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Es temprano, amanece, son las seis y media de la mañana apro-
ximadamente, día 22 de abril de 1995. Miro hacia arriba y veo el
cielo, no entiendo demasiado, bueno, no entiendo nada. Estoy sola
y al fondo solo se oye el sonido de los grillos y las mariposas revo-
loteando. De repente, uno de estos seres tan maravillosos se posa
en mi delicada nariz, lo contemplo unos segundos y después no sé
muy bien por qué, empiezo a llorar. Intento levantarme, pero no
puedo. Entonces presto un poco más de atención a mi alrededor,
y me doy cuenta de que estoy metida en una pequeña cuna que se
halla en mitad del campo a la sombra de un árbol. Intento orde-
nar a mi cuerpo que deje de llorar, pero no puedo, creo que estoy
hambrienta. Aun así, intento concentrarme en mis pensamientos.
¿Dónde estoy?, no lo entiendo, ayer era una joven de 17 años, ¿he
vuelto atrás en el tiempo?, no, eso no tiene ningún sentido.
Me doy cuenta de que ahora eso no tiene mayor importancia,
tengo que salir de aquí, como sea, intento gritar para que alguien
1º Premio
Clara García Samino IES Fernando de Rojas
Salamanca
La Mosca
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me oiga, pero no puedo, no sé hablar. —¿Y ahora qué hago?— me
digo a mí misma. Intento salir de la pequeña cesta por mis propios
medios, pero es imposible. Vuelvo a llorar, pero nadie me oye, es-
toy sola.
El hambre y el sueño pueden conmigo y, tras un largo rato, me
quedo dormida ante este cálido sol de primavera. Despierto pasa-
das unas dos horas aproximadamente, bueno, no estoy segura del
tiempo. Y mientras yacía en un profundo sueño he crecido sin ape-
nas ser consciente de ello, me siento más fuerte, vuelvo a intentar
ponerme en pie, y con algo de esfuerzo lo consigo a cuatro patas.
Digo para mis adentros —bien, vamos avanzando—. Le echo una
sonrisa al mundo y empiezo a gatear lo más deprisa que puedo.
Me acerco a una cabaña de la que se ve el humo de la chime-
nea saliendo del tejado. No sé cuánto he tardado en llegar, pero os
aseguro que se me hizo eterno.
Llamé a la puerta como pude y de pronto una señora apa-
rentemente mayor me recibió. Me puse algo nerviosa porque no
sabía qué hacer, y de mis labios salió: —Mamá—. En ese momento
pensé, —vaya estupidez acabo de decir—. Pero a la mujer le debió
hacer gracia, porque con una sonrisa se agachó, me cogió y me
metió en su acogedora casa.
Me cogió en su regazo y se sentó en una vieja silla de madera
de esas que crujen ante el peso de su ocupante. Y luego empezó
a jugar conmigo como si tuviese dos años, bueno, la verdad es
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que aparentaba tenerlos, pero yo sabía que no. En ese momento
pensé, —¿Todos los bebés se sentirán así cuando jugamos de esa
forma tan estúpida con ellos?—. Es una buena pregunta me dije a
mi misma, pero no pude concentrarme demasiado en ella, porque
un montón de moscas que revoloteaban por la casa, no hacían
otra cosa que posarse en mí, y es que no había ser más repúgnate
y asqueroso que una mosca. La señora debió darse cuenta de mi
enfado con aquellos diminutos seres, y empezó a decir —Mira que
son curiosos estos animalejos, siempre revoloteando de un lado
para otro. Cuando mi padre era joven, me contó que la vida de una
mosca solo es de un día, pero sin embargo, en esta casa siempre
hay moscas, así que no sé muy bien qué creer—.
Luego la amable señora se levantó, y dirigiéndose a la cocina
dijo —En seguida te traigo algo de comer, estarás hambrienta—.
De pronto sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo
de pies a cabeza. Parecía una descarga eléctrica, y de repente pegué
un brinco desde la butaca en la cual la señora me había dejado y
me quedé de pie en el suelo. Me sobresalté bastante, pero no tanto
como la mujer cuando entró de nuevo en la sala de estar, se quedó
unos segundos paralizada mirándome fi jamente, después pegó un
chillido, tiró el plato de sopa por los aires y cayó al suelo. Creo
que estaba inconsciente. Corrí hacia ella y dije —¡Despierte por
favor!—. ¡Había hablado! , no sé cómo lo había hecho pero había
sido capaz de hablar, era increíble. Bueno, dejé mis pensamientos
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de lado y volví a poner la cabeza en aquella situación, decidí que lo
mejor sería que me marchase de allí, así que cogí un trozo de pan
y con viento fresco me fui por donde había venido.
