Carlos Monsivais L Cervantes-Ortiz Lupa

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Carlos MonsiváisCuaderno de lectura

Leopoldo Cervantes-OrtizCarlos Monsiváis: Cuaderno de Lectura

© Leopoldo Cervantes-Ortiz.

Dpto. de publicaciones deLupa Protestante

Diseño y maquetación:Lupa Protestante

www.lupaprotestante.com

Barcelona, 2013

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Contenido

Monsiváis: de la reforma por venir, Adolfo Castañón .... 7

1. Una “conciencia imprescindible” .... 16

2. Monsiváis, la teología y la fe .... 22

3. Monsiváis, promotor de la laicidad .... 37

4. El lector de poesía .... 46

5. Entre el ensayo y la crónica: los aires de familia de Carlos

Monsiváis .... 60

6. El “testamento protestante” de Carlos Monsiváis (2012) .... 82

Notas .... 103

Sobre el autor

Leopoldo Cervantes-Ortiz estudió Medicina, Letras Latinoamericanas (UNAM) y Teología. Es maestro en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana (Costa Rica).

Fue profesor del Seminario Teológico Presbiteriano de México. Fundador y coordinador del Centro Basilea de Investigación y Apoyo (desde 1999), y de su boletín informativo (desde 2001). Coordina también la revista virtual elpoemaseminal desde 2003). Pertenece a la Comisión de Formación Ecuménica del Consejo Mundial de Iglesias (desde 2007) y al comité editorial del Consejo Latinoamericano de Iglesias y colabora con diversos medios impresos y cibernéticos. Es editor en la Secretaría de Educación Pública (México, D.F) desde 1998.

Algunos de sus libros son: Lo sagrado y lo divino. Grandes poemas religiosos del siglo XX (México, Planeta, 2002), Series de sueños. La teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves (Quito, Centro Basilea-CLAI-UBL-LSTC, 2003), El salmo fugitivo. Antología de poesía religiosa latinoamericana (Terrassa, CLIE, 2009), Juan Calvino: su vida y obra a 500 años de su nacimiento (Terrassa, CLIE, 2009) y Un Calvino latinoamericano para el siglo XXI. Notas personales (México, El Faro-CUPSA-Centro Basilea-SEK/FEPS, 2010).

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MONSIVÁIS: DE LA REFORMA POR VENIR(Breves preliminares a seis textos de Leopoldo Cervantes-Ortiz)

Adolfo CastañónAcademia Mexicana de la Lengua

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Como una nube de aromáticos inciensos, ronda nuestras calles y plazas la silueta traviesa y risueña, crítica y piadosa, despiadada y sarcástica, afinada a los versos de Francisco de Quevedo, el espectro errante y en pena de Carlos Monsiváis. Se le recuerda, no con sollozos sino con un resuelto ánimo entre carnavalesco y solidario, entre luctuoso y paradójico. Esa memoria misteriosa de alguien que supo ceñir su expresión tumultuosa y desbordada al genio de un lugar —la multánime y plural ciudad de México— es auspiciada por el hexagrama ensayístico que ha sabido armar para su lector Leopoldo Cervantes-Ortiz. Desdoblado tríptico o terceto, duplicada tríada o triángulo reflejo que se propone deslindar un espacio intelectual y ético, un lugar, más que caracterizar a una persona indefinible o escurridiza, pero también una de las pocas escasísimas voces que han dado la cara por México y sus enigmáticas estribaciones en la prensa y en la prosa; una de las pocas que a su manera esquiva se ha responsabilizado de la humanidad que convive en México, a costa de sacrificar en aras de lo público el sí mismo que fue el de Carlos Monsiváis, tan distante del narcisismo y del solipsismo, tan alejado de los escollos a que están sometidas las personas privadas cuando no privatizadas. No están aisladas en modo alguno —ni entre sí ni hacia afuera— las seis líneas de este doble triángulo o pirámide trazado por Leopoldo Cervantes-Ortiz: hexágono, hexaedro, cifras imantadas por el seis.

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El ensayo de Cervantes-Ortiz se delinea en seis tiempos que tienen por común denominador el horizonte del mundo mexicano contemporáneo: el laicismo, el protestantismo, la política y la poesía. El de la dialéctica de la secularización era uno de los temas recurrentes como un motivo musical en la conversación monsivaíta: el contrapunto de las ilusiones y decepciones, las esperanzas y desilusiones que envuelven y siguen el paso de la historia.

(Cuando conocí a Carlos Monsiváis, a fines de 1974, me sorprendió la mezcla de juventud y madurez de su persona. Iba vestido de cualquier modo, como alguien que acaba de salir de la cama; nos sentamos a conversar por un momento en la sala de su casa, en los amplios sillones mullidos forrados de vinyl color caqui que rechinaban un poco cuando uno se movía. Me llamaba la atención que en su biblioteca muchos libros, los que más y mejor había leído, estuviesen forrados de plásticos como para poder resistir los viajes y maltratos de alguien que los llevara a todas partes y no quisiera que se le maltrataran.)

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Los seis ensayos que presenta Leopoldo Cervantes-Ortiz en Carlos Monsiváis: cuaderno de lectura, buscan situar en la historia de las ideas en México, la figura del escritor, crítico y cronista, nacido en la ciudad de México en 1938 a partir de y desde su filiación protestante y de “la importancia de la cultura evangélica en la formación de su mentalidad crítica”.

No es la primera vez que Cervantes-Ortiz —el profesor de teología, nacido en Oaxaca— escribe sobre Monsiváis; antes había publicado en diferentes y no siempre muy visibles medios partes de estos documentos (un poco a semejanza del mismo Carlos, quien jugaba a las escondidas editoriales el juego de ir de Babel a papel para evocar el título de un autor contemporáneo); tampoco es el primer texto que se escribe sobre el legendario Cronista de Portales, ni desde luego será el último. De hecho, este Cuaderno de lectura no sólo puede

funcionar como una guía para recorrer en seis ejes o cauces principales la obra del autor de Días de guardar, sino también como una cartografía portátil de su recepción en la ciudad de las letras mexicanas. El libro de Cervantes-Ortiz concluye destacando lo que él llama “El testamento de Carlos Monsiváis”. Recalca en su hexagrama ensayístico la vertiente protestante, evangélica, bíblica, reformista y radical de la que proviene y contra la cual se recorta la silueta del espejo de tribal llamado Monsiváis. Espejo: émulo y espacio de la verdad y de la veracidad, depurador y purificador de las palabras de la tribu a las que les iba devolviendo un sentido. Monsiváis apostó a ser, como el espejo de la Princesa Blanca Nieves, el portador de la verdad y de las verdades, a veces hasta de la veracidad de una sociedad —la mexicana— a lo largo y ancho de su obra y de su continente escrito.

A lo largo: en el desarrollo y evolución de una escritura ensayística que empezó a manifestarse en la ciudad literaria mexicana, primero tímidamente, desde fines de los años cincuenta hasta concluir en la primera década del siglo XXI con una multitud de libros y un caudal indómito de artículos, ensayos y colaboraciones que están ahí lanzando un desafío a los bibliógrafos y a la espera de que venga un buen día a armarle a Monsiváis una crono-bibliografía como la que la abnegada filóloga argentina Emma Susana Speratti de Piñeiro armó para la Obra crítica de Pedro Henríquez Ureña. A lo ancho: es decir en los diversos géneros de este hombre de letras que renovó la prosa, fecundó el ensayo haciéndolo mestizo de la crónica, innovó a su peculiar manera la expresión de las ideas, reanimó el cuento, la caricatura moral, innovó el escolio y el escarnio público, dio nuevo impulso a la imitación y la parodia y practicó la lectura, la traducción y la escritura sin renunciar ni a la polifonía ni al civismo ni menos al sentido del humor y de la música que acompaña al carnaval que se apodera de la ciudad mexicana a la menor provocación.

Los seis ensayos de Cervantes-Ortiz contribuyen a precisar los “aires de familia” que nos permiten reconocer los diversos rostros de Monsiváis: es decir,

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para saber por dónde flota la conversación que animaba y que a su muerte dejó flotando. El primero: “Una ‘conciencia imprescindible’”, prefigura el sexto y final: “El testamento protestante de Carlos Monsiváis” y dibuja el perímetro de este “cuaderno” o cartilla para entender al, para algunos, innombrable hombre de Portales (ya sea porque lo citan sin reconocerlo, ya sea porque soslayan a los herederos incómodos de su discurso radical).

El capítulo 2: “Monsiváis, la teología y la fe”, ofrece una presentación de este adepto de un “cristianismo marginal” en sus propias palabras, en los dichos de su voz que, gracias a Cervantes-Ortiz, presenta un autorretrato verbal, un Monsiváis por él mismo que muy probablemente perdure y subsista como la identidad de este lector de la Biblia y apasionado de la historia de las iglesias reformadas en las que encontró tantas referencias para hacer un análisis del ajolote espiritual del ethos mexicano (saludos a Roger Bartra), un horizonte a través del cual poder entender la compleja combinación de culturas y civilizaciones que anida y prospera en los tristes laberintos tropicales y australes de las Américas.

Una apostilla marginal: Monsiváis, al igual que Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Jorge Luis Borges, es uno de esos lectores comprehensivos nacidos en América que invitan, por decirlo así, a poner de cabeza a la Doctrina Monroe y a convidar a los americanos de todas las latitudes a departir, como invitados de primera, en el gran banquete que representan las culturas americanas. Dada su doble formación, a la par protestante y mexicana, el discurso de Monsiváis es capaz de dialogar en los diversos idiomas y alfabetos en que habla, escribe, calla, canta y baila el enigmático continente americano del cual el mexicano es el síntoma más visible.

En ese autorretrato intelectual armado por Cervantes-Ortiz, a través de la edición de varias entrevistas —como las de Elena Poniatowska, Rodrigo Vera o L. Vázquez Buenfil, para no habar de los testimonios directos del propio Monsiváis, además de la Biblia, en particular en los libros del Antiguo

Testamento—, sobresale un libro axial: El progreso del peregrino de John Bunyan, cuyo personaje, “Cristiano”, prefigura las aventuras misteriosas —o vividas como misterio— de José K. en El Proceso y El castillo de Franz Kafka (un ejercicio pendiente sería comparar los avatares del “Cristiano” de Bunyan, el “Joseph K.” de Kafka y el “Jueves” de G.K. Chesterton). Ya en este capítulo aparece un tema que surgirá más tarde en el “Cuaderno” de Cervantes: el de la poesía y, en particular, el de la posibilidad de que un lector protestante, evangelista, bíblico y presbiteriano como Carlos Monsiváis haya sido, junto con Gabriel Zaid y Octavio Paz, uno de los mejores lectores de poesía mexicana. El fervor por la poesía y la expresión lírica aparece indisolublemente asociado en Monsiváis con el fervor por la ciudad y su fundación mitológica. No en balde Monsiváis era un fiel lector de Jorge Luis Borges, un leal y atento cronista de los movimientos cultos y ocultos de la ciudad.

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¿No es enigmático que un país protestante e imperial como los Estados Unidos de Norteamérica lleve en su escudo la frase: “En Dios confiamos” (In God we trust), mientras que un país como México, hecho de poderosas raíces católicas pero marcado por una Constitución liberal, sea y se defina como un país laico? El motivo del laicismo es uno de los rasgos intelectuales de este Voltaire mexicano que, para algunos, fue Carlos Monsiváis. El Cuaderno de lectura preparado por Leopoldo Cervantes-Ortiz es un manual, una “caja de herramientas” para no perder de vista las claves de la obra de este escritor singular que, si bien no se postulaba como Autor, estiró el tamaño de su esperanza hasta querer confundirse con el espíritu del tiempo mexicano que le tocó vivir, sin andar presumiendo que había leído a Hegel aunque se supiera muy bien la vida de Lutero.

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Uno de los filamentos o nervios que sigue Cervantes-Ortiz para sacar a flote el rostro interior de Monsiváis es su devoción por la poesía y su voracidad literaria. El capítulo 4: “El lector de poesía”, asedia esta vertiente que a Monsiváis le servía como salvoconducto para cruzar las fronteras de la sensibilidad y pasar de lo popular a lo elevado a través de las voces emblemáticas de los poetas como Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Renato Leduc. El capítulo que dedica Cervantes-Ortiz al Monsiváis “lector de poesía”, consta de cuatro estaciones que de algún modo recapitulan el canon propuesto por Carlos Monsiváis desde su antología de 1966 hasta el capítulo que dedicara a la poesía en sus “Notas”, sobre “historia de la cultura” incluidas en la Historia de México, reeditada por El Colegio de México en 2010. El capítulo, al igual que por lo demás todo el libro, es también un mapa de la recepción que ha tenido Monsiváis como lector de poesía en autores más jóvenes tales como Fabrizio Mejía Madrid, Julio Trujillo, Juan Domingo Argüelles o Luis Felipe Fabre. Hay otros lectores de Monsiváis no mencionados. Quizá en una segunda edición Cervantes-Ortiz pudiese asomarse al terreno de lo que el historiador José Luis Romero llamaba la “gran mala poesía”, de la cual Monsiváis era también —plebe obliga— un gustoso catador: José María Vargas Vila, Rosario Sansores, Ricardo López Méndez y, desde luego, los autores que se citan al final del capítulo: Julio Sesto, José Santos Chocano, Juan de Dios Peza (Julio Trujillo), además de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Álvaro Carrillo, Armando Manzanero, otras tantas voces que le permitían a Carlos Monsiváis no dormirse en los laureles de los consagrados y acompañar en su peregrinar errante a la incansable memoria colectiva. La cascada de nombres de intérpretes y compositores que podían estar presentes en el oído memorioso de Monsiváis iba muy lejos: pasaba por el bolero, regresaba a las rancheras, seguía por Chava Flores, regresaba a María Grever y, desde luego, dominaba a Cri Cri y a los pueriles melodistas usamericanos.

Este capítulo sobre poesía suscita en los penúltimos puritanos que fuimos algunos amigos de Carlos Monsiváis, el deseo de ver reeditadas y antologadas antes de que anochezca completamente la palabra en el destierro, sus comentarios y ensayos estrictamente poéticos sobre poetas como Novo, Villaurrutia, Paz, López Velarde, Francisco González de León. Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez han lamentado que Monsiváis no se hubiese dedicado más a la crítica estrictamente poética y literaria.

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“Entre el ensayo y la crónica: Los aires de familia de Carlos Monsiváis” es el más extenso de los textos que componen el Cuaderno: es, a la vez, un ensayo de descripción panorámica de la obra inclasificable del ubicuo Monsiváis, y un repaso de las voces críticas que han ido marcando los límites y extensión de su pensamiento a través de las palabras de Linda Egan, Evodio Escalante, Sergio Pitol, Sergio González Rodríguez, Adolfo Castañón, quienes desde distintas estribaciones han buscado iluminar y deslindar la sustancia y arquitectura de esa ciudad del nosotros (para evocar a la poeta dominicana Soledad Álvarez) que ensayó, entre contemporaneidades y contratiempos, armar Carlos Monsiváis: esa ciudad del nosotros sale del periódico hacia el libro, naturalmente, pero el “progreso del peregrino” que fue Monsiváis la impulsa, desde la historia y la sociología, hacia la música, la televisión, el cine, el cómic, la publicidad, la caricatura, la pintura, el muralismo y los demás bienes que componen el arca de la ecúmene iberoamericana: ese rostro multánime pero inconfundible que habla o tartamudea en español, en chicano, en espanglish, en portugués, en el papiamento criollo y mestizo en que se alientan y desalientan las Américas.

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El texto final del Cuaderno que Cervantes-Ortiz dedica a Carlos Monsiváis es el que escribe sobre el ensayo titulado “Las variedades de la experiencia protestante”, que se publicó en el libro Los grandes problemas de México,

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editado por Roberto Blancarte y El Colegio de México. En una entrevista a Blancarte sobre Monsiváis a propósito de la publicación de esa obra colectiva, aparecida en 2010, Blancarte el historiador del Colegio de México, recuerda:

…le comenté que estábamos preparando en El Colegio [de México] una serie de volúmenes para, aprovechando el Bicentenario, revisar varios de los problemas nacionales y que en lo personal estaba coordinando uno titulado Culturas e identidades. […] En su texto, titulado “De las variedades de la experiencia protestante” hizo una breve referencia a su biografía familiar” ―Por razones históricas, una tendencia dominante entre los protestantes opta por el liberalismo juarista, y es partidaria de la libertad de conciencia y de la tolerancia (Ejemplifico con mi familia: mi bisabuelo, Porfirio Monsiváis, soldado liberal, se convierte al protestantismo en Zacatecas a fines del siglo XIX, y mis abuelos, a causa de la cerrazón social a los diferentes, emigran a la Ciudad de México en 1908).1

“De las variedades de la experiencia protestante” no es el único texto dedicado por Monsiváis a esta cuestión para él tan importante, para Cervantes central y para el lector de Monsiváis imprescindible. Por ejemplo Cervantes-Ortiz cita el texto que Monsiváis publicó en la revista Este País, dedicado a la población excluida: “¿A poco no les gusta estar excluidos?”, y muestra hasta qué punto hay en el ejercicio de Monsiváis un respaldo académico, teológico, filosófico en la investigación. Esto le permitirá a Carlos una aproximación a la par inclusiva, crítica y autocrítica. Dice Monsiváis: “De las variedades de la experiencia protestante”, trae además de esa sólida reconstrucción de la historia de México, un testimonio personal del enigmático y modesto Monsiváis sobre su abuela (p. 64). Esta cita le permite a Cervantes-Ortiz relacionar “De las variedades de la experiencia protestante” con el ambicioso ensayo de Monsiváis, Las herencias ocultas del liberalismo en México, un trabajo en el que invirtió años y que realizó en el marco del Seminario de Cultura Nacional en el Departamento de Estudios Históricos del INAH, del cual formó parte. Cervantes nos hace recordar con su lectura de Monsiváis que la disputa religiosa, entre vertientes protestantes y

católicas no se remonta a éste, sino que se arraiga en lo más profundo de la historia social y política, cultural de México. Si Cervantes-Ortiz rescata del olvido textos como “Protestantismo, diversidad social y tolerancia (2002), en coautoría con C. Martínez García, y el titulado: “Si creen distinto no son mexicanos”, está apremiando a los editores a armar un Compañero de Monsiváis en el que se incluyan no sólo estos textos sino aquellos otros que tienen que ver con los excluidos, y, más allá, con esos excluidos de la exclusión que son los animales y las plantas de cuyos derechos se ocupó también el Precursor de Portales.

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1UNA “CONCIENCIA IMPRESCINDIBLE”

La noticia dio ya la vuelta al mundo: Carlos Monsiváis ha muerto. Sin acabar de digerir aún sus dos libros más recientes (Las leyes del querer, sobre Pedro Infante, y Apocalipstick, un fresco apocalíptico sobre la vida mexicana actual), que muestran una vez más la enorme amplitud de sus intereses y preocupaciones, Monsiváis se ha marchado dejando una estela de orfandad sólo comparable a la desaparición de Octavio Paz en 1998. Doce años después, la muerte del cronista del presente nacional por antonomasia nos recuerda que la intensidad escritural con que vivió no fue solamente regida por la pasión de atrapar los detalles del tiempo transcurrido, sino también por la obsesión moral (que no moralizante) heredada de sus grandes maestros: Alfonso Reyes, Salvador Novo, Paz mismo y, el más desconocido, Gonzalo Báez-Camargo, destacado intelectual protestante que ocupó un asiento en la Academia Mexicana de la Lengua.

Continuador de una pléyade de autores protestantes latinoamericanos entre los que hay que incluir también a Erasmo Braga (Brasil), Ángel Mergal y Domingo Marrero (Puerto Rico), Alberto Rembao y Francisco Estrello (México), e incluso al escocés John A. Mackay (discípulo de Unamuno), entre otros, Monsiváis encarnó, como pocos, la típica curiosidad transformadora protestante de la primera mitad del siglo XX, que produjo materiales que aún no se aprovechan lo suficiente. Ciertamente alejado de la iglesia que lo formó, nunca abandonó la reivindicación de sus orígenes, dando la razón al estudioso francés Federico Hoffet, quien afirmó: “Incrédulo o ateo, el hombre protestante mantiene su ‘conciencia’ [...] Estos rasgos [la tolerancia, el respeto a la libertad de los

demás] subsisten, aun cuando la religión haya pasado del plano consciente al inconsciente. Practicante o no, el hombre protestante es siempre semejante a sí mismo [...] La religión forma al hombre: ella imprime a su carácter un molde que permanece, aun cuando haya abandonado prácticas y creencias”.2

Al participar en diversos foros, siempre se refirió a ese pasado religioso con una intensidad asombrosa, pues nunca dejó de reconocer la importancia de la cultura evangélica en la formación de su mentalidad crítica.3 Para el profesor Jean-Pierre Bastian, profundo conocedor de los protestantismos latinoamericanos, Monsiváis

fue el heredero directo de ese “apostolado anarquista desempeñado por maestros de escuelas normalistas, pastores protestantes mexicanos, periodistas pobres, abogados de villorio recién paridos por infectas aulas, masones grasientos y machucados” (Bulnes), quienes hicieron la Revolución no para que suban al poder nuevos tiranos, sino para que el pueblo mexicano pueda disfrutar de los derechos humanos que Monsiváis defendió con tanta valentía en todas circunstancias. Báez Camargo y él eran las dos caras de una misma moneda evangélica, la de un Evangelio crítico y comprometido con la humanización del pueblo mexicano.4

Si para muchos es muy claro que mucho de su estilo provino de su afición al nuevo periodismo estadunidense, para la mayoría resultará una sorpresa saber que el talante moral de Monsiváis le viene, también, de su origen protestante. Acaso la elección de su género literario favorito, la crónica, tenga que ver con su inocultable afición bíblica, como señala Javier Aranda Luna:

La tradición moral y literaria de Monsiváis tuvo quizá el mismo origen: la lectura de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. La versión según Sergio Pitol que guarda la sonoridad del siglo de oro de la lengua castellana. Tal vez por ese origen doble Monsiváis escogió la crónica como forma de expresión literaria y espacio donde los principios nunca resultan incómodos. Con ella podía contarnos más que mundos de ficción, el cuento de la verdad”.5

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La omnipresencia de la Biblia en su obra no ha sido, todavía, objeto de investigaciones profundas, pero basta con leer algunos títulos, epígrafes de sus ensayos o frases sueltas para darse cuenta de ella (“Y conoceréis la verdad, y la verdad os aterrará”, por ejemplo, o “Patmos esquina con Eje Central”, un texto de 1987.6). La caricatura publicada dos días después de su muerte da fe acerca del lugar de la Biblia en su pensamiento: Dios lo recibe con un ejemplar del libro sagrado y le solicita aprensivamente: “Lo estábamos esperando don Carlos. ¿Nos podría hacer el prólogo?”.7

Su auténtica obsesión por cronicar todo lo cronicable, desde los deslices verbales de políticos y jerarcas religiosos, hasta la última exposición de arte popular o los conciertos de algunos cantantes, lo convirtió en una persona no solamente ubicua sino en alguien que luchó constantemente contra los lugares comunes y se propuso exhibir los despropósitos declarativos de la gente pública, como lo hizo durante décadas en la columna “Por mi madre bohemios”, frase tomada del famoso poema “El brindis del bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro (1887-1949), y que publicó en diversos diarios y revistas. Allí, a la cita textual del exabrupto en cuestión, le seguían los despiadados comentarios de Monsiváis (o sus colaboradores) escondidos detrás de la enigmática abreviatura, “la R.”, es decir, “la redacción”.

Quienes más van a descansar ahora con su desaparición física serán precisamente los políticos y los obispos católicos, especialmente aquellos que no descansan en sus ataques contra la laicidad del Estado mexicano. En ese sentido, y después de la cadena de homenajes oficiales con que fueron despedidos sus restos durante tres días frenéticos, la noche del martes 22 de junio, Bernardo Barranco reprodujo en su programa radiofónico la entrevista que le hiciera a Monsiváis a propósito de la aparición de su libro El Estado laico y sus malquerientes (UNAM-Debate, 2008), en donde dejó muy claro por qué usó ese adjetivo (“malquerientes”) y no el de “enemigos” para referirse a quienes desean golpear, incluso desde el poder, las conquistas laicas en la historia de México. Su argumento es contundente: al no recibir el apoyo de una sociedad

ya secularizada, su lucha ha derivado únicamente en desvaríos cada vez más grandes.

