
se remonta hasta el romanticismo, la escolástica, las ideas platónicas,
intentos de encontrar retrocediendo algún asidero. (Es posible.)
considerar al hombre alemán como síntoma (lo que.) significa en otras
palabras poner sobre el tapete la problemática de la civilización. (...)
Conceptos de raza, cultura, pueblo, nación y también el concepto
auxiliar de ‘época’ no designan ya nada tangible ni tan siquiera senci-
llo, no se puede hacer otro uso de ellos que verlos como preguntas y no
como respuestas. Es como si en un cierto punto surgiera la angustia
ante el vacío. (...) El hombre actual se arruga como un globo que se
desinfla (...) la iglesia y el Estado han quedado sin fuerzas internas, la
ciencia ha destruido la fe, el capitalismo ha desintegrado la formas
antiguas (vivimos.) una época que no ha entendido lo que tiene de
nueva (...) el dinero es la medida de todas las cosas, el quehacer huma-
no ya no lleva en sí mismo medida alguna, el ‘éxito’ es hoy el único
criterio decisivo de comprensión (...) y puede llevar al hombre a
35
cualquier cosa mediante la codicia o la intimidación.”
El novelista radiografía una modernidad llevada a neblina históri-
ca donde la identidad de las instituciones y de las cosas pierden sus
señas “de razón”. Define la edad capitalista que se ha abierto hacia nosotros. En la descripción de Musil de aquella época quedan reunidas
las coordenadas básicas de una “consistencia” cultural en mutación
profunda y el lugar de crisis de la interpretación. Se trataría ahora,
para el ensayista, de reconocer en cada especificidad, en cada objeto de
análisis o conceptualización, ese quebranto designativo que en el
preguntar nos devuelve la pregunta sobre verdad, progreso, valores,
quid de las cuestiones, y hace de la otrora “sencillez” de una respuesta,
de la voracidad científica de agregar significado a lo que ya lo tiene, el
lugar casi inútil o impostor, por cuanto vela la caída cultural del
lenguaje, la ruina de un estado civilizatorio incapaz de entenderse a sí
mismo desde los lineales discursos de “conocimiento”. Musil pareciera
retomar aquella instrucción goetheana de contemplar “lo real”, lo
tangible” de “un paraje” (histórico) “entre las problemáticas ruinas del
pasado”. Para Musil, una larga edad de racionalidad vertebradora del
mundo, extensible al siglo XVIII y XIX, resquebraja y recompone sus
signos para hacer visible otro vasto tiempo que se inicia. Podría
decirse, la modernidad reencuentra entre sus tiempos de “guerras
totales”, su epicentro catastrófico. No es lo venidero, sino la cita con
los restos tangibles de una cultura, lo que pasa a iluminarla. Como si
fuese una obra de arte, también para George Simmel la comprensión
“plena de sentido” es el presente en lo desaparecido: en lo que ha
desertado, en lo inmemorial, en lo que “mira hacia atrás” fundido con
cada presente obrar humano. Como fragmentos de icebergs, en la
36
caracterización de Musil aparecen varias de las enunciaciones fuertes
de ese período, “los síntomas” no ya solo [21] en las cosas de una
escena histórica, sino sobre todo en las capas de narraciones modernas
y premodernas que las recubren, que las congestionan de tiempos,
remolinos y contrafondos filosófico–culturales. ¿Cuáles serían los
nudos cruciales de esa época, donde se expresa el pensamiento conser-
vador, espiritualista, irracionalista, de derecha o reaccionario?
— Una noción de Cultura que invierte la comprensión burguesa
liberal sobre el lugar real de la “barbarie irracionalista”. Que sirve de
contrapeso sustantivo (de raigambre religiosa originaria, fílosófico–
ética y estético–sensible) frente al proceso civilizatorio que en su
utopista industrialización de la existencia individual y de la ciencia,
destrona los sitios de conciencia sobre la propia cultura que acontece.