Pasaron un par de horas y ya dominaba perfectamente el len-
guaje, había sentido a lo largo de la mañana algún otro escalofrío
como el que sentí en aquella cabaña, pero menos fuertes. En ver-
dad, no lograba entender lo que estaba pasando en el día de hoy,
lo último que recordaba de mi vida era que era una muchacha
de 17 años que se llamaba Lara. Y sin embargo, hoy al despertar
era un pequeño bebé que estaba solo en medio del campo. Seguía
dándole vueltas a todo esto en mi cabeza cuando pasé por delante
de un escaparate y vi en mi refl ejo que ahora era una niña de unos
once o doce años, no entendía nada y dije —¿Qué está pasando?,
¿Cómo es esto posible?, hoy he amanecido siendo un bebé y ahora
es como si hubiesen pasado años—. No pude terminar la frase
porque volví a sentir uno de esos escalofríos que parecían descar-
gas eléctricas, pero esta vez fue fuerte e intenso, muy doloroso. Me
dejó tirada en el suelo y cuando conseguí ponerme en pie y volví a
verme en el escaparate... —¡No!—. Grité. —¡Esto no tiene ningún
sentido!—. Y con los ojos llenos de lágrimas salí corriendo sin sa-
ber hacia dónde me dirigía.
Corrí lo más rápido que pude durante unos cuantos minutos,
y después, fatigada, apoyando las manos sobre mis rodillas y vol-
viendo a coger aliento, miré al cielo y dije: —Ya es mediodía—.
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Ahora volvía a tener mis 17 años, era yo, Lara Johnson Wood,
pero seguía sin encontrarle un sentido a todo esto, —¿Me lo habré
imaginado todo?—. Dije. —No, no es posible—.
De pronto un sonido interrumpió mis pensamientos, eras mis
tripas, que apenas habían pegado bocado durante todo el día, o
años, no sé, no tenía ni idea del tiempo que había transcurrido. Oí
algo de alboroto a la vuelta de la esquina, así que decidí dirigirme
hacia allí. Había un mercado, de esos que se ponen los domingos,
llenos de puestos. Me decidí a andar por aquellas calles y de repen-
te, vi un enorme puesto de bocadillos que no estaba vigilado por
nadie. Sé que no está bien lo que hice, pero tenía hambre, y estaba
sola, así que cogí uno sin que nadie se diese cuenta, o al menos eso
pensé yo, y salí de allí.
Andando unos cinco minutos más, llegué a un parque con un
precioso estanque de patos, y cuando vi un banco de madera, deci-
dí sentarme allí a disfrutar del delicioso bocadillo.
Nada más sentarme sentí otro pequeño escalofrío, pero casi
insignifi cante en comparación con el anterior. Y cuando fui a pe-
garle un muerdo a mi bocadillo un joven bastante atractivo me
interrumpió diciendo —¿No sabes que las cosas no pueden cogerse
sin permiso?—. Me quedé pensando unos segundos y luego dije,
—¿Me has visto en el mercado?, lo siento, estoy sola, y tenía mu-
cha hambre, si supieses el día que estoy pasando lo entenderías—
Pues explícamelo—, dijo el muchacho. —Soy Brian, encantado de
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conocerte— Yo soy Lara, y no, no puedo explicártelo, me tomarías
por loca, y no entra precisamente en mis planes— Está bien—, dijo
el muchacho.
Esta noche doy una fi esta, cumplo veinte años, y por lo que
parece, tú ya los tienes, pásate por allí, será divertido—. El me en-
tregó un papel y se marchó.
Era una dirección, pero era extraña, calle 081, número 694,
contraseña 0421. Respiré hondo y sonrojándose mis mejillas dije:
—Allí estaré Brian Molko.
Después volví a la situación en la que estaba antes de que me
interrumpiese aquel joven tan apuesto y pegué un enorme mordis-
co a mi bocadillo.
Cuando hube acabado, me puse en pie y decidí ir a dar una
vuelta hasta la hora de la fi esta, a ver si era capaz de ordenar un
poco mis ideas.
Según pasa el día mis preocupaciones aumentan, tengo en la
mente una frase que solía decirme mi madre «se aprende de los
errores y el tiempo es un maestro que enseña», pero es que yo
tengo un problema aún mayor, y es que en este caso el tiempo está
jugando en mi contra.