Una de las frases de Monsiváis en ese programa es vehemente y hasta con tintes teológicos, fruto de un análisis concienzudo y de un estudio acuciante del pensamiento liberal mexicano del siglo XIX8:

Efectivamente el carácter laico no está en la Constitución, pero tampoco Dios. Si no está Dios en la Constitución, poco me preocupa que no esté explícitamente el carácter laico del Estado. Acuérdate cuando los constituyentes ponen la palabra Dios. Se levanta Ignacio Ramírez y dice: “Yo no firmo eso”, porque el Estado tiene que ser por fuerza una categoría autónoma, que en sí misma se valide. No estoy citándolo, sino reproduciendo su argumentación en lo esencial. Si nosotros hacemos que el Estado dependa de otra instancia, estamos renunciando a nuestra soberanía. La soberanía consiste en que Dios no aparezca, como sí aparece en la constitución norteamericana, en la moneda, etcétera.9

Algunos de sus detractores, como René Avilés Favila, no han dejado de reconocer que Monsiváis trabajó una obra crítica cuyo impacto todavía está por valorarse.10 Recientemente, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicó un volumen colectivo escrito por autores jóvenes, cuyo título resume muy bien el lugar que alcanzó Monsiváis en la sociedad mexicana: La conciencia imprescindible, un epíteto del cual él se hubiera burlado de buena gana, pero que ejerció consistentemente.11 Otros, como Christopher Domínguez, lo han retratado muy bien con categorías religioso-teológicas:

“El pecado fue el tema central de mi niñez y la idea de algún modo... ha seguido rigiéndome hasta ahora”, escribió el joven Monsiváis en una declaración que Egan no podía pasar por alto. Esta es la cesura radical entre su origen cristiano y su evolución como uno de los grandes secularizadores intelectuales de la sociedad mexicana, pues ha librado una batalla, casi teológica, contra la noción de pecado como rasero moral al servicio del poder. Pocos espíritus más liberales y agnósticos que el de Monsiváis. Más allá de su retrato del Niño Fidencio en Los rituales del caos o de su rastreo cotidiano de las procacidades emitidas por los jerarcas de la Iglesia romana, Monsiváis es, venturosamente,

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algo más que un anticlerical. Estamos ante el más severo y profundo de los anticatólicos mexicanos. A su lado, Martín Luis Guzmán queda como un jacobino autoritario ayuno de cualquier noción de religiosidad. Aunque se cuidaría de declararlo explícitamente, creo que Monsiváis, en buena lid reformada, encuentra consustanciales a la república católica no sólo la superstición y el fanatismo, sino la exaltación nacional de la cultura de la pobreza.12

Hacen falta estudios amplios, como el de Linda Egan, especialista estadunidense, que abrió brecha en los estudios sobre su obra y quien participó en el gran homenaje con motivo de sus 70 años en mayo de 2008.13 Habrá que esperar, también, para leer un texto anunciado por Roberto Blancarte que seguramente aclarará un poco más la presencia del protestantismo en la formación de sus ideas.

Blancarte cierra su artículo con un comentario sumamente pertinente, señalando que dicho texto es “de hecho prácticamente testamentario, [y] podría leerse como un recuento casi personal de la experiencia comunitaria del rechazo y la intolerancia. Ésa que han practicado muchos de los que en estos días hicieron guardia ante su féretro. Ésos que él llamó en uno de sus últimos libros, ‘los malquerientes del Estado laico, ya no estrictamente sus enemigos porque su inacabable derrota cultural los enfrenta a su límite: la imposibilidad de constituir un desafío verdadero a la secularización y la laicidad’”.14

Mientras tanto, está delante la oportunidad de leer sus textos para cerrar el círculo de un trabajo escritural que buscó ansiosamente la comunión con los demás.

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2MONSIVÁIS, LA TEOLOGÍA Y LA FE

¿Qué consecuencias tiene la teología, una disciplina las más de las veces inaccesible a los mortales que no quisieran serlo? ¿Ha perdido fuerza o la ha reconcentrado?15

C.M.

Carlos Monsiváis (1938-2010) fue durante su niñez y adolescencia un militante protestante que recibió una sólida formación bíblica que lo marcó para siempre. Nunca dejó la reflexión, así fuera sesgada y oblicua, sobre los temas religiosos, como una marca indeleble de dicha militancia. Podría decirse que su obra está “salpicada” continuamente por la preocupación sobre la fe, la religión, el protestantismo y hasta la teología. Los epígrafes, frases, secciones y alusiones continuas a la Biblia, su conocimiento minucioso de la tradición liberal y, sobre todo, su pasión por la defensa por la laicidad, afloran a cada paso. Él mismo da testimonio de sus lecturas desde su temprana autobiografía, publicada en 1966, a los 28 años, en la cual se aprecia, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, el tipo de materiales que tuvo a su alcance y que, inevitablemente, hicieron de él un lector voraz y analítico:

En el Principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura: himnos conmovedores (“Cristo bendito, yo pobre niño, por tu cariño me allego a Ti, para rogarte humildemente tengas clemente piedad de mí”). Cultura puritana (“Instruye al niño en su carrera y aún cuando fuere viejo no se apartará de ella”), y libros ejemplares: (El progreso del peregrino de John Bunyan; En sus pasos o ¿Qué haría Jesús?; El Paraíso Perdido, La institución de la vida cristiana de Calvino, Bosquejo de dogmática de Kart Barth).16

Monsiváis retrató muy bien la educación religiosa que recibió, así como los típicos usos del aprendizaje bíblico, propios de la cultura evangélica de entonces, marcada por un biblicismo verdaderamente excesivo, sólo que, en su caso, el apego a la traducción bíblica mencionada tuvo un impacto literario extraordinario:

Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical, también aprendí versículos, muchos versículos de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica. El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de Ramos cuando recité, ida y vuelta a contrarreloj, todos los libros de la Biblia en un tiempo récord: Génesiséxodolevíticonúmerosdeuteronomio.17

A sabiendas de la distancia crítica que tuvo del ambiente religioso en que creció, varios entrevistadores/as trataron de “acorralarlo” para que confesara sus creencias, pero no lo consiguieron. En una de las entrevistas más conocidas, a propósito de la reedición del Nuevo catecismo para indios remisos (1982, 1997), un libro en el que se mofa a placer de la visión dogmática de la vida, pero en el que se aprecia su profunda mirada religiosa,18 Elena Poniatowska le preguntó:

¿Cuál fue tu catecismo de niño?De niño no tuve catecismo por no ser católica mi formación. En todo caso, habré leído alguno de esos catecismos de la Historia Patria que abundaban en las librerías de viejo. Seguramente leí resúmenes de Guillermo Prieto, y en la secundaria intenté leer el de Roa Bárcena y fracasé. Ya en preparatoria leí, no sin morbo, el del Padre Ripalda.¿Por qué fracasaste en ese aprendizaje de los catecismos?Porque disponía de un gran equivalente, que rehuye la idea misma de catecismo, La Biblia, leída con cierta perseverancia desde que me acuerdo. Y porque había leído novelas de la formación ejemplar, The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino), de John Bunyan, muy importante para mí. Pero exagero. Resumiendo, la Biblia fue la madre de todos los catecismos para mí, y el antídoto. […]

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¿Te consideras un hombre religioso?¿Qué te digo? Ni doctrinaria ni programáticamente religioso, pero en mis vínculos con la idea de justicia social, en mi apreciación de la música y de la literatura, y en mis reacciones ante la intolerancia, supongo que hay un fondo religioso. Ahora, tampoco me gusta describirme como una persona religiosa, porque la mayor parte de las veces se asocia lo religioso con el cumplimiento de una doctrina muy específica y no es mi caso, pero si lo religioso se extiende y tiene que ver con una visión del mundo, con los deberes sociales, con el sentido de trascendencia, pues sí sería religioso... Ahora que te lo dije me sentí en falta, porque ya lo que sigue es mi autocandidatura a la canonización y allí sí me detengo.19

Esta defensa de su intimidad religiosa no le impidió nunca tomar partido por la reivindicación crítica del protestantismo, con el que parecía tener una relación de amor-odio, aunque su testimonio permanente fue de apego entrañable, sobre todo, a los himnos y las lecturas clásicas de ese ambiente. Poniatowska puso muy bien el dedo en la llaga del protestantismo de Monsiváis, con una pregunta obligada:

Carlos, tu Catecismo critica a la religión católica, ¿harías lo mismo con el protestantismo?No critica a la religión católica. No pasa por la fe, pasa por el lado de la locura extendida en algunas creencias. En lo tocante a la religión, el pasmo es tan inmenso que me impide pronunciamientos, pero los desafueros a nombre de esas creencias me han resultado desde niño muy divertidos, y me propuse atender ese mundo no tan marginal, pero nunca central, de las creencias católicas en México y examinarlo a la luz de la sátira. En cuanto al protestantismo, el tipo de supersticiones que ha provocado es distinto al católico, pero no por ello deja de parecerme divertido. Lo que pasa es que me llevaría más tiempo, y no sé si hay el conocimiento suficiente de estos prejuicios para que el resultado no fuese una querella de gueto.20

Otras dos entrevistas importantes se publicaron en la revista presbiteriana El Faro y en Proceso. En la primera, realizada por Luis Vázquez Buenfil, las preguntas son incisivas, pero él las respondió con demasiada brevedad,

apuntando hacia el impacto vital de lo que experimentó en sus años formativos y su visión adulta colocada en su perspectiva de escritor:

¿Milita actualmente en alguna iglesia?No. Yo soy cultural y musicalmente cristiano pero no tengo una relación activa con el credo.

¿Cómo fue que recibió esta formación?Mi familia sí es muy protestante. Son muy militantes todos. Pero yo tuve más bien una enorme inclinación por la Biblia como literatura ¾que sigo teniendo¾, y por la historia de las iglesias reformadas. Pero no tanto por la práctica cotidiana. Soy, al respecto, de un “cristianismo marginal”, no sé si así se pueda decir.

¿Esa herencia teológica, cultural, judeocristiana, le ayudó a descubrir la vocación como escritor?No sé. Lo que es cierto es que, si tengo alguna influencia imperceptible en mi prosa, y si tengo prosa ¾las dos cosas¾, es la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera que fue, para mí, el libro más formativo. Después vinieron muchos otros, pero creo que ninguno me marcó tan categóricamente como la traducción de la Biblia de Reina y Cipriano de Valera. Por eso lamenté tanto la versión de 1960 que me parece, literariamente, muy inferior. […]21

También exteriorizó la manera en que veía la función del protestantismo, compartida solamente por los espacios más abiertos de las iglesias, pues en los años 80, sobre todo, el triunfalismo de muchos grupos y, en los 90, su acceso irreflexivo a la política era, para muchos, desesperante, aunque él veía el carácter minoritario del protestantismo desde el plano estrictamente cultural y educativo:

La condición de minoría del protestantismo ¿le da una cierta ventaja o es más bien una desventaja?Depende. Si no hay información, si no hay lecturas, se vuelve desventaja. Si hay información, si hay lecturas, si hay una solidificación cultural de la fe, es una gran ventaja. Pero desde la ignorancia, el fanatismo prende con rapidez y el fanatismo es una actitud muy desarmada.

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En sus palabras, ¿en qué ha contribuido el protestantismo a México?Bueno, ha contribuido en el aumento de la tolerancia, nada más por el hecho de su mera existencia. Si hay gente que persiste en ser distinto, eso contribuye a la diversificación, a la pluralidad y a una idea de diversidad respetuosa. Ha contribuido enormemente en el campo de la lectura. Esto ahora es menos visible, pero en la primera mitad del siglo, lo que fue la difusión de la Biblia, fue extraordinario desde el punto de vista de la lectura. Y ha contribuido con seres humanos excepcionales, desconocidos, anónimos, pero con una muy recia actitud moral. Ésas han sido, creo yo, básicamente sus contribuciones.

¿Sus debilidades?La cerrazón fanática. El olvido del mundo por un criterio mesiánico. El conservadurismo es materia de costumbres y, algo que también me importa mucho, considerar que no pueden intervenir en la vida pública porque el protestantismo es una limitación. Ésas, para mí, son sus debilidades básicas. […]

No dejó, en ese momento, de reconocer la deuda con sus maestros, principalmente con Báez-Camargo, aunque no dejó de criticarlo: “Fue mi maestro de Escuela Dominical. También fue un personaje que luego se derechizó muchísimo y en el 68 tuvo una conducta terrible. Pero finalmente lo respeto y le debo, intelectualmente, muchísimo”.22

En la entrevista de Proceso, Rodrigo Vera también lo abordó en relación con su pasado religioso y en su respuesta se puede ver cómo procesó la marginación y el rechazo de que aún fue objeto, mediante un filtro cultural que hoy se echa tanto de menos en las comunidades, pues las lecturas y autores a que alude son desconocidos para las nuevas generaciones evangélicas. Intolerancia, literatura e identidad se mezclaron en su horizonte de una forma extraordinariamente creativa:

Al respecto, ¿cuál es su formación?Doctrinariamente, me formé en el más estricto protestantismo histórico, y por eso uno de mis primeros héroes fue el almirante Gaspar de Coligny, asesinado en la Noche de San Bartolomé, episodio que fue sin duda mi encuentro inaugural con el significado de la intolerancia.

En materia de lecturas iniciáticas, además de la Biblia en la admirable versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, me acerqué a libros como El progreso del peregrino, de John Bunyan, o a biografías de John Wesley y William Penn. A eso le añadí un conocimiento muy directo del pentecostalismo. Pero lo anterior son datos privados, por así decirlo; mi formación genuina como protestante se la debo en gran medida a las percepciones externas, que situaban a las minorías religiosas en el espacio de lo ajeno, lo choteable, lo amenazante. Durante la primaria y la secundaria, no conseguí olvidar mi condición protestante porque los demás nunca lo hicieron y una de mis tareas importantes (aunque esto se me aclaró mucho después) fue rechazar la identidad que se me atribuía. Los integrantes de una minoría cultural se saben distintos, no sólo por sus creencias o conductas específicas, sino por el registro externo de esas creencias que, en el caso del protestantismo, describían una fe antinacional, ridiculizable y de mal gusto. En los años cuarenta y en los cincuenta ni existía ni se concebía la pluralidad. México era un país católico, guadalupano, priísta, mestizo, machista y formalmente laico.

¿Cuál fue su experiencia directa con la intolerancia religiosa?Una muy aguda pero, por fortuna para mí, básicamente verbal y con agresiones mínimas. Por supuesto, en más de una ocasión no se me invitó a casas de compañeros porque el padre o la madre no auspiciaban el trato con heréticos y, también, me desconcertaba un tanto al llegar a casa de un compañero y ver el letrerito en la ventana: “En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante”, lo que, aunque no existiese, me obligaba a cancelar mi proselitismo. Me acuerdo, una vez, en la secundaria, cuando la madre de un compañero, muy católica según me habían dicho, me preguntó: “¿Y qué hace tu familia los domingos?”. Intimidado, repliqué eludiendo la mención de los himnos y la Biblia: “Fíjese que nos dedicamos a la lectura y la vocalización”. Pero fuera de la Ciudad de México desaparecía esta tolerancia-por-abulia. Entre 1945 y 1953 o 54 aproximadamente, la jerarquía auspicia, y no muy discretamente, campañas de odio y persecución contra los protestantes, los proyanquis que traicionan a la nación que es apéndice sentimental de la Basílica. El hereje (el aleluya) era el descastado, el payaso… Todavía recuerdo una portada de Tiempo, el semanario de Martín Luis Guzmán, en 1952: “Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio”. […]23

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Además, veía claramente las diferencias entre el protestantismo de su época y el actual, sin falsa nostalgia ni apocalipticismo:

¿Cuáles son las diferencias más considerables entre el protestantismo de su infancia y el actual?La fundamental: se ha normalizado, por así decirlo, la presencia del protestantismo mexicano que ya sólo en una porción mínima de casos depende del dinero estadunidense. No obstante los esfuerzos de la jerarquía católica y de los antropólogos marxistas especializados en la pureza de la Identidad Nacional, desapareció entre los protestantes, por lo menos perceptiblemente, ese sentimiento de culpa de no ser como la mayoría. En el universo plural que vivimos, el protestantismo es ya socialmente hablando opción legítima, salvo en las zonas con cacicazgos exterminadores o clero católico muy intolerante. Y en el protestantismo, también, se han reabierto espacios intelectuales cerrados por más de 40 años; hay historiadores de la calidad de Jean-Pierre Bastian y, algo decisivo, se canjea la gloria del martirologio por la defensa de los derechos humanos, y se exploran las posibilidades de intervención cívica. (Esto, no sin las típicas presunciones demagógicas de quienes se declaran representantes del conjunto.) La intolerancia persiste, pero ya, salvo casos muy específicos, el de San Juan Chamula sobre todo, no deja las profundas huellas psíquicas de antaño. Y los avances en materia de normalización de creencias son numerosos, y sólo falta desvanecer el ridículo que siempre se le endosa a las creencias ajenas.24

A lo dicho hasta aquí hay que agregar su profundo conocimiento de la historia del país y los cruces de ésta con los avances de un protestantismo que, en su infancia y juventud era eminentemente liberal y juarista, para mayores señas. No hay que olvidar que Monsiváis colaboró también en un vasto proyecto, la Historia general de México (publicado por El Colegio de México), en donde se encargó de hacer la crónica cultural del periodo posrevolucionario. Así respondió a otra pregunta expresa sobre la reacción protestante ante la persecución:

En la década de los cincuenta no se concebía siquiera la noción de derechos humanos, y menos aplicada a las libertades religiosas. Existían en la Constitución, pero el asunto no le concernía a la izquierda por considerar a los protestantes “avanzada del imperialismo”, y el PRI era terriblemente prejuicioso. También, y esto es definitivo, la información

era escasa o nula; un protestante lazado y arrastrado a cabeza de silla no era noticia, y sólo Tiempo, gracias al liberalismo consecuente de Guzmán, le dedicaba espacio al tema. Y fue muy débil la respuesta de los protestantes. Había una Comisión Nacional en Defensa del Evangelio (sic), que organizaba cada 21 de marzo una marcha y un mitin en el Hemiciclo a Juárez, pero no mucho más. Y lo que imperó, muy negativamente según creo, fue el amor por el martirologio, no al modo cristero, porque el pacifismo evangélico era a ultranza, pero sí con la fe en las potencias del suplicio propias del cristianismo primitivo. Y el resultado fue inequívoco: la Iglesia católica frenó el desarrollo del protestantismo persiguiéndolo y marginándolo a fondo. A esto luego se agregó, muy eficazmente, y con la ayuda de antropólogos marxistas, la imposición del término sectas, con su carga implícita y explícita de oscuridad, conjura, creencias satánicas. La campaña de exterminio borró mucho de lo obtenido en las primeras décadas del siglo, la incorporación de los protestantes a la vida pública (los ejemplos van de Pascual Orozco a Moisés Sáenz y Rubén Jaramillo), y por eso, en su mayoría los protestantes se consideraron sin así decirlo, expulsados de la nación, ciudadanos de tercera sin voz ni voto. Era devastadora la sensación de ajenidad y muchos, por comodidad, al casarse con gente católica mudaron de fe para integrarse socialmente. Otros renunciaron a sus convicciones porque un puesto público bien valía una misa. Y en cuanto a la ideología, los protestantes solían llegar hasta el juarismo, y no más. Esto hasta los años setenta, cuando inesperadamente para mí, comienza la expansión, sobre todo en el Sureste, del protestantismo y las confesiones para-protestantes. El crecimiento demográfico sobre todo derribó los muros de contención.25

La lucha protestante por la pluralidad, aun cuando fue bastante inconsciente, no la veía como parte del proceso más amplio de democratización del país, algo que a los propios evangélicos les ha costado entender, particularmente aquellos que niegan, por ejemplo, los espacios de liderazgo a las mujeres. Siempre advirtió los riesgos del retroceso en el papel del Estado laico ante los ataques de los jerarcas católicos de mentalidad decimonónica. Y lo mismo pensaba sobre los fundamentalismos evangélicos. Por eso, a la pregunta sobre las ventajas y desventajas del crecimiento evangélico, respondió así:

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No asocio en lo mínimo el estallido de credos distintos al católico con la emergencia de la sociedad civil. Una cosa es el ansia de experiencias religiosas convincentes y otra el hartazgo ante el autoritarismo. No creo que haya algo equivalente a “la democratización confesional” y le tengo miedo a la manipulación política de la religiosidad, por las consecuencias lamentables tan a la vista. Ahora, sin ganas de contradecirme, veo muy positiva y, en momentos incluso admirable, la participación de los cristianos en la medida en que no quieran imponer dogmas ni eliminar las grandes conquistas de la pluralidad y la secularización. No creo, en las circunstancias actuales de México, en las ventajas de un partido católico o de uno protestante, pero estoy convencido de los beneficios de la intervención de los cristianos en la lucha democrática, aunque, en este orden de cosas, deploro la ausencia de críticas de las comunidades eclesiales de base a la intolerancia religiosa en Oaxaca, Chiapas y Nayarit, por ejemplo, y su timidez, por decir lo menos, en las cuestiones de bioética y asuntos tan urgentes como la despenalización del aborto y la difusión de medidas preventivas contra el sida. El fundamentalismo católico y el protestante son, por distintas vías, muy antidemocráticos, aunque el poder y sus consecuencias letales son asunto del fundamentalismo católico.

¿En qué medida el Estado y la Iglesia católica han auspiciado la expansión protestante?Lo que auspicia el arraigo de la pluralidad es, por un lado, la Constitución de la República y su reconocimiento de la libertad de cultos y, por otro, la vida contemporánea y su rechazo de las exclusiones. Al Estado no le ha importado nunca la persecución a la disidencia religiosa, y si hoy, excepcionalmente se ocupa un tanto de las expulsiones en San Juan Chamula, es porque el fenómeno se da a la luz del EZLN y Chiapas, y porque, como sea, la tolerancia es un logro social. En cuanto a la contribución (involuntaria, desde luego) de la Iglesia católica, me interesaría saber por qué, luego de cinco siglos de conversión de un país, lanza audazmente la consigna de la nueva evangelización.26

Y es que su crítica al papel del catolicismo en México era despiadada, motivo por el cual siempre fue mal visto por sus representantes. Se trata de una crítica incisiva a la falta de actualización y pertinencia de dicha tradición, al menos en nuestro país:

¿Percibe cambios en la religiosidad del pueblo de México? ¿La Iglesia

católica perdió ya el monopolio de las “almas”? ¿Podría inclusive ser desplazado el guadalupanismo?Sí percibo camhios, y enormes, en la religiosidad del pueblo de México. La mera coexistencia de credos es un hecho extraordinario, y la aceptación creciente o irreversible de la diversidad, también. ¿Quién ubica hoy seriamente a los protestantes como “herejes”, con todo y la carga de leña acarreada para la hoguera? ¿Quién, en rigor, describiría a un no-católico como “hijo de Satanás”? Y observo también el fenómeno, denunciado por los obispos católicos, del “ateísmo funcional” de 90% de los mexicanos. En materia religiosa, la tendencia es ser sinceros con las creencias, aunque en las clases adineradas declararse católico, y contribuir con poderosos donativos al Vaticano, es una compra del cielo de la respetabilidad y, si se puede, del cielo strictu sensu.

Nadie dispone ya del “monopolio de las almas”. Hay, sí, un catolicismo mayoritario, y un guadalupanismo profundo que no será desplazado. Pero este guadalupanismo, aun en las zonas de máxima intolerancia, se ve obligado a convivir con otros credos. Ya hoy, lo guadalupano no es sinónimo forzoso de lo mexicano, aunque sin lo guadalupano no se explica lo mexicano, sea esto lo que sea.27

Mención aparte merece el libro que Monsiváis publicó al alimón con Carlos Martínez García, en donde hace una defensa enérgica del protestantismo y la laicidad.28 Uno de sus textos más brillantes es “Acúsome, padre, de fomentar la tolerancia”, de donde extraemos esta muestra de diálogo religioso-teológico con la cultura mexicana (algo que en el ámbito católico actual solamente llevan a cabo Gabriel Zaid y Javier Sicilia) en un punto crítico:

Entre nosotros, el afán teocrático tarda en desaparecer y, todavía a principios del siglo XX ―léase la admirable descripción de Agustín Yáñez en Al filo del agua― retiene zonas del país, se opone con ira ―a veces armada― a la libertad de creencias, sojuzga desde el confesionario y niega las realidades del instinto en nombre de la moral. […]

En el siglo XX, la cultura patriarcal se bifurca. Por un lado, la Iglesia católica se jacta, no sin motivo, de su influencia sobre las mujeres, convencidas de su carácter de vestales de la tradición y de sus responsabilidades como correa transmisora de la fe (vigilar y castigar) y, por el otro, el Estado, o mejor, los gobernantes, no conciben la realidad de mujeres concretas, y sólo ven a las esclavas dóciles de la voluntad eclesiástica, a las beatas, a las solteronas.29

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Su apreciación del valor teológico de la poesía escrita por autores católicos del siglo pasado es una lección de rigor, pues conoció detalladamente su obra, de la cual no deja de reconocer sus virtudes aun cuando se enmarcan dentro de un conservadurismo inocultable:

Esta corriente es, creo, lo mejor de una cultura. “Antes ―afirma Octavio Paz― los católicos se aislaron… desde la mitad del siglo pasado [XIX] los católicos se automarginaron. Sólo los poetas como López Velarde ―tal vez nuestro mejor poeta― se atrevieron a ser católicos”. Y, también, se propusieron hermanar creencias y obra, y hacer estética a partir de los vislumbramientos de la fe. Además de López Velarde, es preciso mencionar a Alfredo Placencia, Francisco González de León, Carlos Pellicer y los hermanos Méndez Plancarte. Es el espacio de la Suave Patria, la emoción de la unidad de fe y vida (de sensaciones y vivencias) rescatada perennemente en el poema, la grandeza del idioma al servicio de la experiencia religiosa.30

En la misma línea de Zaid (en un ensayo memorable de 198931) Monsiváis penetró con extrema solvencia en ese espacio religioso de producción cultural para reconocer las virtudes de una literatura que no es suficientemente conocida a pesar de que concentra mucho del espíritu de la época que la produjo, en términos de la búsqueda espiritual que contiene. No le fueron ajenos los vaivenes y contradicciones de estos autores en su lucha agónica por ser creyentes y escritores modernos.