— Una reapertura de tensiones olvidadas entre saberes científicos
racionales y otros caminos de la intuición, de una imaginación de corte
mítico, de una sensibilidad romántica mística, desplazadas e invalida-
das epistemológicamente como “irracionales” para el examen de los
vínculos entre subjetividad y mundo de representaciones constituido.
— La confrontación entre el pensar desde “la vida”, como lectura
filosófica de raíz romántica y nietzscheana en cuanto a un fondo
irreductible de lo trágico humano, a partir de la cual por ejemplo
Ludwig Klages (iniciado en el círculo de Stefan George) busca
resignificar la interpretación del yo, liberar orgánicamente sus relacio-
nes encarceladas modernamente en una subjetividad destructora,
técnica, industrializante, monetaria y progresista como arquetipo
“espiritual”, Geist, de la época.
37
— Una reinscripción de corte pesimista, crítica conservadora, so-
bre el proyecto de la Ilustración y sus lógicas consecuentes institucio-
nalizadas por el liberalismo en las figuras de Estado, democracia,
política, ciudadano, y en su comprensión “abstracta” de lo social. Lo
que trae aparejado un debate sobre las “modernizaciones” del sujeto en
contra de las concepciones “tecno–económicas racionalizantes” del
materialismo marxista y su interpretación de cada etapa capitalista
como expansión de “un núcleo de razón” programado por ley históri-
ca, y propicia para disputar la totalidad de un molde civilizatorio
nunca cuestionado en sus fundamentos.
— La discusión claramente privilegiada sobre la técnica (de una
civilización productivista, científico–industrial) como clave interpre-
tativa para la totalidad de los repertorios utópicos modernos deveni-
dos, en aquella circunstancia, pesadillas de masacre y exterminio.
Pasaje a una definitiva nihilización de antiguos, humanistas y metafí-
sicos “sentidos del hombre”, o cumplimiento irremediable de tal
“nadificación” metafísica a escala técnica. Como correlato de ese
tiempo exacerbado de “aventura tecnológica”, la emergencia de
posiciones que plantean la posibilidad de hacer uso instrumental
benigno de tal recurso, y aquellas que la perciben, en la historia
concreta, como indefectible lógica destinai que realiza “al ser moder-
no” más allá de sus intenciones de conciencia. Carl Schmitt es uno de
los que llaman a una re–lectura de esa historia signada por la quimera
del progreso técnico y ahora única cifra del siglo XX, en tanto condi-
ción existencialmente “ciega”, capacitada para el dominio sin fronte-
ras sobre las masas, y que haría manifiesta desde su pretendida
neutralidad, “la neutralidad de la muerte cultural”. La extensa re-
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flexión sobre el tema “técnica y cultura” en dicha época se retroali-
menta de un amplio espectro de modernismos no solo progresistas
sino también “conservadores” (neorrománticos) que aceptan de esa
edad técnica —llevada a mito totalizador— la posibilidad de una
salida revivificadora (superación de moldes culturales anacrónicos)
de un tiempo histórico “burgués filisteo” agotado.
— También el debate sobre las dimensiones de lo político y de la
democracia que incorpora la historia moderna no solo como suceso de
la Revolución en las formas dinámicas–ordenadoras de la vida del
pueblo, sino en cuanto a comprensión y alcances interpretativos del
campo conceptual de “lo político”. Por una parte, discusión sobre “las
fuentes últimas del conocimiento” sobre la [22] sociedad. Como
expresa Thomas Mann, “la cuestión de saber si lo social se debe
comprender en una acepción política”, planteo que intenta abrir, frente
al “reduccionismo” económico–jurídico del encuadre liberal, un arco
de enfoques fíeles a una vieja modalidad germánica de disputa entre
lentes culturales, filosóficas, religiosas, artísticas y político–científicas
para abordar la verdad de “cada presente” de la historia en sus valores,
instituciones y mitos. Por otra parte, y mucho más decisivo, la perspec-
tiva llevada adelante en especial por Carl Schmitt contra el negativo
empobrecimiento cultural de la idea de lo político, arrinconada en la
esfera de lo jurídico estatal como fruto de un mirar científico–técnico
que implanta el liberalismo desde sus esquizoides lecturas de econo-
mía y Estado. Limitación que infecciona lo sustancial del pensamiento
marxista y progresista en general, circunscribiendo la problemática del
gobierno de la sociedad a un estatismo “neutral” contractualista, o
“total” de masas, encubridores ambos de la real crisis de “lo político” y
39
de “lo democrático” en lo moderno.
