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CAPÍTULO 13 ULTIMA CENA Y LAVATORIO DE PIES (13,1-30) 1. EL LAVATORIO DE PIES (Jn/13/01-11) 1 Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, tras haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. 2 Durante la cena, cuando ya el diablo había metido en el corazón de Judas Iscariote, el de Simón, la idea de entregarlo, 3 sabiendo Jesús que todo se lo había puesto el Padre en sus manos, y que de Dios había venido y a Dios volvía, 4 se levanta de la cena, se quita el manto, y, tomando una toalla, se la ciñe. 5 Luego echa agua en un lebrillo, y se pone a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla con que se había ceñido. 6 Llega ante Simón Pedro, y éste le dice: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» 7 Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero más tarde comprenderás.» 8 Dícele Pedro: «No me lavarás los pies jamás.» Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» 9 Dícele Simón Pedro: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza.» 10 Dícele Jesús: «El que ya se ha bañado no necesita lavarse [más que los pies], porque está limpio todo él. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.» 11 Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo lo de «no todos estáis limpios». El relato del lavatorio de pies representa en Juan algo así como el pórtico a la historia de la pasión; y sólo por este motivo es difícil sobrevalorar su importancia teológica. Ciertamente que no nos hallamos aquí ante un relato «histórico», aunque bien podría haber detrás una

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Evangelio - Capitulos 13 a 21

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CAPÍTULO 13

ULTIMA CENA Y LAVATORIO DE PIES (13,1-30)

1. EL LAVATORIO DE PIES (Jn/13/01-11)

1 Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, tras haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. 2 Durante la cena, cuando ya el diablo había metido en el corazón de Judas Iscariote, el de Simón, la idea de entregarlo, 3 sabiendo Jesús que todo se lo había puesto el Padre en sus manos, y que de Dios había venido y a Dios volvía, 4 se levanta de la cena, se quita el manto, y, tomando una toalla, se la ciñe. 5 Luego echa agua en un lebrillo, y se pone a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla con que se había ceñido. 6 Llega ante Simón Pedro, y éste le dice: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» 7 Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero más tarde comprenderás.» 8 Dícele Pedro: «No me lavarás los pies jamás.» Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» 9 Dícele Simón Pedro: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza.» 10 Dícele Jesús: «El que ya se ha bañado no necesita lavarse [más que los pies], porque está limpio todo él. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.» 11 Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo lo de «no todos estáis limpios».

El relato del lavatorio de pies representa en Juan algo así como el pórtico a la historia de la pasión; y sólo por este motivo es difícil sobrevalorar su importancia teológica. Ciertamente que no nos hallamos aquí ante un relato «histórico», aunque bien podría haber detrás una tradición más antigua; lo que en modo alguno está resuelto. Se trata más bien de una narración simbólica, en la que se condensa una determinada comprensión de Jesús y de su

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muerte. La perícopa está perfectamente compuesta. Después de la observación introductoria (v. 1) siguen el relato de la acción simbólica (v. 2-5) y su primera interpretación (v. 6-11).

El versículo 1 con el dato cronológico «antes de la fiesta de la pascua» constituye por su afirmación categórica la introducción no sólo a los discursos de despedida sino también a todo el relato de la cena y pasión. Todo ello bajo el signo de «la hora» de Jesús, que ya ha llegado. El significado de esa «hora» se determina como un «pasar de este mundo al Padre», como un amor «hasta el extremo» o «hasta la consumación». En el texto griego es aún más fácil de reconocer esta conexión, pues la expresión eis telos = hasta el fin o hasta la consumación, responde a la forma verbal tetelestai -está consumado, se ha cumplido (Jn 19,30b). El tránsito de Jesús al Padre, que abraza la muerte en cruz y la resurrección -ése es justamente el contenido completo de la «hora»-, lo entiende Juan como la culminación suprema del amor de Jesús a los suyos. Lo que Juan quiere exponer a continuación no es una historia trivial que tuvo lugar una vez, sino la historia del amor cumplido.

Los versículos 2-5 enlazan directamente con la última cena, que Juan conoce por la tradición. Se introduce en seguida a Judas Iscariote, que desempeña un papel capital en la entrega de Jesús. Aparece como el instrumento del diablo. En el centro sin embargo está la acción simbólica del lavatorio de pies. El versículo 3 retrata al auténtico Jesús joánico como el portador de los plenos poderes otorgados por Dios -unos poderes soteriológicos-, lo que comporta asimismo una libertad y una soberanía superior, que no le abandonan en ningún momento decisivo de la «hora». Según esta exposición, Jesús no sucumbe a un destino ciego, sino que maneja a su libre albedrío todo el acontecimiento que va a venir sobre él: la pasión aparece mucho más como una acción de Jesús, que como algo que sufre y padece. El fundamento de esa superioridad está en la unión de Jesús con Dios, con el «Padre», unión que eleva a una dimensión misteriosa, la del amor, algo que al

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contemplador superficial puede parecer incomprensible y absurdo. También el episodio del lavatorio de pies supone esa superioridad. Es indicio de la suprema libertad con que Jesús se digna prestar a sus discípulos el servido más humilde. En una linea totalmente contraria se refiere del emperador Calígula que humilló de propósito a algunos ilustres senadores romanos ordenándoles que le lavasen los pies 1. Al propio tiempo el lavatorio de pies aparece como una explicación simbólica de la muerte de Jesús. A los discípulos, a los que ama hasta el extremo, les presta el más humilde servicio de los esclavos.

Los versículos 6-11, cuyo núcleo es la conversación de Jesús con Pedro, aportan una primera explicación del acto simbólico de Jesús. El evangelista trabaja aquí con el recurso estilístico de las «malas interpretaciones joánicas». Al principio Pedro no entiende para nada el hecho, más aún se opone a su realización. No puede concebir que Jesús, a quien reconoce y venera como a su maestro, tenga que lavarle los pies.

El versículo 7 deja todavía totalmente abierta la situación en muchos aspectos. Pedro (y con él los discípulos de los que aparece como portavoz) sigue sin comprender qué significa lo acontecido. Pero más tarde lo comprenderá. Ese «más tarde» evoca de un modo claro la próxima muerte y resurrección de Jesús. De este modo, Juan le dice al lector desde qué ángulo visual ha de entender la historia. Frente a la negativa de Pedro Jesús insiste: quien desee tener parte con él, quien quiera estar en comunión con él y pertenecerle, no tiene más remedio que permitir a Jesús prestarle ese servicio de esclavo; o, dicho sin metáforas: hay que aceptar personalmente la muerte de Jesús como una muerte salvífica. La reacción exaltada de Pedro (v. 9), que ahora incurre en el extremo contrario, es a su vez una mala interpretación.

El significado del v. 10 no es perfectamente claro. Algunos expositores refieren «el que ya se ha bañado...» al bautismo, y la continuación «no necesita lavarse [más que los pies]», a la penitencia cotidiana del cristiano; otros

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piensan en la eucaristía. Esto último es muy improbable. Posiblemente la frase «no necesita lavarse más que los pies» surgió mediante la interpolación posterior de «más que los pies», de modo que el texto original habría dicho: «no necesita lavarse, porque está limpio todo él». En tal caso, tampoco se justifica la referencia al bautismo. Para comprender todo el episodio hay que partir del hecho de que la acción simbólica del lavatorio de pies alude a la importancia soteriológica de la muerte de Jesús. Es el símbolo de la purificación total y completa, y explica la eficacia de la muerte de Jesús en el sentido de lJn 1,7: «Y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado». Si, pese a todo, se quiere dar un significado al añadido, sólo podrá buscarse en la prolongación de ese principio; la primera prueba de ello sería que los discípulos en su trato mutuo han de imitar el ejemplo de Jesús. No hay referencias al bautismo, ni tampoco a la palabra, sino a la muerte salvífica de Jesús, que opera la purificación completa en cuantos quieren acogerla.

Partimos, pues, de la interpretación cristológica y soteriológica ( = la doctrina relativa a la salvación) del símbolo del lavatorio de pies. Según ella la existencia de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz la entiende Juan como un servicio de amor sin igual que Jesús presta a los hombres bajo el signo de la existencia al servicio de los demás. En ese punto coincide con las afirmaciones del himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2,5-11) así como con las afirmaciones sinópticas sobre el servicio de Jesús (Mc 10,45; Mt 20,28; Lc 22,27). Justamente el amor perfecto y cumplido se manifiesta en que Jesús se hace servidor de todos, y esa total «existencia al servicio de los demás» es al propio tiempo la expresión suprema de las relaciones divinas de Jesús. En toda su existencia Jesús ha presentado a Dios como el amor que libera y salva a los hombres. La acción simbólica del lavatorio tiene su claro sentido en el marco de la revelación de Dios traída por Jesús. Los v. 10b-11 vuelven a contemplar la situación histórica, como la supone el relato, cuando se dice que no todos están limpios, probándolo con la alusión al traidor Judas. Con su traición Judas se ha excluido a sí mismo de la

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comunión con Jesús, en la que radica la salvación. En principio no hay nadie excluido del servicio salvífico de Jesús y de su amor; pero existe la oscura posibilidad de que uno se excluya a sí mismo. Cuándo y cómo ocurra esto difícilmente se puede decir desde fuera................ 1 SUETONIO, Calígula: «Calígula no trató al senado ni con respeto ni con benignidad. A los senadores, que se habían puesto las estolas supremas de su dignidad, les hacía caminar en toga varios miles de pasos junto a su carro, o les hacía esperar junto a la mesa detrás de su cojín o a sus pies como esclavos con el delantal de lino». Citado, según SUETONIO, Vidas de los Césares. ...............

MeditaciónSegún Juan, con la persona y el destino de Jesús enlaza el testimonio del amor más alto, generoso y auténtico que jamás se haya dado en el mundo; un amor que proporciona al hombre un presentimiento de quién es Dios realmente; a saber, el Dios de ese amor. Precisamente en su pasión y muerte cumple Jesús su cometido de ser el revelador de ese Dios. En el horizonte de tal experiencia divina el camino de Jesús hacia la cruz no puede ser ya el camino a la nada, a las tinieblas sin ninguna esperanza; sino que se concibe más bien como «un pasar de este mundo al Padre». El Dios y Padre de Jesús es el auténtico «más allá» de la vida humana, aunque la misma designación de «más allá» resulta ya problemática, pues ese Dios del amor está siempre y por doquier cercano al hombre; es el propio amor del que el hombre vive ya en el fondo. A los ojos de Juan, la vinculación de Jesús con ese amor le otorga una libertad y autoridad inaudita en la última «hora» decisiva.

De esta actitud fundamental deriva inmediatamente el otro aspecto de que el revelador del amor divino debe testificar hasta en la muerte ese amor como vinculación con los suyos, como existencia en favor de todos los otros. En el compromiso de Jesús con los suyos, no cabe separar el aspecto humano de este amor y su aspecto divino. La dimensión de este amor no puede medirse ni agotarse, y discutir el compromiso humano no mengua el amor divino

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y supone en el fondo un planteamiento mezquino y totalmente falso. De hecho, más bien cabría objetar a los que defienden tan radicalmente la verticalidad si están dispuestos a negar el infinito horizonte de lo humano en el amor de Dios.

Sin duda que es decisivo el criterio establecido por Jesús y expuesto mediante el gesto simbólico del lavatorio de pies: el amor se demuestra en la propia humillación, en la propia limitación, en el ser y obrar a favor de los demás. Amar significa ayudar al otro para su propia vida, su libertad, autonomía y capacidad vital; proporcionarle el espacio vital humano que necesita. Para nosotros el gesto simbólico del lavatorio de pies ha perdido mucha de su fuerza original. En la vieja sociedad esclavista, en que tiene su genuino Sitz im Leben, su mensaje no podía interpretarse mal. Jesús se identifica con quienes nada contaban. El amor, tal como él lo entendía y practicaba, incluía la renuncia al poder y al dominio así como la disposición a practicar el servicio más humillante. Lavar los pies pertenecía entonces al trabajo sucio. La negativa de Pedro descubre la resistencia interna de una mente privilegiada contra semejantes insinuaciones. Mas si se quiere pertenecer a Jesús hay que estar pronto a un cambio de conciencia tan radical; y eso conlleva que en el fondo sólo el amor opera el auténtico cambio de mente liberador, el fin de toda dominación extraña.

Dicho de otro modo, según Juan, Jesús ha dado un contenido y sello totalmente nuevos a la idea de Dios, en la que entraban desde antiguo los conceptos de omnipotencia y soberanía, por cuanto muestra que a Dios se le encuentra allí donde se renuncia a todo poder y dominio y se está abierto a los demás. «Donde hay bondad y amor, allí está Dios», como dice un antiguo himno de la Iglesia. Allí se liberan los hombres de sí mismos y respecto de los otros. Sin duda que tampoco este símbolo está a resguardo de malas interpretaciones, como cuando se integra como acción litúrgica en un sistema de dominio y no se advierte que lo que en principio está en tela de juicio es un sistema de dominio. Incluso Pedro tiene que dejarse inquietar. Juan

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había comprendido que con Jesús había entrado en el mundo una concepción radicalmente nueva de Dios y del hombre; una concepción que sacudía los cimientos de la sociedad esclavista y de las relaciones de poder porque ponía la fuerza omnipotente del amor en el centro de todo lo divino. El lavatorio de los pies era el símbolo más elocuente para expresar esta nueva concepción, símbolo que también a nosotros nos hace pensar.

2. INSTRUCCIÓN DE LOS DISCÍPULOS (Jn/13/12-20).

12 Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? 13 Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor»; y decís bien, porque lo soy. 14 Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. 15 Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis. 16 »De verdad os lo aseguro: El esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envía. 17 Si entendéis eso, dichosos seréis practicándolo. 18 »No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes escogí. Pero cúmplase la Escritura: "El que come el pan conmigo, ha levantado su pie contra mí." 19 Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda creáis que yo soy. 20 »De verdad os lo aseguro: el que recibe al que yo envíe, a mí me recibe, y el que a mí me recibe, recibe al que me envió.»

Al lavatorio de pies va aneja una instrucción a los discípulos, que contiene una segunda explicación de dicho acto (v. 12-15), así como una serie de sentencias con escasa trabazón, semejantes a los logia sinópticos de Jesús (v. 16- 17. v. 18-19. v. 20). Aquí interesa sobre todo la recta comprensión del carácter de esta perícopa. R. Bultmann dice al respecto: «en la pieza primera el tema explícito es la comunión con él, y de tal modo que su razón de ser se manifiesta en el servicio de Jesús... La pieza

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segunda agrega que esa comunión de los discípulos con Jesús es a la vez una comunión de los discípulos entre sí, y que ésta debe realizarse con obras si aquélla ha de persistir... Así pues, en 13,1-20 está expuesta la constitución de la comunidad y la ley de su existencia». Se trata, por consiguiente, de no entender en sentido moral el ejemplo decisivo de Jesús infravalorándolo, sino de deducir del mismo la ley, el modelo o incluso la estructura fundamental de la comunidad de Jesús: la Iglesia. El lavatorio de pies y los discursos de despedida anejos se interpretan falsamente cuando se entienden como discursos piadosos, que pretenden una edificación interior. Lo que persigue más bien es mostrar la estructura teológico-óntica de la comunidad de Jesús. Recordemos una vez más el carácter ficticio de los discursos de despedida. Lo que el Jesús joánico dice a sus discípulos en esta última hora apunta directamente a la idea que de sí misma tiene la comunidad joánica que es la destinataria. La idea que el cuarto evangelista tiene de Jesús y la idea de su comunidad (su eclesiología) están íntimamente relacionadas.

El primer párrafo (v. 12-15) trae la aplicación directa de la acción simbólica de Jesús. En la naturaleza misma de las cosas está el que Jesús dé personalmente esa interpretación; actúa, según lo dice explícitamente, como «Maestro» y como «Señor». La acogida precisamente de estos dos títulos honoríficos por parte del evangelista muestra que a continuación no puede seguir una comunicación abstracta, sino una instrucción autorizada y obligatoria. Siendo el Maestro y el Señor, como los discípulos reconocen justamente a Jesús, se ha hecho esclavo de todos; y ha mostrado ante sus ojos lo que él entiende por conducta justa. Y si la comunidad de discípulos reconoce en Jesús a su maestro y Señor, también debe sacar las consecuencias de esa su confesión, sin contentarse con una simple confesión de labios. Está obligada al ejemplo de Jesús, o lo que es lo mismo, está obligada a su compromiso de amor hasta la muerte de cruz. El versículo 14 expresa ese carácter vinculante. La palabra griega opheilete significa literalmente «estáis

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obligados», debéis. No está, pues, al arbitrio de la comunidad el atenerse o no a la conducta modélica de Jesús, sino que con la confesión de Jesús como Maestro y Señor viene dada directamente la obligatoriedad de su ejemplo.

A continuación reaparece una y otra vez la expresión mutuamente, unos a otros. Designa la nueva camaradería fundada por Jesús y que, según Juan, debe marcar por entero el carácter de la comunidad de Jesús. Desde ahí hay que entender también correctamente la expresión ejemplo: el símbolo del lavatorio de los pies es el símbolo del compromiso total de Jesús, de la entrega de su vida hasta la propia muerte. Y desde ahí hay que referir asimismo ese símbolo de un modo autorizado y universal de ser y conducta entera de la comunidad de Jesús. Es la marca de bondad que debe acuñar todo el obrar cristiano y eclesial, como un obrar radical desde el amor.

Que sólo una interpretación tan categórica haga justicia al sentido del texto, lo muestran los versículos inmediatos 16-17. Tienen su modelo en las palabras sinópticas de Lc 6,40 y Mt 10,24 (Q). A ello apunta, en el texto original, la solemne y enfática introducción del doble amen ( = «de verdad os lo aseguro», así es real y verdaderamente). Las relaciones entre esclavo y señor o entre enviado (apostolos) y comitente o mandante son las de un severo estado de superioridad y sujeción. Ni el esclavo ni el enviado actúan por propia iniciativa, sino que obran ateniéndose a unas instrucciones. Para el pensamiento antiguo había ahí un elemento jurídico. Resulta claro lo que se quiere decir: para los suyos Jesús es simplemente la persona autorizada, su instrucción goza para los discípulos de autoridad y obligatoriedad. No hay que olvidar ciertamente que la autoridad de Jesús va ligada a su amor, más aún, que se identifica con él. Es justamente el amor el que fundamenta como tal la autoridad más alta que existe. Si la comunidad se entiende desde Jesús, debe también reconocer la obligatoriedad del amor de Jesús para ella, por lo que está bajo su exigencia constante. Ahí está además toda su felicidad, su dicha y salvación.

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El párrafo tercero (v. 18-19) vuelve a tener en cuenta el trasfondo histórico de la última cena. La tradición sabe de la traición de Judas. Ya el evangelista Marcos había visto el cumplimiento de la Escritura en la traición de Jesús por uno de sus amigos (Sal 41,10). A la Iglesia primitiva le resultaba natural describir el destino fatídico de Jesús según los modelos lingüísticos empleados por el Antiguo Testamento, por la «Escritura». Lo que suele designarse como «prueba escriturística» no ha de entenderse en el sentido de una demostración lógica, sino que ha de interpretarse más bien como una reacuñación lingüística; se recogen imágenes y fórmulas conocidas para subrayar así la importancia de Jesús. El pasaje al que Juan se refiere aquí abiertamente suena así según el texto hebreo: Incluso el amigo, en quien yo confiaba, que comía de mi pan, ha alargado contra mí su calcañar (Sal 41,10). El sentido del pasaje es éste: han entrado a formar parte del círculo de mis enemigos hasta los amigos más íntimos. El «hombre de la paz», como se le denominaba literalmente, es el amigo más próximo. La señal de esa intimidad y unión invulnerable es el banquete en común; la comunidad de mesa establece la communio. Pero esos amigos han roto todos estos lazos sacrosantos de la lealtad, confianza y amistad.

A esa luz ha visto la Iglesia primitiva al traidor Judas. Según Juan, Jesús sabe cuál es su destino y sabe asimismo que debe cumplir el plan salvífico de Dios. Es ésta la comprensión postpascual de Jesús que en la fe de la Iglesia primitiva alcanzó medidas suprahumanas, incluso en lo relativo a su ciencia. Al mismo tiempo d evangelista da una prueba didáctica de cómo el cumplimiento incluso de ese tenebroso vaticinio debe ayudar a los discípulos a creer en Jesús; deben creer que Yo soy. La fórmula joánica «Yo soy», que aparece en este pasaje es la afirmación de sí mismo más plena y rotunda del Cristo joánico, que señala a Jesús como el revelador y salvador enviado por Dios. También por el cumplimiento de las palabras escriturísticas, relativas a la tragedia del traidor -de primeras total y absolutamente incomprensible- y al ajusticiamiento de Jesús, deben los discípulos reconocer en Jesús al revelador

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de Dios y creer en él. El motivo aflora frecuentemente en los discursos de despedida (14,29; 16,4).

El punto cuarto, del v. 20, cabe entenderlo como la versión joánica de unas palabras de Jesús, que también aparecen en la tradición sinóptica (cf. Lc 10-16; Mt 10,40; también Mc 9,37). Se trata de una palabra que originariamente tenía su marco en la predicación misionera de la Iglesia primitiva. En la proclama misionera de los mensajeros de Jesús se encuentra el propio Jesús, en el mensaje está Jesús personalmente y en ese mensaje Dios sale al encuentro del hombre. Quien acoge al mensajero enviado y autorizado por Jesús, acoge al propio Jesús, y quien acoge a éste acoge en definitiva a Dios mismo. Ahí radica la convicción de que en la predicación de Jesús es éste quien se hace presente. Predicación equivale a presencialización de Jesús. En el contexto, las palabras vuelven a subrayar que la instrucción de Jesús, vinculando la acción de la comunidad a su propia acción ejemplar, que proporciona la explicación y la salud, ha de tomarse realmente en serio; y muestra además que el «envío» por parte de Jesús, la legitimación por él, fundamenta los «plenos poderes» de la comunidad.

Juan parece generalizar este principio básico del emisario, sin que piense ya especialmente en apóstoles, misioneros o evangelistas. En cualquier caso el texto no da pie para limitarlo a un determinado círculo de personas. Eso quiere decir que cualquier discípulo de Jesús o la comunidad como conjunto de todos los discípulos de Jesús son «enviados», mensajeros de Jesús. La legitimación por el propio Jesús no es un puro formulismo, sino que está determinada por el contenido, y es un encargo a actuar y vivir conforme a la norma de Jesús. Cuando se desprecia la norma de Jesús, la comunidad y, naturalmente, su peculiar representación que es la jerarquía eclesiástica, pierden su autoridad.

MeditaciónLo que el Jesús joánico dice a los suyos en esta hora de la despedida tiene valor de testamento para la comunidad de

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Jesús en todos los tiempos. El propósito del cuarto evangelista es esclarecer en renovados abordajes la importancia que tienen la persona de Jesús, su palabra y su conducta. Esa importancia deriva de que Jesús es el salvador y revelador enviado por Dios, en un sentido ejemplar y radical, más aún en un sentido absoluto. Eso quiere decir, según Juan, que Jesús como «Maestro» y como «Señor» es también personalmente la ley fundamental, la realidad básica y, en consecuencia, también la norma absoluta para la comunidad. De modo parecido lo había ya formulado Pablo: «Por lo que se refiere al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que ya está puesto: Jesucristo» (lCor 3,11).

Desde ese fundamento y por esa norma hay que medir todo lo que pretende cobijarse bajo el calificativo «cristianos o «eclesial». La persona de Jesús es también por ello la ley fundamental de su Iglesia. Sólo cuando se olvida esa realidad puede ocurrirse a los hombres la idea de que la comunidad necesita otra ley fundamental. De la primitiva fe cristiana en la revelación, como la testifica Juan, se desprende la imposibilidad de semejante ley fundamental en sentido jurídico. Y es que el fundamento de la Iglesia y del cristianismo está determinado por Jesús y por las relaciones con él, es decir, por la fe y el amor que están por encima de cualquier ordenamiento jurídico humano, son anteriores al mismo y, por ende, ya no se pueden entender en un sentido jurídico. Sobre ese espacio de libertad predeterminado por Jesucristo no pueden disponer ninguna instancia humana, ninguna jerarquía ni ningún código eclesiásticos. Lo que en todo caso pretenden hacer los hombres es simplemente encontrar decretos de aplicación a esa instrucción fundamental de Jesús. Tales decretos de aplicación son siempre, incluso en la forma de un derecho canónico, relativos, limitados, superables, sujetos a corrección y cambiables. Deben acomodarse de continuo a las necesidades históricas de la comunidad de Jesús. El criterio para todo ello está en el fundamento puesto por Jesús para todos los tiempos.

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En concreto esa norma quiere decir tanto como estar en nombre de Jesús al servicio de los otros. No es casual que la comunidad joánica se entienda sobre todo como la comunión de los amigos y hermanos de Jesús. La trascendencia incomparable de la persona de Jesús se siente aún con mayor fuerza por cuanto que junto a ella y fuera de ella no se puede dar realmente ninguna otra autoridad, ningún otro maestro ni señor (cf. también Mt 23,8-11). En la comunidad no hay tampoco ninguna relación de dominio, sino que cuenta la exigencia del «unos a otros» (griego: allélous), de la reciprocidad sin reserva, de la comunicación con Jesús, del trabajo en común, todo lo cual ha de fundarse en el amor de Jesús. Ciertamente que en la comunidad joánica (o en las comunidades joánicas) nos encontramos todavía con grupos relativamente pequeños. La invitación a la ayuda mutua sólo se puede practicar en el marco de una comunidad, en que se conocen unos a otros y se hablan mutuamente. En una gran asociación eclesial, estas cosas fundamentales pasan irremediablemente a un segundo plano. En el curso de la historia la gran Iglesia se impone como institución cada vez más a la comunidad. Esto no hay que tomarlo sin más ni más como un avance operado por el Espíritu Santo, pues con tal evolución han quedado arrinconados importantes impulsos y posibilidades originales. También el aparato eclesiástico ha tenido parte en la orientación abstracta y fría de tales instituciones; sería sensato reconocer y confesar su alejamiento del cristianismo originario. Frente a esa evolución el modelo joánico adquiere un carácter de crítica institucional.

Probablemente se podría rastrear mayor dicha y alegría en las comunidades cristianas, si estudiásemos en ellas con mayor intensidad la causa de Jesús; si reflexionásemos más sobre lo que esa causa podría ofrecer al mundo de hoy. A primera vista el modelo de Jesús en el símbolo del lavatorio de pies parece un tanto lamentable. Si uno, en efecto, como estamos tratando de hacer aquí, intenta descubrir la raíz de esta imagen descubre que el hombre, al que la comunidad venera y en quien cree como Señor, revelador e Hijo de Dios, se muestra con su conducta como el esclavo

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de todos; el «Hijo de Dios» trastrueca con su proceder las relaciones de soberanía en la sociedad esclavista. Cabe, por tanto, hablar de un cambio total de conciencia. Pero ese modelo de Jesús sigue inalcanzado y, desde luego, no ha sido nunca superado. Si tal modelo llegase a alcanzar en el mundo la vigencia que Juan le atribuye en base a la autoridad de Jesús, no sólo se pondría coto a las pretensiones del hombre con voluntad de sojuzgar, sino que, al mismo tiempo, la imagen, con tanta frecuencia, desfigurada de la comunidad de Jesús, se iluminaría con nuevo resplandor. Sería así posible volver a creer mejor en algo como ese Yo soy, a saber, que ese Jesús en su pura humanidad es el revelador de Dios. Volvería a darse sin duda una autoridad cristiana, que no descansa en una institución ministerial, sino en la credibilidad interna con que se expresa la causa de Jesús.

La comunidad de Jesús permanece definitivamente ligada a ese modelo de 13,1-20. En el momento presente sólo podemos reconocer desde luego que dicho modelo ya no se da en buena parte, pero que también se muestra en muchos puntos cargados de esperanza. Es absolutamente cierto que el mundo de hoy siente nostalgia del mismo.

3. SE ANUNCIA LA TRAICIÓN (Jn/13/21-30)

21 Dicho esto, Jesús se turbó interiormente y declaró: «De verdal os lo aseguro: uno de vosotros me va a entregar.» 22 Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. 23 Uno de sus discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado a la mesa junto al pecho de Jesús. 24 Simón Pedro le dice por señas: «Préguntale de quién está hablando.» 25 Él, reclinándose entonces sobre el pecho de Jesús le pregunta: «Señor, ¿quién es?» 26 Jesús le contesta: «Es aquel a quien yo le dé el bocado que voy a mojar.» Y mojando el bocado, se lo da a Judas, el de Simón Iscariote. 27 Y apenas tomó el bocado, entró en él Satán. Jesús le dice entonces: «Lo que vas a hacer, hazlo en seguida.» 28 Ninguno de los que estaban en la mesa se dio cuenta de por

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qué le dijo esto. 29 Pues algunos pensaban que, como Judas estaba encargado de la bolsa, Jesús quería decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que les diera algo a los pobres. 30 Y cuando tomó el bocado, salió fuera inmediatamente. Era ya de noche.

Al igual que los Sinópticos (MC 14,18-21; Mt 26,21-25; LC 22,21-23) también Juan trae un relato sobrio sobre la señalización del traidor Judas en la última cena.

Los cuatro evangelios narran al unísono que Jesús fue traicionado por un discípulo que pertenecía al círculo íntimo de «los doce». El nombre de ese discípulo suena Judas Iscariote (así Mc 3,19; 14.10.43) o Judas, hijo de Simón Iscariote (así según Jn 6,71; 13,2). Aunque también contra esta tradición se han formulado objeciones críticas; por lo que hace al dato como tal, puede considerarse bien fundado, y darlo como seguro. Ciertamente que también aquí es necesario distinguir entre el hecho histórico como tal y la interpretación que le dieron la comunidad cristiana o el evangelista. Es evidente que sobre este hecho agravante pronto se empezó a reflexionar y que la figura del traidor incitaba directamente a la creación legendaria.

El apellido Iscariote se interpreta de dos modos: a) como «hombre de Keriot»; Keriot sería una aldea que se busca en Judea meridional, al sur de Hebrón, que habría sido la patria de ese Yehuda-ish-keriot. b) Otra interpretación querría derivar Iscariot de sikarios. En Flavio Josefo se llama sicarios a los miembros de un grupo terrorista del movimiento nacionalista judío, y se pretende por esa vía establecer una conexión entre Judas y tales terroristas. Según Mc 3,19 «Judas Iscariote, el que luego le entregó» pertenecía al círculo de los doce, en cuya lista aparece siempre en último lugar (Mc 3,16-19; Mt 10,2-4; Lc 6,13- 16). Jn 6,70s conoce también esa tradición.

En Mc 14,10-11 (cf. Mt 26,14-16; Lc 22,3-6) se narra la traición de Judas y se dice que los pontífices se alegraron y que le prometieron dinero. El descubrimiento del traidor

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(Mc 14,18-21 par) por Jesús pertenece ya sin duda a la primitiva interpretación cristiana de Judas. Ciertamente que aquí el lenguaje de la Escritura25, según Sal 41,10, ha tenido un papel importante. La Iglesia primitiva entendió también la traición de Judas en el sentido de un cumplimiento de la Escritura para poder comprender ese enigma incomprensible. Mas también se introduce el otro motivo de que Jesús conoce de antemano su camino y también la traición de Judas. No hay por qué suponer, sin embargo, que la prueba escriturística fuera la única causa que hubiera inducido a inventar la traición de Judas. A ello se añade que ya muy pronto la leyenda se adueñó de la figura de Judas. Se buscó una motivación del hecho, y se señaló el «afán de dinero», la avaricia de Judas (cf. también 12,4-6). Legendarias son sobre todo las narraciones sobre el mal fin de Judas (Mt 27,3-10; Act 1,15-20), textos que más bien buscan producir horror y a los que no conviene un valor histórico. Habida cuenta de todas estas reflexiones preliminares, cabe plantearse la pregunta: ¿Cómo ha entendido Juan la figura del traidor Judas?

El dato de que Jesús conocía de antemano la traición de Judas encaja bien con el concepto de la cristología joánica. Sin embargo, el vaticinio tradicional: «Uno de vosotros me entregará» (v. 21), adquiere en Juan una urgencia peculiar. Jesús está profundamente conmovido, turbado interiormente (literalmente: «en el espíritu», que en Juan siempre es indicio de la confrontación de Jesús con las fuerzas maléficas o con el poder maléfico sin más, la muerte). Los discípulos se miran perplejos, no saben a quién pueda referirse (v. 22). En este pasaje aparece por primera vez «el discípulo al que Jesús amaba» (v. 23), el singular personaje, cuyo nombre silencia el evangelio de Juan, y que sin embargo por la misma designación de «el discípulo a quien Jesús amaba» ha suscitado desde siempre el interés de los comentaristas y la simpatía de los piadosos.

La antigua tradición de la Iglesia la identificó habitualmente con el apóstol Juan, en el que también vio al autor del cuarto evangelio; pero esa concepción resulta muy

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problemática con la investigación crítica. Léanse los lugares en que aparece ese personaje (13,23; 19,26; 21,7.20), y uno se inclinará a ver en él a una persona histórica y no una figura simbólica o puramente literaria. Habría que verle más bien como la autoridad que para el círculo joánico respaldaba la auténtica tradición sobre Jesús. Aquí hemos recogido esa hipótesis, sostenida principalmente por R. Schnackenburg. Ese discípulo no se identifica con el evangelista, que ha introducido a ese testigo en pasajes importantes a fin de dar mayor peso a su tradición. Para la exégesis parece por tanto aconsejable presentar la figura del «discípulo al que Jesús amaba» de acuerdo con el contexto respectivo, sin prestar excesiva atención a cómo pudieron ocurrir históricamente las cosas. En los versículos 23ss sin duda que el discípulo ha sido introducido en el texto de forma secundaria.

La descripción supone la antigua costumbre de reclinarse a la mesa en el simposio: el discípulo reposa en el seno de Jesús, tiene evidentemente apoyada la cabeza en el pecho del Señor. Se le presenta así para desvelar el enigma de quién es el traidor (v. 24-26). Es notable que incluso Pedro se vuelva a él con la súplica de que pregunte a Jesús en quién piensa; cosa que aquél hace. La respuesta de Jesús: «Es aquel a quien yo le dé el bocado que voy a mojar» supone ya la formulación bajo la referencia al Sal 41,10; también la realización está motivada por ese texto. Juan va un paso más allá de la tradición antigua (Mc 14,1821) al decir que con el bocado entró Satán en Judas. Las palabras de Jesús: «Lo que has de hacer, hazlo en seguida» (v. 27b), vuelven a ser mal interpretadas por los discípulos, al creer que Jesús encargaba a Judas que hiciera algunas compras o que le recomendaba que diese algo a los pobres. Esto último habría que verlo como un uso judío con motivo de la fiesta de pascua. Con la consignación lapidaria «Y cuando tomó el bocado salió fuera inmediatamente. Era ya de noche» (v. 30), cuya fuerza simbólica es innegable, termina esta sección.

La importancia de la descripción joánica radica sin duda en la manera con que el evangelista condensa el dramatismo

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de la tradición. Lo que en Marcos aparece como un mensaje muy restringido se expone aquí con énfasis literario, de tal suerte que lo dramático de la situación se presenta interna y externamente de forma que el lector queda, al punto, impresionado. El relato joánico de la pasión alcanza aquí su punto culminante. Jesús sabe exactamente de qué se trata, y Judas lo sabe también a su modo. De los discípulos sólo uno, aquel al que Jesús amaba, comparte ese conocimiento. Pero en medio del acontecer humano se realiza algo mucho más profundo. El verdadero enemigo de Jesús no es Judas, que no es más que el órgano ejecutivo. El auténtico enemigo es Satán, el poder del mal sin paliativos, a cuyas tenebrosidades ha sido entregado Judas. El contenido real de nuestro texto está principalmente en esa forma de narrar meditativa y teológico-poética. Su objetivo es impresionar al oyente o al lector: ¡Tan lejos se pudo llegar que uno de los del círculo más íntimo de amigos de Jesús entregó a Jesús, el revelador de Dios, a sus enemigos! ............... 25.Cf. lo dicho acerca de 13,18ss. ...............

MeditaciónLa traición de Judas pertenece a los rasgos de la historia de la pasión que marcan en cierto modo la irrupción del mal, y desde luego del mal en su figura enigmática e incomprensible, en el curso del acontecer humano. Una traición entre amigos íntimos, que conduce a la muerte de quien así ha sido dejado en la estacada, ha provocado un horror especial en los hombres de todas las épocas. El poeta Dante ha dado expresión a ese sentimiento cuando pone en el círculo más bajo de su infierno a los traidores Bruto, Casio y Judas, muy cerca del propio Satán. Cuando esa traición no la motiva un gran sentimiento como, por ejemplo, el debido a una convicción mejor y más alta, sino la vil codicia, entonces también hoy seguimos sintiendo el mismo desprecio por tal traición. Una y otra vez se ha preguntado por los motivos que pudieron haber impulsado

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a Judas a traicionar a Jesús; por ejemplo si se sintió desilusionado por Jesús al no haber dado la esperada y gran batalla a los romanos y no haber dado entrada a la época mesiánica. Se puede contar ciertamente con tales posibilidades; pero el Nuevo Testamento no nos da ninguna solución al respecto. En él no tienen importancia los motivos personales, sino que el punto de vista es más bien el de que hasta un traidor de Jesús tiene su puesto en el plan salvífico de Dios. Ni siquiera la traición del amor pudo impedir el triunfo del amor en la cruz, sino que más bien debía servir a ese triunfo. En la aproximación meditativa a Jesús la fe intuye una visión que no se puede valorar de un modo lógico, y es que el amor divino es mayor que la maldad humana, más grande que todas las injusticias y traiciones. ¿Y qué hombre no habrá tenido parte alguna en la infidelidad humana? Es digno de notar que, según los testimonios neotestamentarios, la actitud de Jesús frente a Judas no comporta en ningún pasaje rasgos condenatorios.

Al lado de esto es bueno pensar que en la tradición cristiana se ha escarnecido mucho la figura de Judas. En ese personaje se ha cebado a menudo el sentimiento antijudío. Pero incluso entre los cristianos se ha empleado a Judas como chivo expiatorio o como palabra injuriosa. Hasta de la época más reciente pueden educirse ejemplos de altas personalidades eclesiásticas demostrando tal empleo abusivo, al calificar de Judas traidores a los sacerdotes que se han casado. Frente a semejante retórica abusiva hay que levantar la protesta más enérgica; ningún hombre tiene derecho a condenar a otro hombre de ese modo.

La traición entre amigos y entre quienes están ligados por relaciones de amor mutuo hace daño. Ahí se hieren los hombres. Vistas así las cosas, la cuestión adquiere tonos candentes para nuestro propio campo humano, pues sucede a menudo que se deja caer a un amigo o a una persona amada por motivos gastados o incluso por pura incapacidad. Cuando no se hace por lo que llamamos «intereses superiores».

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Posiblemente Judas encarna al hombre a quien la identificación con el sistema dominante en un determinado momento se le antoja más importante que la vinculación con su amigo Jesús; para ese tal resulta demasiado peligroso vivir en la proximidad de un hombre como Jesús. No ha puesto en marcha la libertad y el amor, que le solicitaban en ese círculo, y se ha convertido en un ser inseguro. El fundamento de esa inseguridad estaría precisamente en que ha interiorizado el sistema de tal modo que no ha podido solucionar los problemas y tensiones planteados. Así vendría a representar aquella forma de traición que puede denominarse traición de los débiles, del hombre tan pendiente del super yo social que por la debilidad de su yo sólo puede ser un instrumento, por no ser lo bastante capaz de amar. En cualquier caso, el Nuevo Testamento dice claramente esto: los traicionados no fueron unas verdades o misterios, ni tampoco una doctrina; el traicionado fue un hombre que se llamaba Jesús.

PRIMER DISCURSO DE DESPEDIDA (13,31-14,31)

1. EL MANDAMIENTO NUEVO (Jn/13/31-35)

31 Cuando Judas se fue, dijo Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios en él. 32 Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo, y lo glorificará en seguida. 33 »Hijitos, poco tiempo estaré ya con vosotros. Me buscaréis y, como dije a los judíos, a vosotros también lo digo ahora: A donde yo voy, no podéis venir vosotros. 34 »Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, que así os améis los unos a los otros como yo os he amado. 35 En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que tenéis amor unos con otros.»

Después de retirarse el traidor Judas empieza el primer discurso de despedida. Ahora que tiene lugar la separación en el círculo íntimo de los discípulos, Jesús está reunido sólo con sus verdaderos leales, los suyos en sentido

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auténtico. Con ello se describe también el círculo de los destinatarios de este discurso. Ya no se dirige, como toda la parte primera del Evangelio de Juan (c. 1-12), a los que están fuera, al «mundo», sino que se endereza a quienes han encontrado el camino de la fe en Jesús. Apunta a la comunidad interna (el grupo íntimo) de los creyentes. Una vez más hay que recordar a este respecto que nos las habemos con una situación literaria ficticia. El evangelista emplea el recurso literario de la separación para diferenciar entre sí la instrucción a los de fuera y la instrucción a los de dentro. A esto responde asimismo una diferencia objetiva, que ciertamente no ha de buscarse en el plano del Jesús histórico sino en el plano de la comunidad, que vive por propia experiencia la distinción que media entre el mundo incrédulo y la comunidad de fe. Los temas tratados tienen sus paralelos parciales en la parte primera del evangelio, aunque se añaden ahora nuevas afirmaciones.

La perícopa se divide en tres afirmaciones diferentes: a) los versículos 31-32 se refieren, con el concepto «glorificación», a la situación personal de Jesús; b) el v. 33 ilumina la situación de despedida; c) los versículos 34-35 contienen el mandamiento del amor como la exhortación decisiva de Jesús a la comunidad.

a) Los versículos 31-32 tratan de Jesús bajo la idea de la «glorificación del Hijo del hombre». La exposición arranca del punto de vista joánico. Por tanto, no habla aquí el Jesús terreno sino el Jesús joánico, es decir, Jesús tal como le ve y entiende el evangelista. Ahora bien, el evangelista escribe unos 60/70 años después de la muerte de Jesús. De no tener esto en cuenta, se llegaría irremediablemente a una falsa interpretación del texto.

Se podría utilizar aquí el concepto de «marcha atrás», de modo parecido a como se emplea en una película. Tanto el autor como sus oyentes saben ciertamente que no son coetáneos de Jesús. Más aún, saben de modo exacto por la fe que Jesús resucitó, ascendió a los cielos y fue glorificado. Por añadidura tienen plena conciencia de la identidad del glorificado con el Jesús terreno. Tal identidad, es decir, la

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del Jesús histórico con la del Cristo de la fe, constituye el fundamento teológico de nuestro texto, de suerte que debe completarse el pensamiento de que Jesús glorificado se presenta ante la comunidad y le dirige la palabra. El resultado es una peculiar situación de tránsito: por una parte, marcha atrás en el pasado; por otra, anticipación del futuro. Asociando ambos momentos surge una índole singular de presente en el cual quedan situados los oyentes.

Tal situación, que aúna el pasado con el futuro, referida a un presente (o, si se quiere como presente), viene a ser, al propio tiempo idéntica con el «tiempo de la fe», y en ello precisamente radica la exactitud del lenguaje de Juan. Pues la fe procede de la historia de Jesús y se proyecta hacia un futuro, hacia el futuro de Jesús. Es una fe histórica, en el tiempo y en el mundo, pero a la vez, superando la época presente del mundo, irrumpe en el futuro divino, manifestado en Jesús y que en él ya se ha hecho presente. Surge así la estructura de la fe en una correspondencia exacta con la identidad que media entre el Jesús terreno y el glorificado.

La palabra viene como palabra del Hijo del hombre y responde en su forma (Jesús habla del «Hijo del hombre» en tercera persona de singular) a los logia sobre el Hijo del hombre en los evangelios. Juan ha tomado esa designación de la primitiva tradición cristiana (palestina) sobre Jesús, aunque dándole su peculiar impronta teológica. Destaquemos sólo los rasgos más importantes:

Juan enlaza la idea de revelación con el título de Hijo del hombre. Como tal Hijo del hombre, Jesús es el revelador de Dios, que trae la revelación escatológica, la definitiva «verdad de Dios», y que comunica a los hombres la salvación, la «vida eterna» mediante la fe. A esto se añade el motivo de la «subida y bajada» del Hijo del hombre: desciende del mundo divino al mundo terrenal de los hombres y desde éste vuelve a subir hasta aquél y, finalmente, Juan habla de la «exaltación» y «glorificación»

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del Hijo del hombre para expresar así la primitiva predicación cristiana de la cruz y resurrección de Jesús.

Encontramos, pues, en la concepción joánica del Hijo del hombre una mezcla singular del título (apocalíptico) de Hijo del hombre con la tradición de Jesús, con la primitiva predicación cristiana y la idea de revelación (y quizá también con representaciones gnósticas). Pero se trata sobre todo de la importancia permanente de la revelación de Jesús

Con las expresiones «gloria» y «glorificación» traducen nuestras Biblias el grupo lingüístico griego Doxa, doxazein (hebr. kabod), cuyo contenido suscita diversas conexiones ideológicas: gloria y luz divinas, fulgor o resplandor de Dios, claridad y poder de la revelación divina, prestigio; en el empleo verbal: llevar al resplandor, poder y prestigio, conferir una participación en la esfera divina. «Gloria» designa, pues, la esfera divina en oposición al campo terrenal, de este lado, y «glorificación» significa en consecuencia elevar a alguien hasta la esfera de Dios, darle parte en el mundo luminoso, divino. Ahí incide la idea de revelación: Jesús es también para Juan el revelador de la gloria divina en el mundo, como lo prueban sobre todo los relatos milagrosos del cuarto evangelio.

En nuestro texto se trata, por consiguiente, de que Jesús de Nazaret, según el testimonio creyente de la Iglesia primitiva, ha sido asumido por la cruz y resurrección en el ámbito divino, y se trata asimismo de que como Señor glorificado continúa operando en su comunidad. La determinación «ahora» designa la muerte y resurrección de Jesús como el tiempo histórico-salvífico decisivo (kairos) en el que tiene lugar el «cambio o viraje de las épocas (eones)». En ese momento Jesús es reconocido y confirmado por Dios como revelador y salvador, y asimismo Dios recibe de parte de Jesús, sobre todo por su obediencia hasta la muerte de cruz, el reconocimiento que le corresponde. En esa glorificación y reconocimiento mutuos de Jesús por Dios y de Dios por Jesús se descubre la relación fundamental que la fe cristiana sostiene y

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confiesa, a saber: que Jesús en persona, como Mesías e Hijo de Dios, es la revelación plena y definitiva de Dios en el mundo. Para la fe cristiana ya no se puede pensar a Dios con independencia de Jesús, ni a Jesús se le puede entender sin Dios.

Sin embargo, el hecho de la glorificación de Jesús no permanece anclado en el pasado, sino que contiene ya su propio futuro. Es lo que establece una nueva época: la glorificación de Jesús proseguirá por todo el tiempo futuro, y en primer término por el hecho de que la causa de Jesús sigue actuando en la historia, sobre todo en el marco de la comunidad de Jesús. En la fe y amor de los suyos opera Dios la glorificación de Jesús.

b) En el v. 33 se ilumina abiertamente la situación de despedida. Sólo un poco tiempo estará Jesús con los discípulos, pues deberá partir con un destino desconocido a una región inaccesible a los discípulos que se quedan aquí. Ciertamente que en el fondo está la idea de que la partida de Jesús será una partida hacia el Padre. Sobre ello se hablará después más ampliamente. En este pasaje se trata, por tanto, de subrayar el umbral decisivo, el viraje capital: el tiempo de la presencia terrestre de Jesús camina irremediablemente a su fin con el momento de su glorificación. Con ello surge no sólo la pregunta de adónde va Jesús, sino también la otra de en qué manera quedará la comunidad unida en Jesús y con Jesús después de su partida.

En primer término no se trata de una despedida y partida con un destino desconocido como podría pensarse ingenuamente a primera vista. Lo que plantea más bien Juan es la pregunta fundamental sobre las relaciones de la época terrenal, histórica, de Jesús con la época directamente presente, y desde luego de primeras en forma negativa. A ello se suma la otra idea de que según Juan, el ámbito divino es de suyo inaccesible al hombre, y que sólo por Jesús logra el hombre acceso allí. Entendiendo así la función del versículo 33, también se comprenderá en

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seguida su posición entre la sentencia de la glorificación y el inmediato mandamiento del amor.

c) Con ello adquieren también todo su peso el «mandamiento nuevo» del amor (v. 34s). Aparece en Juan como la recomendación primera y más importante de Jesús a sus discípulos. La posición del precepto amoroso al comienzo del primer discurso de despedida tiene sin duda una importancia capital. Compárese la concepción joánica del mandamiento del amor con las correlativas concepciones de los sinópticos (Mc 12,28-34; Mt 22,36-40; Lc 10,25- 28), y saltará a la vista que en Juan falta la referencia al mandamiento del amor a Dios y que tampoco aparece el concepto de prójimo. La fórmula joánica suena más bien así: «Amaos mutuamente.» Ese «mutuamente», unos a otros, cubre de una manera universal el alcance o amplitud sin duda ilimitada del mandamiento nuevo, y entiende el amor como un obrar o una conducta en reciprocidad.

Sigue una fundamentación del mandamiento del amor derivada del conocimiento de Cristo: «Que así os améis los unos a los otros como yo os he amado» (v. 34b). La fórmula, que entiende universalmente como amor toda la conducta de Jesús y la presenta como normativa y obligatoria para los discípulos, alude simultáneamente al símbolo del lavatorio de los pies. Y, por fin, se le suma además un componente misionero y testimonial: con su amor mutuo, en el que los discípulos practican el ejemplo de Jesús unos con otros, darán sin duda un signo, perceptible para «todos», de su pertenencia a Jesús. Con su propio proceder pondrán de manifiesto ante el mundo el núcleo de la revelación de Jesús. La calificación del mandamiento del amor como mandamiento nuevo indica que Juan lo entiende en su fundamentación por Cristo simplemente como la exhortación escatológica; el concepto de nuevo hay que entenderlo en efecto como un concepto cualitativo escatológico. En el amor, la conducta de Dios frente al mundo (cf. 3,16) se convierte en el motivo básico del obrar humano.

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Sólo se puede comprender adecuadamente la idea joánica del mandamiento del amor en el contexto de toda la teología de la revelación y la soteriología joánica. El mejor comentario al respecto es la carta primera de Juan (especialmente /1Jn/03/11-18; /1Jn/04/07-21). El cuarto evangelio y dicha carta coinciden en que con el mandamiento del amor mutuo transmiten la exhortación peculiar, decisiva y única de Jesús. Otras exhortaciones de Jesús -a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en el sermón de la montaña (Mt)- no se mencionan en los escritos joánicos. Para Juan creer y amar constituyen los dos conceptos centrales y decisivos en el conjunto de la conducta cristiana. Ambos conceptos se entienden en un sentido radical: determinan desde la misma raíz el núcleo de la existencia cristiana; por ello en la mentalidad de Juan no son necesarias otras determinaciones.

Ambos conceptos se entienden de un modo total: creer y amar deben influir y conformar la entera conducta humana en todos sus aspectos. La razón «como yo os he amado...» no se refiere a un sentimiento permanente que Jesús hubiera tenido siempre, sino que apunta en concreto a su muerte por amor en la cruz: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (/1Jn/03/16). Semejante amor tiene su origen en Dios (lJn 4,7ss); es ni más ni menos que la revelación de la realidad divina. La sentencia «Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (lJn 4,16b), contiene de una forma concentrada toda la teología joánica de la revelación. La exigencia ética fundamental del cristianismo, el mandamiento del amor, aparece aquí radicada en Dios como su fundamento último: el amor único, que es Dios, se revela al mundo por Jesús, y de una forma decisiva en la muerte de Jesús en cruz, y dejará sentir su eficacia en el amor mutuo de los discípulos, si éstos quieren regirse por la norma de Jesús. En esa medida el amor es para Juan el concepto básico de toda la revelación de Jesús, contenido y esencia del cristianismo.

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MeditaciónTodo trato con el evangelio de Juan que se adentre, aunque sólo sea un poco, por debajo de la corteza del texto, bien pronto se demuestra como una penetración en los problemas capitales del cristianismo. Ahí no se tratan cuestiones accesorias, se trata siempre del conjunto. Cuando se quiere entender el cristianismo no sólo desde un punto de vista cultural o de historia de las religiones, sino desde su mismo centro, ocurre que desde los días de los apóstoles y de la generación inmediata de la Iglesia primitiva siempre se ha tratado de mantener el recuerdo de Jesús y con ello su causa, intentando comprender y formular de nuevo la importancia de Jesús para la propia época. Estaba en juego la presencia de Jesús. La fe no podía contentarse nunca con un pasado remoto y que eventualmente se puede reconstruir con los recursos de la metodología histórica; la fe siempre anduvo a la búsqueda de Jesús aquí y ahora, del «Jesús para nosotros». La fuerza de irradiación del cristianismo, especialmente en sus manifestaciones dignas de crédito, fue siempre tan grande como su capacidad y fuerza para recuperar la figura de Jesús para el presente respectivo y crear una audiencia a su voz. La fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos -justamente en lo que tiene de paradójico y provocativo por el llamado pensamiento razonable- expresa de modo categórico que no se trata del Jesús muerto del pasado, sino del Jesús viviente que tiene algo que decirnos. Juan ha entendido este problema en toda su agudeza, cuando presenta al Jesús terrenal juntamente como el Jesús glorificado por Dios, y hace que éste nos hable como el Jesús histórico.

Lo decisivo del testimonio sobre Cristo en el Nuevo Testamento, especialmente en los evangelios, está en que no se rompen los lazos con el histórico Jesús de Nazaret, con el Jesús «verdadero hombre», como dice la teología dogmática30. En la vinculación con el acontecer histórico de Jesús se manifiesta la voluntad de una continuidad histórica, y ciertamente que desde el sentimiento firme de

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que se perdería lo específicamente cristiano, si desapareciera de los ojos la figura humana, terrena de Jesús. Para Ireneo de Lyón (+ ha. 205 d.C.), el rechazo de la encarnación se convierte por ello en la nota característica de toda herejía: «No hay ni una sola doctrina herética para la cual el Logos de Dios se haya hecho carne»31. Por ello, la fe cristiana sostiene que la historia de Jesús con toda su contingencia y finitud humanas es el lugar de una singular apertura o revelación de Dios escatológica y siempre válida. El misterio soteriológico cristiano es el misterio de la presencia de Dios en la historia de Jesús.

La Iglesia primitiva -cosa demostrada también por el evangelio de Juan- estaba marcada por la experiencia viva de la presencia de Jesús, sobre todo en la acción litúrgica. Predicación, fe, oración y celebración en común de la cena del Señor abrían la participación en la salud presente. Y sin duda que la cuestión de la presencia es también nuestro problema. La importancia de la celebración litúrgica para esta experiencia la ha subrayado el concilio Vaticano II en su constitución sobre la liturgia, cuando habla de la presencia de Jesús en el sacrificio de la misa, los sacramentos, la palabra de la Sagrada Escritura y la plegaria en común 32.

Es evidente que también existe el peligro de una interpretación cúltica unilateral de la presencia de Jesús. Representó ya un avance el que la presencia efectiva (presencia real) de Jesús no se vinculase exclusivamente a las especies sacramentales, lo que antes conducía sin duda alguna a una interpretación mágica, que hasta hoy se ha dejado sentir peligrosamente. Merece la pena reflexionar si en el pasado la vinculación exclusiva de la presencia de Jesús al sacrificio de la misa y al culto de la sagrada forma no habrá contribuido decisivamente a que ya no se sintiese ésa presencia en la vida, en el mundo y en la sociedad; de tal modo que la tan invocada secularización del mundo no sería también una consecuencia directa de esa mentalidad unilateral. Reducir la experiencia soteriológica al campo interno del culto ha supuesto frecuentemente una coartada: en la Iglesia habita la salvación, mientras que

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fuera la perdición de mundo con toda su monstruosidad. Hoy, por el contrario, volvemos a preguntarnos justamente y con mayor interés por la presencia de Jesús y de su Espíritu en la vida concreta, en la actuación eclesiástica, en la sociedad humana. ¿Qué es lo que empuja a los hombres del siglo xx para que, pese a su enorme lastre científico, a sus angustias, inseguridades y dudas, busquen enlazar con Jesús? Quizá les impulsa a ello «el recuerdo en el momento de un peligro» (W. Benjamín); a saber, del peligro de perderse a sí mismos, de no reconocerse ya en el Tohuwabohu caótico de nuestro tiempo, y con ello el anhelo de una auténtica humanidad. La presencia de Jesús podemos experimentarla nosotros como una humanidad y cohumanidad vivida.

La presencia de Jesús, experimentable en la fe, es el primer punto de vista que pone de relieve nuestro texto; el segundo está estrechamente conectado, cuando presenta el «amarse mutuamente» como el único y «nuevo mandamiento» de Jesús. En Juan se mantiene la conexión interna entre fe y amor. Dolámonos de haber desgarrado una y otra vez ambos elementos que deberían ir indisolublemente unidos. Con ello la fe viva se ha convertido en un aislado «mandamiento de principios verdaderos», impuestos autoritariamente al hombre, los pueda comprender o no. En esa mentalidad -y hoy lo vemos claramente- late una angustia mágica de la salvación, cuyas secuelas inmediatas son las coacciones de todo tipo en nombre de la fe ortodoxa, desde la violencia física a la espiritual, tal como perduran hasta nuestros días.

El amor fue desterrado al campo de la conducta moral privada, que no hay que buscar propiamente allí donde tienen que decidir el derecho y la autoridad. Sin embargo, según la idea neotestamentaria el amor tiene la preeminencia indiscutible sobre cuaIquier pura ortodoxia. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que tenéis amor unos con otros» (v. 35). Sólo se requiere tomar al pie de la letra esta sentencia y ponerla como medida de lo que en la historia y al presente se ha practicado como «conducta eclesiástica». A los no cristianos de nuestros

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días difícilmente se les ocurrirá la idea de decir de las iglesias cristianas « ¡Mirad cómo se aman!». Si acaso lo dirán irónicamente. En este punto se nos invita a cambiar de mente, a hacer penitencia. También se trata sobre todo de la práctica social del amor. Y es que, sin el amor, la fe deforma en un poder impersonal, cuando debe servir más bien para desvelar y anular cualquier sistema autoritario de dominio espiritual. El amor continúa teniendo siempre la gran ventaja de que, aunque sea quizá de manera inconsciente e incluso de un modo problemático, está de camino hacia la verdad, hacia el Dios del amor. Además, hay que llegar al pleno convencimiento de que el mandamiento del amor de Jesús está mucho más difundido, incluso en nuestro mundo, de lo que a menudo quiere creer un cristianismo eclesial demasiado estrecho. Juan XXIII sí lo supo y actuó en consecuencia. Así como la luz se difunde por doquier y nadie puede encajonarla, así el amor pertenece a todos los hombres. Desde la perspectiva de Jesús no hay motivo para el pesimismo. ............... 30 Los investigadores actuales son incluso del parecer que el origen de los evangelios canónicos la recogida y fijación por escrito de la tradición sobre Jesús y su reelaboracion en una historia del mismo, como la que Marcos realizó por primera vez, debió ser una reacción contra los intentos pneumáticos, entusiásticos de volatilizar al Jesús histórico. 31. IRENEO, Adv. haer. III, 11,3. 32 Cf. Ia Constitución sobre liturgia del concilio Vaticano II, c. I, 7. ...........................

2. ANUNCIO DE LA NEGACIÓN DE PEDRO (Jn/13/36-38)

36 Simón Pedro le pregunta: «Señor, ¿adónde vas?» Jesús le contestó: «A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora: me seguirás más tarde.» 37 Pedro le replicó: «Señor, ¿por qué no he de poder seguirte ahora? Yo estoy dispuesto a dar mi vida por ti.» 38 Contesta Jesús: «¿Que tú estás dispuesto a dar tu vida por mí? De verdad te lo aseguro: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces.»

Con el vaticinio de Jesús sobre la negación de Pedro, el cuarto evangelista recoge un fragmento de tradición (cf.

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/Mc/14/29-31; /Mt/26/33-35; /Lc/22/31-34). El anuncio de la negación de Pedro constituye una parte integrante de la historia evangélica de la pasión. Es interesante que ya el evangelista Lucas haya insertado esta pieza tradicional en su breve discurso de despedida (Lc 22,21-38), ampliándolo incluso con una promesa al propio Pedro (Lc 22,31s). Asimismo se encuentra en los cuatro Evangelios el relato de la negación de Jesús por Pedro (cf. /Mc/14/66-72; /Mt/26/69-75; /Lc/22/56-62; /Jn/18/15-18 /Jn/18/25-27). La tradición de que Pedro negó a su Maestro no es ciertamente un invento, sino que merece credibilidad histórica. Su preanuncio por Jesús puede considerarse justamente como un indicio seguro de su realidad. ¿Por qué? No se trata ciertamente de una palabra histórica de Jesús, sino de una «profecía» formada con posterioridad. Su propósito se puede adivinar sin dificultades: el fallo comprometedor justo del primer hombre de la comunidad primitiva frente a Jesús, maestro y amigo, era un gran oprobio para la comunidad, un escándalo con el que debía terminar. Intentó solucionar el problema diciendo que Jesús había conocido de antemano el fracaso de su discípulo; más aún, que lo había pronosticado. Para él personalmente ese amargo desengaño no había supuesto algo inesperado. Hasta el fracaso de los propios amigos estaba incluido en el conocimiento superior de Jesús y en el plan divino de salvación. Ese rasgo encajaba también admirablemente en la imagen joánica de Jesús, que sabía a la perfección todo lo relativo a sí mismo y obraba con libertad absoluta.

Juan insiste, en ese rasgo de la tradición, imprimiéndole, por otra parte, un cuño típicamente joánico, que se percibe en las peculiaridades siguientes. Enlazando con el lenguaje de la partida de Jesús, el anuncio viene hábilmente ligado a la situación de despedida mediante la pregunta de Pedro «Señor ¿adónde vas?» Con ello, sin embargo, Pedro llega a una mala inteligencia ilógica, cuando piensa que puede y debe seguir a Jesús en su camino. Con ello entra también en el texto la idea de «seguir». La respuesta de Jesús vuelve a ser misteriosamente equívoca. Ahora Pedro no puede seguir a Jesús, pero lo hará más tarde. En la respuesta late probablemente una referencia a la muerte

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de Pedro, de cuyo fin violento parece haber tenido cumplida noticia la tradición joánica (cf. también /Jn/21/18-19).

La mala interpretación de Pedro se echa de ver en su réplica decidida (v. 37). Consiste en pensar que puede llevar a cabo el seguimiento por propia voluntad y con las propias energías. Pero esa sobreestima de las posibilidades personales será su ruina. Pedro quiere seguir a Jesús ahora mismo; más aún, quiere dar su vida por Jesús. El giro típico de Juan «poner la vida por» (griego: thenai ten psykhen hyper) pone de relieve el punto decisivo de la inteligencia. Pues ese «poner la vida» por los demás sólo es posible, según Juan, porque el propio Jesús antes ha «puesto su vida por todos», por el mundo entero; y, en consecuencia, sólo es posible cumpliendo el compromiso radical del amor, como Jesús lo ha hecho antes dando ejemplo. Juan quiere decir con ello que Pedro ignora por completo su situación personal respecto de Jesús. Es él, Pedro, quien empieza por necesitar del compromiso de Jesús para poder llegar a la actitud de amor tan audazmente adoptada por él antes de tiempo. Por ello, la primera consecuencia de su error será la negación de Jesús; es decir, la experiencia de la propia debilidad e incapacidad humana, su fracaso personal.

MeditaciónPese a toda la sobreestima de sí mismo, este Pedro, según nuestra exposición, no es un cursi ni un carácter calculador que sopesa aquilatadamente sus propias posibilidades, y acomete algo sólo cuando está seguro, de tal modo que no puede fracasar en absoluto. Ciertamente que querría comprometerse gustoso por Jesús, y hasta arriesgar su vida. Pero deberá comprobar también que ha confiado demasiado en sí mismo y que va a fracasar lastimosamente. Si en el Nuevo Testamento Pedro aparece siempre en la actitud ambivalente y tensa de ser, por una parte, el discípulo más importante entre los de Jesús y más tarde el hombre dirigente de la Iglesia primitiva, y, por otra parte, un carácter débil que fácilmente sucumbe (cf. Gál

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2,11-17), esta exposición contendrá sin duda una base para la imagen real del Pedro histórico. De cara a la credulidad de la tradición neotestamentaria es un argumento el que no se haga de Pedro un héroe; eso será tarea sólo de una época posterior.

Esto lleva a la cuestión de las medidas y criterios en el manejo de la tradición histórica. Hay instituciones cuya historia, debido a su importancia presente, gustosamente querríamos a la luz dorada de una evolución armónica y, en definitiva, victoriosa. Frente a nuestra propia historia y experiencia personal nos comportamos a menudo de manera similar. Se arrinconan los aspectos problemáticos y oscuros, que así no destruyen la fachada. También la historia de la Iglesia y de los papas solía ser presentada en tiempos pasados de un modo triunfalista; la historia del cristianismo era una marcha triunfal y esplendorosa a lo largo de los siglos. Esto no sólo mira a ciertas afirmaciones privadas, sino frecuentemente también institucionales; el fracaso humano y político se disculpaba según las circunstancias históricas. Por ello, los enemigos de la Iglesia la presentaban tanto más a propósito como una «crónica de escándalos».

La Biblia, tanto la del Antiguo Testamento como la del Nuevo, se ha mostrado ciertamente de cara a la historia humana con admirable honradez y nula beligerancia. Para ella no hay héroes con aureola gloriosa, sino hombres que se califican o fracasan. Ambas clases constituyen la humanidad completa. Además la Biblia mide la vida humana con los patrones más altos, ante los que no se sostiene ninguna posición humana. Una visión cristiana de la historia debería caracterizarse por un criterio de mayor crítica, y sobre todo de crítica de sí misma. Esto vale asimismo por lo que se refiere a la institución mas venerable de la Iglesia occidental, el papado. También aquí se yuxtaponen directamente luz y sombra, grandeza y miseria, alta vocación y abuso de poder. Justamente cuando se reconoce la importancia única de Jesús, no hay por qué tener miedo en forma alguna a las inmundicias del

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pasado. El afrontarlo sería una condición previa para un futuro cristiano mejor.

CAPÍTULO 14

3. INVITACIÓN A CREER. JESÚS, REVELADOR DE DIOS (14,01-11)

La sección se mantiene por su forma literaria dentro por completo del estilo del discurso de revelación joánico. Se divide en cuatro pequeñas unidades, que sin embargo conservan entre sí una exhortación laxa mediante sucesivas palabras nexo. Empieza con una exhortación a creer (v. 1), trata después de las «muchas moradas en casa del Padre» (v. 2-4); los dos párrafos siguientes (v. 5-7 y 8-11), versan, desde puntos de vista distintos, sobre la doctrina de Jesús como el revelador escatológico de Dios.

1 «No se turbe vuestro corazón: creéis en,Dios, pues creed también en mí.»

Al comienzo de este discurso hay una triple invitación a creer, primero de forma negativa y luego positiva. La sentencia negativa reza así: «No se turbe vuestro corazón.» El consejo recuerda la exhortación que aparece en otros lugares de la Biblia: «¡No temáis!» Así en /Is/07/02, donde se describe la reacción del rey Acaz y de los habitantes de Jerusalén al anuncio del ataque de los ejércitos enemigos: «Tembló su corazón y el corazón de su pueblo como tiemblan los árboles del bosque sacudidos por el viento.» El temblor del corazón, tal como aquí se concibe, es pues lo contrario de la fe. El giro tiene en cuenta la situación de la comunidad de discípulos. ¿Cómo se puede llegar a semejante sacudida del corazón? Por el constante ataque de parte del «mundo» y por la ausencia de Jesús. La actitud del «mundo» frente a la comunidad representa para ésta una provocación continua, una turbación y sacudida que pueden ser tan violentas que afecten a lo más mínimo, al corazón. Si el corazón cede a esa turbación, surge el peligro de que el hombre pierda la fe. La conmoción

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procede «no de la debilidad humana... sino del choque entre mundo y revelación».

Hay un ataque a la fe, que no sólo está condicionado por el tiempo, como cuando cambian las circunstancias sociales, sino que pertenece a la situación histórica de la fe como tal. La ausencia de Jesús contribuye a su modo a esa turbación -la fe no puede mostrar a la vista su objeto y fundamento- y hay siempre que reelaborarla de nuevo. Pero los discípulos no deben dejarse condicionar por esa experiencia. Han de conocer la posibilidad de turbación, ni deben engañarse sobre lo precario -precario a los ojos del mundo- de su situación; mas pese a todo no han de acobardarse, sino creer.

En el lenguaje joánico no se emplea el sustantivo fe (pistis)) sino siempre el verbo creer (pisteuein). Ése es también nuestro caso. En armonía con la primitiva tradición cristiana, Juan designa con esa palabra la conducta humana fundamental que responde a las exigencias de la revelación, tal como las proclama Jesús. Ciertamente que la fe es la respuesta a la palabra del mensaje salvífico; pero al propio tiempo es una confianza firme, opuesta al «temblor del corazón»; es decir, una paz y firmeza del corazón, mediante la cual se supera y elimina la turbación. ¡En esta sentencia hay un alineamiento paralelo de la fe en Dios y la fe en Jesús!

Según la concepción veterotestamentaria y judía, la fe es un apoyarse del hombre en el fundamento vital divino, que le confiere vida y existencia; un entregarse sin reservas y confiado en la promesa, bondad y lealtad de Dios. Justamente en este sentido no es posible creer en todo. Más aún no se puede creer absolutamente en nada del mundo, sino sólo en Dios, porque solo él responde al anhelo de una fidelidad incondicional. En Juan el concepto «creer» tiene ya detrás de sí una historia cristiana, y ha experimentado por lo mismo una ampliación importante. Ahora la fe no se dirige tan sólo a Dios, sino también a la persona de Jesús. Para el cristianismo primitivo Jesucristo está tan estrechamente vinculado a Dios que él mismo se

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ha convertido en el «objeto de la fe». La fe en Dios aparece mediatizada por Jesús; es Jesús quien ha pasado a ser el fiador de la fe. Y, a la inversa, la fe en Dios se ha hecho fundamento de la fe en Jesús, de tal modo que, según Juan, fe en Dios y fe en Jesús constituyen una unidad indestructible. La razón precisa de todo ello se da en los párrafos siguientes.

2 En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no ya os lo habría dicho, porque voy a preparar un lugar para vosotros. 3 Cuando me haya ido y tenga ya preparado un lugar para vosotros, de nuevo vendré para tomaros conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. 4 A donde yo voy, ya sabéis el camino.»

Este párrafo no es tanto una instrucción sobre las «moradas» del cielo, cuanto sobre el «camino» de Jesús, que es válido, fundamental y normativo, y, justamente por ello, cargado de promesas para los discípulos. Enseña asimismo que la separación entre Jesús y los suyos no será una separación duradera. Juan ha ahondado en la primitiva idea cristiana del seguimiento de Jesús, que arranca del Jesús terrenal, y al propio tiempo la ha convertido en una fórmula cristológica: «EI que quiera servirme que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (/Jn/12/26). Ahora bien, el camino que Jesús recorre es el camino del Hijo del hombre, que a través de mundo, pasando por la cruz y resurrección, conduce hasta el Padre. Justamente ese camino es el que ahora se impone como obligatorio también para los discípulos; pues, pertenecer a Jesús equivale a estar con él, por fe y amor, en una especie de comunidad de destino.

La idea de las «moradas» del cielo34 aparece también en otros textos neotestamentarios: «Las moradas eternas», en Lucas (16,9) y sobre todo en Pablo: «Pues sabemos que si nuestra morada terrestre, nuestra tienda, es derruida, tenemos un edificio hecho por Dios, una casa no fabricada por mano de hombre, eterna, situada en los cielos» (2Cor 5,1). Las representaciones de la «casa» y «morada»

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responden evidentemente a una elemental necesidad humana, que se puede calificar como una necesidad de protección definitiva, de «patria» y hogar, una necesidad de seguridad y paz en un sentido supremo. Cuando se piensa en la «casa eterna» o en la «patria eterna», se concibe la vida en el mundo como una vida en tierra extraña, o como una peregrinación terrena, como resulta evidente en la palabra de Pablo que distingue entre «la morada terrestre», «nuestra tienda» y «la casa eterna en el cielo». Las imágenes han entrado en el lenguaje de la tradición cristiana, encontrando múltiples resonancias.

Juan emplea esta imagen sin matizarla con mayor detalle. El acento recae en el hecho de que en la casa de Dios, del Padre, hay «muchas moradas». O, formulado de una manera abstracta: en Dios encontrará cada uno su plena posibilidad de amor, la felicidad eterna acomodada a su propia capacidad; nadie tiene, pues, que preocuparse de que no vaya a haber para el ninguna posibilidad, ninguna consumación. Como quiera que sea, allí ya no imperará ninguna «necesidad de vivienda». El giro «si no, os lo habría dicho...» (v. 2b) se relaciona bien con otros pasajes (por ej., 12,26; 17,24). La partida de Jesús -así lo ve Juan- tiene el significado de que él es en cierto modo el aposentador celestial que prepara la vivienda a sus amigos. Con ello, sin embargo, va aneja la idea de que para los hombres no hay otra posibilidad de llegar a Dios si no es por Jesús, que nos lo revela. Su camino es el camino modélico del hombre hasta Dios. En ese contexto ideológico está ahora inserto el giro del retorno de Jesús. Jesús, en efecto, vuelve para recoger a los suyos, a fin de que puedan vivir con él en una comunión eterna. Ese giro imprime a su vez un cuño peculiar a la primitiva esperanza cristiana del retorno 35. La fe, que ya ahora comunica la salvación y asegura al hombre una participación en la vida eterna, tiene también un futuro que queda abierto con el camino de Jesús. Ese futuro es «el cielo» como lugar de Dios. Las designaciones «casa de mi Padre» y «reino de Dios», en el mensaje de Jesús, según lo presentan los sinópticos, no significan exactamente lo mismo, no se recubren sin más ni más. En Juan aparece más bien la

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primera designación en lugar de la segunda. Para él no ocupa el primer plano la venida del reino de Dios, sino el paso desde el mundo terreno a] ámbito divino del Padre. Ciertamente que el evangelista conserva el giro del retorno de Jesús, pero incorporándola a otra concepción. Es probable que Juan haya pensado la cosa así: en cada caso Jesús viene en la muerte del discípulo para acogerlo en la casa del Padre. La sentencia colectiva «de nuevo vendré para tomaros conmigo» quiere decir que esa promesa cuenta para todos los discípulos.

El objetivo de la consumación se menciona en la última frase del versículo 3: «a fin de que estéis donde yo estoy». De modo parecido se dice en 17,24: «Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado y así contemplar mi gloria, la que me has dado, desde antes de la creación del mundo.» La consumación de la salud consiste en la eterna comunión con Cristo, en estar con Jesús junto a Dios. Esa es la promesa tal como aquí está formulada. El versículo 4 sirve para introducir la palabra nexo «camino» y provocar así la pregunta siguiente. ............... 34. En el fondo late una concepción mitológica que procede de la apocalíptica judía (Hen 41,2; Henesl 61,2s), pero que también era conocido en el mundo gnóstico (cf. las referencias en BULTMANN, Johannes, p. 464, nota 5). 35. Cf. al respecto SCHLATTER: «Difícilmente seguiremos a Juan, si identificamos la casa del Padre con el cielo. La partida de Jesús, que abre el camino a los discípulos, es ciertamente la ascensión al cielo; pero la introducción de los discípulos en la casa de Dios se realiza con la parusía. No hay que separar la casa del Padre y el reino de Dios. Al nombre de Padre corresponde la fórmula casa del Padre, mientras que al de rey corresponde la fórmula reino de Dios». A. SCHLATTER, Der Evangelist Johannes, Stuttgart (1930), 1948, p. 292. Tal formulación difícilmente refleja el auténtico pensamiento de Juan, pero plantea claramente el problema en cuestión. La escatología del cuarto evangelista con un fundamento cristológico, desarrolla en este pasaje de una manera consecuente y hasta el final la idea de la salvación que ya está presente en Cristo, y ello desde su planteamiento específico. .........................

5 Dícele Tomás: «Señor, si no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?» 6 Respóndele Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre, sino por mí. 7 Si me hubierais

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conocido, habríais conocido también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo.»

J/CAMINO/VERDAD/VIDA La pregunta acerca del «camino» hacia la meta prometida da al evangelista ocasión para esclarecer ese punto mediante una afirmación personal de Jesús particularmente solemne. En su pregunta, Tomás (v. 5) incurre nuevamente en una mala interpretación de las palabras de Jesús utilizando la palabra «camino»: «... ¿cómo vamos a saber el camino?» Dicho de otro modo, la cuestión acerca del camino es el tema del que se trata. En el lenguaje del cuarto evangelista, más bien figurado y poético (metáfora y símbolo), es importante escuchar los distintos ecos que se mezclan en sus conceptos fundamentales. La metáfora del «camino» incluye la idea de que el hombre busca una orientación, con lo que la vida toda puede designarse como camino, y justamente como camino de la vida. A esto se suma la cuestión del camino recto, porque se puede ciertamente errar el camino y perderse. Para los hombres piadosos del Antiguo Testamento la instrucción de Dios, la ley, es el camino de la verdadera vida, según el beneplácito divino (cf. Sal 119). También otras religiones preguntan por el camino, por el recto sendero, que conduce a la salvación y redención. Asimismo la expresión por «el camino» probablemente el cristianismo primitivo se designaba a sí mismo en oposición a la piedad legalista 36. «Camino» no ha de entenderse, pues, en sentido traslaticio, sino como algo humanamente obvio. Cuando el hombre pregunta por el camino está preguntando por el sentido y meta de su existencia.

Exactamente así se entiende la respuesta dada por Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre, sino por mí (v. 6).

La fórmula joánica yo soy (fórmula ego eimi) nos la hemos encontrado ya en 13,19; en este pasaje es conveniente adentrarnos un poco más en el problema de la fórmula de revelación cristológica según Juan.

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Al lector del cuarto evangelio pronto le sorprende el que en ciertos conceptos, sobre todo en los grandes discursos, aparezca una fórmula con la que el Cristo joánico se expresa en un tono enfático y solemne sobre sí mismo y su importancia. La fórmula generalmente viene introducida con un «yo soy...», siguiendo luego a menudo, aunque no siempre, una afirmación particular, por ejemplo, «el buen pastor». Se distingue por ello, entre «sentencias Yo soy con metáfora» y el «yo soy absoluto». Las fórmulas con metáfora son más frecuentes: Yo soy el pan de vida (6,35.48); el pan vivo (6,51); el pan que ha bajado del cielo (6,41), la luz del mundo (8,12; cf. 9,5); la puerta (para las ovejas) (10,7.9); el buen pastor (10,11.14); la resurrección y la vida (11,25); el camino, y la verdad, y la vida (14,6); la verdadera vid (15,1.5). El empleo absoluto de la fórmula yo soy lo encontramos en 6,20; 8,24.58; 13,19; 18,5.6.8. Ante todo se reconoció que esa fórmula no sirve simplemente a la presentación personal, sino que está en conexión con un tipo de discurso difundido en el lenguaje religioso de la antigüedad, con el que una divinidad se da a conocer a su adorador y expresa su importancia salvadora para él.

En el Antiguo Testamento sobre todo nos hallamos con parecidas afirmaciones de Yahveh, como es el famoso «Yo soy el que soy» (Ex 3,14) y más especialmente en los discursos del segundo Isaías, como en /Is/43/10s: «Vosotros sois mis testigos, dice Yahveh, pues sois mi siervo a quien elegí, para que sepáis y creáis en mí y comprendáis que yo soy. Antes de mí ningún dios existió, y después de mí no lo habrá. Yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay salvador». En el Antiguo Testamento este absoluto «Yo soy...» es la forma suprema de la afirmación y del compromiso divinos, y en este sentido es la fórmula de revelación. Yahveh es el yo absoluto que habla al hombre, que jamás puede convertirse en un «ello» (M. Buber).

Si ahora Juan recoge esa fórmula y la aplica a Jesús, «no puede caber la menor duda de que el aplicársela atribuye a éste una dignidad inaudita para los oídos judíos»; pero ciertamente que no en el sentido de una mera equiparación con Dios mismo, sino más bien en el sentido de que «Jesús

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es el revelador escatológico de Dios en el que Dios se manifiesta personalmente». La fórmula sirve, pues, para expresar la exigencia suprema de la revelación de Jesús. Mas tal vez esto se concibe aún de una manera demasiado abstracta y externa. También aquí hemos de partir del hecho de que, en el evangelio de Juan, el Cristo glorificado habla como el Jesús terrenal. Y, si desde aquí seguimos preguntando por el Sitz im Leben de semejante revelación del Cristo presente, desembocaremos también aquí en la primitiva liturgia cristiana, y dentro de ese marco en la predicación profética. El profeta y heraldo dominado por el Espíritu se sabe como la voz del Cristo exaltado; por él habla Cristo como por su órgano humano terrestre, y en su estado pneumático formula tales afirmaciones. En el marco de la liturgia esas fórmulas tienen la función de hacer presente a Cristo y hay que entenderlas como la función del relato institucional en la celebración eucarística. Cuando se pronuncian se le asegura a la comunidad la presencia de Cristo en medio de ella.

Además de eso -y así lo prueba su conexión con las distintas metáforas- la fórmula «yo soy» tiene una función explicativa: con ayuda de dichas metáforas ha de articularse la transcendencia soteriológica de Jesús para el hombre.

Las palabras metafóricas tienen tanto en el judaísmo como en el mundo helenístico, un amplio trasfondo simbólico y, en parte, también mítico. Se trata de imágenes que encarnan importantes valores vitales del hombre, contenidos mítico-religiosos, que para la situación cultural de entonces designan lo que los hombres coetáneos entendían por salvación y redención. Son expresión de la salvación y esperanza humanas, lo que se echa de ver en que varios de esos símbolos como «pan de vida» o «luz» y «vida» aparecen -y desde luego, con absoluta independencia- en las más diversas tradiciones míticas; pertenecen en cierto modo al lenguaje religioso de toda la humanidad. En todas partes en que los hombres expresaban con un lenguaje religioso su idea de la

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salvación y su afán de redención, se sirvieron de tales símbolos y de otros parecidos.

Tal vez se pueda entender el universal anhelo humano de vida «eterna», «verdadera» o «auténtica», como el núcleo común de tales afirmaciones. O, formulado de otro modo, en los símbolos se expresa una última interpretación de la existencia humana, la idea fundamental que el hombre tiene de sí mismo. Ahí se manifiesta el sentido último de la religión, en cuanto que es la pregunta existencial del hombre, tal como se ha planteado en todos los tiempos; el deseo de darse razón de la vida es justamente la cuestión religiosa del hombre. Al tiempo del cuarto evangelista la cuestión se planteó en el helenismo de distintos modos y por grupos diferentes. Una corriente importante de esta índole fue también el movimiento gnóstico. Sotería, «salud», «salvación», «redención», es una de las grandes palabras clave de la época. Si Juan recoge esas imágenes, es porque evidentemente quiere decir que para él Jesucristo representa la respuesta definitiva a la cuestión planteada en los símbolos religiosos; es el cumplimiento del anhelo religioso de la humanidad, tanto por lo que respecta a la esperanza judía de salvación como al anhelo religioso de los gentiles. En Jesús se encarnan los valores e ideales supremos de la vida. En las metáforas aflora una y otra vez como concepto fundamental la idea de vida, de vida eterna. Jesús es el revelador que comunica al hombre la verdadera y eterna vida divina. De ahí deriva una doble relación. Ante todo, la de que Jesús de Nazaret, como personaje humano e histórico, es el revelador de Dios y el portador escatológico de la salvación; ése es el supuesto básico del mensaje soteriológico de Juan, como de todo el cristianismo primitivo. Eso significa, por una parte, que desde ese fundamento se contemplan críticamente todas las demás expectativas de salvación sin que puedan asegurar la salvación que prometen. Por otra parte, sin embargo, aflora una visión positiva de las religiones, que se puede formular poco más o menos así: con sus diversas formas de interpretar la existencia, las religiones son la expresión más profunda y vigorosa del deseo humano de salvación. Ese anhelo de salvación, el afán religioso no es

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una ilusión, sino una verdad humana existencial, que cada uno puede experimentar en sí mismo. En Jesucristo y en el Dios del amor universal a los hombres, al que Jesús llama Padre suyo, encuentra ese anhelo su consumación insuperable. Lo que se dice explícitamente del Antiguo Testamento, a saber, que ha de entenderse como una promesa de Cristo, cabe decirlo también analógicamente de todas las religiones. En la fe cristiana están sublimadas las religiones en el doble sentido hegeliano de la palabra: en ella se realizan y consuman.

El hombre -y así lo hemos dicho en conexión con el versículo 5- pregunta por el camino, el camino de la vida o el camino de la salvación, y consiguientemente por el sentido y finalidad de su propia existencia. Las religiones intentan, por su parte, dar una respuesta a esa pregunta acerca del camino. Aquí dice Jesús de sí mismo: Yo soy el camino. Lo cual significa de primeras, frente a todos los otros caminos, que Jesús personalmente es el camino salvífico del hombre hacia Dios, al lado del cual para la fe no cuentan para nada ni el camino soteriológico judío de la piedad nomista (la tora) ni el gnóstico de un conocimiento puramente interno de la salvación.

Pero la palabra dice aún más. Y así lo expresa R. Bultmann: «Al designarse Jesús a sí mismo como el camino, queda claro: 1.° que para los discípulos las cosas discurren de distinto modo que para él; Jesús no necesita para sí ningún camino en el sentido que lo precisan los discípulos; más bien es él el camino para ellos; 2.° que camino y meta no pueden separarse en el sentido que lo hace el pensamiento mitológico». En el encuentro con el revelador Jesús está la salvación del hombre. Respecto de Jesús el concepto «camino» abraza toda su historia, es decir, su actividad terrestre, su muerte y resurrección. Y todavía un paso más: su camino desde la preexistencia celeste hasta el mundo y de nuevo su retorno al Padre, su venida desde Dios y su ida a él. El hombre tiene ya un camino hacia Dios, porque en Jesús es Dios quien personalmente ha venido hasta el hombre, abriéndole así el camino. Con la revelación de Dios

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en Jesús queda resuelto el problema del hombre acerca del camino.

Simultáneamente late ahí también una referencia a la fe: si Jesús en persona es el camino, también la fe en cuanto respuesta humana a la revelación hay que entenderla ya como camino. La fe es asimismo algo vivo y dinámico, un movimiento que se adueña de la vida del hombre y la convierte en una «marcha» permanentemente. Ahí entra ciertamente la vinculación con Jesús, así como el buscarle de continuo. Su persona no resulta jamás superflua para la orientación de la fe, nunca queda superada.

Para nosotros no es tan fácil de comprender que Jesús se designe a sí mismo como la verdad; no, desde luego, porque nosotros hayamos ligado al concepto «verdad» unas representaciones muy distintas. Así, por ejemplo, se entiende como verdad (1) el que uno diga lo que piensa y quiere, la armonía entre pensamiento, propósito y lenguaje, en oposición al engaño o mentira. O bien (2) la concordancia de una idea o afirmación, o bien de una doctrina, con la realidad, en oposición al error. Hoy es frecuente sobre todo (3) entender la verdad como introducción a la práctica recta; y, finalmente (4), se entiende a menudo verdad en el sentido de que una afirmación o teoría responda a las reglas de la razón, de la lógica o de los métodos científicos. La verdad del presente texto no se deja encasillar en ninguna de las concepciones mentadas; buena prueba de que la idea de verdad es aquí distinta de la que emplean el lenguaje cotidiano y la ciencia. No se trata, por consiguiente, de que Jesús haya dicho la verdad, ni de que en él concuerden pensamiento y lenguaje, o incluso lenguaje y obrar, de que jamás haya mentido. Aquí se trata ciertamente de la radical búsqueda humana de la verdad como experiencia de sentido y certeza. En esa dirección fundamental podría apuntar la afirmación joánica.

A tiempo hay que pensar también especialmente en la idea veterotestamentaria de la verdad (heb. emet). El término hebreo emet en sentido teológico expresa la absoluta

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fidelidad de Dios en su obrar, en su revelación y en sus mandamientos. Verdad significa la credibilidad absoluta de Dios frente al hombre, de tal modo que éste puede confiar incondicionalmente en la palabra de Dios, en su promesa y lealtad. De esa fiabilidad, lealtad y verdad de Dios puede vivir el hombre; ahí adquiere la constancia y firmeza básica para su vida. El hombre, que se confía a la palabra y revelación de Dios y que cuenta con ella totalmente en la práctica, en cuanto que obra la verdad con fe, participará en la verdad de Dios. En esta concepción de la verdad, la visión y el obrar (teoría y práctica), conocimiento y experiencia, están en íntima relación.

Ahora bien, la afirmación central del evangelio de Juan está en que esa verdad de Dios sale al encuentro del hombre en Jesús; con él han venido la gracia y la verdad (1,17). Esa verdad que sale al encuentro, que es objeto de experiencia y que habla, es la que hace al hombre libre: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (/Jn/08/31). En contacto con Jesús y su mensaje el hombre encuentra la verdad y realidad liberadora de Dios; experimenta la verdad en Jesús como salvación y como amor; puede ser de la verdad. Cierto que esa verdad nunca se convierte en posesión disponible. Lo decisivo para la fe es que la verdad liberadora sólo se experimenta en el encuentro con Jesús y su palabra; tiene que ser otorgada al hombre. Pero en Jesús se nos da de hecho y de forma permanente. De ahí que hable al deseo humano de la suprema verdad y sentido de una manera insuperable. Finalmente, por lo que hace al concepto de vida, es difícil agotar el contenido transcendental de esa palabra en el marco de la teología joánica43. En conexión con el pensamiento veterotestamentario y judío la vida (o la vida eterna) se convierte en palabra clave para la salvación; es decir, para todo aquello que la revelación tiene que ofrecer al hombre. Si en la tradición sinóptica esa palabra clave para la salvación es el concepto «reino de Dios», en Juan lo es la palabra «vida».

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Para una comprensión adecuada de la importancia que tiene esa palabra podemos recurrir al concepto moderno «calidad de vida». Según ese concepto, lo que le interesa al hombre no es simplemente un mínimo existencial, como es el disponer de alimento, vestido y vivienda, sino que para una vida humana plena hay otras cosas, como la participación en un cierto nivel de vida o en los bienes de la cultura. La fe dice que ni siquiera eso basta, sino que la vida humana sólo alcanza su plena consumación en la comunión con Dios. Podemos calificar esa concepción como una calidad de vida escatológica. Justamente eso es lo que preocupa al cuarto evangelista: la lejanía de Dios, como ausencia de sentido, de felicidad y alegría es lo que constituye el problema más grave y la auténtica enajenación de nuestra vida; mientras que la vida verdadera, como podría ofrecerla la revelación, consiste en que por Jesús se nos brinda la comunión divina. Jesús, el Hijo del hombre, es el donador de vida escatológica. Por él ha sido dada aquella posibilidad de vida, que supera toda otra calidad.

En Juan se suma como elemento decisivo el que esa vida eterna no se entienda sólo como algo futuro que sólo se nos otorgará en el futuro lejano o después de la muerte, sino que la fe es el comienzo de esa vida eterna. Con la fe el hombre alcanza ya, aquí y ahora, una nueva calidad de vida escatológica. La fe es el paso decisivo «de la muerte a la vida», porque es la participación del hombre en la comunión divina que se le ha abierto por Jesús (cf. al respecto 1Jn 1,1-4).

Camino y verdad y vida forman una unidad íntima y designa para nosotros los distintos aspectos de la revelación presente en Jesús. Todo ello lo encuentra la fe en Jesús mismo. Juan ha expresado la trascendencia de Jesús con conceptos nuevos y un nuevo modo, en cuanto que la interpreta como la respuesta de Dios al problema fundamental del hombre. Lo que nosotros llamamos problema no es en definitiva más que la cuestión del camino recto, de la verdad con una validez permanente para nosotros, de la vida cuya calidad ya no depende

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simplemente de los bienes disponibles, sino que nosotros podemos aceptar como incuestionablemente buena y cargada de promesas, porque en toda su plenitud supera incluso la frontera de la muerte y es la vida eterna en el sentido genuino. Todo esto puede encontrarlo el hombre en su encuentro con Jesús de Nazaret, que le abre la plena comunión divina. La sentencia: «Nadie llega al Padre, sino por mí» (v. 6b), se comprende sobre ese trasfondo. Expresa que las relaciones del hombre con Dios se fundan en Jesús; no hay más camino hacia Dios que el que pasa por el hombre Jesús.

Asimismo -como lo manifiesta el versículo 7- conocimiento de Jesús y conocimiento de Dios coinciden. Eso es justamente lo que significa «conocer a Jesús»: que por él y en él se conoce a Dios, al Padre. Mientras se pregunta y juzga a Jesús según su función humana o social, todavía no se le conoce adecuadamente; pero es que, además, tampoco se ha comprendido la cuestión soteriológica ni el problema del hombre en su última trascendencia. No porque tales funciones sean accesorias o indiferentes, sino porque todavía no constituyen lo último. Los conceptos de lo humano y de lo social experimentan por el conocimiento de Dios en Jesús una última profundización, que les presta sobre todo su vasta importancia.

Esta última dimensión de sentido nos ha sido dada ya «desde ahora», es decir, desde la aparición de Jesús en el mundo y en él se puede encontrar. El giro «ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo (a Dios)», alude una vez más a la validez definitiva de la revelación de Jesús. Con la venida de Jesús tiene lugar de una vez para siempre la revelación de Dios en la historia, de tal modo que siempre se puede encontrar al Padre, preferentemente en la palabra de Jesús. Lo que Jesús ha traído es, sin duda, pasado en el puro sentido histórico; pero en el sentido auténtico es un presente siempre nuevo, en cuanto que los hombres se dejan hablar por su palabra y condicionar por ella su vida mediante la fe. De cara al problema de Dios también ahí queda abierto el futuro. Mientras la palabra de Jesús continúe viva en la historia humana, mientras toque a

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los hombres y encuentre fe, tampoco el problema de Dios, cualquiera que sea la forma en que se plantee, puede quedar sin respuesta, aunque a menudo se considera de forma tan distinta. ............... 36.Cf. Act. 9,2; 16,17; 18,25.26; 19,9.23; 22,3; 24,14.22. ...............

8 Dícele Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.» 9 Jesús le contesta: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿Y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que yo os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que mora en mí es quien realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras mismas.»

La sección precedente había explicado que por Jesús se llega al Padre y que por Jesús se conoce a Dios. Con ello enlaza la súplica de Felipe, el cual formula su pregunta movido por la necesidad de que le aclaren un equívoco típicamente joánico; articula en cierto modo el creciente deseo del verdadero y definitivo conocimiento de Dios, de la contemplación de Dios, y desde luego como un problema que se plantea sin violencia en el contexto del discurso joánico de Jesús. También aquí ambigüedad despierta una reflexión en el creyente que le conduce al núcleo central de este discurso de revelación. Felipe, ante esta ambigüedad representa en cierto modo al hombre que todavía no ha captado por completo de qué se trata, al hombre piadoso, que tal vez entiende a Jesús como maestro de un nuevo conocimiento religioso, pero que es de opinión de que podría mantener ese conocimiento como un contenido doctrinal objetivo, como una especie de dogma acerca de Dios, y, en conexión con ello, renunciar al Maestro.

Objetivamente la súplica formula el deseo de una contemplación de Dios. En ese deseo de contemplar directamente la divinidad en toda su plenitud, se condensa la quintaesencia de todo anhelo religioso, el anhelo de que

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en el encuentro con Dios se nos abra el sentido del universo. Pese a toda la diversidad de sus respuestas, las religiones son las formas expresivas de un sentido último definitivo y que ya no puede superarse. También la Biblia conoce ese deseo del hombre de contemplar a Dios, pero alude una y otra vez a sus limitaciones. A Moisés, que dirige a Yahveh la súplica «Déjame contemplar tu gloria», se le da la respuesta: «No puedes contemplar mi rostro, pues ningún hombre que me ve puede seguir viviendo.» Lo más que puede otorgársele es que pueda contemplar «las espaldas» de la gloria divina, pero nada más (cf. Ex 34,18-23). También el evangelio de Juan mantiene esta concepción de que ningún hombre ha visto a Dios ni puede verle (1,18; 6,46; d. lJn 4,12). Ese principio de la invisibilidad de Dios por el hombre constituye precisamente un supuesto básico de la teología joánica de la revelación. Ciertamente que al hablar de Dios se tiene a menudo la impresión de que ese principio básico ha quedado en el olvido, pues de otro modo nos encontraríamos hombres con mayor inteligencia que no se contentan con la fe en Dios.

Según la concepción bíblica Dios se muestra sobre todo al «oyente de la palabra». La respuesta de Jesús se mantiene exactamente en ese cuadro. El reproche «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me has conocido, Felipe?», remite al lector una vez más al trato con el Jesús histórico. Conocer a Jesús equivale justamente a reconocerle como el revelador de Dios. Sobre Jesús se pueden decir muchas cosas. Cuando no se ha encontrado ese punto decisivo, es que aún no se ha dado con el lugar justo para hablar de Jesús, por seguir moviéndose siempre en preliminares y cuestiones acusatorias. Todo trato con Jesús, el teológico y el piadoso, así como el trato mundano con él, debe siempre plantearse esta cuestión.

Ahora el lado positivo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». En el encuentro con Jesús encuentra su objetivo la búsqueda de Dios. Pues ése es el sentido de la fe en Jesús: que en él se halla el misterio de lo que llamamos Dios. Por lo demás, el «ver a Jesús», de que aquí se trata, no es una

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visión física, sino la visión creyente. La fe tiene su propia manera de ver, en que siempre debe ejercitarse de nuevo. Pero lo que en definitiva llega a ver la fe en Jesús es la presencia de Dios en este revelador. Y es evidente que, así las cosas, huelga la súplica de «¡Muéstranos al Padre!»

Se da ahora la razón de por qué la fe en Jesús puede ver al Padre: «¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?» Hallamos aquí una forma de lenguaje típica de Juan (fórmula de inmanencia recíproca), para indicar que Jesús está «en el Padre» y que el Padre está «en Jesús». En esa fórmula, que no debe interpretarse mal como una concepción espacial, se manifiesta la íntima relación y comunión entre Dios y Jesús. Que Jesús «está en el Padre» quiere decir que está condicionado en su existencia y en su obrar por Dios, a quien él entiende como su Padre; y, a la inversa, que Dios se revela a través de la obra Jesús, hasta el punto de que «en Jesús» se hace presente. Se comprende que la verdad de esta afirmación sólo se manifiesta en la fe, y no en una especulación sobre Dios que pueda separarse de la fe. Y que la fe pone al hombre en una relación viva con Jesús y, justamente por ello, en una relación viva con Dios, asegurando una participación en la comunión divina. La fórmula de inmanencia no es una afirmación teológico-especulativa sobre el ser de Jesús y la relación inmanente del Padre y del Hijo, sino descripción de un ser para el otro, de una relación de un encuentro, que como expresión de revelación descubre el «espacio abierto», al que la fe logra acceso. Se comprende mejor esa fórmula, cuando se entiende como descripción de una relación de amor. Eso es lo que vuelve a subrayarse mediante las sentencias siguientes: Jesús obra y habla única y exclusivamente desde su comunión con Dios, desde su dependencia del Padre, que en el fondo es su inaudita libertad. Más aún, en él habla y obra Dios mismo (v. 10b.11). En las obras de Jesús -y en el concepto «obras» las palabras y las señales forman una unidad- se manifiestan las obras de Dios. La fe es la experiencia vívida de todo ello.

