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Jon Marlo

BALADA DE MARIONETAS

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Obra inscrita en el Registro General de la Propiedad Intelectual.

Reservados todos los derechos.

© 2017

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A mis padres. Siempre.

Y a la música. Por llevarme a Bilstock cada noche.

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ÍNDICE

1. Aislados .................................................................................................. 11

2. El escultor de sombras ..................................................................... 27

3. Furia creciente ..................................................................................... 45

4. Mutilados .............................................................................................. 65

5. Tres más uno ........................................................................................ 75

6. Secretos ................................................................................................. 95

7. La danza de los impares ................................................................ 109

8. En la casilla de salida ...................................................................... 127

9. A bocajarro y desde el aire ........................................................... 139

10. Malas compañías ........................................................................... 161

11. Una baldosa con vistas ................................................................ 169

12. Disfraz sin maquillaje ................................................................... 191

13. Voces. Sonidos. Penitencias ....................................................... 211

14. Defectos ............................................................................................ 229

15. El día del adiós ................................................................................ 241

16. Dos reflejos de un mismo espejo ............................................ 263

17. Pétalos de ayer ............................................................................... 287

18. Funambulistas y rincones ........................................................... 307

Agradecimientos

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AISLADOS

Apenas se oían ruidos en la cordillera de Bilstock. Los únicos

ecos eran los de una pequeña cascada aterrizando sobre el

lago Bonder y la suave brisa regateando entre las hojas de los

árboles. Era como si los animales de la sierra se hubiesen pues-

to de acuerdo para no madrugar aquel domingo, haciendo

caso omiso a los primeros rayos de sol que asomaban detrás

de las colinas que peinaban el cielo.

El creciente resplandor chocó con una cabaña que se al-

zaba sobre una de las laderas. Llamaba la atención porque era

la única que había en esa montaña y por su cuidada estampa.

Estaba encapotada por un cenizo tejado, la fachada era de

color vainilla y a sus pies crecía un jardín presidido por un ro-

busto roble.

La luminosidad atravesó la ventana del dormitorio grande

hasta despertar a Jason. El joven se encontraba tumbado en el

suelo, junto a la cama y desnudo. Quiso protegerse de la luz

poniendo una de sus manos por delante de su cara, pero la

defensa era insuficiente. Tras darse media vuelta y frotarse la

cara para intentar espabilarse, se apoyó sobre el colchón y se

fue incorporando.

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A medida que iba abriendo los ojos, descubría más deta-

lles sobre el caótico estado de la habitación: muebles derriba-

dos, varios objetos destrozados en el suelo, ropa desperdigada

por doquier, un par de casquillos de bala junto a la puerta y

otros dos cuerpos desnudos yaciendo en torno a la cama. De-

masiadas pistas como para no empezar a recordar lo que había

sucedido.

«¡Joder! Vaya mierda de noche», masculló el joven mien-

tras negaba con la cabeza, consciente de que el día había

amanecido con un toque de corneta demasiado estridente.

Necesitaba salir del cuarto cuanto antes, así que se puso

una camiseta verde y unos pantalones cortos que encontró

entre las sábanas y se dirigió hacia la puerta. La claridad desve-

laba que Jason Parker era un joven alto y atlético de piel mo-

rena. Su cabello pintaba un tono bruno y estaba alborotado,

cayendo en forma de estalactitas por delante de unos peque-

ños ojos de color miel, y una nariz redondeada se erigía en

medio de aquel rostro de aspecto angulado.

Atravesó el pasillo que conectaba el dormitorio con una

enorme estancia en la que confluían de izquierda a derecha la

cocina, el salón y el comedor. El suelo era de madera laminada

y las paredes conseguían simular varios ambientes en aquel

espacio abierto. La cocina presumía de isleta y al salón lo da-

ban forma un sofá y una butaca separados por una mesita. El

comedor se elevaba sobre un escalón y estaba iluminado por

un excesivo ventanal que compartía pared con un retrato de

los padres de Jason. Cerca de la amplia mesa se hacía hueco

una acogedora chimenea encajada entre una torre de ladrillos.

El joven fue directo hacia la cocina para coger una taza

que había en el fregadero. Mientras se servía algo de leche fría

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se quedó contemplando una botella de ron que había hecho

noche en la encimera.

«Sí, ¿por qué no?», dijo como preludio a la fusión de am-

bos líquidos.

Sujetó el inusual cóctel del asa y se lo llevó al salón. Antes

de sentarse notó que la chimenea apenas crepitaba, por lo que

dejó su desayuno en la mesita y se acercó para avivar el fuego.

Atrapó un par de leños que había apilados junto a la fogata y,

tras observarlos bajo un estado de ira creciente, los arrojó con

todas sus fuerzas contra el fondo de la hoguera, al tiempo que

soltaba un rugido con cada uno de sus lanzamientos. Las lla-

mas resucitaron en paralelo a las que estaban ardiendo a Jason

por dentro, que se quedó hipnotizado ante la danza de fuego

que destellaba en sus ojos. Se estaba dando cuenta de que

devolver su cólera y frustración contenidas contra unos made-

ros no le iba a servir de consuelo.

Necesitaba herir algo que estuviese más vivo.

Volvió al salón para poner el sofá en pie, que llevaba vol-

cado desde la noche anterior, y se dejó caer en la butaca que

había enfrente, lo que le produjo un intenso dolor que le torció

el gesto. El joven se levantó la camiseta y destapó una antigua

cicatriz que parcheaba su abdomen con quince puntos de su-

tura. Enojado, observó que estaba muy amoratada, como si

hubiese sido retorcida con furia hacía poco tiempo. En un acto

instintivo se palpó la herida para confirmar el grado de irrita-

ción de la misma, hasta que decidió cubrir de nuevo su torso.

Recostado en la butaca y con la taza de leche destilada

entre sus manos, Jason empezó a proyectar en una pantalla

invisible lo que había sucedido la madrugada anterior en la

cabaña. Por su expresión parecía una película macabra que era

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incapaz de censurar y que se negaba a creer, rascándose con

ansia los pelos de un cabello que no se despertaba. Pero la

instantánea que se había encontrado al levantarse era tan ho-

nesta como devastadora, y eso hacía imposible que renegase

de ella.

«¡Joder, joder, joder!», se repetía desquiciado y atrapado

en un bucle que le exigía una explosión de inminente vengan-

za.

Fue esa ansia de revancha contra alguien la que despertó

una alarma que erizó toda su piel. Inmediatamente dio un res-

pingo desde su butaca y giró el cuello como un faro descon-

trolado para otear la cabaña.

«No, ese psicópata seguro que ya está lejos de aquí.

¡Maldito bastardo!», musitó con expresión vehemente y ce-

rrando los ojos.

Tras el improperio y con sus brazos descolgados, una de

sus manos se replegó hasta moldear un puño airado. La otra

dibujó sin darse cuenta una pistola amorfa con sus dedos y el

chico desveló una fantasía escondida.

«Solo de imaginar que lo pudiese tener delante una vez

más…».

Resignado a la realidad y visiblemente alterado, desarmó

sus dedos. Se recostó en la butaca, retomó su desayuno y le

dio un buen sorbo, aparentando de manera muy mediocre una

cierta normalidad ya sepultada hacía horas.

