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» Continúa en la página 2 Un narco sin suerte ALEJANDRO ALMAZÁN ¿Qué tienen las brasileñas que no tenga yo? MARCELA TURATI RAÚL A. RUBIO CANO EL GATO RARO ALMA RAMÍREZ 14/15_Opinión 5_Historia Nacional 10 _Historia Internacional / ELBARRIOANTIGUO @ELBARRIO ELBARRIOANTIGUO.COM Año Uno/Número Cinco Del 2 al 8 de junio de 2013 Made in Monterrey POR MELVA FRUTOS LA ALCALDESA ES DE MARTE Y SU ESPOSO DE VENUS [ROBERTO GARZA GONZÁLEZ] ¿Qué tan auténtica puede ser la cortesía de los japoneses y la de un constructor que dirige el DIF de Monterrey? C uando Margarita Are- llanes tomó posesión como alcaldesa de Mon- terrey, pidió a la Marina Armada de México que patrullara las calles de una ciudad cuya costa más cercana es la Playa Bagdad de Mata- moros, Tamaulipas, a 300 kilómetros de distancia. Desde entonces, a su es- poso, Roberto Garza González, lo cui- dan dos guardias que portan con dis- creción armas cortas mientras viajan con él en una camioneta Yukon color blanca, con blindaje nivel cinco. En un discreto Tsuru, también blanco, los siguen otros dos hombres armados que completan la escolta personal del -siendo equitativos con el calificativo que se utiliza popularmente, aunque usándolo a la inversa- “primer caba- llero” de la ciudad.

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Un narco sin suerteALEJANDRO ALMAZÁN

¿Qué tienen las brasileñas que no tenga yo?MARCELA TURATI

RAÚL A. RUBIO CANO

EL GATO RARO

ALMA RAMÍREZ

14/15_Opinión5_Historia Nacional 10 _Historia Internacional

/ELBARRIOANTIGUO

@ELBARRIO

ELBARRIOANTIGUO.COM

Año Uno/Número CincoDel 2 al 8 de junio de 2013

Made in Monterrey

POR MELVA FRUTOS

LA ALCALDESA ES DE MARTEY SU ESPOSO DE VENUS

[ROBERTO GARZA GONZÁLEZ]

¿Qué tan auténtica puede ser la cortesía de los japoneses y la de un constructor que dirige el DIF de Monterrey?

Cuando Margarita Are-llanes tomó posesión como alcaldesa de Mon-terrey, pidió a la Marina

Armada de México que patrullara las calles de una ciudad cuya costa más cercana es la Playa Bagdad de Mata-moros, Tamaulipas, a 300 kilómetros de distancia. Desde entonces, a su es-poso, Roberto Garza González, lo cui-dan dos guardias que portan con dis-

creción armas cortas mientras viajan con él en una camioneta Yukon color blanca, con blindaje nivel cinco. En un discreto Tsuru, también blanco, los siguen otros dos hombres armados que completan la escolta personal del -siendo equitativos con el calificativo que se utiliza popularmente, aunque usándolo a la inversa- “primer caba-llero” de la ciudad.

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Tan reacios y eficaces como este equipo de guardaespaldas pue-

den serlo también los que forman parte del equipo de Comunicación Social del gobierno local. Con la determinación de un ampáyer, Héctor Bencomo, an-tiguo cronista deportivo, advierte que está prohibido que el marido de su jefa haga declaraciones sobre el tema de se-guridad.

En cambio, el esposo de la alcaldesa es un hombre tranquilo y muy formal. Su formalidad se percibe a través de una apariencia escrupulosa que a algu-nos de los que están cerca de él puede hacerlos pensar que se trata de un tipo quisquilloso. Sus zapatos resultan mo-dernos y su cutis es tan perfecto que en una sociedad como la regiomontana, que se jacta de tener la moda de la ca-misa arremangada y las botas vaqueras, fácilmente podría pasar como un metro-sexual, aunque esto es algo que él niega de forma rotunda: “¿Metrosexual yo? No, ¡para nada! Todo lo contrario, de he-cho me desvelo mucho, no me cuido. La verdad es que soy el antagónico de ser algo así”.

Roberto es alto, de complexión li-gera, cara alargada y tez clara. Una ceja casi inexistente bordea sus ojos peque-ños color marrón. La nariz es prolongada y fina. Cuando sonríe muestra dientes casi parejos. Tiene cabello castaño con incipientes canas, entre un ondulado natural que parece serpentina. Hace 41 años nació en Monterrey, en el seno de una familia interesada genuinamente en el arte y la ciencia. Su padre ejerció la medicina y su madre es Licenciada en Literatura. Ahora ambos están jubilados.

En su despacho del Desarrollo In-tegral de la Familia (DIF) Monterrey, espacio sobrio en la colonia Loma Larga, la bienvenida es dada por una sala de piel estilo modernista color chocolate, en conjunto con pequeñas mesas de madera. Una foto en la que Roberto y la alcaldesa sonríen reposa sobre la mesita esquinera y, al lado de ella, un pequeño casco de su equipo de futbol americano favorito: los Del-fines de Miami. En las paredes cuelga la imagen de un violín, la de un pia-no y una pintura al óleo de Vivaldi. Roberto está tan influenciado por la música clásica como por la National Football League (NFL). Fue miembro de un equipo de futbol americano de la liga local Asociación de Futbol Americano Infantil (AFAIM). “Siem-pre jugué con el Club Halcones, hasta que comencé mi carrera en el Tec de Monterrey, en donde podía seguir ju-gando en Borregos, pero preferí irme por la música”. Empezó tocando el piano a la edad de diez años. “Ya con cierta preparación en este arte, apren-

dí guitarra, después violín y batería”. Su paso por la música ha tenido no pocas metamorfosis. En el inicio fue conservador y clásico, pero al llegar a la adolescencia pasó al rock y al hard rock. Formó el grupo llamado Simple Juju, que dejó cuando decidió que lle-varía al cien por ciento su vida profe-sional. Dice que eso es algo común en él: puede sacrificar sus gustos para lo-grar sus metas.“Esta es una costumbre que aprendí cuando viví en Japón”.

Aunque ahora ya casi no practica ningún instrumento, le gusta la mú-sica neoclásica, corriente que surgió en Europa entre la Primera y la Se-gunda Guerra Mundial. No es difícil imaginar que cuando viaja en esa Yukon blanca por las calles sin mar de Monterrey, el esposo de la alcal-desa escucha sonidos raros que algu-nos eruditos llaman también “música académica”.

JAPÓN

La cita para comer era a las 12 en punto y Roberto Garza González sabía que no podía llegar tarde. Los japone-ses son particularmente cuidadosos de las formas y aunque la impuntua-lidad nunca había sido un problema suyo, no pretendía que esa ocasión fuera la primera vez. El encuentro fue acordado en una casa localizada en la Prefectura de Shizuoka Ken, un área en la bahía de Suruga al suroeste de Tokio, rodeada de valles y plantacio-nes de té. Roberto aceptó de inmedia-to la invitación para conocer la casa de su compañero japonés. Sabía lo que significaba recibir una invitación

tan sencilla pero al mismo tiempo tan inusual en aquellas tierras orientales.

En 1999, Roberto obtuvo una beca para estudiar un año en Japón, en un curso ejecutivo intracultural. An-tes estudió becado en el Tecnológico de Monterrey, donde se graduó en la carrera de Ingeniería en Electró-nica y Comunicaciones, así como en la maestría en Administración de la EGADE, en donde obtuvo mención de excelencia. Su afán por conocer otras culturas lo llevó a dominar cuatro lenguas: inglés, alemán, portugués y hasta el difícil japonés.

Aquella mañana Roberto tomó el tren que lo llevaría a Shizuoka Ken. Su anfitrión era un compañero de trabajo. Durante el año que pasó en oriente, el esposo de la alcaldesa tam-bién fue contratado por una firma ja-ponesa como vendedor en el área de manufactura de componentes elec-trónicos. Sabía los ritos del país nipón y estaba nervioso por su cita. Los japo-neses dan una importancia especial a los modales de las personas y a su comportamiento. Para ellos, una acti-tud adecuada es tan importante como una buena propuesta de negocios. Cuidan de manera extrema las for-mas, tanto en las reuniones de trabajo como en cualquier otra situación.

Al llegar a la puerta de la casa, Roberto tocó el timbre. Una vez re-cibido por su amigo, ambos hicieron una reverencia y Roberto se retiró los zapatos en el Genkan –antesala de las casas japonesas que en México cono-cemos como recibidor o zaguán- y se colocó los uwabaki o zapatillas que le dieron.

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“¿Metrosexual yo? No, ¡para nada! Todo lo contrario, de hecho me desvelo mucho, no me cuido. La verdad es que soy el antagónico de ser algo así”

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Los zapatos de Roberto quedaron ordenados junto a los del resto de la familia, como lo dictan las costum-bres japonesas, apuntando hacia la puerta de la casa. Pisando sobre una impecable duela de madera, llegaron a una sala de decoración sobria, don-de su amigo llamó a su esposa y sus dos hijos: una muchacha y un joven, formales y simpáticos. Las presentacio-nes se hicieron con la prudente reve-rencia y después de una breve conver-sación, todos pasaron al comedor.

La comida transcurrió de forma normal y amena. El arroz blanco y el teppanyaki eran distintos a lo que él había comido durante su estadía. Por primera vez tenían ese sabor casero, tan peculiar y reconocible en Mon-terrey lo mismo que en Japón. “Fue una comida muy placentera y al fi-nalizar la misma, me invitaron a que los acompañara el siguiente domingo otra vez”. Sin pensarlo demasiado, Ro-berto accedió a la invitación.

En México no existe protocolo rígido para asuntos como éste. Los mexicanos hacen una invitación y la única interpretación que se le puede dar es que uno es bienvenido nue-vamente en casa ajena. Para sorpre-sa de Roberto, el recibimiento de sus anfitriones en su siguiente visita no fue tan agradable como en la primera comida. “En esta ocasión los observé muy serios y quizá hasta molestos”. Así que días después indagó al respec-to: “Cuando ellos por educación me habían invitado una segunda ocasión a compartir sus alimentos, yo debí ha-berme negado a esta invitación, ya que eso es lo que se esperaba que yo hiciera”. En la cultura nipona resal-tan valores como la disciplina, el or-den y el respeto. Es de mal gusto acep-tar una de esas invitaciones que por

mera cortesía se hacen durante un encuentro agradable. Lo más cortés que hubiera podido hacer Roberto en aquella ocasión en Shizuoka Ken era rechazar a sus amables anfitriones.

EL DIF

Dos años antes de irse a Japón, en febrero de 1997, un amigo de Rober-to le pidió que lo acompañara a una cita, ya que su novia llevaría a una amiga llamada Margarita Arellanes. Roberto y Margarita se casaron tres años después, el 11 de marzo de 2000. Ella tiene ahora 36 años y aunque gobierna una de las 50 ciudades más peligrosas del mundo, la revista de

sociales del Grupo Milenio la definió como la alcaldesa más “Chic” de Mé-xico, atribuyéndole una “personali-dad moderna”. Él en cambio, como director del DIF ha desempeñado hasta el momento una trayectoria pú-blica de muy bajo perfil.

La pareja tiene tres hijas peque-ñas: Roberta, Loreta e Isabella. En los anuncios de campaña, aparecían retratados como la familia regiomon-tana perfecta. Roberto y su esposa son jóvenes, ricos y poderosos, como en una película hollywoodense, sal-vo que los papeles habituales están invertidos. Tradicionalmente, las esposas de los políticos son la parte decorativa de los organismos o entes que presiden sus esposos. Asisten a reuniones, ceremonias y actos oficia-les, mientras que a su cargo queda la dirección del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), sin que tengan, en el común de las ocasiones, la preparación necesa-ria para ello. Históricamente, este pa-pel de las esposas de los gobernantes como gestoras sociales ha respondido al lugar machista que se otorgó du-rante décadas a las mujeres en la po-lítica y en la vida cotidiana en gene-ral. La Epístola de Melchor Ocampo, que todavía se usa en algunas partes del país para celebrar uniones civi-les, define así el rol de la mujer: “La mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratán-dolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca,

irritable y dura de sí mismo, propia de su carácter”.