— En términos expresamente abarcadores y paradigmáticos de
los tiempos que se abrían, la vieja sociologización de la historia queda
superada por los trabajos de Max Weber, pero para recobrar en la
modernización conceptual de este pensador un inefable y a veces
rotundo malestar espiritual, extraviado para ese entonces en la selva de
los muchos “objetivismos” científico sociales. Su rastreo cultural sobre
los orígenes del capitalismo, su convencimiento teórico de las raciona-
lizaciones enclaustradoras y de las inevitables mecánicas de la relación
cultura–masas, su hacer hincapié filosófico en la crisis insuperable de
un dios abandonado a partir de la cual la modernidad capitalista en
realidad se repetiría a sí misma en incontables variantes y “cambios”,
convirtieron al weberiano “dejar atrás los irracionalismos” en una cita
cultural tan definitiva como lúcida con los esperpentos de la racionali-
dad. En este plano su visión se consustancializa con una época bajo
signo spengleriano, o que remata la proficua introspección sobre sí
misma en Spengler. En un marcado pesimismo frente a una cultura de
la exaltación técnica, délo fáustico depredador irrefrenable, de las
masas como oscuro lugar de permanentes instrumentaciones, del
dinero y el beneficio económico como exclusiva referencia desde los
poderes. En esa comprensión cultural de la historia, Spengler ve solo
“amontonamiento inorgánico”, “ciudades vaciadas de alma”, un
crepúsculo de Occidente en cuanto a vitalidad creativa: una conciencia
de catástrofe ya ocurrida por el consumarse de lógicas de progreso
antihumano.
40
IX
Este fresco de apreciaciones apenas esbozado, quedaría hoy in-
cluido en la propuesta que formulara Adorno con respecto a Spengler:
las “razones de sobra” para volver a plantear la cuestión de la verdad o
falsedad de muchos de aquellos presupuestos. Una herencia con
respecto a la cual el pensamiento intelectual contemporáneo no ha
calado medularmente desde sus intereses y preocupaciones por la
cultura, por la técnica, por la política, por la sociedad de masas y sus
cursos de acción.
Un libro de Georg Lukács, El Asalto a la Razón, puede resultar el
texto más representativo del rechazo ideológico, político y teórico de
esta herencia, llevada (por varias décadas y por gravitación intelectual
de la figura Lukács) a calidad de “irracionalismo reaccionario” que
engarza desde Schelling a Hitler. Y por lo tanto a desconsiderar su
necesaria revisión, como lo planteó Adorno. Libro de Lukács que
representa emblemáticamente la relación actual con aquel tiempo de
ideas, más allá de su posible escasa lectura. Libro que Lukács confec-
ciona (tal vez como máxima y trágica renegación de sus primeras e
invalorables obras sobre el alma de lo moderno o las formas de la
conciencia social) en un tiempo de adhesión cerrada al comunismo
stalinista, y en el cual también escribe, en carta a un amigo, “yo con-
templo, vivo y activo, cómo me [23] entierran como pensador”. En El
Asalto a la Razón, trabajado durante 1944 en la Escuela Antifascista del
Partido Comunista Alemán en Moscú, como bien argumenta su biógra-
fo Arpad Kadarkay, el teórico húngaro “fusiona fascismo, imperialismo
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y burguesía capitalista” como universo filosófico irracional decadente
de la historia moderna. Produce así una suerte de lectura esquemáti-
camente “ontologizada”, según Kadarkay, como recetario para una
izquierda en un mundo polarizado desde 1945, y en lo que resultaba
necesario aniquilar: el pensamiento que desde Nietzsche hasta fines
del 30’ supuestamente “proveyó tanto al fascismo, al antistalinismo
como al gran capital burgués imperial”. El libro es emblemático
entonces no por su explícita presencia en el debate de posguerra, sino