«¡Muy bien, Jason! Una idea cojonuda la de venir con Me-

gan y Mark a la cabaña de tus padres», se reprendió mientras

dejaba su taza en la mesita.

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—¡Tengo una idea cojonuda! —exclamó Jason mientras

dejaba su cerveza en la mesa que compartía con Megan y

Mark.

Se habían juntado en el pub Bellpoint, tal y como hacían

cada semana. Lo normal era que fuesen cuatro, pero Rachel, la

hermana de Jason, ese jueves se encontraba fuera de Bilstock.

—¡Ah, es cierto! —exclamó Mark, que estaba sentado en-

frente de su colega—. Nos dijiste que tenías un plan cojonudo

para este fin de semana. ¿No sería mentira? Ya sabes que no

hace falta que nos engañes para quedar a tomar algo.

—Sí, eso estaría muy feo —secundó Megan. Ella se en-

contraba en el mismo banco que Jason, su novio—. Llevamos

aquí un rato y no has soltado nada sobre ese plan. ¿Vamos a

tener que emborracharte para que nos lo cuentes?

—Pues más o menos. No sé si os habéis dado cuenta, pe-

ro mi birra está vacía. ¿Se puede saber por qué sois tan lentos?

—Igual es que tú eres demasiado rápido —respondió

Mark. Y forzó un tono solemne para sonar burlón—. Lo siento

por la parte que te toca, Megan.

La joven no pudo replicar el pícaro comentario de su ami-

go, ya que la risa provocó que se le escapase por la nariz el

trago que estaba echando.

—Muy gracioso, chavalito —se defendió Jason en modo

socarrón, que no pudo disimular que a él también le había

hecho gracia—. Me piro a la barra a por otra ronda. Paga el

último que termina la anterior, así que allá vosotros —dijo se-

ñalando a los otros dos. Y se levantó de su asiento para ir a por

tres cervezas más.

—Espera un segundo, listillo —le ordenó su chica, que ya

se había repuesto de la risotada—. ¿No se te olvida nada?

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Piensa un poco, tal vez eso que nos tenías que contar.

Jason se dio la vuelta y, apoyando sus manos sobre la me-

sa, respondió a Megan a medida que se iba acercando al ros-

tro de su chica.

—Cuando vuelva os lo cuento. Así mantengo al público

en vilo y, de paso, no me acelero demasiado. Ya sabes…

—Pero qué tontín eres —dijo ella sonriendo cuando sus

labios ya estaban a un mimo de distancia.

Y ambos se empezaron a besar hasta que Mark se vio

obligado a interrumpirles.

—¡Ya vale! Y usted váyase a pedir más botellines.

La pareja se separó entre cómplices tonteos en los que él

le guiñó un ojo y ella le correspondió sacándole la lengua de

manera traviesa.

Jason se giró en dirección a la sobrepoblada barra del pub

mientras Mark y Megan se quedaron riéndose y charlando en

su sitio. Al joven le costó atravesar aquel muro de hombros, si

bien pudo hacerse un reducido hueco en el mostrador para

que la camarera le hiciese caso. De regreso a la mesa y con las

manos llenas, se chocó de manera accidental con otro joven

que iba en sentido contrario.

—¡Mira por dónde vas, gilipollas! —le espetó Jason al

desconocido mirándole de manera desafiante.

—Tranquilízate, chaval —le contestó él, que era de su

misma altura y algo más fornido—. ¿No has visto cómo está

esto? Si quieres te hacemos un carril para ti solito.

—Bastaría que anduvieras con más cuidado, capullo.

—¿Será posible, el chalado este?

—¿Chalado? ¡Mira, imbécil, te reviento la cabeza!

—¡Joder! Con la de gente que hay aquí dentro y he ido a

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dar con el tarado del bar.

—¡Te vas a cagar, cabrón!

Megan y Mark miraron hacia aquel jaleo y descubrieron

que uno de los protagonistas era Jason.

—¡Joder! —se quejó Mark—. ¡Ya estamos!

Se levantó de la mesa y fue directo a la trifulca, seguido

de cerca por Megan. Sabían que tenían que intervenir antes de

que estallase uno de los habituales ataques de ira de su amigo.

Cuando llegaron, este estaba a punto de dejar las cervezas en

el suelo para tener las manos libres y poder atizar a su rival.

Algo que Mark impidió interponiéndose en medio de los dos y

extendiendo sus brazos.

—A ver, a ver… ¡Esperad! ¿Se puede saber qué pasa aquí?

—Díselo a tu colega, que parece que le molesta que haya

más gente en el bar.

—Lo que me molesta es tu cara de payaso —respondió

Jason, que no tenía ninguna intención de frenar su embesti-

da—. Pero ahora mismo te la arreglo.

Megan se había colocado junto a su chico. La joven había

aferrado el brazo de él con una mano y con la otra le acaricia-

ba el cuello con suavidad para intentar relajarlo, percibiendo la

repentina tensión que estaba contrayendo sus músculos. Por

su parte, Mark se volteó hacia su amigo y le envolvió la cara

con sus dedos. Pretendía que se concentrase únicamente en su

mirada y que se olvidase de aquel enemigo virtual que estaba

a su espalda.

—Jason. Jason.

Este no parecía hacerle el menor caso, preso de una cara

enrojecida y de aquel corazón disparado. Mark probó a chas-

quear los dedos en el oído de su colega de manera reiterada

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hasta que empezó a reaccionar con leves pestañeos. El pacifi-

cador de la contienda advirtió la señal y adquirió un tono cate-

górico a la par que comprensivo para hablar con él.

—Jason, ya está. ¿Vale? Ya. Está. ¿Me oyes? Di que me

oyes —Todavía fuera de sí, su colega hizo un mínimo movi-

miento con el cuello—. Vale, con eso es suficiente. Ahora deja

que Meg te lleve a la mesa.

Megan le agarró de la barbilla y le giró el rostro para te-

nerlo frente a frente. Los ojos cobalto de ella se encontraron

con aquellos disfrazados de un tinte púrpura. La chica asintió

de manera cariñosa y le sonrió, asomando los encantadores

hoyuelos que adornaban las mejillas de la joven.

Nada de eso parecía derrocar la actitud enojada de un Ja-

son que, aun así, acabó cediendo a lo que le estaban propo-

niendo sus amigos. De camino a la mesa y escoltado a ambos

costados por Mark y Megan, el joven no dejaba de mirar hacia

atrás, deseando volver para romperle la cara a aquel miserable

que había osado enfrentarse a él.

Cuando los tres llegaron a su sitio, un hombre que se en-

contraba en el pub y que no había perdido detalle de la escena

empezó a prestarlos más atención. Estaba solo, bebiendo un

vaso de whisky y sentado en una mesa paralela a la de los jó-

venes. Ellos no le habían visto porque les separaba una mam-

para acristalada que levantaba un par de palmos por encima

de los respaldos de los asientos.

El curioso personaje iba vestido con ropas oscuras a ex-

cepción de sus pies, que estaban calzados con unas zapatillas

de un rosa luminoso. Se recostó en su banco de manera disi-

mulada y empezó a escuchar lo que se hablaba en la mesa que

tenía en su retaguardia.