Ante la participación cada vez más animada de mujeres en la vida política local, los papeles han llegado a invertirse, provocando la entrada de hombres como dirigentes del DIF y de mujeres en alcaldía. En 1997 y con 51 años de edad, la panista Teresa García de Madero, una licenciada en letras españolas, llegó a ocupar el cargo de Alcaldesa de San Pedro. Su esposo Manuel Madero se convirtió en el primer hombre en dirigir un DIF. A pesar de que el municipio ya había sido gobernado antes por una mujer, Norma Villarreal, de 1967 a 1969. Sin embargo, a su marido, el empresario Roberto Zambrano ni siquiera le pasó por la mente encargarse del DIF en una época todavía más machista en la que tal cosa podía verse con sorna. La ex conductora de programas grupe-ros, Ivonne Álvarez García, quien fue alcaldesa de Guadalupe durante casi todo el periodo comprendido entre 2009 y 2012, puso a su marido Mario Martínez a cargo de la presidencia del DIF. También en el 2009, otra priista, Clara Luz Flores llegó a la Alcaldía de Escobedo. Un año después se casó con el también ex alcalde priista, Abel Guerra. Aunque en el ambiente polí-tico local circulaban las apuestas de que éste administraría las oficinas del DIF, no fue así. En su lugar estuvo un hombre de bajo perfil público. Quedó claro entonces que los tipos duros como Abel Guerra no van al DIF.

Pero Roberto, amante del violín, asume sin complejos que le digan que es el esposo de una alcaldesa chic.

Estudió becado en el Tecnológico de Monterrey, donde se graduó en la cerrera de Ingeniería en Electrónica y Comunicaciones, así como en la maestría en Administración de la EGADE, en donde obtuvo mención de excelencia. Su afán por conocer otras culturas lo llevó a dominar cuatro lenguas: inglés, alemán, portugués y hasta el difícil japonés

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NEGOCIO

El centro DIF al que acompaño a Roberto Garza González esta mañana, está localizado en la colonia Obrera y, según él, tiene un significado especial. Es el que escogió para capacitar a 500 de sus trabajadores en un “Curso de For-talecimiento Humano”, que promovió personalmente. “En el servicio público necesitamos estar bien nosotros, para dar bienestar a la ciudadanía”. Además de la escuela japonesa, Roberto estudió modelos americanos de trabajo. Ama el tema de la superación personal. Para la graduación del primer grupo de estu-diantes del DIF en este curso, Roberto acudió a la ceremonia que tenía marca-da en amarillo en su agenda de Excel, dividida por colores de acuerdo con la importancia de los eventos. El 3 de Mayo estaba arriba de esa lista. El local de este sector de la ciudad es un espa-cio amplio, muy parecido a una escue-la. Dentro del aula esperan hombres y mujeres de diversas edades que recibi-rían el papel que respaldará su partici-pación en el Curso de Fortalecimiento Humano. El lugar luce de fiesta, con globos de colores, mesas con manteles largos color azul intenso, colocadas en los extremos. Al centro hay 40 sillas formadas en hileras. En las paredes cuelgan carteles con frases de agradeci-miento y felicitaciones. Como si se tra-tara de una especie de sesión de Alco-hólicos Anónimos, cada alumno pasa al frente y comparte su testimonio con los demás: “Cuando yo llegué aquí era una persona diferente, tenía temores y no sabía qué iba a hacer de mi vida. Hoy, después de estos días de trabajo y estudio, sólo pienso en aportar lo que he aprendido para apoyar a quienes nos necesitan. Además ya me decidí a seguir estudiando, no quedarme en donde estoy y seguir para delante”, re-lató uno de los graduados, hombre ma-

duro, alto y robusto. Roberto no oculta su alegría. En ese momento, más que un funcionario a cargo de una de las dependencias que manejan recursos para el desarrollo social de la capital del estado, el esposo de la alcaldesa parece un motivador profesional.

Roberto me cuenta animado que ha decidido no ser un objeto decorativo del gobierno de su esposa. Quiere traer la empresa privada al DIF, tanto la filo-sofía corporativa como las inversiones. Los recursos económicos de la depen-dencia son limitados, pero su experien-cia en las actividades empresariales le ha enseñado que se puede obtener ingresos extras a través de compañías, como en las que él ha trabajado por más de 17 años. Así como existen algunos empresarios que sospechan que apro-vechará el cargo de su mujer para rea-lizar negocios por debajo de la mesa en otras ciudades del país, donde también gobierna el Partido Acción Nacional (PAN), hay otros empresarios que creen en su altruismo y apoyan sus proyectos en el DIF. Roberto reconoce que sigue dando asesorías de forma independien-te a firmas privadas que se dedican a la manufactura de partes automotrices en Nuevo León. Sin embargo, no quiere

dar los nombres de estas compañías, ya que considera que eso es algo privado y no sería ético de su parte.

El primer caballero de la ciudad formó una empresa de proyectos de construcción residencial llamada Gru-po Brigader. Cuando su esposa dio a conocer su declaración patrimonial, fue cuestionada por el periódico El Norte porque en ésta no se mostraban todos los inmuebles que poseían ella y su marido. Dice Roberto que en la nota periodística hubo una confusión: el Grupo Brigadier al que se referían, per-tenecía a una constructora localizada en Cancún, en la cual él no tiene nada que ver. En esas mismas fechas, Marga-rita Arellanes argumentó que algunas de las propiedades que se le achacaban a ella, en realidad habían sido adquiri-das por la empresa de su esposo, de la cual no es socia. Cuando toco este tema con Roberto, el aficionado de la música neoclásica cambia su habitual amabili-dad por cierta reserva. Prefiere no con-tar demasiado acerca de su negocio, lo que es complejo cuando se lleva una vida de servidor público. “La empresa que tengo hace construcción residen-cial. Es una gerencia de proyectos: com-pramos un terreno, hacemos una casa y

la vendemos y también hacemos casas para el público en general, es decir, les hacemos su casa y les gerenciamos el proyecto de construcción de hacer la casa. Se trata de un negocio pequeño”.

FACEBOOK

Quizá cuando Roberto Garza González me dijo al final de la visita al Centro DIF que nos volveríamos a ver, debí recordar su historia con los japoneses aquellos que sólo por cor-tesía lo habían invitado a comer de nuevo con la idea de que no aceptaría la propuesta. De esa forma no me ha-bría sorprendido que su férreo equipo de prensa pasara por alto mis intentos por acompañarlo a un nuevo evento.

Por fortuna utilicé una herra-mienta que no existía en los 90, cuan-do Roberto tuvo aquella desventura en Shizuoka Ken. El esposo de la al-caldesa de Monterrey es un asiduo de Facebook. Cuando lo hallé ahí, en su foto de perfil aparecía tocando su gui-tarra eléctrica, pero con el rostro serio, como si alguien le hubiera pregunta-do acerca de sus negocios en el mun-do de la construcción. Le solicité ser mi amigo y al cabo de unos días acep-tó. La tarde en que intercambiamos mensajes privados aproveché para preguntarle más sobre Japón. Quería que resaltara algo de lo que vivió en el país del sol naciente en compara-ción con México. El esposo de la alcal-desa que trajo al Monterrey industrial un batallón de marinos para hacer labores de policía, me respondió con una frase zen: “La convivencia con la naturaleza en la vida diaria”.

Roberto y su esposa son jóvenes, ricos y poderosos, como en una película hollywoodense, salvo que los papeles habituales están invertidos. Tradicionalmente, las esposas de los políticos son la parte decorativa de los organismos o entes que presiden sus esposos

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UN NARCO SIN SUERTE¿La chamacada de hoy está enferma de mafia?

POR ALEJANDRO ALMAZÁN

Sinopsis. Jota Erre es dueño de un perro de pelea que ha queda-do ciego, tiene unos

cuantos casetes de Chamín Correa, un Dodge Dart 70 que no arranca, un reloj de mano al que se le descompuso el se-gundero, un zapapico Truper y una guitarra con la que can-tó en su boda. Un día, viendo una película de Pedro Infante, se da cuenta de que la pobreza ni en la tele es bonita. Entonces agarra a su esposa y a sus dos

hijos, y baja de la sierra. Pron-to descubrirá que la mayoría de los que han emigrado de su pueblo a Culiacán viven como Dios manda: si no lo tienen, lo compran, y si no lo compran, lo arrebatan. Jota Erre terminará imantado por ese mundo de dinero y pólvora, y hará lo que esté a su alcance para poder cantar ese corrido que dice: “Ya empecé a ganar dinero, las co-sas están volteadas, ahora me llaman patrón, tengo mi clave privada”.

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Para convertirse en un capo que se respete, Jota Erre probará suerte

como achichincle, motero, sicario, nar-comenudista, lavador de droga y presta-nombres. Esa vida, sin embargo, lo llevará a conocer la mala suerte y a entenderlo de una vez por todas: “Eso de que todo aquel que entra al narco se hace rico, es nomás un pinchi mito”.

Intento número uno

Todo empezó así: estaba yo en mi can-tón, oyendo a Chamín Correa bien acá, cuando llegó un primo que había bajado de la sierra bien cuajado, bien billetudo. “Pariente —me dijo—, ocupo una gen-te de harta confianza pa’ bajar la mota a Culiacán”. Y no sé, como que ves, en un jale de ésos, una ilusión de hacerte rico y dices chingue a su madre, de aquí soy. Yo ya estaba fastidiado de vender productos naturistas. Aquí en Culiacán a la raza no le interesa morirse de un infarto o del azúcar, y pos casi no vendes. ¿Y qué hice? Le entré. Pa’qué te digo que no, si sí. Además, en esos años, te hablo de los 90, el jale estaba tran-quilo. El cártel era uno solo y no había las broncas de hoy, donde tienes que definirte si trabajas pa’l Chapo Guzmán o pa’ los Bel-trán. Como si uno no supiera que, escojas a quien escojas, de todas maneras te van a matar. Total que mi cabeza de volada se puso a hacer cuentas y la verdad resultaba una buena pachocha irme de motero. Mi amá se enojó, pero no le hice caso. Ya ves que los sinaloenses somos mitad tercos y mitad vale madres. “Nomás te voy a decir una cosa cabrón —me dijo mi amá—. Si te matan, que Dios no lo quiera, no vengas a aparecerte por aquí, que ya con el ánima de tu padre tengo suficiente”.

Culiacán. Jota Erre serpentea por la avenida Lázaro Cárdenas, a la altura de la colonia Popular. La estética Ilusión está cerrada porque la dueña, Micaela Cabral, recibió hace pocos días la visita de un tipo que no fue a cortarse el pelo. Fue a decirle “te traigo un regalo”, sacó la nueve milíme-tros y le disparó seis veces. Jota Erre se sabe ésta y otras historias del puñado de muer-tos que deambulan por estas calles. Él no quiere morir. Por eso me ha pedido que no ponga su nombre. Tampoco le gustaría que hable del trabajo por el que conoció al Hijo del Santo ni que describa su rostro. Acepta, eso sí, decir que hoy se dedica a la cantada, que tiene dos mujeres y que roza los 40 años.

Ése fue el trato. Y, una vez aceptado, nos trepamos a un auto que le diría a cualquier valet que recibirá buena propina, y Jota Erre aceleró como si pisara una serpiente. Así llegamos hasta aquí, el cruce con la calle Río Aguanaval, la última parada de Micaela.

Jota Erre dice que esa cuarentona no estaba involucrada en la mafia, que la han de haber tumbado porque, últimamente, en Culiacán se mata por capricho. Y tiene razón: en febrero, hubo más muertos que días: 41 de los 130 en todo Sinaloa. Hasta podría decirse que en esta ciudad la tasa de natalidad, 1.5 por día, se controla por el mismo número de asesinatos.

Pero no quiero desviarme del tema; yo he venido aquí a escuchar la verídica historia de Jota Erre.

Tú sabes que no sólo de pan vive el hombre y ai te voy tendido como bandido a Tamazula. Yo me wachaba como el jefe de los moteros, con una troca bien chila y con el cuerno bien terciado. Y nada, bato. Llegué de achichincle. De pinchi gato. Y pos a trabajar, ni modo que qué. Ahí aprendí que pa’ que no nos vieran los heli-cópteros de los guachos, teníamos que ir a un arroyo a empaquetar la mota en greña. Y eso sí: nada de hablar ni agarrar cura con los compas. Si dices algo o te andas riendo, el jefe te suelta un chingazo.