Monsiváis nunca se asumió como teólogo y se lo expresó a Poniatowska, cuando ésta lo interrogó sobre la razón de no abordar “seriamente” la religión: “Porque no soy teólogo. Hasta ahora mi registro de la religión ha sido a través de la literatura y del rechazo a la intolerancia”.32

El artículo del cual procede el epígrafe de este texto es una muestra de la forma en que estuvo siempre atento a los desarrollos de la teología actual, pues aunque no suscribió las ideas de la teología latinoamericana, no por ello dejó de observarla con mirada crítica. En dicho artículo, formalmente una reseña del libro Teólogos católicos del siglo XX (2006), del dominico escocés Fergus Kerr,

Monsiváis deja ver los nombres más conocidos por él: Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Hans Urs von Balthasar, Hans Küng, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, y agrega: “El exégeta de Kerr, R. R., Reno (en la revista First Things , mayo de 2007), desdeña a dos de los elegidos, Schillebeeckx y Küng, que le parecen más representativos que originales, y de ningún modo pensadores importantes, pero Kerr reivindica a la decena que ‘ha modificado el modo de pensar de la Iglesia’”.33 Así resume su lectura general de la teología católica del siglo XX al trazar puentes con lo sucedido en México:

El rasgo definitorio del pensamiento católico de 1850 a 1950, según Kerr, es un argumento elaborado con eficacia, que declara el fracaso de todas las soluciones modernas, de Descartes a Locke, de Kant a Comte, de Rosseau a Stuart Mill, de Schleiermacher a Hegel, y, arguye en cambio la “solución perdurable” que viene de la estructura básica de la teoría tomista del conocimiento, y del recuento tomista de la naturaleza y la gracia.

Al llegar a este punto me detengo y vislumbro la historia de la teología en México. El tomismo, o lo que así se consideraba, y que muy sucintamente es la supremacía de la fe sobre la razón, y es también la interpretación de la Biblia sobre el significado espiritual, sojuzgó los seminarios y amplió casi por completo los debates, a solicitud de una jerarquía política y de la formación integrista de los que pasaban por eminencias. Se caracteriza esta etapa por “el miedo a la modernidad” y por la sucesión de estrategias que culminan con el Syllabus de los errores (1864), la encíclica de Pío Nono con su lista de “ismos perversos”: el racionalismo, el liberalismo, el protestantismo, el socialismo y el comunismo. ¡Ah, y la masonería! Kerr niega que el Syllabus expresa el “miedo a la modernidad”, pero Pío Nono se desatiende de la acusación y sostiene: “Cuando en la sociedad civil es desterrada la religión e imperan la libertad de conciencia, de cultos y de expresión, se pierde la verdadera idea de la justicia y el derecho”.[…]

Si se revisa algo del material ya cuantioso de la historia de la religión católica en América Latina, se verá cómo sin confrontación teológica alguna, el neotomismo se adueña de los seminarios y allí se traduce en rutina y llamados a la supresión de libertades. Luego, ya a partir de 1920 ó 1930, sin perder su sitio de honor, el neotomismo se diluye y lo sustituye la memorización estricta de la fe, sin Aristóteles de por medio; una reverencia mnemotécnica iniciada en los seminarios que

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se extiende en la sociedad y que, en varias regiones, afecta a círculos amplios y obliga a memorizar lo incomprensible: “Si se entiende no es verdad”.34

Cualquier parecido con la realidad protestante actual no viene al caso mencionarla. La atención que Monsiváis le presta al escaso diálogo entre teología y cultura, le hace apuntar directamente sus dardos hacia la influencia verdadera de la teología en la fe de los creyentes:

Según Kerr, el fracaso mayor de “la Generación Heroica”, la de los 10 teólogos a los que examina y consagra, no es un error o una serie de errores teológicos; su fracaso es cultural y hasta cierto punto inevitable, y radica en su soberbia o su impaciencia de pensamiento. Al interpretar así la fe, alega Kerr, perpetúan el mito según el cual el pensamiento católico del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX es “un desierto muy vasto de teología seca y polvosa, sin significado espiritual”. No es tal cosa, sostiene el dominico, estos pensadores olvidan que la teología ´seca y polvosa´ ha formado a la sociedad en el rechazo de las herejías. Es una lástima, concluye, que gente tan eminente no haya entendido “la fe del carbonero” (la simpleza de espíritu que entiende de las razones del corazón), por centrarse en el matiz y reinventar la complejidad. […]

La modernidad (lo que ésta sea, como a ésta se le defina) queda situada como el enemigo, por las razones que la Iglesia católica juzga convenientes y que, teológicamente, son asuntos estrictos de los creyentes, pero cuya resonancia, al afectar a la sociedad en muy diversos asuntos, lleva a los enfrentamientos actuales porque la laicidad reivindica sus derechos, y la modernidad admite definiciones muy positivas.35

Finalmente, en su participación en el congreso internacional ¿Es verdad que Dios ha muerto?, con la ponencia “Danos hoy nuestra teología cotidiana”. Monsiváis señaló: “La ‘privatización de la teología’ a cargo de los especialistas. ¿Cuántos están al tanto de lo que quiere decir ‘ataraxia’?, ideal supremo de felicidad que alcanza el alma después de calibrarse por la moderación en los placeres del cuerpo y el espíritu; ¿cuántos entienden el latín, mientras dura como lenguaje de las misas?; ¿cuántos saben de la dulía y la hiperdulía?, formas de culto por encima de todo; ¿cuántos lograrían definir el monofisismo?, doctrina

según la cual todos los humanos provienen del matrimonio de Adán y Eva. La teología muy especializada nada puede contra un grabado de Doré”. 36 Para él, “la teología popular, término muy favorecido por la izquierda religiosa, era hasta hace poco una colección de relatos del asombro, mezclada con ventas de reliquias, exhibición de los rosarios del turismo religioso bendecidos por el Papa, o incluso empuñados con propósitos milagrosos ante la televisión en cualquiera de las visitas papales”.37

Fustigando a los teólogos, sobre todo católicos, por su escaso impacto en la fe colectiva, Monsiváis agregó que “la teología para deleite exclusivo de los teólogos –por lo menos de unos cuantos– pasa inadvertida; no hay libros de teología que aporten ideas y visiones filosóficas de conjunto que dialoguen con la comunidad de creyentes. Véase los libros más leídos de un largo periodo: El Catecismo del padre Jerónimo, de Ripalda; Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, hasta llegar a la Historia de la Iglesia, del padre Bravo Ugarte, y el enjambre de opúsculos, en especial los folletos todavía hoy repartidos por la jerarquía católica […]”.38

En este recorrido panorámico se puede apreciar que las incursiones teológico-religiosas de Monsiváis forman parte de su esfuerzo por abarcar una de las preocupaciones que nunca dejaron de provocarlo: el desenvolvimiento de la fe en sus variables individual y colectiva.39 Quizá un buen cierre sea citar las palabras finales de la ponencia citada líneas arriba, otra muestra de su acceso constante a la teología contemporánea:

Para el teólogo católico alemán Johannes B. Metz, el defecto más serio en la teología moderna es su “privatización”, el envío de Dios y la religión al mundo subjetivo, interno de la persona. Para él, la gran tarea es “desprivatizar” la fe, liberar la religión de la subjetividad, exigirle a la teología que reclame su papel político, puesto que todo ser humano es homo religiosus y homo politicus, y separarlos es un acto antinatural que produce una suerte de esquizofrenia en el individuo, junto con la trivialización de la fe y dejar a la sociedad en manos de los más empedernidos buscadores del poder. Lo que Metz propone lo intenta cumplir la Teología de la Liberación, un movimiento hoy hecho a un lado por el conservadurismo dominante. […]40

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3MONSIVÁIS, PROMOTOR DE LA LAICIDAD

¿Y si no es así, y si Dios acepta vivir en un país secularizado y diverso?41

C.M.

Catolicismo y laicidadEn el volumen que recoge las participaciones del encuentro “Ateologías: reenvíos de laicidad”, realizado en julio de 2001, el primer texto es “El laicismo en México: Notas sobre el destino (a fin de cuentas venturoso) de la libertades expresivas”, de Carlos Monsiváis. Este evento, organizado por 17, Instituto de Estudios Críticos, reunió a una buena cantidad de intelectuales y estudiosos/as, entre quienes estuvieron Ilán Semo, Bolívar Echeverría, Ugo Pipitone, Judit Bokser, Raymundo Mier y Fernando M. González (analista minucioso del caso Marcial Maciel) y algunos más.

Es muy conocido el énfasis tan grande que otorgó Monsiváis a la discusión de la laicidad y la forma tan dura en que criticó a los jerarcas de la Iglesia católica por su afán de intervenir en los asuntos del país. Este rasgo de su escritura le ocasionó varias críticas, como la de Christopher Domínguez, quien le reprochó la forma en que Monsiváis se convirtió en adalid de la lucha contra el clero, entre otras causas.42 Lo cierto es que, como bien escribe Bernardo Barranco:

Monsiváis se decía muy poco religioso, en cambio era clara su postura crítica al activismo político de la Iglesia católica. Reconocía su actitud anticlerical, pero no era anticatólico, sí registraba la existencia del anticlericalismo cuando campea de clericalismo, especialmente el clericalismo de Estado; y todos los intentos de censurar y regimentar a la sociedad, levantan aún más la idea de fortalecer el carácter laico del Estado. Decía respetar el catolicismo y la fe de millones de mexicanos pero no la forma en cómo la jerarquía católica pretende imponer sus convicciones a todos como si tuvieran el monopolio de la verdad.43

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Unas palabras suyas, citadas por Barranco, son más que elocuentes: “Mi experiencia de las repercusiones de la intolerancia religiosa me hace rechazar tajantemente el uso oficial de la religión. Por ello, agradezco y me siento orgulloso de haber estudiado en una escuela pública, porque me libré de prejuicios y haber podido afirmar así, en mi formación, el derecho de las minorías. Agradezco el laicismo y estoy convencido que la educación religiosa en las escuelas públicas sería un gravísimo retroceso que el país no merece”.44 Célebre fue el agrio intercambio que tuvo con el ex secretario de Gobernación (Interior), Carlos Abascal (hijo de un líder cristero), cuando recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, ocasión que no dejó pasar para criticarlo porque “apenas toma la palabra instala su púlpito virtual”. Allí, “frente al [entonces] presidente Vicente Fox, el ensayista dijo que, como secretario de Estado, Abascal ‘’no puede proclamar las ventajas de la fe […] porque el Estado laico conlleva obligadamente la ética republicana, que sin negar el papel de las religiones como espacio de formación de valores, deposita en la educación y las leyes los principios éticos de la sociedad no teocrática’. El laicismo, agregó, respeta todos los credos, pero no acepta el retorno a un dogma religioso como criterio único”.45

En su columna “Por mi madre, bohemios” aparecían con frecuencia muchas declaraciones de obispos ridiculizadas sin piedad. Lo primero que llama la atención es el amplio conocimiento que tenía Monsiváis de la historia de México y del pensamiento liberal, algo muy importante, pues queda la impresión de que los jerarcas de la Iglesia apuestan por la desmemoria de la sociedad con el fin de recuperar sus antiguos privilegios e influencia. De ahí que la anécdota con que inicia el texto de Monsiváis (la afirmación de Ignacio Ramírez: “No hay Dios”, ¡en 1837!): “Un ateo que hace pública su falta de fe es un ciudadano en pos del uso estricto de las libertades”.46 Desde ese punto de partida, Monsiváis presenta una argumentación histórica, ideológica y cultural en la que se transparenta la necesidad de asumir la laicidad de la sociedad mexicana como un proceso irreversible e irrenunciable. En esa línea, toca en su texto los grandes momentos

en que la laicidad se fue imponiendo a contracorriente de los impulsos dirigidos por el catolicismo y que se encarnaron en la lucha decimonónica entre los grupos conservadores y los núcleos liberales, los cuales a la postre se hicieron con el poder y, desde ahí, desarrollaron políticas de confrontación que lograron imponer cambios constitucionales aceptados mayoritariamente por la población.

Que el dilema religioso del país, aún siendo tan mayoritariamente católico, al mismo tiempo haya conseguido instalar la laicidad en los hechos, aunque muy recientemente esté por aprobarse este estatus en la Constitución, hizo que el protestante Monsiváis, disidente por definición, insistiera tanto en este asunto durante toda su vida de escritor y periodista, para denunciar, por un lado, episodios de persecución religiosa y, por otro, para promover la irreversible secularización y su correlato, la laicidad.

Monsiváis destaca la importancia que tuvo, para desembocar en el acto provocativo de Ramírez, el Ensayo sobre tolerancia religiosa, de Vicente Roca Fuerte, quien desde 1831 lanzó ese alegato a favor de un país respetuoso con la libertad de creencias. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma fueron, así, pasos fundamentales en el camino hacia la secularización. Ante ambos documentos, la reacción del conservadurismo, como lo ejemplifica el obispo Montes de Oca en 1856, para quien una sociedad que no es dirigida por el catolicismo no es capaz de subsistir “porque lo político y lo católico son ideas paralelas y han de marchar siempre unidas, quiérase o no, porque el movimiento de las ideas y la fuerza expansiva de las cosas son independientes de la voluntad”.47 Contra este tipo de falacias, el liberalismo levantó una estructura político-cultural cuyos efectos llegan hasta nuestros días.

Con el ímpetu liberal de la época de Juárez y su generación, se establecieron las bases constitucionales que siguen vigentes hasta hoy. Monsiváis resume el contenido básico de los artículos específicos de las Leyes de Reforma, vistos con horror por los voceros clericales, como sigue: “…el Artículo Tercero implanta la libertad de enseñanza; el Quinto suprime los votos religiosos; el Séptimo establece la libertad de imprenta sin restricciones

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a favor de la Iglesia; el 13 declara abolido el fuero eclesiástico; el 27 formaliza la Ley Lerdo sobre desamortización de bienes eclesiásticos y comunales, y el 123 regala al poder federal el derecho de intervenir en asuntos de culto y la disciplina externa de la Iglesia”.48 Ése es el tenor de esta importante aportación de Monsiváis al debate sobre la laicidad.

La lucha por la laicidad en MéxicoMonsiváis prosigue con la reconstrucción histórica de la laicidad en México echando mano en su texto de varios episodios que muestran cómo se fue independizando la sociedad de las imposiciones eclesiásticas en el siglo XIX: “No obstante las inmensas dificultades, el liberal gana la batalla porque su hora ha llegado, en el sentido del vencimiento de las instituciones reaccionarias. Cada anécdota de la época de la Reforma explica cómo el laicismo se vuelve inevitable”.49 Este lenguaje, de inocultable estirpe juarista, está muy presente en Monsiváis justamente por su formación protestante.

Por ello no fue ninguna sorpresa que el autor de Los rituales del caos fuera el orador principal en un acto político de la oposición electoral el 21 de enero de 2006, en Guelatao (Oaxaca), pueblo natal de Benito Juárez, único indígena que ha alcanzado la presidencia del país. Allí, con los reflectores puestos en la campaña por la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, Monsiváis puso a dialogar los sucesos que establecieron la laicidad con la coyuntura del momento:

Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo personal de Dios […]

Homenaje mata mensaje, podría decirse, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy probablemente su nombre de pila. […]

En suma, se declara concluida la etapa feudal del país y se sientan las bases del pensamiento crítico. Se necesitarán más tiempo y numerosas

batallas políticas, militares y culturales para implantar con efectividad la sociedad laica, pero desde el momento en que se le declara justa y posible crece y va arraigando, y tan sólo eso, el avance irreversible de la secularización modifica a pausas y cambia con sistema el sentido público y privado de la nación. Lo irreversible siempre es destino.50

Por todo esto, durante mucho tiempo “protestantismo” fue casi sinónimo de “juarismo”, y las iglesias eran semilleros de un liberalismo algo trasnochado, pero muy militante, algo que a las nuevas generaciones de evangélicos ya no les importa mucho, aun cuando el acto masivo del 21 de marzo (día del nacimiento de Juárez) se siga realizando puntualmente, pero cada vez con menos asistencia, convicción y entusiasmo. Esta manera tan personalizada de secularizar y “laicizar” a la sociedad mexicana es algo que sorprende a algunos estudiosos extranjeros, pues a contracorriente de la inmensa mayoría católica cuyas cifras reales han sido manipuladas tantas veces por las jerarquías, la imposición de leyes que en su momento se han visto como “enemigas de la religión”, lo que en realidad ha hecho es que ha obligado a retroceder a la Iglesia católica en sus pretensiones hegemónicas. La libertad de cultos, para los núcleos más conservadores, siempre ha sido una ofensa. Quizá a eso se deba que hoy se enarbole, en los mismos espacios, la bandera de la “libertad religiosa” para seguir haciendo del hogar (en el molde más tradicional) el lugar donde se decide la sobrevivencia de las creencias (lo más ortodoxas posibles) de generación en generación…

La Revolución, escribe Monsiváis, fue otro momento significativo en el desarrollo de la laicidad a la mexicana:

La intensidad de los enfrentamientos de ejércitos y facciones (lo que se conoce como Revolución mexicana), es un curso intensivo de secularización. […] A la pudibundez tan irreal y artificiosa de la dictadura le sucede la barbarie popular que imita a la barbarie burguesa, mientras la secularización se desprende de múltiples instancias: la movilidad de los ejércitos campesinos, la toma de las ciudades, las lecciones de los cientos de miles de muertos, madres solteras, los anticlericales que entran en las iglesias a caballo y queman tallas de santos y vírgenes para calentarse.51

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El discernimiento monsivaíta de este cruel panorama anti-religioso y liberal es exacto en su descubrimiento de categorías y neologismos que desbrozan lo sucedido: “A la ‘desmiraculización’ se llega por la razón, el instinto y la urgencia del proceso civilizatorio, todo a la vez. Sin que nadie lo advierta, seriamente, la ‘descristianización’ se va extendiendo, definida en última instancia por el nuevo sitio de la fe en la vida cotidiana y en la vida pública. Se sigue creyendo pero el centro de la vida social ya no lo constituyen los administradores de las creencias”.52 El nuevo lugar de la fe: el corazón de los fieles y el espacio eclesial, no la tribuna política ni, mucho menos, los labios del gobernante, esto es, laicidad a manos llenas, aunque las mayorías creyentes sigan ahí, impertérritas. Y no es que el cronista-historiador-ideólogo se solace en esta pérdida: lo que aprecia y valora coincide con los estudios europeos que siempre vieron al protestantismo como un adalid suicida de la secularización, esto es, apostando su capital simbólico al riesgo de la reducción de su presencia social.

A estos intentos “desfanatizadores” posrevolucionarios mucho le debe el crecimiento del protestantismo en amplias zonas del sureste mexicano, en una suerte de revancha geográfica por los escasos avances numéricos en las regiones y estados cristeros, surtidores permanentes de la intolerancia. De allí han tomado fuerza siempre los obispos y cardenales más recalcitrantes. Monsiváis siempre recordó las ofensivas palabras del representante papal Girolamo Prigione en el sentido de que los derechos del catolicismo en México equivalían a la oposición de un elefante contra las hormigas, dudoso símil que utilizó para referirse a las comunidades protestantes.

Y siempre, también, exhibió las casi nulas raíces sociales de ese triunfalismo episcopal que no vacilaba en superarse a sí mismo en los dislates verbales y los exabruptos mediáticos. Una muestra de ello: “Se necesita no tener madre para ser protestante”, dijo el cardenal de Guadalajara Juan Sandoval Íñiguez. Hay que ver cómo tuvo que recular cuando casi impone la construcción, con dinero público de un santuario cristero. El manipulable gobernador, Emilio

González, tuvo que renunciar a semejante exceso. La laicidad en México, como creyó Monsiváis, es un proceso verdaderamente irreversible, con todo y que, en 1940, llegó al poder un presidente abiertamente creyente. Pero eso abrió otras páginas para las luchas por la consolidación de la laicidad que Monsiváis enumerará cuidadosamente.

Sociedad y cultura laicaEn otra sección de su texto, Monsiváis se ocupa de la relación entre laicidad y cultura patriarcal, pues las cúpulas católicas han instrumentado continuamente a la segunda como un soporte para mantener su influencia. Ante ello, han sido otras instancias las que han promovido las transformaciones, pues a los grupos religiosos nunca les interesó: “Al cambio perceptible a favor de los derechos de las mujeres lo impulsan la industria, la ciencia, la educación y el movimiento feminista” (p. 31).53 Las mujeres eran vistas sólo como baluartes de la tradición y del estilo “familiarista” de la sociedad. Sólo así se puede explicar por qué no obtuvieron el voto hasta 1953, dado que se les veía como marionetas de los sacerdotes. Los medios de comunicación, como el cine, desempeñaron otra función, pues abrieron la puerta para mostrar alternativas ajenas al patriarcado en cuanto al desarrollo personal de las mujeres.

Al referirse a la forma en que la ciencia, especialmente la psicología freudiana, también ha desempeñado un importante papel en pro de la laicidad en México, llama la atención una frase de Monsiváis que también toca el tema religioso: “La ciencia es más difícil de vencer que la herejía… (p. 32)”, por lo que las creencias enajenantes se fueron modificando (y abandonando) ante la superación, por ejemplo, de la culpabilidad en diversos terrenos, como la sexualidad. No obstante, subraya Monsiváis, el tradicionalismo no ha cejado en emerger periódicamente, pero los impulsos religiosos ya no pueden ser teledirigidos y pueden tener las formas más variadas.

Monsiváis señala el periodo que va de 1911 a 1940 como una etapa en que el catolicismo integrista luchó abiertamente contra la secularización, pues ni

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siquiera el ascenso de un presidente creyente (Ávila Camacho, en 1940) frenó el avance de la laicidad: él se propuso “contener a la derecha”, no sin incurrir en excesos, como una matanza de sinarquistas en León, Guanajuato, en esa misma década. Con ello, la resistencia se instaló en la provincia, especialmente en las regiones más católicas del país, donde además de la persecución a los grupos protestantes, se dan otros episodios de intolerancia contra todo lo que huela a comunismo. El régimen priísta, recuerda Monsiváis, “mantiene el apego formal a la libertad de conciencia sin defenderla verdaderamente en los casos de agresiones y linchamientos” (p. 37).

No obstante, entre 1980 y 1999, comienzan a darse signos de acercamiento entre el catolicismo y el Estado: comienza a superarse el fingimiento y los obispos retoman su agresividad contra los grupos protestantes, Con los triunfos electorales del Partido Acción Nacional (PAN), de ideología filocatólica, los gobernantes de este partido y sus aliados retoman la ofensiva y pretenden ejercer la censura en los temas sensibles para ellos. “Fracasan en casi todo pero sus éxitos parciales se advierten en riesgos y conquistas que se creían irreversibles” (Idem). Sus campañas se vieron reforzadas por las visitas papales, pero no contaban lo suficiente con el otro factor que entró en juego: la explosión de conversiones a diversos credos, es decir, el despegue definitivo de la pluralidad debido a que, como bien dice Monsiváis, con su más clásico estilo:

En materia de variedades de la experiencia religiosa, cada persona es la autoridad. Pero el nuevo mapa de las convicciones normaliza algo básico: la vivencia de lo distinto, indispensable en el acomodo de la diversidad. Se piense lo que sea de la fe del vecino, no se tiene la mayor parte de las veces ocasión de expresar en actos la discrepancia (si la hay), y tal aprendizaje de la tolerancia, aún dificultosa en pueblos o regiones, es un gran adelanto cultural. A cada persona, le resultan valiosas sus verdades o su verdad, pero las verdades absolutas de uno y de otro ya admiten la coexistencia pacífica de los dogmas, la expresión más clara del laicismo. (pp. 38-39, énfasis agregado).