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—¡Joder, tío! —le reclamó Mark a su colega—. Tienes que

controlarte un poco, ya lo hemos hablado más veces.

—Sí, cariño —ratificó Megan—. Vamos, reacciona. ¿Estás

aquí? ¿Jason?

Jason seguía unos metros más allá, mirando con semblan-

te rabioso a aquella sombra que se había desvanecido entre la

muchedumbre del bar. Sus respiraciones continuaban a veloci-

dad de crucero y su cuerpo estaba rígido como el acero, lo que

le impedía responder a las demandas de sus amigos.

—Ese tío no te ha hecho nada, ¿vale? ¿Vale?

—¡Vamos, cariño! Piensa en lo bien que lo estábamos pa-

sando, por favor.

—¡Eso es! No puedes estar siempre igual. Ya sabes lo que

pasó la última vez.

Aquello a lo que se refería Mark era un incidente que no

querían mencionar en alto y que estaba muy presente porque

había sucedido hacía solo diez días.

Fue en una calle céntrica de Bilstock, cerca de aquel pub y

del apartamento en el que vivían Mark y Jason desde hacía tres

años. Este regresaba de su trabajo en el taller y llevaba un rato

buscando un sitio donde aparcar. Cuando por fin vio uno ace-

leró para acercarse rápidamente, pero otro coche en el cual

iban dos muchachos estacionó antes que él. Jason enajenó al

verlo porque estaba convencido de que él había llegado pri-

mero, así que dejó su vehículo en doble fila y se fue directo a

por ellos, que no entendían por qué ese energúmeno les esta-

ba gritando así. Sin embargo, no se paró a dar muchas explica-

ciones y pronto comenzó a liarse a puñetazos contra los dos.

Un episodio de agresividad repentina que pasaba con

cierta regularidad en su vida, pero con una diferencia. En esa

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ocasión la policía llegó en medio de la pelea, constatando que

la había iniciado un Jason desatado y, por primera vez en su

vida, acabó en un coche patrulla y encerrado varias horas en el

calabozo.

Ese hecho había supuesto un asterisco en sus ataques de

cólera. O eso era lo que pretendían los que le querían, que

habían logrado que el joven se comprometiese a corregir su

conducta.

—Recuerda que lo prometiste —dijo Megan, que no de-

jaba de arrullarle con sus dedos—. A todos, Jason: a tu madre,

a tu padre, a Rachel, a nosotros… A mí.

Su chica intentaba así, enumerándolos uno por uno, salpi-

cando gota a gota, desgastar las afiladas aristas de aquella

roca de granito.

Y parecía que estaba funcionando. La fiera, aunque a su

ritmo, se iba desbravando.

—Sí, lo sé. Pero… ¡Joder! —Jason soltó un puñetazo lleno

de rabia contenida contra la mesa.

—Olvídalo ya —intervino Mark—. Pega un trago y olvída-

lo, joder.

—Venga, cariño. No pasa nada. Habéis tropezado porque

esto está hasta arriba de gente, ¿vale?

—Ya, ya. Supongo —respondió él negando con la cabeza,

como si no se creyese lo que acababa de decir.

Megan y Mark se quedaron callados para ver si su amigo

lograba bajar sus pulsaciones. Mientras, al otro costado del

biombo de vidrio, el hombre camuflado seguía con interés la

conversación que se estaba manteniendo detrás de él.

Cuando el rostro de Jason empezó a adquirir un color más

terrenal, y ya que había salido de manera velada el percance

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del calabozo, Mark pensó que era el momento oportuno para

interesarse por un asunto concreto.

—Oye, al final no me has dicho si has mirado algo sobre

el tema ese.

—¿Eh? —reaccionó él confuso, abstraído—. ¿A qué te re-

fieres?

—Sí, ya sabes… Lo del tratamiento que te comentó tu

madre para controlar tus ataques de ira.

—Ah, eso. Sí, lo estuve mirando el otro día con Meg.

—¿Y qué tal? ¿Tienes algo decidido?

—Eso parece, sí. Empiezo la semana que viene —

respondió Jason antes de dar un trago a su cerveza. El joven

parecía que no estaba muy interesado en sus propias palabras.

—¡Eso es cojonudo! Te va a ir genial y es por tu bien.

—¡Claro que sí! —confirmó Megan con entusiasmo. Ella

ya sabía la primicia y le regaló a su chico un delicado beso en

el brazo—. Y deberíamos preparar algo divertido para animarte

antes de que empieces con ello.

—Eso suena a fiesta, ¿verdad? ¡Me apunto! —intervino

Mark.

—Ya lo ves, no tienes escapatoria. ¿Tienes tú algún plan o

vas a dejar que lo organicemos nosotros?

—Sí, algo había pensado —contestó Jason con voz mustia

y clavando la vista en la botella que tenía entre sus dedos—. Si

eso era lo que os quería contar, joder. ¡Bah! Da igual. Se me

han quitado las ganas.

—¡No, cariño! Venga, por favor. Seguro que es una gran

idea.

—¡Vamos, tío! Sea lo que sea, déjame ponerle alguna pe-

ga.

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—Está bien, os lo cuento. Había pensado… A ver, es una

tontería, pero bueno... Que mañana nos podíamos ir a la caba-

ña que tienen mis padres en la montaña a pasar el fin de se-

mana. ¡Yo qué sé! Si os apetece, claro.

—¡Humm! —dudó Mark en actitud forzada—. No sé, no

sé…

—¡Qué chorra eres! —se quejó Jason, que estuvo a punto

de descuidar una minúscula sonrisa porque sabía que su cole-

ga le estaba vacilando.

—¡Que sí! Es más, me parece de puta madre. Unos días

fuera de esta mierda y lejos de todo —aseveró Mark, que no

descolgó su puño del aire hasta que su amigo se vio obligado

a chocárselo.

—¡Estaría genial! —apuntilló Megan—. Además, ya he

terminado mis exámenes. ¡Es perfecto! Y así, de paso, conozco

la famosa cabaña y dejaré de pensar que es un holograma —

dijo en tono guasón, al tiempo que le dedicaba una pícara

sonrisa y le sacaba la lengua.

—Qué tonta eres —Jason, que sabía que esa era una

broma recurrente, ya se iba espabilando—. Ya verás, pequeña.

Es una cabaña perdida en medio de la nada, lo más cercano

que hay es el lago Bonder a cuatro kilómetros al oeste. Estare-

mos solos y es perfecta para desconectar.

Y de verdad que lo necesitaba. Desconectar.

Desde el incidente del calabozo, cuando su familia y ami-

gos le insistieron en que tenía que hacer algo para controlar

sus asaltos de cólera, no había dejado de darle vueltas. Él sabía

que nunca los sufría con ellos, con quienes siempre se mostra-

ba adorable, aunque también comprendía que todos estuvie-

sen preocupados por lo que le pudiese pasar algún día. Por

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eso accedió a empezar un tratamiento, si bien eso le angustia-

ba porque le hacía sentir un loco.