Ahora mismo hay una niebla oscura dentro de mi mente,
y se avecina tormenta, no tengo respuestas a mis preguntas,
no encuentro soluciones a los problemas, estoy completamente
sola.
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Vuelvo a sentarme en el banco de madera, hay pájaros revo-
loteando cerca comiéndose las migajas de pan que se me caye-
ron del bocadillo. —Son preciosos—, digo para mis adentros. Me
encantaría ser como ellos, libres, felices, poder volar y recorrer
mundo, verlo todo desde una perspectiva diferente a la de los
humanos.
Me pierdo en mis pensamientos dándole vueltas a todo esto,
pero una estúpida mosca se posa en mi oreja izquierda y empieza
a mover las patas de esas forma tan asquerosa en la que lo hacen.
—¡No hay ser más molesto que tú! ¡Bichejo!—, grité sin poder
contener las palabras.
Y acto seguido volví a sentir uno de esos pinchazos que me
recorren todo el cuerpo y que me dejan verdaderamente dolorida.
—¡Ay...!—, grité mientras que perdía el control de mi cuerpo y me
dejaba caer al suelo sin poder hacer nada por evitarlo.
No sé cuánto tiempo pude pasar tirada en aquel suelo frío y
mojado del parque, pero cuando me desperté me dolía todo el
cuerpo. Me sentí como mi madre cuando dice que le duele la es-
palda o la cabeza, estaba mareada.
Me puse en pie y cuando me hube despejado un poco dije:
—¡La fi esta!—. Así que me levanté y sacando el papel del bolsillo
recordé, «Calle 081, número 694, contraseña 0421».
Miré el número de la primera calle y sobresaltada dije: —¡Es-
toy a 50 calles de diferencia!, será mejor que me dé prisa.
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El sol empezaba a ponerse por el horizonte y a su paso mi
cansancio iba aumentando. Tras un largo rato de camino, llegué a
la calle 081. Era una calle larga, había más de mil números entre
tiendas, casas y locales, y yo buscaba el número seiscientos noven-
ta y cuatro. Empecé a recorrer la calle y sentía que a cada paso que
daba mi cuerpo se iba debilitando.
El sol ya había desaparecido y las luces de las farolas eran lo
único que iluminaba la calle, de repente empezó a llover y mi pelo
acabó empapado. Salí corriendo para llegar cuanto antes al núme-
ro 694, y una vez en la puerta llamé.
Brian abrió la puerta, y la cara que puso me preocupó bastante.
Dije: —¿Pasa algo?— Y respondió, —Perdone señora no pretendía
ofenderla, ¿Quién es usted?, ¿necesita ayuda? Me quedé bastante
sorprendida, y acto seguido dije, —Brian soy yo, Lara—. La cara
que puso creo que fue de verdadero pánico, —¿Lara? , ¿Lara Jo-
hnson?, ¿la chica joven y guapa del parque?, pero... ¿pero qué te
ha pasado?—. No me dio tiempo a responder porque perdiendo el
equilibro y el control de mi cuerpo pegué un tras pies y caí al suelo.
Lo siguiente que recuerdo es verme tumbada en una cama
blanca, estaba en el hospital, tendría alrededor de 80 años, y una
chica entró en mi habitación y en un tono severo dijo, —Señora,
nadie ha preguntado por usted, ¿quiere que llamemos a alguien?.
Lo único que se me ocurrió decir fue, —No gracias, estoy sola en
este mundo tan extraño, no entiendo cómo ha podido pasar todo
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tan deprisa, esta mañana no lograba ponerme en pie y ahora estoy
al borde de la muerte, esto no tiene ningún sentido—. Creo que la
enfermera pensó que yo estaba delirando, o por lo menos eso daba
a entender la expresión de su cara. Ambas estuvimos calladas unos
minutos y luego antes de salir por la puerta dijo: —Está bien, la
dejo sola, pero voy a abrirle un poco la ventana, así le entrará la
fría brisa de la noche y logrará relajarse un poco—.
Cuando hubo abierto la ventana, la enfermera salió de la habi-
tación. Yo tenía la cabeza girada mirando hacia la ventana y justo
unos segundos más tarde vi entrar en la oscuridad una mosca que
supongo que solo buscaba el calor de una luz.
Tuve ganas de levantarme y echarla de mi habitación, pero mi
cuerpo había ganado la batalla y apenas podía moverme.
