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Los Cuadernos de Liter@ura BAROCCHUS MANIERA* Luis Antonio de Villena p aseando acaso por las logias de Villa Borghese, en Roma, entre tanta obra de arte insigne y hermosísima, tal vez os hayáis fijado, muy al azar, muy de pa- sada, en un cuadrito manierista que retrata, con ágiles escorzos, el tema antiguo de Amor y Psi- que. Y quizá, intrigados, hayáis mirado el rótulo que consigna al autor, leyendo, sin más, Jacopo Zucchi. Quizás -más cultos, o buenos consultores de enciclopedias- sepáis o sabréis que era floren- tino, y que murió acabando el siglo XVI tras tra- bajar en su natal ciudad y en Roma misma. E incluso os dirán (hay tres cuadros suyos en los Uffizi sobre las edades mitológicas, y cosas aquí y allá, dispersas) que la obra de Zucchi es epigonal y de interés escasísimo para la Historia general del Arte. Y no seré yo quien contradiga a vuestros inrmadores. Aunque a mí me gusten sus cuadros (sobre todo el de Villa Borghese, con aquel Amor en lecho de flores) y pueda aseguraros, absoluta- mente, que si el arte es mediocre, el hombre, Zucchi mismo, era un genio. Un ser terrible y maravilloso. La de Zucchi e una importante milia floren- tina. Vinculada a los gibelinos -a los densores del Imperio ente al Papa- había dado nombres ilustres y había sido honrada. Pero todo eso era antiguo. En el siglo XVI era sólo una milia es- casa en miembros y escasa en pertenencias. Aun- que hidalga, como se diría en España. Así es que cuando el joven Jacopo (que había tenido una muy buena educación, vinculada a humanistas amigos de su casa) empezó a pintar, asistiendo al taller de varios maestros, ello no e por amor al arte, ni por oato nobiliario, sino por necesidad (por ne- cesidad vital, podríamos decir) de oficio. Ense- guida se vio (tendría unos veinte años) que nues- tro hombre pintaba bien, conocía las técnicas, y tenía gusto. Pero asimismo se evidenció que Zuc- chi no sería nunca el heredero de Leonardo ni de Rafello. Sin embargo Jacopo impresionaba. Se presentaba al taller de sus secundones maestros (entre los que se halló Vasari, y algún otro discí- pulo a su vez, sin mayor mérito, del Pontoo y de Rosso) con extravagantes calzas amarillas, jubo- nes realizados en exóticas telas, y un sombrero, enorme, de ala ancha, con adornos prendidos, que oscilaba entre parecer demodé o un rabioso, ra- diante grito de turo. No era guapo Zucchi, casi alto de estatura, y con unas manos delgadas y largas, disparatadamente finas. Nadie hubiera pensado que iba así a un taller de pintura, donde, despojado del elegante sombrero, guantes, y algún 40 otro adoo, se colocaba un mandilón inmenso, con peto, y pintaba. Se dice (y muy ecuente- mente es cierto) que los pintores no son muy letrados. Jacopo era, también en esto, excepción. Leía mucho, conocía poemas de memoria, le apa- sionaba la filosoa, y soñaba continuamente grandes obras. Quería escribir, pintar, le hubiese gustado componer música... Y tanto afán, tanta sensibilidad apasionada, se manistaba en su porte, en sus lujos vestimentarios, en su afición a las joyas, en la manera en que, apasionadamente, movía aquellas inmensas manos afiladas, marfile- ñas, ácnidas... A los veintitrés años (veinticuatro, acaso) Zuc- chi recibió el encargo de realizar una Madonna para la prestigiosa milia Buondelmonti. Y nues- tro Jacopo, al aceptar, dio por concluso su apren- dizaje. Su ma de hombre exótico, y su insólita ción (que aún no he comentado) a las aves raras, le iban dando entre sus conciudadanos nombre de genio. ¿Podía no ser un buen pintor, un excelente artista, un ser que tenía grandes alcaha- ces dorados donde convivían papagayos de multi- colores plumajes, y cuervos y grajos, en otras jaulas, que él pintaba -las patas- de oro o de argento brillante, con lo que casi semaban esta- tuillas de basalto móvil? ¿Quién además se había hecho buscar un par de negritos, como lacayos y recaderos, y les había diseñado sendos trajes, uno como si ese un Rey Mago quimérico, un Balta- sar lleno de lsos pero brillantes joyeles, y al otro unas calzas como piel de leopardo y manoplas cual garras, y una carlanca al cuello desnudo, tal de diamantes gigantescos, de donde, si se ter- ciaba, podía llevarlo uncido? Eso hizo que los Buondelmonti se aviniesen a pagar a Zucchi la insólita suma que -siendo un joven de veinticuatro años, y en sus comienzos- les pidió por la Ma- donna. La terminó y entregó en el plazo previsto. Pero ¡Dios mío! ¿sabe alguien lo que le costó pintarla? La idea que enseguida tuvo era hermosa: Una muchacha estirada, larga, de abundantísimo pelo negro, está sentada en una invisible butaquita en una habitación en penumbra (se ve alguna co- lumna por detrás) y alrededor de ella, no en cír- culo sino en dos líneas curvas a un extremo y a otro, casi como dos rocallas, vuelan ángeles que celebran a la Virgen, en vuelos y posiciones insóli- tas, piernas alzadas, pies curvos, manos en ese, escorzos en turbión, cabello en vuelo; una zara- bda de hermosísimos garzones con tubas y flo- res (y alguno con una pandereta) que proclaman la concepción divina. El cuadro se tituló La virgen madre y gustó y pareció atrevido a los Buondel- monti, que no otra cosa esperaban. Pero Jacopo, que bosquejó más de cuatro veces el lienzo, se desesperó más veces aún mientras pintaba, di- ciendo ¡no es esto! ¡no es esto! El supo desde casi el comienzo que aquel cuadro -seco, inerte, reci nacía muerto. Hermoso y sin vida, el caudal del genio, el torrente sanguíneo de la gran pintura no