De ahí que no quería que se enterase nadie más y que le

apeteciese desaparecer unos días antes de iniciar el proceso.

—¡Qué bien! —exclamó Megan— ¡Una escapada de fin de

semana!

—Y la casa es la hostia, ya verás —anunció Mark.

—¿Tú ya has estado?

—Hace un montón de tiempo. Éramos unos críos y me fui

de excursión con los Parker, ¿a que sí?

—Sí, todavía vivían mis abuelos y nos juntamos con ellos

en la cabaña. Era suya hasta que la heredó mi madre.

En ese momento Megan se acordó de otro miembro de la

familia Parker.

—¡Ah, espera! ¿Viene Rach? —indagó expectante.

—No puede —respondió Jason—. Se lo he preguntado

antes y me ha dicho que no vuelve hasta el sábado.

—¡Oh, vaya! —exclamó decepcionada. Rachel y ella eran

de la misma edad y se habían hecho muy buenas amigas, casi

inseparables, desde que Megan había empezado a salir con su

hermano.

—Me ha dicho que se apunta a la próxima. Y me ha dado

un mensaje para ti que no he sabido entender muy bien.

—¡Ja, ja! Me lo puedo imaginar. Más tarde la llamo y ha-

blo con ella.

—Bueno, habrá que brindar, ¿no? —dijo Mark invitando a

sus amigos a que cogiesen sus cervezas— ¡Por la escapada de

fin de semana!

El rechinar de las botellas golpeando entre sí fue lo último

que oyó el hombre que estaba sentado en la mesa que había

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al otro lado de la mampara. Por lo visto ya no necesitaba escu-

char nada más. Apuró su vaso de whisky y se levantó, mez-

clándose entre la multitud y dejando que sus zapatillas de

aquel color tan llamativo le sacasen del bar.

Los jóvenes, ajenos a todo aquello, se pusieron a hablar

de lo bien que lo iban a pasar los próximos tres días. Repasa-

ron entre risas la comida y bebida que tendrían que llevar, los

ratos que iban a tumbarse en el jardín, las marchas que harían

por la montaña, las jaranas nocturnas… Era como si ya lo estu-

viesen viviendo. Y es que los viajes, por pequeños que sean, se

disfrutan tres veces: cuando se inventan, cuando se tocan y

cuando se añoran.

Al verlos quedaba claro que no tenían ninguna prisa por

abandonar el local. En el pub Bellpoint se sentían como en

casa, en especial los dos chicos, que se habían criado en aquel

barrio humilde ubicado en el centro de la ciudad. Las casas en

las que habían crecido se encontraban en el vetusto edificio

que se alzaba enfrente del bar, en la otra acera. Allí fue donde

ambos se hicieron amigos desde que tuvieron uso de razón.

Dos hermanos de vida, de esos que no precisaban de sangre ni

de genes para crear una historia compartida.

En cuanto a Megan y Jason, llevaban saliendo un par de

años y seguían perdidamente enamorados. Eran dos amantes

en continua conquista, dos magos intercambiando hechizos sin

fin. Incluso habían hablado de irse a vivir juntos cuando ella

terminase la universidad, algo que estaba a punto de suceder.

Ya era noche cerrada y los tres se dieron cuenta de la can-

tidad de cosas que tenían que preparar para el día siguiente.

Decidieron bajar la persiana del jueves y, tras llevar a Megan en

coche hasta la casa de sus padres, los dos muchachos regresa-

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AISLADOS

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ron al centro para irse a su piso.

El viernes a mediodía ya estaban tirando millas hacia las

afueras de Bilstock en el vehículo de Jason. Su chica le acom-

pañaba en el asiento del copiloto y ambos barajaban sus de-

dos entre mimos y caricias. Mark, adormilado y resacoso, viaja-

ba recostado en la parte de atrás.

Al llegar al parking del lago Bonder salieron del automóvil

y se apoyaron en una valla hecha de maderos. Allí se quedaron

contemplando la pequeña cascada que componía una hermo-

sa melodía al precipitarse sobre aquel océano enjaulado. Una

tropa de colinas y montañas ejercían de guardianas haciendo

un corrillo alrededor suyo, al tiempo que un viento descarado

silbaba entre las ramas y jugueteaba con la oscura melena de

Megan.

En medio de semejante espectáculo, Jason pensó que era

el momento de reemprender su camino.

—Mi consejo es que dejemos aquí el coche —dijo él.

—¿Por qué? —se interesó Megan—. ¿Ya estamos cerca?

—Quedan unos cuatro kilómetros y son cuesta arriba, pe-

ro es menos complicado hacerlos andando. La supuesta carre-

tera que hay que subir a partir de ahora está muy mal conser-

vada.

—¿Sigue igual que cuando vine yo? —preguntó Mark.

—¡Puf! O peor. No la cuidan nada.

Los chicos sabían de lo que hablaban. La travesía que lle-

vaba hasta la cabaña era muy tortuosa y escarpada y empeo-

raba con los años.

—Disfrutaremos más de la ruta haciéndola a pie—alegó

Jason.

—¡Pues no se hable más! —exclamó Megan—. Cojamos

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BALADA DE MARIONETAS

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las mochilas y a mover el culo, que lo tenéis algo fofo.

Sin perder más tiempo agarraron sus pertenencias y se las

colgaron del hombro. Arrancaron una animada sesión de sen-

derismo escoltados por el imponente atardecer que bordaba el

paisaje y la fragancia que envolvía el camino. Así hasta que

llegaron a su destino, esa ladera en la que se ubicaba la caba-

ña.

Los tres jóvenes atravesaron el jardín dejando el roble a su

izquierda y alcanzaron el porche que daba acceso a la casa.

Jason hizo de anfitrión y les guió a través del espacio en el que

se entremezclaban la cocina, el salón y el comedor. Junto a la

primera abrió una amplia puerta cristalina que llevaba a un

jardín lateral, ideal para hacer barbacoas. Estaba decorado con

varias sillas alrededor de una mesa, una sombrilla, una man-

guera enrollada y dos farolillos que despuntaban de la fachada.

Cuando volvieron al interior se acercaron a la chimenea y la

saciaron con varios troncos para que fuesen ardiendo.

En el reparto de los dos dormitorios que había junto al

baño, la pareja se quedó con el más grande. Los tres vaciaron

sus mochilas y se prepararon una cena rápida para comerla en

la terraza del jardín lateral. No había viviendas alrededor ni

ningún indicio de vida humana, así que podían hacer todo el

ruido que quisiesen. Aunque más que ruido, lo único que se

oían eran risas contagiosas y charlas divertidas que entretenían

a los animales que merodeaban por la comarca.

En torno a la una de la madrugada Jason propuso aprove-

char el sábado para pasear por las montañas y bañarse en el

lago Bonder. Megan y Mark aceptaron eufóricos, así que apu-

raron sus latas de cerveza y apagaron los farolillos de la terraza

antes de dar la noche por concluida e irse a la cama.

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EL ESCULTOR DE SOMBRAS

«Más ron. Eso es lo que necesita esta leche», pensó Jason abs-

traído en la taza que tenía entre sus manos.