Mientras mis pensamientos estaban perdidos pensando en
aquella mosca, volví a sentir un escalofrío, pero esta vez fue mu-
cho mayor a todas las anteriores, esta vez el dolor se impregnó por
todo mi cuerpo, esta vez, no pude volver a abrir los ojos, y con el
último hilo de voz que me quedaba, casi susurrando dije, —Y aquí
se acaba todo...
Pero me desperté, no era capaz de abrir los ojos, estaba atur-
dida, y no se oían más que gritos a todo mí alrededor, dije con
la poca voz que me salió: —¿Qué está pasando aquí?—. Para mi
sorpresa oí la voz de mi madre que decía, —Hija mía no vuelvas
a dejarnos nunca. Nos has tenido tan preocupados, pensábamos
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que nunca más volveríamos a verte sonreír. Apenas respirabas,
hemos intentado reanimarte con descargas eléctricas muchísi-
mas veces, te dábamos por perdida—. Acto seguido se echó a mis
brazos y con los ojos llenos de lágrimas me dijo: —¡Te quiero
cariño!—.
Poco a poco fui volviendo en sí, volvía a ser la chica de 17 años
que tanto añoraba ser, y de pronto con un tono elevado pero cari-
ñoso oí a mi padre, que decía:
—Pensábamos que íbamos a perderte en un solo día, no sabes
lo feliz que nos haces—. Y se acercó uniéndose al abrazo que había
entre mi madre y yo.
En ese momento, pensé en las palabras que acababa de decirme
mi padre, «íbamos a perderte en un solo día...». Y justo entonces
me acordé de las moscas, y de todo lo que me había pasado, todo
había sido un sueño.
Los médicos me dieron el alta al día siguiente, y cuando llegué
a casa cogí un gran libro de papá sobre insectos y me paré deteni-
damente a leer todo lo que ponía sobre las moscas:
«Insecto díptero muy común, de unos seis milímetros de lar-
go, de cuerpo negro, cabeza elíptica, más ancha que larga, ojos
salientes, alas transparentes cruzadas de nervios, patas largas con
uñas y ventosas, y boca en forma de trompa, con la cual chupa las
sustancias de las que se alimenta».
No decía nada sobre su tiempo de vida, pero me acordé de lo
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que me dijo la mujer de la cabaña del sueño: «Cuando mi padre
era joven, me contó que la vida de una mosca solo es de un día,
pero sin embargo, en esta casa siempre hay moscas, así que no sé
muy bien que creer».
En ese momento lo entendí todo, y la curiosidad ante estos ani-
males que antes me parecían repugnantes y que ahora me atraían
de una forma tan característica, fue lo que me llevó a estudiar
biología. Nunca dejé de luchar por ser la mejor y poder tener mi
propio laboratorio científi co, y así fue.
Al cumplir los 23 años abrí mi propio laboratorio, el cual fue
denominado «Brian». Y allí entendí que no todo es lo que parece,
y que siempre hay que mirar las cosas con diferentes perspectivas.
El tiempo es oro, y la vida, es solo un día.
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No me siento especialmente impresionada ni siquiera sorpren-
dida al descubrir que Harry me engaña, sé que algo me oculta y
solamente tengo unas inmensas ganas de vomitar.
¡Qué curioso! ¡A la mierda una vida y... el vómito! Prefi ero
pensar que ayer comí en exceso.
Llevo unos días sintiéndome vieja, aun siendo tan joven.
Es inevitable empezar a hilar cómo hemos llegado a esto. ¿De qué
no me doy cuenta y a qué cosas de cada día no estoy dando impor-
tancia? No sólo debo pensar en su parte, sino también en la mía. La
soledad me está convirtiendo en un ser apático, y si él se desentiende
de mí, mucho más yo. Ahora, cuando llega a casa, no me importa
que llegue feliz ni que me acaricie la cabeza, ni que me bese, ni que
entre gritando mi nombre... Ya no hay remedio, ya no salgo a recibirle
cuando vuelve, no me pongo contenta al oír la llave en la puerta ni
al sentir sus pasos acercándose hasta mí. Debe pensar que no me doy
cuenta de nada, que no noto sus ausencias. Soy joven... pero no idiota.
2º Premio
Luisa Rosado BurgueñoIES Fernando de Rojas
Salamanca
Mejor no pensar
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Debe pensar que no he notado que lleva unas semanas volvien-
do muy tarde a casa, que nuestras salidas son a deshoras y las im-
prescindibles. Esta ausencia constante es lo que me hace sospechar
que algo está pasando y saber qué... me mata.