Si ni la familia, la iglesia o la escuela enseñan el respeto a la diversidad, para eso están las leyes… Pluralidad = tolerancia, ésa parece ser la ecuación que propone Monsiváis con el avance de la laicidad. Al no haber ya creencias dominantes impuestas por decreto en la mayoría de la población, la tolerancia es una exigencia social de convivencia, aunque los viejos clericalismos se sacudan de dolor, como la reacción del actual presidente mexicano (entonces presidente del PAN) ante la visita del papa Wojtyla, que no fue más que una bravata que cerró los ojos, una vez más, a la intolerancia católica e invirtió las realidades al hablar, nada menos ¡que de hostilidad en contra de creyentes católicos en Chiapas!

El colmo fue cuando, después de establecerse las relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano, el representante papal afirmó que “Dios había sido devuelto a México”, y viceversa. Pero la laicidad ya no tiene regreso y la añorada teocracia no puede volver. De modo que las preguntas monsivaítas, fruto de la pluralidad, resuenan en los oídos de todo aquel que quiera escucharlas: “¿Cuántas oraciones por el bien de la Patria produce la Iglesia católica y cuántas los pentecostales? […] ¿a quién escucha el Verdadero Señor de la Verdadera Fe? […] ¿Y si no es así, y si Dios acepta vivir en un país secularizado y diverso?” (pp. 45, 47). El promotor y defensor de la laicidad que fue Monsiváis dio la bienvenida al país plural y libre que siempre soñó y sobre el cual escribió tanto y tan intensamente. Ojalá este legado continúe dentro y fuera de los espacios que, por tradición ideológica y cultural, están ligados a la laicidad.

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4EL LECTOR DE POESÍA

Monsiváis: un nuevo género literario.54

OctaviO Paz

Primera estación: el fervor por la lecturaSi algo debe destacarse entre el cúmulo de méritos intelectuales de Carlos Monsiváis, es la forma en que leyó, memorizó, analizó y antologó la poesía.55 Marcado en su niñez por poemas que memorizó con el mismo fervor que los versículos bíblicos, los cuales le acompañaron siempre. Con todo y que al responder la pregunta sobre “Los cinco libros que más me impactaron” respondió: “El primer libro es, por supuesto, la Biblia: —No creo en lo que dice —advierte—, pero la fuerza del lenguaje, la poesía, por ejemplo, en los Salmos, me resulta todavía extraordinaria”, como cita Fabrizio Mejía Madrid.56 Él mismo habló de sus primeras predilecciones poéticas al recibir el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2006:

Reitero mi admiración —es decir, mi recordación frecuente— a los poetas que leí primero, los del modernismo latinoamericano. Rubén Darío, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, José Santos Chocano, Julián del Casal, José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, los que me permitieron el acceso ya más transparente a la poesía de los Siglos de Oro. A ellos les debo esos instantes en que, sin proponérselo, la memoria nos acerca de repente a la belleza radiante que un solo verso contiene. Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.57

En las “Notas agregadas” del mismo volumen (que en su primera parte contiene una formidable crítica acerca de la lectura de la Biblia y de las creencias en América Latina) subraya su visión de la poesía como una constante posibilidad de acercamiento entre lo culto y lo popular, aspecto que

tanto desarrolló en su trabajo crítico: “... de mediados del siglo xix a mediados del siglo xx, la poesía es el género popular que, junto con la música e incluso con más énfasis, se responsabiliza de la sensibilidad colectiva, que incorpora a los analfabetos que la memorizan devocionalmente. Por la poesía, se descubren las potencias del idioma (el ritmo y las melodías diversas y complementarias) y, también, las iluminaciones que una sola imagen desata.58

Allí mismo destaca, también, la “vertiente espiritual” de la poesía y su impacto cultural, sin ningún rastro de solemnidad: “La espiritualidad en la vida secular mucho le debe a los poetas modernistas en el tránsito del siglo xix al xx (en especial a Rubén Darío), y luego, en la adaptación a la modernidad, los sentimientos espirituales se nutren de la poesía de (entre muchos otros) Neruda, César Vallejo, Borges, Octavio Paz. Los poetas representan el idioma nacional y el idioma a secas, y vitalizan el idioma de sus lectores y de muchos otros”.59

José Emilio Pacheco, en la presentación de dicho discurso, señaló la forma en que el autor de Días de guardar avanzó en su conocimiento de la poesía de alguien como Amado Nervo, a quien no le había prestado suficiente atención o analizó la obra de Octavio Paz: “Un crítico se prueba también por su capacidad de contradecirse y rectificarse. Me parece ejemplar que Monsiváis, en principio desdeñoso de Amado Nervo, haya sido capaz de dedicarle un libro entero [Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: Crónica de vida y obra, 2002]. Otro volumen requeriría el examen de su relación con Octavio Paz, a quien consagra Adonde yo soy tú somos nosotros [2000]”.60

Y es que la voracidad de Monsiváis para la poesía tampoco tuvo límites, pues lo mismo editó una de las mejores antologías de poesía mexicana de que se tiene memoria en 1966 (el mismo año en que publicó su autobiografía) que seleccionó los poemas de Robert Lowell o Luis Cernuda para una colección de la unam. Unos días después de su muerte, Carlos Fuentes se refirió a la visita que ambos hicieron a Neruda en París:

Neruda estaba en cama, empijamado, fatigado tras asistir al entierro de Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragon. La conversación Neruda-

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Monsiváis fue muy singular.―¿Cómo se encuentra? ―le preguntó Neruda a Monsiváis.―Sucede que me canso de ser hombre ―contestó Carlos.Al principio, Neruda no registró la cita.―¿Y qué hace en París? ―continuó Pablo.―Juego todos los días con la mar del universo. ―Citó Monsiváis,

y Neruda, cayendo en el juego, se rió y decidió continuarlo, hasta la pregunta a Carlos:

―¿Y que escribe ahora?―Los versos más tristes.―¿Cuándo?―Esta noche.Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia

oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre.61

Monsiváis no abordó nunca la poesía de una manera técnica (o tecnocrática), pues era un lector apasionado, como bien ha escrito Julio Trujillo:

Creo que su devoción por la poesía, traducida en varios ensayos penetrantes, no ha sido del todo reconocida. Si no fue un lector precisamente técnico, adentrado en los mecanismos de la retórica, sí entendió con lucidez, merced a su ojo panorámico, las causas y efectos de la poesía en su contexto histórico y social (aspecto que suelen olvidar los lectores técnicos). El Modernismo, el Estridentismo, los Contemporáneos, sus contemporáneos y el cosmos de la poesía popular, que no desdeñaba a José Alfredo Jiménez o a Agustín Lara, fueron leídos por Monsiváis como un derrotero, una ruta inteligible. Pero además le gustaba paladear, memorizándolos, sus poemas predilectos. No por nada una de sus aportaciones más valiosas, ese espacio semanal en que la clase política se autorretrataba y suicidaba con unas comillas, se llamaba “Por mi madre, bohemios”, del popular poema descrito por Monsiváis como “la apoteosis del 10 de mayo”. Fue, también, un apasionado de la poesía estadounidense, y rindió un culto casi fervoroso a dos poetas que hoy se leen muy poco: Langston Hughes y Hart Crane, a quienes también citaba de memoria en no mal inglés (si bien algo derrapante).62

La intensidad con que citaba poemas en relación con su atmósfera social era apabullante; prueba de ello es la extraordinaria serie de conferencias sobre poesía mexicana que recogió en Las tradiciones de la imagen.

Segunda estación: un lector agradecido

Intenté la poesía de adolescente, y en un momento de suprema lucidez (uno de los raros momentos en que la lucidez me poseyó por completo y vi con claridad mi rumbo y mi destino y sentí el aletazo de la suprema sabiduría), abandoné cualquier pretensión al respecto. No tenía que ver con la poesía. Ahora, soy un amante fervoroso de ella, y por sistema traduzco y creo que como traductor soy decoroso, pero como poeta hubiera vivido ocultando los libros. Entonces, prefiero reconocer esa ignorancia de las musas respecto de mi persona, y ser un buen frecuentador de la poesía, nada más.63

c.m.

Estas palabras con que Carlos Monsiváis respondió a la pregunta expresa sobre si escribía poemas, lo muestran de cuerpo entero como lo que fue toda su vida: un frecuentador incesante de la producción lírica de todas las latitudes, en especial la mexicana, aun cuando renunció a escribir. El mismo entrevistador, Juan Domingo Argüelles, recuerda que lo más cercano a un poema que se conoce en la obra prosística del autor de Principados y potestades es “Informe confidencial sobre la posibilidad de un mínimo equivalente mexicano del poema Howl (El aullido) de Allen Ginsberg”, escrito en 1967, que como bien señala su título es una glosa y parodia (obviamente) del famosísimo texto de uno de los más notables poetas beats. Dicho texto comienza así: “He visto las mejores mentes de mi generación/ destruidas por la falta de locura, medrosas pensando/ que alguien pueda darse cuenta de su desnudez,/ apiñándose a la puerta de los poderosos, enviando telegramas/ conmovedores.// políticos de cabeza dócil y sumisa, que se han/ desvanecido en el esfuerzo de evitar que se piense que/ ellos posiblemente podrían crear problemas en un/ momento dado, Dios

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no lo quiera// con niñez de barriada y adolescencia de casa/ de huéspedes y juventud desafiante y anticonformista,/ con discursos emotivos pronunciados en tabernas/ frenéticas donde todos deciden hacer la Revolución. […]//que desfilaron por las universidades recitando/ poemas de Neruda y Nicolás Guillén y Miguel/ Hernández, y discutieron con pasión en las calles las/ tesis de Sartre o de Bertrand Russell o José/ Ingenieros”.64

Como se ve, Monsiváis retomó el aliento versicular y autobiográfico de Ginsberg (de raíz bíblica también) y lo traslada al México de la dictadura perfecta, un año antes de los sucesos de Tlatelolco: represión y anticomunismo a manos llenas… Y es que al constante asedio a la realidad política y cultural, lo acompañó con la sólida percepción que le permitió su conocimiento minucioso de la poesía mexicana, expresada en tres momentos climáticos de su trabajo ensayístico y cronístico: a) 1966, con la antología de poesía mexicana del siglo XX que reeditó posteriormente (en 1979 y 1985)65; b) 1976, con su panorama cultural del país en la Historia general de México66; y c) 2001, por sus conferencias en la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey.67 Resulta natural que, entre estos tres momentos, haya evidentes vasos comunicantes mediante los cuales Monsiváis fue afinando su perspectiva de lector y analista de la poesía mexicana contemporánea. Entre esos años, se acercó con mayor detalle a autores que le resultaron especialmente cercanos, como Salvador Novo, Octavio Paz y Amado Nervo, a quienes dedicó sendos volúmenes dentro de lo que denominó, siempre dominado por el énfasis genérico, “crónicas de vida y obra”.

Luis Felipe Fabre se ha referido también a esta renuncia a escribir, relacionándola con la pasión confesa con que leía poemas: “En el fondo poco importa que Monsiváis escribiera o no poemas en secreto. El signo es el mismo: Monsiváis no se asume poeta. Es un no poeta y lo importante aquí es la negación. Porque es ese “no” el que le permite aproximarse a la poesía como no se aproximan los poetas. Monsiváis no aborda la poesía desde la poesía (tampoco desde la academia, por supuesto) sino desde un afuera y hacia un afuera. Digamos que Monsiváis traza en torno al cada vez más estrecho círculo

de la poesía un círculo más amplio: el de la cultura, entendida esta como un vínculo social”.68

En el caso de su antología, reconocida por Paz como uno de los mejores trabajos al respecto de la poesía mexicana (pues en 1966 apareció también Poesía en movimiento, otra muestra de poesía mexicana promovida por el futuro Premio Nóbel mexicano),69 el tono de su abordaje analítico es el de alguien que, ante todo, disfrutaba profundamente el lento repaso por la trayectoria de una tradición cuyo inicio situó, para el siglo pasado en José Juan Tablada (1871-1945), y veía culminar en las nuevas promociones de autores/as nacidos en los años 40 y 50. En su introducción (de 50 páginas), explica muy bien los criterios que normaban su juicio antológico a la hora de acercarse a la poesía en su ámbito socio-cultural, con enormes alcances propositivos y con un enorme respeto y una gran valoración de la tradición literaria del país:

¿A qué se alude al hablar de la poesía mexicana? En literatura (y especialmente en poesía) el adjetivo indica la nacionalidad de los autores y las sucesivas negaciones y afirmaciones de una tradición (siempre redefinida). No es dable encontrar ―porque no existe― lo específicamente nacional, la poesía que represente o sintetice a una colectividad o a una suma de colectividades o clases sociales. Si hay poesía mexicana, en el sentido de la historia de una producción cultural, no hay en cambio poemas mexicanos o muy mexicanos. En todo caso, disponemos de textos escritos por nacionales que, al margen de ortodoxias se van ubicando en función de órdenes de calidad universal. De manera nítida, nuestra poesía no consiente ideas de “atraso” y “subdesarrollo”. […] Los nombres son el lado más visible de movimientos, tendencias, gustos, influencias, marginaciones, inclusiones, ilusiones, creencias y teorías sobre la poesía, sobre la función del arte y el artista, sobre las prácticas literarias al servicio o a contracorriente de una sociedad.70

A partir de estas ideas, desfilan en la antología los nombres más aceptados en el canon poético mexicano (López Velarde, Reyes, Villaurrutia, Paz) al lado de autores que Monsiváis fue de los primeros en reivindicar, como Renato Leduc, Elías Nandino o Manuel Maples Arce, este último perteneciente al

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movimiento estridentista, una vanguardia mexicana que causó mucha polémica, lo mismo que poetas más recientes como Jaime Reyes (1947), Ricardo Yáñez (1948) y Kyra Galván (1956) ―en la reedición de 1979―. La agudeza de Monsiváis para advertir los brotes nuevos de la poesía mexicana acertó en la mayoría de los casos.

Tercera estación: abarcar la modernidad poéticaEn las casi 150 páginas que abarcan las “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, capítulo final de la Historia general de México (primera edición, 1976), un auténtico volumen aparte con que Monsiváis contribuyó a esa magna obra, la poesía ocupa el lugar que él siempre le otorgó a este género, pues le dedica cuatro secciones. En la primera (pp. 1428-1445) hace un repaso general de los autores a quienes se considera como “fundadores” de la poesía mexicana del siglo XX: Enrique González Martínez, José Juan Tablada, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, el grupo “Contemporáneos” y los intentos vanguardistas.

Así, González Martínez, enlace con el modernismo de fines del XIX y principios del XX es una muestra, junto con Amado Nervo, de cómo esa corriente tan típicamente latinoamericana ejerció su “tiranía” en México, incluso en autores de música popular tan reconocidos como Agustín Lara. Monsiváis es lapidario: “Derrotados como proyecto, los modernistas se perpetúan en el idioma prestigiado y en la estilización de costumbres y convicciones” (p. 1429). Nervo, a su vez, “le ofrece al lector un programa estético y una facilidad moral: la poesía le será de utilidad práctica, se constituirá en recomendación o consejo, en estímulo sentimental o en afirmación de vida: ‘Dios te libre, poeta/ de escribir una estrofa que contriste,/ de turbar con tu ceño/ y tu lógica triste/ la lógica divina de un ensueño’”(Idem). Durante mucho tiempo, el nombre de este autor fue sinónimo de poesía para la gente de todas las edades.

En la esfera de poetas dominados por una visión rural y religiosa, pero ya con toques vanguardistas, Monsiváis ubica a López Velarde (un poeta mayor) junto a Francisco González León y Alfredo R. Placencia, a quien define como “el

mayor poeta religioso de su tiempo”. Y cómo no, si en El libro de Dios aparece ese gran poema que comienza de esta manera: “Así te ves, mejor, crucificado./ Bien quisieras herir, pero no puedes./ Quien acertó a ponerte en ese estado/ no hizo cosa mejor. Que así te quedes.” (“Ciego Dios”).

Los Contemporáneos, la referencia máxima de la poesía mexicana de las primeras décadas del siglo XX (1920 a 932, sobre todo), le merecen a Monsiváis una opinión personalizada, poeta por poeta, pues esa pléyade de autores (Cuesta, Novo, Gorostiza, Pellicer, Villaurrutia) que también incluyó a otros artistas, acaparó la atención en esa época. Mediante un análisis sociopolítico de su influencia, a la que ve más señaladamente “en un estilo de entender y vivir la cultura”, destaca las individualidades creativas: Pellicer es el paisajista con una fuerte vinculación latinoamericana; Gorostiza, sobre todo por Muerte sin fin (1938, “poema capital de la lengua, monumento definitivo a la voluntad de forma y a la forma misma, el juego de presencias teológicas que es la búsqueda irónica y profunda de los elementos consagrados”), alcanza las alturas de la creatividad crítica; y Villaurrutia, cúspide del intento por introducir en la poesía una amplia gama de sentidos mediante la experimentación.

Al lado de ellos, Cuesta es el pensador del grupo; Torres Bodet, el funcionario que dirigió la UNESCO; Ortiz de Montellano y Owen, con obras muy personales; y Salvador Novo, la influencia más notoria en el propio Monsiváis, aun cuando sólo en el ámbito de la crónica, pues de él recibió la estafeta, por decirlo así, para dedicarse, como lo hizo, a registrar el pulso del momento: “Como poeta, cultivó por un lado la injuria y la escatología […] y por otro […], incursionó en diversas técnicas experimentales e hizo alternar la nostalgia por lo primitivo y la aversión irónica ante el progreso y el maquinismo con la acreditación de materiales comunes y corrientes” (p. 1442).

Muy atento al devenir de las vanguardias, Monsiváis identifica al estridentismo como uno de los movimientos más auténticos y característicos de la época: “intenta dinamitar la forma, anhelan la muerte de lo convencional y persiguen el cambio a ultranza”, como un eco programático de la Revolución

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fundida con la renovación literaria. Continuando ese recuento, páginas más tarde se ocupa del grupo de la revista Taller, donde se formó Octavio Paz, acerca del cual traza el perfil de su origen y evolución (se admiraron y criticaron mutuamente durante décadas): “Él ha ido precisando, a lo largo del conjunto de su variada, intensa obra, una línea creativa que ―en lo básico― acata e integra sus ideales juveniles” (pp. 1469-1470). Su poesía la ve como una integración de influencias tempranas y la caracteriza, entre otras cosas, como una lucha incesante “contra, desde, por el lenguaje”. Nada más justo. Y Monsiváis admite que al traducir poesía, los resultados son excepcionales. Estricto contemporáneo de Paz y también miembro de Taller, Efraín Huerta es valorado por Monsiváis como un autor que no le teme ni a la sordidez ni a la plaza pública, en la zona estética frecuentada por Pablo Neruda, aunque sin ignorar sus influencias surrealistas.

La siguiente estación la forman nombres que para la década de los 70 ya eran prácticamente “canónicos”: Rosario Castellanos, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime García Terrés y, sobre todo, Jaime Sabines (sin olvidar a Margarita Michelena). Sobre Sabines, a quien leyó minuciosamente, quizá por las enormes afinidades que encontró con su propio trabajo, pues este poeta logró borrar con su obra los límites entre lo “culto” y lo “popular”. Su resumen de los elementos de esta poética es puntual y sin concesiones: “Toda la obra de Sabines es la constancia de un proceso autobiográfico, de la huella devastadora de la provincia […] Sabines ha pretendido desquitarse, tomar en el poema la revancha, transfigurar la impotencia. En él la piedad se contamina de odio y la devastación es una variante del deseo de protección. Cuando desciende a los usos de la retórica masificada ―como en los poemas sobre Cuba― Sabines pierde la contención y se abandona al lugar común” (pp. 1483-1484).

La poesía más reciente le ofreció a Monsiváis la ocasión de aventurarse en la novedad, partiendo de los desarrollos de los poetas más consolidados, como Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco o Marco Antonio Montes de Oca. Los trazos críticos con los que se mueve entre las promociones de los años cuarenta y cincuenta dependen de su visión de conjunto, pues advierte muy bien no sólo

“las transformaciones del gusto” sino también los horizontes renovadores. “Por diversos lados comienza a dudarse de la ‘religión de la poesía’ […] El tránsito de la reverencia a la ironía, del estremecimiento a la malicia” (p. 1505) lo ve en autores como Eduardo Lizalde o José Carlos Becerra, último poeta mencionado en este panorama. Como se advierte, Monsiváis arriesgó juicios sobre las generaciones poéticas y salió airoso la mayor parte de las veces debido a la forma en que armó su muy personal catálogo de lecturas y aficiones.

Cuarta estación: recontar la tradiciónLas tradiciones de la imagen: notas sobre poesía mexicana (2001) es una suma crítica en la que Monsiváis concentró el panorama obtenido durante sus largos años de lectura. Después de sus esfuerzos antológicos que revisó con el paso del tiempo, su afición al recuento lo llevó a exponer, como parte de la Cátedra Alfonso Reyes, del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, en agosto de 2001, el panorama tan vasto que había alcanzado hasta ese momento, lo que permitió mostrar ampliamente sus gustos y afinidades estéticas mediante un ejercicio de análisis que destaca puntualmente los autores/as que más le interesaron. Así, en el primer capítulo (La poesía finisecular y el modernismo), hace un ajuste de cuentas con la obra de los poetas más representativos de la corriente que llegó a identificarse en México como la máxima expresión de la lírica: el modernismo, sobre todo gracias a autores como Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón. Para él, el modernismo recogió “la gran herencia de los siglos de oro, el genio de Sor Juana Inés de la Cruz y el rechazo de lo ‘académico’ (imitaciones, dudas, solemnidades, retóricas vanas y gestos patrióticos) y lo ‘romántico’ (improvisación, sinceridad a raudales)”.71

Esa corrientes es el gran referente de la primera mitad del siglo XX, pues desemboca en los intentos vanguardistas de los poetas mexicanos. La ruptura literaria tuvo que ver con la sociopolítica, pues la Revolución se atravesó en medio del trabajo de varios poetas y los marcó para siempre, como en el

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caso de Ramón López Velarde, pues la lucha el atavismo rural decimonónico se transformó en obras que no cabían ya en los esquemas convencionales. Así sucedió con Francisco González León y Alfredo R. Placencia (autor de “Ciego Dios”), cuya religiosidad de naturaleza clerical los hizo abrir brecha para la nueva expresión poética. “Se trasciende lo típico (la alianza entre la cursilería y la nostalgia), se deposita el sentido del presente en la evocación y se igualan la identificación con el pasado y la solidaridad con los vencidos” (pp. 19-20).

Monsiváis destaca la peculiaridad de algunos autores: el erotismo de Efrén Rebolledo, La Suave Patria, de López Velarde (“suma del costumbrismo y el nacionalismo intimista, catálogo entrañable”, p. 39), la obra de ruptura programática de Enrique González Martínez, el profesionalismo de Alfonso Reyes, la experimentación de José Juan Tablada…

El segundo capítulo (1920-1930: revolución en la poesía) aterriza muchas observaciones del anterior y ejemplifica la manera en que la lírica mexicana se fue encaminando hasta producir voces como las del estridentista Manuel Maples Arce, “en la línea de los futuristas italianos, ansioso de la desintegración del pasado” (p. 52) o la de Renato Leduc, periodista y poeta atípico, ligado a formas de coloquialidad inéditas, famoso por su soneto dedicado al tiempo (“Sabia virtud de conocer el tiempo…”), muy cercano a la propia estética de Monsiváis en su aprecio por lo popular y lo satírico: “Leduc deposita su estilo en las combinaciones del virtuosismo y del relajo, que reduce al absurdo pompas y prestigios, y erosiona la dictadura de los Temas Prestigiosos” (p. 58).

Al escribir sobre el grupo ligado a la revista Contemporáneos en el siguiente capítulo, calificándolos de “soledades en compañía”, Monsiváis se detiene en el movimiento más representativo de la poesía mexicana de la primera mitad del siglo XX para definirlos como “la versión más estructurada de la modernidad literaria” (p. 59). Como ya lo había hecho desde 1976, ahora los ubica en el contexto de los avances estéticos de la época y subraya algunas particularidades: en Bernardo Ortiz de Montellano, animador y fundador de la citada revista, encuentra la exaltación freudiana del sueño (“Himno a Hipnos”);

en Gorostiza, autor del gran poema Muerte sin fin (“Lleno de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga,/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces/ que oculta mi conciencia derramada…”72), un asedio a lo sagrado, descrito como sigue:

¿Es el asedio a lo sagrado (a Él), el diálogo con lo inasible (la forma), la materia que se interroga a sí misma, la metafísica fundada en la extinción de la materia y la resurrección del lenguaje, la teología donde la inteligencia es una vislumbre de la humanidad? Ahora vemos, como por espejo, en la oscuridad, pero entonces… Lo innegable del poema es su deslumbrante sistema metafórico, su perfección prosódica, su ritmo, su complejidad. Al término de las exégesis, el poema prosigue (p. 66).