¿Has estado cuando empaquetan la mota? Chale, entonces no has vivido. Como nadien habla nomás se oyen los ruidos de los gatos hidráulicos y de la cinta canela. ¿Sí sabes que con los gatos se hacen los cuadritos? Pos sí, con esa madre armas los paquetes, y ya luego los envuelves con hule delgadito, del que usan las doñas en la cocina, y después viene la cinta canela. Les echas grasa pa›que no se mojen cuan do los lleven por mar y al final les avien-

tas otra pasada de hule y cinta. Eso hice durante tres meses, hasta que se juntaron como cinco toneladas. «Tú y tú van a bajar la mota», nos dijo mi primo y nos dio un radio de esos de banda corta y las llaves de los camiones. Y ai te fui, siguiendo a los punteros, los weyes que van en las cua-trimotos diciéndote si hay guachos o no. Todo iba bien, pero como el jale lo haces de noche, pos no miras muy bien y yo me fui a estrellar. Tuvieron que mandar otra media rodada, pasamos la mota en friega y nos quedamos en un pueblo porque nos amaneció. Total que pa› no hacértela tan larga, entregué el jale en Culiacán y me lancé a cobrarle a mi primo. «En la vida todo se paga —me dijo—. Y tú desmadras-te un camión». «Pero pariente, no chingue, si no fue porque quise», le contesté. «Nada, nada pescadito, cuentas claras, amistades largas». Nomás porque mi amá es su ma-drina, sacó 200 pinchis dólares. Le valió madre que le haya dicho que me había rifado al cien. Pinchi bato. Si yo no sé por qué me aferré. Desde esa vez debí haber entendido que en el narco está duro el piojo.

Vida mafiosa

“Sentado en una hielera y escuchan-do un corrido le jalé a un cuerno de chivo, rodeado de mis amigos con los versos re-cordaba todo lo que en mi vida he sido”, canta el Coyote ahora que Jota Erre ma-

neja por los Huizaches, un arrabal donde la mayoría de los jóvenes piensa que la mejor salida es la fama y el sabor de una muerte violenta.

—La chamacada de hoy está enferma de mafia —me dice este Jota Erre que, vale contarlo de una vez, habla tan rápido que parece estar en una lucha constante con-tra un cronómetro—. Los plebes le entran al negocio nomás pa’ rozarse con el Ma-cho Prieto o con el Chino Ántrax, los pis-toleros del cártel. Entran pa’ decir que son gente del Chapo o del Mayo Zambada, y así imponer respeto y sentirse la cagada más grande. Quieren andar en una troca pa’ darse una vuelta a las prepas y subirse una morrita…

—Pero al final tienen dinero, ¿no? —lo interrumpo.

—¡Ni madres! —y pega en el volante para reafirmar sus palabras—. Las trocas que traen son robadas, porque los jefes se los permiten pa’ trabajar; la ropa que usan es china, chafa, pura imitación; las pistolas tampoco son suyas, y si conocieras en la ratonera que viven te darían más lástima.

—Pintas una vida muy distinta a la que aparentan.

—Yo anduve en el negocio, tengo amigos en él, y puedo decirte que un 70 por ciento, si no es que más, está bien jodi-do. Se gastan lo poco que ganan en droga y pisto. Aquí en Culiacán a nadien le gusta confesar su pobreza, prefieren pedirte fia-do y decirte que es pa’ una inversión.

Intento número dos

“Quihubo bato —me dijo un compa-dre por teléfono—. Se lo voy a decir rapidi-to porque estos tratos no debe escucharlos ni la sombra de uno”. Y que me suelta que quería mis servicios pa’ mover cocaína. Hasta bendije a los pinchis colombianos. Y no sé, como que me dieron ganas de brindar conmigo mismo, con mi alma se puede decir. Y ai me tienes yendo a su cantón pa’ que me explicara el jale. Neta que me waché en Bolivia, en Perú, en Colombia y en todos esos pinchis países drogos. Y nada. Mi compadre me mandó a Mexicali. Me dijo que rentara una casa pa’ guardar la coca, que yo la iba a recoger en el Golfo de Santa Clara y que otro bato la cruzaría por California. Pero qué coca ni qué nada, era mota. “Ni modo —me dije—. Y me eché un gallo, pero nomás pa’ que apestara”.

En el primer jale no tuve problemas. La mota llegó a su destino. La bronca fue que mi compadre no me pagó. “Es que te-nía deudas, pero pa’l siguiente cargamen-to tiene su dinero”, me prometió.

Ese segundo cargamento fue en Se-mana Santa. Me acuerdo porque durante el día nos vestíamos de turistas. Ya sabes: bermudas, sandalias y lentes oscuros. Ya en la noche íbamos a donde estaba el faro descompuesto que se conoce como El Ma-chorro. Ahí esperábamos a los pangueros. Una de esas noches les echamos tres ve-ces la luz de la lámpara pa’ decirles que se acercaran, que ya estábamos listos. Pero ellos nos contestaron con dos luces. Y dos luces, por si no sabes, es que hay peligro. Echamos un zorro alrededor, pero todo es-taba bien oscuro y no vimos nada. Decidi-mos aguantar. Y no sé, pero en una de ésas waché hacia el faro y que alcanzó a ver a un bato prendiendo un cigarro. “¡Ya nos cayeron, fuga, fuga!”, les dije a mis compas y en friega nos abrimos. Yo venía en una troca que traía la gasolina pa’ los pangue-ros y, ¡madres!, que se atasca en la arena. No, pos patas pa’ qué las quiero. La bron-ca es que nunca he sido delgado y me fui cayendo entre los balazos. Me fui tocando el cuerpo, pero no tenía nada, sólo miedo. “¡Policía judicial, párate cabrón!”, alcanza-ba a oír, y yo nomás pidiéndole a Dios que me ayudara, aunque ya sé que no debo meterlo en estas pendejadas. Total que al-cancé a llegar al pueblo y le pedí ayuda a un viejo pescador. “Compa —le dije—. Me vienen siguiendo, hazme el paro; mi troca se quedó atascada, pero ahí tengo 200 litros de gasolina, son tuyos si me ayudas”. Y como la gasolina en esos lugares vale oro, el bato me escondió en una troje donde guardaba cagadero y medio.

Los judiciales empezaron a buscarme casa por casa. “¿Dónde andas cabrón?”, al-canzaba a escuchar que gritaba un bato, que luego supe era el comandante Jorge Magaña, el papá del chavalo ese que mató a una familia en el Defe, ese que se llama Orlando. “Orita que te encuentre me vas a ver a la cara pa’ que sepas a quién buscar en el infierno”, gritaba el comandante y yo me oriné. Total que no me hallaron y hasta las horas salí de la troje pa’ darle los 200 litros de gasolina al viejo y me jalé a Mexicali.

Cuando llegué, vi la casa toda desor-denada, como si la hubieran cateado. No, pos mejor me fui, pero afuerita ya estaba el comandante Magaña con mis compas. “¿Así que tú eras al hijo de la chingada que andaba buscando ayer? —me dijo—. Pos te salvaste porque ya arreglamos el asun-to”. Y el “arreglo” era que la policía se que-daría con la mitad de la mota. Me acuerdo que hasta nos ayudaron a descargarla de las pangas.

Mi compadre me pagó 500 dólares. Me dijo que le había perdido al jale, que entendiera la situación y yo lo mandé a la chingada. Casi cuatro meses arriesgando el pellejo pa’ 500 dólares. La mitad se lo mandé a mi esposa y con el resto compré productos naturistas que quise vender en Mexicali. Digo quise, porque el día que salí a venderlos, iba caminando cuando un bato me aventó la troca. Era el comandan-te Magaña. “¿Quihubo pinchi sinaloense, traficando y no me avisan?”, me dijo de en-trada y sacó la pistola. “No jefe, ya no ando en ese jale, ya trabajo limpiamente”, y le enseñé mis productos. Me creyó des-pués de darme unos zapes y cortar cartu-cho en mi cabeza. «Es tu día de suerte —me dijo—. Necesito a alguien con contactos

Todo empezó así: estaba yo en mi cantón, oyendo a Chamín Correa bien acá, cuando llegó un primo que había bajado de la sierra bien cuajado, bien billetudo. “Pariente —me dijo—, ocupo una gente de harta confianza pa’ bajar la mota a Culiacán”

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pa› cruzar polvo». Pensé que la vida me es-taba dando otra oportunidad y le dije que sí. Tiré mis productos en la carretera y me subí con él. En el camino fue más específi-co y me desanimé: en realidad quería que fuera madrina, que anduviera madriando a los puchadores y me pagaría con autos robados pa› que yo los vendiera. Vas a pensar que soy un idiota, pero nunca me ha gustado robar. Me pueden acusar de todo, pero no de ratero. Y pos ai te vengo a Culiacán sin un pinchi peso.

Autógrafo

En la marisquería donde comemos, una preparatoriana se acerca e interrum-pe a Jota Erre. —¿Usted es Jota Erre, el cantante? —No —le contesta Jota Erre—. Me parezco, pero no. —Sí es, a mí no me va a engañar. —Oquéi, si tú lo dices —y Jota Erre sonríe como diablo en pastorela, encogiéndose de hombros. —Deme su autógrafo —dice la prepa-ratoriana, entregándole una liberta y el bolígrafo. Firmó Jota Erre: “Con todo mi cariño. El que se parece a Jota Erre”.

Intento número tres

La fuerza de la costumbre es cabrona y yo extrañaba andar en el ajo. Te estoy hablando ya del 2003, 2004. Y así, cuando más lo pedí, que me busca un viejón de mi pueblo. “Quiero que me hagas un paro —me dijo—. Ve a matar a un cabrón que me debe dinero, ¿cómo ves?”. “Simón —le contesté sin pensarla—, nomás porque no he tenido chanza, pero cuando hay que chingar, chingo, y que cuando hay que pasar desapercibido…”. “Ya, ya, párale —me dijo—. ¿Tienes visa?”. “Simón”. Y ai te voy esa misma noche a Tijuana, pa’ pasar-me a San Ysidro.

“Cuando llegues, le hablas a tal bato; él te va a llevar con el que me debe”, me ha-bía dicho el viejón y yo seguí las instruccio-nes. “Compa, soy Jota Erre, ya ando aquí”, dije por teléfono. “Está bien, nos vemos en el cruce de la gásinton y la mein”, me dijo y yo sin saber dónde estaba eso porque nunca había ido al gabacho. Le pregunté a una pochita que estaba dos tres y me dijo que debía subirme al troley, que contara tres estaciones, que ai me bajara y salien-do ai estaban esas calles. Y sí, bajando del troley vi la gásinton y la mein. “Compa, ya estoy aquí”, le volví a llamar. “¿Donde está usted hay un macdonals?”, me preguntó. Waché y le dije que sí. “¿Enfrente hay un futloker?”, volvió a preguntarme. Waché y le dije que sí. “Ai voy, deme unos 15 minu-tos”. Y pasó una hora y nada. Entonces le hablé al viejón y le conté que el bato me traía como su pendejo.

“¿Sabe?, yo creo que éste también está coludido con el que le debe”, le dije. “Pos mira —me contestó—. En cuanto lo veas dile que te dé las armas, le preguntas dón-de vive aquel cabrón y tumbas a los dos”. Como a las dos horas le marqué al bato. “Oiga, hijo de su pinchi madre, aquí me tiene esperándolo como vil tacuache, no mame”. “A ver compa, ¿dónde está, que no lo miro?”. “Pos aquí, frente a macdo-nals”. “Pos no lo miro y eso que la calle está vacía”. Y yo diciéndole: “Pos si ya son las tres de la mañana, a esta hora ya hasta los perros se fueron a dormir”. “A ver, compa, pregúntele a alguien cómo se llama dón-de está”. “Pero si no hay nadien”. Y caminé hasta la parada del camión y un bato que hablaba español me dijo: “En nacional ciry”. Le volví a marcar al bato y le dije: “¡Es-toy en nacional ciry, cabrón!”. “No, compa, está usted muy pendejo —me dijo—. Yo estoy en Fontana, como a tres horas de donde me está hablando”. Chale. ¿Yo qué iba a saber que en el gabacho hay miles de calles guásinton y mein?

Ya en Fontana, el bato me llevó has-ta donde según vivía el wey que tenía que matar. Me dijo qué troca manejaba, que estaba gordo como cochito y me dio su apodo. Me la pasé wachándolo una semana hasta que se apareció el cabrón. En friega saqué el pistola y entré a su casa rompiendo la puerta. “¡Hasta aquí llegaste, pinchi cerdo!”, le dije apenas lo vi. El bato era puerco pero no trompudo, y le di una madriza a la Charles Bronson. Luego cor-

té cartucho y le dije: “Me manda el viejón, ¿cuáles son tus últimas palabras?”. Sé que se oyó bien mamón, pero fue lo único que se me ocurrió. “¡No me mates, compa!, ¡no me mates!”. Y yo diciéndole que no fuera puto, que los de Durango nos dejábamos ir con calma y dignidad, porque me ha-bían dicho que era de por ahí. Él empezó a decirme que conocía a fulano y zutano, que ellos le podían ayudar a conseguir el dinero. Yo me saqué de onda porque yo conocía a esa gente. “¿Pos cómo se llama, compa?”, le pregunté. ¿Y qué crees? El bato era uno de los de la clica de mi car-nal. Valiendo madre. Si no lo reconocí fue porque estaba bien gordo y ya se le había deformado la cara. “¿Entonces tú eres Jota Erre?”, me preguntó y terminamos dándo-nos un pinchi abrazo.