El domingo había amanecido con un sabor demasiado

agrio. El joven solo quería olvidar lo que había sucedido hacía

unas horas y fue a la cocina a por más alcohol. Mientras apu-

raba una bolsa de patatas que había tirada en la isleta, escuchó

un crujido que provenía del pasillo. Alzó inquieto la cabeza y

mantuvo la postura hasta que el sonido se transformó en una

figura humana.

Por el corredor acabó asomando Mark, que se había des-

pertado en el mismo suelo que Jason. También iba vestido con

un pantalón corto, en su caso de color granate, y con la misma

camiseta gris que había llevado la noche anterior. Iluminado de

frente por el ventanal que había en la pared del comedor, se

adivinaba su elevada figura, tanto como la de Jason, si bien

parecía algo más corpulento. En lo más alto despuntaba un

cabello recortado y oscuro que sobrevolaba unos ojos ateza-

dos y con formato panorámico. El resto de su rostro lo prota-

gonizaba una descuidada barba de tres días.

Mark notó la presencia de su amigo en la cocina y ambos

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BALADA DE MARIONETAS

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se vieron forzados a saludarse con un áspero y esquivo movi-

miento de cabeza.

«¡Joder, el que faltaba!”, fue el buenos días que Jason

pensó al verlo.

«¿Y este qué hace aquí? Ya podía estar en el jardín», le

respondió Mark en tono mudo.

La tensión entre ambos era más que notoria. Si fuera por

ellos cada uno debería estar en un hemisferio distinto del pla-

neta. Sin embargo no dominaban el arte de la teletransporta-

ción y se tuvieron que conformar con ignorar la existencia del

contrario.

Jason recuperó la butaca para vigilar de soslayo aquella

figura no tan invisible mientras sujetaba del asa su desayuno

viciado. Por su parte, Mark se encontraba en la cocina prepa-

rándose un café y defendiéndose del aluvión de imágenes que

se iban desperezando en su mente. Agarró su taza y se dirigió

al salón, un escaso trayecto en el cual desvió su mirada hacia la

izquierda para fijarse en la puerta que daba acceso a la casa, la

cual estaba desencajada.

«¡Jack! ¡Maldito bastardo! A ese sí que me lo cargaba».

Frustrado, Mark se sentó en el sofá que había enfrente de

la butaca. Le dio un primer sorbo a su bebida y la soltó en la

mesita fronteriza, junto a un cuchillo con sangre reseca en el

filo. Y una manada de recuerdos empezó a aporrear el tambor.

La visión de la daga disparó sus pulsaciones y le llevó a levan-

tarse la camiseta, la cual incluía un desgarrón y una mancha de

tono escarlata. Con el torso descubierto se palpó un corte su-

perficial a la altura de sus costillas.

«¡Joder! Vaya tajo que me hizo», rememoró Mark para sus

adentros. El tamaño del mismo era considerable, aunque eso

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EL ESCULTOR DE SOMBRAS

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no forzó a Jason a interesarse por su estado.

El sigilo que envolvía el ambiente estallaba con el fragor

de unas miradas que prohibían cruzarse, teniendo en sus tazas

las mejores aliadas para resguardar unos ojos hostiles. Cada

uno de los minutos que pasaban en ese salón les parecían ho-

jas en el calendario, y lo único que tenían para entretenerse

eran las escenas que les recordaban lo sucedido la madrugada

anterior, las cuales saltaban de uno a otro entre volteretas co-

mo si fuera un número circense.

Tanto pitorreo cruel llevó a Mark a copiar los mismos mo-

vimientos que había hecho previamente su predecesor: se fro-

tó la cara con las manos, se rascó el pelo como si estuviese

cargado de pulgas y enterró el rostro entre sus palmas mien-

tras negaba con la cabeza, en un intento estéril por ocultar

aquello que le estaba carcomiendo.

«¡Joder, joder, joder!», era su lamento sin voz, repitiendo

hasta en eso a Jason, que observaba oculto detrás de una ba-

rricada que solo existía en su imaginación.

No habían arrancado ni cinco hojas de aquel calendario

cuando Mark decidió añadirle un chorrito de ron a su café.

Volvió a la cocina en busca de la botella y allí se le antojaron

los bizcochos de chocolate con los que había desayunado el

sábado. Abrió el armario donde los guardaban, colgado sobre

la encimera, y al ver que no quedaba ninguno encontró la ex-

cusa perfecta para reventar su rabia contra la puerta y cerrarla

de un fuerte golpe que alarmó a Jason.

—¿Qué ha sido eso? —Mark se alarmó al oír un fuerte

golpe dentro de la casa.

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Estaba con Megan y Jason disfrutando aquella noche de

sábado en el jardín lateral de la cabaña. Relajados bajo un cielo

estrellado que los iba acunando poco a poco, los dos farolillos

de la fachada iluminaban tres latas de cerveza que se apoya-

ban sobre la mesa.

Ese era su merecido descanso después de haberse levan-

tado a primera hora de la mañana. Habían empezado la jorna-

da con un empinado paseo que zigzagueaba entre cumbres y

desembocaba en el lago Bonder. Allí chapotearon bajo la cas-

cada antes de sentarse en un descampado para comer y reír

con sus tonterías que nadie más entendía. Ya con el estómago

lleno se hundieron entre la hierba, donde Mark se echó la sies-

ta y Megan y Jason aprovecharon para meterse mano.

Volvieron a la finca por un camino más recto para que no

se les hiciese de noche. Megan avanzaba algo más retrasada,

cautivada por la grandeza de las cimas del horizonte que pin-

taban colores imposibles para despedirse del sol. Por delante

de ella los dos chicos hablaban de sus cosas, como de la in-

quietud que le provocaba a Jason el tratamiento para controlar

sus ataques de ira que le esperaba a su regreso. Mark le inten-

tó calmar diciéndole que era el momento de hacerlo y que

solo podía ser para bien. Luego este le habló de una chica que

había conocido hacía poco, si bien ambos sabían del carácter

ligón y seductor del joven y de lo difícil que era que se enamo-

rase de alguien.

Los dos colegas también charlaron de Megan y Jason y de

su deliciosa relación. Antes de que la pareja se conociera, Mark

se había liado varias veces con la joven sin que ambos busca-

sen nada más que un revolcón ocasional. Un día ella fue al piso

de él y le abrió la puerta su compañero de piso, Jason, y empe-

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EL ESCULTOR DE SOMBRAS

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zaron a hablar para hacer tiempo hasta que llegase Mark. Ape-

nas estuvieron solos una hora, pero apenas una hora fue lo

que necesitaron para echarse de menos. Empezaron a salir en

cuanto Jason lo habló con su amigo, quien lo entendió ense-

guida y le alentó a intentarlo, máxime porque nunca había

visto así a su colega con una chica.

—¿No lo habéis oído? —insistió Mark en el fuerte golpe

del interior de la casa y que había interrumpido su estado de

armonía.

—Sí, yo también he escuchado un ruido extraño —

respondió Megan escamada.

La joven se reclinó en su silla para acercarse a la fachada

que tenía a su espalda, descolgando su larga y oscura melena

por detrás del respaldo de su asiento. A su izquierda Mark mi-

ró a Jason y este asintió con la cabeza.