Xavier Villaurrutia, famoso por su libro Nostalgia de la muerte es, para el también autor de Los rituales del caos, un gran transformador de los sentidos y los símbolos literarios. Gilberto Owen es un cultivador de lo críptico, mientras que Salvador Novo es un autor que “se beneficia de la modernidad y los temas de lo cotidiano” (p. 75), amén de su mirada crítica y completamente heterodoxa desde el ámbito vital.

Monsiváis le dedica un capítulo completo a Carlos Pellicer, como si hubiera querido pagar una deuda de largo plazo. “Con los poetas modernistas Pellicer comparte la celebración de la belleza, el mayor bien de la Patria y del individuo; la fuente del vigor: la mezcla del vocabulario lírico clásico con los vocablos inesperados” (p. 79). Con un aliento retórico similar al de Neruda, Pellicer viajó por toda América al lado de José Vasconcelos, experiencia que lo marcó para siempre: “La obra de Pellicer responde a la ampliación de horizontes y la gran idea de la utopía: transformar la realidad a través de las variaciones de la épica. Eso también es poesía” (p. 86). Católico y obsesionado por los paisajes (“Las grandes aguas del Señor iluminan la sombra de las almas”, en Piedra de sacrificios (Poema iberoamericano), 1924), Pellicer practica algo así como la “espiritualización de la naturaleza”. Sobre la veta religiosa de esta poesía, escribe Monsiváis:

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En los sonetos de Práctica de vuelo (edición de 600 ejemplares) el cristianismo de Pellicer se transparenta al máximo. Es la piedad religiosa como galería de equivalencias de la pintura, es la estética de la fe, es la metáfora como fundamento de la mística. En el horizonte de vírgenes y arcángeles, la figura de Cristo es el amor aliento de lo sublime. En Práctica de vuelo, el cristianismo es la creencia que va de la creencia a la hermosura, no sin pasar por la encendida “blasfemia”: “Haz que tenga piedad de ti, Dios mío,/ huérfano de mi amor, callas y esperas,/ en cuántas y andrajosas primaveras/ me viste arder buscando un atavío” (p. 107).

En el último capítulo (Poesía y cultura popular), Monsiváis explicita con ejemplos exactos lo que tantas veces recordó en sus presentaciones personales: por un lado, el apego a la poesía memorizada y los vasos comunicantes entre poesía y el gusto popular por los versos. Su repaso de autores favorecidos por este gusto, heredero y continuador del modelo clásico de la literatura española antigua y el muestrario de razones de tal popularidad, es impecable: Gustavo Adolfo Bécquer (“¿Qué es poesía?”·), Manuel Acuña (“Nocturno a Rosario”), Antonio Plaza, José Zorrilla, Juan de Dios Peza (“Reír llorando”), Rubén Darío (y la legión de seguidores como José Santos Chocano), Gutiérrez Nájera, Nervo, Díaz Mirón (“Paquito”), Luis G. Urbina, “Marciano”, “El Cristo de mi cabecera”, Julio Sesto (“Las abandonadas”), “Por qué me quité del vicio”, La Suave Patria y, en el clímax de la devoción edípica, “El brindis del bohemio”, de Manuel Aguirre y Fierro. Es el reino de los declamadores, como la argentina Berta Singerman o el mexicano Manuel Bernal…

A este estirpe perteneció también Jaime Sabines, con su clásico inmediato, “Los amorosos”, sólo antecedido por Neruda y García Lorca. Al relacionar este fervor con las canciones establecidas en la memoria (Agustín Lara, Álvaro Carrillo, Armando Manzanero…), las palabras con que concluye Monsiváis son lapidarias: “La memoria colectiva nunca descansa” (p. 150).

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5ENTRE EL ENSAYO Y LA CRÓNICA.

LOS AIRES DE FAMILIA DE CARLOS MONSIVÁIS

Y lo cierto es lo afirmado algún día por Juan Rulfo: a los escritores les toca afirmar el realismo o la irrealidad; lo mágico es la existencia de lectores (Monsiváis, 2000, p. 49).

C.M.

El ensayista [...] es un campeón del pensamiento aproximativo. No le interesa la verdad sino esa peculiar aproximación a la verdad que se llama lo verosímil. En esto el ensayista es un novelista de los conceptos. Así como interesa al narrador mantener la verosimilitud de su relato, así el primer deber del ensayista es el de darle visos de credibilidad a sus tanteos en el campo del pensamiento. Como la necesidad no es lo suyo —el ensayo se convertiría ipso facto en tratado, monografía o disertación—, el ensayista ha de manejarse en el campo de lo probable (Escalante, 1998a, p. 302).

EvOdiO EscalantE

1. De la ubicuidad, la obsesión por lo cronicable y los orígenesEl nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor auto-contenido. Su omnipresencia, real o en el ciberespacio, en cuanta actividad cultural, suceso político o presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o revista más impredecible. Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran altura, pues basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Luis Miguel o Gloria Trevi, de una exposición de

fotografías de luchadores, o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. El presente trabajo busca entablar un diálogo con algunos aspectos de la escritura de Monsiváis y la forma en que se ocupó, a partir de sus peculiaridades personales, de la cuestión latinoamericana, es decir, de las tan idealizadas afinidades culturales entre los diversos países en uno de sus libros fundamentales.

Sobre su carácter de escritor proteico, multiforme, que se desdobla en diversos registros escriturales, se han escrito muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación, Monsiváis es un hombre llamado legión:

A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de “nalgatorio”, o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria [...] de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es Mr. Memory (Pitol, 1996, pp. 50-51).

Otro autor más joven, Adolfo Castañón, lo ve como una ciudad, no sólo por su amplitud de intereses, como Pitol, sino por su cosmopolitismo a toda prueba, y también se esfuerza ampliamente por definirlo, en los siguientes términos:

Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status. (Castañón, 1993, p. 368).

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No faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor de Escenas de pudor y liviandad, como éste de Evodio Escalante: “Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos” (Escalante, 1998b, p. 74). La mención de la palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el regiomontano.

La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la unam ha venido a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. La catalogación temática plantearía un enorme problema, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar la tarea: haría falta la creación de un equipo interdisciplinario que establezca criterios metodológicos estrictos.

Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la voracidad literaria que acabaría por dominarlo. Así da cuenta de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad:

Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía

visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neo porfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal (Monsiváis, 1966, pp. 48-49).

Como se ve, su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo, sobre todo en su orientación por escribir crónicas. Él mismo se refiere a ello cuando afirma:

Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria y si no he aprendido nada, don’t blame him” (Ibid, pp. 49-50).

Si a todo eso le agregamos la influencia de la Biblia en su vida y obra, debida a su formación protestante, se descubrirá un sustrato profundo que, muchas veces, no se toma muy en serio a la hora de plantearse el problema de su escritura. Sobre este aspecto, y casi de manera colateral, Emmanuel Carballo, su primer editor, además de referirse a él —¡ya desde entonces!—, como un ser “ubicuo ya que está en todas partes y en ninguna”, agregaba que era un “lector que lo mismo transita por los dominios de la economía, la sociología y la política que por los caminos sinuosos de la literatura, las revistas [...], los comics y las hojas subversivas de difusión minoritaria [...], sectario en cuestiones de comida y como buen hijo de familia protestante enemigo del alcohol y los inevitables

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placeres adyacentes”. (Carballo, 1966, pp. 5-6.). José Emilio Pacheco también ha hablado acerca de la forma en que Monsiváis compartía sus lecturas bíblicas a quienes, como el autor de Las batallas en el desierto, habían estado alejados de dicha influencia: “En la feliz ignorancia del porvenir combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos, lectura de la Biblia en la versión de Reina y Valera que yo ignoraba como buen niño católico, del mismo modo que me había mantenido a distancia de los poetas rojos como Neruda y Vallejo” (Pacheco, 1993, p. 38).

Hace falta, a estas alturas un buen estudio que dilucide los inmensos y profundísimos vasos comunicantes que existen entre la literatura bíblica y la obra de Monsiváis, porque las escasas observaciones en ese sentido sólo han tocado de manera tangencial el asunto.73 Castañón, muy justamente, se expresa al respecto de la siguiente manera:

La predestinación aflora también en otro de los recursos preferidos del cronista: la cita, la parodia o la paráfrasis bíblica, la referencia inevitable al Antiguo Testamento, el periodismo como evangelización dan a la descripción monsivaítica la fijeza de una comprobación. En la consistencia religiosa de este nacionalismo, los tiempos perfectos de las citas bíblicas contrastan con el presente, con el obsesivo indicativo de lo efímero, encerrándolo en un marco de leyenda falaz y de saga instantánea, prefabricada por la voz que, desde la radio agita las páginas (Castañón, 1993, pp. 374-375).

Y es que, efectivamente, el lenguaje bíblico, aquí y allá, como una enredadera textual que no deja escapar al autor Monsiváis sin dar fe de su confianza en la fuerza de la impronta de las Sagradas Escrituras, en el impacto de las palabras que, incluidas como ensalmo beatificante de lo profano, dotarán al nuevo texto de un impacto profético (Cf. Cervantes-Ortiz, 2010). El propio Monsiváis, al ser interrogado sobre la influencia de la Biblia en su obra, respondió: “¿Aporte a mi escritura? Supongo que muchísimo. (Quisiera creerlo.) La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos,

y eso beneficia a todos los que escriben” (Peguero, 1995, p. 24). Otro aspecto destacable es la inexistencia de límites, en sus ensayos, entre cultura culta y popular, un asunto del que se ha ocupado varias veces. (Cf. Monsiváis, 1984).

De ahí su avidez por todo lo que se mueva, sea cine, música, novela, poesía, etcétera. Semejante amplitud de gustos e intereses propicia una dispersión mayor, que algunos ven como una actitud veleidosa y poco concentrada. Sin embargo, y a despecho de tales críticas, con el paso de los años, el estilo Monsiváis se ha impuesto de manera irrefutable como una especie de escritura ritual, identificable según el medio impreso donde aparezcan publicados.74 Mención aparte merecen sus aportaciones a la lucha por la tolerancia religiosa y sexual, trincheras que no ha abandonado a pesar de la falta de atención, sobre todo en el caso de la segunda, y que hacen que, en ocasiones, sus lectores habituales no interpreten adecuadamente (Cf. Monsiváis y Martínez García, 2004).75

2. ¿Crónica o ensayo?: he ahí el dilemaAun cuando parecería demasiado irrelevante la mera definición genérica de los textos de Monsiváis, podría buscarse una relación entre la hibridez del objeto de estudio privilegiado por él y su escritura, la cual podría catalogarse precisamente como una escritura híbrida, a caballo entre el relato descriptivo y la reflexión libre. Evodio Escalante, alude al problema del género de los escritos de Monsiváis, cuando dice, un tanto tendenciosamente:

La pregunta acerca del estatuto genérico de sus textos, que no sé si ha sido formulada, mucho menos ha sido resuelta, y no creo que sesudos abordajes académicos puedan aportar claridad al respecto. ¿Cómo podríamos clasificar los textos que escribe Carlos Monsiváis? ¿Son crónicas en estricto sentido? Y si no son crónicas, ¿son ensayos? ¿Son una mezcla de ambas cosas? ¿Se trata en realidad de textos híbridos que comparten características de ambos géneros sin decidirse por ninguno? ¿O es Carlos Monsiváis el inventor de un nuevo género discursivo para el cual todavía no alcanzamos el nombre? (Escalante, 1998a, p. 302).

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La perplejidad que evidencia este crítico a la hora de intentar resolver la confusión de géneros y la variedad de registros de la escritura de Monsiváis es la actitud más frecuente que se ha asumido frente a los textos en cuestión. Sobre todo si se considera que nos acostumbramos a vivir con ellos. La presencia constante de los textos de Monsiváis ha reducido el interés por definir su género, dado que su actualidad y feroz fugacidad los hacen elusivos. Lo que nadie duda es la manera en que, al combinar los géneros mencionados, Monsiváis da en el blanco de la sátira.

Por cierto, una de las definiciones de ensayo que propone Escalante en otro lugar, le vienen como anillo al dedo a las crónicas-ensayos de Monsiváis:

El ensayo, me gustaría decirlo, es el concepto más un punto de vista, y este punto de vista es el que rompe con los esquemas. Tanto el discurso del amor como el discurso de la plebe, tanto el discurso dogmático de la academia como el de la multitud sin rostro y sin nombre, los dos cerrados por el espíritu del sistema o por la fuerza de la costumbre, serán contestados o refractados por la enunciación del ensayista, por el discurso abierto y libremente asumido de un yo que desafía lo mismo la autoridad de la ley que la ley de la autoridad (Escalante, 1998a, p. 292).

En esta afirmación de la peculiaridad del ensayo se deja ver el cruce de caminos que se da entre los discursos culto y popular, hasta el punto de que el ensayista se sitúa casi a medio camino entre ambos, y alguien tan atento a ambos como Monsiváis, reproduce fielmente la dialéctica que se da entre ellos, siendo como un puente que permite recorrerlos y moverse en ellos sin ningún rubor. Es por ello que la prosa monsivaíta cumple muy bien con otra observación apasionada de Escalante: la de ver al ensayo no como un género, sino como un acontecimiento (Ibid, p. 297).76 Y vaya que si esta escritura lo es, por su carga herética, disonante, contestataria y aleatoria, en suma, impredecible e imprescindible.

Acaso el talante moral, señalado muchas veces mordazmente por algunos (Cf. Domínguez Michael 1998a), dota a su escritura de un tono que le

permite superar el peligro de la frivolidad exterior que anuncia el uso reiterado de la ironía y su confesada lucha contra el lugar común. Además, su izquierdismo tan matizado y nunca negado es quizá lo que consigue que esta combinación de moralismo e ironía tenga el efecto demoledor que frecuentemente se le atribuye. Estar del lado de las causas mayoritarias le proporciona a estos escritos la “legitimidad” que no otorga ningún status genérico literario.77 Por ello, quienes le han otorgado a Monsiváis el epíteto de humorista lo hacen con el fin de descalificar el “contenido propositivo” de sus textos. Elena Poniatowska ha apuntado en esa dirección en algunas entrevistas (Cf. Poniatowska, 1997), y Enrique Serna lo ha colocado en el armario de los autores que, han hecho de la bandera progresista una forma de vida. Lo curioso es que los dos tienen razón, porque sin descalificarlo literariamente, menos la primera que el segundo, aceptan la validez de su escritura, aunque Serna señale los sesgos moralizantes de Monsiváis de manera negativa (Serna, 1996, p. 209).

Escalante, de nuevo, es quien traza la relación tono moral-ironía, trayendo a cuento el problema genérico de manera muy sugerente:

Carlos Monsiváis se impone como el más consumado de los ironistas. Rescato el sentido originario del término: el ironista es un disimulador profesional. Su trabajo consiste en disfrazarse y aparecer como otra cosa de lo que es. Esto se traduce en la evidente dificultad genérica de que se habló antes: Monsiváis es un ensayista que se trasviste de cronista polimórfico, y al revés, un cronista polimórfico que se disfraza de ensayista [...] Lo anterior es válido no sólo en términos del problema del género, sino incluso en cuanto a la tesitura de la voz. Esta voz no sólo describe, agrupa, discierne, conceptualiza, también establece inevitables juicios de valor. ¿Pero cuáles son éstos? ¿Hay de verdad juicios de valor? Y en caso de haberlos, ¿cuáles son estos? (Escalante, 1998b, p. 75, énfasis agregado).

En ese sentido, Christopher Domínguez Michael no le perdona a Monsiváis sus veleidosas inclinaciones por ejercer un liderazgo de opinión que nadie le ha pedido. En una crítica de este tipo, lo que no se le perdona

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es que, como escritor que debería solazarse en sus hallazgos literarios en la soledad de su estudio, abandone el gabinete para abanderar causas que hoy se consideran trasnochadas. Al cuestionar su “conversión gradual [...] en un ‘líder de opinión’ que convoca multitudes y que —quizá a su pesar— ha empezado a tomarse en serio como una suerte de patricio cultural que destila sus materiales según la óptica de ese estatuto y no desde la perspectiva del artefacto literario” (Domínguez Michael, 1998, p. 23), Domínguez da a entender que Monsiváis se quedó en el viaje del escritor comprometido, al contrario del escritor posmoderno que sólo debe quedar bien consigo mismo, y dormir tranquilo por ello.

Los cruces de caminos, ya aludidos, entre varias disciplinas han hecho que Monsiváis maneje una escritura polivalente que se transforma según su propósito. Cuando se lanza en campaña abierta contra ciertos políticos, funcionarios —eclesiásticos o gubernamentales— o protagonistas de la vida nacional, el entramado discursivo opera de tal modo que disuelve las distinciones genéricas. Acaso detrás de esta obsesión por situarse ante el tiempo que le toca vivir, sin olvidar ningún estrato de la realidad visible y oculta, se encuentre el eco de la lectura de los libros de las Crónicas, que desde el nombre marcan ya un cruce de caminos entre la literatura religiosa y la observación minuciosa de los acontecimientos.

En varios momentos, Linda Egan se ha esforzado por deslindar con mayor cuidado los cruces genéricos entre la crónica y el ensayo monsivaítas. En un estudio muy agudo, en el que compara un texto de Monsiváis con otro de Héctor Aguilar Camín, y después de una sólida exploración teórica, califica al autor de la colonia Portales como “cronista paradigmático” (ella insiste en usar los términos crónica y cronista en español) (Egan, 2002a). Algunas de sus observaciones finales son sumamente aleccionadoras. En primer lugar, sobre la textura visual, icónica de este discurso y, en ese sentido, sobre la forma que los lectores, frente al cronista Monsiváis, “ven una película de la cultura ‘sucediendo’” (Idem). Pero, sobre todo, cuando Egan apunta hacia el registro del discurso como un todo:

El formato seriocómico de este discurso textualmente modela la clase de pensamiento autocrítico, ambivalente, que está siendo fomentado; rompe con las distinciones anticipadas entre el discurso ensayístico intelectualizado y la conversación informal, entre las exigencias empíricas de objetividad y la tolerancia humanista para la subjetividad, entre el Insider de elite que pertenece a una cultura escrita y el Outsider poco educado que mejor captura los significados de una cultura oral (Idem).

Y al destacar la naturaleza de su lenguaje: “…su lenguaje poético destaca y realza lo local y temporal hacia la universalidad del arte”. De ahí que desde la “raíz periodística” del discurso monsivaíta, éste se proyecta más ampliamente: “En términos periodísticos, si el ensayo es como un análisis sobre la página editorial, la crónica es más parecido a la “historia de color”, de interés humano, que acompaña las fotografías en una sección que atrapará a un lector más amplio y ecléctico”. Y la diferencia entre crónica y ensayo se borra, dada la literariedad de los textos: “Donde el ensayo prescribe por expresar un mensaje cerrado en un lenguaje directo, la crónica describe al mostrar un proceso abierto de pensamiento con un discurso indirecto” (Idem).

3. Los aires de familia latinoamericanos desde el prisma mexicano de MonsiváisPara entrar en materia, se impone una pregunta implícita en lo dicho hasta aquí: ¿cómo ha podido llegar Monsiváis a interesarse por abordar orgánicamente el tema de la cultura y la sociedad latinoamericanas viniendo desde una multitud de intereses previos, colaterales o paralelos? La complicada y gozosa inmersión en la multiplicidad de asuntos que atraen su atención, casi todo circunscrito al ámbito mexicano, lo llevó a hacer un aterrizaje forzoso en la realidad variopinta de América Latina. Su interés por lo latinoamericano no era nuevo, pues siempre estuvo latente o muy explícito en sus eventuales acercamientos a algunos autores del subcontinente (como Lezama Lima, Onetti, Puig o Gelman, dentro

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de sus particulares gustos). Y tampoco es posible creer que dicho interés se haya visto acicateado sólo por la ambición de ganar un premio prestigiado del otro lado del Atlántico.

Lo cierto es que Monsiváis se debía a sí mismo un libro de este tipo: orgánico, sesudo, en momentos enciclopédico, fiel a su estilo orgiástico en el manejo de información privilegiada; en síntesis, toda una summa de lecturas y experiencias latinoamericanas. Aires de familia es un registro de obsesiones vividas desde México y ahora extrapoladas a América Latina, puestas por fin en un orden legible. En el espectro de algunos de sus trabajos,78 con los que viene a conformar una especie de trilogía sui generis, Aires de familia ocupa un lugar peculiar al lado de ellos porque representa la consagración de un autor esencial, casi desconocido en España. Además, porque constituye un contrapunto afectivo a los otros libros mencionados, en el sentido de que Las herencias ocultas... explora una zona ideológica que ha marcado conflictivamente la reflexión política y cultural de Monsiváis, y Salvador Novo... remite directamente a sus orígenes como escritor, amén de que era una obra largamente anunciada.

Por otro lado, la posibilidad de trascender hacia América Latina hasta publicar en España no deja de ser una ironía del destino, porque después de El Centauro en el paisaje, de Sergio González Rodríguez,79 Monsiváis es el segundo mexicano en figurar en la colección de ganadores del Premio Anagrama de Ensayo. El autor de aquel libro y miembro del grupo ―liderado por Monsiváis― que desde La Cultura en México le rendía culto a la crónica “como carta común de identidad” (Domínguez Michael, 1998b, p. 252), anticipó la aparición tan deseada de un libro de Monsiváis, al menos para el editor Jorge Herralde.

En un sentido, el autor de Aires de familia es otro Monsiváis, decidido a salir, por fin, de las fronteras, reales y simbólicas, de México y abordar a Latinoamérica como un todo, siguiendo una estructura, que acaso homenajee inconscientemente a Mariátegui, de siete secciones o ensayos independientes. El armazón profundo del libro es la crónica, puesto que semejante alud de datos

y circunstancias referidas es inconcebible sin una razón de ser cronológica, cronotópica. De modo que hay que rendirse ante la organicidad del acomodo de los materiales que salta a la vista como primera evidencia de su construcción armonizadora (cf. Egan, 2000b).

3.1 La intención orgánica del libroLa estructura del libro, a la manera de un quiasmo, coloca, el primer ensayo y el último (sobre las versiones de lo popular y lo entretenido y lo aburrido), el segundo y el sexto (sobre el cine y la vida urbana moderna), el tercero y el quinto (sobre los héroes cívicos y las migraciones de todo tipo), en una relación de continuidad y discontinuidad, acentuada no sólo por los contactos temáticos evidentes, sino también por la necesidad de recurrir, cíclicamente, a la reiteración de constantes y acercamientos iluminadores con otras luces. En el centro refulge con luz propia el ensayo nodal de la obra: “‘Ínclitas razas ubérrimas’. Los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericana”, cuya enérgica exhaustividad intenta concentrar los mayores logros interpretativos por causa de la forma en que integra todos los elementos al alcance de su autor: literatura, arte, cine, periodismo, etcétera.

Desmontar las manifestaciones comunes de las culturas y las sociedades latinoamericanas es una tarea que, con todo y su vastedad, o tal vez a causa de ella, encuentra en Monsiváis su mejor cronista. Él tomó la estafeta de otros escritores que no habían podido cargar suficientemente con la tarea, aun cuando sus aportaciones son invaluables. Intentos anteriores80 se ven complementados y superados por alguien que no buscó competir con ellos, por tener otras intenciones, pues, como dice en la advertencia preliminar, se propuso dar fe de cómo “la cultura deja de ser lo que separa a las élites de las masas y se vuelve, en teoría, el derecho de todos” (Monsiváis, 2000, pp. 11-12).

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3.2 Las versiones de lo popular y el dominio de la televisiónEn el primer ensayo, Monsiváis se extiende en la temática más circunscrita a lo que podía esperarse de él: las versiones de lo popular. Este tema remite desde el principio al de las identidades, en cuya formación tienen que ver directamente los escritores, quienes sabían, desde el siglo xix, que trabajaban sólo para las elites, porque el Pueblo y la gleba, jamás tendrían acceso a sus libros. De ahí que gente como Manuel Payno haya escrito con un tono popular, plenamente consciente de que sólo así llegaría a retratar los modos más auténticos, pero finalmente sucumbió a “las fatalidades de clase y nación”, y sus intentos de realismo no pudieron ir más allá, por lo que en el tránsito progresivo del campo a las realidades urbanas, la “selva de concreto” se impuso poco a poco. Lo popular, en los relatos que lentamente van a situarse en ambientes urbanos, “es la entidad carente de conciencia de sí, o la conciencia usurpada y hecha a un lado” (Monsiváis, 2000, p. 23). Así, el determinismo de la pobreza alcanza a novelas como Adán Buenosayres y La región más transparente.