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BAROCCHUS

MANIERA*

Luis Antonio de Villena

paseando acaso por las logias de Villa Borghese, en Roma, entre tanta obra de arte insigne y hermosísima, tal vez os hayáis fijado, muy al azar, muy de pa­

sada, en un cuadrito manierista que retrata, con ágiles escorzos, el tema antiguo de Amor y Psi­que. Y quizá, intrigados, hayáis mirado el rótulo que consigna al autor, leyendo, sin más, Jacopo Zucchi. Quizás -más cultos, o buenos consultores de enciclopedias- sepáis o sabréis que era floren­tino, y que murió acabando el siglo XVI tras tra­bajar en su natal ciudad y en Roma misma. E incluso os dirán (hay tres cuadros suyos en los Uffizi sobre las edades mitológicas, y cosas aquí y allá, dispersas) que la obra de Zucchi es epigonal y de interés escasísimo para la Historia general del Arte. Y no seré yo quien contradiga a vuestros informadores. Aunque a mí me gusten sus cuadros (sobre todo el de Villa Borghese, con aquel Amor en lecho de flores) y pueda aseguraros, absoluta­mente, que si el arte es mediocre, el hombre, Zucchi mismo, era un genio. Un ser terrible y maravilloso.

La de Zucchi fue una importante familia floren­tina. Vinculada a los gibelinos -a los defensores del Imperio frente al Papa- había dado nombres ilustres y había sido honrada. Pero todo eso era antiguo. En el siglo XVI era sólo una familia es­casa en miembros y escasa en pertenencias. Aun­que hidalga, como se diría en España. Así es que cuando el joven Jacopo (que había tenido una muy buena educación, vinculada a humanistas amigos de su casa) empezó a pintar, asistiendo al taller de varios maestros, ello no fue por amor al arte, ni por ornato nobiliario, sino por necesidad (por ne­cesidad vital, podríamos decir) de oficio. Ense­guida se vio (tendría unos veinte años) que nues­tro hombre pintaba bien, conocía las técnicas, y tenía gusto. Pero asimismo se evidenció que Zuc­chi no sería nunca el heredero de Leonardo ni de Raffaello. Sin embargo Jacopo impresionaba. Se presentaba al taller de sus secundones maestros (entre los que se halló Vasari, y algún otro discí­pulo a su vez, sin mayor mérito, del Pontorno y de Rosso) con extravagantes calzas amarillas, jubo­nes realizados en exóticas telas, y un sombrero, enorme, de ala ancha, con adornos prendidos, que oscilaba entre parecer demodé o un rabioso, ra­diante grito de futuro. No era guapo Zucchi, casi alto de estatura, y con unas manos delgadas y largas, disparatadamente finas. Nadie hubiera pensado que iba así a un taller de pintura, donde, despojado del elegante sombrero, guantes, y algún

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otro adorno, se colocaba un mandilón inmenso, con peto, y pintaba. Se dice (y muy frecuente­mente es cierto) que los pintores no son muy letrados. Jacopo era, también en esto, excepción. Leía mucho, conocía poemas de memoria, le apa­sionaba la filosofía, y soñaba continuamente grandes obras. Quería escribir, pintar, le hubiese gustado componer música... Y tanto afán, tanta sensibilidad apasionada, se manifestaba en su porte, en sus lujos vestimentarios, en su afición a las joyas, en la manera en que, apasionadamente, movía aquellas inmensas manos afiladas, marfile­ñas, arácnidas ...