—Será mejor que vayamos a ver qué ha sido.

Los tres se levantaron de sus sillas y se dirigieron al pórti-

co de cristal que daba acceso a la cabaña. Alumbrada por los

focos multiplicados del techo, lo primero que vieron fue la

puerta de la entrada medio abierta y el marco de la misma

astillado. Lo segundo fue a un tipo alto y fuerte que cargaba

una mochila al hombro y que vagaba por la esquina que esta-

ba más próxima a la puerta desencajada.

Iba vestido con ropa negra que hacía juego con sus guan-

tes y calzaba unas zapatillas de un rosa luminoso. No obstante,

al principio no se detuvieron en estos detalles de vestuario ya

que se despistaron con la pistola que los estaba apuntando.

«¡Su puta madre!», «¡Joder!» y un alarido asustado fueron

las reacciones que se repartieron entre los tres amigos.

—¡Ey! —exclamó el desconocido con entusiasmo y a mo-

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do de saludo—. Vaya, lo siento. Creo que no he sido muy sutil

al entrar, ¿verdad? —valoró con semblante inocente y señalan-

do el destrozo con el arma. Parecía que le gustaba el hecho de

tener compañía—. Espero que no sea muy caro arreglarlo, chi-

cos.

Megan, Jason y Mark se encontraban enroscados al suelo.

Eran tres mimos espontáneos haciendo una estatua involunta-

ria. Un estupor comprensible: en menos de un minuto habían

pasado de estar aislados del mundo bajo un sedante cielo, a

estar acompañados de un invitado imprevisto y su pistola.

Sobre todo su pistola. No podían apartar las pupilas de

ese atrezo del que alardeaba el extraño. Megan y Mark nunca

habían visto una tan de cerca y Jason solo había tenido ese

honor en una de sus broncas callejeras, cuando uno de los

implicados sacó un arma de fuego, aunque nunca se había

cruzado las miradas con ninguna.

A pesar de estar desvirgándose en ese tipo de situaciones,

parecían conocer el procedimiento y los tres levantaron sus

brazos. En un movimiento de pura sincronía cruzaron la estan-

cia con cautela, dejando en su retaguardia de manera gradual

la isleta de la cocina, el sofá, la butaca, el pasillo que llevaba a

la otra parte de la casa y el mueble bar. Se detuvieron entre el

escalón del comedor y la chimenea, a una distancia prudencial

del forastero.

Sus gargantas también se coordinaron, pactando al uní-

sono una parálisis colectiva.

—Chicos —retomó el invasor con voz grave—, tengo la

sensación de que voy a estar un rato con vosotros. ¿Qué os

parece si me decís vuestros nombres y corregimos esta desas-

trosa presentación?

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La pregunta la lanzó con el cuerpo medio enterrado en un

armario, buscando algo que le llamase la atención. El mueble

se encontraba en la esquina más próxima a la entrada en la

casa, en la zona opuesta a la que ocupaban sus anfitriones.

Estos, sometidos por la conmoción, hicieron caso omiso a la

petición del desconocido, que tuvo que girarse hacia ellos y

persistió con amabilidad en su intento de iniciar una conversa-

ción.

—¡Vamos, chicos! Hagámoslo bien, ¿vale? Venga, empie-

zo yo. Soy Jack, Jack Donovan. Aunque prefiero que me llaméis

JD.

El trío empezó a enfocar su mirada hacia ese contorno

borroso en un intento inútil de obviar cierta arma que no les

quitaba ojo. El polizón de la cabaña aparentaba tener unos

diez años más que ellos y mostraba un rostro peculiar. De ojos

saltones color canela y nariz puntiaguda, esta última hacía de

bóveda sobre unos afilados labios. Su rostro era de aspecto

fuerte, al igual que su complexión, y estaba rematado por un

cabello recortado y teñido de rubio.

Sin embargo, el sello que lo envolvía todo era aquella voz

espeluznante. Parecía forjada en ultratumba, atronaba en cada

esquina y coaccionó a los jóvenes para que rompiesen su si-

lencio.

—Yo… yo soy Mark, señor —se presentó el primero entre

titubeos.

—Y yo soy Megan. Megan McGuillan, señor… señor Jack

Donovan.

—JD —dijo Jack condescendiente—, os he dicho que me

llaméis JD.

El forastero aprovechó las presentaciones para mirar a

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Megan de manera obscena, lo que motivó que Jason desperta-

se de su hipnosis. El joven, sabedor de que su chica resultaba

muy atractiva a los hombres en general, se interpuso en ese

campo de visión que conectaba a Megan con la lasciva mueca

de JD.

—Yo soy Jason, Jason Parker. El dueño de esta casa —

intervino él desafiante—. No tienes por qué hacer daño a na-

die. Pilla lo que necesites y márchate.

Megan y Mark miraron con recelo la reacción de su amigo

y se temieron lo peor. No querían ni imaginarse lo que podía

pasar si estallaba su cólera contra un intruso armado.

Y precisamente era esa pistola la que retenía a Jason, a

pesar de que no le estaba haciendo ninguna gracia ser testigo

directo de cómo robaban en la cabaña de sus padres y cómo

desnudaban a Megan con la mirada.

—No, amigo, no. Tú no eres el dueño de esta casa.

JD respondió manteniendo su tono relajado e ignorando

la actitud insolente que había utilizado el joven para referirse a

él. Volvió a bucear en el mismo armario de antes y continuó

con su teoría.

—Los dueños deben ser los que salen en ese cuadro de

ahí —Concentrado en su tarea, señaló con la pistola el lienzo

que colgaba de la pared, en el que estaban dibujados los pa-

dres de Jason—. Reconozco que tú te das cierto aire al hombre

canoso del retrato, de modo que no descarto que alguna vez

esta cabaña sí llegue a ser tuya. Cuando la heredes, claro —

Para decir esa frase sí asomó la cabeza y lo miró con arrogan-

cia.

Esa sentencia en la que el asaltante insinuaba que sus pa-

dres podían morir avivó el cabreo contenido de Jason. Jack se

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dio cuenta del impulso reprimido del joven y empezó a echar

cuentas, consciente de que era la segunda vez que esos ojos

rabiosos de color miel le retaban a un duelo descompensado.

«Hola, colega», pensó JD. «Está claro que lo de aquel bar

no fue casualidad». Todavía con la cabeza aflorando del inte-

rior del armario, presintió que en el pub Bellpoint había visto

un simple tráiler, un relato que hablaba de un chico tan impe-

tuoso que iba a comenzar un tratamiento, y que la película de

verdad se rodaba ahora. «Ya verás cómo nos divertimos, cha-

val». Jack había encontrado lo que buscaba: su nuevo juguete

favorito. Y por lo visto se llamaba Jason Parker.

Terminó de revolver el armario con patente desgana y se

acercó a donde estaban los tres jóvenes. Recorrió esa distancia

con paso sosegado, imitando a un vaquero atravesando un

saloon del Viejo Oeste. Al llegar a su altura abandonó la mo-

chila en la mesa del comedor y se dirigió al público para decir-

les que quería evitar sustos desagradables y que por eso los

tenía que cachear.