La novela se ve, entonces, como un sucedáneo de otras disciplinas serias, porque a través de ella pasa todo lo que la gente no alcanza a captar todavía mediante aquéllas. La influencia del cine en la literatura latinoamericana se deja ver, también, como el entrecruzamiento de lo culto con lo popular: en autores como Cabrera Infante y Puig, “lo popular se transfigura y resulta lo clásico marginal” (Monsiváis, 2000, p. 33). El advenimiento de la tecnología acelerará el proceso mediante el cual se van a reconciliar formas literarias y gustos populares. El desenfado con que se manejarán temas antes tabú, como la sexualidad, será una característica notable de lo popular. Los lectores potenciales se enfrentaron, dice Monsiváis, en estos tiempos, a géneros nuevos o novedosos afincados en lo popular: el thriller, la experiencia femenina, el regreso de la novela histórica, la reelaboración del kitsch, la literatura homosexual y la novela carnavalesca, entre otros.

El séptimo capítulo (“Lo entretenido y lo aburrido. La televisión y las tablas de la ley”) coincide con el primero en el reconocimiento del dominio de

algo propio de lo popular, como es la televisión. Ésta tiene un papel determinante en los procesos de identidad nacional que ya nadie discute. Primero, arrasa con la privacidad, fundando nuevas formas de convivencia íntima, subordinadas a ella, a su presencia avasallante. Luego, “decide por cuenta de naciones y sociedades el significado de lo aburrido y lo entretenido” (Monsiváis, 2000, p. 214), dejando a la radio el papel de comparsa ínfimo. Y finalmente instala su dictadura abusando de un poder de convencimiento inédito hasta su aparición, lo que le permite entretener a todos los “descerebrados” y “jodidos” que se dejen, puesto que saben que no cuentan con alternativas. La moral tradicional reacciona cuando se siente agredida y lo mejor que logra es apenas mejorar su raiting, cuando consigue introducirse, ridículo de por medio, para impugnar, por ejemplo, a Cristina Saralegui. A ella, como a otros programas, los acusa de desnacionalizar y americanizar negativamente a las familias impecables, pero “en la confrontación la derecha pierde [...] y los dogmas quedan a cargo de los comerciales” (Monsiváis, 2000, p. 245).

3.3 El cine de marca hollwoodense y los profetas de la vida urbanaDe manera similar, el cine, South of the border, down Mexico’s way, ha sido la gran intromisión anglosajona, estadounidense, en el mundo latinoamericano: modas, ídolos, clichés, historias, todo se lo ha comido Hollywood. Los lugares comunes del mundillo cinematográfico han sustituido a las mitologías ancestrales: el ascenso de las estrellas del celuloide llena planas enteras de la imaginación de las juventudes del subcontinente, y son arrastradas por una idolatría sin freno. Las imitaciones y transfiguraciones suceden al por mayor y a destajo: nuestros charros son una transformación burda del cowboy que sí tuvo que librar peleas verdaderas, no las de las subtramas de nuestro cine. Las cinematografías nacionales, con todo, logran incidir en la formación melodramática, sentimental y humorística de varias generaciones, y la censura (fascistoide y mocha a más no poder) cumplió su papel de salvaguarda de las conciencias más débiles, sometiendo incluso a los gobiernos. El cine de vanguardia es reducido al

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mínimo y la ruptura con Hollywood se atisba como muy lejana, apenas hasta los años sesenta. Lo que no se puede negar, a pesar de todo, es que “el cine entrega a varias generaciones de latinoamericanos gran parte de las claves en el accidentado tránsito a la modernidad” (Monsiváis, 2000, p. 78).

Para seguir con la asimilación de la modernidad y de la tecnología, casi sinónimos ambos, profetas de la parusía de un nuevo mundo son algunos escritores y poetas, principalmente, cuyas loas al advenimiento de los nuevos tiempos mesiánicos no dejan de incluir a las misas negras ni a las prostitutas, quién lo diría, símbolos de nuevas formas de vida, que vienen aparejadas con una nueva sensibilidad, que rompe con “la entraña de la vida burguesa” (Monsiváis, 2000, p. 189). Asimismo, comenzaron a manifestarse en algunos poetas, como Barba Jacob, los síntomas del “amor al que no le permiten atreverse”, mediante el conocimiento cada vez mayor de la vida y obra de Wilde.

Las mujeres, por su parte, comenzaban a asomarse por encima del rebozo, pero no obtendrían el derecho al voto sino hasta los años cincuenta, al menos en México. Antes, en la década de los veintes, con Alfonsina Storni por delante, la poesía femenina comienza a abandonar sus corsés rígidos y la cursilería en que estaba confinada. Y, finalmente, surge la declaración de fe poética, en labios de Julián del Casal: “Tengo el impuro amor de las ciudades”, desafiante transgresión de la ley y de la fidelidad a la languidez de las vírgenes purísimas. El periodo de 1880 a 1920 es visto como un “fin de la historia”, preludio de lo que vendría después.

3.4 La educación cívica y las migraciones de todos tiposLa Historia y los héroes son el tema del tercer capítulo: sus avatares y sus derivaciones. Los héroes como “espejos de virtudes”. El amor a la Patria como consecuencia trágica de los abusos de los criollos advenedizos en el poder. El surgimiento de las nacionalidades y la casi inmediata inmolación de millares de personas en su nombre. El heroísmo machista y sacralizador: sin él no pueden existir con honra (y con mitología) las naciones. Los héroes de los nuevos países

conforman un panteón venerabilísimo y son “el arma poderosa de una etapa de la secularización, cubren el segundo paisaje espiritual, son la gran escenografía de las naciones, y no se le niegan a entidad alguna, por reducida que sea” (Monsiváis, 2000, p. 83). La enseñanza cívica es el núcleo de la educación de las nuevas multitudes, su razón de ser, lo más sublime, aunque, al mismo tiempo, tenga que haber una dolorosísima disputa entre algunos héroes seculares y la Santa Madre Iglesia, a cuyo jefe máximo ya no están dispuestos a hacerle caso. El pensamiento católico atrincherado en los catecismos combativos recibió su duplicación reactiva en los catecismos cívicos o patrióticos, que los igualan en la magnitud de la impostura.

Se transfiguraron después los héroes, y, de la mano de las Repúblicas triunfantes, surgirían los “Maestros de la Juventud”, quienes se echaron a cuestas la labor de pastorear a las masas ignorantes para conducirlas hacia el sendero del conocimiento luminoso. Los nombres son variados e inundan el continente: Montalvo, Sarmiento, Rodó, Vasconcelos. Sus sucesores, con armas en la mano, tratarán de imponer por la fuerza lo que aquéllos estaban dispuestos a esperar por efectos de la redención educativa. Desde la Revolución Mexicana hasta el levantamiento zapatista puede trazarse un arco de heroísmo caudillesco que da forma militar e institucional a las reivindicaciones de las masas. Por medio de las luchas armadas se busca una “modernidad popular” (Monsiváis, 2000, p. 94), alternativa a la que ofrece el capitalismo, tan galopante como ajeno a las realidades del continente.

Y qué tragedia tan delirante, la que se enuncia: la transformación y la enorme frecuencia con que los revolucionarios o caudillos se transformaron en dictadores. Con Perón por delante como paradigma de ogro filantrópico, Monsiváis se regodea en referir a la fascinación de su historia, de su primera esposa, la mujer de dudosa moral a quien el pueblo argentino elevó a los altares.

Y así, Monsivaís nos planta frente a frente a la Revolución Cubana, el paradigma de paradigmas, con su propuesta del Hombre Nuevo. “Las alucinaciones del fetichismo” (Monsiváis, 2000, p. 101) tardaron un poco

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en mostrar toda la crudeza de la realidad, pero mientras duró el sueño, toda América Latina se estremeció. Castro y el Ché se vuelven el centro del mundo hasta que la muerte del segundo empieza a preludiar el réquiem de la ilusión. Todavía Allende es un episodio más de la esperanza: los dictadores tienen en su mano la balanza y no la soltarán fácilmente. Los escritores, en cambio, siguen siendo el alma de los pueblos y Neruda, sobre todo él, encarna la celebración desaforada. Las mujeres, mientras tanto, agazapadas durante años, por fin levantan vuelo: no sólo la pléyade de escritoras que surge y se confirma plenamente, sino que también desde el anonimato van ganando espacios a la derecha. El neoliberalismo se impone a pasos agigantados porque ya no tiene enemigo enfrente. Su programa incluye de manera central la “reconversión mental” (Monsiváis, 2000, p. 109),81 la renuncia a las causas que desaparecieron por inconsecuentes.

Ante un panorama así, todo es migración, cambio obligado: la cultura (los gustos dominantes); los productos tecnológicos del entretenimiento (el cine, la televisión); el deseo de cambio mismo (la nula censura porque ahora todo se vale); el feminismo y la conducta femenina; el aspecto y la conducta (la muerte de los lenguajes de género); la religión predominante (donde todo el mapa religioso, prácticamente, es devorado por el pentecostalismo: aunque curiosamente, aquí le falla el vigor a Monsiváis, acaso por su protestantismo histórico todavía militante en las profundidades). Hemos pasado del rancho al Internet, casi sin escalas.

3.5 Los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericanaComo centro de toda la reflexión, Monsiváis acomete la difícil revisión de los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericana. Preside el capítulo la valiente respuesta afirmativa (basada en un inventario de lacras sociales, políticas y educativas) a la pregunta de rigor: ¿hay tal cosa como la unidad de Iberoamérica?, y le sigue el contrapunto de la duda sobre lo que nos separa y nos acerca como latinoamericanos. La unidad hispanoamericana nace con la

separación de España: lección más elocuente no puede haber. Sucesivamente nos van acercando frustraciones comunes (como la del estéril culto al dios Progreso y a la diosa Educación), pero sería en la poesía (modernista, por supuesto) donde América Latina se afirmó positivamente como un todo. Con el modernismo nace, casi literalmente, América Latina. Y con una prosa que también encontraría senderos comunes.

El americanismo de los escritores es, a pesar de todo, una marca de agua que no pierden nuestras literaturas y muchos escritores van a apostar su resto por combatir al fantasma del Norte en nombre de la quimera bolivariana. Las “Esencias Nacionales” se resistirán a aceptar su estatuto de ficción o fantasía: América Latina querrá nacer de las cenizas de la vieja Europa. Más tarde, y en el mismo tenor, la revolución será el eje unificador, y el marxismo criollo, encarnado sobre todo por Mariátegui, intentará dar el salto mortal de la adaptación a un medio exótico. La izquierda casi le ganará la partida a la derecha tradicionalista.

Surgirán entonces nuevas élites culturales en México, Cuba, Argentina, que cumplirán el sueño de la contemporaneidad simultánea con las metrópolis culturales. El panamericanismo verá mejores días y será desenmascarado por su vertiente pro-imperialista. La Revolución Cubana ejemplificará nuevamente otra serie de años de consenso. Y en los sesenta, con el boom, se dará la afirmación de lo que ya debíamos saber: que nuestras letras ya tiene un lugar propio. Y no es casualidad que sean los años del auge de la izquierda intelectual. La Casa de las Américas intentó imponer su visión unívoca de lo latinoamericano, y para lograrlo borró medio canon de las letras anteriores. El sueño terminaba y la uniformidad de la moda vino a sustituir, casi como una caricatura, las ilusiones anteriores. Se instaló la banalidad como un dogma. Quedaría únicamente lo valioso de verdad, pocos nombres, porque ahora el centro está dondequiera. Se resiste al neoliberalismo con las únicas armas posibles, las culturales, y aunque las economías sigan dando tumbos, la vieja utopía de la América Latina, lucha por seguir de pie.

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El propio Monsiváis resumió la nueva situación en una entrevista que dice mucho acerca de los sentimientos actuales y futuros, que alcanzó a delinear con exactitud:

¿La globalización cómo transformará las tradiciones, el folclor y el concepto de patria?Tengo una vaga idea. Sé que va a ser una transformación muy importante, parte de las tradiciones más arraigadas se volverán costumbrismo, otra parte se considerará no negociable, y otra será sujeto de escrutinio sociológico y antropológico, habría que discernir: la globalización no afectará al espíritu religioso, la globalización sí afectará al sentido comunitario, la globalización evitará la sorpresa de quien se asombra de rasgos que no son específicos sino comunes a todos (Hernández del Valle, 2000).

ConclusiónComo se ve, la excursión latinoamericanista del gran cronista mexicano encontró asideros para la utopía por todas partes, pero también sólidas razones para el desencanto. Los reacomodos culturales a que obliga la globalización los vio como algo prácticamente inevitable, pues si en algo se pueden refugiar las masas latinoamericanas es justamente en su especificidad cultural, en su idioma domesticado por la fuerza de la costumbre, en la fuerza con que les sea posible resistir a la uniformidad. Apocalípticas e integradas al mismo tiempo, las sociedades latinoamericanas caminan hacia su simultánea afirmación y negación.

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6EL “TESTAMENTO PROTESTANTE” DE CARLOS MONSIVÁIS

Pertenecer a un credo “ajeno” en América Latina ha sido, sin poder evitarlo, asumir la identificación entre creencia heterodoxa y traición a la mayoría; entre creencia “herética” y “ridiculez”.

c.m.

Posiblemente uno de los últimos textos que entregó Carlos Monsiváis a la imprenta es el que lleva por título “De las variedades de la experiencia protestante”, que figura en el último volumen de la colección “Los grandes problemas de México”, publicada por El Colegio de México, como parte de las celebraciones por el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución.82 Su título remite a la obra clásica de William James, Las variedades de la experiencia religiosa. El tomo, coordinado por Roberto Blancarte, apareció en junio de 2010, mismo mes de la muerte de Monsiváis. Este investigador anunció su inclusión en la obra apenas unos días después del deceso y lo calificó como “un recuento casi personal de la experiencia comunitaria del rechazo y la intolerancia”, además de “testamentario”.83 Sus palabras de la introducción general sitúan esta colaboración en su justa dimensión:

Monsiváis […] rememora la historia de un protestantismo que nació liberal y en un momento en el que la opción religiosa formaba parte de una elección política y moral, pero que no predomina ahora sobre otras “experiencias profundas del cristianismo ‘revisitado’”. El autor conecta la intolerancia doctrinal del siglo XIX con la que todavía se conoce hoy, pese a la cual los protestantes se han abierto camino, con la triple meta de garantizar el respeto a la ley, establecer las tradiciones que vertebren sus comunidades y “convencerse a sí mismos del carácter respetable de sus creencias”. (p. 14)

Y no podía faltar una observación sobre la forma expresiva que se hace presente en el texto, acaso en un registro más comedido, pero igualmente efectivo a la hora de relacionar al protestantismo con sus coordenadas ideológicas y culturales, y de mostrar las dificultades con que se integró a la sociedad mexicana. Blancarte se contagia del espíritu monsivaíta, aunque siempre ha sido un defensor de la igualdad religiosa:

En su clásico estilo, Monsiváis afirma que en México “el Estado es laico, pero distraído, y no se fija en los métodos que suprimen las herejías”. Dicho autor documenta, por lo demás, persecuciones, hostigamientos y la abierta intolerancia que en no pocas ocasiones conducen al asesinato tolerado. A la acusación de extranjerizantes y sometidas a los dictados del imperialismo misionero yanqui, a las iglesias protestantes se les agrega el peyorativo término de “sectas”, con apoyo de más de un antropólogo de izquierda. A pesar de todo, Monsiváis identifica un cambio a partir de la década de los setenta: creciente pluralidad y mayor tolerancia se acompañan de la dilución del espíritu cívico de los protestantes, asumiendo en algunos casos formas conservadoras. En cualquier caso, nadie para a la jerarquía católica en sus perennes declaraciones de intolerancia, como nadie detiene las conversiones. (Énfasis agregado.)

Las raíces protestantes tan profundas (y ampliamente reflexionadas por él mismo) del autor de El Estado laico y sus malquerientes no han sido apreciadas por el gran público, pues incluso uno de los estudios más importantes sobre él, Carlos Monsiváis: cultura y crónica en el México contemporáneo (2001), de Linda Egan, apenas menciona su formación y orientación religiosa de toda la vida.84 Lo mismo sucede con la ficha del Diccionario de escritores de México, publicado por la UNAM, pues a pesar del enorme esfuerzo por ubicar su obra dispersa, tampoco se advierte esta veta del escritor, tan relevante para comprender el trasfondo de muchos de los giros que utiliza. La cantidad de referencias bíblicas que manejaba y transformaba, así como el lenguaje que, procedente de la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, en la revisión de 1909, particularmente, es un desafío para los lectores y críticos. Todavía se recuerda el día en que se le rindió un homenaje y recibió el Premio Miguel Caxlan en

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una institución de educación teológica de la capital cuando algunos estudiantes leyeron un salmo pero en la revisión de 1960, lo que desentonó bastante con sus gustos reconocidos, aunque no dejó de tomar la situación con humor.

Tomando como punto de partida otro texto publicado en 2002 en la revista Este País,85 en el que se ocupa de varios grupos sociales marginados, Monsiváis desarrolla dicho recuento con una mirada efectivamente muy cercana al problema, pero sin abandonar jamás la ironía ni el apunte histórico que apuntala magníficamente sus observaciones y juicios. Así, los títulos de las 12 secciones en que dividió el texto hablan por sí solos de la manera con que este texto fundamental enfoca y enfatiza las características de la identidad protestante en México y, por extensión, en América Latina. He aquí algunos de ellos: “El estrago que causan o podrían causar los herejes”, “No se les admite ni cantando en silencio sus himnos”, “Le dije pinche aleluya y no se rió” o “¿Cómo le hacen tantos para creer en algo distinto a mis creencias?”.

El resumen vital que manifiesta esta colaboración para ese libro colectivo abre, en la introducción, con una demostración de que Monsiváis abrevó en las obras historiográficas, teológicas y académicas más importantes (Prien, Bastian, Míguez Bonino), además de las producciones más significativas de autores de la nueva generación protestante, quienes lo pusieron al día en cuanto a las novedades de análisis que surgían del ambiente evangélico, como en el caso de la tesis de Deyssy Jael de la Luz que tan generosa y oportunamente cita. La obra de H.-J. Prien (La historia del cristianismo en América Latina) publicada simultáneamente en España y Brasil en 1985, es de las más reconocidas porque su autor conoció directamente el ambiente evangélico del subcontinente. Sobre Bastian no hay mucho que agregar, aunque debe recordarse que Monsiváis fue uno de los presentadores de Los disidentes. sociedades protestantes y revolución en México, 1872–1911, al lado de Jean Meyer, a fines de los años 80. El trabajo de Míguez Bonino (Rostros del protestantismo latinoamericano, 1995) es un análisis histórico-teológico que se convirtió instantáneamente en un clásico.

Las primeras palabras de la introducción son una lección de síntesis, autocrítica y reconocimiento de la pluralidad del mundo protestante, que se desglosará en el resto del documento:

A fines del siglo XIX, así sea en unas cuantas ciudades, ya hay en México comunidades protestantes. Los pastores suelen ser estadounidenses y si no lo son, en Estados Unidos se han convertido a cualquiera de las denominaciones, sobre todo presbiterianas, metodistas, bautistas, congregacionales. Como es previsible, a los primeros conversos les entusiasma su cambio de vida, y el libre examen de la Biblia los hace confiar en el criterio propio que los aparta, a su juicio, del fanatismo. No hace falta decirlo, estos grupos pequeños se arriesgan en distintos niveles con tal de ejercer su fe. (p. 66)

II

…no creer en nada no es tan malo, pero asumir un cristianismo distinto al católico es profanar la identidad nacional.86

c.m.

La zona escritural en que se ubica el ensayo “De las variedades de la experiencia protestante”87 roza el testimonio, práctica evangélica habitual, y hasta adquiere características de “informe personal”, sin perder de vista que incorpora datos, referencias y una consistente lectura de la historia de México, en donde sitúa sucesos, críticas incisivas y observaciones puntuales. Historia y biografía familiar. Como parte de la indagación, da fe de lo acontecido en el ámbito más cercano: “Por razones históricas, una tendencia dominante entre los protestantes opta por el liberalismo juarista y es partidaria de la libertad de conciencia y de la tolerancia (ejemplifico con mi familia: mi bisabuelo, Porfirio Monsiváis, soldado liberal, se convierte al protestantismo en Zacatecas a fines del siglo XIX, y mis abuelos, a causa de la cerrazón social a los diferentes, emigran a la capital en 1908)”.

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Juarismo-liberalismo-libertad de conciencia: una ecuación que los protestantes, por así decirlo, originarios, asimilaron casi inconscientemente en sus comunidades. En la sección “El estrago que causan o podrían causar los herejes”, Monsiváis se retrotrae hasta un periodo que antes se esbozaba mínimamente en las escuelas de educación básica, pero que ahora casi brilla por su ausencia. Muy en la línea de los dos volúmenes dedicados al tema (Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, 2000, 2006, homenaje a 7 pensadores y políticos, comenzando con Benito Juárez; y El Estado laico y sus malquerientes. Crónica/antología, 2008, exploración de asuntos y compilación de documentos clave), viaja hasta el periodo de 1847-1860 para mostrar la indignación que le causaba al clero de la época “la mera idea de la pluralidad religiosa” y encontrarse con un texto del anticlerical Juan Bautista Morales, alias “El Gallo Pitagórico”, quien desde La Voz de la Religión refuta a John Locke y al muy liberal Vicente Rocafuerte.

En su texto, Bautista, uno de los homenajeados en Las herencia ocultas…, diputado en el Congreso Constituyente de 1924, senador y fiscal de la Suprema Corte de Justicia, se pregunta: “¿qué conexión tiene esto [la salvación sobre todas las cosas] con la tolerancia civil?”, para luego afirmar que a un católico convencidos no les hace ningún mal que otros no se salven: “El mal será para éstos, sin que el bien de aquél reciba el más ligero menoscabo”. Los herejes, agrega, causan más mal en la Religión que los mismos judíos o árabes, a causa de “su dulzura, su insinuación, sus modales, su ejemplo”, que pueden contaminar a los demás. Monsiváis comenta que esta es una excelente descripción de los resortes psicológicos y políticos de la intolerancia, pues el gran temor de la sociedad mexicana de la época era ser seducida por los “fabricantes de apostasías”. Y estamos hablando del nacimiento mismo de la nación mexicana, cuando sus tutores espirituales, no contentos con lograr que la primera Constitución estableciera el catolicismo como religión única, la prevenían hasta el delirio contra cualquier forma de disidencia promovida por “los pervertidores de las costumbres” (p. 68).

Siglo y medio duraría este “paisaje infernal”, aunque Bautista no deja de dirigirse al lector católico: “Si estás cierto y seguro de tus principios, ¿qué temes?”. Porque la pluralidad, incluso llevada al seno familiar, sería impensable: “¡Qué desconsuelo será para un padre sentase a la mesa, rodeado de sus hijos a quienes ve seguir otras religiones, y que de consiguiente los cuenta por perdidos! ¿Podrán todas las comodidades temporales que le haya ocasionado la tolerancia endulzar la amargura de su corazón?”. “Porque no tememos las sectas, sino la ignorancia de nuestro pueblo” es el brillante resumen de Tomás Luis G. Falco, también en La Voz de la Religión, en 1849, sobre el rumbo de la intolerancia en el país, pues incluso una cita de Montesquieu sobre no admitir las religiones nuevas puede dar pie a justificar la prohibición de “la herejía”. Pues Falco concluye triunfalmente: ““No se obliga [a los herejes] a que abjuren la idolatría, ni a que abracen el cristianismo, empero sí a que respeten y reciban lo que encarnizadamente han aborrecido”. Para Monsiváis, “el camino está trazado” pero el cambio de mentalidades es lo verdaderamente difícil, a pesar de que las leyes implantaron la tolerancia de cultos.

Herencias ocultas es un calificativo que describiría muy bien las cada vez más inencontrables conexiones entre el pragmatismo de los sectores evangélicos y el pasado de los primeros militantes mexicanos, pues en la última parte del siglo XIX y al menos las cinco primeras décadas del XX, el liberalismo protestante fue una combinación estratégica muy consistente. Valga comparar en estos años el ímpetu con que los contingentes eclesiásticos llevan a cabo la llamada “Marcha de Gloria”, tomando distancia ya de la tradicional celebración del 21 de marzo, fecha de nacimiento de Juárez, con que antaño la feligresía protestante hacía constar su presencia social. El desapego de la historia es claro: velar en oración y alabanza en la plaza principal del país es señal, sí, de la ocupación de un espacio público pero sin incidencias ideológicas de por medio. Adherirse a lo suprahistórico e intemporal es más cómodo para no incurrir en la siempre riesgosa incorrección política.

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Muchos reproches recibió en vida Monsiváis sobre su adscripción a la izquierda política en el sentido de que eso no era congruente con su liberalismo de raíz protestante (aunque no necesariamente con esas palabras) y él siempre respondió dando cátedra, no tanto de una fidelidad ideológica, sino más bien con señalamientos históricos claros debido a su indeclinable vocación por la crónica y la sólida ilación de los hechos que justifican posturas. Este texto póstumo (amplificación de “‘Se necesita no tener madre’ (Sobre las querellas de religión)”, publicado en Protestantismo, diversidad y tolerancia, (con cuyo tono de denuncia guarda profundas afinidades) es una prueba más de que todo el tiempo se revisó a sí mismo (lo que implicaba una cadena casi interminable de modificaciones y de intertextualidades en su propio trabajo) para estar a la altura de los debates y de la actualización constante de su lucha personal contra la intolerancia católica. Siempre mantuvo abierto ese frente, de ahí que hoy se dice jocosamente que los obispos por fin descansaron con su muerte. En la siguiente sección, Monsiváis entrará de lleno en lo sucedido en el siglo XX.