A los veintitrés años (veinticuatro, acaso) Zuc­chi recibió el encargo de realizar una Madonna para la prestigiosa familia Buondelmonti. Y nues­tro Jacopo, al aceptar, dio por concluso su apren­dizaje. Su fama de hombre exótico, y su insólita afición (que aún no he comentado) a las aves raras, le iban dando entre sus conciudadanos nombre de genio. ¿Podía no ser un buen pintor, un excelente artista, un ser que tenía grandes alcaha­ces dorados donde convivían papagayos de multi­colores plumajes, y cuervos y grajos, en otras jaulas, que él pintaba -las patas- de oro o de argento brillante, con lo que casi semejaban esta­tuillas de basalto móvil? ¿Quién además se había hecho buscar un par de negritos, como lacayos y recaderos, y les había diseñado sendos trajes, uno como si fuese un Rey Mago quimérico, un Balta­sar lleno de falsos pero brillantes joyeles, y al otro unas calzas como piel de leopardo y manoplas cual garras, y una carlanca al cuello desnudo, tal de diamantes gigantescos, de donde, si se ter­ciaba, podía llevarlo uncido? Eso hizo que los Buondelmonti se aviniesen a pagar a Zucchi la insólita suma que -siendo un joven de veinticuatro años, y en sus comienzos- les pidió por la Ma­donna. La terminó y entregó en el plazo previsto. Pero ¡Dios mío! ¿sabe alguien lo que le costó pintarla? La idea que enseguida tuvo era hermosa: Una muchacha estirada, larga, de abundantísimo pelo negro, está sentada en una invisible butaquita en una habitación en penumbra (se ve alguna co­lumna por detrás) y alrededor de ella, no en cír­culo sino en dos líneas curvas a un extremo y a otro, casi como dos rocallas, vuelan ángeles que celebran a la Virgen, en vuelos y posiciones insóli­tas, piernas alzadas, pies curvos, manos en ese, escorzos en turbión, cabello en vuelo; una zara­banda de hermosísimos garzones con tubas y flo­res (y alguno con una pandereta) que proclaman la concepción divina. El cuadro se tituló La virgen madre y gustó y pareció atrevido a los Buondel­monti, que no otra cosa esperaban. Pero Jacopo, que bosquejó más de cuatro veces el lienzo, se desesperó más veces aún mientras pintaba, di­ciendo ¡no es esto! ¡no es esto! El supo desde casi el comienzo que aquel cuadro -seco, inerte, recio­nacía muerto. Hermoso y sin vida, el caudal del genio, el torrente sanguíneo de la gran pintura no

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circulaba, no circuló nunca por aquellas formas atrevidas, glaciales, pajarescas, como de mármol o de alabastro refinadamente tallado y dispuesto ...Pero le pagaron mucho y le encargaron labores deminucia. Y gracias a ello Zucchi compró a unconvento (que no lo vendía, pero que cedió ante eldinero) un cuadro que él mucho admiraba, El án­gel de la Anunciación de Melozzo de Forli, con elhermoso querube, casi de perfil, dispuesto a eri�tregar el lirio a una virgen inexistente ... Se inicióahí la que sería espléndida colección pictórica deJacopo Zucchi, que, generalmente, por encima degustos o modas temporales, rodeó las cámaras desu casa con obras hermosísimas y altas. (Obrasque casi siempre han sobrevivido a los siglos, tanduros con la obra del propio Zucchi, casi diez­mada).

A los cinco años de haber realizado la Virgen Buondelmonti (como se la conoció un tiempo) Zucchi había decorado palacios, pintado multitud de pequeños cuadros, diseñado trajes, y ejecutado tres retratos de envergadura. Encargos, casi todo, de familias acaudaladas y nobles que de antemano sabían que Zucchi, el excéntrico, era caro, y que no había que regatearle. Vivía, pues, Jacopo en una elegante casa florentina, una villa en la parte alta de la ciudad, rodeado de sirvientes y rarezas manieristas. Tenía treinta años y pensaba en la necesidad, nuevamente, de intentar una gran obra. U na obra -dirían algunos- que fuese más allá de su propia casa. ¿ Sería un poco esa casa como el carmen que, algo después, tuvo en Granada el poeta Soto de Rojas, paraíso cerrado para mu­chos? Había galerías de espejos y columnatas fal­sas, estanques en los que flotaban rosas ( que los criados debían mudar a diario), una habitación que semejaba un palacio moro, con almocares y arcos de herradura y mucha policromía, y otra decorada como un templo griego antiguo, con trípodes, co­lumnas dóricas (toda una rareza) y una estatua en bronce que copiaba a una Afrodita descubierta no hacía mucho en N ápoles ... Lámparas de cristal de roca ( que titilaban con la luz) colecciones de pie­dras duras, geodas y amatistas cubriendo mesas, y jarrones y frutos y espigas y perlas, componiendo insólitos bodegones en vivo. En cuanto a Jacopo poseía las sortijas más raras, y podía aparecer con las más estrafalarias vestimentas. Sobre todo un largo batón en broderie dorada y saturado de ge­mas, que él decía (aunque por supuesto era falso) que había pertenecido a Constantino Paleólogo, último emperador de Oriente. Pero lo notable, lo verdaderamente notable en medio de tanta rareza, de tanta pluma de marubú y negrito servidor con aro de oro por pendiente, era la extraordinaria colección de cuadros que Zucchi había ido com­prando. En una pared de su dormitorio (balda­quina de seda escarlata y braserillos moros para aromas) estaba el Retrato de un jovencito de Pie­tro Perugino, un muchachito rubio de grandes ojos, y bellísima tristeza, y el platónico San Se-

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bastián de Lorenzo Costa, y el espléndido San Juan de Rafael Sanzio, otro muchacho semides­nudo de airado mirar y desértica piel de leo­pardo ... Eran sus íntimos, los lienzos que le co­municaban a Jacopo un goce secreto.