Le conté cómo estaba el jale y él me pi-dió 20 días pa’ juntar el dinero. Yo le dije al viejón que el bato se estaba escondiendo, pero que me diera tiempo pa› encontrarlo. “¿Oiga? —le pregunté—. ¿Y si el bato quie-re pagar?”. “Pos se la perdonas porque es de la familia”. Total que todos los días salí de fiesta con el gordo. Pero lo bueno se acaba pronto y yo me regresé a Culiacán, porque pagó.

Nomás bajé del avión y fui derechito a la casa del viejón. De los tres mil dólares que me había dado de viáticos, ya nomás me habían quedado como 50 dólares, y él me había dicho que al regresar fuera a verlo pa› pagarme el trabajito. Me recibió de volada, me abrazó, me dijo que le había gustado mi dedicación, o algo así, y que en la mañanita fuera a su rancho, que ahí iba a estar Miguelón, su hombre de confianza, pa’ decirme qué seguía. Ir al rancho del viejón no cualquiera, y por eso pensé que, mínimo me iba a regalar una de sus trocas o me pagaría con droga. Y que voy llegan-do a la hora que me dijo, que pregunto por el Miguelón y que me ponen a podar

el pinchi pasto y darles de tragar a los ca-ballos. Neta. Te lo juro por mis hijos. No, pos no aguanté. Le di las gracias al viejón y volví a la calle a vender mis productos naturistas.

El pistolero

Komander: “Qué sorpresa encontrar-lo en mi rancho”. Erick Estrada: “Hace un rato lo estoy esperando”. Komander: “¿Por qué trae bastantes pistoleros?” Erick Es-trada: “Yo prefiero bastante dinero”. Ko-mander: “No comprendo de qué estás hablando”. Erick Estrada: “Me pagaron por asesinarlo”.—La chamacada escucha corridos como éstos y ya andan diciendo que traen callos en los dedos de tanto jalar el gatillo —filo-sofa Jota Erre cuando pasamos por el es-tadio de béisbol. Luego baja la ventanilla entintada para ver los guindas exactos, y les mienta la madre a los Tomateros—. Te decía: a los sicarios de hoy les pagan dos mil pesos a la semana, cuando mucho. O sea, esos batos nomás saben una cosa: que van a morir y que no será una muerte fácil.

Intento número cuatro

Un día entendí que el narco es el ne-gocio más individualista de todos, que es onda de uno y nomás. Que aquí dos ca-bezas sirven pa’ que te den en la madre más pronto y por eso no está de más ser desconfiado. Por eso nunca pude trabajar bien allá en Michoacán. Ai te va pa’ que me entiendas: Un narco segundón me propuso que fuera su socio en el cruce de mota. ¿Wachas? Ya no iba a ser un pinchi gato. Esto era más grande, era un jale don-de no faltaría quien quisiera arañarnos las manos de tanto billete que tendríamos. “No, compa, siempre salgo jodido”, le dije

porque el bato sabía que yo era de los que no se dejaban ir de hocico a la primera. Y me estuvo rogando hasta que le dije arre pues. Él puso millón y medio de pesos, y lo que debía hacer era comprar la mota, transportarla, cruzarla y cobrar. Llevaba las de ganar y sin tanto riesgo porque en ese entonces, como el 2006, todavía te de-jaban trabajar por tu cuenta, siempre y cuando pagaras piso. La bronca fue que los de Juárez y los pinchis Zetas se pusie-ron ambiciosos y violentos, y pos ahora es una locura llevártela tú solo. Pero te decía: ai te voy tendido como bandido a mi pue-blo pa’comprar mota. Y nada. Todos tenían apalabrada la mota con el Chapo y no pudieron venderme. Fui a Badiraguato y nada, quesque la siembra había estado jodida por el calentamiento de no sé qué, que nomás había salido pa’ 300 avionetas, y que iban pa’ los Beltrán. Fui a Atascade-ros, en Chihuahua, y tampoco; ya estaba vendida a los Carrillo. No, pos bajé bien agüitado. “¿Sabe qué compa? —le dije a mi socio—, este negocio parece estar he-cho con la mano del diablo, no hay mota”. “¿Cómo no va a haber, compa, si es lo que sobra?”. “Se lo juro por la tumba de mi pa-dre”. Mi socio hizo unas llamadas. “Ya está compa —dijo—. Váyase a Michoacán, allá por Lázaro Cárdenas, allá sí hay”. Y me fui en fuga, pensando en el billete que me iba a embauchar si salía el jale.

Allá llegué con un bato bien pinchi enfadoso, con dientes de plata y que se la tiraba de galán. Dos días me estuvo castre y castre con que los sinaloenses éramos güevones, borrachos, feos y maricones. Tuve que ponerle unas pinchis ganatadas en la cara y decirle que nos fuéramos res-petando, que yo había ido a comprar mota y él a conseguirla.

Donde estábamos era una playa, y pa’ subir por la mota era en chinga; máximo

Las trocas que traen son robadas, porque los jefes se los permiten pa’ trabajar; la ropa que usan es china, chafa, pura imitación; las pistolas tampoco son suyas, y si conocieras la ratonera en la que viven te darían más lástima.—Pintas una vida muy distinta a la que aparentan.—Yo anduve en el negocio, tengo amigos en él, y puedo decirte que un 70 por ciento, si no es que más, está bien jodido. Se gastan lo poco que ganan en droga y pisto. Aquí en Culiacán a nadien le gusta confesar su pobreza, prefieren pedirte fiado y decirte que es pa’ una inversión

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tres horas. El mundo ideal. Desde el pri-mer día nos pusimos a bajar unos kilos y entre más bajábamos, más insoportable se ponía el bato enfadoso. ¿Cómo te diré? Era presumido. Sacaba mi troca y se paseaba por el pueblo con el estéreo a todo volu-men. “Compa, ya déjese de payasadas, nos van a atorar”, le reclamé. “¿Cómo cree?, aquí todo está controlado”. De andar con la troca pasó a aventar balazos y luego a emborracharse y decir que trabajaba pa’ unos sinaloenses pesados. Ya no dijo más porque, una mañana, llegó la judicial a mi hotel. Quise salirme por la ventana, pero por todos lados había policías. Cuando salí, waché que tenían todo madriado al bato enfadoso. “¡No he dicho nada, no he dicho nada!”, decía el cabrón. Le dije al coman-dante que sí, que era de Sinaloa y que es-taba ahí porque un socio y yo queríamos poner una empacadora de camarón que traeríamos de Mazatlán. “Pos fíjese que no le creo, pero tampoco le hemos encontra-do a este fulano la mota; lo voy a vigilar, ya está advertido” y se fue. La mota estaba en la casa de la amante del bato enfadoso, por eso no la encontraron los federales.

Y luego luego le hablé a mi socio: “Este pinchi bato enfadoso jodió todo, mañana me voy”. “¿Cuánta mota ha juntado?”. “To-nelada y media”. “Está bueno, mañana le mando las pangas y véngase ya”.

Al otro día mi socio cumplió con la pa-labra y llevamos la mota a las pangas. Y yo creo que eran la una de la mañana cuan-do nos cayó la judicial. “¡Trépese, compa, trépese!”, me dijo el panguero, y ai te voy. En ese momento, la verdad, no me agüitó que háigamos dejado media tonelada en la playa. Lo que yo quería era perder a la policía. Y sí. Le dimos tan recio mar adentro que nos perdimos hasta nosotros. Como habíamos salido en fuga, al panguero no le dio tiempo de poner la brújula. Y ai fue cuando le juré a Dios que si me ayudaba a librarla sería el último jale.

Sería bien largo contarte cada uno de los siete días que estuvimos perdidos. A lo mejor hasta escribo una novela de eso. Lo que sí te digo es que como al cuarto día empecé a alucinar: veía tráilers en el mar, y eso que no le metí al perico como los dos batos con los que iba. Ellos, en algún mo-mento, se quisieron matar a cuernazos; se reclamaban mutuamente por lo de la brú-jula. Yo me quemé todo, parecía cáscara de mango podrido, y bajé kilos como nunca. En el quinto día vimos un barco, pero era de la Marina y otra vez a altamar. La ga-solina se nos empezó a acabar y, cuando

creímos que nos íbamos a morir en una panga llena de mota, apareció un barco. Nos ayudaron a subir, mis compas les apuntaron con los cuernos, y yo nomás les pedí de comer y agua. La neta nos alivia-naron. Hasta nos orientaron con la brúju-la. Estábamos a 20 horas de las Islas Marías. Y así, a puro motor muerto, pudimos llegar a Mazatlán. Ahí nos rescató mi socio.

Yo quería descansar, pero en chinga tuve que irme a Mexicali pa’ vender la mota porque ya se estaba poniendo café, y así ya no sirve. La vendí, cierto, pero bien barata y ni siquiera recuperamos la inver-sión. O sea: no gané ni madres.

Plebitas chacalosas

“Lucen las mejores marcas y ropa de pedrería, los más caros celulares, uno para cada día, las uñas bien decoradas, les gusta verse bonitas”.—Esta música del Movimiento Altera-do es pura enfermedad —dice Jota Erre, ahora que suena en el estéreo una tal Jazmín—. Esa música y que aquí anden paseando las hijas de los pesados hacen que las morras se sientan narcas. Unas se ven débiles, pero consiguen cuernos y se vuelven poderosas. Y las otras sueñan con andar con uno de su calaña. Pero volve-mos a lo mismo: en el narco la mayoría de los batos no tiene ni dónde caerse muerto.—Si alguien de ellos te escuchara pensaría que les tienes envidia.

Jota Erre me mira con cierto despre-cio y da vuelta en la primera calle. Toca el claxon frente a una casa que el tiempo le ha dado un poco de consistencia. Un tipo, que no pasará de los 30 años, sale y saluda a Jota Erre.—Compa: ¿cuánto llevas en el jale?— ¿Por qué? —pregunta el tipo desconfia-do y me mira como si fuese policía.— ¡Contesta, cabrón!, ¿cuánto? —intervie-ne Jota Erre.—Ya voy pa’ los ocho años —le contesta.— ¿Y tienes dinero?—Pos no tanto así, pero traigo esa tro-ca que levanta morras de a madre. Jota Erre acelera y me dice:— ¿Wachaste cómo está el pedo?

Intento número cinco

Mis días como narcomenudista fue-ron fugaces. Tardé más en aprender cómo lavar la coca que en darme cuenta que el traficante termina trabajando pa’ pagarle

al cártel o termina muerto. Yo empecé a vender grapas y cuando iba a cobrarle a la gente me salía con la pistola, diciéndome que no me iban a pagar. Y que a ver cómo le hacía. Por eso te digo que ahí no duré mucho. Luego, un capo me buscó pa’que le lavara un kilo de la buena. Y ai me tie-nes comprando el éter, la acetona, el ácido clorhídico, el amoniaco, el papel y las vasi-jas. Yo había lavado por pedacitos y esa vez, por güeva se puede decir, lavé toda de un jalón. ¡Y madres!, que se me echa a perder. Le dije al narco y él me salió con que tenía dos días pa’ pagarle. El bato era cabrón, no-más de oírlo mentar se le pegaba a uno la diabetes. Y ai me tienes consiguiendo 15 mil dólares. Pedí prestado aquí y allá, le vendí el alma a unos cuantos, y hasta mi mamá vendió un carrito que tenía. Chale, quién sabe por qué, pero como que todo se echa a perder en esta vida, ¿no?

Reflexión sierreña

— ¿Te arrepientes de algo? —le pregunto a Jota Erre cuando vamos camino a la fiesta de un locutor de radio en Culiacán.—Sí y no —dice y los dientes le relucen como el acero—. Sí, porque pude aprove-char el tiempo en algo más de bien. No, porque le puedo decir a mis hijos que el narco no es el mundo que pintan. No, por-que nunca robé ni maté a nadien. Yo creo que la vida debe ser la que está arrepenti-da de que siga yo aquí, porque este jale es como la lotería, y el premio gordo es vivir.