III

La historia de este protestantismo es doble, es la historia de una doctrina de Reforma que se propaga y es la historia de la Iglesia católica y de las maneras que elige para aplastar a los disidentes.88

C.M.

“Estoy de acuerdo en que crea lo que le dé la gana, pero que no lo manifieste”: Esta frase entrecomillada preside la segunda sección del texto que nos ocupa, y que pertenece a la misma estirpe de los recopilados en Protestantismo, diversidad y tolerancia (2002), en donde junto con C. Martínez García hace un corte transversal de su percepción sobre la experiencia de ser protestante en México. Allí se advierte muy bien la veta personal que no aflora tanto en sus libros más conocidos y que puede pasar por alto el lector poco informado sobre

su formación religiosa. Particularmente llamativo es el citado “‘Si creen distinto no son mexicanos’. Cultura y minorías religiosas”, presentado en el “Segundo Encuentro Iglesias y Sociedad Mexicana (Protestantismo, educación y cultura)”, realizado en febrero de 1993, y en donde tuve la fortuna de coincidir con él.

La explicación sobre la “persistencia bíblica” de las comunidades evangélicas, más allá de cualquier afán cultural adicional, sirve todavía hoy para entender por qué los frutos de la presencia de esa heterodoxia religiosa se han pospuesto tanto: “La mayoría […] se conformaba sólo con la lectura de la Biblia, que iba de la memorización a la explicación reiterativa, y de la explicación reiterativa a la memorización. […] La noción de lo sagrado es lo que las hizo posibles [a las comunidades protestantes], porque era la esencia de la diferencia. El aferramiento a lo sagrado permitía resistir a la persecución, a la burla, al ostracismo, a todo tipo de hostilidades”.89

Ya ubicado en el siglo XX, Monsiváis describe y hace la crónica del tímido comportamiento de los líderes y las iglesias en la defensa de sus derechos ciudadanos. Los caminos de la tolerancia eran muy lentos y estaban en función de la aún fuerte presencia liberal. A principios de siglo, los protestantes “luchan por una meta triple: garantizar el respeto de la ley a la disidencia religiosa; establecer las tradiciones que vertebren internamente a sus comunidades; convencer a los demás y convencerse a sí mismos del carácter respetable de sus creencias. Lo indispensable es garantizar, al tiempo que la legalidad, la legitimidad de una minoría calificada de “inconcebible”, es decir, fuera de la historia nacional” (p. 69). Esta marginalidad socio-histórica y cultural fue cuestionada duramente por los sucesos políticos: Aarón Sáenz, antiguo militante del Esfuerzo Cristiano de la iglesia presbiteriana, se queda a un paso de ser candidato a la Presidencia de la República, a pesar de tener, también, todas las credenciales para ello, en 1929. No valieron su militancia revolucionaria, ni su cercanía con Plutarco Elías Calles, con quien su familia había emparentado, ni mucho menos su apego al asesinado Álvaro Obregón. Quedó fuera de la lid por el hecho mismo de ser protestante, algo que sus detractores se encargaron de divulgar al calificarlo de

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“obispo protestante”.90

Según Monsiváis, esa derrota política contribuyó a traumatizar al protestantismo mexicano y a devolverlo al ámbito del martirologio. En esos años el protestantismo fue visto como “enemigo de la cultura hispánica” incluso en las altas esferas del poder, como en el caso del secretario de Educación Pública, Ezequiel Padilla, por lo que se le excluye de la “Identidad Nacional”, entelequia promovida intensamente durante la primera mitad del siglo. Ya en los años 20 aparecieron los grupos pentecostales, cuya efervescencia religiosa vino a fortalecer la presencia no católica. “En todas las denominaciones se va a los templos a refrendar la fe (absolutamente personal) y la seguridad de no estar solos ante la intolerancia que mezcla las instrucciones de curas, obispos y ‘creyentes elocuentes’ con las reacciones tradicionales del odio a la diversidad” (p. 70). Mientras tanto, la persecución era cosa de todos los días.

Fueron décadas arduas, sobre todo en la provincia, y más entre las poblaciones indígenas. La “marginalidad asumida” es la constante pues los creyentes se autoexcluyen de todo lo que huela a catolicismo, desde las fiestas más sencillas, hasta las fastuosas celebraciones. El sentimiento de no-ser-de aquí, tan espiritual y consistente, se extrapola a todas las actitudes posibles. Monsiváis resume el rasgo más definitorio del protestante típico: “el alejamiento de casi todos los ritos de la sociedad nacional, la actitud que mezcla la conversión, la disciplina de la fe y el manejo variado del rechazo circundante. Son ya distintos en algo muy básico: no quieren integrarse y, de acuerdo con el clero católico y la sociedad, no deben hacerlo o no tendría caso que lo hicieran”. Los protestantes son, en suma, una “anomalía extirpable” y su lugar de rigor, los márgenes de todo, pues el país era casi oficialmente guadalupano, máxime ante episodios tan evidentes como la confesión de fe que hizo Manuel Ávila Camacho al tomar posesión de la Presidencia en 1940.

El protestante es visto como un espacio de “desnacionalización” y los miembros de las comunidades son “mexicanos de tercera”, muy lejos todavía de un ejercicio sólido de la ciudadanía. El autor de Principados y potestades redefine

el papel del protestantismo de estos años como el de una “lejanía cismática de la nación” que, y arriesga el dicho, todavía persiste. De ahí la sensación de que aún sigue vigente este extranjerismo espiritual o cultural, pues el único motivo de arraigo es el credo, en un momento en que la mayoría de pastores seguían siendo estadunidenses, situación que no comienza a variar hasta la década de los 60. Precisamente, en el periodo 1940-1960 acontece la “guerra santa” contra el protestantismo, con el apoyo velado de los gobiernos. Es la etapa de la que se ocupará la sección titulada “No se les admite ni cantando en silencio sus himnos”.

IV

El problema aquí no es la competencia religiosa, sino la certidumbre de la inhumanidad de los disidentes. “Si no rezan como Dios manda, que ni Dios los proteja”.91

c.m.

En efecto, en el periodo que va de 1940 a 1960 la Iglesia Católica monta una campaña dirigida a detener sin miramientos el avance del protestantismo en México. Los gobiernos posrevolucionarios, empeñados en modernizar al país, no vacilan en seguir el juego a los obispos y en dejar de aplicar las leyes sobre libertad de cultos. Sin llegar al 1% de la población total, las comunidades evangélicas batallan duramente para sobrevivir, incluso contra su propio aislamiento cultural. Dice Monsiváis: “El gobierno atiende el llamado de los obispos católicos y, en canje de su lealtad política, les entrega la impunidad que, luego de la guerra cristera, es patente de corso de la ‘guerra santa’. El Estado es laico, pero bastante distraído, y no se fija en los métodos que suprimen las herejías”.92

Particularmente agresivo es el arzobispo primado Luis María Martínez, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, lo que no le impidió calificar al protestantismo como “serpiente infernal”, mientras en la provincia se seguían

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quemando templos, se apedreaba a los fieles, se mataba pastores o se linchaba a grupos enteros. La “denuncia cultural” de Monsiváis retoma la intensidad con que en esos años se insistía en el carácter conspirativo del cristianismo no católico, visto como “estrategia de los gringos para debilitar a los pueblos de raíz hispánica”. Y es que si el análisis del cronista no necesariamente coincide, al menos en la periodificación, con el de los especialistas en el tema, la razón es que él le toma el pulso a la cotidianidad protestante, amenazada continuamente por el recelo y la violencia latente.

Monsiváis destaca muy bien la única voz no evangélica que registraba estos hechos, la del escritor liberal y político Martín Luis Guzmán (1887-1976), novelista de la Revolución (La sombra del caudillo es, quizá, su obra más emblemática) y ex secretario de Francisco Villa, director de la revista Tiempo, que documentaba las persecuciones. “Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio”, informó en una portada de 1951. En esa publicación colaboró el escritor y polígrafo metodista Gonzalo Báez-Camargo (1899-1983). La tesis de Deyssy Jael de la Luz García sobre la Iglesia de Dios muestra la manera en que Martínez lanzó, en 1944, la “Cruzada en Defensa de la Fe”. En su carta pastoral, este jerarca aseveró: ““El protestantismo es una creencia extranjera y extraña que tiene como objetivo arrebatar a los mexicanos su más rico tesoro, la fe católica, que hace cuatro siglos nos trajo la Santísima Virgen de Guadalupe […] Por tanto, debe ser erradicado de raíz por los métodos que fueran necesarios”.

La cita amplia de esta autora permite apreciar los aspectos de esta “cruzada”: “La campaña escrita fue una de las respuestas al llamado de la cruzada, pues a través de la prensa confesional, boletines, facsímiles y hojas sueltas se agredían los principios doctrinales del protestantismo y se atacaban a los que habían abandonado el catolicismo para hacerles saber —según los redactores anónimos— que estaban en un error al haber dejado ‘los sagrados sacramentos del culto sobrenatural que rendían en la Iglesia católica’, y que el protestantismo los había liberado, pero para ir al infierno.93

Las condenas explícitas que acompañaban los ataques físicos tampoco eran más suaves y recordaban los tiempos de las excomuniones de los insurgentes Hidalgo y Morelos: “Que la más vil de las muertes venga sobre ellos [los protestantes] y que desciendan vivos al abismo. Que su descendencia sea destruida de la tierra y que perezcan por hambre, sed, desnudez y toda aflicción. Que tengan toda miseria y pestilencia y tormento […] Que su entierro sea con los lobos y asnos. Que perros hambrientos devoren sus cadáveres. Que el diablo y sus ángeles sean sus compañeros para siempre. Amén, amén, así que sea, que así sea” (información aparecida en Nuevo Día y transcrita en Tiempo, 1945).

Paralelo a esta campaña tan vil surgió por fin un organismo que asumiría la denuncia formal de la situación, el Comité Nacional Evangélico de Defensa, que desde principios de los 50, y con una perspectiva inter-denominacional comenzó a “documentar los agravios criminales”, con la salvedad, bien subrayada por Monsiváis, de que “no dialoga en lo más mínimo con la opinión pública (para empezar, porque ésta nunca se entera de su existencia) y se limita a denuncias (ignoradas) y a pequeñas marchas cada 21 de marzo ante el Hemiciclo a Juárez” (p. 73). Estas marchas se volverían toda una tradición, además de que era una ocasión para episodios espontáneos de “evangelización masiva”, y para los años 90, con los cambios constitucionales, alcanzarían las páginas de los periódicos. Más tarde, comenzaría a perder importancia ante el empuje de los nuevos liderazgos evangélicos, más preocupados por posicionarse políticamente que por promover la identidad evangélica histórica, ligada a las gestas liberales del siglo XIX.

En la siguiente sección, “Le dije pinche aleluya y no se rió”, Monsiváis aporta la visión de la postura fundamentalista y de la cultura bíblica (lo uno por lo otro) como recurso de resistencia para las comunidades evangélicas: “A diferencia del fundamentalismo dominante, hecho de arrogancia y menosprecio de los credos falsos, el fundamentalismo de las minorías suele provenir no sólo de la relación con lo trascendente, sino de todo lo que el medio circundante les

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niega”. Las citas bíblicas, por lo tanto, estaban a la orden del día y los Salmos, en particular, son el refugio de los creyentes perseguidos. La dureza de la persecución hizo que la identificación con los pasajes relacionados fuera casi absoluta. “Esto dura sin modificaciones por lo menos un siglo y el desarrollo doctrinario de los protestantismos depende en gran medida de las luchas, un tanto aletargadas, por obtener el reconocimiento de las creencias. Y al no fijarse con claridad esta historia, las comunidades protestantes no verifican las tragedias que han vivido y la necesidad de profundizar en el tema de las libertades” (p. 74).

Los casos de intolerancia se suceden sin término y así se llega hasta los años en que el régimen modificó la Constitución en materia religiosa, momento en el que por fin se recurrirá al concepto de derechos humanos. Un cuento de Sergio Pitol (1933), “Semejante a los dioses”, mencionado por Monsiváis (p. 75), explora magistralmente la zona más profunda del odio por la diferencia religiosa. Un niño iluminado y trastornado de 13 años denuncia a su familia heterodoxa (“credo en desgracia” le llama) y azuza al pueblo para acabar con ella: “Después, cuando aún podía hacerlo, recordó que esa noche había dado voces en la calle, pidiendo que prendieran fuego a la casa de Serafín Naranjo donde su padre celebraba el servicio, y habían llegado unos con fusiles, otros con antorchas y otros con piedras, y otros con nada, con sólo una boca vociferante y recios puños, dispuestos a que nadie saliera de la casa, en tanto que él, con voz que la pasión le había vuelto poderosa y que sobresalía de entre el rugido general, clamaba justicia para los sacerdotes asesinados, de cuyo martirio, juraba, eran responsables esas casi veinte personas reunidas para entonar en voz baja sus cánticos y plegarias”.94

El cronista concluye: “Deshumanizados a fondo los disidentes, su persecución no ocurre en la conciencia pública y una suerte de convenio invisibiliza a los marginales de toda índole ¿Derechos humanos? El concepto ni siquiera circula y resultaría inconcebible darle categoría de asunto nacional”. El tema a abordar ahora es precisamente el de la llamada “identidad nacional”.

V

Como los miembros de las otras minorías, los protestantes o evangélicos también son excluidos múltiples, en este caso, de la identidad nacional, del respeto o la indiferencia de los vecinos, de la solidaridad.95

c.m.

La auto-marginación de los evangélicos/as fue respondida, en palabras de Monsiváis, por los asaltos y crímenes con que se quiso frenar “el desenvolvimiento del protestantismo para que la Identidad Nacional no se vea perjudicada” (p. 75). En la sección “Aquí no pasan cosas de mayor trascendencia que las fosas” (parodia del verso de Carlos Pellicer: “Aquí no suceden cosas/ de mayor trascendencia que las rosas”, del poema “Recuerdos de Iza. Un pueblecito de los Andes”, Colores en el mar, 1915-1920), señala que a la hora de la persecución ningún periodista se interesó en documentarla y que las tenues movilizaciones eran muestra de la resignación que prevalecía en las comunidades. Monsiváis no deja de mencionar que todo ello se dio, al menos hasta los años 80, al lado de un priísmo a toda prueba, es decir, de un apoyo irrestricto y casi patológico al partido en el poder desde 1929, el Partido Revolucionario Institucional, y sus dos antecedentes. La identificación evangélica con ese régimen, sin estar documentada formalmente, fue un hecho irrebatible.

De ahí que el nacionalismo protestante no debió cuestionarse, pero la capacidad de respuesta fue nula y los ataques llegan de todas partes: “Acosados a diario en muy distintos niveles, los protestantes resienten la indiferencia social, no son noticia ni podrían serlo. Con cinismo, los dirigentes de la institución que hoy exige más libertades religiosas no conceden ninguna y la izquierda nacionalista no considera asunto suyo esta catástrofe de los derechos humanos”. La marginalidad, elevada a práctica casi normal, muchas veces ni siquiera se asume conscientemente y la historia oficial se niega a registrar

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su existencia; no hubo libro de texto que siquiera insinuara su presencia. La condena al olvido parecía inevitable…

El cronista constata lo sucedido en el pasado, la pérdida de la presencia real de los logros evangélicos: “expulsados de la historia nacional o ni siquiera incorporados a una nota de pie de página, los protestantes no le hacen caso a su historia propia. La fragmentación es ignorancia, se conoce poco o nada del conjunto de sus esfuerzos, de los seres admirables en sus comunidades, de los alcances de la persecución, de los ejemplos de conductas responsables”. Y también mira hacia el presente, destacando la actitud de las nuevas generaciones, desconectadas ya de aquellos “años heroicos” y de su propia herencia: “se desentienden por lo común del alto costo de sus libertades religiosas y el conservadurismo es una tendencia muy sólida: ‘Para que se me respete, debo ser como los que no respetan la diversidad’” (p. 76).

Monsiváis aborda la pluralidad protestante en “El cielo nada más escucha plegarias autorizadas” y se pregunta en una enumeración sumamente elocuente: “¿Cómo unificar estas ciudadelas también llamadas “denominaciones”? ¿Qué tienen en común los bautistas, los presbiterianos, los episcopales, los luteranos, los metodistas, los menonitas, los nazarenos, los Discípulos de Cristo, la Iglesia Bíblica Bautista, el Movimiento Manantial de Vida, la Iglesia Alfa y Omega, la Iglesia Cristiana Interdenominacional, la Iglesia del Evangelio Completo, el Alcance Latinoamericano, las Asambleas de Dios, la Iglesia Evangélica Pentecostés? (cito sólo algunas)”. La nomenclatura se va haciendo más compleja hasta el punto en que tal diversificación funde los nombres y amplifica las diferencias. Acaso el escritor añoraba los tiempos en que aún podía hablarse en singular de la heterodoxia religiosa. Pero también le preocupaban los lazos de estas iglesias con las raíces supuestamente comunes, sin dejar de advertir las disonancias, pues siempre lo hizo: “¿Y cuál es la relación de estos grupos, de un modo u otro derivados del protestantismo histórico de Lutero, Calvino, Zwinglio, John Wesley y los anabaptistas, con quienes ya no toman la Biblia como la única fuente de doctrina, así por ejemplo, los mormones o Iglesia de

los Santos de los Últimos Días y los Testigos de Jehová?”. Su vocación por el inventario permanente aquí no podía fallar ni mucho menos, sobre todo porque este espacio le resultaba familiar y cercano.

Los aspectos culturales derivados siempre le interesaron, y así, su mirada observa que antes de “la fiebre de conversiones” desatada en la década de los 70, la Iglesia católica cree que el protestantismo estaba confinado sólo a la capital, aunque otras ciudades, como Monterrey, también tenían amplios contingentes evangélicos. “Sin que se comente por escrito, se percibe el fenómeno como asunto de credos importados y ridículo asumido”. La palabra secta se vuelve el arma de batalla para la descalificación y “autoriza a los Creyentes Auténticos para hacer con los sectarios lo que su fe autoriza” (p. 77).

Volviendo al tema de la ubicación, encuentra que “en los pueblos y las pequeñas ciudades los protestantes constituyen una provocación”. Y allí la adscripción social y doctrinal ya marca una diferencia: “Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales la pasan especialmente mal, por su condición de ‘aleluyas’, gritones del falso Señor, saltarines del extravío”. Los herejes se merecen el exterminio, ya imposible pero añorado por los opositores: la diferencia no merece ser respetada porque no se sabe qué hacer con ella. Los matices brillan por su ausencia y hasta en ciertos sectores católicos medianamente ilustrados la burla abusiva sigue vigente. En este sentido, Monsiváis no menciona los efectos del Concilio Vaticano II porque nunca se aplicaron en el país de manera general y los “hermanos separados” nunca fueron vistos fraternalmente, pues sólo se enfatizó la segunda parte de la nueva definición.

De nada le valió a los protestantes la integridad de sus acciones y a nivel escolar, los niños y niñas evangélicos afrontaban el rechazo y el señalamiento: las creencias protestantes no los hacían confiables aunque fueran buenas personas: “tú eres nadie por ser protestante, un enemigo de Dios, un disparate de la religión. ¿Cómo se atreven a desertar de la Fe de Nuestros Mayores?”. La fidelidad a los orígenes de un país es lo que estaba en juego y los evangélicos, en una especie de obviedad, ya no pertenecían a la nación, por lo que su integración

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cultural, política y social al país se pospuso indefinidamente. La venganza vendría a darse en el terreno de las estadísticas, décadas más tarde y, por otra parte, el análisis monsivaíta no podía dejar de detenerse en la experiencia de la conversión como tal, una zona vedada para quienes no comprenden, todavía hoy, la dinámica religiosa auténtica y sólo se quedan con las apariencias. Con ese acercamiento infaltable Monsiváis prepararía sus conclusiones.

VI

Si Dios nos hubiera querido diferentes, no nacemos en la misma vecindad.96

c.m.

El cronista de la colonia Portales, al sur de la Ciudad de México, concluye su amplio “testamento protestante” apuntando hacia la experiencia de la conversión, uno de los temas más caros a la tradición evangélica en todas sus manifestaciones. En el apartado “Las experiencias de la conversión” afirma: que las consecuencias del aislamiento son numerosas consecuencias porque aunque la “vida espiritual” es autosuficiente, la represión no deja de impactarla. Si en medio de una sociedad tan católica “el credo protestante es una formas deleznable del pecado” (p. 78), el desarrollo teológico del protestantismo mexicano se concentró “en el afianzamiento de la sobrevivencia doctrinaria y en la relación entre la vida de las comunidades y la visión del mundo”. Lejos del esquema iglesia-secta-mundo de los manuales de sociología religiosa, Monsiváis se niega a equiparar estas actitudes con la visión sectaria del mundo.

Si el lenguaje y la lectura constante de la Biblia marcaron para siempre a las comunidades, el gran elemento unificador fue la traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que hasta los años 60 funcionó como plataforma ideológica y cultural. Para demostrar la importancia de esta traducción, Monsiváis cita el libro del polígrafo Antonio Alatorre, Los 1001 años de la lengua española (El Colegio de México, 1989, reditado por la Secretaría de Educación Pública en 1998 como parte de una colección dirigida a los profesores de educación

primaria de todo el país, y con un tiraje de 50 mil ejemplares), cuya observación es muy ilustrativa para todo el ámbito del idioma español: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es” (p. 229 de la nueva edición). Sólo que únicamente los círculos evangélicos más ilustrados han valorado suficientemente esta realidad histórica (véanse los magníficos textos de Plutarco Bonilla y Luis Rivera-Pagán en la edición conmemorativa La Biblia del Siglo de Oro, 200997) debido al desfasamiento cultural que aqueja hoy a las iglesias.

Por ello, a partir de 1970, las cosas cambian: “Las inercias burocráticas del catolicismo y el aletargamiento en demasiadas de sus parroquias del espíritu comunitario enfrentan a decenas de miles con la necesidad de profundizar en la experiencia colectiva de la fe y en parte eso explica el alto número de conversiones al protestantismo y a credos paraprotestantes”. Es decir, que el campo religioso comenzará a modificarse de manera sustancial y, con la “explosión pentecostal”, el panorama pronto será muy diverso, a contracorriente de los defensores insobornables de las tradiciones. Nuestro cronista resume muy bien las causas de este conversionismo casi desaforado: “la búsqueda de una comunidad en la cual integrarse de manera personal y contribuir al espíritu colectivo; la memorización de versículos bíblicos como guía de la memoria espiritual; las consecuencias del libre examen de la Biblia; el uso de la música como religiosidad paralela, la himnología como un resumen bíblico; el deseo y el ejercicio del comportamiento que renueve la personalidad o que de hecho la haga aparecer; la urgencia de las mujeres indígenas de la transformación de sus esposos o compañeros sometidos al alcoholismo y sus vértigos de improductividad y violencia; la desaparición del temor al “qué dirán”; la fuerza del espíritu proselitista y la terquedad ante los rechazos; en el caso del pentecostalismo, la aceptación a fondo del ejercicio de las emociones”. Cada uno de estos componentes, como dirá en otro lugar, posibilita en combinaciones

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aleatorias las “migraciones espirituales” de miles de personas hacia una praxis religiosa que por primera vez se vuelve activa y militante, pues si el protestantismo perdió, por así decirlo, su fuerza cultural consciente, ganó en una presencia cada vez más visible y, en ocasiones, hasta aparatosa.

“Diversificar la vida” es la fórmula monsivaíta para explicar este fenómeno porque, agrega: “La conversión es el eje de las religiones minoritarias y es la fuerza que obliga a mostrar los cambios de vida, hasta donde, clásica o típicamente, lo permite la condición humana, a la que se pueden quitar o poner comillas, pero que siempre actúa en contra de las utopías de la perfección” (p. 79). Todo ello no elimina las variedades del rechazo, que también se diversifica y atraviesa por una etapa de señalamientos del supuesto conspiracionismo de inspiración yanqui. La Biblia es traducida a lenguas indígenas por misioneros extranjeros sospechosos de hacer una labor extraña. Con todo, la situación se sigue transformando ante el intento católico de frenar los cambios, pero el propio protestantismo vive una doble dinámica: por un lado, la vida social lo asimila y, por otro, tenderá a estancarse. Dicho en el lenguaje de Monsiváis: “los protestantes pasan de amenaza a pintoresquismo”. Habrá mayor tolerancia y menos riesgos, a pesar de todo.