Antes salíamos mucho, nos metíamos en el coche y disfrutá-
bamos de largos paseos por el campo, corríamos y agotados nos
tumbábamos al sol mientras el acariciaba mi pelo y jugueteaba con
mis orejas.
Y lo peor es que no sé de qué lado ponerme si del lado del ofen-
dido o del culpable. Entiendo que mi actitud no ayuda mucho y
que así lo único que hago es animarle a que me dé antes la patada.
No puedo enterarme de lo que está ocurriendo por las fuentes
que todo el mundo llega a enterarse, no puedo mirar su móvil, ni
mirar sus mensajes, tampoco abrir su correo, ni mirar sus bolsillos,
no acostumbro a olisquear más de lo estrictamente necesario, pue-
de que sea atípica.
Tampoco he oído insinuaciones por parte de algún conocido,
nada que no sea normal, ni pelos que no fueran míos en su ropa,
ni en su coche.
Creo que todo comenzó un tiempo antes, justo cuando
Harry empezó a ser mejor amigo y sobre todo mejor compañero de
viaje. Creo que nuestra vida juntos nunca había sido mejor... al me-
nos por su parte, yo soy fi el por naturaleza. Esto puede resultar con-
tradictorio, nos vemos menos, pasamos menos tiempo uno con el
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otro... pero a él le veo feliz, mucho más que feliz, felicísimo, radian-
te... y nuestros momentos de complicidad son cortos pero intensos.
¡Qué lástima! Se había convertido en mejor persona.
Él no es consciente de lo que yo pienso... ¿Debía marcharme
de casa sin ni siquiera mostrarle mi incomodidad? Realmente tar-
daría poco tiempo en recoger mis cosas. Ahora que lo pienso no
tengo nada mío, todo es suyo.
¿Realmente, es mejor seguir sola que mal acompañada? Bueno,
poco acompañada a decir verdad, paso demasiado tiempo sola y
esto hace que te dé mucho tiempo a maquinar... mi cabeza va por
libre.
Hay veces que la casa se me cae encima y aunque vivimos en
un apartamento con dimensiones reducidas, el espacio se me hace
infi nito; y, sin embargo, otras veces creo que yo soy enorme para
vivir aquí, la mayor parte del día encerrada, entre cuatro paredes
y me ahogo, me gustaría... salir más, correr libre y sentir el viento
en mi pelo, y no sentirme siempre amarrada.
Creo que a veces soy demasiado huidiza, me asusto con faci-
lidad, los ruidos de la calle me hacen sentir incómoda. Cuando
nos cruzamos con algún desconocido no me gusta que me miren
y mucho menos que me toquen, creo que puedo resultar incluso
antipática.
Esta mañana ha llegado a casa por sorpresa, yo estaba tum-
bada, durmiendo. No tengo nada mejor que hacer. Me han des-
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pertado sus voces llamándome, como siempre ha acariciado mi
pelo y me ha dado un beso en la cabeza, me ha dicho: «No comas
demasiado que sabes que te sienta mal, además te estás poniendo
muy gorda de tanto comer y dormir» y ha cerrado la puerta tras él.
¡Pues vaya visita!, para esto era mejor que no hubiese venido.
Me siento indignada.
Después de unas horas ha vuelto, yo le recibo con un mohín
volviéndole la cabeza, me llama y le ignoro. Al ver que no le hago
caso me coge en brazos y me mete en el coche. No puedo hacer
nada. Es mucho más fuerte que yo.
Salimos de la ciudad y rodamos durante mucho tiempo, no sé
decir exactamente cuánto, nunca se me ha dado bien calcular las
distancias. Defi nitivamente, no es lo mío.
Harry detiene el coche. Abre mi puerta, me invita a salir pero
me niego, ante mi negativa la misma historia, me coge en sus bra-
zos y... no tengo más narices que salir.
El viento es suave y acaricia mi pelo. Huele a libertad. Harry
me acaricia y me besa la cabeza como hace siempre, y mirándome
a los ojos me dice: «¡este es nuestro nuevo hogar, aquí seremos más
felices!».
Unos metros más allá nuestra nueva casa, grande, qué digo grande, enorme... con verdes prados, altos árboles y mucho sol. Una mujer espera en el umbral con un cachorrito, Harry y la mu-
jer se besan.
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Quien me mandará pensar... si sólo soy un perro, pero presien-
to que no voy a llevar vida de perros.