En otros lugares tenía La Anunciación de Lo­renzo de Credi, La Inmaculada Concepción y seis santos de Piero di Cósimo y Palas y el Centauro de Botticelli, con otras obras de menor importan­cia (para él) entre las que se contaba un tríptico de Van der Goes y unos inmensos bocetos del maes­tro Leonardo ... Jacopo Zucchi, sin embargo, se consideraba desgraciado, aunque ello trascendiese muy poco a menudo. Continuamente se le ocu­rrían obras maravillosas, y valoraba con singulari­dad todo lo bello. (Era un gran conversador y podía escribir, con delicia, una carta) pero cuanto hacía quedaba pobre, muy por debajo de su an­helo, romo, sequísimo, sin talento, hermoso qui­zás, pero muerto, muerto ... Y ante tanta desola­ción -lloraba algunas noches- Jacopo Zucchi, como remedio, redoblaba la extravagancia. Los grandes anillos, las capas amarillas de raso con estrellas de brillantes prendidas, la aguja de coral hematí montada en oro, colgándole de una oreja ... Y mostraba a sus amigos, a los nobles que le encargaban cosas, aquellas supraterrenales ma­nos, ivóricas, infinitamente largas, que parecían el signo de una promesa.

En ese momento (impotencia, fascinación, des­varío) Zucchi decidió componer una gran obra, un capolavoro de su genio. Y como, según he dicho, amaba las piedras duras y las joyas, imaginó una escena mitológica en la que nereidas y tritones, en un ignoto golfo, pescan corales y perlas -muy grandes- que depositan, naturalezas muertas, en la orilla. Contorsiones, desnudos, brillos. La idea era insólita, una vez más, y el cuadro se llamaría La pesca del coral. En primer plano cuatro nerei­das jóvenes y un viejo tritón, componiendo casi lacerías entre rotar de piernas y brazos, sujetan corales, caracolas y perlas, se desanudan collares en el pelo y acumulan lujurias submarinas. Detrás (no sin influencia nórdica) gentes diversas -entre ellas, dos negritos- pasean barcas y promontorios, y hunden pértigas y manos y redes en el agua salada. Y delante de todo, entre atosigante acumu­lación de caracoles puntiagudos o en espiral, val­vas perlíferas, véneras com;as y grandes perlones y moluscos, un amorcillo y un simio se enlazan collares y ensalzan madréporas ... ¿Locura? Un docto diría que es un cuadro muy manierista, y este sí, puede contemplarse aún hoy entre el gran fondo de la Galería Borghese. Esa familia romana pagó una indecible suma de doblones al pintor para conseguir tal cuadro tenido como el colmo del refinamiento. La pesca del coral tuvo un enorme éxito, pero Zucchi supo, aún antes de concluirlo, que no era una gran obra, que aquello no era la apoteosis del lujo y de la aguzada sensi­bilidad ( como él había pretendido) sino un mero

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lienzo decorativo, futuro cartón-piedra. ¿Qué ha­cer, qué tecla tocar entonces?

En ese tiempo (Jacopo andalia por los treinta y tantos) el Cardenal Ferdinando de Medicis, futuro Gran Duque de Toscana, encargó a nuestro autor unas pinturas alegóricas (La Edad de Plata, la Edad de Hierro, y la Edad de Oro) por las que Zucchi pidió la más fabulosa suma monetaria de su ascendente carrera. Tras realizarlas -grandiosa y friamente- decidió hacer un viaje a Roma. Desa­sosegado, inquieto, cuantos vivían alrededor de él ignoraban qué podía irle mal a un hombre triunfa­dor por tantos lados. En la ciudad tiberina alquiló una morada espléndida, y fue requerido por infini­dad de casas nobles (y de cortesanas opulentas, lujosísimas) a saraos y comidas. Asombraban la elegancia (y la extravagancia) de Zucchi, su tris­teza, su nerviosismo un algo histérico que ciertas damas coligieron gesto á la mode, peculiar manera archielegante ...

-¿Está triste hoy Messer Zucchi? Se interesabauna gorda princesa de la Casa de Orsini. Y Ja­copo, simplemente, entreabría un poco los ojos -que había cerrado fugaz- y parecía sonreír frun­ciendo la boca, torciendo el gesto, mientras dene­gaba un algo con la cabeza, y se contemplaba,como al azar, la mano suntuosa, adornada conalguna gema.