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También aquí conviene recordar que el evangelio de Juan es una meditación teológica sobre Jesús, la explicación de la figura de Jesús para la fe, no una especulación teológica. Las distintas afirmaciones que conocemos se refieren por completo al hombre histórico Jesús de Nazaret. Sin duda que interpretan a Jesús en determinado aspecto, cuando le entienden como el revelador de Dios, como el «lugar» en que el hombre se encuentra con Dios y en el que puede encontrar gracias a la fe el sentido de su existencia. De modo distinto vienen a decir lo mismo los evangelios sinópticos, así como Pablo y todo el Nuevo Testamento. Pero es necesario que esa única y misma cosa se diga de manera diferente, en un lenguaje siempre distinto y con otros conceptos.

La pluralidad de voces de los testimonios neotestamentarios, sin duda, llama nuestra atención sobre el hecho de que al lenguaje humano, incluso al de la revelación, sólo le es posible una forma de aproximación para describir el misterio de Jesús. Todo lenguaje teológico tiene ese carácter de afirmación aproximativa, sin que nunca llegue a ser la expresión totalmente adecuada al contenido. Nos pone sobre la pista, abre caminos, muestra aspectos, sin que jamás logre captarlo todo. Además, Jesús aparece aquí como el cumplidor del anhelo religioso de la humanidad. Lo que las religiones barruntan e intentan exponer encuentra en Jesús de Nazaret su núcleo inconsciente. Pues, él es «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (1,9). El revelador escatológico de Dios es el revelador y salvador de todos.

MeditaciónJn/14/01-11 La sección que comentamos nos permite conocer, a través de sus distintas afirmaciones y temas, algo de la amplitud del pensamiento teológico del evangelio de Juan. Continuamente se expresan unos contactos fundamentales de la fe.

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Sobre el v. 1: La fe es siempre una «fe humana», y por tanto nunca es independiente de la situación histórica, personal y social en que nos hallamos cada vez, y justamente por ello es también siempre una «fe combatida». Puede constituir una ayuda para nuestra inteligencia de la fe el que sepamos por Juan que esto realmente siempre fue así; más aún, que el ataque por parte de todo el complejo del mundo -es decir por la oposición de la incredulidad y de la polifacética experiencia de absurdo, desesperanza, frustración y resignación- pertenece a la situación de la fe en el mundo y en la historia. A través de esa visión se relativiza también el lenguaje de una peculiar crisis de fe, en el que supuestamente estamos. Cabe suponer más bien que esa idea de la fe no combatida sea falsa, o al menos problemática, pues según ella no debería haber ataques ni dudas contra la fe, ni crisis de ningún tipo. La fe que se centra en Jesús nada tiene que ver con un mundo noble y sano en el que no puede haber conflictos.

Para la fe, que en medio de la crisis mantiene una actitud de confianza y una base inconmovible -eso es lo que puede y debe hacer ciertamente- no se le ofrece en definitiva otra base que la palabra, el mensaje de Jesús. Esa fe no encuentra su sentido en una tranquilidad externa, ni siquiera en la «corrección y el orden», que hoy gustosamente se imponen contra la confusión, ni tampoco en una esperanza vaga de que las cosas vuelvan a ir mejor. Su sentido lo encuentra única y exclusivamente en sí misma y en su «objeto», en Jesús y en Dios. De hecho ese sentido no se lo puede dar el mundo, ni tampoco quitárselo. A la fe le incumbe siempre un problema de sentido, no la cuestión del éxito externo o del progreso. Pero si se dejase arrastrar hasta ahí, volvería a estar en posición de poder alcanzar una nueva certeza. Ese sentido no es posible demostrárselo a nadie; lo que sí se puede es vivir del mismo y testificarlo vitalmente, y eso es lo que importa en definitiva.

Sobre los v. 2-4: Con ello quedaría también aclarado el problema del «más allá». Juan responde de forma breve y

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rotunda a esta cuestión, inquietante para muchos hombres: quien se orienta según Jesús y en él ha encontrado la salvación, no tiene ya en definitiva por qué seguir cavilando acerca del «más allá», acerca de las «moradas» del cielo. A las preguntas de ¿qué ocurre después de la muerte?, ¿concluye todo con la muerte?, Juan da la respuesta siguiente: la realidad del Dios del amor es mayor. Quien durante esta vida confía en Dios, puede y debe mantener esa confianza. No caerá en el vacío. Dios es el amor que abraza a todos los hombres, todos los tiempos y la historia toda; y, por ende, también nuestra pequeña vida que alcanza su verdadero significado sobre el trasfondo de ese amor. Todos los caminos del hombre acaban por desembocar ahí. Con esa idea se puede vivir y morir. Tal vez sea importante decir que ¡con eso solo se puede vivir! No es necesaria ninguna otra respuesta ni se necesita tampoco ninguna «geografía del más allá».

Sobre los v. 5-7: La autoafirmación personal: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos ha llevado hasta el centro de la teología joánica de la revelación. Según ella, Jesús es la respuesta al anhelo religioso de la humanidad. Con esas afirmaciones Juan nos proporciona una interpretación positiva de las religiones de la humanidad, así como del fenómeno religioso en su conjunto. Sólo una respuesta cristológica, que enlaza con éstas y otras afirmaciones similares del Nuevo Testamento, podría hacer realmente justicia al problema de las religiones. Nos enseña a tomar las religiones muy en serio y a rastrear el anhelo que en ellas se pone de manifiesto, el deseo de la vida verdadera, del sentido que todo lo llena. También ellas son auténticos caminos de salvación, sobre los que brilla la luz de la revelación, aunque a nosotros se nos oculte.

Como tales no pueden ser destruidas brutalmente, según ha ocurrido muchas veces. También podría ser equivocado pretender imponerles, de modo autoritario, un reglamento de la Iglesia latina, como sería, por ejemplo el derecho canónico romano con todas sus sanciones. El cristianismo latino, y sobre todo el latino romano, está hoy sin duda abocado por lo que se refiere a este punto a una reflexión

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crítica sobre sí mismo y a una revisión de actitudes. Esa revisión afecta muy especialmente a las propias pretensiones absolutistas. Con una comprensión de sí mismo demasiado ingenua se ha llegado a una determinada acuñación de lo cristiano que no se comprende en absoluto sin sus bases sociales e históricas, haciéndola pasar por lo simplemente cristiano, encasquetando a los «pobres paganos» no sólo formas legítimas, sino también otras que son discutibles. Mas es preciso diferenciar netamente esta falsa absolutización del cristianismo latino y el testimonio de Jesús acerca de Dios con su amor absoluto a los hombres.

Hay algo cierto en la antigua concepción a menudo condenada, de que las religiones de la humanidad son diferentes caminos hacia la misma meta. No necesitamos entrar aquí en el análisis de si han alcanzado esa meta en el único amor divino que abraza a toda la humanidad, en aquella vida divina que encarna Jesús como el revelador. De ahí se deriva al menos esta consecuencia: los métodos de conversión, que pretenden facilitar y hasta conseguir esa meta de un modo violento, desamorado y falto de comprensión, son ciertamente falsos. No se trata, sin embargo, de una tolerancia superficial, en la que no se tomase en serio el problema religioso de la verdad. Por el contrario, se trata de una tolerancia que responda al Dios del amor según el testimonio neotestamentario. Esa fe no debe confirmarse permanentemente, no debe pensar de un modo triunfalista, por ejemplo mediante grandes cifras de éxitos. Puede aguardar, esperar y colaborar a la salvación de la humanidad entera mediante un amor operativo, como el que se manifiesta también en el compromiso social a favor del tercer mundo.

Sobre los v. 8-11: El Dios de Jesús, el Dios de la salvación, no está todavía en modo alguno acabado para la fe. Todavía no se ha terminado con él. Mientras la palabra de Jesús llegue a los oyentes y encuentre reconocimiento, habrá también esperanza de que ese Dios nos salga al encuentro y de que nos llegue su voz, de modo que nuestro corazón se vuelva a él. Por lo demás, la cuestión de si en

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Jesús podemos encontrar al Padre y «verle», no se puede tratar ya con la seguridad dogmática con que se trató en épocas precedentes. El Dios viviente, del que ningún ministerio eclesiástico ni teología alguna puede apropiarse, no tiene obligación de hablar, puede también callar, puede ocultarse, como puede asimismo volver a revelarse y a proclamar su palabra.

Se trata aquí de una interpretación crítica para las iglesias, para los creyentes. Hoy la Biblia ya no es para nosotros, sobre todo en sus afirmaciones acerca de Dios un manual de soluciones y recetas infalibles, que sólo es necesario recitar, sino que es más bien una invitación a la reflexión critica. Las sentencias joánicas sobre la presencia de Dios en la figura de Jesús son justamente las que suscitan numerosísimas preguntas, y no podemos actuar en modo alguno, cual si ya hubiéramos resuelto, aunque sólo fuera de un modo aproximado, las sentencias aquí expuestas. No estamos en esa situación y debemos confesar nuestra propia insuficiencia.

Así, nuestro lugar propio en estos textos es más bien el de quienes preguntan: ¿Cómo podemos nosotros saber el camino? ¡Muéstranos al Padre y eso nos basta! También nuestras preguntas son suscitadas por numerosas ambigüedades. ¿Quién lo negaría? Si reconocemos, pues, nuestra perplejidad, es decir, que en este campo del problema de Dios a menudo no sabemos mucho más que nuestros coetáneos a los que gustamos juzgar como una «generación incrédula», tal vez los textos joánicos pueden volver a decirnos algo. Quizá nos pongan sobre las huellas del Dios oculto, por cuanto que nos señalan el camino de la fe.

PRIMER DISCURSO DE DESPEDIDA (CONCLUSIÓN)

4. PROMESA DE «OBRAS MAYORES». CERTEZA DE QUE LA ORACIÓN SERÁ ESCUCHADA (Jn/14/12-14).

12 «De verdad os aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun

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mayores las hará, porque yo voy al Padre. 13 y lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. 14 Si me pedís algo en mi nombre yo lo haré.»

La pequeña unidad textual (v. 12-14) se divide en dos puntos: v. 12 que contiene una promesa para los creyentes, Y v. 13-14 con una afirmación sobre la oración en nombre de Jesús, a la que se promete la seguridad de que será escuchada. También se puede establecer una relación interna entre ambas afirmaciones, cuando se pregunta por la conexión entre fe y plegaria.

El versículo 12 empieza con la fórmula solemne de aseveración: «De verdad...», (amen, amen), que encontramos en Juan una y otra vez, y que confiere un énfasis particular a la afirmación siguiente. Ésta tiene aquí la forma de una promesa para el futuro; se piensa en la situación de la comunidad de los discípulos después de la partida de Jesús. Recordemos una vez más la situación de actualidad en que habla el evangelista, dirigiéndose ante todo a la comunidad joánica, con lo que la promesa adquiere un doble carácter notable. Aparece así, por una parte, como una profecía formulada con posterioridad (vaticinium ex eventu), y, por otra, como una afirmación sobre la importancia de la comunidad postpascual, en cuanto que vive de la fe. En este aspecto y en conexión con la palabra inmediata sobre la oración, el texto presenta una cierta similitud con la palabra sinóptica sobre «la fe que traslada montañas» (Mc 11,23-24; Mt. 21,21-23), donde hay asimismo una afirmación sobre la eficacia de la fe vinculada con una promesa acerca de la oración. La posibilidad de que en los versículos 12-14 nos hallemos con la interpretación joánica de la sentencia de Mc no hay, pues, que excluirla.

La promesa dice que quien cree en Jesús realizará las mismas obras que Jesús hizo; más aún, llegará a realizar obras mayores que él.

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En el lenguaje joánico se sobreponen los conceptos «la obra» (en singular) y «las obras» (plural), aunque puede decirse en líneas generales que el singular carga el acento preferentemente sobre el conjunto de la obra soteriológica de Jesús, mientras que el plural puede incluir también los milagros, que según Juan tienen el carácter de señales salvíficas y de revelación; por lo cual siempre hay que verlos en su relación con la única obra soteriológica. Desde ese lado el plural puede señalar a veces toda la obra salvadora de Jesús. A esto se suma la mutua coordinación de «obras» y «palabras», de tal modo que las «obras» comprenden o conllevan muy frecuentemente las «palabras». Estas connotaciones peculiares del lenguaje hay que tenerlas en cuenta precisamente para el versículo 12. Entre las «obras de Jesús» no sólo entran sus señales, sino también, y sobre todo, sus palabras, es decir toda su obra, el conjunto de su actividad reveladora... Esas obras de Jesús las realizará, pues, también el verdadero creyente y cristiano. Con ello no puede... pensarse en una simple repetición de cada una de las obras de Jesús en palabras y hechos, sino más bien en la prolongación y consumación de la actividad reveladora de Jesús en palabras y obras dentro de la Iglesia postpascual de discípulos y por ella.

La razón «porque me voy al Padre» subraya la situación en que se encuentra la comunidad de discípulos, que debe continuar la obra de Jesús en su ausencia. Con ello se da también el motivo que sustenta la promesa: es Cristo glorificado, que está junto al Padre, quien obra a través de la comunidad. De ahí que las «obras» realizadas por los creyentes no sean en modo alguno aportaciones y proezas de señales, sino que es la acción de Jesús que se prolonga en la comunidad. Así como Jesús no realizó sobre la tierra más que la obra de Dios, su Padre, así los discípulos creyentes cumplan simplemente la obra de Jesús. Es la fe, como «fundamento de las obras» la que las hace posibles, de ta] modo que en sentido estricto se trata de una promesa sobre la operatividad de la fe. Entre los expositores se discute lo que ha de entenderse exactamente por «obras mayores» 48. No puede excluirse de las mismas la misión postpascual: mientras la actividad

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de Jesús estaba limitada por el tiempo y el espacio, la Iglesia de después de pascua se extiende y dilata tanto geográficamente como por el número de sus miembros más allá del marco originario judeo-palestino. De modo parecido se dice en 4,36-38: «Ya el segador recibe su salario y recoge el fruto para vida eterna, de suerte que lo mismo se alegren el que siembra y el que siega. Porque en esto se cumple el proverbio: uno es el que siembra y otro es el que siega. Yo os envié a cosechar lo que vosotros no habéis trabajado; otros realizaron su trabajo, y de él os habéis aprovechado vosotros.» De conformidad con ello la palabra ilumina las relaciones entre la obra del Jesús histórico y la que es propia de la comunidad postpascual, así como la maravillosa experiencia de la Iglesia primitiva de que la acción propia de Jesús sólo empezó con su partida de este mundo. Entre la obra de Jesús y la obra de la comunidad existe, según Juan, un paralelismo o correspondencia; volveremos a encontrarnos frecuentemente con esta concepción. Afirma que entre la actividad de Jesús y la comunitaria no existe ninguna diferencia esencial y de principio. La acción de la comunidad, incluida su experiencia en contacto con el mundo, no tiene una estructura distinta de la acción de Jesús. Continúa ligada al modelo de su maestro.

Y otro punto de vista más: la acción de Jesús y su determinación, tal como viene dada definitivamente con su ida al Padre, no sólo es un final, sino justamente la condición de un nuevo comienzo. La acción de Jesús fundamenta su prolongación en la comunidad y por ella fundamenta por lo mismo el futuro comunitario. En su esfuerzo por la causa de Jesús la comunidad cuenta con la promesa de un futuro mayor. También habrá que decir que en el futuro la importancia de la obra de Jesús adquirirá siempre un nuevo relieve; será necesario justamente el futuro, incluso en el sentido de la subsiguiente historia de la Iglesia, a fin de que la obra de Jesús alcance toda su trascendencia.

En los discursos de despedida se habla repetidas veces (15,7; 16,23) de la oración, y muy en especial de la

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«oración en nombre de Jesús» (v. 13-14); señal de que el cuarto evangelista ha concedido a este tema una importancia peculiar. La fórmula «en mi nombre», «en nombre de Jesús» tiene en primer término el sentido de «bajo la invocación de Jesús». Es evidente que, con ello, se piensa en la peculiar función mediadora de Jesús en el cielo; concepción que era habitual en la Iglesia primitiva (cf. Rom 8,34; lJn 2,1-2). Según ella, Jesús intercede junto a Dios en favor de los creyentes. La fórmula de plegaria litúrgica «por Cristo, Señor nuestro» (per Christum Dominum nostrum) es la consecuencia directa de la oración «en nombre de Jesús»; viene a decir, perfectamente en la línea del evangelio de Juan que con la relación divina queda también impregnada cristológicamente toda la liturgia cristiana, el culto (cf. asimismo la constitución litúrgica del Concilio Vaticano II).

Sorprende que en nuestro texto el propio Jesús aparezca como el destinatario de la oración en nombre de Jesús, en lugar de Dios. Él mismo hará aquello que se pide, es decir, cumplirá la petición. El carácter teocéntrico aparece con toda su importancia en el versículo 13b, cuando se dice que, en definitiva, lo que está en juego una vez más es la glorificación del Padre por el Hijo. No hay, pues, ninguna contradicción objetiva cuando Jesús aparece aquí como el cumplidor de la plegaria, mientras que en otros pasajes es el Padre en persona quien escucha la oración. El versículo 14 repite y generaliza la afirmación una vez más: sea cual sea la petición de los discípulos, su oración siempre hallará acogida.

La oración, como aparece en todas las relaciones, es la manifestación viva de la religiosidad. Pertenece, sin duda, a la esencia del hombre religioso el que ore, aun cuando la forma y contenido de la oración -como no podía por menos de ser así- respondan en cada caso al espíritu y grado de desarrollo de la respectiva religión. Los salmos del Antiguo Testamento despliegan en su amplitud y abundancia todo el mundo de fe del Israel antiguo, y de modo singular también la oración cristiana en su forma pura es expresión de la actitud creyente de los cristianos. «Orar es

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únicamente obra de fe... ¿Qué es la fe sino una simple plegaria? Con ella, la fe se provee sin cesar de gracias divinas. Pero si se provee de ellas, es que las desea de todo corazón. Y el deseo es en realidad la verdadera plegaria», hay que decir con Martín Lutero. Es importante lo que aquí subraya justamente Lutero: la conexión intrínseca entre fe y oración (cf. también Mc 11,23-24). Ahí podemos descubrir el punto decisivo de la interpretación neotestamentaria y cristiana de la oración. Todo lo demás o está en conexión directa con ello o pertenece más bien a las manifestaciones marginales, que también se dan naturalmente en la tradición cristiana de la Iglesia. La fe sabe de su radical vinculación con Dios, de la orientación total del hombre a Dios. No es una postura particular, como podría dar la impresión de acuerdo con una práctica religiosa, y para la cual la religión es un campo separado especial junto a otras parcelas, al que en ciertas ocasiones se rinde el tributo debido. Creer afecta siempre a todo el hombre, de conformidad con su dinamismo se trata de la totalidad de la vida humana.

En la oración auténtica se expresa la fe, en ella hablan la acción de gracias, la alegría, aunque también la tribulación, la necesidad y la pobreza de la fe. Cuando la oración está sostenida por la actitud creyente y está incorporada a ella ya no es ninguna magia ni el intento de una influencia mágica sobre Dios. No está en contradicción con ello la promesa del cumplimiento ni la invitación a pedir todas y cada una de las cosas. El que la fe ose pedir todo lo posible no es sino la expresión de que la fe se extiende e influye en los asuntos y negocios de la vida cotidiana. Con ello se afirma simultáneamente que el recto orar no se hace sin reflexión. Desde luego que no consiste sólo en pensamiento y reflexión; contiene también el deseo apremiante y asimismo la buena disposición para obrar. Pero lo decisivo sigue siendo su inserción en la fe y, por ende, también su conexión con la idea de Jesús acerca de Dios, que está marcada por el amor. ............... 48. Según BULTMANN el «mayores» se refiere a la predicación postpascual de la comunidad, que puede califi- carse así porque la acción de Jesús estaba limitada por el tiempo e incompleta, sin haber

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colmado todavía todo su sentido. Se trata, sin embargo, de la palabra revelada «en su constante novedad y en su presencialidad respectiva», no de una complementación o superación cuantitativa. ............

MeditaciónEn el versículo 12 se trata, como hemos visto, de la promesa hecha por Jesús a la fe, se trata del futuro de la fe. En ese futuro, que abraza a la vez el futuro de la comunidad de los discípulos, continúa la causa de Jesús; ello debe mostrarse en «obras mayores». La mirada retrospectiva a la historia del cristianismo primitivo -la cual nos enseña que el Jesús histórico fracasó, pero que después del viernes santo y de pascua empezó realmente y se puso en marcha su acción- nos debería hacer sin duda más reflexivos y precavidos. Los primeros cristianos vieron justamente la acción de Dios y de su Espíritu en el hecho de que se llegase a creer en Jesucristo glorificado.

También desde ahí puede proyectarse alguna luz sobre la cuestión, hoy tan candente, del futuro del cristianismo. Al lado de la difundida consideración histórica y sociológica. Habrá que poner de relieve sobre todo el lado teológico. Un sociólogo piensa a propósito de este problema: «No sabemos cuál será el futuro de la religión en nuestra sociedad. Si pretendemos, pues, fundamentar nuestra actuación sobre una supuesta ciencia acerca del mismo, estaremos edificando sobre arena... Si creemos tener en las manos un jirón al menos de verdad religiosa, pienso que deberíamos confesar esa verdad, aunque las oportunidades sociales de éxito se nos antojen desfavorables. Y si creemos saber los imperativos que se derivan de nuestro compromiso religioso tanto de cara a la actuación social como en el campo político o en cualquier otro, me atrevería a proponer que sigamos tales imperativos, aunque no veamos claramente las consecuencias resultantes para la religión o la Iglesia». Estas palabras remiten el problema -y ciertamente que con razón- a la fe y a la teología.

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La Iglesia primitiva vio en Jesús y en su mensaje el acontecimiento escatológico de salvación; justamente lo que Juan designa con el concepto «obras». Ahí entra asimismo la convicción de que ese acontecimiento contiene de una manera radical su propio futuro; va siempre muy por delante del futuro entendido en sentido mundano, de tal modo que, junto a la fórmula «la causa de Jesús continúa» -que propiamente sólo consigna un simple acontecer con resonancias casi fatalistas-, debe aparecer esta otra fórmula: «La causa de Jesús» no está lograda por completo, todavía no se ha impuesto, aún no se ha cumplido. Se habría propiamente cumplido y consumado desde el momento en que sus grandiosas promesas del reino de Dios, de la justicia auténtica y del amor, de la verdadera humanidad y de la paz definitiva entre los pueblos ya se hubieran realizado. Todas las realizaciones del cristianismo logradas a lo largo de la historia no pasan de ser fragmentarias y a menudo incluso muy problemáticas. Esto vale también para la Iglesia. La promesa de Dios está aún lejos de realizarse; no estamos más que en camino hacia ella. El retorno de Jesús está todavía por llegar en cada época. En el aspecto de promesa, la cuestión del futuro del cristianismo es una cuestión problemática, más bien una cuestión de poca fe. Se trueca sobre todo en el problema de si estamos preparados para plantearnos el gran futuro que late en el mensaje de Jesús y afrontarlo audazmente. Las «obras mayores» aparecen así en cierto modo como una promesa pedagógica, al igual que el adulto se hace pequeño y reduce frente al niño, a fin de que cobre ánimo para moverse. La «causa de Jesús» apunta a ese futuro mayor, porque el horizonte escatológico es el más vasto que pueda darse. Por lo que hace a la oración, hemos alcanzado ya un plano más alto al no preguntarnos si tiene algún sentido orar. ¿Es la oración una forma de afirmarse a sí mismo o (de un modo menos optimista) una forma piadosa de engañarse? En ella ¿habla uno a una pared vacía o a sí mismo? ¿no es el orar renunciar de antemano a la acción, un consuelo de gente débil que no sabe cómo actuar? Estas y otras objeciones parecidas pueden formularse. Por importantes que puedan ser en su lugar estas objeciones,

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en definitiva sólo podrán rebatirse, si se entiende la oración desde su raíz cristiana, y esa raíz es la fe. La fe tiene que expresarse y se expresa siempre verbalmente, y la oración es una de sus formas de expresión más importantes: «Yo creo, y por eso hablo» (Sal 116,10; cf. 2Cor 4,13). Por consiguiente, las dificultades en la oración hay que considerarlas sin duda como el indicio de una conducta desviada de la fe. Hay que considerar ciertamente que tal perturbación se da también allí donde se reza de modo habitual, pero donde la oración se ha convertido en una carrerilla ritual, donde falta una relación auténtica con lo que se dice, donde se piensa poder regular sólo con prescripciones la oración incluso en la liturgia, y de este modo se niega a la espontaneidad del lenguaje creyente cualquier posibilidad de manifestarse, donde al orar no se cambia nada. Ahora bien, orar es esencialmente una manifestación vital de la fe, por lo que no puede realizarse de espaldas a Dios, al hombre y al mundo; siempre es el comienzo de una inserción abierta y amplia de los campos de la vida.

Desde este punto de vista habría que obtener también criterios para el orar recto y el falso. Así habría que pensar hoy, cuando ya no se puede orar, porque ello equivaldría a una renuncia a Ia propia responsabilidad, a una cómoda huida de las obligaciones a las que hemos de hacer frente. Tampoco se nos permite hoy en la oración una visión simple, crítica y carente de ilustración. Cuando se trata, por ejemplo, de las crisis y catástrofes provocadas por los hombres y que los hombres han de superar, el recto orar no puede consistir más que en reconocer nuestra propia responsabilidad y culpa, y en ser capaces de cambiar de pensamiento y de conducta. Hay, pues, una práctica oracional que deberíamos calificar como menor de edad, porque ya no responde al estadio actual de nuestra conciencia del mundo. Desde ahí se entiende, en cierto modo, la idea de que la oración es algo infantil. Hay que procurar, por el contrario, una forma de oración o de meditación creyente madura, adulta y responsable, una forma de reflexión delante de Dios, que al mismo tiempo realiza la vinculación con los hombres y con el mundo. Aquí

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se trata fundamentalmente de la fe, que justo necesitamos para nuestra actuación social y política. La palabra «en nombre de Jesús» debería señalar el camino a esa oración: «Cuando yo actúo, cuando poetizo, da tú orientación a mi camino» (Goethe). En este caso designa la conformidad suprema del hombre orante con la causa de Jesús, que debe imponerse en el mundo y apunta así a las «obras mayores» que se atribuyen a la actuación creyente.

5. EL AMOR A JESÚS. PROMESA DEL «PARÁCLITO» Y DEL «RETORNO» (14, 15-24)

Se puede considerar perfectamente la sección 14,15-24 bajo el tema «el amor a Jesús»: «El amor dirigido al revelador... se convierte ahora en el tema explicito». El tema se introduce sin rodeos en el versículo 15. En los versículos 16-17 sigue la primera sentencia sobre el Paráclito, y luego una afirmación sobre el retorno de Jesús a los suyos (v. 18-20). La sección siguiente recoge el tema del amor y le da la máxima hondura teológica. En conjunto se trata de la respuesta a la pregunta de en qué relaciones está la comunidad creyente con Jesús, que también hemos calificado como el tema central de los discursos de despedida: ¿Qué significa para la comunidad su vinculación a la persona de Jesús? ¿Cómo ha de entenderse esa vinculación?

15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.

El versículo trata del amor a Jesús y en qué consiste: amar a Jesús equivale a guardar sus mandamientos o también sus palabras. Aquí se encuentra por primera vez la expresión típica de Juan, terein (griego): guardar, prestar atención, observar, mantener; giro que aparece frecuentemente en el Antiguo Testamento. Allí designa sobre todo la cuidadosa observancia de la ley mosaica, la tora. En Juan aparece en lugar de la ley la «palabra» de Jesús o su «mandamiento», que es necesario observar o guardar 53. El giro subraya el elemento de la duración de la posición observadora... Se trata de la obligatoriedad permanente de la palabra o mandamiento de Jesús y, en

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todo caso, también de la forma operativa de semejante constancia, en el sentido de un practicar la fe, especialmente en el amor. Creer y amar se entienden como una unidad, como un todo completo y vivo. De ahí que puedan intercambiarse el singular y el plural (la palabra, el mandamiento, las palabras, los mandamientos), sin que en nada cambie el sentido. Así pues, los «mandamientos de Jesús» no pueden referirse en modo alguno a los «diez mandamientos», sino en primer término al «amarse mutuamente», en que según Juan se compendia toda la práctica cristiana.

J/AMARLO/QUE-ES: La idea del amor de los discípulos, o de los creyentes, a Jesús, se encuentra en el Nuevo Testamento muy rara vez; los sinópticos y Pablo todavía no conocen semejante giro, y fuera de Juan54, sólo aparece en un lugar notable de la primera carta de Pedro, en que se dice: «Sin haberlo visto, lo amáis; y sin verlo por ahora, pero creyendo en él, os regocijáis con gozo inefable y glorioso, al lograr la finalidad de la fe: vuestra salvación» (lPe 7,8s). La formulación es valiosa porque traza exactamente el problema, que alienta también en Juan: ¿Qué significa amar a Jesús, cuando no se le ha visto, y cuando respecto de él no se pueden establecer unas relaciones de amor como las que son posibles entre personas que viven simultáneamente? En este pasaje se echa de ver una vez más cómo el carácter «ficticio» de los discursos de despedida sirve para formular un problema que preocupa a la comunidad de Juan. No se trata simplemente de «si quien ha nacido después, y no tuvo ninguna relación personal con él» puede amar a Jesús; pues esto evidentemente es posible, incluso puede uno entusiasmarse emocionadamente con todo el corazón por ese Jesús; se le puede amar. El problema es lo que de ahí se sigue. ¿Se reduce todo a un entusiasmo sentimental, o se pide algo más? El texto da a la pregunta una respuesta cara: Amar a Jesús quiere decir guardar sus mandamientos.

Ello indica ante todo que la «palabra» o la doctrina de Jesús sigue siendo obligatoria para la comunidad de los discípulos. La vinculación a Jesús, según la crea y acuña el

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amor a él, significa siempre un estar obligado a su palabra. Justamente esto es lo que certifican también los otros evangelios, y por ese motivo han transmitido las palabras de Jesús. La fe no es un reconocimiento alegre y sin compromiso de Jesús, como el que se tributa a otros personajes históricos importantes y que ellos mismos pudieran ambicionar; es más bien la aceptación obligatoria de sus «mandamientos» como norma de vida. Se trata de la aceptación de la forma de proceder de Jesús, y ahí justamente se demuestra el amor a él. La afirmación hay que entenderla, pues, en consonancia con lJn 4,20: «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.» Esa es también la idea aquí presente: quien no guarda el mandamiento de Jesús tampoco puede amarle. ............... 53. Cf. 8,51.52.55; 14,15.21.23.24; 15,10.20; 17,6; 1Jn 2,3.4.5. 54. 8,42; 14,15.21.23.24.28; 21,15.16. ...............

16 «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre: 17 el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis porque con vosotros permanece y en vosotros estará.»

Aquí se encuentra la primera sentencia sobre el Paráclito. Jesús promete a los discípulos un asistente o ayudador, un paráclito. En este pasaje no se puede pasar por alto de ningún modo la fórmula «otro Paráclito...», con la que se da a entender que el primer abogado, que debe ser sustituido o completado, es Jesús en persona. De hecho en la primera carta joánica se le aplica una vez a Jesús la designación de «Paráclito», cuando dice: «Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Y si alguno peca, abogado (o Paráclito) tenemos ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es sacrificio de purificación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (/1Jn/02/01-02). La frase alude a la función celeste de

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intercesor o mediador que Jesús ejerce junto al Padre, que él hace suya como exaltado al lado de Dios.

Pero es evidente que en el evangelio de Juan el término «abogado» no encaja para el Espíritu Paráclito, hasta el punto de crear dificultades a la exégesis. La explicación habitual la da aproximadamente Bultmann con estas palabras: «Lo que Jesús ha sido para ellos (los discípulos) va a serlo ahora el Espíritu... un auxiliador». Mas si de una manera consecuente se parte del hecho de que en el ficticio discurso de despedida no habla el Jesús terreno sino el Cristo presente, se llega a una concepción distinta. Así las cosas, Jesús es también realmente un Paráclito, pero en su función mediadora celeste junto a Dios, y el otro Paráclito es el Espíritu, que actúa sobre la tierra en la comunidad, en la Iglesia, como su asistente y auxiliador. Por consiguiente ambos Paráclitos no están en una relación mutua de sucesión temporal, sino en una relación paralela y simultánea. En todo caso el elemento temporal sería secundario. De esta forma se explicaría también perfectamente la curiosa función paralela que en Juan se le atribuye al Espíritu Paráclito. Según esto el Espíritu no es tanto el sucesor de Jesús, cuanto aquella realidad que opera la presencia actual de Jesús, y por lo mismo la manera con que el Jesús glorificado actúa en la comunidad.

Espíritu (hebreo ruah; griego pneuma) reviste en el lenguaje tradicional de la Biblia una importancia peculiar, que es necesario tener en cuenta si se quiere entender rectamente el sentido de las afirmaciones sobre el Espíritu Santo. A este respecto, el lector actual debe guardarse de malas interpretaciones: en la acepción bíblica «espíritu» no designa la capacidad mental del hombre, pero la designación de la tercera persona de la Trinidad divina, por comprensible que pueda resultar a quien conoce la doctrina teológica trinitaria, conduce hoy casi inexorablemente a una falsa interpretación. Lo más práctico sigue siendo el atenerse al significado fundamental hebreo de ruah, que designa al viento que se mueve, al aire que vivifica, apuntando así, de antemano, al dinamismo y movimiento. Mas también habría que pensar

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en lo inasible del viento, que expresa muy bien la fórmula joánica: «El viento (el pneuma) sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así le sucede a todo el que ha nacido del Espíritu (del pneuma)» (/Jn/03/08). Hay que añadir, además, los elementos de apertura, comunicación y fuerza creadora.

La Biblia habla de «espíritu», sobre todo, cuando ha de afirmar algo sobre la relación mutua entre Dios y el hombre. El concepto no sirve sólo como designación unilateral del ser divino, sino que espíritu indica también el modo y manera con que Dios se encuentra con el hombre y está a su alcance, la forma con que el hombre experimenta en sí a Dios y la acción divina, a saber como realidad inabarcable. Cabría recordar una palabra de Holderlin: «Dios está cerca, y es difícil de abrazar.» Esta experiencia religiosa fundamental la expresa el vocablo «espíritu».

La fórmula «Espíritu de la verdad» tiene modelos judíos (Qumrán): en Juan, «verdad» significa la realidad divina que sale al encuentro del hombre en Jesús. Así pues, es evidente que, si Juan habla del Espíritu de la verdad, quiere decir en qué manera Jesús y su revelación divina están ahí para el hombre, cómo se hacen presentes: están presentes en la comunidad de fieles para ayudarla. La designación «Paráclito» subraya, ante todo, esa función especial de la presencia.

En la sentencia del versículo 16 aparece Jesús como el intercesor junto al Padre, que «ruega» al Padre para que otorgue a los discípulos ese «Paráclito». La presencia de la revelación de Jesús mediante el Espíritu se entiende como un don divino, que nunca es independiente del dador y que, por lo mismo, nunca puede pasar a ser posesión humana.

El don aparece ciertamente como un don definitivo y duradero. El «estar con vosotros» indica bien que la revelación no se concibe como un sistema de verdades o afirmaciones, sino que es la permanente comunión divina. Si a la comunidad se le promete el Paráclito «para

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siempre», quiere decir que para ella perpetuamente está abierta la comunión con Dios, con Jesús y por Jesús. Gracias a la presencia del Espíritu la comunidad de Jesús jamás se verá ya privada de la comunión divina. Pero si el Espíritu es la presencia de Dios y de Jesús en la comunidad creyente, también se comprende la sentencia de que el «mundo» no puede recibir al «Espíritu de la verdad», porque «ni lo ve ni lo conoce». Con ello no se hace ninguna definición negativa sobre el ser del mundo hostil a Dios, sino únicamente sobre el hecho de estar cerrado frente a la exigencia espiritual y presente de Dios. La sentencia vale en la medida exclusiva en que el «mundo» permanece prisionero de su cerrazón. En el instante en que se abriese al Espíritu habría dejado de ser «mundo». Pues el Espíritu significa precisamente apertura, comunicaci6n, campo de encuentro para la verdad, mientras que «mundo» equivale a cerrazón y empecinamiento, que en cualquier momento puede romper el Espíritu. Ese sería el milagro de la regeneración, el paso de la incredulidad a la fe.

A la inversa, también se puede decir que, si la comunidad de los creyentes es la comunidad de Jesús, y de Dios, del Padre, lo es por la presencia del Espíritu; así es justamente, y en un profundo sentido teológico la comunidad abierta en que cada vez más puede realizarse la verdad como un encuentro con Jesús y con Dios. Allí se reconocerá al «Espíritu de la verdad» que «estará con vosotros». Quizá cabría decir mejor: porque él estará «en medio de vosotros»; no se trata sólo de la posesión personal del Espíritu por parte de cada uno, sino que el Espíritu ha de ser «acontecer», «poder« o «dinamismo», es decir, acontecimiento abierto que funda la comunión. Sólo de esa manera estará presente «el Espíritu de la verdad».

«No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. 19 Dentro de poco, el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis. 20 En aquel día, comprenderéis vosotros que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros.»

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La presencia del Espíritu afirma la presencia de Dios y de Jesús. Por el Paráclito, Jesús sigue viniendo a su comunidad. Vista así, la afirmación sobre el retorno de Jesús no es más que una nueva faceta del mismo acontecimiento, según quedó expresado en la sección precedente. En este texto se trata de un desplazamiento de interés, repetidas veces mencionado, que advertimos en la escatología joánica. La frase «No os dejaré huérfanos» reaviva la conciencia sobre la situación de despedida, o lo que es lo mismo, sobre la experiencia capital de la ausencia del Jesús histórico, que determina la existencia de la comunidad de discípulos de Jesús en el mundo. La imagen de los niños huérfanos, que al morir sus progenitores han de quedarse en el mundo sin protección ni amparo, se emplea frecuentemente en la literatura, cuando el maestro (por ejemplo, Sócrates) debe separarse definitivamente de sus discípulos por la muerte. El punto de comparación es el abandono y desamparo.

Ante vosotros se abre una promesa soberanamente esperanzada: regreso a vosotros. Así pues, el abandono sólo durará breve tiempo. El versículo 19 dice de un modo explícito que dentro de poco Jesús va a morir y desaparecerá para el mundo. Este ya no volverá a verle y se obstinará en su idea de que también la causa de Jesús ha terminado para siempre. La muerte, en efecto, constituye para el mundo y su manera de pensar un final definitivo; para él no existe nada más allá: no así para la fe. Lo que cuenta para la comunidad de discípulos es que «vosotros me veréis, porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis.» Se trata de la experiencia pascual: «Que quien ha sido entregado a la muerte viva es el mensaje pascual del cristianismo primitivo, y junto con ello que la vida de los creyentes se fundamenta en su vida de resucitado... Pero lo peculiar de esa promesa en Jn, y en este pasaje es entender la experiencia pascual como cumplimiento de la promesa de la parusía...». Si la formulación «porque yo sigo viviendo y vosotros viviréis» expresa de hecho la experiencia pascual, no sólo habrá que entender a esta luz los relatos pascuales joánicos (capítulos 20-21), sino que también llegaremos a conocer cómo entiende Juan la fe pascual. La vida es la vida escatológica, eterna y divina, en

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la que Jesús ha entrado ya. En esa vida divina participa la fe, hasta el punto de que el mismo encuentro creyente con el revelador Jesús puede entenderse como una participación en la vitalidad de Jesús. Considerándolo desde el punto de vista del mundo no habría ya que seguir hablando de la pascua, por tratarse de algo que en modo alguno se puede entender con los conceptos del mundo. Si con la pascua puede empezar algo, nos encontramos ya del lado del Jesús resucitado y viviente, quedando ya afectados por su presencia en Espíritu. Pues eso es justamente la pascua para la fe: no que Jesús viva en algún sitio, sino que él se muestra entre los hombres de un modo siempre renovado, mediante la palabra y el Espíritu, como el poder vivificador. La comunidad de los creyentes es el testimonio duradero de la presencia del resucitado. Desde esa interpretación de la pascua puede también Juan enlazar la primitiva espera cristiana del retorno (=parusía) con la experiencia pascual. Ahí radica asimismo su peculiar logro teológico con el que ciertamente responde a una pregunta apremiante de su comunidad. La pregunta venía planteada con el «retraso de la parusía». La comunidad primitiva, y el propio Pablo, vivían en la espera anhelante del pronto retorno de Cristo. Sabemos por el Nuevo Testamento (2Tes, 2Pe) que su retraso provocó crisis profundas en algunas comunidades. El autor de la carta segunda de Pedro responde así al problema: «Una cosa no debe quedaros oculta, queridos hermanos: Que un día es ante el Señor como mil años y mil años como un día. No demora el Señor la promesa, como algunos piensan; sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (/2P/03/08-09). La eternidad y la paciencia de Dios frente al hombre constituyen aquí los argumentos pastorales. En su comparación la respuesta joánica al problema es radical. Brota del núcleo mismo de la fe joánica en Cristo: la pascua representa ya el comienzo de la parusía; el resucitado en persona está ya, por medio de su Espíritu, con los suyos, a los que no abandonará nunca más. Para la fe el futuro ha empezado ya en Jesús, de tal modo que las dificultades escatológicas «sobre el término» no plantean en adelante ningún problema serio. El Espíritu es ya la presente llegada y el futuro que no

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conoce fin. La fe vive simplemente en ese futuro abierto. Simultáneamente es el alumbramiento del escatológico «día del Señor», como lo evidencia el giro «en aquel día», en que irrumpen sobre el mundo la apertura y la claridad de Dios y en que comienza la plena comunión divina. Si los discípulos reconocen que «yo estoy en el Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros», el empleo de la fórmula de inmanencia mostrará que con la presencia de Jesús en Espíritu ha empezado ya de hecho la comunión de Dios con los hombres. Que la comunidad en la fe esté al tanto de ello es el gran don que se le ha confiado y en favor del cual debe ella dar testimonio.

21 «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y también yo lo amaré y me manifestaré a él.» 22 Judas, no el Iscariote, le pregunta: «Señor, ¿y cómo es eso de que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?» 23 Jesús le contestó: «Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él para fijar morada en él. 24 El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.»

Esta sección recoge la palabra nexo del versículo 15, para desarrollarla ahora de un modo más profundo. El versículo 21a reafirma ante todo: sólo quien observa los mandamientos de Jesús, quien se sabe ligado al modelo del proceder de Jesús -y cómo se presenta ese modelo lo sabemos por el lavatorio de los pies-, ése es quien ama a Jesús no sólo de un modo verbal, sino «en obra y verdad». Quien se conduce así entrará también en las relaciones divinas de Jesús, hasta el punto de que el amor del Padre cuenta para él como para el Hijo Jesús. También Jesús le amará «y me manifestaré a él». La fórmula resulta comprensible a la luz de la idea defendida por Juan sobre la unidad entre el Padre y el Hijo; más aún, a la fe se le abre ahora por Jesús la plena comunión por Dios; quien entra en ese «circuito» divino del amor, queda incorporado a él de manera total y absoluta; con lo que vuelve a quedar claro

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que en la revelación de Jesús, tal como Juan la presenta, en definitiva se trata de la plena comunión con Dios, de la comunicación, y desde luego de una comunicación en el amor inmenso por él y con él en que se da a conocer el auténtico ser de Dios. La palabra del mensaje está de lleno en conexión con la revelación como hecho comunicativo; por tanto no tiene primordialmente el sentido de una doctrina, sino de participación, y no por supuesto de la simple participación de una información nueva, sino de la abierta comunicación personal de Jesús y, a través de su palabra, de la comunicación personal de Dios. Que el hombre Jesús es mediador de la revelación divina constituye el contenido de la sentencia «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). De ahí que también sea iluminador que al obrar de Jesús siga la revelación de Jesús. «El que quiera cumplir la voluntad de él (de Dios), conocerá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta» (7,17). No se trata aquí sólo de la adecuada postura moral, como condición para el conocimiento o comprensión de la doctrina de Jesús, la revelación. Lo que aquí se dice más bien en general, es que fe y amor, en su inquebrantable unidad, representan el primer paso, el comienzo, por el que se alcanza el «conocimiento de la revelación».

De este modo explica Juan el dato notable con que se tropieza una y otra vez en las cuestiones de fe y revelación: el solo conocimiento lógico teórico nunca basta para llegar a la fe y comprensión de Jesús. Ciertamente que en la Biblia se entienden muchísimas cosas, aun sin la fe. Frente a una conclusión demasiado precipitada, hay que decir que la Biblia es un libro, cuyos textos son accesibles a un análisis crítico racional en toda su amplitud, que no es una colección de doctrinas secretas y esotéricas. Hay, no obstante, una comprensión más profunda que sólo se abre a la fe; esa fe descansa en una apertura existencial del hombre, en un compromiso que osa adentrarse en un personal experimento con la palabra, en un experimento práctico. Mas esta decisión al ejercicio en el cristianismo ya no es teorizable, sino más bien la condición ineludible para entender la revelación de Jesús. Da amantem et scit quod

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dico, «dame un amador y entenderá lo que digo» (·Agustín-san).

La mala inteligencia del v. 22 subraya una vez más, con su referencia negativa, la peculiar naturaleza de la revelación de Jesús, que en definitiva continúa inaccesible para el mundo. La circunstancia de que la pregunta como tal no es escuchada ni respondida confirma que no se trata de una verdadera pregunta, sino de un recurso literario para llamar la atención sobre la diferencia entre el mundo, que permanece sin la revelación de Jesús, y el ámbito de los creyentes. De hecho vista desde la fe, la incredulidad del mundo es el problema difícil y sin solución en que la misma fe tropieza de continuo. Quizás late en la pregunta la reflexión familiar: ¡En realidad Dios debería darse a conocer de tal modo que hasta los «incrédulos» comprendieran! Se expresa en esa pregunta la angustia y tribulación del pequeño rebaño, que ciertamente no deja de ser peligrosa. Pues, desde esa reflexión hasta la idea de que es preciso forzar y meter la verdad en el mundo incrédulo sólo hay un paso pequeño. Si se busca una respuesta por ese camino, en la práctica no se andará muy lejos del resentimiento y de la voluntad de poder. Vistas así las cosas, resulta perfectamente lógico que Jesús haya pasado por alto la pregunta; hay que guardarse seriamente de entrar por ese sendero tortuoso.

En lugar de eso se recoge y vuelve a enlazarse el hilo: la fe, el amor y la revelación tienen en definitiva su certeza en sí mismos; no dependen de confirmaciones exteriores por parte del mundo, y no podrían inquietar ni poner en tela de juicio ni a éste ni a la sociedad. Y en tal caso tampoco serían la victoria de Dios lograda sobre el mundo, victoria que debe testimoniarse renovadamente. Lo cierto es que la fe se mantiene referida a la palabra de Jesús. Ahí descansa el fundamento de su obligatoriedad, así como de su esperanza y seguridad soberanas. Esa palabra introduce al creyente, como ya hemos dicho, en el «circuito» del amor divino. Justamente en este sentido la vinculación con la persona y la palabra de Jesús es de importancia capital para la fe cristiana.

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El acoplamiento, pues, no tiene sólo un sentido «histórico», de tal modo que la fe mediante la vinculación con su origen insoslayable mantiene siempre su identidad. Conviene repetir una y otra vez que lo cristiano específico e inamovible no se deja definir por un criterio «objetivo» y funcional, sino en exclusiva por el criterio del propio Jesús. Justamente la pregunta acerca de Jesús, como fundamento permanente y condición normativa y siempre válida de toda identidad cristiana, figura misma de Jesús, se amplía curiosamente hasta transformarse en la pregunta acerca de Dios, del amor divino como el sentido y trasfondo inamovible de la persona de Jesús. Ahí precisamente radica lo singular e insustituible de Jesús para la fe. A la pregunta que hoy se formula a menudo: ¿por qué realmente ese Jesús?, ¿no se pueden mantener todas las afirmaciones cristianas, o al menos aquellas que son importantes y esenciales al cristianismo sin necesidad de Jesús? ¿por qué en definitiva hay que creer en Jesús?, de hecho sólo cabe dar una respuesta: porque Jesús es el revelador de Dios. Esta respuesta tiene siempre el carácter de un testimonio creyente, la fe confiesa así a Jesús e invita a entrar en la experiencia creyente de la que parte. Y, por consiguiente, habrá que decir que en tanto no se haya entendido la significación de Jesús como el único y exclusivo centro de interpretación para la fe cristiana, no se puede comprender el cristianismo, sino que uno se mueve en el «atrio de los gentiles». Juan lo subraya a su modo cuando hace ahora a la fe esta promesa: «Vendremos a él para fijar morada en él.» Se recoge aquí una vez más la cuestión de las moradas celestiales y podríamos decir que se le da una respuesta en sentido inverso: la venida de Jesús a los suyos comporta simultáneamente la llegada de Dios. Con el giro «hacer morada» se llama la atención sobre lo permanente y definitivo de la presencia y revelación divinas.

Así pues, según esta palabra, la comunidad de los creyentes es la nueva mansión divina escatológica, es el templo de Dios en el mundo. Pero lo es justo en cuanto la comunión de los creyentes ha encontrado en Jesús el centro de su fe. Se responde simultáneamente en este pasaje a una cuestión que se arrastra a lo largo del

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evangelio de Juan, a saber: la cuestión sobre el lugar de la presencia de Dios, del nuevo centro de culto. Ese culto ya no está ligado a ningún espacio físico. A la luz de la revelación cristiana queda superada la idea de un particular «lugar santo» (cf. cap. 4). Ahora es la comunidad creyente el único lugar de culto legítimo. Más aún, por la fe el mismo individuo se convierte en morada de Dios en Espíritu. Hablando metafóricamente, por Jesús el cielo ha bajado a la tierra; y la comunión divina, que se inicia con la fe, juzgada según su dinámica interna, es una comunión sin fin. Lo que Juan ha experimentado en su trato con Jesús y lo que ha testificado en su Evangelio es la maravilla sorprendente de la venida de Dios al hombre. Esto es para él el núcleo del cristianismo: que el misterio divino se ha desvelado hasta ese punto en Jesús, que Dios ha entrado en el hombre y por él en la humanidad, de modo que se ha hecho aquí presente y lo estará por siempre en el futuro.

Pero una parte ineludible de esa presencia es la acción de Jesús. Si sólo se habla de esa verdad en afirmaciones dogmáticas, sin vincularlas con la acción de Jesús, tales afirmaciones resultan increíbles. La misma comunidad de Jesús corre el peligro constante de contentarse con la «gracia barata» (D. Bonhoeffer) para propagar con celo y fanatismo una fe dogmática o abstracta y sin amor. En tal caso también para ella resulta problemática la promesa. Acerca de ello podría advertir el versículo 24: «El que no me ama, no guarda mis palabras.» Esto es una advertencia contra la falsa seguridad. Cierto que detrás de la palabra de Jesús está toda la autoridad divina, pues la palabra de Jesús es a la vez la palabra de Dios, del Padre. Esa autoridad fundamenta la obligatoriedad de la palabra de Jesús. Mas como esa autoridad está ligada a la práctica del amor, tampoco es manipulable. Pues, dígase lo que se quiera de la manipulación, una cosa habría que mantener: cualquier manipulación contiene una renuncia a la libertad y al amor. De ahí que en el comportamiento frente a los demás se excluyan la libertad y el amor, siendo objeto de burla consciente o inconsciente. Por el contrario, la palabra de Jesús presenta sus exigencias a todos cuantos se reclaman a ella, y crea a la vez de este modo el espacio de

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libertad y amor sólo en el cual puede alcanzar su plena vigencia.

MeditaciónCon el tema del amor a Jesús, el texto plantea la cuestión de las relaciones de la fe con Jesús, e intenta responder a la misma desde distintos planteamientos. La fe cristiana está apremiantemente interesada en esta cuestión porque para ella está conectada con el problema de «la identidad de lo cristiano». Ello equivale a preguntar: ¿en qué forma conserva la fe cristiana su identidad y autenticidad con el cambio de los tiempos y de la historia? La historia del cristianismo nos muestra que cristianismo y fe cristiana han podido entenderse de modo muy diferente en el curso de la historia.

Hoy la cuestión es singularmente apremiante. De conformidad con su origen y naturaleza, en conexión además con la experiencia creyente veterotestamentaria y judía, el cristianismo es una religión histórica, a diferencia de otras religiones de la naturaleza o del pueblo. Lo que equivale a decir, ante todo, que el cristianismo sabe muy bien de su fundación histórica. La fórmula de los Hechos de los apóstoles: «Ya que todo esto no ha sucedido en ningún rincón» (Act 26,26), se justifica en su amplio y profundo sentido. De hecho no hay ninguna religión comparable, si exceptuamos tal vez el islam, acerca de cuyos condicionamientos históricos, orígenes y fuerzas, pese a todas las limitaciones, estamos casi tan exacta y ampliamente informados como sobre el cristianismo. También considerado desde la historia de la cultura, el cristianismo aparece en un estadio evolucionado; llegó «en la plenitud de los tiempos». Pero también son históricos los medios peculiares con que el cristianismo da expresión a su manera peculiar de ser y que debió establecer para su propia permanencia. Los miembros de las primeras comunidades cristianas no se reclutaban ciertamente del elemento rural de la sociedad existente; todavía no existía una Iglesia popular con el regular bautismo de niños. Había

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que ganar miembros libres mediante el proselitismo misionero. Hubo que formar poco a poco una tradición de fe; era necesario encontrar una continuidad, que descansase sobre todo en la doctrina común y en la vinculación externa de las comunidades. De esta forma existió desde el principio el problema de encontrar una identidad histórica.

Ese dato lo reflejan también los escritos neotestamentarios, sobre todo los cuatro evangelios canónicos. Aquí resulta claro que la fe cristiana se halló desde el comienzo ante el problema de que la identidad cristiana no era sólo el elemento resultante de unos principios dogmáticos formulados, de que en consecuencia lo cristiano no era un fenómeno establecido y claramente delimitado, sino que a la vez era una tarea que cada generación debía emprender de nuevo. Jesús no ha presentado una base de nuevas doctrinas con una formulación sistemática. No ha fundado una Iglesia como una institución acabada, que estuviera dotada de todas las funciones, misterios y asignaciones, capaz de funcionar a la perfección en todos los aspectos en su avance por el tiempo. Lo que Jesús ha hecho ha sido más bien proclamar el mensaje de la proximidad del reino de Dios. Él ha esperado su llegada en el más breve tiempo, aunque no señaló para ello ningún plazo fijo y tal vez contó incluso con un cierto intervalo. Toda su actividad y enseñanza se sustenta sobre la certeza del final inmediato; no estaba planeada para un plazo largo. Tras su muerte violenta en cruz la comunidad de discípulos de Jesús se vio de nuevo remitida al comienzo. La fe pascual contiene el giro sorprendente de que ese nuevo comienzo después de la muerte de Jesús ha de entenderse como un nuevo principio creador. Para los discípulos la pascua fue el encargo divino de proclamar ante el mundo a Jesús de Nazaret, crucificado, como «Señor y Mesías» (cf. Act 2,29-36). Mas tampoco aquí se pensaba en una historia que se prolongaría largo tiempo. Por el contrario, se aguardaba la parusía de inmediato, el retorno de Cristo y el alumbramiento del nuevo mundo divino.

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Así pues, sólo después de pascua debió resultar familiar el problema de una larga duración histórica. Es probable que este problema se afrontase con toda su acritud sobre todo a través de la muerte de la primera generación de los discípulos de Jesús y de los apóstoles. A la Iglesia primitiva el futuro no le caía sin más ni más en el regazo, sino que debía conquistarlo. De ahí que en la perspectiva de la Iglesia primera entrase de un modo completamente nuevo la importancia eminente de la figura de Jesús, del «Jesús histórico» en conexión con la tradición sobre el mismo en la(s) primera(s) comunidad(es); ciertamente que de un modo más notable hacia el año 70 d.C. (destrucción de Jerusalén por Tito) y en los años inmediatos, cuando empezaron a debilitarse cada vez más los lazos con la antigua tradición judeocristiana. Se advirtió con toda claridad que el problema de una historia prolongada no se podía resolver simplemente con la espera inmediata ni con el entusiasmo pneumático. Era necesario volver al origen histórico, y ese origen era justamente la persona de Jesús.

Los documentos más importantes de esta conexión con la persona de Jesús son nuestros cuatro evangelios canónicos. En el marco de la historia fundacional esos libros desempeñan la función de pilares de soporte sobre los que descansa la obra principal del cristianismo. Son los que aseguran en primera línea el acoplamiento del cristianismo con su origen histórico. Pero al propio tiempo lanzan el puente hacia el futuro, y eso justamente porque presentan a Jesús y su tradición en el marco de la predicación de Cristo. Es el Cristo glorioso que se anuncia en los evangelios y, por tanto, se proclama la identidad del Jesús terreno con el celeste Hijo de Dios y del hombre, la identidad del crucificado y del resucitado, del «Cristo ayer, hoy y siempre». Los evangelistas no persiguen un interés histórico en el sentido de que quieran saber o exponer lo que realmente ocurrió una vez. El epicentro de su interés estuvo más bien en la proclamación del Cristo presente. Mas para lograr ese objetivo se remiten a la tradición existente de Jesús. Para ellos la verdad y obligatoriedad de su propia predicación enlaza con la obligatoriedad de la predicación de Jesús. Para ello los evangelistas han

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establecido conscientemente los dos polos de ese «arco voltaico»: el polo de la tradición histórica de Jesús y el polo de la predicación presente de esa tradición para la comunidad.

Con esta doble orientación -la búsqueda retrospectiva del Jesús histórico, por una parte, y la actualización de la predicación, por otra-, los evangelistas han expuesto probablemente la estructura fundamental de la predicación cristiana, proporcionándonos una importante indicación de cómo habría que responder a la cuestión de la identidad cristiana. Y es que jamás se puede dar una respuesta al problema de la identidad de lo cristiano sin volver a los comienzos, y en concreto a la persona y causa de Jesús. Esto se expresa en la canonización de Jesús y de los escritos neotestamentarios. Tanto la teología como la predicación permanecen ligadas a la primitiva norma (canon) cristiana. No hay posibilidad alguna, cristiana o histórico-eclesiástica, de volver a empezar en el punto cero. Justamente los propios textos neotestamentarios orientan la mirada de una pura consideración histórica, vuelta hacia atrás, en la otra dirección que apunta hacia adelante. Aquí se deja sentir el otro polo, el de la exposición de presente y actualizada. En definitiva se trata de la cuestión de qué sentido tiene hoy y podría tener el hablar de la revelación de Dios en Jesús. Dado que la argumentación de la fe y de la teología cristianas se realiza en el ritmo de esa doble estructura fundamental con sus dos polos queda indiscutiblemente marcada de un carácter histórico. Vista así la identidad cristiana no es un concepto firme, cerrado en sí y estático, sino que se trata siempre de una identidad en movimiento, en trance de realizarse renovadamente, una identidad en proceso. La pieza ejemplar en este sentido es el evangelio de Juan.

Para la realización de la identidad cristiana entra en primera línea obrar como obraba Jesús, es decir, observar sus mandamientos. Esto se había ya señalado en 13,35 como característica de los discípulos de Jesús. No basta con llevar el amor de Jesús en el corazón o confesarlo con la boca. En el lenguaje actual de las obras, que se pueden

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encontrar por todas partes, no se deberá olvidar que el modo de actuar de Jesús es mucho menos espectacular y sensacionalista que muchas otras formas de actuar. Pues se interesa ampliamente por lo humano y comprensible, para potenciarlo donde deba ser potenciado. La motivación fundamentadora de dicho proceder será en todo caso un amor, que es concreto, referido y regulado por la realidad.

En la determinación de la identidad cristiana desempeña un papel destacado la cuestión del Espíritu Santo. Por consiguiente se trata ante todo de entender la naturaleza y acción del Espíritu de acuerdo con los textos joánicos. El «Paráclito, el Espíritu de la verdad» aparece según 14,16s como el sucesor y representante de Jesús de cara a la comunidad. No es un elemento difuso, sino que debe entenderse en su significado y función a partir del propio Jesús. La persona y el mensaje de éste determinan, pues, por lo que respecta al contenido, de qué Espíritu se trata.

A ello se suma la otra afirmación de que el Espíritu Paráclito permanecerá para siempre en la comunidad. Se ha prometido a ésta para siempre; existe una continuidad de la fe y de la comunidad cristianas operada en definitiva por el Espíritu. Además es importante que aquí no se designan como portadoras del Espíritu determinadas instancias singularmente destacadas, sino la comunidad entera: el Espíritu ha sido dado a toda la Iglesia de modo que todos participan de él. Los distintos ministros y carismas hay que entenderlos además en un sentido similar a 1Cor 12, como distintos dones y servicios de ese único Espíritu. La presencia del Espíritu es también lo que distingue entre la comunidad y el mundo. Así, visto desde dentro es el propio Espíritu quien garantiza la identidad cristiana de la comunidad. Y es también el Espíritu la fuerza que opera en la palabra de Jesús y, por ende, en la predicación de la comunidad, la que produce en los hombres la fe, la esperanza y el amor.

6. SEGUNDA SENTENCIA ACERCA DEL «PARÁCLITO» (Jn/14/25-26)

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25 «Os he dicho esto mientras permanezco con vosotros. 26 Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo, y os recordará cuanto os he dicho.»

La sentencia primera sobre el Paráclito (14,16s) había afirmado que el Padre, a petición de Jesús, daría el Espíritu Paráclito. Mediante su presencia en la comunidad «el Espíritu de la verdad» fundamenta el ser de esa comunidad en oposición al mundo incrédulo. Crea en cierto modo la comunidad como el espacio de la presencia permanente de la revelación de Jesús en el mundo.

La sentencia sobre el Paráclito desarrolla esa idea. Contrapone las dos épocas de la historia de la salvación: el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia, que es el post-pascual. Asimismo las dos épocas se enlazan y relacionan entre sí mediante la acción del Espíritu. La frase «Os he dicho esto mientras permanezco con vosotros...» (v. 25), se refiere a la actividad del Jesús terrenal, que Juan entiende como un destacado tiempo de la revelación, de la presencia de la luz en medio de las tinieblas (cf. 12,35s; 12,44-50), y al que el texto se refiere como un todo concluso. Ahí se echa de ver una vez más hasta qué punto piensa Juan desde su perspectiva eclesial y teológica. El tiempo de Jesús ha llegado, pues, a su fin, lo cual introduce en una nueva época de la historia de la salvación. Esa nueva época se caracteriza por la presencia del Espíritu Paráclito, mencionado aquí explícitamente como el «Espíritu Santo». Ese Espíritu será enviado por Dios Padre y, desde luego, «en mi nombre», dice Jesús.

El concepto «enviar» tiene en Juan importancia suma. Expresa, ante todo, el encargo y misión divinos, la acreditación de Jesús como Hijo revelador de Dios. Si el Paráclito es «enviado», del mismo modo que Jesús, por el Padre, también aquí se advierte un paralelismo: el Espíritu ocupa el lugar de Jesús. Así como Jesús como revelador era el representante de Dios Padre, así también el Espíritu es el representante de Jesús. Como el envío se realiza «en nombre de Jesús», quiere decir que Jesús participa

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activamente en el mismo por su función de intercesor celeste ante Dios. Más aún, el Padre y el Hijo cooperan cada uno a su modo en el envío del Espíritu. En conexión con esto se destacan, de manera singular, dos funciones del Espíritu: la de «enseñar» y la de «recordar», referidas ambas especialmente a la palabra de Jesús, «... todo cuanto yo os he dicho». El Espíritu Paráclito no aportará revelaciones nuevas en su contenido sobre la revelación de Jesús, sino que hará presente y patente esa revelación.

En la comunidad el Espíritu actúa como maestro (cf. también 6,45), afirmación que frecuentemente se ha entendido cual si en la comunidad el propio Espíritu Santo instruyese interiormente, en sus corazones, a los creyentes. La idea se remite desde luego al famoso pasaje de /Jr/31/31-34, que habla de la nueva alianza y continúa después: «Pongo mi ley en su interior y la escribo en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrá que enseñarse uno a otro, ni una persona a otra, diciendo: Conoced a Yahveh, porque todos ellos me conocerán desde el más pequeño al más grande -oráculo de Yahveh-, cuando perdone su culpa y no recuerde más su pecado» (Jer 31, 33s). Si se invoca el Espíritu como maestro de la comunidad, entonces queda destacada la autoridad de Jesús como el maestro permanente de esa misma comunidad (cf. también Mt 23,2-12). La autoridad docente del Espíritu no es otra que la permanente autoridad magistral de Jesús. A la pregunta de en qué manera se desarrolla la enseñanza por parte del Espíritu, hay que pensar ciertamente no sólo en una iluminación interior, sino que habrá también que contemplar aquellos procesos de enseñanza y aprendizaje que fueron habituales desde el comienzo dentro de las comunidades cristianas. La enseñanza ha desempeñado desde el principio un papel decisivo en las comunidades y también fue importantísimo el modelo de la actividad docente en las sinagogas judías, frente a la enseñanza antigua y, muy en especial, la filosófica. Las primeras comunidades cristianas tuvieron un sello bien marcado de comunidades de maestros y discípulos, en las que ocupaba el primer lugar la enseñanza de los adultos. Es probable que el autor del evangelio de

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Juan fuera uno de esos maestros, dotados a menudo del espíritu profético. Como característica específica se añade el que para las comunidades la norma determinante era la doctrina de Jesús o simplemente el evangelio (Pablo). En las comunidades el centro lo ocupa Cristo como maestro, cuya autoridad supera la de todos los otros maestros. Frente a ese Cristo todos los cristianos son discípulos y, desde luego, en aquellos primeros tiempos, con una equiparación perfecta. En Juan esa situación es completamente clara: la referencia al Paráclito como maestro es para él idéntica a la vinculación de la comunidad a la exclusiva autoridad docente de Jesús. Todavía no cabe referirse al Espíritu como igual o complementario de Jesús64.

La segunda función que se atribuye al Espíritu Paráclito es la de «recordar». El concepto se entiende de una manera activa: traer algo al recuerdo, hacer algo presente recordándolo. El objeto de esa recordación se describe exactamente: «todo lo que yo os he dicho». La comunidad debe recordar las palabras de Jesús. El concepto «recuerdo» desempeña en el cuarto evangelio un papel importante65. El recuerdo, tal como lo fomenta el Espíritu, no es un simple memorizar el pasado, sino un hacerlo presente junto con una determinada explicación. Así pues, «recuerdo» no equivale sin más a una repetición literal de lo que Jesús ha dicho, sino que significa el proceso vivo de aplicación actual y de nueva apertura de la historia de Jesús. La teología pneumática en el sentido del evangelio de Juan está, pues, radicalmente al servicio de la memoria de Jesús, como aplicación productiva y continuada de la revelación de Jesús. Se trata de un recuerdo creativo. El mejor ejemplo de ello es el propio evangelio de Juan que compendia en conceptos nuevos el contenido del mensaje de Jesús para el círculo de sus oyentes y lectores, y presenta una exposición autónoma de Jesús. Está enlazado con la tradición de la Iglesia primitiva sobre Jesús; pero va más allá, configurando una imagen peculiar de Jesús. ............... 64. En este punto resulta interesante que, a mediados del siglo II, el fundador de la herejía montanista, Montano (Frigia), se presentase con la pretensión de ser él personalmente el Paráclito prometido,

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atribuyendo a la profecía pneumática una función reveladora independiente, que iba más allá de la revelación de Jesús, al igual que haría después en la edad media el abad Joaquín de Fiore. Por el contrario, Juan representa claramente la tendencia de enlazar la enseñanza cristiana con la palabra de Jesús. 65. Cf. 2,l7,22; 12,16; 15,20; 16,4. ...............................

MeditaciónNo es fácil en modo alguno establecer la relación auténtica entre vinculación, y la libertad en que se encuentra la Iglesia postapostólica con respecto a su origen, Jesús de Nazaret. Si volvemos a plantearnos la pregunta acerca de la identidad cristiana, cabe decir en este pasaje que esa identidad ha de buscarse en el equilibrio recto y armónico de ambos factores, aun cuando en el curso de la historia ese equilibrio parece haberse visto amenazado con frecuencia por la preponderancia de uno de ellos. Cabe decir asimismo que, en consecuencia, hay que buscar y hallar siempre de nuevo este equilibrio. Cuando la conexión se acentúa de forma unilateral y en la exposición de lo cristiano se posterga el elemento de la libertad creativa, o incluso se llega a calificarlo de herético, se desemboca en un tradicionalismo estéril y hasta reaccionario, que no sólo pierde el contacto con la propia época sino que aplasta la misma vitalidad de la fe. Sin la libertad para reflexionar sobre la tradición de Jesús y sobre toda la tradición cristiana la fe no llega a su vida plena, y no puede convertirse en una convicción responsable, personal y propia. Si, por el contrario, se acentúa la libertad de un modo unilateral, surge el gran peligro de perder el contacto con la tradición y, por ende, con la historia, el peligro de que con ello también resulten demasiado cortos los contenidos de la fe cristiana y de que la libertad entusiástica se convierta en una acomodación irreflexiva a las novedades del momento o de que se hunda en el vacío de sus propias concepciones. Es evidente que en el curso de la historia el peligro del tradicionalismo reaccionario ha sido a todas luces mayor de tal modo que es más necesario el estímulo a la libertad del propio pensamiento cristiano.

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Pero es probable que sea necesaria una consideración radical y simultánea de ambos conceptos: vinculación y libertad. En una visión más profunda constituyen una unidad, como dos aspectos de la misma cosa. Pues la vinculación a Jesús no es sólo la aceptación de una doctrina ya dada; es también y siempre la acogida prestada a la actuación del mismo Jesús, que a cuantos se comprometen con ella los invita a una mayor libertad e independencia. En la doctrina de Jesús hay una fuerza liberadora, desconocida para cualquier fórmula de catecismo. Si hoy el «aprender» se entiende como un «cambio de las disposiciones de conducta (facultades, actitudes) motivado por unas influencias externas», el mensaje de Jesús llega a una meta similar. Es la libertad adecuada la que puede y debe aprenderse en Jesús.

Mas, como se trata de un proceso discente de vasto alcance, difícilmente se le puede dirigir mediante unas reglas particulares. Hay ahí muchos elementos imponderables, inefables y abiertos que cabe atribuir al Espíritu y a su acción. Importa mucho poner en marcha ese proceso. De este modo la doctrina cristiana recupera su función mayéutica (mayéutica, literalmente significa «el arte de la comadrona», que según Sócrates era el arte decisivo de la enseñanza). Por consiguiente, en ese proceso se trata de poner al alumno en una relación personal con la causa de Jesús. Para Juan, como ya hemos consignado, la autoridad docente de Jesús sigue siendo determinante y categórica dentro de la comunidad, pues no hay maestro alguno cristiano que pueda pretenderla para sí, ni ocupar el puesto de Jesús. Tampoco el magisterio cristiano puede tener otra misión que la de servir desinteresadamente a la autoridad de Jesús y hacerla visible. En resumidas cuentas tiene siempre una función directiva, indicativa, en modo alguno autoritaria.

Esto vale sobre todo cuando se piensa que, de cara al evangelio y la causa de Jesús, todo maestro es y sigue a lo largo de su vida un discípulo de Jesús. La alusión al Espíritu, como único maestro de la comunidad, pone claramente de relieve esa relación. San Agustín (354-432) ya la había

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visto cuando, en su teoría del Espíritu Santo como maestro interior, es siempre consciente de que sólo con su magisterio episcopal no es capaz de llegar a la fe viva y responsable. Considerar al Espíritu Santo, como verdadero maestro de toda la Iglesia, si se toma en serio, supera al esquema de las dos clases en que se divide la Iglesia, la docente y la discente (como antes se decía y como, en la práctica, se sigue todavía entendiendo a menudo). Dentro de la comunidad enseñar y aprender son conceptos mutuamente subordinados, que sólo unidos representan todo el proceso doctrinal. La enseñanza incluye el aprendizaje, y éste debe capacitar para la labor docente, por cuanto libera en la fe para la autonomía cristiana. En una comunidad cristiana todos son a la vez maestros y discípulos. En definitiva también a eso debe contribuir el recuerdo de Jesús. Tampoco ahí se trata de fomentar un pío recuerdo, aun cuando no deba subestimarse la capacidad humana de la evocación. Toda la historia bíblica tanto la del Antiguo Testamento como la del Nuevo, puede verse bajo el signo de esta evocación, y la exhortación de Jesús «Haced esto en memoria mía» se encuentra en un pasaje importante: en el relato institucional de la última cena. Recordar o evocar hay que verlo, sobre todo, en el hecho de convertir en una realidad presente la pasada historia de Jesús. Bajo la guía del Espíritu el recuerdo de Jesús se convierte en un proceso creador al tiempo que siempre crítico. También aquí son decisivos los estímulos mentales, los cambios desencadenados por el recuerdo de Jesús, y que en último término empujan hacia la salvación y la renovación del género humano. Se trata del recuerdo inquietante y «peligroso» de Jesús.

7. LA PAZ, DON DE JESÚS EN SU DESPEDIDA. FINAL DEL PRIMER DISCURSO (Jn/14/27-31)

27 «La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni sienta miedo. 28 Habéis oído que os dije: Me voy, pero volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Y os lo he dicho ahora, antes de

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que suceda, para que, cuando suceda, creáis. 30 Ya no hablaré mucho con vosotros, porque llega el príncipe del mundo. Contra mí nada puede; 31 pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre, y que, conforme el Padre me ordenó, así actúo. ¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!»

La sección 14,27-31 introduce la conclusión del discurso primero, que, como prueba con claridad la exhortación final «¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!» (v. 31b), era en su origen una unidad independiente.

Después empezaba, sin duda, el relato de la marcha hacia el monte de los Olivos. Los versículos 27-31 forman desde luego una unidad literaria, que ciertamente permite reconocer una estructura temática: el versículo 27 expresa el deseo de paz de Jesús; en los versículos 28-29 sigue una vez más la reflexión explícita sobre la situación de despedida de Jesús, en tanto que los versos 30-31 preparan la partida hacia el monte de los Olivos y con ello el relato de la pasión.

Según el versículo 27 Jesús deja a los suyos la paz como un regalo de despedida. El hecho en sí indica ya que la palabra ha de entenderse en un sentido pleno y singularmente importante, como don y como promesa que abarca cuanto Jesús reserva a la fe.

En el lenguaje bíblico el concepto de paz (hebr: shalom; gr. eirene) comprende un campo tan amplio y vario, que no puede reducirse a una fórmula unitaria. El significado básico de la palabra hebrea shalom «es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado físico» (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el requisito previo, para la shalom-, sino que comprende además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra de salud los hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice:

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«Que los montes mantengan la paz (shalom; otros traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la luna, de generación en generación. Descienda como la lluvia sobre el césped, como los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar la luna» (/Sal/072/02-07). La paz aparece aquí, como en la conocida poesía mesiánica de Is 11,1-11, casi como un estado cósmico de seguridad exterior, prosperidad, fecundidad y bienestar general, como una gran reconciliación de la sociedad humana y la naturaleza. No hay duda de que la era mesiánica, el tiempo futuro de salvación será una época de paz universal. También dentro en este sentido ha de entenderse el mensaje angélico al nacer el niño Mesías, según el evangelio de Lucas: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres, objeto de su amor» (Lc 2,14).

Con la aparición del Mesías empieza el verdadero tiempo de paz escatológica. La paz no se entiende, por tanto, sólo como una realidad interna, como paz del corazón, si bien este aspecto es importante según aquello que dice Pablo: «Y la paz de Dios, que está por encima de todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4,7). La amplitud del concepto paz va, pues, desde el saludo cotidiano de «¡todo bien!» hasta la paz y salvación del hombre y del mundo entero. En el fondo late la idea de que en definitiva la paz es un don divino en todos los órdenes. En el Nuevo Testamento, que también aquí recoge y desarrolla el pensamiento veterotestamentario, la paz va vinculada al mensaje cristiano de salvación, al evangelio. Sorprende, por lo demás que Jesús personalmente haya empleado raras veces el vocablo «paz». Más aún, a él se debe esta palabra: «No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada» (/Mt/10/34; /Lc/12/51); palabra que posiblemente se endereza contra un lenguaje superficial y falso acerca de la paz (cf. /Jr/06/14; «Curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: «¡Paz, paz!», pero ¿dónde

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está la paz?). Así pues, no se puede tomar el concepto de paz en una forma negligente o superficial. Sin embargo, los discípulos en su trabajo misionero deben ir al encuentro de la gente con su saludo de paz (Mt 10,13). Cuanto más fuerte es la conciencia de la Iglesia primitiva de que con Jesús de Nazaret ha irrumpido la salvación mesiánica, tanto más convencida se muestra de que la paz escatológica ha sido ya otorgada con la fe (cf. Rom 5,1ss). En la carta a los Efesios (2,14), que está ya muy próxima a la concepción joánica, se encuentra la fórmula: «Pues él es nuestra paz» (se refiere a Jesucristo).

Formalmente la afirmación joánica enlaza con el saludo de paz habitual y cotidiano, pero va mucho más allá. Se piensa en la paz como don escatológico, como promesa de salvación y de vida. «La paz os dejo» entra aquí en un sentido definitivo; se trata del bien escatológico por excelencia, que Jesús no puede dar más a los suyos; pero quien entiende lo que en ese don se oculta, tampoco deseará nada más.

Si todavía se añade: «Mi paz os doy», se subraya, una vez más, que esta paz, por su índole, adquiere contenido a través de Jesús. El don de la paz pertenece también al donante y no cabe separarlo de la persona de Jesús. En tal sentido, la paz es primariamente, y ante todo, un don del resucitado (cf. 20,19.21.26, donde claramente se indica que el perdón de los pecados queda implicado en esta paz). En este mismo contexto habla el resucitado. Finalmente, en la noción de paz se evoca la presencia del mundo nuevo, que es dado a la comunidad con el propio Jesús.

Esa paz de Jesús está en oposición con la paz «como el mundo la da». Descubrimos aquí de nuevo la distancia que separa a Jesús y sus discípulos, de un lado, y el mundo del otro. Ciertamente que también el mundo tiene su paz; tiene su propia manera de hacer la paz y de garantizarla, si es necesario con la fuerza de las armas, y hasta le incumbe la tarea constante de preocuparse por la paz y de implantarla. Mas esa paz es radicalmente distinta de la paz

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de Jesús, pertenece a un campo diferente. Pero es gracias a Jesús que la paz, que no es de este mundo, está presente en ese mundo. Y ciertamente que el lugar de esa nueva paz es sobre todo la comunidad cristiana, por cuanto que es el espacio de la presencia de Cristo; es decir, en la medida en que se deja definir por la palabra de Jesús. Al respecto se siente en oposición a un mundo que se le enfrenta hostilmente. Por lo mismo su paz nunca deja de ser combatida. Su exhortación a no dejarse turbar y a no acobardarse, es siempre necesaria, porque la paz, como Jesús la ha prometido, no conduce a la gran vivencia triunfalista frente al mundo. Ni la fe ni la comunión de los creyentes viven en una zona libre de tormentas; permanecen expuestas al conflicto con el mundo; y no desde luego aunque crean, sino precisamente porque creen. Pese a lo cual existe la posibilidad de que la promesa de paz de Jesús se realice y verifique justo en medio de esa permanente agitación, en medio de todos los asaltos y peligros.

La referencia al trance de la despedida (v. 27-28) vuelve a recordarnos la situación de los discursos literariamente ficticia aunque con un fundamento teológico. Jesús se va, pero vuelve; los discípulos, si en realidad, aman a Jesús y están unidos a él por la fe, deberían alegrarse por su partida, ya que Jesús se va al Padre; y se añade la razón: «Porque el Padre es mayor que yo.» Es ése precisamente un tema constante de los discursos de despedida, que debe quedar claro para los discípulos y, respectivamente, para los oyentes y lectores del texto: la partida de Jesús no era sólo su retirada del escenario del mundo y de la historia, sino su regreso a Dios. Y ese su retorno ha empezado ya con la pascua; tiene además como consecuencia la constante venida de Jesús a su comunidad. Dicho en forma general: para la comunidad postpascual Jesús ocupa en cierto modo un doble lugar: está presente en la comunidad por medio del Espíritu Paráclito y por su palabra, y está también junto al Padre, junto a Dios. Ambas cosas no se excluyen, sino que son elementos complementarios; más aún, la ida de Jesús al Padre es justamente la condición para su presencia permanente en la comunidad.

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Por lo que hace a la razón «porque el Padre es mayor que yo», responde al talante de la doctrina joánica sobre Cristo, que, por una parte, acentúa la estrecha intimidad de Jesús con Dios y, por otra, mantiene una jerarquía o subordinación de Jesús, como «Hijo», a Dios Padre. Aquí se pone de relieve ese sometimiento de Jesús a Dios; más aún, el sentido de la revelación de Jesús es glorificar a Dios y darle a conocer como el Padre. La alegría de que Jesús se va al Padre es la alegría escatológica, porque abre así el camino hacia Dios de una vez para siempre (14,1-6): «En Dios tiene el género humano su lugar» (J.S. Bach). El versículo 28 determina, pues, una vez más, y como conclusión, el lugar de la comunidad. Ese lugar está marcado por sus relaciones con Jesús, que como resucitado está junto al Padre y que al propio tiempo está viniendo de continuo a la comunidad y opera en ella. La fórmula: «Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis» (v. 29), se refiere a la comunidad presente y a su situación. Es invitada a creer, sin que deba ver nada anormal en ese presente estado de cosas. Si reflexiona sobre sus relaciones con Jesús es que ya está largamente preparada para ello.

Los versículos 30-31 representan la conclusión del primer discurso de despedida y conducen de hecho al relato de la pasión. Ahora ha pasado ya definitivamente el tiempo de hablar. Al igual que otros escritores neotestamentarios, también Juan ve en la pasión de Jesús no sólo el lado superficial del acontecimiento histórico, sino además el trasfondo de un enfrentamiento histórico-salvífico entre Jesús, Hijo y revelador de Dios, y Satán, «príncipe de este mundo». La designación «príncipe de este mundo» para referirse a Satán es típica de Juan (12,31; 14,30; 16,11). En la pasión de Jesús tiene lugar el destronamiento de Satán como «príncipe de este mundo», de tal modo que en la persona de Jesucristo el mundo obtiene su nuevo Señor. Juan entiende el hecho redentor como un cambio cósmico de señorío, que introduce una nueva situación mundial como un cambio de eón. Esa nueva situación está definida por la voluntad salvífica de Dios; en la cruz y resurrección de Cristo se impone definitivamente la voluntad amorosa

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de Dios. Desde ese trasfondo ideológico debe entenderse el texto. Según el versículo 30 en la hora del episodio de la cruz tiene lugar el ataque decisivo de Satán contra Jesús. Pero Satán no encuentra en Jesús nada, sobre lo que pudiera esgrimir una pretensión, que pertenezca a su esfera de dominio, es decir, a la muerte, el pecado, la mentira, el odio, etc. Entre Jesús y Satán no hay planos comunes de contacto, ni siquiera parentesco alguno natural. Por lo que fracasará cualquier pretensión satánica sobre Jesús. En esta batalla Jesús aparece de antemano como El vencedor. EL versículo 31 da la razón de por qué en Jesús se quiebra el poder del maligno: «Pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre, y que, conforme el Padre me ordenó, así actúo.» Es la plena vinculación de Jesús a Dios su Padre, el «amor perfecto» que separan radical y esencialmente a Jesús del maligno. «Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (4,34). Con ello se cierra el círculo. A través de su camino hacia la cruz en obediencia a la voluntad divina, Jesús se convierte ahora definitivamente en el revelador del amor divino. Así ha entendido Juan la muerte de Jesús. Y eso es precisamente lo que el «mundo» debe entender de Jesús.

Con la exhortación «¡Levantaos! ¡Vámonos de aquí!» concluye, pues, este discurso de despedida.

MeditaciónLa palabra paz goza, al presente, prestigio universal. Se trata con ello, ante todo, de poner un dique a las guerras y sus desoladoras consecuencias y evitarlas en lo posible. Una ojeada al acontecer político de nuestros días nos enseña ciertamente lo difícil que es el empeño y los escasos progresos que se han hecho en este campo pese a las amargas experiencias de las grandes guerras mundiales. Pero la importancia de la idea de paz, y menos aún de una paz universal para el mundo y la humanidad, tal vez no haya de enjuiciarse sólo por sus consecuencias palpables. El hecho de que exista esa idea de paz universal

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y de que se sienta como una llamada político-moral para orientar de acuerdo con ello la actuación política, es ya en sí de bastante importancia y muestra simultáneamente hacia dónde apuntan las esperanzas de millones de hombres.

Pero esta paz universal, que hoy aparece como el único objetivo lógico y razonable de la política mundial, ¿no es la contrapartida de la paz escatológica de Jesús? ¿No es precisamente esa paz «como el mundo la da», en la que según parece no hay confianza alguna? ¿Qué tienen en común esas dos concepciones de la paz escatológica celestial y divina, y la de una paz política universal?

Hay una tradición cristiana que aquí establece de hecho una distinción tajante y en favor de la cual se alinean grandes nombres, como los de Agustín y Martín Lutero. Según esa tradición, la paz prometida por Jesús es en primer término una realidad espiritual e interior, que ciertamente se le ha prometido al hombre, pero que sólo encuentra su pleno desarrollo en el más allá o al final de los tiempos. Así dice ·Agustín-san en la exposición de este pasaje: «Nos deja la paz, en trance de partir; nos dará su paz cuando llegue al final. Nos deja la paz, en este mundo; pero nos dará su paz en el mundo futuro. Nos deja su paz, y si permanecemos en ella, venceremos al enemigo; nos dará su paz, cuando reinemos ya sin enemigo... Tenemos, pues, cierta paz, porque nos deleitamos en la ley de Dios según el hombre interior; pero no es una paz completa porque vemos otra ley en nuestros miembros, que contradice la ley de nuestro espíritu» 73.

Quienes se atienen a estas y parecidas interpretaciones son también en buena medida del parecer de que en modo alguno se puede compaginar esta paz religiosa del corazón, entendida sobre todo en un sentido individualista, con las proposiciones y los esfuerzos políticos de paz. La religión, según ellos, tiene que ver con la salvación del alma, y cualquier consecuencia política o social que se saque de aquélla se les antoja una falsificación.

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Por otra parte, y a causa precisamente de esa concepción, al cristianismo se le ha lanzado el reproche de que en su historia bimilenaria haya hecho tan poco por impedir o eliminar las guerras y otros conflictos sociales. Los hombres del occidente cristiano no han podido evitar los grandes conflictos y han emprendido sus conquistas colonialistas, con las que han impuesto la opresión y la esclavitud en lugar de la paz del evangelio. Esta crítica justificada ha provocado en los últimos treinta años una reflexión más intensa del lado cristiano sobre la importancia política del concepto bíblico de paz. Con su encíclica Pacem in terris el papa Juan XXIII propuso un proyecto de labor política pacificadora, muy estimado incluso por el mundo no católico, y en parte acogido incluso con gran entusiasmo. También el Concilio Vaticano II en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, ha dedicado todo un capítulo 74 al problema de la paz: «Por ello, desearía el Concilio esclarecer el verdadero y soberano concepto de paz, condenar la monstruosidad de la guerra y hacer una ferviente llamada a los cristianos, para que, con la ayuda de Cristo, en quien se funda la paz, cooperen con todos los hombres, para afianzar la paz en la justicia y el amor místico y para disponer todo cuanto sirve a esa paz.»

Esa inteligencia se fundamenta aproximadamente en estos términos: es cierto que la paz escatológica no se identifica con la paz política; ambas no cubren el mismo campo. Es necesario de todo punto ver las diferencias. Hay que conceder asimismo que en este mundo no puede darse el reino mesiánico de la paz, la plena realización del reino de Dios. La paz escatológica en todo su alcance sólo puede entenderse como una realidad divina. Pero la fe en la reconciliación operada por Cristo puede y debe ser efectiva hasta el punto de que los cristianos, que creen en esa reconciliación, se esfuercen con todas sus energías por el establecimiento de la paz en el mundo. La paz de Cristo, que debe reinar en los corazones, impulsa a instaurar la paz en todos los ámbitos humanos y en el terreno sociopolítico, y se esfuerza en lograrlo. A ello contribuye también el conocimiento de que las guerras las hacen los

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hombres y no son catástrofes naturales inevitables. Cabe investigar las causas, y es también posible, al menos en principio, evitarlas. Los cristianos, que conocen la paz de Dios, deberían estar particularmente dispuestos a ello. Sin duda que de ahí deriva una de las tareas más importantes para un pensamiento y una acción políticos de responsabilidad cristiana. Las dificultades concretas, que se dan en este campo, no deben desconocerse o postergarse. Mas dado que hoy la humanidad debe aprender la paz de un modo nuevo y fundamental, si es que no quiere llegar a su aniquilación, el propósito cristiano de paz para el mundo es en sí mismo sensato, y lo es también el contar con un planteamiento de las tareas a largo plazo.

Pero precisamente frente a las dificultades la fe en la paz escatológica, otorgada ya por Jesucristo, adquiere nueva importancia. En efecto, el hombre creyente puede apoyar con vigor un largo esfuerzo; puede contribuir a elaborar desengaños y a prestar ánimo para continuar en la lucha cuando en razón de los fracasos podría parecer una locura seguir en la brecha. No se deja confundir ni desanimar por los fracasos. Puede ayudar a un realismo crítico, aunque al mismo tiempo digno de crédito. Por ello, puede hoy justificar el legado de Jesús, cuando aparece como la paz escatológica. Pues el cristianismo -o más exactamente los cristianos- no pueden permitirse hoy el cultivo de un jardincillo acotado del alma, cuando en derredor los hombres luchan con los más graves problemas.

De este modo el compromiso socio-político de los cristianos se convierte en un testimonio de la presencia de Cristo en la comunidad. La defensa de la paz, de la humanidad, de la justicia y la libertad sociales y políticas, así como la lucha contra el hambre, la miseria y la opresión de toda índole, adquiere aquí un peculiar valor de testimonio. Una comunidad cristiana que no se encadena a los poderes dominantes, para asegurar así su propio dominio, no tiene, por el contrario, ningún valor testimonial, aun cuando pueda seguir hablando abundantemente de Dios y de Cristo. El camino, por el que Jesús ha enviado a la comunidad de sus discípulos, es el camino del seguimiento

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libre y responsable. ............... 73. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 77,3-4. 74. Cap. 5. «El fomento de la paz y la creación de la comunidad de pueblos»; la cita está tomada del nº 77.

CAPÍTULO 15

SEGUNDO DISCURSO DE DESPEDIDA (15,1-16,33)

Aun cuando el segundo discurso de despedida trata temas parecidos a los del primero, se puede comprobar un cambio de acento. El discurso primero había estudiado sobre todo la cuestión de las nuevas relaciones de la comunidad con Jesús, reflejando asimismo la importante distinción teológica entre la situación prepascual y la postpascual. En el discurso segundo de despedida, por el contrario, aparece la comunidad como tal en un primer plano mucho más destacado; aquí se formula explícitamente la temática eclesiológica. Sabemos así, ante todo, qué es la comunidad cristiana según Juan, cómo se define, cuál es su situación en el mundo y en qué se funda su esperanza.

1 LA VERDADERA VID (Jn/15/01-10)

1 «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. 2 Todo sarmiento unido a mí que no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más todavía. 3 Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado. 4 Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. 5 Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. 6 EI que no permanece en mí es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; y los reúnen y echan al fuego, y se queman. 7 Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis, y os será concedido.

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8 Con esto será glorificado mi Padre: con que deis mucho fruto y así manifestaréis ser mis discípulos. 9 Como el Padre me amó, os amé también yo. Permaneced en mi amor. 10 Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo siempre he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.»

El segundo discurso de despedida empieza de inmediato con una alocución «Yo soy» ligada a una metáfora: «Yo soy la verdadera vid» 75. En este discurso se exponen las relaciones de los discípulos con Jesús, por lo que trata de la función y vida de la comunidad de discípulos.

Para la inteligencia del texto es fundamental el problema de la significación de la metáfora «vid». ¿De qué tradición la ha tomado Juan y qué ha querido expresar con dicha metáfora? 76. R. Borig ha analizado con particular agudeza los numerosos pasajes veterotestamentarios en que la vid aparece como imagen del pueblo de Israel77. Y ha demostrado ante todo que en la tradición del Antiguo Testamento está firmemente establecida la conexión de viña, vid y fecundidad, que también es típica del discurso figurado, sacando la misma conclusión desde otras averiguaciones 78: «El empleo de la metáfora en Jn 15,1ss puede derivarse claramente del AT, en la medida en que no está condicionada por el uso peculiar de Jn. Lo cual no debe excluir en absoluto la apertura a otras tradiciones. Como eslabón intermedio, entre el empleo metafórico veterotestamentario y judío de la viña o la vid y el discurso figurado de Juan sobre la «vid verdadera», hay que poner sin duda la parábola de los malos viñadores (Mc 12,1-12). Es verdad que en ese relato parabólico no hay ninguna identificación explícita entre la viña y Jesús. Pero en la redacción de Mc es evidente que la historia tiene un acento cristológico. Ciertamente el Hijo y heredero de la viña es muerto por los viñadores, pero Dios le glorifica.

Las palabras «Yo soy la vid verdadera» deben por ello entenderse ante todo como un discurso de revelación cristológica. El calificativo complementario «la verdadera»

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no ha de entenderse en primer término como una oposición entre la «verdadera» y otras que esgrimen, aunque sin fundamento, la misma pretensión, sino como designación de Jesús, que, como revelador de Dios, es «la verdad» 80. Como Hijo de Dios, Jesús se designa a sí mismo como «la vid en el sentido de que sólo el Hijo puede ser la vid». En esa radical superioridad late el acento de esa oposición: «Con la imagen metafórica de la vid y la noción cualitativa asociada a esta imagen, todas las demás realidades que pretenden análoga calificación deben ser desechadas; es decir, «con la imagen joánica de la vid Jesús se pone en el lugar que hasta ahora solía ocupar el pueblo de Israel». Esa explicación, según la cual la imagen judía de la vid como símbolo de Israel se aplica ahora a Jesús, y Jesús ocupa en consecuencia el lugar del antiguo Israel, responde por lo demás perfectamente bien a la teología joánica. Según Juan con la venida de Jesús ha llegado el fin del culto del templo israelita y el fin de la comunidad cultual perteneciente a ese templo (cf. 2,13-22; 4,21-26; 8,31-59).

Mas, desde el punto de vista de la historia de la salvación, la comunidad cristiana, como «nuevo Israel» no entra sin más ni más en el puesto del Israel antiguo, sino que es ante todo Jesús mismo, quien como Hijo y revelador de Dios, ocupa el lugar de Israel. Es él personalmente el que constituye el centro de la nueva comunidad salvífica. Así la imagen de la vid empieza por experimentar una concentración cristológica como requisito para la ampliación eclesiológica, que aparece después. Simultáneamente Juan logra de este modo establecer que la historia de la salvación se funde en Dios: el Padre, es decir, Dios, es en este discurso metafórico el viñador, que de conformidad con la comparación veterotestamentaria, habitualmente es también el dueño y señor de la viña.

En este texto se trata de la nueva (escatológica) comunidad de salvación, la Iglesia, fundada por Jesús, la «vid verdadera». Naturalmente en la exposición no hay que sobrepasar el discurso metafórico, ni deformarla en el sentido de una parábola sinóptica. Discurso figurado y razonamiento objetivo están a menudo en Juan tan

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apretadamente entrelazados que es necesario tomar el texto a la letra.

La introducción de los «sarmientos» (v. 2) llega un tanto precipitadamente. Pero que el texto pueda hablar de los mismos sin ninguna transición, muestra que en la representación de la «vid verdadera» se sobreentendían los sarmientos ya desde el comienzo. Responde a la mentalidad veterotestamentaria y judía el que con la vid y los sarmientos se conecte directamente el «dar fruto» 85. Más aún, el interés del viñador está en que su viña dé la cosecha más abundante posible. El concepto «dar fruto» se desprende directamente de la imagen, sin que el contexto proporcione ninguna aclaración complementaria. Se trata de «toda la cosecha» de una vida en comunión con Jesús y no sólo ni preferentemente del fruto misional (la idea misionera no aparece en el contexto del discurso de la vid). En el Antiguo Testamento se habla a menudo de que Israel, como viña de Yahveh, no dio el fruto esperado (por ej., Is 5,2.4). A ello se opondría aquí el hecho en sí de «dar fruto». Se trata sobre todo de «dar fruto» y de cómo conseguirlo.

En el desarrollo de la imagen del viñador se mencionan en particular dos actividades: la corta de los sarmientos infecundos y la poda (= limpieza) de los sarmientos buenos para que lleven aún más fruto. La imagen, que sólo se interrumpe por el giro «el que permanece en mí...», apunta como de paso al juicio divino, con el que también ha de contar la fe. Mas la alusión debe subrayar principalmente que en la comunidad de Jesús importa sobre todo lo demás el «dar fruto». Sin duda que si la comunidad, al igual que cada uno de los discípulos, dejan de vivir en la fe y el amor, deben contar con que serán «cortados». De otro modo sólo han de esperar la poda o limpieza.

El versículo 3 asegura que los discípulos ya están «limpios», y desde luego por la palabra de Jesús. «La pureza hay que entenderla en el marco de la imagen de la vid; es la disposición para dar fruto. No se piensa en la pureza moral o ritual». El encuentro con la palabra de Jesús, que pone al hombre en la decisión de creer, al

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conducir a la fe opera también esta limpieza o purificación, que hace posible el dar fruto. Aquí, una vez más, el don está al comienzo, la palabra de Jesús, de modo que el «dar fruto» no ha de entenderse como un logro humano. No obstante, de ese don brota también la llamada: «Permaneced en mí, y yo en vosotros» (v. 4). El verbo «permanecer» (griego menein), que a continuación presenta constantes variaciones, indica en Juan lo definitivo y duradero de la relación con Jesús fundada en la fe; una relación de mutua confianza y lealtad, que se desarrolla entre él y los suyos. La fórmula «permaneced en mí, y yo en vosotros», que define esa relación como una reciprocidad personal, es singularmente típica de Juan. En esa relación se funda que el creyente permanezca en él, y ese permanecer en Jesús es la condición indispensable para dar fruto. Hasta qué grado de intensidad haya de entenderse ese permanecer recíproco, lo indica el versículo 4b: sin la unión con la cepa es imposible que el sarmiento dé fruto; por sí mismo, por su propia fuerza y capacidad no puede absolutamente nada. Del mismo modo tampoco los discípulos pueden dar fruto, si no permanecen unidos a Jesús.