Los fue convocando uno por uno en el centro de la estan-

cia. El primer elegido fue Mark, pero le prestó un desinterés

evidente porque lo entretenido venía más adelante. Lo invitó a

que volviese a su lugar y convocó al próximo en la lista.

Jason se acercó con rostro amenazador, por lo que Jack se

vio obligado a presumir de arma. Los focos del techo no per-

dían detalle y la chimenea palpitaba con su centelleo. Durante

el toqueteo apreció que el muchacho tenía una cicatriz a la

altura del abdomen y comenzó a estrujarla con extrema dure-

za. El joven desató desesperados gritos de dolor intercalados

por varios «¡Hijo de puta!» que no parecían minar el énfasis de

aquellos dedos. Cuando Jack dio por concluida la tortura alen-

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tó con amabilidad a Jason para que recuperase su sitio y seña-

ló a Megan con la pistola.

Había dejado lo mejor para el final e iba a recrearse con

ese sugerente postre de larga melena. Según se le iba acer-

cando con andar tembloroso, él se fue despojando de sus

guantes para sentir un tacto más real sobre aquella sinuosa

figura. Y en cuanto estuvieron tan cerca como para compartir

pestañas, él comenzó a sobarla. Pero no le bastaba con eso:

quería cerciorarse de que su chico viese cada uno de los luga-

res que sus manos estaban visitando sin licencia.

—¡Maldito bastardo! ¡Déjala en paz, cabrón!

Esa orden colérica fue toda la defensa que pudo hacer Ja-

son mientras apretaba con fuerza sus puños. Mark le estaba

sujetando del brazo para que no se lanzase a una muerte in-

mediata al tiempo que le susurraba en tono sosegado, «Espera,

Jason. Espera, joder». Aunque estaba acostumbrado a inmovili-

zar a su colega cuando se desbocaba con uno de sus ataques

de ira, en esa ocasión sintió que no lo tenía bajo control y que

se le podía escurrir entre sus dedos en cualquier momento.

Veintiséis segundos. Eso fue lo que tuvo que esperar.

Veintiséis segundos que en el mundo de Megan incluyeron

varias fases lunares, dos axilas magreadas y una entrepierna

abusada. Una pequeña eternidad perdida en dos manos de-

pravadas palpando su cuerpo de manera obscena. Y sin em-

bargo, un inmenso pesar resistido en silencio y sin mirar a su

chico para evitar que viese su cara de angustia y desatase una

embestida suicida.

Con el cacheo finalizado, Megan fue al encuentro de los

otros dos con gesto descosido, incapaz de seguir tapando esa

sensación de vacío y vulnerabilidad. Jason la abrazó sin perder

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de vista a su rival y Mark la aferró de la mano para tranquilizar-

la. Sometidos por la tensión, ninguno se fijó en que Jack tenía

un tatuaje en la palma de la mano derecha donde se leían dos

letras: DG.

Mientras los muchachos procuraban consolar a su amiga,

JD olfateó sus dedos antes de volver a ponerse los guantes.

Quería hacer tiempo para que los tres jóvenes le prestasen de

nuevo toda su atención, así que rebuscó en cada recoveco de

la cocina, el salón y el comedor. Cuando se le terminaron quiso

pasar a la siguiente pantalla.

—Bueno, parece que por aquí ya no hay más sitios donde

mirar. ¡Joder, está guapa la casa! —exclamó él observando a su

alrededor—. ¿Dónde decís que están los dormitorios?

—Al fondo del pasillo, JD.

Mark se adelantó a la respuesta que Jason iba a disparar.

Lo estaba mirando de reojo y vio cómo el puño no era lo único

que tenía cargado. Tanto él como Megan rezaban para que su

amigo se pudiera reprimir hasta que el extraño ya no estuviese

en la vivienda.

—Gracias, Mark —le respondió Jack haciendo una tenue

reverencia con cierta sorna.

JD los invitó a que le acompañaran en la excursión con un

movimiento de pistola, la cual era una prolongación de su bra-

zo y la utilizaba para cualquier gesto que les dedicase.

El baño y el dormitorio pequeño no llamaron mucho la

atención de Jack y apenas hurgó en ellos. Una suerte que no

corrió la habitación más grande, la que estaba ocupada por las

cosas de Megan y Jason.

A la derecha de la puerta del cuarto una cama exagerada

acaparaba una de las paredes y estaba titulada por un lienzo

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que dibujaba un paisaje natural. A ambos cantos del colchón

destacaban dos orejas en forma de mesitas de noche que so-

portaban sendas lámparas. En el resto de la alcoba florecían

varios armarios, muebles y baldas de aspecto rústico y que

contenían numerosos objetos. En la pared que había enfrente

de la puerta se exhibía una ventana que llevaba tiempo atas-

cada, no abriendo más de tres centímetros.

JD no tuvo ningún reparo en ensañarse con aquella deco-

ración. Se movía impune por el dormitorio, derribando mue-

bles, destrozando objetos de un patente valor sentimental y

viendo cómo Jason se cabreaba cada vez más por el maltrato

que le estaba dedicando a las pertenencias de sus padres.

Afán desproporcionado en cualquier caso, ya que no llegó

a usurpar más de una decena de cosas durante el registro de la

cabaña: dinero en metálico que sisó de los bolsillos de los tres

amigos, un par de adornos interesantes y alguna joya de gran

valor. Ni siquiera escamoteó documentación, tarjetas de crédi-

to ni móviles, los cuales se limitó a apagarlos y devolvérselos

durante el toqueteo previo.

Jack terminó de revisar todas las habitaciones y su pistola

dio la orden de regresar al salón. Nada más cruzar el pasillo los

tres jóvenes fueron hacia la cocina y se apoyaron en la isleta,

esperando que el intruso soltase alguna burla de despedida y

los dejara por fin a solas.

Aunque ese no parecía el plan de JD. Soltó su mochila

junto a la chimenea y se fue al mueble bar para servirse un

vaso de whisky. Mientras volcaba el licor de la botella, sus ojos

saltones se desviaron hacia la balda que había encima, donde

una fotografía enmarcaba a dos sujetos sonriendo: Jason y una

chica que replicaba aquella misma mirada de color miel. Era su

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hermana Rachel, el miembro del grupo que se estaba perdien-

do semejante velada por encontrarse fuera de la ciudad esos

días.

Con el vaso rebosante en la mano, Jack se llevó también

la botella y la dejó en la pequeña mesita del salón. Él se apo-

sentó en el sofá que había delante, recostándose contra el

respaldo para disfrutar de su copa y dejando muy claro a los

presentes que no tenía ninguna prisa por abandonar la cabaña.

La confusión de estos iba creciendo con cada uno de sus

movimientos, destacando sobre el resto la manifiesta indigna-

ción de Jason. El joven deseaba que se fuese para empezar a

repartir puñetazos por las paredes y soltar una pizca de toda la

ira acumulada. Algo a lo que en absoluto estaba acostumbra-

do: sin una pistola de por medio, lo de Jack y él hacía tiempo

que habría concluido en el hospital y con al menos uno de los

dos en cuidados intensivos.