-Yo estoy siempre triste, señora.Realizó pequeños encargos ( carísimos para los

peticionarios) y paseó por la ciudad sus gustos insólitos. Para la princesa Orsini que vengo de referir ideó una Batalla de Primavera, para la que hubieron de reunirse más de cien mil rosas. Los invitados paseaban por los jardines, mientras desde árboles y fontanas (por sorpresa, súbita­mente) criados semidesnudos, disfrazados de fau­nos, satiresas o duendes, les hacían burla, les ha­blaban, les recitaban poemas de amor, y -obvia­mente- les llovían con flores. Adquirió por enton­ces para su casa florentina una hermosísima co­lección de estatuas clásicas y tres cuadros de asunto mitológico de Antonio del Pollaiolo, que habían pertenecido a un Cardenal griego (la lucha de Hércules y Anteo fue uno de ellos). Vestía habitualmente con distintas gamas del escarlata, y en un gran rubí se había hecho tallar -por dentro­el escudo de armas de los Zucchi, en un magnífico anillo, engastado en plata maciza, que, leve, muy levemente, le bailaba en el anular larguísimo de la mano izquierda ... ¿Quién podria decir, que Jacopo Zucchi no era un genio, si hasta de España y de Inglaterra le llegaban pedidos, que él debía, con frecuencia rechazar, pese a lo alto de la oferta? ¿No le había escrito una carta el propio rey Fe­lipe, con ser tan adusto y tan hierático, pidiéndole que decorase una iglesia en Madrid, planes que Zucchi llegó a comenzar en el más asombroso

El Tesoro de los mares, de Jacopo Zucchi (Galería Borghese, Roma).

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linde de la stravaganza? En ese tiempo de Roma, nuestro Jacopo concibió la idea (genial, por cierto) de un autorretrato cuya manera nueva, sería tam­bién sino de la singular novedad del retratado. El propio Zucchi figura sentado en un escabel, en el centro de una estancia penumbrosa, vestido con jubón carmesí y una gruesa cadena dorada. Está sentado en escorzo, medio de espaldas, pero la cara vuelta hacia el espectador del cuadro, como sorprendido. Y en una mano sostiene un gran es­pejo redondo, que en parte refleja un costado ro­jizo del propio Zucchi, y en parte, muestra el fondo contrario del cuadro, es decir, el otro lado de la estancia real, coincidente con el lugar futuro de los observadores. Y lo que el cristal enseña es un adolescente de largo cabello rubio, alongado, con los muslos largos, y las maneras lánguidas, que sonríe, mientras arrastra un arco (casi como en actitud de vencido) y una faretra. ¿El Amor? ¿El Genio? ¿El Espíritu? Jacopo no lo dijo nunca. El resto del lienzo, como he dicho, es penum­broso, quizá un algo tenebrista, pero deja ver par­tes, muros, adornos, de una estancia suntuosa. (Perteneció siglos después a la Emperatriz Cata­lina de Rusia, que se lo regaló a un Príncipe Yus­supov -quizás ocasional amante de la Reina- pero el cuadro desapareció de un palacio de Crimea en los aciagos días de la guerra civil y de la Revolu­ción rusa).

¿Había acertado nuestro hombre con el timbre de lo genial, había sonado la buscadísima nota? No, por cierto. De nuevo la espléndida idea -que algo anticipa de la técnica de Las Meninas- que­daba como tempanizada; todo parecía cubierto por una muy delgada capa de hielo, y la propia figura del autor, que quería ser atormentada y compleja, resultaba la máscara de un drama sin interés, un rostro de tiza sobre el que se habían delineado comunes trazos negros ... No le valió a Zucchi que sus amigos romanos y sus opulentos clientes (los della Rovere, los Colonna, los Chigi) le asegurasen -ante su autorretrato- que había pintado, en su estilo amanerado, exquisito, ba­roco (sic), una obra equiparable a las de Leonardo o a las de Rosso -los contemporáneos juzgan asíde arbitrariamente el arte- porque Jacopo sabíaque no. Que otra vez, una vez más, había dado aluz un hijo muerto.

Tenía cuarenta años cuando retornó a Floren­cia, después de un minucioso y lujoso viaje por la Campania. Por esa Napolitania, en la que el virrey español lo recibió espléndidamente, como a un huésped ilustre. La Marquesa del Vasto (se dice) quedó asombrada con las manos del pintor, y mandó que se las retratasen. Pero lo que aquel hombre delgado, vestido de púrpura o granate, y con sombreros de gran pluma quería era visitar el antiguo antro de la Sibila Cumana. Aguardaba allí una revelación, acaso un nuevo Virgilio, para un Dante no tan augusto. Mandó poner antorchas en la cueva, y permaneció allí muchas horas. Des-