La división de las comunidades, el gran temor de las esferas conservadoras, igual que de antropólogos y sociólogos, se da en medida variable, lo que en ocasionas reactiva la persecución hasta bien entrados los años 90. Monsiváis se pregunta por el contexto de la intolerancia e incomprensión incluso mediáticas y responde que a la sociedad, por su propio crecimiento, no le queda más que asumir la tolerancia. Periódicamente, algunos obispos propalan cifras alarmistas para dar fe del imparable crecimiento evangélico, pero siempre amenazando con tratar de detenerlo. Los estados del sureste serán el principal escenario de este impulso y en Chiapas, ante el estallido zapatista, la situación parece salirse de control. En “Bienaventurados los que sufren, porque ellos también se dividen”, comenta las contradicciones que afloran al interior de las familias divididas por la fe y la política. Las poblaciones indígenas se desplazan por la

lucha guerrillera como antes por las expulsiones debidas a motivos religiosos: “la jerarquía católica niega la existencia de una ‘guerra santa’”, pero la confusión genera múltiples episodios violentos, el más conocido el de Acteal, en 1997, un crimen de Estado por el que se mezclan en la cárcel culpables e inocentes de distinta filiación religiosa y política. Lo que priva es ya la ingobernabilidad y el linchamiento con odiosa frecuencia.

Monsiváis cierra su texto refiriéndose a un personaje siniestro, aunque clave para la comprensión de los cambios acaecidos a partir de 1992 en materia religiosa: el representante papal Girolamo Prigione, quien montado en el triunfalismo de sus colegas obispos no dudó en afirmar en 1985: “Las sectas son como las moscas y hay que matarlas a periodicazos”. Y desde Guadalajara, el prelado Juan Sandoval Íñiguez desahoga su intolerancia mediante vulgaridades y burlas. Hasta en 2004, en el Congreso Eucarístico Internacional, se sigue viendo la pluralidad religiosa como algo casi satánico. El texto concluye con la observación de que la disidencia religiosa es variopinta y así pudo haber un protestante como Humberto Rice quien renunció a la militancia en el muy católico Partido Acción Nacional por su “intolerancia sustancial”. A su vez, el muy protestante Monsiváis no deja de enjuiciar el más reciente pragmatismo político de cuadros evangélicos al señalar que ese grupo, “ansioso de espacio político”, le da su apoyo a Felipe Calderón con resultados desastrosos. No obstante, sus últimas palabras tienen que ver más con que, a pesar de estos comportamientos coyunturales: “lo que se mantiene como principio es lo evidente: el derecho que tienen las personas de profesar el credo que les resulta pertinente. Esto, de manera tardía pero firme, ya forma parte de los saberes de la nación” (p. 85).

Esta es, pues, la suma de apreciaciones sobre el universo religioso de un evangélico conocedor de la cultura y la dinámica socio-política del país, como lo fue Monsiváis. Su mirada oblicua y simultánea sobre ambas realidades, la protestante y la historia de México, es un legado que las nuevas generaciones harían muy bien en apreciar y asimilar.

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Procedencia de los textos

1. Una “conciencia imprescindible”, ALC Noticias, 23 de junio de 2010, www.alcnoticias.net/interior.php?lang=687&codigo=17207.

2. Monsiváis, la teología y la fe, Protestante Digital, núm. 338, 26 de junio de 2010.

3. Monsiváis, promotor de la laicidad, Protestante Digital, núms. 339, 340 y 341, 3, 10 y 17 de julio de 2010.

4. El lector de poesía, Protestante Digital, núms. 343, 344, 345 y 347, 31 de julio, 7, 14 y 28 de agosto de 2010.

5. Entre el ensayo y la crónica: los aires de familia de Carlos Monsiváis, ponencia presentada en el coloquio “De inclusiones, exclusiones y otros olvidos: Carlos Monsiváis, 70 años”, 8 de mayo de 2008, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, plantel Del Valle; parcialmente: El Ángel, supl. de Reforma, núm. 724, 4 de mayo de 2008, pp. 1, 4.

6. El “testamento protestante” de Carlos Monsiváis, publicado en Magacín Dominical, de Protestante Digital, abril-mayo de 2012, núms.,

Notas1 R. Blancarte, “El Monsiváis que yo conocí”, en Milenio Diario, 22 de junio de 2010. Citado en este Cuaderno de Carlos Monsiváis de Cervantes-Ortiz.

2 F. Hoffet, Imperialismo protestante. Buenos Aires, La Aurora, 1951, pp. 64, 67, 68.3 Cf. L. Cervantes-O., “El protestantismo en México: Carlos Monsiváis”, en Protestante Digital, núm. 60, 12 de diciembre de 2004, www.protestantedigital.com/hemeroteca/060/041212lco.htm; Idem., “Carlos Monsiváis: siempre ubicuo, nunca predecible”, en Signos de Vida, núm. 49, septiembre de 2008, pp. 36-39, descargable: www.claiweb.org/Signos%20de%20Vida%20-%20Nuevo%20Siglo/SdV49/revistaSV49.pdf; C. Monsiváis y C. Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002, descargable: www.cndh.org.mx/publica/libreria/Protestantismo.pdf; y C. Mondragón, “Fallece el escritor de origen protestante Carlos Monsiváis”, en ALC Noticias, 21 de junio de 2010, www.alcnoticias.net.4 Comunicación personal al autor.5 J. Aranda Luna, “Monsiváis ya es sus lectores”, en La Jornada, 23 de junio de 2010, www.jornada.unam.mx/2010/06/23/index.php?section=cultura&article=a15a1cul6 C. Monsiváis, “Patmos esquina con Eje Central”, en Nexos, diciembre de 1987, www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=73199.7 Magú, “A seguir trabajando”, en La Jornada, 21 de junio de 2010, www.jornada.unam.mx/2010/06/21/index.php?section=cartones&id=0.8 Otro libro dedicado al tema es: Las herencias ocultas del

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pensamiento liberal del siglo XIX. México, Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación-Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América, 2000; reedición: Las herencias ocultas (de la reforma liberal del siglo XIX). México, Debate-Círculo Editorial Azteca, 2006.9 B. Barranco, “Carlos Monsiváis y los usos de lo sagrado”, en La Jornada, 23 de marzo de 2010, www.jornada.unam.mx/2010/06/23/index.php?section=opinion&article=019a2pol.10 R. Avilés Fabila, “Unas líneas más sobre Monsiváis”, en La Crónica de Hoy, 23 de junio de 2010, www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=514351: “Es posible que en el futuro, críticos objetivos puedan descifrar lo que hoy es un misterio: la importancia de su obra”. Avilés Fabila es autor de “Pesadilla de una noche de otoño o para documentar la biografía de Carlos Monsiváis”, que puede leerse en su sitio web: www.reneavilesfabila.com.mx. Cf. Luis González de Alba, “Carlos Monsiváis, el gran murmurador”, en Letras Libres, www.letraslibres.com/index.php?art=13169.11 Jezreel Salazar, comp., La conciencia imprescindible. Ensayos sobre Carlos Monsiváis. México, Conaculta-Fondo Editorial Tierra Adentro, 2009.12 C. Domínguez Michael, “¿Quién teme a Carlos Monsiváis?”, en Letras Libres, julio de 2002, www.letraslibres.com/pdf.php?id=6592.13 L. Egan, Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo. Trad. de I. Vericay. México, Fondo de Cultura Económica, 2004. Original en inglés: Carlos Monsiváis. Culture and chronicle in contemprary Mexico. Tucson, Universidad de Arizona, 2001.14 Idem.15 C. Monsiváis, “Del miedo o el amor a la modernidad”, en El Universal, 13 de mayo de 2007, www.eluniversal.com.mx/editoriales/37561.html.16 Carlos Monsiváis, México, Empresas Editoriales, México, 1966 (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos), pp. 13-14.17 Idem.18 Cf. C. Monsiváis, “El misterio (teológico) del cuarto cerrado”, en La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996, www.jornada.unam.mx/1996/12/22/sem-monsivais.html. En la entrevista citada, Monsiváis dice lo siguiente sobre el Nuevo catecismo…: “Es un intento de glosar,

de llevar a su consecuencia extrema la lógica de las supersticiones. En la Nueva España, por el modo en que se implantó la fe y por esa lenta asimilación de una creencia nueva en un medio tan salvajemente sometido, se produjo una cantidad enorme de supercherías, en sí mismas manicomiales. Y me atrajo la idea de llevar a sus consecuencias a fin de cuentas previsibles lo ya concebido desde la más vigorosa fantasía. Sé que es imposible contender con la fantasía desprendida de las creencias religiosas o equipararse a ella, pero el intento me absorbió un tiempo”.19 E. Poniatowska, “Los pecados de Carlos Monsiváis”, en La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997, www.jornada.unam.mx/1997/02/23/sem-monsivais.html.20 Idem.21 L. Vázquez Buenfil, “El protestantismo ha hecho progresos, pero todavía tiene zonas conservadoras, sostiene el escritor Carlos Monsiváis”, en El Faro, mayo-junio de 1994, pp. 81-83.22 Idem.23 Rodrigo Vera, “Monsiváis, protestante de raíz familiar: ‘Serlo es ya una opción social legítima, salvo en zonas con cacicazgos exterminadores o clero católico muy intolerante”, en Proceso, núm. 1018, 6 de mayo de 1996, pp. 24-25. Énfasis agregado.24 Idem.25 Idem.26 Idem.27 Idem. Otra entrevista muy interesante en cuanto a lo que aporta sobre la manera en que Monsiváis valora el protestantismo actual es “La fe de Monsiváis”, publicada en http://navegandoporlafe.blogspot.com/2009/12/la-fe-de-monsivais.html, donde, entre otras cosas, se expresó así acerca del ecumenismo en México: “No le veo el menor sentido al ecumenismo. Se planteó, sobre todo, bajo el influjo de la teología de la liberación como una manera de un grupo de pastores radicalizados hacia la izquierda de encontrar el enlace con las Comunidades Eclesiales de Base. Me parece que fue un disparate. Porque el catolicismo mexicano tal y como lo predican y ejercen sus líderes es intolerante, se niega al ecumenismo, y sólo habla de las iglesias históricas en la medida en que se convencen de que no tienen aumento demográfico. Es feroz su oposición a los protestantes que no están clasificados como incapaces de gran desarrollo demográfico. […] El señor Cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez dijo,

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textualmente: “Se necesita no tener madre para ser protestante”. ¿De qué ecumenismo se nos está hablando? Creo que lo que importa es el respeto a la diversidad, el multiculturalismo al que tenemos acceso. Y mientras haya esa intransigencia tal y como lo ejemplifica mejor que nadie el Papa Juan Pablo II, hablar del ecumenismo es hablar de una rendición que, por otra parte, sólo merece de la mayoría católica puntapiés. Pensar en el ecumenismo cuando hay una burocracia de seis millones de personas, que es la que maneja la iglesia católica, es suponer que esa burocracia está dispuesta a alianzas o a entendimientos o a actitudes de tolerancia, cuando una burocracia no tiene esos respiraderos; una burocracia procede implacablemente porque está en su naturaleza actuar así. Yo no sé de qué me hablan cuando me dicen ecumenismo”.28 C. Monsiváis y C. Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002, descargable: www.cndh.org.mx/publica/libreria/Protestantismo.pdf.29 Ibid., p. 37. Esta ponencia se publicó primero en El Nacional, 17 de junio de 1993, pp. 9-10.30 Ibid., p. 41.31 G. Zaid, “Muerte y resurrección de la cultura católica”, en Vuelta, núm. 156, 26 de noviembre de 1989, www.letraslibres.com/pdf/2820.pdf.32 E. Poniatowska, op. cit.33 C. Monsiváis, “Del miedo o el amor…”.34 Idem.35 Idem.36 Arturo Jiménez, “La insistencia mediática debilita las religiones, no las fortalece: Monsiváis”, en La Jornada, 12 de octubre de 2008, www.jornada.unam.mx/2008/10/12/index.php?section=cultura&article=a08n1cul.37 Idem.38 Idem.39 Prueba de su interés en este tema es la colaboración de Monsiváis en el volumen colectivo Ateologías, coordinado por Benjamín Mayer Foulkes (México, Conaculta, 2006).40 C. Monsiváis, “Acúsome…”, p. 43.41 C. Monsiváis, “El laicismo en México: Notas sobre el destino

(a fin de cuentas venturoso) de la libertades expresivas”, en Benjamín Mayer Foulkes, coord., Ateologías. México, Fractal-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2006, p. 47.42 C. Domínguez Michael, “Carlos Monsiváis, el patricio laico”, en Servidumbre y grandeza de la vida literaria. México, Joaquín Mortiz, 1998.43 B. Barranco, “Carlos Monsiváis y los usos de lo sagrado”, en La Jornada, 23 de junio de 2010, www.jornada.unam.mx/2010/06/23/index.php?section=politica&article=019a2pol.44 Idem. Cf. Carlos Martínez García, “Las herencias de Carlos Monsiváis”, en La Jornada, 3 de enero de 2007, www.jornada.unam.mx/2007/01/03/index.php?section=politica&article=014a1pol.45 Fabiola Martínez, “Respeto a los fundamentalistas que me acusan de fundamentalista”, en La Jornada, 2 de febrero de 2006, www.jornada.unam.mx/2006/02/02/index.php?section=politica&article=018n1pol. Cf. L. Cervantes-O., “El escritor Carlos Monsiváis defiende el laicismo ante el presidente Fox”, en ALC Noticias, 1 de febrero de 2006, www.alcnoticias.net/interior.php?lang=687&codigo=6611.46 C. Monsiváis, op. cit., p. 20.47 Cit. por C. Monsiváis, op. cit., p. 25.48 C. Monsiváis, op. cit., p. 25.49 Ibid., pp. 25-26.50 C. Monsiváis, “En el bicentenario del nacimiento de Benito Juárez”, en La Jornada, 24 de enero de 2006, www.jornada.unam.mx/2006/01/24/index.php?section=opinion&article=008a1pol.51 C. Monsiváis, “El laicismo en México…”, p. 27. Énfasis agregado.52 Ibid., p. 28.53 El texto de C. Monsiváis se puede leer en el sitio de la revista Fractal: www.fractal.com.mx/F26monsivais.html.54 O. Paz, Puertas al campo. Barcelona, Seix Barral, 1972, p. 216.55 Cf. elpoemaseminal, núm. 144, “Monsiváis y la poesía”, http://issuu.com/lcervortiz/docs/eps144.56 F. Mejía Madrid, “¿Está el señor Monsiváis?”, en Gatopardo, núm. 113, julio de 2010, www.gatopardo.com/numero-113/cronicas-y-reportajes/esta-el-senor-monsivais.html?page=4.57 C. Monsiváis, Las alusiones perdidas. Barcelona, Anagrama,

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2007 (Ensayos, 366), pp. 33-34. Énfasis original. Son conocidos los versos de Darío que Monsiváis recitaba con frecuencia (y que formaron parte de un libro de texto gratuito; quien esto escribe también los memorizó en sus años de educación primaria): “¡Qué alegre y fresca la mañanita!/ Me agarra el aire por la nariz,/ los perros ladran, un chico grita/ y una muchacha gorda y bonita,/ junto a una piedra, muele maíz.// Un mozo trae por un sendero/ sus herramientas y su morral:/ otro con caites y sin sombrero/ busca una vaca con su ternero/ para ordeñarla junto al corral. [...] Y la patrona, bate que bate,/ me regocija con la ilusión/ de una gran taza de chocolate,/ que ha de pasarme por el gaznate/ con la tostada y el requesón” (“Del trópico”).58 Ibid., pp. 91-92. Énfasis agregado. En 1999, Monsiváis publicó una colección de 56 boleros. Madrid, Mondadori. Cf. Enrique Romero, “Gramática rítmica. 1. La poesía de la música caribeña”, en Rinconete, 16 de diciembre de 2002, http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/diciembre_02/16122002_02.htm.59 5) Ibid., p. 92.60 J.E Pacheco, “Carlos Monsiváis y la Mulata de Córdoba”, en C. Monsiváis, op. cit., p. 23. 61 C. Fuentes, “Pasiones de Monsiváis”, en Babelia, supl. de El País, 26 de junio de 2010, www.elpais.com/articulo/portada/Pasiones/Monsivais/elpepuculbab/20100626elpbabpor_36/Tes.62 J. Trujillo, “Monsiváis es el mensaje”, en Letras Libres, México, núm. 139, julio de 2010, pp. 68-69, www.letraslibres.com/index.php?art=14764.63 J. Domingo Argüelles, “Carlos Monsiváis y la poesía”, en La Jornada Semanal, núm. 596, 6 de agosto de 2006, www.jornada.unam.mx/2006/08/06/sem-juan.html.64 C. Monsiváis, en Días de guardar. México, Era, 1970, pp. 290, 291. El texto completo se puede leer en: www.lajornadamorelos.com/suplementos/correo-del-sur/62989-informe-confidencial.65 La poesía mexicana del siglo XX. México, Empresas Editoriales, 1966. Reediciones: Poesía mexicana II. 1915-1979. México, Promexa, 1979; y Poesía mexicana II. 1915-1985. Segunda parte de La poesía: siglos XIX y XX, en la colección Clásicos de la literatura mexicana. México, Promexa, 1985, pp. 301-844. (Reeditada, a su vez, en 1992.)66 “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, en Daniel Cosío Villegas, coord.., Historia general de México. Tomo 2. México, El Colegio de México, 1976, pp. 1375-1348 y, en especial, pp. 1428-1445,

1469-1471, 1482-1484 y 1504-1506.67 Las tradiciones de la imagen: notas sobre poesía mexicana. México, ITESM-Ariel, 2001. Reedición: Fondo de Cultura Económica, 2003.68 L.F. Fabre, “Monsiváis y la poesía”, en Letras Libres, julio de 2010, www.letraslibres.com/index.php?art=14762.69 Un párrafo redactado por Paz, que fue excluido de la introducción a Poesía en movimiento decía lo siguiente: ““La presente selección no es, ni quiere ser, una ‘antología’... La reciente aparición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis cumple con creces este propósito. En sus páginas el lector interesado puede encontrar una penetrante historia crítica de nuestra poesía moderna y una selección, a un tiempo amplia y rigurosa, de sus tendencias y nombres representativos”, cit. por J. Domingo Argüelles, op. cit.70 C. Monsiváis, Poesía mexicana II. 1915-1979, p. XV. Énfasis agregado.71 C. Monsiváis, Las tradiciones de la imagen: notas sobre poesía mexicana. México, Taurus-ITESM, 2001, p. 13.72 El texto completo puede leerse en: http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/fondo2000/vol2/18/htmpoesía /sec_5.html. Como epígrafe, Gorostiza colocó los versículos 14, 30 y 36 de Proverbios capítulo 8.73 Los especialistas, como Linda Egan (2004) han abordado escasamente el tema. Cf. Martínez García (2010).74 Así, en La Jornada y Proceso se podía encontrar al Monsiváis más directamente interesado en tomar el pulso de la vida nacional, aunque sin excluir la revisión de asuntos literarios; en El Universal, y casi en el mismo tenor, se dieron cita columnas políticas de aliento más amplio, puesto que calibraban los sucesos con mayor perspectiva; en Nexos se publicaron textos disímbolos sobre materias de más amplio registro; en revistas como Viceversa u otras más nuevas, aparecían revisiones o actualizaciones de temas tratados previamente. En fin, que desde los tiempos de “La Cultura en México”, de la revista Siempre!, Monsiváis no ha querido quedarse rezagado en la autocomplacencia de quien ya domina una actualidad y puede estar en riesgo de perderse en la simultaneidad de sucesos que demandan análisis puntuales por su importancia.75 Se trata de un volumen poco divulgado que reúne varias presentaciones sobre libertad religiosa.

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76 Dice el párrafo completo: “A mí me gustaría ver en el ensayo no un género sino un acontecimiento. Un acontecimiento que escapa, por su íntima vocación, que es la herejía, a todo intento de asignarle un lugar dentro del esquema de los géneros. Transgresor de la ley, y no de modo ocasional, sino en virtud de esa búsqueda de un conocimiento no sujeto a los dictados de la razón imperante, la errancia del ensayo no admite los alfileres del anticuario ni del clasificador. Digo errancia como puedo decir ironía. Una ironía que desmantela todas las asignaciones. Y que abandona al lector en la franja de la intemperie”.77 De hecho, Egan (2004) lo menciona en el apartado “Autoridad para hablar”.78 Pueden mencionarse, al menos, las siguientes: (2000) Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX. México, Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América (reedición: (2009), México, Grijalbo); y (2000) Salvador Novo: lo marginal en el centro. México, Era.79 S. González Rodríguez, El Centauro en el paisaje. Barcelona, Anagrama, 1992 (Colección Argumentos, 129).80 Cf. J. Franco, La cultura moderna en América Latina. Trad. de Sergio Pitol. México, Grijalbo, 1985. La primera edición en español fue publicada por Joaquín Mortiz; Á. Rama, La crítica de la cultura en América Latina. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985; y D.L. Daly Heyck y M.V. González Widel, comps., Tradición y cambio. Lecturas sobre la cultura latinoamericana contemporánea. Nueva York, Random House, 1988. La segunda edición, corregida y aumentada, fue publicada por McGraw Hill, en 1996.81 Ibid, p. 109.82 C. Monsiváis, “De las variedades de la experiencia protestante”, en R. Blancarte, Los grandes problemas de México. Tomo XVI. Culturas e identidades. México, El Colegio de México, 2010, pp. 65-85

83 R. Blancarte, “El Monsiváis que yo conocí”, en Milenio Diario, 22 de junio de 2010, http://puebla.milenio.com/cdb/doc/impreso/8787823.

84 Cf. E. Poniatowska, “El libro de Linda Egan sobre Monsiváis”, en La Jornada, 9 de mayo de 2004, www.jornada.unam.mx/2004/05/09/03aa1cul.php?origen=opinion.php&fly=1.

85 C. Monsiváis, “¿A poco no le da gusto estar excluido?, (Las marginalidades por decreto)”, en Este País, núm. 133, abril de 2002, http://estepais.com/inicio/historicos/133/11_ensayo8_A%20poco%20no%20le%20da%20gusto_Monsivais.pdf.

86 C. Monsiváis, “Tolerancia y persecución religiosa”, en C. Monsiváis y C. Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002, p. 25, http://200.33.14.34:1010/Protestantismo.pdf.

87 Se puede leer completo en el sitio: http://2010.colmex.mx/16tomos/XVI.pdf.

88 C. Monsiváis, “‘Si creen distinto no son mexicanos’. Cultura y minorías religiosas”, en C. Monsiváis y C. Martínez García, op. cit., p. 32.

89 Ibid., pp. 29-30

90 Pedro Salmerón Sanginés, “Los orígenes de la disciplina priísta: Aarón Sáenz en 1929”, en Estudios. Filosofía, historia letras, Instituto Tecnológico Autónomo de México, nueva época, vol. III, primavera de 2005, p. 122, http://biblioteca.itam.mx/estudios/60-89/72/PedroSalmeronLosorigenesdeladiciplina.pdf. Salmerón es autor de una biografía de Sáenz (Aarón Sáenz Garza: militar, diplomático, político, empresario. Miguel Ángel Porrúa, 2001).91 C. Monsiváis, “De las ventajas de no mencionar a la intolerancia”, en El Universal, 22 de junio de 1999, recogido en C. Monsiváis y C. Martínez García, op. cit., p. 123.

92 C. Monsiváis, “De las variedades de la experiencia protestante”, p. 72.

93 D.J. de la Luz García, El movimiento pentecostal en México. El caso de la Iglesia de Dios, 1926-1948. Tesis de licenciatura. México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM, p. 162. Publicada por la editorial Manda en 2010.

94 Cf. S. Pitol, “Semejante a los dioses”, en Cuerpo presente. Relatos. México, Era, 1990, p. 57, www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=29&Itemid=30&limit=1&limitstart=2. Este cuento, escrito en 1958, pertenece al libro Infierno de todos (1965). Pitol, junto con José Emilio Pacheco, es uno de los

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amigos de juventud de Monsiváis. Véase: S. Pitol, “Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 30-51. Un fragmento en: www.jornada.unam.mx/2010/06/20/opinion/014a1pol.

95 C. Monsiváis, “‘Se necesita no tener madre’ (Sobre las querellas de religión)”, en Proceso, 6 de abril de 1998, recogido en C. Monsiváis y C. Martínez García, op. cit., p. 104.

96 C. Monsiváis, “¿A poco no le da gusto estar excluido? (Las marginalidades por decreto)”, en http://estepais.com/inicio/historicos/133/11_ensayo8_A%20poco%20no%20le%20da%20gusto_Monsivais.pdf.

97 Cf. Roxana B. Sánchez, “La Biblia del Siglo de Oro”, en www.deleiteenarmonia.net/2009/11/la-biblia-del-siglo-de-oro.html.