Exasperado, Jason dio un paso al frente. Se colocó a me-

dio camino entre la isleta de la cocina y el sofá del salón, reso-

plando toneladas de paciencia y contención en dirección al

suelo. Sus amigos intentaron frenarlo y él les brindó un gesto

como queriendo decir que le dejasen hacer, que lo tenía todo

controlado.

Ninguno de los tres se lo creyó.

—Mira, JD, no sé por qué sigues aquí. Has entrado en ca-

sa, nos has vacilado y ya tienes lo que querías —dijo él seña-

lando la mochila—. No sé a qué esperas y me importa una

mierda, pero creo que ya va siendo hora de que te pires.

El joven hizo el discurso más moderado que pudo. Un es-

fuerzo sobrehumano, teniendo en cuenta la velocidad que

había adquirido su corazón y la rigidez que tensaba sus

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músculos, lo que insinuaba que prefería debatir ese tema a

base de sangre y carnaza.

—¡Claro, claro! Si yo te creo… ¿Eras Jason, verdad? —Jack

recordaba de sobra su nombre, solo quería jugar—. No te

preocupes, no pienso llevarme nada más de la casa. Pero creo

que me merezco un descanso y un premio por el trabajo bien

hecho —dicho esto, alzó su vaso para admirarlo—. ¡Este es un

whisky cojonudo! Lo tengo que comprar —Echó un trago, po-

só el vaso en la mesita y se sirvió otra copa—. Cuando veas a

tu padre no te olvides de darle las gracias de mi parte, por

favor —E hizo un gesto con su mano armada, como pidiendo

al joven que se alejase de sus dominios.

Miradas asesinas, violencia contenida. La explosión de có-

lera retenida que retumbó en el interior de Jason solo la sabía

él mismo, si bien Megan y Mark se la temían y JD la intuía. Jack

se había convertido en su archienemigo en cinco sencillos pa-

sos: robar a sus padres, mofarse de él, torturarle con su cicatriz,

apuntarle con un arma y meter mano a su chica.

En esas situaciones de enfrentamiento no era mucho de

medir las consecuencias, sino de rebelarse con vehemencia.

Megan y Mark querían evitarlo a toda costa y, sin necesidad de

trazar un plan, se miraron e intentaron apaciguarlo entre susu-

rros.

—Déjalo, colega. Seguro que se pira pronto.

—Sí, cariño. Ya verás cómo se va en cuanto se tome un

par de copas.

Nadie a la escucha. Jason solo podía prestar atención a

Jack y a aquella pistola que lo estaba censurando, lo que des-

encadenó que hiciese un intento más por tratar de desterrar al

polizón de la cabaña.

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EL ESCULTOR DE SOMBRAS

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—¡Deja de hablar de mi padre, cabr…! —Más toneladas de

paciencia y contención saliendo resopladas de su boca—. Tío…

¡Joder! En serio, ya tienes lo que has venido a buscar y te has

divertido con nosotros. ¿Por qué no te piras de una puta vez?

—¡Ja! —Jack soltó una carcajada seca y tosca—. ¡Uy, ami-

go! Veo que no lo entiendes. Tú no sabes lo que yo he venido

a buscar aquí, aparte de llenar la panza de Lora —dijo él refi-

riéndose a la mochila que señaló con la pistola. Dio otro trago

antes de continuar—. Así que ahora deja que disfrute de mi

descanso y luego de mi premio. Con el cual, por cierto, sí espe-

ro divertirme un rato.

—¿Di… divertirte? —interrumpió Megan de manera inge-

nua y con la única intención de evitar que Jason se abalanzase

sobre Jack.

—Sí, Megan. Divertirme. Y es curioso que seas precisa-

mente tú quien me lo pregunte.

JD se levantó, se dirigió a la cocina, donde se encontraban

de nuevo alineados los tres amigos, y se detuvo enfrente de la

muchacha. Ella estaba en medio y él se acercó hasta compartir

un escaso espacio vital. Jack, vistiendo una ensayada expresión

de superioridad, levantó con un movimiento pausado el brazo

que amarraba su pistola y dejó que el cañón acariciase con

sutileza el rostro de la chica. Mientras arañaba su fina piel con

aquel frío metálico, ladeó su cabeza en un gesto de ternura

fingida, le guiñó un ojo y asomó su lengua puntiaguda para

relamerse con grosería sus afilados labios.

Temblor inmediato. Megan se estremeció con un espas-

mo que recorrió en una milésima de segundo la distancia entre

su mejilla rasgada y la alarma de su nuca. Su única defensa fue

la de rendir sus párpados hacia el suelo, al tiempo que se ató a

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BALADA DE MARIONETAS

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la mano de su chico buscando un hogar amenazado de ultraje.

Aunque para amarrarse a ella primero tuvo que desenredar el

puño cargado que acabó dándole cobijo.

Jason estaba a punto de detonarse. Si ya era protector de

por sí con Megan y no le gustaba que nadie tontease con ella,

el hecho de que Jack insinuase una violación de su novia fue lo

que necesitó para quitar el freno de mano que llevaba puesto.

Tenía que hacer algo y tenía que ser pronto. Bueno o malo,

calculado o imprudente. Pero pronto.

Tras la gélida caricia que JD dibujó en el rostro de Megan,

éste se acercó a la mochila que estaba a los pies de la chime-

nea para buscar lo que parecía un frasco pequeño. Fueron es-

casos ocho segundos los que Jack invirtió en darse la vuelta, ir

hasta la pared opuesta, ponerse de cuclillas, coger lo que que-

ría y girarse de nuevo. Y ese fue el tiempo que Jason requirió

para alcanzar a ciegas un cuchillo que estaba tirado en la isleta

que tenía detrás y esconderlo en su espalda, por debajo de la

camiseta y sujetado por los vaqueros que llevaba puestos. Se

lanzó una mirada cómplice con Mark y este asintió con la ca-

beza.

Dos hermanos de vida, de esos que no necesitan de san-

gre ni de genes. Jason iba a luchar y tendría con él a su fiel

escudero. Juntos querían impedir que Jack volviese a tocar a

Megan. Una joven que permanecía inmóvil entre ellos dos,

hostigada por un remolino de temores y sollozos. Estaba páli-

da, bloqueada, con la vista fija en el suelo, con el aterrador

regusto de ese arma que había acariciado su mejilla, con la

angustia de intuir que eso solo habían sido unos aterradores

preliminares.

Y con la embustera esperanza de estar atrapada en una

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pesadilla de la que poder despertarse enseguida.

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Continuará… Si quieres.

¡Gracias por llegar hasta aquí! ¿Te está gustando? Espero que

sí. Si te has quedado con ganas de saber lo que les pasa a Ja-

son, Mark y Megan, o si tienes curiosidad por lo que es capaz

de hacer Jack para atormentarles, puedes hacerte con el libro

completo en Amazon:

https://www.amazon.es/dp/B079RK11SF/ref=sr_1_1?ie=UT

F8&qid=1518461127&sr=8-

1&keywords=balada+de+marionetas

Está disponible tanto en formato ebook como en tapa

blanda y me haría mucha ilusión que conocieras la historia

completa.

¡Un abrazo!

Jon Marlo