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pués escribió una canzane (bien que por ese tiempo había ya casi olvidado todo afán literario) que comienza: O mio dolente e tenebroso core / sparita e ogni mía luce, ogni mio bene ... Le había acompañado, en la excursión cumea, un sabio he­lenista, que recitó poemas mientras Jacopo aguar­daba allí, nadie sabía (o supo) exactamente qué .... ¿El genio? Es muy probable. Aunque mejor debié­ramos decir, el genio alado, puesto que el áptero, lo tenía. (¿No concibió entonces, en Roma, como algo más tarde hiciera Donne en poesía, la posibi­lidad de retratar a un joven, en la lágrima que brotaba del ojo de una dama ilustre, y que el tal retrato sería, como el de Parmigianimo, un espejo convexo?). En los primeros y nuevos días floren­tinos, Zucchi que apenas salía de su casa (engran­decida con nuevas compras y nuevas obras de arte, tesoros, aves, maravillas) decía a los amigos que acudían a visitarle que se sentía viejo, muy viejo, repetía. Y hasta algunos le oyeron (aunque lo atribuyeran a humores malos) convocar a la Muerte. ¿ Qué le pasaba a Zucchi?, se decían. ¿Acaso era demasiado feliz? ¿No se trataría todo de un pecado por exceso? Hablaba poco, y se echaba gotas de un colirio azul en los ojos ( que le preparase un químico) como queriendo mirar la realidad de manera distinta. Y las señoras que se enteraban, gritaban, ¡Extravagancia, extravagan­cia! ¡Qué genial es este Zucchi! Como un colibrí insólito, o como una gema rara (dumortierita, va­riscita, euclasa) nuestro Jacopo, algo canoso el pelo, medio traslúcidas las manos afiladas, estaba ahí, adorno espléndidamente muerto. ¡ El que sa­bía tan bien, tan claro, dónde estaba el sol, carecía de alas, no podía volar hasta allí, !caro nuevo con otras ceras, nuevo Faetonte ... !

Por entonces (leyendo la novela de Apuleyo Asinus aureus) conoció la historia de Eros y Psi­que, y fue como una revelación, como un chorro de agua pura para el sediento. El era ciertamente Psique, el Alma, cuya perfección no encontraba dueño, y lo que el mito le decía es que debía buscar a Cupido, al Amor, que no sería otra cosa para él que el Genio, la Belleza que diese aliento vital a su alma muerta. Podrá hoy parecernos ex­traña la interpretación de la leyenda, pero esa es la que coligió Zucchi, y le obsesionó al punto. Pintaría un cuadro sobre el tema y de él -estaba seguro- brotaría la genial chispa. Pero antes ten­dría que impregnarse de esa atmósfera y buscar las formas diversas de Cupido. Y así, lo primero que se le ocurrió a Jacopo fue representar en un ballet mudo la historia de Psique descubriendo a Eros. Buscó músicos, trazó las líneas generales de la historia, urdió decorados (oníricos, lunares) y buscó a los muchachos y doncellas más hermosos de toda Florencia. Entre ellos (al precio que fuera) debía elegir a los más bellos y trocarlos en verdad mítica. Tras meses de preparativos generales y tomar a unos y desechar a otras, creyó haber conseguido lo que buscaba. Ella (que, no lo olvi-

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demos, representaría al propio Zucchi) se llamaba Flavietta y era una muchachita rubiácea de quince años con el cuerpo esbelto y blanco como un marfil. Enormes ojos azules, y un aire de castidad dulce y perversa. El chico, que tenía dieciséis, se llamaba Cassio, y era moreno, de piel dorado-os­cura, piernas largas, melena negrísima, y grandes, enormes ojos azabaches con pestañas espesas ... Era hijo de unos curtidores, y unía refinamiento y primitivismo. Fuerza (es lo que Zucchi necesitaba) y belleza, mucha belleza. ¡ Los dos eran espléndi­dos! Y fue un alto gozo la escena. Como en un alado ballet, los amigos de Jacopo asistieron, en­cantados, a la representación jardinesca, entre bri­llos de luces mortecinas, y mucho brocado y mú­sica. El momento final -que fingía una alcoba­mostraba a la desnuda Psique descubriendo al Amor (grandísimo lecho, luz lunar intensa) des­nudo también y como estirado sobre tejidos oscu­ros. La lámpara deja ver la perfección de Cupido, y este, ofendido, huye, mientras la enamorada Psique lo persigue, llorante, dolorosa, tras haber intentado asirse de sus alongadas y firmes pier­nas ... Ahí se apagaban, de súbito, las luces todas. Y de los espectadores se elevó un unánime oh! admirativo, al tiempo que una dama casi vieja (la excéntrica Morgana Deitalenti) decía en voz alta, pero como para sí misma: ¡Huye el Amor, cielo santo, huye el Amor ... ! quedando como absorta, casi en blanco los ojos. Fue un gran éxito, pero pocos entendieron que para Zucchi aquello signi­ficaba más, mucho más que un juego áulico. Era una invocación, el conjuro para atrapar la felici­dad, la magia del Genio. Lo raro (si es que hasta aquí no hubiera habido rareza) comenzó cuando tras el éxito narrado Jacopo siguió obsesionado por el tema. En su casa, en tertulias, con quien se encontrase, siempre sacaba a colación el asunto mítico y peroraba abundantísimamente sobre los significados de Psique y del Amor. Volvió a orga­nizar (con igual fasto, y si cabe con mayor rareza; más y más luces mortecinas y cadavéricas) el es­pectáculo del jardín. Pero enseguida, y a pesar del nuevo éxito, comprendió que aún no brotaba llama suficiente del hornillo, que debía atizar más el fuego, aventar con el fuelle, porque él aún no sentía la presencia del Amor. Su carne dorada, sus labios como levemente sanguíneos ... Y entonces se dedicó a preparar una nueva representación en la que cambiarían la coreografía y los actores. Volvió a buscar niños y muchachas florentinas ( que tanta fama gozan de hermosos) y tornó a bosquejar los proyectos de escena. Sin saber muy bien porqué, esta vez había trazado grandes y espesos árboles, llenos de flores -como magnolios o jacarandás- donde entre el color se verían pája­ros exóticos, pero también cuervos y rapaces quetendrían trozos de carne entre los curvos picos ylas garras ganchudas, desproporcionadamenteenormes. Había enanos con máscaras verdes ycollares corinto, y dríadas y oréades que saltarían,