Y ahora sigue el punto culminante de todo el discurso: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (v. 5a). Se ha aludido al hecho de que el Jesús joánico no se designa simplemente como el tronco o la cepa, en oposición a los sarmientos, sino como la «vid», que comprende ya la totalidad de las ramas. Se entendería falsamente la imagen de querer referir la «vid» sólo a Jesús. Se trata más bien de una totalidad dada, que se funda desde luego en Jesús, pero que abarca también los sarmientos, de tal modo que desde este lado es clara asimismo la referencia a la comunidad. En todo caso hay una prioridad de Jesús absoluta e inconmovible: «porque, separados de mí, no podéis hacer nada» (v. 5c). Sola la unión con Jesús tiene la promesa del «mucho fruto», mientras que la separación de él comporta la infecundidad radical. Las contraposiciones «dar fruto» e infecundidad significan una salvación o desgracia definitivas, al igual que el permanecer en Jesús se entiende de un modo definitivo. Así lo indica el versículo 6 con el

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ejemplo de la extrema posibilidad negativa: quien no permanece en Jesús, y quiere vivir y obrar sin él, será «arrojado» (cf. Mt 5,13; 21,39), del mismo modo que los sarmientos cortados y secos se amontonan y queman. Es indiscutible que Juan recoge el lenguaje tradicional del juicio incorporándolo a su visión: la separación de Jesús, es decir, la incredulidad provoca ya el juicio. Echando una ojeada al discurso hasta este lugar (v. 1-6), destacan las siguientes líneas básicas. Se trata en este discurso metafórico de cómo se funda la comunidad. Jesús es personalmente la «vid verdadera», que ha ocupado el lugar del Israel antiguo y, se puede agregar, que con su obediencia al Padre constituye también el nuevo fundamento para todo el «dar fruto» de los creyentes. Con tal que uno se deje guiar por su palabra y crea, queda ya purificado e injertado en la fecundidad de la «vid». Con ello vienen a identificarse realmente el «dar fruto» y «permanecer en Jesús»: no hay fecundidad alguna sin permanecer en él, ni hay comunión alguna duradera con Jesús, que a la larga resulte infecunda. Sólo la separación de Jesús produce la infecundidad. Para formular la relación de la comunidad con Jesús, se sirve Juan de la fórmula «vosotros en mí y yo en vosotros» que abraza en sí los distintos elementos.

El versículo 7 aporta una idea nueva con la referencia a la oración. El «permanecer» se define ahora de modo que las palabras de Jesús permanecen en los creyentes. La fe va ligada a la palabra de Jesús, lo que incluye también la obediencia a esa palabra, el seguimiento. A la conformidad con la palabra de Jesús se le promete ahora que la oración será escuchada en todo su alcance. En ese contexto de oración, acuerdo con la palabra de Jesús y fecundidad, la oración no es ninguna acción mágica, sino más bien la incardinación al Espíritu y al obrar de Jesús, y en ese sentido participa de la certeza de ser escuchada. También la oración está relacionada con el dar fruto y aparece como la forma de meditación subordinada a la fecundidad.

Con el versículo 8 se cierra el razonamiento mediante la alusión a la glorificación del Padre. Como el Padre es

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glorificado por el Hijo y su destino (cf. 13,31s), así es también glorificado por el hecho de que los discípulos lleven fruto. En definitiva esa fecundidad se da, y con ella la realización de la vida cristiana, en unión con Jesús para mayor gloria de Dios, y también desde luego para la verdadera vida del hombre.

En los inmediatos versículos 9-10 se puede ver un nuevo giro del discurso de la vid, una «explicación más profunda del discurso metafórico», o también la introducción a la perícopa siguiente (v. 9-17). En todo caso esos versículos constituyen como un puente entre 15,1-8 y 15,11-17, puesto que representan una conexión real, y de ese modo exponen la trabazón interna de 15,1-17. Frente al discurso metafórico con su forma de expresión siempre oscilante y abierta reaparece ahora en primer plano un lenguaje referido a la realidad, que concreta lo dicho en el lenguaje metafórico y lo explica por la idea del amor entendida de un modo práctico. Jesús ha amado a los discípulos de una manera tan radical como el Padre «amó al Hijo» (v. 9). La forma de pasado (aoristo) alude al hecho de que en ese amor no se trata de una realidad pasada, sino más bien de una realidad permanentemente válida. Según 17,24, el Padre ama a Jesús «antes de la creación del mundo», es decir, desde siempre; no hay tiempo alguno en que el Padre no haya amado a Jesús. Ese amor eterno, permanente e imperecedero es el que Jesús promete también a los suyos. Constituye incluso parte y expresión de la realidad escatológica de la salvación. En esa medida el amor es también el objeto del que se trata en todo el discurso metafórico de la «vid verdadera».

Por ello la exhortación «permaneced en mí» puede transformarse al presente pasaje en esta otra: «permaneced en mi amor». El «dar fruto» no es por tanto otra cosa que la acción y dominio del amor. Con ello la idea de inmanencia («vosotros en mí, y yo en vosotros»)91 recibe su interpretación práctica y queda protegida contra una falsa exaltación mística. Pues, como afirma el versículo 10, permanecer en el amor de Jesús no es otra cosa que «guardar sus mandamientos», con lo que se indica el obrar

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del amor. El ejemplo lo constituye el propio Jesús:«Lo mismo que yo siempre he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.» ¿De qué manera ha guardado Jesús los mandamientos del Padre? No de otro modo que haciendo el camino de la cruz; es decir, dentro por completo de la linea del lavatorio de pies. Con ello la práctica ejemplar de Jesús se convierte en modelo de la práctica de los discípulos. Estos permanecen en su amor, cuando se orientan por Jesús y se mantienen fieles a su ejemplo. ............... 75. Acerca de la fórmula joánica «Yo soy», cf. el comentario a 14,6. 76. Siguiendo las huellas de E. SCHWEIZER (Ego eimi, p. 40ss. 69.79), ha sido sobre todo BULTMANN quien ha defendido la idea de que la vid del cap. 15 había que referirla al mito del árbol de la vida. Los apoyos más importantes en favor de esta hipótesis se encuentran en los llamados textos mandeos, una secta baptista, que todavía hoy existe en el curso inferior del Eufrates y del Tigris, y cuyos orígenes se remontan a los primeros tiempos del judaísmo y cristianismo. Su mitología religiosa presenta marcados rasgos gnósticos. «La vid es el árbol de la vida... El mito que sueña con un agua y un pan de vida, sueña también con un árbol de la vida. Pero lo que allí no es más que sueño es aquí realidad: ego eimi, de tal modo que, según Juan, Jesús habría dicho: Yo soy el verdadero árbol de la vida» (así BULTMANN, Johannes, p. 407s). 77. Por ejemplo, la famosa canción de la viña de Isaías (Is 5,1-7), o bien Jer 2,21: «Yo te había plantado como cepa escogida, toda ella de semilla genuina ¿Cómo, pues, para mí te has cambiado en sarmiento silvestre de viña bastarda? Cf. además, Ez 15,1-6; 19,10-14; Sal 80,9-15. 78. Según el relato del historiador judío FLAVIO JOSEFO, había en Jerusalén, sobre la puerta del templo propiamente dicho, el hekal, una vid de oro con sarmientos colgantes; Bellum Iudaicum v, 210; Antiquitates xv, 395. También TÁCITO, Historias v, 5, sabe al respecto que en el templo jerosolimitano había una vid de oro. «La vid, el racimo y el cáliz contaban entre los símbolos más antiguos empleados por los judíos. En la época del Nuevo Testamento se utilizaron muchos en sepulturas, osarios y monedas; ni

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siquiera faltan en las monedas de los procuradores, que se acomodaban así a las concepciones judías y aparecen asimismo en las monedas de la primera y la segunda sublevación. Más tarde tales símbolos florecen sobre todo en las sinagoga»: FLAVIO JOSEFO, Bellum Iudaicum II, 1, Darmstadt 1963. p 253s, nota 77. 80. Cf. 14,6. 85. Cf. por ej. Sal 1; pero también Mt 3,8.10; 7,16-20; 12,33. 91. Cf. el comentario a 14,3.  

MeditaciónEntre todos los conceptos teológicos probablemente no existe hoy ninguno que haya caído en tanto descrédito ni que comporte tantas dificultades, malas interpretaciones y antipatías emocionales como el concepto «Iglesia». Lo cual resulta tanto más sorprendente cuanto que al tema «Iglesia» se le ha consagrado en este siglo una enorme labor teológica, labor en que se han empleado las mejores fuerzas y que han encontrado cierta culminación en la constitución dogmática sobre la Iglesia, del concilio Vaticano II. El malestar afecta sobre todo a la Iglesia como institución, a la Iglesia jerárquica. Aquí no se trata de analizar el problema de las múltiples causas que han motivado ese cambio de opinión, sino de tomar el hecho como ocasión para preguntarnos en este pasaje por la idea joánica de Iglesia o mejor de comunidad. Es posible que una mirada a la concepción joánica nos ayude para poder ver y enjuiciar mejor las deficiencias actuales.

A tal fin hemos de tener en cuenta lo que sigue. Al tiempo en que se redactó el Evangelio de Juan aún no existía una gran institución eclesiástica perfectamente organizada y se estaba todavía muy lejos de una dirección centralista con el papa y la curia romana en el vértice más alto. En semejante desarrollo -sobre cuya justificación y necesidad no vamos a entrar aquí- no pudo pensar ninguno de los autores del Nuevo Testamento. «Iglesia» era, en primer término, la respectiva comunidad local, el grupo local de cristianos con sus reuniones regulares, como las describe claramente la carta primera a los Corintios (cf. 1Cor 14). C.

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Plinio el Joven, que por los años 110/112 era gobernador romano en Bitinia y encontró que en aquella región el cristianismo había ya adquirido una difusión considerable 92, proporciona en su famosa carta al emperador Trajano una visión interesante de espectador externo sobre la vida comunitaria cristiana. Y así escribe: «Pero ellos (los cristianos denunciados previamente ante el procurador) afirman que toda su culpa o su extravío había consistido en reunirse habitualmente un día determinado antes de salir el sol, cantar alabanzas alternadas a Cristo como a su dios y obligándose bajo juramento no a cualquier tipo de crimen, sino a no cometer ningún robo, asalto ni adulterio, a no traicionar la confianza, a empeñarse en no denegar el bien confiado. Tras cumplir esas acciones era habitual entre ellos separarse, para volver luego a reunirse en un banquete, aunque sencillo por completo e inocente; incluso esto lo habían celebrado previo permiso mío, con lo que yo les había prohibido la asistencia de heterías, de acuerdo con tus disposiciones»93. Sociológicamente considerada, esta imagen responde a la conducta de un grupo marginado en la sociedad oficial, que se separa de su entorno social, mientras que hacia dentro desarrolla una fuerte cohesión. La composición y estructura interna de aquellas primeras comunidades cristianas era extraordinariamente diversa. Todavía no existía una constitución jerárquica unitaria, de lo que son un claro testimonio los escritos joánicos del evangelio y las cartas. De todos modos las comunidades locales parece que desde muy pronto estuvieron en contacto e intercambio intenso. Había muchos lazos de unión que reforzaban el sentimiento de unidad. Por lo demás, las distintas comunidades eran autónomas, de tal modo que -desde una perspectiva histórica- no se puede hablar de una organización eclesiástica universal y unitaria con una autoridad central, como la que sigue desarrollándose progresivamente en el catolicismo romano occidental, y que habría sido la única forma posible de una dirección eclesiástica. A partir del Nuevo Testamento cabe pensar en otros tipos de constitución.

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A esto se agrega que, según el estado actual de los estudios escriturísticos, ya no se puede sostener la doctrina tradicional de que el Jesús histórico haya fundado la Iglesia en un determinado momento dotándola en cierto modo de una especie de documento constitucional, en el que ya estarían establecidos todos los elementos esenciales de una estructura eclesiástica. A la formación de la comunidad sólo se llega después del viernes santo y de pascua. En ese proceso es además decisivo el que tuviera lugar invocando a Jesús y su predicación, en el «nombre de Jesús». Tanto las cartas paulinas como los evangelios certifican de distintas formas el hecho trascendental de que Jesús de Nazaret, el crucificado y resucitado, fuera tenido por todas las comunidades cristianas como la autoridad decisiva lo que se echa de ver sobre todo en los títulos honoríficos de Mesías (Cristo), Hijo del hombre, Hijo de Dios, Señor, etc. La comunidad se sabe ligada a Cristo por el Espíritu, y está totalmente persuadida de que en definitiva es el propio Señor, resucitado y elevado al cielo, el que rige la comunidad, hasta el punto de que las demás instancias humanas dirigentes pasan a un segundo plano.

Si unimos ambos elementos, a saber, la situación sociológica de la comunidad como grupo marginal en un entorno indiferente u hostil, y la convicción creyente, fundada en el evangelio, acerca de la presencia y de la autoridad siempre vigente de Jesucristo en la comunidad, comprenderemos mejor el trasfondo del discurso de revelación de la verdadera vid. Ese discurso se refiere originariamente a un pequeño grupo, a una insignificante comunidad local, sin que se pueda acomodar fácilmente a una gran organización eclesiástica. El discurso mantiene además con toda resolución el principio de que la comunidad o Iglesia sólo puede entenderse desde el propio Jesucristo y de que jamás puede ella separarse de ese fundamento histórico y teológico. Atendiendo a la metáfora, entre la vid y los sarmientos existe la unión más estrecha y vital, como lo expresa de manera insuperable la que llamamos fórmula de inmanencia: «Vosotros en mí y yo en vosotros» muestra además por completo el carácter íntimo y personal de esa comunión. Las autoridades

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eclesiásticas, los dirigentes comunitarios, no gozan de una fuerza de dirección absoluta en esa visión. Es más bien la comunidad la que aparece como el lugar en que se ventila sobre todo la autoridad de Jesús y su causa. Desde ahí adquieren también un sentido amplio las afirmaciones sobre «dar fruto». A la comunidad y a sus miembros se les promete fecundidad, lo que quiere decir asimismo éxito, sólo en la medida en que tienen el coraje de asumir la causa de Jesús y defenderla ante el mundo. Así como Jesús es el fundamento histórico y la autoridad permanentemente válida de su comunidad, así también el esfuerzo por el triunfo e irradiación del evangelio en el mundo y la sociedad es la tarea constante de la Iglesia. Ahí entra asimismo la distinción crítica, y, llegado el caso, la exclusión de cuanto en el curso de los siglos ha ido adquiriendo la Iglesia de poder, riquezas, prestigio público, etc., por motivos histórico-culturales de toda índole, pero que no pertenece al evangelio.

La reflexión crítica sobre el evangelio para volver a escuchar de nuevo sus promesas y exigencias en la hora actual y llegar así a la verdadera fecundidad, es un proceso que siempre resulta necesario para que pueda imponerle la causa de Jesús. En la medida en que la Iglesia abandona esa suprema tarea y se interesa por asegurar sus tradiciones y su posición de poder, en esa misma medida se convierte en sarmiento infecundo al que se corta y quema. La comunión permanente con Jesús es, pues, de hecho el requisito indispensable de toda auténtica cristiandad y de todo obrar cristiano. Como lo ha mostrado el texto, esa comunión no se puede entender como una garantía de salvación, porque está ligada a la palabra de Jesús y al acto de amor. Ambas realidades, la palabra de Jesús y el amor pasan a ser los criterios decisivos por los que deben regirse la Iglesia y su acción, a lo que deben colaborar todos los cristianos. ............... 92.«Asia Menor... fue la tierra cristiana por excelencia en el período preconstantiniano», en opinión de A. VON HARNACK. 93.C. PLINIO, Ep. x. 96, las hetairiai o hermandades privadas. ....................

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2. Los AMlGOS DE JESÚS (Jn/15/11-17)

11 «Os he dicho estas cosas, para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea colmada. 12 Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. 13 Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. 15 Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor; os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.

16 No me habéis elegido vosotros, sino que yo os elegí, y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto sea permanente para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dé. 17 Esto os mando: que os améis los unos a los otros.»

La serie de afirmaciones, con escasa conexión, desarrolla el tema de la comunión de los discípulos con Jesús, recogido en el discurso de la verdadera vid, y califica a la comunidad como el círculo de los amigos de Jesús.

El versículo 11 empieza hablando de la «alegría» que Jesús quiere comunicar mediante su palabra a los discípulos. Al igual que el concepto de paz en 14,27s, así también la alegría ha de entenderse como un don escatológico 95, que se comunicará al creyente. Y, al igual que allí la paz se destaca llamándola «mi paz», del mismo modo se dice aquí: «Para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea colmada.» Con ello la alegría aparece como un don escatológico de Jesús: En 20,20 la alegría viene en consecuencia motivada por el encuentro con el resucitado, el Jesús siempre presente. Esa alegría tiene carácter pascual. A la existencia escatológica corresponde también un nuevo sentimiento deI hombre, y es la alegría, en una medida totalmente colmada, como una alegría infinita y sin límites, la que describe la exaltación y el entusiasmo del hombre al que, mediante el evangelio, se le ha hecho partícipe del supremo sentido de la vida, de la salvación.

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Alegría y júbilo eran también, según Act 2,46, una nota fundamental de las asambleas comunitarias; de lo que son testimonios elocuentes los himnos y cánticos del cristianismo primitivo. Así se dice en un cántico de las Odas de Salomón, la colección de himnos cristianos más antigua que se conserva, y que está cerca del Evangelio de Juan en el tiempo y en el contenido:

«Mi alegría es el Señor y a él corren mis pasos. Ese mi camino es hermoso, pues es para mí una ayuda hacia el Señor. Se me dio a conocer sin celos en su magnanimidad, pues su amabilidad empequeñeció su grandeza. Se hizo como yo, para que yo pudiera abarcarle. Y no me aterroricé al verle, porque él es mi gracia» (Odas de Salomón 7,2-5)

El versículo 12 presenta el mandamiento del amor96 en la interpretación joánica del «amor mutuo». Lo que este pasaje aporta de nuevo es que en el versículo 13 se define en cierto modo la esencia del amor o más exactamente se esclarece mediante un ejemplo: «Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos.» Aquí aflora una típica formulación joánica: entregar su alma, su vida 97. Eso constituye la esencia del amor: comprometerse por los demás. La entrega de la vida por los amigos es sin duda la forma suprema de amor que cabe pensar. De hecho no se da un amor mayor, no se puede hacer más. Juan piensa ante todo en el ejemplo de Jesús. Él es, en efecto, el buen pastor que da su vida por las ovejas (10, 11.15), y eso con la libertad suprema, como allí se pone de relieve explícitamente: «Por esto el Padre me ama: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo por mí mismo la doy; poder tengo para darla, y poder tengo para volverla a tomar. Tal es el mandato que recibí de mi Padre» (10,17s). Por lo que a Jesús se refiere, el giro «dar su vida por las ovejas» o «por los amigos», contiene la interpretación joánica de la muerte de Jesús, como muerte expiatoria y vicaria. Según él, esa muerte es la forma suprema del compromiso, contraído por amor, para la salvación del mundo: «tras haber amado a

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los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Y no es ciertamente que Jesús se haya comprometido por sus amigos porque éstos se lo hubieran merecido, y no le quedase otra solución; sino que la muerte de Jesús tiene para la comunidad una importancia decisiva. Porque Jesús muere por los suyos, éstos pasan a ser sus amigos.

En 10,17s se pone especialmente de relieve que Jesús puede disponer por completo de su vida como Hijo y revelador de Dios; no es posible arrebatársela en contra de su voluntad. Con ello destaca una vez más la libertad y voluntariedad absoluta de la muerte de Jesús; en todo y por ello Jesús es el Señor de sí mismo y de su destino. Si, pues, el compromiso de Jesús para la muerte no se debe a un desgarramiento interno o externo sino a una suprema superioridad y autenticidad del amor de Jesús a sus amigos. Con la entrega de su vida Jesús realiza de un modo radical su entrega a los demás. Por eso, en él forman un todo absoluto libertad y servicio, libertad y compromiso radical por los amigos; eso es lo que constituye, precisamente, la esencia del amor (agape). Se indica una vez más el sentido fundamental que tiene el ejemplo del lavatorio de pies al comienzo de los discursos de despedida. Síguese en consecuencia, que el amor de los discípulos consiste en la misma disposición (v. 14). Sólo cuando los discípulos cumplen el mandamiento de Jesús son también sus amigos.

Ahora bien los discípulos que son en efecto los amigos de Jesús y que han entrado por completo en su comunión (v. 15). «Siervo» o esclavo (griego doulos) indica en Israel no sólo -como en todo el mundo antiguo- al que pertenece al estado de esclavitud, sino que es también expresión de la sumisión del hombre a Dios. Ser un «siervo de Dios» constituye según el pensamiento veterotestamentario tal vez lo más alto que puede afirmarse de un hombre. De Moisés se dice en Ex 33,11: «Yahveh hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigos, y ello como una excepción soberana (cf. Dt 34,10 en que se hace la misma afirmación, aunque falta el calificativo «amigo»;

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sólo a Abraham se le vuelve a aplicar en Is 41,8). El concepto de amistad no basta para indicar la distancia entre Dios y el hombre. Visto así constituye una inversión de valores el que, según Juan, Jesús llame amigos suyos a los discípulos; nombrar o llamar equivale aquí a constituirlos en amigos suyos. Ese nuevo estado de amigos de Jesús lo alcanzan los creyentes por el hecho de participar en la comunión divina. Gracias a Jesús, los discípulos -y ciertamente que todos sin excepción, sin que aquí se piense para nada en la distinción entre clérigos y laicos- se convierten en participantes de la revelación de Dios. Jesús les ha dado a conocer todo lo que ha oído del Padre. Ahora bien, como Hijo de Dios, es personalmente el contenido completo de la revelación y eso lo han conocido los discípulos. El punto más alto de la revelación es la entrega de la vida que Jesús hace por los suyos como la prueba suprema de amor. En la medida en que los discípulos se dejan prender por ese amor de Jesús, quedan transformados pasando a ser de esclavos o siervos, los amigos de Jesús. El versículo 16 expresa una vez más el mismo contenido recurriendo a la idea de elección. No han sido los discípulos quienes han escogido a Jesús como caudillo y héroe, sino justamente lo contrario: es Jesús el que, por su propia iniciativa y autoridad, ha elegido a los discípulos (cf. a este respecto el relato de su llamamiento, Jn 1,35-51). Como los sinópticos, también Juan mantiene la irreversibilidad de las relaciones entre Jesús y los discípulos. Respecto de los discípulos, Jesús no es simplemente el más humano que cabe imaginar, sino también el Señor, aquel por quien se realiza en el hombre la acción liberadora y electiva de Dios.

Con la elección por Jesús va unido al mismo tiempo un encargo, una determinación de dar fruto. Ese fruto debe «permanecer». Por el contexto cabría, sin más, añadir: pues de otro modo no se podría agregar «para la vida eterna». Pues el «permanecer» no es otra cosa que el estado adquirido por el hombre cuando se entrega a la acción del amor. Asimismo responde a la comunión divina, a la amistad de Jesús el que se asegure la plena acogida a la oración «en nombre de Jesús» (cf. com. a 14,12-14).

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Como amigos de Jesús los discípulos han entrado en el «ámbito vital» de él, de tal modo que también Dios lo pone todo a disposición suya. E1 nuevo círculo de amistad abierto por Jesús se convierte así en el marco de una nueva libertad e independencia en contacto con Dios.

En este contexto adquiere también su sentido la idea de elección. No se trata de un acto divino arbitrario, por lo que unos son elegidos y otros por el contrario excluidos y condenados; tal predestinación la ignora el Evangelio de Juan. Se trata más bien de la supremacía incondicional de la libertad y amor de Jesús frente a los creyentes. El reconocimiento de esa primacía es, por lo demás, condición indispensable. Con la referencia al mandamiento del amor (v. 17) se cierra el círculo ideológico.

A propósito de esta perícopa Bultmann anota la «unidad objetiva» entre fe y amor. «Como la palabra asegura a la fe el amor de Dios revelado en Jesús y como el amor sólo se recibe cuando, mediante él, el hombre se libera para amar, así la palabra sólo se escucha debidamente cuando el creyente como tal es el que ama». Con ello podría haberse alcanzado el núcleo de la afirmación joánica; se trata, en efecto, de la unidad formada por fe y amor. Sólo unidas ambas realidades se les promete la amistad de Jesús y entra en consideración el «permanecer» ............... 95. Cf. 16,20.21.22.24; 17,13; 20,20. 96. Cf. 13,34s. 97. Cf. 10,11.15.17.18; 13,37s; 1Jn 3,16; el giro refleja una construcción semítica. ...............

MeditaciónAlegría, entusiasmo y júbilo pertenecen, en la tradición bíblica, al núcleo esencial de la experiencia religiosa. El encuentro con Dios, que crea la salvación y libera al hombre, expande alegría entre los hombres: «Pero el ángel les dijo: «No tengáis miedo. Porque mirad: os traigo una buena noticia que será de grande alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un

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Salvador, que es Cristo Señor»» (Lc 2,10s). Así suena el alegre mensaje del ángel a los pastores acerca del nacimiento de Cristo. Cuando se anuncia y se experimenta la salvación, domina la alegría. La presencia de la salvación aparecida con Cristo es también lo que da sentido a las festividades cristianas del año eclesiástico. La alegría, el ánimo levantado, forman parte del día festivo.

Por lo demás, hay que admitir que hoy ni los cristianos ni las iglesias están ya a la cabeza por lo que se refiere a la difusión de la alegría, lo cual es sin duda un mal signo. Ciertamente que la alegría no se puede establecer por mandato, asemejándose más bien a una irrupción incontenible contra la que no cabe defensa; sino que nos invade y domina. O bien, considerada a largo plazo y en la vida cotidiana, tiene el carácter de una atmósfera amable, confortable y sin violencias. ¿Se debe quizá la falta de alegría en las iglesias a una falsa relación con el evangelio? Según el Nuevo Testamento, la alegría es efecto del amor experimentado o fruto del Espíritu, unida a la felicidad del dominio de Dios. Se comunica al hombre, en cuanto que le libera y despierta en él la capacidad de amar. El legalismo con sus tablas de mandamientos produce miedo; las prácticas opresivas fomentan un espíritu de esclavo y refuerzan las trabas y dificultad de acción. No habría que salir al paso de la objeción diciendo que se trata en primer término de la alegría espiritual e interna. En realidad también la alegría escatológica, espiritual, se adueña de todo el hombre y lo libera para una nueva conducta creadora.

La liberación del hombre para la alegría es un capítulo importante, al que la religión debería recurrir, si se dejase impregnar por el Espíritu del Evangelio de Jesús. Aquí probablemente se enfrentaría sin competencia posible a muchas otras ofertas, porque de hecho tiene para ofrecer un evangelio, un mensaje de alegría que llena al hombre todo y la vida entera. Ciertamente que los hombres alegres tienen iniciativas creadoras de todo tipo que llevan a término; pero no se dejan dominar y manipular fácilmente.

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Tal vez a ello se deba el que se haya puesto tan poco en práctica «una revolución de la alegría».

Cuando domina la alegría, fácilmente se llega a la amistad. ¡La Iglesia y la comunidad cristiana como el círculo de los «amigos de Jesús»! Sólo es necesario añadir los principios, y en seguida se echa de ver el enorme abismo que media entre esa concepción joánica y las iglesias dominantes. Tal vez existan hoy los pequeños grupos y círculos de amigos, en los que «Iglesia» todavía puede acercarse al máximo a las concepciones neotestamentarias. A uno se le ocurre pensar que en la historia de la Iglesia esa concepción joánica de «amigos de Jesús» no ha podido imponerse, pero que en todos los tiempos ha habido grupos cristianos que intentaron realizar ese objetivo, como los fraticelli medievales, los hermanos bohemios, las fraternidades pietistas y distintas congregaciones del siglo XIX. Entre tales grupos siempre se ha impuesto la idea de que, para su realización en el mundo, el cristianismo de la comunidad concreta y visible necesita de una forma comunitaria cuya estructura interna se acerque a los vínculos más libres de una gran familia, y que por lo mismo no sea jurídicamente tan rígida e intratable como a la larga parece ser la estructura de la gran Iglesia. Amor y amistad sólo pueden practicarse a largo plazo dentro de una cierta proximidad. Como quiera que sea, la interpretación clerical es una interpretación grosera de /Jn/15/15: «Ya no os llamaré siervos...» El texto se cantaba en la ordenación sacerdotal; lo que quería decir que sólo al sacerdote consagrado se le llamaba «amigo de Jesús», mientras que los laicos eran considerados como «siervos de Jesús». Para Juan todos los creyentes son «amigos de Jesús».

El texto -como vemos- entiende el amor según el ejemplo personal de Jesús, como entrega de la vida por los amigos; es decir, como un compromiso por los demás.

Ciertamente que también la fórmula puede entenderse mal, y buena muestra de ello podría ser la historia de la última guerra en que a menudo se exaltó la muerte heroica por la patria con las palabras de Jn 15,13. Sin embargo el

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tenor literal de la fórmula sigue siendo importante, como lo muestra la exposición de la carta primera de Juan: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si uno tiene bienes del mundo y ve a su hermano en necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanece en él el amor de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (lJn 3,16-18). Se trata aquí de la interpretación social más antigua de la ágape en el sentido de un comprometerse por los demás. Para nosotros es importante ver cómo ya el cristianismo primitivo dedujo del evangelio esa interpretación social, y ello en una comunidad que a primera vista más bien suscita una impresión espiritualista. Y es precisamente esa interpretación social concreta y práctica de la ágape, la que parece separar al círculo de comunidades joánicas del espiritualismo gnóstico. A eso se agrega hoy la escala mundial a que ha llegado la distinción entre «los que poseen los bienes de este mundo» y «los hermanos necesitados». En este caso la ayuda debe llegar más allá de la comunidad concreta, y en ciertas circunstancias habrá que considerar la necesidad de unos cambios de estructuras sociales. Si es preciso llegar a un compromiso duradero, eficaz y de ayuda en el mejor sentido a los pueblos subdesarrollados, también será necesario que los cristianos se familiaricen con el análisis crítico de la sociedad y con la idea de unos cambios de estructuras. Con el fin de estar preparadas para esas tareas y otras de parecida envergadura, las iglesias deberían liberarse con mayor resolución que hasta el presente de sus viejas concepciones burguesas. Tales concepciones constituyen un grave lastre que las comunidades joánicas de hacia el año 100 d.C. no hubieron de arrastrar. Entonces fueron ellas los grupos marginados, que carecían del reconocimiento social y político, lo que pudo favorecer el radicalismo de su compromiso en beneficio de los demás.

3. EL ODIO DEL MUNDO (15,18-16,4a)

El texto de 15,18-16,4a describe detenidamente la situación precaria de la comunidad en el mundo, que en

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concreto era la sociedad pagana y en parte también la judía de finales del siglo I y comienzos del siglo II. Esa situación se caracteriza por el rechazo y hasta por la persecución abierta por parte del entorno. Como quiera que sea, entre esa comunidad y el entorno en que tiene que vivir se abre una sima insuperable. En su calidad de pastor de almas, Juan se encuentra ante la tarea de proporcionar tales motivos que hagan posible la constancia y que incluso permitan presentarla como perfectamente lógica. Este texto puede dividirse de forma cómoda en tres secciones: 15,18-25 trata el aspecto fundamental y teológico de esa situación: en cuanto comunidad de Jesús, los discípulos tienen también que compartir su destino. La resistencia a la revelación no ha cesado con la cruz de Jesús; ahora se dirige contra la comunidad creyente, que mantiene el testimonio de la revelación y que se presenta frente al mundo. La perícopa 15,26s trae otra sentencia sobre el Paráclito, que se relaciona asimismo con la situación comunitaria. En tal situación la comunidad no sólo está llamada a dar testimonio de Cristo, sino que se halla especialmente capacitada para ello. 16,1-4a toma abiertamente posición frente al problema agudo de la exclusión de los cristianos de la comunidad judía.

a) La comunidad y el odio del mundo (Jn/15/18-25)

18 «Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. 19 Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso el mundo os odia. 20 Acordaos de las palabras que os dije: El esclavo no es mayor que su señor. Si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, guardarán también la vuestra. 21 Pero todo esto harán contra vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió.25 Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, pecado no tendrían; pero ahora no tienen excusa de su pecado. 23 EI que a mí me odia, también odia a mi Padre. 24 Si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro realizó, pecado no

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tendrían; pero ahora, aunque las han visto, nos han odiado, tanto a mi como a mi Padre. 25 Pero esto es por que se cumpla lo que está escrito en su ley: "Me han odiado sin motivo".»

El giro del comienzo: «Si el mundo os odia, sabed...», etc. (v. 18) tiene, a todas luces, carácter de respuesta a una pregunta apremiante. Esa pregunta viene provocada por el estado de cosas que el texto describe como odio del mundo. Aquí, como en los pasajes inmediatos, «mundo» (griego, kosmos) designa el «mundo humano», que se muestra hostil al revelador de Dios y a su comunidad. En la pasión y cruz de Jesús esa hostilidad ha alcanzado su culminación más significativa. Mas también después de pascua hubieron de experimentar las comunidades que de su entorno no sólo no lograban el asentimiento, sino que desencadenaban además su persecución.

Desde los orígenes del cristianismo, la persecución con todos sus fenómenos concomitantes de suspicacia, mala comprensión, burlas, etc., forma parte de la imagen peculiar de esa nueva religión, como de los grandes ataques a los discípulos de Jesús, que no tenían conciencia de ningún crimen. Ya Pablo alude a esa realidad (cf. lTes 2,14-16; 2Cor lls23-33). También, según los sinópticos, a los discípulos de Jesús les aguardan el rechazo, el odio y la persecución 99. Sobre todo el discurso misional de Mateo (Mt 10,5-11,1) ofrece una serie de paralelismos con la sección que comentamos. La idea de un «paralelismo del destino de la comunidad con el del revelador» tiene un ancho fundamento en las más diversas tradiciones neotestamentarias, el rechazo de los cristianos por la sociedad fue además una dura realidad con la que hubieron de enfrentarse cada día. Desde la persecución neroniana del año 64 se sumó la amenaza constante de que también el representante del Estado romano adoptase una postura hostil contra los cristianos. La redacción del Evangelio de Juan coincide muy probablemente con la época inmediata posterior a la persecución domiciana (hacia el 95 d.C.), y pocos años después tuvo lugar el martirio de Ignacio, obispo de Antioquía (ha. 107/110 d.C.). Había, pues,

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bastantes motivos reales para afrontar el tema de la comunidad perseguida.

La exhortación a la comunidad empieza con un recuerdo lapidario; la invitación «sabed» invita a los oyentes a reflexionar sobre su situación fundamental y a pensar en aquel al que se han unido mediante la fe. El odio del mundo sale al paso a los discípulos, que probablemente no contaron con esa contingencia al abrazar la fe. Que la fe suscite odio y no amor es algo que de hecho puede confundir; tanto más cuanto que por la misma doctrina cristiana se está obligado al amor. A esto se suma el peligro, presente ya desde el comienzo, de que, frente a la amenaza de las persecuciones y dificultades, los cristianos capitulasen y apostatasen. Por eso en este pasaje empieza por ser tan apremiante el recuerdo de Jesús. Al encontrarse con el odio del mundo, la suerte de los discípulos no es otra que la del propio Jesús: Antes que a vosotros me han odiado a mí.

El versículo 19 trae una razón teológica del hecho: los discípulos ya no pertenecen al mundo. El giro joánico «ser del mundo» o «no ser del mundo» 102 tiene el sentido de una designación de origen; indica un «de dónde» preciso. La idea ahí latente es que el origen condiciona también la naturaleza, la índole, incluso la conducta de un hombre. Aquí se enfrentan dos posibilidades contrarias: la primera, venir de arriba, «ser de Dios», y la segunda, proceder de abajo «ser del mundo». El «ser de Dios» corresponde sobre todo al revelador aunque se amplía después a cuantos le pertenecen. «Ser del mundo», por el contrario, define en primer término la situación fáctica de todos los hombres que todavía no han encontrado la fe, para pasar después a designar sobre todo, y en un sentido negativo cualificado, la situación de quienes conscientemente han tomado partido contra el revelador y su mensaje.

Los discípulos «no son del mundo» han pasado ya «de la muerte a la vida» (5,24), con lo que se han despojado asimismo de la naturaleza mundana. Para el mundo ya no son «lo suyo» (griego, ho idion), sino que ahora pertenecen

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a Jesús. Él los ha hecho suyos mediante su elección. Porque ya no pertenecen al mundo, tampoco el mundo les demuestra su amor, habiendo perdido a sus ojos todo interés. Por su pertenencia a Jesús los discípulos han entrado en la tensa y radical oposición que media entre Dios y el mundo; Pablo llegaría a decir que «están crucificados con Jesús». Ello significa que, si bien ya «no son del mundo», sino que «han nacido de Dios», son hijos de Dios (1,12s), sin embargo han de vivir en el mundo, aunque en ningún caso puedan ya volver a entenderse desde el mundo, ni sentirse por completo en él como en su propia casa. El discípulo de Jesús no puede ya identificarse con el mundo. Y eso es justamente lo que el mundo no le perdonará: «Por eso el mundo os odia.»

Tal situación -así lo dice el versículo 20- está predeterminada por una palabra de Jesús. Se trata ante todo de una referencia a un pasaje anterior (13,16), en que ya se dijo: «El esclavo no es mayor que su señor.» Quizás el recuerdo precisamente de ese pasaje tenga una significación ulterior, pues se trata de una palabra, que aparece de modo similar en Mateo y en un contexto parecido: «Un discípulo no está por encima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor. Ya es bastante que el discípulo llegue a ser como su maestro, y el esclavo como su señor. Si al señor de la casa lo llamaron Beelzebul ( = demonio) ¡cuánto más a los que viven con el!» (Mt 10,24s; cf. Lc 6,40). Esto hace suponer que en la tradición comunitaria de Juan había unas palabras del Señor, que pueden haber sonado de modo semejante: ¡No pueden irnos las cosas mejor de lo que fueron al Maestro! Es evidente que Mateo ha entendido la palabra de modo similar a Juan. La comunidad de destino de los discípulos es inseparable del de Jesús, tanto en el bien como en el mal. En el versículo 21 se describe con mayor detalle la conducta hostil del mundo, motivada por el odio a Jesús y por el desconocimiento de Dios. El mundo, en fin, tiene que conducirse así porque no conoce al Padre. El desconocimiento de Dios por parte del mundo y de sus representantes no es, sin embargo, una ignorancia que pueda eliminarse mediante una información

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complementaria, sino que, de acuerdo con el concepto bíblico de conocimiento, es el reconocimiento deficiente de Dios y de su revelador. Para la Biblia no cabe, frente a Dios, una postura neutral y «objetiva»; sino que el conocer o el desconocimiento implica siempre un tema de posición por parte del hombre. El desconocimiento de Dios como tal es culpable; no es otra cosa que la incredulidad, como se subraya en el versículo 22 103. Después que Jesús ha venido como revelador de Dios trayendo la revelación escatológica, el mundo es inexcusable. Su incredulidad es su pecado; y ello porque «se vuelve contra Jesús, que con sus palabras y obras ha demostrado ser el revelador».

Jesús ha sido el primero en padecer el odio del mundo. La hostilidad desencadenada contra él es al propio tiempo, según Juan, una hostilidad contra Dios (véase al respecto 8,31-59), pues que en la persona y en la palabra de Jesús era Dios mismo quien salía al encuentro del hombre (v. 23). El versículo 24 ha de entenderse como paralelo del v. 22, ya que en Juan las palabras y las obras de Jesús forman una unidad. Entre estas «obras que ningún otro realizó» deben incluirse las señales milagrosas. Los milagros hay que entenderlos como signos reveladores. Por tanto, el sentido viene a ser: pese a la acción del revelador en el mundo, su mensaje no ha sido acogido. Pese a lo que ha visto, el mundo persiste en su odio y, por consiguiente, también en su pecado.

Por lo demás, ese hecho no es casual. El versículo 25 dice que en tal conducta se ha cumplido un pasaje de la «ley», del Antiguo Testamento: «Me han odiado sin motivo» (Sal 35,19; 69,4). Esa cita escriturística no constituye una prueba estricta; expresa más bien la convicción de que en el destino de Jesús se ha cumplido la Escritura, se ha realizado el plan salvador de Dios. En este caso hasta el odio del mundo totalmente infundado contra Jesús, que no se puede entender lógicamente, tiene también su lugar y sentido dentro del plan de Dios. Más aún: opera la salvación del mundo. ............... 99.Cf. Mc 13,9-13 par Mt 24,9-14; Lc 21,12-19; Mt 5,11s par Lc 6,22s. 102.Cf.8,23; 15,19; 17,14.16; 18,36; 1Jn 2,16; 4,5. 103.Cf. también

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12,37-50. ................

b) El Paráclito y los discípulos como testigos de Jesús (Jn/15/26-27)

26 «Cuando venga el Paráclito, que desde el Padre os enviaré yo, el Espíritu de la verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí, 27 y vosotros también daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.»

Juan trae otra sentencia sobre el Paráclito, el Espíritu (abogado o asistente), atribuyéndole una nueva función que hasta ahora no había sido descrita, a saber: la función de «dar testimonio» en favor de Jesús. Cabe también observar la unidad operacional entre el Padre y el Hijo: Jesús, desde el Padre, «envía» al Paráclito, y éste «proviene del Padre». Que se trata sobre todo del «testimonio» se desprende de la sentencia paralela: también la comunidad dará testimonio de Jesús. El testimonio del Paráclito y el de los discípulos corren paralelos en cierto modo. Se trata de un proceso singular: en el testimonio de los discípulos se manifiesta el testimonio del Espíritu. La idea del testimonio tiene un papel importante en el evangelio de Juan. La verdad de la revelación en definitiva sólo puede ser testificada. La conducta adecuada a esa verdad no consiste, como por ejemplo en el proceso cognoscitivo de las ciencias naturales, en una observación de un experimento, que puede repetirse frecuentemente a voluntad, sino en una toma de conocimiento comprometida y en una admiración existencial y personal. Así el propio Jesús en toda su existencia es el testigo de Dios y, por ende, de la verdad (cf. 18,37). Pero también los discípulos deben hacerse testigos de Jesús; la fe no se puede demostrar en sí misma, sino que siempre se transmite por el testimonio vivo. Al propio tiempo late ahí un elemento histórico como lo demuestran las palabras «...porque desde el principio estáis conmigo». Como testigos de Jesús contaban sobre todo en la Iglesia primitiva aquellos discípulos que «desde el principio», desde la primera aparición pública de Jesús estuvieron con él (cf. la

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introducción al evangelio de Lucas Lc 1,1-4; o bien Act 1,21-22: «Conviene, pues, que de entre los hombres que nos han acompañado todo el tiempo en que anduvo el Señor Jesús entre nosotros, a partir del bautismo de Juan... uno de éstos sea constituido con nosotros testigo de su resurrección.» El testimonio creyente de los discípulos de Jesús es también un testimonio histórico.

A esto se agrega otro elemento: precisamente frente al mundo, que persigue a la comunidad con su odio, aquélla está llamada de continuo a ser un testimonio, y un testimonio plenamente válido y público. El testigo, el mártir, pasó a ser un concepto específico del cristianismo. Para ese testimonio peligroso frente a un mundo hostil la comunidad necesita del Espíritu Paráclito. También con esta afirmación se adentra Juan en la vasta corriente de la primitiva tradición cristiana. Así se dice en Mc 13,9-11: «Mirad por vosotros mismos: os entregarán a los tribunales del sanedrín, seréis azotados en las sinagogas, y tendréis que comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos... Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de antemano de lo que habéis de decir, sino que aquello que se os dé en aquel momento, eso diréis. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo.» Es lícito, pues, pensar que también en 15,26 se trata en primer término del testimonio cristiano publico frente al mundo incrédulo. En ese testimonio colaborará el Espíritu y, al igual que en el testimonio divino de Jesús, se llegará a la división de los espíritus.

CAPÍTULO 16

c) La persecución de la sinagoga (Jn/16/01-04a)

1 «Os he dicho esto para que no tengáis tropiezo. 2 Os echarán de las sinagogas; más aún, llega la hora en que todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios. 3 Y esto lo harán, porque no han conocido ni al Padre ni a mí. 4 Sin embargo, os he dicho esto para

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que, cuando llegue esa hora, os acordéis de todo esto, porque yo os lo había dicho. No os lo dije desde el principio, porque yo estaba con vosotros.»

Este pasaje describe una dificultad histórica concreta que evidentemente hizo sufrir a la comunidad joánica y que llegó a convertirse en uno de los problemas más graves del cristianismo primitivo, a saber, el rechazo del mensaje cristiano por parte de la comunidad creyente judía. El enfrentamiento de judaísmo y cristianismo en la Iglesia primitiva resulta, en su perspectiva histórica, un proceso extremadamente complejo, que todavía está muy lejos de haber sido estudiado a fondo. La separación no se realizó de golpe. Al principio hubo una fase relativamente amistosa. Pero las tensiones y enfrentamientos empezaron bastante pronto, como lo demuestra el ejemplo de Pablo, que antes de su conversión hacia el año 35 d.C. combatió resueltamente a la comunidad cristiana. En su condición de misionero de los gentiles entró personalmente en conflicto con las autoridades de las sinagogas judías y fue azotado cinco veces (2Cor 11,24ss). Después de la destrucción de Jerusalén y del templo el año 70 d.C. por los romanos, las relaciones empeoraron aún más. Se supone hoy cada vez más que el rabino Gamaliel II, que tras la caída de Jerusalén habría asumido la dirección de la nueva escuela superior fundada en Jabneh (o Jamnia) hada el año 80, como sucesor del rector fundador, el rabino Johanán ben Zakkaij, fue el que dictaminó la exclusión definitiva de los cristianos como herejes (minim) de la comunión de fe judía. A él se debe también la introducción de la bendición 12ª, dirigida contra los herejes, en la oración de las dieciocho bendiciones. Dicha bendición 12ª suena así: «¡Que no florezca esperanza alguna para los perseguidores! ¡Que el reino del orgullo (= los romanos) sea pronto arrancado de raíz en nuestros días! ¡Que los nasoreos y los demás apóstatas desaparezcan en un instante! ¡Sean borrados del libro de los vivientes, y no sean inscritos con los piadosos! ¡Alabado seas tú, Señor, que doblegas a los impíos!».

El giro «echar de las sinagogas» (v. 2; cf. 9,22: «los judíos habían acordado ya que quien lo reconociera como Cristo

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quedara expulsado de la sinagoga») no tiene aquí el significado de castigar a uno con la excomunión sinagogal menor o mayor, que era una medida correctiva. Dicha expresión hay que identificarla con la exclusión total que se lanzaba contra los herejes y apóstatas. «Esos círculos de heréticos y apóstatas pasaban por ser los enemigos más peligrosos de la sinagoga, por haber salido de la misma. Contra ellos no se procedía con excomuniones, sino que se les expulsaba sencillamente de la sinagoga mediante unas reglas disciplinarias, que también debían recordar al judío más sencillo el hecho de que ya no existía la menor comunión entre la sinagoga y tales círculos. Quedaba prohibido todo trato personal y social con ellos...». El Evangelio de Juan supone evidentemente esta situación de ruptura total al menos en su estrecho ámbito geográfico, pues la hipótesis no hay que generalizarla a la ligera. Posiblemente hubo que contar, también en la comunidad o comunidades joánicas con la persecución del lado judío (cf. Ap 2,8-11), puesto que el giro de que «todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios» (v. 2b), difícilmente cabe referirlo a los perseguidores gentiles que no podían pensar en nada parecido. Si no se trata de un artificio retórico, habrá que suponer, pues, unas persecuciones judías, que, como demuestra el ejemplo personal de Saulo/Pablo, podían estar motivadas por razones teológicas. Sólo desde ese trasfondo de actualidad resulta perfectamente comprensible el texto de Jn 16,1-4a. Resulta asimismo evidente que no puede tratarse de un discurso auténtico de Jesús, sino de una exposición «desde Cristo» de la propia situación. La expulsión de la comunidad judía y las persecuciones (ya se trate en definitiva de las movidas por los gentiles o por los judíos) representa en todo caso una dura prueba. El versículo 1, que caracteriza al texto como un vaticinio, pretende enseñar o entender adecuadamente esa situación. Para ello la mejor ayuda es el recuerdo de Jesús. Pues, en Jesús la comunidad puede explicarse que su camino no esté libre de conflictos, sino que también ahí habrá de seguir las huellas de su Maestro. Habrá de contar con la misma incomprensión, el mismo repudio y la misma incredulidad que Jesús. Mas no debe por ello agitarse y dejarse descarriar.

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MeditaciónEn un texto que, como 15,18-16,4a, evoca la situación de la comunidad perseguida o de la Iglesia de los mártires se echa de ver, a todas luces, lo necesario que es entenderlo ante todo desde su contexto histórico y no generalizar precipitadamente. En tiempos de Juan la comunidad no era más que un pequeño grupo. Se había separado precisamente de la asociación con la comunidad creyente judía, desde luego más a regañadientes que con entusiasmo, sin que todavía contase con respaldo alguno en la sociedad en la que tenía que vivir. Estaba muy lejos de ser algo sólido y firmemente establecido, ni poseía en modo alguno una historia de cuya consideración hubiera podido sacar confianza. Así las cosas, lo más adecuado sin duda era que Juan remitiese la comunidad sobre todo a la palabra y al ejemplo de Jesús y que procurase explicarle que con su existencia realmente ya no pertenecía al mundo, sino que como grupo de discípulos elegidos tenía su fundamento existencial en Dios. Ahí está la dignidad y la conciencia supramundana de esa comunidad, en que como grupo de discípulos de Jesús no se presente como una asociación cualquiera sino cual la comunidad de Dios en el mundo. Desde ahí hay que entender asimismo el que Juan atribuya el odio del mundo contra los discípulos a que los persigue por causa de Jesús y halle su razón más profunda en el desconocimiento de Dios. O cuando dice que el odio contra Jesús es en definitiva un odio contra Dios. Tales afirmaciones han de entenderse, como queda dicho desde la situación del autor y de sus destinatarios. En todo caso tenemos que preguntamos hoy, si sólo ha de verse ahí una sabiduría teológica superior, o si bien tales sentencias no incluyen su propio peligro, precisamente por entenderlas de un modo ahistórico y en exclusiva dogmático, como una especie de afirmación especial y al margen del tiempo sobre cualquier situación histórica de la Iglesia. O dicho en otras palabras: hoy ya no podemos comparar esas sentencias, que fueron escritas al comienzo de la historia de la Iglesia, hace diecinueve siglos, y que todavía

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entonces tenían un sentido cabal y claro, con lo que en los siglos posteriores se ha sacado de las mismas.

La situación de la Iglesia ha cambiado notablemente respecto de sus comienzos. La característica joánica de la comunidad vale a lo más para la época preconstantiniana, es decir, hasta el Edicto de Milán de hacia 313, e incluso entonces con ciertas limitaciones. Desde esa fecha las circunstancias han cambiado por completo. Sorprende observar la rapidez con que la Iglesia, hasta entonces insegura, aunque no fuera perseguida ni siempre ni en todas partes, se acomodó a la nueva situación establecida. No pasó mucho tiempo sin que frente a los de fuera y a los discrepantes, los herejes y los judíos, la Iglesia adoptase los mismos métodos represivos que ella había tenido que padecer durante los tres primeros siglos. ¡Tan pronto se olvidaron o arrinconaron las experiencias de la primera época!: «Mandamos (iubemus) que cuantos siguen dicha ley (lege) conserven el nombre de cristianos católicos, mientras que los demás, a quienes consideramos enajenados e insensatos, los que cargan sobre sí con la marca infamante de la doctrina herética, así como sus conciliábulos, no retengan el nombre de la Iglesia; antes deberán alcanzar el perdón divino y después recibir el castigo de nuestra autoridad, que hemos recibido por beneplácito celeste». Así reza el edicto con que el emperador Teodosio el Grande (379-395), elevó la cristiandad de la gran Iglesia católica a religión oficial del Estado, el año 380.

Incluso cuando se lee la sentencia: «Más aún, llega la hora en que todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios» -o según otra traducción posible del texto: «...un servicio agradable a Dios»-, ¿quién no pensará en las víctimas de la inquisición? Hasta ocurrió que los cristianos llegaron a persuadirse que con la quema de hombres de firmes convicciones o de innumerables judíos celebraban un culto litúrgico y conseguían la salvación del alma de los castigados; se llamaban estos actos «autos de fe» = actus fidei, es decir «solemne confesión de Dios», que se iniciaba con misas cantadas, procesiones y pompas públicas; tal era

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la designación oficial de tan crueles celebraciones. Se podrían aducir innumerables ejemplos en este sentido. Pero no harían más que reforzar la demostración de que las iglesias cristianas no podían apoyarse ingenuamente y con buena conciencia en tales textos. Pues entre tanto han ido asimilando tantas cosas del mundo y de la conducta mundana, sobre todo de la conducta de los poderosos, que, habida cuenta de su proceder, resulta difícil responder a la pregunta de quién o qué es «del mundo» o «no es del mundo».

Habría ante todo que admitir la idea, y ciertamente que sólo como posibilidad, y reflexionar sobre el hecho de si esta sentencia: «Pero ahora, aunque las han visto (las obras), nos han odiado, tanto a mí como a mi Padre» (15, 24), puede también aplicarse a la Iglesia. En el curso de la historia se ha tratado asimismo, y desde luego en los actos más elevados, de un «desconocimiento de Dios». Mientras no se admita honestamente la falsa relación frente al evangelio y la causa de Jesús que con bastante frecuencia se da en la historia de la Iglesia, no se puede llegar a ningún enfrentamiento fecundo con el Nuevo Testamento ni a ningún cambio positivo. A menudo el remitirse a la Sagrada Escritura sólo no fue para legitimar la actuación y doctrina propias, y las más de las veces sin preocuparse en modo alguno de adquirir un conocimiento de la realidad histórica. Hoy y en el futuro sólo puede servir de ayuda un enfrentamiento crítico. Mas no se trata simplemente de una crítica en el sentido teórico-científico, sino también de una crítica cristiana de sí mismo y de la Iglesia, que incluye igualmente la historia eclesiástica para la reelaboraci6n del pasado.

Si esto ocurriera, constituiría también un testimonio espiritual y creyente de cara al mundo. Es verdad que se celebran y recuerdan las grandes figuras de fundadores y mártires. A menudo se tiene la impresión de que tales celebraciones de los «padres» sólo han de servir para hacerlos inocuos: por suerte pertenecen al pasado. Los mártires reales del presente son gente incómoda, a los que

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se aparta del camino, si es que no se les puede hacer callar.

Un capítulo especialmente trágico siguen siendo las relaciones con el judaísmo. Con la exégesis se llegó a probar que los comienzos del alejamiento entre judíos y cristianos estuvieron sumamente lastrados y que, siguiendo las afirmaciones de las fuentes, es preciso reconocer que en tales comienzos también se cometieron errores del lado judío. Así lo han visto los propios eruditos judíos. La comunidad perseguida de los primeros tiempos estaba en una situación extrema de minoría. Y no se debe cometer el error de proyectar sobre la época primera las relaciones posteriores que sin duda estuvieron condicionadas por el cambio de la posición de poder. En esa primera época los cristianos aún pudieron considerarse a sí mismos como la «tercera raza» entre gentiles y judíos; lo que en la práctica quería decir que estaban sentados en medio de todos los tribunales. Lo cual no justifica ciertamente la conducta que los cristianos mostraron respecto de los judíos cuando aquéllos se auparon en la sociedad pagana. Todavía en el siglo IV se llegó a destruir numerosas sinagogas. M. Simón ve en esa hostilidad activa una forma específicamente cristiana de antisemitismo antiguo. Mientras que en el período gentil «precristiano» apenas se dieron acciones contra las sinagogas, éstas se multiplicaron repentinamente en la época cristiana. El antisemitismo ya no se dirige sólo contra los judíos como un pueblo particular, sino contra la religión judía. Sigue siendo una mancha para la Iglesia que personalidades tan destacadas y cultas como Ambrosio, obispo de Milán (388) y el patriarca Cirilo de Alejandría (414) diesen su asentimiento a la actuación antijudía. No se trata aquí de exponer toda la triste historia del antisemitismo cristiano occidental. Sólo pretendíamos mostrar lo falso que resultaría evaluar los problemas del comienzo con la práctica cristiana posterior. Lo que describe 16,1-4a, a saber la exclusión de los cristianos de la comunidad judía, es un hecho histórico singular, que desde luego tuvo graves consecuencias históricas. Aquí es necesario

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considerar los textos neotestamentarios de un modo cuidadoso y diferenciado.

4. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU PARÁCLITO (16,4b-15)

La sección 16,4b-15 constituye una unidad textual coherente, y el mejor modo de entenderla es partir del hecho de que se trata de las palabras sobre el Paráclito del segundo discurso de despedida que originariamente fueron escritas de un modo independiente. Pues sólo así se comprende que al comienzo vuelva a aparecer el tema de la partida de Jesús cual si todavía no hubiese hablado de él. Se exponen y desarrollan los dos aspectos o direcciones de la actividad del Espíritu Paráclito: primero, su acción hacia fuera como juicio contra el mundo; y segundo, su acción hacia dentro como introducción a la verdad. Ambos aspectos están mutuamente relacionados como dos elementos de la misma realidad. Pues, la acción del Espíritu Paráclito no se realiza de un modo misterioso y etéreo, sino en la comunidad y por la comunidad, que en su fe y su predicación mantiene y certifica el acontecer salvador. Simultáneamente hay que entender los dos lados de la acción del Espíritu Paráclito como elementos constitutivos de la propia comunidad cristiana, que se manifiestan como aspecto externo y como aspecto interno.

El texto se puede dividir, asimismo, en tres secciones: a) los versículos 4b-7 contemplan la situación de despedida subrayando al respecto la necesidad de la partida de Jesús. Los versículos 8-11 tratan del juicio del Espíritu contra el mundo. Finalmente los versículos 12-15 definen la acción del Espíritu dentro de la comunidad.

a) La partida de Jesús (Jn/16/04b-07)

4b «No os lo dije desde el principio, porque yo estaba con vosotros. 5 Pero ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: "¿Adónde vas?" 6 Sino que, por haberos dicho esto la tristeza os ha llenado el corazón. 7 Sin embargo, yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Pues si no

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me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito; pero, si me voy, os lo enviaré.»

La sección vuelve a situar al lector en la situación de los discursos de despedida. Jesús está en trance de separarse de los suyos. Recordemos el carácter histórico ficticio de los discursos de despedida; también aquí quiere el evangelista dilucidar una importante problemática teológica.

Se hace que el lector cobre conciencia renovada de la diferencia existente entre el tiempo de Jesús y el de la Iglesia. Durante el tiempo que Jesús estuvo con los suyos no debían formularse las cuestiones que ahora se plantean. El versículo 4b se refiere evidentemente al anuncio de las persecuciones. «Pero ahora» -y esto no ha de entenderse en un sentido temporal estricto, sino que se refiere a la nueva situación en general- Jesús se va al Padre, y esa partida plantea nuevos problemas. El texto juega con dos planos de significación diferentes, que se contraponen: uno superficial y simple, y otro teológico. En el plano que llamamos simple se trata de la marcha de Jesús, que está condicionada por la muerte. Deja solos a los discípulos, como un pequeño grupo perdido en el mundo. Los discípulos reaccionan dejándose afectar profundamente, sin que ni siquiera planteen a Jesús la pregunta de adónde va. En lugar de eso les invade la tristeza. En el fondo esa tristeza se concibe como una característica del «estar en el mundo»; lo que aún se agrava más con la «tribulación escatológica» de persecuciones y ataques. En 16,16-24 se trata explícitamente el tema de la tristeza. La cuestión es, pues, ésta: ¿Cómo deben afrontar los discípulos su situación sin la presencia del revelador? Con ello vuelve a aflorar un problema fundamental de la fe en el mundo y la historia. De acuerdo con ello, también la respuesta es de un alcance teológico fundamental. Y así se empieza por decir: en verdad es bueno para vosotros el que yo me vaya. La partida de Jesús es la condición para que venga el Espíritu Paráclito. Cuando se plantea la pregunta de por qué Jesús no había dado antes el Espíritu a los discípulos, si

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es que no había podido hacerlo, el sentido de la sentencia aparece bajo una luz más clara.

No hace al caso el instante en el tiempo, sino que se trata más bien de que sólo el Espíritu hace comprensible el acontecimiento de la revelación; es él en persona la nueva inteligencia que se abre con la fe. En sí mismo lo acontecido no es todavía la revelación. Como en el Jesús histórico entraba siempre en juego la fe, resultaba necesario rebajar el plano histórico previo (cf. Jn 6,60-65). Esto se hace patente por completo después de la muerte de Jesús, después de su partida. Entonces la comunidad sólo puede contar con la palabra de Jesús, es decir con lo que él había anunciado. No por ello está en inferioridad de condiciones frente a la generación que le precedió; al contrario, es ahora más claro que el paso decisivo en el encuentro con Jesús es el tránsito de la falta de fe o incredulidad a la fe. En consecuencia, Jesús debe irse para que pueda venir el Espíritu Paráclito. Pero el Espíritu sigue ligado por entero a la obra de Jesús, de modo que hay que hablar del retorno de Jesús en Espíritu a su comunidad. En vez de la presencia histórica de Jesús entra ahora la presencia espiritual de Jesús en su comunidad.

b) El juicio contra el mundo (Jn/16/08-11)

8 «Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio: 9 de pecado porque no creen en mi; 10 de justicia porque me voy al Padre y no me veréis más; 11 de juicio porque el príncipe de este mundo ya está juzgado.»

Si se quieren entender estas afirmaciones relativamente difíciles, hay que partir del hecho de que el Espíritu mantendrá presente a través de la comunidad toda la revelación cristiana en conexión con la obra salvadora de Jesús en la cruz y en la resurreción. Todo el evangelio de Juan es el ejemplo logrado de una interpretación espiritual de la historia de Jesús entendida como revelación de Dios. Las afirmaciones compactas, como las que aquí se hacen, suponen todo el evangelio (capítulos 1-12); y nos muestran

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cómo ha visto el cuarto evangelista la historia de Jesús. El Espíritu testificará que por Jesús la verdad y la vida están ya presentes para la fe. Mas certificará asimismo que en la cruz de Cristo ya ha tenido lugar el juicio contra el mundo. Por ello se puede designar aquí su actividad como un «convencer».

El verbo convencer pertenece a la esfera histórico-jurídica y tiene el significado de demostrar, probar, inculpar, condenar. El convencer del Espíritu desemboca de hecho en una condena. El Espíritu realizará el juicio de Dios contra el mundo incrédulo. Por debajo late la idea de un proceso judicial. Según Juan la revelación cristiana es a la vez la crisis del mundo: en el encuentro con el revelador y su palabra el mundo se enfrenta con la decisión definitiva de salvación y condenación. El juicio final no sólo se celebra al fin de los tiempos, sino ya ahora, y ello sin duda porque para Juan la decisión escatológica ya ha tenido lugar, a saber, en la muerte y resurrección de Jesús. Por eso se puede decir: «"Este es el momento de la condenación de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y cuando a mí me levanten de la tierra en alto, atraeré a todos hacia mí". Esto lo decía para indicar de qué muerte iba a morir.» (12,31-33). Aquí se señala claramente que el juicio final coincide con la exaltación de Jesús en la cruz. La cruz es ya el cambio de los eones. Delante de Dios y, por ende, para la fe, según Juan el juicio ya se ha celebrado. El Espíritu y, en conexión con él, la predicación de la comunidad tienen la tarea de dar a conocer ese juicio del mundo y su resultado.

Desde ese trasfondo hay que entender también lo que se dice del Espíritu Paráclito acerca de que descubrirá lo que es pecado, justicia y juicio. Se trata primero del nuevo sentido de los conceptos mencionados; pero también, y simultáneamente, de mostrar de qué modo el cosmos es afectado negativamente por el acontecimiento salvador, lo que persiste para todo el futuro, aun cuando él no lo sepa. La fe pondrá siempre en tela de juicio al mundo como tal, y el mundo sacudirá la fe.

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«De pecado, porque no creen en mí» (v. 9). El pecado consiste en no creer. «En todo caso, pues, el pecado es un acto pavoroso, aunque sea el de la misma crucifixión de Jesús; pecado no es de modo genuino una transgresión moral simple, sino la incredulidad y la conducta que de ella fluye, así pues es la actitud general del mundo, cualificada por la incredulidad. Y eso se dice siempre pecado» 115. Con ello queda también dicho que fe o incredulidad no es para Juan una simple postura intelectual del hombre, sino una conducta existencial, en que se trata de posiciones fundamentales humanas frente a la propia vida y el mundo, pero también frente a Dios y la revelación, y que esas posiciones últimas definen la conducta general del hombre en esta o en aquella dirección. El pecado del cosmos consiste en cerrarse al amor del Creador que le sale al paso en la revelación, ya que rechaza a Jesús. Mas, dado que también en la cruz ha sido eliminado el pecado del mundo -en 1,29 se dice: «Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo»-, ya no hay para ese mundo ningún motivo suficiente, ningún pretexto para mantenerse en su actitud repulsiva. Si, a pesar de ello, lo hace, descubre en su incredulidad su alejamiento radical de Dios, y ése es justamente el pecado en que permanece de modo definitivo. «De justicia, porque me voy al Padre y no me veréis más» (v. 10). La justicia, que aquí entra en juego, es la victoria escatológica de Jesús sobre las potencias perniciosas del mundo. Jesús recorre su camino hacia el Padre, y ese camino pasa por la cruz. Esa justicia significa además la superación del maligno. A través de la exaltación y de la glorificación se otorga a Jesús su derecho divino. Ahora bien, lo que el camino de Jesús hacia el Padre y la glorificación es para la fe, representa, desde luego, para el mundo la desaparición y ausencia definitiva de Jesús: ya no le verá más. Según 16,20, el mundo se alegrará por ello pensando que así queda echada la suerte de Jesús. Y de todos modos está en lo cierto: la suerte está definitivamente echada para Jesús; pero el mundo no advierte, en su ceguera, que con ello le ha ocurrido lo peor que podía pasarle, puesto que esa ausencia de Jesús representa el juicio y la condenación. El «juicio final» ya no aparece como un drama terrible que sacude el cielo y la

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tierra, sino como la ausencia total de Jesús, de tal forma que el mundo queda abandonado a su propio impulso, sin el amor liberador. Sólo a ese precio se libra de la presencia inquietante de Jesús.

«De condena, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado» (v. 11). La acción del Paráclito convencerá al mundo de que en Jesús ya se ha realizada el cambio de eones. En Jesús se ha cumplido ya la condena del cosmos y de su príncipe.

En este sentido, y en conexión con el testimonio cristiano de la comunidad frente al mundo, el Espíritu Paráclito establece lo que es pecado, justicia y condena. Evidentemente Juan es de la opinión que la existencia de la comunidad con su testimonio creyente constituye una invitación permanente al mundo cerrado en su incredulidad. Así pues, la confrontación de la revelación y del mundo tendrá efecto siempre que en el mundo exista una comunidad creyente. Aquí cabe plantear con Bultmann el problema de si algo de ello es visible en el mundo, y reflexionar sobre su respuesta: «En el mundo resuena esa palabra y su reclamación exigente, y desde ese momento el mundo ya no puede volver a ser lo que era. En torno a la palabra de la revelación ya no existe un judaísmo imparcial ni un paganismo neutro» 116. Mas tampoco habrá que pasar por alto el otro aspecto: la sección afirma incluso que la comunidad ha sido puesta en condiciones de poder adoptar una actitud crítica frente al mundo. Si en el fondo de nuestro texto latía el miedo de la comunidad ante su aislamiento en el mundo por la partida de Jesús y por el odio del mundo mismo, aquí Juan invierte la dirección de la flecha con el convencimiento creyente más audaz: los discípulos no tienen motivo para estar tristes y angustiados, sino que el mundo será convencido de pecado. El mundo está en la injusticia, cuando se opone al mensaje de Cristo. Es evidente que la comunidad no puede enfrentarse al mundo con sus propias fuerzas o con su propio derecho, sino sólo mediante su fe, su confesión y su vinculación a Jesús. Ciertamente que ella no proclama su propio triunfo, sino el triunfo de Jesús y, por tanto, el triunfo

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de Dios. Pero al hacerlo exhorta al mundo, y eso es lo que también debe hacer. ............... 115. BULTMANN, Johannes p. 434. 116. BULTMANN, o. cit., p. 436. ...............

c) La enseñanza de la comunidad por el Espíritu (Jn/16/12-15)

12 «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis sobrellevarlas ahora. 13 Cuando él venga, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad plena; porque no hablará por cuenta propia, sino que hablará todo lo que oye y os anunciará lo que está por venir. 14 Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os he dicho: Aquél recibe de lo mío y os lo anunciará».

Al testimonio del Espíritu frente al mundo responde, por otro lado, su acción dentro del ámbito interno de la comunidad. Esa acción o enseñanza consiste sobre todo en abrir siempre de nuevo el sentido de la revelación cristiana. La sección se utilizó frecuentemente, por una parte, para subrayar con trazos vigorosos la falta de inteligencia y torpeza de los discípulos, y, por otra, para probar el grandioso cambio que se había operado en pentecostés. Mas también aquí, como lo destaca el versículo 12, la diferencia de tiempos comporta simultáneamente una diferencia objetiva. Se trata una vez más de los «dos planos» ya mencionados, y en consecuencia de un problema que para la fe se agudiza cada vez más. Ese problema quiere simplemente decir esto: es sólo el Espíritu el que conduce a la inteligencia de la revelación, es decir, a la comprensi6n del mensaje de Cristo. Sin el Espíritu no hay más que la suma de «muchas cosas» que resultan insoportables y que no se pueden digerir. Por el contrario, es el Espíritu el que a cada uno de los creyentes lo mismo que a la comunidad los «guiará a la verdad plena» (v. 13).

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Es notable la fórmula «la verdad plena»; otras traducciones, como «toda verdad» o «cada verdad» no captan el sentido de la afirmación y han conducido a falsas interpretaciones. La verdad de la revelación de Cristo se entiende como una totalidad de sentido ya dada y universal. No se trata de una pluralidad de dogmas que da la historia, sino más bien de la unidad, simplicidad y validez definitiva de la revelación dada ya de una vez para siempre. Para Juan la revelación no es un edificio doctrinal, ni un gigantesco complejo de principios revelados, sino la persona misma de Jesús. Guiar a la verdad plena no es, pues, otra cosa que introducir en una comprensión mejor o más profunda de Jesús, siempre renovada. «Guiar a la verdad plena» caracteriza el libre movimiento vital de la fe y de la comunidad creyente en su relación viva con Jesús de Nazaret, sostenida y colmada por el Espíritu. Cuando la comunidad lucha con seriedad y celo por la causa de Jesús, tiene lugar la «guía a la verdad plena».

Como aclaran aún más los versículos 14 y 15, en este proceso no se trata de una nueva revelación al lado de la revelación de Cristo, sino que más bien la acción del Espíritu permanece ligada a la revelación de Cristo ya dada. La predicación del Espíritu y de la comunidad no pueden separarse de ese fundamento, de la substancia básica de su tradición. Juan proporciona incluso una base a esa tradición: la verdad histórica de la revelación de Jesús y la verdad de Dios forman una unidad indisoluble. Así pues, en el testimonio cristiano del Espíritu se cumple la experiencia y comunicación de la propia verdad divina.

Pero al mismo tiempo la revelación apunta al futuro. El mensaje de Jesús continúa siendo insuperable, pues por él queda abierto el futuro escatológico y eterno. Eso quiere decir también que en el fondo cada época, y por consiguiente cada Iglesia y cada magisterio oficial, están tras el mensaje de Jesús, sin que logren nunca su pleno desarrollo ni su realización completa. El evangelio de Jesucristo tiene también un futuro por delante, porque todavía no está plenamente establecido y realizado. Es sobre todo el ministerio profético en la Iglesia, el que

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expresa el carácter futuro, todavía no desvirtuado, del mensaje de Jesús. El versículo 13c alude a ello explícitamente: el Espíritu anunciará el futuro. Con ello Juan, que probablemente estaba bastante cerca de la profecía cristiana, le otorga su derecho permanente en la Iglesia. Al igual que la profecía veterotestamentaria tomaba posiciones de cara al presente y al futuro de Israel desde la fe yahvista, así también la profecía neotestamentaria analizará y expondrá de un modo crítico y útil el presente y el futuro desde la revelación de Cristo.

«Guiar a la verdad plena» se realiza así en la comunidad bajo la acción del Espíritu Paráclito, de múltiples formas, alentada por el recuerdo de Jesús y su causa, en la enseñanza y exposición teológica de su mensaje a la comunidad, a través de la meditación, pero también a través de la palabra crítica e inquietante de los profetas. Y aún conviene advertir que también aquí la acción vigorosa del Espíritu se extiende a toda la comunidad y en modo alguno sólo a un círculo privilegiado de «portadores oficiales del Espíritu». El hallazgo cristiano de la verdad, por lo que mira a la causa de Jesús, es un proceso de la comunidad entera y de todos sus miembros.

MeditaciónLa cuestión de cómo la comunidad cristiana resolvería el problema de la ausencia de Jesús y de la escatología (retraso de la parusía), no sólo tiene un interés histórico, sino que determina la conciencia cristiana hasta el día de hoy. En los primeros tiempos de la comunidad, inmediatamente después de pascua, las cosas eran aún bastante sencillas, pues entonces dominaba todavía a todas luces un gran entusiasmo, además de que vivía aún un número elevado de los primeros discípulos de Jesús. Pero con la muerte de tales discípulos y de los antiguos apóstoles en las comunidades primitivas debió plantearse la pregunta: ¿Y ahora qué ocurrirá? ¿quién guiará a las comunidades? ¿quién señala responsables de la predicación? ¿quién responde a las nuevas preguntas que

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surgen y con qué autoridad lo hace? Estos y parecidos problemas condujeron progresivamente al desarrollo de las ideas de tradición y de sucesión apostólica. El Evangelio de Juan está aún justamente antes de esa evolución, se trata de otro camino. Esas cuestiones siguen recibiendo una respuesta del propio Jesús. El autor se sirve de la autoridad personal de Jesús para continuar ayudando a la comunidad.

En ese proceder fácilmente propendemos a ver una falsa atribución, o cuando menos, una irregularidad. Pero con ello se interpretaría erróneamente el propósito del evangelio de Juan. Apoyarse en Jesús indica, en primer término, que el autor no pretende hablar en nombre propio, sino que para él la autoridad de Jesús sigue teniendo una fuerza vinculante duradera y fundamental. El problema se plantea también en los otros evangelios, cuando determinadas ideas o sentencias corrientes en el seno de la comunidad se reproducen en ellos como palabras literales de Jesús. En general la colección de las palabras de Jesús en las primeras comunidades y su redacción en los libros del evangelio constituyen la prueba más patente de hasta qué punto aquellas comunidades se sabían ligadas a la autoridad de Jesús. Esa vinculación contaba ciertamente no sólo en un sentido histórico, sino que la autoridad de Jesús se entendía como una autoridad en permanente vigencia. Eso es lo que viene a significar la conclusión del evangelio de Mateo:... «enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). De este modo el origen de los evangelios escritos se halla en conexión directa con el deseo de presentar la autoridad de Jesús como una autoridad presente y de permanente vigencia. Esa autoridad debía valer para todas las épocas, «hasta el final de los tiempos», como señala el final del Evangelio de Mateo. A través de los Evangelios escritos había que dar a la Iglesia para siempre la posibilidad de poder orientarse una y otra vez por la autoridad de Jesús. Constituye un problema fundamental saber hasta qué punto se ha acomodado la Iglesia a ese propósito en el curso de la historia.

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Juan refleja explícitamente ese proceso cuando opone el tiempo «mientras yo estaba con vosotros» al tiempo de la ausencia de Jesús. La tristeza, que hinche el coraz6n de los discípulos al momento de la despedida, no indica simplemente el estado psicológico del momento, sino que señala un problema permanente: si la comunidad ya no alcanza su conocimiento y su modo de obrar directamente a partir de la orientación y del mensaje de Jesús, sino que le son proporcionados a partir del acontecer histórico o bien de las circunstancias eventuales de la sociedad y del tiempo en que vive, en tal caso experimentará su tristeza como resignación, pesimismo o incapacidad de obrar. Entonces esa tristeza se traduce en Mt por «poca fe» y es signo de una tentación contra ésta. La fe cristiana sólo alcanza su motivación y certeza definitiva ahondando en su propia esencia y concretamente ahondando en la palabra transmitida en el recuerdo de Jesús, despertado por el Espíritu y meditado en profundidad, proyectado hacia la buena nueva del Evangelio. Con ello no se dice que las circunstancias sociales sean indiferentes. Muestran, en buena parte, la influencia cada vez menor del cristianismo y de la predicación cristiana así como de las iglesias en la sociedad actual. Pero ese retroceso de la influencia social de las iglesias no es por sí misma un fenómeno inequívoco, frente al que sólo quepa adoptar una postura meramente negativa, como se ha hecho a menudo desde el campo eclesiástico. Las iglesias deberían más bien preguntarse si no han sido ellas mismas las que han contribuido a esa evolución, proclamando, por ejemplo, una moral exagerada que no se deriva del mensaje de Jesús; debería meditar hasta qué punto no han sido ellas mismas las culpables de este retroceso histórico-social. Con ello se echaría de ver además que la reflexión crítica sobre la causa de Jesús es una de las tareas más importantes de las iglesias.

Ciertamente que también existe el peligro de una acomodación falsa, un propósito de evitar los conflictos a toda costa, de trabar amistad con el mundo, no sólo en el sentido de una mundanización moral, que a menudo se ha criticado, sino en la forma -a la larga mucho más peligrosa- de una acomodación a los poderes políticos, a los

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gobernantes de cada momento. En tal caso vuelve a plantearse el problema de los criterios: ¿qué tipo de acomodación puede considerarse legítima y hasta necesaria, y qué otra forma de adaptación es peligrosa? A propósito de esta reflexión los evangelios tendrían una palabra importante que decir. Naturalmente que no se debe esperar una respuesta rápida a tales problemas, una especie de receta; aquí se trata más bien de encontrar las grandes líneas por las que poder orientarse. Habría, pues, que decir: como cristianos podremos afirmar sin reservas una acomodación a cuanto coincide con la causa de Jesús o que, visto desde ese lado, no presenta dificultades importantes. Pero es probable que incluso semejante reflexión sea demasiado parecida a una receta. El individuo o los grupos cristianos deberán formarse ellos mismos su opinión, y de tal modo que puedan expresar y conectar entre sí en la formación del juicio los más diversos puntos de vista, entre los que se cuentan -aunque no exclusivamente- también las afirmaciones del Nuevo Testamento. La decisión última habrá que tomarla por supuesto bajo la propia responsabilidad. La Iglesia, y en primer término la autoridad eclesiástica, deberá defender ante todo la «voz viviente del evangelio», siendo ésa su tarea más importante y propia. Mas no puede arrebatar a ningún hombre la responsabilidad personal.

Si se dice en Juan: «Os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera no vendría a vosotros el Paráclito», tal afirmación contiene ya la prueba positiva más importante para la inteligencia de la propia situación. El Espíritu ocupa el puesto de Jesús. Expresado del modo más simple, diríamos: los discípulos ya no podrán preguntar directamente a Jesús; ya no es posible un planteamiento retrospectivo de si la comunidad había entendido adecuadamente a Jesús o a los discípulos. Mas la comunidad puede confiarse al Espíritu de Jesús, puede y debe aprender, y desde luego, confiando en la palabra transmitida, a entender de nuevo a Jesús desde el Espíritu, y a pensar y actuar desde su Espíritu. Mas ¿qué significa eso? Sin duda que el Espíritu de Jesús es una realidad sumamente inaprensible, que no cabe definir con toda

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precisión: «El viento 117 sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así le sucede a todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Elementos de la realidad pneumática son la inaprensibilidad, indisponibilidad y libertad (todo lo cual no se puede identificar sin más ni más con la inmaterialidad. Ciertamente que el Espíritu se manifiesta en contacto con la palabra de Jesús y su predicación por parte de la comunidad. En tal sentido lleva razón R. Bultmann cuando dice que el Espíritu es «la fuerza de la predicación de la palabra en la comunidad» 118. Si lo inefable es propio del ser y del obrar del Espíritu, con ello se afirma que tanto el creyente individual como la comunidad entera tienen sus propias raíces en lo que no cabe alcanzar. De tal suerte que, en este punto, se nos abre un espacio libre, una esfera espiritual que sólo la soberanía de Cristo, es decir, la acción del Espíritu, puede colmar; pero que, precisamente por su carácter espiritual, resulta cerrado y permanece inalcanzable por cualquier otra instancia humana, incluida la Iglesia como institución y sus mismos representantes. El Espíritu garantiza la apertura de la comunidad, concebida en principio como escatológica, y con ello garantiza aquel espacio libre del hombre, en el que debe fracasar cualquier poder del mundo. Mediante la presencia del Espíritu de Jesús también están aseguradas la libertad y la responsabilidad de la comunidad sobre sí misma. La vinculación a la persona de Jesús y a su palabra no es para la comunidad un lazo autoritario sino, bien al contrario, el fundamento absolutamente fiable e inconmovible de su libertad. R. Bultmann ha aludido con acierto a la paradoja de que justamente la palabra viva pronunciada por la comunidad sea al propio tiempo la palabra del Espíritu que actúa en la comunidad misma 119. Con ello, sin embargo, no se dice que la comunidad pueda disponer de la palabra de Jesús, de modo que cualquier manifestación caprichosa de la comunidad o de las autoridades eclesiásticas constituya por sí sola la palabra del Espíritu. Es y sigue siendo la palabra del Espíritu sólo en cuanto permanece referida a la palabra de Jesús. Kerygma y tradición de Jesús están ya dados como realidades de contenido y orientación, de forma que el Espíritu, precisamente según

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Juan, nunca puede convertirse en un fluidum oscilante, ni en fuente de caprichos y arbitrariedades.

Mediante esta vinculación pneumática con Jesús en persona la comunidad prolonga la acción de Jesús en el mundo y frente al mundo. Al igual que Jesús por su palabra introdujo la crisis del mundo como decisión y separación a la vez, así también la comunidad introducirá esa crisis por su testimonio cristiano, en cuanto que pone al oyente ante la decisión de la fe. Es evidente que la comunidad no puede asumir esa crisis por su propia cuenta. No está destinada a emitir el juicio contra el mundo; eso es única y exclusivamente asunto del propio Jesús. Si el Espíritu y la comunidad unidos continúan la obra de Jesús, lo hacen, según Juan, sobre la base de una decisión ya ocurrida, y que ya se ha establecido definitivamente por la palabra y la obra de Jesús, pero sobre todo por su cruz. A la decisión escatológica de Dios en Jesús para la salvación del mundo, nada tiene que añadir ya la predicación eclesiástica. Por eso se dice también en Juan que el Espíritu «guiará», o lo que es lo mismo descubrirá lo que ya ha tenido efecto en el acontecer salvador.

Si Juan entiende el pecado como incredulidad, es decir, si identifica simplemente incredulidad y pecado, es que no tiene en la mente un concepto moral de pecado -pecado como transgresión de un mandamiento moral divino-, sino más bien un concepto existencial profundo de pecado. Ya no se trata primordialmente de una conducta humana activa, sino de una decisión fundamental que afecta al ser del hombre, a su existencia más íntima. Para Juan la alternativa determinante está, pues, en la decisión entre incredulidad y fe. En el fondo también late para él el hecho de que el Jesús histórico fracasó con su predicación en Palestina entre sus propios connacionales debiendo acabar en la cruz, aun cuando según la concepción de la comunidad fuera inocente por completo. De este modo Jesús, como revelador de Dios, pone al hombre ante los supremos problemas existenciales, y ciertamente porque en definitiva quiere una decisión positiva en favor de la fe y, por ende, de la salvación y la vida. Según Juan, lo que

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Jesús desea es la salud del hombre, no su ruina ni su «juicio».

Mas ¿cómo se puede entender hoy ese principio teológico? Que la suprema decisión del hombre sobre sí mismo y el sentido de su vida deba consistir en la decisión entre fe e incredulidad, hay muchas veces que ya no se entiende o se desvirtúa como una exageración cristiana o eclesiástica, sobre todo cuando debe tratarse en primer término de una «fe dogmática». El lenguaje de los dogmas eclesiásticos y de la predicación tradicional le resulta tan extraño al hombre de hoy que ya no es adecuado; lo que quiere decir que ya no está en condiciones de calificar con pleno sentido el problema de la decisión como tal. En el pasado una estrecha mentalidad eclesiástica condujo con frecuencia a plantear el problema de la fe con bastante superficialidad, y muy a menudo llevó anejas unas pretensiones confesionales de poder. Por lo mismo, una preinteligencia frente al problema de la fe queda frecuentemente tan bloqueada de antemano que ya no es posible su formulación en su sentido auténtico. Asimismo es difícil discutir la existencia en el hombre de ideas, principios, reflexiones, etc., que tradicionalmente suelen designarse como un problema de salvación o un problema de sentido. La cuestión existencial acerca del sentido de la vida parece estar ligada a la existencia humana como tal. Se trata evidentemente de un dato antropológico primordial. Mas con el problema del sentido se vincula también la posibilidad de decisión; es evidente que el sentido no lo experimenta el hombre como una pura evidencia -de ser así no podría darse la experiencia contraria de la pérdida de sentido-, sino históricamente, lo que quiere decir sobre todo en conexión con la libertad de elección. Tal estructura antropológica fundamental se expresa de distinta manera en las religiones históricas. La calificación cristiana del problema del sentido es el problema de la fe, con lo que ésta se convierte en la forma suprema de experiencia. Para la tradición cristiana semejante experiencia está ligada a la revelación de Jesús. Pues eso es justamente lo que significa el concepto «revelación»: que en el encuentro del hombre con Jesús y

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su palabra se me abre el sentido supremo, es decir, «divino». En este contexto no habría que apoyarse precipitadamente en las formulaciones tradicionales, que hoy están expuestas a una mala comprensión general; más bien habría que aprender a tener en cuenta la estructura lógica humana como tal. Probablemente resultaría entonces mucho más claro que en la fe se trata de un contenido humano fundamental, del poder creer como confianza radical en el buen sentido de la vida y del mundo, a pesar de todas las experiencias en contrario. Si Jesús enfrenta al hombre con la decisión de fe, quiere decir que, como revelador del amor divino, habla al hombre en sus posibilidades vitales propias, supremas y positivas. La palabra de Jesús sacude al hombre cuando la escucha y entiende debidamente en esas «últimas posibilidades de si mismo». Y conmueve también al hombre en la crisis radical de vida, que ciertamente debe evolucionar como enfermedad no para muerte sino para vida.

Según Juan, la predicación eclesiástica debería estar en condiciones de articular la cuestión de fe como la cuestión humana del sentido, y desde el plano creyente desarrollar el enfrentamiento crítico entre revelación y cosmos. Debería motivar ese enfrentamiento desde su propio centro, es decir, desde su vinculación con Jesús. En tiempos de Juan la comunidad era consciente de su misión crítica frente al mundo y la sociedad habida cuenta de las circunstancias reales: «Para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo eso son los cristianos en el mundo. Como el alma está por todos los miembros del cuerpo, así los cristianos están diseminados por las ciudades del mundo. Cierto que el alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así también los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo... Cierto que el alma está rodeada por el cuerpo, pero es ella la que le mantiene unido; de igual modo los cristianos están como encarcelados por el mundo, mas son ellos precisamente los que le mantienen unido... En esa posición los ha colocado Dios, y ellos no tienen derecho a abandonarla» (carta-a-Diogneto, c. 6). Así describe un cristiano desconocido del siglo II las relaciones de la comunidad con el mundo. El

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destinatario del mensaje cristiano era el mundo en toda su amplitud y extensión; siempre se buscó el encuentro y el enfrentamiento crítico con el mundo. En la esencia del evangelio y de la fe cristiana debe darse el que no se dejen encajonar en un plano religioso privado, sino que han de marcar también el pensamiento y el obrar mundanos del hombre.

Pero ¿qué ocurre cuando no se llega a ese encuentro y enfrentamiento crítico? ¿Qué ocurre cuando ya no resuena claramente la oposición del mundo al cristianismo, cuando en el fondo ya no se espera absolutamente nada de la Iglesia, y no se le encuentra ningún interés? Semejante indiferencia es radicalmente peor para la Iglesia que la lucha abierta. Entonces no deberían escucharse las grandes lamentaciones; más bien habría que meditar en la palabra de Jesús: «Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le devolveréis su sabor?» (/Mc/09/50). Cuando ya no se da ese enfrentamiento crítico con el mundo, es a las iglesias en primer término a las que se les pregunta si en su vida y actuación no se han hecho «insípidas», desabridas e insustanciales hasta el punto de que ya no interesan.

En tiempos pasados se esgrimió con gusto la afirmación de /Jn/16/12-15, para hacer comprensible la formación eclesiástica de los dogmas y el desarrollo doctrinal, y también para legitimarlos bíblicamente. Esto no estaba en modo alguno injustificado, pero requiere una comprensión más matizada. Este texto joánico: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no podéis sobrellevarlas ahora», parece indicar como si antes de pascua y pentecostés Jesús hubiera querido abstenerse de formular toda una serie de afirmaciones y principios objetivos, porque la capacidad de comprensión de los discípulos todavía no le parecía lo bastante fuerte. Más tarde el Espíritu Santo habría aportado esas ideas reservadas junto con una nueva capacidad comprensiva de los discípulos, que se las habrían transmitido a la Iglesia en forma de dogmas. Pero en el texto no se trata de eso. El giro «muchas cosas» ha de entenderse ciertamente de un modo global. No indica una pluralidad de principios y dogmas particulares, sino el

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problema de la comprensión como tal en una forma de expresión oscilante y polifacética. Durante la presencia histórica directa de Jesús -así lo estima el evangelio de Juan- los discípulos entendieron la revelación siempre de un modo fragmentario y como a saltos, mas no en toda su plenitud; esto último sólo sería posible con la ayuda del Espíritu. El contexto alude explícitamente al hecho de que después de pascua el Espíritu no aportaría ninguna verdad nueva en cuanto al contenido; no hará sino honrar a Jesús y su mensaje, nada más.

También resulta claro que por «la verdad» no puede entenderse un sistema de principios doctrinales, sino un conjunto de artículos de fe. Para Juan la revelación y la verdad es simplemente Jesús. Es significativo que el cuarto evangelio sólo conozca el concepto de verdad en singular; no hay allí una pluralidad de verdades de fe. La única verdad viene dada en Jesucristo con una totalidad universal: «Pues de su plenitud todos nosotros hemos recibido: gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; por Jesucristo vino la gracia y la verdad», se dice en el Prólogo (/Jn/01/16s). La plenitud de la verdad se encuentra en Jesucristo. Y como tal no necesita de ningún complemento. Reflexionando detenidamente sobre la sentencia joánica, se advierte que la cuestión de los dogmas y de su desarrollo está en otro plano. Respecto de la verdad escatológica en su plenitud no hay ya desarrollo alguno desde su realización en Jesús de Nazaret. Esto no quiere decir que el versículo 13 afirme que la fe no necesite continuamente de la introducción o «guía a toda la verdad».

Aquí es necesaria una observación interesante. Mientras el texto griego dice «os guiará a toda la verdad» (hodegesei hymas eis ten aletheian pasan), la traducción latina de la Vulgata habla de «os enseñará toda la verdad» (docebit vos omnem veritatem). Esta última interpretación se entendió después en la tradición latino-romana en el sentido de un ministerio doctrinal. Pero existe una notable diferencia entre una «introducción a toda la verdad» o decir «él os enseñará toda la verdad».

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Aunque en Jesucristo está dada toda la verdad como tal, hay sin embargo en la historia de la fe una comprensión siempre nueva de esa verdad y, por ende, también la necesidad de continuar la exposición e interpretación de dicha verdad. Ahora bien, los dogmas tienen justamente su importancia en ese terreno de la exposición e interpretación. Nunca pueden sustituir a la revelación de Cristo, ni entrar en concurrencia con ella. Como manifestaciones lingüísticas tienen también la forma de principios, pero nunca pueden aprehender y expresar más que un aspecto determinado de la plenitud de la verdad. Esa plenitud de la verdad está siempre por encima de todos los dogmas, y por ello éstos son siempre relativos y superables. En el curso de la historia los dogmas pueden también quedar anticuados haciendo necesarios los cambios y nuevas formulaciones.

En este punto no se pueden pasar por alto el peligro, que aparece asimismo a lo largo de la historia de la Iglesia, de que en la predicación doctrinal del magisterio eclesiástico los dogmas han sido a menudo más importantes que la revelación cristiana en su forma bíblica a la que sin embargo están constantemente referidos. Según Juan, en el fondo se puede ser un cristiano creyente con muy pocas formulaciones básicas. Basta la confesión del revelador Jesucristo, el cual no es sólo una verdad parcial junto a otras verdades, sino que encarna la verdad total del cristianismo; bastan la fe y el amor. Importa la verdad en su totalidad y plenitud, no las distintas afirmaciones de fe en su multiplicidad. Pero cabe también entender y valorar las múltiples y distintas afirmaciones de fe refiriéndolas al conjunto de la verdad; en ellas sin embargo no está la salvación. La salvación es una realidad total, unitaria y única; con el retorno al evangelio en sus estructuras fundamentales y simples el creyente llega también a la unidad de sí mismo, a la identidad en la fe que se indica con el concepto de salvación. Cabe, pues, defender que en el mundo finito e histórico del hombre puede darse una multiplicidad de principios e interpretaciones diferentes de la fe cristiana, una pluralidad legítima de exposiciones de lo cristiano; pero que es necesario ver en su conexión con la

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totalidad y plenitud originaria, y sólo desde ella alcanzan su sentido.

Y queda sólo por mencionar un último punto de vista: el Espíritu anunciará el futuro, creando en la comunidad de Jesús un carisma profético. El cristianismo primitivo conoce el nuevo despertar de la profecía. En las primeras comunidades cristianas había profetas y profetisas 121. Se consideran profetas los hombres y mujeres llenos de Espíritu, que disponen de la palabra. Se supone también que frecuentemente, en los comienzos, los carismáticos proféticos constituían las fuerzas rectoras más importantes en las comunidades, hasta que poco a poco fueron ocupando su puesto los ministros jerárquicos institucionalizados: los presbíteros y el obispo. Es verosímil que la tarea capital de los profetas neotestamentarios fuera explicar a los otros el mensaje y tradición de Jesús, acomodándolos a las nuevas circunstancias. Ciertamente que no se pueden establecer grandes diferencias entre el profeta y el maestro. El ejemplo clásico de semejante reinterpretación profética del mensaje de Jesús es el evangelio de Juan. ¿Qué ha hecho «Juan», el autor de ese evangelio? No sólo ha recogido y ordenado la tradición antigua que ha llegado a sus manos, sino que se ha atrevido a proclamar el mensaje de Jesús en un lenguaje completamente nuevo, con conceptos y palabras de nuevo cuño; conceptos que eran familiares a sus oyentes, de modo que podían entender y asimilar el mensaje. De este modo acomodó, ante todo, al mundo helenístico el mensaje de Jesús. Los griegos cultos que, como Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes, entraron en el cristianismo, quedaron muy especialmente impresionados por la doctrina de este evangelista.

Con ello Juan llevó a término en su época una tarea que se plantea de modo parecido en todos los tiempos. Su ejemplaridad no está, pues, únicamente en el contenido ni en que como autor inspirado proclama con plena autoridad el mensaje cristiano, sino también, y más aún, en cómo lo hace con una libertad e independencia espiritual es realmente inauditas. Es evidente que la profecía libera el

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mensaje cristiano de las trabas y gangas de un tradicionalismo anquilosado. Su misión consiste, sobre todo, en conectar el mensaje cristiano con la propia época, con sus experiencias y tareas, y exponerlo a los hombres de cada tiempo. Si el mensaje ha de mantenerse vivo o recuperar su vitalidad, la Iglesia tiene necesidad de la profecía pneumática y soberana en todos los tiempos y muy especialmente hoy.

Se comprende que la profecía no pueda identificarse sin más ni más con la teología, aunque podría admitirse que cualquier teología viva contiene un elemento profético. Pero, en general, el espíritu profético no va ligado a ningún ministerio; piénsese, por ejemplo, en hombres como Kierkegaard o Reinhold Schneider; es, por el contrario, un «espíritu libre» que se expone a las experiencias a menudo dolorosas de su propio tiempo y del mundo. La profecía auténtica contiene, sobre todo, un elemento, que hoy resulta frecuentemente sospechoso, a saber, la referencia al kairos, la penetración en el espíritu de la época, en la exigencia irrepetible de la hora presente. El espíritu profético tiene la audacia de poner el evangelio en contacto con el espíritu de la época, de una manera crítica o simpatizante. Pues si el grano de la palabra no se siembra en el campo del tiempo no puede llevar fruto alguno.

De este modo el espíritu profético viene alentado tanto por el evangelio, la palabra viva de Dios, como por las esperanzas, corrientes e ideas de su tiempo; lo que a menudo le puede poner en la penosa situación de no ser comprendido adecuadamente ni por los «piadosos» ni por el resto de sus coetáneos. Hay, pues, que contar con que el espíritu profético, al igual que ocurrió con los profetas del Antiguo Testamento, se presente bajo el signo de una crítica radical. Pero su misión es la de descubrir la oposición entre el mensaje y la realidad lamentable de la Iglesia y del mundo. ............... 117. La palabra griega pneuma tiene, como el hebreo ruah y el latino spiritus, el doble significado de «soplo» y de «espíritu» (Martin Buber había del «ruido del espíritu»). 

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118. BULTMANN, Johannes, p. 476. 119. Cf. BULTMANN, o. cit., p. 432. 121. Cf. Hch 2,17s; 19,6; 21,9; Rom 12,6; ICor 12,10; 13,2.8; 14,6.22; ITs 5,20; Ef 2,20; 3,5; 4,11................................

5. PROMESA DEL RETORNO DE JESÚS (Jn/16/16-22)

16 «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.» 17 Algunos de sus discípulos comentaban unos con otros: «¿Qué es esto que nos está diciendo: "Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver», y "porque me voy al Padre"?» 18 Preguntábanse, pues: «¿Qué es eso que dice: "dentro de poco»? No sabemos de qué habla.» 19 Conoció Jesús que querían preguntarle y les dijo: «¿Estáis indagando entre vosotros eso que dije: "Dentro de poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver»? 20 De verdad os lo aseguro: Vosotros lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; vosotros estaréis triste, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. 21 Cuando la mujer va a dar a luz siente tristeza, porque llegó su hora; pero apenas da a luz al niño, no se acuerda ya de su angustia, por la alegría de haber traído un hombre al mundo. 22 También vosotros sentís tristeza ahora; pero yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la quitará.»

Repetidas veces hemos aludido al tema de la reinterpretación de la espera de la parusía en el cristianismo primitivo 122; pero hemos de recogerlo aquí otra vez. El texto nos muestra lo apremiante que debió de ser realmente en la Iglesia el problema del retraso de la parusía hacia finales del siglo I: «La situación caótica del paso del cristianismo primitivo y apostó1ico al primer catolicismo lo vivió la conciencia cristiana de la época como una crisis peligrosa, en la que estaba amenazado de destrucción el depósito de la fe, transmitido desde el principio y con él la Iglesia». Aun cuando tal formulación pueda expresar el estado de cosas con cierta exageración, difícilmente se puede poner en duda que el paso

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representó una auténtica crisis. Pero lo importante aquí es que Juan intenta resolver el problema de la espera inmediata desde planteamiento cristológico. Su respuesta está condicionada total y absolutamente por la idea de la salvación escatológica realizada ya en Jesucristo, por la idea de la presencia de la salvación, que por ser una presencia escatológica incluye a la vez el futuro escatológico. Este planteamiento teológico está para Juan en el kerygma de la cruz y resurrección, o de la «exaltación y glorificación de Cristo». Así le fue posible mantener la idea del retorno de Cristo y darle un nuevo sentido. Sólo entendemos adecuadamente la sección 16, 16-22, si la tomamos en serio como una interpretación joánica y si renunciamos a cualquier tentativa de referirla al Jesús terrenal. Esa referencia a Jesús aquí sólo puede tener una importancia objetivo-teoligica, de modo que la fe en el Cristo exaltado y glorificado brinde también la posibilidad de una nueva comprensión del retorno de Cristo.