por lo que “supuró” en la crónica de un progresismo que terminó
confirmando, con respecto a aquella época, ese interesado “crimen
interpretativo” lukácsiano, al decir de George Lichtheim. Sus repetiti-
vas fundamentaciones sobre el “pesimismo de Nietzsche” que “con-
vierte en tragedia eterna de la cultura ciertos aspectos específicos de
la época imperialista”, su sellamiento del anticientificismo spengle-
riano como “solipsismo de las capas parasitarias del periodo imperia-
lista”, su crítica al agnosticismo idealista de Weber como “incorpora-
ción de la filosofía irracionalista en la base de su concepción capitalis-
ta del mundo”, su condena a Schmitt como “domesticador de la
economía por el espíritu” y “exponente de la decadencia del capita-
lismo”, su acusación a Simmel de “kantismo imperialista” y “místico
nihilista de la decadencia imperialista”, estas poco felices considera-
ciones no importan tanto ahora para señalar la desconsoladora
enajenación de Lukács a la dogmática oficial stalinista, sino, en lo que
interesa, porque reflejan el drama de un pensar intelectual que
obedeció consciente o inconscientemente a tal precario tratamiento
de un legado sustantivo, quizás irrepetible en su radicalidad, para
pensar el propio siglo sobre el que está parado.
42
X
A la profunda crisis de ideales y debacles históricas que fue aglo-
merando el siglo XX, se sumó el particular hecho de que en su último
medio siglo de distintas maneras quedó proscripto un tiempo de
argumentaciones que desde lo filosófico, lo literario, lo poético, lo
teórico sociopolítico no se integró cabalmente al horizonte deliberativo
contemporáneo, ni en sus errores ni como piensa Adorno, en sus
aciertos. Como si el propio pensar crítico hubiese encontrado una
frontera mítica “de riesgo”, la indeseable conformidad con un índex, y
preferido entonces disminuirse, idiotizarse ideológicamente, o a lo
sumo alcanzar la hipocresía de valorar “literariamente” a ciertos
autores “impresentables en sus ideas”. Esto debiera llevar a una
reflexión profunda sobre este hiato crucial de la modernidad, amedren-
tado intelectualmente de sus propios cuerpos bibliográficos. Instau-
rándose por largo tiempo desde una epistémica del “mal literario”, de
la misma manera que antiguos regímenes lo hacían sobre la filosofía
ilustrada. Un fondo de racionalidad policíaca en la crítica supuesta-
mente de “avanzada”, que si bien puede seguir entendiéndose como
parte de batallas políticas “en el campo de las ideas”, adquiere un
significado mucho mayor para una relectura reflexiva sobre la figura
del intelectual en tanto “conciencia histórica”, en tanto misión de
inteligibilizar razones de una cultura.
El importante déficit de esta conciencia con su herencia pensante,
resulta hoy referencia fundamental para medir el empobrecimiento
manifiesto que guía los cursos interpretativos sobre nuestro presente
desde un punto de vista intelectual. Bajo pretexto racionalizador
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progresista, bajo objeción a “ideas oscurantistas” por parte de un mirar
científico escuálido frente a la problematicidad de lo moderno y la
espesura de sus naufragios, o ahora bajo “posmoderno” cinismo des–
alfabetizador de legados reflexivos, lo cierto es que el lugar de una
conciencia cuestionante se ve aligerado de aquella responsabilidad
prioritaria de revisar la herencia que planteaba Adorno. Carencia no
menor, sino todo lo contrario, para [24] la discusión político cultural
sobre ausencias y presencias de un “compromiso intelectual”, y en este
mismo sentido, para superar una condescendiente y justificatoria
lectura que hoy solo percibe debilidad o raquitismo de interpretaciones
y preocupaciones por “falta de utopías políticas orgánicas” o por la
dificultad de “plantear una alternativa concreta al modelo imperante”.