El último intento

Mi dizque carrera de narco estaba de picada. Ya no quería saber nada. Ora sí le iba a cumplir a Dios. Pero pa’ ese entonces me buscó la mano derecha de uno de los más chacas. “Lo ocupamos pa’ que sea el prestanombres, le vamos a pagar bien”. Como nomás se trataba de hacerle el paro a una gente, pos no entré en conflicto con Dios. Lo que tenía que hacer era acompa-ñarlos a Oaxaca, decir que era empresario, hospedarme en el hotel Victoria y esperar a que llegara una avioneta llena de coca. Y ai te fui vestido bien acá, bien placoso. Lle-gué y me presentaron al viejón, al dueño de la droga. “He oído de ti, dicen que eres honrado, pendejo, pero honrado”, me dijo y yo nomás me reí. Ni modo que qué.

Me hospedé en el Victoria, ya te dije, y me puse a esperar. Había días que nomás

dormía y otros jugaba ajedrez con el vie-jón. Una tarde, el brazo derecho me dijo que la avioneta iba a llegar esa noche, que si todo salía bien, yo me devolvía a Culia-cán con un buen billete. Bajé al restorán y me puse a tragar como cochito de pura ale-gría. Me acuerdo que en la tele estaba una película de narcos, y yo pensé que qué sentido tenía verla si yo estaba con el vie-jón. En eso, vi a dos batos que en los diez días que llevaba hospedado nunca había visto. Y luego otros tres. Y luego otro. Salí, fui con los pistoleros del viejón y les dije lo que había visto. Ellos me mandaron a avi-sarle al viejón y, cuando subí, el viejón ya sabía cómo estaba el rollo: “¡Son militares, ya nos chingaron!”.

Desde morro, casa a la que iba, casa a la que veía por dónde saltarme. Y pos en el hotel había encontrado una escalerita que te llevaba a otro predio. “No se agüite, pa-trón, yo lo voy a sacar”, le dije y me lo llevé. Cruzamos la calle y él se subió a un carro y se fue. Su brazo derecho me dijo que yo también aplicara la fuga, que el carga-mento había sido decomisado, que no iba a haber billete.

Me regresé a Culiacán como pude, pero no perdí la esperanza de una buena recompensa. Al tiempo lo vi en Guadala-jara. ¿Y sabes qué pasó? Nada, nomás me abrazó, me dijo que nunca iba a olvidar lo que hice por él y me regaló un bucanas dieciocho. Valiendo madre.

El señor de la montaña.

Un tipo sostenía el Nextel. Al otro lado del auricular alguien escuchaba el cover que cantaba Jota Erre: “Joaquín Loera lo es y será prófugo de la justicia, el señor de la montaña, también jefe en la ciudad; ami-go del buen amigo, enemigo de enemigos, alegre y enamorado así es Loera, lo es y será”.

Cuando terminó de cantar, el tipo del Nextel se acercó a Jota Erre y le entregó el radio. Escuchó: “Canta usted muy bien, compa, lo felicito; ai cuando se le ofrezca algo en todo México nomás búsqueme”.— ¿A poco era el Chapo? —le pregunto a Jota Erre cuando llegamos a su casa.—El mismo que viste y calza.Jota Erre se desparrama en el sillón y em-pieza a platicarme su vida como músico. Pero ésa es otra historia.

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Una cronista mexicana recorre la sensualidad del país donde sólo sobreviven las cazadoras más bellas

POR MARCELA TURATI

¿De qué está compuesta la reputa-da belleza brasileña? ¿Fue la sangre africana mezclada con la europea y

la india? ¿Por qué entonces hay tantos gimnasios y centros de belleza en Bra-sil? ¿No se habrá confundido la belle-za con la sensualidad? Si la belleza de los brasileños descansa sobre todo en la manera de portar sus cuerpos, Jor-ge Amado, el escritor que posicionó la sensualidad brasileña en el mundo, explicó el desenfadado de sus compa-triotas: “El negro temperó nuestro ca-rácter con la alegría de vivir y el amor a la vida […]. Nos salvó de la melanco-lía de los portugueses […], de los valo-

res éticos que en la península ibérica hacían de la alegría un pecado capital, y de los enredos de amor un motivo para la condena del fuego del infier-no”. Amado sea amado. Lo escribió él, una autoridad en estética. La heroína de su novela Gabriela Clavo y Canela es el paradigma de la mujer brasileña en el extranjero: piel canela, pelo largo y ondulado, pies descalzos, curvas pro-tuberantes. Salvaje, deseosa de sexo, dispuesta a entregarse a cualquier hombre. Una mujer que nace, muere y resucita en la cama. Enferma de ale-gría, carente de celos, independiente y libertina, sin vocación de matrimonio.

1.-La belleza es inexplicable

¿QUÉ TIENEN LAS BRASILEÑAS QUE NO TENGA YO?

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2-La mezquindad del arcoíris

Brasil tiene derecho a festejar una ge-nética pintoresca: tras siglos de amor en la selva y en la playa, de una incansable ce-lebración de lo horizontal en lo oscuro, de mezcla de fluidos internacionales, los bra-sileños acabaron convirtiéndose en tantos tonos de piel dignos de una coleccionista de lo impuro. Alguien muy aburrido del cielo azul – de las puestas de sol o del ar-coíris- pudo haber descendido de la tierra y revuelto en una paleta de todos colores del mundo, pintado con ellos millones de cuerpos y elegido a Brasil para soltarlos. Eso parecen haber confirmado los encues-tadores del censo Pesquisa Nacional por Amostra de Domicilios, quienes, en 1976, registraron más de 130 colores hallados en la piel de los brasileños. Si los esquima-les pueden distinguir más de 50 tipos de blanco, he aquí una caprichosa antología del color brasileño: amarilla, amarillada, amarilla quemada, amarillenta, amari-llosa, alba, alba oscura, alba rosada, albina, azul, azul marino, amorenada, acanelada, acastañada, rubia, rosa, oro, bien blanca, blanca sarnosa, blanca sucia, blancucha, emblanquecida, tira para blanca, poco clara, encerada, bronce, mestiza, mixta, café con leche, blanca morena, bien mo-rena, casi negra, tostada, retinta, marrón morena-morena cerrada, morena rubia, morenita, morena jumbo, negrota, choco-late, quemada de sol, quemada de playa, enrojecida, casi color vino, cuia (un árbol que da fruto verde, que cuando madura oscurece), naranja, trigo, sapecada (cuan-do se pasa algo rápidamente por el fuego), jambo, fruto purpura, verde, cabo verde, bahiana, sarara, cabocla, calor firme, burro en fuga.

3-La orgía es legal Veo pasar a unos hombres-monja. Atraviesan la avenida costanera Ipanema, con sus tocados de monja y sus panzas cerveceras al aire. Tropiezo con hombres con ubres de vaca que juegan a extraerse la leche, con una hilera de viri-les apaches con chupones en la boca, con un diablito de alas móviles, con hombres en mallas blancas y manos terminadas como espigas de trigo, con hombres en pa-ñal pero con corona y cetro. Todos cantan y bailan, a pie feliz, tan cómodos en sus cuerpos, abrazando y besando a diestra y siniestra y no parecen borrachos. “É carna-val”, explican. El cuerpo del carnaval es un cuerpo sin cerraduras, de playa infinita, de danza libertina, que se desnuda y se deja abrazar y aplazar por todos. Lo certifico en el apretujadero del bloco callejero, ese desfile sambado de barrio donde, si más te aprietas a los demás cuerpos, mayor es la diversión y el placer. “Te toco, me entrego / Con samba / Del modo que usted quiera / Me abraza, me besa / É carnaval / É sim-patía é quase amor”, repiten una, cien ve-ces, mientras avanzamos y retrocedemos algunos milímetros en el apretujadero. Muchos carnavaleros traen en la cabeza un pañuelo en el que se lee: “Vístase, use camisinha”. Es la campaña del gobierno para usar preservativos cuando estalla el carnaval. Los condones vienen incluidos con tu boleto para el Sambódromo.

4-Un subcampeonato en artes plásticas

Ni todas las brasileñas son bellas ni su exu-berante belleza crece en los árboles. A decir verdad, se cultiva sobre todo en gimnasios, se compone de actitud y también se cons-truye en los quirófanos. Miss Brasil 2001, Juliana Borges, es apenas un ejemplar de la belleza brasileña artificial. A sus 22 años, se sometió a 19 cirugías plásticas antes de convertirse en la más bella entre las be-llas chica-bisturí. Se corrigió las orejas, se puso implantes de silicona en los senos, se aplicó colágeno en barbilla y mejilla, se succiono la grasa almacenada en barriga y costillas, se afino las fracciones en cara y labios, se operó el cuello. No por gusto Brasil es subcampeón de la copa mundial de la cirugía estética, como presumen sus cirujanos plásticos. Ahora está por disputar el primer lugar.

5-Ser bella no es lo mismo que creerte bella

Tres enfermeras me explicaron su teoría del origen de tanta belleza en días de carnaval. La clave está en pensar “Voce é uma merda e eu sou maravilhosa”. Me dijo Thais, una enfermera de casi 25 años, bajita, cara redonda de niña, ojos verdes, rubia. Aunque no es despampanante, le basta para ser una arrasa-hombres. A Thais le enseñaron desde niña a sacar la nalga, a meter la panza, a enderezar la co-lumna. Dice que cuando entró a la escue-la, ya meneaba la cadera, y que sus pies ya intentaban bailar samba. Con los años aprendió a mover las nalgas, una destreza que ella admite no dominar. Esta enfer-mera no sabe cuándo empezó a sonreír con expresión de pícara e inocente ni de

quién demonios aprendió la contraseña para recibir un beso. Una noche de carna-val en el bohemio barrio de Lapa –bares descuidados, ritmo de batucada y callejo-nes olor a marihuana- la vi besar a tres des-conocidos mientras caminaba de un bar a otro en medio del amontonamiento car-nal. “Eso es actitud”, pensé. En esa fiesta de los instintos que dura hasta la madrugada del miércoles de ceniza, lo emocionante es conseguir con quien (o quienes) pasar la noche, con quienes ficar. La belleza bra-sileña, dice la enfermera besalotodo, no es un producto de la naturaleza. Es sobre todo cuestión de actitud: si no se tiene, se actúa. “Piensa que todos los hombres son una mierda y que tú eres una princesa maravillosa”. ¿Ésa es la clave de la belleza en Brasil? Tres enfermeras me dijeron que sí. Y me sentí enfermera.

6-Todos tienen su telenovela brasileña

Un turista del Perú había traído en sus maletas dos cajas con 14 condones cada una. Había imaginado que en Rio encontraría a mulatas golosas de sexo. Fo-gosas, bestiales, salvajes. Después de unos días regreso a su país, andino y cabizbajo y con los paquetes casi intactos, sólo con un condón menos (el que debió ocultar en el bolsillo de su bermuda desde el pri-mer día). Al menos este macho románti-co admitió su fracaso: “me dan miedo las brasileñas, no puedo declararme. Además, yo necesito fidelidad”. Era su último día en Rio. A su lado estábamos un guatemal-teco y una mexicana. Los tres asentimos, mudos, solidarios. Días después, una tarde en Campinas, una ciudad a una hora de Sao Paulo, pregunté en un restaurante: -¿Cuál es la diferencia entre la be-lleza mexicana y la brasileña? - La misma que entre Televisa y O’Globo –respondió un hombre frente a mí. Era un ingeniero. Bajo su mansedumbre escondía al guerrillero que un día fue. -Las novelas mexicanas no son divertidas ni sensuales. Tienen mucho drama, y por eso decimos: “deja de hacer dramas mexi-canos”.

7-La vida es una nalga

Desde que llegué a Brasil no he podi-do dejar ese vicio de albañil mexicano de comparar traseros, de registrar sus ondu-laciones, de calcular cuánto rellenan el pantalón o la minifalda, de descifrar con la gravedad de un físico que quiere cada nal-ga. En una de las avenidas principales de Rio, frente al semáforo, ya no veo hombres y mujeres por la calle: veo cinturas, bustos, caderas, músculos, cabelleras rostros, pier-

nas, nalgas. Sospecho que la mayoría de estas mujeres estuvieron en la mesa de operaciones del cirujano Ivo Pitanguy y su famoso bisturí, o en la de alguno de sus colegas brasileños. Veo nalgas de mujeres, nalgas con hombres, nalgas y nalgas. De tanto mirarlas, me siento como esos pri-meros expedicionarios portugueses que en sus crónicas dibujaban su sorpresa de ver a los nativos con sus vergüenzas des-cubiertas. “La nalga es su personalidad”, dijo en un baile callejero Hans, un alemán que trabaja con niños de la calle, cuando me descubrió mirando traseros. Sí, una personalidad redonda, alegre, apetecible. Pero más allá del mito del culo, las brasi-leñas se agringan y se europeizan. No sólo quieren ser un trasero exótico.