El texto empieza en el versículo 16 con una afirmación enigmática de Jesús: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver...» Se trata de dos pequeños intervalos. A Juan le gusta esta manera de hablar enigmática, frecuentemente de doble sentido, porque con ello quiere llevar a los lectores a determinados problemas, que a él le parecen importantes. La ambivalencia está a menudo en conexión, como en nuestro caso, con el recurso estilístico del no entender. A Juan le interesa llevar a sus lectores a una comprensión nueva y más profunda de un objeto conocido, que aquí sería el retorno de Jesús. Tradicionalmente se habría concebido el regreso de Jesús como un volver a verle, como una esperanza de contemplar al Jesucristo exaltado y celeste, que vendrá con el poder y gloria divinas. En lTes 4,13-18 Pablo ha descrito esta concepción con gran plasticidad y dramatismo (cf. también Flp 4,20s). No con tanto dramatismo pero de manera bastante parecida en cuanto al fondo, se dice en la carta primera de Juan: «Queridos míos, ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado qué seremos. Sabemos que, cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es» (lJn 3,2). Posiblemente

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se trata aquí de un complemento, si es que no de una corrección de la idea defendida en el cuarto evangelio. Esa tradición era, pues, anterior a Juan, de tal modo que aún podemos rastrear bastante bien el proceso interpretativo al que él recurre. El giro «dentro de un poco» recoge el uso lingüístico de la espera inmediata (cf. Ap 22,20: «Dice el que da fe de estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!»), y lo expone de un modo completamente nuevo: falta todavía un poco de tiempo hasta que Jesús se vaya definitivamente, con su pasión y muerte, y otro poco de tiempo para volver a verle; con lo que el evangelista piensa primordialmente en la pascua y las apariciones pascuales. Como ninguna de ambas cosas se menciona explícitamente, sino que de un modo evidentemente intencionado se sobreentienden, el evangelista persigue sin duda un propósito fundamental. También en él sigue abierta por completo la cuestión del término, como en toda la literatura neotestamentaria.

La ignorancia de los discípulos (v. 17-18) subraya una vez más el problema al que Juan quiere dar respuesta. Sorprende, no obstante, que los discípulos no sólo no entiendan el volver a verle y que lo discutan -«No se dirigen expresamente a Jesús, sino que en cierto modo ya están abandonados por él» 125-, sino que también se pone a debate el giro «me voy al Padre». Se trata, pues, una vez más de todo el complejo de la partida de Jesús, y de su significado para la comunidad de los discípulos. Al propio tiempo hay una alusión del evangelista al hecho de que ambos elementos, el volver a verse y el ir al Padre coinciden objetivamente. Con ello queda claro que Juan enlaza el volver a ver a Jesús con la pascua.

La respuesta de Jesús (v. 19-22) aclara el sentido de l a sentencia de momento totalmente oscura. El reproche a la falta de inteligencia de los discípulos (v. 19) es de estilo convencional. El versículo 20 se refiere directamente a la situación inmediata de la muerte de Jesús y al estado consiguiente condicionado por su ausencia. La muerte de Jesús afecta asimismo a la situación de los discípulos, que se caracteriza precisamente por su ausencia, con lo cual la

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comunidad se encuentra en el mundo sin el apoyo externo de Jesús, estando así expuesta a los ataques, la tristeza, las acusaciones, la tribulación y el desconcierto (cf. 16,4b-6). En cierto modo Juan contempla, de una sola mirada, la situación de los discípulos en la muerte de Jesús y la situación de la comunidad. Esta deberá contar siempre con tal situación y siempre deberá afrontarla con renovadas energías. Se encontrará sobre todo con el fenómeno singular de la alegría del mundo incrédulo: «el mundo se alegrará» por pensar que ha vencido y eliminado definitivamente a un revelador de Dios que le resultaba tan incómodo. Frente a la fe, el mundo muestra aquel sentimiento de superioridad, que le hace mirarla despectivamente por encima del hombro y equipararla poco más o menos con la estupidez y la escasez de luces. También con eso debe contar la fe e intentar enfrentarse. Pero -y esto es en definitiva lo determinante- la fe no está sola frente a tales ataques: tiene una promesa con la que no podía contar: «Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (cf. 20,20: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»). Ciertamente que los ataques, la tribulación y la tristeza son para los creyentes circunstancias que pertenecen a su estar en el mundo y con los que siempre habrán de contar. Pero en tal situación tienen la promesa de que su tristeza se trocará en alegría.

La comparación de la situación de los discípulos (v. 21) con la situación de una mujer en trance de dar a luz, que siente «tristeza» o mejor dolores antes de nacer el hijo, pero que después del alumbramiento se alegra por el recién nacido, enlaza ciertamente con una experiencia humana universal; pero en este caso podría tener un significado particular. Para Juan la cruz y resurrección de Cristo como acontecimiento salvífico de índole mesiánica representan el cambio de eones. Pero, además, el judaísmo conoce la expresión «los dolores mesiánicos» para indicar el tiempo de tribulación inmediatamente anterior al fin. Una sentencia del rabino Yizhak (ha. 300 d.C.) suena así: «El año en que el Rey, el Mesías, se manifestará, todos los reyes de los pueblos del mundo se levantarán unos contra otros (para la lucha)... Y todos los pueblos del mundo,

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víctimas de la ofuscación y el desvarío caerán sobre su rostro y lanzarán gritos como los gritos de una parturienta. También los israelitas caen en la confusión y la perplejidad y dicen: ¿Adónde iremos y adónde podemos llegar? Y Dios les dirá entonces: Hijos míos, no temáis, todo cuanto yo he hecho lo he hecho por vosotros. ¿Por qué teméis? No temáis; éste es el tiempo de vuestra redención». En esta sentencia rabínica se habla y consuela a los israelitas de modo similar a como se habla a los discípulos en Juan. Podría ser que el cuarto evangelio hubiera recogido la idea de los dolores mesiánicos, pero interpretándola a la vez en un sentido cristológico: el tiempo de la tristeza y tribulación se entiende ahora de cara a la pasión y cruz de Jesús, mientras que la alegría escatológica empieza con la pascua. Así también para los discípulos el tiempo presente es un tiempo de tristeza (v. 22). Su experiencia del mundo se entiende desde la pasión de Cristo.

Mas sigue de inmediato la promesa: «Pero yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la quitará.» Aquí sorprende ante todo que Jesús mismo sea el sujeto desencadenante del volver a verse, mientras que en el versículo 16 son los discípulos quienes volverán a verle. El problema, ligado a la espera inminente y al volver a ver a Jesús, no pueden resolverlo, según Juan, los discípulos, sino sólo el propio Jesús. El tiempo y hora están aquí, a diferencia de los sinópticos, en manos por completo de Jesús. Jesús viene cuando él quiere venir; se deja ver cuando quiere; es él quien decide el instante y el modo de su presencia y aparición. Tampoco de cara a la parusía puede la comunidad disponer de Jesús. Si ahora Juan enlaza parusía y pascua, ello no cambia en nada el estado de cosas fundamental, pues justamente la aparición del resucitado está en la soberana libertad de Jesús, en su iniciativa divina. Y así se promete a la comunidad que volverá a ver a Jesús.

Jesús no dejará a los suyos en la estacada; volverá a verlos. Con ese reencuentro va también vinculada para ellos la experiencia de la alegría colmada y que ningún poder del mundo hará desaparecer. Si el «corazón» se alegra, se

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alegra todo el hombre desde su raíz más profunda. Y si la alegría no les puede ser arrebatada, es que se trata de la alegría escatológica que nunca se acaba, de la alegría eterna. Esa alegría eterna eliminará además todas las tribulaciones, ataques y perplejidades. Se indica con ello lo que el regreso de Jesús representa para la comunidad. Según Juan, desde pascua se da esa experiencia del retorno de Jesús. En su grandiosa perspectiva, pascua, pentecostés y parusía constituyen una unidad intrínseca; se trata de elementos o aspectos diferentes de aparición y regreso de Jesús a los suyos.

Según Bultmann, el evangelista «habría utilizado las ideas y esperanzas del cristianismo primitivo para señalar los estadios por los que debe pasar la vida del creyente, y en los que también puede fracasar». Esto no es falso, pero es necesario verlo con ciertas modificaciones. Juan debía solucionar ante todo un problema que le inquietaba a él y a su comunidad: el problema del retraso de la parusía. Él lo ha concebido cristológicamente del medio al fin: la cruz y resurrección son para él el cambio de eón, de tal modo que también desde ahí los dolores mesiánicos experimentan una nueva valoración. Los discípulos están ya en el tiempo de la tribulación escatológica y ése se convierte en elemento estructural de la fe en el mundo. Pero en la fe de la resurrección, en la predicación, la esperanza y la alegría experimentan a la vez el retorno liberador y redentor de Jesús, que como la llegada siempre nueva del glorificado en la comunidad define el presente de ésta. ............... 122. Cf. sobre todo 14,18-20. .............

MeditaciónEl problema, formulado con los conceptos «espera inmediata», y «retraso de la parusía», apenas merecía antes atención en la teología católica. Aquí ha sido sólo la exégesis moderna la que aprendió a percibir el planteamiento del problema y a reflexionar críticamente

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sobre el mismo. El impedimento principal era antes la interpretación dogmática del conocimiento de Jesús como participación en la omnisciencia de Dios. Según ese postulado dogmático era ciertamente imposible atribuir un desarrollo a la conciencia del Jesús terrenal, y menos aún afirmar un error del propio Jesús. Se pensaba más bien que en este caso que, si Jesús se había equivocado realmente una sola vez, correría peligro la credibilidad de toda la revelación divina en el Nuevo Testamento. Todavía en este siglo famosos teólogos, entre los cuales K. Rahner, se han atormentado por solucionar el problema especulativamente mediante interpretaciones, complicadas en extremo, del conocimiento de Jesús. La exégesis entre tanto, y sobre la base de ciertos textos, deduce que Jesús esperaba la pronta llegada del reinado de Dios y así lo había proclamado. Según estas palabras de Jesús en /Mc/09/01: «Os lo aseguro: hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean llegado con poder el reino de Dios», consideradas hoy por hoy por muchos exégetas como palabras auténticas de Jesús, se acepta en buena medida la conclusión de que el Jesús terrenal se habría equivocado respecto de la pronta llegada del reino de Dios. Así al menos lo juzgará el lector moderno. Exactamente lo mismo cabe decir de la comunidad postpascual cuando, como en el caso inequívoco de Pablo (cf. lTes 4,13-18; lCor 15), ha esperado el inminente retorno de Cristo, la parusía de Jesús como Hijo del hombre. También la comunidad se equivocó en este punto. El planteamiento crítico del problema del retraso de la parusía es ya perceptible en los escritos neotestamentarios. En cierto aspecto los evangelistas Mateo, Lucas y Juan conciben su evangelio (¡naturalmente no de un modo exclusivo!) como una respuesta a esa cuestión. La tradición escrita del mensaje de Jesús constituye precisamente un signo de que se produce gradualmente un cambio en el sentido de que la breve espera de la parusía se substituye por una espera inmediata, espera a largo plazo. Pero ello significa que se ha reconocido el error de la espera inminente como tal; lo que hace que también en otros puntos haya que contar con errores, para corregirlos de forma abierta o tácita. Eso es lo que han hecho

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exactamente también los evangelistas; en lo cual se pone de relieve que, no obstante su patente reconocimiento de la autoridad divina de Jesús, no la consideran de un modo tan rígidamente dogmático como las épocas posteriores. El cálculo erróneo de Jesús no representaba para ellos menoscabo alguno de su autoridad divina. !y ello quiere decir además que en ese error de Jesús y de la comunidad primitiva no han visto ninguna objeción grave y de principio contra el mensaje cristiano.

Para ello era una ayuda el que ni en el mensaje de Jesús ni en la predicación postpascual de la comunidad no se consignase ningún término concreto para esa espera inminente. No se estableció fecha alguna a la que estuviese ligada la comunidad. De este modo se estaba a salvo de dificultades suplementarias. Por lo demás es significativo que el problema de la espera inmediata condujera más tarde a dificultades insalvables principalmente allí donde se intentó convertir la cristología en un sistema teológico irrebatible. En realidad la espera inminente es una señal de la radical apertura e indisponibilidad del futuro escatológico, así como un indicio del verdadero carácter histórico de la predicación cristiana.

Se suma a esto que la comunidad se ha sentido cada vez más fuertemente vinculada al hecho de que Jesucristo ha venido ya; ahí tenía un vigoroso apoyo y ya no estaba orientada sólo hacia el futuro. O dicho de otro modo, también el futuro del reino de Dios llevaba ahora, como lo indica la espera del retorno de Jesús, los rasgos del Hijo del hombre que era Jesús de Nazaret. Ahora se trata de la venida de Cristo, y hemos visto cómo Juan entiende esa venida: como una venida por el Espíritu, en la palabra, en la liturgia de la comunidad, etc. Esa venida es la que verifica a la comunidad.

Y aún hay que mencionar otro punto. Desde Nietzsche se habla de «la muerte de Dios», o de que vivimos en una época de «ausencia de Dios». Entre tanto se proclamó también la «teología de la muerte de Dios», que ahora parece haber retrocedido un tanto, sin que se haya

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reflexionado con mayor precisión sobre sus principios básicos. Es curioso que en este contexto jamás se haya hablado del problema de la ausencia de Jesús, formulada por Juan, aun cuando se trate ahí de un problema decisivo de la comunidad y de la fe. La ausencia de Dios y la ausencia de Jesús están en la misma linea; por otra parte, la experiencia de una presencia de Jesús es también la señal de la nueva presencia de Dios. Si es cierto que la proclamación del evangelio en toda su plenitud puede proporcionar la experimentación de la presencia de Jesús, habría que dar a esa circunstancia el máximo alcance. La manifestación o regreso de Jesús jamás tiene para la fe el carácter de una demostración espectacular, de una visión; cuando ocurre es siempre como sobre alas de paloma. Permanece velada bajo la forma de la palabra, del Espíritu, de los sacramentos, del compromiso amoroso de los hombres entre sí. De ahí que la tribulación y la perplejidad pertenezcan también a la experiencia de fe, pues la fe es un movimiento vivo del hombre histórico. De ahí que se mantenga también la promesa: «Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» y «esa alegría nadie os la quitará». Hay toda una serie de testimonios, tomados por ejemplo de la resistencia al nacionalsocialismo, en que frente a los mayores peligros y tribulaciones, inmediatamente antes de morir a manos del verdugo, hubo quien proclamó tener el corazón henchido de alegría.

Una de las más bellas meditaciones sobre el texto de /Jn/16/16-22 la ha trenzado la poetisa Annette von Droste Hulshoff, en su ciclo Das geistliche Jahr, en el domingo tercero después de pascua, en que describe la experiencia moderna de la ausencia de Dios y la experiencia de su amoroso retorno. Las dos estrofas últimas de la poesía dicen así:

Sobre lo alto del monte se alzó un profeta, que te buscaba como yo: entonces la rama de un abeto gigante desató una tempestad y el fuego invadió las cimas, pero el huésped del desierto permaneció impasible.

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Alentó entonces como un suave soplo, y tembloroso y vencido se hundió el profeta, y lloró fuerte porque te había encontrado. Y como tu soplo me ha anunciado lo que ocultaba la tempestad y el relámpago no había iluminado, por ello me mantendré firme.

¡Ah, mi ataúd ya se ensancha y cae la lluvia sobre el lugar de mi sueño! Como humo desaparecerán entonces los esquemas nebulosos de la vana sabiduría. Entonces yo también veré claro y nadie me arrebatará mi alegría.

6. LA CLARIDAD DEL DíA DEL SEÑOR (Jn/16/23-28)

La sección se divide en cuatro sentencias que describen la situación escatológica, que para el creyente vendrá dada con el regreso de Cristo. a) Versículo 23a: acabarán las preguntas; b) v. 23b-24: certeza de que será escuchada la oración en nombre de Jesús; c) v. 25-27: claridad de la existencia creyente; d) el versículo 28 forma en cierto modo un principio doctrinal «conclusivo», «como referencia al trasfondo sobre el que deben contemplarse los discursos y conversaciones».

23a «Aquel día no me preguntaréis ya nada.»

El versículo dice que «aquel día», es decir, el día del retorno de Jesús, habrán terminado todas las preguntas para los discípulos. «Aquel día» es una manera de hablar apocalíptica (cf. el Dies irae dies illa de la antigua misa de requiem). El giro, tomado de la tradición veterotestamentaria, indica originariamente el «día de Yahveh» y, más tarde, el día del juicio escatológico131. La tradición del Nuevo Testamento enlaza la espera del retorno de Cristo con la representación del juicio final, en la que por lo demás la esperanza de la redención y consumación definitiva del mundo por la «venida de Cristo en gloria» hace pasar a un segundo término la idea del

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juicio y castigo divinos. Ese centro de interés no siempre se mantuvo más tarde, de tal modo que el juicio final vuelve a pasar decididamente al primer plano frente a la esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y, con ella, de la salvación para todo el mundo. Así pues, para la primitiva concepción cristiana «aquel día» es el día de nuestro Señor Jesucristo132. Juan conoce el giro por la tradición; pero «aquel día» es para él el del retorno de Cristo, que empieza con pascua y pentecostés. De ese modo ha desmitificado Juan la escatología tradicional, en la que ciertamente sólo ha visto con mayor claridad algunas consecuencias, que en el fondo ya están inclusas en el mensaje de Jesús acerca de la proximidad del reino de Dios, pero que también están expuestas en Pablo. Mediante la nueva manera postpascual de la presencia de Jesús en «Espíritu» y en la comunidad, «aquel día» es ya una presencia para los creyentes. Al hablar en futuro, de acuerdo con su ficción literaria «aquel día no me preguntaréis ya nada», el evangelista alude en realidad a lo que para los creyentes ocurre ya ahora.

¿De qué se trata? La sentencia (v. 23a) enlaza con la última palabra del v. 22: «Y esa alegría nadie os la quitará.» Allí se trataba de la alegría escatológica, prometida a la fe; más aún, que ya ha sido otorgada. Si esa alegría, que completa la naturaleza de la felicidad escatológica, termina con todas las preguntas, es que se trata de la alegría de aquí abajo. «Pero ésa es justamente la situación escatológica: ¡nada de preguntas ya! En la fe, la existencia ha logrado su exposición inequívoca, porque ya no se expone sólo desde el mundo, y por ello ha perdido su carácter enigmático». Hasta ahora los discípulos siempre habían tenido que dirigirse a Jesús preguntándole (cf. 14,5.8.22; 16,17s); había preguntas y malas interpretaciones. Ello demuestra que el interrogatorio y la falsa interpretación debe marcar en Juan una frontera de principio, justamente aquella frontera que distingue y separa el mundo, el cosmos -y por ende también la conducta y el pensamiento mundanos- del revelador de Dios y sus palabras. En este sentido el preguntar es la señal del hombre con una orientación mundana, una señal de su impulso en la búsqueda de su verdadera felicidad. Cuando cesa el preguntar, significa

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que el hombre ha entrado ya en el campo de la total verdad divina y de la alegría completa. ¿Qué campo es ése? Es la dimensión del amor divino, del que Jesús aparece como testigo, revelador y mediador. Ese amor se ha manifestado en Jesús especialmente en su muerte. Allí ha tenido efecto el cambio de eón; desde entonces está presente en el mundo el eskhaton; el retorno de Jesús se realiza una y otra vez, siempre que el hombre se abre con fe a la palabra de Jesús y se deja dirigir por ella (PARUSIA/FE). Entonces podrá también vivir la experiencia de que en la fe ha llegado a su término una determinada manera de preguntar, en el sentido de la famosa palabra de ·Agustín-san: «Tú mismo nos indicas que alabarte es alegría, pues nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te, Confesiones I,1). ............... 131 Cf. Am 5,16 20; Jl 2,1-11, Zac 12,1-11. 132 Cf. Mc 12,32; Mt 7,22; 24,38; Lc 6.23: pero sobre todo Pablo en 1Cor 1,8; 3,13; 5,5; 2Cor 1,14; Flp 1,6; Rm 13,12s. ...............

23b «De verdad os aseguro que si algo pedís al Padre, os lo dará en mi nombre. 24 Hasta ahora nada pedisteis en mi nombre, pedid y recibiréis y así vuestra alegría será enteramente colmada.

Una vez más se habla de la oración en el nombre de Jesús (cf. 14,13-14 y la explicación dada allí). También en el presente pasaje se promete a esa oración la certeza de que será escuchada. Si los discípulos piden algo al Padre «en nombre de Jesús», él se lo concederá ciertamente. Con la anotación de que «hasta ahora nada pedisteis en mi nombre», también la plegaria de los discípulos, y con ella en el fondo toda oración cristiana, queda inserta en la nueva situación escatológica. En cierto modo -según lo indica la inmediata oración de despedida de Jesús (c. 17)- participa de las relaciones de Jesús con Dios y, en consecuencia, también de la acreditación del propio Jesús por parte de Dios Padre. Mas no se trata en primer término de los efectos psicológicos ni tampoco objetivos de la oración, sino sobre todo de la estructura de las relaciones

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cristianas con Dios que se expresa en la oración. Según Juan, en la oración aparece la permanente función reveladora y mediadora de Jesús. Además, las afirmaciones joánicas aluden, por encima de la oración, a una dimensión de la plegaria en que ya no ocupan en modo alguno el primer plano las determinadas cosas particulares, los objetos o deseos de la oración de petición, donde el pedir ya no se puede entender como un conjuro mágico de la divinidad, sino que más bien llega a ser participación en una conversación divina, el diálogo entre el Hijo de Dios, Jesús, y su Padre donde, por consiguiente el lenguaje totalmente desinteresado constituye como tal el sentido y contenido de toda oración. Ahí la comunión divina en sí misma es el contenido de la oración; dicho de otro modo, la plegaria pasa a ser aquel acontecimiento en que se realiza de manera decisiva la comunión del hombre con Dios. Cuando eso ocurre, la pregunta de qué se sigue de la oración ya no tiene lugar. Pues, también aquí se trata de la alegría colmada, de la felicidad escatológica. Los discípulos que oran así, «recibirán», sin que importe en modo alguno lo que vayan a recibir en concreto. Lo decisivo es el hecho de la escucha, la respuesta de Dios: «Aquí estoy», como tal, que el orante experimenta por medio de la alegría.

25 «Os he dicho esto por medio de figuras. Llega la hora en que ya no os hablaré por medio de figuras, sino que os anunciaré lo relativo al Padre con toda claridad. 26 Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; 27 porque es el Padre mismo quien os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios.»

Lo que aquel día de gozo escatológico, que es el retorno de Jesús, aporta a los discípulos y se lo hace patente ya ahora, es la perfecta claridad de la existencia creyente, y la aneja inmediatez de los discípulos a Dios.

La claridad de la que aquí se trata, viene indicada mediante la oposición de hablar con figuras enigmáticas (griego paroimia) y un lenguaje abierto, sin metáforas y directo (griego parresia). Hasta ahora Jesús había hablado a los

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discípulos en imágenes. El vocablo griego paroimia designa originariamente la figura retórica de un proverbio convincente y ejemplarmente esclarecedor. «Presenta en una forma breve y atinada una sentencia empírica de la sabiduría popular». Por el contrario, las sentencias figuradas del evangelio de Juan resultan oscuras e incomprensibles para los oyentes. Provocan las malas interpretaciones con que ya nos hemos tropezado algunas veces. En 10,6 se designa como tal lenguaje enigmático el discurso del buen Pastor o de la puerta: «Este ejemplo ( = paroimia) les puso Jesús, pero ellos no entendieron lo que quería decirles.» Pero en nuestro pasaje lo que se califica de lenguaje oscuro y enigmático es todo el lenguaje de Jesús durante su existencia terrena. Al evangelista le interesa evidentemente una característica general del lenguaje revelador de Jesús, y por lo mismo también una comprensión general del Jesús histórico desde su perspectiva. En él esa comprensión general ha conducido a un principio constructivo técnico-literario de su evangelio. De hecho el libro constituye, en buena parte, una colección de figuras metafóricas, que Jesús descifra con el recurso de las malas interpretaciones y su solución. No hay duda que para Juan es siempre y únicamente la fe, en unión con el Espíritu, la que proporciona la inteligencia recta de sus discursos: «El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (6,63).

Con razón se ha aludido al hecho de que «el oscuro lenguaje metafórico» de Juan no debe intercambiarse ni confundirse con los discursos en parábolas de los sinópticos. Las parábolas sinópticas tienen otra forma literaria así como una función didáctica totalmente distinta. Se refieren las más de las veces a una situación concreta, que hay que crear y cambiar conscientemente. Por el contrario, el lenguaje figurado de Juan contiene sin duda un «elemento dualista», que recuerda más bien la mentalidad platónica. Así, por ejemplo, las designaciones «pan», «agua», «luz» y «pastor» sugieren distintos significados; pueden emplearse como palabras simbólicas, y en el contexto joánico aluden a un «pan de vida», al «agua

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viva», a la «verdadera luz» y al «buen pastor». La polivalencia de algunas palabras o de sentencias enteras la introduce el evangelista de manera intencionada. Las interpretaciones equivocadas apuntan al ámbito del mundo y de la incredulidad. Que los discípulos o los judíos no entiendan correctamente una palabra de Jesús para Juan no es en definitiva un indicio de falta de inteligencia, sino señal de incredulidad o de una disposición deficiente para creer. La oscuridad del lenguaje responde a la existencia humana no iluminada y prisionera del cosmos y sus criterios. A la inversa, la fe comprende el verdadero sentido del lenguaje metafórico, porque responde como «existencia escatológica» a la comprensión de la verdad escatológica del revelador. En la hora de la glorificación de Jesús y de su retorno cesa el oscuro lenguaje en figuras y entra en su lugar la noticia abierta del Padre.

El concepto de parresia = apertura, franqueza, «alegría» (así traduce la palabra M. Lutero), especialmente en conexión con el lenguaje, abarca toda una serie de elementos. En su origen designaba el derecho a hablar libremente en la asamblea popular de la ciudad antigua, que sólo competía al ciudadano nativo y libre. Se trataba de un derecho político. En los Hechos de los apóstoles se designa con ese vocablo la franqueza y audacia en proclamar sin temor el mensaje de Jesucristo ante la opinión pública o las autoridades judías, o paganas 138. También en Juan el concepto se refiere en buena parte a la opinión pública ante la que Jesús comparece, pero también al modo con que Jesús habla «ante el mundo»; a saber, sin impedimento, libre y abiertamente, más aún incitando y hasta escandalizando 139. Así dice Jesús en el interrogatorio ante el sumo sacerdote Anás: «Yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada hablé clandestinamente. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han oído, a ver de qué les hablé; ellos saben bien lo que yo dije» (18,20-21). Según esta respuesta la apertura del lenguaje de Jesús era cosa de siempre. Una ojeada al Evangelio enseña al respecto que Jesús no ha silenciado nada esencial a la opinión

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pública judía, para decírselo sólo en privado a los discípulos o comunicárselo como una especie de doctrina secreta. De acuerdo con ello, ni siquiera la hora escatológica, en que Jesús «anuncia lo relativo al Padre con toda claridad», puede aportar nada realmente nuevo, pues Jesús ya ha hablado siempre del Padre. Con lo cual resulta perfectamente claro que no se trata en primer término de una comprensión intelectual de las palabras de Jesús. «Precisamente debe quedar claro para los discípulos que es necesaria la inserción de la existencia para entender esas palabras». Sólo en el compromiso de la fe será posible la comprensión.

Pero hay que dar un paso más. Juan separa temporalmente el hablar en imágenes oscuras («figuras») y el lenguaje abierto («con toda claridad»), constituyendo la hora o aquel día la línea divisoria entre ambas modalidades de lenguaje. La «hora» es aquí la de la exaltación y glorificación de Jesús, que hace posible un nuevo tiempo presente salvífico y ya escatológico. Como lo demuestra una ojeada a todo el evangelio, en él se encuentran siempre entrelazados el lenguaje enigmático y el hablar franco, de tal forma que propiamente no se puede establecer una división temporal. Esto quiere decir a su vez que la auténtica frontera es una verdad de índole objetiva. Se trata de una yuxtaposición o mezcla de ambos modos de hablar. La claridad y apertura del lenguaje de Jesús sólo podrá lograrse con el progreso de la fe, que no es una posesión fija, sino que debe desprenderse renovadamente del lenguaje oscuro. Sólo con el «retorno de Jesús» se llega cada vez más a esa claridad, cual si siempre se estuviera de paso. En tal forma la oposición entre lenguaje oscuro y lenguaje abierto señala algo que la fe siempre habrá de afrontar en el mundo.

La aneja parresia, la alegría y franqueza, apuntan además a otra cosa: al trato libre, sin trabas y espontáneo de los discípulos con el Padre. En la hora escatológica de «aquel día» ciertamente que los discípulos seguirán rogando al Padre «en nombre de Jesús», pero ya no necesitarán para entonces de la intercesión y apoyo de Jesús. Y el fundamento está en esta afirmación: «porque es el Padre

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mismo quien os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios» (v. 27). Aflora aquí una vez más la idea del amor divino, como el núcleo más profundo de la inteligencia joánica de la revelación. Por su vinculación con Jesús en fe y amor, los discípulos serán, exactamente igual que él, «objeto» del amor divino. Y si ya los discípulos no necesitan de Jesús como intercesor y mediador ante el Padre, no es más que una forma de decir que la conexión de la fe a la persona de Jesús en modo alguno sitúa a los discípulos en una posición subordinada de menores de edad, sino que más bien se les equipara a Jesús, poniéndoles en una inmediatez con Dios similar a la de aquél. Juan recoge una idea que ha encontrado distintas formas de expresión en el Nuevo Testamento.

La manera con que Jesús hablaba de Dios como el Padre (abba) contribuyó evidentemente a que el cristianismo primitivo concibiera su propia situación religiosa como una verdadera emancipación, a diferencia del judaísmo, primero y del gentilismo después. Así, por ejemplo, dice Pablo (Gál 3,26-28): «todos, en efecto, sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.» Y más adelante: «Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba!, ¡Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por Dios» (Gál 4,6-7; cf. también Rom 8,15; Heb 2,10). Del libre acceso a Dios habla asimismo la carta a los Efesios: «Porque, por medio de él -se refiere a Cristo crucificado y exaltado- los unos y los otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre. Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que compartís la ciudadanía del pueblo santo y sois de la familia de Dios...» (Ef 2,18-19).

En este último texto se destaca claramente el elemento político: los cristianos son ciudadanos de la nueva y escatológica ciudad de Dios, o domésticos de Dios que tienen allí garantizados sus derechos de patria y domicilio. Con el mensaje de Jesús acerca de Dios, como Padre, se

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abrió una nueva experiencia divina, que se caracteriza, sobre todo, por una nueva relación con Dios de confianza y amor. Los cristianos se ven a sí mismos como una nueva familia de Dios, la familia Dei, como la «casa» (oikos) de Dios, en el sentido antiguo de una amplia comunidad de vida. A ello alude, sobre todo, el hecho de que los miembros de la comunidad cristiana se traten entre sí como hermanos y hermanas. La primitiva fraternidad cristiana es un fenómeno escatológico, que no cabría imaginar en modo alguno sin la idea de la paternidad de Dios, tal como la había proclamado Jesús. No se trata de un fervor entusiástico, sino que es más bien la idea que la comunidad tiene de sí misma, sacada de la tradición de Jesús como «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). María Magdalena recibe del Resucitado este encargo: «Vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Este pasaje es tanto más importante cuanto que ahí mismo Juan marca también la diferencia entre Jesús y los discípulos. Por ello, cuando a los discípulos se les trata -como aquí- de «hermanos de Jesús», queda patente que incluso según el cuarto evangelio las relaciones con Dios, establecidas por Jesús -pese a todas las diferencias- incluyen un nuevo lazo fraterno entre Jesús y los suyos. Jesús, el Hijo de Dios, forma pues grupo con otros muchos hermanos e hijos de Dios (Cf. 1,12; 11,52; 1Jn 3,1.2.10; 5,20).

28 «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre.»

El último versículo compendia la teología joánica de la revelación en un bello axioma doctrinal, en una como breve f6rmula de fe. Jesús de Nazaret es el revelador de Dios, que por un breve tiempo ha aparecido en el mundo para traer a los hombres la verdad de Dios y que, una vez cumplida su obra de salvación, regresa a su Padre. La fórmula abraza, en un lenguaje mitológico, toda la venida de Jesús en el sentido del cuarto evangelio, la encarnación del revelador, el «hacerse carne la Palabra de Dios» (1,14), su actividad terrena, así como su pasión y resurrección (glorificación) formando un todo, como un único «camino». El presente

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pasaje menciona solamente los dos extremos de la cadena. Con salir del Padre y regresar al Padre se describe el trasfondo divino desde el cual hay que entender teológicamente la obra de Jesús en el mundo. Esta obra, la revelación, constituye un testimonio único en favor del Padre, y éste se halla presente en el testimonio de Jesús. Mas el hecho de que Jesús vuelva a abandonar este mundo no convierte en algo retrospectivo su revelación de Dios. Como acontecimiento de salvación escatológica, la obra de Jesús tiene el carácter de lo permanente y definitivo. Mediante su constante vinculación a la palabra, la obra y la persona de Jesús y, mediante él, a Dios Padre, la comunidad, que existe en medio del mundo y de la historia universal, testifica que su fundamento existencial no pertenece a este eón, sino que se apoya por completo en el Dios que Jesús ha revelado. ............... 138. Act 2,29; 4,13.29.31; 28,31. 139. Cf. 7,4.13.26; 10,24; 11,1454; 16,25.29...................

Meditación¿Puede ocurrir que el hombre no tenga ya más preguntas que hacer? ¿No significaría eso, de hecho, que como hombre estaba ya al final, si es que deja de seguir preguntando? Ese final podría ser bien de resignación, cuando ya nada se espera ni se desea respuesta alguna, venga de donde viniere; bien porque, todo lo contrario, se está al final de una consumación absoluta, en que una claridad extraordinaria resolvería el enigma de la existencia dando respuesta a todos los problemas. En efecto, la esencia del hombre consiste en poder preguntar, y desde luego preguntar acerca de todo lo que existe. Con el juego de las preguntas y respuestas el hombre entra en contacto con la realidad total. Ciertamente que no se trata aquí de las innumerables cuestiones particulares que el hombre puede formular, sino de la pregunta fundamental que el hombre se hace acerca de sí mismo, acerca del sentido de su existencia. Ahora bien, en una concepción teológica eso

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implica siempre la pregunta del hombre acerca de Dios. Se trata del agustiniano «Me he convertido en problema para mí mismo» (quaestio mihi factus sum). Esa capacidad humana de interrogatorio es tan radical, que ni se puede arrancar, ni subestimar caprichosamente, ni tampoco darle una respuesta precipitada. Es más bien la cuestión con la que, literalmente, hay que vivir. Siempre puede marginarse temporalmente y escamotearse con una seguridad engañosa. Pero vuelve a irrumpir una y otra vez. Nadie ha formulado tan clara e inexorablemente esa índole problemática del hombre como Blas Pascal (1623-1662): PASCAL/H/QUIMERA «¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué motivo de contradicción, qué prodigio! ¡Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y oprobio del universo! »¿Quién nos sacará de este embrollo? La naturaleza confunde a los pirrónicos (escépticos), la razón a los dogmáticos. ¿Qué será de ti, pues, hombre que buscas cuál es tu verdadera condición, según tu razón natural? No puedes ni huir de estas sectas ni quedarte en ninguna. »Conoce, pues, soberbia, qué paradoja eres contigo misma; humíllate, razón impotente; cállate, naturaleza imbécil. Aprended que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre, y oíd de vuestro maestro lo que ignoráis. Escuchad a Dios» 143.

La fe en Dios y en su revelador Jesucristo debe aquietar y dar una respuesta definitiva a esa suprema pregunta del hombre acerca de sí mismo; por ello dice el texto: «Aquel día no me preguntaréis ya nada.»

RL/OPIO: Semejante sentencia tropieza con la sospecha de ser una simplificación demasiado tajante, un consuelo ilusorio, que no puede ayudar realmente al hombre o que incluso puede mantenerle lejos de la ayuda auténtica. Algo así como lo que dice Marx-ARELIGION: «La miseria religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, como es el espíritu de una situación sin espíritu.

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Es el opio del pueblo. »La supresión de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su felicidad real. La exigencia de eliminar la ilusión sobre su estado es la exigencia de eliminar un estado de cosas que necesita de las ilusiones. La critica de la religión es, pues, en el fondo la crítica del valle de lágrimas, cuya aureola es la religión»

Según Karl Marx la religión es una «superestructura ideológica», es decir, una «falsa conciencia»; es una felicidad ilusoria: «la aureola del valle de lágrimas». «Y ciertamente que la religión es la conciencia y el sentimiento personal del hombre, que todavía no se ha encontrado, cuando ya ha vuelto a perderse».

A todo esto podemos decir que el marxismo ha desenmascarado y criticado con razón unas formas de conducta pseudorreligiosas. A los hombres que padecen hambre y viven en unas condiciones injustas y antisociales, no se les puede calmar con un falso consuelo religioso ni taparles la boca con una limosna; sino que es necesario proporcionarles una ayuda real, que a ser posible comporte también unos cambios de las estructuras sociales. Mas después de tales cambios vuelve a comenzar el interrogatorio del hombre acerca de sí mismo y del sentido de su existencia; las necesidades del hombre no se agotan con las necesidades mundanas. Con ello hemos de aprender ciertamente que la cuestión del sentido no se plantea de un modo filosófico o teológico simple o primordialmente abstracto y puramente teórico, sino que está inserta en el contexto de la existencia histórica del hombre. La cuestión del sentido está directamente relacionada con la situación social del hombre y a la inversa, también la situación social tiene una dimensión profunda. Hoy muchos cristianos y teólogos tienen ya una visión más clara que antaño de que no pueden separarse las cuestiones de la fe y los problemas de la vida aunque no sea posible reducir las conexiones a una simple fórmula superficial.

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Para poder defender de un modo creyente la sentencia joánica habrá por ende que esforzarse por tener en cuenta los distintos problemas vitales del hombre, y desde luego en todas las dimensiones de la existencia. De ahí que no haya que excluir tampoco la dimensión política. Por lo demás, la respuesta joánica ha de escucharse sobre estos supuestos sin restricción alguna: con la confianza radical en el Dios del amor se resuelve la impaciencia y la imposibilidad de una solución a la actitud interrogante. Aquí cesa el inquieto y desatentado interrogatorio del hombre acerca de sí mismo, en el sentido del Salmo 131:

Mi corazón, Señor, no es altanero, ni mis ojos altivos. No voy tras lo grandioso, ni tras lo prodigioso, que me excede, mas allano y aquieto mis deseos como un niño destetado con su madre: como el niño destetado, así conmigo mis deseos. Tu esperanza, Israel, en el Señor, desde ahora para siempre.

Esta entrega confiada se debe a que la fe tiene su propio tipo de certeza, que le viene dada con el fundamento divino de la misma fe. La peculiaridad de la fe bíblica parece deberse al hecho de tener una suprema certeza fundada en Dios mismo. Esto puede ir unido al sentimiento de seguridad, pero no es necesario. Así como el mar se mantiene tranquilo y sereno en sus profundidades, así también el interrogar humano se aquieta en la experiencia de Dios. Mas, para excluir de inmediato una mala interpretación espontánea, ello no quiere decir que en otros muchísimos planos no surjan necesariamente y de continuo nuevas preguntas en conexión con la fe. Pues, ésa es la otra cara de la postura creyente que contempla el Evangelio de Juan: la fe debe hacer frente a su situación de «estar en el mundo»; no puede sustraerse a esa condición, no puede ni debe convertirse en una «fe ajena al mundo», en una pura interioridad. Desde esa posición la fe es simultáneamente una certeza sin problemas, fundada en el fundamento de la credibilidad divina y una actitud

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problemática y puesta en tela de juicio por su condición de «estar en el mundo». En este sentido es la propia fe la que siempre plantea al hombre nuevas preguntas.

Asimismo, por el hecho de cambiar constantemente, las experiencias humanas de la vida y del mundo plantean nuevas preguntas a la fe, a las que ésta no debe evadirse. En el pasado llegó a considerarse una virtud el no hacer preguntas acerca de la fe. Era indicio de una fe deficiente el plantear preguntas y manifestar dudas. Esa mentalidad aún no ha desaparecido por completo. En algunos círculos eclesiásticos aún nos tropezamos frecuentemente con ese miedo a preguntar. En tal caso, y cualesquiera sean las razones y motivos, los centros de interés se distribuyen falsamente. Se confunden las dos caras de la fe: su seguridad en Dios, donde realmente es superflua toda pregunta, porque se acoge y experimenta a ese Dios, como la verdad y el amor que todo lo sustenta, y la otra cara de la fe que es la de estar en el mundo, de la que constituyen partes integrantes el preguntar, el combate, la reflexión y la duda, incluyendo la indagación sobre las formas, dogmas, ritos, etc., tradicionales. Ésta parece ser justamente la situación de la fe: la de poder plantear y afrontar sin reservas y honestamente todas las preguntas que le salen al paso. La sentencia joánica puede alentar en esa tarea. Cuando la fe intenta realizarse como una confianza radical en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, entonces, y pese a la problematicidad de la existencia, se confía en el fundamento insondable de la verdad y del amor. De esta forma la fe tiene, por así decirlo, las espaldas cubiertas, para poder aplicarse confiadamente a los problemas más inquietantes. Esta suprema seguridad alienta asimismo la confianza en la búsqueda.

Según una palabra profunda del Antiguo Testamento, orar equivale a buscar la presencia de Dios:

Oye, Señor, la voz con que te imploro, apiádate y respóndeme. De ti me dicta el corazón: 

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Requerid mi presencia: tu presencia es, Señor, lo que yo busco. No me ocultes tu rostro ni arrojes a tu siervo con desdén, tú que eres mi socorro; no me olvides ni abandones oh Dios, mi salvador. Si mi padre y mi madre me dejaran, me acogeré al Señor (Sal 27,7-10).

SILENCIO/ABURRIMIENTO/PASCAL: En la plegaria se trata de encontrarse a sí mismo delante de Dios o frente a Dios. Para ello se requiere hoy probablemente más que nunca, ejercicio, y de modo muy particular, concentración y tranquilidad. Para orar se necesita tiempo. Hay que apartarse de la dispersión y del tráfico, de las incitaciones y distracciones cotidianas, reflexionar, sobre sí mismo y concentrar el ánimo en la única realidad. Pascal creía que «toda la desgracia de los hombres se debía a una sola causa, a saber, que eran incapaces de permanecer a solas en su habitación» (Pensamientos, n.° 139).) Hemos de aprender a dejar que hable la «voz de nuestra propia alma» y no debemos prestarle oídos sordos ni siquiera cuando no hace más que proclamar nuestra miseria. Lo que importa sobre todo no son las palabras:

«Y cuando os pongáis a orar, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente. Os lo aseguro: ya están pagados. Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

»Cuando estéis orando, no ensartéis palabras y palabras, como los gentiles; porque se imaginan que a fuerza de palabras van a ser oídos. No os parezcáis, pues, a ellos; que bien sabe [Dios] vuestro Padre lo que os hace falta antes que se lo pidáis» (/Mt/06/05-08). La oración serena no equivale en modo alguno a un rechazo del mundo y de las realidades de la vida. De lo que se trata más bien es de

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meter la vida entera en el diálogo ante Dios y con Dios. Un buen ejemplo de ello podría ser la breve oración de W. von Goethe en su Diván occidental-oriental: .

La divagación quiere dispersarme, pero tú sabes evitar mi dispersión. Cuando trabajo y cuando pienso, tenme en el camino recto.

La sentencia sobre la oposición entre lenguaje figurado y lenguaje claro y abierto (sin figuras) podría servirnos de pretexto para discutir el problema del lenguaje religioso. En este sentido el evangelio de Juan nos brinda una buena plataforma. Característica propia del lenguaje religioso es el moverse siempre en la frontera oscilante de la oscuridad y la claridad. Gusta de las imágenes polivalentes, de la analogía y la metáfora, sin olvidar la paradoja. Por qué sea así no tenemos necesidad de discutirlo ahora. Lo que importa, sobre todo, es dejarse arrastrar por las imágenes a una meditación reflexiva, según la huella de las metáforas y ver adónde nos conducen.

Aquí habría que poner de relieve otro punto de vista, relacionado con la parresia, la franqueza, y con la inmediatez del discípulo de Jesús a Dios. Juan es del parecer de que la revelación cristiana conduce a una mayoría de edad del hombre delante de Dios, que se manifiesta de un modo emancipador, liberando su pensamiento, su obrar y su existencia toda. A la sentencia de Jesús de que ya no hablará del Padre a los discípulos bajo figuras, sino en un lenguaje franco y abierto, responde a una cita escriturística aducida en 6,45: «Escrito está en los profetas: Todos serán instruidos por Dios» (cf. Is 54,13: Todos tus hijos serán discípulos de Yahveh...»).

También habría que referirse a Jeremías, en el famoso texto que habla de la nueva alianza (Jer 31,31-34):

Mirad que vienen días -oráculo de Yahveh- en que sellaré con la casa de Israel 

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y con la casa de Judá una nueva alianza.

No como la alianza que sellé con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos del país de Egipto.

Ellos rompieron mi alianza, y yo los traté como Señor -oráculo de Yahveh-.

Esta será la alianza que sellaré con la casa de Israel después de aquellos días -oráculo de Yahveh-.

Pongo mi ley en su interior y la escribo en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.

No tendrá ya que enseñarse uno a otro ni una persona a otra persona, diciendo: Conoced a Yahveh, desde el más pequeño al más grande -oráculo de Yahveh-, cuando perdone su culpa y no recuerde más su pecado.

La idea que expresan dichos textos, es la de que en el tiempo final, y habida cuenta de la extraordinaria claridad de la revelación divina escatológica, ya no habrá necesidad de enseñanza alguna ni oral ni escrita, porque todos recibirán directamente de Dios la verdadera doctrina. Según el texto de Jeremías, porque Dios pondrá la ley (la tora) en la intimidad misma del hombre, de tal forma que éste ya no necesitará instrucción externa. En Juan es la palabra de la revelación de Jesús la que hace del hombre un discípulo de Dios. O es el Espíritu Santo, como maestro interior, que no sólo habla a la inteligencia del hombre, sino que forma también, y sobre todo, su «corazón», quien

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imparte al hombre la enseñanza divina. Valdría la pena seguir reflexionando sobre esta concepción. Descansa también al parecer sobre la experiencia de que la instrucción de un hombre por otro -por necesario e imprescindible que pueda resultar ese proceso- constituye siempre como una ayuda forzosa, ya que crea ciertas dependencias. El adulto generalmente no gusta de dejarse instruir. Aprecia esto como inoportuno, principalmente cuando resulta forzoso aquilatar determinados matices.

La concepción neotestamentaria, que ya puede advertirse en Pablo y en Mateo, consiste en que sobre el terreno del conocimiento creyente hay una igualdad fundamental, y en que sobre los supuestos de una filiación general de Dios y de Cristo así como de la instrucción general del Espíritu, ya no es necesaria una división de la Iglesia en Iglesia «docente» y «discente». Sólo en época posterior se pensó que había que contraponer, en cierto modo, la forma de participar en la posesión del Espíritu y atribuir a priori al magisterio del papa y de los obispos una participación mayor que la del resto del pueblo eclesial. De hecho existe una notable diferencia en que toda la Iglesia se entienda a sí misma como una comunidad de gente libre y fundamentalmente igual en la que todos son por igual discípulos de Dios o en que se cuente de antemano con una Iglesia de dos clases, la del clero y la de los laicos. En el primer caso el magisterio y el ministerio se entienden más bien en el sentido de una división de trabajo a partir de la función y el servicio, como lo que ella requiere en cuanto que es un grupo grande. Por lo demás, de cara a la revelación y su inteligencia el magisterio no garantiza por sí solo la mejor verdad. Doctrina es el servicio de la predicación de la palabra; el cual parte del supuesto que el Espíritu de Dios -y no el papa, por ejemplo- es el auténtico maestro en la fe del pueblo de Dios, y también al menos de cada uno de los cristianos adultos. En el segundo caso se entiende -lo que por desgracia todavía ocurre frecuentemente- el magisterio como una institución de poder con unos privilegios especiales en la participación de la verdad, que pretende mantener a los creyentes en una subordinación y minoría de edad estructurales, que se

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apoyan en una pretendida voluntad de Dios. Aquí el magisterio crea una dependencia del pueblo eclesial respecto de la Iglesia ministerial, sin que se desarrolle un diálogo de compañeros. Así se establece de antemano que los representantes de la Iglesia jerárquica tienen más derecho, no porque puedan exponerlo y probarlo de un modo convincente, sino simplemente porque son los representantes de la Iglesia jerárquica, etc.

San Agustín (354-430), padre de la Iglesia, obispo de Hipona -una comunidad de aproximadamente cinco mil almas-, es todavía consciente, como obispo y como predicador, de este problema de la enseñanza cristiana.

Se preguntaba cómo nadie podía enseñar algo a otra persona. Y defendió la concepción interesantísima de que en el fondo ningún hombre puede enseñar algo a los demás, si no era la misma verdad y, por consiguiente, no podía enseñar a los discípulos las propias ideas y facultades.

Acerca de la fe únicamente el Espíritu divino en persona puede enseñar al hombre en su interior, en su inteligencia y en su corazón. La enseñanza externa, sobre todo la enseñanza por la palabra, es al respecto una ayuda imprescindible, pero que no puede convertirse en fin último. Cuando esto ocurre, equivoca su objetivo auténtico, a saber, la activación del discípulo de cara a su propia independencia y mayoría de edad. El ideal, pues, es que el maestro vaya haciéndose cada vez menos necesario; el fin de la enseñanza cristiana es el cristiano mayor de edad que tiene pleno derecho a intervenir en la comunidad. Esto precisamente sería lo opuesto a la Iglesia bipartita, que ha forjado un ente de derecho divino y una calidad metafísica del ser, partiendo de una estructura eclesial que comprende a los ministros y al pueblo de Dios.

Dicho de otro modo, también los representantes del magisterio necesitan ser enseñados por Dios, por el evangelio y por todo el pueblo de Dios. En realidad no hay en absoluto ningún magisterio independiente que pueda

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renunciar al diálogo, si no es al costosísimo precio de una ineficacia casi absoluta. En nuestro mundo esto resulta cada día más patente. Por todas partes se echa de ver que la interpretación unilateral y ministerial del magisterio ya no hace justicia a las realidades modernas. Y ello porque la doctrina eclesiástica tradicional va quedando cada vez más alejada tanto de la teología moderna con sus métodos científicos de búsqueda de la verdad, como de toda la evolución científica y social. Justamente para una visión plenamente válida de su función como representante del magisterio, la Iglesia docente tiene necesidad de un diálogo ininterrumpido con el pueblo eclesial. Pero también ese pueblo, los laicos, ha dejado por su parte hace ya largo tiempo de ser las ovejas fieles de la Iglesia que fue en épocas pasadas. Son los auténticos especialistas modernos. Y competentes, que con su capacidad y preparación pueden esperar con pleno derecho una seria equiparación dentro de la Iglesia. Lo mismo cabe decir sobre la equiparación de la mujer en el ámbito eclesial. También desde esa perspectiva el modelo mental de una «Iglesia de dos clases» se muestra superado.

JOVENES/BENITO-SAN: En la Regla monástica de san Benito, patriarca del monaquismo occidental, se encuentra la prescripción de que el abad debe escuchar en el capítulo a todos los monjes, «porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» («quia saepe iuniori Dominus revelat, quod melius est», Regula Sancti Benedicti, c. III). En la concepción de sus monasterios, Benito ha tenido perfecta cuenta de la inmediatez de Dios, a la que otorga su importancia. Conviene evocar esta vieja sabiduría monacal................ 143.Blas PASCAL, Pensamientos, trad. de Eugenio d'ORs, Iberia, Barcelona 1955, p, 173.....................

7. CONCLUSIÓN DEL DISCURSO SEGUNDO DE DESPEDIDA (Jn/16/29-33)

Con la perícopa 16,29-33 se cierra el segundo discurso de despedida. Las palabras finales contienen a la vez el paso a

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la historia de la pasión (v. 32s). Haya sido el evangelista o un reelaborador posterior el que ha insertado aquí el texto, no se puede negar que objetivamente encaja a la perfección en este pasaje. Es justamente esa armonía objetiva la que hace aparecer como accesorias las cuestiones de crítica literaria que a menudo han ocupado el primer plano.

29 Sus discípulos le dicen: «Ahora sí que hablas con claridad y no por medio de figura alguna. 30 Ahora vemos que todo lo sabes y no necesites que nadie te pregunte; por eso creemos que has venido de Dios.» 31 Jesús les respondió: «¿Ahora creéis? 32 Mirad: llega la hora -o mejor: ha llegado ya- en que seréis dispersados cada uno por su lado y me dejaréis solo; aunque no estoy solo, porque el Padre está conmigo. 33 OS he dicho esto, para que en mí tengáis paz. En el mundo tenéis tribulación; pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.»

Los versículos 29-30 traen la respuesta de los discípulos a las palabras precedentes de Jesús sobre la claridad y apertura de su lenguaje. Los discípulos dicen: «Ahora sí que hablas con claridad y no por medio de figura alguna.» Esto se desprende del contexto. La sentencia de Jesús de que los discípulos ya no le harían más preguntas y que, bien considerado, ya no podrían preguntarle nada más porque se iba definitivamente, empieza a cumplirse en los propios discípulos. En el plano del texto se señala con ello el comienzo efectivo del día escatológico. Y esto coincide a su vez con la inminente pasión y glorificación de Jesús. Más aún, éste era realmente -como ha quedado establecido otra vez- el sentido genuino de los discursos de despedida: conducir a los discípulos, y con ellos a las generaciones siguientes, hasta ese umbral de la comprensión de Jesús. En efecto, entonces resulta claro el objetivo de ese esfuerzo: la comprensión de Jesús está, según Juan, decisivamente vinculada al acontecimiento salvífico de la cruz y resurrección de Jesús, a su elevación a los cielos y su glorificación. Con ello se alcanzaría asimismo el objetivo de los discursos de despedida y hasta de toda la revelación

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precedente. Para los discípulos eso quiere decir que ya han empezado a comprender a Jesús y a penetrar en su palabra.

Su comprensión también proclama, en seguida, su confesión cristológica, que sin duda puede entenderse como una respuesta de los discípulos al axioma cristológico (v. 28). La sentencia confesión consta de dos partes; v. 30a: «Ahora vemos que todo lo sabes y no necesitas que nadie te pregunte», y el versículo 30b: «Por eso creemos que has venido de Dios.»

El versículo 30a quiere decir que Jesús es, en efecto, el revelador de Dios que participa de la omnisciencia divina, aunque esa idea de «Dios todo lo sabe» no puede entenderse en un sentido fabuloso. Se trata más bien de la ciencia de Jesús acerca del Padre, que él comunica a los suyos, así como del conocimiento peculiar que Jesús tiene acerca del hombre. En este aspecto el versículo 30a no aporta nada nuevo, sino que presenta una fórmula concisa para un hecho largamente aludido en el evangelio. Así y dirigiéndose al joven Natanael, que se acerca a él por vez primera, Jesús le dice estas palabras: «"Este es un auténtico israelita, en quien no hay doblez". Dícele Natanael: "¿De dónde me conoces?" Jesús le contestó: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, ya te vi". Natanael le respondió: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel". Jesús le contestó: "¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera, ya crees? Mayores cosas que éstas has de ver"» (Jn 1,47-50).

De modo parecido conoce Jesús la problemática conducta de la mujer samaritana (4,16-19): ««Con razón has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos tuviste, y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad." Respóndele la mujer: «Señor, estoy viendo que tú eres un profeta."» O bien cuando se indica mediante una fórmula general: «Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque él conocía a todos y no tenía necesidad de que le

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atestiguaran nada de nadie; porque él sabía lo que hay en el interior de cada unos (2,23-25).

Justamente eso es lo que los discípulos han experimentado en su trato con Jesús: sabe las cosas de Dios y sabe cuanto se refiere a la salvación y desgracia del hombre. El conocimiento acerca de Dios y acerca del hombre forman un todo. La revelación en sentido joánico no sólo aporta la noticia de Dios, sino que descubre a la vez la situación problemática del hombre, su pecado, su incredulidad y su odio. Así pues, la idea de la omnisciencia de Jesús permanece en Juan estrechamente relacionada con ambos aspectos; el Jesús joánico no es un adivino como tampoco lo es en los sinópticos. En esa ciencia reveladora de Jesús quedan superadas de hecho todas las preguntas de los discípulos. Para aclaración del tema quizá podríamos aducir la afirmación de la carta primera de Juan: «En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante él, aun cuando nuestro corazón nos reprenda, porque Dios es mayor que nuestro corazón y conoce todas las cosas» ( lJn 3 ,19-20 ) . La palabra está total y absolutamente acuñada desde la experiencia divina de Jesús. La claridad de la revelación de Jesús es de tal índole que responde a las preguntas supremas del hombre acerca de sí mismo, entre las que se cuentan, sin duda, las cuestiones acerca de la injusticia, de la culpa, de la falta de humanidad y de amor; en todas ellas, el corazón del hombre deja oír su voz. De este modo la afirmación de que Jesús todo lo sabía sin necesidad de preguntar a nadie contiene un lado consolador, equiparable a la palabra de ·Pascal-BLAS: «Consuélate, no me buscarías, si es que no me hubieses encontrado»146. La fe que ha comprendido cómo en Jesús y en sus revelaciones se hace presente la salvación, esa fe ha comprendido de hecho lo más importante.

El versículo 30b: «Por eso creemos que has venido de Dios», expresa la confesión en favor de Jesús como el revelador. Quien está frente a él en la postura de no escudriñar su origen sólo en un plano meramente humano, histórico y externo, sino que lo acepta como procedente de

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Dios, quien reconoce en Jesús ante todo al testigo de Dios, ése ha llegado a la fe genuina en Jesús. Tampoco es otro el propósito principal de los discursos de despedida. Cualquier otra categoría de índole humana y no religiosa puede tener su conveniencia y justificación en el camino del acercamiento a la figura de Jesús, pero la palabra definitiva será siempre la confesión creyente.

Si en este pasaje yuxtapone Juan los giros «ahora vemos (lit. «sabemos»)...» y «por eso creemos...», no hace sino expresar la unidad de fe y conocimiento. En Juan el creer incluye siempre el elemento de la comprensión, al igual que en la incredulidad late el elemento de la incomprensión. A su vez, en la inteligencia de cara a la revelación se encuentra siempre implícito el factor de la fe en el sentido de una decisión positiva, de una afirmación. El cuarto evangelio no conoce una fe ciega sin ningún tipo de reflexión y que no entiende absolutamente nada. La alternativa de la fe no es el saber -como todavía puede leerse en muchos libros-, sino la incredulidad. En su propio origen y esencia la fe supone siempre el elemento del saber en la forma de comprensión e inteligencia.

La respuesta de Jesús «¿Ahora creéis?» (v. 31) se interpreta de muy distintos modos: como una confirmación de la fe de los discípulos que después de tantísimas preguntas e incomprensiones han llegado por fin a la fe; o bien como «un gran signo de admiración», que Jesús habría colocado después de la confesi6n de los discípulos. Y también esta otra exposición: «Su respuesta no pone por principio en tela de juicio la fe de ellos, aunque esa fe debe consentir el análisis». Habrá que interpretar la fase en estrecha conexión con el contexto. Así las cosas, Jesús se refiere una vez más a la situación de despedida, y desde luego con la mirada puesta en el inminente acontecimiento de la pasión, como lo esclarece el versículo 32. Lo que quiere decir que tampoco, en este pasaje, Juan arranca la fe de su concreta situación mundana. También en el texto presente es la fe una visión inequívoca. El creer no puede convertirse jamás en una posesión absolutamente segura, sino siempre sigue siendo, a la vez, un riesgo. Por lo

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demás, la fe está también referida y vinculada al Jesús histórico y a su camino, que es el camino de la pasión. Con los inminentes padecimientos de Jesús la fe de los discípulos volverá a ser puesta a prueba; lo cual vale no sólo por lo que se refiere a la fe en general. Ésta tendrá que acreditarse siempre frente a los repetidos ataques del mundo.

Sigue ahora la referencia explícita a la pasión, y precisamente en lo que hace a la conducta y destino de los discípulos. La hora del arresto y de la pasión de Jesús es para los discípulos la hora de la dispersión. En este pasaje el evangelista recoge tradiciones que conocemos por los sinópticos: «Díceles Jesús: "Todos quedaréis escandalizados porque escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas. Pero después que yo resucite, iré antes que vosotros a Galilea"» (Mc 14,27s; la cita bíblica está tomada de Zac 13,7). La redacción marciana conoce ciertamente una tradición, según la cual los discípulos de Jesús «se dispersaron» inmediatamente después del prendimiento de Jesús, es decir, que emprendieron la huida y quizá se encaminaron hacia Galilea. Este no era un hecho muy honroso para los discípulos y la Iglesia primitiva. Así y todo podría incluso apoyarse en un pasaje escriturístico, que podía servir como vaticinio. Según Marcos hasta las primeras apariciones del resucitado tuvieron lugar en Galilea (cf. Mc 16,7, donde el ángel dice a las mujeres junto al sepulcro vacío: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí le veréis, conforme os lo dijo él»). En Juan se dice «seréis dispersados, cada uno por su lado» (v. 32a). Esto puede significar que Juan quiso dejar impreciso, de modo intencionado, el adónde de la dispersión, pues según su relato las apariciones pascuales ocurrieron en Jerusalén y no en Galilea (20,11-18.19-23.24-29), aunque la tradición ioánica sabe también de las apariciones en Galilea (c. 21). Por ello, puede Juan eliminar la referencia a «Galilea» y sustituirlo por el impreciso «cada uno por su lado» o cada uno a su propio lugar. Esa imprecisión de lenguaje se encuentra frecuentemente en el cuarto evangelio. Otra

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posibilidad es la de que existe una reminiscencia de Is 53, el cántico del Siervo paciente de Yahveh, donde se dice:

Todos nosotros como ovejas errábamos, cada uno a su camino nos volvíamos. Pero Yahveh hizo que le alcanzara la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6).

A mí me parece que esta última hipótesis cuenta con una mayor probabilidad a su favor. Según 18,8, al momento de su arresto Jesús se preocupa expresamente de que nada les pase a sus discípulos.

La dispersión de los discípulos al ser aprehendido Jesús es, junto con la negación de Pedro, la objeción indiscutiblemente más grave contra la confesión de fe formulada antes con tanta seguridad. De donde está perfectamente justificada la pregunta de Jesús «¿Ahora creéis?», que podría representar cierta duda sobre dicha confesión. También aquí se muestra Jesús como un ser superior, porque con esa pregunta al tiempo que confirma la confianza de los discípulos -llevan ciertamente razón en que ya no será necesario en absoluto interrogar a Jesús-, la modera cautamente. Los discípulos no seguirán (todavía) a Jesús en su pasión, pero sí que lo harán más tarde. Fracasarán en la primera prueba a que será sometida su fe, y de tejas abajo, dejarán solo a Jesús. Por lo que hace al comportamiento de los discípulos con su maestro durante la pasión, ése es el dato amargo.

Pero, junto a eso, Juan establece algo más: incluso en medio de ese abandono humano Jesús no está solo, sino que el Padre está con él. Dios no abandona jamás a Jesús. «El inciso Aunque no estoy solo, suena como un correctivo del relato sinóptico de la crucifixión con el grito del abandono de Dios». Es muy posible que Juan haya querido corregir el relato de Mc 15,34ss. En cualquier caso es seguro que un abandono de Jesús por Dios no encaja con el relato joánico de la pasión, tal como nosotros hemos de verlo. Es verdad que Jesús es abandonado por sus amigos, mas no por su Padre celestial. Porque, como lo afirma de

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un modo lapidario el versículo 33, la pasión de Jesús es su victoria sobre el mundo.

El versículo 33a recoge una vez más la palabra «paz» (véase el comentario a Jn 23,32). La palabra de Jesús comunica a los creyentes la «paz» y en concreto la paz de Jesús, que sólo se puede obtener en conexión con él. Esa «paz» es la salvación escatológica, que se concederá a la fe en medio de un mundo hostil y privado de salvación. «La seguridad de la fe no descansa en el creyente mismo, sino en el revelador en quien él cree. Y justo la inseguridad del creyente, que siempre le asalta, le enseña a desviar la mirada desde sí mismo al revelador, de tal modo que hasta es posible hablar de la felix culpa». En definitiva es la obra salvadora de Jesús la que fundamenta y asegura por completo la paz.

TRIBULACION-GRAN: El versículo 33b, por el contrario, describe como en un axioma la situación de la fe en el mundo: «En el mundo tendréis tribulación; pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.» Es necesario entender la afirmación sobre el trasfondo de la escatología (apocalíptica) judía. La tribulación designa el tiempo de la angustia suprema antes del fin. «Primero que los piadosos puedan penetrar en el ancho campo de la salvación deben caminar por el tenebrosísimo desfiladero de los sufrimientos; antes de que llegue el tiempo nuevo deberá conmoverse el viejo tiempo en sus cimientos. El tiempo inmediatamente anterior al acto final será el tiempo último, el tiempo espantoso, que es el último tiempo malo» (VOLZ). Es la época que, por otra parte, se designa como el «tiempo de los dolores mesiánicos» (cf. comentario a 16,21). Mientras en los primeros testimonios de la apocalíptica judía esa época de tribulación se describe con los colores más sombríos, al igual que ocurre en el Apocalipsis joánico del Nuevo Testamento, por ejemplo en las figuras de los cuatro jinetes o en las diferentes plagas (cf. Ap 6,1-17; 9,1-12, etc.también Mc c. 13), en Juan por el contrario se llega a una reducción extrema. La tribulación o angustia del último tiempo no se describe con más precisión. Es la antítesis de la «paz» prometida por Jesús, o simplemente la carencia de

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paz y de salvación, y viene creada por la misma situación de «estar en el mundo». La tribulación se convierte de algún modo en la marca estructural de la situación de la fe en el mundo. Por lo cual «existencia mundana» y «existencia creyente» nunca pueden llegar a sobreponerse; lo que hacen más bien es friccionarse y chocar. El mundo y su tribulación de un lado, y la fe y la paz de Jesucristo, del otro, constituyen el conflicto fundamental, que no cabe evitar. Según esta palabra ni se da en el mundo, ni puede darse en modo alguno, una identidad categórica, indiscutible y sin conflictos entre el mundo y la fe.

Martín Lutero tradujo el presente pasaje de una forma que se podría verter así al castellano: «En el mundo tenéis mielo, pero consolaos; yo he vencido al mundo.» Esta traducción genial pone especialmente de relieve el elemento subjetivo de la tribulación, el miedo, o sea la angustia del hombre. Ahí se equiparan de tal modo el «estar en el mundo» y la angustia, que ésta se convierte en una nota estructural particularísima del «estar en el mundo». La angustia es, en el fondo, miedo a la muerte, ante la nada. El hombre nunca puede quitarse de encima esta angustia, porque el poder de la muerte está presente en medio de la vida. Por tanto, sería la situación de muerte del hombre lo que se expresa por las palabras: «En el mundo tenéis tribulación» o «angustia». Pero si Jesús puede decir frente a eso «consolaos, ya he vencido al mundo», tal afirmación sólo se mantiene porque Jesús es el resucitado, el vencedor del mundo. Su victoria sobre el mundo es en realidad la victoria sobre el poder mortífero que domina al propio mundo. Sólo entendiéndola así tiene la palabra de Jesús un sentido grave, y no se queda en una pretensión triunfalista. Sólo cuando se vence al poder de la muerte, está realmente vencido el mundo con su miedo y su tribulación. Pero la fe -y ahí radica su verdadero y auténtico consuelo- ya ha entrado ahora a participar de ese triunfo de Jesús. Y es que, como resucitado, Jesús es el donador de vida escatológica. Así la fe se convierte en la fuerza liberadora para vida del hombre que está en medio de un mundo de muerte. El evangelio de Juan proclama desde la primera a la última página este mensaje

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escatológico de victoria. Así se echa de ver sobre todo en la forma en que el evangelista presentará la pasión de Jesús: como un relato de su victoria. Responde, pues, perfectamente bien al propósito de su exposición que el discurso de despedida se cierre con esta palabra victoriosa cargada de promesas. ............... 146.EI misterio de Jesús, en Pensamientos. ..............

MeditaciónEl texto habla de la escatológica victoria de Jesús sobre el mundo: «En el mundo tenéis tribulación, pero consolaos, yo he vencido al mundo.» Suena como eco de esta palabra lo que se dice en la carta primera de Juan: «Porque todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (/1Jn/05/04-05).

Los destinatarios de esas palabras eran de hecho los miembros de una comunidad atribulada, insegura en su posición al margen de la legalidad y perseguida por el entorno pagano; para ella el concepto «tribulación» por parte del mundo tenía un contenido muy concreto. Frente a los amigos de Jesús la sociedad pagana seguía mostrándose cerrada y hostil. Si a esa comunidad se le recordaba la victoria de Cristo, con lo que ésta comportaba de afianzamiento y consuelo (cf. también Ap 19,11-16), no era en primer término para asegurar su existencia en este mundo, sino a fin de que se mantuviese para el amargo final.

Las palabras de victoria de las distintas misivas del Apocalipsis joánico producen en este sentido una fuerte impresión: «Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios... No temas por lo que vas a padecer. Mira, el diablo va a arrojar a algunos de vosotros a la cárcel para que seáis probados, y tendréis

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tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias. El que venza no sufrirá daño de la muerte segunda... Al que venza lo haré columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá ya fuera jamás; sobre él escribiré el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad de mi Dios (la nueva Jerusalén que baja del cielo, de junto a mi Dios) y mi nombre nuevo. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Ap 2,7.10-11; 3,12s) 152.

Los conceptos «victoria», «vencer» y «vencedor», tal como los interpreta sobre todo el Apocalipsis joánico, no han de entenderse en un sentido intramundano. Por consiguiente, victoria no es equivalente a éxito mundano. El triunfo ha de entenderse más bien en un sentido única y exclusivamente escatológico. Sólo se manifestará al final con el retorno de Cristo y con la aparición de la nueva Jerusalén celestial. Hasta ese momento la comunidad sobre la tierra será una comunidad asediada por todo tipo de tribulaciones y angustias, no sólo procedentes de fuera, sino también -lo que es más importante- desde sus propias filas, «desde dentro». En el ámbito interno de la comunidad misma aparecen como tribulación el abandono del «amor primero», toda índole de falsas doctrinas y de conductas equivocadas, el cristianismo ficticio, la tibieza: «Pero tengo contra ti que has dejado tu amor primero... que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca» (Ap 2,4.14.20; 3,1.15s). La referencia, por tanto, a la victoria escatológica hay que entenderla como una vigorosa exhortación a perseverar durante el tiempo de la tribulación hasta que llegue su fin. Al servicio de la misma motivación está también la referencia a la victoria de Cristo ya lograda. Conviene, sin embargo, no olvidar ni por un instante que, para Juan, la victoria de Cristo está radicalmente ligada a la cruz. Tampoco aquí se trata en modo alguno de una victoria mundana; lo que resulta aún más claro cuando se piensa que precisamente la resurrección de Cristo para una vida eterna y divina constituye la esencia de esa victoria.

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Ciertamente que las palabras acerca de la victoria de la fe sobre el mundo, de modo especial en la redacción segunda de la carta primera de Juan -en que se dice que es «nuestra fe» esa victoria que vence al mundo- resuenan hoy en nuestros oídos de forma demasiado estridente, como para que podamos apropiárnoslas sin cautela y reservas de todo tipo. Una objeción fundamental la proporciona la pasada historia eclesiástica con su triunfalismo, en que esa victoria sobre el mundo se entendió a menudo de una manera tenaz dentro del marco de una idea de éxito mundano, a escala de historia universal y con ribetes cristianos. He aquí algunos ejemplos.

A la Iglesia antigua le pareció el cambio de Constantino, con el final de las persecuciones contra los cristianos y el reconocimiento estatal del cristianismo (Edicto de Milán, del 313), como una victoria de Cristo y de la Iglesia ortodoxa. Cuál fuera entonces el sentimiento dominante lo podemos descubrir en el siguiente texto de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea (·EUSEBIO-CESAREA:262-339):

«Todos los hombres quedaban así liberados de la terrible dominación de los tiranos, y una vez libres de los sufrimientos anteriores, unos reconocían de un modo y otros de otro que el único Dios verdadero había intervenido en favor de los piadosos. Pero éramos sobre todo nosotros, que habíamos puesto nuestra esperanza en el ungido de Dios, los que nos sentíamos henchidos de un júbilo inefable, y una especie de alegría divina brillaba sobre todos nosotros. Vimos, pues, cómo cualquier lugar, que poco tiempo antes había sido destruido y arrasado por tiranos impíos, se alzaba nuevamente de una ruina completa y fatal, y cómo las iglesias volvían a levantarse desde los cimientos hasta una altura inconmensurable, con una suntuosidad mucho mayor que los templos destruidos. Más aún, los Césares supremos ampliaron y multiplicaron, mediante una legislación continua en favor de los cristianos, la alta gracia que Dios nos ha otorgado; los obispos reciben escritos, honores y donaciones monetarias de los Césares» 153.

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De ese sentimiento hondamente triunfalista rebosa también el párrafo siguiente, tomado de una predicación del papa ·León-Magno-san (papa desde 440 al 461), pronunciado con motivo de la fiesta de los «príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo» -aunque no sabemos exactamente de qué año-:

«¡Amadísimos! Todas nuestras sagradas festividades son un bien común para todo el mundo. La reverencia hacia la fe, igual para todos, exige que todas las celebraciones de los hechos realizados para salvación de la humanidad entera, empiecen con la misma alegría. Sólo que, prescindiendo de la veneración que merece en todo el orbe la festividad de hoy, es nuestra ciudad la que debe saludarla con un júbilo muy particular. Aquí, donde los príncipes de los apóstoles terminaron su vida tan gloriosamente, conviene que también gloriosamente celebremos el día de su martirio. Pues ellos son, ¡oh Roma!, los varones que trajeron la luz del evangelio de Cristo; de maestra del error te convertiste en discípula de la verdad. Ellos son tus santos progenitores y tus pastores verdaderos, que por lo que hace a tu incardinación al reino de Dios, fueron unos fundadores mejores y más venturosos que aquellos que con su solicitud pusieron la primera piedra de tus muros; pues, uno de ellos, el que te dio nombre, empezó por deshonrarte con su fratricidio. Estos dos apóstoles son los que te han llevado a tan alta fama. Por la santa sede del bienaventurado Pedro has llegado a ser una generación consagrada a Dios, un pueblo elegido, una ciudad de sacerdotes y reyes, la cabeza del mundo. Por la religión divina debías extender tu soberanía más aún que cuando lo hiciste con tu poder mundano. Y. aunque fuiste grande por tus muchas victorias, por las que extendiste tu dominio sobre tierras y mares, así y todo, el campo que te fue sometido por la dura guerra es menor que aquel otro del que te hizo soberana, el cristianismo pacífico» 154.

El texto nos proporciona una buena visión del origen de la ideología sobre una Roma cristiana y triunfalista. Lingüísticamente ello se expresa aplicando ahora a las

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realidades cristianas los conceptos del viejo ideario imperialista romano, y en especial los conceptos políticos y simbólicos que antiguamente exaltaban la grandeza de Roma. Sin embargo, no queremos pasar por alto las sutiles diferencias. Se celebra el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo -a los que ahora se llama con lenguaje cortesano «príncipes de los apóstoles», que es la traducción literal de praecipui apostoli-, es decir, se celebra su victoria en el sentido original cristiano. Fueron justamente esos varones, como se dice a continuación, los que llevaron a Roma la luz del evangelio. Por ello aparecen a los ojos de León el Grande, como los fundadores de la verdadera Roma, que es la Roma cristiana. Son los nuevos «padres sagrados», o lo que es lo mismo, los nuevos senadores de Roma. El impulso retórico trabaja con el argumento «de menor a mayor» (a minori ad maius): si el poder político de la Roma antigua fue tan grande, el poder espiritual será aún mucho mayor en sus efectos. Más aún, la religión ha extendido realmente el campo de influencia de Roma mucho más lejos de lo que jamás pudieron hacerlo los generales y los políticos; y todo ello sin violencia, como se subraya explícitamente.

Piénsese, además, en el ideal militante piadoso de la edad media cristiana con su espada al servicio de la fe; en las cruzadas contra los albigenses y los cátaros, en la conversión forzosa de los sajones, en la conducta de los portugueses al conquistar la India, o la de los españoles en la conquista de Méjico y del Perú. Aunque los detalles de estas dos últimas conquistas todavía nos son poco conocidos, permítasenos citar un ejemplo de la conquista del Perú por Pizarro 155. García escribe lo que sigue acerca del encuentro decisivo entre Pizarro y el inca Atahualpa, que tuvo efecto el sábado, 16 de noviembre de 1532:

Inmediatamente después de salir el sol un fuerte sonido de convocó a los españoles a las armas. En la revista Pizarro expuso a las tropas su plan. Y prosigue: «Cumplidos estos preparativos, se celebró una misa. Se invocó al Dios de las batallas para que extendiera su mano protectora sobre los soldados que estaban prontos a luchar por el

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engrandecimiento del imperio de la cristiandad. Todos entonaron enfervorizados el cántico Exurge Domine et iudica causam tuam. (¡Levántate, Señor, y haz triunfar tu derecho!). Al atardecer llegó el inca con su ejército. Como todavía vacilase, y no quisiera comparecer hasta el día siguiente para la negociación con Pizarro, fue atraído a una trampa. Pizarro envió al inca un mensajero, con el ruego de que se llegase ese mismo día a la ciudad, pues todo estaba dispuesto para su agasajo. Atahualpa accedió a ese ruego. Hizo levantar las tiendas, y el cortejo volvió a ponerse en marcha. Antes había hecho saber Atahualpa al caudillo español que había despedido a la mayor parte de sus guerreros... Ninguna noticia podía ser más grata a Pizarro. Parecía como si Atahualpa no tuviera otro deseo que el de acudir a la emboscada que le tenían preparada. «Me atrevería a afirmar que esto era el dedo mismo de la Providencia divina.» Cuando el inca entró, con su séquito de seis mil hombres, en la plaza mayor de Caxamalca, ésta se hallaba totalmente vacía, porque los españoles estaban al acecho. Sólo un fraile dominico llamado Vicente de Valverde, que era también el confesor de Pizarro, se encontraba en la plaza. Este dominaba el dialecto quechua. Con un Crucifijo y la Biblia en la mano empezó en seguida su prédica de conversión en presencia del inca. Después de exponer la confesión de fe cristiana, continuó diciendo: ««El Salvador dejó sobre la tierra al apóstol Pedro como su lugarteniente; éste entregó su ministerio al papa, y ése a su vez a los papas siguientes. El papa, que ahora tiene potestad sobre todos los gobernantes del mundo, ha confiado al emperador español, el más poderoso de todos los príncipes, el encargo de someter y convertir a los nativos del hemisferio occidental. Francisco Pizarro ha venido ahora para cumplir el encargo confiado. Pero yo os exhorto ahora, Atahualpa, para que abjuréis de la superstición en que estáis prendido. Además, debéis reconocer que desde hoy venís obligado a pagar tributo al emperador español.» Atahualpa estaba como petrificado después que el dominicano hubo terminado su discurso. Entonces dijo con una voz que resonaba a odio: «No seré jamás obligado a pagar tributo. Yo soy el mayor príncipe de la tierra, nadie me iguala. ¿Cómo puede el hombre, que se

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llama papa, otorgar tierras que no son propiedad suya? No negaré tampoco de mi fe. Vuestro Dios ha sido muerto por los hombres que él ha creado. Mi dios -y al decir estas palabras señalaba al sol- vive en el cielo y desde allí mira a sus hijos.» Entonces compareció también Pizarro en la plaza. Y vio cómo Atahualpa arrancaba al fraile la Biblia de las manos y la arrojaba al fuego. Había llegado el momento. Con una cinta blanca Pizarro dio la señal convenida. Se disparó el cañón; y los españoles irrumpieron en la plaza. Al grito de «¡Sant Yago!», la gente de a pie y la caballería se lanzaron en apretada formación contra las huestes indias.» Atahualpa fue apresado y muerto más tarde. Y no carece de cruel ironía lo que se dice del padre Valverde: «Procuraba consolar a Atahualpa y hacerle comprender que cuantos se oponían a los campeones de Cristo, estaban destinados a la ruina» 156.

A los católicos no nos gusta, en general, que nos pongan ante los ojos tales sucesos del pasado. Durante siglos fueron perseguidos los judíos por la conciencia cristiana; y hasta hoy hay hechos relacionados con la conquista y «cristianización» de Latinoamérica que simple y llanamente no se conocen. Tras la lectura de relatos, como el transcrito, cabe preguntar: ¿Qué Dios era realmente aquel en que creían aquellos conquistadores, ese cruel «Dios de las batallas», que consideraba a una parte de sus criaturas como enemigos suyos, que no sólo permitía, sino que reclamaba las conversiones por la fuerza, y que toleraba el asesinato en masa y hasta la aniquilación de innumerables tribus indias? Al dominico del relato no le atormentaba la menor duda cuando otorgaba plenos poderes al papa y al rey de España para disponer de las tierras recién descubiertas y reclamar la sumisión del inca. ¿No se muestra éste mucho más grande, cuando afirma con toda razón: Vuestro Dios ha sido muerto por los hombres que él había creado, mientras que mi dios vive en el cielo y desde allí mira a sus hijos, exactamente igual que el Dios y Padre de Jesús, que hace salir su sol sobre buenos y malos? D/BATALLAS: Es aquí donde está realmente el punto decisivo: el «Dios de las batallas» no es de hecho el Dios y Padre de Jesús. Aquél es el dios de los dominadores, que

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debe legitimar a los idólatras del poder, del dominio del hombre por otro hombre, el Dios que aniquila a «sus enemigos», sean los del Estado o los de la Iglesia. ¡Hemos de reconocer abiertamente que ese «Dios de las batallas» fue al que se consideró y mantuvo siempre en la historia del cristianismo occidental como «el verdadero Dios», «el Dios de los cristianos» ¡Muchos bautizados jamás han conocido a otro Dios. Al Padre de Jesús, al Dios del amor, jamás se lo han encontrado; el suyo ha sido más bien el Dios de los ergotistas y de los dominadores.

No hay duda de que ése no es el Dios al que aluden las palabras acerca de la victoria de Cristo. Échese una mirada al triunfalismo cristiano de occidente, y veremos que se alza contra los propios cristianos la palabra del apóstol Pablo: «El nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles a causa de vosotros» Rm/02/24. El ateísmo moderno es, en buena parte, producto de la incomprensible «historia victoriosa» de la fe guerrera europeo-imperialista, que identificó sin escrúpulos de ninguna clase la conquista y destrucción de pueblos y culturas diferentes con la misión y expansión del cristianismo. La historia de Atahualpa -que se ha repetido frente a todos los conquistadores cristianos de Europa- señala de manera inequívoca que el cristianismo tiene una grave culpa en el estado presente del mundo, sobre todo en las antiguas colonias.

La idea de «victoria de la fe» tiene, como puede advertirse, un lado extremadamente peligroso, cuando se quiere relacionar esta palabra, de algún modo, con determinados logros terrenos, incluso de dimensión histórica universal. A Martin Buber se debe esta profunda sentencia: «¡Éxito no es ningún nombre de Dios!» Los cristianos modernos debemos comprender que el «mundo» que hoy rechaza la fe es justamente el mundo que el cristianismo ha configurado y del que debe responsabilizarse. A causa de ese lastre histórico, que sin género de duda al lado de tantas lacras tiene también sus aspectos positivos -y que nosotros evidentemente damos por supuestos-, el adjetivo «cristiano» adquiere un anfibología profunda. El cristianismo se ha encadenado a los poderes dominantes, y

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sus representantes, incluidos los mismos papas, se han manchado de sangre las manos en el curso de la historia. Ello hace difícil hablar hoy sin reservas del «triunfo de la fe». De hecho, esa manera de hablar sólo es cierta referida al «consumador de la fe, Jesús» (Heb 12,2). Sólo él ha vencido, y precisamente como víctima de los poderes religiosos y políticos del mundo. ............... 152. Cf. además Ap 2,17.26; 3,5.21. 153. EUSEBIO, Hist. eccl. X,2,1-2. 154. LEÓN MAGNO, Sermo LXXXII,1, según el texto de TH. STEEGER. 155. La fuente del relato es el Diario de fray Celso García, en la conquista del Perú. Pizarro y otros conquistadores 1526-1712, publicado por R. Y E. GRUN, Tubinga y Basilea 1973. 156. Cf. o. cit., p. 47-54.

 CAPÍTULO 17

«ORACIÓN SACERDOTAL» O DE DESPEDIDA (17,1-26)

En la redacción transmitida del cuarto evangelio, a los discursos de despedida sigue una larga plegaria, que también suele designarse como «oración sacerdotal» de Jesús. Tal designación se debe al teólogo David Chytreus (15311600), que en esta oración de Jesús descubrió una clara expresión del ministerio sacerdotal del Señor, referida, con toda probabilidad, a su pasión en la que Jesús mismo, según la doctrina teológica tradicional, se ofreció como victima. Así las cosas, la oración habría que verse como una oración consecratoria de Jesús con vistas a su muerte inminente. La expresión «oración sacerdotal» no es exegéticamente incorrecta, pues Jesús ejercita en ella, entre otras, la función de intercesor ante el Padre en favor de los suyos (cf. 17,6-24), tal como la primitiva concepción cristiana la había atribuido al Cristo glorificado ante la presencia de Dios (cf. Rom 8,34; lJn 2,1s; carta a los Hebreos, pássim).

Partiendo de esa función intercesora se logra ya una perspectiva importante para la presente oración: también en este pasaje desplaza Juan un quehacer del Cristo celeste y postpascual a la situación del Jesús terreno. Formulando

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esta verdad a la inversa, el Jesús terreno asume una función que, propiamente hablando, sólo corresponde al Cristo glorificado. También aquí se advierte con claridad hasta qué punto se mezclan en la visión joánica el Jesús terreno y el Cristo glorificado hasta formar una realidad unitaria, pues resulta asimismo que en esta plegaria nos hallamos ante una creación personal del evangelista. No se trata, como en el padrenuestro —cuyo contenido básico cabe atribuir muy probablemente al Jesús histórico (cf. Mt 6,913; Lc 11,2-4)—, de una oración compuesta por el propio Jesús. Al contrario, históricamente, cabe establecer una conexión textual con el «logion joánico», la «alabanza jubilosa del Padre», a partir de una fuente oral.

«En aquella ocasión tomó Jesús la palabra y exclamó: " ¡Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Sí, Padre; así lo has querido tú. Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo"» (Mt 11,25-27; cf. Lc 10,21s).

No cabe duda de que la oración joánica de despedida y el discurso de Jesús según dicha fuente oral idiomáticamente relacionables están conectados aún más estrechamente en el plano del pensamiento. Coinciden, sobre todo, la segunda parte sinóptica (Mt 11,27; Lc 10,22) y la presente oración de despedida en concebir a Jesús como el revelador absoluto y exclusivo de Dios Padre. Con lo que resulta patente que, pese a lo singular de su idea de la revelación cristológica, Juan se encuentra en una vasta corriente de la primitiva tradición cristiana. También en la oración de despedida joánica al tratamiento de Dios como «Padre» ocupa el centro de la oración (cf. v. 1.5.11. 21.24.25). Para Juan lo decisivo es la relación divina de Jesús, que se manifiesta en la invocación de Dios como «Padre». A esa relación divina vienen incorporados los creyentes. El cuarto evangelio ha recogido con toda seguridad un elemento

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básico del mensaje de Jesús, en el que ahonda a su manera.

Se suma a esto el hecho de que la oración de despedida de Jesús representa como un compendio de todo el evangelio de Juan y de su teología de la revelación. La importancia de sus afirmaciones sólo puede valorarla quien conoce, de algún modo, el cuarto evangelio, y sobre todo quien conoce los discursos de despedida. Sin ello es imposible medir sus profundidades. Con razón piensa E. Kasemann: «Cualquiera que sea la respuesta dada al problema del lugar originario del capítulo, indiscutiblemente constituye un compendio de los discursos joánicos y, en esa medida, una réplica del prólogo». La oración contiene, pues, toda la teología joánica de la revelación, sólo que ya no como en los discursos diferentes de revelación, bajo la forma de una enseñanza por obra del revelador, sino al modo de un proceso orante vivo, como una especie de liturgia terreno-celestial. El intercesor celeste junto al Padre y la comunidad terrena de sus amigos se entrelazan en esta oración formando una unidad que el Espíritu mantiene. La plegaria pone de manifiesto que en la revelación no se trata de una enseñanza teórica, sino que lo definitivo es la nueva vida, la comunión vital con Jesús y con el Dios y Padre de Jesús. Y se echa también de ver en esta oración lo que, según Juan, es la comunidad cristiana en su esencia espiritual más honda, y no simplemente según su aspecto externo sociológico. Se ha aludido ya en distintas ocasiones al hecho que Juan no ha desarrollado una doctrina de la Iglesia (una Eclesiología) en sentido formal y explícito; la Iglesia no aparece en él como un tema independiente. Pero al presentar la comunidad de discípulos de Jesús e identificarla con su propia comunidad (o al revés), muestra claramente cuál es su concepción de la Iglesia. Esa concepción se desprende sobre todo de su palabra clave, que es la «unidad».

La oración de Jesús se divide en cuatro partes: 1) 17,1-5 presenta a modo de compendio la revelación de Jesús y su importancia; 2) 17,6-19 es una plegaria por los discipulos que se quedan en el mundo; 3) 17,20-24 es una oración por

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la comunidad futura; 4) 17,25-26 constituyen el final de la oración.

En su comentario R. Bultmann ha insertado la oración de despedida después del relato de la última cena (13,1-30), y antes de los discursos finales. No hay una razón convincente para tal proceder. O, mejor dicho, hay muchas razones buenas y convincentes para dejar la oración en el lugar en que ahora se encuentra. Como compedio de la teología joánica de la revelación encaja mucho mejor detrás de los discursos de despedida que delante de ellos, a modo de puente que conduce al relato anejo de la pasión. Aunque en su origen pudiera haber sido una pieza independiente —lo que no deja de ser una simple hipótesis—, en la redacción definitiva del cuarto evangelio ha encontrado un buen lugar. También aquí se evidencia una vez más que para la interpretación y exposición del evangelio de Juan no se gana demasiado con operaciones critico-literarias ni con trasposiciones textuales. Lo decisivo es siempre el argumento o tema que el texto presenta.

1. REVELACIÓN DE DIOS POR JESUS (17,1-5)

1 Esto habló Jesús y, levantando sus ojos al cielo dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti, 2 ya que le diste potestad sobre tola carne, para que él diera vida eterna a todos los que le has dado. 3 Pues ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. 4 Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a término la obra que me habían encomendado que hiciera. 5 Y ahora glorifícame tú, Padre, junto a ti mismo, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiera.»

Con una sencilla introducción: «Esto habló Jesús y, levantando los ojos al cielo dijo..», del versículo la, señala el evangelio el final de los discursos de despedida y el comienzo de la oración; esto último mediante la adopción de una actitud orante: Jesús alza los ojos al «cielos>, al

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«lugar de Dios». Posiblemente se alude también con ellos a la dirección de la plegaria: al principio los cristianos no se orientaban para orar hacia ningún punto geográficamente determinado, sino que se volvían directamente a Dios, al cielo. Esta postura y disposición, diferente por completo de cualquier otra, significa a su vez otro tipo de lenguaje. La oración o la súplica que, por ejemplo, pronuncia por otros un representante o un portavoz litúrgico, tiene un carácter y tono distinto de la diatriba o de la instrucción a los discípulos. Al orar ya no se disputa ni se discute. En este punto responde también al razonamiento joánico, pues en 16,25.29s se ha dicho que ahora todas las preguntas quedan aclaradas, y que ya no hay más oscuridades ni enigmas. El supuesto previo de la oración está en el hecho de que deja de lado todos los problemas y conduce a una armonía abierta que permite poner de relieve una realidad común. Ese centro común, al que se llega en la oración comunitaria, es en nuestra plegaria de despedida la persona misma de Jesús y su palabra. No es, pues, seguramente una casualidad que el propio Jesús pronuncie la oración. Por él deben ciertamente orientarse los creyentes de todas las épocas. En en hallarán su centro, su punto de apoyo decisivo y, por ende, también su propia dirección.

El tratamiento «Padre», que se repite varias veces (v. 1.5.21.24; además de «Padre santo» en v. 11b y «Padre justo» en v. 25), no sólo responde al atributo esencial de Dios, según Juan, sino a toda la tradición cristiana acerca de la oración de Jesús 160, Juan podría depender aquí de la primitiva tradición cristiana, y más en concreto de una tradición que había unido la especial idea de Dios como «Padre» que tuvo Jesús con la idea de revelación apocalíptica, tal como ocurre en la oración jubilosa de la fuente de discursos o logia (Mt 11,25-27). La concepción de que para llegar al conocimiento de Dios en cuanto Padre se requiere una revelación particular, que sólo Jesús como Hijo puede conceder, es ya una idea prejoánica. Probablemente Juan la ha recogido por la vía de la tradición oral; pero la ha convertido en el tema central de su teología de la revelación 162.

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HORA/Jn: Así se demuestra de inmediato en la ulterior conexión que sigue al tratamiento o invocación: «Ha llegado la horA» y «glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti» (v. 1b). La referencia a la llegada de la «hora» recuerda el comienzo de la última cena (13,1). No hay duda de que tanto aquí como allí se trata de la misma «hora». Esa «hora» no es una entidad cronológica que pueda medirse con reloj. La expresión «hora» indica más bien el acontecimiento salvífico de la muerte y resurrección de Jesús. Para Juan lo transcendental es el respectivo contenido de la «hora». Ese contenido lo determina en cada caso lo que ocurre con el propio Jesús. Es su muerte como muerte salvadora, como la muerte del Hijo de Dios y del Hijo del hombre, la que hace de la «hora» lo que realmente es: la hora de la salvación para el cosmos y para la humanidad entera. De este modo la «hora» designa también la entrada del cambio escatológico de edades («eones»), y, por ende, de la presencia permanente de la salvación.

Por ello se subraya la «hora»: la hora de la glorificación de Jesús 164, en la que el Padre le hace partícipe del reconocimiento que le corresponde como al Hijo de Dios. Pero esa honra de Jesús por Dios no es una simple confirmación externa, sino la acogida de Jesús en el ámbito de la claridad y soberana gloria divinas. Esto, tan difícil de expresar con palabras, lo ha hecho comprensible el arte al enmarcar a Cristo sobre el trono de la almendra, símbolo de la divinidad. Cuando Jesús ruega aquí al Padre por su glorificación, hay que entender también su marcha a la muerte como un elemento esencial de aquel vasto diálogo entre Padre e Hijo, que determina la existencia de Jesús y toda su permanencia sobre la tierra. Respecto del Padre, Jesús vive por completo y sin reservas una «existencia dialógica». También la muerte de Jesús hay que entenderla como una «obra divina», y no sólo como un acto de hombres ciegos e impíos, y menos aún como un destino impersonal y fatalista. Como puro sufrimiento, la muerte de Jesús es a la vez un acto extremo y consumado, un acontecimiento en el que Jesús entra de lleno. Con su muerte empieza ya la glorificación de Jesús por el Padre. En

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Juan persiste asimismo una suprema primacía de Dios Padre frente a Jesús, el Hijo, lo cual se debe al hecho de que en definitiva Juan ignora cualquier idea de Dios puramente especulativa a espaldas de la revelación y, por tanto, a espaldas de la actuación salvífica divina. Justamente como revelador permanece Jesús ligado a la historia humana. En la cruz se lleva ya a término la glorificación de Jesús por el Padre, y la del Padre por Jesús; con ello se indica que ya tiene ahí efecto la plena revelación de Dios por parte de Jesús. Así pues, cruz y resurrección constituyen el punto culminante de toda la revelación. Eso es lo que ya Juan tiene en la mente al hablar de la glorificación de Jesus.

Por la ruptura de estilo (tratamiento en segunda persona en el v. 1, que recoge luego el v. 4, mientras que los v. 2-3 hablan en forma objetiva del «Hijo» en tercera persona) los versículos 2 y 3 parecen un añadido posterior. El versículo 3 emplea además un abierto lenguaje confesional. Mas no por ello han tenido que intercalarse en un segundo tiempo. También aquí resulta instructiva una comparación con Mt 11,25-27, que presenta un enlace similar entre el tratamiento «tú» de los v. 25-26 y el lenguaje objetivante del versículo 27. También Mt 11,27 habla de una transferencia de poderes al Hijo.

La glorificación es a la vez el refrendo del poder divino de Jesús, descrito aquí como una potestad «sobre toda carne», es decir, sobre la humanidad entera. Mientras que la idea de la plena «potestad» de Jesús aparece en los sinópticos conectada especialmente con su facultad de hacer milagros, y más en concreto con el poder de expulsar los demonios (cf. Mc 1,22.27), o también como un dato que los de fuera no comprenden y discuten 165, en Juan la plena «potestad» pertenece desde el comienzo a la confirmación de Jesús como Hijo de Dios y Mesías. Así se dice ya en 3,35: «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos.» Como revelador, Jesús es también el autorizado y soberano embajador de Dios en el mundo. Es verosímil que Juan haya recogido la idea de la plena «potestad» de Jesús en conexión con la cristología del Hijo del hombre así se dice

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en 5,27: «Y le dio (el Padre al Hijo) autoridad para juzgar, porque es Hijo del hombre.» El otorgamiento de poderes divinos al «Hijo del hombre» celestial es ya corriente en la apocalíptica judía. Lo decisivo es realmente el cambio que Juan introduce respecto de Jesús, o más concretamente bajo la influencia de Jesús: el Hijo del hombre, Jesús, no ha recibido la plena potestad en primer término para celebrar el juicio, sino para otorgar vida eterna a cuanto Dios le confió (v. 2b). Esa facultad, que Jesús tiene, es pues ante todo una facultad soteriológica, una facultad para redimir y comunicar vida eterna, y sólo en segundo término una facultad de juicio. Se trata de la absoluta prioridad de la salvación sobre el juicio, como dice también en 3,13-21. Vida y salvación de un lado, y juicio, del otro, no son para Juan alternativas equivalentes; el acento recae más bien sobre la salvación que Jesús trae, mientras que el juicio no es en realidad más que la sombra acompañante, la posibilidad negativa con que sin duda hay que contar mientras persista la fragilidad de la existencia humana. ¡Pero ésa es precisamente la que ha de superarse de continuo mediante la fe!

Eso mismo es lo que dice también el versículo 2: Jesús ha recibido unos poderes universales para comunicar la salvación. En ese proceso se proclama asimismo la permanente dependencia de Jesús respecto del Padre: los creyentes son aquellos hombres que le han «sido dados» por el Padre (cf. también 6,37.44). A través por completo del acontecer salvador se realiza la obra de Dios; también mediante la fe en Jesús. Además, sus plenos poderes soteriológicos son universales, cuentan para todos los hombres, al menos en cuanto a su dirección básica.

Pese a lo cual, los creyentes parecen representar una «elección» particular. Baste aquí con establecer que Juan valora ambos aspectos, que lógicamente no pueden reducirse a un denominador común: el poder soteriológico de Jesús se ha hecho universal por su alcance, extendiéndose a todos los hombres sin excepción. Asi y todo, habrá que consignar el hecho de que siempre será sólo un número limitado de hombres los que acojan

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abiertamente la salvación ofrecida por Jesús y quienes admitan su palabra reveladora. Qué ocurre con los hombres es algo que escapa por completo a nuestro conocimiento; se trata de un problema que deberá quedar pendiente. La fe se halla en medio de esta tensión: debe mantenerse en la posesión y en la radical esperanza de una redención universal de la humanidad entera por obra de Jesucristo, y no puede renunciar a la predicación concreta e histórica, a la fe como confesión personal, sin poder emitir un juicio sobre quienes (ya) no se tienen por cristianos. Pese a las experiencias negativas no puede abandonarse a una mentalidad de ghetto

«Vida eterna» (griego: zoe aionios) es para Juan simplemente la salvación que va ligada a la revelación de Jesús. «El Cristo joánico promete a quienes creen en él la zoe, no sólo como vida permanente y duradera para siempre en el futuro escatológico, sino como un don presente, que se les otorga ya ahora en su existencia sobre la tierra» 169. El giro más frecuente para expresarlo es «tener vida». El creyente participa ya ahora, al tiempo presente, de la «vida eterna». Por eso, puede decir la carta primera de Juan:

«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han palpado acerca de la Palabra de la vida —pues la vida se manifestó, y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó—: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.