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caprinamente, por una especie de bosque en cuyo centro terminaría durmiendo el Amor, asemejado a Hipólito para el caso. Porque, en verdad, Eros y Psique ¿no tenían que ver con Fedra e Hipólito, con Endimión y Diana? Eran metáforas de lo im­posible, la pasión y el amor no correspondidos, o el Genio que no sabe volar, el anhelo que no llega jamás a su destino ... Todo esto perturbaba e in­quietaba a Zucchi, mientras preparaba la nueva representación y desechaba niñas, y hacía que le buscasen a un muchachillo que había visto en el Ponte V ecchio vendiendo albaricoques... El nuevo ballet (voy a llamarlo otra vez así) fue re­novado y resonante éxito. Pero los amigos, los nobles congregados en el jardín del Palazzo Pitti -donde se efectuó por gracia de los dueños laescenificación- quedaron muy extrañados, llenosde inquietud y zozobra. Había mucha máquinalúgubre, sangre, carne, aves voraces, ruinas, lu­ces como esmeraldas enfermas, colores opalinos,tinturas perla, aullidos, crótalos y flautas insisten­tes, batintines, carreras, fuegos repentinos ... YJacopo asistía a la representación vestido de ter­ciopelo negro, y con una máscara plateada -dije­ron algunos- que resultó ser su propio rostro cui­dadosa y exageradamente blanqueado de alba­yalde. ¿Qué le pasaba a Zucchi? ¿Estaría en­fermo? ¿Qué raro delirio, polifonía de morbideces,era todo aquello?. Se preocuparon algunos amigospor aquel hombre delgado, canoso, hirviendocomo en íntimos estertores, que explicaba conti­nuamente significados del mito de Cupido y Psi­que.

Se dedicó Zucchi a coleccionar cuanto boceto, cuadro, medalla o camafeo figurase el tema, y aunque consiguió cosas, la verdad es que no abundaba esa iconografía a fines del XVI. (¿Cuánto, se me ocurre, le hubiesen encandilado a Jacopo los lienzos de Picot y Crespi, uno neoclá­sico, estilizado, muy francés; y el segundo, del comienzo del XVIII italiano, más carnal y con sábanas revueltas! ¡Sí, cómo le habrían gustado ambos lienzos!). Quizá sea ya innecesario decir que Jacopo Zucchi no sólo no hallaba el buscado fuego, el Amor que le diese fuerza, sino que iba, poco a poco, convirtiéndose en un obseso. Precisó -meses después de la representación cruel y tene­brista- que la escena culminante de su mito (Psi­que con lámpara descubre al durmiente Amor)sucediese casi de continuo a su alrededor -sóloesa escena- y que fuesen distintos los protagonis­tas. Los servidores de Zucchi no hacían sino bus­car niños y niñas mocitos de continuo ... Al puntoque se llegó a sospechar. A Zucchi nunca se lehabían conocido historias de amor, era soltero, yhabía gozado fama de frígido; pero tantos niñas ymuchachitos ¿no los pervertiría? Tal vez la excén­trica vesania del genio, del extravagante de guan-

Eros y Psique (Galería Borghese, Roma).