El nuevo boom son las tetas. Ahora se mueren también por abundancia en los senos y se lanzan gustosas al mercado de las siliconas de gel. A tal grado que Silimed Ltda., el mayor proveedor de implantes de silicona en Brasil, no consigue satisfacer la demanda. El célebre cirujano Ivo Pitan-guy tiene una lista de espera de más de un año para hacer operaciones gratuitas y algunos de sus colegas ofrecen planes de pago a plazo fijo, como si comprarse una nueva figura fuese igual a comprar un auto. ¿Quiere saber si necesita una ope-ración de glúteos? Hágase la prueba del glúteo caído. Paso 1: póngase de pie. Paso 2: colóquese un lápiz al final de las nalgas. Si el lápiz se quedó sostenido, necesita ope-ración. Ahora libere el lápiz y tome nota.

8-Una clase de belleza no es una belleza de clase

¿Existe una única belleza brasileña? “Hablar de belleza brasileña es hablar de la belleza de la clase media y alta del sur-su-doeste de Brasil. No la confundamos”, dice en su consultorio de Campinas, la psicoa-nalista Abigail Bonas, una beldad de pelo negro encendido que contrasta con una piel láctea y unos ojos verdes. La belleza co-nocida en el mundo como brasileña, aque-lla que gana concursos internacionales –in-siste la psicoanalista- es de genes europeos. A veces mezclada con indio y africano, pero una belleza en la que casi siempre domi-nan los rasgos europeos. La psicoanalista niega que haya una belleza marca Brasil, pero admite que hay algo distintivo, al me-nos entre la mujer brasileña y el resto de los mortales: la escasez de ropa, la desinhibi-ción y naturalidad para mostrar el cuerpo, muy propia de la mujer del trópico. Bonas se da cuenta del tropiezo: lo mismo descri-be a una cubana que a una bahiana. Tal vez no exista una belleza brasileña natural y todo sea un espejismo provocado por la sensualidad y la desinhibición.

Un turista del Perú había traído en sus maletas dos cajas con 14 condones cada una. Había imaginado que en Río encontraría a mulatas golosas de sexo. Fogosas, bestiales, salvajes. Después de unos días regresó a su país, andino y cabizbajo y con los paquetes casi intactos, sólo con un condón menos (el que debió ocultar en el bolsillo de su bermuda desde el primer día).

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Bonas llega así a una teoría freudiano-brasileña de este fenómeno: el bebé mama la cultura de la madre, se libidiniza con la sensualidad del ambiente y la normali-dad del sexo, pero también con la historia del padre con sus dos esposas, y la caden-cia de los movimientos genitales que ha visto desde niño. Esta psicoanalista que por años ha escuchado las angustias de brasileños recostados en su diván, tiene otra explicación para el boom de la cirugía en mujeres post-adolescentes. Las chicas embellecen y se hacen cirugías porque ne-cesitan competir en un torneo de caza: en Brasil hay más mujeres que hombres y los hombres jóvenes son el mayor blanco de la violencia. Las estadísticas no mienten: en las últimas dos décadas, unos 600 mil brasileños murieron como consecuencia de ella. Hombres jóvenes, en su mayoría. Eso ha aumentado la competencia en-tre las mujeres cazadoras. “Si no lo hacen, sienten que no tienen armas para com-petir”, explica la psicoanalista. Y recuerdo a las mujeres que he visto bailando en círculos al ritmo de un tambor, moviendo sus lugares más entrañables para captar la atención de su presa. En Brasil, sólo sobre-viven las cazadoras más bellas.

9-Seducir es casi una forma de saludar

No es caricatura sentenciar que los brasileños son alegres. Tampoco es un mito decir que son coquetos, desinhibidos y siempre listos para el intercambio cultu-ral. Los brasileños suelen convertirse en embajadores y presentar su país en carne propia:

-El único riesgo que corres es que que-de prisionero de tu amor. Ven, te voy a enseñar la ciudad. No tengas miedo –me dijo un policía en Porto Alegre. En Bahía fueron unos artesanos: -Ven vamos a compartir la hamaca, ven. En Amazonia, un fiscal de botas puntia-gudas me dijo: -Un beso no se le niega a nadie. Dámelo antes de que el barco toque puerto En Sao Paulo, fue un taxista: - ¿Ya probaste algún brasileño? Si no cono-ciste a alguno en la intimidad, no puedes decir que conoces a un hombre.

Días después, un tal Lucas me llevó a ver un atardecer desde el Morro de Sao Paulo. Era un improvisado guía que se ofreció a conducirme a las ruinas del fuerte aban-donado en esa isla para ver la puesta de sol, que se disolvía como una pastilla roja en el mar. Piel negra brillante, torso des-nudo y un short zurcido estratégicamente para dejar a la vista el nacimiento de sus nalgas. El día cedía (y el guía también). En-trecerraba los ojos, miraba el cielo, sacaba la lengua y ensalivaba sus labios. -Dios mío, la noche se acerca y no sé dón-de voy a terminar-me dijo una, tres, siete veces ante mi indiferencia. -Me gustas –añadió este adolescente con quien no había cruzado más de 20 palabras -Ya me estoy excitando –me dio la noticia. Nunca se me habían declarado de esa manera. Su short crecía como si hubiese despertado la raíz de una mandioca juguetona.

10-A veces las brasileñas se sienten feas

Frase para desvestirse: “para las mujeres más bellas del mundo, las brasileiras”, dice Ricky Martin en una publicidad de ropa. Quizá ten-ga razón, pero en la revista ISTOÉ se leen los resultados de una encuesta encomendada por Dove y realizada por las prestigiosas psicólogas Nancy Etcoff, de la Universidad de Harvard, junto con Susie Orbach, de la London School of Economics. Esta investiga-ción dice que en el mundo, las bra-sileñas están entre las mujeres más insatisfechas por su apariencia per-sonal: ocupan el segundo lugar, sólo superadas por unas acomplejadas ja-ponesas. Realizada en diez países con mujeres de 18 a 64 años, la encuesta sorprende: cuatro de cada diez brasi-leñas no se gustan a sí mismas. Les ga-nan a las inglesas, estadounidenses, holandesas, canadienses, italianas y francesas. ¿Modestia? No, hay que traducirlas: el 13 por ciento de las bra-sileñas cree que sólo las top models son bonitas. Casi la mitad piensa ha-cerse una cirugía estética.

11-Las abuelas también usan escote

El médico de un centro de salud de Campinas, una ciudad del estado de Sao Paulo, estaba preocupado por una anciana. Envió a unos enfermeros a buscarla a la favela Vila Brandina y la encontraron en su casa construida por partes, con un patio colmado de desperdicios que desemboca en una calle de tierra. La abuela apenas podía moverse. Gorda y de cabellos despei-nados, dijo que padecía intensos dolo-res estomacales. Recitó un rosario de dolencias y se palpó la zona más ado-lorida. Fue imposible dejar de notar un escote profundo por donde se veía

el inicio de sus senos bajo un camisón transparente de flores. La abuela no lleva ropa interior. A todos les causó gracia aquella anciana sexy que no era bella ni parecía haberlo sido. Apo-yada en un árbol afuera de su casa –y mientras decía que para el dolor estomacal se había recetado aguacate y una cazuela de frijoles con carne de cerdo-, la abuela se mostró toda. Nice, una agente sanitaria que da clases de baile y estiramiento para ancianos y enfermos mentales, se ríe ahora al re-cordar el episodio de aquella abuela moribunda. Suelta su teoría de lo be-llo en Brasil: es la genitalización del ambiente. La casi nula inhibición. En el Sambódromo del último carnaval de Rio, por ejemplo, unos ancianos se robaron los aplausos. Había hombres y mujeres uniformados de gala, que desfilaban llorando, solitos, sin músi-ca, cantando a palmos, improvisando pasos de baile. Lloraban porque su camión se había descompuesto y no pudieron llegar a tiempo.

12- Hay ciudades que te hacen más bella

Bahía es una espesa cucharada de ese jarabe de sensualidad que es Brasil. Y si Rio tiene un carnaval de los instintos, Bahía es el erotismo des-atado a die stra y siniestra en el aire. Brasilia, la capital diseñada por Oscar Nienmeyer, es el Brasil más correcto e insípido. Quizá la belleza sea algo geográfico. Conforme se viaja hacia el norte, el mito comienza a extinguirse: todos parecen más normalitos, más latinoamericanos. Bahía es la zona negra de Brasil, donde se concentra la mayor cantidad de descendientes de esclavos. Es una tierra liberada de religiones y ritos opuestos, donde los dioses africanos fueron ocultán-donos bajo disfraces católicos, donde

Desde que llegué a Brasil no he podido dejar ese vicio de albañil mexicano de comparar traseros, de registrar sus ondulaciones, de calcular cuánto rellenan el pantalón o la minifalda, de descifrar con la gravedad de un físico que quiere cada nalga.

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los negros fueron torturados hasta la muerte y donde ahora abunda la fiesta. Quizá todo esto se nota más en un barrio, Pelourinho, en el centro de Salvador de Bahia, el vecindario de las curiosidades turísticas y de la prostitución. Aquí murió de un infar-to Vadinho, el esposo de Doña Flor, disfrazado de húngara: el más malan-dro, gigolo y apostador de todos los personajes de las novelas de Jorge Armando. En Peló -así llaman a este barrio los turistas- no se silencian los tambores ni la música: uno camina por las calles empedradas, tratando de buscar de dónde viene el sonido, y sin darte cuenta ya estás en una ex-hibición de capoeira, esa danza mez-cla de artes marciales y acrobacias. Es como si el carnaval de hubiera dete-nido aquí como una nube cargada de lluvia. Y en cada calle encuentras lo de siempre: una mirada lasciva, un ven-ven de lujuria, la invitación a fi-car. Incluso en el Museo de Arte, últi-mo piso, en el umbral de las escaleras, una figura de Changó, el dios africano de la virilidad, espera a los visitantes para mostrarles su falo dorado de me-dio metro y del grosor de un tubo de lavabo. Los turistas se arremolinan a su lado y lo espían desde todos sus ángulos. Cuando los vigilantes del museo se distraen, lo tocan como si quisieran llevarse una prueba del mito bahiano. Tocar para creer.

13-Brasil vs Argentina

Si son rivales en futbol, ¿por qué no en belleza?

-Quizá las argentinas disputen una copa con las brasileñas, pero nunca nosotras con ellas. No mira-mos a las argentinas ni a las colom-bianas como rivales - descarta Mi-riam de Paoli. Es una brasileña que vive en Buenos Aires. Es alta rubia-ojiverde-bonita, lo que se espera de una brasileña pero en rubio. Desde una habitación de su casa, se escucha a su esposo, también brasileño, gritar: -Se creen las más lindas del mundo. De entrada, De Paoli elimina de la final del campeonato de belleza a las argentinas, que con las colom-bianas y venezolanas son conside-radas las otras bonitas de la región. -¿Mujeres lindas? Las norteamerica-nas, italianas o francesas. Las brasile-ñas no tenemos ni fijadas a las argen-tinas –dice De Paoli.

-Quizá los hombres brasileños sí ven a los argentinos como rivales –añade-, porque las brasileñas enlo-quecen con ellos. Los argentinos dicen que nosotras somos más cálidas, más simpáticas y menos histéricas que las mujeres de su país. Luego sentencia: -Y las brasileñas decimos que ellos son más bonitos y más cultos que los hombres de Brasil.

14-Cuerpo trabajado o cuerpo

de trabajador

En Bahía, los hombres actúan como semidioses: les encanta lucir sus

pectorales de acero y cinturas estre-chas en unos pantalones cortos que parece que siempre se les van a resba-lar. La fama de los hombres de Bahía es tal que llegan mujeres de todo el mundo para probarlos en la cama. Vi a una turista gringa, delgada, bonita y de unos 20 años, abrazada a un ven-dedor de chicles que con una mano la restregaba y con la otra ofrecía sus ca-jas de dulces. Sé de una noruega que se mudó a vivir con un pescador. Sé también de una alemana que se que-dó a vivir en Brasil con el cuidador de unas cabañas que parecía el leñador de los cuentos infantiles. A mi lado,

una escandinava se deja besar y tocar por un bahiano que, con dedos jugue-tones, no la deja escribir en su correo electrónico. Hasta el más desgraciado de los bahianos puede cotizar alto en los mercados internacionales. Lo mis-mo parece ocurrir con las bahianas: Tikrit, un indio que se hospeda en mi hospital, es un feo con rango de gigo-lo. Cada noche duerme con una mu-jer distinta: la pesca con red y no con caña de pescar. Dice que prefiere a las brasileñas porque son las que aceptan que les hagas de todo. Para Trikit, en esa soltura reside su belleza.