Pues, efectivamente, nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os anunciamos esto para que sea colmado nuestro gozo» (1Jn 1,1-4).

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La teología joánica de la vida tiene su fundamento en Dios («teológico») y también en Jesús («cristológico»). La vida verdadera y absoluta, la vida simplemente, libre de toda muerte, es en exclusiva la vida divina, la que sólo se da en Dios. El mundo humano, por el contrario, conoce el anhelo de una vida eterna; pero no deja de ser un «mundo de muerte». Jesús es el Logos divino, la Palabra que en el principio estaba junto a Dios, y de la cual se dice «en ella estaba la vida, y esta vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Y esa Palabra divina de vida «se hizo carne» (1,14), a fin de hacer participes de la vida eterna a todos los hombres. La comunicación de la vida es también, por consiguiente, la función soteriológica decisiva del Cristo joánico.

Queda claro, además, que «revelación» y «comunicación de vida» se relacionan directamente hasta formar un proceso único, como lo asegura el versículo 3: «Pues ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo.» Así pues, el contenido de la vida eterna es el conocimiento de Dios y de Jesucristo. Naturalmente, que no se trata aquí de un conocimiento conceptual y teórico y, por tanto, distanciado, sino más bien de un reconocimiento o, mejor, un conocer que, como tal, incluye la participación interior, el amor, y la carga de admiración profunda que conduce a la fe. También en el versículo 3 se trata de una fórmula de fe joánica concentrada, que contiene toda la idea de revelación de Juan. También aquí se mueve el cuarto evangelio en una vasta primitiva tradición cristiana, cuando concibe como una unidad la fe en Dios y la fe en Cristo, según lo testifica por ejemplo, la fórmula paulina:

«Para nosotros, sin embargo, no hay más que un solo Dios, el Padre de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas y por quien somos nosotros también» (lCor 8,6).

En el primer miembro («que te conozcan a ti, el único Dios verdaderos»), Juan emplea sin duda el lenguaje tradicional de la primitiva misión cristiana, que se remonta ya a la

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predicación jadeo-helenística de la fe (cf. lTes 1,9ss). Aquí se trata de la confesión fundamental y clásica del monoteísmo específicamente bíblico. El Dios de Israel es el Dios único, verdadero y viviente, en oposición a los numerosos dioses de los gentiles (cf., por ej., Sal 115,4-8), que por naturaleza no son dioses sino «dioses nada», dioses inanes (elilim). El cristianismo primitivo enlazó con la predicación religiosa monoteísta del judaísmo. Debía proclamar también el más severo monoteísmo, sobre todo frente a la religión politeísta del pueblo. Pero no justamente en un sentido abstracto, como solían hacerlo los filósofos coetáneos acerca de la unidad de Dios, sino en relación con la persona de Jesús. Por ello, se llegó muy pronto, según lo certifica Pablo en lCor 8,6, a yuxtaponer la confesión de Cristo y la confesión de Dios, enlazándolas estrechamente. El único Dios verdadero y el revelador escatológico, Jesucristo, están en íntima relación: «...y al que enviaste, Jesucristo.»

Con ese complemento «al que tú enviaste» se encuentra aquí el nombre completo de Jesucristo, que en tal forma sólo lo emplea tres veces el Evangelio de Juan (1,17; 17,3; 20,31), y siempre en un lugar destacado. Jesús es el enviado de Dios en un sentido perfectamente preciso. Para entender el concepto joánico de envío o misión hay que partir del principio forense del judaísmo: «El enviado de un hombre es como él mismo». Se trata de una concepción profundamente enraizada en la concepción antigua del emisario o mensajero: un embajador era el representante de su gobierno, hacía sus veces y estaba estrechamente vinculado a sus instrucciones. Así también en Juan la idea de envío designa, por lo general, la autorización de Jesús por parte de Dios; en razón de su misión, Jesús dispone de la facultad divina de revelar y salvar, y asimismo en cuanto revelador es el representante de Dios en el mundo humano. Quien le acepta, acepta a Dios; quien le rechaza, a Dios rechaza. Por eso, deben «todos honrar al Hijo»; es decir, aceptarle con todas las consecuencias, «a fin de que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo envió» (/Jn/05/23).

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Juan utiliza la idea de representación, tomada del derecho de emisarios para definir la posición de Jesús respecto de Dios y respecto del mundo humano. Naturalmente está persuadido de que no se puede separar de Dios a su revelador y enviado, Jesucristo, de tal modo que el verdadero conocimiento de Dios permanece ligado a la persona de Jesucristo. Después de la revelación escatológica operada por éste, sólo hay un camino: Per Christum in Deum ( = por Cristo a Dios). El lenguaje confesional de los versículos 2-3, que rompe claramente el estilo coloquial directo de oración («tú»), expresa una vez más el carácter objetivo de la idea joánica de revelación. Sobre ese reconocimiento de Dios y de su revelador descansa también la plegaria con cuanto tiene que decir.

Los versículos 4-5 recogen el tema de glorificación, ahondándolo con dos ideas nuevas. El versículo 4 echa una ojeada retrospectiva a la obra de Jesús. Jesús ya ha glorificado al Padre sobre la tierra, lo que constituye de suyo una primera prueba de que Juan tiene ante los ojos toda la existencia ya terminada de Jesús sobre la tierra. La actividad terrena de Jesús se contempla aquí bajo el lema de Soli Deo honor et gloria; la glorificación de Dios es lo que da sentido a su existencia. Después se dice en qué consiste esa glorificación del Padre por Jesús: en que Jesús «ha llevado a término» la tarea vital que Dios le había propuesto para su realización. Juan habla repetidas veces tanto de la «obra» (en singular) como de las «obras» (en plural) de Jesús. Sin embargo el plural «obras» se refiere muy a menudo a los milagros obrados por Jesús, y que Juan también llama señales o signos. Eso significa, ante todo, que deben entenderse como actos de Jesús. No se trata de meros hechos, de simples resultados. En cuanto obras de Jesús se convierten simultáneamente en obras de Dios, que se hacen visibles a los hombres (9,3). Lo cual quiere decir que cada una de estas obras o señales está encuadrada en el gran contexto de la actividad reveladora y salvadora de Jesús. Demuestran el sentido y fuerza de la revelación de un modo metafórico y simbólico. Como señales vuelven a apuntar al propio Jesús mostrando a él y su voluntad. La finalidad de tales signos no son las demostraciones

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sensacionalistas por sí mismas, sino la de llamar la atención sobre Jesús y mover a la fe en él. El singular, por el contrario, habla de la «obra» de Jesús como de una unidad total. En 4,34 dice Jesús «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obran» Mientras que así se expresa en 5,36: «Pero yo tengo el testimonio que es superior al de Juan: las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, estas mismas obras que yo estoy haciendo, dan testimonio en favor mio de que el Padre me ha enviado». La proximidad de ambos pasajes al versículo 4 es patente. Jesús «lleva a término» la obra del Padre, que para él es la voluntad de Dios y «alimento» del cual vive. En tal sentido la voluntad de Dios es el tema central de Jesús. Sin duda que esa voluntad divina no es primordialmente para Jesús el precepto particular que hay que cumplir, sino toda la obra de vida del revelador.

Pero hay que dar un paso más. La obra de vida del revelador Jesús no le pertenece sólo externamente: no puede separarse de la persona de Jesús como una obra independiente, como un objeto o cosa. Cuando por esa vía se quiere introducir una nueva distinción entre la obra y la persona de Jesús, es que todavía no se ha entendido correctamente a ninguna de las dos. La obra de Jesús no se opone a su autor como la obra de un escultor o poeta para llevar su propia vida. Según el cuarto evangelio, Jesús se identifica más bien con su obra. Así se advierte en la fase decisiva de dicha obra, en la pasión, en que la persona de Jesús es a la vez sujeto y objeto. Resulta imposible el intento de entender la pasión de Jesús como un acontecimiento de una obra externa. Nada de eso; aquí es Jesús en persona lo obra que él cumple, es él quien se consuma a si mismo con la vista puesta en Dios. Pues, si se habla de «cumplir» o «consumar» (griego teleioun) esa obra, el mismo verbo orienta ya la atención hacia la última palabra que Jesús pronuncia en la cruz: «(Todo) se ha cumplido» (Jn 19,30). Ahora bien, si precisamente la muerte de Jesús está bajo ese signo del «se ha cumplido» o consumado hay un nuevo indicio de que la obra de Jesús sólo puede ser toda su acción soteriológIca, encarnada y

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compendiada en su propia persona. Finalmente, de este modo se comprende también que Jesús y su trayectoria vital sea sin más la única obra de Dios, la revelación, y no simplemente distintas comunicaciones sobre Dios. También aquí se trata de la visión teológica y total de Jesús. Pero respecto de Dios, Jesús está en una relación de libre intercambio, de un libérrimo dar y recibir. La misma obra, que Jesús cumple sobre la tierra, se entiende como un don. «Jesús lo ha recibido todo del Padre como un regalo, no sólo como un poder cumplir, sino un cumplimiento efectivo. Pero también él ha realizado plenamente ese regalo, por cuanto que ha llevado esa obra de redención a su pleno y total cumplimiento, tal como el Padre se la había dado para que la cumpliera» 173.

Por eso ruega también Jesús (v. 5) para que el Padre le glorifique, y desde luego «junto a ti mismo», decir en el ámbito divino originario, «con la gloria que yo tenía junto a ti antes de que el mundo existiera». Se expresa así la idea de preexistencia. Difícilmente puede ponerse en duda que en el presente pasaje el evangelista quiere hacer una alusión al prólogo, en que se dice: «En el principio era la Palabra (griego: el Logos), y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ésta existía al principio junto a Dios» (1,1-2). Y más adelante: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Pero nosotros vimos su gloria, gloria como de hijo único que viene del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14).

Juan está convencido de que a Jesús no se le puede entender con puras categorías humanas ni enjuiciar con los criterios humanos corrientes. Todos los patrones tomados del cosmos resultan en definitiva externos, ajenos e inadecuados frente al revelador de Dios. Jesús viene de la esfera divina, y durante su existencia sobre la tierra continúa perteneciendo a esa esfera, a la que termina por volver. El versículo 24b dice que la gloria eterna, de la que Jesús siempre ha participado junto al Padre, no es otra cosa que el amor eterno entre Padre e Hijo: «...Porque tú me has amado antes de la creación del mundo.» La pertenencia de Jesús a Dios no es, pues, una realidad condicionada por el

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tiempo y parcial; es algo más bien radical y total; es una pertenencia —según Juan no se puede expresar de otro modo— eterna, con unos fundamentos que no están en el tiempo, sino antes, por encima y mas allá de todo tiempo. La idea de preexistencia es la que expresa esto del modo más categórico.

No es necesario que nos ocupemos aquí más ampliamente del problema acerca de los supuestos histórico-religiosos de la idea de preexistencia. El cristianismo primitivo encontró esa idea y la hizo suya para asegurar el carácter revelado y divino del acontecimiento soteriológico y para expresar la correlación radical de Jesús y Dios. Porque el hecho salvífico se funda en Dios mismo, no tiene término alguno. La plegaria de Jesús por su glorificación a manos del Padre contempla también por ello mismo la duración eterna, el futuro eterno y la permanente vigencia del acontecer soteriológico. Como tal acontecimiento la muerte y resurrección de Jesús tienen un significado de eternidad; han ocurrido «de una vez por todas». No sólo tienen un futuro, sino que en ellas se abre ya el futuro eterno. La pericona 17,1-5 coloca el acontecimiento de la revelación y de la salvación —tal como aparece según Juan en la persona de Jesús— al comienzo de la oración de despedida. Hasta aquí Jesús en persona, con su indisoluble vinculación al Padre, es el fundamento, el centro permanente y el futuro prometedor y esperanzado de la vida eterna.

2. ORACIÓN POR LOS DISCTPULOS QUE QUEDAN EN EL MUNDO (17,6-19)

6 «He manifestado tu nombre  a los que del mundo me diste.  Tuyos eran, pero me los diste a mí, y ellos han guardado tu palabra.7 Ahora ya saben  que todo lo que me has dado viene de ti;8 pues las palabras que tú me distese las he dado a ellos,y ellos las han acogido,porque saben realmente que yo salí de ti

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y creyeron que tú me enviaste.9 Yo ruego por ellos;no ruego por el mundo,sino por los que me has dado,porque tuyos son.10 Pues todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío;y en ellos me he glorificado.11 Yo no estoy ya en el mundo;pero ellos en el mundo estánmientras que yo voy a ti.Padre santo, guárdalos en tu nombre,en ese nombre que me has dado,para que, lo mismo que nosotros, sean uno.12 Mientras yo estaba con ellos,yo los guardaba en tu nombre,en ese nombre que me has dado,y velé por ellos;y ninguno de ellos se perdió,sino el hijo de la perdición.Y así se cumplió la Escritura.13 Pero ahora voy a ti,  y digo estas cosas estando aún en el mundo,para que ellos tengan en sí mismosmi alegría enteramente colmada.14 Yo les he comunicado tu palabra;pero el mundo los odió,porque no son del mundo,como tampoco del mundo soy yo.15 No te pido que los saques del mundo,sino que los guardes del Maligno.16 Del mundo no son,como tampoco del mundo soy yo.17 Santifícalos en la verdad;tu palabra es verdad,18 como tú me enviaste al mundo,también yo los voy a enviar al mundo.19 Y por ellos yo me santifico a mí mismo,para que ellos también sean santificados en la verdad.»

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Jesús ha llevado a término la obra de su vida, que Dios le había encomendado. Pero esa obra no está ahí como una realidad cerrada en sí y aislada; sino que más bien tendía desde el principio a madurar un efecto o, formulado en el lenguaje de Juan, debía «producir fruto»: «De verdad os lo aseguro: Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, él queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto» (12,24). Pero el fruto decisivo del acontecimiento salvífico es la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús, la Iglesia. Juan habla de que la revelación no alcanza ciertamente su meta en todos los hombres, aunque a todos va dirigida. Pero en los discípulos sí que logra su finalidad. Ahí vuelven a ensamblarse de nuevo el presente de la comunidad joánica y el «pasado» de Jesús y del primer círculo de discípulos. Entre los primeros discípulos de Jesús ocurre ya de manera ejemplar lo que ocurrirá luego en la comunidad de todos los tiempos. Pese a lo cual Juan no pasa totalmente por alto la diferencia histórico-temporal que media entre la primera y la segunda generación. Insiste, no obstante en que revelación y comunidad tienen un mismo origen histórico, un tiempo de fundación, una generación básica, con una coincidencia histórica que no se puede ni pasar por alto ni trastocar. La primera generación de discípulos de Jesús es la de quienes recibieron la revelación directamente de Jesús, mientras que las generaciones posteriores son aquellas que «han creído en mí por la palabra de ellos» (de los discípulos, v. 20b). Ciertamente que en ambos casos la «naturaleza» de esa fe no cambia; no hay ninguna diferencia esencial entre «los discípulos de primera y segunda mano» (Kierkegaard) por lo que a la fe como tal se refiere. Existe además la continuidad de fe dentro de la comunidad de discípulos. Por otra parte, sin embargo, hay una diferencia de perenne actualidad, en cuanto que las generaciones sucesivas de discípulos permanecen vinculadas al testimonio de los primeros discípulos. A su manera Juan tiene también en cuenta este dato fundamental.

La revelación divina de Jesús alcanza su objetivo en el círculo de discípulos. Jesús no sólo tuvo fracasos, hubo también hombres que se le acercaron, y que en conexión

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con él, en comunión con él, formaron también el primer núcleo de la comunidad cristiana, la Iglesia. Juan habla de los hombres «que del mundo me diste» (v. 6). Eso quiere decir que ve en la fundación de la comunidad una obra divina; para él la comunidad cristiana no es un conglomerado dispuesto por el hombre, sino que tiene su origen último y permanente en la acción del mismo Dios. Que los hombres lleguen a la fe en el revelador y, a través de él a la fe en Dios, no es ningún logro humano, sino puro don divino. Los creyentes proceden «del mundo», del cosmos. Por una parte, éste viene a ser una especie de reserva o semillero que contiene la planta de la fe; por otra parte, todo el que cree es alguien que abandona el cosmos con sus criterios y patrones, que le supera y se pasa al bando de Jesucristo. En definitiva la acogida de la revelación de Jesús conserva siempre este carácter de libertad gratuita. Su existencia en el mundo es un don, y está totalmente insegura desde la perspectiva mundana. El versículo 6b sitúa esta realidad en primer plano con mayor resolución aún, cuando de forma explícita califica Jesús a los creyentes como el don que el Padre le ha hecho a él en persona. Al haber «guardado» la palabra recibida de Jesús, han acogido con ella al mismo Dios: «...y han guardado tu palabra». Se menciona con ello un elemento constitutivo de la comunidad: la «guarda de la palabra de Dios», que se identifica con la de Jesús. Es esa palabra la que establece la comunidad de Jesús (función socializante de la predicación), y así es también la palabra la que garantiza su naturaleza y persistencia. En la medida en que los discípulos mantienen y guardan la palabra de Jesús, permanecen también en comunión con él. Y ello tanto más cuanto que el propio Jesús como «Palabra hecha carne» es en su misma persona la palabra decisiva de Dios a los hombres. Además, por el hecho de haber aceptado y mantenido la palabra de Jesús, los discípulos han entendido también el contenido de la revelación en su contexto teológico-cristológico. Han reconocido el origen divino de Jesús y de su obra, a saber que «todo lo que me has dado viene de ti» (v. 7b). Asimismo han comprendido que están personalmente comprometidos en la transmisión de la palabra, con lo que se subraya un aspecto característico de

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la idea joánica de tradición: el Padre ha confiado la palabra al Hijo, el Hijo a su vez se la ha entregado a los discípulos, y éstos, por su parte, se la transmiten a las generaciones sucesivas. Para la idea joánica de tradición es importante que al comunicar esa palabra en una tradición no se le quite nada de su inmediatez divina, y ello porque en cada caso detrás de esa palabra se halla presente el mismo Cristo que sale así al encuentro del hombre. La tradición de la palabra se mantiene siempre vinculada a la permanente presencia de Cristo, estando siempre ésta en definitiva por encima de la tradición; de tal manera que el hombre que acepta la palabra de Jesús como palabra de Dios, está simultáneamente en una tradición, aunque no puede convertirse en esclavo de la misma, sino que en ella y por ella debe mantenerse libre. Pues, la tradición establece por la palabra la conexión directa de la fe con Jesús en persona: «...y ellos las han acogido, porque saben realmente que yo salí de ti y creyeron que tú me enviaste» (v. 8c). El conocimiento creyente y la fe ilustrada es el paso absolutamente personal que conduce al hombre hasta la libertad gratuita de la comunión con Jesús y, consiguientemente, de la comunión con Dios.

Si la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús se había entendido ya como don divino, como regalo de la libertad gratuita y como fruto de la acción de Dios, en los versículos siguientes (v. 9-19) también se atribuye a la acción divina la permanencia de esa comunidad. La comunidad debe asimismo su existencia a la intercesión de Jesús y al Paráclito divino; en este sentido carece de una existencia autónoma o autárquica. Jesús aparece a la vez como el intercesor celeste a favor de los suyos en presencia de Dios y como presente y actuante en la comunidad. La súplica de Jesús por los suyos es un indicio de que todo el proceso, de que aquí se habla, se desarrolla en el marco de una libertad gratuita o, lo que es lo mismo, en el marco del amor divino, que, de una vez para siempre, ha abierto la obra reveladora de Jesús. En ese «marco» Jesús y los suyos forman una sola realidad.

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Ese es el motivo de que Jesús tampoco pueda orar por el mundo, que queda más bien explícitamente excluido de su intercesión. El «mundo» es el mundo humano cerrado en la incredulidad, de tal forma que su exclusión de la plegaria de Jesús está por completo dentro de la linea de cuanto Juan dice en otros pasajes acerca de ese «mundo». Pese a lo cual en el cuarto evangelio no hay ninguna sentencia que enfrente al mundo incrédulo y a la comunidad de discípulos de un modo tan tajante o irreconciliable como aquí. Aun aludiendo, como hace R. Bultmann, a que el amor de Dios, operante en el Hijo, abarca al mundo entero (3,16), y aunque el mundo entre de hecho en la plegaria de intercesión, ya que el ruego por la comunidad tiene también por objeto la conversión del mundo (v. 21.23), la afirmación no deja de ser muy dura. El «mundo» está visto aquí de un modo radical como un ámbito fatídico de la incredulidad y de la condenación, al que ni siquiera la intercesión de Jesús puede ayudar. El «mundo» debe ciertamente «creer que tú me enviaste» (v. 21) y «conocer» también ahí el amor de Dios (v. 23). En tal sentido la oración de despedida expresa también la esperanza de salvación para el mundo. Como quiera que sea, hay que preguntarse hasta qué punto en este pasaje el pensamiento joánico refleja el espíritu de Jesús, tal como lo proclama el mandamiento de amar a los enemigos (Mt 5,43-48; Lc 6,24-36).

Una sentencia como ésta: «No ruego por el mundo...» nos enseña que ni siquiera las afirmaciones de los evangelios deben tomarse en un sentido absoluto y sin crítica, sino que hay que valorar exactamente su posición. Comoquiera que sea, hoy ya no podemos trazar sin más ni más una línea divisoria tan tajante entre el mundo incrédulo y la comunidad joánica, que se sabe como un grupo de amigos de Jesús, a los que se opone una sociedad hostil. Lo que de todo ello puede mantenerse es que el Jesús joánico ruega para preservar a la comunidad de la incredulidad. Se trata más bien de la oscura posición de la que la comunidad debe guardarse. La intercesión de Jesús cuenta por ello especialmente para aquellos que el Padre le ha dado. La comunidad de discípulos aparece como la propiedad de

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Dios y de Jesús (v. 10). En cuanto tal está también incorporada a la glorificación de Jesús. La comunidad es el lugar en que Jesús encuentra el debido reconocimiento por medio de la fe, y ése es también el fruto de la glorificación, en que se prolonga y halla siempre un nuevo cumplimiento la obra salvadora de Jesús.

Los versículos siguientes determinan desde posiciones y aspectos siempre nuevos el «lugar» de la comunidad de discípulos en una manera positiva y negativa. Negativa, por la delimitación respecto del «mundo»; positiva, mediante la señalización del fundamento divino de la comunidad. El versículo 11 alude a ello de inmediato, Jesús ya no está en el mundo, se va al Padre. Pero los discípulos están en el mundo; además, la comunidad no tendrá su «lugar» fuera del mundo, sino en medio de él. Ciertamente que la partida de Jesús echa al propio tiempo el cimiento de la verdadera existencia de la comunidad fuera del mundo, de tal forma que «estar en el mundo», pero «no ser del mundo» describe su peculiar situación. Es verdad que esto sólo se dice expresamente más tarde, en los versículos 15 y 16, pero ya está contemplado desde el comienzo. La comunidad, que Jesús ha dejado en el mundo, necesita además el Paráclito que la «guarde» (v. 11b).

El tratamiento «Padre santo» subraya la santidad de Dios, la alteridad que define la naturaleza de Dios frente a todo lo no divino y todo lo antidivino. Esto último consiste sobre todo, según Juan, en la incredulidad y en el mal. La conservación de la comunidad de discípulos consiste por ello, positivamente en mantenerla en su pertenencia a Dios, en no dejarla recaer bajo las fuerzas cósmicas del Maligno, en afianzarla en la fe y en el amor. Para ello se carga por vez primera en este pasaje el acento peculiar sobre la unidad comunitaria: «...para que, lo mismo que nosotros, sean uno.» La unidad de la comunidad debe responder a la unidad entre Dios y Jesús; ésta es su modelo. E1 tema de la unidad reaparece explicitamente más adelante (v. 20,24).

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El versiculo 12 refleja también, en la oración de Jesús, la situación de despedida: mientras Jesús estaba en la tierra con los suyos, «guardaba» a los discipulos, los mantuvo en el ámbito de la revelación; más aún, los protegió y preservó de tal modo que ninguno se perdió, si no es Judas, al que aquí se alude sin nombrarle y señalándole sólo como «el hijo de la perdición». Pero que tal ocurriera no fue una deficiencia de Jesús, como lo afirma la referencia al cumplimiento escriturístico. Su «perdición» estaba ya, en cierto modo, planeada. En el presente pasaje no tenemos por qué entrar en la solución del problema de cómo armonizar la planeada «perdición» de Judas, el cumplimiento de la Escritura y la valoración como culpa humana. El texto quiere decir: la perdición de Judas no hay que ponerla en el «debe» de Jesús, que ha cumplido a la perfección el encargo de preservar a los discípulos. Lo decisivo es que ahora hay «otro» que debe guardar a la comunidad; ella necesita otro protector; y lo verdaderamente curioso es que no se mencione en este pasaje al Paráclito, al Espíritu Santo, lo que aquí encajaría perfectamente con el contenido.

Es importante que la idea de Jesús al Padre represente para los discípulos el comienzo de una alegría colmada176; la muerte y la resurrección de Jesús son para los discípulos el comienzo de la salvación escatológica; más aún, ésa es ya la «alegría enteramente colmada», como el mundo no puede darla, ni tampoco recibirla. «Es la alegria de él la que debe serles comunicada; ello quiere decir que no deben recibir una alegría de la naturaleza de la suya personal, sino que la misma alegría de él pasará a ser la de ellos; y ello porque la alegría de los discípulos se funda en la de Jesús, si es que en ellos se realiza el sentido de su venida y de su marcha como del acontecer escatológico». Dicho de otro modo: como la comunidad participa por la fe en la vida eterna de Cristo resucitado, participa también de su alegría, pues la presencia de esa vida constituye el fundamento de la alegria. Si la capacidad vital humana como tal está ya vinculada a la alegría, se trata realmente de la vida eterna.

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La presencia de la salvación está asegurada por la palabra de Dios. Jesús ha otorgado esa palabra a los discípulos. La palabra es la que suscita y engendra la vida, y la que también ha separado ya a la comunidad del «mundo». Por ello resulta perfectamente lógica la afirmación del versículo 14b de que el odio del mundo perseguirá a los discípulos, porque ya no son «del mundo», como ni tampoco lo es el propio revelador. Los creyentes han logrado participar en el origen del revelador. No en razón «de un parentesco natural» con él, como lo entendieron las doctrinas gnósticas, sino porque a través de la fe «han nacido de Dios», según fórmula del prólogo (1,13), o «han nacido del agua y del Espíritu» (cf. 3,1-6). Mediante la decisión histórica de la fe, los creyentes han obtenido un nuevo origen de Dios; de ahí que ya no sean del mundo. Y, como antes al revelador, así también les persigue el «odio del mundo» (cf. 15,18.19).

Comoquiera que sea, lo que cuenta para la comunidad es su «estar en el mundo» (v. 15): la fe y la pertenencia de la comunidad a Dios no significan que pueda vivir en una zona «libre de asaltos», a resguardo de todos los ataques. Por lo que respecta a la hostilidad de parte del mundo, la comunidad no goza en definitiva de seguridad, y hasta queda expuesta al odio a muerte del mundo. La protección de Dios no representa en ningún caso para la fe un «mundo feliz» en esta vida. De lo que debe ser preservada la comunidad es ciertamente del «mal» (o también «el maligno», pues gramaticalmente ambas traducciones son posibles; en esta segunda hipótesis sería el diablo al que la comunidad no debe ser entregada). El poder del mal se caracteriza, según Juan, sobre todo por la incredulidad, la mentira y el odio; toda una conducta errada que pone en peligro la vida como tal. De ello debe la comunidad mantenerse a salvo, pues eso la arrancaría de su origen divino y la aniquilaría. Mientras Jesús no tuvo participación alguna en el mal, en el presente pasaje está el único peligro grave para la comunidad, de tal modo que esa súplica aparece con una singular urgencia. Mas también aquí cuenta el que la comunidad, a una con Jesús, «no es de este mundo», sino que pertenece al bando de Dios; no

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está abandonada con sus solas fuerzas a las acometidas del poder maléfico, pues en tal caso estaría realmente perdida. Eso no es desde luego logro y mérito de la comunidad: no es ella la que se ha situado a sí misma del lado de Dios, sino que el propio Dios la ha puesto de su lado en Jesús.

La comunidad necesita por ello de la santificación, es decir, de la acomodación permanente a la índole y naturaleza de Dios: «Santifícalos en (o por) la verdad» (v. 17). Para Juan la «verdad» es la característica esencial de Dios y su revelación, de tal modo que «palabra de Dios» y «verdad» son una misma cosa. «Verdad» es aquello que sale al paso del hombre por Jesús, hasta el punto de que Juan puede decir: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (/Jn/08/31s). Con ello no se indica naturalmente un concepto teórico de «verdad», sino que es la misma realidad divina en su apertura e irradiación hacia el hombre; el hombre es santificado por la verdad, de modo que es liberado por ella. Esa verdad le transforma, acercándole al Dios de la verdad y del amor. La comunidad de Jesús necesita en todo tiempo de esa santificación, porque sus miembros proceden «del mundo», la lejanía y enajenación de Dios, y porque con sus solas fuerzas no podrían llevar a término la aproximación al Dios de la verdad y del amor. Santificación en cuanto acercamiento a Dios es un proceso constante que para el hombre no termina nunca.

La comunidad, no obstante -y esto es lo último que se afirma en esta sección-, participa en la misión de Jesús. «Como tú me enviaste al mundo, también yo los voy a enviar al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (v. 18s). Con la partida de Jesús no cesa su misión por parte del Padre. Más bien la misión de Jesús continúa en la misión de la comunidad de discípulos. Juan no utiliza el primitivo concepto eclesial de apóstol (tal designación sólo aparece una vez en el cuarto evangelio, en 13,16, con el significado general de enviado). Según Juan, Jesús es, en

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exclusiva. «el enviado de Dios». La comunidad sólo puede testificar que Jesús ha sido enviado por Dios, y entender su propia misión como prolongación de la misión personal de Jesús. El concepto de apostólico alcanza en este pasaje un sentido peculiar: la comunidad es apostólica por haber nacido única y exclusivamente del envío de Jesús por Dios, y en Jesús se mantiene fundamentalmente. El origen de Jesús constituye a la vez la condición de enviada de la comunidad. Desde su origen, pues, la comunidad está destinada y marcada por lo «misionero»; porque prolonga la misión de Dios, ha asumido también la responsabilidad soteriológica de Jesús en favor del mundo. El objetivo de ese envío es y sigue siendo para siempre el «mundo».

La posibilidad de que la comunidad prolongue la misión de Jesús al mundo radica en definitiva en que el propio Jesús se «santifica» por los discípulos. En este pasaje el verbo santificar recibe una nueva acepción: santificar equivale aquí a «dedicar, ofrecer como víctima», y hay que pensar -como lo indica la expresión «por ellos»- en la muerte salvadora y vicaria de Jesús, en el compromiso del «amor hasta el extremo». En consecuencia, la muerte de Jesús en cruz se entiende como una «consagración», como una «muerte sacrificial», que contiene a la vez para los creyentes la «santificación por la verdad». Gracias a la muerte sacrificial de Jesús la comunidad es asumida en el ámbito de la santidad divina. Pues es también claro a todas luces que la misión de la comunidad al mundo se da siempre asimismo bajo el signo del sacrificio por el mundo, lo que puede incluir la pérdida de la vida terrena. Misión, testimonio de fe y capacidad de creer permanecen, según Juan, vinculados al «sacrificio» y, por ende, también a la cruz de Jesús.

3. ORACIÓN POR LA COMUNIDAD (Jn/17/20-24)

20 «No sólo por éstos te ruego,sino también por los que, mediante su palabra,van a creer en mí.21 Que todos sean uno.Como tú, Padre, en mí y yo en ti,

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que también ellos estén en nosotros,y así el mundo crea que tú me enviaste.22 Y la gloria que me has dado,yo la he dado a ellos,para que sean uno, como nosotros somos uno.23 Yo en ellos, y tú en mí,para que lleguen a ser consumados en uno,y así el mundo conozca que tú me enviastey que los has amado como tú me has amado a mí.»24 Padre,quiero que los que tú me has dadoestén también conmigo donde voy a estar,y así contemplen mi gloria,la que me has dadoporque me has amado desde antes de la creación del mundo.

Aunque ya en la primera generación (v. 6ss) se había hablado a la comunidad cristiana como tal, es sólo en los v. 20ss cuando se contempla a la Iglesia en su prolongación temporal: «No sólo por éstos te ruego, sino también por los que, mediante su palabra, van a creer en mí...» (v. 20). Los discípulos de la primera hora han recibido la palabra de Jesús mismo. Y, mediante la acogida de la palabra, han obtenido parte en la misión de Jesús, como lo indica el versículo 18. La palabra traída por Jesús al mundo continúa su marcha. Siempre habrá hombres que, por el testimonio de los discípulos, llegarán a creer en Jesús. Y así se repetirá de continuo el proceso de que los nuevos discípulos ganados se conviertan en mensajeros de la fe para la generación siguiente. Vista así, la relación entre la generación primera y la segunda es una relación ejemplar. Al mismo tiempo se indica ahí que es el Cristo viviente en persona el que hace posible la fe mediante la palabra de sus discípulos y la predicación de la Iglesia. Jamás podrá suceder que la Iglesia ocupe el puesto de Jesús. En el fondo ella sólo puede testificar lo que Jesús le ha entregado, y eso -en el sentido de Juan- quiere decir que debe testificar «al único Dios verdadero y al que enviaste, Jesucristo» (v. 3). En el evangelio se encuentra en definitiva el propio Jesucristo. En la interpretación de Juan, el evangelio no es

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otra cosa que el Cristo que se proclama a sí mismo por boca de sus discípulos.

Ciertamente no es casual que en este pasaje se exprese por primera vez de forma enfática la unidad de los creyentes como el objetivo primero de cara a la Iglesia de todos los tiempos: «...que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que tú me enviaste...» (v. 21). Esto ya había sido preludiado en el v. 11: «...para que, lo mismo que nosotros, sean uno». Ese «todos» debe entenderse tanto en el sentido de una prolongación y continuidad temporal como espacial. Por la predicación y la fe nace también la continuidad histórico-temporal de la comunidad así como su unión y trabazón por toda la ecumene. Además, si Juan acentúa tanto y pone en el centro la unidad de la comunidad de los discípulos como unidad de todos los creyentes, de todos los cristianos, debe tener sus motivos para ello. Cabe suponer sin duda que en su tiempo esa unidad ya no se entendía como algo natural y espontáneo. Posiblemente en la oración de despedida de Jesús se transparenta ya la imagen de una Iglesia ideal, como la que, sin género de duda, se había dado en tiempo de los primeros discípulos con la presencia de Jesús. Entonces la única excepción había sido la de Judas, y su destino ya lo había tenido Dios en cuenta (v. 12). Ahora, en tiempo del evangelista, es decir en la segunda y, muy probablemente en la tercera generación las cosas habían cambiado.

En verdad el problema de la unidad de la Iglesia había desempeñado ya un papel desde los primeros orígenes y, bien considerado, no podía ser de otro modo con el crecimiento constante de la comunidad primitiva. La unidad de la Iglesia no era un hecho espontáneo; más bien había que reconquistarla renovadamente. Los cuadros neotestamentarios de la primera época cristiana contienen evidentemente rasgos de fuerte idealismo y ejemplaridad, como cuando leemos: «Uno era el corazón y una el alma de la muchedumbre de los que habían creído, y nadie consideraba propio nada de lo que poseía, sino que todo lo tenían en común» (Act 4,32). Cuando Lucas escribe en ese

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tono, está predicando a la Iglesia de su tiempo cómo deberían discurrir realmente las cosas en ella. La mirada retrospectiva a los comienzos gloriosos se convierte en la motivación ética del propio presente. Cuantos más eran los nuevos seguidores que se suman a la comunidad cristiana, cuanto más se dilataban las comunidades, cuanto más se dejaba sentir el factor tiempo y, en consecuencia, más se hacía notar la historia, tanto más apremiante debió perfilarse también el problema de la unidad de la comunidad.

Según los Hechos de los apóstoles, las primeras tensiones se dejaron sentir en Ia Iglesia primitiva con ocasión de la comunidad de bienes -como tensiones sociales (Act 5,1-11; Ananías y Safira)-, y luego entre los «hebreos» y los «helenistas», es decir, entre la porción comunitaria que hablaba arameo -y a la que sin duda pertenecían los primeros discípulos de Jesús- y la porción de lengua griega, que congregaba principalmente a los judíos de la diáspora convertidos al cristianismo. Las tensiones ciertamente que no debieron de referirse sólo a la solicitud por los pobres, sino también a cuestiones teológicas fundamentales de la piedad legal y sobre todo de la fe en el Mesías Jesús y de sus posibles consecuencias en relación con el judaísmo (cf. Act 6 y 7). Con el apóstol Pablo se llega a nuevas tensiones entre los judeo-cristianos de actitud conservadora, que querían imponer la ley mosaica como obligatoria para todos los cristianos, y los defensores de la misión a los gentiles libre de la ley, y cuya cabeza rectora era ya para entonces el apóstol Pablo. El concilio de los apóstoles (Act 15,1-35; Gál 2,1-10) logró un consenso en este punto, salvando así la unidad de la Iglesia. En el llamado incidente antioqueno (Gál 2,11-21), en que Pablo «se opuso abiertamente» a Pedro, casi se habría llegado a una ruptura sin paliativos entre la parte judeo-cristiana y la étnica-cristiana, a una división de la Iglesia en todo su alcance. Sabemos además que en la comunidad de Corinto muy pronto se llegó a la formación de grupos que amenazaban desde dentro la unidad eclesial. «Porque, hermanos míos, los de Cloe me han informado que entre vosotros hay discordias. Me refiero a que cada uno de

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vosotros dice: Yo soy de Pablo, Yo de Apolo, Yo de Cefas, Yo de Cristo ¿Es que Cristo está dividido? ¿Fue Pablo crucificado por vosotros, o recibisteis el bautismo en nombre de Pablo?» ( lCor 1,11-13).

Los ejemplos podrían multiplicarse. Con el establecimiento de las comunidades cristianas se planteó también el problema de su unidad, es decir, de su cohesión interna, de la comunión de vida y doctrina. Las cartas del apóstol Pablo a las comunidades muestran que desde el comienzo sus esfuerzos se dirigían a mantener o restablecer la unidad y a fortalecer además los lazos de unión entre las distintas comunidades. En el marco del desarrollo del catolicismo primitivo a la gran iglesia este problema debió presentarse con caracteres aún más urgentes. El evangelio de Juan está evidentemente dentro de esta fase del desarrollo.

¿Cómo se intentó solucionar este problema? Había desde luego distintas posibilidades. Pablo llama a los divididos corintios al terreno de un solo y común evangelio, al terreno del mensaje de la cruz (lCor 1,17ss). Para Pablo la unidad comunitaria no es, en primer término, un problema de organización o sociológico, sino una realidad espiritual (cf. especialmente lCor 12 y 13). Si se quiere mantener la unidad, ello se alcanza recordando a los fieles los fundamentos espirituales de su existencia cristiana, especialmente los dones de la gracia (carismas) y, sobre todo, el amor (lCor 13). En la carta a los Efesios, que no se debe a Pablo, sino que pertenece a una época posterior (ha. el 80 d.C.) se mencionan ya algunas determinadas «notas de la unidad»: «...esforzándoos en guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados a una sola esperanza de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, el que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos» (Ef 4,3-6).

La idea de unidad desempeña un papel especialmente importante en las cartas del obispo S. Ignacio Antioquía, que sufrió el martirio en Roma, hacia el año 110 o algo

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después, bajo el emperador Trajano. Por ello su concepto de la unidad es de gran interés, porque hay que colocar sus cartas poco tiempo después del evangelio de Juan y porque adopta una posición que muy pronto iba a imponerse en la Iglesia antigua y que presenta unas diferencias típicas respecto de la unidad joánica. Así Ignacio advierte a su colega episcopal Policarpo de Esmirna: «Cuida de la unidad, no hay nada mejor que ella» (Ign., Pol. 1,2). Y a la comunidad de Efeso escribe: «Por eso os conviene sentir a una con el obispo, cosa que ya hacéis. Pues, vuestro presbiterio, digno de Dios, que lleva con razón su nombre, está tan unido con el obispo como las cuerdas con la cítara. Por ello canta con vuestra colaboración y amor armonioso la canción de Jesucristo. Pero uno por uno debéis formar un coro, para que cantéis en colaboración, recojáis la melodía de Dios en unidad y cantéis acordes al Padre por Jesucristo, a fin de que os escuche y por vuestras buenas obras os reconozca como miembros de su Hijo. Es pues conveniente que viváis en unidad intachable, para que también participéis siempre de Dios. Pues si en tan poco tiempo he llegado a establecer una relación tan íntima con vuestro obispo no de índole humana sino espiritual, con tanta mayor razón os alabo y bendigo porque estáis tan estrechamente unidos (con él) como la Iglesia con Jesucristo y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo suene en unidad» (Ign., Efes, 4,1-5,1). Y a la comunidad de Filadelfia escribe: «Ahora bien, yo hice lo mío, como un hombre creado para la unión. Pero donde domina la división y la irritación, allí no habita Dios. Ciertamente que el Señor perdona a cuantos desean convertirse y se convierten a la unidad de Dios y a la congregación del consejo del obispo» (Ign., Filad. 8,1).

Como lo indican los textos, Ignacio conoce perfectamente la idea de la unidad espiritual, por la que la Iglesia está unida con Jesucristo, y Jesucristo está unido con el Padre. Y Dios, que promete la unidad, es a la vez esa misma unidad (Ign., Tral. 11,2). Por lo demás, salta a la vista que en Ignacio junto a la unidad ortodoxo-espi ritual se pone directamente la unidad con el obispo y su presbiterio. La conversión a la unidad de Dios y a la asamblea del consejo

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del obispo es para Ignacio la misma cosa. Para el obispo de Antioquía el obispo con el presbiterio y los diáconos es el signo visible al tiempo que el fiador de la unidad de la Iglesia y de la consiguiente unidad de todos los creyentes con Cristo y con Dios. El elemento eclesiástico-institucional alcanza en la interpretación ignaciana de la unidad una importancia que en ese aspecto nunca había tenido hasta entonces.

Si se comparan las afirmaciones joánicas de 17,20-24, saltan a la vista las diferencias: esta importancia institucional del obispo y del presbiterio, al parecer, no desempeña todavía en Juan un papel claramente reconocible. Para el cuarto evangelio la unidad de la comunidad se funda más bien directamente en el modelo divino: «como tú, Padre, en mí y yo en ti» (v. 21a). Se encuentra aquí de nuevo la fórmula joánica de inmanencia, que define la relación mutua de las personas divinas del Padre y del Hijo como un recíproco estar dentro o inserción, es decir, la que en definitiva sólo es posible mediante el amor (cf. v. 23). Esa inserción viva, recíproca y sostenida por el amor, es el fundamento espiritual de la unidad de la comunidad creyente de Jesús. Tal unidad hay que concebirla ciertamente con una estructura similar, a saber: como unidad que hace posible el propio amor divino y que, a su vez, refleja, aunque todavía con algún defecto, la unidad divina. En virtud de tal unidad la comunidad se convierte en testimonio permanente de Jesús frente al mundo: «...y así el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21b). La unidad comunitaria es tan convincente y maravillosa que puede arrastrar al mundo hasta la fe en Jesús. Lo que implica, a la inversa, la idea de que la discordia, el odio y la división de la comunidad provocan y cimentan la incredulidad de ese mismo mundo.

El versículo 22 amplia aún más la afirmación, al agregar que la comunidad participa de la gloria de Jesús. El Señor ha puesto sobre la comunidad la aureola divina, que personalmente había recibido del Padre, se la ha transmitido para que también aquí quede claro una vez más que la unidad de la comunidad, que es un reflejo de la

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unidad divina en el mundo, no constituye un logro moral u organizativo de la comunidad, sino única y exclusivamente un don de Dios. La comunidad no puede ser por sí misma la fiadora de esa unidad; sólo puede alcanzarla y dar testimonio de la misma por su permanente vinculación con Jesús. A la vez quiere decir que, mientras la comunidad se oriente hacia Jesús en persona, no debe temer por su unidad. Entonces no le faltará tampoco ese don. Pues es el propio Cristo glorioso y presente el que constituye el centro y también el fundamento de la unidad.

Si la unidad es el don de Cristo, presente en la comunidad, quiere decir también que ésta no tiene esa unidad como una posesión firme para siempre, sino que está a la vez en camino hacia la unidad, en camino hacia la unidad completa y colmada: «Yo en ellos, y tú en mí, para que lleguen a ser consumados en uno, y así el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado como tú me has amado a mí.» La unidad consumada es también para la comunidad su futuro; la unidad sigue siempre ante sus ojos, como su propia consumación en el mismo amor divino. En sentido joánico la unidad de la Iglesia hay que entenderla en definitiva desde la escatología. De cualquier modo no es la unidad en una acepción universal, sino que es más bien el don del revelador y de la revelación, fruto del acontecimiento salvífico. Por ello, nadie la puede forzar, ni siquiera las instancias eclesiásticas. A la escatología joánica responde el que la unidad de la comunidad Iglesia puede calificarse como una realidad ya dada por la obra soteriológica de Jesús y que, al propio tiempo, se contemple como una realidad futura, cuya consumación está por llegar. Para Juan la unidad es ambas cosas: don presente y meta futura y constante de cuantos creen. Se expresa así también el que la unidad esté siempre en tela de juicio por el simple hecho de «estar en el mundo», que es la condición de los discípulos. Como unidad mundana y visible está en peligro, y no se identifica simple y llanamente con la unidad escatológica y consumada. Con razón advierte al respecto R. Bultmann: «Esa unidad siempre está en tela de juicio a lo largo de la historia de la comunidad; corre el peligro de ser olvidada y hasta negada

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por completo. Y, sin embargo, del conocimiento de esa unidad depende el que la comunidad conserve su carácter de comunidad escatológica y amundana, que no se funda ni se mantiene sobre ningún otro cimiento que el acontecer escatológico de la revelación». Si la unidad comunitaria ha de ser un testimonio de fe para el mundo, ciertamente que debe conservar también su lado visible. Desde sus supuestos, Juan no podía pensar en una unidad totalmente invisible. Pero ahí está el peligro de entender la unidad de la Iglesia no ya desde su fundamento espiritual, sino en pretender asegurarla prevalentemente desde lo institucional. Ese es, al parecer, el camino que siguió Ignacio de Antioquía, y que Juan evitó por sus buenos motivos.

El versículo 24 expresa aún la súplica por la consumación de la comunidad, después de haber dicho ya en el versículo 23b que, en definitiva, el amor único e indiviso de Dios abarca la comunidad cristiana, de suerte que el amor de Dios a Jesús y a sus discípulos se describe como un movimiento amoroso único. De ahí que la consumación de la comunidad sólo pueda lograrse por completo en el amor. La comunidad se mueve en el seguimiento del revelador Jesús. Y ese seguimiento conduce -como lo manifiestan repetidas veces los discursos de despedida- a través del «camino», que es Jesús, a la contemplación abierta de la gloria divina. Es participación segura e inalienable en el amor divino, como el que se da sin trabas entre Padre e Hijo desde toda la eternidad. Así se cierra el círculo.

4. FINAL DE LA ORACION (Jn/17/25-26)

25 «Padre justo,realmente el mundo no te conoce,pero yo sí te conozco,y éstos han conocido que tú me enviaste.26 Y les he revelado tu nombre,y se lo seguiré revelando,para que el amor con que me has amadoesté con ellos, y en ellos también yo.»

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Empieza un nuevo párrafo: «Padre justo...», que termina la oración de despedida de Jesús. La conclusión recoge una vez más todos los motivos esenciales de la plegaria, al tiempo que reafirma que en esta oración queda abierto el verdadero lugar de la comunidad creyente. Ese lugar no es otro que el amor divino, del que ha venido el revelador Jesús y al que vuelve de nuevo. Su objetivo era y sigue siendo para todo el tiempo futuro el de abrir ese espacio a los creyentes y el de introducirlos en él.

MeditaciónDe entre los diversos temas que afloran en la oración de despedida de Jesús sólo vamos a tomar aquí en consideración el de la unidad de la Iglesia o de las iglesias. Cierto que el concepto de unidad es tan polivalente -y se emplea con tanta frecuencia- que resulta difícil una interpretación clara y unívoca del mismo. Especial atención requiere sobre todo cuando se aplica a formaciones humanas, grupos y personas que las integran. Las agrupaciones humanas están sujetas a condicionamientos peculiares. Aquí habrá que referirse sólo al peligro de ver los grupos humanos o la sociedad bajo un módulo de unidad abstracto, dejando al margen las condiciones de la unidad de las personas. Hay que distinguir entre la mera unidad organizativa de las multitudes y la unidad de las agrupaciones humanas y de las creaciones sociales e históricas. En definitiva, la unidad de la comunidad creyente plantea una vez más un problema específico.

En todo el evangelio de Juan, y no sólo en la oración de despedida, la idea de unidad desempeña siempre un papel importante. En el pasaje del buen pastor se dice: «Yo soy el buen pastor: yo conozco las mías y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil: también a ellas tengo que conducirlas; ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,14-16). Según esto, la tarea de Jesús como «el buen pastor» es congregar a los hombres en un «solo rebaño»,

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es decir, en el único «pueblo de Dios». Las «otras ovejas» se oponen aquí a «las mías», a los discípulos de Jesús. Hay, pues, ya de una parte el grupo firme de la «comunidad de discípulos», que pertenece a Jesús como el verdadero guía salvador, y de otra, «los otros», que son todos los hombres sin excepción, en una universalidad indeterminada. La misión de Jesús se extiende también a ellos, pues es la suya una misión simplemente universal. De modo parecido suena una réplica del evangelista a la observación del sumo sacerdote Caifás: «Pero uno de ellos (de los pontífices y fariseos), Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis nada; no os dais cuenta de que más os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación vaya a la ruina." Pero no lo dijo esto por su cuenta; sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por Ia nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,49-52).

La persona de Jesús, y en especial su muerte, aceptada por amor, tiene según Juan una importancia capital para la congregación de los hombres con vistas a la unidad del pueblo escatológico de Dios. En ese contexto está pensada la unidad escatológica; es la meta del acontecer salvífico, y como tal subyace a todos los esfuerzos humanos por la unidad. Pero Juan está persuadido de que con Jesús ya ha sido echado el cimiento inconmovible para la unidad. Según él, la unidad comunitaria se sostiene sobre la palabra y la obra de Jesús; vista así, no es en modo alguno una realidad puramente futura, sino ya algo presente en la comunidad y en su vinculación a Cristo. Por eso hablamos del fundamento espiritual de la unidad. Juan lo expresa de tal modo que ve la unidad de la comunidad de discípulos en correlación con su propia unidad con Dios, con el Padre: «...y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10,15); «para que lo mismo que nosotros sean uno» (17,11); «que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que tú me enviaste» (17,21). Así entendida la unidad comunitaria, que tiene su

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fundamento y modelo en la divina unidad del Padre y del Hijo, va evidentemente más allá de la unidad de organización o sociológica. No es ya de índole natural y humana, sino sobrenatural y divina. Es la unidad en correspondencia con la fe, que no se puede hacer, y menos aún forzar mediante un mandato humano. Tampoco ningún jerarca eclesiástico puede disponer en absoluto de la unidad, pues ello significaría que querría constituir por sí mismo el fundamento de la unidad. La unidad ha de pedirse; es decir, ha de recibirse y conservarse como un don. Mas, como tal unidad espiritual está dada de antemano a la comunidad de discípulos, en virtud de la promesa escatológica de Jesús. En este sentido se puede decir con H. Schlier: «Así, pues, según el Nuevo Testamento la unidad de la Iglesia es ya una realidad dada, y no sólo algo que deban crear los creyentes, es una realidad presente y actual y no sólo futura, la unidad histórica y concreta, y no sólo la ideal y genérica del único pueblo de Dios, que es el único cuerpo de Cristo y el solo templo del Espíritu Santo, que conserva y fomenta su unidad en la comunión única y unificadora de los creyentes». En ningún caso hay que perder de vista que, según Juan, la unidad divina de la Iglesia tiene su fundamento permanente en Dios y en Jesucristo y que es necesario diferenciar de la misma los elementos empírico-históricos que también entran en la unidad. La comunidad debe -y ése es el sentido de la súplica de Jesús- mantenerse en la unidad. Por lo mismo, la contraposición entre unidad universal ideal y unidad histórica concreta no responde al planteamiento real de Juan. Pues la unidad espiritual en Dios y en Jesucristo es para la fe algo absolutamente real y serio, y la unidad comunitaria depende por completo y en exclusiva de aquélla, porque no es producto de la comunidad.

Por otra parte, esto significa que la unidad de la Iglesia de Cristo no cesará nunca, pese a las discordias y divisiones humanas. Si la unidad de las Iglesias es ante todo un don de Dios y de Cristo, un regalo divino del que el hombre no puede disponer, tampoco se puede actuar en el plano humano, histórico, de las iglesias y confesiones, cual si esa

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unidad fuera más bien asunto de habilidad u organización humana, o incluso de los ministros de la Iglesia. Volveremos sobre el tema. En el fondo todas las iglesias, todas las confesiones eclesiásticas están y permanecen referidas a esa idea de unidad, y todas participan de ella, porque en el fondo de su existencia están ligadas a la unidad divina por la fe, y no pueden separarse de la misma. La reflexión detenida sobre este punto alumbra un nuevo aspecto de la «reunificación»: ésta no puede entenderse como un retorno a Roma bajo la autoridad suprema del papa. Más bien ha de entenderse como la pregunta de las iglesias por el verdadero fundamento espiritual de su existencia y como un renovado movimiento hacia su centro más íntimo. Las iglesias deben encontrarse en Cristo. También el papa debe honestamente tomar parte en esa pregunta y en dicho movimiento, pues no está desligado del asunto, ni puede tampoco disponer de la unidad. Por lo demás, existe un derecho relativo de la concepción católica tradicional, según la cual la unidad de la Iglesia ya está dada sin que hayan de establecerla las iglesias confesionales. Ese derecho relativo consiste en la referencia a la unidad de la Iglesia realmente dada de antemano en Dios y en Jesucristo. En la medida en que el papa testimonia esa unidad y se sabe al servicio de la misma, legitima también su propio ministerio.

Del don de la unidad deriva además la obligación de mantenerla en la realidad histórica, concreta, restablecerla, dar testimonio de la misma, etc. También en ese esfuerzo se puede reflexionar sobre la palabra de Pascal: «No me buscarías, si ya no me hubieras encontrado.» En consecuencia, el esfuerzo de las iglesias por la unidad sólo puede entenderse como el esfuerzo siempre renovado por hallar el único fundamento de la unidad establecido de antemano por Dios y por Jesucristo, y por reunirse y unificarse de continuo sobre el mismo. La problemática decisiva está desde luego en el aspecto empírico histórico. Y es ahí donde advertimos claramente que el problema entre una Iglesia y el de numerosas iglesias confesionales no puede solucionarse con exigencias unitarias puramente dogmáticas. Y aunque Roma tenga razón, como queda

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dicho, al apoyarse a la unidad ya existente y que no ha de establecerse a posteriori, sería falso, sin embargo, actuar en ese punto cual si ella misma no hubiera tenido parte en la escisión eclesiástica, cual si en todas sus manifestaciones históricas concretas siguiera siendo siempre la una sancta, catholica et apostolica Ecclesia. Por su culpabilidad nada insignificante, la Iglesia católica romana se ha convertido en una iglesia confesional particular, y tal como es ahora ya no refleja la plenitud universal de lo cristiano. Esa plenitud de lo cristiano aquí y hoy sólo se manifiesta en el conjunto de todas las iglesias y grupos cristianos.

La Iglesia una, que jamás ha dejado de existir por virtud de la gracia divina, existe en un mundo histórico plural de hombres, pueblos, culturas, épocas, tiempos, etc. Como realidad social humana está también sujeta a ciertas normas mundanas, como las que rigen para todos los grandes grupos, por lo que puede describirse y explicarse con unas categorías sociológicas. Y, por fin, en razón justamente de su existencia histórica concreta, no sólo es el Cristo viviente, el cuerpo de Cristo, sino también la Iglesia de los pecadores, debido asimismo a sus implicaciones en los asuntos y negocios mundanos de toda índole. Mientras la doctrina de la Iglesia, la eclesiología, se limita sólo a la exposición teológico-dogmática, dejando de lado el aspecto histórico- sociológico, con todos los problemas que plantea, difíciles y a menudo incómodos, no hace sino fomentar una táctica de disimulo y permanece prisionera de una falsa conciencia.

También, por lo que a la unidad se refiere, está la Iglesia en permanente tensión histórico-escatológica entre el ya y el todavía no. La unidad sigue siendo, pues, una tarea permanente, sigue siendo la meta esperanzada, y la consumación de la unidad desde el aspecto escatológico sólo puede ser la consumada obra de Dios mismo. Con estas consideraciones ante los ojos, el hecho de las muchas iglesias confesionales adquiere una nueva significación positiva. Lo que se presenta en esas numerosas iglesias no es sólo una apostasía de la única Iglesia verdadera, sino

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también una mayor exposición y un mayor desarrollo histórico de la plenitud cristiana; pues no se debe olvidar que la apostasía de la Iglesia antigua respecto del evangelio de Jesús precedió con mucha frecuencia a las nuevas divisiones, y por ello no ha de verse de un modo unilateral. Frente a la pluralidad de las confesiones hemos de acostumbrarnos a hablar de una felix culpa.

Para la comprensión de la unidad escatológico-histórica el pensamiento histórico ofrece una ayuda preciosa y casi insustituible. Asimismo los modernos conocimientos sociológicos y socio-psicológicos ponen en nuestras manos unas posibilidades ricas para comprender los cismas y herejías, sus motivaciones, orígenes y desarrollo, mejor que el simple estudio del aspecto dogmático. De ese modo podrá superarse la idea de unidad de la Iglesia, defendida por una mentalidad de poder.

Hemos visto cómo, en Ignacio de Antioquía, la idea de unidad se desplaza fuertemente hacia el elemento institucional, y sobre todo hacia el episcopado. Al obispo monárquico se le consideró entonces preferentemente como garantía de la unidad, lo que tuvo, por supuesto, sus consecuencias. Las encontramos claramente expresadas en el escrito de ·Cipriano-san (ha. 200-258), obispo de Cartago, titulado Sobre la unidad de la Iglesia católica. Las fórmulas de dicho escrito iban a ser de importancia capital para el futuro. Cipriano refiere la palabra sobre la roca de Mt 16, 18s: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...», a la unidad; «a fin de destacar claramente la unidad, el Señor ha dispuesto con su palabra poderosa que el origen de esa unidad derive de uno. Cierto que también los demás apóstoles fueron dotados, como Pedro lo ha sido, de la misma participación en honor y poder; pero el origen arranca de la unidad para que la Iglesia de Cristo se demuestre una» (c. 4). ¿Cómo se puede realmente estar firme en la fe, no apoyándose en la unidad? Es misión de los obispos sobre todo asegurar la unidad: «Esa unidad debemos conservarla y defenderla sobre todo nosotros, los obispos, que tenemos la prelacía en la Iglesia, a fin de que presentemos también el ministerio episcopal mismo como

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una realidad única e indivisa» (c. 5). Quienes ponen en peligro o incluso destruyen la unidad de la Iglesia, cometen, según Cipriano, «adulterio» en un sentido espiritual. «Todo el que se separa de la Iglesia y se une a una adúltera -entendiendo por tal a los grupos heréticos o cismáticos-, se excluye de las promesas de la Iglesia, y quien abandona la Iglesia de Cristo no alcanzará tampoco las recompensas de Cristo. Ese tal es un extraño, un profano, un enemigo (alienus est, profanus est, hostis est). No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por madre. Si alguien pudo salvarse estando fuera del arca de Noé, sería como el que pretende salvarse estando fuera de la Iglesia. El Señor exhorta y dice: «Quien no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama.» El que rompe la paz y armonía de Cristo, obra contra Cristo. Quien recoge en cualquier otro lugar, fuera de la Iglesia de Cristo, dispersa la Iglesia de Cristo... Quien no mantiene esa unidad, no guarda la ley de Dios; quien no mantiene la fe en el Padre y el Hijo, tampoco se mantiene en la vida y la salvación» (c. 6).

En ese capítulo 6 acerca de la unidad aparecen las fórmulas que durante siglos han marcado y siguen aún marcando en parte la concepción católica de la Iglesia. La Iglesia es la institución para salvarse en exclusiva, sin la que no se puede llegar a Dios. Nadie puede tener por padre a Dios, si no tiene a la Iglesia por madre. Y sigue luego el conocido axioma: Extra ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), formulado aquí retóricamente bajo la imagen del arca de Noé: así como fuera del arca bíblica nadie pudo salvarse del diluvio universal, tampoco se salvará quien se encuentra fuera de la Iglesia. Asimismo, el que abandona la Iglesia se convierte en un extraño (alienus). Cipriano exige repetidas veces que con tales individuos no se debe mantener contacto alguno en adelante: «Hay que apartarse de semejante hombre y huir del que una vez se ha separado de la Iglesia» (c. 17). Se convierte en un profano (profanus), en alguien que está fuera del ámbito sagrado. Profano es lo contrario de sagrado (sacer), y en este contexto reviste la significación de privado de salvación eterna, perdido, en el sentido

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eclesiástico de proscrito. Más aún, el apóstata se convierte en hostis, «enemigo», al que se le deniega el amor. En Cipriano se encuentra también el axioma de que quien abandona la Iglesia o pone en peligro su unidad, no tiene nunca para ello motivos serios, sino sólo pretextos baladíes. «Nadie crea que los buenos puedan separarse de la Iglesia. No hay viento que pueda llevarse el trigo, ni tempestad que arranque el árbol que ha crecido agarrándose al suelo con fuertes raíces; sólo la paja hueca es la que el viento arrastra de acá para allá, sólo los árboles sin fuerza son arrancados de raíz por el sopIo del huracán» (c. 9). Una persona «buena» no puede jamás abandonar la Iglesia; quienes así obran son siempre «los maIos», la «paja hueca».

Todos estos veredictos morales fueron ahondando en la conciencia eclesiástica, y sus secuelas se dejan sentir todavía hoy. Más aún, los cristianos que se han separado de la Iglesia, es decir, de la gran Iglesia representada por el obispo, si llegan a sufrir la muerte de martirio, no les aprovecha para nada (!). Ni siquiera así se borra «la culpa imperdonable de la discordia». Quien no está dentro de la Iglesia no puede ser un mártir auténtico; para él no hay comunión alguna con Dios. Y si es quemado vivo o arrojado a las fieras como los verdaderos mártires, su muerte no será en tal caso más que un castigo de su infidelidad, un ocaso de desesperación: «Ese tal puede ser muerto, mas no puede ser coronado. Como cristiano se confiesa de la misma manera con que el diablo se hace pasar a menudo por Cristo...» (c. 14). E1 «apóstata» es vituperado en grado máximo.

Se puede facilitar cierta comprensión para esta mentalidad de un obispo del siglo III, cuando se piensa que define la Iglesia, la catholica ecelesia, con el obispo a su cabeza, como el «espacio salvífico», que en modo alguno puede abandonarse si es que realmente se aspira a la salvación. Se comprende también que la unidad sea la máxima preocupación del obispo. Detrás laten también ciertamente unos propósitos pastorales muy concretos. Así y todo, no dejan de extrañar unas delimitaciones y veredictos tan

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tajantes, aun teniendo en cuenta la formación retórica del escritor que nos ocupa y -lo que pesa aún más- su mentalidad jurídica. Todavía hoy podemos ver los efectos históricos de tales fórmulas, que debemos superar y reelaborar como un pasado «católico», que sin duda viene prolongándose hasta el presente. Sólo un ingenuo talante teológico podría identificarse aún con las mismas.

¿Dónde radica el problema de Cipriano? Radica en la seguridad, increíble para nuestra manera de sentir, con que identifica las fronteras de la Iglesia con las posibilidades e imposibilidades de Dios. Cipriano no teme en proclamar: «La grave e imperdonable culpa de la discordia ni siquiera con los padecimientos se borra» (c. 14). La discordia, el ataque contra la unidad se interpreta aquí como el pecado que no se puede perdonar; por otra parte, la unidad se convierte por sí misma en un valor absoluto. No hay duda de que con ello se instituía un control social eclesiástico extraordinariamente eficaz. Mas las fórmulas de Cipriano se han demostrado en sumo grado peligrosas a lo largo de la historia eclesiástica; se convirtieron en consignas para aniquilar a todos los apóstoles, renegados, etc., o para entregarlos al escarnio. La Iglesia ha fundamentado muy a menudo su «dominio materno» haciendo depender de sí misma la comunión con Dios. Quien quisiera tener a Dios por Padre, había de tener a la Iglesia por madre. Y está sobre todo la fórmula de la Iglesia como la única que salva (extra Ecclesiam nulla salus), con la pretensión de ser la administradora exclusiva de la verdad revelada y de la salvación. Hoy se hacen todos los esfuerzos imaginables por exponer ese «venerable axioma» (de Lubac) de forma que pierda todo su sentido repulsivo, destacando los valores de una fórmula negativa: por la Iglesia y sólo a través de ella nos llega la salvación. Pero ni Cipriano ni la teología lo entendieron con proyección tan positiva. No se trata justamente de una elaborada afirmación teológica objetiva, sino de una fórmula combativa, como lo es en general todo el tratado de la unidad de la Iglesia católica, el escrito de Cipriano para la exhortación y la polémica. Y amenaza drásticamente con la pérdida de la salvación que les espera

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a todos los «espíritus divididos». Y ése es justamente también el argumento decisivo contra tales fórmulas de la Iglesia «única que salva» y «fuera de la Iglesia no hay salvación»: que se trata de consignas polémicas, destinadas a influir en el cristiano un temor saludable y que, por lo mismo, con la amenaza de perder la salvación debían ejercer una «saludable violencia». Si todo ello es acertado, está claro que ya no cabe defender dichas fórmulas ni la actitud que late bajo ellas.

Unidad y multiplicidad-pluralidad: el problema sólo se puede solucionar recogiendo la tensión vital entre unidad y pluralidad, y orientándolo hacia un futuro fecundo. Eso quiere decir que una interpretación monolítica de la «unidad de la Iglesia» con sus tendencias centralistas, totalitarias y unificadoras bloquea la auténtica comunión eclesial, por lo que se impone su rechazo.

Será bueno que volvamos a referirnos una vez más en el presente pasaje a los primeros orígenes cristianos. Los testimonios del Nuevo Testamento reflejan todavía una auténtica pluralidad de fórmulas confesionales, maneras de pensar y prácticas comunitarias diferentes. Nuestros evangelios conservan cuatro imágenes de Jesús muy distintas entre sí, que no pueden reducirse armónicamente a un común denominador. A ello hay que sumar además la imagen de Pablo y su teología, así como la de los otros escritores neotestamentarios, y se verá claramente que en la «época fundacional» de la Iglesia coexistieron cristologías muy distintas, maneras diferentes de entender y confesar a Jesús, que hubo distintos «cristianismos». El cristianismo de Pablo y de sus comunidades misioneras presenta muchos rasgos que lo diferencian del de Mateo y también del de Marcos, Lucas y Juan. Otro es el carácter que exhibe el cristianismo de la carta de Santiago, y otro distinto el de la carta a los Hebreos. O piénsese, por ejemplo, en las diferencias entre el judeo-cristianismo y el cristianismo de los gentiles convertidos. Tales diferencias no eran menores que las que median hoy entre catolicismo y protestantismo. Con el trabajo de investigación de largas décadas la exégesis ha aprendido a ver las diferencias con

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mayor claridad que antes. El cristianismo primitivo constaba de una pluralidad de interpretaciones que, de conformidad con el respectivo ambiente socio-espiritual, presentan notables diferencias, aunque no se pueda hablar de «confesiones» en el sentido que se impuso después de la Reforma. La Iglesia antigua resistió felizmente a la tentación de fundir los cuatro evangelios en una sola «armonía evangélica». La empresa la llevó a cabo en el siglo II el sirio Taciano, aunque sin éxito oficial, si bien fuera de los ambientes eclesiásticos oficiales su «armonía» gozó de la simpatía popular.

¿Con diferencias tan graves existe una «unidad» del Nuevo Testamento? Existe ciertamente; sólo que no es una unidad externa y superficial, ni tampoco la unidad verbal de una fórmula dogmática. En definitiva tal unidad se apoya en la persona de Jesús, sobre el que versan los distintos escritos. Pero el único Jesús se refleja de forma diferente en los cuatro Evangelios, en Pablo, etc., como la luz se descompone en los diferentes colores. Además, ningún color podría pretender por sí solo ser el depositario de la luz en su plenitud total. La comparación puede ayudarnos. Existe la unidad, pero es difícil captarla a primera vista. O, dicho de otra manera, sólo existe a una con la pluralidad de diferentes confesiones y teologías. Es sólo a partir del siglo II que empieza a entenderse la unidad como uniformidad. Entonces se trataba ya de la fórmula de fe uniforme (la regula fidei), de la organización uniforme de las distintas iglesias locales, de unas prácticas unitarias para todas las iglesias. A este respecto el enfrentamiento con las antiguas «herejías» jugó un papel importante. En la marcha de la evolución general hacia la gran Iglesia católica las posibilidades de adoptar posiciones y características plurales fueron sacrificadas en aras del concepto de unidad; ello, desde luego, con mayor empeño en el occidente latino que en el oriente griego. Esta nueva concepción «latina» de la unidad, fuertemente uniforme, que ahora se impone, no tolera ya la pluralidad. Ahí radica la diferencia con la posición del Nuevo Testamento, que todavía conoce la pluralidad de confesiones, de imágenes de Jesús y de cristianismo. La dificultad, especialmente

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para el catolicismo, está en haberse habituado de tal modo a la concepción «latina» de la unidad con todo su uniformismo, que sólo puede entender esa «unidad» como se ha enseñado hasta ahora, en perjuicio de la plenitud cristiana.

Por lo demás, nunca se pudo ahogar por completo el pluralismo. Quien reflexiona sobre la historia no puede pasar por alto que la Iglesia latina occidental en el curso de su historia presenta un desarrollo tan particularista como las iglesias orientales de Bizancio, Rusia, Armenia, etc. Desde esa perspectiva histórica sólo con reservas puede hablarse de una auténtica «catolicidad» (universalidad) de la iglesia latina. Hasta los modestos comienzos de las conferencias episcopales por regiones, promovidas después del concilio Vaticano II, Roma ha intentado siempre imponer la forma eclesiástica latina y su concepción del cristianismo a todos los pueblos y grupos como «la plenitud católica»; de hecho se trataba de una opresión de la auténtica y verdadera «catolicidad». En un enjuiciamiento histórico, la universalidad de Roma y de la iglesia latina no pasa de ser una aspiración que no se corresponde con los datos de la historia. Lo que hay de cierto y verdadero al respecto es que se conservó la idea de la «Iglesia una, santa, católica y apostólica», evitando que desapareciera. La propia Iglesia católica romana debe empezar por redescubrir la catoliddad auténtica y hacer el sitio adecuado a la pluralidad de las iglesias. Esto vale muy particularmente a partir de la gran reforma occidental del siglo XVI. La contrarreforma provocó en el catolicismo una enorme estrechez de miras y una pérdida de la universalidad cristiana. En esa época la Iglesia romana se convirtió a su vez en una Iglesia confesional particular, siguiendo un proceso que se prolonga de hecho hasta finales del siglo XIX. El Concilio Vaticano I no hizo más que reforzar esa tendencia. Sólo después de las dos guerras mundiales se impuso una evolución ecuménica de signo contrario. Por lo que al catolicismo se refiere, ha encontrado su primer eco perceptible en el Decreto sobre el Ecumenismo del Vaticano II.

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¿De qué manera podrían las iglesias revalorizar mejor su unidad -que ya poseen desde siempre en Dios y en Jesucristo- y demostrarla en su dimensión histórica y visible? Habría que mencionar en primer término la reflexión autocrítica sobre los datos del Nuevo Testamento. En todas las iglesias cristianas prevalece un consenso sobre la Biblia como base normativa. A esto se suma el que después de la segunda guerra mundial la exégesis se ha convertido en una realidad interconfesional; en todas las iglesias la exégesis y la teología bíblicas son un elemento que fomenta la unión. Hay que revocarse al fundamento común, y desde él establecer el análisis autocrítico. Incluso el papa y el magisterio eclesiástico deben efercer la crítica sobre sí mismos a partir del Nuevo Testamento. Es en el Nuevo Testamento donde hay una verdad personal: la realidad de Dios, que sale al encuentro del hombre en Jesucristo. Las fórmulas de fe ensalzan y alaban esa realidad, pero ninguna de ellas la abarca por completo. Para el logro de la unidad las iglesias podrían y deberían no poner como condición el que las otras iglesias reconozcan formalmente todas las confesiones. La confianza en la verdad superior de Cristo debería ser aquí tan grande, que en adelante se dejasen de lado las viejas formulaciones. En muchos campos de la diaconía social ya se han abierto paso unos propósitos comunes. A la comunión de la cena del Señor pone trabas la enojosa concepción jerárquica. Muchos teólogos de diferentes confesiones están de acuerdo en que no debería ser así. El argumento de que la comunión de la cena sólo podría ser «la conclusión y corona», la gran fiesta final, una vez que todas las otras cuestiones hubieran quedado resueltas, contiene un perfeccionismo ajeno a la historia. No es más que un postergarlo hasta el infinito, pues ¿cuándo cesarán las cuestiones teológicas? Aquí habría que formular más bien la contrapregunta del gran rabino judío Hilel: ¿Si no es ahora, cuándo va a ser? La «unidad», pues, sigue siendo, como hemos visto, una tarea a par que una meta permanente. En este mundo la unidad de la Iglesia no puede ser más que transitoria, incompleta y pendiente; si no cabe entenderla de un modo totalitario, tampoco es lícito hacerlo de forma perfeccionista. Son relativamente

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pocas las cosas, aunque de capital importancia, sobre las que se debería, y quizá se pudiera lograr un consenso. Y es preciso un diálogo adecuado, que esté pronto no sólo a una avenencia con los demás, sino consigo mismo dentro de la propia Iglesia. Paciencia, pues falta aún mucho. Y, sin embargo, las iglesias se están moviendo. .................... 160. Cf. Mt 11,25 par Lc 10,21; aunque también Mc 14,36 par Mt 26,396; Lc 22,42. 162. La idea de revelación hunde sus raíces en la primitiva apocalíptica judía; Juan desde luego le ha dado una radical interpretación cristológica. 164. Cf. comentario a 13,31s. 165. Cf. la perícopa de la «autoridad» en Mc 11,27-33 par Mt 21,23-27; Lc 20,1-8. 169. Cf. 3,36; 5,24; 6,47.53.54; 8,12; además de 1Jn 3,15; 5,12.13. 173. Con razón se ha referido especialmente RIEDL al hecho de que la glorificación según Juan es plurivalente y, como tal, la expresión definitiva del amor que alienta entre Jesús y el Padre. 176.Cf. también 15,11; 16,20.21.22.24.

 

CAPÍTULO 18

EL RELATO DE LA PASIÓN (18,1-18,38a)

1. PRENDIMIENTO DE JESÚS (Jn/18/01-11)

1 Después de decir esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró él con sus discípulos. 2 También Judas, el que lo iba a entregar, conocía bien aquel lugar, porque Jesús se había reunido allí con sus discípulos muchas veces. 3 Habiendo, pues, recibido Judas la cohorte enviada por los sumos sacerdotes y por los fariseos, y unos guardias, fue allá, con linternas y antorchas, y con armas. 4 Consciente Jesús de todo lo que le iba a sobrevenir, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?» 5 Le respondieron: «A Jesús de Nazaret.» Díceles él: «Soy yo.» También Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. 6 Apenas les dijo: «Soy yo», retrocedieron y cayeron por tierra. 7 Jesús les

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preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?» Ellos contestaron: «A Jesús de Nazaret.» 8 Jesús respondió: «Os he dicho que soy yo. Así que, si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos.» 9 Para que se cumpliera la palabra que había dicho: «No perdí a ninguno de aquellos que me has dado.» 10 Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. 11 Jesús dijo a Pedro: «Mete la espada en la funda. ¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?».

Juan empieza su relato de la pasión con una introducción escueta. Una vez terminados los discursos Jesús «salió» con sus discípulos hacia el otro lado -desde la perspectiva del que está en la ciudad- del torrente Cedrón. Había allí un huerto o arboleda que Jesús visitaba con sus discípulos. Como razón de ello se dice que Judas, el traidor, conocía asimismo el lugar, «porque Jesús se había reunido allí con sus discípulos muchas veces» (v. 1-2). Mientras el evangelista Marcos (Mc 14,26-32a) enlaza con la salida para el monte de los Olivos las palabras de Jesús acerca de la conducta de los discípulos y la negación de Pedro, Juan puede renunciar a hacerlo porque ya se ha referido al tema en los discursos de despedida (cf. 16,32; 13,36-38). La indicación del lugar aparece en Marcos como «hacia el monte de los Olivos», «llegan a una finca llamada Getsemaní» (Mc 14,26.32), mientras que Juan dice: «Salió... al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto.» No hay por qué poner en duda la identidad de ambas indicaciones toponímicas; se trata del monte de los Olivos, que queda al Este de la ciudad de Jerusalén, separado de la misma por el torrente Cedrón. La denominación, exacta del «torrente Cedrón» señala el interés de Juan, observado en otros pasajes, por localizar del modo más preciso posible los datos más diversos, lo cual certifica necesariamente un buen conocimiento de los lugares por parte del evangelista. Esas localizaciones producen una sorpresa singular, porque contrastan fuertemente con el carácter y propósito teológicos del evangelio de Juan. Para Juan lo decisivo aquí es la circunstancia de que Judas conocía aquel lugar,

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porque Jesús se había retirado allí frecuentemente con sus discípulos. Se trata de una aclaración del evangelista, que quiere explicar en su contexto los precedentes ya conocidos.

Hasta allí, pues, llega Judas con un grupo de gente para prender a Jesús (v. 3). El pelotón de arresto se compone de una cohorte (speira) y el refuerzo de unos criados «de los sumos sacerdotes y de los fariseos»; lo que evoca sin duda un cuadro más bien fantástico. La cohorte, en efecto, era una formación romana, equivalente a la décima parte de una legión. «Entre las cohortes hay diez con una fuerza de mil soldados de a pie cada una, las otras trece tienen seiscientos soldados por unidad, además de ciento veinte jinetes»44. Juan quiere evidentemente dar la impresión de un comando de captura bastante fuerte; aunque también intenta aclarar que desde el principio actuaron en colaboración los romanos y la clase dirigente judía. También puede contra el elemento hiperbólico, sobre todo cuando se trata del contraste entre los adversarios de Jesús, innumerables y poderosos en el sentido profano, y el Jesús desamparado e inerme; aunque bien pronto cambiarán las relaciones de fuerza.

Según Mc 14,43 se trataba de «un tropel de gente (okhlos) armado con espadas y palos», enviado «de parte de los pontífices, de los escribas y de los ancianos». Para Marcos, pues, los únicos que intervinieron activamente en el arresto de Jesús fueron las autoridades judías del templo. Partiendo del hecho de que los auténticos enemigos de Jesús eran los saduceos junto con los aristócratas del alto clero, y que fueron ellos los que dieron el impulso decisivo para su prendimiento, se comprende que el pelotón de captura estuviera formado principalmente por miembros de la policía del templo. Ésta «se hallaba a disposición del sanedrín... y a las órdenes de un inspector del templo realizaba los encarcelamientos, y bajo la dirección del verdugo del templo... ejecutaba los castigos...»45. Posiblemente el pelotón estaba formado además por siervos del pontífice en funciones, siendo poco probable su refuerzo con militares romanos, como supone Juan. Los

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romanos sólo entran en acción más tarde, aunque es posible desde luego que los sanedritas ya los hubieran informado, con anterioridad, de sus propósitos.

A diferencia de Marcos (Mc 14,32-42 par), que narra la oración y lucha de Jesús en el huerto de Getnemaní, y a diferencia también de Lucas que describe la agonía de Jesús, exarcebada hasta el punto de llegar a sudar sangre (Lc 22,39-44), Juan nada dice de todo eso. Juan ha eliminado en buena parte justamente aquellos rasgos, que presentan a Jesús en su humanidad más conmovedora, como que tuvo miedo ante su próximo destino fatídico y que debió someterse a la voluntad de su Padre celestial y, en algún modo suplicarle. Por lo demás, la tradición no le era desconocida. Un texto como 12,27s presenta resonancias de la oración que leemos en /Mc/14/35s: «Ahora mi alma se encuentra turbada. ¿Y qué voy a decir: Padre, sálvame de esta hora? ¡Si precisamente para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre! Una voz del cielo llegó entonces: Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo.» Aquí casi se puede palpar con las manos el cambio que representa la interpretación joánica de la pasión respecto de la sinóptica.

Juan conoce la tradición de que Jesús oró al Padre antes de su prendimiento, para que alejase de él el cáliz de la pasión y le librase de la «hora de la pasión». Pero esto ya no encaja con la imagen joánica de Jesús como vencedor de los poderes cósmicos, y como vencedor de la muerte. No, Jesús no quiso ser salvado de aquella hora, porque lo que le importaba a toda costa era la glorificación de Dios y la glorificación por Dios ¡incluso en el sufrimiento! También la pregunta «¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?» (Jn 18,11) atestigua que Juan conoce la tradición sinóptica de Getsemaní, aunque la transforma. Escribe justamente desde el principio la historia de la pasión de Jesús como la historia de su triunfo.

Esto se advierte claramente en la sección de los v. 4-9, que el evangelista ha ideado y reelaborado por completo y que no cuenta con precedente alguno en la historia de la

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tradición. No obstante la superpotencia numérica, casi grotesca, del pelotón de captura, Jesús no sólo no tiene miedo, sino que está muy por encima, dominando toda la escena. Al igual que ya había ocurrido en el cuadro de 7,32.45ss, donde los criados que debían echar mano a Jesús no sólo no pudieron hacer nada contra él volviendo con las orejas gachas a quienes los habían enviado, más aún, profundamente impresionados por la palabra de Jesús, así sucede también aquí: si Jesús no quisiera ser aprehendido, porque reconoce y acepta la «hora» que el Padre le ha señalado, los esbirros no podrían lograr nada contra él. El v. 4 subraya una vez más lo que ya había quedado claro en los discursos de despedida: Jesús conoce de antemano todo cuanto va a venir sobre él; no sólo no se ve inmerso en los sucesos de una manera pasiva, sino que decide con autoridad el curso de la acción. Por ello sale al encuentro del pelotón con la pregunta «¿A quién buscáis?» Sigue la respuesta: «A Jesús de Nazaret.» Y Jesús: «Soy yo.» En el texto griego se dice ego eimi, de modo que la fórmula recuerda las correspondientes fórmulas cristológicas de soberanía con las palabras «yo-soy» (ego eimi). El sentido inmediato es aquí ciertamente la declaración de identidad de Jesús, como lo vuelve a subrayar la distinción del v. 8: «Os he dicho que soy yo -a saber, el Jesús de Nazaret que andáis buscando-; así que si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos.» Mas no puede ponerse en duda que en Juan, con su predilección por la polivalencia, también la conciencia soberana de Jesús vibra en esa fórmula de identificación personal: «Yo soy.» A ello apunta la reacción de los esbirros por su parte, como se dice expresamente; ahora entra también en escena Judas, el traidor, el que había sido discípulo (v. 5b). Ante la afirmación «Yo soy» retroceden todos y caen. El texto no tiene naturalmente ningún significado histórico, sino que se mantiene en el plano de la pura significación simbólica. Lo que pretende es demostrar al lector u oyente del texto de una manera metafórica y figurada, la total impotencia de los enemigos de Jesús. Para el mundo Jesús resulta simple y llanamente inaprensible. El poder del mundo no puede en modo alguno prenderle ni aprisionarle, a no ser que Jesús mismo lo quiera y de alguna forma dé permiso para ello!

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Esto no es una simple fábula, contada como milagro. También en Juan tiene lugar efectivamente la muerte de Jesús. Ni tampoco se trata de que Juan distinga entre el hombre Jesús y el Cristo divino, como acontece en varias doctrinas gnósticas.

Por ejemplo, Ireneo de Lyón refiere: «Un cierto Cerinto de Asia enseñaba que el mundo no había sido hecho por el Dios primero, sino por un poder separado y alejado grandemente del poder supremo que está por encima de todo, y que no conoce al Dios que está sobre todo. Respecto de Jesús, suponía que no había nacido de la Virgen, pues esto le parecía imposible; más bien habría sido el hijo de José y de María, exactamente igual que los demás hombres, aunque había tenido más poder que todos por su justicia, verdad y penetración. Después del bautismo habría descendido, desde el poder supremo que está por encima de todo, Cristo en forma de paloma; y posteriormente habría predicado al Padre desconocido realizando actos poderosos. Pero al final Cristo habría vuelto a separarse de Jesús; habría sido Jesús el que fue crucificado y resucitado, mientras que Cristo continuó siendo incapaz de padecer, porque era un ser pneumático» 47.

Este dualismo cristológico, de la separación radical y ontológica entre el hombre Jesús y el Cristo celestial, no se encuentra de hecho en Juan, que, por el contrario, habla del Logos divino hecho carne, de Jesucristo.

La inaprensibilidad de Jesús, como Juan la describe, tiene su fundamento último en la vinculación de Jesús con su Padre, Dios. En la pasión, Jesús se halla totalmente indefenso frente al encrespado poder del mundo. Humanamente hablando, Jesús le está también sometido. Pero, gracias a su vinculación con Dios, a su unión con Dios, aun en la postración de la muerte sigue estando por encima del poder del mundo. Ahí se pone de manifiesto la verdad general de que las relaciones del hombre con Dios son algo que hacen inaprensible a ese hombre frente a cualquier voluntad humana dominadora y absoluta.

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Siempre que el hombre intenta realizar, al modo como lo hace Jesús, las relaciones divinas, la fe en Dios, queda de hecho aniquilado el poder o dominio del hombre sobre el hombre. De ahí que, precisamente en la muerte, se manifiesta la impotencia de los poderosos y el poder de los débiles. Ese es el auténtico contenido que pone de relieve la exposición simbólica de Juan.

Así pues, tras haber hecho patente a sus esbirros todo lo impotentes que eran en realidad frente a él, vuelve Jesús a preguntarles por segunda vez para después entregarse a ellos (v. 7-8). La respuesta segunda de Jesús: «Os he dicho que soy yo; así que si me buscáis a mí, dejad que se vayan éstos» (v. 8), vuelve a evidenciar ante todo con cuánto «orden» y sin ningún pánico discurrió, según Juan, el prendimiento de Jesús. Nada se nos dice sobre la huida de los discípulos. Es más bien Jesús el que cuida de que no ocurra ninguna confusión. Además, Jesús se muestra como el buen pastor que se preocupa hasta el final de la vida y seguridad de los suyos.

El versículo 9 advierte, en una reflexión del evangelista, que con ello se cumplía una palabra de Jesús, a saber la pronunciada en la oración de despedida: «Ninguno de ellos (de los que me has dado) se perdió» (cf. 17,12). Juan cita la palabra de Jesús como una palabra de la Escritura, que como tal se cumple; buena prueba de que para el evangelista ya no hay ninguna diferencia objetiva entre la palabra de Dios y la palabra de Jesús. Juan ha tomado de la tradición el pequeño episodio de la tentativa de resistencia de un discípulo que cortó una oreja a uno de los criados (18,10-11)48. La noticia escueta suena así en Marcos: «Pero uno de los presentes, sacando la espada, hirió el criado del supremo sacerdote y le quitó la oreja» (Mc 14,47). Nada más; la palabra aneja de Jesús no se refiere, tampoco se dan ni el nombre del agresor, ni el del criado. Históricamente resulta bastante confuso al que se llegase a semejante manifestación de resistencia; en caso afirmativo, fue extremadamente pequeña. Uno se pregunta naturalmente por qué el grupo de sayones, a todas luces más fuerte, no intervino de inmediato haciendo prisionero

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al que se resistía del círculo de los discípulos y aun a los discípulos todos junto con Jesús. Resulta muy improbable la opinión de que en el prendimiento de Jesús se habría llegado a las manos con un enfrentamiento efectivo, del que Mc 14,47 aún conservaría una última reflexión; y esto porque en todos los relatos sólo sabemos algo de la actuación contra Jesús, pero no contra los discípulos o alguno de ellos. Lo único que ocurre es que la noticia de Marcos tal vez subraya con mayor fuerza la actitud indefensa y ajena a cualquier violencia de Jesús. En realidad no hubo ninguna resistencia propiamente dicha. Por todo ello viene a ser mucho más interesante el que los otros tres evangelistas hagan de esta pequeña noticia una historia edificante. Mateo enlaza con ella una enseñanza sobre la renuncia a la violencia. Jesús dirige al que hiere -que también en Mateo permanece innominado- estas graves palabras: «Vuelve tu espada a su sitio; porque todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿O crees tú que no puedo acudir a mi Padre, y que inmediatamente me enviaría más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían entonces las Escrituras, de que así tiene que suceder? (Mt 26,52-54). En Lucas, Jesús aparece todavía en esa situación precaria, como el infatigable salvador y ayudante de los hombres: «Pero Jesús contestó: «¡Dejadlo! ¡Basta ya!» Y tocándole la oreja (al criado) lo curó» (Lc 22,51).

Finalmente, Juan ha reelaborado a su manera el episodio. Nos comunica los nombres del que hiere -que no es otra que Simón Pedro en persona y del herido, que se llamaba Malco, con un nombre posiblemente sirio (un «señor rey»). Ambos detalles responden a los motivos de la leyenda personal en formación. El que Pedro oponga resistencia y tire de la espada es algo muy significativo para la imagen que la tradición joánica conserva del apóstol, que pasaba por ser un hombre apasionado, y en quien encajaba algo así. Al criado se le vuelve a mencionar todavía en otro contexto (Jn 18,26); aunque resulta muy improbable que hubiera dejado pasar la ocasión sin hacer sentir el peso de su venganza a Pedro, en el caso de que éste hubiera desenvainado realmente la espada. Lo que interesa es la

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respuesta de Jesús a Pedro: «Mete la espada en la funda. ¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?» (v. 11). Recuerda la respuesta que Jesús da en Mateo, y en cualquier caso apunta en la misma dirección: se desautoriza la resistencia armada, y en su lugar lo que importa es el cumplimiento de la voluntad divina aceptando la pasión. Y aquí se advierte asimismo un eco de la tradición de Getsemaní según Marcos. Pero aun en este caso lo verdaderamente importante para Juan sigue siendo la superioridad de Jesús. La escena de la resistencia sólo sirve para mostrar además la manera de pensar de Jesús tan radicalmente distinta.

2. INTERROGATORIO ANTE ANAS. NEGACIÓN DE PEDRO (Jn/18/12-27)

Según la exposición joánica, el pelotón de captura condujo a Jesús, en primer lugar, ante Anás (v. 12-14). Después sigue la primera parte de la negación de Pedro (v. 15-18). Y es entonces cuando tiene lugar el verdadero interrogatorio ante Anás (v. 19-24). Viniendo luego la segunda parte de la negación de Pedro (v. 25-27). El interrogatorio ante Anás y la negación de Pedro están entrelazados en la narración joánica. Un ensamblaje parecido puede también advertirse ya en Marcos (Mc 14,54). Es necesario admitir desde luego que la negación de Pedro fue transmitida en conexión estrecha con el prendimiento y el interrogatorio judío de Jesús por parte del sumo sacerdote y del sanedrín, sin que formase una tradición independiente por completo. Concuerda también con esto la indicación topográfica, según la cual habría ocurrido la negación de Pedro en el «atrio», es decir, en el entorno inmediato del palacio pontificio. No hay por qué dudar de esa indicación. Por lo demás Juan difiere notablemente de Marcos y de los otros sinópticos. El relato de Marcos (Mc 14,53-65.66.72) muestra dos composiciones bien diferenciadas: a) el interrogatorio de Jesús ante el sanedrín; b) la negación de Pedro. El versículo 54 -«Pedro lo siguió de lejos hasta dentro del atrio del sumo sacerdote, donde se quedó sentado con los criados, calentándose a la lumbre»- establece la conexión entre ambos complejos. Por lo que

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hace al interrogatorio de Jesús ante el sanedrín, Marcos cuenta lo referente a estos datos: Jesús es conducido ante el sumo sacerdote, en cuya casa «se reúnen todos los pontífices, los ancianos y los escribas» (Mc 14 53); en una palabra, se congrega todo el sanedrín, el consejo supremo. Acto seguido comienza un interrogatorio en forma (Mc 14,54-59). Se busca un testimonio para poder condenar a Jesús; pero no encuentran ninguno. Es verdad que comparecen muchos falsos testigos contra Jesús, mas no resultaba un testimonio concorde. Explícitamente se menciona uno de tales testimonios contra Jesús: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este templo hecho por manos humanas, y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas» (Mc 14,58); una sentencia que Jesús pudo haber pronunciado de hecho alguna vez -también Juan la conoce (2,19ss)- y que podría haber tenido su importancia en el interrogatorio. Mas, según Marcos, el interrogatorio de los testigos discurre sin resultado alguno. Y es entonces cuando el sumo sacerdote busca la causa para llegar a una resolución. En su calidad de presidente del sanedrín se encarga de preguntar personalmente a Jesús, el acusado (Mc 14,60-64), aunque de primeras no obtiene respuesta alguna. Entonces pregunta ya de modo directo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» A lo que Jesús responde, según Marcos: «Pues sí, lo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y viniendo entre las nubes del cielo.» Bien conocida es la redacción mateana de toda la escena (Mt 26,62-66), aunque en su forma solemne y dramática es una reelaboración del texto de Marcos, debida al evangelista Mateo. Entonces, y como señal de su indignación, el sumo sacerdote se desgarra el vestido al tiempo que exclama: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» A lo que sigue un asentimiento general condenando a muerte a Jesús.

Así pues, de acuerdo con la exposición de Marcos, se habría celebrado por parte judía un proceso regular contra Jesús, con interrogatorio de testigos y con la sentencia capital como conclusión. Sin embargo, en Marcos puede reconocerse claramente una tendencia a presentar el

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interrogatorio de los testigos como insuficiente e incompleto, y a establecer como causa determinante de la condena a muerte la pretensión de Jesús de ser el Mesías, «el Hijo del Bendito», su identificación con «el Hijo del hombre».

La investigación ha mostrado que con tal exposición van ligados muchos problemas sin resolver. Y sea el primero, que, según el derecho judío la pretensión de ser el Mesías no se podía condenar como un acto de blasfemia; no era un crimen castigado con la pena capital. Se debe partir de un orden procesal cristiano y más especialmente marciano. En el aspecto histórico hay que suponer sin duda que hubo un interrogatorio de Jesús ante el gran consejo, aunque no fuera un proceso regular que desembocase en la condena a muerte. Esto último no pudo ser entre otras cosas porque durante el tiempo de la dominación romana el sanedrín no podía dictar sentencias ni penas de muerte. Cuando el año 6 d.C. Judea se convirtió en una provincia romana, quedando así directamente sometida al César, el primer procurador Coponio obtuvo «del César el poder público, incluyendo el derecho de infligir la pena capital» 50. Está claro, por consiguiente, que el consejo supremo ya no poseía ese derecho, pues difícilmente cabe suponer una jurisdicción capital en concurrencia.

Si se quería, pues, lograr la ejecución de Jesús había que acudir al procurador romano. Mas para ello se necesitaba una causa jurídica plausible, que fuera capaz de persuadir al procurador. Y esa causa jurídica estaba en el concepto político de Mesías. Con un cierto derecho se podía hacer sospechoso a Jesús de una peligrosa actividad política; tratándose de jefes de bandas era perfectamente verosímil la sospecha de que se tratase de pretendientes mesiánicos. El interrogatorio ante el sanedrín, que se celebró, bajo la presidencia del sumo sacerdote, tenía la finalidad predominante de recoger las acusaciones necesarias para conseguir una condena por parte del procurador romano. Todas ellas podían reunirse bajo el capítulo de pretendiente mesiánico.

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Por lo que respecta al sanedrín, la suprema autoridad judía religiosa y judicial, que constaba de setenta miembros más uno, el presidente- que era el sumo sacerdote-, contaba en tiempo de Jesús con una fuerte mayoría saducea. En él estaban también representados los que habían sido pontífices. Entraban asimismo algunos letrados fariseos. El relato de Marcos sobre el proceso de Jesús ante el consejo supremo contiene, pues, un núcleo histórico, y no se puede calificar sin más ni más como ahistórico en su totalidad. No obstante, en su redacción actual presenta -especialmente en la solemne confesión mesiánica de Jesús- una serie de rasgos, que derivan de la primitiva confesión de fe cristiana en la mesianidad de Jesús.

También la negación de Pedro cuenta con la probabilidad de ser histórica, pues no se habría inventado este trance tan comprometido para el primer personaje de la comunidad primitiva. Incluso el incidente antioqueno referido por Pablo (Gál 2,11-17) demuestra que la firmeza inconmovible no era según parece una virtud del Pedro histórico. Asimismo la frase: «Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces» (cf. Mc 14,34.72; Mt 26, 34 75; Lc 22,34.61s; Jn 13,33), puede remontarse al Jesús histórico; en esa circunstancia puede Jesús haberla dicho a Pedro que, según parece, alardeaba frecuentemente. El hecho de que los relatos de la negación mencionen una triple defección de Pedro, apunta sin duda a la circunstancia de que el relato ha sido acomodado a la precedente palabra transmitida, con el fin de poder mostrar su exacto cumplimiento literal. Históricamente podría ser más verosímil una sola negación.

Si comparamos el relato de Juan con los conceptos de Marcos, advertiremos en seguida una diferencia en estos centros de interés: según Marcos el epicentro del proceso de Jesús está evidentemente en la suprema autoridad judicial judía, en el sumo sacerdote y en el sanedrín. La acción ante Pilato no parece ser más que la consecuencia necesaria; el procurador romano más bien actúa, a los ojos de Marcos, como el órgano ejecutivo de la suprema autoridad judía, que acaba sucumbiendo a la presión de la

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multitud. El hecho de que estuviera en su mano la decisión última no aparece con la suficiente claridad en el relato marciano.

En Juan es otro el panorama. En su relato el proceso decisivo se desarrolla ante el procurador romano Pilato; la acción ante Pilato representa su culminación dramática. Por el contrario, Juan sólo menciona un interrogatorio ante el pontífice Anás, que ya no estaba en el cargo. En 18,24 se dice simplemente que Jesús fue enviado a Caifás, pero sin que sepamos lo que allí ocurrió. Juan silencia por completo cualquier interrogatorio o proceso ante el tribunal supremo. ¿No supo nada acerca de ello? ¿o más bien lo omitió de propósito? Veremos de inmediato que, en su exposición, Juan no podía necesitar una culminación como la que hallamos en Marcos. Efectivamente, en la exposición de Marcos, la solemne confesión mesiánica de Jesús, su propia revelación ante el tribunal supremo, constituye una «cima» cristológica de todo el evangelio. En Juan, por el contrario, esas últimas afirmaciones soberanas de Jesús se encuentran ya mucho antes en el cuarto evangelio (por ejemplo, en 8,58; 10,22-39), de forma que una escena similar ya no tiene puesto aquí.