Reconociendo sin duda la incidencia que estas dos últimas varia-
bles tuvieron para una figura del intelectual desde la segunda posgue-
rra, y en nuestra propia crónica no tan lejana, sin embargo lo que la
situación del mundo replantea hoy claramente (en lo que hace a
reflexionar de manera genuina el presente cultural) es que cuando nos
interrogamos sobre la situación histórica del hombre lo decisivo radica
en una memoria del pensar. Esa “escaramuza de retaguardia” como
pensaba Thomas Mann, esa que persiste entre antiguas orillas de la
razón pensante, contra el horizonte vacío de la “razón civilizatoria”.
Sitio donde lo único que resta y sustenta, para Mann, es una “rebelión
sensitivamente moral contra la vida tal cual es” cuando dicha actitud
no es cultura intelectual generalizada de una época, sino obligada
“eremítica de la vida y el conocimiento”. Herencia del resistente, de
otro tipo intelectual, que se indispone contra todo neolegalizado
distanciamiento entre horizontes filosóficos, éticos, estéticos, teórico–
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reflexivos “pasados” y “presentes”, postulado con éxito por una
actualidad. Esa herencia es la que teje en definitiva la única posición
indagante incisiva con respecto a las “situaciones” de la modernidad
capitalista. Es decir, es la que interviene de una manera más definitoria
y radical que el recurso a una programática, a un proyecto antiguber-
namental, a una “lógica de época”, desde su propia vinculación con un
pretérito de pensamiento que en tantas otras circunstancias se encon-
tró sin “programa, proyecto y alternativa” frente a la oscuridad del
futuro, y supo hacer de esta “amenaza del mal”, según Mann, también
tiempos trascendentes de preguntas y respuestas que retuvieron la
memoria del espíritu del hombre.
OBRAS CITADAS
T. W. Adorno: Crítica Cultural y Sociedad. Ed. Ariel. Thomas
Mann: Consideraciones de un Apolítico. Ed. Grijalbo. El Artista y la
Sociedad. Ed. Guadarrama. Aricó, José: El Concepto de lo Político, de
Carl Schmitt (Introducción), Ed. Folios. Tzvetan Todorov: “‘Los Intelec-
tuales y la tentación del Totalitarismo”, en El Experimento del doctor
Heidegger. Revista Vuelta, N° 142. Rafael Argullol y Eugenio Trías: Del
Nihilismo pasivo al Fascismo sin Ideas, en diario Página 12, marzo 1992
Manfred Frank: La Filosofia Alemana entre la Integración y el Rechazo,
en revista Humboldt, N° 96. José Luis Ontiveros: El Lenguaje Simbólico
de Jünger, en revista Casa del Tiempo, N° 46-47. Georg Simmel: El
Individuo y la Libertad, Ed. Peninsula. Sobre la Aventura, Ed. Penínsu-
la. Robert Musil: Ensayos y Conferencias, Ed. Visor. Giuseppe Zarone:
Metafisica de la Ciudad, Ed. Pretextos. Emmanuel l.evinas: Un Pensa-
45
miento que da que pensar, en revista Vuelta, n” 142 . Georg Lukács: El
Asalto a la Razón La trayectoria del irracionalismo de Shelling hasta
Hitler, Ed. Grijalbo. Carl Schmitt: El Concepto de lo Político, Ed. Folios.
Jeffrey Herf: El Modernismo Reaccionario, FCE. Anthony Phelan: El
Dilema de Weimar, Ed. Alfons El Magnanim. Norbert Bolz: Camino
hacia la Hipercultura (Conferencia impresa). Mario Perniola: “Hacia
una civilización de la cosa”, en Pensamiento Italiano Contemporáneo,
Ed. Fontini, Rosario.
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