En Peló -así llaman a este barrio los turistas- no se silencian los tambores ni la música: una camina por las calles empedradas, tratando de buscar de dónde viene el sonido, y sin darte cuenta ya estás en una exhibición de capoeira.

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La barbarie que se desató sobre esa zona de Monterrey a la

que llamamos El Barrio Antiguo, es un caso gravísimo para la historia de nuestra ciudad. Tal vez los ataques medianamente recientes contra ese lugar que limita en el norte con el Pa-seo Santa Lucía, al sur con la avenida Constitución, al este con los Condo-minios Constitución, y al oeste con la calle Doctor Coss, sólo pueden ser comparables a lo que ocurrió en sep-tiembre de 1846, cuando esa misma área fue bombardeada y saqueada por las tropas del invasor yanqui.

Hace algunos años, con la llegada de Sócrates Rizzo García a la alcaldía de Monterrey, y gracias a su codeo entre vecinos y gente del mundo de la cultura, se fueron abriendo las po-sibilidades reales para salvaguardar al Barrio. Se buscó su conservación arquitectónica así como el embelle-cimiento y la creación de un espacio cultural digno de la ciudad capital de Nuevo León. En 1996, siendo ya go-bernador Rizzo García, se decreta el es-tablecimiento de El Barrio Antiguo para tales fines. Se contó con el apoyo de personajes como Carlota Vargas en la Secretaría de Programación y Pre-supuesto del Estado de Nuevo León, y de mujeres relacionadas con el em-presariado local, como Eva Gonda de Garza Lagüera, Rosario Garza Sada, o profesionales de la arquitectura como Héctor García. Para este fin, los veci-nos pusieron diez millones de pesos y otros diez millones el gobierno del Estado.

Sin embargo, a la salida de Rizzo del gobierno del estado y al arribo de Benjamín Clariond Reyes Retana, así como con la llegada a la presidencia municipal de Monterrey de panistas de la talla de Jesús Hinojosa, Felipe de Jesús Cantú o Adalberto Madero, se desató una estrategia para convertir el sitio histórico-cultural, en un gran centro de consumo de alcohol, drogas y demás degeneres nocturnos. Así se produjo la destrucción de cientos de casas antiguas, huida de vecinos, des-trucción de drenajes y el imperio de la delincuencia organizada con sus tradicionales cobros de piso, ajusticia-mientos y demás maldades.

La irresponsabilidad política per-mitió que mafias siniestras, funciona-rios estatales, municipales y desarro-lladores urbanos adquirieran muchas posesiones en El Barrio Antiguo. Dicho proceso generó también una combatividad de resistencia vecinal sin par, como la de la Asociación de Vecinos del Barrio Antiguo, enca-bezada por su presidenta, la maestra Cuquita y unos 200 ciudadanos que siempre la acompañaron hasta su re-ciente muerte. También está el ejem-plo de la pintora Lupina Flores, con su

organización Asociación Cultural del Barrio Antiguo. Hasta la fecha, am-bos organismos ciudadanos han he-cho una mancuerna para la defensa de ese espacio urbano. Hoy, después de la guerra de las fuerzas federales y locales contra los narcos que gene-ró la destrucción y cierre de antros y la huida de sus decenas de miles de clientes, nuevos vientos soplan so-bre El Barrio Antiguo, y si bien la amenaza de las mafias urbanas que buscan apoderarse de los espacios si-gue latente y real, ahora con la fuerza ciudadana-vecinal se busca llegar a buenas negociaciones para que, a la luz de las indicaciones de la UNESCO, se puedan establecer verdaderos acuerdos de rescate, embellecimiento y contundente desarrollo cultural.

“No podemos perder esta lucha después de tantos años de resistencia vecinal, no perdemos la esperanza de que Monterrey tenga un Barrio An-tiguo digno de una ciudad metropo-litana, capital de nuestro estado”, me dijo Mariano Núñez, vecino del sitio y activo miembro del Colegio de Abo-gados de Nuevo León, el más antiguo en la entidad.

Y eso es seguro: ya perdimos una batalla, pero no vamos a perder esta lucha.

A la Profesora Yolanda Hernández Gómez por sus 40 años al servicio de la educación y toda una vida siendo mi madre

No recuerdo la fecha ni el año exacto pero guardo en la me-

moria este recuerdo de mi niñez: tenía 10 u 11 años y me seguían en la esca-la de hermanos, César, de siete años, y Diego, de cinco. La familia Torres Her-nández (mi familia), comandada por dos maestros de secundaria, pasaba por los años más difíciles de su historia: la devaluación, el pago de la hipoteca, las letras de la antes pequeña casa de campo y los carros del año que habían decidido comprar, aunado todo a la co-legiatura escolar mía y de mis herma-nos, hacían que se redujeran los gastos para diversión.

Por esos días se estrenaba la pelícu-la Karate Kid. Mi madre, con esfuerzo había conseguido entradas para llevar a dos de sus tres hijos a la premier más esperada del año, todo un blockbuster de verano. Con boleto en mano llega-mos a la sala de cine, nos topamos a vecinos y amigos pues la película se proyectaba en el cine más grande de Monterrey. Antes de sentarnos a ver la película pasamos por la dulcería. Mi madre no escatimó en gastos, ella quería que tuviéramos un domingo perfecto de cine-familia, con todo y las palomitas, refrescos, chocolates y helados, así que cargamos las charolas con lo que se nos antojó. Ya sentados, vimos la película que recuerdo como algo genial: Karate Kid aprendiendo del maestro Miyagui, ese uniforme de karateka blanco con una cinta negra, y aquel sueño de la juventud. Ralph Macchio era nuestro héroe, así que to-dos los niños de la ciudad, ese verano, serían alumnos de alguna escuela de arte marcial.

La película terminó y la banda que usó Daniel San en la cabeza, se con-virtió en el souvenir más preciado. Al salir del cine, los vendedores ofrecían posters, fotos, calcomanías y desde lue-go el pedazo de tela serigrafiado con el logotipo japonés. Con sólo usar esa banda, sentías que te daba valor, fuer-za y orgullo. Con la banda de Karate Kid pertenecías al selecto grupo de ni-ños cool… sin la banda eras un niño más de Monterrey. Por supuesto que mi hermano y yo caímos en la tenta-ción: le pedimos a nuestra madre el co-diciado objeto, pero ella, siendo clara y directa, dijo no tener más dinero pues habíamos gastado en comida, entradas y dulces. Callados y tristes caminamos hacia el coche rumbo a nuestra casa.

La función fue una matinée así que por la tarde, a eso de las cuatro, los niños de la cuadra que también ha-bían ido a la función jugaban a ser Ka-rate Kid. Mi madre notó nuestra apatía por salir a jugar pues al no contar con la chingada banda en la cabeza, no te-níamos cabida en el juego de moda.

Yolanda, mi madre, sin tener un conocimiento de costura, buscó un

pedazo de tela blanco y marcadores negros y rojos. Con eso nos hizo una banda igual, idéntica a la de nuestros vecinos. Entonces salimos a jugar y a las dos horas de estar dando patadas y golpes, regresamos a la casa entre bur-las de los demás niños, pues teníamos la cara manchada de rojo y negro. El plumón con el sudor de la frente había hecho lo suyo. De karatekas pasamos a ser los payasos de la cuadra: nuestra banda no era original como la de los demás.

El sol de Monterrey, el mismo sol de Alfonso Reyes, había hecho su gra-cia. Mi madre nos abrazó fuerte y co-menzó a llorar con un gran sentimien-to. Nos pidió disculpas por no tener dinero para comprarnos algo “bue-no”, como decía ella. Pero de cierta forma nosotros no estábamos tristes. No sé que pasó por nuestra mente, pero a esa edad nos dimos cuenta de que nuestra madre, entre estudios de maestría y dos trabajos para pagar deu-das, siempre quería darnos todo.

Hace poco mi madre, toda una exitosa profesionista con más de 40 años en la docencia, investigación y licenciatura, nos confesó que ella a su manera recuerda esa historia y que cuando tiene oportunidad y anda por las pulgas siempre pregunta si de ca-sualidad no tienen la bandita original de Karate Kid.

Mi hermano, quien es uno de los mejores publicistas de México, tiene enmarcada en su oficina del DF esa bandita despintada; yo también la tengo en la sala de mi casa. Esa bandita es lo primero que veo al llegar. Puede ser un chiste local pero también es el recuerdo de una madre amorosa y tra-bajadora que hace todo por la felicidad de sus hijos.

Ese pedazo de tela es mi tesoro más preciado.

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«ReporteInfrarrealista»EL GATO RARO

Locutor. Cuentista. Rebelde de la CROC.elgatoraro.com

«Tal Cual»RAÚL A. RUBIO CANO

Periodista. Activista. [email protected]

LAS BATALLAS DEL BARRIO ANTIGUO

Del 2 al 8 de junio de 2013Monterrey, N.L.

La irresponsabilidad política permitió que mafias siniestras, funcionarios estatales, municipales y desarrolladores urbanos adquirieran muchas posesiones en El Barrio Antiguo. Dicho proceso generó también una combatividad de resistencia vecinal sin par, como la de la Asociación de Vecinos del Barrio Antiguo, encabezada por su presidenta, la maestra Cuquita.

KARATE KID EN MONTERREY

Con la banda de Karate Kid pertenecías al selecto grupo de niños cool… sin la banda eras un niño más de Monterrey.

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15_Opinión

[email protected] Aquí recibimos sus crónicas,

comentarios y quejas.

Pese a la violencia

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«Algo pasa allá afuera»ALMA RAMÍREZ

Periodista. Editora. Microficcionadora @Aprpl

TRASH JUICE

Desde la Calle Rojo

Del 2 al 8 de junio de 2013Monterrey, N.L.

La basura es antropología pura. Es cultura. Y como pasa a ve-

ces con la cultura: huele mal, nos causa repulsión y no queremos saber nada de ella, así que jugamos a que no exis-te una vez que traspasa el umbral de nuestra casa. Existe el comportamiento opuesto, como esa gente que gusta o sufre la compulsión de acumular des-perdicios en su habitación o los deja re-gados por todo el hogar sin importarle si vive con alguien más.

La basura, ya lo sabemos, evidencia nuestros gustos, poder adquisitivo, ma-nías y secretos. Incluso en estos tiem-pos en que hasta la basura se separa, la postura generalizada ante ella no ha variado gran cosa, salvo para quie-nes representa un modo de vida, como los empleados de limpia; o un negocio, como las empresas de recolección y re-ciclaje; o llanamente, una cuestión de supervivencia.

Aquellos que sobreviven parcial o total, pero literalmente de la basura, se nos vuelven ipso facto invisibles, tal como los tubos de cartón del papel higiénico, los condones usados, los em-paques de carne o verduras, el polvo recogido tras barrer y los pelos que se acumulan en la coladera. Pepenadores e indigentes, parias urbanos, tienen, pa-radójicamente, acceso total a una parte de las vidas y miserias de los demás, como un Facebook con texturas y olo-res incluidos. Solos o en grupos, están en todas partes. Verlos en acción, por ejemplo, en los nueve contenedores de basura distribuidos en el perímetro de los Condominios Constitución -una parte de las tripas de El Barrio Antiguo- es cosa notable.

A cualquier hora del día, antes o después del paso del camión recolec-tor, escrutan cada una de esas minas en potencia. Entre ellos hay hombres y mujeres de todas las edades que a pie o en bicicletas de carga hacen la ruta, se detienen y miran dentro de cada basu-rero. Rompen bolsas y revisan su conte-nido. Se hacen de toda clase de objetos, rescatan muebles, colchones, papel, bo-tes de plástico, fierros, partes de televiso-res, hornos de microondas, ropa, zapa-tos. Comida también. Si los desperdicios no rebasan la capacidad del contenedor se meten en él y hurgan. Llevan consi-go bolsas de plástico, costales de yute o carreolas para cargar lo que hallan, y varas o mangos de escoba para tantear los bultos de desechos para evitar herir-se con algún trozo de vidrio o metal.

Vecinos y transeúntes pasan de largo, los ven con extrañeza, o si van a depositar algo lo hacen rápidamente y sin voltearlos a ver. Puede que haya al-

guien que les ofrezca agua o alimento. Mientras tanto, ellos siguen en lo suyo, salvando de lo que ya no nos sirve, algo para sí. Quién sabe si vienen de muy lejos o del barrio vecino, si han elegido esta actividad o no tuvieron otra alter-nativa, si les hace felices o no. Pero de-vuelven el saludo si les das los buenos días, una rara costumbre en una ciudad como ésta de la que muchos huyen, y que a su vez recibe a quienes huyen de otras.