No hay, pues, que poner en duda la transformación joánica del primer interrogatorio. Mas tampoco se puede lograr una solución clara acerca de cuál fue exactamente la tradición de que Juan dispuso; con toda honestidad hay que dejar pendiente la cuestión. Y resulta imposible armonizar entre sí los relatos de Marcos y de Juan, con una disposición como ésta, por ejemplo: Jesús fue primero conducido ante Anás, donde se celebró un primer interrogatorio, hasta tanto que pudieron reunirse todos los miembros del alto consejo durante la noche. Entonces tuvo lugar ante el sanedrín, la decisiva acción judía; finalmente condujeron a Jesús ante Pilato, enlazando así de nuevo con Juan, etc. Es éste un ensamblaje que no hace justicia a los distintos textos. Es necesario dejar que cada exposición hable por sí misma. Pero debemos advertir curiosamente que el relato joánico, que sólo conoce un interrogatorio de Jesús y en el que la verdadera acción judicial se desarrolla ante el

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procurador romano, que, en última instancia, era el tribunal competente, ese relato aparece más verosímil a los ojos de la crítica histórica.

a) Jesús ante Anás (/Jn/18/12-14)

12 Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron, 13 y lo llevaron primeramente ante Anás, porque era suegro de Caifás, el cual era sumo sacerdote aquel año. 14 Caifás era el que había dado a los judíos el consejo: «Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo.»

Las tropas de detención, formadas por romanos («la cohorte, el tribuno») y judíos («los guardias de los judíos»), hacen prisionero a Jesús y lo llevan primero a casa de Anás. Sigue simplemente un dato más concreto sobre la persona de ese personaje: era suegro de Caifás, «el cual era sumo sacerdote aquel año», a saber, el año de la muerte de Jesús. A Caifás se le vuelve a describir mediante una referencia a 11,49-51: es el que en aquella ocasión había dado a los judíos el consejo de que era mejor que muriera un hombre por el pueblo. Si Juan lo recuerda aquí, es porque, evidentemente, quiere decir que para él el principal culpable de la muerte de Jesús fue Caifás con aquel consejo. Anás I, «pontífice en funciones los años 6-15 d.C., era el cabeza de una estirpe sacerdotal que con él empezó a desplazar a la hasta entonces familia dominante de Boeto, relacionada con la casa de Herodes... Quirino le eligió para sumo sacerdote sin duda porque Anás pertenecía a los saduceos y hacendados que desde años atrás abogaban por un gobierno romano, y porque había tenido un papel importante en la caída de Arquelao; en realidad se trataba de un cargo político de confianza. Pero Anás no era solamente el que había reorganizado el gran consejo y lo había presidido durante el tiempo de su ministerio, sino que después de su cese en el año 15, también dominó la asamblea hasta su muerte ocurrida hacia el año 35. Josefo dice de él: «Este viejo Anás debe haber sido uno de los hombres más afortunados. Tuvo, en efecto, cinco hijos, todos los cuales sirvieron al Señor como

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sumos sacerdotes, después que él personalmente había estado investido de esa dignidad durante largo tiempo» 53. Esto explica adecuadamente su influencia, y también aquí confirma de modo sorprendente la veracidad de la información de Juan.

b) Negación de Pedro (Jn/18/15-18)

15 Seguían a Jesús, Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote; por eso entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, 16 mientras que Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Luego salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e hizo entrar a Pedro. 17 Entonces la criada, la portera, dice a Pedro: «»No eres tú también de los discípulos de ese hombre.?» Contesta él: «No lo soy.»

Al igual que los sinópticos, Juan conoce la tradición de que el primero del círculo de discípulos, Simón Pedro, no había desempeñado un papel decoroso ni en el prendimiento, ni en el proceso de Jesús, sino que había renegado de su Señor y Maestro. Mas no por ello se le puede juzgar de un modo totalmente negativo, pues Pedro, bien fuera por curiosidad o bien por un valor inicial, había seguido a Jesús y al pelotón de captura hasta el palacio del sumo sacerdote. Según Mc 14,54.66, es sólo Pedro el que sigue a Jesús. En Juan hay ya un mayor análisis de los motivos y posibilidades. Junto con Pedro sigue también a Jesús «otro discípulo». Ese «otro discípulo», como se le denomina, era conocido del sumo sacerdote, por lo que fue el primero que siguió a Jesús hasta dentro del palacio del pontífice, mientras que Pedro hubo de permanecer fuera, ante la puerta. El pasaje recuerda 20,3-10, especialmente los v. 4s, en que también «el otro discípulo» y Simón Pedro acuden la mañana de pascua al sepulcro vacío, y donde el «otro discípulo» tiene también cierta ventaja sobre Pedro. En ese «otro discípulo» se ha querido ver al «discípulo al que amaba Jesús», que la tradición identifica con el apóstol Juan como autor del cuarto evangelio.

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Toda esto resulta hoy muy problemático; prácticamente no tenemos posibilidad alguna de identificar históricamente a ese «otro discípulo» innominado. Vemos sólo que aparece de continuo en el evangelio con un papel de cierta importancia. Es posible que para el autor del cuarto evangelio y su circulo de amigos cristianos se esconda detrás de la expresión algún personaje importante y conocido. En nuestro pasaje sólo sirve en realidad para explicar al lector cómo Pedro logró entrar en el palacio: al discípulo le era familiar el sitio y era conocido del sumo sacerdote y de su servidumbre. Y así pudo tratar con la portera para que dejase entrar también a Pedro. Con eso termina su intervención.

Y salta inmediatamente la pregunta de la portera: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?», y la primera negación de Pedro: «No lo soy.» Entonces Pedro se acerca a los siervos y criados del sumo sacerdote, que habían encendido fuego por el frío que hacía, para calentarse. También Pedro estaba con ellos, en pie, calentándose (cf. Mc 14,67). Respecto de Marcos, Juan ha dado mayor vida al episodio.

c) Interrogatorio ante Anás (Jn/18/19-24)

19 EI sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. 20 Jesús le respondió: «Yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada hablé clandestinamente. 21 ¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han oído, a ver de qué les hablé; ellos saben bien lo que yo dije.» 22 Al decir esto Jesús, uno de los guardias que allí había le dio una bofetada diciéndole: «Así respondes al sumo sacerdote?» 23 Jesús le contestó: «Si hablé mal, da testimonio de ello; y si hablé bien, ¿por qué me pegas?» 24 Luego, Anás le envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote.

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En este interrogatorio el sumo sacerdote -que aquí es Anás- pregunta a Jesús «acerca de sus discípulos y de su doctrina» (v. 19). La respuesta que Jesús le da, es muy significativa y notable para la exposición joánica. En el marco de nuestro texto representa ante todo una negativa a dar una respuesta clara al sumo pontífice. Mientras que en Mc 14,62 Jesús hace una categórica confesión mesiánica ante el sumo sacerdote y el sanedrín, el Jesús joánico se niega en redondo a semejante confesión. Por el contrario, Jesús se refiere aquí a su pasada actividad pública. La respuesta está configurada por completo en el sentido de la teología joánica de la revelación. Según Juan, Jesús es el revelador de Dios al cosmos; su palabra y su revelación se dirigen, pues, al «mundo», incluso en el sentido de públicamente, a la luz del mundo. Esa publicidad se precisa y determina algo más mediante los lugares públicos en los que Jesús ha pronunciado sus discursos, a saber, la sinagoga y el templo. Así, según Juan, el discurso del pan (6,22-58) tuvo lugar en la sinagoga de Cafarnaún (6,59). Los otros grandes discursos Jesús los pronunció habitualmente en el templo de Jerusalén54. Fue allí, justamente, donde Jesús había hecho las afirmaciones más importantes sobre su actividad y sobre sí mismo como revelador de Dios y como salvador; allí se había pronunciado también sobre su mesianidad, aunque desde luego de una forma ambigua, velada y un tanto misteriosa.

Al lector, que ha venido leyendo el Evangelio de Juan hasta este pasaje, la respuesta de Jesús no le crea dificultad alguna. En sus discursos de revelación Jesús ha presentado siempre la exigencia insoslayable de la fe en su palabra y en su persona. Acerca de lo cual ahora ya no hay más que decir. Una nueva afirmación no haría sino repetir lo dicho anteriormente. Quizá pretenda además el evangelista desenmascarar la pregunta de Anás acerca de «los discípulos y doctrina» de Jesús como una pregunta pseudosagrada: si el sumo sacerdote ya había participado en la condena a muerte de Jesús y en su prendimiento, debió estar ya bien informado de las acusaciones que se formulaban contra Jesús, sus discípulos y su doctrina. Si los judíos, que frecuentan y concurren a los lugares públicos

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de la sinagoga y del templo, estaban al corriente de la doctrina de Jesús, bien cabe suponer que no habrían dejado de informar sobre el caso a los círculos dirigentes. Y, finalmente, contrapone Juan el lenguaje franco de Jesús a un hablar en la clandestinidad: Jesús no ha predicado ninguna doctrina «secreta» y esotérica (como lo hacían, por ejemplo, muchos apocalípticos, la secta de Qumrán y otros grupos místicos esotéricos). Esta distinción entre la doctrina pública, y por lo mismo conocida o accesible a todos, por una parte, y la doctrina secreta, por otra, podría también entenderse como un argumento apologético «de cara a los de fuera». Frente a la opinión pública gentil, la fe cristiana no representa ninguna doctrina secreta peligrosa u obscena, como tampoco lo había sido antes frente a la opinión judía. Las comunidades de fieles cristianos no son sectas secretas que constituyan un peligro para el Estado. Para el evangelista queda cerrado ese enfrentamiento con los judíos. El último enfrentamiento a vida o muerte se desarrolla ante el tribunal del procurador romano Poncio Pilato.

El cuadro de ese interrogatorio, tal como lo traza Juan, es tan instructivo como claro: el miembro de la alta nobleza sacerdotal, Anás, y el revelador detenido, que es Jesús de Nazaret, no tienen nada que decirse. También aquí es digna de notarse la superioridad real de Jesús, que se pone más de relieve aún con el incidente inmediato. Al igual que en Mc 14,65 también aquí es maltratado Jesús; uno de los esbirros presentes golpea a Jesús en la mejilla con estas palabras: «¿Así respondes al sumo sacerdote?» (v. 22). Es la obsequiosidad de un subalterno servil. Pero Jesús honra al pontífice Anás de otra manera, por cuanto que ante ese juez investigador, en el fondo incompetente, no renuncia ni a sus derechos ni a la verdad, A diferencia de Pablo, por ejemplo (Act 23,1-5), Jesús no se excusa, sino que se mantiene firme, sin dejarse provocar, ni hacer tampoco de provocador, reclamándose simplemente a su derecho: «Si hablé mal, da testimonio de ello; y, si hablé bien, ¿por qué me pegas?» (v 23). En su Pasión según san Juan, Bach ha dado forma musical a este pasaje con una hondura e intimidad sobrecogedoras.

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Dice después Juan que Anás envió a Jesús atado a Caifás (v. 24). Lo que allí ocurrió se deja por completo a la consideración del lector. Y como las ulteriores especulaciones al respecto no contribuyen a una mejor comprensión del texto, renunciamos a ellas. Tampoco ayuda una combinación armonizadora entre Marcos y Juan, ya que se trata de dos concepciones distintas.

d) Nueva negación de Pedro (Jn/18/25-27)

25 Simón Pedro estaba de pie, calentándose. Y le dijeron: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?» Él lo negó, diciendo: «No lo soy » 26 Uno de los criados del sumo sacerdote, que era pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja, le dice: «¿Pues no te vi yo en el huerto con él?» 27 Pero Pedro lo negó nuevamente; y en seguida cantó un gallo.

En pocas líneas lleva Juan la negación de Pedro a su final. También aquí amplía Juan la tradición. Simón Pedro continúa con los criados calentándose junto a la lumbre. Y ahora son éstos los que le preguntan: «¿No eres tú también uno de sus discípulos?» Lo que vuelve a negar Pedro. Según Mc 14,69s, es la criada la que vuelve a preguntar a Pedro, y sólo después lo hacen los circunstantes; la comparación muestra cómo Juan ha modificado la tradición. Esto desde luego sólo cuenta para la tercera pregunta. Es entonces cuando uno de los criados del sumo sacerdote -y, más en concreto, «un pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja»- le dice: «¿Pues no te vi yo en el huerto con él?» En la realidad histórica difícilmente puede concebirse que frente a una resistencia efectiva los soldados y alguaciles reaccionen con tanta desidia; mas para la descripción es importante, pues de ese modo se alcanza una gradación en las preguntas (cf. de manera parecida 21,1517). Juan sabe algo del efecto dramático. A éste se llegó con la escueta observación final: «Pedro lo negó nuevamente; y en seguida cantó un gallo» (v. 27). Con ello el episodio concluye. Nada sabemos por este pasaje de cuál fue la reacción de Pedro. En la descripción sinóptica las cosas discurren de otro modo, cf. Mc 14,72: «Y

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rompió (Pedro) a llorar con grandes sollozos» (también Mt 26,755, e incluso Lc 22,61s: «Y volviéndose el Señor dirigió una mirada a Pedro. Pedro se acordó entonces de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes que el gallo cante hoy, tres veces me habrás negado tú.» Y saliendo afuera, lloró amargamente.»

3. JESÚS ANTE PILATO (Jn/18/28-19/16)

La acción ante Pilato representa un punto culminante del dramatismo en el relato joánico de la pasión. Aquí tiene lugar asimismo el último enfrentamiento de los judíos con Jesús. Aunque Jesús no les habla ya ni discute con ellos, sino que permanece en completo silencio. Sólo hay dos conversaciones, de evidente importancia teológica, entre Jesús y Pilato.

Recordemos también aquí los relatos sinópticos. La exposición de Marcos, de Mateo y de Lucas, aunque, con distintos aditamentos, está perfectamente montada y es fácil seguirla. La decisión de entregar a Jesús (Mc 15,10 cf. Mt 27,1-2; Lc 23,1). Marcos habla de una resolución formal del sanedrín: «Y en cuanto amaneció los pontífices con los ancianos y escribas, es decir, todo el sanedrín, después de preparar la conclusión del acuerdo, ataron a Jesús, y lo llevaron a entregar a Pilato.» Mt 27,1 aclara que se trataba de la resolución de matar a Jesús. Para eso se lo entregaron a Pilato.

Según Josefo, también el profeta de desgracias, Jesús, hijo de Ananías, fue atado por los dirigentes de Jerusalén y maltratado con muchos golpes. Mas no por ello se avino a desdecirse de su profecía que anunciaba la destrucción de la ciudad de Jerusalén, aunque por lo demás no ofreció resistencia alguna. «Entonces creyeron los dirigentes, cosa que era cierta, que una fuerza sobrehumana impulsaba a aquel hombre y lo condujeron al procurador, que los romanos tenían establecido por aquel tiempo».55 Entonces fue azotado y, tras haber reconocido su inocuidad política, lo volvieron a dejar libre. En opinión de K.-H. Muller se trata aquí, según vimos, de un «proceso de instancias

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firmemente establecido: la nobleza saducea pone su mano violenta sobre el profeta de desgracias, le interroga entre golpes y finalmente le entrega al procurador, el cual manda azotar al delincuente y le somete asimismo a un interrogatorio oficial».

No hay ninguna objeción de peso contra la hipótesis de que el proceso de instancias descrito constituyera la práctica jurídica habitual ya en tiempos de Jesús. Pues hay que postular directamente que las distintas disposiciones jurídicas y ejecutivas del sanedrín fueron establecidas ya al comienzo de la época de los procuradores (año 6 d.C.); sobre todo teniendo en cuenta que los saduceos, bajo la dirección de Anás, habían abogado y celebrado abiertamente el establecimiento de la procuraduría romana en lugar de la etnarquía de Arquelao, hijo de Herodes el Grande.

El interrogatorio ante Pilato (/Mc/15/02-05; /Mt/27/11-14; /Lc/23/02-03).

La descripción de Marcos es extremadamente simple. Pilato formula a Jesús la pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Con ello expresa sin duda el punto más grave de la acusación. «Rey de los judíos» era la designación de los pretendientes mesiánicos a la corona, y desde luego única y exclusivamente en el sentido de un mesianismo político. Con lo que también hay que entender la acusación como política. Jesús responde (literalmente): «Tú lo dices»; lo que puede entenderse de dos modos: 1.°) «en efecto, así es exactamente», y 2.°) «eso lo dices tú, no yo». En ningún caso se puede deducir del relato de Marcos cuál haya sido la respuesta efectiva de Jesús, pues en ese relato se deja sentir sin duda la interpretación cristiana, y hasta probablemente constituye el elemento determinante. Lo seguro podría ser esto: Jesús no ha enarbolado ninguna pretensión mesiánica de carácter político; en ese orden de cosas él no quiso ser «rey de los judíos». Con lo cual se excluye también para Marcos esa interpretación. Por lo que sólo quedan dos posibilidades: o Jesús ha dado otro sentido a la expresión «rey de los judíos» (cosa que ocurre

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efectivamente en Juan), o bien ha querido indicar que Pilato asociaba su interpretación política al sentido expresado por Jesús, aunque distanciándose él personalmente de su modo de entender tal expresión, lo cual equivaldría a proclamar: «Eso lo dices tú, es una afirmación tuya, no mía.» Sospecho ciertamente que Jesús no ha dado su asentimiento en modo alguno a ese concepto político, porque no podía en absoluto identificarse con él, así como que Marcos ha dado posteriormente un sentido cristiano a la respuesta de Jesús formulada por él, en la linea de la confesión de Jesús Mesías. Según Marcos, no hay más que esa pregunta del procurador así como una sola respuesta de Jesús. Después continúa: «Y los pontífices lo acusaban con insistencia» (v. 3). Por lo cual Pilato vuelve a interrogar al acusado, pero sin obtener ya respuesta alguna «de forma que Pilato quedó maravillado».

Mt 27,11-14 concuerda con Marcos, salvo algunos cambios insignificantes. Lc 23,2-3 ha reelaborado a su modo la tradición marciana. A mi entender los cambios y ampliaciones que se advierten en la historia de la pasión según Lucas no se deben a fuentes o tradiciones diferentes, sino que han de atribuirse por completo a la redacción lucana. Pues Lucas ha echado en falta evidentemente en el relato marciano una acusación formal contra Jesús, por lo que pensó que era necesario completarlo. Y así escribe: «Hemos encontrado a este hombre, que pervierte a nuestro pueblo prohibiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es Cristo rey» (Lc 23,2). Entonces abre Pilato el interrogatorio, como en Marcos, con la pregunta «¿Eres tú el rey de los judíos?», a la que Jesús contesta: «Tú lo has dicho.» Pilato no entra en la cuestión, ciertamente nada baladí y desde luego nada tranquilizadora de la prohibición de los tribunos imperiales; lo que jamás hubiera hecho, si en realidad le hubiesen planteado ese tema. En tal caso, para el procurador no habría habido dificultad alguna en condenar a Jesús por los amotinamientos zelotistas. Ese motivo de acusación se debe, por tanto, a Lucas.

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Pero ahora, en 23,4-12, trae Lucas una inserción mayor, que responde sobre todo al motivo de establecer de forma explicita la inocencia de Jesús a través de los dirigentes políticos. Y así dice Pilato inmediatamente después del primer interrogatorio: «Yo no encuentro delito alguno en este hombre.» A lo cual insisten aún más los sumos sacerdotes y el pueblo en su acusación contra Jesús mediante la acusación de que «Está amotinando al pueblo con lo que enseña por toda Judea, desde que comenzó por Galilea hasta llegar aquí» (v. 5). Cuando Pilato oye que Jesús procede de Galilea, le envía a su soberano jurisdiccional, Herodes Antipas, para que sea él quien lo condene. Con ello se llega, según Lucas a una situación extremadamente penosa, pues Herodes se esperaba de Jesús todo tipo de prodigios y milagros, pero se vio defraudado en esas sus esperanzas. «Entonces Herodes, con su escolta, después de tratarlo con desprecio y de burlarse de él, mandó ponerle una vestidura espléndida (o blanca) y se lo devolvió a Pilato. Y aquel mismo día, Pilato y Herodes, que antes estaban enemistados entre sí, se hicieron amigos» (Lc 23,6-12). Se ha debatido mucho lo que esta alusión podía significar.

J. Blinzler es del parecer que el episodio de Herodes es histórico. Es verdad que sólo el evangelista Lucas lo refiere, pero lo reducido de ese testimonio no justifica el que se ponga en duda su historicidad. La aportación específica del tercer evangelista presenta una serie de piezas, cuya veracidad histórica está por completo fuera de duda. Y continúa: «Por qué el tetrarca había deseado ver a Jesús, lo explica Lc 23,9 con bastante claridad, al decir que Herodes esperaba presenciar un prodigio sorprendente. Sólo violentando el texto se puede montar una condena a partir de las burlas... La interpretación espontánea del reenvío del acusado a Pilato es sin duda la de que el tetrarca no había querido arrebatar el caso al procurador».

Esta explicación no aclara ciertamente el asunto, sino sólo que Lucas está ciertamente más interesado por Herodes Antipas que los otros evangelistas 61. Especial atención merece el pasaje de Lc 9,7-9, sobre todo el versículo

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último: «Pero Herodes decía: A Juan lo decapité yo. Entonces ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? Y andaba deseoso de verlo.» Es ese deseo de Herodes el que ahora se cumple finalmente: «Al ver Herodes a Jesús, se alegró mucho, porque desde hacía bastante tiempo estaba deseando verlo» (Lc 23,8). Es, pues, el propio Lucas quien establece la conexión. El motivo determinante de la historia está evidentemente en que ambos gobernantes, Pilatos y Herodes, deben comprobar la inocencia de Jesús, cosa que ocurre y se subraya de modo explícito: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; pero ya véis que yo, tras haber hecho la investigación delante de vosotros, no encontré en él delito alguno de esos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, por lo cual nos lo ha devuelto. Por consiguiente, ya véis que no ha hecho nada que merezca la muerte» (Lc 23,14-15). La colaboración entre Herodes y Pilato vuelve Lucas a mencionarla en los Hechos de los apóstoles (Act 4,26-28), aunque allí como una interpretación del Salmo 2,1s, especialmente del versículo que dice: «Se han juntado los reyes de la tierra, y los príncipes se han confabulado contra el Señor y contra su Ungido.» Con ello explica el propio Lucas lo que a él le interesa del episodio: demostrar por obra de los gobernantes políticos la inocencia de Jesús y su nula peligrosidad política. Si así lo afirman dos testigos tan importantes, es que debe ser verdad. El motivo segundo es el cumplimiento de la Escritura. El episodio no recoge un acontecimiento histórico.

Jesús y Barrabás (/Mc/15/06-15; /Mt/27/15-26; /Lc/23/18-25).

Marcos y en conexión con él los otros dos sinópticos, habla ahora de la tentativa de Pilato por liberar a Jesús de la condena y de la amenaza de ejecución por medio de una especie de plebiscito unido a una amnistía. Marco refiere que, para el día de la fiesta -y piensa claramente en la fiesta de la pascua, que era la festividad más solemne de los judíos-, Pilato entregaba libre a los judíos al prisionero que ellos le solicitasen. Ya Mateo 27,15 interpreta la noticia de Marcos en el sentido de una costumbre establecida y

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regular: el procurador solía otorgar al pueblo un encarcelado. Con esa noticia enlaza la tan debatida cuesti6n de un privilegium paschale, de una «amnistía de pascua» como un uso firmemente establecido. Marcos y Mateo suponen dicha costumbre y en ella fundamentan su historia de Barrabás.

El encarcelado, de cuya liberación se trata en la historia presente, es un cierto Barrabás. Según una lección variante, atestiguada por el texto cesarense de Mateo, su nombre completo habría sido el de Jesús Barrabás, lectura que muchos investigadores consideran auténtica. De ese Barrabás cuenta Marcos que había sido hecho prisionero con un grupo de levantiscos, los cuales habían cometido un asesinato en un amotinamiento; posiblemente habría que ver en él al jefe de ese grupo de amotinados. La multitud popular acude a la residencia oficial de Pilato para pedir la liberación del preso. Y es ahí donde, según Marcos, interviene Pilato con la pregunta: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Pues bien sabía que por envidia se lo habían entregado los pontífices?; lo que significa por voluntad, en general. Los pontífices, que penetran en seguida la intención de Pilato, soliviantan al pueblo para que solicite del procurador más bien la excarcelación de Barrabás; cosa que obtuvieron. Y entonces pregunta Pilato por segunda vez: «¿Qué voy a hacer, pues, con ese que llamáis rey de los judíos?» La respuesta breve y tajante fue ésta: «¡Crucifícalo!» Y sigue la contrarréplica de Pilato: «¿Pues qué mal ha hecho?» Pero el pueblo reaccionó con mayor violencia aún gritando: «¡Crucifícalo!» Entonces Pilato, a fin de satisfacer a la plebe, les soltó a Barrabás; mientras que a Jesús empezó por hacerle azotar y después se lo entregó para que lo crucificaran. Tal es el amplio relato de Marcos. Mateo sigue en buena parte a Marcos, si bien agrega dos escenas importantes. Según Mt 27,19, mientras el procurador está sentado en el tribunal, su mujer le envía un mensaje diciéndole: «No te metas con ese justo; que hoy, en sueños, he sufrido mucho por causa suya.» La escena subraya ante todo la inocencia de Jesús; éste es un «justo», es decir, un «hombre santo», y es peligroso verse implicado en un caso así. En torno a él flota

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el horror de lo numinoso. La escena difícilmente puede ser histórica.

La escena se encuentra en Mt 27,24-25: «Viendo Pilato que todo era inútil, sino que, al contrario, se iba formando un tumulto, mandó traer agua y se lavó las manos ante el pueblo diciendo: "Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!" Y todo el pueblo respondió: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!"» La escena se ha hecho famosa en razón de su simbolismo en parte fatídico. El lavatorio de manos como signo de que en ellas no hay adherida ninguna gota de sangre, es decir, como rito purificador, no necesita de más explicaciones; Pilato lava sus manos en inocencia. Mediante ese gesto público quiere descargarse de cualquier responsabilidad respecto de Jesús. Y así, para deshacerse definitivamente de Jesús, todo el pueblo, como subraya de manera explícita Mateo -entendiendo de hecho todo el pueblo judío-, se declara dispuesto a asumir la responsabilidad de la muerte de Jesús con todas sus consecuencias para el presente y para el futuro. Eso es lo que significan las estremecedoras palabras: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»

También esta escena carece de fundamento histórico; solo Mateo la refiere y pertenece a su tradición específica. Probablemente es por completo una creación libre del evangelista para demostrar su idea de que los responsables principales de la muerte de Jesús fueron los judíos. No se puede pasar por alto que aquí Mateo piensa con las categorías de una culpa judía colectiva. Y que con ello -aun cuando hay ejemplos veterotestamentarios de tales categorías- ha transmitido al cristianismo y a la Iglesia cristiana una hipoteca pesada, más aún, perniciosa, como lo atestigua la historia de siglos. En efecto, el antisemitismo cristiano se ha apoyado demasiadas veces en esas palabras.

Lucas ha manipulado poco en el texto de Marcos (Lc 3, 18-25). En él falta toda explicación ulterior de cómo se llegó a la escena de Barrabás 63. Lo único que hace Lucas es

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dramatizar algo más. Y así grita el pueblo: «¡Fuera con él! ¡Suéltanos a Barrabás!» Este aparece en Lucas como un «francotirador», y no como representante o cabeza de un grupo rebelde. Los esfuerzos de Pilato por librar a Jesús los subraya Lucas con mayor fuerza; asimismo el procurador romano destaca con mayor energía la inocencia de Jesús: «Pues ¿qué mal ha hecho éste? Yo no he encontrado en él ningún delito de muerte; así que le daré un escarmiento y lo pondré en libertad.» Y por ello destaca el tercer evangelista el injusto y cruel resultado final: «Puso, pues, en libertad al que ellos reclamaban, al que había sido encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.» En el aspecto histórico el episodio de Barrabás plantea una serie de problemas que no han dejado de discutirse. Ante todo está la cuestión de una amnistía pascual que se daba regularmente. Semejante amnistía no ha podido demostrarse hasta ahora en Judea para la época de los procuradores. El argumento de que si Josefo hubiera conocido semejante privilegio en favor de los judíos no lo habría ciertamente silenciado, tiene algún peso. Mas también otras fuentes judías callan al respecto. Blinzler ha aducido sin embargo un pasaje de la Mishna, que cuenta, de hecho, con que para pascua salga alguien de la cárcel. De lo cual concluye dicho autor «que la liberación de un encarcelado israelita inmediatamente antes de la tarde del banquete pascual, es decir, el 14 de nisán, tenía lugar, al menos, con frecuencia, y muy probablemente de modo regular. Por lo cual ese pasaje de la Mishna constituye de hecho un apoyo valioso para los datos neotestamentarios sobre el uso de la amnistía pascual».

Cierto que sobre este punto no se puede, en principio, poner en duda que se discutía entre los letrados de la Mishna la posibilidad de liberar a un encarcelado para la fiesta de pascua; que semejante trámite era posible y que se dio en algunas ocasiones. Pero de esa posibilidad ocasional no se puede concluir un procedimiento regular, en el sentido de que se diese una amnistía ya establecida. Es probable, pues, que fuera Marcos el primero en deducir de un caso particular ese uso de una amnistía pascual cada

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año. Y llegamos al punto central. Aunque no haya existido semejante costumbre, el episodio de Barrabás como tal puede ser histórico, como suponen justamente muchos exégetas. Así dice M. Dibelius: «Aun cuando nada sabemos de esa amnistía como uso, no hay ningún motivo para poner en duda la escena; la hipótesis de una invención sería tanto como atribuir a los primeros forjadores del relato una voluntad de transformación y una fuerza poética que no se advierten en ningún otro sition».

Más importante es el sentido del texto: «...al rey del reino de Dios se le enfrenta justamente un competidor de la ínfima extracción mundana» (Dibelius). Cabe, no obstante, la posibilidad y hasta resulta muy verosímil, que se tratase del cabecilla de un grupo de resistencia zelota, con lo que la tradición estaría interesada sobre todo en el contraste: Jesús es acusado y crucificado por una supuesta pretensión de poder mesiánico, mientras que el representante del «partido» que en realidad defendía las ideas y aspiraciones político-mesiánicas de Israel, queda puesto en libertad.

Que el procedimiento contra Jesús y la causa de Barrabás coincidieran es algo que se debió a la casualidad. Si es correcto el nombre de Jesús Barrabás, bien puede haberse originado por una confusión. Tampoco sería desacostumbrado que Pilato hubiera cedido a la presión de la multitud. Cierto que la fe de que también el plan y la acción de Dios se realizan en definitiva con tales «casualidades», era algo evidente para los primeros testigos cristianos; por lo que bien pudieron descubrir un sentido más profundo en ese episodio.

El escarnio de Jesús como «rey le los judíos» (/Mc/15/16-20; /Mt/27/21-31).

Según Marcos 15,15 (Mt 27,26), Pilato había mandado azotar a Jesús. El cruel castigo, para el que solían emplearse látigos, con las puntas de cuero armadas de astillas de hueso o de bolas de plomo, no se describe aquí con detalle. Se daban casos en que quien era sometido a tal castigo, moría en la ejecución. Según Juan, el castigo de

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Jesús habría sido ordenado para mover a los judíos a compasión. En los relatos de Marcos y de Mateo precedió inmediatamente a la crucifixión ya sentenciada. En ambos casos enlaza evidentemente con las burlas a las que se hace mención. No era infrecuente que los soldados hicieran blanco de sus befas a los pobres diablos que les eran confiados. Un escarnio de Jesús, como el aquí descrito, es históricamente posible. Además, la tradición demuestra que la Iglesia primitiva tuvo un olfato agudo para el lado problemático de la acusación de Jesús como «rey de los judíos». El tratamiento de Jesús como rey loco no necesita de ningún trasfondo. Así comparece toda la cohorte de soldados; todos participan en el juego cruel. Visten a Jesús con un manto rojo, probablemente un capote de soldado; era necesario que fuera rojo, pues rojo era el color de la púrpura real. Pronto tejieron una corona de burla, que le encasquetaron, mientras que una caña servía de cetro. Y después de haber disfrazado a Jesús de rey de burlas, empieza el homenaje: los soldados se presentan ante él, realizan el gesto de sumisión en forma de genuflexión o proskinesis, al tiempo que exclamaban «¡Salve, rey de los judíos!», lo que recuerda el saludo romano «¡Ave Caesar!» Los malos tratos acompañan toda la escena. Siendo los actores los soldados romanos, sin duda que entraba en juego el desprecio a los judíos.

Que tales escenas burlescas no eran nada infrecuentes, lo prueba el cuadro que traza Filón de Alejandría en su escrito Contra Flaco. Cuando el año 38 d.C., el rey judío Agripa I realizaba una visita a la ciudad de Alejandría, el populacho le hizo objeto de sus befas. Echaron mano de un orate, llamado Carabas, lo condujeron al gimnasio, lo pusieron «en un lugar elevado, en el que todos podían verle, le colocaron sobre la cabeza un ramillete de flores de papiro a modo de corona, envolvieron su cuerpo con una estera como si fuese un manto, y en lugar de cetro alguien le proporcionó un corto trozo del papiro del país, que había visto cortado al borde del camino. Y cuando, tras esos procedimientos teatrales, tuvo el hombre las insignias de la realeza y quedó disfrazado de rey, los jóvenes provistos de palos sobre los hombros a modo de lanceros, se colocaron

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a derecha e izquierda cual si se tratase de la guardia personal. Después comparecieron otras gentes en su presencia, unos como si quisieran rendirle pleitesía, otros cual si pretendieran entablar un proceso y otros, finalmente, simulando que buscaban su consejo en los asuntos públicos. Entonces la multitud que estaba alrededor rompió en un grito estentóreo exclamando: Marin!, que es como los sirios parecen llamar a sus gobernantes, pues sabían que Agripa era sirio y que gobernaba sobre una buena parte de Siria».

Se ve por este ejemplo cómo se representaba la parodia de un rey; el paralelismo con la escena de escarnio contra Jesús (Mc 15,16-20) es evidente. Ello difícilmente puede deberse a una dependencia literaria, sino más bien al hecho de que en ambos casos se trata de una parodia o remedo de un ritual regio, muy difundido en el próximo oriente. La investidura con las insignias reales, el acto de homenaje y la aclamación eran partes esenciales de dicho ritual; no hacía falta demasiada fantasía para parodiarlo frente a un rey de burlas.

Poncio Pilato. ¿Quién era el hombre que, como alto funcionario del Estado romano, en calidad de procurador de Judea, hubo de intervenir en la causa de Jesús de Nazaret, entrando así también en el credo cristiano, passus sub Pontio Pilato? Pilato descendía de la estirpe ecuestre romana de los Poncios, y el año duodécimo del gobierno de Tiberio había sido enviado a Judea como procurador; cargo en el que se mantuvo durante diez años (26-36 d.C.). En la serie de procuradores ocupó el quinto puesto. Un testigo, citado por Filón, le describe como «de natural inflexible, obstinado y duro», al tiempo que menciona «su venalidad, su brutalidad, sus rapiñas, vejaciones y malos tratos, las continuas ejecuciones sin proceso judicial, así como su crueldad inaudita e insoportable».

A menudo Pilato provocó a los judíos con un proceder intencionadamente desconsiderado; ya al comienzo de su gestión lo hizo mandando a los soldados que entrasen de noche en Jerusalén con las imágenes del César impresas en

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los estandartes. Ello provocó una enorme irritación, porque los judíos lo interpretaron como un ataque frontal contra la prohibición de imágenes grabadas. En Cesarea, residencia habitual del procurador, estalló un motín de toda la población judía, que no cesó hasta tanto que Pilato no dio orden de retirar los estandartes de la ciudad»72. Otra vez soliviantó a los judíos por costear una nueva conducción de agua para Jerusalén con el dinero del tesoro del templo, del korban, que se consideraba como dinero «sagrado». Cuando las protestas alcanzaron caracteres de manifestación, hizo intervenir a sus soldados con garrotes contra la multitud; en el pánico general murieron muchas personas73. Las repetidas provocaciones, unidas por lo general al empleo injustificado de la fuerza, acabaron por motivar su deposición el año 36 por orden del procónsul de Siria, Vitelio, que le mandó presentarse en Roma para responder de su gobierno ante el César; pero antes de que Pilato alcanzase la capital, murió Tiberio74. A partir de ahí carecemos de noticias seguras sobre el procurador. «La leyenda cristiana hace terminar a Pilato suicidándose o siendo ajusticiado por el César en castigo de su proceder contra Cristo» 75.

Por lo que respecta a la significación de Pilato en el proceso de Jesús, conviene distinguir exactamente entre el papel que de hecho desempeñó y el que representa en la narración de los evangelios. Como la instancia suprema, única que entonces tenía poder para aplicar la pena capital, a Pilato le correspondió la responsabilidad última y la facultad decisoria. El fue quien dictó la sentencia de muerte contra Jesús; de conformidad con ello, la ejecución de Jesús se llevó a término mediante la muerte de cruz, al modo romano. Pero ciertamente que Pilato no fue el único responsable. Según los evangelios, que aquí están perfectamente en lo cierto, la iniciativa del prendimiento y supresión de Jesús partió de los sumos sacerdotes y de sus secuaces saduceos. No hay prueba alguna de que Pilato actuase por su cuenta y propósito contra Jesús; las hipótesis en tal sentido resultan muy rebuscadas. Aunque se atribuyan a Pilato «ejecuciones sin proceso judicial», ciertamente que todo ello hay que tomarlo con limitaciones

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y cum grano salis. El funcionario romano tenía idea clara de sus competencias. En el proceso de Jesús aparece Pilato esforzándose, dentro de ciertos limites, por establecer un procedimiento recto; los límites se sitúan allí donde para él personalmente podían surgir mayores dificultades. Un compromiso decidido en favor de la causa justa no se encuentra en él. Y aun cuando no fuera amigo especial de los judíos, bien podía, por motivos políticos, dar a la jerarquía judía una satisfacción, aunque sólo fuese por una vez, sobre todo cuando a él nada le costaba. Vistas así las cosas se comprende su posición, y muy particularmente sus titubeos.

En la imagen de Pilato que trazan los Evangelios puede desde luego observarse la tendencia de inculpar a la parte judía más que al procurador romano; y esto sobre todo en Lucas, aunque también en Juan. Aquí pueden haber jugado su baza las razones apologéticas. Como quiera que sea, los evangelistas no han intentado ninguna rehabilitación. Mantienen siempre que Pilato no ha otorgado a Jesús su derecho, sino que, por el contrario, dictó contra él sentencia de muerte o permitió que se llevase a cabo.

a) Primer interrogatorio ante Pilato (Jn/18/28-38)

28 Desde casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era muy de mañana. Y ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse, y así poder comer la pascua. 23 Por eso Pilato salió afuera hacia ellos, y les dijo: «¿Qué acusación traéis contra este hombre2» 30 Le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado.» 31 Pilato les contestó: «Tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.» Los judíos le dijeron: «Es que nosotros no estamos autorizados para dar muerte a nadie." 32 Así se cumpliría la palabra que Jesús había dicho indicando de qué género de muerte iba a morir. 33 Entró, pues, Pilato nuevamente en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: «¿Tú eres el rey de los judíos?» 34 Jesús le respondió: «¿Eso lo dices tú por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» 35 Pilato replicó:

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«¿Acaso soy yo judío? Tu gente, los sumos sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué es lo que hiciste?» 36 Respondió Jesús: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera yo entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.» 37 Entonces le dijo Pilato: «¿Conque tú eres rey?» Respondió Jesús: «Tú lo dices. Yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.» 38 Pilato le dice: «¿Y qué es la verdad?»

Los judíos conducen a Jesús desde Caifás a la casa oficial de Pilato, el pretorio (cf. también Mt 27,27; Mt 15, 16). Muchos identifican el pretorio con el palacio de Herodes en el muro occidental de la ciudad, junto a la actual puerta de Jaffa. Pero habría que pensar más bien en la fortaleza Antonia, al noroeste de la explanada del templo. A este respecto dice Josefo: «La fortaleza Antonia estaba en el ángulo formado por dos pórticos del primer atrio, el occidental y el del lado norte; estaba construida sobre una roca de 50 codos de elevación, que caía por todas partes a pico. Constituía una obra del rey Herodes, con la que dio una muestra singularmente clara de su orgullo innato». Llamada en su origen Baris (fortaleza), Herodes le había puesto el nombre de Antonia, en honor del famoso triunviro y amante de Cleopatra, vencido por Augusto. «En el punto en que la torre Antonia confinaba con las columnas de la explanada del templo había unas escaleras por las que descendían los cuerpos de guardia hasta ambos pórticos. Pues, en la fortaleza había siempre una cohorte romana, cuyos soldados se distribuían los días festivos con todo su armamento por los pórticos, sin perder de vista al pueblo, a fin de evitar que estallase cualquier motín. Si el templo venía a ser una fortaleza que dominaba la ciudad, la Antonia era algo así como la ciudadela del templo, y las tropas apostadas allí vigilaban los tres espacios; la ciudad alta tenía en el palacio de Herodes su propia ciudadela».

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El procurador romano, que permanecía en Jerusalén sobre todo durante las principales fiestas judías, tenía probablemente su residencia en la fortaleza Antonia, porque desde allí podía abarcar con la vista y dominar a la perfección todo el recinto del templo. Con el pretorio se indica el lugar de la acción judicial. En Juan el proceso de Jesús entra desde ahora en el estadio de una relevancia pública y jurídica (v. 28a).

En el v. 28b sigue un breve dato cronológico: «Era muy de mañana», que recuerda el «Era ya de noche» de Jn 13,30. La indicación tiene también aquí, como habitualmente en Juan, un significado más profundo. Alumbra el día de la ejecución de Jesús, el día en que iban a sacrificarse los corderos de la pascua y el verdadero Cordero pascual, amanecía el día del triunfo y de la consumación.

A primera vista no se nombra todavía a quienes conducen a Jesús hasta Pilato; mas para Juan son «los judíos» los representantes del «mundo» incrédulo. En el fondo ya hacía mucho tiempo que habían tomado su decisión contra Jesús; para ellos se trataba por encima de todo de eliminarle, aunque sirviéndose de la justicia romana para llevar a término sus deseos. No sospechan ciertamente que con ese proceder se verán cogidos una vez más y trágicamente por Jesús y por su propia decisión. Se quitarán la careta y tendrán que llevar hasta el final la treta que han urgido. Los judíos no entran personalmente en el pretorio para no «contaminarse», pues quieren, desde luego, comer por la tarde el cordero pascual, por lo que no deben estar ritualmente impuros. «Pues, los leprosos, las mujeres que se encuentran con el flujo en la purificación mensual, así como cualquier otro tipo de impuros no podían participar de esa ofrenda, como ni tampoco los no judíos que habían acudido al culto divino». «Con lo que está claro que para Juan todavía no se había celebrado el banquete pascual.» Según Juan, la muerte de Jesús ocurre el 14 de Nisán, víspera de la gran fiesta de pascua, y desde luego al tiempo que se sacrificaban los corderos para la festividad en el templo; para él Jesús es el verdadero cordero pascual, idea que desempeña un papel latente hasta en la

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disposición del proceso: «El mundo que entrega Jesús a Pilato es un mundo que sigue su propia ley. Lo cual vale precisamente por lo que al cordero pascual respecta... No conocen al verdadero cordero pascual quienes tanto se preocupan de su tipo y símbolo».

Al mismo tiempo los judíos precisan así su posición: permanecen fuera. Sólo Jesús es introducido en el pretorio, aunque no se dice si inmediatamente o sólo más tarde. En la exposición joánica la determinación espacial del lugar tiene asimismo un significado profundo. Y así a los gritos del populacho judío, que está fuera, se contrapone el soberano y sereno discurso de revelación de Jesús en el interior. Mas también se determina el lugar de Pilato mediante el juego de las salidas y entradas; el lugar cambiante define en cualquier caso la actitud del procurador. Con ello quedan claramente descritas las posiciones de salida; la escena está dispuesta y la acción puede ya empezar.

Pilato sale y formula en seguida la única pregunta apremiante desde el punto de vista jurídico: ¿Qué acusación traéis contra este hombre? (v. 29). Por el momento se mantiene en el terreno objetivo y jurídico. La pregunta permite llegar al meollo de la cuestión, y bien pronto se echa de ver lo que late en ella. Al mismo tiempo proporciona el hilo conductor; la pregunta acerca del fundamento de la acusación y la imposibilidad de poner sobre el tapete un motivo convincente, en el sentido de un hecho criminal, contra Jesús, condicionan el desarrollo de la acción. Que Pilato con su pregunta ha planteado el asunto correctamente, lo indica la respuesta de los acusadores «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado» (v. 30). En lugar de una acusación probatoria sigue una afirmación imprecisa: Este es un malhechor. El juicio del mundo sobre Jesús es firme; ya está pronunciado. Simultáneamente, la primera respuesta muestra que no hay nada consistente que se pueda presentar en contra de Jesús. Con ello, resuena por vez primera el motivo de la inculpabilidad (cf. ya en 8,46: «¿Quién de vosotros puede dejarme convicto de pecado?»). Jesús es «el sin culpa», el

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justo, el que sin motivo es condenado a muerte y ejecutado; el relato joánico lo subrayará una y otra vez. Con ello el proceso adquiere desde el principio una cierta flotación, y todo está por completo en el aire. Según Juan, el odio es gratuito (cf. 15,21-25), es el móvil que empuja a los acusadores; a lo largo del proceso se descubrirá en toda su negrura.

Con semejante afirmación acusatoria, Pilato no puede abrir la causa. Como el asunto es oscuro Pilato quiere devolver al acusado a los judíos: «Tomadlo vosotros, y juzgadlo según vuestra ley» (v. 31a). Esto motiva, según Juan, la confesión dolida de los judíos de que su jurisdicción es limitada. Podían instituir procesos según la ley judía, podían incluso emitir sentencias y ejecutarlas, pero no tratándose de procesos capitales. El giro «según vuestra ley» tiene, como luego se verá, un sentido doble, pues justamente esa ley será la que determine la muerte de Jesús. Que Pilato está en la verdadera pista se echará de ver sólo más tarde (19,7). Por lo demás, y sin él saberlo, justamente con esa pregunta Pilato va a provocar la muerte de Jesús; ahí está la paradoja íntima del asunto. Evidentemente quiere desembarazarse así de la causa; pero «muy pronto se pone de manifiesto que en esta causa y en esta situación... no hay escapatoria y es preciso decidir». Los judíos ignoran la alusión a la ley, para volver más tarde a la misma y con mayor vehemencia. Ahora, sin embargo, no pueden decirlo y han de ocultar su propósito: «Es que nosotros no estamos autorizados para dar muerte a nadie» (v.31b). En realidad lo que quieren es la muerte de Jesús, y sólo con esa intención llevan a Jesús ante el tribunal romano. La resolución previa con que acuden a Pilato es la resolución de matar a Jesús (cf. 11,47-53).

La perícopa se cierra con la referencia de que se verificaba una palabra de Jesús: «Así se cumpliría la palabra que Jesús había dicho indicando de qué género de muerte iba a morir» (v. 32). La referencia afirma desde luego varias cosas: recuerda las sentencias de Jesús acerca de la exaltación del Hijo del hombre (3,14; 8,28; 12,32.34). Ha llegado la hora de la exaltación, es decir de la crucifixión y

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de la glorificación conjuntamente. En esa duplicidad de sentido descansa el carácter simbólico mencionado aquí. Hay además una prueba de que Jesús sabía de antemano lo que ahora le está ocurriendo. No le sobreviene como un destino ciego, sino como el destino que le ha sido señalado por el Padre. Y es, por ende, también una alusión a la libre voluntad de Jesús (cf. 10,18).

El procurador deja ahora a los judíos y vuelve al interior del pretorio; se hace traer a Jesús y se dirige a él abiertamente con esta pregunta: «¿Tú eres el rey de los judíos?» (v. 33). Aparece así la palabra que en adelante va a constituir el epicentro del enfrentamiento. La pregunta aparece con el mismo temor literal en los cuatro evangelios (cf. Mc 15,2; Mt 27,11; Lc 23,2); e idéntica es también por ello la respuesta de Jesús: «Tú lo dices» (ibid.; Jn 18,37). En el cuarto evangelio, entre la pregunta (v. 33) y la respuesta (v. 37b), es decir entre los elementos que tiene en común con los sinópticos, se introduce una intersección amplia (v. 34-36), al igual que en la conclusión del v. 37 encontramos una ampliación y exégesis de la respuesta. Los versículos 34-36.37b-c, están redactados por completa según el estilo del discurso joánico de revelación, y se deben sin duda al propio evangelista, que reinterpreta la realeza de Jesús. Juan ha tomado, pues, de la tradición la expresión «rey de los judíos», pero desarrollando su contenido y significado de acuerdo con su manera peculiar de ver las cosas. Como indica la pregunta, Pilato recoge la acusación de los judíos (cf. también v. 34-35). Supone que se ha formulado contra Jesús el cargo de «rey de los judíos» o pretendiente mesiánico.

En la exposición joánica, el título «rey de los judíos» pasa a ser el núcleo consistente y decisivo de la acción, en torno al cual gira todo; se convierte, por lo mismo, en el principio configurador y formal del acto del proceso hasta en la propia crucifixión. En el contexto y forma con que el título aparece, se refleja al mismo tiempo la ambivalencia de la situación. Ahí se entrecruzan distintos planos, pues es evidente que los judíos entienden la designación «rey de los judíos» de manera diferente a como la entiende Pilato,

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en tanto que unos y otro difieren por completo de la idea de Jesús. Se plantea así la cuestión del concepto de mesías y de su interpretación. En el sentido que implica la acusación se sobreentiende la idea política de mesías. La nueva interpretación, que Jesús propone en Juan para el concepto mesiánico, supone ciertamente la confesión de fe cristiana de que Jesús es el Mesías prometido por Dios.

En el Nuevo Testamento, y especialmente en los evangelios, el problema mesiánico logra un cierto desarrollo de cara a Jesús, y de cara también a los supuestos veterotestamentarios y judíos. Ahora bien, desde la época del Nuevo Testamento hasta el día de hoy, «Mesías» es el auténtico título cristológico entre los cristianos. Y es que khristos (derivado de khrio=ungir) no representa más que la traducción del hebreo mashiah, el ungido. A esto se suma que ya muy pronto, en el primitivo cristianismo helenístico, la significación titular de khristos va debilitándose cada vez más, de modo que ese título o sobrenombre muy pronto llega a fundirse con el nombre propio de Jesús hasta formar una unidad: Iesus Christus o bien -lo que es más frecuente en Pablo- Christus Iesus.

La designación «el ungido (de Yahveh)» tiene su origen en el ritual de la unción con aceite, que se practicaba sobre todo en Jerusalén con los reyes davídicos al momento de su entronización. «La unción regia es parte de una amplia acción entronizadora, en lo que se ocultaba probablemente todo un ritual con acciones diferentes». De ahí la designación «el ungido de Yahveh» como una expresión establecida para referirse al rey davídico de Judá. E1 Antiguo Testamento conoce además la unción de los sumos sacerdotes, de los sacerdotes, de los promovidos de ministerio profético y hasta de las cosas insensibles. De cara a la legitimación religiosa de la dinastía davídica tiene una parte importante el vaticinio del profeta Natán, en que el profeta habla a David: «Y cuando se cumplan tus días y vayas a descansar con tus padres, yo suscitaré, después de ti, tu linaje salido de tus entrañas y consolidaré su reino. El edificará una casa a mi nombre, y yo afirmaré el trono de su reino para siempre. Yo seré para él padre, y él será mi

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hijo; de suerte que, si delinquiere, lo castigaré con vara de hombres y con azotes humanos, pero no se apartará de él mi benevolencia, como la aparté de Saúl, a quien arrojé de mi presencia. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono quedará consolidado para siempre» (/2S/07/12-16). Con ello la realeza divídica quedaba sancionada religiosamente como dinastía duradera por los siglos. Con la realeza se vinculó también la designación «hijo de Dios» en el sentido de una adopción jurídica (cf. Sal 2,7; 72; 110; también Sal 89).

El desarrollo del concepto mesiánico enlaza estrechamente con la historia de la realeza davídica de Judá; en ella hay dos elementos que han jugado un papel importante. Primero, la circunstancia de que según la concepción de los profetas, los reyes de Judá no hicieron honor a su misión ético-religiosa: ello exacerbó el anhelo por la llegada de un «un nuevo retoño davídico» que llevará a cabo efectivamente esa misión (cf. por ejemplo, Is 9,1-6; 11,1-16). A esto se sumó, en segundo lugar, el final de la realeza davídica con la destrucción de Jerusalén el año 587 a.C.; con ello enlaza en el curso de la restauración postexílica la esperanza de que pudiera llegarse a un restablecimiento de la realeza davídica.

En el marco de tales esperanzas el concepto mesiánico adquiere el matiz escatológico apocalíptico, que reviste en tiempo de Jesús. La persecución religiosa, la opresión política y más tarde el encumbramiento de los Asmoneos en el siglo II precristiano hicieron que se llegase a una escalada regular de esperanza y empresas mesiánicas. Con todo ello se trata también del restablecimiento nacional y político del reino judío, y siempre desde luego siguiendo lo más de cerca posible el antiguo modelo del gobierno davídico. Ese elemento nacional y político no falta en ningún pasaje en que las fuentes judías hablan del «Mesías» o del «hijo de David», aun cuando las representaciones concretas difieran entre sí. La comunidad esenia de Qumrán conoce, por ejemplo, dos figuras de Mesías, «los mesías de Aarón y de Israel», un «mesías sumo sacerdote» y otro «mesías real y davídico».

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Para amplios círculos del pueblo judío, sobre todo para los fariseos, esa concepción del Mesías era ciertamente típica, como lo vemos en los Salmos 17 y 18 de los llamados Salmos de Salomón, probablemente una colección de himnos farisaicos del siglo I antes de Cristo. Allí se dice, por ejemplo: «Míralo, Señor, / y suscita entre ellos a su rey, / el hijo de David, en el momento que conoces tú ¡oh Dios!, / ¡que Israel, tu siervo, le sirva! ¡Cíñele de fuerza para quebrantar a los príncipes injustos! / Purifica a Jerusalén de los gentiles que la pisotean y destruyen. / En sabiduría y justicia expulse él de tu heredad los pecadores, / rompa el orgullo del pecador como un vaso de arcilla. / ¡Rompa con vara de hierro todo el ser de ellos, /aniquile con la palabra de su boca a los gentiles impíos! ¡Que ante su amenaza huyan de él los gentiles! / ¡Que la mente de su corazón sea convicta de pecado! / Reúna entonces un pueblo santo, al que rija con justicia, / y juzgue a las tribus del pueblo consagrado de corazón a su Dios» (SalSalom 17,23-28). Después el «Mesías» pronto tuvo una «tarea nacional, política y religiosa». A lo cual se sumaban las acciones político-militares de los zelotas, seguidores del movimiento libertario, que a su vez estaba sostenido por esperanzas mesiánicas.

Si nos preguntamos por la postura de Jesús frente al mesianismo de su época, los evangelistas nos permiten conocer de modo inequívoco que Jesús se distanció a todas luces de ese mesianismo. Hasta un estudioso más bien conservador como O. Cullmann llega a este juicio: «El gran éxito de la designación Mesías-Cristo es tanto más digno de notarse cuanto que, como hemos comprobado, Jesús siempre manifestó una peculiar actividad contraria a que se designara así su misión y su persona, aunque por lo demás sin rechazarla abiertamente. Podría sonar casi como una ironía el que justamente el título de mesías, griego khristos, haya quedado unido para siempre al nombre de Jesús. Más aún, la designación de Mesías ha dado incluso nombre a la nueva fe».

Aunque hoy vuelva a estar de moda el ver a Jesús de Nazaret «en medio del campo patriota de la resistencia

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judía» o se le declare como un «político de salvación sionista» 85, es necesario atenerse a los testimonios del Nuevo Testamento, que siempre establecen la clara distancia de Jesús frente al mesianismo político de sus días. De hecho a Jesús se le convirtió en Mesías por la falsa interpretación política de su persona y de su obra. Vistas así las cosas, el proceso de Jesús ante Pilato representa el punto de apoyo decisivo para el concepto de Mesías referido a Jesús. En ese contexto -acusación de Jesús como «rey de los judíos» y su ejecución motivada por ese cargo- tiene su origen histórico la mesianidad de Jesús.

A ello se agrega la fe en la resurrección de Jesús. Esa fe puso en manos de la Iglesia primitiva la posibilidad de interpretar el hecho de que Dios levantase a Jesús como su exaltación y su entronización para rey mesiánico del tiempo final, revestido de la gloria divina, si bien esa gloria estaba oculta a los ojos del mundo. Así se dice como conclusión a la predicación pentecostal de Pedro, en los Hechos de los apóstoles: «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,36). Aquí se trasluce todavía la concepción más antigua: por medio de su intervención poderosa Dios, con la acción pascual, «ha hecho Señor y Mesías a este Jesús». El Mesías y Cristo no es el Jesús histórico, sino el Jesús elevado al cielo. A esto responde la antigua fórmula de fe, que Pablo cita (Rom 1,3s) y que distingue dos estadios: «Acerca de su Hijo, (a) nacido del linaje de David según la carne (= en cuanto a su origen humano), (b) constituido Hijo de Dios con poder (= con la soberanía mesiánica), según el espíritu santificador, a partir de la resurrección de entre los muertos.» Está claro, según esto, que la mesianidad plena sólo compete al Resucitado, al exaltado. Que el crucificado Jesús de Nazaret sea el Mesías prometido por Dios es una confesión de fe, en la que late un choque permanente y que sin duda no hay que limitar objetivamente, para una pura inteligencia humano-histórica.

Ahora bien, los evangelistas han retroproyectado de una manera precisa la fe en la mesianidad de Jesús al tiempo

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del Jesús terrestre, aunque preservando desde luego el «secreto mesiánico». Se han guardado siempre de poner en boca de Jesús el título de Mesías y ello porque hubiera estado de hecho en contradicción con la verdad histórica. Jesús nunca se designó a sí mismo como Mesías. No podía tampoco apropiarse ese título. Caso de habérselo aplicado, tendría que haberle dado una significación radicalmente distinta. Y eso es lo que atestigua el texto que sigue.

En la pregunta introductoria de Pilato (¿Tú eres el rey de los judíos?» late, pues, toda la complejidad del mesianismo político. Tal como Pilato la formula, incluye, de hecho, todos los equívocos imaginables. A tal pregunta no se podía responder con un simple sí o no. Jesús no podía entrar sin más en las concepciones anejas al concepto de Pilato; de ahí la contrapregunta: «¿Eso lo dices tú por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» (v. 34). Sólo empezando por aclarar este punto, quedaba espacio libre para la respuesta correcta.

Mediante la réplica de Jesús señala el evangelista quién es en realidad el que dirige aquí la acción. También Pilato responde con una contrapregunta: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente, los pontífices, te han entregado a mí. ¿Qué es lo que hiciste?» (v. 35). Personalmente Pilato no es judío; tampoco ha llegado por sí mismo a esa acusación, y sobre todo no ha partido de él la iniciativa para entablar esta acción judicial.

Tampoco a Pilato parece suficiente la acusación por sí sola. El título «rey de los judíos» no basta para la condena. De ahí la pregunta: «¿Qué es lo que hiciste?» Pilato no quiere depender de una pura fórmula, sino que busca un hecho jurídico palpable. En la prosecución de esa última pregunta debe llegar al convencimiento de la inocencia de Jesús.

Ahora puede Jesús exponer su interpretación personal de los conceptos de rey y realeza. Sus palabras conservan el estilo del «discurso joánico de revelación» al tiempo que constituyen una especie de solemne proclamación de su realeza. Esta proclama representa el cenit interno del

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proceso. Ocurre con toda claridad en una hora en que Jesús sabe que su carrera terrenal va a terminar sobre la cruz. Desde esa hora y con tal perspectiva ante los ojos ya no son de temer las malas interpretaciones. Es aquí donde encuentra su solución el problema del secreto mesiánico.

La palabra de Jesús como discurso de revelación tiene carácter y forma de un testimonio. No se trata de un reconocimiento, sino de una confesión, que objetivamente no se puede seguir analizando. Esto conduce de necesidad a un enfrentamiento fundamental con la persona de Jesús y con las exigencias que plantea. El testimonio propiamente dicho se divide en dos partes, separadas entre sí por una pregunta incidental de Pilato.

«Mi reino (o mi realeza) no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera ya entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (v. 36). Jesús hace aquí hincapié en «mi reino» (griego: basileia). Este es un lenguaje pospascual, pues el Jesús terreno sólo había hablado del reino de Dios, del reino y realeza de Dios. Sólo la fe en la exaltación de Jesús a Mesías desembocó además en la idea de la realeza de Jesús. Como Mesías rey, Jesús participa de la realeza de Dios; encontramos también aquí la contemplación conjunta -típica de Juan- del Jesús terrenal y del exaltado. El concepto de la basileia de Jesús, realeza o reino, se entiende también aquí de modo escatológico; como la realidad escatológica que hace valer sus exigencias en el presente de Jesús. Pertenece de modo singular a la esencia de esa realeza o reino el «no ser de este mundo». Su origen no descansa en un ordenamiento de poder humano-político; más bien radica por completo en el campo divino. Las categorías y prácticas, que eran habituales en el terreno del poder político humano, fracasan totalmente frente a este reino de Jesús.

Esta diferencia esencial se hace patente mediante un rasgo concreto, que incluso puede comprender el romano familiarizado con las realidades del poder político: el reino de Jesús no se impone con los recursos mundanos ni puede

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sostenerse con los mismos. El rey de ese reino no tiene soldados que luchen por él con sus armas. En la naturaleza de ese reino entra la negación de cualquier violencia en el plano humano-terrestre. Esa es la idea fundamental; que, por lo demás, responde a la doctrina de la no violencia y del amor a los enemigos que había defendido el Jesús histórico (cf. Mt 5,38-48). La renuncia de Jesús a la violencia -cosa que Juan ha visto claramente- coincide con la índole profunda de su predicación. El reino de Dios, como Jesús lo ha proclamado, es el reinado liberador y salvífico del amor, en oposición radical a todo empleo de la violencia, especialmente en sentido físico. Por ello tampoco puede imponerse ni defenderse con medios violentos. Cualquier conexión con la violencia y el poder terreno compromete la predicación y el querer de Jesús.

Así y todo, ese reino penetra en la esfera terrena; cierto que no es «de este mundo», pero «en este mundo» se encuentra y en él proclama sus exigencias. La relación paradójica entre esa pretensión de soberanía y la posición totalmente inerme de Jesús salta a la vista. Un político del poder, que sólo piensa con las categorías de unas relaciones políticas y militares, no puede más que burlarse de todo esto; Jesús debe antojársele un «pobre diablo», cuando no un idiota inofensivo.

Aun así, está la curiosa observación de que los políticos con el poder en sus manos -según se demostró bien a las claras durante el período nazi- en ocasiones temen más el «poder» impalpable e indefenso del convencimiento interior que el poder de las legiones y divisiones militares. La libertad de pensamiento y de expresión les parece mucho más peligrosa. La «fuerza del espíritu» no es, de seguro, una expresión vacía. Cuando no se trata tan sólo de bellas palabras, sino del supremo compromiso personal, que aparece dispuesto a sacrificarse y hasta a morir por una idea, esa otra fuerza, totalmente distinta del poder terreno puede ponerle en el mayor aprieto e inseguridad.

Se interpretaría falsamente, por tanto, la sentencia joánica de querer entender el «mi reino no es de este mundo»

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como si Jesús pretendiera describir con ella una realidad puramente apolítica. Es justo el carácter no mundano de ese reino, por el que afecta a toda la esfera política en su misma raíz y la pone en tela de juicio. Desde ese punto de mira el poder político con todas sus posibilidades no representa ninguna instancia suprema ni ninguna explicación última; ante esa realidad se pone asimismo de manifiesto la profunda impotencia del poder eclesiástico- político. Con ello, el proceso ante Pilato, según Juan lo describe, introduce también la discusión con el poder político, tal como se manifiesta en las organizaciones estatales. Concretamente se trata del Estado romano. Con ese Estado hubo de vérselas entonces Jesús.

En el poder político entra, desde siempre, el problema de su justificación, de su legitimación y de su fundamento y explicación metafísicos. Entra asimismo la tendencia a darse un carácter absoluto, a elevar el Estado y la fuerza estatal a la suprema y absoluta instancia que puede contar para los hombres. Las pretensiones totalitarias del poder político se manifestaron al tiempo de Jesús en la organización del imperio romano, así como en el culto imperial y en el culto de la diosa Roma; en los tiempos modernos lo hemos visto en el dominio del terror impuesto por el régimen nazi. La expresión última de esa pretensión totalitaria es el poder sobre la vida y la muerte, el ius gladii, y con ello el miedo y el terror como resortes del dominio. La sentencia de Jesús: «Mi reino no es de este mundo», priva literalmente de cualquier apoyo al poder político entendido en esos términos. El «no ser de este mundo» expresa, pues, de una cierta forma negativa la referencia a Dios y su reino, las relaciones humano-divinas, la referencia a un ámbito en el que ya no puede disponer el Estado con su poder ni la fuerza humana en general. La idea literalmente es ésta: No hay en absoluto medio alguno para poder disponer de ese reino, la disponibilidad humana no encaja con su naturaleza. Ese reino es el reino de la libertad absoluta y genuina, en que la indisponibilidad de Dios manifiesta a su vez y garantiza la suprema indisponibilidad y libertad del hombre. De donde se sigue que la realeza de Dios es el verdadero, radical, noble y

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único fundamento de la libertad frente y contra el dominio del hombre por el hombre. En la sentencia: «Mi reino no es de este mundo» -aunque pueda no ser «histórica»- habría visto Juan agudamente un aspecto fundamental del compromiso de Jesús.

Por las palabras de Jesús Pilato ha debido entender que, en efecto, era rey y que, por ende, enarbolaba una peculiar pretensión regia de soberanía. Quién habla de «mi reino», aunque tal reino no sea «de este mundo», debe ser rey de alguna manera. De ahí la pregunta: «¿Conque tú eres rey?» A lo que contesta Jesús: «Tú lo dices. Yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (v. 37). Y Pilato replica: «¿Y qué es la verdad?» (v. 38a).

El modo de preguntar de Pilato «¿Conque tú eres rey?» subraya una vez más lo infrecuente que semeJante pretensión en un preso indefenso y en tales circunstancias. La respuesta de Jesús tiene resonancias confirmatorias: Efectivamente, sí, soy rey. Mas ese concepto vuelve a experimentar con la interpretación subsiguiente un tal cambio de significado que evidentemente Pilato no logra entenderlo. Cierto que semejante interpretación no era ajena por completo al trasfondo histórico cultural de la época. Ya Platón había planteado la conveniencia de que los filósofos deberían ser reyes, o los reyes filósofos; idea que también los estoicos se habían apropiado y defendido. Desde ahí se podía entender perfectamente la idea de un «reino de la verdad». Juan enlaza esa idea -de ahí está la novedad- con el concepto de Mesías y, a través de éste, con la persona de Jesús. Jesús es de hecho el rey, escatológico, y del modo en que ahora lo afirma de sí mismo. Describe ese reino como el contenido y fin de su nacimiento y venida: su destino es ser testigo de la verdad.

Con ello se pronuncia Jesús sobre el sentido y meta de su misión, más aún, de toda su existencia. En el lenguaje joánico el giro «para ser testigo de la verdad», expresa el hecho y modo de la revelación. Jesús es el testigo de la

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realidad divina -indicada aquí mediante el vocablo «verdad»-, el revelador de Dios al mundo. Su palabra y testimonio pregona las exigencias de Dios al hombre. Jesús es «rey» en cuanto revelador, pues vive por completo de la verdad y la comunica. En su encuentro con él, el hombre experimenta la realidad divina como el amor que libera y salva.

Pero ¿quién pertenece a su reino? «¿Quién es de la verdad?... Por posibilidad y destino lo son todos los hombres. En realidad, sin embargo, lo son quienes reconocen y admiten su nuevo origen: Jesús y su verdad». Si alguien pertenece a quienes «son de la verdad», se decide por ella en el encuentro con la revelación y su testigo. La verdad en este último sentido no es simplemente algo que el hombre tenga a su disposición, aunque esté abierto a la luz de la verdad; la cuestión del sentido pertenece a su ser humano. Pero en Jesús puede salir al encuentro de esa verdad, puede decidirse por esa verdad. Con ello el concepto de reino adquiere un sentido nuevo. Viene tomado de la esfera del poder político y trasplantado a un ámbito espiritual.

Jesús, pues, ha dado testimonio de su reino y de sí mismo como rey. Al propio tiempo ese testimonio ha puesto en claro de qué entiende el presente proceso judicial, a saber: de la pretensión de Jesús de que es rey como testigo de la verdad. Queda manifiesto, por tanto, el núcleo íntimo del proceso: es ni más ni menos que el proceso del cosmos contra la revelación. El mundo entabla proceso al testigo de la realidad divina.

La pretensión del testigo de la verdad se endereza también al representante del Estado, al procurador romano Poncio Pilato. También a él se le plantea el tener que decidir y decidirse por el hecho de haberse encontrado casualmente con Jesús. Sólo puede conducir el proceso hasta el final de una manera objetiva y justa, si está dispuesto a desempeñar su papel como un juez reflexivo, neutral y tolerante que ha de tomar una postura en el caso Jesús y afrontar la exigencia religiosa de la «verdad». Si se desvía

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ahora de esa línea, el proceso quedará ya resuelto en principio de un modo negativo.

Sigue la famosa pregunta «¿Qué es la verdad?», pregunta que ha sido expuesta de manera muy distinta. ¿Se comporta Pilato como un escéptico y como un representante típico de la razón de Estado romano, que no se preocupa del problema de la verdad? Hay que preguntarse qué es lo que realmente significa esa pregunta. Y significa, en primer término, que Pilato no tiene conocimiento alguno acerca de la verdad; y segundo que se escabulle a la exigencia de la verdad, y en general del problema de la misma, al tiempo que demora su decisión. Se refugia en el campo de la indecisión. Ahora bien esa actitud indecisa designa justamente el «lugar» existencial, que el procurador Pilato ocupa en la exposición joánica. Esa actitud es la que paso a paso le irá convirtiendo en el instrumento manejable de los «judíos»87. En ese punto se decide ya el desenlace del proceso. (_MENSAJE/04-3.Págs. 35-87) ............... 42. Cf. Mc 14,32-42.43-52 par Mt 26, 6,36-46.47-56; Lc 22, 39-46.47-53. 44. Josefo, Bell III, 67. 45. J. Jeremías. 47. Ireneo de Lyón, Adv haer. I 26. 48. Cf. /Mc/14/47; /Mt/26/51-54; /Lc/22/50s. 50. JOSEFO, Bell II, 117 54. Cf. 2-14.15; 5,14; 7,14.28; 8,20.59; 10,23. 55. JO5EFO, Bell. Vl, 303. 61. Cf. Lc 3,1.19; 8,3; 9,7.9; 13,31; 23,7.8.11.12.15; Hch 4,27. 63. El v. 17 que falta en los manuscritos importantes, debió por ello agregarse posteriormente. 72. JOSEFO, Bell. Il. 169-174; Ant. XVIlI, 55-59. 73. JOSEFO, Bell. II, 175-177 Ant. XVIII, 60-62. 74. JOSEFO, Ant. XVIII, 88-89 75. SCHURER I, p. 492, nota 151. 87. Que el evangelista entiende la expresión «los judíos» de una manera esquemática y generalizadora como equivalente de la realidad y conducta mundanas, lo subraya el comentario en numerosos pasajes. Advirtámoslo una vez más de modo explicito para evitar el malentendido de que ese giro pudiera significar a los judíos de entonces o al pueblo judío en general. En cada pasaje es necesario pensar el contexto en que aparece esa forma de hablar. A esto se añade la prueba aducida en varios pasajes de que históricamente la culpabilidad principal de la condena de Jesús correspondió al estrato dirigente de los saduceos, que estaba formado por sacerdotes y la alta nobleza.

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EL RELATO DE LA PASIÓN (Jn 18,38b-19,42)

b) Jesús y Barrabás (Jn/18/38b-40)

38 Y después de decir esto, salió de nuevo hacia los judíos y les dice: «Yo no encuentro en él ningún delito. 39 Pero es costumbre vuestra que en la pascua os conceda la libertad de un preso. ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos?» 40 Ellos gritaron nuevamente: «A éste, no, sino a Barrabás.» Este Barrabás era un ladrón.

Si se compara con la exposición sinóptica, esta escena aparece notablemente abreviada en Juan. Pero ese carácter abreviado comporta a su vez una condensación. No se explica cómo pudo llegarse a ese episodio. Simplemente viene motivado por la alusión que se trataba de una costumbre de un uso regular. Por lo demás para la inteligencia joánica es importante que venga introducida por una declaración de inocencia, que hace Pilato: «Yo no encuentro en él ningún delito.» Se llega así a proclamar por segunda vez el propósito de Pilato que desea liberar a Jesús. Finalmente el contraste violento: el rey de los judíos y un asesino. Puede así reconocerse claramente que el motivo conductor de esta escena es el motivo de la inculpabilidad.

Termina el interrogatorio. La pregunta: «¿Qué es lo que hiciste?», no había aportado ningún resultado jurídico palpable. Pilato hubiera debido dejar libre a Jesús incondicionalmente, y hubiera podido hacerlo de haberse mostrado abierto a la pretensión de Jesús. Entre tanto se dirige a los acusadores para comunicarles el resultado: «Yo no encuentro en él delito alguno.» Pero, si es así, ¿por qué Pilato no deja libre a Jesús? Porque ha renunciado a tomar una decisión. Eso explica el que se dirija ahora a los acusadores sometiéndoles la decisión; nada peor hubiera podido hacer en situación semejante. Serán ellos los que podrán decidir lo que ha de hacerse con Jesús. Llega entonces la sorprendente pregunta, formulada por Pilato en tono irónico a todas luces, con la referencia a la costumbre

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de una amnistía pascual: «¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos?» Con ello, el concepto mesiánico vuelve a ocupar el centro del enfrentamiento. Los judíos deben decidir cuál es su postura frente al «rey de los judíos», Jesús, y por ende frente a la idea mesiánica. La reacción a esa propuesta de Pilato es el decidido rechazo a gritos que lanza el cosmos: «¡A éste no, sino a Barrabás!» Con la aclaración lapidaria del evangelista: «Barrabás era un ladrón (o un salteador)», que cierra la escena. El término ladrón (griego: lestes) es una expresión fija de Juan para designar a los miembros del movimiento zelotista. Los romanos consideraban a tales individuos como criminales políticos. Por eso Juan parece querer decir: los «judíos» rechazan al rey mesiánico Jesús y le posponen a un capitán de bandoleros político-mesiánico. El criminal notorio, en el sentido de la acusación, que habría merecido el suplicio de la cruz, queda libre mientras que el testigo inocente de la verdad y Mesías religioso es crucificado89. Es probable que los evangelistas tuvieran ante los ojos las imágenes de la guerra judía y hasta la idea de que quien se resiste al verdadero rey acabará teniendo por rey a un criminal. »

CAPÍTULO 19

c) Flagelación y escarnios de Jesús (Jn/19/01-03)

1 Entonces Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotasen. 2 Luego los soldados le pusieron en la cabeza una corona que habían entretejido con espinas, y lo vistieron con un manto de púrpura; 3 y acercándose a él, le decían: «¡Salve, rey de los judíos!» Y le daban bofetadas.

A diferencia de los sinópticos, Juan ha incorporado esa escena al curso del proceso; quizá porque de ese modo podía obtener una gradación en el relato. El epicentro íntimo y objetivo se halla una vez más en el motivo de la realeza. También el elemento estilístico del cambio de papeles vuelve a emplearse aquí y a renglón seguido. Pilato manda azotar a Jesús, lo que solía ser muy frecuente

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en tales procesos. El sentido de tal medida estaba en que Pilato quiso congraciarse con los enemigos de Jesús hasta un cierto punto, esperando que así podría librar a Jesús de lo peor. Jurídicamente se trata a todas luces de una medida arbitraria, puesto que Pilato está persuadido de la inocencia de Jesús.

En la escena de los escarnios, Juan coincide sobre todo con Marcos (Mc 15,16-19; cf. Mt 17,27-30); no menciona la caña con que golpearon a Jesús. El manto de púrpura hay que entenderlo como un ornato regio, aunque desde luego en un tono de parodia: Jesús es investido y entronizado como rey para recibir la primera pleitesía. A este respecto dice Tomás de Aquino: «Le rindieron un falso honor al llamarle rey; con ello se burlaban de la acusación de los judíos que habían dicho de Jesús que se hacía pasar por rey de los judíos. Y por ello le rindieron un triple honor regio, aunque falso: primero, mediante una corona de burla; segundo, con el ropaje burlesco; tercero, con un saludo sarcástico. Pues entonces existía la costumbre, que aún hoy se conserva, de que quienes se acercaban al rey le saludasen. Le daban golpes para mostrar que no pasaba de ser una burla el que le tributasen tales honores» 90. Se trataba de una imitación pervertida del ritual regio, y aquí más en concreto de la investidura de coronación. Jesús recibe las insignias de su dignidad regia: una corona de espinas y un manto de púrpura y, al final, el primer homenaje de pleitesía: Ave, rex judaeorum! En una palabra: así aparecen la realeza de Jesús y sus pretensiones regias a los ojos del mundo.

d) «Ecce homo» (Jn/19/04-07)

4 Pilato salió de nuevo afuera y dice a los judíos: «Mirad; os lo traigo afuera para que sepáis que no encuentro en él ningún delito.» 5 Salió, pues, Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y les dice Pilato: «¡Aquí tenéis al hombre!» 6 Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, comenzaron a gritar: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Pilato les contesta: «Tomadlo vosotros

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y crucificadlo; porque yo no encuentro delito en él.» 7 Respondiéronle los judíos: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se declaró Hijo de Dios.»

Pilato conduce a Jesús ante la presencia de los judíos (v. 4). Según la exposición joánica resulta claro que, durante la elección entre Jesús y Barrabás, Jesús había permanecido dentro del pretorio. La conducción afuera, que tiene lugar ahora, está en estrecha conexión con la escena precedente: el rey así investido y entronizado comparece ahora ante el pueblo para recibir su primer homenaje, que es la aclamación popular. También esto formaba parte del ritual regio establecido, que Juan utiliza de un modo paradójico y casi hasta macabro. Hay que entender, pues, el lance en el sentido de una praesentatio, o de una epifanía regia conforme a derecho. Es aquí donde la paradoja alcanza su cumbre: nunca jamás tuvo un rey tal presentación ni fue saludado por su pueblo con gritos parecidos.

El acto viene introducido con las palabras del procurador: «Mirad; os lo traigo afuera...», que suscitan una expectación solemne. Proclaman la aparición de Jesús ante la multitud expectante. La finalidad de la comparecencia viene indicada con la segunda declaración de inculpabilidad por parte de Pilato. Sacando afuera a Jesús el procurador quiere mostrar que tiene al acusado por inocente. No tanto se trata de apelar a la compasión de la multitud, cuanto de proclamar la carencia de fundamento, que tiene la acusación. Pero presenta a Jesús- y el evangelista lo subraya intencionadamente- como un rey de burlas, inerme y castigado. En ningún momento de la acción se puede olvidar que aquel, que no era un Mesías político, no deja de ser el verdadero rey Mesías y el testigo de la verdad. Y aquí se llega a un nuevo punto culminante del dramatismo joánico.

El relato pide en este pasaje un acento solemne. E1 testigo de la verdad y legítimo rey de los judíos comparece ante el mundo. Lleva las insignias de un rey. Es «la caricatura de

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un rey» (R. Bultmann), pese a ser el verdadero rey del mundo. La escena tiene el carácter de una epifanía regia. Tampoco se ha olvidado la fórmula de presentación. Pilato presenta al rey con estas palabras: Ecce homo!, «¡Ved aquí al hombre!», que difícilmente pueden traducirse ni interpretarse. ¿Qué quieren decir? Cierto que no simplemente: Aquí tenéis a ese hombre. Hay que partir sin duda de la apariencia externa de Jesús, de la figura lastimosa en que comparece ante las miradas de sus enemigos. Tal vez haya que pensar aquí en Is 53, y sobre todo en 53,2s: «No tenía forma ni belleza para que nos fijáramos en él, ni aspecto para que le apreciáramos; despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, familiarizado con la dolencia, como aquél ante quien se oculta el rostro, despreciado, de modo que no le hicimos caso.» «Y de hecho ese tal hombre es el que afirma ser el rey de la verdad. El ho logos sarx egeneto (= el Verbo se hizo carne) se ha hecho patente en sus consecuencias extremas» (Bultmann).

¿O hay tal vez una reminiscencia del título «Hijo del hombre»? Según la concepción del evangelista la fórmula Ecce homo tiene, sin género de duda, un sentido más profundo, y tal como aquí aparece debe evidentemente superar la fórmula regia. Ahora bien, un título superior al de Mesías sólo podía ser ante todo el título de Hijo del hombre. Y en tal caso habría que considerar también aquí la inversión paradójica: el Hijo del hombre y juez del mundo se identifica plena y totalmente con ese hombre indefenso, que comparece ante la multitud como un rey de escarnio. Entiéndalo quien pueda.

Y así como al rey recién coronado, al comparecer ante su puebla le llegaba la aclamación como un afectuoso saludo, así también aquí (v. 6) el rey es saludado, así también aquí es saludado por su pueblo, ¡pero cómo! «¡Crucifícalo, crucificalo!», gritan espontáneamente los judíos cuando le ven. No sólo están contra ese rey, también ese hombre les irrita; es decir, que demuestran así su inhumanidad. Con ello descubren asimismo cómo reacciona el hombre en

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pecado ante la realidad divina, tal como ésta le sale al encuentro en el hombre Jesús.

Pilato se muestra irritado por la violenta reacción de los judíos (v. 6b). Es evidente que no había contado con semejante oposición por parte de los judíos. Sólo así se explican sus palabras: «Tomadlo vosotros y crucificadlo», pues según 18,31s es evidente que no podía tratarse de una oferta en serio de Pilato a los judíos. Es cosa cierta, además, que Pilato tiene a Jesús por inocente, de ahí que desee evitar su condena. Por ello hay que entender la palabra como una reacción de disgusto: Tomadlo vosotros, y haced con él lo que queráis. La perplejidad y la irritación inducen al procurador a expresarse así.

Simultáneamente enlaza con ello una tercera declaración de inocencia. En 18,31-32 la respuesta de los judíos era aún hipócritamente cauta; pero ahora invocan abiertamente «la ley» (gr.: nomos, v. 7: «Nosotros tenemos una ley...») descubre una actitud que Bach, en su Pasión según san Juan, ha expresado con tal intensidad como para que quien la escucha no pueda ya olvidar lo que es «la ley».

Aflora así al primer plano el trasfondo de la acusación por parte judía. Que los judíos tenían «la ley» es cosa bien sabida para Juan; ellos se refieren a «su» ley (cf. 7, 29; 12,34; 18,28). Sin embargo, para Juan «la ley» pertenece al cosmos, no en principio, sino desde el momento en que alguien se remite a ella para justificar su toma de posición contra el revelador religioso. Y eso es lo que ocurre aquí: los judíos se refieren a la ley para justificar así sus exigencias de que muera Jesús. Y en la lógica de esa ley está el que «Debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios.» La ley impone la muerte al Hijo de Dios. Objetivamente se trata de los castigos contra los blasfemos. De todos modos ese apelar a la ley pone en claro una cosa: la piedad, tal como la entienden los judíos (el cosmos) desde su ley, y la revelación divina de Jesús están en una contradicción suprema. «Hijo de Dios» tiene aquí todo el sentido joánico.

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e) Jesús y Pilato (/Jn/19/08-11)

8 Cuando Pilato oyó estas palabras se alarmó mucho más. 9 Y entrando otra vez en el pretorio, le dice a Jesús: «¿De dónde eres tú»? Pero Jesús no le dio respuesta alguna. 10 Dícele entonces Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y que tengo autoridad para crucificarte?» 11 Respondió Jesús: «Ninguna autoridad tendrías sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti mayor pecado tiene.» 12 Desde entonces Pilato intentaba soltarlo. Pero los judíos continuaron gritando: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey se opone al César.»

El último argumento que esgrimen los judíos descubre por un instante los motivos por los que entablaron su proceso contra Jesús. A los ojos de Juan es el odio contra el revelador e Hijo de Dios, odio que justifican con la norma tradicional de vida, «la ley». Según Gál 3,13 (cf. 3,7-14), también Pablo es del parecer de que la muerte de Jesús en cruz la provocó en último término «la ley»; de tal modo que las instancias humanas actuaron en realidad de acuerdo con ese ordenamiento cuando entregaron a Jesús a la muerte. La reflexión está sin duda justificada, todo ordenamiento legal, que como tal adquiere carácter absoluto conduce irremediablemente a crueldades e injusticias, como lo enseña el conocido proverbio Summum ius, summa injuria («el derecho supremo es la suprema injusticia»). Cierto que en Juan ha de tenerse en cuenta que la oposición de la fe cristiana y la observancia religiosa de la ley es ya un hecho consumado.

En cualquier caso no es necesario suponer que nuestro autor haya «falseado» la historia. Si los saduceos, y a su cabeza los sumos sacerdotes, han sido las fuerzas impulsoras, no es menos cierto que se apoyaban en su interpretación rigurosa de la ley. El propio Josefo habla de la dureza de la jurisprudencia saducea. Invocan por consiguiente la ley dada por Dios para hacer que ajusticien

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al testigo humano de Dios. Esta alternativa de legalidad, por una parte, y humanidad, por otra, es típica, y se ha repetido en el curso de la historia. Cuando uno se apoya en Jesús, debería saber qué actitud debe adoptar en tales casos.

El argumento de la jerarquía no dejó de impresionar a Pilato, que «se alarmó mucho más» (v. 8). Esta es una nueva luz sobre la conducta del procurador; hasta ahora ya estaba condicionado por el miedo; el miedo estaba en la raíz misma de su indecisión; la causa no le resultó tranquilizadora desde el comienzo. Cuando hubo rehusado la busca de apoyo en la verdad manifiesta que se le brindaba, y lograr de ese modo una firmeza interna, reflexiva y libre, se adueñó de él el miedo acerca de sí mismo y de su propia existencia, incluso como procurador romano. La sensación de inseguridad le había invadido a Pilato ya desde su primer encuentro con Jesús; no había modo de entender adecuadamente a aquel acusado, sobre todo al no haber ningún hecho jurídico palpable. Esa impresión se agrava aún más con las palabras acerca del «Hijo de Dios», concepto que para el pagano Pilato está rodeado de una fuerza numinosa inquietante. Que Pilato se aproxime a Jesús y se sienta impulsado a comprenderle más de cerca -elemento éste que falta en la exposición sinóptica-, es algo perfectamente comprensible y significativo. Llegamos así a una segunda conversación entre Pilato y Jesús.

La primera pregunta del procurador (v. 9) está motivada por la palabra acerca del «Hijo de Dios». Y suena así: «¿De dónde eres tú?», y ha de entenderse como una pregunta que inquiere el origen personal de Jesús (y no, por ejemplo, su lugar de nacimiento). Pilato querría obtener una certeza que le permitiera conocer realmente a Jesús. De hecho, habitualmente creemos conocer a un hombre cuando tenemos una cierta idea sobre su origen o pasado. Pilato sólo puede preguntar así porque no quiere creer sino conseguir una seguridad intramundana. Pero ésa no se la puede proporcionar Jesús; en el fondo para su pregunta no hay más respuesta que la que Jesús ya le ha dado en su

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primera conversación (d. 18,36-37); pero ésa la ignora por completo Pilato. El procurador se siente, pues, desilusionado en su expectativa. Dado que no confía en la fuerza de la verdad, busca ahora su respaldo en la «verdad de la fuerza» (v. 10). Y se respalda en su exousia, en su «autoridad». La expresión designa ante todo los plenos poderes que uno tiene jurídicamente, y en segundo término la posibilidad de su ejercicio práctico aquí y ahora, en este caso concreto. Pilato se refiere, pues, a la facultad que tiene delegada como procurador del imperio romano, en la que espera encontrar seguridad y respaldo como en una instancia que está por encima de él y que al propio tiempo le sostiene: detrás de mí se encuentra el Estado romano, con todo su aparato administrativo, su «derecho» y también desde luego su poderío militar. Menciona en primer término su autoridad para dejarle libre -¡el funcionario romano ofrece la libertad al Hijo de Dios!-, y sólo después alude a la facultad de mandarle crucificar.

Ahora bien, Jesús tiene desde luego algo que decir a todo ello (v. 11). La respuesta de Jesús consta de dos partes: a) dice algo sobre las relaciones de poder en el caso presente; b) habla de la culpa y responsabilidad en este caso. Jesús otorga a Pilato que tiene efectivamente autoridad. Pero que en el presente caso pueda hacerla valer contra Jesús carece de fundamento en la naturaleza de esa autoridad como tal. Eso «se lo han dado de arriba». No se trata aquí -como se ha pensado en distintas ocasiones- de una fundamentación teológica de la autoridad estatal. No se puede entender esa afirmación en el sentido de las conocidas palabras: «Todo poder viene de arriba, de Dios», como se hizo durante siglos. Sino que se trata de señalar las fronteras de todo poder estatal. El funcionario romano, que es Pilato, viene aquí mejor instruido. Su papel en este caso no es tanto jurídico-estatal cuanto un papel histórico-salvífico. El posesor del poder estatal, que sabe de las competencias del ejercicio de su autoridad, se caracteriza por su ceguera frente al poder divino y la libertad del testigo de la verdad. No existe un poder «mundano» (y es «mundano» no solo el poder estatal, sino también el eclesiástico) para disponer de la revelación.

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Con ello se esclarece también la parte segunda de la respuesta. Pilato no ha llegado por sí mismo a ese su papel y a tener autoridad sobre Jesús, sino que lo debe al designio salvador de Dios y al proceder de los judíos. Por ello, tampoco su conducta es propiamente una resistencia activa a la revelación, sino que es más bien una singular ceguera. En razón de lo cual dice Juan que la culpa de los judíos es «mayor». La afirmación «por eso, el que me ha entregado a ti mayor pecado tiene», refleja, ante todo, la reflexión del evangelista y de su tradición sobre el problema de la culpabilidad respecto de la ejecución de Jesús. En la Iglesia primitiva se planteó ciertamente la pregunta de ¿cómo se repartieron entonces las responsabilidades del crimen? ¿Quién fue el responsable principal de la muerte de Jesús? ¿Fueron sólo los judíos? ¿Solos los romanos? ¿Unos y otros por igual? ¿Concurrieron unos y otros, pero unos más y otros menos?.

Tras una inspección crítica de las fuentes la mejor respuesta que, en mi opinión, puede darse a esa pregunta, sería la siguiente: la suprema responsabilidad jurídica de la crucifixión de Jesús estuvo en manos romanas; y si en aquel proceso hubo un asesinato jurídico -que, visto objetivamente, bien podría haber sido así-, también el procurador romano tuvo en ello la responsabilidad decisiva. Él estaba obligado a mantener la ley y no debería haberse dejado influir al pronunciar la sentencia por la acusación. Pero de una corresponsabilidad, y por ende de una culpa moral, no se le puede eximir a la parte judía, y menos aun al estrato dirigente de los saduceos. Pues en aquella ocasión fue ese estrato el que tomó la iniciativa del prendimiento y entrega de Jesús a los romanos.

Por todo lo cual la fórmula joánica no es falsa, pero está demasiado poco diferenciada. Como quiera que sea, no se debería pasar por alto que Juan en modo alguno exime a Pilato de toda culpa y responsabilidad.

Si Juan dice que la culpa de los judíos es mayor, sugiere sin duda alguna la idea de que también Pilato tiene su parte en el crimen, aunque sea menor. Debemos leer de una

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manera diferenciada y reflexiva las afirmaciones del Nuevo Testamento, a menudo simplificadas. Poco aprovechan las explicaciones precipitadas. No constituye problema alguno el que en el pasado el bando cristiano se formase un juicio demasiado simplista respecto de los judíos; lo que fue muy pernicioso. Por ello, no habría que incurrir hoy en el error contrario y despachar todo lo que entonces se pudo recriminar a los judíos como si fuera simple apologética cristiana o una polémica antijudía. Si Jesús no hubiera sido el fundador del cristianismo, sino sólo un judío, como muchos otros de sus coetáneos, cabría admitir sin dificultad que en tiempos de Jesús también muchos otros judíos fueron maltratados por sus dirigentes aristócratas y entregados a los romanos. El estrato superior del judaísmo estaba en estrecha vinculación política con el poder romano. En aras de esa alianza cayeron muchas víctimas judías. Y entre ellas también Jesús de Nazaret. Sobre esa base debería ser posible una comprensión histórica en el sentido de un acercamiento de los puntos de vista.

f) Condena de Jesús (/Jn/19/12-16a)

12 Desde entonces Pilato intentaba soltarlo. Pero los judíos continuaron gritando: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey se opone al César.» 13 Pilato, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús, y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado «lithostrotos», en hebreo «gabbata». 14 Era la «parasceve» de la pascua, y la hora alrededor de la sexta. Pilato dice a los judíos: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» 15 Pero ellos gritaron «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!» Pilato les pregunta: «¿Pero voy a crucificar a vuestro rey?» Los pontífices respondieron: «No tenemos más rey que el César.» 16 Entonces, por fin, lo entregó a ellos para que fuera crucificado.

El versículo 12a habla de que Pilato, tras esta última conversación, estaba seriamente resuelto a dejar libre a Jesús, sin duda porque, en cierto modo, se le había hecho patente toda la problematicidad de la situación. Visto

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desde fuera, parece como si el estado de cosas siguiera totalmente sin decidir. Pero por la lógica interna del desarrollo ya está trazado de antemano el curso posterior de la historia.

Los judíos advierten la intención de Pilato y presionan con toda su fuerza para transformar toda la acusación en un instrumento político. En este sentido se sienten tan romanos como el mismísimo procurador y buscan presentarle el asunto como una deslealtad al César. Y le prenden justo por el punto en que muy poco antes creía haber encontrado su última seguridad, a saber en su autoridad oficial: «¡Si sueltas a éste, no eres amigo del César!» Aquí se trata probablemente del título político amicus Caesaris (= amigo del César). Esto es una presión masiva; semejante manipulación con la amenaza de acusar ante el César -en este caso incluso formulando el cargo de alta traición- parece que se dio con frecuencia. Blinzler piensa al respecto que era «una situación grotesca. El supremo funcionario imperial de Judea debe dejarse incriminar su escasa lealtad al César por los representantes de una nación, en la que alentaba como posiblemente en ninguna otra provincia el odio más apasionado contra la dominación forzosa de Roma».

Pilato debía contar con que los judíos llevarían a efecto su amenaza. Si incurría en la sospecha de no haber actuado con la suficiente energía contra un hombre políticamente peligroso, contra un «rey de los judíos», bien podría imputársele como un patrocinio de fuerzas políticas subversivas. En esas materias el emperador Tiberio era extremadamente suspicaz.

Pilato sabe ahora lo que está en juego: o condenar a Jesús o que se airee en Roma una acusación de alta traición contra él, lo que significaría el fin de su carrera política. Sin duda que hubiera sido necesaria una rectitud casi sobrehumana, una independencia interior de extraordinaria grandeza para que un hombre, emplazado en ese trance, hubiera opuesto resistencia. Y no hay duda de que eso era

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pedir demasiado a Pilato. Él es aquí el prisionero de su poder.

Pero también los judíos se ven empujados a las últimas consecuencias. Vuelven sobre su acusación: quien se declara rey está en oposición al César. Hasta el final sigue siendo determinante el motivo básico de «rey de los judíos». Sólo que ahora se echa de ver que el título de rey se ha identificado entre tanto con la persona de Jesús hasta tal punto que para deshacerse de él tienen que renunciar al título de Mesías. Y en primer término se ven forzados a generalizar: todo -así lo proclaman ellos- el que enarbola una pretensión mesiánica está en oposición al César, como rebelde de hecho es enemigo suyo. Por lo demás se trataba de un crimen de Estado, perfectamente delimitado en la antigua Roma. Ante esa amenaza de denuncia, Pilato tiene que transigir de buena o de mala gana. Abandona su última resistencia y vuelve a sacar fuera a Jesús, ante el tribunal, al que sube para dar validez oficial a la sentencia. No me parece convincente la idea -gramaticalmente posible- de traducir «le hizo sentar (a Jesús) en el tribunal», pues para Juan el trono desde el que Jesús domina y juzga es la cruz. Se trata aquí de la condena regular de Jesús (pro tribunal).

A fin de poner de relieve la importancia del momento en la historia de la salvación, Juan menciona el lugar, el día y la hora: el lugar se llamaba gabbata (en griego lithostrotos), que bien puede traducirse como «enlosado (con mármoles o con mosaicos)»; y se trataba probablemente del patio pavimentado de la fortaleza Antonia. El día era «la parasceve de la pascua», que apunta a la tipología pascual joánica: Jesús morirá como el verdadero cordero pascual. El dato cronológico «y la hora alrededor de la sexta»; es decir, hacia mediodía.

Pilato presenta una vez más a Jesús: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» La expresión y la escena recuerdan 19,5. Aunque cede de hecho, Pilato no puede evidentemente resignarse a tener que condenar a Jesús bajo presión por lo que en la fórmula late una ironía sangrante. ¿O se trata más bien de una última y medrosa tentativa por mover a

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los judíos a deponer su actitud? Como quiera que fuese, en el trasfondo de la escena late la idea de que esa última tentativa de Pilato, constituía también para los judíos la última posibilidad de una toma de posición frente a Jesús. Su reacción fue como la de aquel a quien se le toca un punto neurálgico: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!» Ante lo cual formula Pilato su última pregunta: «¿Pero voy a crucificar a vuestro rey?»; donde no deja de sorprendernos el que Pilato hable en las últimas escenas enfáticamente de «vuestro rey», reforzando así el contraste.

Pero el abismo entre Jesús y los judíos se había hecho tan grande, que ya no quedaba posibilidad alguna de superarlo. Los judíos están dispuestos no sólo a renegar de Jesús, sino de su misma esperanza mesiánica: «¡No tenemos más rey que al César!» También este grito puede entenderse desde la situación política; la aristocracia y sus secuaces compartían entonces, sin duda alguna, el rechazo mesiánico político, entre otras razones -y no la última- porque esos posibles «reyes» judíos resultaban peligrosos para su propia posición de dominio. Una declaración de lealtad al César no resulta en absoluto impensable en la situación coetánea. Mas, para Juan, los acusadores no sólo se distancian de Jesús sino del ideal mesiánico en general.

Ahora Pilato ya no puede hacer nada, incluso por la situación interna: aunque sólo fuera por librarse a sí mismo del César. Y así concluye el proceso con estas palabras: «Entonces les entregó a Jesús para que fuera crucificado».

Consideración final sobre el proceso de Jesús En la historia que conocemos, y especialmente en la tradición europea, hay relatos procesales de tan extraordinaria importancia para nuestra propia comprensión histórica, que en modo alguno se pueden dejar de lado. Habría que mencionar el proceso de Sócrates en Atenas, el de Jesús, y en tiempos posteriores el proceso contra la pucelle Juana de Arco en Francia, sin olvidar los innumerables procesos contra los herejes, como el celebrado contra Juan de Hus en Constanza, y finalmente los modernos y espectaculares procesos ante el tribunal popular de los nazis en Berlín, etc.