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Los Cuadernos de Literatura

tes amarillos, codiciaría y poseería tanta frágil beldad ... ¿No era algo más que absurdo que dijese celebrar hasta cuatro representaciones diarias e íntimas de El Amor y Psique? Disparate s1 era, cuando menos. Y o aquel hombre estaba loco -se comentaba en la ciudad- o su gusto por la belleza le había llevado exorbitantemente, peligrosa­mente, muy lejos. Se le llamó al orden. A través de varios principales que lo trataban (y para quie­nes había trabajado) se le pidió -era exigencia­que cesasen las representaciones adolescentes, y que volviese Messer Jacopo a su arte, que tan notable era ... ¿No quería pintar una Madonna, una nueva Madonna para el Comune de Florencia, su ciudad? Declinó la oferta, por hallarse traba­jando en un nuevo lienzo, que sería -aseguró, comentan, muy nervioso- la mejor de sus obras, un cuadro genial. El tema, por supuesto, Psique y Cupido, Amor y Psique, el cuadro, precisamente, que se ve hoy en la romana Galería Borghese. Delante hay un búcaro con flores, un perrito dor­mido, un salterio o una pequeña espineta, y entre sábanas y más flores, sorprendido, está en su ya­cija el Amor. Un muchacho rubio, con alas, que parece intentar incorporarse, y que quizás se avergüenza de que Psique contemple sus partes pudendas que a nosotros, exactísimamente, nos oculta un corimbo de flor. Hermoso, finísimo cuerpo, y la postura insólita. Y al lado, de pie (el resto es penumbroso) una escorzada Psique des­nuda sostiene con un brazo su lámpara en alto, suavemente maravillada ante el Amor. Bellamente peinada, adornada de joyas en brazaletes y tahalí, el Alma figura una hermosísima cortesana, con algo de Diana a lo Valois. Y si observamos más, Psique mira justamente lo que no vemos, el sexo del Amor, que al propio muchacho, erecto acaso en el sueño, ha sorprendido. Los psicoanalistas dirían, oyendo la historia: Sin duda ]acopo Zucchi anhelaba ser fecundado. ¡Cierto, muy cierto! ¡Fe­cundado por el Genio! Porque el cuadro, obvia­mente hermoso, es nuevamente frío, artificioso, sin savia ... Una mera anécdota para la Historia del Arte. Pero ¿no era una idea admirable? ¿No sabía Jacopo todos los entresijos de la perfección? ¿No tenía talento? Sin duda. Pero le faltaba fuego. Nunca poseyó el don de volar. Jacopo Zucchi, gélido príncipe de una remota Hungría, cierta­mente quería ser fecundado; era ese el único de­seo de su ardiente vida: Ser fecundado por Eros, por el Amor. Infundir combustión, ardencia, a los diamantes glaciales que, indudablemente, poseía. Le ofrecieron muchos doblones por el cuadro. Lo quiso comprar un caballero español -primo del Marqués de Villena- que visitaba esos días Flo­rencia, y también los amigos aristócratas del pin­tor ofrecieron altas sumas. Pero Zucchi se negó. Aquel cuadro ( que secretamente sabía yerto) no lo quería vender. Se cree que llegó a decir, lo que no era entonces muy inteligible si se cuenta con el tema, que ese cuadro era él mismo. Anticipado

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Dorian Gray, lo obvio es que tal lienzo (el último a mi saber que firmara Jacopo) es un retrato del alma de Zucchi, su anhelo por alcanzar el Genio, por descubrir la cálida y desnuda turbación del Amor. El último intento. Porque a partir de ese cuadro, Jacopo comenzó a dar más acusadas seña­les de una extravagancia, que muy pronto se llamó locura. No pintaba, no leía, había abandonado por completo su afición a los emblemas ( que le había llevado años atrás a pergeñar un libro) y descui­dado, desaseado casi, flaco tremendamente de día en día -con las largas y huesudas manos como inquietas arañas buscando nido- nuestro pintor paseaba por las calles florentinas (merodeaba, se­ría un término más preciso) hablando solo, riendo de repente, y proponiendo a niñas y niños -a veces ni siquiera hermosos- que representasen para él la maravillosa historia ( decía) del Alma y del Amor. Y les entregaba alguna moneda, si los niños, allí, en cualquier esquina o rincón de una callejuela se prestaban divertidos a la farsa. Era ya II Pazzo, el loco Zucchi, el desastrado, el hara­gán, el tahur (aunque no jugase), una sombra alar­gada que nunca quería retornar a su casa, y que -más incoherente al paso de los días- decía frasessueltas como: ¿Conoces tú al Amor? ¿Ha estadoel Amor aquí, caballero? O gritaba de súbito: ¡ElAmor, el Amor, atrapadlo, va por allí, atrapa­dlo ... ! Y señalaba, y salía corriendo, y alguna vezse caía y lloraba, y golpeaba con los puños losadoquines ... ¡Sombrío dios el del Amor y el Ge­nio! Jacopo Zucchi tuvo que ser trasladado a unhospital -meses después de concluido el cuadroque comenté- orate y obseso. No hablaba. Mirabafijo, quieto, y preguntaba por el Amor, que dóndeestaba el Amor, decía, obsesivamente. Muriópoco después, en 1589, con cuarenta y ocho añosde edad.

Un curioso pintor manierista, un artista raro, un tema precioso para la erudición y la filigrana del sabio, ciertamente. Pero, sobre todo, el obsesio­nado con el Amor, buscador de soles, inconfor­mista absoluto, descontento radical del mundo, hermano de la Quimera para avasallar imposible­mente toda esta putrefacción de alrede- �dor, tanta suciedad, tanto asco, tanta �� huesa y cadáver como nos mira... �

* Del libro de relatos, Imposibles.