A unos metros de distancia, a lo largo del canal Santa Lucía, otros pro-siguen la búsqueda en los botes de ba-sura que concentran residuos de los an-tojos de cientos de paseantes. Lo mismo por el corredor comercial de Morelos o a ras del suelo en algunos puntos de la Macroplaza. Las moscas acompañan a todos por igual. Jamás se van con las manos vacías.

No se trata de pintar un cuadro sen-timentaloide. Para eso está la televisión local. Se trata de la otredad. Los huma-nos que escombran la basura de otros humanos existen desde que la civili-zación se gestaba. Lo que provoca ex-trañeza es que aunque se asuma que la sociedad se encuentra ya muy maduri-ta, avanzada y sofisticada para muchas cosas, conserve y engorde otras, aun-que sea en perjuicio de otros. Y aunque se haga fuchi a quienes vivan de ella, la basura nos une.

“Hagamos de cuenta que fuimos ba-sura, pegó el remolino y nos alevantó”, dice un canto cardenche. Al fin de cuen-tas, real o figuradamente, nos guste o no, todos recogemos la basura de otros. Así, el hombre es el pepenador del hombre.

Lejos, un jue-ves por la tar-

de de agosto de 1994, tuve mi primera refe-rencia de Monterrey. Mi padre estaba sen-tado en las gradas del desaparecido Parque del Seguro Social, en

el DF, lamen-tándose por-que los Sul-tanes habían

perdido ante los odiados Diablos Ro-jos del México, la serie de campeona-to de la Liga Mexicana de beisbol.

Lejos, muchos años después, la Avanzada Regia, como vaquero con pistolas desenfundadas, llegó a poner al centro del país a rockear al ritmo de

El Gran Silencio, Zurdok Movimen-to, Jumbo y un larguísimo etcétera. Recuerdo el escenario del Teatro Me-tropolitan como testigo de un botella-zo certero a la cabeza del tecladista de Zurdok. Aquél zafarrancho terminó con su escasa participación en el fes-tival Machaca Regia, en julio de 1997.

Lejos, 13 años después, desde Poza Rica, Veracruz, formé parte de un trío de vatos que viajaron temero-sos a bordo de una Ram 2500 a 140 ki-lómetros por hora para presenciar un concierto de rock pesado en el Estadio Universitario de la U.A.N.L. Solo hi-cimos una escala: la necesaria para comprar burritos, sodas y abastecer el tanque de combustible.

Ya no lejos, sino ahora y aquí, hace un mes, comencé a trabajar

como diseñador e ilustrador de lo que aparece en este pedazo de papel con manchas en forma de letras y figuras. Esta cosa que si lees con cariño, te deja negras las yemas de los dedos.

Aquí, ahora, las crónicas están lle-nas de anécdotas, casualidades y vi-vencias de primera mano. Esposos de alcaldesas que vienen de Marte, nar-cos sin suertes y brasileñas fogosas. Nuestro día a día está formado por los momentos que le dan sentido a esta cosa que se llama existencia.

El Barrio Antiguo tiene aún mucho que contar.

OHG

sigue habiendo 12 veces más jóvenes que ancianos en Nuevo León

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16_Obituario

_DirecciónDiego Enrique Osorno

@diegoeosorno

_AdministraciónAlejandro Regalado

_Comercial Adrián Gallegos

Una publicación de:

Grupo Editorial La RazónJosé María Rojo 440 Sur

Barrio Antiguo

Monterrey, Nuevo León.

Tel. (0052)(81)83429697/98

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Del 2 al 8 de junio de 2013Monterrey, N.L.

_Editor AdjuntoDiego Legrand @legranddiego

_Arte y Diseño Oscar Hernández

@Ouscher

_WebDenise Alamillo@denisealamillo

_Corrección y VerificaciónCaracol López

@GasteropodoRoto

_CronistasAlma Vigil

@almillavigil Daniela García @d_garcia91 Melva Frutos

@fruttzyLeo González@yLeodice

_Asistente Keila Badillo

_Columnistas Raúl A. Rubio Cano

El Gato RaroAlma Ramírez

_DistribuciónSergio Ramos

_ConsejerosAndrés Ramírez

Celso José GarzaGuillermo Osorno

Julio V. Chang

HÉCTOR SOLANO SEGURA12/06/69 - 26/05/13

EL PERRO MÁS QUERIDO DE LA INDEPEPOR CARACOL LÓPEZ

Soy el fruto de aquel árbol, que elevó sus ramas, muy cerca del

cielo, para darme vida y todos mis anhe-los; me acarició con sus ramas y bajo su sombra, poco a poco fui creciendo. – Me refiero a ti, Invasores de Nue-vo León

El estacionamiento principal de las Capillas del Carmen luce lleno. En la entrada del edificio está un grupo de jó-venes vestidos de negro. El color de sus atuendos corresponde con lo que esta-blece el protocolo de los funerales, no así el tipo de prendas. En vez de pantalones formales o camisas de vestir, llevan pla-yeras sin mangas y pants deportivos con raya blanca a los costados. En los brazos musculosos tienen tatuajes tribales, ani-males fantásticos, nombres de personas. También hay algo extraño en su cabello: quizá sea el mohawk de uno o el pelo lar-go y lustroso de otro.

-Son luchadores, dice Arnulfo Vigil, escritor regio aficionado a la lucha libre.

-¿Cuáles son sus nombres?-No te puedo decir sus identidades.

Aquí vienen sin máscara, pero no quie-ren ser reconocidos de todas maneras.

Aun así, Arnulfo comenta que al fu-neral vinieron Mongol, Casanova y has-ta el referi Chabelo.

Adentro están muchísimas personas más. Algunas tienen el mismo aire que el grupo de jóvenes de afuera. Son la mayo-ría. También hay gente de traje, mujeres de riguroso luto y hasta se puede reco-nocer a uno de esos luchadores que en el medio se conocen como “exóticos”. Viste con ropa ligeramente afeminada. El fu-neral de un luchador es una pasarela de modas contenida.

A los lados de la capilla se apiñan las coronas florales. Vienen de todos lados: desde Tv Azteca Noreste hasta la Escuela Secundaria General Ignacio de Maya.

En la entrada está un banner: en él se mira a un hombre joven con pectorales enormes, en posición retadora. Tiene ca-bello oscuro y largo, ligera barba. Es mus-culoso. Viste sólo un calzón negro, rodi-lleras y botines. En su cintura se destaca el enorme cinturón del Consejo Mundial de Lucha Libre.

El hombre joven, el hombre del fu-neral es Héctor Solana Segura.

Héctor Solana Segura nació en Mon-terrey el 12 de junio de 1969. Creció en La Independencia, una de las colonias más antiguas de la zona metropolitana. Ahí, junto con su hermano menor empezó su entrenamiento en la tradición familiar que le dio fama y fortuna: la lucha libre. Su padre fue Humberto Garza, un lucha-dor que construyó su prestigio con una carrera de 45 años sobre el ring. Se retiró para sanar sus lesiones y las de los demás, pues aprendió rehabilitación física de manera empirica. De él, Héctor tomó su

vocación y aprendió los primeros movi-mientos que lo llevarían a tener su propia trayectoria de 21 años.

Héctor Solana se casó con Liliana Padilla Martínez y tuvo dos hijos, Héctor y Leslie. El 26 de mayo de 2013, Héctor Solana, mejor conocido en el mundo del ring como Héctor Garza, falleció a causa de un cáncer de pulmón que le fue detec-tado el otoño pasado. Humberto Garza Jr., hermano de Héctor y también luchador, cuenta, con la boca oliendo a alcohol y pena, que Garza era serio pero alegre, juguetón y “aventado”. Al preguntarle acerca de la música favorita de su herma-no, explica que el bolero Me refiero a ti, de Los invasores de Nuevo León, lo hacía llorar. Eso sí, cuidaba mucho que su padre no lo viera.

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¿Dónde están, perros? (quiero verlos saltando). Denme más, perros (quiero ver-los gritando). Quiero más, perros, ya los oigo ladrando, que el cartel trae el mando y venimos acabando. – Perros, Cartel de Santa

Héctor Garza inició su carrera como luchador en septiembre de 1992. Prime-ro fue un muchachito enclenque. Su tío, Mario Segura, conocido en el pancracio como Ninja, lo preparó para su debut. Cerca de la casa de Héctor no había lugar para practicar, así que entrenaba en la Arena Solidaridad junto a su hermano Humberto Garza Jr., Latin Lover, Rubén Juárez y Tarzan Boy.

El estilo que desarrollo fue aéreo; lo adquirió en la alberca, donde echa-ba clavados desde el trampolín de tres metros. Así conformó sus mejores mo-

vimientos, el tornillo y el moonsault. Supo adaptarse al cambio que hubo en la lucha libre mexicana cuando se abrió a la lucha norteamericana. Humberto Garza Jr. dice que la mayor virtud de Héctor fue saber hacer combinaciones. Fue técnico y rudo, dependiendo del momento y lugar donde se encontró.

Alma Delia Zamorano, estudiosa del fenomeno del Santo, dice que la figu-ra de los luchadores tiene varios niveles: persona, deportista, mito. Las personas cercanas a Héctor Garza sostienen que fue la faceta de deportista la que más cultivó: además de natación practicó futbol, frontón y basquetbol.

El entrenamiento le consiguió un lugar en el Consejo Mundial de Lucha Libre, para luego pasarse a la AAA, lo que le abrió las puertas de la World Wrestling Federation y hasta la Royal Rumble. Ese fue su escalón para trabajar en el World Championship Wrestling. En un punto tuvo problemas con las autoridades estadounidenses debido al uso de sustancias de prescripción. Por ello regresó a México, donde ingresó de nuevo a la AAA: de ese tiempo son sus legendarias y sangrientas peleas contra el Hijo del Perro Aguayo.

El teatral mundo de la lucha libre permite muchos giros dramáticos: Héc-tor Garza volvió al CMLL dentro del gru-po conocido como Los Perros del Mal: luchadores rudos que al ritmo del Cartel de Santa golpearon a los técnicos, espe-cialmente a Místico. Como miembro de los Perros del Mal, Héctor adquirió el apodo de Querubín. El principal compa-ñero de Héctor Garza fue, justamente, el Hijo del Perro Aguayo.

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Soy un hombre muy honrado, que me gusta lo mejor, las mujeres no me faltan, ni al dinero, ni el amor...– Morena de mi corazón, Los Lobos

La canción de Los Lobos suena a todo volumen. Héctor Garza, con mallas blancas y pecho desnudo avanza por el pasillo. Saluda a los niños que le tienden las manos desde la valla. Sonríe. Repen-tinamente corre, brinca y se trepa a la última cuerda del ring. Desde arriba le-vanta las manos y encara a toda la arena. “El gladiador, prototipo de la rudeza que constituye la flor y nata aquilatada en su acrobacia. El bien torneado seductor del ring: Héctooor Garza” grita el presentador. Un segundo de silencio pasa. Héctor salta al ring.

Carlos Monsiváis, al escribir acerca de la figura del luchador, sostuvo que: “es algo distinto al boxeador, no encarna la realidad, ni el salto a la riqueza, ni el descenso a los abismos, ni el desmoro-namiento por el alcohol y la fragilidad psíquica de la raza… No, el luchador es la entidad más concreta y elusiva: el en-cuentro de la furia cronometrada y el impulso dancístico, de la dialéctica entre campanadas y descomposiciones facia-les, entere la violencia y su falta de conse-cuencias trágicas”.

Sin embargo, Arnulfo Vigil disiente. Asegura que sí hay consecuencias trági-cas en la lucha libre. Al igual que en el ring, hay cierta realidad en las heridas que el luchador se hace en el pancracio: muchos han quedado ciegos o paralíti-cos. En sus últimas entrevistas, Héctor Garza invitaba a sus compañeros a no descuidar sus lesiones. Pedía, casi encare-cidamente, que al menor síntoma o mo-lestia fueran al médico.

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El luchador es, al mismo tiempo, hé-roe y villano, paladín de las clases despo-seídas y figura aspiracional. Con máscara o sin máscara, su brillo y lentejuela es sím-bolo de victoria y lucha. Si se le derrota, la derrota es real, la sangre es real. No sólo los niños, todos los que asisten a una lucha entran en la convención: saben que la realidad se suspende como se suspenden y vuelan los luchadores en el ring. Un lu-chador siempre muere peleando.

En el funeral de Héctor Garza, un niño y una niña pasan frente al banner que adorna la entrada de la capilla. El niño es muy pequeño, de apenas siete años. Es evidente que va con alguien de su fami-lia y no conoció al luchador en persona, porque al ver la figura del banner dice a la niña: “Mira, yo creo que ése es el que mató a Héctor”.