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Curiosamente no existe todavía -a cuanto yo sé- ningún trabajo de historia que haya estudiado detenidamente el fenómeno de por qué tales procesos de mártires de la más diversa índole son tan importantes para toda nuestra manera de pensar y de vivir.

Cabe mencionar algunos rasgos típicos: por lo general se trata de personas a las que no se puede imputar ningún crimen concreto; las acusaciones carecen de fundamento y se apoyan tal vez en determinadas doctrinas o en cierta forma de vivir, que no encajaban o no se acomodaban en modo alguno al marco de las concepciones o formas de vida generales, sacudiéndolas en sus raíces más profundas. Pudo ser la libertad de pensamiento, como en el caso de Sócrates; o la libertad de la humanidad y del amor por convicción religiosa, como en el caso de Jesús. De tales actitudes derivan sacudidas, influencias profundas -y con mayor precisión el odio, el rechazo- por parte de los poderes dominantes, como la polis ateniense, los sumos sacerdotes y Pilato. Ello se entiende y explica perfectamente bien. Tales gentes eran radicales, no en sentido violento, sino por cuanto penetran hasta las raíces encubiertas de la vida, hasta sus verdaderas fuentes, y también, desde luego, hasta las causas de la corrupción dominante en su época respectiva. Su muerte se trueca en faro de esperanza para sus discípulos al tiempo que para las generaciones venideras. Para mí esos relatos procesales, empezando por la Apología de Sócrates y pasando por el proceso de Jesús hasta nuestros días, se cuentan entre los documentos más conmovedores; son algo así como los signos de la bondad de lo humano, en los que se puede reconocer la autenticidad y también el precio de la humanidad verdadera. Quien comparece y muere sin violencia, como testigo de la verdad, en una suprema libertad interior, esclarece por sí mismo en qué consiste el verdadero sentido de la existencia humana.

La exposición joánica del proceso de Jesús muestra justamente de forma persuasiva cómo se plantean las relaciones entre el poder social, eclesiástico- religioso y político, de una parte, y el poder sereno y libre de la verdad

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divina, de otra. Que la «iglesia» oficial judía de los sumos sacerdotes y el poder estatal hayan contribuido aquí por igual a la ruina de Jesús, es algo que evidentemente no ocurrió sólo entonces. La Iglesia oficial cristiana, una vez establecida y con el poder en las manos, actuó exactamente igual que sus antecesores sacerdotales judíos. Sin embargo, al entenderse a sí mismo el Jesús inerme como «rey» y ser escarnecido como un rey loco sin duda de un modo fiel a la realidad, hay algo que resalta de entre toda esa miseria e inhumanidad, sin eliminar lo más mínimo, algo indestructible y superior, que ninguna fuerza terrena puede conseguir y ni siquiera rozar: la verdadera imagen divina del hombre. El Ecce homo está justo en el centro. Es aquella fascinación o aquella promesa en razón de la cual es posible y bueno incluso el ser hombre y amar a los semejantes.

4. VIA CRUCIS Y CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (Jn/19/16b-27)

Después de acabado el proceso ante Pilato con la consiguiente condena de Jesús, «lo entregó a ellos, para que fuera crucificado» (v. 16a). Y sigue ahora el relato sobre la ejecución de Jesús: «Tomaron, pues, a Jesús» (v. 16b). A primera vista no resulta perfectamente claro a quién se refiere Juan con el «a ellos», ni quién es el sujeto de «tomaron» en v. 16a y 16b, para que Jesús fuera crucificado. Según el versículo 16a sólo cabe entender realmente a los «judíos». Pilato cedió a la voluntad de éstos y condenó a Jesús a la muerte de cruz. Pero es totalmente imposible que los judíos se encargasen entonces de Jesús y que llevasen a término su ejecución. Primero, porque la crucifixión no era una pena judía sino romana; y, segundo, porque la ejecución de la pena no entraba en su competencia. Así pues, quienes se hicieron cargo de Jesús no pudieron ser otros que los soldados del pelotón ejecutor (cf. 19,23).

Probablemente Juan se ha expresado en este pasaje de un modo tan vago con el propósito de seguir incriminando aún más a los judíos. Por otra parte, se tiene la impresión de que en su relato subsiguiente de la crucifixión de Jesús, el

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cuarto evangelista ha omitido intencionadamente una serie de datos que se hallaban en la tradición anterior. Es evidente que su relato recorta a menudo un documento preexistente más amplio, evidenciando, como aquí, pasajes con suturas mal disimuladas. A fin de poder matizar mejor las peculiaridades del relato de la pasión ofrecido por Juan, vamos a presentar también aquí los paralelos sinópticos.

En un discurso, muy conocido y citado, dice ·Cicerón (Pro Rabirio 5,16), en un proceso político del año 63 a.C.: «Si, por fin, nos amenaza la muerte, queremos (al menos) morir en libertad, por lo que el verdugo, la velación de la cabeza y la simple palabra cruz no sólo deben desterrarse del cuerpo y de la vida de los ciudadanos romanos, sino incluso de sus mentes, ojos y oídos. Pues todas esas cosas son indignas de un ciudadano romano y de un hombre libre».

H.-W. Kuhn alude atinadamente al hecho de que, de ordinario, sólo se cita el fragmento de la cruz. Cierto que la palabra expresa todo el horror de una pena de muerte realizada por medio del verdugo, a diferencia evidentemente de la «muerte libre», que era el suicidio, y con ello suscita también desde luego el horror de la crucifixión. «Las frases citadas de Cicerón como abogado defensor y, también y no en último término, el juicio estético de un hombre que pertenecía a la clase ecuestre, la cual estaba rígidamente separada de la vasta masa del pueblo, incluso de los ciudadanos romanos, y que representaba a los grandes terratenientes, empleados y funcionarios del Estado... Es el primer orador de Roma el que aquí quiere mantener alejado al ciudadano romano de la crucifixión». Como quiera que sea, queda ahí patente el desprecio de la crucifixión; ésta era el servile supplicium, es decir, la pena de muerte típicamente romana, que estaba reservada a los esclavos y, en las provincias, a los verdaderos o supuestos rebeldes.

Marcos y la tradición sinóptica (/Mc/15/20b-32 par /Mt/27/31c-44; /Lc/23/26-43).

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En los v. 20b-21 refiere Marcos escuetamente la marcha hacia el lugar de la ejecución. A eso se suma la noticia de que obligaron a llevar la cruz detrás de Jesús a un hombre que regresaba casualmente del campo y que se llamaba Simón de Cirene. Es probable que ello se debiese al hecho de que Jesús se hallaba muy debilitado por la flagelación y demás tormentos. Marcos menciona asimismo los nombres de los hijos del tal Simón: se llamaban Alejandro y Rufo. Es un dato que hay que considerar como fidedigno, aunque no conste en ningún otro sitio. Mateo (27,31c-32) sigue de cerca a Marcos, si bien omite los nombres de los hijos del Cirineo. Lucas (23,26) da también la noticia del portador de la cruz, Simón de Cirene, aunque la ha estilizado a todas luces «en sentido edificante» cuando dice: «y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús». Simón se ha convertido aquí en símbolo del seguimiento de Jesús. Como auténtico discípulo carga con la cruz detrás de Jesús y le sigue en su via crucis.

Además de eso, Lucas ha introducido una larga perícopa en el relato del vía crucis (Lc 23,27-31). Según él, a Jesús le seguía una gran muchedumbre del pueblo, sobre todo de mujeres, que le plañían y lloraban. A tales mujeres les dijo Jesús: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad, más bien, por vosotras y por vuestros hijos. Porque se acercan días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles! ¡Bienaventurados los senos que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros y a los collados: Sepultadnos! Porque, si esto hacen en el leño verde, ¿qué no se hará en el seco?» Esta inserción podría deberse al evangelista Lucas, que relaciona en el presente pasaje el ajusticiamiento de Jesús con la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C.100. La imagen de la leña verde y la seca quiere decir sin ninguna especie de duda: si tan mal se trata a un inocente, como lo es Jesús, que hasta se le crucifica, ¿qué pasará con quienes de hecho son culpables? Lucas piensa a todas luces en los dirigentes judíos, que fueron los responsables de la muerte de Jesús. Ha interpretado evidentemente la destrucción de Jerusalén como un castigo divino por la muerte de Jesús,

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interpretación que después se popularizó entre los cristianos. El historiador Eusebio dice al respecto: «Debía ocurrir que, precisamente en los días en que habían infligido el castigo al redentor y benefactor de todos y al ungido de Dios, fueran encerrados como en una cárcel y experimentasen de la justicia divina la ruina que les amenazaba». Hoy ya no podemos suscribir sin más esta manera de considerar las cosas.

Marcos menciona el lugar de la crucifixión de Jesús: Gólgota, que en castellano quiere decir «lugar de la calavera» o simplemente «calavera» (Mc 15,22; par Mt 27,33; Lc 23,33). «El nombre, según la interpretación del evangelista, debe referirse al arameo golgolta o gulgulta, «calavera». El nombre debió originarse «debido a que una formación rocosa y pelada recordaba una calavera». Como lugar de ejecuciones el Gólgota quedaba fuera de las murallas, «cerca de la ciudad» (19,20). «Estos datos los satisface la localización actual de la iglesia del Santo Sepulcro (Jerusalén), que se remonta a la época de Constantino, y en la que se muestra la colina de la cruz, de 4,50 m de altura, y situada a unos 40 m del sepulcro de Cristo. Que se trate del Gólgota histórico aparece como verosímil, aunque no totalmente cierto, a la investigación moderna».

Según Marcos (Mc 15,23; par Mt 27,34) a Jesús le ofrecieron de beber antes de crucificarle: «Le daban vino mezclado con mirra, pero él no lo aceptó.» En Mc 15,36 se vuelve a mencionar de nuevo a un soldado, que empapando una esponja en vinagre y pinchándola en una caña, se la daba a beber a Jesús crucificado. A este respecto hay que comparar el Sal 69,21-22:

«La vergüenza me parte el corazón, y es incurable; espero condolencia, y no la hay; algún consolador, y no lo encuentro. Por alimento me sirven el veneno, por bebida a mi sed, me dan vinagre.»

Sin duda que este versículo del salmo ha influido fuertemente en la estilización de la noticia. Lo cual no

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quiere decir que el episodio haya sido inventado sin más. Blinzler opina sobre este punto: «Una vez llegado al Gólgota, probablemente unas mujeres judías -pues de una costumbre judía se trataba-, y no los soldados romanos, ofrecieron a Jesús una bebida estupefaciente, a saber, vino mezclado con mirra. Pero él la rehusó (Mc 15,23); quería sufrir con plena conciencia los tormentos que se le avecinaban (cf. también Mc 14,25)». No deja de presentar dificultades el doble relato del mismo episodio.

De una forma simplicísima refiere Marcos el proceso de la crucifixión: «Luego lo crucificaron» (15,24a). E inmediatamente se reparten las vestiduras de Jesús: «...y se reparten sus vestidos, echando suertes sobre ellos, a ver qué le tocaba a cada uno» (v. 24b). También este versículo está influido por unas palabras del Salterio. En Sal 22,19 se dice: «Se reparten entre sí mis vestiduras y sobre mi manto echan suertes.»

«Según una antigua costumbre, las pertenencias de los ejecutados eran propiedad de los verdugos». Esto encaja bien, y los soldados debieron arrojarse sobre las pequeñas pertenencias de Jesús. Lo decisivo, no obstante, es también aquí la idea de considerar como cumplimiento de la Escritura un episodio trivial y accesorio como el reparto de los vestidos, y reflejarlo en consecuencia con el lenguaje de los Salmos.

Sigue luego en Mc 15,25 un dato cronológico: Jesús fue crucificado «a la hora tercera»; lo que equivale poco más o menos a las 9 de la mañana. Según el cuarto evangelio, Jesús habría sido condenado a muerte no antes de «alrededor de la hora sexta», es decir, hacia las 12 del mediodía; lo cual podría estar más cerca de la realidad histórica.

El relato prosigue: «Y encima estaba escrito el título de su causa: "El rey de los judíos" (Mc 15,26; par Mt 27, 37; Lc 23,38). En Marcos no está claro del todo dónde iba colocada la inscripción con la causa: ¿en la cruz, sobre la cabeza de Jesús? Así lo había entendido ya Mateo: «Y

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encima de su cabeza pusieron escrita su causa: Éste es Jesús, el rey de los judíos».» También Lucas lo ha entendido de manera similar. Como quiera que sea, la inscripción de la cruz presenta muchos enigmas. Blinzler, que en el presente pasaje muestra una fuerte tendencia armonizadora e historicista, opina: «La discusión de la historicidad del título de la cruz es una de las exageraciones de la crítica». Pero de hecho, fuera del dato neotestamentario referido a Jesús, en la literatura antigua no hay alusión alguna a la costumbre de poner por escrito en la cruz, sobre la cabeza de los delincuentes, la causa de su muerte; por lo cual, es mínima la probabilidad de que con Jesús las cosas hayan discurrido de otro modo. Por el contrario, está atestiguado con frecuencia el uso de que precedía a los condenados, camino del lugar de la ejecución, un portador llevando escrita una tablilla con la causa del reato. Por lo que ciertamente no puede ponerse en duda que Jesús fue condenado a muerte como «rey de los judíos»; es decir, como rebelde contra el Estado romano en el sentido de un mesianismo político. Y también puede ser correcto que a Jesús le haya precedido alguien llevando una tablilla con la causa: «El rey de los judíos.» Se puede, en cambio, dudar de que esa tablilla fuese colocada en la cruz sobre la cabeza de Jesús, así como que la inscripción estuviese redactada, como dice Juan, en las lenguas hebrea, latina y griega (19,20).

Marcos refiere que con Jesús fueron también crucificados dos ladrones o salteadores, colocados uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús (Mc 15,27 par; Mt 27,38; Lc 23,33b). El hecho como tal no es históricamente imposible. Mas no hay por qué entender necesariamente que se tratase de criminales, es decir, de ladrones o asesinos en el sentido penal corriente. Más bien pudo tratarse, como lo sugiere el vocablo griego (lestai), de zelotas, de miembros del movimiento liberador judío. Además, hay que contar también aquí con la influencia del lenguaje de la Escritura, y en concreto de Is 53 12, donde -dentro del cántico del Siervo paciente de Yahveh- se dice: «Por eso le daré las multitudes como parte suya, y con los poderosos repartirá el botín, porque entregó su vida a la muerte, y entre los

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delincuentes fue contado, pues llevó el pecado de muchos y por los delincuentes intercede.» La cita la aduce explícitamente Lucas (22,37). La Iglesia primitiva había visto esta conexión: por haber sido Jesús, el justo e inocente, ejecutado con dos criminales, a los ojos de la Iglesia se había cumplido esa palabra de la Escritura. En la historia de la pasión nos topamos una y otra vez con este fenómeno: la Iglesia primera halló en la Escritura las posibilidades lingüísticas para hablar de la pasión y muerte de Jesús y de allí las tomó. Nos topamos también por ello una y otra vez con la concepción de que la acogida de ese lenguaje habría inducido directamente a construir toda una serie de hechos partiendo de la «prueba escriturística». Porque en el Salterio, y especialmente en los Salmos 22 y 69, o en Is 53, ya venían indicadas las cosas, éstas habrían discurrido efectivamente tal como estaban vaticinadas. Pero esta concepción lo simplifica todo en exceso. Es verdad que en la práctica también existe ese procedimiento, de que una cita escriturística induzca a la libre invención de unos determinados acontecimientos de cara al «cumplimiento» de dicha Escritura. Ese fenómeno nos lo encontramos también en Juan. Mas tales casos son relativamente fáciles de descubrir. En general, sin embargo, hay que distinguir entre el acontecimiento fáctico y su comentario o narración ampliada; o, dicho brevemente, su estilización interpretativa.

En nuestro caso la dificultad esencial radica en que no proporciona prácticamente ninguna posibilidad directa de comparación. Históricamente puede que muchas cosas se hayan desarrollado como las cuenta Marcos; y aquí, al no haber argumentos decisivos en contra, bien podemos concluir que su relato es en cierto modo fiable.

La adopción del «lenguaje sagrado» de la Escritura sirvió desde el comienzo para la interpretación creyente de los hechos que habían ocurrido. No se quiso transmitir, sobre todo en la historia de la pasión, una historia trivial, sino más bien una «historia sagrada», una historia de la salvación. Con ello se transpone el acontecimiento a un «plano superior», a un plano lingüístico que, de antemano,

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busca la participación interna, la admiración de los oyentes o de los lectores. Sería equivocado entender esa estilización literaria directamente como una noticia histórica. Antes de emitir un juicio sobre la verosimilitud histórica, hay que tener en cuenta la peculiaridad del lenguaje que presentan los textos.

Cómo pudo desarrollarse con una finalidad edificante la escena de los dos «ladrones», lo muestra Lucas con sus pormenores complementarios (Lc 23,39-43). Según él, uno de los malhechores habría injuriado a Jesús, mientras que el otro reconocía y confesaba su propia culpa y llegaba a creer en Jesús, hasta el punto de rogarle: «Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino.» A lo que Jesús contestó: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.» Todo esto no es historia, sino predicación: hasta el malhechor creyente consigue su salvación por Jesús.

Mientras que Marcos hasta el presente no había más que cosido una noticia con otra, sigue ahora una detallada escena de escarnios contra Jesús (Mc 15,29-32, par; Mt 27, 49-53; Lc 23,35-36.39). También los escarnios constituyen un rasgo típico que aparece en los Salmos, y especialmente en las lamentaciones del justo perseguido: «Pero yo soy un gusano más que un hombre, vergüenza del humano, desprecio de las gentes. Todos los que me ven me hacen mofa, despegando los labios, moviendo la cabeza: Se dirige a Yahveh, que él le defienda; que le libere él, ya que le ama» (Sal 22,7-9; cf. también Sal 109,25: «A sus ojos yo soy una ignominia; al mirarme, menean la cabeza»). En la escena de los escarnios hay que contar con una vasta labor modeladora de los evangelistas. Es poco verosímil que las burlas contra Jesús hayan tenido lugar al pie de la cruz y en esa forma, por parte incluso de los sumos sacerdotes y de los letrados en la Escritura. Más bien cabe suponer que Marcos quiere rebatir en este pasaje las objeciones más frecuentes que se formulaba contra la nueva fe en Jesús Mesías, tal como era fácil que los discípulos se las encontraran después del viernes santo. Lo que ciertamente resulta sobremanera claro en este pasaje es el hecho de que los primeros seguidores de Jesús estuvieron

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perfectamente informados de la situación incómoda y ambigua en que se encontraban frente a la opinión pública judía, y más tarde frente a los gentiles, con su fe en el Crucificado.

En este sentido es significativo el empleo de la expresión «avergonzarse» conectada con la predicación cristiana. Así, por ejemplo, dice Pablo: «Porque no me avergüenzo del evangelio, ya que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también al griego» (Rom 1,16). Sin querer uno se pregunta cómo Pablo llega a semejante formulación, si es que había quizá motivos para avergonzarse del evangelio. Los había, en efecto, y estaban en el contenido del propio evangelio, como «palabra de la cruz», como «necedad de la predicación». «Ahí están los judíos, por una parte, pidiendo señales; y los griegos, por otra, buscando sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (lCor 1,22s; cf. 1,18-25). De modo parecido se dice en Mc 8,38 par (Mt 16,27; Lc 9,26): «Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él en la gloria de su Padre con los santos ángeles.» Uno se avergüenza de aquello que frente a otros, y sobre todo frente a la sociedad, le coloca bajo una luz problemática o le crea una inseguridad respecto a la propia función social. Al comienzo esa inseguridad social debió ir ligada al mensaje de la cruz. El lenguaje relativo al «avergonzarse» señala unos primeros tiempos en los que todavía se percibía, de modo claro, la contradicción entre el mensaje de la cruz y la sociedad judía o gentil. Con la creciente habituación, y desde luego sólo con la plena integración del cristianismo en la sociedad, el sentimiento de tal oposición fue desapareciendo cada vez más. En el propio Juan la oposición ya no se da con tanta acritud.

Por el contrario, la escena de los escarnios articula todavía la contradicción de un modo total: «¡Eh! Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» O este otro insulto: «Ha salvado a

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otros, y no puede salvarse a sí mismo. ¡El Mesías, el rey de Israel: que baje ahora mismo de la cruz, para que veamos y creamos!» (Mc 15,29-32). El que cuelga de la cruz y no puede liberarse a sí propio ¿puede ser el Salvador de Israel? Cierto que un Mesías crucificado no encajaba en modo alguno con las concepciones mesiánicas tradicionales del judaísmo. Representa ya una rebaja en esa contradicción el que, según Lucas, uno de los ladrones rompa el círculo del repudio público, y confiese a Jesús como el «justo» del que él espera la salvación en la hora de la muerte. Mateo, por el contrario, mantiene íntegra esa contradicción al completar por su cuenta: «Tiene puesta su confianza en Dios, que Dios lo libre ahora, puesto que dijo: «Soy Hijo de Dios»» (Mt 27,43).

La exposición joanica. Una vez más salta a los ojos hasta qué punto en Juan la forma y manera de la exposición reiterativa puede convertirse en instrumento de la nueva interpretación. En el cuarto evangelio ya no hay sitio para el escarnio del crucificado, tal como podemos leerlo en Marcos. Eso no encaja ya con el concepto joánico del triunfo y glorificación de Jesús. Para Juan la cruz entra tan de lleno en la «exaltación del Hijo del hombre», que sólo puede ya expresar la oposición entre Jesús y sus enemigos incrédulos; por el contrario, los creyentes están tan por completo en el bando de Jesús que ya no sienten esa oposición. En la visión joánica la cruz no puede ya representar un skandalon o tropiezo, sino que es más bien la señal victoriosa de la fe.

No se pueden cerrar los ojos a los aspectos peligrosos que entraña esta concepción. Cierto que con su cuadro peculiar de la pasión, como historia del triunfo de Jesús, consigue Juan proyectar una nueva luz sobre determinados aspectos, que ponen de relieve con singular fuerza cómo la cruz es la revelación del amor divino. Pero al reducir la contradicción, el escándalo, los padecimientos efectivos, el chasco y fracaso de Jesús, el cuarto evangelista apoya una concepción que más tarde habría de dejarse sentir como políticamente perniciosa: la cruz pasa a ser una cruz gemmata, una cruz noble, dorada y sacralizada; más aún,

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una cruz fetichista, señal (y orden) de dominio y nobleza, de algo que se llama mundo cristiano. Jesús murió como alguien que pertenecía al mundo de los oprimidos, y al que se le contó entre los malhechores. ¡Y, oh paradoja, ahora se apoyan en él sobre todo los que dominan, para legitimar sus relaciones de poder espirituales y mundanas! Ahora se ha trastocado de múltiples formas la señal sagrada de la cruz, lo que hace que con demasiada frecuencia se prive a la cruz real de su contenido social.

a) La crucifixión (Jn/19/16b-18)

16b Tomaron, pues, a Jesús. 17 Y él, cargándose la cruz, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota. 18 Allí lo crucificaron; y a otros dos con él, uno a un lado y otro a otro, y en medio Jesús.

El pelotón ejecutor se hace cargo de Jesús. Subraya Juan de manera explícita: «Cargándose la cruz (él personalmente), salió hacia el lugar llamado de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota» (v. 17). Evidentemente está interesado en mostrar que Jesús se mantuvo hasta el último instante en plena posesión de sus energías; por eso omite la figura del portador de la cruz, Simón de Cirene. La fórmula joánica más bien suena en este pasaje como una corrección intencionada de la narración sinóptica. Jesús queda «heroicizado».

En los datos sobre el lugar de la ejecución Juan vuelve a coincidir con la tradición sinóptica: el lugar «de la Calavera», el «Gólgota». El proceso de la crucifixión se narra con un mínimo de palabras: «Allí lo crucificaron; y a otros dos con él, uno a un lado, y otro a otro, y en medio Jesús». No se dan más detalles sobre los dos compañeros de suplicio; sólo al final vuelven a comparecer (Jn 19,32). No se sabe bien cuál pueda ser la significación de los dos concrucificados en el relato joánico. Aquí parece importante, sobre todo, el que Jesús cuelgue «en medio», en el centro de ambos, con lo cual se quiere subrayar su dignidad peculiar. En todo caso, el centro es el lugar de

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honor, por lo que se reserva a las personas más encumbradas. Si Jesús crucificado es «el rey de los judíos», sus dos compañeros de suplicio aparecen ya más bien como «los asistentes al trono de Jesús» en un sentido profundo; y por ello no se les llama ya ladrones.

b) El título de la cruz (Jn/19/19-22)

19 Pilato escribió también un letrero y lo puso encima de la cruz. En él estaba escrito: «Jesús, el nazareno, rey de los judíos.» 20 Este letrero lo leyeron muchos judíos, porque el lugar en que Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad; estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. 21 Y decían a Pilato los pontífices de los judíos: «No escribas rey de los judíos, sino que él dijo: "Soy rey de los judíos».» 22 Respondió Pilato: «Lo que he escrito, escrito está.»

Ya nos hemos referido al aspecto histórico del título o inscripción de la cruz. Su historicidad en el puro sentido fáctico puede ponerse justamente en duda. Por ello resulta tanto más importante su alcance simbólico, sobre todo en Juan. El cuarto evangelista conocía la tradición; pero una vez más la ha puesto al servicio de una finalidad teológica. El motivo regio, que ya había jugado un papel decisivo en el proceso ante Pilato, se recoge y desarrolla de nuevo en el presente pasaje.

En el núcleo de la tradición, según la cual había colocada una inscripción sobre la cabecera de la cruz con la causa de la condena: «rey de los judíos», Juan concuerda con los sinópticos. Sólo que el cuarto evangelista reinterpreta esa tradición a su modo al convertirla en el último objeto de discusión entre Pilato y los judíos; de tal forma que ni siquiera después de la ejecución se pusieron de acuerdo ambas partes acerca de aquel misterioso y «extraño» preso y ajusticiado. Aquel hombre los sigue persiguiendo. Si Marcos todavía hablaba de una aitía, es decir de una «causa» de muerte fijada por escrito, y en consecuencia de la sentencia capital reducida a su punto decisivo, Juan

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habla ahora de un titulus (griego titlos), o lo que es lo mismo, de una inscripción o superinscripción pública en sentido amplísimo, que había sido redactada en tres lenguas, a saber: hebreo, latín y griego. El propósito del evangelista está patente: para él se trata de las tres lenguas más habladas en toda la ecumene del mundo antiguo; son las lenguas de «todo el mundo», ante el que ahora comparece el crucificado como revelador y redentor. El mundo entero debe hacerse consciente de que Jesús ha sido condenado y ejecutado como «rey de los judíos», como Mesías. Y eso no es mera causalidad externa, sino que responde a la verdad en sentido profundo. Mediante la inserción del latín y del griego se subraya especialmente que aquel Jesús ya no pertenece sólo a los judíos, sino a la humanidad entera. Ese es el sentido del comentario joánico.

Cierto que a los judíos no les satisface la inscripción. Sus dirigentes protestan por ello ante el procurador. Su argumentación tiende a hacer de Jesús el único responsable de tal aserto. No debe, pues, decir «Este es el rey de los judíos», sino que Jesús se apropió o acomodó personalmente tal designación. También es posible que Juan hubiera querido mostrar cómo a los judíos les molestaba esa designación, porque ellos, ateniéndose al significado objetivo de la misma, seguirían estando siempre condicionados por Jesús. Y, finalmente, la inscripción de la cruz aparece en Juan cual proclamación de Jesús como rey ante la faz de todo el mundo: Regnavit a ligno Deus, se dice por ello en la antigua liturgia del Viernes Santo: Dios reinó desde el madero (de la cruz).

Pero en este punto Pilato se mantiene firme frente a los judíos. Ahora, una vez ejecutada la sentencia, vuelve a recobrar su seguridad y, mediante su sentencia lapidaria: «Lo que he escrito, escrito está», casi entra, según Juan, en la categoría de evangelista involuntario, que con su inscripción de la cruz introduce la pública proclama de Cristo crucificado en el vasto mundo cultural de entonces.

c) El reparto de los vestidos (Jn/19/23-24)

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23 Luego los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro partes, una para cada soldado; y además la túnica. Esta túnica era sin costura, tejida toda ella de una pieza de arriba abajo. 24 Dijéronse entonces los soldados: «No la rasguemos, sino vamos a echarla a suertes, a ver a quién le toca.» Así se cumplió la Escritura: «Repartieron mis vestidos entre sí, y sobre mi túnica echaron suertes» (Sal 22,19). Esto precisamente hicieron los soldados.

También aquí sintoniza Juan con la tradición sinóptica al narrar el reparto de la herencia de Jesús entre los soldados que formaban el pelotón ejecutor. Mas, para entender exactamente la interpretación joánica de la escena, hay que partir de la cita propia que hace como cumplimiento de la Escritura.

Mientras que la cita sólo resuena en los sinópticos, en Juan pasa a ser armazón y sostén de su relato. Así como en el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén (Mc 11,110 y par), y sobre la base de una cita escriturística (Zac 9,9 = Mt 21,5), el asno mencionado en Mc se convierte en los dos animales de Mateo («encontraréis una burra atada, y un pollino con ella», Mt 21,2), así también en Juan la cita de la Escritura motiva que el reparto de los vestidos se divida en dos «rondas» distintas. Los soldados actúan del modo exacto que responde al versículo del salmo. Al primer hemistiquio responde la distribución de los vestidos; y al hemistiquio segundo, el sorteo. Así las cosas, resulta natural suponer que la «túnica sin costura» la haya inventado Juan sobre la base del pasaje escriturístico citado. Es posible que con este dato haya vinculado el evangelista un propósito especial, y que no resulten totalmente falsas las interpretaciones posteriores -que empiezan ya con los padres de la Iglesia- de la «túnica inconsútil» como símbolo de la unidad de la Iglesia.

Más claro se destaca sin duda en Juan el motivo del cumplimiento de la Escritura, que según su idea debe realizarse al pie de la letra. Precisamente en su relato de la

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crucifixión de Jesús se tiene la impresión de que todos los sucesos discurren al pie de la letra y sin estorbos, de acuerdo con un «plan» previsto por Dios y consignado en la Escritura.

Tampoco el evangelista deja de anotar los distintos sucesos, de modo que, en comparación con Marcos, da a su relato una ordenación precisa. «Esto (que es lo vaticinado por la Escritura) precisamente hicieron los soldados», se dice como conclusión de la escena.

d) Las mujeres al pie de la cruz (Jn/19/25)

25 Estando junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena.

Ya en este pasaje -y de nuevo en el sentido de la tradición (cf. Mc 15,40s; Mt 27,55s; Lc 23,49; cf. asimismo Lc 8,3)- se refiere Juan a las mujeres que estaban junto a la cruz. En la sección siguiente se vuelve a mencionar al «discípulo a quien él (Jesús) amaba». Respecto de qué mujeres estuvieron presentes en la crucifixión de Jesús, las tradiciones neotestamentarias no son uniformes.

En Mc 15,40-41 se dice: «Había además unas mujeres que miraban desde lejos, entre las cuales estaban también María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y de José y Salomé, las cuales cuando él estaba en Galilea, lo seguían y le servían, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.» Mateo enlaza con Marcos, aunque introduciendo algunos cambios; le interesa establecer que habían sido «muchas mujeres» las que habían estado bajo la cruz; entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, así como la madre de los hijos de Zebedeo, con la cual se identifica la que Marcos llama «Salomé» (cf. también Mt 20,20). El tema aparece a su vez en Lucas con algunas diferencias: «Todos sus conocidos y algunas mujeres que lo habían seguido desde Galilea, estaban allí, mirando estas cosas desde lejos» (Lc 23,29). Los nombres de las mujeres de las que se trata

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según Ia redacción lucana, han sido ya mencionadas antes (Lc 8,1-3) en un escueto resumen sobre la actividad de Jesús en Galilea. Estas eran: «María, la llamada Magdalena (= la de Magdala), de la cual habían salido siete demonios; Juana, la mujer de Cuzá, administrador de Herodes; Susana y otras muchas, las cuales le servían con sus bienes.»

En todas estas listas de nombres sólo uno aparece siempre: el de María Magdalena. También la coincidencia entre Marcos y Mateo es lo bastante clara; los pocos cambios mateanos no aportan mucho. Después los caminos se diversifican por completo. Resulta congruente que algunas mujeres del círculo de Jesús estuvieran junto a la cruz; y entre ellas muy probablemente María de Magdala. Sólo Juan menciona también a María, madre de Jesús. Aunque ciertamente que esto ha sido acogido en la tradición (cf. el conocido himno Stabat Mater), la crítica histórica tiene aquí muchos reparos que oponer. Si Juan quiere mostrar que la muerte de Jesús acaeció de un modo «ordenado», su madre no podía faltar; también tenía que estar presente el «discípulo amado» de Jesús.

Asimismo puede rastrearse aquí la clara tendencia de Juan a eliminar rasgos molestos e incongruentes. La muerte de Jesús debe mantener un cierto «esplendor soberano». Además, las mujeres están bajo la cruz -a diferencia de los soldados- «como representantes de los creyentes».

e) El «testamento» de Jesús (Jn/19/26-27)

26 Cuando Jesús vio a su madre, y de pie junto a ella al discípulo a quien él amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» 27 Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquel momento el discípulo la acogió en su casa.

Difícilmente habrá un pasaje más discutido en la historia joánica de la pasión. Sobre ningún relato se ha cavilado tanto ni se han dado tantas interpretaciones como sobre este breve fragmento.

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Será conveniente intentar comprender el relato desde su contexto más próximo en el Evangelio de Juan, renunciando a otras especulaciones. Para ello hay que partir del hecho de que ambos versículos no sólo constituyen la verdadera aportación específica de Juan en este contexto, sino que se trata además de una creación joánica. En apoyo de lo cual aduce Dauer las razones siguientes: a) los relatos sinópticos de la pasión nada saben de ninguna palabra de Jesús a ninguno de sus seguidores, y nada dicen sobre la presencia de la madre de Jesús o de cualquier discípulo junto a la cruz; b) los vaticinios de Jesús sobre la huida de los discípulos más bien hablan contra tal presencia de alguno de ellos en el Gólgota. Y a este respecto adquiere un peso singular el que también en Jn 16,32 se recoja una tradición sobre la desbandada general de los discípulos, por lo que el propio Juan incurre en una cierta contradicción. La escena entera hay que atribuirla al evangelista. Y sobre el particular opina Dauer: «Lo cual no quiere decir que Juan se la haya inventado caprichosamente. No cabe la menor duda de que Jesús se preocupó de su madre al ver lo crítica que se tornaba su situación. No es, pues, nada inverosímil que hubiera confiado su preocupación al discípulo que le era singularmente leal. Pero el evangelista cambia el lugar y tiempo de esa disposición, trasladándola a la escena de la crucifixión. Posiblemente se trata de una hipótesis atinada; pero sobre la que desde luego nada sabemos, y resulta muy problemático trabajar sobre ese supuesto.

Por lo demás, las dificultades y objeciones afectan, en general, a las interpretaciones mariológicas de este texto expuestas frecuentemente en años pasados y tendentes a establecer la posición singular de la madre de Jesús en el sentido de una mediación universal. En el evangelio de Juan se menciona sólo tres veces a la madre de Jesús: en las bodas de Caná (2,1-11); en 6,42, donde se dice «¿Acaso no es éste el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?»; finalmente, en nuestro texto. Sorprende que las tres veces Juan hable sólo de «su madre», sin mencionar nunca el nombre de «María». La manera de hablar es siempre muy genérica y estereotipada, hasta el

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punto que cabe preguntarse si el cuarto evangelista sabía algo concreto sobre la madre de Jesús. En caso afirmativo ciertamente que no nos lo ha trasmitido.

Añádese a esto que Juan, sobre todo en el relato de las bodas de Caná, establece una gran distancia, y hasta una extrañeza, entre Jesús y su madre. Aun cuando antes se daban rodeos para conceder esto, no debería haber duda alguna de que la respuesta de Jesús a la indicación de su madre: «No tienen vino», equivale a un áspero rechazo: «¿Qué nos va a ti y a mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora.» El revelador Jesús y su madre no se mueven en un plano humano común. Tampoco en 6,42, donde se nombra a José, se da el nombre de María. En la escena de la cruz las relaciones aparecen algo más positivas, pues Jesús se preocupa de su madre momentos antes de morir. Aunque tampoco aquí desaparece en modo alguno la distancia, como lo atestigua el tratamiento de «mujer» (y no «madre»). Ahí parece apuntar el presente pasaje: «Las palabras de Jesús tienen el carácter de una última disposición, es decir, se trata en algún modo de la solicitud por los que se quedan, ya sea en un sentido material o figurado. Pero ¿cuál es aquí la preocupación dominante de Jesús, la de su madre o la del discípulo? El sentido más natural es sin duda el de que Jesús, como hijo en trance de separarse, toma precauciones en favor de su madre que sigue en el mundo».

Según Ex 20,12-23, era deber legal de un hijo ocuparse de su madre 115. Esa tarea ya no puede cumplirla ahora Jesús; de ahí que instituya al «discípulo a quien amaba» como sucesor y representante legal suyo. «Legalmente una mujer debía estar siempre confiada al cuidado de un pariente varón. Y ése fue el encargo que Jesús confió al discípulo que le estaba especialmente aficionado». En el trance de su partida Jesús quiere dejarlo todo perfectamente en orden. Esa es la interpretación que defendió ya Tomás de Aquino 117. También J.S. Bach la presenta en su pasión según san Juan:

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«Se cuidó de todo en la última hora y aún pensó en su madre dándole un tutor. Hombre, obra con rectitud, ama a Dios y al hombre, muere sin ninguna pena y no te atormentes» (Coral, n.° 56).

La figura del «discípulo a quien amaba» Jesús tampoco se esclarece más con el presente pasaje. Lo único que se dice es que estaba junto a la cruz, revistiendo probablemente una función de testigo, a la que se alude de modo explícito en 19,35. Desde el punto de vista del texto parece en cierto modo muy natural que ese discípulo, singularmente amado de Jesús asuma también en el futuro el cuidado de la madre de Jesús.

Mas ¿no late al mismo tiempo en esta escena un sentido profundo y simbólico? R. Bultmann piensa al respecto: «Evidentemente esta escena, que frente a la tradición sinóptica no puede esgrimir ninguna pretensión de historicidad, tiene un sentido simbólico. La madre de Jesús, que permanece junto a la cruz, representa al judeocristianismo que ha superado el escándalo de la cruz. El cristianismo gentil, que representa el discípulo amado, recibe el encargo de honrarlo como a su madre, de la que procede, mientras que al cristianismo judío se le ordena entrar en la casa del cristianismo gentil, es decir, debe saber incorporarse a la gran comunidad eclesiástica. Y esas instrucciones descienden de la cruz, lo que vale tanto como decir que son instrucciones del Jesús exaltado, y su sentido es el mismo que el de sus palabras en la oración de 17,20s; la plegaria por los primeros discípulos y por quienes a través de su palabra llegarían a la fe...» 118. Sobre esta concepción se ha ejercitado merecidamente la crítica. Es atinada desde luego la afirmación de que en Juan hay que contar con un alcance simbólico de la escena; pero entonces será necesario elaborar ese simbolismo desde el conjunto de la teología joánica, sin que se le pueda introducir desde fuera como un episodio curioso. Schunmann observa: «No debería ser necesaria prueba alguna para demostrar que, en el evangelio espiritual de Juan, la última voz del crucificado, puesta tan de relieve, no sólo debe regular la solicitud terrena por María, sino que

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tiene además otro alcance; también los otros rasgos narrativos de la escena de la crucifixión desembocan en un sentido simbólico dentro del contexto inmediato». La interpretación del propio Schurmann suena así: «El discípulo, al que Jesús amaba, está al pie de la cruz como testigo de la tradición (autor) del Evangelio de Juan. En María son confiados a ese discípulo, y con él a su evangelio, todos cuantos esperan su salvación del Exaltado, los que desean acoger su palabra. Desde la cruz Jesús mismo declara en cierto modo ese Evangelio como «canónico » y obligatorio para la Iglesia. De esta forma el Exaltado establece desde la cruz y para todos los tiempos la unidad de los creyentes, que según Jn 17,20s se realiza mediante la transmisión de la palabra por obra de los discípulos encargados. Con esta última disposición, presentada con singular eficacia, Jesús sabe que está consumada (cf. 4,34; 19,28.30; cf. 5,36; 14,31) la obra, que el Padre le había encargado (17,4). La formación de la única Iglesia por la palabra es la coronación de la obra terrena de Jesús». Tal explicación se nos antoja al menos plausible, ya que arranca de las peculiaridades y tendencias joánicas. Resulta, no obstante, problemático que la idea de la unidad de la Iglesia pueda ocupar tan resueltamente el primer plano, idea que más bien parece expresada con la «túnica sin costura».

Habrá que partir del hecho de que ese «testamento de Jesús» supone ante todo la clara separación que tiene lugar entre Jesús y «los suyos». Jesús los deja en el mundo, y entre ellos a su propia madre y al «discípulo a quien amaba». Con ello cobran nueva fuerza, desde luego, todas las afirmaciones que de cara a su partida hizo Jesús en sus discursos de despedida sobre los que «seguían» en el mundo. En esta hora se cumple, por tanto, la palabra de Jesús: «Sin embargo, yo os digo la verdad: os conviene que me vaya» (Jn 16,7). Su muerte es la condición para la existencia de la comunidad de discípulos en el mundo, de tal modo que este «testamento de Jesús» podría muy bien ser la carta fundacional de la «Comunidad de Jesús según el sentir de Juan». En este pasaje hay que volver a considerar una vez más el comienzo de los discursos de

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despedida, el capítulo 13. Allí el lavatorio de los pies representaba una exposición anticipada de la muerte de Jesús como la muerte de amor hasta el extremo de 13,1 se coge en 19, 28ss: «Consciente Jesús de que todo quedaba ya cumplido...» Por lo mismo habrá que entender los v. 26s como expresión de dicho cumplimiento; ello quiere decir que, como levantado sobre la cruz, Jesús instituye la comunidad de «los suyos» al poner en mutua relación para el futuro, de forma simbólica y vicaria, a María y al discípulo «que él amaba». Aquí se muestra además el mandamiento del amor: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (13,34). Hoskyns dice por ello atinadamente: «Del sacrificio del Hijo de Dios procede la Iglesia, y la vinculación del discípulo amado y de la madre del Señor prefigura y proclama de antemano el amor de la Iglesia de Dios».

Echando todavía un vistazo desde este punto a la serie de escenas que se suceden en el relato joánico de la crucifixión de Jesús, parece posible reconocer su interna conexión teológica. Los versículos 16b-18 empiezan por referir el hecho y el lugar de la crucifixión de Jesús. Los versículos 19,22, con la disputa acerca de la inscripción de la cruz, establecen definitivamente, gracias a la negativa de Pilato a cambiar su tenor, a la faz del mundo la realeza de Jesús (cf. las tres lenguas) matizada a lo largo del proceso. El reparto de los vestidos (v. 23s) confirma por una parte (¡y con qué exactitud!) el cumplimiento de la Escritura, y por otra alude también a la unidad de la comunidad de Jesús. Finalmente, el fragmento textual de v. 25-27 describe la fundación de la comunidad de creyentes al pie de la cruz; esa comunidad de Jesús, simbolizada por María y el discípulo amado, queda obligada al mandamiento del amor «hasta el extremo» y del «amaos los unos a los otros».

5. LA MUERTE DE JESÚS (Jn/19/28-30)

La descripción de la muerte de Jesús, en Juan, corre lógicamente hacia la descripción de su final victorioso.

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28 Después de esto, consciente Jesús de que todo quedaba ya cumplido, para que se cumpliera la Escritura dice: «Tengo sed.» 29 Había allí un jarro lleno de vinagre; pusieron, pues, en una caña de hisopo una esponja empapada en el vinagre y se la acercaron a la boca. 30 Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: «¡Todo se ha cumplido!» E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.

La palabra clave teológica con que Juan describe la muerte de Jesús es el verbo «consumar» o «cumplir» (griego teleioun), que en este contexto aparece hasta tres veces. Jesús sabe, es «consciente» de que ahora todo se ha «cumplido». Estamos ante aquella ciencia del revelador acerca de su camino y de la tarea que debía llevar a término. El versículo 28 establece de forma lapidaria que esta tarea estaba terminada. Así que ahora sólo falta el cumplimiento de la Escritura: «Por alimento me sirven el veneno, por bebida a mi sed me dan vinagre» (Sal 69,22). Esas palabras escriturísticas y su cumplimiento los ha tomado Juan de la tradición (cf. Mc 15,36). Pero, al hablar también aquí de cumplir, señala que, con ese suceso, el cumplimiento de la Escritura toca a su final, que también ella «se cumple.»

Por lo demás, el cuadro de Juan difiere del de Marcos. Según /Mc/15/34-46: «Clamó Jesús con voz potente: Eloí, Eloí, lamá sabajzaní, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», grito que los circunstantes interpretaron mal imaginando que Jesús invocaba la ayuda de Elias. «Corrió entonces uno a empapar una esponja en vinagre, y poniéndola en la punta de una caña, le daba de beber diciendo: ¡Dejadlo! Vamos a ver si viene Elías a bajarlo» (cf. 27,46-49). Tanto Marcos como Mateo destacan más el hecho cruel y penoso de la muerte de Jesús. Esa muerte aparece introducida por «grandes tinieblas» a modo de una aflicción o un luto cósmico; lo pavoroso, que acontece con la muerte de Jesús, queda envuelto en noche profunda. Y a todo ello se suma el desamparo de Jesús por parte de Dios. Es pues falsa, al menos en la interpretación de Marcos, la idea expuesta a menudo -y derivada del hecho de que

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Jesús toma en sus labios los versículos introductorios del Salmo 22, que termina con una alabanza y acción de gracias (Sal 22,23-32)- de que no se trataría en modo alguno de una expresión del abandono divino, sino que Jesús contemplaría más bien lleno de confianza su próximo triunfo. Marcos ciertamente que no ha querido decir eso, como lo atestigua claramente la mala interpretación aneja: «Mira, está llamando a Elías ..», así como la observación: «Vamos a ver si viene Elias a bajarlo.» En Marcos no ocurre ningún milagro, como tampoco aparece ninguna transfiguración de la muerte de Jesús. Jesús muere lanzando un grito. Sólo después se suceden diversas señales, la rasgadura del velo del templo y la confesión del centurión: «Realmente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,38-39); señales que Mateo amplía (Mt 27,51-53). Al tener la muerte de Jesús una importancia escatológica, introduce también el cambio escatológico de eones y con él la resurrección general de los muertos. La exposición de Lucas sigue su propio camino poniendo de relieve la resignación de Jesús hasta el final. El tenor de la última palabra de Jesús fue éste, según Lucas: «Entonces Jesús, exclamando con voz potente, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y, dicho esto, expiró» (Lc 23,46).

Fácilmente pueden descubrirse las tendencias que presenta la interpretación posterior a Mc de la muerte de Jesús. Se puede hablar ya de una tendencia a transformarlo en héroe. En Marcos Jesús padece la muerte en el abandono de Dios y en la aflicción; acaba su vida con un grito inarticulado; lo que sin duda podría estar muy cerca de la verdad histórica. Lucas describe ya la muerte del varón justo y piadoso, la muerte del Salvador que hasta el último instante acoge a los pecadores y luego encomienda su alma a Dios. En Juan es la muerte del revelador, del testigo regio de la verdad, que hasta el último momento cumple su obra, obediente a la voluntad del Padre; esa muerte es la victoria escatológica sobre el cosmos y su príncipe. Con esta imagen ya no encaja en modo alguno el abandono de Dios. Aquí muere alguien que de hecho ha llevado a término su obra, incluso con las últimas recomendaciones, que imparte desde la cruz. Por eso, todo

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cuanto aquí ocurre debe ir nimbado del resplandor fulgurante de la consumación. De ahí que la última palabra de Jesús en el relato joánico sea lógicamente ésta: «Todo está cumplido.» Esa palabra es el sello y firma puestos a la obra de Jesús, a su revelación de Dios, que culmina en esa muerte como la consumación del amor.

6. EL COSTADO DE JESÚS, TRASPASADO (Jn/19/31-37)

31 Entonces los judíos, porque era la parasceve, para que los cuerpos no quedaran en la cruz el sábado -pues aquel sábado era día de gran solemnidad-, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. 32 Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y luego las del otro que había sido crucificado con él. 33 Pero, cuando llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, 34 sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y al momento salió sangre y agua. 35 Y el que lo vio ha dado testimonio de ello, y ese testimonio suyo es verdadero, pues él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. 36 Porque esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán hueso alguno.» 37 Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron.»

El relato pertenece al acervo propio de Juan y es probable que tenga un «origen relativamente tardío». Aquí no hay conexión alguna con la tradición joánica. Hasta qué punto, sin embargo, se encuentran bajo el texto joánico determinadas tradiciones peculiares con noticias históricas, es algo que no se puede establecer con seguridad. No obstante la referencia a la execración de los colgados (Dt 21, 22s) se da también en Pablo (Gál 3,13), lo que bien podría aludir a una antigua polémica anticristiana. Tampoco la alusión a la autoridad del testigo presencial (v. 35) aporta demasiado, pues incluso en este relato el genuino propósito del evangelista está en el plano de la afirmación teológica. Esos propósitos teológicos son ciertamente los que conviene conocer bien. Al evangelista

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le interesa documentar la realidad de la muerte de Jesús. En segundo lugar parece que intenta una afirmación simbólica, que se refiere a la Iglesia. En tercer lugar se trata una vez más de comprobar el cumplimiento de la Escritura y, junto con ello, una tipología pascual. Las dos citas escriturísticas al final de la pieza constituyen la clave de todo el episodio. Incluso después de muerto Jesús, así empieza el relato, los judíos siguen empeñados en descargar sobre Jesús todo el rigor de la ley; y ello, evidentemente, porque de los colgados del madero se temía una contaminación de todo el país, especialmente en el supremo día festivo. Detrás se encontraba el texto legal: «Si un hombre ha cometido un delito digno de muerte, y ha de ser ajusticiado, le colgarás de un árbol; pero no permitirás que su cadáver pase la noche en el árbol, sino que sin falta lo enterrarás ese mismo día; pues un hombre colgado de un árbol es una maldición de Yahveh, y no has de mancillar la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar en herencia» (Dt 2t,22s). La prohibición se refería originariamente a los colgados o ahorcados, pero se amplió luego a los crucificados. Puede compararse con esto una noticia de Flavio Josefo que, con ocasión del homicidio del sumo sacerdote Anás y de un hombre, llamado Jesús, por obra de los idumeos, aliados en la guerra judía con los zelotas, dice así: «Cometieron su crimen hasta el extremo de que dejaron sin sepultar los cadáveres, aunque los judíos se preocupan en tal grado de enterrar a los muertos, que incluso bajan de la cruz y sepultan antes del ocaso los cadáveres de quienes son condenados a morir crucificados» 123. También en este pasaje se muestra Juan, como de ordinario, bien informado de las ideas y costumbres judías. Explica el proceder de los judíos mediante la referencia a la parasceve. Según su exposición lo era aquel viernes santo en un sentido doble: respecto del sábado que ya empezaba y respecto de la gran fiesta de pascua; por lo que se dice: «Aquel sábado era día de gran solemnidad.»

En consecuencia, los judíos ruegan a Pilato que se practique con todos los crucificados el crurifragium, el «quebrantamiento de las piernas»; tormento que sólo se

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podía infligir para acelerar la muerte, caso de que ésta no hubiera aún ocurrido, como lo indica claramente el texto. Pilato imparte la orden oportuna, que los soldados cumplen en los dos hombres crucificados con Jesús. «Pero, cuando se llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y al momento salió sangre y agua.» Sobre el dato opina Blinzler: «Llegaron, pues, unos soldados romanos y mataron a los dos ladrones, rompiéndoles los huesos de las piernas con una clava de hierro. Pero con Jesús se abstuvieron de hacerlo al comprobar que ya era difunto. Sin embargo, para estar más seguros de que no fuera bajado de la cruz con algún aliento de vida, uno de ellos le golpe6 el costado con su lanza. La salida de sangre y agua le demostr6 que, efectivamente, ya había acaecido la muerte». Estas reflexiones sólo afectan a una parte de la exposición. Lo que Juan ha pretendido con esta escena ha sido dar una «prueba» irrefragable de la muerte de Jesús.

Ciertamente que la lanzada la dan no tanto «para estar seguros de que Jesús estaba realmente muerto», cuanto «para que se cumpliera la Escritura», aunque esta idea pueda resultar pintoresca al lector moderno. En ella debe verse una acción simbólica, que como tal es imputable especialmente al evangelista. La aplicación -habitual desde los padres de la Iglesia- a los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, sigue contando con más posibilidades que la simple interpretación realista. Y ello, sobre todo, porque la herida del costado es también, según Juan, un importante atributo del Resucitado (cf. 20,20.25ss), o dicho de otro modo, es una señal de Cristo resucitado. «El evangelista se sirvió de una palabra muy estudiada, pues no dijo que perforó su costado, le hirió o algo parecido, sino que dice le golpeó, lo cual en cierto modo evoca la imagen de una herida abierta y sugiere, con la interpretación de los padres, la apertura de la puerta de vida de donde fluyen los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no es posible entrar en la vida verdadera. Aquella sangre fue derramada para el perdón de los pecados; aquel agua, que colma el

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cáliz saludable, asegura tanto el baño como la bebida» 126.

Se encuentra en este pasaje la referencia a un testigo: «Y el que lo vio ha dado testimonio de ello, y ese testimonio suyo es verdadero, pues él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis.» La referencia debe refrendar la fiabilidad del relato, y difícilmente cabe poner en duda que el evangelista quiere revocarse aquí a un fiador y a su testimonio concreto. Por lo demás, el concepto joánico de testigo no apunta sólo a la realidad externa y fáctica, sino que incluye también aquellos elementos que en definitiva sólo son accesibles a la fe. Se trata de una testificación cualificada, en la que no basta con haber «visto» como un acontecimiento de revelación, es decir, en su alcance teológico. Se trata de un testimonio creyente, que a su vez puede suscitar una nueva fe. En un sentido general hay que aceptar sin más que ese testimonio creyente se remonta al primer círculo de discípulos de Jesús, al que pudo haber pertenecido ese fiador del evangelista, que nosotros, desde luego, no conocemos por otros documentos. Hasta qué punto están en relación con esto las peculiaridades históricas es otro problema, en el que no podemos entrar.

Sigue todavía la referencia al cumplimiento de dos pasajes escriturísticos: «No le quebrantarán hueso alguno» se refiere a Ex 12,46, en que se dice del cordero pascual: «No quebraréis ninguno de sus huesos» 128. En la mente de Juan se tratará sin duda de una tipología pascual: Jesús es el nuevo, verdadero y escatológico cordero pascual, que para los cristianos sustituye el orden antiguo. Con él se impone un nuevo orden (la nueva alianza). Ya lo había dicho Pablo: «Echad fuera la levadura vieja, para que seáis masa nueva, lo mismo que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo. Así pues, celebramos la fiesta, no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad» (lCor 5,7-8). Que Cristo sea «nuestra pascua» difícilmente podría ser una idea especifica de Pablo; es una concepción de la tradición comunitaria prepaulina, con la

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que también puede estar relacionada la concepción joánica. La segunda fase bíblica suena así: «Mirarán al que traspasaron», que se refiere a un texto profético: «Y mirarán a aquel a quien traspasaron. Y harán duelo por él como se hace duelo por el hijo único, y llorarán amargamente por él como se llora amargamente por el primogénito» (Zac 12,10b). En Zacarías el «traspasado» es un personaje nimbado de misterio, cuya identificación resulta bastante discutible. Horst piensa sobre el particular: «Así pues, hay que ver conjuntamente la muerte de uno y la aniquilación de muchos, de los opresores, y habrá que valorar sin duda la muerte precedente de uno como la causa para la aniquilación de los enemigos... Habrá que pensar en la muerte sacrificial y expiatoria de un inocente para que salve de la opresión del enemigo..., y la alusión bien podría derivar de un mito escatológico, que no conocemos por otra parte». Para Juan ese «traspasado» es Jesús, al que ahora habrán de contemplar todos para su salvación (cf. también 3,14ss). Se le señala ya con el dedo, como resucitado que lleva las heridas como una marca permanente de su humanidad, de su pasión y de su muerte. Quien lo mira consigue salvación y vida; quien pasa de lejos incurre en el juicio. Así esta última escena junto a la cruz encaja por completo en el marco de la teología joánica de la elevación de Jesús. También el último acto de la pasión representa una suprema glorificación de Jesús; hasta los soldados que perforan el costado de Jesús con la lanza, sirven a un oculto designio divino, a saber: demostrar que ese crucificado es el salvador del mundo, el acceso a la salvación para todos.

7. SEPELIO DE JESÚS (Jn/19/38-42)

38 Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente, por miedo de los judíos pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato se lo permitió. Entonces fue y se llevó el cuerpo de Jesús. 39 Llegó también Nicodemo, aquel que al principio fue a buscar a Jesús de noche; traía una mezcla de mirra y áloe como de unas cien libras de peso. 40 Tomaron el

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cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, según es costumbre de sepultar entre los judíos. 41 Había un huerto en el lugar donde fue crucificado Jesús, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que aún no había sido colocado nadie. 42 Y allí, por ser la parasceve de los judíos, colocaron a Jesús, ya que el sepulcro estaba cerca.

Los cuatro evangelistas refieren que Jesús, después de morir en la cruz, fue bajado de ella y sepultado (Mc 15, 42-47; Mt 27,57-61; Lc 23,50-56; Jn 19,38-42). Pese a la comprensibilidad no desfavorable, propia de esas historias de la deposición en el sepulcro, son grandes las dificultades que presentan tanto en el aspecto de la tradición como de la historia. Habrá, por consiguiente, que mostrarse muy cauto en sacar unas conclusiones históricas directas, aun cuando no pueda excluirse la posibilidad de una sepultura rápida. En el aspecto literario, hay que pensar que las historias del sepelio escritas por los evangelistas no deben interpretarse sin las subsiguientes historias pascuales; aquéllas preparan la aparición de éstas mediante una serie de rasgos peculiares. Para Juan esto significa, dado que, según su relato, el entierro de Jesús tiene efecto con todos los requisitos ordenados, incluida la unción del cadáver, lo cual representa a su vez una fuerte discrepancia con los sinópticos no superable, que también en él se desarrolla un motivo importante para la ida de las mujeres al sepulcro la mañana de pascua.

Acerca de los distintos rasgos peculiares advierte J. Blinzler: por la ley ordinaria los cadáveres de los ajusticiados pertenecían al Estado romano, que en la negativa de la inhumación veía un castigo o una deshonra suplementaria. La entrega de un ajusticiado para su sepultura sólo podía lograrse por la vía de un acto de gracia de la administración, que dependía del capricho del respectivo magistrado. Parece que fue sobre todo el emperador Augusto el que reguló tales ritos. El judaísmo atribuía el máximo valor a un enterramiento honroso, y a ser posible en un sepulcro familiar. A los ajusticiados se les negaba ese honor. Para ellos había establecidos dos lugares de

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enterramiento público, uno para lapidados y quemados, y otro para decapitados y ahorcados. Los pecadores no debían reposar junto a los piadosos, a fin de que éstos sufrieran deshonor.

El enterramiento de Jesús, tal como lo cuentan los evangelistas, parece haberse realizado en este marco común. La iniciativa no parece, por lo demás, que haya partido de los judíos según lo presenta Juan, porque de ser así, Jesús habría sido arrojado a la sepultura común de los criminales; José de Arimatea habría llegado demasiado tarde con su petición. Todo el relato es una inserción en tensión patente con la historia tradicional del enterramiento

Según el relato de Marcos (Mc 15,42-47) -que también aquí constituye la base de los otros dos sinópticos- la iniciativa de enterrar a Jesús partió de un hombre llamado José de Arimatea. Marcos lo describe como un «miembro ilustre del sanedrín, el cual esperaba el reino de Dios» (v. 43), que de una parte estaba cerca de Jesús y de su movimiento, y de otra como miembro del Sanedrín reunía también las condiciones para llegar a un acuerdo con el procurador. El personaje de José de Arimatea, firmemente anclado en las historias tradicionales, de la inhumación de Jesús, es un apoyo importante para atribuir a esa tradición un «núcleo histórico»; sobre todo tratándose de una persona a la que no volvemos a encontrar en ninguna otra parte, y que pertenecía a una clase social distinta de la que formaban los discípulos de Jesús. Según Marcos, la bajada del cadáver y su deposición en el sepulcro hubieron de realizarse a toda prisa. La tarde avanzaba y con la puesta del sol empezaba el sábado en que debía cesar todo tipo de actividad.

Por ello José de Arimatea acude apresuradamente a Pilato, el cual se extraña de que Jesús haya muerto tan pronto. Pilato se hace confirmar la muerte de Jesús por el centurión romano que había dirigido la ejecución, y entrega después el cadáver de Jesús. Acto seguido José compra una sábana, baja a Jesús de la cruz, envuelve el cadáver en el lienzo «y

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lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca; luego hizo rodar una piedra sobre la puerta del sepulcro» (v. 46). Para el ulterior desarrollo de la historia en Marcos es importante que la premura de tiempo no permita la unción del cadáver de Jesús, y también la observación final: «María Magdalena y María, la madre de José, estaban mirando dónde quedaba depositado» (v. 47). La mañana de pascua emprenderán la marcha hacia el sepulcro.

En Juan (19-38-42) no hay rastro alguno de la premura de tiempo, de la prisa, ni de las deficiencias consiguientes en la inhumación de Jesús. El entierro tiene efecto más bien con toda solemnidad y con toda la solicitud que merece el cadáver de Jesús. También aquí es José de Arimatea el que toma la iniciativa; Juan lo presenta como «discípulo de Jesús, pero secretamente, por miedo a los judíos». Pilato le entrega el cadáver de Jesús sin más detalles. Luego lo quita de la cruz.

Como segunda figura aparece en Juan, además, Nicodemo, «aquel que, al principio, fue a buscar a Jesús de noche» (alusión al c. 3: 3,1.4.9; cf. 7,50). También él pertenecía al estrato de los judíos acomodados, lo que se demuestra, entre otras cosas, por el hecho de traer «una mezcla de mirra y áloe como de unas cien libras de peso» para ungir al difunto. Juan quiere indicar con ello que nada faltó, que hubo abundancia de todo. Embalsamar los cadáveres no era habitual entre los judíos, a diferencia de lo que ocurría en Egipto, pero sí la unción con aceite, al que se mezclaban perfumes.

Así pues, el cadáver de Jesús fue ungido y perfumado, después lo envolvieron en lienzos «según es costumbre de sepultar entre los judíos» (cf. la resurrección de Lázaro en el c. 11, especialmente v. 44). Con este dato se quiere significar que Jesús tuvo una inhumación modélica según la costumbre judía. La sepultura de Jesús se describe en los v. 41-42, donde se deja sentir la inclinación del evangelista a presentar un cuadro lo más preciso posible.

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Cerca del lugar de la ejecución había un huerto, y en él un sepulcro nuevo, en el que todavía no había sido depositado nadie: a la persona del hijo de Dios le corresponde un honor especial incluso en la muerte. Allí fue llevado Jesús. La alusión a la «parasceve de los judíos... ya que el sepulcro estaba cerca» es, sin duda, reminiscencia velada de una tradición o documento anteriores, que como Marcos hablaba de una inhumación apresurada. Pero de eso, como hemos visto, ya no es mucho lo que podemos rastrear en Juan................ 89. Cf. también sobre este punto 5,41-47, especialmente eI v. 43; 10, 1.8.10.12. 90. TOMAS DE AQUINO, Comentario a Juan, n. 2373-2378. 100. Se trata sin duda de una formación analógica sobre Lc 21,20-24, en que el tercer evangelista alude asimismo a la destrucción ya ocurrida de Jerusalén. 115. Cf también Pr 23 22; 30,17, Eclo 3,16, 4,10. 117. Comentario a Juan, n.° 2441. 118. BULTMANN, Johannes, p. 521. 123. JOSEFO, Bell. IV, 317-318. 126. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de Juan 120,2 (BAC, Madrid 1957, p. 713). 128. Cf. también Núm 9,12; Sal 34 21 dice del «justo»: «Él (Yahveh) preserva sus huesos, sin que alguno de entre ellos se fracture»; pero dicho texto no hace al caso, según la versión griega de los Setenta.

CAPÍTULO 20

RELATOS DE PASCUA (20,1-18)

Como los otros tres evangelios también el de Juan se cierra con el mensaje pascual de la resurrección de Jesús. El revelador y donador de vida, Jesús, que como Logos hecho carne, estaba desde el principio esencialmente ligado a Dios, no podía quedar prisionero en la muerte. Para él la muerte no era más que el necesario estadio de paso en su camino hacia el Padre. Y así surge también aquí nuestra pregunta: ¿Cómo ha entendido Juan, por su parte, el mensaje de pascua, que como tal era un bien común del cristianismo primitivo? ¿Dónde radica para él la importancia del hecho pascual? En la respuesta a esta pregunta no podemos evitar ciertamente los problemas que según parece dificultan hoy el camino de la fe pascual.

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1. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS EN LA CONTROVERSIA ACTUAL

La muerte y sepultura de Jesús no representan la última palabra para la tradición neotestamentaria sobre el Señor. Más bien se marca para que la persona de Jesús fue conocida después por los discípulos bajo una nueva actividad. El mensaje de que Dios había resucitado al crucificado Jesús, la fe pascual, pertenecía desde el principio al evangelio tal como la comunidad primitiva lo presentó ante la opinión pública. «A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello... Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,32.36), afirma Pedro en su sermón de pentecostés, que bien pudiera conservar una tradición antigua (cf. Rom 1,3; lCor 15,4).

Ese mensaje de la resurrección de Jesús no es ningún apéndice suplementario, y en el fondo superfluo, al relato de los evangelios sobre Jesús, sino que expresa las nuevas relaciones con Jesús de Nazaret en que se supieron tanto la comunidad como los propios evangelistas después de pascua; para ellos la persona y la causa u obra de Jesús no había terminado en modo alguno sobre la cruz; antes bien se mostraron como iniciadores que podían poner en marcha un nuevo movimiento o desarrollo.

Así se llegó después del viernes santo a la formación de la comunidad escatológica de salvación, que se caracterizaba por la fe en Jesús Mesías, a la formación de la Iglesia primitiva, a la formulación y proclama del evangelio, según el cual se predicaba el Mesías crucificado, Jesús, como Hijo de Dios resucitado de entre los muertos, como Señor y redentor, como el acto salvador de Dios. Después se llegó a la misión de los gentiles y a la liberación de la piedad legalista judía. En una palabra, se acometieron las más diversas iniciativas, que acabaron por hacer del cristianismo la «religión del mundo», la fe universal de los pueblos.

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No representa ciertamente ningún problema el que, de acuerdo con el testimonio de los escritos neotestamentarios, el acontecimiento inicial que desencadenó los procesos mencionados, y sobre todo la formación de la comunidad y la predicación pública de Jesús Mesías, esté directamente relacionado con el complejo de cosas que, de manera más o menos global, designamos como resurrección de Jesús. Cualquiera que sea la interpretación que se dé a la fe pascual de la Iglesia primitiva, no se puede pasar por alto el problema de ese acontecimiento inicial, tal como lo describimos provisionalmente, en el sentido de que después del viernes santo, tuvo lugar un nuevo comienzo para los discípulos de Jesús, y que ese nuevo comienzo reclama una explicación satisfactoria. Se trata de esta pregunta: «¿Qué ocurrió después de la muerte de Jesús y antes de la predicación de la Iglesia?.

«Todo lo anterior aparece a una nueva luz, y eso a partir de la fe pascual en la resurrección de Jesús y sobre la base de esa fe. Si la persona y obra de Jesús aparecen a la luz de la fe pascual, quiere decir que su importancia no se apoya en los años transcurridos ni en una modificación de la idea de Mesías. Significa más bien que la venida de Jesús es el acontecimiento decisivo, por el que Dios ha convocado a su comunidad, que a su vez es ya un acontecimiento escatológico. Más aún, el auténtico contenido de la fe pascual es que Dios ha convertido al profeta y maestro Jesús de Nazaret en el Mesías». Tampoco ahí se pasa por alto que el hecho de la cruz de Jesús con sólo que se pretenda trasponer de algún modo su alcance religioso, social y político al trasfondo sociológico de aquella época, podría constituir un estorbo casi insuperable para cualquier tentativa de mantener la «causa de Jesús» o de enlazar cualquier tipo de nuevas esperanzas con su capacidad de futuro. Desde una perspectiva humana la probabilidad de continuación del movimiento de Jesús, después de aquel final del Maestro era extraordinaria- mente pequeña. Una conexión con el mensaje prepascual de Jesús tendría que contar en todo caso con esta dificultad, en modo alguno despreciable. Por consiguiente, no podía tratarse de

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continuar sin ruptura allí donde Jesús había terminado. En la pregunta ¿supone la ejecución de Jesús el viernes santo una ruptura para el grupo de discípulos, o hubo una continuidad que hizo posible la fundación comunitaria después de pascua, pese al viernes santo? Discrepan los puntos de vista. Ésta es la opinión reciente de Schillebeeckx: «Es verdad que los discípulos han experimentado el final efectivo de la vida de su Maestro como una sacudida, cayendo por ello -cosa bastante comprensible- en el pánico de la fe escasa; mas no experimentaron ninguna ruptura en su fe, como consecuencia de esos últimos acontecimientos». Según él, la ruptura habría que «ponerla ya en la aparición del Jesús histórico... en la oposición contra él y en el rechazo de su mensaje». «Ya antes de Pascua dice Jesús, al menos en cuanto al contenido, que su causa continúa. Eso no es sólo una visión creyente, que se apoye de manera exclusiva en la experiencia pascual de los discípulos; es su evidencia, que crea la posibilidad para la interpretación posterior de los cristianos y pone la base para ello». Schillebeeckx aduce además el ejemplo de Juan Bautista: «Si los exegetas y teólogos que parten de la muerte de Jesús como ruptura (y por lo mismo no sólo del repudio humano de Jesús como ruptura auténtica) quieren convencerme de su idea, deberán explicarme antes por qué, después de la decapitación de Juan Bautista el movimiento joanista pudo continuar en territorio judío, como si nada hubiera ocurrido».

Ciertamente que ambos casos no son iguales por completo; median diferencias importantes que Schillebeeckx evidentemente no ha tenido lo bastante en cuenta. Juan Bautista fue ejecutado por Herodes Antipas, gobernante de Galilea por entonces, en la fortaleza de Maqueronte, sin publicidad alguna; entre el encarcelamiento del predicador y su ejecución pasó un intervalo de tiempo bastante largo. En ese tiempo parece ser que sus discípulos pudieron visitarle, sin que se rompieran por completo los contactos con el mundo exterior (cf. Mt 11,2ss, par Lc 7,18ss). Eso quiere decir que el movimiento baptista proseguía, alentado por los discípulos de Juan, ya sin él, aunque vivía

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aún. Por el contrario, el arresto y muerte de Jesús ocurrieron de forma mucho más repentina; además Jesús fue ejecutado a la luz pública en Jerusalén, «cerca de la ciudad». En su ejecución intervinieron también las supremas autoridades judías, cosa que no ocurrió en el caso de Juan. Además, Jesús fue desacreditado por las autoridades religiosas. Una continuación del movimiento de Jesús debería contar en cualquier caso especialmente en Jerusalén, con la atención de la jerarquía judía, y menos ciertamente con la del procurador romano.

Después de su muerte, Juan Bautista no es proclamado personalmente Mesías, aun cuando entre sus seguidores hubiese quienes habían conectado con él esperanzas escatológicas. Los discípulos de Jesús, en cambio, proclaman al crucificado como «Señor y Mesías». Esta proclama de Jesús como «Mesías» e «Hijo del hombre» sólo tiene sentido en un ambiente judaico. Sería necesario saber -y los textos también lo confirman, cf. lo dicho antes sobre Mc 15,29-32- que con esa predicación de «el crucificado Jesús de Nazaret es el Mesías prometido», uno se exponía a la crítica pública, y justamente en un punto capital de la expectativa judía de salvación. Se requería una motivación muy fuerte para iniciar, pese a todo, esa predicación. Con otras palabras, en el caso de Jesús las condiciones de partida después de su ajusticiamiento en cruz eran incomparablemente más difíciles que en el caso de Juan Bautista.

Pero, aun valorando en toda su importancia las mencionadas dificultades, hay que convenir con Schillebeeckx que no se trata de una ruptura absoluta. Lo que enseña y practica (Jesús) causa un escándalo continuado, que o bien provoca la respuesta espontánea de confianza y amor, o bien se atrae agresiones mortales. Al escándalo de la cruz precede ya el escándalo de Jesús de Nazaret. Tampoco el recuerdo de Jesús se les había borrado repentinamente a los discípulos; quedaban preguntas y enigmas sobre los que habrá que seguir pensando y hablando. Que persistían los lazos con la comunidad prepascual de Jesús, lo atestiguan precisamente los relatos

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de apariciones de los evangelios, cuando describen el encuentro en el resucitado como un reconocimiento. En ningún caso esto parece suficiente, para dar una explicación del nuevo comienzo después de pascua. Se podría entender, en cierto modo, que los discípulos, que estaban bajo la impresión de la personalidad de Jesús, de su conducta y actuación, es decir, los discípulos que habían experimentado en sí mismos la fuerza liberadora de su obra, siguieran manteniéndose fieles al mensaje del Maestro y, tras algún tiempo, cobrasen ánimo para continuar la causa de Jesús con sus grupos. Mas por esa vía resulta aún mucho más difícil llegar a comprender cómo Jesús de Nazaret, el crucificado, pudo llegar a convertirse en el contenido de kerygma, del evangelio predicado. Y es que no sólo se afirma que Jesús estaba en lo cierto con su mensaje, no obstante el viernes santo, sino que ahora el propio viernes santo pasa a formar parte del objeto y contenido central de la nueva fe, y ello desde luego en conexión con la proclama de que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

Si Pablo puede llegar a definir el evangelio como logos tou staurou (= palabra de la cruz, lCor 1,18), no se trata de ningún masoquismo, capaz de transformar el dolor y el fracaso en un gran éxito. Y no es masoquismo porque la fe pascual va ligada a la idea de que con la resurrección de Jesús ha empezado la nueva creación. Frente a las numerosas tentativas que pretenden explicar la continuidad entre la situación prepascual y la que siguió a la pascua de un modo puramente histórico-psicológico, hemos de señalar que tales tentativas no están lo bastante a salvo contra el reproche de un pensamiento interesado, que querría convertir el fracaso de Jesús en un éxito. Sin una clara argumentación teológica aquí no se logra nada.

Además, sobre la base de la fe pascual, la relación de la comunidad pospascual de Jesús con su Maestro no sólo se entiende como una conexión histórica retrospectiva con la personalidad del fundador. Jesús no es sólo la suprema autoridad docente para la comunidad, sino que esa relación alcanza un carácter de presencia actual, especialmente en

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la liturgia comunitaria. Se entiende al Señor Jesús como una fuerza presente y activa, que continúa rigiendo a la comunidad de discípulos mediante su Espíritu: «El Señor es el espíritu; y donde está el espíritu del Señor, hay libertad» (2Cor 3,17).

La pascua, pues, no representa un hecho histórico singular, sino un estado de cosas común, fundamental y continuado; se trata del fundamento de la fe y de la Iglesia. Una de las deformaciones de la pascua está precisamente en referirla siempre a un hecho singular, pasando por alto todo el conjunto de cosas.

Con razón observa R. Bultmann que la resurrección de Jesús nada tiene que ver con el «retorno de un muerto a la vida de este mundo». Asimismo el acontecimiento pascual no es un suceso histórico en el mismo sentido en que la cruz es un suceso de nuestra historia. De hecho sólo la fe pascual de los primeros discípulos puede entenderse como un acontecimiento histórico. Tampoco el Nuevo Testamento describe en ningún sitio el proceso de la resurrección; lo que sólo se relatan son los encuentros con el Resucitado. Todo esto constituye en primer término una serie de limitaciones negativas contra falsas interpretaciones que en parte pueden ser provocadas por los mismos relatos bíblicos con su forma de expresarse o con sus géneros literarios. Por eso hoy se prefiere la pregunta de cuáles fueron las experiencias de los discípulos que los condujeron hasta la fe pascual. «La fe en la resurrección nunca puede ser una pura fe de autoridad; supone una experiencia creyente de total renovación de vida, en la que de un modo muy personal se afirma una realidad (y no una mera convicción subjetiva); una experiencia en que la comunidad eclesial como un todo reconoce su propio kerygma, experiencia que a su vez viene confirmada por la fe de la Iglesia».

Para caracterizar adecuadamente esta experiencia singular, Schillebeeckx adopta la expresión disclosure experience tomada de la filosofía del lenguaje de Jan T.

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RAMSEY y que cabría traducir por «experiencia de una revelación».

Según Ramsey todo discurso sobre Dios, y en general el lenguaje religioso, debe fundarse en una cosmic disclosure, en una revelación cósmica total, que proporciona una visión infinita y trascendental. La experiencia de tal revelación va ligada, según Ramsey, a hechos perfectamente verificables, a datos sensibles como apoyo o condición; pero al propio tiempo va siempre más allá de los mismos, es decir, trasciende el respectivo dato concreto apuntando a una apertura de alcance universal y total. Ambos elementos, un apoyo concreto y una experiencia universal integradora pertenecen a la disclosure experience. Se trata, por tanto, de situaciones que contienen «lo observable y más». Sin duda que la experiencia pascual de los discípulos puede entenderse como una experiencia reveladora o clave en el sentido descrito, porque aquí el elemento de la explicación universal, definitiva y escatológica es tan importante como el problema del fundamento concreto de esa experiencia.

Para Schillebeeckx esa experiencia clave se da en un proceso de conversión que los discípulos han vivido, de tal modo que reconocieron su poca fe y volvieron a reunirse bajo la dirección de Pedro y luego interpretaron el acontecimiento pascual con ayuda de las «apariciones» y finalmente con la expresión «resurrección de entre los muertos». Esta interpretación cuenta con muchos tantos en favor suyo. Sin duda que después del viernes santo los discípulos realizaron una conversión. Pero inmediatamente se plantea la pregunta de cómo y por qué se llegó a esa conversión. Schillebeeckx habla de un «acontecimiento de gracia»; es decir, «que el tránsito de Pedro y los suyos de la dispersión a la reunión renovada lo experimentaron como pura gracia de Dios»; aunque a mí personalmente, ateniéndome a su exposición, esto me parece contradictorio en sumo grado. La «experiencia de gracia» supone una abstracción para una cosa concreta, y sólo constituye una explicación aparente. Con lo cual lo que debe probarse se vuelve a dar por supuesto. Por lo que

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respecta al Nuevo Testamento, es ciertamente decisivo el que en él no se aluda a ninguna «experiencia de gracia» o algo parecido, sino que tal experiencia tenga una estructura cristológica concreta: es justamente ese reencuentro con Jesús lo único que hace posible una fundamentación válida del concepto «experiencia de gracia». Se puede, por tanto, aceptar sin reservas que los discípulos vivieron un «proceso de conversión»; pero el elemento desencadenante de dicha conversión no fue en definitiva sino el encuentro con Jesús como «el viviente». El Nuevo Testamento atribuye en último análisis al propio Jesús el impulso hacia un nuevo comienzo después de los sucesos del viernes santo. En esto coinciden de hecho los modelos interpretativos más diversos, cuya explicación histórico-genética en ningún pasaje favorece la hipótesis de un «salto cualitativo» hacia una «ruptura». Y eso es justamente lo que confirma también las «apariciones» pascuales que atestiguan por igual la indisponibilidad de Jesús como su proximidad salvadora. Tal reencuentro fue de naturaleza tan profunda que los discípulos sólo pudieron entenderlo y formularlo como «resurrección de Jesús por obra de Dios». Y no se puede pasar por alto en modo alguno que el concepto «resurrección de Jesús» no sólo atañe al propio Jesús, sino que simultáneamente contiene una afirmación sobre Dios. Se trata en definitiva de la concepción de Dios. Los discípulos se saben impulsados por un nuevo espíritu y dotados de una nueva vida.

Si pascua tiene la importancia capital, integradora y escatológica que le atribuye el Nuevo Testamento, como nuevo comienzo de Jesús después del fin, habrá que tener una idea clara desde el punto de vista histórico y teológico de que ya no se puede seguir preguntando por las razones objetivas que laten en la fe pascual, si no se quiere destruir esa fe. Pues es totalmente imposible descubrir un solo punto que podamos señalar como punto de arranque de la fe pascual. Para describir esa fe pascual el Nuevo Testamento ha encontrado fórmulas muy diferentes; todas ellas no hacen sino describir, en forma más o menos aproximada la nueva vida. Por lo demás, tendremos que asentir a las palabras de Bultmann cuando dice: «La fe

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pascual de los primeros discípulos no es, pues, un hecho, en el que nosotros creemos, en cuanto que pudiera ahorrarnos el riesgo de la fe, sino que esa su fe pascual pertenece ya por sí misma al acontecimiento escatológico, que es el objeto de la fe». En efecto, no se trata de eliminar el riesgo de la fe mediante la investigación y la combinatoria histórica, sino de compartir el riesgo de la fe mediante la recta comprensión del mensaje pascual.

2. LOS TESTIMONIOS PASCUALES DEL NUEVO TESTAMENTO Y SU IMPORTANCIA

Los textos neotestamentarios, que certifican la fe pascual del cristianismo primitivo, son difíciles de exponer porque, en cuanto fórmulas de fe o incluso como relatos de pascua, siempre versan a la vez sobre la formación de la iglesia primitiva y de su primera situación. Revisten siempre, por consiguiente, el carácter de mitos de origen, aunque desde luego en forma tal que no hablan de un origen en los oscuros tiempos de la prehistoria, sino de un origen histórico. Todos coinciden en que la comunidad cristiana no ha entendido sus relaciones específicas con Jesús de Nazaret como unas relaciones históricas, si no como las relaciones con una realidad viva y presente, con un personaje que determina de múltiples formas la vida, el pensamiento y la conducta presentes de la comunidad. La experiencia presente del Señor Jesucristo tiene ahí inequívocamente la primacía sobre la consideración de la historia retrospectiva; más aún, ésta se orienta por completo al presente de cada momento.

En una visión general cabe distinguir tres géneros literarios entre los testimonios pascuales: primero, las fórmulas confesionales; segundo, los himnos, y tercero, las narraciones pascuales tal como las encontramos en los evangelios. Las antiguas fórmulas confesionales y los himnos son sobre todo desde el punto de vista literario anteriores a las narraciones, por lo que también, en cuanto al contenido, hay que darles una prioridad. Un error, que se repite de continuo, consiste en combinar entre sí sin reserva alguna las distintas suertes de textos en el intento

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de una reconstrucción histórica. Por lo que respecta a las narraciones pascuales de los evangelios, es preciso tener en cuenta su carácter kerygmático. Cierto que laten ahí reminiscencias históricas y fragmentos de tradición, por lo general en una forma muy reveladora; pero su objetivo fundamental es el testimonio en favor del resucitado y de su importancia presente, no un interés histórico...

En las cartas paulinas leemos las fórmulas de fe, que Pablo encontró en la tradición comunitaria haciéndolas suyas y, desde luego, reelaborándolas en parte teológicamente. En la inscripción o exordio de la carta a los Romanos se dice del evangelio de Dios:

«acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne; constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu santificador, a partir de la resurrección de entre los muertos...» (Rom 1,3s).

Este texto podría ser prepaulino. Y es interesante porque distingue dos estadios o formas de existencia de Jesús. El estadio primero se caracteriza mediante el giro «según la carne» (kata sarka), y se refiere a la existencia humana terrena, de Jesús; en ese orden de cosas, Jesús ha «nacido del linaje de David», pasa por ser «hijo de David». La forma de existencia terrena de Jesús como «hijo de David» se entiende aquí de tal modo que la existencia terrena de Jesús está contemplada como una expectativa de su mesianidad. A este estadio se contrapone el segundo: «según el espíritu santificador»; de acuerdo con él, Jesús fue constituido -en la línea de los Salmos 102 y 110- «Hijo de Dios» en sentido mesiánico, y eso «a partir de la resurrección de entre los muertos». La resurrección de Jesús es el comienzo de su soberanía mesiánica plena. La gran antigüedad de esta fórmula se puede reconocer en que Jesús es «constituido Hijo de Dios con poder», es decir, en su soberanía mesiánica sólo después de la resurrección. Según esta concepción no habría sido «Hijo de Dios» desde el principio, sino sólo después de ese acontecimiento. Muy

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pronto ya no se podría hablar así. La fe en Jesús como Mesías está en relación, según el presente texto, con la fe pascual. Lo cual apunta a la primitiva comunidad palestinense. Lucas se mueve en una linea parecida (Act 2, 32-36).

Para la formulación lingüistica de la teología pascual o de la teología del resucitado se han defendido distintos modelos, y en especial los salmos de entronización 2 y 110. De ahí procede la designación de Jesús como «Hijo de Dios»: «Él (Dios) me ha dicho: Tú eres hijo mío, yo te he engendrado en este día» (Sal 2,7; 110,3). Aquí, la designación «hijo de Dios» no tiene un alcance metafísico, sino un sentido mesiánico. La comunidad, que acuñó esa fórmula, tenía ciertamente conciencia clara de que la existencia terrena de Jesús no podía entenderse como una existencia mesiánica, pues Jesús no ha dominado como Mesías. Al mismo tiempo afirma que Jesús «a partir de la resurrección» fue entronizado junto a Dios como soberano mesiánico (cristología de la exaltación).

«El cual fue entregado por causa de nuestras faltas y fue resucitado por causa de nuestra justificación» (Rom 4,25).

También esta fórmula parece ser prepaulina. Aquí se entrelazan la muerte en cruz y la resurrección, de forma muy característica. Con la muerte en cruz aparece vinculada la idea de la expiación vicaria, el perdón de los pecados, mientras que la resurrección enlaza con la idea de la justificación divina y, por ende, de la nueva vida. El texto ha de atribuirse sin duda a la primera comunidad judeo-cristiana; en favor de ello habla la terminología de la justificación. «Justificación» o «justicia» como compendio de la salvación es un típico concepto judío. Pablo lo ha desarrollado ampliamente en su doctrina de la justificación. La fórmula de fe más importante se encuentra en lCor 15,1-11; insertada desde luego en un contexto más amplio: «Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os anunció y que recibisteis, en el cual os mantenéis firmes, y por el cual encontráis salvación, si es que conserváis la palabra que os

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anuncié; de lo contrario, es que creisteis en vano. Porque os transmití, en primer lugar, lo que, a mi vez, recibí:

que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras; que se apareció a Cefas y después a los doce; más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales, la mayor parte viven todavía, aunque otros han muerto. Después, se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí; pues yo soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí; al contrario, trabajé más que todos ellos, no precisamente yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. En conclusión, tanto ellos, como yo, así lo proclamamos y así lo creisteis.

La fórmula de fe con dos o cuatro miembros y cuyo contenido básico está en los versículos 3b-5 (que se imprimen en cursiva), alude en forma paralela a la muerte de Cristo y a su sepultura por nuestros pecados según las Escrituras e inmediatamente después a su resurrección al tercer día según las Escrituras, y a la aparición del resucitado a Cefas o Pedro y a los doce. La muerte y sepultura de Jesús entran ahí lo mismo que la afirmación de su resurrección y de la aparición a los discípulos. No es fácil decir hasta qué punto este texto ha conocido los datos descritos en los evangelios: deposición de Jesús en el sepulcro, idea de las mujeres al sepulcro vacío «al tercer día» o «el día primero de la semana», el descubrimiento de la tumba vacía, etc. En caso afirmativo, al menos no estaría

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especialmente interesado en tales pormenores. Más verosímil es descubrir en los relatos pascuales unas transformaciones posteriores del kerygma.

A menudo se ha puesto de relieve la brevedad protocolaria de la fórmula de fe, que se limita a un mínimo escasísimo de información o comunicación, y relata simplemente los diversos procesos sin una descripción más detallada. En su densidad supone ya evidentemente una medida considerable de reflexión teológica; de ahí que sea necesario también advertir la selección extraordinariamente cuidadosa de las palabras. El giro «y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras» coloca indudablemente la resurrección de Jesús como un hecho nuevo, junto a la afirmación de la muerte y sepultura de Jesús. Evidentemente debe expresarse una nueva actuación de Dios en Jesús. Desde luego que no se hace descripción alguna de ese hecho. Semejante «hecho» no es una realidad independiente junto o fuera de la predicación; sólo figura en el marco del texto, es decir, sólo «en la palabra».

«Al tercer día» señala un término; aunque se discute en qué sentido, pues puede referirse al descubrimiento de la tumba vacía por las mujeres, o bien aludir al momento de la primera aparición pascual a Pedro, o también cabría interpretarlo como mención de un término apocalíptico», es decir, del intervalo que, según las concepciones apocalípticas media entre la catástrofe final y el inicio de la aurora de salvación. Esta última interpretación cuenta con algunos argumentos a su favor; por otra parte, resulta difícil establecer una clara armonía entre los diferentes testimonios pascuales. Según parece la Iglesia primitiva no prestó atención a tales incongruencias que en nada afectan a la fe pascual. Existen desde luego distintos puntos de contacto y ciertas correspondencias entre la primera aparición a Pedro y las apariciones a los doce, pero no una coincidencia completa. La expresión «se apareció» (griego ophthe, «fue visto», «se dejó ver») reviste casi un sentido técnico. En esa manera de hablar hemos de advertir que se nombra como «sujeto» de la aparición a Cristo resucitado,

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mientras que los mencionados a continuación son objeto (en dativo) de esa experiencia. Se trata de la misma expresión que en el Antiguo Testamento se emplea para describir las apariciones divinas 153. En efecto, desde el punto de vista de la historia de las formas, distintos relatos epifánicos del libro del Génesis, como la aparición de Dios a Abraham (Gén 18), constituyen los paralelos más próximos a los relatos pascuales. Podemos, pues, decir que la fórmula de fe ha descrito las apariciones del resucitado de acuerdo con el modelo de las teofanías. Pertenece a la estructura de ese modelo el que tales apariciones no pueda forzarlas ni hacerlas factibles el hombre, sino que han de salirle al paso; asimismo entra en ellas la yuxtaposición de oculto manifiesto: una realidad absolutamente oculta y que no está a disposición del hombre se le hace accesible, se le revela. El resucitado participa de esa indisponibilidad y libertad; se ha dejado ver. Renunciamos a describir el lado psicológico de esa visión o de las apariciones; sobre ello nada dice la fórmula. Sólo cabe exponer el contenido de las apariciones: el que se deja conocer es Jesús de Nazaret crucificado y «resucitado de entre los muertos». El lenguaje habitual en los testimonios más antiguos habla de que «fue resucitado» (griego egerthe) por Dios; sólo más tarde aparece el giro «resucitó», se puso en pie (griego aneste). Después se menciona a los beneficiarios de alguna aparición. El orden está probablemente establecido según un criterio cronológico: en primer lugar a Cefas Pedro, después a los doce. La objeción de que Judas ya no estaba presente y que debieron ser once es algo que surge espontáneamente y se ha considerado también en los relatos pascuales de los evangelios 154. Pero la fórmula indica que «los doce» existían ya como un círculo firmemente establecido desde los tiempos mismos de Jesús.

Pablo menciona luego una aparición «a más de quinientos hermanos», otra a Santiago, el «hermano del Señor», una tercera a «todos los apóstoles» y, finalmente, agrega su propia visión personal de Cristo a las puertas de Damasco, como una última aparición «fuera de serie» aunque equivalente a las apariciones antes mencionadas. Dónde o

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cuándo tuvieron lugar tales apariciones no lo dice en modo alguno la fórmula; lo único importante es el hecho de las manifestaciones y para Pablo, en el marco de la carta primera a los Corintios la posibilidad de referirse a los testigos del Resucitado y al consenso así logrado en la predicación. «En conclusión, tanto ellos, como yo, así lo proclamamos y así lo creisteis» (lCor 15,11).

FE/QUÉ-ES: Esto no proporciona una prueba irrebatible de la resurrección de Jesús; pues tal afirmación no es independiente del testimonio de los afectados por ella. Si exigimos de la fe el conocimiento de la resurrección de Jesús, éste significa, ante todo, que la fe nunca podrá subsistir referida a un pasado muerto, ni tampoco apoyado en una simple forma dogmática autoritaria que contradice toda razón. Se trata más bien del riesgo de aceptar a Jesús y su mensaje como una realidad presente que determina mi vida y, por ende, mi futuro. La fe pascual establece en todo caso que la fe cristiana en Jesús no se reduce a una fórmula vacía, sino que es un sentirse afectado vitalmente por ÉL. En el fondo un dogmatismo rígido apoyado en fórmulas correctas, es decir, ortodoxas, a menudo no ha hecho sino desfigurar la forma viva de la fe pascual, llegando incluso a oponerle un obstáculo insalvable. Por penoso que pueda resultar todo esto, no deja de ser cierto que muchos, creyendo formal y verbalmente en la resurrección de Cristo, están muy lejos de la fe pascual viva, mientras que otros muchos, que rechazan esa fe pascual como una provocación, cuentan sin embargo con Jesús, por cuanto aceptando sus actitudes y su doctrina están cerca de esa realidad pascual viva. Y es que la fe cristiana de pascua confiesa a Jesús de Nazaret como el viviente; se trata en definitiva del gran símbolo de una esperanza indestructible para el hombre. Vista así, la resurreccón de Jesús es para el hombre una cosmic disclosure, una clave y revelación cósmica, una explicación universal y eterna, como se dice en el himno In te Domine speravi, non confundar in aeternum. «He esperado en ti, Señor, y jamás me veré defraudado.»

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¿Cabe decir algo más sobre el posible curso histórico de los sucesos? Hemos visto que, fuera del hecho en sí, la fórmula aporta muy poco para una reconstrucción histórica, si no es el orden cronológico; según esto, Pedro fue el primero a quien Jesús se apareció. Si se quiere obtener una imagen mejor, hay que pedir ayuda a los evangelios. Aun así se impone la cautela, porque si bien los relatos pascuales de los evangelios contienen muchos fragmentos antiguos de tradición, en último término han sido los evangelistas quienes los han insertado en narraciones reelaboradas, por lo que resulta difícil arrancarlos de su contexto e interpretación actuales. Es muy fácil que acaben imponiéndose interpretaciones y hasta especulaciones posteriores que van mucho más allá de las lindes marcadas por los textos y que a menudo se mueven en una nebulosa. A ello se suma el que Mateo y Lucas vuelven a depender de Marcos, aunque disponiendo además de ciertas tradiciones particulares.

La primera aparición a Pedro ha dejado eco en todas partes. Según Marcos el ángel anunciador dice a las mujeres junto al sepulcro vacío: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os lo dijo él» (Mc 16,7; cf. Mt 28,7). Según Lucas los once dicen a los discípulos de Emaús: «¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). También Jn 20,3-10 refleja esa tradición. A esto se suman otros relatos de apariciones. Mateo refiere una aparición de Jesús a las mujeres (Mt 28, 9-10); pero parece tratarse de una creación posterior del evangelista. La gran aparición ante los once discípulos tiene lugar sobre un monte de Galilea (Mt 28,16-20), también ese relato lo ha montado Mateo, aunque parece contener en el fondo una tradición aparicional galilaica. Lucas trae el relato de los dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-35); podría rastrearse ahí una tradición pascual, que tal vez seguía vinculada al nombre de Cleofás (Lc 24,18) y que el evangelista habría ampliado hasta formar una gran historia pascual. Lucas transmite además un relato de aparición a los once discípulos con ocasión de un banquete, con el que conecta simultáneamente un último encargo de

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Jesús a los discípulos y con la desaparición del Señor (Lc 24,36-43.44-53). En conjunto los relatos de apariciones que traen los Evangelios no aportan nada esencialmente nuevo respecto de lCor 15,3-5, si exceptuamos los relatos sobre las mujeres junto al sepulcro vacío. Lo que tienen de más hay que cargarlo en la cuenta de los evangelistas, que en tales textos han configurado su propia teología pascual. Desde este punto de vista sus relatos tienen ciertamente la máxima importancia.

Y todavía hemes de referirnos a otro punto. Según Marcos y Mateo las apariciones pascuales tienen lugar en Galilea y lo mismo ocurre según Juan (c. 21). En cambio, según Lucas (c. 24) y el propio Juan (c. 20), esas apariciones ocurrieron en Jerusalén. Lucas ha cambiado incluso de propósito el texto anterior de Mc. En Marcos se dice: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os lo dijo él» (Mc 16,7). En Lucas, por el contrario, el ángel del mensaje pascual dice: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de cómo os anunció, cuando estaba todavía en Galilea, que el Hijo del hombre había de ser entregado en manos de hombres pecadores y había de ser crucificado, pero que al tercer día había de resucitar. Entonces ellas recordaron sus palabras. Regresaron, pues, del sepulcro y anunciaron todo esto a los once y a todos los demás» (Lc 24,6-9). Es muy verosímil que Lucas haya corregido en favor de «Jerusalén». Ya este mismo procedimiento habla en favor de que la tradición que traslada las apariciones pascuales a Galilea cuenta con mejores bases y es más antigua.

Siguiendo, pues, a Marcos, la historia bien puede haber discurrido así: según Marcos (Mc 14,27s, par Mt 26,31s), Jesús predice a los discípulos camino del monte de los Olivos que todos se escandalizarían y se dispersarían, pero, «después que yo resucite, iré antes que vosotros a Galilea» 155. A esto se suma la noticia de Mc 14,50 de que, al tiempo del procedimiento, todos los discípulos abandonaron a Jesús y huyeron. En Lucas domina sobre todo la tendencia marcada de disculpar a los discípulos;

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pero eso no pasa de ser una corrección intencionada y no representa una tradición mejor, como a veces se supone.

Según todo esto, la imagen histórica que se desprende es la siguiente: para Marcos, que en este caso emplea unas fuentes históricas más fidedignas, al ser detenido Jesús, los discípulos huyeron todos y se retiraron a Galilea, incluso Pedro. Y allí tuvieron la experiencia clave, que nuestras fuentes describen con el concepto de apariciones pascuales. Acerca de tales experiencias hemos de decir al menos que debieron ser unas experiencias predominantemente religiosas, y en cuyo epicentro estaba la persona misma de Jesús. Jesús volvía de un modo nuevo a los discípulos; éstos comprendieron que no sólo no habían terminado sus relaciones con él, sino que era entonces cuando empezaban realmente.

Se establecía un nuevo comienzo. En ese nuevo comienzo de Galilea, Pedro ha tenido un papel rector. Quizá reunió de nuevo a los otros discípulos, y tomó la iniciativa de regresar a Jerusalén y constituir la comunidad. Es posible también que haya habido experiencias pascuales colectivas, y aquí tienen su justificación las noticias de las distintas apariciones pascuales ante un círculo mayor de personas. Por lo demás en ocasiones es muy fácil propender barruntar demasiadas cosas en esas noticias escuetas, hasta que se acaba por reconocer que la fuerza de tales testimonios radica precisamente en lo lacónico de la expresión. Pues, en el fondo, esas historias no hablan precisamente de cualquier tipo de visiones o vivencias subjetivas. Lo que se desprende de esas experiencias presenta una notable firmeza, a saber el «kerygma» común, la confesión de Jesús, de su persona, su historia, su palabra y también -y no en último grado- su «fracaso»; la comunidad, establecida en su nombre, que celebra el memorial de Jesús, en la cena del Señor, y que experimenta ahí su presencia así como la comunión con él en la fe y en el espíritu. En este sentido la pascua significa que Jesús mismo es reconocido como el acto escatológico de Dios y como el Señor permanente de los suyos.

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En la interpretación de los relatos joánicos de pascua hay que saber claramente que tales relatos cuentan tras sí con una larga historia de tradición y que Juan los ha dispuesto de acuerdo con su propia teología pascual. Se trata también aquí de relatos teológicos con algunos fragmentos histórico-tradicionales. La «verdad» de esas narraciones radica, sobre todo, en su contenido confesional narrativo. En sus relatos pascuales, Juan ha querido demostrar las afirmaciones fundamentales que Jesús tan ampliamente había desarrollado en los discursos de despedida. Y ahí sorprende un rasgo peculiar, sobre todo si se agrega el capítulo apéndice 21, a saber: la figura del «discípulo amado» («el discípulo a quien Jesús amaba»), que aquí ocupa el primer plano. La conclusión del c. 21 dará ocasión para plantearnos ese problema con alguna mayor amplitud.

La redacción actual del evangelio de Juan conoce dos tradiciones pascuales: en el c. 20 predomina exclusivamente la «tradición pascual de Jerusalén», mientras que en el c. 21 prevalece también de forma exclusiva la «tradición pascual de Galilea». En esta última tradición galilaica la tradición de la capital resulta secundaria; ésta empieza con el «sepulcro vacío», y como Juan no sólo relaciona con ese lugar tradicional a María Magdalena sino también a los dos discípulos, el epicentro se sitúa con ello en Jerusalén; lo que se mantiene hasta la primera conclusión del Evangelio (20,29ss). Pero, en mi opinión, la tradición pascual más antigua la conserva el capítulo apéndice 21, cuando habla de una aparición pascual en Galilea; lo cual no excluye naturalmente que a esa aparición se le hayan agregado otros materiales. ............... 153. Cf. Gn 12,7; 17,1; 18,1; 26,1; 35,1-9; 48,3; Ex 3,2.16; 4,1.5; 6,3 154. Cf. Mt 28,16; Lc 24,9.33; Act 1,28; 2,14 155. Es evidente que entre Mc 16,7 y 14,27s subyace una conexión redaccional del evangelista. ...........................

3. DESCUBRIMIENTO DEL SEPULCRO VACÍO (Jn/20/01-10)

1 El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba obscuro, María Magdalena va al sepulcro y ve quitada de él la piedra. 2 Entonces

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echa a correr y va adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien amaba Jesús, y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han colocado». 3 Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. 4 Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó el primero al sepulcro. 5 E inclinándose para mirar, ve los lienzos en el suelo; pero no entró. 6 Luego llega también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Y ve los lienzos por el suelo; 7 el sudario que había envuelto la cabeza de Jesús no estaba por el suelo con los lienzos, sino aparte, enrollado en otro sitio. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro, y vio y creyó. 9 Pues todavía no habían entendido la Escritura: que él tenía que resucitar de entre los muertos. 10 Los discípulos, entonces, se volvieron a su casa.

En esta primera sección se entrelazan dos hilos narrativos: el descubrimiento del sepulcro vacío, que aquí lo hace sola María Magdalena y el subsiguiente encuentro del resucitado con María (v. 1.11-18); sigue luego la carrera de los dos discípulos, Pedro y el «otro discípulo a quien amaba Jesús», hasta el sepulcro vacío (v. 3-10). El versículo 2 establece la conexión entre ambas historias. Las dos narraciones -si es que más exactamente no habría que hablar de tres- fueron en su origen unidades independientes. «Mientras el relato de María procede de la tradición, a la que también pertenecen los relatos sinópticos sobre el sepulcro, la historia de Pedro y del discípulo amado se debe sin duda al evangelista». Esto vale también para la mayor parte de los versículos 11,18. Ciertamente que también en el relato de la carrera hay una tradición más antigua, a saber, la de la aparición a Pedro, que en otros textos sólo se menciona como un hecho, pero nunca se ha transmitido como un relato especial. Nuestro texto parece ejercer una cierta crítica sobre esa tradición. Asimismo el evangelista reelaboró al fondo la tradición de

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María Magdalena, y desde luego en el sentido de su «teología de la exaltación».

El versículo 1 pertenece al «relato de María» y recuerda los correspondientes relatos sinópticos (cf. Mc 16,1-8; Mt 28,1-10; Lc 24,1-11). Aquí es María Magdalena sola la que, muy de madrugada, «cuando todavía estaba obscuro», va al sepulcro. ¿Con qué propósito? El motivo que impulsó a las mujeres a ir al sepulcro para ungir el cadáver de Jesús (cf. Mc 16,1), falta en Juan, porque el cadáver del Señor había sido tratado del modo más respetuoso al depositarlo en el sepulcro. Sería superfluo preguntar por los motivos particulares de María, cuando sólo contamos con un fragmento de una tradición más antigua. Tal vez ha pensado Juan en una peculiar tristeza de la Magdalena. Lo decisivo es que María ve quitada la piedra del sepulcro, lo que a su vez es un elemento tradicional (cf. Mc 16,3s par). En este pasaje se interrumpe el fragmento tradicional. En Juan se tiene la impresión de que María Magdalena al ver el sepulcro vacío se siente embargada por el terror. Ni siquiera entra primero en el sepulcro, sino que se echa a correr (v. 2) inmediatamente en busca de «Simón Pedro y del otro discípulo a quien amaba Jesús» y les anuncia: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han colocado.» Ese plural «no sabemos...» ¿sigue siendo un reflejo de la tradición, según la cual María no había sido la única en acudir la mañana de pascua al sepulcro vacío, sino que habían acudido varias mujeres? Como se ve, María tiene ya una explicación clara del hallazgo del sepulcro vacío: se han llevado al Señor; lo que más tarde se comprobará desde luego que es una falsa interpretación.

Sorprende que en los relatos joánicos de pascua se emplee con singular frecuencia como titulo cristológico soberano el de Señor 157, sumando en total catorce veces, lo que representa nada menos que un tercio de todos los casos que aparece en Juan. Pero en los relatos pascuales ese título está nimbado de una aureola especial; predomina un singular balanceo entre confianza y distancia, una especie de solemne turbación. El resucitado no pertenece ya desde el primer momento a este mundo; tiene ya su «lugar»

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propio en el ámbito divino, de tal modo que faltan en buena parte los tratamientos familiares de Jesús desde el entorno terrestre.

La entrada en el relato provoca una cierta tensión. El sepulcro está abierto; Jesús ya no se encuentra allí. María lleva la noticia alarmante a los dos discípulos, Pedro y el discípulo amado, que, ante el informe, salen corriendo para ver lo ocurrido. La minuciosidad descriptiva del relato siguiente indica que Juan pretende decir algo especial. Pedro y el «otro discípulo» se encaminan al sepulcro; pero no se trata de una marcha pausada, sino de una carrera en toda regla. Ambos salen a la vez, pero el «otro discípulo» corre más que Pedro y llega antes al sepulcro. Pero en lugar de entrar en la cámara sepulcral, se queda fuera; de momento sólo se inclina y ve los lienzos depositados. Aguarda hasta que llega Pedro, que entra primero. Pedro, lógicamente, ve algo más, y descubre no sólo los lienzos sino también el sudario que estaba en un sitio aparte. Aquí se advierte una vez más el peculiar sentido ordenador de Juan: la resurrección de Jesús no provoca ningún caos en el sepulcro vacío. Sólo ahora, cuando ya Pedro ha inspeccionado la tumba vacía, entra también el otro discípulo, que, como se subraya de nuevo, fue el primero en plantarse ante el sepulcro. Y ahora sigue la notable explicación: «Y vio y creyó, pues todavía no habían entendido la Escritura: que él tenía que resucitar de entre los muertos.» Después los discípulos regresan a casa.

Todo esto resulta muy singular. Se barruntan las ideas latentes del autor en todo el relato, pero no acabamos de ver claro qué es lo que piensa realmente. Ante todo se advierte cierta rivalidad entre Pedro y el discípulo amado, claramente manifiesta con la carrera competitiva que acometen. Por lo demás, se trata de una ocurrencia con limitaciones, pues, aunque el discípulo amado es el primero en llegar al sepulcro, y aunque mira curioso y hasta quizá siente el deseo de entrar, deja la precedencia a Pedro. Esto se relaciona evidentemente con el hecho de que también la tradición joánica conoce la aparición a Pedro y no la pasa por alto. El cuarto evangelio no niega la posición especial

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de Pedro. Pero el interés primordial del narrador parece estar en «el otro discípulo», y es posible rastrear una clara tendencia a poner en primer plano a ese otro discípulo, a otorgarle una importancia que si ciertamente no le coloca por encima de Pedro, tampoco desde luego le va en zaga. Lo que está claro sobre todo es que «el otro discípulo» penetra en la cámara sepulcral, ve lo que había de ver en el sepulcro, y cree. En el fondo no es necesario ningún encuentro con el resucitado; «el otro discípulo» viene a ser, en cierto modo, la réplica del titubeante Tomás, y se cuenta por consiguiente entre los destinatarios de la bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que no vieron y creyeron.» Mientras que sobre Pedro y su reacción no se dice ni una sola palabra. Se puede suponer, sin embargo, que respecto a él no hay que excluir la fe. Ninguno de los dos discípulos necesita de ningún mensajero que les comunique la buena nueva de la resurrección.

Tampoco resulta fácil de entender el versículo 9, que se remite a la Escritura. No se menciona ningún pasaje determinado, aunque Juan suele hablar frecuentemente de la Escritura en casos similares 158 Según parece, Juan piensa en el testimonio de toda la Escritura, cuya prueba bien pronto se unió al testimonio de la resurrección (cf. lCor 15,3ss). ¿Qué significa el versículo al decir que ninguno de los dos discípulos había entendido todavía que Jesús «tenía que resucitar»? ¿pensaba Juan que sólo la reconsideración de la Escritura podía esclarecer la fe pascual? ¿O tenemos aquí una idea parecida a la de Lucas, donde el propio resucitado explica la Escritura a los discípulos: «entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lc 24,45s; también 24,26s)?

De hecho la reinterpretación de «la Escritura», de todo el Antiguo Testamento, desde la perspectiva de la fe pascual en Cristo, es uno de los fenómenos más importantes de la primitiva teología cristiana. La convicción del cristianismo primitivo de que, con la venida de Jesús, y sobre todo con su muerte y resurrección, se había cumplido la Escritura, condujo a una nueva interpretación cristológica de los

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Libros Sagrados. La observación del evangelista hay que entenderla sin duda alguna sobre ese trasfondo.

¿Tiene una significación simbólica la historia de la carrera de los dos discípulos al sepulcro vacío? Bultmann piensa que el acento de la narración «debe ponerse más bien en la mutua relación de ambos discípulos, que hacen la carrera hacia el sepulcro, en la que cada uno toma la delantera al otro a su manera. Si Pedro y el discípulo amado son los representantes del cristianismo judío y del cristianismo gentil, el sentido resulta evidente: la primera generación de creyentes consta de judeocristianos, sólo después de ellos llegan a la fe los cristianos de la gentilidad. Pero eso no significa ningún privilegio para aquéllos; de hecho, unos y otros están igual de cerca del resucitado. Más aún, la buena disposición para creer es mayor en los gentiles que entre los judíos. El discípulo amado corre hacia el sepulcro más aprisa que Pedro».

R. Mahoney llega a una conclusión distinta. Según él, no se trata de una oposición entre ambos discípulos, de forma que se establezca un contraste entre las cualidades personales o simbólicas de cada uno. El punto decisivo radica más bien en las distintas actuaciones que ambos discípulos llevan a cabo y que se completan mutuamente: Pedro llega para comprobar los hechos, diríamos que de un modo oficial, mientras que el otro discípulo lo hace para verlos y creer. De acuerdo con esto, lo importante no serán «las personas como tales», sino sobre todo sus funciones.

Es perfectamente imaginable, y respondería asimismo al «pensamiento jurídico» del cuarto evangelista, el que Pedro y el discípulo amado comparezcan aquí según el principio de los dos testigos, que él recuerda en otros pasajes (cf. Dt 19,15: sólo sobre el fundamento de cuanto afirman dos o tres testigos puede decidirse una causa). Piénsese que una deficiencia esencial de los relatos sinópticos acerca de las mujeres junto al sepulcro vacío, estaba en que, según la concepción judía, las mujeres no eran aptas para dar testimonio, por lo que bien podría ser que Juan hubiera querido sustituir esa historia por otra mejor, con «mayor

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fuerza probatoria». Pedro y «el otro discípulo», unidos, serían los dos testigos en favor de la tumba vacía; función que no podían asumir ni las mujeres en general, ni María Magdalena sola. Hasta la aparición del ángel podía olvidarse por completo en este caso, aun cuando con ello surgiera una contradicción en el relato. Lo cual no excluye que también entren en juego otros elementos. El contraste entre el discípulo que «ve y cree» sin encontrarse con el resucitado en persona, y Tomás, en quien ocurre todo lo contrario, parece a todas luces intencionado. En el fondo, la fe pascual puede renunciar, según el cuarto evangelista, a las propias apariciones pascuales. ............... 157. 20,2.13.15.18.20.25.28; 21,7.12.15.16.17.20.21. 158. Cf. 7,38; 13,18; 17,12; 19,24.28.36.37. .........................

4. EL RESUCITADO SE APARECE A MARÍA MAGDALENA (Jn/20/11-18)

11 Pero María se había quedado fuera, llorando, junto al sepulcro. Y sin dejar de llorar, se inclinó para mirar dentro del sepulcro, 12 y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en el lugar de la cabeza y otro en el de los pies. 13 Y le dicen ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les responde: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han colocado.» 14 Al decir esto, se volvió hacia atrás, y ve a Jesús, que estaba de pie, pero ella no se daba cuenta de que era Jesús. 15 Dícele Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, creyendo que era el hortelano, le dice: «Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste y yo lo recogeré.» 16 Dícele Jesús: «¡María!» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «¡Rabbuní!» (que significa «Maestro»). 17 Jesús le responde: «Suéltame, pues todavía no he subido al Padre; vete a mis hermanos y diles: ""Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios"» 18 María Magdalena va entonces a anunciar a los discípulos: «¡He visto al Señor!», y que el le había dicho estas cosas.

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El encuentro entre Jesús y María Magdalena puede ser en el fondo una polémica contra la leyenda de que el hortelano, que tenía a su cargo la hacienda en que estaba el sepulcro, hubiera retirado el cadáver de Jesús.

«La historia, tal como Juan la presenta, es la respuesta directa a las acusaciones judías y a las dudas que suscitaban. De ahí proceden sobre todo la figura del hortelano y la sospecha de que hubiera podido hacer desaparecer el cuerpo de Jesús. El hortelano es un personaje dado por la tradición, y la pregunta que como a tal le hace María está, por lo mismo, fuera de lugar. La polémica posterior judía conoce diversos relatos sobre el tema de cómo el cadáver de Jesús había llegado a desaparecer efectivamente. Pero la forma muchísimo más frecuente es la de que «Judas el hortelano», como hombre honrado que era, habría previsto la patraña, por lo que retiró el cadáver. Juan habría recogido hábilmente ese motivo polémico y lo habría interpretado como un «motivo de confusión» (v. 15). Ciertamente que en Juan esa polémica no pasa de ser un motivo secundario; el punto culminante de la narración es el encuentro y reconocimiento, como un verdadero suceso, entre Jesús y María.

María había llegado de nuevo al sepulcro (v. 11), mas como el evangelista no sigue reflexionando sobre esta circunstancia, indica que se trata de un pasaje insertado. Ahora María está fuera, delante del sepulcro, y llora. La razón de su llanto y tristeza es la ausencia total de Jesús, que no sólo ha muerto, sino que tampoco está su cadáver, lo hayan robado o trasladado. Es la tristeza a la que se había aludido en los discursos de despedida: «De verdad os lo aseguro: Vosotros lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (16,20). Ese cambio de la tristeza en alegría lo ilustra el relato acerca de María Magdalena.

El cambio incluye, ante todo, de forma muy titubeante, que María se inclina y «mira» al sepulcro entre lágrimas, y que

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ve allí repentinamente a dos ángeles sentados y vestidos de blanco. Las vestiduras blancas y resplandecientes son el símbolo del mundo celestial. La figura angélica pertenece desde el comienzo a los relatos pascuales de los evangelios (cf. Mc 16,5ss; Mt 28,2-7; Lc 24,4). En Marcos se trata de un ángel mensajero, que en el cuadro de la historia pascual marciana, tiene una clara función: comunica a las mujeres el mensaje pascual como una noticia del cielo. Que un ángel traiga la buena nueva de la resurrección de Jesús, quiere decir que se trata de un «acontecimiento sobrenatural» que al hombre se le debe descubrir «desde el cielo», y no de un conocimiento que hubiera podido lograrse de un modo natural. El mensaje angélico presenta en Marcos este tenor: «¡Dejad ya vuestro espanto! Buscáis a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; éste es el lugar donde lo pusieron» (Mc 16,6). Mateo ha dramatizado mucho más el suceso: en medio de un gran terremoto llega del cielo el mensajero divino, remueve la piedra del sepulcro y se sienta encima de ella. También anuncia a las mujeres el mensaje pascual, con una fórmula parecida a la de Marcos, con solo pequeños retoques y redondeamientos (Mt 28,2-7). También en el relato pascual lucano tienen su puesto los ángeles; pero en Lucas son ya dos, como luego en el relato de la ascensión de Jesús (Lc 24,4; d. Act 1,10s). La duplicación podría muy bien deberse a Lucas. También aquí comunican los dos ángeles el mensaje pascual.

Ahora bien, el rasgo más sorprendente de Juan es sin duda el que los ángeles estén ahí como figuras tradicionales, sin que tengan que anunciar ya ningún mensaje. A la fe pascual se llega, según la concepción joánica, sólo a través del encuentro con el resucitado en persona. ¿Qué función conservan, pues, los dos ángeles? Están sentados dentro de la cámara sepulcral, a la cabecera y a los pies. ¿Tienen que custodiar el sepulcro? Esto parece poco lógico. Tal como Juan describe la escena, produce la impresión de un «cuadro piadoso», como después lo ha repetido frecuentemente el arte. Su presencia señala el lugar sagrado, que a su vez actúa como señal de la resurrección de Jesús en el mundo. Al preguntar a María «Mujer, ¿por

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qué lloras?», preparan ya el encuentro. María Magdalena sólo puede expresar en la respuesta su desamparo y perplejidad: «Porque se han llevado (o han quitado) a mi Señor, y no sé dónde lo han colocado.»

Después de esas palabras María «se vuelve hacia atrás» y mira. Ve entonces a Jesús en pie, pero no le reconoce. En este pasaje queda perfectamente claro hasta qué punto se sirve Juan en los relatos pascuales de un lenguaje simbólico y metafórico, que puede llevar a un plano más profundo. El gesto de volverse designa de un modo gráfico el proceso que aquí tiene lugar: toda la situación queda ahora invertida. El no reconocer a Jesús así como el subsiguiente confundirle con el hortelano muestran la extrañeza que media entre la situación humana normal y el totalmente otro. El mensaje pascual y cuanto late en él no tienen su origen en las circunstancias y esperanzas del mundo, ni aporta tampoco lo que ya se sabe de siempre, sino lo nuevo, escatológico. Tampoco la llamada de Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras7 ¿A quién buscas?», desata de momento la confusión de María. Por el contrario, la mujer le tiene por el hortelano, y sospecha que ha sido él quien ha retirado el cadáver. «Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste y yo lo recogeré.» También aquí indica el relato joánico hasta qué punto queda fuera de toda posibilidad humana el acontecimiento pascual.

Sigue ahora la escena del reencuentro (v. 16). Jesús llama a María por su nombre. Y es ahora cuando se da la vuelta propiamente dicha. María se vuelve y dice simplemente «Rabbuní! ¡Maestro!» En esta escena muestra Juan asimismo su sorprendente capacidad para describir con pocas palabras una escena en sus elementos esenciales. Es un cuadro que invita a la reflexión, a la meditación; y uno piensa sin querer en el famoso cuadro de Giotto. Encuentro, reconocimiento, la gran sorpresa con la que ya no se había contado, y muchas cosas más que a uno se le podrían ocurrir. Juan describe el encuentro de modo que vuelven a restablecerse en todo su valor las relaciones de confianza y amor absolutamente personales que se habían dado antes. Más aún, ahora esas relaciones adquieren una

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consistencia definitiva. Y ciertamente que es el propio resucitado el que restablece las relaciones mediante su tratamiento tan soberano como amistoso. Si nos preguntamos qué tipo de mundo es ése que «se refleja» en esta narración, la respuesta resulta extremadamente difícil. Es un mundo nuevo y distinto, en el que ya no sirven desde luego las leyes y medidas que nos son familiares. Las otras historias pascuales también muestran, por ejemplo, cómo Jesús aparece de repente en medio de sus discípulos, aunque éstos se hubieran aislado por completo del mundo exterior. Pero ese mundo distinto tiene que realizarse, según la concepción joánica, dentro por completo del mundo familiar. Dispone la escena de forma que en modo alguno produce la impresión de un mundo fantástico o fabuloso. Precisamente en el punto culminante de esa narración, en el encuentro entre Jesús y María, la narración adquiere un tono de humanidad tan tierna y casi fascinante, que hasta los ángeles desaparecen de la perspectiva. Ya no se vuelve a hablar de ellos. La llamada de Jesús «¡María!», y la respuesta de ella a Jesús «Rabbuní!» -sólo cabe imaginar esta respuesta como espontánea y rebosante de gozo y sorpresa- adquieren un matiz casi poético-erótico. Como el amado llama a la amada y ésta le responde, así describe Juan este encuentro; y así se comprende perfectamente que María sienta la necesidad de abrazar a Jesús. Que también Juan piense en ello, se desprende del versículo 17, en que Jesús dice de modo explícito: «Noli me tangere. No me entretengas más, suéltame.»

Tocar, abrazar es la forma humana de asegurarse de la realidad. «En el conocimiento sensible tenemos los hombres el criterio de la existencia real. Si Aristóteles da la primacía al sentido del tacto, el hecho ha de considerarse como un logro fenomenológico de primer orden». Abrazar indica además todo el proceso de una toma de contacto humano; la palabra puede entenderse directamente como una metáfora para designar el ancho campo de los contactos humanos. Por su mismo origen la palabra contacto indica, asimismo, una comunicación de tipo más universal. De este modo el abrazar o tocar pertenece a las

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formas elementales con las que el hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces» o «no me toques» o -de forma positiva- «Suéltame» sólo puede significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o «en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este mundo. El objetivo de la sentencia joánica queda aún más claro, si se compara con el relato lucano (Lc 24,36-43). Allí se dice: «Mientras estaban comentando estas cosas, él mismo se presentó en medio de ellos. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué estáis turbados y por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y vedme, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como estáis viendo que los tengo yo. No acabando ellos de creer aún de pura alegría y llenos de admiración, les preguntó: ¿Tenéis algo le comer? Ellos le presentaron un trozo de pescado asado. Él lo tomó y comió delante de todos. »

En Lucas late una tendencia distinta de la de Juan, pues Jesús dice expresamente que deben palparle. Evidentemente aquí entra en juego un propósito de objetivación apologético. El evangelista Lucas está interesado en poner ante los ojos del modo más plástico posible, y con ayuda de la materialidad, la realidad de Jesús resucitado. Naturalmente que se trata de una composición literaria; Lucas no pretende hacer ninguna afirmación sobre la naturaleza del cuerpo resucitado. Sin duda que a los evangelistas les preocupa sobre todo satisfacer la necesidad humana de una comprobación sensible de la realidad, lo que tiene sin duda una justificación de cara al hombre y su manera de ser. Cierto que esa visión lucana encuentra graves dificultades en nuestra mentalidad actual. Probablemente la exposición joánica apunta de propósito contra tales tendencias materializadoras en la interpretación de los acontecimientos pascuales, como las que se encuentran en el tercer evangelista.

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Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser manejado por el hombre. Con ello se expresa una experiencia básica pospascual con Jesús y la tradición acerca de él. Pese a todo el saber de que disponemos, no es posible allegarse a Jesús, ni a través de un conocimiento histórico ni de un conocimiento teológico sistemático. Con lo cual no se quiere decir que tal ciencia no tenga valor alguno, pues posibilita unas aproximaciones de distinta índole. Es probable que uno de los efectos más importantes de la fe pascual del Nuevo Testamento sea el de conducir al hombre hasta una última frontera, en la que poco a poco ve con claridad que existe algo de lo que no cabe disponer, para conducirle simplemente al reconocimiento de eso indisponible.

Lo indisponible no se identifica sin más con lo absolutamente desconocido y menos aún con lo irreal. Se puede tener de ello un conocimiento bastante amplio, como en el caso de Jesús. Sólo que ese conocimiento ya no le proporciona al hombre ninguna seguridad; arrebata las seguridades palpables, asegurando en cambio un amplio y abierto espacio de libertad. La línea divisoria entre fe e incredulidad podrá pasar justamente por aquí, en si se reconoce y otorga vigencia a lo indisponible, o en si con todos los medios se le quiere eliminar o dominar. La incredulidad mundana consiste en querer eliminar lo indisponible para el hombre, en pretender negarlo; querer dominarlo a toda costa es precisamente la incredulidad eclesiástica y teológica.

En sus relatos pascuales Juan muestra, quizá mejor que los otros evangelistas, esa indisponibilidad de Jesús por principio. Dicha indisponibilidad, que en ningún caso excluye la proximidad permanente de Jesús en el futuro, se echa de ver en que el Señor sube, retorna al Padre: «Jesús le responde: "Suéltame, pues todavía no he subido al Padre. Vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios."».

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La renuncia a la forma de comunicación material y sensible no significa en modo alguno la imposibilidad de comunicarse con Jesús. Precisamente su ida al Padre creará la base para la comunión permanente de la comunidad de discípulos con Jesús, según ha quedado expuesto de múltiples formas en los discursos de despedida. La escena lo recuerda. Juan recoge la imagen, tantas veces utilizada por él, de bajada y subida: como Logos hecho carne, Jesús ha descendido del cielo y, una vez cumplida su obra terrena, retorna de nuevo al Padre. Así describe Juan lo que el lenguaje cristiano tradicional denomina ascensión de Cristo. Y es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. El modelo de la dilatación de los tiempos, según el cual entre la pascua y la ascensión transcurren cuarenta días, y diez días más entre la ascensión y pentecostés, se debe a Lucas. La Iglesia ha recogido en su año litúrgico ese esquema lucano.

María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos, «a mis hermanos», el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios. «Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). Desde esa base se entiende también el giro «a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» no en forma limitativa, sino de franca comunicación: mediante la resurrección de Jesús los discípulos entran ahora a participar definitivamente en las relaciones divinas de Jesús. Por lo mismo, no se trata directamente de que Jesús distinga entre sus relaciones divinas personales, posiblemente ya metafóricas, y las relaciones secundarias, no metafísicas y puramente morales de los discípulos. En el Nuevo Testamento tales categorías metafísicas no son utilizables y falsean el sentido. Sino que para la comunidad de los creyentes no hay distinción alguna entre el Dios y Padre de Jesús y su propio Dios y Padre. La fórmula se entiende desde fórmulas de comunicación parecidas, que aparecen en el Antiguo Testamento: «Tu pueblo es mi

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pueblo, y tu Dios es mi Dios» (Rut 1,16). Sólo que en Juan se da a la inversa; según su concepto de revelación, el hombre no puede por sí mismo elegir a Dios, sino que es elegido por él, y a través de Jesús.

El alegre mensaje pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste en la fundación de una nueva comunidad escatológica de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también lJn 1,1-4). Vista así, la escena indica desde qué ángulo hay que entender el cuarto evangelio, que tiene su fundamento en la comunión divina permanente abierta por Jesús con la pascua.

RELATOS DE PASCUA (20,19-21,25)

5. LA APARICIÓN DE JESÚS A LOS DISCÍPULOS (Jn/20/19-23)

19 Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por medio de los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, llegó Jesús, se pone delante y les dice: «Paz a vosotros». 20 Y dicho esto, les mostró tanto las manos como el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Entonces les dijo por segunda vez: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». 22 Y dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes vosotros perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos.»

La aparición pascual de Jesús a los discípulos, que según Juan ocurre el mismo día de pascua, trabaja en forma extremadamente paradójica con la representación de un ser espiritual, que penetra a través de puertas cerradas, y a la vez tan material, que se le puede identificar a la perfección. En este texto hay que partir por completo del plano literario. Cuestiones, como las que antes se mezclaban, acerca de qué substancia sutil era el cuerpo resucitado de Jesús y qué facultades humanas poseía, resultan fantásticas y exceden a todas luces el contenido y

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alcance de los textos, prescindiendo de que es imposible por completo darles una respuesta adecuada. El evangelista se encontraba ante el problema de tener que hablar de algo totalmente inaprensible, pero de un modo palpable y que pudiera entenderse. Teniendo clara esta idea, la historia resulta transparente. La composición teológico-literaria se mueve aquí con una seguridad sonambulesca a lo largo de la ultima frontera de lo que es posible representar y decir. También la imaginería del lenguaje joánico está montada de tal modo que permite hacer comprensible el contenido ideológico de las imágenes empleadas. La falta de comprensión estaría en no captar ese contenido simbólico y buscar en cambio una explicación realista. Recurrir a las ideas de la investigación simbolista, propia de la psicología profunda, no sólo está permitido en tales textos, sino que además es perfectamente adecuado.

En 16,33b se había dicho: «En el mundo tendréis tribulación (o angustia, cf. com. ad loc.); pero tened buen ánimo: Yo he vencido al mundo.» La historia de pascua recoge ese tema y muestra el temor que en los discípulos había provocado la ausencia de Jesús. «Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por miedo de los judíos, las puertas del lugar en que se encontraban los discípulos... » Juan no añade ningún otro detalle precisando dónde se hallaban realmente los discípulos; el texto no contiene ninguna indicación topográfica. Lo que interesa al evangelista es mostrar el miedo de los discípulos. Han cerrado las puertas, a fin de que no entre ningún extraño y menos aún ningún enemigo.

El lenguaje del relato denota miedo y cerrazón, así como la superación de todo ello por el resucitado. En el plano de ese simbolismo linguístico se puede formular: aunque el miedo y la cerrazón todavía sean tan grandes, el resucitado tiene la capacidad de penetrar a través de las puertas cerradas. De este modo explica Juan la resurrección y en cierto aspecto también la identidad entre Jesús y el Paráclito. El resucitado en persona es ya el «otro Paráclito»,

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posee la naturaleza de una realidad espiritual, que caracteriza su nueva presencia en la comunidad de discípulos. Así es como el resucitado llega una y otra vez a un mundo cerrado para convertirlo con su acción en un mundo abierto. La aparición del resucitado a los discípulos se debe a la libre iniciativa del propio resucitado. Con ello se dice también, desde luego, que desde el lado humano no hay posibilidad alguna de asegurarse frente a esa «aparición de Jesús». Aquí se habla del miedo de los discípulos a los judíos. Pero también se piensa en el miedo y cerrazón frente a una posible «aparición de Jesús», frente a su vitalidad en el presente de la Iglesia y del mundo. Esto se advierte en que la pregunta acerca de lo que Jesús quiso es justamente para la Iglesia una pregunta a menudo crítica e incómoda, al tocar en lo más vivo de las evidencias establecidas.

Mas, prescindiendo del posible fundamento del miedo y la cerrazón, en la libertad soberana y sin trabas del resucitado, del Jesús vivo, entra el que repentinamente aparezca en medio de los suyos y les ofrezca el saludo pascual de paz: «Paz a vosotros.» La paz es simple y llanamente el don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de todos los conflictos. Este conflicto mortífero en grado sumo recibe en la Biblia la designación «pecado»; con ello se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria pascual de Jesús sobre el mundo apunta, desde su ser más íntimo, a una suprema superación del conflicto de los conflictos. Si el resultado habla de paz, es que la reconciliación está con ello lograda (activamente).

En este contexto también es importante para Juan la identificación. El resucitado es el mismo que murió en la

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cruz, y viceversa. Por eso les muestra las manos y el costado. Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad la historia terrena de los padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre, de tal modo que ya no pueden separarse el resucitado y el crucificado. La fe pascual cristiana no es, pues, una exaltación ilusoria sobre los padecimientos del mundo. Pero en medio de los padecimientos incomprensibles y absurdos del mundo, esa fe mantiene la esperanza de superar tales penalidades. Esa conexión indisoluble de cruz y resurrección está expresada de manera convincente en el cuadro que traza Juan. La idea está artísticamente recogida en el altar de Isenheim de Matthias Grunewald.

Ahora la tristeza de los discípulos también se convierte en alegría. Alegría es el sentimiento básico de la realidad pascual. «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.» Con la aparición de Jesús enlaza también Juan el acto fundacional de la Iglesia, que es la misión de los discípulos por parte del resucitado. Jesús repite su saludo de paz, y ello para dejar claro que la subsiguiente misión de los discípulos tiene lugar sobre el fundamento de esa realidad pascual como paz y reconciliación. La misión tiene como fin transmitir al mundo entero la paz lograda por Jesús.

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»; tal es en el lenguaje joánico la fundación y misión de la comunidad de discípulos de Jesús, la Iglesia. Los discípulos aparecen como representantes de la Iglesia universal, y en modo alguno representan un grupo peculiar jerárquico, al que se hubiera otorgado unos poderes especiales. Juan no sabe nada en su relato de una jerarquía oficial ni de unas facultades especiales. La misión equivale a una autorización, a una colación de plenos poderes. Detrás está la concepción jurídica judía acerca de la misión: «El enviado de un hombre es como él mismo.» Eso quiere decir que el enviado representa a quien le envía, que está por completo a su servicio y que, por consiguiente, tiene también al

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mismo tiempo la autoridad de quien le envía, cuyo honor comparte.

Ahora bien, según el cuarto evangelio, Jesús es simple y llanamente el enviado y revelador de Dios. Si ahora delega su propia misión, quiere decir que surge la comunidad de los discípulos para proseguir la misión y, por ende, la autoridad de Jesús en el mundo. Mas no cabe una representación válida de Jesús, si no se adopta su camino, su actitud básica de reconciliación, de renuncia al poder y dominio, tal como nos lo han mostrado el lavatorio de pies y, en conexión con él, todo el relato de la pasión. Por este motivo, la misión no puede entenderse en modo alguno, según Juan, como una colación formal y canónica de plenos poderes eclesiásticos, pues ello significaría una limitación abusiva y caprichosa. La autoridad cristiana más bien tiene siempre un criterio objetivo, pues se encuentra por completo bajo la exigencia del ejemplo de Jesús, del lavatorio de pies. Es decir, está bajo la exigencia del servicio de Jesús. Y ese servicio es un servicio de amor, de paz y de reconciliación.

Sigue luego, como una dotación ligada al envío, la colación del Espíritu: «Y dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). El resucitado comunica a la comunidad de sus discípulos el Espíritu Santo. También aquí vuelve a jugar su papel el simbolismo. El soplo o aliento recuerda Gén 2,7: «Entonces Yahveh Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre fue ser viviente.» La comunicación del espíritu es comunicación de la nueva vida, la creación del hombre nuevo. Juan compendia así, en una simple imagen, aquello sobre lo que ha versado su evangelio del principio al fin: que Jesús es para el hombre el dador de vida escatológico. La transmisión de poderes está destinada a la colación de la vida.

La transmisión de la vida se describe con el concepto tradicional del cristianismo primitivo: el perdón de los pecados: «A quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán

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retenidos» (v. 23). El perdón de los pecados constituye hoy un concepto bastante erosionado que a muchos no les dice nada. Originariamente indicaba la gran purificación de la vida, el nuevo comienzo, la nueva oportunidad, con que se cerraba definitivamente el pasado sin que se tuviera en cuenta para nada. Pero no en un sentido mágico, sino de modo que la comunidad de discípulos ponía como fundamento de toda su acción, de su testimonio y de su vida, la reconciliación operada por Jesús.

La alternativa «perdonar y retener» recuerda la formulación llamada del poder de las llaves, el «atar y desatar» (Mt 18,18; 16,19). Pero en esta formulación alternante laten sin duda unas condiciones sociológicas, que apuntan a la práctica de la comunidad. La comunidad cristiana había empezado bastante pronto a formular ciertas condiciones de ingreso y expulsión para sus miembros, legalizándolas mediante la autoridad de Jesús. Existe, pues, una tensión palpable entre la oferta de reconciliación universal por parte de Jesús y la práctica de la Iglesia. Se trata de un problema sociológico, de un procedimiento que debe enjuiciarse conforme a la intención originaria de Jesús. Esa intención de Jesús consiste sin duda en la «amnistía general» divina, en el ofrecimiento universal de reconciliación y de vida.

La Iglesia, que por su parte también está sujeta a condicionamientos mundanos y que, por lo mismo, tampoco está absolutamente libre de intereses de grupo y de dominio, debe por ello enfrentarse de continuo y en forma crítica con la intención originaria de Jesús. El peligro de la colación alternante de poderes, del «perdonar y retener», del «atar y desatar», está en que -como tantas veces ha ocurrido en la historia- se imponga la concepción de la Iglesia oficial, según la cual puede disponer a su arbitrio de la reconciliación.

Así, pues, los plenos poderes para perdonar los pecados se prometen a la Iglesia en su totalidad, de tal forma que los miembros todos de la Iglesia participan de ellos. Juan ha calificado el perdón de los pecados como un aspecto

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decisivo de la realidad pascual, del «nuevo punto de partida». Ese es su mensaje de pascua: Dios ha operado por medio de Jesús la gran reconciliación, la gran paz del mundo; para ello importa presentar esa paz como la nueva oportunidad de vida y ofrecerla a todo el mundo. Y para eso está la comunidad de discípulos.

Contradice la universalidad de ese ofrecimiento de paz el hacer derivar de ahí facultades jerárquicas, reservar determinados pecados, establecer negocios de indulgencias, aunque sean «negocios espirituales», y cosas similares. Nada se dice tampoco acerca de las formas externas con que se otorga el perdón de los pecados. Tales formas carecen por completo de importancia absoluta. Han cambiado frecuentemente en el curso de la historia y seguirán cambiando. El peligro más grave ha estado siempre en que las normas eclesiásticas oficiales de la «institución penitencial» manipulasen y coartasen de manera intolerable la ofrenda universal de reconciliación, que, por añadidura, se transformó en un procedimiento de dominio social intraeclesiástico.

En el fondo todo creyente, que se sabe afectado por el poder de la nueva vida escatológica, tiene la facultad de perdonar los pecados, en la vida diaria del mundo y frente a todos los hombres. El perdón de los pecados, organizado por la Iglesia oficial, se justifica en cierto modo por las necesidades y estructuras de la comunidad y también, desde luego, porque la comunidad en su conjunto tiene que dar testimonio del perdón de los pecados ante el mundo entero. Ahora bien, ese testimonio nunca se da en un marco fuera de la historia, sino siempre en un entorno determinado, concreto e histórico, debiendo también tener en cuenta esas condiciones ambientales y sociales. Lo peligroso es en todo caso cuando esas circunstancias ambientales oscurecen y sofocan el testimonio de la reconciliación libre e incondicional y, con elIo, también el testimonio de la intención de Jesús. Este es, por ejemplo, el caso, cuando la Iglesia oficial opera con «privilegios» y «gracias particulares», que teológicamente no existen en absoluto. O cuando, mediante un falso desplazamiento de

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intereses, se llega a sobrevalorar las obras piadosas, como ocurrió a finales de la edad media, antes de la reforma, falseando así, de raíz, la actitud fundamental de la penitencia.

También hoy se trata, por consiguiente, del volver a expresar de un modo nuevo y convincente el ofrecimiento incondicional de reconciliación en nuestras circunstancias modernas. Las nuevas formas del ejercicio penitencial han experimentado un cierto progreso, como complemento de la confesión privada tradicional. El elemento social de la reconciliación se ve hoy más claramente que en épocas pasadas. Tampoco hay nada fundamental que objetar contra el desmantelamiento de una privilegiada facultad de perdonar. Asimismo hay que valorar de un modo positivo el que los grupos de base cristianos redescubran posibilidades que durante largo tiempo les ha escatimado y hasta denegado el derecho canónico. Lo decisivo sigue siendo que la reconciliación por Cristo la realicen y hagan creíble, de un modo convincente, grupos cristianos y, quizás un día, también la gran Iglesia y su cima jerárquica, de cara a la sociedad.

6. LA DUDA DE TOMAS (Jn/20/24-29)

24 Pero Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les respondió: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré.» 26 Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y Tomás con ellos. Estando bien cerradas las puertas, llega Jesús, se pone delante y les dice: «Paz a vosotros.» 27 Luego dice a Tomás: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente.» 28 Tomás le respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» 29 Dícele Jesús: «¿Porque me has visto has creído? ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!»

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En este texto no se trata en primer término del «incrédulo» Tomás, que como tal se ha convertido en una figura perenne; quienes interesan son los destinatarios del Evangelio de Juan, aquellos cristianos que ni tuvieron un contacto directo con el Jesús terreno ni tampoco con los primeros discípulos y apóstoles, y a los que tampoco se les apareció el resucitado. En un sentido amplio pertenecen a ese número de destinatarios todos los cristianos de las generaciones subsiguientes que se encuentran en la misma situación. Para todos ellos vale en conclusión la bienaventuranza que constituye la cumbre del relato: «¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!»

Ya desde los primeros versículos de su proclama pascual Juan ha dejado ver claramente que, según su concepción, la fe pascual en el Señor Jesucristo viviente no necesita en absoluto de las apariciones pascuales. El discípulo amado sólo tuvo necesidad de inspeccionar la tumba vacía para llegar a la fe: «Vio y creyó.» Posiblemente, y respecto de la fe, Juan ha considerado las apariciones pascuales de modo parecido a los milagros: «Si no véis señales y milagros, no creéis» (4,48b). Para él las «señales y milagros» son más bien una concesión a la debilidad humana. Pueden incluso llegar a ser algo peligroso para quienes se detienen en los efectos sensacionalistas de los milagros sin captar su carácter simbólico, a través del cual el hombre debe llegar en definitiva a la fe en Jesús. Pero, en el fondo, a la fe se llega sólo «por la palabra» de la predicación de Jesús. Y eso cuenta también para la fe pascual, que en último término no está referida a las apariciones. Realmente no hay que maravillarse de que en el ámbito de la fe en la resurrección de Jesús se hable también de dudas. Lo sorprendente hubiera sido que no las suscitara de ningún género. Los evangelistas hablan bajo formas distintas de dudas acerca de la fe pascual. Así se dice en Mateo: «Y cuando lo vieron, lo adoraron, aunque algunos quedaron indecisos» (Mt 28,17). Y Lucas observa la postura de los discípulos frente al relato de las mujeres: «Pero les parecieron estas palabras como un delirio; por eso no les daban crédito» (Lc 24,11). También en el discurso de Pablo en el Areópago, referido en los Hechos de los apóstoles (Act 17,22-34), la fe

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pascual se convierte para los oyentes en el punto crítico y finalmente en el pretexto para rechazar la predicación cristiana: «Al oír resurrección de los muertos unos se reían, y otros dijeron "Te oiremos hablar de esto en otra ocasión"» (Act. 17-32). Aunque estas observaciones no pretendan una historicidad exacta, hay que admitir, sin embargo, que la duda acerca de la fe pascual se dio desde el comienzo en el cristianismo primitivo. Positivamente así lo demuestra el gran capítulo de la resurrección (c. 15) de la primera carta a los Corintios, en que Pablo ha debido enfrentarse, si no directamente con la duda sobre la fe pascual, sí con graves equívocos. Y de hecho esa duda se ha dado siempre a lo largo de la historia del cristianismo, bien sea sobre la idea de la resurrección de los muertos en general, bien sobre la resurrección de Jesús en particular, bien, finalmente, al hacer hincapié en las contradicciones de los relatos pascuales.

Es justamente en este caso donde hay que considerar de un modo diferenciado el problema de la duda. Pues, la fe en una resurrección de los muertos, de acuerdo con la experiencia humana universal, constituye una paradoja, que suscita directamente la oposición y que conduce por necesidad a prejuicios y equívocos. Pero difícilmente se pueden desacreditar esos prejuicios y dudas calificándolos de dudas y menos aún de dudas contra la fe. Si se quiere entender y aceptar el lenguaje simbólico acerca de la resurrección de los muertos y de la resurrección de Jesús en su verdadero sentido religioso, será siempre necesario articular en forma precisa los equívocos y prejuicios para comprenderlos y poder así afrontarlos. Si la muerte es la negación más rotunda de la vida humana y del sentido de la vida, que nosotros conocemos, entonces la fe pascual es la negación más categórica de esa negación y la afirmación más absoluta del sentido de la vida. La fe cristiana ve esa afirmación respaldada por Dios y por Jesús resucitado. «Pero Dios es fiador de que nuestra palabra dirigida a vosotros no es "sí" y "no". Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, proclamado entre vosotros por nosotros, por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue "sí" y "no", sino que en él se realizó el "sí". Pues todas las promesas de Dios en él se

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hicieron "sí". Por eso también, cuando damos gloria a Dios, decimos por medio de él nuestro "amén"» (2Cor 1,18-20). Vista así, en la fe pascual no se trata sólo del problema espacial de si la resurrección de Jesús ha tenido efecto, sí o no; se trata más bien del conjunto de la figura de Jesús, de si se acerca a nosotros de manera convincente, y en qué medida, como el revelador de Dios.

Se trata también, al menos en la visión neotestamentaria, de la idea de Dios. Aquí justamente no se concibe a Dios en abstracto, como el ser inmutable y eterno que reposa en sí mismo, sino como el Dios que actúa y obra infinitamente interesado por la salvación del hombre. Jesús de Nazaret es el testigo del Dios que ama al hombre. En ese sentido la fe pascual es de capital importancia para la comprensión cristiana de la fe, y ello porque la figura del propio Jesús, y desde luego en su exigencia de hoy, es también capital para una interpretación de la fe cristiana. No se trata, para repetirlo una vez más, de una fórmula dogmática, sino de un sentido vivo y espiritual al que la fórmula apunta. Se trata del espíritu vivo de Jesús de Nazaret en nuestro presente. Vista así, la misma duda acerca de la fe pascual puede representar un primer paso en el camino de aproximación al sentido de esa fe pascual. Y para muchos probablemente es un paso necesario, porque la interpretación formalista de la pascua, que es la interpretación eclesiástica, a menudo, lejos de aclarar, oscurece el verdadero sentido de la fe pascual. Con frecuencia sólo la duda conduce a una confrontación intensiva con la causa, en torno a la cual barrena, acerca a la misma y penetra profundamente en ella. Si la pascua coincide con la experiencia del indisponible, como antes hemos dicho, entonces la duda está ciertamente motivada por el deseo de una prueba y apoyo más fuerte, que después se supera desde luego por lo contrario, en cuanto que se aprenda a renunciar a la prueba y apoyo palpable y abandonarse a la fe, cuyo testigo es Jesús de Nazaret. Este es también el camino que Tomás recorre en la historia presente.

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Tomás, conocido como «el Mellizo» aparece frecuentemente en el Evangelio de Juan (cf. 11,16b; 14,5; 21,2). Su nombre lo conoce la tradición 164. No puede decirse con seguridad a qué se debe el peculiar interés del cuarto evangelio por este personaje. Tal vez preexistieron tradiciones particulares; quizás incluso nos hallamos en el atrio de la leyenda de Tomás. Por lo que a nuestra narración se refiere esto no tiene importancia ciertamente. Pues cuanto esta historia tiene que decir, está por completo dentro de ella misma. Tomás no interesa aquí como personaje histórico, sino como tipo de una determinada conducta, según lo atestigua el conjunto de la narración. Aquí hace el papel de antagonista, que pone en duda la resurrección de Jesús y que al final, mediante su encuentro con el resucitado llega a la confesión de fe en el Señor viviente.

La figura de Tomás viene introducida con ocasión de no haber estado presente en la primera aparición pascual de Jesús a los discípulos. No vivió personalmente el tema decisivo, sino que los otros discípulos le comunicaron la «extraña noticia». Tenemos, pues, aquí una situación típica: Tomás no fue testigo presencial, sino que el mensaje pascual se lo comunicaron otros. Se trata, por tanto, de una situación típica o ejemplar, porque es la situación de la predicación cristiana desde los días de los apóstoles. Los discípulos proclaman «¡Hemos visto al Señor!» Tomás exige una prueba directa para «poder creer en la resurrección de Jesús», y además con carácter maximalista, a saber, la prueba de ver y además tocar: «Si no veo en mis manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no lo creeré» (v. 25). Tomás insiste en una verificación y desde luego concreta y palpable, que en la exposición joánica se acerca ya bastante al carácter de una prueba experimental científica.

TOMAS/H-MODERNO: En este pasaje apremia la pregunta de si la presente historia con sus distintos elementos no ha desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de la conciencia moderna. Ahí está la duda, que más tarde se

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convertirá en la «duda metódica» (Descartes); ahí late además el deseo de una comprobación empírica. ¿No aparece, por así decirlo, este Tomás como el primer cartesiano antes de Descartes, como un hombre abiertamente moderno? Tomás encarna una determinada actitud fundamental junto con una precisa comprensión de la realidad; le preocupa el poseer una certeza palpable y efectiva del resucitado.

El desarrollo de la historia no sucede desde luego como a menudo suele exponerlo una exégesis distraída. Pues, bien analizado, resulta que Tomás no recibe la seguridad palpable por él deseada.

Ocho días más tarde los discípulos están reunidos de nuevo, y esta vez también Tomás se halla presente (v. 26). Ante todo sorprende la regularidad: el primer día de la semana, es decir el domingo, se ha convertido ya en el día en que se reúne de modo habitual la comunidad cristiana; ese día tiene lugar la celebración litúrgica comunitaria. El evangelista transpone la práctica dominante en su tiempo a la primera época pospascual. En el pasaje que comentamos cabe advertir además que, según la concepción joánica, la presencia de Cristo resucitado puede experimentarse en la liturgia sagrada de la comunidad.

Tenemos también aquí el mismo proceso que observamos en la primera aparición pascual: Jesús vuelve a penetrar estando las puertas cerradas y dice: «¡Paz a vosotros!» Tal vez se trata del saludo de paz habitual también entre los cristianos de las comunidades joánicas y con el que se abría el acto de culto (cf. el saludo equivalente: «El Señor esté con vosotros»). Y sigue ahora la invitación del resucitado: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente» (v. 27). El escéptico que empieza alardeando de algo y expresa un deseo o exigencia, de cuyo cumplimiento no está persuadido realmente, y al que se le toma la palabra, es un motivo que aparece con frecuencia en la literatura. Juan caracteriza así una situación radical en que hay que decidirse. Tomás ha de rendirse ante la evidencia,

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como él mismo había anunciado. Del mismo modo al lector hay que exponerle de forma eficaz que el resucitado podía muy bien aportar en cualquier momento una prueba real, si así lo quisiera o fuera movido a ello por una curiosidad indiscreta.

Entra además en la estructura del relato el que no llegue a término la realización del deseo de Tomás: como a los otros discípulos, le basta por completo el ver a Jesús. No llega a tocar a Jesús. Por lo que tampoco adquiere Tomás una certeza mayor que los demás compañeros. Basta, pues, con que Tomás haya sido emplazado. El evangelista ha renunciado con razón a la exposición detallada del cumplimiento. No era necesario en absoluto. De ahí que la invitación de Jesús a Tomás no sea ya la de que le toque, sino más bien la de: «No seas incrédulo, sino creyente.» Lo que está en juego no es la palpación sino la fe. Coincide así esta historia con el primer relato de la aparición de Jesús a María Magdalena. La fe es una renuncia a tocar, en cuanto que equivale a aceptar la no disponibilidad del resucitado. La reacción de Tomás consiste, por tanto, en llegar a la fe, y con ello a la confesión creyente: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28).

Esta confesión de fe se encuentra muy de propósito junto a la (primera) conclusión del Evangelio de Juan y, por lo mismo, al final del camino que el evangelista ha hecho recorrer a sus oyentes y lectores. En el encuentro con el resucitado queda perfectamente claro quien es ese Jesús en realidad. Por esa razón la fórmula confesional joánica recoge los dos predicados más nobles y soberanos de Jesús que aparecen en todo el Nuevo Testamento, a saber, el calificativo de Dios y el título de Kyrios, Señor. Ambos atributos laten a lo largo de todo el cuarto evangelio y así hay que verlo por cuanto que Jesús en persona es el revelador de Dios y el donador de la vida eterna, que está por completo al lado de Dios. Mas tampoco aquí se le identifica completamente a Jesús con Dios. En todo caso la similitud esencial de Jesús con Dios (Padre) está formulada al igual que ya la formuló el Prólogo: «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era

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Dios» (1,1). Ambas afirmaciones, la relativa a la divinidad de la Palabra y la alusiva a la divinidad del resucitado, hay que verlas en su mutua relación (cf. también 17,5). El resucitado ha entrado en la gloria divina de la que había venido. Es Cristo glorificado, al que circunda la aureola divina. Y resulta muy significativo que sea el «escéptico vencido» quien formula la suprema confesión de Cristo, alcanzando así una cima que ya no podrá ser superada.

El evangelio de Juan se cierra del modo más congruente con una bienaventuranza sobre los que creen: «Dícele Jesús: " ¿Porque me has visto has creído? ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!"» ............... 164. Cf. Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,15; Hch 1,13. ...............

7. PRIMERA CONCLUSIÓN DEL EVANGELIO (Jn/20/30-31)

30 Otras muchas señales les hizo además Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. 31 Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Como indica esta advertencia, el evangelio de Juan terminaba en este pasaje. El autor vuelve a compendiar el sentido y objeto de su escrito sobre Jesús. Y empieza de una forma delimitadora: «Otras muchas señales hizo además Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro» (v. 30). Suscita así en los lectores la impresión de una tradición desbordante acerca de Jesús, que él no ha podido agotar en absoluto. Su evangelio sólo refiere una pequeña selección de «señales» (=relatos de milagros). Hasta qué punto sea esto realmente exacto con relación al material no utilizado, es algo que ya no podemos enjuiciar con certeza. Pero, si comparamos con los sinópticos, y en particular con el evangelio de Marcos, podremos ver que efectivamente los relatos milagrosos son menos en el cuarto evangelio. Vista, sin embargo, en su conjunto no parece que la tradición milagrosa sobre Jesús fuera en efecto demasiado amplia ni que contuviera

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muchos más testimonios de los que han llegado hasta nosotros.

Un incremento de las historias de milagros puede observarse desde luego en la literatura apócrifa del siglo II sobre los evangelios. Pero esas nuevas historias milagrosas se interesan por el milagro como un acontecimiento sensacionalista y mágico; persiguen un propósito distinto del que alienta en los relatos de los sinópticos y de Juan; en los apócrifos el motivo de la fe no desempeña papel alguno. Juan, que se encuentra entre los sinópticos y la literatura apócrifa, persigue ante todo un objetivo teológico cuando habla de las «señales»; el simple milagro como tal no le interesa nunca.

Ese propósito teológico reaparece una vez más: «Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (v. 31 ). Es una afirmación que vale para todo el Evangelio de Juan. Se piensa en el testimonio de fe. Mediante este escrito el lector debe ser conducido a la fe en Jesús, y esto de tal modo que en Jesús reconozca al «Mesías, el Hijo de Dios», y pueda así tener parte en la salvación escatológica. Este es también en efecto, el compendio más resumido de la teología joánica. Si quisiéramos explicar en todo su alcance cada concepto de esta observación final, tendríamos que remitirnos al Evangelio entero. El lector, que se ha dejado conducir hasta el presente pasaje, sabe muy bien lo que esa observación final quiere decir.

CAPÍTULO 21

CAPITULO APÉNDICE: APARICIÓN DEL RESUCITADO JUNTO AL LAGO DE GENESARET (Jn/21/01-25)

Todos los manuscritos que han llegado a nosotros contienen esta perícopa, por lo cual ha debido figurar en el evangelio de Juan en la forma que nos es conocida, desde los comienzos de su transmisión. Este apéndice joánico debió incorporarse al cuarto evangelio muy pronto, ya

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antes incluso de su difusión. Pues, no cabe duda alguna de que Jn 20,30s constituye la conclusión originaria de este evangelio. Después de ella ya no se espera nada más. Incluso la «conclusión segunda» (21,25) presenta una orientación distinta. Ya no es un resumen del contenido del evangelio, sino un floreo retórico bastante común, cuando afirma que, de querer describir los hechos todos de Jesús, en el mundo entero no cabrían los libros. Como se ve, esto no es más que un débil calco de conclusión primera. Con el capítulo apéndice enlaza toda una serie de cuestiones, que se refieren principalmente al origen y al autor del evangelio de Juan. ¿Quién redactó y agregó este capítulo apéndice: el propio evangelista u otra persona? ¿Se identifica o no el evangelista con el discípulo «a quien Jesús amaba»? Si ese discípulo amado se identifica a su vez con un Juan, ¿quién era este Juan?, ¿un apóstol del círculo de los doce («el hijo de Zebedeo»), otro discípulo de Jesús o un personaje diferente que no conocemos con más detalle?. Para lograr aquí ideas claras, hay que distinguir exactamente dos cuestiones, que tienen entre sí una independencia relativa: primera, la del problema literario en conexión con la cuestión del autor; ¿procede el capítulo apéndice del mismo autor que el evangelio, quienquiera los haya escrito? Segunda cuestión: el problema del discípulo amado. Hay que anotar ante todo que la solución del primer problema no aporta demasiado a la del segundo. Este ha de estudiarse aparte. De ahí que en la combinación de ambos problemas sean posibles muy distintos puntos de vista.

Al problema primero: ¿se debe el capítulo apéndice a la misma mano que el cuarto evangelio?, hemos de decir que hoy un gran número de exegetas es del parecer que el capítulo 21 no procede del mismo autor (o redactor) que el cuarto evangelio (c. 1-20). Una objeción capital a la identidad de autor radica en que, de ser así, el mismo autor habría cambiado la conclusión primera. A ello se suman las grandes diferencias relativas al lugar de las apariciones pascuales: en el c. 20 sería Jerusalén, en el c. 21, Galilea. Además el autor del apéndice se muestra realmente distante al escribir de personas y sucesos que ya habían

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aparecido en el evangelio. De lo cual parece desprenderse que el autor del apéndice ha conocido todo el evangelio de Juan, pero que se mantiene respecto del mismo en una relación externa. Hay, pues, toda una serie de razones para pensar que el evangelista de los c. 1-20 y el autor del apéndice (c. 21) son dos personas distintas. El problema segundo lo discutiremos más adelante.

La división del capítulo 21 es bastante clara. Contiene tres secciones: a) la aparición pascual (v. 1-14); b) Simón Pedro (v. 15-19); c) el discípulo amado (v. 20-24), y la segunda conclusión (v. 25).

En las tres secciones se utilizan evidentemente tradiciones de distinta procedencia. La observación de Schlatter «La nueva sección tiene su objeto en la llamada de los dos discípulos Pedro y Juan» contiene un detalle acertado, por cuanto que en esta composición se exponen, sobre todo, unas reflexiones sobre las relaciones de Pedro y del discípulo amado. El hecho de tales reflexiones, que desde luego suponen la muerte de ambos discípulos y que se apoyan en las informaciones relativas a la misma, indica que este texto nos sitúa ya en una época relativamente tardía del cristianismo primitivo, en que se meditaba sobre la tradición apostólica y sus circunstancias. Es la época en que se empieza a legitimar una tradición propia conectándola con un personaje más o menos conocido; procedimiento que se sirve frecuentemente de la pseudonimia (cf. asimismo las cartas deutero-paulinas, las cartas pastorales, la primera y segunda de Pedro). En este aspecto el capítulo apéndice dice también algo sobre la cuestión del autor, y más en concreto, sobre cuál era la concepción del autor del c. 21 sobre este tema.

a) La aparición pascual en Galilea (Jn/21/01-14)

1 Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Y se manifestó así. 2 Estaban juntos Simón Pedro, Tomás llamado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. 3 Simón

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Pedro les dice: «Voy a pescar.» Le dicen los otros: «También nosotros vamos contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca; pero aquella noche no pescaron nada. 4 Cuando estaba ya amaneciendo, se presentó Jesús en la orilla; los discípulos, sin embargo, no se daban cuenta de que era Jesús. 5 Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?» Ellos le respondieron: «No.» 6 Entonces les dijo: «Echad la red a la parte derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. 7 El discípulo aquel a quien amaba Jesús dice entonces a Pedro: «¡Es el Señor!» Al oír Simón Pedro: «Es el Señor», se ciñó la túnica exterior, pues estaba desnudo, y se echó al agua. 8 Los otros discípulos llegaron en la barca -pues no estaban distantes de la tierra sino unos doscientos codos- arrastrando la red con los peces. 9 Cuando descendieron a tierra, ven puestas unas brasas y un pescado encima de ellas, y pan. 10 Díceles Jesús. «Traed algunos peces de los que acabáis de pescar.» 11 Simón Pedro subió a la barca, sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes; con ser tantos, no se rompió la red. 12 Díceles Jesús: «Venid y almorzad.» Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú, quién eres?», porque bien sabían que era el Señor. 13 Va Jesús y toma el pan y se lo da, y de la misma manera, el pescado. 14 Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitado de entre los muertos.

Lo primero que relata el capítulo apéndice es otra aparición pascual, y ahora en Galilea: «Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Y se manifestó así...» (v. 1). A esto alude asimismo la observación final de que «ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitado de entre los muertos» (v. 14). Las dos observaciones que enmarcan el cuadro se deben al autor del apéndice, que ha acomodado su escrito al documento preexistente. Esto lo ha conseguido ciertamente sólo de un

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modo muy superficial; las contradicciones internas apenas han desaparecido con eso. Lo cual vale sobre todo para la misma aparición pascual, que según su relato tuvo lugar junto al lago de Galilea, mientras que el c. 20 concentra todas las apariciones en Jerusalén. Ello reviste tanta mayor importancia cuando que 21,1-14 representa de hecho una tradición más antigua de los relatos pascuales, olvidada o postergada a propósito. Además, tampoco se hace ninguna otra tentativa por explicar la permanencia de los discípulos en Galilea; el Evangelio de Juan no dice ni una palabra sobre la huida de los discípulos, en la línea en que lo hace Marcos. Que así se suponga simplemente como un hecho conocido, es indicio de una tradición más antigua que no está lejos de la tradición de Marcos y Mateo. Cómo se llegó en el entorno del cuarto evangelista a esa tradición, ya no podemos saberlo, aunque quizás no vaya errada la sospecha de que Juan en el c. 20 ha dejado intencionadamente de lado otras tradiciones que conocía. Con esta peculiar tradición galilaica enlazan muchas otras tradiciones y motivos. Ante todo la tradición de la pesca abundante (cf. Lc 5,1-11), aunque también la de Mc 1,16-20 con la llamada de los primeros discípulos. Es probable que la tradición más antigua de este relato consistiese en una historia vocacional, como la encontramos bajo la expresión más simple en Mc 1,16-20. Aquí se describe cómo Jesús llamó en su seguimiento a los hermanos Simón (Pedro) y Andrés, al igual que a los hijos de Zebedeo con estas palabras: «Seguidme y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). A partir de la metáfora pescadores de hombres puede haberse desarrollado la tradición de la pesca abundante, que en Lucas concluye con estas palabras: «Jesús dijo a Simón: "No tengas miedo; desde ahora serás pescador de hombres»» (Lc 5,10). También en otros pasajes son dignos de notarse los contactos entre la tradición joánica y la lucana, de forma que por ese camino la historia vocacional pudo haber sido conocida en el círculo de la tradición joánica. La conexión entre esa historia vocacional y la aparición de pascua es ciertamente secundaria.

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Otro motivo es la conexión de pan y peces (v. 9), que recuerda la multiplicación milagrosa de los panes 171. Posiblemente se trata, sin embargo, del motivo de la aparición pascual en el marco de una comida (cf. también Lc 24,41). El autor ha recogido entre sí fragmentos tradicionales de muy diversa procedencia, rellenándolos después con motivos de la tradición joánica.

La historia viene introducida como un relato de aparición pascual, y desde luego que como perteneciente a la tradición de las apariciones pascuales en Galilea. El versículo 2 menciona a todo un grupo de discípulos, cuyos nombres son en parte conocidos por el evangelio de Juan: Simón Pedro, Tomás apellidado el Mellizo, Natanael de Caná de Galilea (cf. Jn 1,45-50); a los que se suman los dos hijos de Zebedeo, que fuera de aquí no aparecen en el cuarto evangelio, y otros dos discípulos innominados. El relato no sólo da por supuesta a todas luces la huida de los discípulos a Galilea después del viernes santo, sino que además da por hecho que ambos discípulos, Pedro y el discípulo amado, volvieron después de esa fecha a su antiguo oficio de pescadores. Pues, eso es desde luego lo que indica el anuncio de Pedro: «Voy a pescar.» Los otros discípulos le acompañan. El motivo del fracaso (cf. Lc 5,5) prepara la pesca abundante. De buena mañana Jesús está en la orilla, pero no le reconocen de inmediato. El relato pascual trabaja en este pasaje, como el relato de Emaús (Lc 24,25s), con el motivo del encuentro con un extraño.

El versículo 5 introduce la pesca milagrosa con la pregunta de Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis algo que comer?» Como los discípulos responden que no, Jesús les da la orden de echar la red «a la parte derecha de la barca», lo que probablemente tiene una significación simbólica que a nosotros ya nos escapa. Los discípulos ejecutan la orden y hacen una captura abundante, hasta el punto de que sólo con dificultad consiguen arrastrar la red a tierra. Es entonces cuando, por esa señal, el discípulo amado reconoce a Jesús: «¡Es el Señor!» (cf. 20,8). Y, de modo parecido a la carrera descrita en el relato de 20,1-10, también aquí se produce una cierta competición, por

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cuanto Pedro entra inmediatamente en acción, se ciñe la túnica exterior, que se había quitado para faenar, y se arroja al agua a fin de alcanzar lo más rápidamente posible a Jesús. Es ocioso buscar en el relato intento alguno de evocar correcta y realmente la escena, pues ¿cómo podía Pedro nadar con la larga túnica exterior? ¿o es que las aguas eran tan poco profundas que podía vadearlas andando? Por ello, sin duda, advierte el versículo 8 que la barca ya no estaba lejos de tierra. Las redes son arrastradas a la orilla.

Y sigue, en el versículo 9, otro rasgo curioso: en tierra, junto a Jesús, arde ya un fuego de carbón, y sobre las brasas hay un pescado y pan. ¿Tenemos aquí de nuevo un símbolo, quizá una alusión a la cena del Señor? Tal vez late una corrección o un planteamiento exacto de la pregunta formulada en el versículo 5: realmente el resucitado no necesita para nada de la ayuda de los discípulos; tampoco tiene necesidad de alimento, mientras que los discípulos sí lo necesitan. Y así, se ha de subrayar ciertamente la iniciativa de Jesús: como en la multiplicación milagrosa de los panes (6,1-15), Jesús es el anfitrión de los suyos. Los discípulos, también en el tiempo pospascual, siguen dependiendo de la palabra de Jesús. De ahí mismo su nueva orden de que le lleven peces. Pedro, como jefe del grupo de discípulos, saca a tierra la red, repleta como estaba de «ciento cincuenta y tres peces grandes». El número 153 puede recordar la abundancia extraordinaria, aunque también en el sentido de un éxito misionero extraordinario. Si el número encierra además un oculto sentido simbólico no hay por qué discutirlo más 172. En el milagro entra también el que la red no se rompiera, pese a la carga, lo que bien pudiera ser una alusión a la unidad de la Iglesia.

Como anfitrión, Jesús invita a los discípulos: «Venid y almorzad.» También se pone de relieve la cortedad de los discípulos frente al extraño, pese a que le conocían. Es probable que este rasgo haya desempeñado un papel en el relato que estaba a la base de la presente narración. Señala la diferencia entre el Jesús terreno y el resucitado:

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éste pertenece ya a la esfera divina y provoca en consecuencia un temor numinoso. Ahí apunta el giro «porque bien sabían que era el Señor». Y también ahí se expresa la pertenencia del resucitado al ámbito divino. Durante el refrigerio Jesús sigue actuando de huésped invitante: «Va Jesús y toma el pan y se lo da, y también el pescado» (cf. 6,11). Con la comida se cierra el relato pascual.

El autor, como se ve, está familiarizado con el contenido y los puntos de vista teológicos del cuarto evangelio. De él ha tomado algunos rasgos que eran importantes para su tercera narración pascual. En especial están tomados de la tradición joánica los motivos siguientes: el de la competición, en la carrera entre Pedro y el discípulo amado (Pedro debía encontrarse ya en la redacción más antigua de la historia, así como los hijos de Zebedeo) y también el interés que se pone en subrayar la función hospitalaria de Jesús. Los otros motivos tienen asimismo importancia teológica. La pesca milagrosa, en relación con la red que no se rompe, simboliza ciertamente la misión, y con ella la fundación de la Iglesia. Por el contrario, el motivo del banquete alude a la eucaristía o, en un sentido más amplio, al banquete habitual de la comunidad, en el que se experimentaba cada vez de nuevo la presencia del resucitado. El propósito peculiar del autor al recoger y transmitir esta narración, parece estar, sin duda, en que le proporcionaba un buen pretexto para replantear una vez más la cuestión de Pedro y el discípulo amado. Pues, todo parece indicar que ese discípulo no figuraba todavía en el documento base. Por ello, no podría identificársele con ninguno de los discípulos a los que se menciona explícitamente en otros pasajes. La historia pascual debió servir ante todo como enlace con las dos perícopas siguientes. ............... 171. Cf. 6,9: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces»; cf. además Mc 6,38; Mt 14,17; Lc 9,13; también Mt 15,34. 172. NU/000153-PECES Cf. SAN AGUSTIN, Tratados sobre el evangelio de Juan 122,8: «Si a uno le añades dos, dan tres: y si a tres le sumas tres y cuatro son diez, y si después vas añadiendo los números siguientes hasta diecisiete, se llega al número antes dicho». Es decir: 1 + 2 + 3 + 4 etc. hasta 17 = 153. Conclusión: el número puede indicar la

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totalidad de los elegidos: «No quiere decir esto que sólo ciento cincuenta y tres justos han de resucitar a la vida eterna, sino todos los millares de santos que pertenecen a la gracia del Espíritu Santo (BAC 165, Madrid 1957, p. 739) ...............

b) Simón Pedro (/Jn/21/15-19)

15 Cuando terminaron de almorzar, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Respóndele: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero» Él le contesta: «Apacienta mis corderos.» 16 Vuelve a preguntarle por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Respóndele: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero.» Él le contesta: «Sé pastor de mis ovejas.» 17 Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro sintió pena cuando Jesús le dijo por tercera vez «¿me quieres?», y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que te quiero.» Dícele Jesús: «Apacienta mis ovejas. 18 De verdad te lo aseguro, cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.» 19 Esto lo dijo para dar a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y después de decir esto, le añade: «Sígueme.»

La perícopa segunda trata especialmente de Simón Pedro. Los versículos 15-17 refieren una triple pregunta de Jesús a Simón Pedro y una triple respuesta de éste, a cada una de las cuales sigue un encargo de Jesús. Los versículos 18-19 contienen una noticia sobre el futuro destino de Pedro.

Al igual que en los otros evangelios y en las cartas paulinas, también en el evangelio de Juan la figura de Simón Pedro tiene un papel destacado. Asimismo también en Juan es necesario distinguir entre el Pedro histórico y el simbólico o tipológico. Esto quiere decir que las afirmaciones hechas sobre Simón Pedro, suponen desde luego una gran relevancia para la Iglesia primitiva, y no pueden entenderse sin más como noticias históricas acerca

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de Pedro. Del Pedro histórico están más próximas, sin duda, las cartas paulinas (Gálatas y lCorintios), así como varias noticias de la tradición petrina de los sinópticos y de los Hechos de los apóstoles. La tradición joánica sobre Pedro es de fecha relativamente tardía, por lo que de cara al Pedro histórico hay que ser más bien escéptico. Pese a lo cual, no se excluye que esa tradición joánica contenga muchas noticias dignas de crédito.

¿Cómo ve el evangelio de Juan al personaje Pedro? En parangón con la tradición sinóptica a Pedro se le menciona pocas veces en el cuarto evangelio. Faltan sobre todo aquellos pasajes en los que Pedro aparece casi de una manera estereotipada como el portavoz del grupo de discípulos. La conexión del grupo Pedro, Santiago y Juan no se encuentra nunca en el cuarto evangelio. Cuando se habla de Pedro es siempre en un contexto importante. Según 1,40-42, Simón Pedro pertenece a los discípulos de primera hora, que procedían del círculo del Bautista y que por la palabra de éste se unieron a Jesús. Según 1,35-39, dos discípulos del Bautista escuchan el testimonio positivo de su maestro sobre Jesús: «Este es el Cordero de Dios», y siguen de inmediato a Jesús. El nombre de uno de esos discípulos queda en el anonimato, mientras que el otro era Andrés, el hermano de Simón Pedro (1,40). Encuentra a su hermano Simón y lo conduce hasta Jesús con estas palabras: «¡Hemos encontrado al Mesías!», a Jesús. Y Jesús «fijando en él su mirada, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan; pues, tú te llamarás Cefas, que significa Pedro»» (griego petros, 1,42). Así pues, «Simón, hijo de Juan (o «Simón, hijo de Jonás», como se dice en Mt 16,17) -que, como sabemos por 1,44, era de Betsaida, un lugar en la orilla septentrional del lago de Genesaret- recibió el nombre simbólico de Cefas Pedro («piedra» o «roca») ya en su primer encuentro con Jesús. Ahora bien, el relato joánico sobre la vocación de los discípulos presenta rasgos elaborados y no se puede considerar sin más como histórico. En la controversia actual se discute la cuestión de si Simón recibió el sobrenombre de Roca de labios del Jesús histórico o sólo lo obtuvo de la comunidad pospascual (cf. Mt 16,17s). Por lo demás, todos los evangelios atribuyen la

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imposición de ese sobrenombre al propio Jesús, lo que bien pudiera ser históricamente exacto (cf. también Mc 3,16: «Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro»; Lc 6,14).

El nombre símbolo Pedro o roca se convirtió desde muy pronto en algo así como el apellido fijo del nombre personal de Simón, y hasta lo sustituyó. Ese nombre no se entiende como descripción del carácter de Pedro, sino como indicativo de su función teológica entre el círculo de discípulos, que, según los testimonios neotestamentarios, no se la apropió él personalmente, sino que se la otorgó Jesús. Acerca de la importancia de Pedro después de pascua para la reunión de la comunidad de discípulos ya se ha dicho lo más relevante. El papel singular de Pedro lo reconocen los textos neotestamentarios, sin que nadie lo pusiera en tela de juicio en la Iglesia primitiva, ni siquiera Pablo. El evangelio de Juan no constituye aquí ninguna excepción.

En efecto, el cuarto evangelio refiere en 6,66-71 una confesión de Pedro, que tiene muchos elementos en común con la correspondiente confesión de Pedro sinóptica (Mc 8,27-30, par Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). Como, tras el gran discurso sobre el pan (6,22-65) muchos discípulos se apartasen de Jesús, el Maestro preguntó a los doce: «¿Acaso también vosotros queréis iros?» Simón Pedro le contestó, haciéndose eco del grupo de discípulos: «Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Y nosotros hemos creído y sabemos bien que tú eres el Santo de Dios» (6,68s). A Pedro «no se le discute el conocimiento y confesión de Jesús en aquella hora histórica, inicio de la firme tradición a que también el cuarto evangelista se sabe ligado, y testimonio importante de su imagen de Pedro».

Después Pedro ya no vuelve a entrar en escena hasta el lavatorio de los pies, donde empieza por negarse a admitir el servicio de Jesús, para pasar después al deseo arrebatado de que le lave hasta la cabeza (13,6-10). Aquí Pedro desempeña, sin duda, un papel típico, puesto que encarna una mala interpretación y su esclarecimiento. En 13, 24s, Pedro hace al discípulo amado la pregunta acerca

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del traidor; en 13,36-38 predice Jesús la negación de Pedro; según 18,10-11, Pedro golpea con la espada al siervo del sumo pontífice, Malco, cortándole la oreja derecha; en 18, 15-18.25-27 se relata de hecho la negación de Pedro, y en 20,1-10 su ida y carrera al sepulcro vacío en compañía del discípulo amado.

La cuestión acerca de las relaciones de Pedro con el discípulo amado se plantea por primera vez en 13,24s, con motivo de la pregunta de Pedro acerca de quién es el traidor. El discípulo amado hace en ese pasaje de mediador entre Pedro y Jesús. No se ve claro por qué no formula Pedro personalmente la pregunta al Maestro. Una razón bien podría estar en que el evangelista quiso mostrar ya en esa circunstancia la mayor proximidad del discípulo amado a Jesús, pues de hecho estaba recostado «sobre el pecho de Jesús». En la carrera de los dos discípulos hacia el sepulcro vacío no puede excluirse por completo el motivo de competición, aunque pueda predominar el motivo del testimonio. Así, la mayor disposición para creer parece estar de parte del discípulo amado. En todo caso el evangelio de Juan no regatea ni discute la importancia y significación de Pedro. La competición de la carrera no apunta en Juan contra la persona de Pedro y su jefatura, sino que se refiere más bien a la mayor proximidad (del discípulo amado) a Jesús.

Apacienta mis ovejas (v. 15-17). Directamente, después de la comida, Jesús habla a Simón Pedro en una forma notoriamente solemne. La solemnidad de la situación viene especialmente subrayada mediante la triple nominación plena de «Simón, hijo de Juan», que confiere a todo el pasaje un carácter oficial. El ritual es cada vez el mismo: 1) llamada y pregunta; 2) respuesta de Simón Pedro; 3) encargo que Jesús le hace. Las tres veces la pregunta de Jesús presenta este tenor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas (más que a éstos)?» El interrogatorio versa sobre la vinculación personal e ilimitada de Pedro a Jesús. Dado que en este cuadro no aparece expresamente el nombre de Cefas, cabe suponer que para la tradición joánica el nombre símbolo de «roca» tenía el significado de amar a

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Jesús por completo, en el sentido de una suprema e inconmovible vinculación a él. Justamente ese amor a Jesús en una acepción firme y total aparece simultáneamente como la condición interna para el encargo inmediato. Por dos veces responde Pedro a esa pregunta: «Sí, Señor; tú sabes que te quiero.» Sólo la tercera vez se dice que «Pedro sintió pena cuando Jesús le dijo por tercera vez ¿me quieres?, y le respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú conoces bien que te quiero»» (v. 17b).

La exposición tradicional, que ve aquí una referencia a la triple negación de Pedro, podría ser atinada. La pena que Pedro sintió se explica muy bien como recuerdo de su negación de Jesús. Pedro está, pues, dispuesto a amarle y a vincularse incondicionalmente a él. La tradición joánica subraya así con singular énfasis que la función de «roca», asignada a Pedro, se funda en sus relaciones con Jesús, y no en ninguna otra cosa. Es ésta una diferencia respecto de Mateo, donde el símbolo «roca» adquiere en seguida un carácter eclesiológico: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En Juan es el elemento cristológico el que ocupa claramente el centro de interés.

A la triple respuesta de Pedro sigue un triple encargo de Jesús: «Apacienta mis corderos», o «mis ovejas». En el plano metafórico esto quiere decir que, durante el tiempo que Jesús esté ausente, Pedro hará de pastor de las ovejas por encargo del propio Jesús. La manera de hablar y, por ende, también el sentido de esa afirmación se explican perfectamente bien, partiendo del discurso del pastor (10, 14-165, en que Jesús se califica a sí mismo de buen pastor y habla de mis ovejas. Tanto en el Antiguo Testamento como en el oriente antiguo la imagen del pastor tiene una amplia tradición. Aquí describe a Jesús como el guía y salvador mesiánico, que se entrega a la muerte por los suyos, fundando así el rebaño de la comunidad mesiánica de salvación. «Conoce» a los suyos; «da su vida por las ovejas», reúne a las ovejas del mundo entero «y habrá un solo rebaño y un solo pastor». También aquí son una vez más las relaciones de los creyentes con Jesús las que constituyen el rebaño. Para Juan la Iglesia tiene siempre un

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fundamento cristológico, nunca puramente sociológico ni puramente institucional. Hasta qué punto deban ser estrechas esas relaciones, lo muestra el giro «Yo conozco las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10,14b,15a).

Se trata de unas relaciones únicas, que se fundamentan en las relaciones de Jesús con su Padre. Son éstas las que sostienen y constituyen la comunidad salvífica de Jesús, y representan algo insustituible. Por ello, hay que considerar atentamente que en la colación del oficio de pastor a Pedro siempre se habla de «mis ovejas», es decir, de las ovejas de Jesús. Pedro no pasa a ser el señor o dueño de las ovejas -ni pueden ni deben pertenecerle jamás, ni Pedro puede disponer de ellas a su antojo. Pedro es el pastor que está al cargo de las ovejas de Jesús. Con ello se delimitan claramente las fronteras del ministerio pastoral de Pedro.

¿Qué dice este texto y qué es lo que no dice? El texto habla, en efecto, de una posición especial de Pedro. En el plano del texto presente nos las habemos con la interpretación joánica de la figura de Pedro y de su función en la Iglesia primitiva. Hoy ya no se discute que aquí no se trata de unas palabras auténticas de Jesús a Pedro, sino de una creación de la tradición joánica. Tampoco la conocida palabra sobre la roca o piedra en Mateo (Mt 16, 17-19) es una palabra genuina de Jesús, sino una creación comunitaria relativamente tardía, que recibió sus últimos retoques del evangelista Mateo y que expresaba una concepción de la función de Pedro con fuertes matices judeocristianos. Tras la muerte y resurrección de Jesús, Pedro fue quien desempeñó las funciones de pastor del rebaño de Jesús. Esa es la imagen que se hizo de Pedro el círculo joánico. Es la función de un servicio pastoral vicario, que en modo alguno incluye dominio ni ambiciones de poder. En este sentido se puede hablar perfectamente de un ministerio de Pedro, aunque todavía no como una institución firme, sino en el sentido de una función dirigente que, vinculada a la persona de Pedro, aparece motivada y sostenida por su compromiso y fidelidad personales, por su inconmovible amor a Jesús. Sería difícil

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explicar cómo ese inconmovible amor a Jesús puede institucionalizarse.

Tampoco se dice una sola palabra en este texto sobre una sucesión de Pedro. Lo que sorprende tanto más cuanto que se habla a renglón seguido de su muerte. Se dice que Pedro fue llamado al servicio pastoral vicario en favor de las ovejas de Jesús; mas nada se dice sobre quién ocupará el lugar de Pedro, cuando éste falte, y ni siquiera si alguien deberá ocuparlo. En este punto todo queda más bien pendiente. Por eso resulta también imposible concluir de éste y otros pasajes neotestamentarios relativos a Pedro la existencia de un ministerio petrino, en el sentido del papado romano, de la primacía jurisdiccional y de la infalibilidad pontificia. La Iglesia primitiva difícilmente pudo pensar en un largo período de existencia a través de la historia y por ello tampoco creó un sistema jerárquico de cargos. De todos modos con el correr de la historia también debieron dejarse sentir nuevas necesidades, de conformidad con las cuales se desarrollaron asimismo nuevos cargos e instituciones, como el episcopado monárquico e incluso un primado como vértices que simboliza la unidad de la Iglesia. Habida cuenta de la continuidad histórica de la Iglesia, se buscó a todo ello una conexión retrospectiva.

Pero desde la época neotestamentaria apenas hubo textos ni reglas vinculantes que dieran una solución al problema de cómo habían surgido en concreto esos ministerios jerárquicos; al principio hubo abiertas muchas posibilidades. Desde el punto de vista histórico la evolución que se desarrolló de hecho resulta perfectamente comprensible. Lo que se me antoja falso es pretender darle un carácter absoluto: porque las cosas discurrieron así, también así tenían que suceder, y ya no pueden concebirse de manera distinta, y ni siquiera cabe la posibilidad del menor cambio. Como si la evolución fáctica hubiera sido también querida por Dios y el Espíritu Santo como la única posible. Bien al contrario, esa evolución no es de derecho divino, sino puramente de naturaleza humano-eclesiástica. La forma actual del ministerio de Pedro en la figura del

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papa romano no es la única forma posible e imaginable; cabe configurar de modo diferente ese ministerio de Pedro. Desde la perspectiva eclesiológica del evangelio de Juan, es perfectamente pensable una constitución democrática, fraterna y sinodal de la Iglesia. En el fondo, cualquier constitución eclesiástica es posible e imaginable, con tal que reconozca la dignidad y primacía absoluta de Jesús, el único buen pastor de sus ovejas.

Y te llevará a donde no quieras (v. 18-19). Esta perícopa tiene evidentemente un carácter de vaticinio, formulado después que el acontecimiento había tenido lugar. El acontecimiento no fue ni más ni menos que la muerte de Pedro. El vaticinio está formulado en un lenguaje metafórico, que contrapone juventud y ancianidad: el joven elige por sí mismo el camino de la vida, mientras que el anciano debe dejarse ceñir y guiar adonde no quiere. Esto puede haber sido una sentencia sapiencial, que el autor recoge aquí y declara mediante una aplicación a la muerte violenta de Pedro. Se trata de una de las poquísimas referencias del Nuevo Testamento a la muerte del apóstol en forma de martirio. El punto relevante es la violencia: serán otros los que dispongan de Pedro llevándole adonde él no querría ir.

Según la tradición, Pedro fue ejecutado en Roma hacia el año 64, durante la persecución de los cristianos por Nerón. La leyenda asegura que fue crucificado con la cabeza abajo. Realmente nunca nos sorprenderá lo bastante el que la muerte de los apóstoles y de los discípulos dirigentes haya dejado tan escaso rastro en los escritos neotestamentarios, y eso que tales escritos, especialmente los evangelios y los Hechos de los apóstoles, aparecieron poco después. Según parece, la Iglesia primitiva no estuvo demasiado familiarizada con aquellos varones. Ciertamente que ello no se debió a impiedad. El fundamento debió estar más bien en que a través de la fe en Jesucristo se había logrado un nuevo planteamiento de las realidades fundamentales humanas que son la vida y la muerte; planteamiento radicalmente distinto del que testifican en general las pompas fúnebres de la antigüedad. A ello se

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sumó sin duda el temor a la opinión pública. Si, como lo hace el evangelio de Juan, se certificaba la presencia de la nueva vida en la fe y el amor, también la muerte había quedado efectivamente reducida a la impotencia en su significación para la fe. Lo decisivo era que la causa de Jesús seguía adelante. Justamente por ello la última palabra que Jesús dirige a Pedro tiene una resonancia para todos los lectores: «Tú, sígueme.» La continuidad de un cristianismo vivo no depende en definitiva de las personas, los cargos o las instituciones, que sólo desempeñan una función subordinada de servicio. Depende ante todo y sobre todo del seguimiento de Jesús.

c) El discípulo amado (Jn/21/20-24). Segunda conclusión (Jn/21/25)

20 Volviéndose Pedro, ve que los iba siguiendo el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» 21 Al verlo, pues, dice Pedro a Jesús: «Señor ¿y éste, qué?» 22 Respóndele Jesús: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué? Tú sígueme.» 23 Surgió entonces entre los hermanos este rumor: que el discípulo aquel no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué?» 24 Este es el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero. 25 Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, creo que ni en todo el mundo cabrían los libros que habrían de escribirse.

DISCIPULO-AMADO La configuración de Pedro y el «discípulo amado» en este pasaje hay que ponérsela en cuenta sin duda alguna al autor del capítulo apéndice, que a su vez da la impresión de haber conocido de hecho a ese discípulo, y tener también la clave de aquellos lugares del cuarto evangelio en que se habla del mencionado discípulo.

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Además del capítulo apéndice hay en conjunto tres pasajes en lo que aún se añaden algunas indicaciones complementarias. En /Jn/13/23-26 viene introducido por primera vez el discípulo con ocasión de la última cena: «Uno de los discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado en la mesa, junto al pecho de Jesús.» Ese calificativo «al que Jesús amaba» vuelve a encontrarse después en 19,26s y en 20,20. Nosotros simplificando hablamos del «discípulo amado». Según 19,26s fue el único discípulo que se halló bajo la cruz de Jesús y al que Jesús le encomendó a modo de testamento su madre, para que cuidara de ella. Parece que se le identifica también con el testigo presencial de 19,35, cuyo testimonio se presenta como absolutamente digno de fe y crédito. Según 20,2, el discípulo amado corre junto con Pedro al sepulcro de Jesús; se le designa en ese texto también como «el otro discípulo» (20,3.4.8), que llega hasta el sepulcro vacío y asimismo llega a la fe pascual antes que Pedro.

Otros pasajes, que a menudo se han relacionado con el discípulo amado son los siguientes: en 1,35-40, donde en virtud del testimonio de Juan Bautista dos discípulos suyos se unen a Jesús, sólo se menciona el nombre de uno, que es concretamente Andrés, silenciando el nombre del otro. En tiempos pasados se supuso frecuentemente que el innominado discípulo era el discípulo amado. En 18,15-16 se habla igualmente de «otro discípulo»: «Pedro y otro discípulo» siguen a Jesús hasta el palacio del sumo sacerdote. Ese «otro discípulo» era conocido del pontífice, y pudo por ello entrar sin dificultades en el patio de palacio. Más tarde vuelve e introduce consigo a Pedro. No hay certeza alguna de que estos pasajes tengan algo que ver con el «discípulo amado». La conexión se ha establecido sólo en base a la designación de «el otro», «otro discípulo», que aparece en dichos pasajes. La posibilidad de que en todos esos casos se trate de figuras literarias, que el evangelista habría introducido en el relato por motivos narrativos, hay de todos modos que tenerla en cuenta.

El único punto de partida seguro está, ante todo en el hecho de que el «discípulo amado» es un personaje del

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cuarto evangelio, que aparece en los contextos indicados. En 13,23-26 y 20-2-10 se presenta junto a Pedro; en los otros lugares, solo. Las razones literarias de su presencia podrían ser: una función de mediador, un propósito testamentario de Jesús, una función de testigo o incluso una mera intención simbolista. De hecho siempre ha contado con defensores la idea de que el «discípulo amado» era una realidad puramente simbólica. La cuestión está en saber si la figura del discípulo amado se agota con las funciones señaladas. La circunstancia de que aparezca repetidas veces al lado de Pedro y que evidentemente esté en una relación de mayor proximidad o confianza con Jesús, debe apoyarse en motivos precisos.

Esos motivos se hacen a todas luces más patentes, cuando se agrega el capítulo apéndice. Ya hemos visto que en 21,7 el discípulo amado ha sido incorporado en un segundo tiempo a una tradición más antigua. El autor debe haber tenido en ello un singular interés. Es el discípulo que antes reconoce a Jesús: «¡Es el Señor!» Y luego, en todo el relato, ya no se dice ni una sola palabra sobre él. El interés del autor podría haber estado en introducir la figura del discípulo amado en este relato, que para él tenía una importancia singular en la que originariamente el discípulo no tenía ningún papel. Tampoco en esa aparición pascual de Galilea podía faltar el discípulo amado. También aquí debía ser el primero en reconocer a Jesús.

El versículo 20 establece una relación inmediata con 13,23-26: «Volviéndose Pedro, ve que los iba siguiendo el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que te va a entregar?"» El autor establece una identificación con ese pasaje: el discípulo es aquel de quien ya se ha hablado en el evangelio. En el pasaje presente «sigue a Jesús». Teniendo en cuenta sobre todo la última palabra de Jesús a Pedro «Tú sígueme», hay que entender la invitación en su sentido enfático y teológico; se trata del seguimiento de Jesús en sentido técnico en que lo conoce el Nuevo Testamento para indicar el verdadero discipulado de Jesús.

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Así las cosas, habría que decir: mientras Pedro vuelve aún la cabeza y titubea, el discípulo amado se encuentra ya en el recto camino del seguimiento de Jesús. Es, pues, el verdadero discípulo suyo, ya que el seguimiento constituye la esencia del discipulado cristiano. Ahora bien, justamente en este pasaje se trasluce un singular interés por la persona de ese discípulo, que, bien podría ir más allá de una interpretación funcional, ya que Pedro inquiere acerca del destino futuro de ese discípulo: «Señor, ¿y éste, qué?» A lo que responde Jesús con palabras enigmáticas: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti, qué? Tú sígueme» (v. 21-22).

La respuesta de Jesús, tal como aquí está formulada, tiene un tono de reconvención y autoridad. ¡El destino futuro del discípulo amado no le importa a Pedro para nada! Si la pregunta indaga el sentido del seguimiento, la respuesta que debe darse es evidentemente ésta: hay distintas maneras de seguir a Jesús. Una de esas maneras de seguimiento es la de Pedro, que, en razón de la violencia ajena, acabará con la muerte de martirio. Mas el otro, el discípulo amado, no está menos que Pedro en la vía del seguimiento de Jesús. Cuando Pedro se vuelve para mirarle, le ve siguiendo ya efectivamente a Jesús, por lo que nada más puede pedirse de él. Adónde los conducirá Jesús al uno y al otro, es algo que a Pedro no debe importarle, aun cuando el otro tal vez no sufra la muerte como mártir. Es perfectamente imaginable que el autor quisiera dar así una respuesta a una controversia. Pedro había sufrido el martirio como Jesús y seguramente como muchos otros discípulos. Y sin duda que con ello se había ganado un gran prestigio y veneración como seguidores radicales de Jesús, que habían llevado su cruz hasta la muerte. ¿No era, pues, la muerte de martirio la verdadera meta final, la corona victoriosa de una auténtica vida de discípulo? ¿Y cómo era que había discípulos de Jesús de la primera hora que habían alcanzado una gran longevidad sin sufrir la muerte de los mártires? O ¿cómo había cristianos en general que si estaban dispuestos a seguirle toda la vida, pero que no aspiraban abiertamente al martirio? La respuesta del autor es aquí decisiva: ambas

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maneras de seguimiento son adecuadas. Hay que dejar a Jesús que señale el camino a cada uno de los discípulos, pues lo que cuadra a unos no es adecuado para todos. La respuesta toma asimismo posición frente al problema que representaba el retraso de la parusía: «Si quiero que éste permanezca hasta que yo vuelva...», se refiere a la parusía. De quererlo, Jesús tiene el poder de dejar que el discípulo viva hasta la parusía. La palabra comporta evidentemente una exageración; pero pudo haber circulado alguna vez entre el círculo joánico como una frase acerca del discípulo amado. Cuanto más anciano se iba haciendo, tanto más pudo haberse rumoreado: ¡A éste lo reserva Jesús hasta su regreso! ¡Presenciará la parusía!

Como indica el versículo 20, la palabra dio ocasión a la creencia de que el discípulo amado no iba a morir nunca; un error que, por otra parte, sólo podía mantenerse mientras él viviera. Ahora se corrige la mala interpretación, pues entre tanto ¡el discípulo amado había muerto! Por esa razón se explica claramente: Jesús no dijo que no moriría, sino que sólo había planteado una posibilidad: Si yo quiero que permanezca hasta la parusía ¿qué te importa a ti? Ahora bien, las palabras y la rectificación de su mala interpretación difícilmente parecen ser simples figuras académicas y literarias. Si aquí se alude a la muerte del discípulo amado, bien podría contemplar el texto un contenido histórico real. El discípulo amado no es evidentemente una pura figura literaria; detrás de él parece ocultarse un personaje histórico.

Sigue ahora en el versículo 24 otra identificación final del discípulo amado con el autor: «Éste es el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió, y sabemos que su testimonio es verdadero.» Ello quiere decir que para el autor del capítulo apéndice el discípulo amado es el testigo decisivo de la tradición joánica (cf. también 19, 35, texto al que aquí se alude implícitamente). Y él es asimismo el autor del evangelio. Desde esa perspectiva nuestro texto es el testimonio más antiguo y a la vez la más antigua interpretación del discípulo amado como testigo y autor del evangelio de Juan. Esto vale ciertamente sólo en el

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supuesto de que el autor del capítulo 21 no se identifica con el evangelista. Pero si esto es verosímil, entonces su testimonio es también el testimonio más antiguo sobre el evangelio de Juan y su autor. Se le puede considerar en tal caso con cierto derecho como el primer «editor» del evangelio de Juan. Con ello, sin embargo, se plantea la cuestión decisiva sobre la intención y la credibilidad del editor.

La intención y propósito del «editor» apunta, sin duda, a presentar al discípulo amado no como una figura ficticia y simbólica, sino como un personaje histórico, más aún como un testigo presencial y cual autor del evangelio. Con ello, sin embargo, no se excluye en forma definitiva que su propósito sea a la vez ficticio, que no se trate de una pseudonimia o de un común mimetismo. Ciertamente que no por ello habría que enjuiciar su proceder de un modo negativo, pues lo que le importaba, al igual que a los autores pseudónimos de las cartas paulinas y petrinas no auténticas, era el propósito de una tradición y continuidad apostólicas dispuestas como siempre.

El discípulo amado tiene ya esa función de testigo en el Evangelio. La prueba de una auténtica tradición apostólica pasa a ser a fines del siglo I un importante criterio de primitiva tradición cristiana. El «editor» ha adoptado ese propósito para el evangelio de Juan y lo ha utilizado para sus intenciones. Su tesis es ésta: el autor del evangelio es un discípulo auténtico, cuyo testimonio es verdadero. Pues, para él no es otro que el discípulo amado. Con ello recomienda también el evangelio de Juan a la gran Iglesia universal. De este modo respecto del evangelio de Juan el discípulo amado se convierte en el exponente decisivo de una auténtica y primitiva tradición cristiana sobre Jesús. Esto es, sin duda alguna, lo más fundado que cabe decir sobre este personaje.

¿Se identifica el discípulo amado con el evangelista (c. 1-20)? Según la afirmación del redactor se identifica desde luego. Eso no puede discutirse. Es «el discípulo que da fe de estas cosas y el que las escribió...» El texto tiene

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distintas posibilidades de explicación: el redactor lleva razón históricamente; o bien se trata de una ficción intencionada, o de un conocimiento insuficiente de la verdadera historia de la tradición; y cabe aún la posibilidad de entender testigo y autor en un sentido amplio.

Últimamente R. Schnackenburg ha vuelto a plantear la cuestión: «¿Cabe suponer un personaje histórico detrás del discípulo al que Jesús amaba, y de qué personaje puede tratarse?». «En el discípulo que Jesús amaba se trata de la autoridad en que se apoya el círculo joánico, un discípulo del Señor, que sin embargo no pertenecía a los doce. Sus discípulos y amigos tuvieron interés en relacionarlo con el círculo más íntimo de los discípulos de Jesús, porque su tradición y su interpretación de la revelación operada en Jesús y por Jesús eran el fundamento de su predicación y doctrina, la base de la idea que su comunidad o sus comunidades tenían de sí mismas. Para ellos era el portador fiable de la tradición, más aún que el predicador e intérprete iluminado del mensaje de Jesús, y por ello resultaba también el discípulo ideal del propio Jesús... En una época en que las comunidades se reclamaban cada vez más a sus autoridades apostólicas, tenían también interés en sus testigos y tradiciones más importantes. Por ello reunieron sus apuntes y comunicaciones orales, sus enseñanzas en interpretaciones, disponiéndolas según el plan de su maestro sin duda, en forma de un evangelio, que utilizaron para su comunidad y que además quería difundir por toda la Iglesia.»

No podemos decir honestamente mucho más acerca de todo este problema. Los portadores de la tradición apostólica fueron casi siempre anónimos en la segunda mitad del siglo I; conocemos a muy pocos por su nombre real; tal vez el único sea Lucas. Y con ello hemos de conformarnos para siempre.

Sola la persona de Jesucristo se demostraba como el fundamento permanente de la comunidad e identidad cristianas. Así lo atestiguan los sinópticos al igual que el evangelio de Juan, aunque cada uno de manera diferente.

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Sólo Jesucristo es la «luz verdadera» que ilumina a todos, tanto en el mundo como dentro de la comunidad, a todos cuantos creen en él y que, como Pedro, le aman más que todos.